Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
EL SEXTO Jose Maria Arguedas
EL SEXTO Jose Maria Arguedas
Cargábamos nuestras cosas. Yo llevaba un delgado colchón de lana; era de los más afortunados; otros sólo
tenían frazadas y periódicos. Marchábamos en fila. Abrieron la reja con gran cuidado, pero la hicieron
chirriar siempre, y cayó después un fuerte golpe sobre el acero. El ruido repercutió en el fondo del penal.
Inmediatamente se oyó una voz grave que entonó las primeras notas de la Marsellesa aprista, y luego otra
altísima que empezó la Internacional. Unos segundos después se levantó un coro de hombres que cantaban,
compitiendo, ambos himnos. Ya podíamos ver las bocas de las celdas y la figura de los puentes. El Sexto,
con su tétrico cuerpo estremeciéndose, cantaba, parecía moverse. Nadie en nuestras filas cantó:
permanecimos en silencio, escuchando. El hombre que estaba delante de mí, lloraba. Me tendió la mano,
sosteniendo con dificultad su carga de periódicos a la espalda. Me apretó la mano; vi su rostro embellecido,
sin rastros de su dureza habitual. Era un preso aprista que me había odiado sin conocerme y sin haberme
hablado nunca. Lo examiné detenidamente, extrañado, casi aturdido. Creí que al oír la Marsella, entonada
por esos pestilentes muros, me rechazaría aún más. Sabía que era un hombre del Cuzco, de la misma lengua
que yo.
-¡Adiós! -me dijo- ¡Adiós!
Yo me quedé aún más sorprendido.
¿De quién se despidió? Levantó la mano. Y desfilamos hacia el fondo de la prisión, uno a uno.
Recomenzaron el canto. Me acordé de los gallos de pelea de un famoso galpón limeño. Cantaban toda la
noche sin confundirse ni equivocarse jamás. ¿Cómo sabían en qué instante le tocaba su tumo a cada uno?
Los presos del Sexto también, en sus distantes celdas, seguían las notas de los himnos sin retrasarse o
adelantarse, al unísono, como por instinto. Los guardias y soplones que nos custodiaron aparentaban calma;
nadie sonrió ni maldijo.
Me tocó de compañero de celda, aquella noche, Alejandro Cámac, un carpintero de las minas de Morococha
y Cerro, ex campesino de Sapallanga.
Prendió una vela en cuanto me echaron a su celda. Tenía un ojo empequeñecido por la irritación de los
párpados. Daba la impresión de ser tuerto. Su ojo izquierdo, que nadaba en lágrimas, parecía inerte.
-¿Quién es usted, señor? -me preguntó.
Le dije mi nombre.
-¡Te conozco! –exclamó-. Han hablado de ti acá. Suerte que haiga sido yo tu compañero para vivir en el
Sexto. ¡Suerte mía!
-! Suerte mía! -le dije.
Era más de la medianoche.
-Nunca se me cura este ojo -dijo, cuando comprendió que lo observaba.
Se levantó de la cama, un colchón de paja reforzado con periódicos. Se puso de
pie.
-Mataremos los chinches -dijo -aunque son sonsitos. Después tenderemos tu cama.
Con la vela empezó a quemar las chinches que estaban atracadas en los poros,celdillas y rajaduras del
cemento. Se irguió luego y calentó el muro, para pegar allí la vela. Vi que era alto y flaco; de cabellos
erizados y gruesos. Su cuello delgadísimo causaba preocupación, parecía de una paloma.
-¿Por qué no cantaron los que veníamos? -le pregunté.
-¿No sabes? Por lo del prefecto... Hace como un año mandó sacar a los presos que habían llegado al Sexto;
a la noche siguiente los hizo escoger por lista, los hizo formar acá abajo, en el patio, junto a los excusados.
Les amarraron las manos atrás. Y los soplones les embarraron la boca con el excremento de los vagos. ¡Por
Dios! ¡Es cierto! Él estaba parado cerca de la reja. ¿Usted le ha conocido? Era más flaco que yo, de anteojos,
bien alto, medio jorobado. Miró desde lejos el castigo. “¡Que no se laven, carajo!" ordenó. "Métanlos
amarrados a las celdas". Había creencia de que lo matarían después de eso. Pero dicen que está tranquilo
ahora, de patrón de haciendas en el mero norte.
-Sí -le dije-. No se trata de él ¿no es cierto? ·
-¡Claro, y seguimos cantando! Y todo el mundo cantaremos, cuando el cadáver de ese flaco esté
pudriéndose.
Su ojo sano tenía una expresión dulce y penetrante.
- Yo tiendo tu cama, compañero. Hay que saber tomar la dirección del aire que entra por la reja, y del andar
de estos chinchecitos. Aunque ahora con el frío, están cojudados.
Tendimos la cama. Me preguntó por muchos de los presos que vinieron conmigo de la intendencia.
-Ahora sí, aquí nadie sabe cuándo saldrá. De la intendencia todavía está fácil -dijo, apagó la vela y se
recostó.
-Hazte la idea, compañero. Todos tenernos aquí de 20 meses para arriba: ¡Buenas noches!
Al amanecer del día siguiente escuché una armoniosa voz de mujer; cantaba muy cerca de nuestra celda. Me
puse de pie.
Cámac sonreía.
-Es Rosita-me dijo-, es un marica ladrón que vive sola en una celda, frente de nosotros. ¡Es un valiente! Ya la
verás. Vive sola. Los asesinos que hay aquí la respetan. Ha cortado fuerte, a muchos. A uno casi lo destripa.
Es decidido. Acepta en su cama a los que ella no más escoge. Nunca se mete con asesinos. Puñalada la ha
enamorado, ha padecido. Ya verás a Puñalada. Es un negro grandote, con ojos de asno. Parece no siente ni
rabia ni remordimiento, ni dolor del cuerpo. ¡Verás! Es un amo ahí abajo. Su ojo no parece de gente,
demasiado tranquilo. Cuando sufría por Rosita pateaba a los pobrecitos vagos; sacaba el látigo por
cualquier cosa. Se paseaba como animal intranquilo frente a la reja grande. Él es llamador de los presos. Ya
llamará a alguien dentro de un rato. Rosita lo tiene todavía en condena, en ascuas. El negro no puede hacerle
nada, porque el marica también tiene su banda.
-¿Es él quien canta?
-Él.
-Pero su voz es legítimamente de mujer.
-Ella es, pues, mujer. El mundo lo ha hecho así. Si hubiera nacido en uno de nuestros pueblos de la sierra, su
madre le hubiera acogotado. ¡Eso es maldición allá! Ni uno de ellos crece. En Lima se pavonean. Tendrá,
pues, las dos cosas, pero lo que tiene de hombre seguro es mentira; le estorbará. Y aquí canta bonito. ¿Qué
dices? ·
Cantaba el valse "Anita ven"; lo entonaba con armoniosa y cálida voz.
-¿Es ladrón? -pregunté. .
-Famoso, como Maraví y Pate'Cabra. Es grande entre los ladrones. Por eso está aquí, y no lo sueltan.
En ese instante oímos ruidos de fierros, lejos.
-Están abriendo las celdas -dijo Cámac-. Mejor nos levantamos.
Rosita dejó de cantar; la llovizna que caía al angosto aire del Sexto, marcando cada gota pequeñísima de la
garúa sobre el cemento manchado, casi mugriento del muro, se hizo más patente; la voz de mujer la había
difuminado; ahora se agitaba; me recordaba la ciudad.
“¡En la cárcel también llueve!", dije, y Cámac se quedó mirándome.
Yo me crié en un pueblo nubloso, sobre una especie de inmenso andén de las cordilleras. Allí iban a reposar
las nubes. Oíamos cantar a las aves sin verlas ni ver los árboles donde solían dormir o descansar al
mediodía. El canto animaba al mundo así escondido; nos lo aproximaba mejor que la luz, en la cual nuestras
diferencias se aprecian tanto. Recuerdo que pasaba bajo el gran eucalipto de la plaza, cuando el campo
estaba cubierto por las nubes densas. En el silencio y en esa especie de ceguedad feliz, escuchaba el
altísimo ruido de las hojas y del tronco del inmenso árbol. Y entonces no había tierra ni cielo ni ser humano
distintos. Si cantaban en ese instante los chihuacos y las palomas, de voces tan diferentes, el canto se
destacaba, acompañaba al sonido profundo del árbol que iba del subsuelo al infinito e invisible cielo.
Lima bajo la llovizna, a pesar de su lobreguez, me aproximaba siempre, algo, a la plaza nublada de mi aldea
nativa. Me sorprendió, por eso, que la garúa hubiera cambiado de naturaleza al canto de mujer oído allí,
entre los nichos del Sexto. Y mientras Cárnac intentaba comprender el sentido de mi pregunta y de mi pensa-
miento, un grito prolongado se oyó en el Sexto; la última vocal fue repetida con vez aguda.
-Es Puñalada -me dijo Cámac-. Está llamando a Osborno.
El grito se repitió:
-¡Ques d'ese Osborno o ó ó! ¡Ques d'ese Osborno o ó ó!
Me acostumbré después, en diez o veinte semanas, al grito; a la inexplicable tristeza con que el asesino
repetía siempre la última sílaba.
-¡Ques d'ese Sotuar áárr!
-¡Ques d'ese Cortez ééss!
-¡Ques d'ese Casimiro iróóó!
Deformaba los apellidos, los gritaba casi en falsete, apoyando la voz en la nuca. Todo el Sexto parecía
vibrar, con su inmundicia y su apariencia de cementerio, en ese grito agudo que era arrastrado por el aire
como el llanto final de una bestia. A veces cantaban en coro los vagos o los ladrones, en sus celdas,
acompañándose del ruido de cucharas con las que marcaban el ritmo. Se excitaban e iban apurando la voz,
mientras la llovizna caía o el sol terrible del verano pudría los escupitajos, los excrementos, los trapos; no
los desperdicios, porque apenas alguien echaba restos al botadero, los vagos más desvalidos se lanzaban al
depósito de fierro y se quitaban los trocitos de zanahoria, las cáscaras de papa y de yuca. Las cáscaras de
naranja las masticaban con locura, y las engullían, sonriendo o sufriendo.
Sobre el coro de los vagos y el vocerío de los presos del primer piso, la voz de Puñalada hendía el aire, lo
dominaba todo, repercutía en el pecho de los que estábamos secuestrados en la prisión. No recuerdo que
nadie permaneciera indiferente al oír las primeras sílabas de la llamada; y no solamente porque todos
aguardaban alguna visita o un encargo, aun quienes tenían a padres y camaradas a miles de kilómetros de
Lima, como Mok'ontullo , y los presos que trajeron de la selva; sino porque el tono del grito, su monotonía, su
última sílaba se hundía en nosotros, a la luz del sol o bajo la triste llovizna de los inviernos. ¡Puñalada! era
su nombre; nadie sabia cuál era el que pusieron a ese negro gigante en su fe de bautismo.
Aquella mañana corrí hasta el extremo del balcón del tercer piso, para verlo: Estaba apoyado en la gran reja.
Bajé las gradas. Cámac me siguió. El patio pululaba ya de vagos. No me eran desconocidos; eran idénticos a
los que había visto en la intendencia.
Me acerqué a la reja. El negro se fijó en mí. Debí llamarle la atención porque bajé a saltos las escaleras.
No miraba jamás directamente; hacía como los caballos que por la forma de la cabeza y la inmensidad de
los ojos, nos miran por un extremo de ellos. Puñalada era muy alto; en algo influía su estatura, o lo ayudaba,
a ciar naturalidad a esa manera como premeditada y despectiva de mirar a la gente. Y como era negro y la
córnea de sus ojos estaba algo oscurecida por manchas negruzcas su mirada parecía adormecida e
indiferente.
-¡Nadie es como él, asesino! -me dijo Cárnac, en voz baja.
Tenía la facha y la expresión del maleante típico.
Volvió a gritar.
-iQues d'ese Ascarbillo billo ó ó!
Pero su voz parecía tener más potencia en el fondo del penal que allí, a cielo abierto. .
-Desde esta reja él controla el ingreso de la coca, del ron, de los naipes, de las yerbas y de los nuevos
presos; los escoge. Son peor que los indios, estos ladrones de la costa. Usan yerbas para maleficios y
chacchan coca, más que un brujo de la sierra -me dijo Cárnac, siempre en voz baja.
El negro seguía mirándonos.
-¡Vámonos! -dijo Cámac.
-Me quedaré -le dije.
Cámac se retiró un poco hacia la escalera. Yo me acerqué más a la reja. Vino desde el fondo del penal un
individuo bajo, gordo, achinado; lo acompañaba un negro joven. El hombre bajo se echó a reir a mandíbula
batiente.
-¡No digas, cabro ! -dijo-. ¡Vainetilla !
-¡Venga, compañero! -me llamó Cámac-. No se mezcle.
-El hombre gordo tenía expresión simpática; la risa sacudía su cuerpo. Se le veía feliz., como si no estuviera
entre esos nichos y la pestilencia de los excrementos.
Cámac me llamó nuevamente; se acercó a mí y me llevó del brazo.
-¡Es Maraví! -dijo-. El otro amo del Sexto. Tiene tres queridas; ese negrito es uno de ellos. ¡Vámonos!
'
El ojo sano del carpintero ardía, el otro nadaba en lágrimas espesas.
-¡Vamonos, amigo! -me rogó
Temblaba su ojo sano, parecía no poder resistir la sensación de asco que oprimía todo su rostro. Nos
fuimos.
