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Pronóstico de una vida

Serie En cuerpo y alma VI


Autora: Mimmi Kass ®
Todos los derechos reservados
ASIN : B08NC8GXW4

Diseño de cubierta: Imagina Designs (Nerea Pérez Expósito)


Índice
Stygg baby!

Seis meses no son nada


No todo va bien
La propia medicina

Misión diplomática
Cenas y otras actividades
La pelotera

Ahora me toca a mí
Un vaso de agua
Resultados inesperados

Moribundo
So Naive
Mano dura
Remanso de paz
Egunon
Descafeinado de máquina
El mundo civilizado
Amistad, amor y odio
Primavera
Propuestas inesperadas
Caballero andante
Decisiones difíciles
Reunión trimestral
Mano firme
Error garrafal
Complicaciones inesperadas
Días de cuarenta y ocho horas
Euforia
No llueve, pero jarrea
Pronóstico de una vida
Recuperación
Lo vamos viendo

Reuniones modificadas
Epílogo
Nota de la autora

Agradecimientos
Apéndice
A todo el personal sanitario que trabaja contra el Sars-CoV-2.
Sé que detrás de esas mascarillas aún nos queda una sonrisa.
« Aprendí que la gente olvidará lo que dijiste, también olvidará lo que hiciste,
pero nunca olvidará cómo les hiciste sentir.
Aprendí que algo de qué vivir, no es lo mismo que vivir.
Aprendí que, a veces, la vida te da segundas oportunidades.
Aprendí que no hay que ir por la vida con guantes en ambas manos; tienes que saber tirar
algunas cosas.
Aprendí que cuando decido algo con el corazón abierto, casi siempre tomo la decisión
correcta » .
Maya Angelou
Stygg baby!

Inés se acomodó con dificultad en la moderna cama articulada de la habitación de la Maternidad


del San Lucas. Un sol tenue pero prometedor se filtraba entre las lamas metálicas de la persiana.
Martina había nacido al filo de la primavera, como despedida del invierno, en una larga y algo
dolorosa ceremonia.
Cerró los ojos y disfrutó de la sensación cálida del peso de su hija sobre el pecho. Era un
bebé muy apacible.
—Es increíble. Creo que todavía no la he escuchado llorar —susurró Erik sin querer
despertarla. Deslizó una caricia casi imperceptible sobre el rostro dormido de la recién nacida—.
¿Cuántas horas lleva ya durmiendo?
Alzó su mirada azul y sonrió con cierta sorpresa. Los dos se esperaban una noche llena de
llantos e irritabilidad. En vez de eso, la habían observado dormir con aprensión y vigilando por si
no respiraba.
—Si no despierta sola, habrá que ayudarla. Es muy pequeña para que pasen tantas horas
entre toma y toma —respondió ella, un poco preocupada. Pero Martina dormía de manera tan
tranquila que daba pena molestarla—. ¿Cuándo viene Magne?
Erik la besó en la frente y en los labios y echó un vistazo rápido al reloj.
—Deben estar a punto de llegar. Lo trae Loreto. Tus padres vendrán más tarde. —Sacó un
momento el móvil personal y deslizó los mensajes con el ceño fruncido—. El avión de Maia y
mamá llega a las cuatro. Iré a buscarlas con Magne.
—Se alegrarán mucho de verlo.
Un pequeño gemido interrumpió su conversación. Inés miró a su hija, que había abierto por
fin sus extraños ojos plateados y parecía buscar algo; chupeteó un par de veces con una boquita de
piñón que volvía a Erik loco de amor y se descubrió el pecho para amamantarla.
—Por fin te has despertado, min lille datter[1]. Déjame cogerla un poco, acaparadora —
acusó con cariño a Inés, reacia a separarla de su piel—. Es preciosa. Tiene tus ojos.
—Pero se parece a ti. Tiene tu hoyuelo. Y tu pelo rubio —dijo ella con una sonrisa tierna
al ver a su enorme vikingo con la niña en brazos. El cuerpecito frágil casi desaparecía entre las
manos fuertes que la sostenían—. Aunque creo que ha heredado mi carácter.
Erik rio con un murmullo divertido y besó el pelo de Martina infinitas veces, hasta que la
pequeña se agitó.
—Deja que le dé la toma. ¡Tiene que estar muerta de hambre! —reclamó Inés.
Erik la acomodó entre sus brazos mientras intentaba lidiar con ese dolor casi físico que
sentía cuando se alejaba de las personas que amaba. Inés cerró los ojos unos segundos, aliviada
de poder alimentar a su bebé y que sus pechos se vaciaran.
—Qué diferente está siendo todo esta vez —dijo tras unos minutos de observar a su hija
mamar. Sin topetazos, ni gruñidos exigentes, ni enfados—. Me ha encantado probar la bañera.
Pese a lo tecnológico de todo el mobiliario, ha sido un parto muy respetado. Y todo el personal de
Obstetricia ha sido un amor.
—Eres la jefa, más les vale. Y está claro que no ha sido parir en mitad del bosque de
Tromsø —gruñó Erik con la risa bailando en sus ojos—. Me alegra haberte acompañado todo el
proceso. El anterior me lo perdí. ¡Qué manera de pasarlo mal! —dijo, soltando al fin la carcajada
que pugnaba por escapar de sus labios desde hacía ya un rato. Martina soltó el pecho, pareció
mirarlo unos segundos con reprobación y después continuó mamando. Erik utilizó un susurro para
seguir—. Tengo un recuerdo maravilloso de los dos nacimientos, aunque tus gritos casi echan
abajo el San Lucas.
Inés soltó una risita divertida. Había prescindido de la epidural y pudo aguantar con
dignidad… salvo el expulsivo. Ahí había gritado como si la estuviesen desollando. Unos golpes
tímidos interrumpieron su charla.
—¿Mamá?
Una vocecita seria e infantil se coló por la puerta entreabierta. Loreto la empujó y entró
con Magnus de la mano, intentando no hacer demasiado ruido.
—¡Hola a los dos! —Inés dejó a la recién nacida a su lado y se acomodó para hacer sitio a
los dos hombres de su vida en la cama.
Erik alzó a su hijo y lo sentó con cuidado junto al paquetito rojo y arrugado. Besó a
Magnus y lo abrazó con fuerza. Los dos se inclinaron hacia Martina y sonrió al ver la curiosidad
que la nueva integrante de la familia le generaba.
—Mira. Es tu hermana pequeña. Lillesøsteren din.
Magnus le dio un beso algo baboso y la observó con ojo crítico. Sus ojos azules, iguales a
los de su padre, la contemplaban con una mezcla de fascinación y rechazo.
—Stygg baby —murmuró muy serio. Apretó su naricilla con los dedos regordetes—. ¡Es
muy fea, mamá!
La pequeñaja protestó con un gritito agudo de indignación y Erik lo sentó en su regazo
entre risas para apartarlo. Su enfado no duró mucho. Enseguida volvió a cerrar sus ojos y siguió
durmiendo sin prestarles atención.
—No es muy bonita, es cierto —dijo Erik con una expresión de adoración en su rostro. Se
inclinó sobre su hija y posó los labios en la frente suave y cálida. Inspiró el olor a bollo de leche
caliente y su corazón se derritió en su pecho—. Pero es la niña más preciosa del mundo.
—Magne, ¡cuidado con tu hermana! —dijo Inés con suavidad para distraerlo cuando ya
alargaba de nuevo las manos hacia ella—. Ven aquí. ¿Has visto que es rubia, como tú y como
papá? Y es grandota, como cuando tú naciste.
—¿Yo era feo? —preguntó con su lengua de trapo, que mezclaba noruego y español.
—No, Magne. Eras el bebé más bonito del mundo. ¿Sabes que naciste debajo de un árbol
enorme? En Tromsø, donde viven la mormor[2] Jana y la tante[3] Maia.
—Quiero la nieve. Snø? ¿Mañana? —dijo, cambiando de tema. Bajó de un salto y apartó
la persiana para asomarse por la ventana. Desde el San Lucas se veía la cordillera cargada de
nieve pese a que ya era 20 de septiembre.
Inés y Erik intercambiaron una mirada. Hacía semanas que no subían a Farellones, y
Magnus echaba de menos la nieve. En la casa, llegaba algún retazo de las tormentas de las
montañas, pero era raro que cuajase demasiado tiempo. A veces daba miedo la precisión con la
que su hijo manifestaba sus deseos. Hablaba poco, pero comunicaba sus exigencias a la
perfección. Inés reprimió una sonrisa. ¡A quién habría salido!
—Primero hay que esperar a que mamá descanse un poco en el hospital. Después nos
iremos a casa, ¿de acuerdo? —dijo Erik. Magnus alzó las cejas en el gesto Thoresen más
universal y compuso un puchero que mezclaba incredulidad y frustración—. Y otro día iremos a la
nieve.
Pareció conformarse con la aclaración y volvió a contemplar con curiosidad a su hermana.
Se revolvió el bolsillo del pantalón con dificultad.
—¿Qué pasa, Magnus?
No contestó. Forcejeó durante un segundo con la mano y sacó un cochecito de color rojo.
Su preferido. Lo puso con cuidado sobre el pecho de Martina y sonrió.
—Para ti —dijo con solemnidad.
—Oh, Magnus. ¡Mi niño! —dijo Inés sin poder reprimir la emoción por su gesto—.
Martina tiene mucha suerte de tener un hermano como tú.
—¡Abrazo familiar! —dijo Erik, embargado por la misma sensación de nadar en el
caldero del arcoíris de las primeras semanas en Noruega tras el nacimiento de su hijo. Los cuatro
se fundieron en un contacto apretado y cálido, que incluía a la recién llegada, hasta que Magnus
emitió un gruñido impaciente y se zafó para bajarse de la cama y jugar con sus otros juguetes en el
suelo.
Loreto ocupó su lugar junto a Inés sobre la cama. Martina abrió los ojos de nuevo al notar
su rostro muy cerca.
—Es igual a Erik, pero tiene tus ojos. ¿Te encuentras bien? Yo estaba hecha polvo después
de las cesáreas.
Inés sonrió y se estiró sobre los almohadones. Hizo un repaso rápido de su estado antes de
contestar.
—Estoy perfecta. Un poco de dolor por los entuertos, pero no ha habido desgarro y no he
necesitado epidural. —Se masajeó los pechos, notaba la subida de la leche, pero ninguna otra
molestia—. Andrea me dará el alta pronto, espero que mañana.
—Me alegro. Así estaréis todos más tranquilos. Erik —añadió mientras sacaba de su
bolso una carpeta—, necesito que revises esto. Es urgente.
Inés soltó un gemido de desesperación. Se acabó la nube rosa. Erik miró al techo unos
segundos y apretó los labios en una línea fina, pero acabó por extender la mano para coger los
documentos. Loreto en su más pura esencia.
—Es la última vez que reviso algo hasta que acabe mi permiso de paternidad —dijo con
una advertencia más que clara en su tono de voz—. Voy a encerrarme en casa con mi familia y no
pienso atender a nada que lleve en su contenido « San » y « Lucas » .
Loreto iba a replicar algo, pero se quedó con la palabra en la boca al escuchar unos golpes
en la puerta.
—¿Se puede? Soy Bettina —Erik sujetó a su hijo de los tirantes de su peto vaquero para
que no se escapara cuando se abrió la puerta—. Solo paso a saludaros un momento.
Se inclinó para darle un beso a Magnus e intercambió con Inés una sonrisa maternal al ver
a la recién nacida dormida a su lado.
—Gracias por venir. ¿Todo bien? —preguntó Erik, casi de manera involuntaria—. Confío
en ti para que la Unidad no se vaya al cuerno en mi ausencia.
La enfermera se echó a reír y puso en sus manos una bolsa de color amarillo pastel.
—Es una mantita de algodón, os vendrá bien para el verano. Te he enviado al mail los
asuntos que no pueden esperar. Guarida se encarga de todo, pero ya sabes cómo es —dijo con
cara de circunstancias y sin pinta de querer profundizar demasiado—. Si hay algo que se salga de
madre, os lo haré saber.
No les dio tiempo a darle las gracias. Unos golpecitos tenues esperaron a tener permiso y
la puerta se abrió de nuevo. Marita Mardel, acompañada de Felipe, que pasaría de cubrir la media
jornada de Inés a un contrato de dedicación completa durante su baja maternal, entraron en la
habitación.
—¡Hola, Inés! Erik —saludó Marita—. Enhorabuena por esa niñita preciosa.
Dejó otra caja de bombones sobre la mesa mientras Felipe sonreía sin acercarse mucho a
ellos. Debía de ser por la cara de Erik de no gustarle nada la cantidad de personas que empezaba
a congregarse allí dentro. Menos mal que la habitación de la zona privada era amplia.
Inés no pudo evitar preguntar con cierta aprensión.
—¿Qué tal todo en la consulta? Felipe, ¿alguna duda con mis pacientes?
El cardiólogo hizo el amago de contestar, pero Marita lo contuvo agarrándolo del brazo.
—Está todo bajo control, Inés. Descansa. Disfruta de tu familia. En seis meses nos vemos
—dijo con un dedo índice admonitorio señalándola—. No te preocupes por nada.
Inés se lo agradeció con una sonrisa, porque no le dio tiempo para más: la puerta volvió a
abrirse. Hacía tan solo veinte minutos que se había iniciado el horario de las visitas.

