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Dureza de corazón y maldad deliberada

A medida que avanza la Cuaresma, la liturgia nos presenta cada vez con mayor
claridad, los horizontes insondables de bondad y de misericordia que alberga el
Corazón de Jesús. Se aproximan los días santos en que el Señor consumará en
un auge de fidelidad y generosidad, la misión que el Padre eterno le ha
incumbido…

Los días pasan, y el Hijo del Hombre manifiesta un aspecto fundamental de su


vocación mesiánica: se embreña en una lucha sin cuartel contra fariseos,
escribas, saduceos, herodianos, y sacerdotes, quienes, a una, a pesar de su
tradicional oposición, forman un solo cuerpo para perseguir al Justo, Hijo de
Dios, quien a la par de realizar grandes signos y portentosos milagros, deja
estupefactos y llenos de odio a estas autoridades religiosas que traman su
destrucción y su muerte.

El divino polemista, el Verbo de Dios hecho carne en la humanidad santísima de


Cristo, desenmascara con la sabiduría de lo eterno a los fieles discípulos de las
tinieblas, y queda claro ante los ojos de todos los circunstantes la diferencia
abismal entre esos dos tipos humanos: el tipo humano del Hijo del Hombre y el
tipo humano de los hijos de Belial.

Los discípulos del Señor aprenden de Él este arte supremo del conocimiento de
la Opinión Pública y cómo el mostrar la verdad en su pura y ardiente integridad,
denunciando al mismo tiempo a los fautores de la iniquidad y del pecado
declarado, es la única forma de manifestar la verdadera Luz del mundo,
disipando las negruras del error. Evidentemente, es una batalla de vida o
muerte, pero todo está calculado en los divinos y meticulosos planes de Dios.

Comienza por fin la Semana Mayor con la entrada triunfal de Cristo en


Jerusalén. Es el Rey de Reyes, el Señor de los Señores, el Príncipe de la paz, que,
con la humildad propia de un Dios, entra en un borrico, desechando los
carruajes de los potentados del mundo, abajándose como el Siervo del Señor,
cuyo Reino no es de este mundo…

Las multitudes se aglomeran a su paso, reconociendo en Él al Maestro y al


taumaturgo, al gran Profeta que enfrenta sin temor a las autoridades religiosas
constituidas, mostrándoles la inconsistencia de sus argumentos y la privación
absoluta de bondad en sus corazones; es Aquél a quien tratan inútilmente de
envolver en sus tramas de muerte, pues aún no ha llegado su hora, aunque ya
está próxima.
El pueblo lo aplaude con fervor y entusiasmo, lo honra como al Esperado de las
Naciones, al Mesías prometido y predicho desde los tiempos antiguos por los
Profetas; y, de modo muy especial, reconoce en Jesús al descendiente del trono
de David, a Aquél a quien corresponden todos los derechos de la primogenitura
de Israel.

Y las alabanzas vuelan de boca en boca entre todos los habitantes de la ciudad
Sagrada; y, las palmas se tienden a su paso; y los Hosanas al Hijo de David se
multiplican en los labios de grandes y pequeños, que sin temor lo proclaman
como a su Rey. ¡Es una exultación completa de todo el pueblo que glorifica a
Cristo!

El odio de los príncipes de los sacerdotes crece en torno suyo y no consiguiendo


ocultar su aborrecimiento y rencor, piden a Jesús que haga callar a los niños, a
los ancianos y a todo el pueblo, pero Él les responde: “Si éstos callaran, hasta las
piedras gritarían” … Era necesaria esta glorificación y reconocimiento entre su
pueblo, antes de someterse voluntariamente a la Pasión.

Los campos están definidos, la Luz del mundo se ha mostrado entre los hombres
con una claridad incontestable, demostrando su poder y majestad... No
obstante, el plan divino es severo para con el Verbo humanado, quien ha venido
al mundo para sufrir de los hombres una muerte cruel a la cual debe entregarse
con entera libertad, y en el momento determinado por Dios en sus decretos
eternos.

Sin embargo, hay un aspecto curioso e incomprensible de la sicología humana,


el cual se constata con cierta frecuencia en la vida de los hombres, y es el cambio
radical, ¡cuántas veces instantáneo! en el orden de las ideas y de los hechos, de
los deseos, las aspiraciones y el comportamiento de las personas; las gentes han
glorificado eufóricamente a Jesús, y pocos días después gritarán también
eufóricos: “crucifícale, crucifícale”. ¡Cómo entender esas interioridades del alma
humana, esas flaquezas y mudanzas irracionales en su forma de pensar y de
actuar! La tibieza de espíritu se transforma fácilmente en perfidia, doblez,
infidelidad y alevosía.

“Es necesario vivir como se piensa, so pena de más tarde o más temprano
terminar pensando como se vive”, decía Paul Bourget. Una de las causas de ese
deseo de mudanzas intempestivas se debe muchísimas veces a la superficialidad
de espíritu con que asumimos nuestras responsabilidades, no queriendo ir hasta
las últimas consecuencias en el cumplimiento de los deberes, prefiriendo
quedarnos en la futilidad, la trivialidad y la inconstancia, ya que esto no exige
seriedad y juicio.

El pueblo judío quizás se encantaba con Jesús porque hacía grandes maravillas,
y “nunca habló nadie como él”; pero su entusiasmo era apropiativo, su
admiración no era profunda hasta el punto de corregir los principios errados;
era una admiración hueca, vacía e insustancial. Se podría afirmar que lo
enaltecían al Señor con sus palabras y lo crucificaban en el corazón.

Pero no miremos solamente al pueblo judío de entonces, miremos para nuestro


propio corazón y para el corazón del mundo en que vivimos: es un corazón
tantas veces voluble e inconstante, que sin escrúpulo traiciona al autor de la
vida, vendiéndolo por las treinta monedas del pecado.

Roguemos a María Santísima, la Madre de los Dolores, que Ella transforme


nuestra vida y nos anime a forjar propósitos firmes de enmienda y conversión,
de regeneración y reforma completa de nuestra vida. Que los días santos que se
aproximan podamos vivirlos con fervor auténticamente cristiano y nos obtengan
la gracia de ser íntegros en nuestra fe a ejemplo suyo y de Jesús.

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