-En el segundo piso están los criminales no avezados -me dijo, al paso-. Son violadores, estafadores,
ladrones no rematados. Hay también un ex sargento de Lambayeque, acusado de estupro. Estamos viviendo
sobre el crimen, amigo estudiante; aquí está abajo y nosotros encima; en Morococha y Cerro es al revés;
ellos encima, los chupa sangre, abajo los trabajadores; ya sea debajo de la tierra, en la mina; o en los barrios
de lata. Porque en Morococha, los indios obreros duermen en barrios de lata. ¡Cómo aguantan el frío! Ya los
comuneros de Jauja no quieren ir; las empresas están enganchando indios, pobrecitos indios de
Huancavelica.
Hermano estudiante, ellos son en esas minas lo que estos vagos en el Sexto: lo último. Los gringos escupen
sobre ellos. ¡Sobre nosotros no, no tanto! ¿Qué piensas tú, camarada; con qué pensamiento has venido? ¿Tú
conoces Morococha y Cerro? ¿Sabes que en ningún sitio de nuestras cordilleras hace más frío que en Cerro
y Morococha? ¿Para qué sirve allí un techo de lata? Para esconder a la gente, que no vean lo que tiemblan.
La cuestión es tapar y chupar la sangre. Los gringos, pues, no son ni de aquí ni de allá; son del billete. ¡Esa
es su patria!
En la escalera, al borde del segundo piso se detuvo para hablar, casi inopinadamente. Me asombré de que
tuviera tanta libertad para hablar en voz alta de asunto tan peligroso. Aun en la cárcel me parecían
temerarias esas palabras. Estábamos habituados a cuidarnos, a mirar a nuestro alrededor antes de decir
algo en la ciudad. Cámac había perdido ya esa costumbre. Tenía 23 meses de secuestro en el penal; había
recuperado allí el hábito de la libertad. Y como lo escuchaba, pendiente no sólo de sus pensamientos, sino
de su ademán y de la expresión tan desigual de sus ojos, que parecía dar más poder de evidencia a cuanto
decía, él se detuvo, apoyándose en las barandas de fierro, y continuó explicándome. Su ojo sano era como
una estrella, por la limpieza y la energía; el otro, apagado, nadando en lágrimas, hacia refulgir mejor, con su
tristeza, al ojo sano.
-Sí, compañero. Creo en todo lo que dices; sigue -le dije-.¡Te escucho!
-¿No es cierto que el gringo de los trusts no tiene patria? ¿Dónde, dónde pone su corazón? ¿Sobre qué tierra,
en qué pueblo? ¿Qué cerro o qué río recuerda en el corazón, como a su madre? ¿Qué hace un hombre que no
ha sido cuidado, cuando era huahua, por la voz cariñosa de su madre? ¿Un gringo que no ha sido criado,
propiamente? ¿Entiende usted? ¿Que no ha tenido crianza de una patria, sino del billete, que no huele ni a
México ni a China, ni a Japón, ni a, New York, que ni siquiera tiene el olor de las lágrimas ni de la sangre que
ha costado, ni del azufre del demonio? ¡Estamos jodidos, porque ellos mandan todavía en el mundo!
-¿No cree usted que aman a los Estados Unidos, o a su Inglaterra? ¿No cree usted que cada quien ama al
país en que ha nacido? ¿No lo cree usted, compañero? -le pregunté.
-De esos gringos que he visto en Morococha no lo creo, compañero. Uno que tiene a su padre y a su madre y
a su patria y va a otra nación para hacer millones con la sangre y la .tierra extranjera, acaso, si es hombre
criado por padres y madres, ¿puede escupir al trabajador que le hace ganar millones? ¿Puede escupirlo?
¡Ahistá! Ese no tiene crianza. Por eso, como maldición, no hay para él otro apoyo que las balas. ¡Balas y
billetes, es la patria del gringo! Y entonces todo se lo quiere agarrar. No hay más remedio para él. ¡Están
condenados! Y nosotros, amigo estamos bajo los zapatos de los condenados.
-Usted habla de los gringos que ha visto en Morococha y Cerro. Pero ellos son millones. No confunda...
··
-¿Y por qué nos mandan a esos que miran al cholo no como a gente sino como a perro? Así es, amigo
estudiante. Tú te ves allá, en las minas y, clarito, no encuentras otro camino: o ellos o nosotros. Así nos
tratan, así nos miran. Por eso estamos aqui. ¿O usted no?
-Yo también estoy aquí. .
-Con Puñalada y Maraví que es hijo de ellos, hijo purito; más de lo que para mí es mi Javiercito, que a estas
horas debe estar llorando de hambre en Morococha.
-Vámonos -le dije-. Estás cansado., ·
Sus facciones se habían afilado y su piel empalideció. Lo ayudé a subir.
-La rabia me hace tener esperanza -me dijo-. Pero creo me come la sangre. Lo saludaron muchos en el
angosto corredor al que daban las celdas; pero ninguno se detuvo. Ya estaban levantados los presos y
transitaban, al parecer, afanosa- mente, por los angostos pasadizos de las dos alas del edificio. Tuve la
impresión exacta de caminar por las oficinas y corredores de una gran empresa donde todos iban a sus
ocupaciones urgentes. Nuestra celda estaba muy cerca del alto muro final del Sexto, que daba a la Avenida
Bolivia. Cruzamos todo el corredor. Vi en las celdas gente que discutía o trabajaba.
-¡Están ocupados! Ven más tarde -escuché decir en el interior de una celda
-Has hablado mucho, compañero -dijo un hombre viejo, al vemos pasar. Estaba enfrente, en la otra fila de
celdas.
El hombre viejo apuró el paso, y nos alcanzó, por el último puente.
-¿Este es el compañero nuevo? -preguntó,
-Sí -le dije.
-Has hablado mucho, Cámac; los he estado observando -dijo.
-Cierto -contesté-. Ha hablado mucho.
-No debiera quedarse con un nuevo. Procuramos tenerlo solo.
-Lo cuidare -le dije-. Hagamos la prueba.
. Me d! cuenta que Cámac estaba enfermo, que por eso le asaltaban las cosas y los pensamientos con
exceso de hondura.
-Señor-le dije al viejo-. Que él se recueste sobre mi cama. Él tiene un colchón de paja con periódico; el mío es
de lana, muy bueno.
Cámac me miró y aceptó de inmediato. Se echó sobre mi cama. Le puse la almohada a la espalda. El viejo
me tendió la mano.
-Sólo por un rato -dijo. •
Comprendí que temía. Pasó una de sus manos sobre la frente de Cámac; lo examinó, sorprendido,
mirándolo. .
-Este nuevo no es nuevo -dijo Cámac-. ¡Yo te digo que no es nuevo! Por eso acepto su cama. No te asustes,
compañero.
Sonrió el hombre viejo, y salió.
-Ya hablaremos -dijo. ·
-Es Pedro -dijo Cámac,
-¡Ah, el líder obrero!
-Ha estado en Rusia. Dicen los apristas que está vendido al oro de Moscú.
-Sí, lo he oído decir. Pero no charlemos. Ya vuelvo -le dije.
-¡Un momento, compañero estudiante! ¿tú eres de la sierra, no?
-Sí -le dije-. Soy de un pueblo chico, de quebrada. ·
-Se sabe. Pedro tiene miedo de que te contagie. No estoy para eso todavía. No tengo el bacilo. El médico del
penal no examina a nadie.; nos mira solamente. Dice que tengo el hígado. Pero Pedro sospecha. Yo no. He
visto enfermarse y padecer a los tísicos hasta que han muerto. Sé como es. No tengas miedo. .
- Tú sabes, compañero, que no tengo miedo -le dije-. Quedas bien en mi cama.
-¡Claro, amigo! Ahora anda; mira bien el Sexto de día. ¡Convéncete! Ve cómo comienza un día de trabajo en la
cárcel. Porque la intendencia no es cárcel. Es alojamiento no más: ¡Anda afuera, compañero! El hombre es
bien curioso.
Cerca de la puerta de nuestra celda me apoyé en las barandas de fierro y no pude examinar las cosas con la
tranquilidad necesaria. De pie, miré el fondo del penal; y mientras la hirviente multitud de los vagos y
criminales que deambulaban en el patio bajo murmuraba en desorden, pensé en mi compañero de celda.
Nadie me interrumpió; no se ocupaban de mi los presos políticos del tercer piso. Volví a sentirme
nuevamente como en una pequeña y absurda ciudad desconocida, de gente atareada y cosmopolita. Así,
toda mi razón y mis sentimientos volvieron hacia mi compañero de celda.
¿Qué era más impresionante en Cámac: la claridad de la imagen que tenía del mundo, o los pocos, los muy
pocos medios de los que parecía haberse valido para llegar a descubrimientos tan categóricos y crueles? Su
facha, sus modales; su modo de tratarme, ya de tú, ya de usted; su cama de paja reforzada de periódicos; su
saco y pantalón de hechura poblana, no guardaban relación- la que estamos acostumbrados a ver que se
corresponden en Lima- con la claridad de sus reflexiones y la belleza de su lenguaje. No rebuscaba términos
ni los aliñaba, como los políticos a los que había oído hasta entonces. Era sin duda un agitador, pero sus
palabras nombraban directamente hechos, e ideas que nacían de los hechos, como la flor del berro, por
ejemplo, que crece de las aguadas. Sólo que la hierba no seca el fango, y las palabras parecían fatigar
mortalmente a Cámac.
La voz de Rosita interrumpió bruscamente mis reflexiones. Cantó de nuevo, en frente mío, desde el interior
de una celda. Luego salió; se arregló con ambas manos el peinado y miró a alguien que debía estar bajo la
celda de Cámac, en el corredor del segundo piso. Tenía los labios pintados. Miró un buen rato, con alborozo
y coquetería, hacia el segundo piso; giró después sobre los tacos y entró a la celda; caminaba al modo delas
mujeres delgadas que gustan de mover las caderas y la cintura, provocativamente.
-¡Es al Sargento!-oí que decían a mi lado-. ¡Ya lo tiene! .
Volvió a salir a la puerta.
Los presos comunes y los vagos no se arremolinaron delante de su celda. No pasó nada especial. Miré largo
rato a uno y otro lado de los corredores y del piso bajo. Puñalada seguía de píe, alto y sombrío, en la puerta
de la cárcel; Maraví volvía. Pasó frente a Rosita y lo saludó con la mano, sonriendo siempre. Fue al único que
saludó. Yo regresé a la celda.
-Esa Rosita debe querer algo -dijo Cámac-. ¡No canta así a estas horas! Dicen que está enamorado del
Sargento. ¿Qué salida tiene aquí ese hombre? Rosita coquetea bien. El Sargento es un hombrazo, y viene por
estupro. El negro va rabiar, va rabiar de muerte.
II
La luz del crepúsculo iluminaba los inmensos nichos. Porque la prisión del Sexto es exactamente como la réplica
de algún cuartel del viejo cementerio de Lima.
El japonés observó, anhelante, que los huecos de los antiguos wáteres estaban desocupados; buscó con la vista
a Puñalada, a Maraví, al "Colao" y a Pate'Cabra. No estaban afuera, en el pasadizo.
La luz del día, un inusitado sol de invierno, era ya triste ahí abajo, en el primer piso, sobre la humedad, los
escupitajos, las manchas verdes de la coca masticada, y más aún junto a los huecos de los excusados.
El japonés corrió hacia uno de los huecos, se bajó el trapo que le servía de pantalón y; sin atreverse a quedar en
cuclillas, agachado a medias, se puso a defecar. Los otros presos comunes que lo vieron le dejaron hacer.
Algunos miraron hacia las celdas casi con el mismo terror que el japonés y se agruparon, como formando una
cortina; otros se reían y volvían la vista de los wáteres a las celdas. Pero no aparecieron Puñalada ni Maraví ni
Pate'Cabra, El japonés defecó en pocos segundos; dejó parte de sus excrementos sobre el piso; no podía tener la
puntería que los otros, a causa del miedo. Luego se amarró los pantalones, anudando algunas de las muchas
puntas de las roturas del trapo.
Lo vi casi feliz. Sonrió en la sombra, entre el vaho que empezaba a brotar de la humedad y la porquería
acumulada en las esquinas de los antiguos tabiques. Quienes observaron las celdas, a la expectativa, con la
esperanza de que Puñalada apareciera, aplaudieron.
El japonés se buscó los sobacos, hurgó con los dedos su cuerpo, y empezó, con su costumbre habitual, a echar
piojos al suelo. Se apagó el relámpago de dicha que animó su rostro; empezó a caminar con la torpeza, como
fingida, con que solía andar. Avanzó sonriendo hacia quienes aplaudieron. Con esa sonrisa fija, humildísima,
aplacaba a sus camaradas de prisión; aun, a veces, a Puñalada.
En algo, en algo se parecía el rostro de este japonés, así opacado por la suciedad, al sol inmenso que caía al mar
cerca de la isla de San Lorenzo.
"¿Qué tienen de semejante, o estoy empezando a enloquecer?", me preguntaba.
En los inviernos de Lima el crepúsculo con sol es muy raro. Los inviernos son nublados y fúnebres, y cuando,
repentinamente se abre el cielo, al atardecer, algo queda de la triste humedad en la luz del crepúsculo. El sol
aparece inmenso sin fuerzas; se le puede contemplar de frente, y quizá por eso su resplandor llega tan
profundamente a los seres anhelantes. Nosotros podíamos verlo desde lo alto del tercer piso del Sexto; lo
veíamos hundirse junto a las rocas de la isla que ennegrecía. Era un sol cuya triste sangre dominaba a la luz, y
despertaba sospechas irracionales; yo lo encontraba semejante al rostro del japonés que se arrastraba sonriendo
por los rincones de la prisión.