Jana y Maia, tras un encuentro breve en el hospital, prefirieron esperarlos en casa y disfrutar en
familia, en vistas de la procesión de amigos y colegas que desfiló por el San Lucas durante su
ingreso para darles la enhorabuena. Y, de paso, trasmitirle a Erik alguna petición de su servicio. O
hacerle saber algún problema. O entregarle algún documento pendiente. No olvidaban a Inés y a la
recién nacida y la habitación se llenó de flores, plantitas, bombones y regalos, pero, desde luego,
no dejaban de aprovechar la oportunidad.
—En estos momentos odio ser el director del hospital —dijo Erik entre dientes al ver
cómo el trabajo se acumulaba en tan solo dos días de ausencia. Acomodó a Martina en la sillita
del coche y la sujetó del asa—. Me alegro de tener la baja paternal y desaparecer unos días.
Inés se echó a reír mientras recogía sus últimos efectos personales. Andrea, al ver el
desfile de personal por la habitación y que las dos se encontraban bien, había optado por darle el
alta un poco antes de las cuarenta y ocho horas. Tanto Erik como ella habían respirado aliviados.
Estaba claro que en casa podrían descansar mucho más y estarían más tranquilos.
El coche tenía el mismo efecto adormecedor sobre Martina que sobre Magnus; los niños
cerraron los ojos después de un par de semáforos y ellos disfrutaron de un poco de paz en el
trayecto hacia Lo Barnechea. Inés echó un vistazo a sus dos pequeños en el asiento de atrás y
sonrió al verlos dormidos. Posó su mano sobre la de Erik, que descansaba sobre la palanca de
cambios, y acarició las venas prominentes.
—Por fin podemos irnos a casa. ¿Jana y Maia están cómodas? Me gustaría pasar por el
súper antes —dijo Inés, ya pensando en menús para aquellos días y las instrucciones que tenía que
darle a Berta—. Y tenemos que volver al ático, hemos dejado un montón de cosas de Magnus allí.
—No te preocupes, está todo bajo control. Berta hizo la lista y encargué la compra por
internet. Y he pasado por el ático a recoger todo —aseguró Erik con una sonrisa de suficiencia—.
Me he acordado incluso de Caballito Bebé.
Inés se echó a reír ante el tono grandilocuente que empleó para nombrar al peluche
preferido de su hijo.
—Por la cuenta que nos trae. Ya sabes que no puede vivir sin él.
Erik secundó sus risas. El Yellow de Coldplay sonaba por los altavoces del coche. El
tráfico suave de la mañana los deslizaba hacia las afueras de Santiago sin prisas y sin estrés. La
casa de Lo Barnechea, que habían bautizado con el nombre de Oslo en una placa de cerámica
blanca con letras azules sobre el muro de ladrillo pintado de color crema, los recibió con sus
arbolitos, aún pequeños, en los que empezaban a despuntar los brotes de primavera. Loki les dio
la bienvenida con ladridos alegres y entusiastas cuando se abrió el portón automático.
—Por fin estamos en casa los cuatro. Parecía que este momento no iba a llegar nunca —
murmuró Erik. El coche recorrió los pocos cientos de metros que separaban la entrada de la
construcción principal—. Bienvenidas, chicas.
Inés se bajó y alzó el rostro hacia el cielo azul y límpido. El aire olía a la nieve de las
montañas, a la hierba bajo sus pies, a las flores de los parterres que rodeaban la casa. Magnus
corrió hasta ella y metió su pequeña manita en la concavidad de su palma. Erik se acercó con
Martina en brazos y echaron a andar hacia la puerta principal.
Adoraba aquella casa. Habían pensado cada rincón, cada habitación, cada detalle. Así
como la de Farellones era moderna y funcional, habían escogido para esta un estilo tradicional, de
dos plantas, con una claraboya que coronaba una habitación habilitada ahora como despacho. El
resto de dependencias se repartía en un plano en forma de cuadrado en torno a un patio central.
Aún colgaban algunas bombillas sin lámpara, y quedaban restos de material de obra porque la
piscina seguía en construcción, pero era su hogar. Más que cualquiera de las casas que los habían
acogido.
Se abría ante ellos una nueva etapa. Y estaba ansiosa y feliz por empezar.
Seis meses no son nada

