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El término «fascismo» proviene del italiano fascio (‘haz, fasces’), y este a su vez del latín fascēs
(plural de fascis), que alude a los signos de la autoridad de los magistrados romanos. Entre los
rasgos del fascismo se encuentra la exaltación de valores como la patria o la raza para mantener
permanentemente movilizadas a las masas, lo que llevó con frecuencia a la opresión de minorías
—especialmente en el caso alemán debido a su importante componente racista— y de la
oposición política, además de un fuerte militarismo. Sin embargo, el término «fascismo» es uno de
los más difíciles de definir con exactitud en las ciencias políticas desde los mismos orígenes de este
movimiento, posiblemente porque no existe una ideología ni forma de gobierno «fascista»
sistematizada y uniforme en el sentido que sí tendrían otras ideologías políticas contemporáneas.
El fascismo surgió en Italia durante la Primera Guerra Mundial, para luego difundirse por el resto
de Europa durante el periodo de entreguerras. La «Gran Guerra» fue decisiva en la gestación del
fascismo, al provocar cambios masivos en la concepción de la guerra, la sociedad, el Estado y la
tecnología. El advenimiento de la guerra total y la completa movilización de la sociedad acabaron
con la distinción entre civiles y militares. Enemigo del liberalismo, el anarquismo y toda forma de
marxismo —socialdemocracia, socialismo, comunismo—, una mayoría de especialistas coincide en
colocar al fascismo en la extrema derecha del espectro tradicional izquierda y derecha.
El fascismo se presenta como una «tercera vía» o «tercera posición» que se caracteriza por
eliminar el disenso: el funcionamiento social se sustenta en una rígida disciplina y un apego total a
las cadenas de mando, y en llevar adelante un fuerte aparato militar, cuyo espíritu militarista
trascienda a la sociedad en su conjunto, junto a una educación en los valores castrenses y un
nacionalismo fuertemente identitario con componentes victimistas, que conduce a la violencia
contra los que se definen como enemigos. Los fascistas creen que la democracia liberal es obsoleta
—esta forma de gobierno representaba para el fascismo a las «decadentes» potencias vencedoras
de la Primera Guerra Mundial— y consideran que la movilización completa de la sociedad en un
Estado de partido único totalitario es necesaria para preparar a una nación para un conflicto
armado y para responder eficazmente a las dificultades económicas. Tal Estado es liderado por un
líder fuerte —como un dictador y un gobierno marcial compuesto por los miembros del partido
fascista gobernante— para forjar la unidad nacional y mantener una sociedad estable y ordenada.
El fascismo niega que la violencia sea automáticamente negativa en la naturaleza, y ve la violencia
política, la guerra y el imperialismo como medios para lograr una «regeneración», un
rejuvenecimiento nacional. Por otra parte, los fascistas abogan por una economía mixta, con el
objetivo principal de lograr la autarquía mediante políticas económicas proteccionistas e
intervencionistas. Los regímenes fascistas en la práctica no modificaron en profundidad el sistema
económico capitalista, pues incluso practicaron en algunos casos políticas de privatización y
persiguieron de forma sistemática a las ideologías del movimiento obrero tradicional en ascenso
—anarquismo y marxismo—.