El rostro del japonés del Sexto, con su sonrisa inapagable, trascendía una tristeza que parecía venir de los
confines del mundo, cuando Puñalada, a Puntapiés, no le permitía defecar. '
-¡Hirohito carajo; baila! -le gritaba el negro.
Lo empujaba. El japonés pretendía acomodarse sobre algún hueco de los exwáteres, y el negro lo volvía a tumbar
con el pie. No eran puntapiés verdaderos, porque con uno habría sido suficiente para matar a ese desperdicio
humano. Jugaba con él.
El japonés acababa por ensuciarse, echado como estaba, sobre sus harapos. El negro se tapaba las narices, y
reía a carcajadas, mientras sus "paqueteros" lo aplaudían. Luego el y su grupo se iban a las celdas o continuaban
conversando cerca de la reja.
-Este japonés. ¿Por qué no se ensuciará en cualquier otra parte? ¿A qué tiene que venir donde lo ven? -me
preguntó un preso político. · ·
-¿A qué? A defecar. ¿En dónde no lo verían? Además, cholo, es la disciplina que tienen estos japoneses. Se morirá
todo en él, sobrevivirá la disciplina. ¡Eso es! -dijo Prieto, un líder aprista.
-No lo creo -dije yo-. Se defiende así, simplemente se defiende. Tiene que darle gusto a Puñalada y a los otros.
·
-Hay más de una teoría para esto. Yo diría que es el Perú que da lugar a que suceda -dijo Mok'ontullo, un
empleado arequipeño, aprista, que no conocía Lima. Lo trajeron preso, de noche, directamente al Sexto.
-¿El Perú? ¿Qué tiene qué ver? -replicó indignado el preso que había iniciado la conversación.
-¡Estamos pues, en el Perú, cholito! -contestó Mok'ontullo- Puñalada y el General, ¿de donde crees que han
venido? ¿Del cielo? ¿Quién los ha engendrado?
-Tú dirías también, con ese criterio, que Dios los ha hecho.
-¡Dios! ¿Entonces quién? -alegó Prieto con vehemencia- ¿El diablo creador de todas las cosas, del cielo y de la
tierra? ¿Tú no te acuerdas que el obispo le entrega las llaves del Tabernáculo, el Jueves Santo, a nuestro General
Presidente? Y él nos manda aquí, a hermanarnos con Puñalada y con Rosita, y con este japonés que para maldita
su suerte atravesó el Pacífico en busca del Perú ¡que era de oro hace 500 años!
- Y eso que éste no vio cuando Puñalada obligó al Pianista a tocar sobre el japonés.
-Sí, hermano. Tú tampoco lo viste -se dirigió a mí, Prieto-. Les contaré, conviene que lo sepan; así comparan y
justiprecian. Puñalada tumbó al japonés junto a los huecos de los wáteres; y cuando vio que ya se hacía, llamó a
gritos al Pianista. "¡Ven, mierda; ven, huerequeque!” le gritó. Lo arrastró junto al japonés. "¡Toca sobre su cuerpo,
carajo!" -le ordenó-. "¡Toca un valse! 'Idolo'. Aunque sea la Cucaracha'. ¡Toca, huerequeque". Lo hizo arrodillar. Y
el Pianista tocó sobre las costillas del japonés, mientras el desgraciado se ensuciaba. El negro se tapó las
narices: "¡Toca hasta que acabe!", gritaba. El pobrecito siguió recorriendo las costillas del japonés, moviendo la
cabeza, llevando el compás, con entusiasmo, como has visto que toca el filo de las barandas. Puñalada y sus
socios se reían. Yo tengo en el hígado esas risas, como al buitre de nuestro buen padre Prometeo. ¿No es cierto?
Prieto miró a Mok'ontullo.
-¡Hay que aguantar, hermano! -dijo éste-. A todos los buitres, hasta la hora exacta. En Arequipa está más cerca.
Se persignó Mok'ontullo, y se fue hacia su celda, junto al segundo puente. Era alto, de pelo muy castaño, casi
dorado en la nuca. El vigor de su cuerpo, y sus ojos, transmitían esperanza, aun cuando la emoción lo rendía y se
persignaba. ·
Se fueron también los otros, y quedé solo en el ángulo donde el angosto corredor del piso terminaba, casi sobre
la gran reja y los huecos de los excusados, frente a la isla.
La luz del crepúsculo iluminaba la torre de la iglesia de María Auxiliadora. La isla flotaba entre un vapor rojizo de
nubes. La fetidez de los excusados y del botadero subía desde el patio.
La alta torre de María Auxiliadora, con su reloj, nos recordaba la ciudad. En la mañana, el repique de sus
campanas que el ruido de los cláxones ensordecía, y la propia cúpula gris pero aguda que parecía tan próxima,
casi al alcance de nuestras manos, nos transmitía el ritmo de la ciudad, su pulso. Pero en las tardes, a la hora
puñal, y más, cuando se abría un crepúsculo con sol, esa torre nos laceraba.
La hora puñal era la última del día, la del encierro. A las siete en punto venían las guardias a meternos en las
celdas. Mirábamos, muchos, hacia la ciudad a esa hora, especialmente los que no habíamos podido
acostumbrarnos a la rutina de la prisión y vivíamos cada día como si fuera el primero del secuestro.
“¡Si estuviera allí siquiera la torre de Santo Domingo o de la Catedral! -decía- ¡Y no ésta de cemento, sin alma, sin
lengua, nada más que con alarde de tamaño!”
Valía únicamente porque estaba cerca de Azcona, donde los provincianos levantaban casas o chozas junto a los
algodonales, o metiéndose en los cercados.
- ¡Hierve Azcona! -exclamaba-. ¡Hierve! ¡Se harán dueños los serranos, como Raúl que ha criado chanchos
clandestinamente!
De tanto mirar la torre, a esa hora en que empezaba a arreciar el hedor de los excusados y del botadero, ambas
cosas se confundieron en mi memoria: la pestilencia del Sexto y la torre de cemento.
Y a esa hora precisamente, antes de la hora puñal, se atrevían a bajar al patio algunos presos políticos, para
caminar a lo largo de la prisión, charlando. Porque no había luz eléctrica en las celdas, y en el patio podíamos ver,
en la penumbra del opaco alumbrado, el cuerpo de los vagos, ya fatigados aunque buscando siempre algún
desperdicio en el sucio.
Pululaban de gente el patio y el pasadizo, sobre cuyo aire denso cruzaban los seis puentes de los pisos altos de
la cárcel.
De cuatro en cuatro, o de tres en tres, por lo menos, entre los presos comunes, ladrones y vagos no penados ni
convictos, paseaban los detenidos políticos. Los vagos nos miraban; echaban sus piojos sobre el piso o al aire.
Pero había que caminar, y los vagos no ofrecían más peligro que el de sus piojos y su lloriqueo. Mendigaban. En
el invierno temblaban de frío. Uno de ellos, un negro, cobraba diez centavos por exhibir su miembro viril, inmenso
como el de una bestia de carga. "¿Se lo saco, señorcito? ¡Sólo diez centavos!", rogaba.
Los grandes asesinos y ladrones no salían sino rara vez al corredor; a esa hora permanecían en sus celdas,
rodeados de su séquito.
Yo no bajaba sino con Juan, a quien llamábamos Mok'ontullo, y con Torralba. Los dos tenían una gran salud. Eran
creyentes de ideas opuestas. Nos mirábamos y reíamos. Yo les había puesto sus sobrenombres.
-Tienes ojos viperinos -le decía a Torralba.
Porque eran oblicuos sus ojos, negros y con ojeras que le daban aún más negrura.
Él y mi compañero de celda, Cárnac, eran comunistas. Mok'ontullo era aprista.
Entre la gran reja de acero y las celdas de la prisión había un patio. Cuando construyeron el penal, instalaron los
servicios de desagüe -seis wáteres y un botadero- al lado izquierdo del patio. Pero los presos arrancaron poco a
poco la madera que formaba una cortina delante de las tres filas de tazas; luego desportillaron y rompieron los
wáteres. Los guardias demolieron los restos a golpe de martillo. Se creyó que los sustituirían con otros de
cemento, pero no pusieron nada; dejaron sólo los huecos abiertos. Allí defecaban los presos comunes, a cuerpo
limpio. Los políticos teníamos una ducha y un wáter en el tercer piso. Eramos más de trescientos; y hacíamos
cola todo el día ante la ducha y el wáter.
Pero Maraví, Puñalada, Rosita, Pate'Cabra y otros grandes del piso bajo, defecaban sobre periódicos, en sus
celdas, y mandaban vaciar los paquetes en los huecos con los vagos y aprendices de ladrones que formaban el
servicio de cada uno de ellos. Eran los "paqueteros"; otros les llamaban "chasquis", los correos del Inca.
III
Puñalada subió al segundo piso. Nunca lo había hecho antes. Dejó en la gran puerta a uno de sus "paqueteros"
charlando con el guardia.
Era casi el mediodía. La mayor parte de los presos estaba en los corredores. El asesino subió lentamente las
gradas: los presos se alarmaron; los del segundo piso lo esperaban en la puerta de sus celdas; muchos políticos
bajaron apresuradamente a ese piso; los demás se acomodaron junto a las barandas de hierro de la nave
opuesta.
Cuando Puñalada llegó al pasadizo, su cabeza tocaba casi el techo. Andaba como si sus piernas fueran
demasiado grandes y débiles; se le iban.
-Señores -dijo ante un grupo que te cerraba el paso-, un permiso.
Los presos le dieron campo. Puñalada llevaba puesto el mugriento sombrero de paja que raras veces usaba. Una
llovizna con mucha luz caía al callejón, porque el cielo aparecía despejado por el oriente; el sol lanzaba
poderosos rayos muy cerca del Sexto, iluminaba los puentes y aun el piso barroso del penal donde las moscas
jugaban.
Mientras Puñalada avanzaba como desganado, el murmullo de todos los presos aumentaba. Rosita salió al
callejón. Vio al negro, y se echó a correr. Subió hacia el lado opuesto de la celda del Sargento y en un instante
estaba ya de pie, exactamente frente a la celda.
El negro parecía viejo y cansado; mascaba terrones de azúcar. Rosita lo miraba caminar, detenidamente.
-Compañero estudiante, no va a pasar nada -me dijo Cámac,
Estábamos en un ángulo del corredor, junto a la pared que daba a la Avenida Bolivia.
-El negro va a su muerte o a nada -dijo Cámac-. La gente presiente, por eso lo han dejado pasar. Los negros son
faramallas.
-Este no -le dije.
Salió, por fin, el Sargento, a la puerta de su celda. Vio al negro. Alguien dijo en ese momento, casi gritando:
-¡El Clavel está afuera!
Todos miraron hacia abajo.
Un muchacho de pelo largo estaba apoyado en la pared de enfrente. La luz hacía resaltar su rostro blanco y sus
cejas delgadas. Parecía un sonámbulo.
-¡Eh, Puñalada! -gritó un hombre achinado que tenía del brazo al muchacho-.¡Mira!
El negro ladeó un poco el rostro, volvió los ojos hacia el muchacho, sin detenerse. Y siguió andando.
-Sargento -dijo en voz alta, cuando estuvo a un paso del ex guardia-, fácil se llega aquí.
Sacó del bolsillo de la sucia americana una chaveta muy angosta que parecía tener la hoja quemada. La punta y
el pequeño trozo afilado empezaron a brillar, porque el negro movió la hoja.
Rosita permaneció tranquilo; en su rostro delgado, la boca engrasada de rouge y los ojos resaltaban; miraba al
negro con ironía. .
-¡Más fácil se regresa! -dijo desde el otro lado, ante la vacilación del Sargento.
-Así es. ¡Todo fácil, a su tiempo! -replicó Puñalada, sin mirar a Rosita. Sus enormes ojos seguían detenidos en el
Sargento, que estaba muy cerca de él.
-¡Llámalo! -dijo el hombre achinado al muchacho, en el piso bajo. Su voz pretendió ser confidencial. El negro dio
media vuelta y dejó al Sargento mudo, como en posición de firmes.
Cuando ya Puñalada había pasado frente a muchas celdas, el Sargento sacudió la cabeza y se echó a correr, pero
le cerraron el paso varios presos.
-¡Negro e'rnierda! -gritó-. Te sacaré las tripas de gallinazo. ¡Regresa!
-No está usté armado -le dijo un hombre alto y fornido a quien llamaban el Piurano-. Déjelo para cuando vuelva.
Rosita dudaba; sus ojos iban del negro al ex sargento cuya frente se cubría de sudor.
Yo miré al Clavel, el muchacho que exhibieron ante Puñalada. Estaba llorando; la luz fuerte hacía resaltar sus
lágrimas. De sus ojos cerrados, desde sus pestañas contra la pared; su piel parecía suave como la de una
criatura. •
-¡Tráelo ya, carajo! -oímos que gritó Maraví.
El hombre achinado dudó un instante, luego rió, le dio un tirón del brazo al muchacho y lo arrastró por el estrecho
pasadizo hacia la celda del asesino.
-¿Viste que lloraba? -le pregunté a Cámac,
-Se lo trajeron donde Maraví, directamente de la calle, hace meses. No sale sino a ratitos, siempre con el chino a
su lado. ¡Me duele el pecho! -contestó Cámac,
Lo iba a llevar a nuestra celda; pero oímos gritos de Maraví. Rosita ya no se ocupaba del Sargento; miraba hacia
abajo.
-¡Ya, mierda! ¡Se jodió todo, mierda! -vociferó Maraví.
En seguida oímos el llanto del muchacho. Y apareció después lanzado a punta piés, no por el chino, sino por
Maraví mismo. El muchacho cayó al sucio, de bruces.
