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Juan Camilo Ciro Daza

Juan Esteban Villegas Restrepo

13/ 10/ 2021

Elegía a la niñez
“La muerte hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición
de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por
desdibujarse como el rostro de un sueño” (Borges 25).
El hombre no puede ni quiere creer que deba acostarse tranquilamente en la tumba, y que
su cuerpo se convierta en polvo. Con ahínco recuerda la gloria de la maravilla, de las
primigenias sensaciones, del desconocimiento de todo y la preocupación inexistente.
¿Acaso es el niño el lugar y el tiempo del paraíso? Es la flor del espíritu infantil la que se
quiere reclamar como la gran ausente. Al adulto solo le queda declamar ante la naturaleza
esencial su pérdida.
Aquella melancolía se expresa en un culto a la juventud, la ingenuidad y el candor, así
como una visión panteísta de la naturaleza. En este punto se proclama una suerte de
experiencia de satisfacción, aquel tiempo mítico donde el ser humano se colma de gozo,
deseando volver a la misma experiencia, a su imposible repetición. Sin embargo, el poeta es
optimista y expresa el sentir de que la belleza subsiste siempre en el recuerdo. Es la
nostalgia de un pasado inalcanzable pero que, si el mundo interior está enriquecido, el
recuerdo hará las veces de la dicha alcanzada en otro tiempo, remoto.
Así las cosas, el mundo interior es la clave para que los recuerdos nos sean agradables,
aunque sepamos de que se trata de algo irremediablemente perdido: la nostalgia y no la
melancolía que se siente cuando el mundo interno está empobrecido. Así pues, la vida del
niño, a ojos del hombre, se presenta como una vida interconectada con lo divino que se
desvanece con la edad. La muerte del hombre empieza cuando es consciente de la pérdida
de las facultades que alguna vez le pertenecieron. Pareciera que aquella vida anterior
representara el espíritu y el suspiro vital que se petrifica en los años posteriores.
Aunado a aquel adolecer, se hace notoria la pérdida de la sensibilidad, de la alegría
desinteresada que alguna vez se profesó por el entorno. El hombre se siente separado del
resto de la naturaleza, y solo en momentos de cierta alegría consigue superar su
desesperación. Antes de que la luz se desvanezca a medida que el niño madura, el autor
enfatiza la grandeza del niño que experimenta los sentimientos:
Tú, que desmientes en tu aspecto externo
la inmensidad de tu alma,
filósofo mejor, que aún conservas
tu herencia, y eres Ojo entre los ciegos;
que, sordo y en silencio, lees la eterna hondura
siempre acosado por la mente oscura,
¡poderoso Profeta! ¡Venturoso Vidente! (Wordsworth 3)
El niño es capaz de ver lo que otros no ven porque no comprende la mortalidad, mientras
un adulto solo tiene la capacidad de intimar la inmortalidad por medio de la imaginación.
El recuerdo permite una insinuación de volver a ese estado mental. En la estrofa XI por
ejemplo, la imaginación permite saber que hay límites en el mundo, pero también permite
volver a un estado de simpatía con el mismo sin preguntas ni preocupaciones.  La infancia
contiene los remanentes de un estado beatífico y poder experimentar la belleza que quedó
después, aunque sea momentánea, es algo por lo que estar agradecido. A medida que una
persona envejece, ya no puede ver la luz, pero aún puede reconocer la belleza del mundo.
La edad hace que el hombre pierda de vista lo divino. A medida que los niños maduran, se
vuelven más mundanos y pierden esta visión divina. El poeta tiene los mismos ojos, las
cosas son las mismas, pero la mirada ha cambiado con el tiempo, ha cambiado su forma de
contemplar. Esto lleva al individuo a la desesperación y solo puede resistirla a través de la
imaginación. La infancia, por lo tanto, se convierte en un medio para explorar la memoria
de la felicidad inconmensurable que alguna vez se vivió.
El hombre ha sido desterrado del paraíso del niño, el hombre ha perdido la facultad de esos
ojos que admiran con sorpresa al mundo. Ya no está más en un estado oceánico donde se
mezcla sin arraigos y sin muros con la naturaleza.
Referencias
Borges, Jorge Luis. El Aleph. 7a ed., Debolsillo, 2011.

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