Inés caminó con rapidez por el pasillo que conducía hacia Dirección, perseguida por la secretaria.
Llegaba tarde a una reunión. Desde que se había incorporado a trabajar, tan solo hacía un par de
semanas, no había parado ni un segundo.
—Doctora Morán. —Ana era una mujer competente, pero todo lo que tenía de eficaz, lo
tenía también de insistente. «Tocapelotas infalible», la había definido Erik en su día. Y tenía toda
la razón—. Doctora Morán, aquí tiene el dosier con el resumen de las propuestas de los servicios
—dijo casi metiéndole en la cara una carpeta de cartón reciclado con el logo del hospital—. ¿Ha
leído el correo electrónico que le envié? Puedo hacerle un resumen rápido, si quiere.
Inés cogió los documentos y los ojeó a medida que andaba. El busca sonó con estridencia
y revolvió en los bolsillos de su bata.
—Cardiología Infantil.
—Doctora Morán, la mamá de la paciente de las doce de la mañana ha venido antes y
pregunta si puede atenderla ahora —dijo Luisa al otro lado de la línea.
Echó un vistazo a su reloj de pulsera mientras equilibraba el móvil entre el hombro y la
oreja, e impedía que la carpeta derramase su contenido en el suelo. Ana casi daba saltitos a su
lado de la impaciencia.
—La reunión no terminará hasta dentro de una hora, dígale que se tome un café y que la
veré sobre las diez. —¿Qué iba a hacer? ¿Mandarla a su casa? Alcanzó a escuchar a la enfermera
de la Unidad diciendo entre dientes que era demasiado buena. Colgó y prestó atención a la
secretaria—. ¿Qué más tenemos, Anita?
—El doctor Thoresen quiere que revise esta información sobre el Leonardo. Es lo
próximo que irá al comité económico del hospital. —Añadió a los papeles que ya llevaba un
cuaderno blanco con una portada de aspecto tecnológico y el robot de asistencia quirúrgica Da
Vinci. Ahí cayó en la cuenta. Por eso lo llamaban Leonardo.
—Ya veo. —Inés se detuvo un segundo a mirar el resumen de precios facilitado por la
casa comercial. Tragó saliva al ver la cifra—. ¿Cuatro millones de dólares? ¿Y esto lo ha
solicitado Erik… el doctor Thoresen?
—Sí. Acabamos de recibir el presupuesto. Es su nuevo juguete —dijo la secretaria,
riendo. A Inés le gustó ver el gesto de complicidad. Así comprobaba que aquella mujer sí era
humana—. Tiene a todo el departamento de Cirugía revolucionado.
—Vaya.
Tuvo que hacer memoria. Recordó que hablaron de ello en algún momento durante la baja
maternal, pero no sabía que las negociaciones estaban tan avanzadas como para contar con una
cifra sobre la mesa. Algo culpable, reconoció que había estado tan centrada en Martina y Magnus
que no había prestado demasiada atención a los asuntos del San Lucas. Y menos aún a los
correspondientes a Cirugía, campo en el que no solía meterse demasiado por ser los dominios de
Erik.
—Perfecto. Lo estudiaré con calma después de la consulta. ¿Algo más? —Un nudo de
ansiedad se apoderó de su estómago. Le estaba costando a habituarse de nuevo al ritmo frenético
del San Lucas. Y esta vez, no sería una consulta de Cardiología Infantil a media jornada y sin
guardias por su embarazo y el cuidado de Magnus. Necesitaba incorporarse a tiempo completo, y
eso significaba asumir su parte como propietaria de la mitad del proyecto de las Norsk Klinikk.
Guardias y gestión incluidas.
—Nada más. Revisaré su agenda para mañana y la repasaremos antes de irnos —dijo Ana,
que aún correteaba junto a ella a lo largo del pasillo—. Doctora Morán.
—Dime, Anita.
—Doctora Morán. Inés. Espere un momento —dijo la mujer, algo turbada al detenerla del
brazo. Inés la miró, sorprendida, y se echó a reír al ver que señalaba sus pies—. Tiene que
cambiarse los zapatos.
Todavía tenía puestos los zuecos blancos del pase de visita, y la secretaria llevaba en la
mano sus tacones. Se desprendió de ellos con rapidez y se calzó los salones negros.
—Se los dejo en la consulta, en el sitio de siempre.
—Mil gracias, Anita. ¡No sé qué haría sin ti!
Ella asintió con una sonrisa y se marchó a toda prisa hacia su despacho. Inés siguió en
dirección contraria, hacia la sala de reuniones. Cogió aire y lo retuvo unos segundos antes de
empujar la puerta de cristal.
—Buenos días a todos —dijo con calidez. Un murmullo de saludos emergió entre las
discusiones entrecruzadas de los jefes de servicio—. ¿El doctor Thoresen no ha llegado?
Bettina levantó la mano para hacerse escuchar entre las voces, Inés notó que algunas
bastante irascibles, que conversaban en el previo a la reunión.
—Acaba de terminar la primera cirugía de la mañana. Tiene que estar por llegar.
En ese preciso instante, Erik entró, vestido con el uniforme nuevo del San Lucas, que ahora
era azul marino en vez de verde, igual que el de la clínica de Oslo. Con el gorro quirúrgico aún
puesto y la mascarilla colgada de su cuello. La saludó algo tieso y les indicó a todos que se
sentaran.
—Hola. Perdonad la tardanza. Algunos de vosotros habéis pedido una reunión y he optado
por convocar a todas las jefaturas —dijo Erik mientras Inés y él se acomodaban en dos de las
sillas que rodeaban la enorme mesa de la sala—. Así ponemos al día a la doctora Morán de cómo
van las cosas y le damos oficialmente la bienvenida.
—Te hemos echado de menos, Inés. Hace falta una mano femenina en este hospital —dijo
Andrea Garay, jefa de Ginecología y Obstetricia. Inés la miró con extrañeza. El comentario no era
ofensivo de por sí, pero la manera en que lo dijo resultó un poco agresiva. Lo puso en una de sus
cápsulas mentales y lo dejó para después. Tendría oportunidad de hablar con ella en la consulta
privada—. A ver si así le hacemos un poco de contrapeso a los machitos de esta sala.
En eso tenía razón. Las jefaturas seguían en manos predominantemente masculinas y varias
risotadas roncas recorrieron la sala. Habría que hacer algo al respecto, pero Erik hizo un gesto
con la mano para apaciguarlas e Inés saludó con una amplia sonrisa.
—Gracias a todos, es bueno estar de vuelta. Quiero haceros saber que poco a poco entraré
a formar parte del equipo directivo —dijo con seguridad. No era el momento de mostrarse débil,
por mucho que tuviese que controlar el temblor de su voz y que flexionara la rodilla a toda
velocidad bajo la mesa—. Como algunos sabéis, durante mi embarazo y baja maternal cursé un
máster de Administración y Gestión hospitalaria, y tengo toda la intención de aplicar mis
conocimientos para que al San Lucas, a todos nosotros y, sobre todo, a nuestros pacientes, les
vaya genial. —De acuerdo, no había sido una elección de palabras muy profesional, pero las
sonrisas en los rostros que la escuchaban decían que habían entendido a la perfección—. Sé que
Erik pasa mucho tiempo en el quirófano, así que, si necesitáis algo de manera urgente, podéis
hablarlo conmigo también.
Los médicos se miraron unos a otros junto con un murmullo esperanzador. Inés le lanzó una
mirada a Erik, pero él no parecía darse cuenta de la tensión que se palpaba en aquella reunión.
Sacudió la cabeza y sonrió. Seguro que era ella la que estaba nerviosa y todo eran imaginaciones
suyas.
—Bien. Hablo por todos cuando digo que nos alegramos de tenerte de vuelta —dijo él con
esa sonrisa canalla de colmillos torcidos que la volvía loca. Pero no sucumbió al hechizo.
Llegaba la hora de trabajar—. ¿Quién empieza?
Inés sacó una libreta y su pluma y comenzó a anotar. En Neonatología querían abrir una
sala donde las madres pudieran estar con sus hijos recién nacidos hospitalizados y así fomentar el
apego y una mayor prontitud en la curación. Lo subrayó dos veces, le pareció una propuesta
interesante. Medicina Interna necesitaba un contrato de larga duración. Bettina puso de manifiesto
varios problemas de enfermería. Obstetricia tenía un problema de espacio en las consultas; el
prestigio del San Lucas crecía día a día y, con él, la necesidad de ampliar sus servicios. Andrea
Garay parecía especialmente belicosa aquel día, porque no permitió que nadie la interrumpiera
una vez le tocó hablar.
—Así estamos condenados a estancarnos. ¡Necesitamos ese espacio! —dijo con
agresividad. Se puso de pie e inclinó el cuerpo apoyando las manos sobre la mesa—. La lista de
espera de la consulta de Ecografía Fetal, que es pionera en Chile, empieza a salirse de madre. Un
despacho más, ¡y aumentaríamos el número de pacientes en un 25 %!
—Andrea, ¿me has enviado alguna propuesta? —contraatacó Erik, abriendo las manos en
un gesto de impotencia—. Necesito soluciones junto con los problemas que planteáis. Al menos,