Tenía amarrado un trapo azul en la cabeza. Maraví lo arrastró del cuello hasta cerca del ángulo del penal e hizo
que se apoyara en el muro.
-¡Déjamc ya, diositol -rogó el muchacho. La sangre le chorreaba hasta el cuello.
Maraví le dio un sopapo, agachándose, y como cayó de costado le enderezó el cuerpo con el pie; escupió al suelo,
y se marchó.
-¡Cuídalo! -le gritó al chino.
Un pequeño charco de sangre había quedado en el cemento y lucía sobre la mugre del piso, en el sitio donde el
muchacho cayó al ser arrojado de la celda. Tres de los vagos que estuvieron cerca, se lanzaron al suelo y
empezaron a lamer la sangre.
Nos fuimos. Yo me eché boca abajo, sobre mi colchón de paja. Sentía el mundo como una náusea que trataba de
ahogarme. Cámac puso sus manos sobre mi cabeza.
-No es la primera vez. -me dijo-. Esos pobrecitos siempre comen la sangre, cuando hay una pelea. ¿No estás
viendo? Nuestros gobiernos, nuestros jefes que vienen desde el Pizarro, con los gringos que se aprovechan, nos
convierten en perros. ¿Ves cómo engríen a su Maraví? Le traen a su querida, le traen de frente hasta su celda.
¿Para qué, amiguito? Ahistá; seguro ahora lo va negociar. ¿Tú crees que lo arroja por su gusto? Algo hay, algo
hay, tan sucio como el corazón de los que en este mundo no viven sino por la plata y para el negocio. ¿Dónde está
la diferencia entre el negocio de esos, de afuera, y de éstos, aquí adentro?
Fatigado se recostó. Acezaba, estaba como asfixiándose. Me levanté yo, entonces.
-¿Tú también? me preguntó, viéndome-.No se trata de eso. Hay que fregar a los que hacen del hombre eso que
hemos visto. Con mi cuerpo reventado ¡yo voy a vivir! ¿Tú estás sabiendo? Como a ese muchacho, peor los
soplones de La Oroya me patearon, me bañaron, me colgaron hasta que perdí el sentido. Así estamos. Mi cuerpo
ha oía sido más fuerte que una piedra, si no ¿cómo vencería el hombre a la injusticia? Aquí, en mi pecho, está
brillando el amor a los obreros y a los pobrecitos oprimidos. ¿Quién va a apagar eso? ¿la muerte? No hay muerte,
amiguito. Sábelo; que eso te consuele como a mí. ¡No hay muerte, sino para los que tiran para atrás! Esos nos
joden pero están muriendo. ¡Mañana empiezo a hacerte una mesa y una guitarra! ¡Nos entretendremos!
¡Pensaremos! ¡Iremos adelante!
De su ojo sano, de veras, brotaba la vida. Su cuerpo apenas podía moverse, pero la luz de ese único ojo volvió a
hacerme sentir el mundo, puro, como el canto de los pájaros y el comenzar del día en los altísimos valles fundan
en el ser humano la dicha eterna, que es la de la propia tierra.
-Cámac, hermanito -le dije-, sé ahora que podré aguantar la prisión-
Me dio la mano. Su ojo enfermo palpitaba un poco. La vehemencia con que habló, en vez de agitarlo más, lo
calmó, aunque uno de sus brazos temblaba.
-La corrupción hierve en Lima -dijo- porque es caliente; es pueblo grande. La suciedad aumenta cada día; nadie
limpia; aquí y en los palacios. ¿Tú crees que junto al Mantaro viviría, habría este Maraví y esos lame sangres, el
Rosita y ese pobre Clavel? Lo hubiéramos matado en su tiempo debido, si hubiera sido. Allá no nacen. El alma no
le hace contra a su natural sino cuando la suciedad lo amarga. Aquí, en el Sexto, la mugre está afuera; es por la
pestilencia y por el hambre. En los palacios de los señores la mugre es de antiguo, es más por adentro. Vendrá de
la ociosidad, de la plata guardada, conseguida a costa de la quemazón de medio mundo, de esta pestilencia que
estamos sufriendo.
-Esta pestilencia hay en los barrios de Lima. Yo he visto en un callejón una fila larga de hombres y mujeres con
sus bacinicas llenas y sus baldes, esperando, haciendo turno frente a un caño de agua.
-El hombre, pues, sufre, pero lucha. Va adelante. ¿Qué es más grande, dices, el afán de los gringos y de sus
compadres peruanos para enriquecerse hasta los infiernos o el sufrimiento de nosotros que acera nuestro
cuerpo? ¿Quién va a ganar al fin? ¿El tercero o el primer piso del Sexto?.
Se puso de pie; se acercó a un cajón que nos servía para sentarnos.
-De esto voy a hacer una guitarra y una mesa -dijo-¡Cantaremos en el Sexto! Entró Pedro a la celda.
-Abusas, Cámac -le dijo-. Recuéstate. No eres un buen comunista porque no te has formado una coraza. Oí
cuando dijiste: "Me duele el pecho". Debes descansar. ¿Qué clase de ejemplo le das a este muchacho? .
Cámac se recostó. Pedro acercó el cajón a la cama; se sentó y nos miró.
-Camarada Pedro -le dijo Cámac-. ¡Tantos años de lucha y no conoces, a veces, a la gente! He dicho eso del
pecho; hemos visto lo del Clavel, y hemos venido aquí, no a llorar, sino a pensar. Los serranos pensamos corazón
y todo.
-Los dos estamos quizá mejor que antes de la pesadilla que hemos visto -le dije.
Pedro tenía la expresión entre serena y cansada de siempre. Sus cejas canosas, algo erizadas, acentuaban el
color gris, un poco turbio de sus ojos.
-Todo ha sido una farsa -dijo.
-¿Todo? -le pregunté.
-Un negocio de Rosita, Maraví y los guardias. El Clavel ya está encerrado en una celda. Hasta un trapo le han
puesto de cortina. Sin embargo hubo una sorpresa: en la celda que hicieron desalojar estaba agonizando un vago.
Se lo han llevado al corral de afuera para que muera allí. La misma historia. Muere de hambre. Clavel será
entregado al negro, que ya estaba decidido a romper el equilibrio de los grandes del primer piso.
-¿Y el Sargento? -pregunté,
-El piurano puede hacerlo cambiar. Viene de las quebradas de cabecera de costa de Piura, por una intriga del
subprefecto. Tiene una historia brava, Pertenece a la clase de pequeños propietarios de la zona cañavelera. Hace
moler su caña con un trapiche movido por bueyes. Durante los días de fiesta, en las borracheras, esos hombres
gritan como toros y se desafían nada más que para demostrar su hombría y luchan a cuchillo. El piurano no ha
querido quedarse en el tercer piso y ha bajado al segundo. Lo tienen ya allí tres meses. Siente asco por los
maricones. Yo he hablado con él algunas veces. Él puede complicar las cosas. Es muy sereno y valiente. "¿No hay
por aquí ningunito para mí?", me contaba que dicen en su pueblo quienes desean un duelo a cuchillo, y lanzan
guapidos, imitando el mugido de desafío de los toros.
El tranquilo negocio de ron, coca y pichicata del Sexto puede alterarse, por mucho que lo defiendan los guardias y
el comisario. Debemos a provechar nosotros esta coyuntura. Si se produce el escándalo denunciaremos al
comisario como responsable.
-Ningún periódico querrá informar -le dije.
-Lo hará Hoz y Martillo . Lo que deseo ver es la actitud que tomarán los apristas.
-Protestaran -le dije-. En esto no puede discrepar nadie. Que ellos denuncien en La Tribuna clandestina.
Pedro sonrió.
-Si desean sacar alguna ventaja del comisario no protestarán y aun puede que nos desmientan en su periódico.
Tú no tienes experiencia, compañero estudiante. El oportunismo al menudeo y en lo grande es la línea fiel del
apra. Y por tanto maniobrar se embarullan, se extravían, se embrollan ellos mismos. La doctrina no es ni quiere el
"jefe" que sea clara. Tampoco la puede plantear claramente. No es por entero fascista; declara ser marxista y
está contra el comunismo, es anti-imperialista y ataca a la URSS para neutralizar o ganarse el apoyo de los
Estados Unidos. El "jefe" se proclama antifeudal, pero se rodea de señores que son grandes del norte; ellos lo
esconden en sus casas, lo protegen, hasta lo mantienen; y es ídolo de los obreros de esos mismos señores
feudales. Engaña a unos y a otros: recibe el halago de los poderosos, por lo bajo, en las alcobas, y mantiene
enlace con los proletarios de los ingenios, aparece ante ellos como el revolucionario incorruptible y sacrificado.
Pero ¿qué les ofrece? Adjetivos, adjetivos. En el fondo, y que lo diga Cámac, que ha luchado junto a los obreros
mineros apristas, constituyen la reserva del imperialismo yanqui y de la reacción nacional. A la larga se lanzarán
contra nosotros, el proletariado y el campesinado. Serán un enemigo peor que el General que ahora defiende
desde el poder al imperialismo y a sus lacayos nacionales.
Cámac escuchaba atentamente a Pedro.
-Gracias, camarada -le dijo-, por hablarnos así en nuestra celda. Este joven estudiante necesita explicación. En las
minas los apristas luchan fuerte tan igual que nosotros. Pero, de repente, corno irracionales, se echan atrás. No
es por miedo.
Dan pretextos de mentira y paran. Después sale el mismo cuento: un dirigente ha venido de Lima y con un
discurso los ha atarantado. ¿Qué les dicen? Confiaban en las reivindicaciones por las que peleábamos, entraban a
la candela la misma fuerza que el más bravo camarada, pero al día siguiente nos trataban con desconfianza,
hasta con asco. Nosotros seguíamos adelante, con el apra que nos maniataba. Y caíamos. Los soplones y los
subprefectos nos hacían colgar a su gusto. ¿Qué les decían los dirigentes a estos compañeros? Mentiras, puras
calumnias: que estábamos vendidos a los rusos, en contra de dios y de la patria. ¿Creen en la patria? ¿Creen en
dios?
-Quién sabe -dijo Pedro-, Pero manejan esas palabras con astucia.
Cuando iba a hablar yo, entró a la celda Mok'ontullo. Se persignó con cierta ironía, y preguntó:
-¿Están en sesión? ¿Interrumpo?
-No -le contesté-. Estamos hablando de todo.
-Puede rezar si gusta -dijo Pedro; lo miró con cierta dulzura.
-Perdonen -contestó-. No creo en los frailes, pero de veras soy cristiano. Y una sesión de comunistas merece
santiguarse.
-¿En qué se diferencia una sesión de esto que ve? ¿En la formalidad? Además, este joven, como usted sabe, no es
comunista. Es un estudiante sin partido.
-Yo no discutiré con usted. No soy discutidor. Yo peleo. Para discutir están Prieto y, sobre todo, Luis. He venido a
buscar al estudiante y a Cámac,
-Le he hecho sólo una pregunta -le dijo Pedro. •
-De ahí comienza la discusión; usted con su experiencia me arrincona y me derrota, falsamente. Porque con Luis
sería distinto. Nosotros tenemos cerebro y músculos. Yo, modestamente, soy el músculo.
-Pedro me miró con inteligencia.
-Lo que afirmaba -dijo-, usted sólo cumple órdenes.
-Sí, señor, y a mucha honra. Usted también cumple órdenes, pero de jefes extranjeros -contestó Mok'ontullo,
Su rostro siempre dulce y feliz endureció violentamente, aparecieron en sus mejillas unas manchas oscuras,
como granos.
-He venido por Cámac y por Gabriel. No por usted, -dijo, acercándose un poco a Pedro.
-¿Por qué se ofende, joven, si únicamente reafirmo lo que usted mismo confiesa? Además, compañero ¿cree que
hay diferencia entre Cámac y yo? –replicó Pedro.
-¡Diferencia! Como entre dios y el diablo. Piensan igual, señor, pero no sienten igual. Cámac es indio.
-Pedro se levantó.
-Vámonos los tres -dijo- si queremos de veras a Cámac. Que descanse algo.
-Oye, Mok'ontullo -habló Cámac-. Te digo como a un hermano que estás equivocado.
Permaneció un instante, el arequipeño, contemplando a Cámac. Me miró luego a mí, y después a Pedro. Las
manchas de su rostro se disiparon. Sus cejas negrísimas dieron una apacible sombra a sus ojos.
-¡Es distinto! -dijo-. ¡Bien distinto! Lo que veo no me lo va a confundir ningún hablador. Descansa, hermano
Cámac. . Salió, Pedro y yo lo seguimos. No se detuvo en el corredor Mok'ontullo. Se dirigió a su
celda, sin despedirse.
-Reflexiona, amigo estudiante -me dijo Pedro-. La prisión sirve para eso. Él tenia cuarentinueve meses de prisión.
Había luchado veinte años dirigiendo obreros; era un tejedor calificado que leía mucho. Y aun cuando a veces
hablaba en términos algo librescos, su actitud, sus movimientos, su modo de gesticular, eran los de un obrero.
Porque en el Perú todo lo externo del hombre corresponde aun, casi exactamente, a su clase.
Le tomé del brazo y caminé con él un poco.
-Este Mok'ontullo es sincero -le dije-. Luchará por la revolución.
-No -me contestó en voz muy baja-. Tiene una potencia de dínamo, pero ciega. Si le mandan que te de una
puñalada, lo hará sin pestañear, aunque después llore algo sobre tu cadáver. Cree en dios y en sus jefes; eso le
basta. No se puede tratar con militantes como él. Ya lo viste. No tiene ni desea tener ideas. Son el músculo del
partido, es decir, el puño con que golpea a sus adversarios. ¡Trátalo más, compañero estudiante! No te desanimes
por lo que digo. Yo por mi parte prefiero a Luis, que es la falsedad; pero se controla, esconde sus intenciones, y
allí, en sus maniobras para no decir la verdad de lo que quiere, descubres o tanteas adónde va.
