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Rosa Montero
28 MAR 2020 - 00:00 CET
Este artículo es, más que nunca, una botella que arrojo al mar del tiempo. Lo
escribo al principio de la reclusión, rodeada por una ciudad silenciosa y cautiva,
caracoles frágiles ocultos tras la concha que sólo mostramos nuestro blando cuerpo
a la hora del aplauso, en los balcones. Y vosotros lo estáis leyendo dos semanas
más tarde, todavía encerrados y, me temo, con bastantes días de clausura aún por
delante. Me imagino a mí misma dentro de 15 días, junto a vosotros; las raíces
blancas de mi pelo teñido estarán más crecidas y serán un memento de la
fugacidad de la vida (qué canosos saldremos muchos de nosotros del aislamiento:
bien mirado, el debate sobre la apertura de las peluquerías era existencial). Pero,
fuera de eso, supongo que todo será más o menos igual. Seguiremos navegando por
las aguas profundas del intenso tiempo de la peste.
Pero no me refiero solo al ámbito social. El reto mayor es el interior. ¿Cómo vivir
la vida cuando se ha quedado sin trucos defensivos ni disfraces? La vida cruda y
limpia en el lento e incandescente tiempo de la peste. Entre los sanadores y
maravillosos chistes que recorren las redes (bendita tecnología que nos une) me
llegó esto: “Dice una amiga que con esto del aislamiento en casa ha estado
hablando un rato con su marido y que le ha parecido muy simpático”. Esa es la
cuestión: intentemos encontrarnos simpáticos. O intentemos simplemente
encontrarnos. Cuando el ruido y el movimiento incesante se paran, queda lo real.
Aguantar semanas con unos niños a los que normalmente aparcas en algún lado.
Convivir de verdad con tu pareja en un ámbito estrecho, y aprender no sólo a
escucharla, sino también a respetar su ausencia en la presencia. Soportar tu
soledad, si vives solo, y lograr sentirte a gusto en ella. Y, sobre todo, manejar bien
el tiempo. En vez de perderlo, quemarlo, tirarlo (la vida es eso que ocurre mientras
nosotros nos ocupamos de otra cosa, según una supuesta frase de John Lennon)
como hacíamos en la agitación de la normalidad, ahora tenemos una oportunidad
única para habitar el presente. Para llenar de conciencia y de voluntad cada
minuto. Para discernir entre lo esencial y lo superfluo. Intentemos que esta prueba,
y la dolorosa resaca económica que vendrá, nos enseñe por lo menos a ser un poco
mejores.