dame un par de opciones para que podamos estudiarlo.
—¡Dejé las propuestas hace semanas a la secretaria de Dirección! —exclamó Andrea,
presa de la indignación—. ¿Me vas a decir que ni siquiera te has dignado a leerlas?
Erik endureció su mirada azul. Inés movía la cabeza de uno al otro como en un partido de
pimpón. Durante unos segundos, el aire pareció vibrar alrededor de Erik, pero estaba claro que no
era el mismo de hacía cuatro años. No pudo evitar sentirse orgullosa al verlo templar su genio.
—El San Lucas tiene una muy larga lista de pendientes. Te recuerdo que hace menos de
dos años que tomamos las riendas y ya hemos recuperado —dijo con tono letal y que no admitía
discusión, pero por completo dueño de sus emociones—, si acaso incrementado, el prestigio de
este hospital. Entiendo tus demandas, pero tendrán que esperar su momento.
Andrea se sentó, pero casi podía sentir cómo rechinaba los dientes. Inés se preparó para
escucharla después. No sería la primera vez que tenía que aguantar un desahogo contra Erik y sus
maneras efectivas, aunque un poco prepotentes, de manejar el San Lucas.
Desconectó un poco ante las peticiones, por lo demás razonables, del resto de los
servicios. Miró con disimulo el móvil; la profesora de Martina en la guardería le decía en un
whatsapp que tanto Magnus como su hija estaban bien. Menos mal. Al principio, la pobre había
hecho una huelga de hambre y no había manera de alimentarla ni con cuchara ni biberón. Tecleó
con rapidez para darle las gracias. También tenía que ir al supermercado o, al menos, hacer la
compra por internet. Un nombre propio la sacó de sus pensamientos. Leonardo.
—Tenemos ya la cifra de lo que necesitamos para los servicios quirúrgicos que ya se están
formando en el Da Vinci. La cifra es mayor de la esperada, pero, aun así, manejable. —Erik se
detuvo un instante cuando dos médicos, la jefa de Medicina Interna y el de Pediatría, se levantaron
tras un cruce de miradas y se retiraron de la reunión. Los ignoró—. Tengo que hablarlo con la
dirección económica y con la doctora Morán, pero ya estamos más cerca de ser el primer hospital
de Chile que cuenta con este nivel tan avanzado de Cirugía Robótica.
Inés disimuló una sonrisa ante las felicitaciones de todos los presentes. Erik apretaba el
puño en señal de triunfo y sus ojos azules destilaban arrogancia. Hasta Andrea, cuyo servicio de
Ginecología también se beneficiaba del Da Vinci, se mostraba entusiasmada, junto con el resto de
colegas cirujanos.
Entendió por qué un par de médicos más, pertenecientes a los servicios clínicos, acabaron
por marcharse. Ella también tuvo que hacer esfuerzos por reprimir los bostezos tras un buen rato
de intercambios y sugerencias entre las distintas subespecialidades de Cirugía. Eran ya casi las
diez y señaló con el índice sobre la esfera de su reloj en un gesto elocuente.
—Me voy. Tengo un paciente a las diez —susurró mientras el jefe de Urología recitaba las
ventajas de la cirugía robótica en las intervenciones de próstata.
—Nos vemos después —dijo Erik con impaciencia por seguir la conversación.
Inés murmuró una despedida, pero nadie le prestaba atención. Se encogió de hombros.
¡Cirujanos!
Más valía que se diese prisa, la madre de aquella paciente llevaba más de una hora
esperando. Entró en la Unidad y sonrió al ver el trasiego de las consultas. Un enfermero apoyaba a
la pobre Luisa, que hasta ahora había estado sobrepasada al hacerse cargo de todo; contaban
también con la ayuda de dos auxiliares. Se asomó un instante por la puerta de Marita para hacerle
saber que ya había vuelto y llamó a la paciente por el sistema automatizado que hacía aparecer el
nombre en una pantalla y que le evitaba el ir y venir de la sala de espera a Enfermería. Otra de las
muchas novedades que estaban implementando.
—¡Buenos días, doctora Morán! Disculpe que me haya presentado así, pero tengo que
volver al trabajo —dijo la madre, un poco culpable, aferrando de la mano a una niñita de unos
cinco años—. Le agradezco que haya podido atenderme.
—Adelante. No pasa nada. Te aconsejo que llames la próxima vez para reagendar la cita,
pero hoy habéis tenido suerte. —No iba a montarle un escándalo por eso. Lo entendía. « ¿Dónde
habrá quedado la idea de conciliación en este país? » , ironizó en silencio—. ¿Te dio la enfermera
un papel para mí? ¡Perfecto! ¿Qué te apetece ver, Frozen o Vaiana?
La niña escogió la segunda película y pronto se quedó embobada mirando la proyección en
el techo mientras ella efectuaba la exploración física y la ecografía. Estaba orgullosa de lo que
Erik y ella habían conseguido. Y, aunque la baja maternal había constituido un paréntesis
delicioso, estaba feliz de volver a trabajar, a sus pacientes de la UCI y a la consulta. Y
emocionada por poner su granito de arena en el ámbito de la dirección y gestión del hospital.
Andrea la había convencido de que mantuviera también la consulta privada de Eco Fetal.
No solo porque el selecto ambiente de su antigua mentora era ideal para valorar los casos
difíciles, también porque le permitía mantener un alto nivel de especialización en aquel
dificilísimo procedimiento. Además, siempre había pacientes que suponían enormes desafíos… y
más de un dolor de cabeza.
—Inés, voy a citarte a una de mis pacientes para dentro de un par de semanas —informó
Andrea cuando ya terminaban la consulta de aquel día. Ella miró el reloj. Ya era tarde y había
quedado con Erik para una cena en casa—. Es una paciente que me derivan por una sospecha de
malformación del sistema nervioso central. La veremos juntas, ¿te parece bien?
—¿Una malformación cerebral? ¿Por qué me necesitas? —Aquello picó su curiosidad y se
sentó sobre la mesa del escritorio para dedicarle su plena atención.
—Si es una malformación severa, no habrá problema. Pero si es algo leve, y los padres
quieren interrumpir el embarazo —dijo Andrea encogiéndose de hombros—, tendremos que
confirmar que existan otros problemas asociados para presentar el caso ante el Comité de Ética.
—Me parece increíble que, después de dos años de aprobada la ley, sigan poniéndose
tantos obstáculos para abortar—dijo con clara indignación. Hacía ya dos años que el aborto era
legal en Chile en caso de peligro de vida de la madre, inviabilidad fetal o violación—. No puedo
creer que, incluso con un diagnóstico tan grave, los padres tengan que someterse a semejante
estrés.
—Lo sé —coincidió Andrea, que para esas cosas era mucho más pragmática—. Todavía
no tengo claro de qué se trata, pero el bebé tiene una clara microcefalia y quiero darle unas
semanas de plazo para identificar mejor las estructuras.
Inés echó un vistazo a su listado de ecografías de la semana siguiente y comprobó que ya
tenía la consulta completa. Suspiró con resignación.
—Tengo la consulta llena, pero le diré a la secretaria que fuerce un hueco para que la
veamos juntas —sonrió al ver que Andrea hacía un gesto de aprobación junto a un guiño cómplice
—. Se me ocurre una idea mejor. ¿Por qué no la derivamos al San Lucas? Así podremos verla con
más tranquilidad. Odio tener que ver a las pacientes a la carrera.
—De acuerdo. Programaré las ecografías en el San Lucas. ¡No hay quien haga negocios
contigo! —bromeó Andrea. No era la primera vez que Inés derivaba pacientes de la privada al
hospital, donde el seguro de salud solía cubrir los gastos—. Te aviso en cuanto tenga la fecha
exacta de la cita.
Salieron juntas del edificio de la calle Vitacura. El otoño vestía los árboles de amarillos y
ocres, en una explosión de color que compensaba su futura desnudez. Cada vez oscurecía más
temprano, pero recordó con una sonrisa que, si estuviera en Noruega, haría ya varias horas que no
tendrían luz. Noruega. Erik. La reunión con los jefes de servicio.
—¡Andrea! —Alzó la voz para detenerla cuando levantaba la mano para llamar a un taxi y
taconeó hasta ella con rapidez—. Quería preguntarte sobre esta mañana.
—Dime. —En ese momento se detuvo un coche negro y amarillo, y abrió la puerta en un
gesto involuntario que delataba su impaciencia—. ¿Es importante?
—No, no es nada grave. Solo quería saber por qué estás tan cabreada —dijo Inés. El
conductor les lanzó a ambas una mirada de fastidio y encendió el contador—. Me dio la sensación
de que no era la primera vez que Erik y tú discutíais por temas del hospital.
Andrea suspiró. Se tomó unos segundos para pensar y acabó por sonreír.