Su juego es conocido; todos obran más o menos con la misma falsía, muestran igual fachada, la misma
palabrería. Pero frente a ellos uno se orienta, como el chuncho en la selva. Con Mok'ontullo una conversación
sobre política no puede durar sino lo que has visto; si dura un poquito más vienen las patadas.
Los presos pasaban junto a nosotros, sin detenerse; nada parecía haber quedado en los corredores del escándalo
del mediodía; todos estaban seguramente dedicados ya a sus ocupaciones habituales. Del primer piso subía el
murmullo de siempre.
-Luis, ¿tiene ideas? -le pregunté-. ¿Qué ideas?
-Luis quiere la revolución; odia a los gamonales y a los yanquis; pero odia más a los comunistas. No es posible
hacerle entender que la revolución soviética ha liberado a los obreros y a los campesinos de la tiranía de los
terratenientes y de la burguesía y que es un poder nuevo en el mundo. En eso es tan ciego como ese joven
arequipeño. La "amenaza" rusa es para él más grande que la yanqui. Está en contra de la República Española.
Prefiere a Franco. No es posible hacerle entender que el apra se identifica con el imperialismo en el asunto más
importante del mundo en este momento. No han celebrado oficialmente la derrota de la República; pero tuvieron
una sesión los dirigentes apristas del Sexto, a las dos semanas de la caída de Madrid. Salieron con las caras
felices de esa reunión. "Es una derrota de los rusos aunque sea una desgracia para España", me dijo Luis,
hablando claramente, como pocas veces. "Tú has sido un campesino explotado", le contesté. "¿Cómo puedes no
ver siquiera que la derrota de la República significa el afianzamiento de los militares tiranos de Latinoamérica?"
“A los tiranos los liquidaremos nosotros, tarde o temprano; si el comunismo vence en el mundo no habrá
salvación. Además-afirmó riéndose-, no he sido tan pobre como crees, mi padre es un campesino libre. Y me hace
feliz que revientes por esta derrota de Rusia". No quiso seguir discutiendo; se fue a su celda. Lo aplaudieron unos
pocos compañeros que nos escuchaban. Torralba le dio un puntapié a uno de los que aplaudían. Se le vinieron
encima tres o cuatro. Yo pude ponerme en medio, y paré la pelea. Amenazaron a Torralba con romperle los
huesos después, pero no lo hicieron. Fueron a la celda de Luis y cantaron la marsellesa aprista. Por la noche se
quedaron unos cinco o seis en esa celda; cantaron valses y marineras, jalearon hasta muy tarde. A mí me dolía el
pecho como a Cámac. Pero al día siguiente ya estaba tranquilo. En la prisión hay que dominar los nervios más
que afuera, porque aquí dentro no podemos luchar.
-En la Universidad el apra no colaboró con el Comité de Defensa de la República Española, pero no nos atacaron -
le dije-. Era espantoso que los muchachos permanecieran indiferentes aun cuando los italianos invadieron
España Y bombardearon las ciudades.
-Todo partido popular tiene su lado insensible -me dijo Pedro-. Y por allí puedes conocerlo al instante. Nosotros,
los comunistas, fuimos insensibles ante la carnicería que se hizo con los italianos en el frente de Guadalajara .
Aniquilaremos, cubiertos de gloria, a los fascistas, a los gamonales, a los imperialistas, a los que viven de la
sangre humana. Queremos un mundo libre de explotadores. ¿Por qué no vienes a nuestra sesión próxima?
-Iré -le dije- si Cámac puede asistir.
-Asistirá. Es peor que se quede en su celda, desesperado, pensando en la reunión. Quizá esto lo desgasta más
que la emoción con que habla en las sesiones.
Pedro me dejó cerca del primer puente. Se fue a su celda. .
Descubrí el trapo que habían puesto de cortina a una celda de la fila izquierda, en el primer piso. Al parecer la
celda no tenía ningún vigilante; no estaba el hombre achinado. Me quedé un buen rato mirando abajo. Los vagos
caminaban, como extraviados. El Pianista apareció del fondo del penal, corriendo. Solía hacer ejercicios; y
siempre caía al suelo, porque se le rendían las piernas. Esta vez se detuvo cerca de la celda encortinada; no cayó;
se sentó conscientemente en el suelo, con la cara hacia la celda. Empezó a "tocar" en el piso y a mover la cabeza.
Cantaba; podía oírle desde la altura. Su voz delgada, temblorosa, como la que sale de un vientre vacío, intentaba
seguir alguna melodía. Luego se calló y quedó como pensativo, con la cabeza apoyada sobre el pecho. Tenía las
piernas al aire por las roturas del pantalón; la piel de su espalda, cubierta de mugre, casi no se distinguía de la
oscura tela del saco que no alcanzaba a taparle sino los hombros y los costados del cuerpo. Su cuello estaba
escondido por los cabellos crecidos en crenchas apelmazadas por la suciedad. Empezo a caer una llovizna
densa. "¿Cómo puede funcionar aun el cuerpo de un hombre así aniquilado, convenido en esqueleto que la piel
apenas cubre?", me preguntaba. Pero el Pianista se animó de repente; cantó de nuevo, tocando el piso con los
dedos, entusiasmado. Levantó la cara hacía la celda donde estaba encerrado Clavel. Entonces apareció el
hombre achinado, de debajo del puente; levanto al Pianista del cuello, le dio un puntapié y lo lanzó de espaldas a
un costado de la celda. Pude verle la barriga, el ombligo que palpitaba; más lejos oí que gritaba Maraví. El hombre
achinado arrastró el cuerpo del Pianista, así de espaldas, varios pasos. "Te he dado fuerte", dijo.
Se quedó allí el cuerpo, recibiendo la lluvia en la cara y en la barriga.
-Contaban en el Sexto que este vago, fue de veras un estudiante de piano, y que cayó al Sexto durante una
celebración de un 22 de febrero. No tenía documentos y lo echaron al primer piso. Puñalada se lo envió a Maraví.
Lo violaron tres maleantes durante la noche, y lo tuvieron encerrado en la celda cuatro días. Cuando lo arrojaron
estaba ya enloquecido. Tocaba el piano en los sucios y en las barandas. Nadie lo conocía, nunca había sido
aprista. Un soplón lo capturó para hacer méritos; lo encontró en una calle donde habían reventado una sarta de
cohetes. Cuando Maraví lo arrojó de su celda, durmió después en la de todos los ladrones y de los vagos, hasta
en la del negro que mostraba por diez centavos su inmenso miembro viril.
Llegó la fecha de calificación de los vagos, y lo soltaron. Pero no pudo caminar sino unos pasos en la avenida
Alfonso Ugarte. Los automóviles y omnibuses lo aterrorizaron. Al día siguiente lo recogieron los guardias. Estaba
como escondido junto a uno de los excusados ornamentales de la avenida. "Mejor que lo maten de una vez las
fieras del primer piso", había dicho uno de los guardias. Y el Pianista fue el primer "vago" en regresar al Sexto. Se
lanzó a correr en el piso húmedo y cayó cerca del fondo. Maraví le hizo servir una copa de ron, para animarlo. Y el
Pianista cantó, sentado, unos instantes. Luego se durmió en el piso. Lo cargaron los "paqueteros" de Maraví a la
celda del negro demente que no tardaría en volver. Y allí estaba alojado ahora con otros tres vagos, dementes
todos, a causa de las violaciones y el hambre. Uno de ellos mostraba sus úlceras con aparente orgullo; era
silencioso, casi verde del rostro.
Mok'ontullo me encontró todavía en el puente donde me había dejado Pedro.
Le conté lo que había visto y le mostré el cuerpo del "músico".
-No está muerto -me dijo-. Los vagos conocen bien un cuerpo muerto. ¡Dejémoslo que muera! Será mejor para él y
para nosotros.
-¿No podríamos abrigarle? -le pregunté
-Debe tener ya la sífilis. Espera.
Fue a su celda y trajo una camiseta de punto. . .
-Pongámosle esto -dijo-. Le durará quizá hasta la noche. Se lo quitaran después. No se te puede traer ni comida;
se la quitan a patadas. Por eso no se acerca a la reja, cuando volvemos del comedor. ¿No es mejor que muera?
Fui a mí celda. Cámac dormía. Saque de mi cajón un chocolate y una chompa.
Salí apurado. . . .
-Es una locura -me dijo Mok'ontullo-. Se lo quitaran todo. Irá a parar a la celda de Maraví, por pago de ron, de
coca, o simplemente por miedo. El chocolate no sabrá quizá ni comerlo.
-La chompa es vieja. ¿No te animarías a esperar que coma el chocolate?.
-Aguarda -dijo.
Fue nuevamente a su celda y trajo un cuchillo. .. .
-Lleva las cosas tu -me dijo-. Córdova, mi compañero de celda, ha de vigilar; si nos molestan, él llamará a todos
los políticos. Nos temen. Saben que nosotros hemos despachado a algunos soplones y militares.
Bajamos la escalera.
Puñalada estaba junto a la reja, ensombrerado. Nos miró con detenimiento, como no lo había hecho ninguna vez.
Debíamos cruzar más de la mitad del piso de los vagos. Avanzamos tranquilamente. Mok'ontullo iba
escoltándome. Mire hacía el piso alto y vi que algunos presos estaban asomados a las barandas. Había pocos
vagos, afuera, en el corredor del primer piso. Pero fueron saliendo a medida que pasábamos por las puertas de
las celdas. El Pianista pretendió levantarse cuando llegamos hacia él. “¡Está vivo!", dije. Mok'ontullo sonrió. Él lo
alzo de los brazos. Lo llevó caminando hacia la escalera; las piernas del “músico” se enredaban, tenía los ojos
cerrados. Los vagos empezaron a seguirnos. .
-¡Fuera, carajo! ¡Dejen a los políticos! -gritó Maraví, desde la puerta de su celda.
Todos retrocedieron.
Llegamos a la escalera, bajo techo. Hicimos que el Pianista se sentara. Mok'ontullo le quitó el saco, sin romperlo
más. No tiritaba su cuerpo. Estaba helado y húmedo. Olía a algo ácido y amargo. Le pusimos la camiseta y
después la chompa de lana. Iba a ponerle en la boca un pedazo de chocolate.
-Antes algo caliente -oí la voz de Rosita que se acercaba con una taza en las manos.
Era cocoa.
Mok'ontullo, sorprendido, recibió la taza. Le abrió la boca al "músico", pero se detuvo.
-No -dijo Rosita-, déle no más. Está templadita. . . .
Le hizo beber a pocos. El Pianista abrió los ojos. Siguió bebiendo como en sueños.
Rosita se fue con la taza vacía. Llamó a Maraví y le dijo algo. El asesino le dio la mano.
Yo sostenía el cuerpo del Pianista. Se echó a cantar en voz bajísima, sin quitar los ojos de Mok'ontullo. Y cuando
me agaché para frotarle las piernas, escuché grandes carcajadas junto a la reja. Puñalada y los vagos que
estaban con él, reían. El Pianista no escuchaba las carcajadas; siguió cantando.
-Voy a traerle un pantalón -Ie dije a mi compañero.
-Si -me contestó. El Pianista seguía mirándolo, casi sin pestañar. La luz de sus ojos parecía surgir lentamente
desde la materia turbia en que se habían convertido.
Subí a saltos las gradas. Entré a mi celda. Cámac seguía dormido.
Cuando bajé las escaleras, Pedro me acompañó hasta el segundo piso. Oí que pedía que no me siguieran.
Los guardias y Puñalada continuaban festejando.
-Pongámosle ese pantalón encima del otro -me dijo Mok'ontullo.
Con la misma cuerda de su haraposo pantalón, le amarramos el mío.
-No pesa nada -me dijo Mok'ontullo- a pesar de que es más alto que tú. Ya no canta.
Pero sus ojos habían clareado. Eran de color gris, como el de ciertas piedras que no destiñen ni en la superficie ni
bajo el agua de los ríos.
-¡Es fácil abrigar a un hombre! -dije. ..
-¡Hasta resucitarlo es fácil! Llama a Rosita -me dijo Mok'ontullo. No le comprendí.
-¡Llámalo! -repitió.
Rosita estaba de pie en la puerta de su celda. Fui.
-Mi amigo lo llama -le dije. Sonrió.
-No es necesario. Dígale que nadie va a quitarle lo que le han dado –contestó. No le dí las gracias. Regresé. Sentí
que me seguía.
-Déjenlo allí -dijo Rosita-. Nadie va a fastidiarlo.
Dudamos los dos. ¿Adónde llevarlo? En su celda lo desnudarían los otros vagos.
-¿No me creen? -preguntó con impaciencia Rosita-. ¿Creen que no podré?
-Allí, en la escalera dormirá mejor. Su celda apesta. ¡Déjenlo!
Mok'ontullo lo cargó hasta el descansillo, lo recostó contra el muro del fondo. Hizo que apoyara su cabeza en el
ángulo de las paredes. El Pianista cerró los ojos.
-No es para dormir -dijo Mok'ontullo-. Es porque su cuerpo se siente feliz. ¡Vámonos!
Pero vio la tableta de chocolate que yo tenía en la mano. Me la pidió; bajó las gradas y se la entregó a Rosita, que
estaba en el corredor al centro.
Creí que los guardias, Puñalada y los presos que lo acompañaban dirigirían a mi amigo una gran carcajada. Sólo
uno silbó muy despacio, maliciosamente.
