Está en la página 1de 2

No sabía hacer nada.

Una vez trató de trazar una recta con regla pero le quedó
torcida y supo que jamás podría dibujar. Probó entonces con la música, pero no
sólo carecía de oído musical sino también de la destreza necesaria, pues ni
siquiera había sido capaz de atinarle al tambor. Probó las matemáticas, pero no
pudo entender porque no podía sumar tres peras y dos manzanas y concluir que
se trataba de cinco frutas. No pudo con la astronomía, con la literatura, con la
ingeniería ni con la medicina o el derecho. En suma, la vida poco a poco lo fue
dejando de lado y él no hizo mucho para evitarlo. De hecho, él mismo se tiró a un
lado para evitar cualquier intento doloroso perdido de antemano.

Tenía buena memoria, pero sólo era capaz de retener las cosas inútiles. Estaba
dotado de una imaginación portentosa, pero no tenía las palabras necesarias para
que se hiciera real. No era un buen amante, no tenía conocimiento de ser hijo de
nadie, no tenía hermanos ni sabía como se hacían amigos. Nunca entendió
porque Dios era al tiempo uno y tres y uno de ellos estaba en una cruz pero otro
que también era Dios pero no era de esos tres era un gordo simpático que
hablaba de la paz por la renuncia. En suma, era un vagabundo que era
transparente para todos aquellos que lo veían sin verlo, deambulando por calles
atestadas o por campos desiertos.

Tenía como uniforme, no de identificación sino como único, unos jeans, un


cinturón, una camisa de mangas largas eternamente remangadas y un gabán
impermeable negro y delgado que no se quitaba ni ante los calores más atroces.
En realidad, sabía que él mismo había conseguido esa ropa pero no sabía cómo,
ni tampoco estaba muy seguro de ser capaz de repetir el proceso a voluntad. No
era subnormal ni idiota: sólo que no sabía como se ponía el línea el cerebro con lo
que le rodeaba. Era capaz de orientarse a gran velocidad, de reconocer cada sitio
por el que había pasado, pero hacía tiempo había renunciado a entender para qué
le servía eso si de todas maneras no iba a ninguna parte. Nadie lo esperaba en
ningún lugar, ni tampoco esperaba que volviera. Vivía de lo que podía recoger,
porque tampoco entendió nunca porque iba nadie a darle nada por mera caridad,
si al fin y al cabo el no era nadie.

No sabía nada de eso. No podía decirse que pudiera hacer eso que
genéricamente se llama ganarse la vida. La expresión para él era vacía de todo
significado: el no podía ganar lo que de hecho ya daba por perdido. Si de él
hubiera dependido, el materialismo histórico de Marx hubiera naufragado, porque
la historia no era más que una sucesión de días, unos pegados de otros, que
paraban en algún momento pero nada más, sin objeto ni sentido. En cambio,
sabía dormir.

No es que supiera soñar, eso materia prima de poetas que él no era. El sabía
dormir. Había empezado desde muy joven y había hecho de eso un arte profundo,
simpático, inofensivo, magnífico e inigualable. Podía dormir en las condiciones
más adversas, con un mínimo acto de voluntad. El resolvía el segundo exacto en
que iba a cruzar la frontera entre el sueño y la vigilia. Era un campeón en la única
habilidad que tenía y la había sofisticado hasta lo increíble. Podía dormir y soñar y
no soñar, podía dormir con los ojos abiertos, podía dormir de pie, podía dormir en
el metro, en una andén o en una cama tibia, aunque ya no tuviera ninguna cama
disponible. Podía dormir contando ovejas o más bien dándoles un nombre. Debajo
de cartones, de hojas de periódico, de cobijas de lana o solo su gabán. Con
hambre o saciado. Después podía combinar todo eso y explorar a voluntad todas
las regiones del sueño: fantasías infantiles, pesadillas horrorosas o solo una capa
negra que era tan espesa como lo deseara. Podía recorrer su cuerpo y pedir sólo
a una parte que durmiera y la otra montara guardia. Una vez, por puro capricho,
hizo que su ojo derecho soñara con los selenitas y el izquierdo con un juego de
pelota en un parque cercano. Después se cansó, junto ambos sueños y tuvo
entonces un campeonato de fútbol para el sistema solar. Después se cansó del
ejercicio y sencillamente montó una oscuridad inmensa que olía a cosecha de
fresas y sonaba como la hierba creciendo. Como no quería despertar, se comío
más de dos kilos de fresas y así no tuvo que levantarse a buscar comida. Una vez
quiso conocer el sueño definitivo y unos segundos antes de que fuera muy tarde,
durmió como duermen los vivos y no los muertos y pudo resucitar.

En una de sus exploraciones, conoció el país de Celephais y pasó cuatro días de


vigilia paseando. Para él no era problema: durmió sólo una hora, el resto del
tiempo era problema sólo de los despiertos. Celephais tenía un camino de
esmeralda como el mago de Oz, frutas que el no conocía, sonidos que no se
podían escuchar o tactos que recordaban cosas inexistentes. Las piedras eran de
colores diferentes, lo mismo el agua y las flores. Se encontró con un gas de color
violeta que estaba paseando y el gas le dijo que los seres humanos no eran más
que átomos prisioneros mientras que él era infinito. Se leía de derecha a izquierda
y al mismo tiempo de arriba abajo. No era un mundo maravilloso porque la
maravilla nace por comparación con lo que llamamos real. Era, más bien, la fuente
y origen primigenia de todos los sueños. Trató de dormir de forma tal que pudiera
cambiar el paisaje pero no pudo hacerlo por mucho que se esforzó. Supo
entonces que había llegado a la frontera última de todos los sueños posibles, la
marca final de todo campeón. Supo entonces que ese era el lugar al cual
pertenecía y supo entonces que era allá a donde iba a volver siempre que
durmiera.

Pero no fue capaz.

También podría gustarte