—Ya sabes cómo es tu marido. Un tirano arrogante. Pero va a conseguir el Da Vinci y mi
servicio va a salir muy beneficiado —dijo mientras se sentaba en el asiento de atrás. Cerró la
puerta y bajó la ventanilla—. Pero eso no quiere decir que yo vaya a dejar de pelear por lo que
necesitamos en Gine. ¡Nos vemos en el hospital!
Inés suspiró con alivio. Todo estaba bien, no pasaba nada malo. Andrea era una mujer con
carácter. Llevaba Ginecología y Obstetricia con una eficacia magnífica, y no estaba acostumbrada
a las maneras arrogantes de Erik. Pensaba que, después de un año, se habría dado cuenta de ello.
Conducir hasta Lo Barnechea la ayudaba siempre a desconectar. A dejar atrás los
problemas del hospital, a los pacientes de la consulta, al trabajo que, de manera inevitable,
quedaba pendiente sobre su mesa. Echó el cierre a esa faceta de su vida y sonrió al sentir los
ladridos de Loki anunciar su llegada. Antes de que buscara el mando para abrir el portón, este se
abrió y Erik la recibió con Magnus de la mano y Martina en brazos. Sus sonrisas. Sus miradas
llenas de amor. La necesidad acuciante de sentirlos más cerca la hizo detener el coche y bajarse
para salir a su encuentro. Los cuatro se fundieron en un abrazo familiar que fortalecía el núcleo
duro, lo que más amaba.
—Mamá, ¡ya casi tengo dos! —Magnus no paraba de repetir con su lengua de trapo y
enseñar con sus deditos que pronto cumpliría los dos años—. ¡Ya soy mayor!
—¡Claro que sí, Magne! —Lo besó en la frente y lo cogió en brazos. Pesaba una tonelada,
pero no tardó en escabullirse para corretear con Loki por el jardín.
—Te hemos echado de menos —dijo Erik tras un beso que la dejó con las piernas
temblando y ganas de más—. Tengo la cena preparada. ¿Acostamos a los niños y nos tomamos una
cerveza? Para ti, sin alcohol.
Inés asintió con una sonrisa prometedora. Los pequeños detalles como aquel eran tragos
largos de felicidad.
Todavía costaba trabajo aceptar que Martina no era como Magnus. Dormía en su cuna con
uno o dos despertares nocturnos, puntual como un reloj para su toma de leche materna. Cuando
llegaba la hora de acostarla, alrededor de las nueve de la noche, sus ojitos plateados comenzaban
a cerrarse por el sueño y se arrebujaba en su pecho para huir del ruido y la luz. Magnus…, bueno.
Inés suspiró al ver a Erik levantarse del sillón por tercera vez para acostarlo en su camita al
descubrirlo espiando por la puerta entreabierta del salón.
—¡Soy mayor! —dijo, enfadado al ver que ellos seguían frente a la chimenea—. ¡Tengo
dos!
—Magne, eres mayor, pero ahora hay que dormir. Mamá y papá irán a la cama después
porque tienen que hablar —explicó Erik con paciencia, pero conduciéndolo con firmeza hasta la
cama. No tardó en volver y se dejó caer en el sofá con expresión resignada—. Creo que ahora sí.
No sé cómo aguanta tanto tiempo con lo temprano que se levanta. Debería caer fulminado.
Inés se echó a reír y se refugió bajo su brazo. Chocaron sus vasos y rozaron los labios en
un beso sencillo. Adoraba aquellos momentos en que volvían a ser solo ellos dos, fuera del San
Lucas, con los niños ya durmiendo y unas horas preciosas de intimidad.
—¿Qué has hecho hoy mientras estaba en la privada? —preguntó Inés. El fuego
chisporroteaba en la chimenea y el cuerpo se caldeaba también gracias al calor de Erik a su lado.
El deseo comenzaba a despertar y sonrió. Había tiempo. Tenían toda la vida.
Erik pareció pensar mientras paladeaba un trago de su cerveza.
—Llevé a los niños a la piscina. Magnus ya nada solo con un manguito, ¡es un campeón!
—dijo con una sonrisa orgullosa. Sacó el móvil del bolsillo y le mostró varias fotos—. Martina lo
disfruta, pero en cuanto la alejo de mi pecho, se agarra a mis manos como un koala. Creo que
todavía le tiene un poco de miedo al agua. Después vinimos a casa y estuvimos en el jardín.
Regamos los árboles y… —La miró de reojo con expresión un poco culpable—. Tus flores
sufrieron una pequeña inundación, pero Magnus y yo lo solucionamos.
Inés se echó a reír. La parcela de la casa ofrecía posibilidades infinitas, y Erik ya había
construido un pequeño invernadero en el que los niños adoraban trabajar. También había plantado
más frutales y Loki tenía la caseta para perros más vikinga de todo el mundo. Ella prefería el
cuidado más delicado de las flores, pero era difícil cuando contabas con la ayuda de dos niños
menores de dos años y de un golden retriever.
—¿Tú qué tal en la consulta? —Su enorme mano comenzó un masaje lento en la nuca y
derramó una corriente de placer por los hombros y la espalda. Tuvo que concentrarse para
contestar.
—Bien. Hemos derivado a una paciente al San Lucas para una valoración conjunta.
Andrea quiere confirmar una malformación cerebral y yo me ocuparé de su corazón. —Cerró los
ojos. La mano de Erik bajó hasta su cuello e intensificó el contacto. Se estremeció y entreabrió los
labios en una invitación involuntaria—. Uhm. Sigue. Por lo demás, nada especial.
Erik no la hizo esperar. Posó su boca suave y laxa sobre la de ella y exigió más. Inés se
dejó caer en aquel beso. En algún lugar de su cerebro destelló algo sobre la reunión en el hospital,
pero el pensamiento desapareció como una voluta de humo en el aire. La intensidad del contacto
aumentó y se enroscaron el uno en el otro. Percibía la urgencia de su cuerpo y tiró de él para
quedar tumbados sobre el sofá.
—¿Aquí? —preguntó Erik, y lanzó una mirada a las escaleras que subían hasta el piso
superior.
—Aquí.
Las caricias se volvieron frenéticas. Las manos masculinas buscaron piel bajo la ropa e
Inés hundió las suyas en la espalda, estrechándolo. Abrió las piernas y él se acomodó entre sus
muslos. Como dos adolescentes, se quitaron la ropa con ansiedad.
—¡No! —protestó cuando él abandonó su boca, pero los gemidos se reanudaron cuando
fueron sus pechos el centro de atención. No se detuvo demasiado en ellos. Se deslizó por su piel
hasta quedar de rodillas en el suelo y acomodó las piernas sobre sus hombros—. Oh, sí. Eso sí.
Erik elevó la cabeza unos segundos con una sonrisa arrogante, el pelo revuelto y los ojos
azules brillantes de lujuria, y luego se sumergió en su sexo. Inés cerró los ojos y se dejó llevar por
la tormenta húmeda de su lengua. Hundió los dedos en la melena rubia y trató de dirigirlo de algún
modo para precipitar el orgasmo, pero él no lo permitió. Jamás cedería el control. La torturó con
besos sobre los labios hinchados, pequeñas succiones en el clítoris que la hicieron gritar. Sus
brazos fuertes la mantenían bien sujeta, y las manos la empujaban contra el sofá. Libaba el interior
de su sexo con la lengua dura, exigente, sin darle tregua. Inés se retorcía envuelta en placer hasta
que se hizo inmanejable y el orgasmo la golpeó sin piedad.
—¡Erik! —sollozó, rendidas sus defensas, cubierta en sudor, con la respiración errática y
entre jadeos.
—Lo sé, Inés —respondió él, sin esconder la arrogancia en su tono de voz.
Se encaramó sobre ella y la penetró sin contemplaciones con un gruñido que mezclaba
esfuerzo y placer. El peso de su cuerpo musculoso y compacto la hacía hundirse en los cojines de
plumas del sofá. El sudor caliente que cubría su piel lubricaba el movimiento y lo hacía sabroso,
sucio, sublime. El placer se acumulaba tras las compuertas de su contención y no lo sostendrían
mucho más.
—Oh, kjaereste… —murmuró Erik con la voz ronca y una expresión de deleite en su
rostro—, cómo me gusta que me aprietes así. Te delatas. Sé exactamente cuándo te vas a correr. —
Aumentó la profundidad de sus embestidas y movió la pelvis para aumentar el roce con el clítoris
—. Ahora. Córrete, Inés.
Era inevitable. Alcanzó de nuevo el clímax, espoleada por la exigencia del movimiento y
el tono autoritario de su voz. Sus gemidos se entrelazaron con el gruñido áspero y bronco de él,
que cayó vencedor y vencido entre sus brazos. No hablaron. No se movieron. Permanecieron en el
sofá hasta que el fuego se transformó en brasas mortecinas y el sueño los venció. En algún
momento de la madrugada, sin recordar bien cómo, Inés emergió de un sueño profundo despertada
con besos suaves sobre sus labios. Se dejó conducir hasta el piso de arriba y sonrió al ver que
Erik se detenía un instante para velar por el sueño de sus hijos desde la puerta entreabierta.
—Somos afortunados —susurró Inés, recostando la mejilla sobre la fortaleza de su
espalda. Él no dijo nada, pero sonrió.
No todo va bien