-Por la cocoa y por su protección al Pianista -le dijo Mok'ontullo a Rosita-¡Gracias!
Recibió la tableta sin sonreír, muy seriamente.
-No lo necesito, usted sabe. Pero no le puedo rechazar a usted-contestó en voz alta.
Miró hacia la reja. Puñalada, los guardias y el coro de presos guardaron silencio.
Los del fondo del penal empezaron a acercarse. Maraví salió unos pasos fuera de su celda. Mok'ontullo regresó
hacia la escalera. Rosita lo siguió con los ojos. El "músico" estaba como dormido. Sus barbas ralas y sus cejas
confundidas por la inmundicia; las plantas de sus pies, blancas, resaltaban entre la ropa limpia. Respiraba con
esfuerzo.
-¡Va a cantar, de nuevo! -le dije a Mok'ontullo-. Vámonos de una vez.
-Está muy enfermo. Ya no cantará sino junto a dios -me contestó.
Lo miraban muchos desde las escaleras. Se cuadró, y vi que rezaba. De espaldas, su cuerpo ancho, de hombros
poderosos, su cuello casi rojo, aparecían rendídos ante la figura deshecha del Pianista que pretendía abrir los
ojos Y movía los labios.
Se persignó mi amigo, me agarró del brazo y subimos. Cantaba entre dientes la Marsellesa aprista. Los presos
comunes del segundo piso se habían agolpado en la escalera. El piurano detuvo a Mok'ontullo. Estaba en la
primera fila.
-El maricón ése ha servido -dijo-. Pero si no defiende al Pianista hasta el fin,algo le va a suceder. ¿Usted es del
norte?
-Soy arequipeño. ·
-Como si fuera. En todo lugar hay valientes. Aquí estaré también yo. Cuando viene la calentura del humor hay que
echarlo afuera en la mejor ocasión.
-No se meta mucho -le dijo Mok'ontullo-. Ya usted sabe.
-Hay que saber para entrar. Ahora es tiempo.
Su sombrero limpio, de paja, le daba sombra, su pantalón tenía una ancha correa que le ceñía el vientre abultado
pero recio.
-Vayen con tranquilidad -nos dijo.
-Adiós, maestro, que dios le ayude -le contestó Mok'ontullo, y seguimos subiendo.
-Dios no se ocupa de los chicos -habló con voz fuerte y colérica el piurano.
Luis y Prieto nos esperaban al final de las gradas, en el tercer piso.
Luis estaba sombrío.
-Te dejaste arrastrar por éste, como un perro -le dijo a Mok'ontullo.
-¿Quién es éste? -le grité.
-Nunca he sabido su nombre ni me interesa -me contestó.
-Yo sí conozco el suyo y todo lo que hay dentro.
-Es cosa de nosotros, no te metas. Gabriel -me rogó humildemente Mok'ontullo.
Luis escupió sobre las barandas, nos dio la espalda y se fue; Mok'ontullo lo siguió, apurado; tras él desfilaron
Prieto y los que se habían reunido frente a la escalera: entraron a la celda de Luís, cerca del primer puente .
Pedro, Torralba y Fermin, el zapatero, estaban en el puente. No había salido
Cámac y me sentí algo desconcertado.
Pedro sonreía. Me llamó.
-¿Qué te pareció Luis? -me preguntó.
-Un salvaje que no sabe disimular.
-Ahora no necesitaba hacerlo. Por el contrario, tenía que mostrarse así.
-¿Es sólo un actor, entonces? Me parece un hombre violento y rústico.
Se acercaron a nosotros los presos; estábamos casi rodeados por los apristas. Me volví hacia ellos, uno por uno.
Recordaba al estudiante Freyre, un puneño tímido, bajito, a quien la prisión deprimía. Hasta él me miraba con
odio, corno si nunca hubiera sido mi amigo.
-¡Esclavos de Rusia, carajo! -gritó uno.
-El peor es Gabriel. Hipócrita. ¡Hay que zurrarlo!
Freyre me dio un puntapié, apoyándose en dos de sus compañeros para alcanzarme,
-Señores -les dijo Pedro-. No hemos de peleamos como los delincuentes. –Y detuvo a Torralba con el brazo.
-¿Qué he hecho contra ustedes-grité-. ¿Qué te he hecho a ti? -le dije al estudiante y me aproximé a él.
-¡Esclavos de Rusia! ¡Traidores! -gritó alguien, ocultándose tras los que nos rodeaban.
-No les hagas caso. Te quieren moler. ¡Ven! -oí la voz de Cámac.
Los apristas vieron al minero y se agruparon, abriendo el círculo.
-Has querido enredar a Juan -dijo Freyre, casi gimiendo-. Lo has llevado donde el Rosita. Esa es una táctica
conocida de los comunistas, calumniar, enlodar. Eso se castiga.
-Parece que tienes la cabeza y el corazón más corrompidos que Maraví. Hemos bajado a auxiliar a un moribundo -
le grité.
-¡Estos comunistas son el infierno! Pero Gabriel debe ser sólo un instrumento. ¿No es cierto?
Se abrió paso entre los presos un hombre; y reconocí al aprista que me odiaba en la intendencia y que me
estrechó la mano, llorando, al oír los himnos que todos los presos cantaron a nuestra llegada al Sexto. •
-¿Cómo puedes creer eso, hermano? -le dije.
Pero en sus ojos, como en los de sus compañeros, sólo había odio, un odio denso y ciego. Torralba y Fermín, el
zapatero, miraban a los apristas con desprecio.
Podía estallar en cualquier instante la lucha; las barandas no eran altas y cualquiera de nosotros corría el riesgo
de caer o de ser arrojado al fondo, sobre la mugre de cemento de los vagos.
Pedro se irguió. Cámac venía.
-Esto es completamente absurdo, compañeros -dijo-. Parece un lío de comadres, y estamos aquí por cosas de
hombres.
Cámac me tomó del brazo.
- Te quieren hacer chaco estos compañeros. En la prisión nos enrabiamos por cualquier cosa. ¡Vamos a empezar
por la guitarra! ¡Hasta lueguito, compañeros!-dijo, y se dio media vuelta, llevándome hacía nuestra celda.
-Queda en claro la intriga. Juan saldrá limpio de esta maniobra, y tú, cagado. Era la voz del preso con quien vine
de la intendencia. Oí que los apristas se dispersaban, satisfechos con la declaración del cuzqueño.
-Lo buscaré -dije-. Le hablaré en quechua. Yo lo he visto llorar; me creerá.
-Peor si llora -dijo Torralba.
Entramos a la celda.
-Luis se ha equivocado esta vez. Es astuto; tiene un instinto seguro. Pero esta vez ¿por qué ha fallado de esa
manera? Hay que pensar en el asunto. Pedro se sentó sobre el cajón, mirándonos.
-¿Cómo fue? -me preguntó.
-Es raro, increíble -comentó después de que le expliqué la historia del "músico" y de Maraví-. Cometieron ustedes
una imprudencia. Pero había que tratar que todo concluyera bien. Una lucha de los presos comunes y de los
políticos no es improbable y acaso el comisario la celebraría. Lo hemos evitado siempre. Rosita sin duda que
admira a Juan. Luis ha creído que el prestigio del héroe de Arequipa, del luchador joven más temerario que tienen
los apristas en el Sexto, iba a quedar manchado por ese diálogo con Rosita, por el obsequio solemne que le hizo
del chocolate. Fue cómico, sin duda. Pero Luis lo ha hecho resaltar, lo ha perennizado. Ha cometido una
estupidez útil.
Cámac dudaba.
-Tú en cambio, camarada, has sacado buen partido de esta equivocación. Los comunistas han permanecido, creo,
serenos. ..Somos treinta y ninguno se ha metido, ni cuando te insultaban.
-El comunista que no procede con la cabeza fría no merece el nombre del partido.
-Camarada, usted sabe que yo no tengo mi cabeza fría nunca. ¡Esto de Mok'ontullo me duele!
-Sí, camarada. Tú tienes ese riesgo. ¿Por qué te duele que un aprista como él se desprestigie? ¿No tratan ellos no
sólo de desprestigiarnos, sino de destruirnos? "¡Esclavos de Rusia!". ¿Tú corazón no se enciende cuando oyes
ese insulto?
-Se trata de Mok'ontullo. Es luchador inocente, revolucionario de nacimiento.
-El puño del apra para golpear a cualquiera que desee destruir; al Corazón de Jesús, sí creen en algún momento
que les conviene.
-Camarada -le dije a Pedro-. La intuición no puede demostrarse con razones. Nuestra intuición, la de Cámac y la
mía, es que Mok'ontullo es un aprista muy disciplinado; es quizá un fanático, pero sigue al apra no por
fascinación solamente, sino por las promesas políticas.
-¿Qué ideas tiene? -exclamó Pedro, exaltándose-. ¿No ha dicho que deja que los líderes piensen y que él sólo es el
músculo del partido? ¿Qué otra cosa son esa jauría que nos rodeó en el puente, y que ante una imprudencia
pequeña de cual- quiera de nosotros nos hubieran lanzado desde el tercer piso, para el regocijo de los vagos, del
comisario y de todos los reaccionarios del Perú? Son el mejor aliado del General, ahora, y más tarde será aún
peor.
-¿Y por qué están presos, entonces? ¿Por qué hay aquí, en el Sexto, centenares de apristas? ¿No tratan de
conquistar derechos por lo que usted, Cámac, y todos los comunistas luchan afuera?
-Ellos representan a la pequeña burguesía. Muchos de sus líderes son gente de la llamada "aristocracia"; quieren
un gobierno anticomunista que represente los intereses de la pequeña burguesía. Pero ¿cuál es la aspiración de
la pequeña burguesía? ¿La revolución socialista, es decir, la revolución? No, amigo estudiante; a lo único que
aspiran es a incorporarse a la clase de la alta burguesía, desplazar a las familias tradicionales y desempeñar
ellos la función de esas familias. Acabarán por aliarse, cuando y en el momento que convenga a la clase señorial
esclavista y feudal que ahora gobierna; serán engullidos por esa casta, domesticados y convertidos en
parachoques de la revolución. ¡Hay que odiar a sus cabecillas! ¡Estudiarlos y odiarlos a muerte como a los jefes
de la reacción tradicional!
-Yo no puedo odiar a hombres como Juan -le dije-. Según la propia teoría que usted acaba de explicar, Juan es un
engañado, no un traidor, y no lo puedo odiar.
-Es peor que un jefe aprista-dijo el zapatero que enseñaba marxismo en el Sexto a los comunistas-. Sin hombres
como Juan el apra no tendría poder.
-Me han traicionado los mineros apristas mucho -dijo Cámac-, Pero odiar, odiar que se diga a un obrero, será pues
necesario, pero mi corazón no aprende. ¡Odio a los gringos malditos y moriré luchando contra ellos! Pero a un
cabecilla obrero engañado, sólo en el momento de su traición; después se me pasa. Los veo sufrir igual, igualito
que yo; escupidos lo mismo por los gringos y sus capataces.
-Te falta teoría, Cámac. Debes escuchar bien las clases de Fermín, y leer. Tú no lees. Yo no he dicho qué odies a
los obreros.
-Sí, leemos, con Gabriel; él me explica.
-Gabriel no es marxista. Lenin fue implacable con los mencheviques. Siempre les llamaba: "Esos lacayos de la
burguesía... "
Cámac iba a decir algo, pero se arrepintió, y miró tristemente a Pedro.
-Estás fatigado; te vamos a dejar. Piensa bien en una sola cosa: ¿por qué los dirigentes del apra no han admitido
nunca un frente común con nosotros? Tendremos reunión pronto, sobre este tema.
Se levantó del cajón, y se fue. Fermín y Torralba lo siguieron.
-También en Rusia había indios ¿no? -me preguntó Cámac,
-Sí -le dije-. Pero no hablaban un idioma distinto que sus amos. Eran rusos.
-¿Y hablando el mismo idioma los maltrataban como a los indios de aquí?
-Sí, Cámac, como los señores de nuestras haciendas de la costa.
-¡Qué cosas, Gabriel! Cada uno es cada uno. Mejor por ahora comenzamos a hacerla guitarra. Yo sé lo que quiero,
mejor que Pedro. Pero él ve lejos; yo las minas. ¿Se puede enseñar a odiar? Eso escoge el corazón con sus ojos.
-Se puede enseñar. •
-Freyre te pateó. Pero mañana, pasado, hablarán otra vez en quechua, y amistarán. No es lo mismo cuando a uno
lo patean por ambiciones egoístas o por la paga.
-¿No te enseñaron a odiar a los gringos?
-¡No! ¿Cómo, pues? Gente de fuera que se lleva la tierra de uno; que se engorda con lo de uno; y todavía te escupe,
te hace moler a patadas en las cárceles, pone letreros en sus clubes diciendo que a perros y peruanos es
prohibido entrar. ¡Es odio natural, pues, como a una serpiente! ¡Mejor haremos la guitarra! Que Pedro encargue a
su hermana las clavijas, las cuerdas y los trastes. Cola tenemos en la prisión.
Partiré canturreando
mi poema más triste
le diré a todo el mundo
lo que tú me quisiste ...
-¡Está loco! -dijo Cámac, apretándome el brazo-. ¡Pobrecito, hijo de mujer, desconocido!
-Sí, hermano. Pero mejor no escuchemos más. Regresemos.
-¡Pobrecito! Ya no tiene cabeza, no puede recordar ni sus cantos. Su pensamiento está mezclado; seguramente
que a su ánimo le ha tocado ya el infierno de los suplicios. ¡Estará llorando!
Se ahogó la voz de Clavel en el segundo verso de la rumba.
Pero volvió a cantar, en seguida:
-¡Silencio, rosca! -le gritó el negro guardián. Pero Clavel siguió cantando:
Estaban asomados a las barandas casi todos los presos del segundo piso. Los apristas se habían concentrado en
varias celdas y esperaban la decisión de sus jefes.
Maraví apareció en la puerta de su celda, seguía abotagado; escuchó atentamente el canto, y se decidió; fue a
paso rápido, aunque tambaleándose, hacia el negro guardián. Llevaba una chaveta en la mano derecha. El negro
pestañeó y retrocedió unos pasos.
-¡Que cante tranquila, so negro gallinazo! -gritó Maraví. Le acercó la punta de la chaveta al estómago.
-Sí, patrón -dijo-. Ahora sí, patrón.
-¡No tiembles, mierda! ¡Que cante bonito, como ella quiera! Fue hacia la celda; no la abrió. Desde fuera le habló al
preso.
-Amorcito, canta no más, como canario en jaula. Pero Clavel enmudeció.
-¡Como canario en jaula! -volvió a decir Maravi-. ¡Amorcito! Esperó un rato, apoyándose en la pared.
-¡Estos hijos de puta me la han malogrado metiéndola a puta! Era engreída, rica... ¡ Estos gallinazos sólo comen
carne podrida! ¿De dónde ha sacado esa voz mi Clavel? ¡Canta, hijita, canario en jaula! -rogó.
Pero no volvió a cantar. Maraví esperó, agarrándose de los barrotes. Se impacientó y se puso a cantar él:
Anita, ven,
entre mis brazos te acariciaré...
E intentó dar unos pasos del vals. Se alejó un poco de la celda. Clavel seguía mudo.
Maraví volvió a acercarse al negro joven. Lo miró, balanceándose.
- Tú me respondes, gallinazo -le dijo-. ¿Qué le has hecho para que cante con voz de loca? ¿Qué le has hecho?
Cuando yo, su marido, le pido que cante, no quiere.
- Yo, maestro... nada, nadita... ella sola.
Maraví le volvió a poner la punta de la chaveta en el estómago
-¡Canta tú entonces, gallinazo, si quieres vivir! ¡Pronto!
Los vagos se acercaron lentamente, en recua, yendo no de frente, sino caminando de un lado a otro, cruzándose,
como buscando un sitio claro por donde ver a Maraví y al negro mientras avanzaban.
Mientras el negro joven seguía cantando en tono altísimo Maraví fue caminando hacia su celda, un poco de
costado, como bailando, con el brazo izquierdo estirado y el otro sobre el pecho. Llegó y cerró despacio la puerta.
En ese momento Clavel abrió la reja de su celda; sacó la cabeza hacia afuera. Tenía ojeras pintadas,
excesivamente grandes; los labios rojos, grasosos. En su rostro hundido y amarillo resaltaban las cejas negras.
Su melena que parecía recién peinada, también tenía grasa. Miró a uno y otro lado; sus ojo; rotaron, despavoridos,
y se detuvieron en Cámac.
-¡Tuerto! -dijo.
El negro joven que había quedado rígido, como pegado a la pared, descubrió la cabeza del Clavel.
-¡Adentro! -le gritó.
Pero él tuvo tiempo aún para exclamar:
-¡Tuerto; pobrecito!
Los vagos venían; habían tomado la dirección de la celda del Clavel y seguían avanzando.
Un ladrón que ocupaba una celda en el segundo piso no se atrevía a pasar entre ellos. Puñalada tocó un pito e
hizo restallar su látigo. Los vagos se detuvieron, pero no regresaron. Entonces el negro hizo sonar una
campanilla, la misma que tocaban a la hora del rancho. Los vagos corrieron hacia la gran reja, sacudiendo sus
harapos, agarrándose los pantalones; algunos resbalaron y cayeron.
El ladrón quedó solo en medio del pasadizo. Dudó unos instantes y luego se dirigió decididamente a la celda del
Clavel. Entregó un papel al negro y entró a la celda.
-Más que sea con "eso", está bien que hayga un burdelito aquí, aunque va a durar poco -dijo alguien en el segundo
piso-. Al Clavel casi no le dan de comer... Ya usted sabe... Es ni más ni menos que una del 20.
-Mejor -contestó otro- es cariñosa. Esas del 20 se echan como vacas.
-Con la putería, el pobre, se ha acordado de sus cantos que aprendió cuando era chiuche (1). Dicen que antes no
cantaba.
-No cantaba, pues -intervino un tercero-. Sería mejor que no cante su tono es extraño, como de muerto.
-¿Cómo de muerto?
-Un vivo no cambia así el tono.
¿Y el muerto cambia?
-Es un decir, compadre. En la sierra, caminando en las cumbres las almas condenadas cantan feo.
-Que salga el "Triguero" y entro yo. Hay que aprovechar estos días.
Nos detuvimos oyendo la conversación de los hombres del segundo piso.
-¡Tuerto; pobrecito! -repitió Cámac con voz desfalleciente.
- Vámonos - le dije.
Tuve que ayudarlo a caminar; se doblaba. Ya en la celda hice que se recostara sobre la cama.
-¿Qué mal tendré? -preguntó-. ¿Viste que levantó los ojos y me miró?
¡No estaba con locura en ese rato; el corazón roto tenía, más que el mío; pero seguro que me ha dañado, me ha
dañado con fuerza!
-Eres comunista, hermano Cámac, ¿crees todavía en presentimientos y en daños?
De cosa de nada dependía mi vida, hace tiempo. Los soplones de La Oroya me molieron, me bañaron, me pisaron
en el suelo; me echaron tierra a los ojos. Escucha mi pecho; está roncando...
Le ausculté el pecho. El corazón tenía un ruido atropellado. Le tomé el pulso y corría desigual, en ondas
menudas.
-No voy a terminar la guitarra -dijo-. Ahí están las piezas. Ese probrecito, con el sacrificio, ha recordado los cantos
que le habría oído a su padre.
-Descansa, hermano Cámac le dije. No te fatigues.
Me arrodillé junto a él.
De su ojo enfermo se derramaba el líquido denso. Limpie con mi pañuelo ese llanto que empezaba a rodar sobre
las mejillas. Su ojo sano se mantenía cristalino, como ciertos manantiales solitarios que hierven en las grandes
alturas. Hierven levantando arenas de colores. azules, rojas, blanquísimas y negras, que danzan alzándose y
cayendo al fondo. Uno se mira en esas aguas mejorado, purificado, aunque la imagen se agitan a instantes,
imitando la vida.
-Agárrame, hermano -me dijo Cámac, ahogándose.
Me senté, puse su cabeza sobre mis brazos. Abrió la boca. Su cuerpo empezó a temblar. Iba enfriándose. No
pudo hablar más.
Su delgado cuerpo se quebró; su hermosísimo ojo sano fue apagado por una onda azulada que brotó desde el
fondo; le quitó la luz.
Le bese en su ojo moribundo. El otro se había secado y hundido.
La celda, sus paredes en que las chinches se escondían, el techo húmedo y bajo, quedaron como iluminados .
Algo de la piedad que brilló en los ojos despavoridos del prisionero había en la muerte de Cámac.
Sentí que la celda se ahogaba en luz, como si el sol del crepúsculo de la costa nos alumbrara desde la puerta.
Le cerré los ojos al minero. Estuve largo rato sosteniendo su cuerpo... Y nunca comprendí mejor la fuerza de la
vida. Sus ojos cerrados, su cuerpo inerte, me transmitían la voluntad de luchar, de no retroceder nunca.
Deposite su cuerpo sobre la cama. Le crucé los brazos; levanté un poco su cabeza sobre la almohada.
Su rostro se fue adelgazando más. Seguía percibiéndose la diferencia entre sus dos ojos, a pesar de que estaban
cerrados. La nariz pálida hacía resaltaba esa diferencia, la inarmonía de las cuencas. Su cara rígida seguía
inspirando poder y ternura. Solo entonces me acorde que su nombre significaba "el que crea, el que ordena".
Fui a dar la noticia. Afuera no había luz. Los vagos caminaban en el piso bajo, a la sombra. Fui paso, hasta la
celda de Pedro. La sesión continuaba. Se oían voces adentro. Me recline en las barandas y esperé .La puerta de
la celda de Luis estaba también rebosante de presos que escuchaban. En las otras celdas, los apristas
esperaban, disciplinadamente, informes y órdenes.
Aplaudieron en la celda de Pedro.
-Ya ha terminado -dijo uno de los que estaban fuera .Se hizo a un lado y empezaron a salir los otros .Torralba me
descubrió; se abrió campo.
-¿Qué pasa? -me dijo-.Tienes otra cara.
-Necesito hablar con Pedro -le conteste-. Acaba de morir Cámac.
-Regresen, camaradas -les dijo a los otros en voz alta-¡Entren! Gabriel tiene una noticia muy mala.
Se volvieron hacia mí todos, me dejaron pasar .Pedro estaba sentado sobre un cajón; Fermín seguía aún de pie,
solemnemente, cerca de Pedro.
¿Qué hay, Gabriel? -preguntó Pedro.
Se le veía fatigado.
-Señores -les dije-. Cámac ha muerto.
Pedro se levantó.
-! No se muevan! -ordenó-.Tenemos que considerar tan terrible noticia. ¿Quién está con el cadáver?
-Torralba ha ido, y yo también vuelvo. .
-Está bien. Los demás se quedan. Tenemos que considerar la situación. Es la primera vez....
-Yo me voy -le dije .Me abrí campo y salí.
Los otros se quedaron, se apretujaron más en la celda.
Encontré a Torralba arrodillado junto al cadáver.
-No rezo -me dijo.-. Me arrodillo ante él. Era el camarada más limpio, el más valiente.
Algunos creían que interpretaba el comunismo a su modo, y lo criticaban; Pedro lo quería y lo cuidaba. Era el
más grande entre los mineros. Los apristas lo respetaban, la Copper le temía y odiaba. En la cárcel de La Oroya lo
mataron de veras. No sé como ha vivido hasta ahora.
Se inclinó más y le besó en la mano izquierda.
-¿Cómo quedarás tú? -me dijo.
-Bien - le contesté-.Respetaré su memoria. Murió en mis brazos. Me acompañara durante toda la vida. ¿Por qué
los guardias me llevaron directamente a su celda, cuando nos trajeron de la intendencia?
-Porque quizá sabían que él estaba solo. En las otras hay dos o tres ;en las de los apristas, tres y aun cuatro ...
Pedro y Luis también están solos.
IX
Sobre el cemento del piso y de los muros de la celda restregué la punta de mi cuchillo de mesa. Durante varias
horas trabaje, cambiando el postura, para convertir la hoja roma en cuchillo de pelea. Debía de tener verdadera
punta y filo.
Rogué a Torralba, a la hora del rancho, que me trajera del comedor, mi plato de frijol con arroz y el pan.
Los presos iban en tres turnos al comedor que ocupaba un pequeño pabellón afuera, en el gran patio del Sexto.
Los vigilaban guardias armados.
Servían en el almuerzo frijol revuelto con arroz, sopa y pan.
"Hay que comer, lo que sea", aconsejaban los veteranos. "El que no come en el
Sexto va derecho al panteón". Por eso yo comía el frijol y sus gusanos, el pan que en grande y bueno.
No podía tragar la sopa, porque olía a yerbas y a no sé qué podredumbre que me causaba repugnancia.
Algunos presos cerraban los ojos antes de tomarla, como quien va a tragar un purgante: “Tiene zanahorias” -
decían-, un poco de col y fideos gruesos. Son alimentos". Esos presos lucían bien. Mientras que otros como yo,
que sólo nos servíamos el segundo plato. y no íbamos a comer, porque no daban en la tarde sino la sopa,
enflaquecíamos rápidamente.
"Ya comerán la sopa", pregonaban. “Es fea pero es mejor que el frijol podrido".
***
El negro viejo zapateador se dirigió a su celda y apareció en seguida con una quijada de burro en la mano.
Empezó a danzar rascando los dientes de la quijada con otro hueso. Avanzó así hasta el centro del pasadizo. Un
viejo criollo lo siguió, imitando con dificultad el baile. El negro se detuvo y puso en el suelo los dos huesos.
- ¡Anda! ¡Silba, pué!- le dijo al viejo criollo.
Yo había visto bailar el son de los diablos en la calle de Santa Catalina, desde mi cuarto de estudiante. Seguí a los
bailarines hasta el barrio de Cocharcas, Varios ne- gros marcaban el ritmo en quijadas de burro que rascaban con
pequeños huesos. Era una danza monótona y penetrante.
El negro viejo del Sexto no bailaba ese son. Era un zapateado fino. Con el cuerpo encorvado y los brazos sueltos,
danzaba con maestría. Los políticos salían a las barandas, los del segundo piso también se asomaban al corredor
para verlo. Los vagos formaban entonces un ruedo cerrado, con suficiente espacio.
Aquella tarde el sol brillaba junio a la puerta grande del penal, sobre la hume- dad de la lluvia y los orines. En el
patio de afuera, resaltaban las pequeñas piedras, entre la luz de la arena. En el patio interior, la única estaca que
fue parte delas cabinas de los wáteres, sudaba; le salía como un brillo de grasa oscura.
El negro empezó a bailar. Sus zapatos viejos y demasiado grandes golpeaban el
piso con energía increíble, marcaban un ritmo feliz. La danza conmovía los rígidos muros, los rincones oscuros
del Sexto; repercutía en el ánimo de los presos, como un mensaje de los ingentes valles de la costa, donde tos
algodonales, la vid, el maíz y las flores refulgen a pesar del polvo.