—Dijimos que celebraríamos el segundo cumpleaños de Magnus con una fiesta pequeña —dijo
Erik, alzando las cejas ante el nutrido grupo de niños que miraban extasiados a una chica haciendo
enormes pompas de jabón.
—Es una fiesta pequeña —protestó Inés. Buscó el refugio de su pecho y lo abrazó por la
cintura mientras lanzaba una mirada circular al jardín de la casa—. ¡El problema es que ahora las
familias abultan el doble!
Nacha se acercó a ellos con la pequeña Lena en brazos y una enorme sonrisa.
—¿Habéis visto a Adriana? —dijo riendo al ver a su hija mayor abrazar del cuello al
pobre Magnus, que intentaba zafarse de sus besuconas intenciones—. ¡Lo adora!
—Más bien lo acosa. ¿No les llega el tiempo que pasan juntos en la guardería? —preguntó
Erik divertido ante las muestras de afecto que la pequeña Adriana regalaba a su hijo—. En cuanto
se encuentran, es como si hubieran pasado un año sin verse.
—Es su amol, ¿lo sabías? —intervino Juan con cuatro cervezas, dos de ellas sin alcohol,
que repartió entre todos—. Nos lo ha dejado claro a todos. Son inseparables.
—Claro. Porque Dana no lo deja ni respirar —dijo Erik con cierta malicia. Se encogió de
hombros con cara de circunstancias y una sonrisa arrogante—. No la culpo. Magnus es
irresistible. Como su padre.
—¡Ya será menos! —rio Nacha, dándole una palmada en el brazo—. Ahora eres un
respetable hombre casado y no vives más que para Inés.
—¡Más le vale! —añadió ella, con ojos que lo taladraban a medias en broma y a medias
en serio.
Erik levantó las manos en señal de inocencia ante la mirada atenta de Nacha y de Inés.
—Por supuesto, no puede ser de otra manera —dijo, fingiendo indignación mientras
retrocedía un par de pasos—. Solo tengo ojos para la madre de mis hijos… ¡Más que nada porque
no me queda tiempo para nadie más!
Se ganó un ataque a servilletazos de papel por parte del frente femenino mientras los
cuatro estallaban a carcajadas. Inés dejó en la sillita a Martina, que dormía ajena a la algarabía de
los niños con la placidez que ya la caracterizaba, y Nacha le dio el pecho a Lena, que contaba con
un par de meses. Se acomodaron en los sofás de bambú y cojines, que intentaban ser de un blanco
roto, en el porche acristalado, en busca de un poco más de tranquilidad.
—Tenemos que hacer una salida sin niños. Lo necesito más que respirar —confesó Juan en
un arranque espontáneo acompañado de un suspiro de resignación tan doloroso que Inés se echó a
reír—. Llevamos unas semanas agotadoras con la pequeña.
Inés buscó la mirada de Erik, que asintió de manera casi imperceptible. Seguro que
también pensaba en aquellos primeros meses terroríficos de Magnus, con despertares cada hora y
llanto interminable que solo se calmaba en brazos de uno de los dos.
—¿Habéis probado a hacer colecho? A Inés y a mí nos salvó la vida —dijo mientras la
abrazaba, los dos sentados sobre los cojines de plumas—. Después de casi dos meses sin pegar
ojo, optamos por dejar a Magnus dormir con nosotros. Compramos una cama de dos por dos y nos
convencimos de que era lo mejor para todos.
—¿Y así dormía del tirón? —preguntó Nacha, esperanzada. A Inés le dio pena la mirada
de desesperación mezclada con una pizca de locura. Esas ojeras grisáceas no ayudaban. Y tenía
que rescatarla para una sesión de peluquería urgente. Estaba demacrada.
—No —reconoció Inés con una sonrisa—, pero al menos dejamos de levantarnos cada
media hora. Había noches que nos levantábamos diez veces. Cada uno.
—Fue mejorando con el tiempo. Al año o así, dormía como un tronco las cuatro o cinco
primeras horas de la noche —dijo Erik en un intento de darles ánimos. Se les veía agotados—.
Después, despertaba dos o tres veces, o se pasaba a nuestra cama. Pero, al menos, podíamos
dormir tranquilos unas horas. Y follar con cierta tranquilidad.
Nacha soltó una carcajada forzada ante la crudeza de su afirmación. Juan volvió a suspirar
con anhelo e Inés frunció el ceño, detectando que algo no iba del todo bien. Esperó a que los
hombres se alejaran hacia la mesa de la comida y se sentó junto a su amiga, que aún amamantaba a
su hija recién nacida con expresión ausente.
—Nacha, ¿va todo bien?
La estudió con atención mientras ella se encogía de hombros e intentaba ocultar que sus
ojos se llenaban de lágrimas. Le partió el alma ver los esfuerzos que hacía por mantener la
entereza y sonreír, pero sus labios temblaban.
—No. No va todo bien. Juan y yo… —Tragó saliva antes de continuar e Inés sintió que el
corazón le daba un vuelco en el pecho—. No estamos bien. Creo que hemos tenido a Lena
demasiado pronto. Él está sobrecargado de trabajo en la clínica veterinaria y yo estoy
sobrepasada con las dos niñas. —Miró alrededor. Estaban solas, pero Erik y Juan no andaban
lejos, en la mesa donde habían puesto una merienda para los padres de los niños. Los gritos y
risas alegres desentonaban con la expresión tensa y desolada de su amiga—. Hace meses que no
tenemos sexo, más de seis meses. Durante el embarazo porque yo no quería, y ahora quien no
quiere es él.
—Joder, Nacha. —Apretó sus dedos con fuerza y sostuvo su mano pese a que ella hizo
ademán de retirarla—. ¿Por qué no me habías dicho nada?
—Tú también has estado liada con Martina y con Magnus, sé cómo es. Y ahora hace nada
que te has reincorporado a trabajar —se excusó y apartó los ojos de ella. Intentó de nuevo
recuperar su mano, pero Inés no cedió—. No es fácil, Inés. Es la primera vez que siento que
tenemos una crisis de verdad. Y tú y Erik estáis tan felices que dais asco. No quería fastidiarte con
mis tonterías.
Su voz se quebró en un sollozo e Inés, con cuidado de no molestar a la pequeña insomne,
la abrazó y la besó en el pelo.
—No puede ser, Nacha. ¡Nos hemos visto casi todas las semanas! —protestó, dolida por
la magnitud del problema que su amiga estaba enfrentando—. ¿No podías haberme dicho algo
mientras tomábamos un café después de la guardería? ¿Darme un toque al teléfono?
Magnus, Martina y Adriana iban a la misma guardería, muy cerca del banco donde
trabajaba Nacha, que además era la más cercana al San Lucas. Intentaban coincidir siempre a la
hora de recogerlos.
—Eso es parte del problema. Necesito hablar de esto, pero no con un café y pastelitos.
Necesito hacerlo con tres o cuatro copazos, con la raya del ojo pintada y tacones —dijo, casi
enfadada. Sacudió su melena castaña, que ahora lucía en un corte bajo las orejas muy favorecedor
y más cómodo, pero desaliñado y sin vida—. Sin niños. Sin maridos. Necesito con urgencia una
noche de chicas.
Loreto se acercó con Martina en brazos y la dejó en el suelo al ver que estiraba sus
bracitos exigiendo libertad. Como una centella, se alejó gateando hasta las piernas de su padre.
Inés esperó hasta asegurarse de que Erik la cogía y la mantenía bien vigilada antes de retomar la
conversación. Sonrió al ver cómo la elevaba en el aire y la niña reía a carcajadas. Los niños eran
lo primero, pero no lo eran todo. Nacha necesitaba recuperar un trocito de sí misma que parecía
haberse difuminado entre la maternidad, el trabajo y la pareja. Ella misma luchaba por mantenerlo
con uñas y dientes, intentando sacar tiempo de donde no tenía para ser solo eso, Inés, sin etiquetas.
—De acuerdo. El miércoles, después de la consulta privada, nos vemos las tres en el
Tiramisú. Comemos algo rico y nos tomamos un par de copas. Aunque sean sin alcohol. —Hizo un
gesto que posponía las explicaciones ante la mirada interrogante de su hermana—. Nacha, te
vendrá bien la visión de Loreto en todo esto y creo que las tres lo necesitamos.
—¿Tiramisú y copas? Sea lo que sea, cuenta conmigo. Además, Julio tiene a los niños —
dijo Loreto mientras echaba un vistazo a su móvil y apuntaba la cita—. Pero ahora venía a
despedirme, chicas. Son casi las ocho de la tarde. ¡Elena, Julio! —llamó a sus hijos con un tono
de voz que hasta a Inés le entraron ganas de obedecer—. Dad las gracias y decid adiós a vuestros
tíos. Nos vamos.
—¡Solo un ratito más! —suplicó Elena con su vocecita irresistible. Se abrazó al cuello
lanudo del perro y la miró suplicante—. ¡Queremos jugar con Loki!
—Mamá, yo creo que es hora de que tengamos un perro. Tú dijiste que ya era un chico
responsable —dijo Julio con seriedad y los ojos oscuros destilando amor por el enorme golden
retriever—. Sabes que lo cuidaré y lo pasearé todos los días…
—Tu padre no quiere, ya lo sabes —repuso Loreto con sequedad. Sus palabras fueron casi
una bofetada e Inés pudo ver el dolor y la decepción de su sobrino mayor, que, sin embargo, bajó
la cabeza y no dijo nada—. Como si no tuviera suficientes cosas en qué pensar. ¡Vamos!
Inés abrazó y dio mil besos a los niños, y acompañó a Loreto hasta el coche aparcado en el
camino de grava.
—¿Va todo bien, Lore? —preguntó con precaución. Julio y Elena se entretenían charlando
mientras se colocaban en las sillas y ataban sus cinturones.
—Yo también necesito esos gin-tonics. Julio se casa con Yulissa. Y van a tener un bebé,
¿sabes?
Inés odió la amargura que se traslucía en la voz dura de su hermana, pero no sabía qué
decir. Tras cuatro años de divorcio, su exmarido había rehecho su vida mientras que ella no
paraba de coleccionar fracasos sentimentales uno tras otro.
—Vaya —murmuró en un hilo de voz. La abrazó, pero, tal y como temía, Loreto la apartó y
se subió en el coche con prisas.
—El miércoles lo hablamos. Y ya nos contarás si esa felicidad infinita que parece que
desbordáis Erik y tú no tiene también algo que rascar.
Inés se cerró la chaqueta sobre el pecho mientras miraba el Volvo de su hermana alejarse
hacia el portón de la entrada. Sabía que no lo decía con mala intención, pero a veces parecía
buscar la manera de contagiar su amargura a todos quienes la rodeaban. Y su pregunta quedó
latente en un segundo plano. La felicidad infinita existía en momentos puntuales, en pequeños
sorbos. A veces en tragos largos. Pero ella y Erik también tenían sus problemas y sabía que
algunos de ellos comenzaban a hacerse crónicos con su política de la avestruz.
La propia medicina