Terminaba el negro, fatigadísimo, cada figura del baile. Sin embargo, su compañero y él iban animándose. El viejo
criollo cantaba o silbaba. Concluido un ritmo descansaban un instante y empezaban otro. El negro iniciaba la
danza con un preámbulo, una especie de paseo, que desembocaba en el zapateo de figuras distintas al ritmo
anterior. Los vagos oían o veían al negro, detenidos, sentados en el suelo, o de pie, tratando de divisar la cabeza
del bailarín. Los que habían ganado las primeras filas defendían sus puestos. El Pianista solía sentarse y llevar el
compás con la cabeza, agachada como para llorar. El japonés se quedaba solo, rascándose, apoyado en la
estaca, sin comprender ni interesarse por el tumulto ni el baile.
Esta vez, el viejo negro danzó en la mejor oportunidad, cuando el Sexto estaba bajo amenaza, deprimido y
exaltado al mismo tiempo, por luchas y malos presentimientos. Casi todos los presos salieron a verlo.
Un grito feo resonó de repente entre los muros, cuando el negro iniciaba el cuarto ritmo. Clavel, remeciendo las
rejas de su celda, llamaba. Estaba delante de la cortina, desnudo hasta la cintura. Sólo le cubría el cuerpo un saco
grande y rotoso. Su guardián, el negro joven, lo empujó, y bajó Ja cortina. Yo pude ver su rostro blanco, sus cejas
pintadas, su barriga casi desnuda.
Puñalada vino pronto con su azote. Dispersó a latigazos a los vagos. El negro viejo y su compañero se quedaron
solos. Los vagos y "paqueteros" no los atropellaban porque Maraví los protegía. Gastaban las limosnas en coca y
ron.
Puñalada, por primera vez, los azotó.
-¡Ea, negro! ¡Estás loco! -le gritó el cabo.
El negro viejo zapateador lloró. El otro se quedó sentado.
-¡No llores, viejo! Ese gallinazo debe estar pior que tú por dentro -le dijo.
Se quitó el saco y lo extendió en el suelo.
Llovieron las monedas. Entonces se puso de pie el zapateador. Levantaron el saco y recorrieron el callejón del
Sexto. Cerca de la escalera, Pacasmayo les arrojó un sol envuelto en un billete de media libra.
Luego volvió el silencio. Los vagos que se habían metido a sus celdas se atrevieron a salir y empezaron a dar
vueltas, sin alejarse de las celdas; algunos se queda- ron parados apoyándose en los muros. El sol se retiraba del
patio y enrojecía. Subí a la carrera al tercer piso.
¡Se veía la isla! Encendida por detrás, sobre el océano violáceo, el perfil dela isla aparecía; pero el fondo, las
rocas, el gran monte central, estaban negros entre tanta
luz.
-¿Oíste el grito del muchacho? -me preguntó Pacasmayo
Lo vi también a él. Estaba desnudo hasta la cintura.
-¡Yo también lo vi, carajo! -exclamo-. Lo vieron estos ojos que ya para nada sirven. Su llanto le corrió hasta la
barriga. El negro lo empujó como a una bestia. Puñalada ha azotado al negro viejo, a Sosa; que aunque no lo
creas, no está por vago sino por político. Dicen que es un gran “enemigo" del General, como yo, que ni sé bien
cómo se llama. ¿Ves el sol, lo ves? • ' '
-Sí -le dije.
-Se está muriendo en sangre. En sangre, mi estimado. ¡Acuérdate sólo de eso mi estimado! ¡EI sol, tan jefe, tan
rey, se revuelca en sangre! ¡Así granate, como mi cuello!
Entró precipitadamente a su celda. El corredor del tercer piso estaba ya desierto. Volví al segundo piso.
Yo no había visto lágrimas en los ojos del Clavel, Pacasmayo, en su locura. ¿Vio correr llanto en la cara del
muchacho, o fui yo quien no vio lo que de veras ocurría?
Un silencio, inusitado sofocaba al penal. Sosa, el "político", "enemigo" del General, nos había traído la visión de
los campos de la costa, por unos minutos. Después se encrespó el Sexto, tal cual era, pestilente, para luego
recogerse en esos raros instantes de tranquilidad que amenazaba.
Aparecieron los presos del segundo tumo en el patio. Puñalada llamó al tercer grupo. El piurano venia por
delante. Me miró antes de pasar la reja. El negro permaneció tranquilo, aunque después que entraron los presos,
sonrió mirándose las manos.
-Se ha reído con sarcasmo el Puñalada -le dije a don Policarpo.
-¿Cómo es eso? -preguntó.
-Como con burla.
-¡Ah! Ya el pobre no tiene más que sus dientes para desfogarse. Yo le'mirado. No mi'ha hecho frente. Ahura voy a
mi celda. Hay que dejar tranquilo el cuerpo hasta quí si´haga noche. ¿Sabes, muchacho? Ahura le voy a entrar. El
negro está esperando, pues; lu'e sentido al pasar a su lado ... Quedamos en lo dicho. Hasta luego.
-Sí, don Policarpo; hasta luego.
Me quedé en el corredor. Los presos del último turno atravesaban el patio. Puñalada, apoyado en la gran reja,
tenía el ceño fruncido, como si por primera vez se viera obligado a reflexionar. Había aun luz del día. Pude ver su
ceño abatido. No le hablaban los hombres que estaban junto a él. Cuando ya iba a subir al tercer piso, Puñalada
le dijo algo a uno de los "paqueteros". Yo estaba cerca. Me pareció que su semblante preocupado endurecía;
levantó la cabeza y siguió con la mirada al "paquetero" que marchaba hacia el fondo del penal.
El "paquetero" formó una corta fila de hombres delante de la reja del Clavel. El joven negro guardián empezó a
llamar en voz baja al muchacho. Yo subí al tercer piso; me detuve un instante en el extremo del corredor. .
Se podía ver todavía la isla, aunque se iba formando una vaporosa niebla en el horizonte. Con la luz del mar y de
la niebla casi transparente, el sol había crecido; era una inmensa media esfera hundiéndose en las aguas. Su
resplandor despertaba en la memoria, tenazmente, la imagen de las playas y los valles, de los arenales, del
desierto que a esa hora estañan convertidos en llanuras doradas; las aves del mar buscando las islas en filas
negras e interminables, aleteando en esa luz que era más de tierra y del ser humano que del ciclo; y la faz de los
Andes, altísima, calcinada y sin árboles. . . .
Bajo ese resplandor y con la isla flotando en frente, el patio de la cárcel, los ruchos uniformes de los tres pisos, el
callejón de abajo, nauseabundo, donde los vagos tiritaban, parecían ser un monstruo, creado por alguna bestia
enemiga de la luz y más enemiga aún de los seres vivos.
Me dirigí a mi celda cuando el sol desapareció y la isla empezó a ser cubierta por la sombra. Venía ya la niebla
desde el mar. Pacasmayo me llamó.
-¡Gabriel, ven; te necesito! -rne dijo.
No le hice caso. Tenía prisa. Más abajo encontré a Mok’ontullo apoyado en el muro, cerca de su celda. Me
sorprendió tanto verlo que no le hablé. Varios apristas estaban cerca de él.
- ¡Adiós, Gabriel! -me dijo.
Sus cejas habían crecido más en pocos días; aparecían como revueltas sobre los ojos. Me miró con indiferencia,
como cansado. Levantó un brazo y me volvió a decir "¡Adiós!".
-¿Estás cansado? -le pregunté.
-No -me contestó-. ¡Estoy igual!
Levantó nuevamente el brazo.
-Igual -dijo-. Hasta luego.
Los otros apristas me miraron con desprecio. .
Ya en la celda, tomé mi ejemplar de "El Quijote" y busqué el pasaje que prefería: "Come, Sancho amigo, sustenta
la vida que más que a mí te importa... ".
No pude leerlo bien. Al pasar había visto la fila de cinco hombres en la puerta de la celda de Clavel. Los presos
del tercer piso rehuían el espectáculo y guardaban silencio. En el segundo piso los presos se agolpaban en las
barandas para mirar la puerta de la celda del muchacho y reconocer a los que habían bajado. Sólo a instantes
alguien gritaba un nombre o maldecía asquerosamente. Los vagos rondaban cerca, como temiendo a los
chaveteros de Puñalada, pero girando siempre junto a la celda del Clavel, sin hablar entre ellos.
Prendí la vela de mi celda. Me senté y volví a leer el pasaje. "Voy a llevárselo al piurano -pensé-. Él lo entenderá.
Le leeré "El Quijote"; todo el libro... si no pasa nada". En un rincón, sobre unos cartones, tenía los pocos libros que
la policía permitió que ingresaran a la prisión.
Busqué en "Briznas de hierba", el poema que empieza con estos versos:...
Tremenda y deslumbrante la aurora me mataría si yo no llevase ahora y siempre otra aurora dentro de mí.
También nosotros ascendemos, deslumbrantes y tremendos como el sol…
Llegaron al pie de los focos, y creció más la corpulenta figura del piurano. Aún a lo lejos, yo percibía la actitud de
respeto y-de indeclinable orgullo con que solía hablar, o estar de pie, escuchando.
A los repetidos golpes del cabo, In puerta del despacho fue abierta desde adentro. Salió el teniente, con la casaca
desabotonada. Don Policarpo lo saludó inclinándose y le dijo algo. El teniente lo hizo pasar en seguida al
despacho, y cerró la puerta.
El policía que hacía guardia en la reja del penal debió observar toda esta marcha, porque apenas don Policarpo
ingresó a la oficina, él dirigió su linterna hacía el interior del Sexto, al suelo. Detuvo el foco de luz sobre la cabeza
del cadáver. ¡Yo me había olvidado del Pato!
Seccionado casi por entero el cuello, la cabeza del hombre había quedado en una posición absurda, casi boca
abajo.
-Ahora lambes la tierra, desgraciado; por el mismo sitio que hemos arrastrao la sangre del Puñalada ha caído tu
pescuezo. ¡Orines, escupes, sangre del negro criminal, piojos, todo, todo estás lambiendo! Pato: ahora di, “ hijo de
puta; te voy a mandar al Frontón". ¡Carajo! Yo, ahorita te voy a mear en la gran reja. .
El guardia habló casi atropellándose con las palabras. Se puso de pie; iba a abrir la puerta de la gran reja.
Entonces grité yo, corriendo al primer puente. . . .
-¡Señores, compañeros! El piurano acaba de degollar aquí al Pato. ¡Viva el piurano!
Esperé la respuesta, largo rato, en el puente, contemplando las puertas de las celdas. Nadie, ni Mok'ontullo ni
Torralba contestaron. El guardia se arrepintió de abrir la gran reja. Empecé a distinguir, puerta a puerta todas las
celdas, hasta el fondo ¡Era otra vez un cementerio! ¡Más que un cementerio! Los vivos estaban muertos. Los
entonadores de los himnos a cuyo fuego don Policarpo extrajo como un rayo su cuchillo y le rompió el cuello a
uno de los soplones más temibles de Lima, estaban muertos. Escuché un murmullo sordo en el piso de los vagos.
Recordé la melodía y la letra del canto fúnebre con que en mi pueblo enterraron a ese desconocido, que llegó con
un lorito en el hombro y cubierto con un poncho negro de rayas amarillas que parecían hechas de luz. ¡Corno
cantaron las mujeres bajo la inmensa sombra de las montañas, eh el andén del cementerio! Iba a empezar ya el
canto:
-No lo llaman basta ahora, Voy a encerrarlo en su celda -me dijo. No estaba encolerizado.
-No infame el cadáver -le dije.
-¿Usted me oyó?
-Sí, y casi lo acompaño en sus maldiciones.
-Por eso he esperado que viven a su amigo. Pero se han demorado. Acabo de pasar junto al muerto. ¡Tiene la
lengua en el suelo!
-Don Policarpo hace las cosas como las piensa.
Entré a mi celda, que estaba abierta. El guardia le echó el seguro desde afuera, y se marchó. Sus pasos resonaron
en el corredor hasta que empezó a bajar las escaleras.
Me detuve un instante junto a la reja de mi celda.
Comprendí que Cámac tampoco hubiera contestado a la voz que lancé desde el puente y que Pedro esperó a los
apristas para que el homenaje fuera unánime. Empezó a llover. Encendí mi vela. Descubrí la guitarra a punto de
ser concluida, las clavijas ya hechas.
"Es quizá necesario que así sea. Me oyeron, solamente. Yo seguiré haciendo la guitarra, hermano Cámac -dije en
voz alta-.El piurano, de pie, con su gran sombrero en la cabeza y su cuchillo, seguirá juzgando al mundo donde
quiera que lo lleven. No lo humillarán jamás". •
Poco después del amanecer oí la voz alborozada del Rosita, que cantaba:
Cuando ya no me quieras
ni me tengas piedad ...
Hice un gran esfuerzo para no escucharlo y volverme a dormir. Lo había conseguido. Percibía muy tenuemente
los ruidos de la prisión, pero un grito triste, largo y repetido me hizo saltar de la cama.
-¡Qu'es d'ese Osborno, noóóó!
Me abrigué con una chompa y salí.
Lloviznaba. A través de la garúa ondulante vi en la gran reja al negro joven, guardián que fue del Clavel; repitió el
grito:
-¡Qu'es d'ese Osbornoóóó ... bornoóóó!
La voz era triste, más honda y delgada. Imitaba exactamente la línea melódica del viejo Puñalada, pero no era
traposa, no se arrastraba por tos sucios muros del penal como la emitida por la garganta y la lengua del viejo
asesino.
-¡Qu'es d'ese osbomooo,.bornoóó! -volvió a gritar por tercera vez.
A cada año, ese grito se iría identificando más y más con el Sexto. El negro joven iría aprendiendo, si no lo
mataban antes o mataban El Sexto.