Todo parecía encauzarse. Comenzaba a sentir que era capaz de someter su horario, tener los
pendientes en un razonable bajo control y separar sus facetas laborales y personales con bastante
éxito. Semanas apacibles como aquella ayudaban bastante. No había tenido ninguna llamada de
guardia localizada de madrugada, la consulta discurría con calma y los niños que se recuperaban
en la UCI tras las cirugías cardiacas no presentaban complicaciones. Perfecto.
Era en las reuniones semanales con los servicios cuando las cosas dejaban de ser idílicas.
Nada más entrar en la sala de juntas, palpó ese ambiente belicista y tenso que ya había advertido
desde la primera vez, pero que aquel día se aderezaba con rostros crispados y ganas de guerra
más que palpables. Dedicó a todos un saludo general y aprovechó que Erik no había llegado para
tomarle el pulso a aquel miércoles que prometía ponerse difícil.
—¿Va todo bien? —preguntó a Bettina, sentada junto a ella con cara de querer estar a
miles de kilómetros de allí—. Menudas caras largas. Tendré que pedir café y galletitas para todos
la próxima vez, a ver si así templamos un poco los ánimos.
La enfermera fue inmune a sus intentos de bromear. Negó con la cabeza y la miró
preocupada.
—Espero que traigáis buenas noticias. Hay servicios que están que arden, Inés.
Asintió mientras estudiaba con disimulo a los presentes. Los asistentes se habían
polarizado más que nunca. En los puestos más cercanos a la mesa, las jefaturas médicas. Más
alejados, como chicos rebeldes y arrogantes con los que la cosa no parecía ir con ellos, los
cirujanos. Los primeros, tensos y callados. Los segundos, recostados en sus sillas mientras
hablaban distendidos e irradiaban seguridad.
—¿Sabes si la jefa de Medicina Interna va a venir? —preguntó Inés al ver que faltaba. Le
gustaba aquella mujer. Entregada a su trabajo, con muchos puntos en común con ella al ser también
madre de dos niños pequeños, y muy querida por su equipo.
—Creo que sí —respondió Bettina. En ese momento, Teresa Rodríguez entró en la sala y
saludó en un murmullo que quedó diluido entre las conversaciones cruzadas. Se sentó junto al jefe
de Pediatría y se inclinó para decirle algo con discreción—. Lo que no sé es si va a quedarse.
—¿A qué te refieres?
Bettina no tuvo tiempo de contestar. Daban las nueve en punto y Erik entraba por la puerta
con esa energía contenida y a la vez arrolladora que dejaba a las claras que nada se interponía en
su camino. Inés sonrió cuando sus ojos se cruzaron y reprimió las ganas de saludarlo con un beso
en los labios. Sabía que no le gustaban las muestras públicas de cariño, pese a que se había
relajado bastante al respecto.
—Buenos días. ¿Algo urgente antes de empezar? Tengo varias noticias —anunció con cara
de esconder un secreto delicioso. Su sonrisa de niño malo los hizo reír a todos y distendió un
poco el ambiente.
Teresa, la jefa de Interna, carraspeó y alzó la mano desde su silla.
—Erik, quiero reiterar la necesidad de Medicina Interna de ampliar el staff. No nos vale
la sustitución que se hizo durante el verano. Queremos que el contrato temporal del residente que
acabó en enero se haga definitivo. —Tomó aire y lo soltó con lentitud. Su tono de voz era dulce y
sosegado, e Inés sabía que la demanda era más que razonable. Esperaba que estuviera contenta
con la solución que habían determinado—. Espero que traigas alguna novedad al respecto.
—Sí, sí. Era uno de los temas a tratar hoy. Tenéis vuestro contrato. El doctor… —Echó un
vistazo a los papeles que traía en la mano y asintió—, Spitzer formará parte del equipo de
Medicina Interna con un contrato prolongado de guardias. Tiene que cumplir ciento treinta horas
mensuales para cómputo general de jornada y acceder a plenos derechos. Ya sabes cómo va: siete
guardias, dos de ellas de veinticuatro horas. Posibilidad de acceder al trabajo de mañanas como
complemento formativo. ¿Siguiente tema?
Vaya. ¿Era eso en lo que habían quedado? Intentó recordar la conversación. Medicina
Interna. Contrato indefinido a jornada completa. Doctor José Spitzer Perozo. Se acordaba porque
le había llamado la atención la mezcla de apellidos, pero el tema estaba perdido en una nebulosa
de llantos demandantes de Magnus, el baño de los niños y espaguetis a la carbonara. Tenía que
poner más atención y no dejar todo en manos de Erik. Al menos, intentaría estar segura de las
decisiones importantes que se tomaran.
—Erik, ¿un contrato de guardias? ¡Necesitamos apoyo para el trabajo de las mañanas! —
espetó Teresa, indignada. Inés se sobresaltó con el exabrupto y se arrancó de cuajo de sus
desvaríos—. Medicina Interna tiene más de ochenta camas en planta, sin contar con la UCI y la
Unidad de Intermedios. Y está el apoyo que hacemos a otros servicios como Paliativos, Geriatría
e incluso Urgencias —dijo atropellando las palabras por la indignación—. Si seguimos haciendo
guardias en otros servicios para echar una mano, ¡lo mínimo es cubrir las faltas de los salientes de
guardia!
—Con el contrato de guardias se generan no solo siete cupos de guardia cubiertos, también
siete mañanas sin necesidad de cubrir a esa persona —dijo Erik con frialdad. Lo que decía era
cierto, pero no dejaba de ser una argucia administrativa. En Interna estaban sobrecargados y él lo
sabía—. ¿Por qué no dejamos de prueba este contrato durante seis meses y vemos cómo se alivia
la carga de trabajo? —propuso con tono razonable—. Tras ese plazo, si no se han resuelto por
completo los problemas de cobertura, veremos qué podemos hacer. ¿Siguiente tema?
Inés cerró la boca. No se había dado cuenta de que se le había descolgado la mandíbula al
escuchar el razonamiento de Erik. Técnicamente tenía razón, pero era eso. Un tecnicismo. Se
revolvió en el asiento con la necesidad de intervenir de alguna manera, pero ni siquiera estaba
segura de recordar con exactitud lo que habían hablado.
Teresa se sentó con una expresión desolada en su rostro, pero la supervisora de Urgencias
pidió la palabra y la conversación se desvió hacia problemas de reposición de stock en un
servicio donde el consumo de medicación y material parecía un saco sin fondo. Erik prometió
solucionar los problemas de abastecimiento, siempre y cuando se llevara un registro detallado de
todo lo utilizado. Inés asintió con aprobación. Así había que hacer las cosas. Otorgando
concesiones. Llegando a acuerdos. Erik volvió a tomar la palabra y la sala se llenó de expectación
ante la primera frase que soltó.
—Tengo noticias de Leonardo. —Los cirujanos se reacomodaron en sus asientos y todos
los asistentes guardaron silencio. Erik sonrió, depredador—. Estamos cada vez más cerca. El
robot básico estaría aprobado, junto con el instrumental para cirugía cardiaca, urológica y
obstétrica. ¡Un momento, un momento! —dijo para apaciguar las exclamaciones de alegría de los
beneficiados y las expresiones de decepción de los que aún tenían que esperar, en especial de
Boris Radic, el jefe de Traumatología, cuyo vozarrón con acento ruso era difícil de ignorar—.
Estoy dispuesto a poner dinero de mi bolsillo para conseguir todo lo que queremos, pero hay que
ser pacientes. El San Lucas tiene que hacer una inversión de cuatro millones de dólares para
implementar el sistema, y ya sabéis que las cosas de palacio van despacio.
De nuevo se entrecruzaron comentarios entusiasmados e impacientes, pero una voz
femenina y muy indignada se alzó entre todas las conversaciones.
—¿Se van a destinar cuatro millones de dólares para un proyecto que sustituye
procedimientos de comprobada eficacia, y yo no puedo tener un contrato decente para un miembro
de mi equipo? —preguntó, casi escupió, Teresa Rodríguez, haciéndose oír por encima de la
algarabía entusiasta de los cirujanos—. Entiendo que usted es cirujano, doctor Thoresen, pero me
parece un agravio comparativo para el resto de los servicios. Está beneficiando a Cirugía por
encima del resto.
—Teresa, el Da Vinci es un enorme avance para todo el San Lucas, no solo para la cirugía
cardiotorácica —dijo Erik con voz letal, en un intento de ser conciliador. Pero Inés notaba la
tensión de sus hombros y cómo se le hinchaban las venas del cuello—. La Cirugía robótica se va a
implementar también en Digestivo, General, Urología, Ginecología, Traumatología y Plástica.
También en Otorrino y en Neurocirugía —recitó mientras miraba a cada colega de la jefatura para
ganarse su apoyo. Teresa fue ganando enemigos con cada palabra y tras el ambiente relajado por
la buena noticia, volvió a palparse la animadversión—. Va a suponer una reducción importante de
costes, menor tasa de complicaciones y de días de hospitalización de los pacientes intervenidos,
nos permitirá realizar operaciones complejas con mucha más precisión y supondrá una
recuperación más rápida para el paciente.
—Y mientras, en Neonatología seguimos esperando las habitaciones para la
cohospitalización de las mamás de nuestros prematuros —interrumpió el jefe de Pediatría, con
aspecto de estar ya harto—. Por no hablar de las incubadoras obsoletas y los respiradores sin
ventilación no invasiva.
—Ya se ha aprobado la partida de nuevo material para Pediatría, no creo que haya quejas
al respecto —dijo Erik, que pasó a tomar una actitud a la defensiva que fue palpable para todos
—. Hay que hacer las cosas una a una.
—Ya. Pero Leonardo adelanta por la derecha solo porque sabemos que tú estás detrás —
intervino Andrea Garay, en un intento de ser diplomática—. Erik, mi servicio es uno de los
favorecidos por la compra del Da Vinci, pero seguimos necesitando la ampliación de las
consultas.
De pronto, todas las peticiones parecieron sucederse sin orden ni concierto y todas a la
vez. Inés intentó mediar para que se hiciera de manera ordenada, pero era la segunda vez en menos
de un mes en que aquellas reuniones se salían de madre. Era constructivo que todos participaran y
que no hubiese secretismos, pero no podían contentar a todos a la vez. Y llevaban casi dos horas
allí metidos, sin acabar el orden del día.
—Por favor. ¡Por favor! —rogó Inés, que tuvo que alzar los brazos para hacerse oír—. El
Da Vinci aún no está aprobado y hay otros temas que requieren nuestra atención. ¿Podemos seguir
de forma ordenada?
Poco a poco los ánimos se fueron calmando, pero Teresa permanecía de pie, obstinada.
Erik miró al techo en busca de paciencia y en esa comunicación silenciosa que habían refinado
hasta niveles insospechados, hizo ver a Inés que era ella quien debía encargarse del asunto.
—Teresa, ¿hay algo más que quieras añadir? Necesitamos seguir con la reunión —insistió
Inés con tono conciliador.
—Solo voy a añadir una cosa más. —No perdió las formas, pero la dulzura había
abandonado por completo su voz—. Hace más de un año que puse en su conocimiento las
peticiones de mi servicio, doctor Thoresen. Me quedé en el San Lucas, pese a todos los
problemas, porque me sentí escuchada. Acogida. Porque se dijo en esta misma sala de reuniones
que, si todos remábamos en la misma dirección, se buscaría una atención de excelencia para
nuestros pacientes y tendríamos un trabajo bien remunerado, estable y con proyección. —Recogió
unos folios que tenía ante sí y los metió en una carpeta de tela—. Y ninguno de los miembros de
mi equipo se siente bien remunerado, porque el sueldo no compensa el estrés y la sobrecarga de
trabajo. Un contrato de guardias por seis meses no es un trabajo estable y, desde luego, no tiene
mucha proyección. Ya tenía escrita mi carta de renuncia —dijo con la voz algo temblorosa por la
rabia, pero con firmeza. Se colgó la tira del bolso en el hombro y abrazó la carpeta contra su
pecho—. Tenía la esperanza de que en esta reunión se arreglaran por fin las cosas, pero está claro
que he fracasado como jefa de Medicina Interna. Espero que el puesto de trabajo en la Clínica
Alemana, al que renuncié por apostar por el San Lucas, siga vacante, y espero que se me trate con
mayor dignidad de la que se me ha tratado aquí.
—Espera, Teresa. ¡Un contrato de guardias no es una mala manera de empezar en el
hospital! Abre la puerta a que mejoren las cosas —dijo Erik en un intento de detenerla, pero se
notaba que era una decisión meditada.
Inés no daba crédito. Tuvo que reprimir el impulso de salir corriendo detrás de su colega
para aplacarla de algún modo, pero ¿qué le iba a decir? ¿Qué ni siquiera se acordaba de lo que
habían hablado sobre el tema? O lo que era peor, ¿que su marido y socio en el proyecto del San
Lucas se pasaba por el arco de triunfo lo hablado con ella y tomaba decisiones de manera
unilateral? Tragó saliva. ¿Era eso lo que Erik había hecho?
—No, doctor Thoresen. Mi decisión es irrevocable. Para mí, es un fracaso que este
hospital se esté planteando un gasto de varios millones de dólares y yo ni siquiera sea capaz de
conseguir un contrato decente para reforzar mi staff. —Se alejó con paso firme hasta la puerta,
abrió y se detuvo con la duda reflejada en su rostro durante un segundo—. Doctora Morán, espero
que pueda mediar un poco más a favor de las especialidades no quirúrgicas. O se la van a comer
con patatas los cirujanos de este hospital.
Inés abrió la boca, indignada. ¡Ella no había hecho nada para merecer que la insultase! Un
silencio desagradable se cernió sobre todos los presentes, pero Erik compuso una sonrisa un poco
forzada y abrió las manos en un gesto pacificador.
—Siento que no hayamos llegado a un acuerdo. Hablaré con la doctora Rodríguez más
tarde, pero ahora tenemos que seguir. Después del mal trago, y, para terminar, me gustaría
comunicar que hemos terminado al fin la reforma en Urgencias de Pediatría —dijo en un intento de
dejar a todos con un buen sabor de boca—. Se inaugurará la semana que viene, coincidiendo con
el inicio de la campaña de vacunación contra la gripe y la llegada de los virus respiratorios.
Urgencias de adultos dejará de asumir a los pacientes pediátricos a partir del lunes. Podéis darle
las gracias a la doctora Morán por insistir en que las obras se realizaran en los meses de verano,
pese a estar de baja maternal. Nos vemos en la próxima reunión.
Inés sonrió ante las palabras de agradecimiento. Era cierto. Hacerlas en invierno, con toda
la patología respiratoria en auge, era una locura, y no cejó en su empeño hasta conseguir el
traslado de la atención de los niños en la parte de Urgencias de adultos hasta que se terminaran las
obras. Pero la sensación desagradable que le habían dejado las palabras de la jefa de Medicina
Interna no desaparecía. Seguía ahí, latente. Y algo le decía que no dejaba de tener razón.
En la consulta privada, ya por la tarde, seguía dándole vueltas. Solo tenía tres ecografías
aquella tarde y aprovechó para hacer un resumen en el ordenador de la reunión de la mañana. Se
negaba a que su cerebro de placenta, que parecía olvidarse de la mitad de lo que sucedía a su
alrededor y recordar la otra mitad a medias, le jugara de nuevo una mala pasada.
Tenía que implicarse más. Era cierto. Los cirujanos contaban con Erik, eso estaba claro.
Pero no sentía que los demás acudiesen a ella. En el tiempo que llevaba trabajando, tan solo
Bettina o Andrea, con las que tenía más confianza, habían hablado con ella para asuntos de
gestión.
—Inés, ha llegado la paciente de la que te hablé. ¿Puedes hacer la ecografía ahora? —dijo
Andrea, que entró en su despacho tras golpear la puerta con suavidad. Ni se había enterado.
—Claro. Voy de inmediato. —Encerró el asunto en una cápsula mental, alisó las arrugas de
su bata y se concentró en lo que tenía que hacer.
Entraron en la sala de ecografía e Inés sonrió a la pareja. Ya había leído el historial. No
venían por infertilidad, que era lo más habitual en los pacientes de Andrea. De hecho, esta era su
cuarta gestación. La madre tenía ya cuarenta y ocho años.
—Leticia, esta es la doctora Morán. Como te comenté, hará un estudio exhaustivo del
corazón de tu… feto. —Andrea dudó en emplear la palabra que Inés sabía que aborrecía. Le llamó
la atención el detalle—. No hay dudas de que existe un problema grave del sistema nervioso
central, pero prefiero que no haya ninguna duda respecto a los otros órganos.
—Encantada de conocerte, Leticia. Vuestro bebé es pequeño para ver todas las estructuras
con claridad, lo ideal es hacer el estudio del corazón en torno a las veinte semanas —advirtió con
profesionalidad y dulzura al ver los rostros expectantes y preocupados de los padres—. Pero
podemos descartar las malformaciones graves con bastante precisión. Si queda alguna duda,
volveremos a vernos en un par de semanas. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo la madre en un hilo de voz. Inés sonrió con amabilidad y recordó el
miedo a la pérdida, el pánico de que algo saliese mal al verla aferrarse a su marido. Ella se había
refugiado en Erik también como si fuera una tabla de salvación—. Pero lo de su cabecita, ¿es
seguro? ¿Hay alguna posibilidad de que mejore? Todavía falta más de la mitad del embarazo.
Inés empezó la ecografía, atenta a las explicaciones de Andrea, que se sentó en una silla
junto a ellos y negó con firmeza.
—No, Leticia. Tu bebé tiene una anencefalia. Eso quiere decir que no ha desarrollado su
cerebro. Significa que no podrá sobrevivir fuera de tu vientre. —Andrea buscaba ser lo más clara
y contundente posible, sin caer en la crudeza que un diagnóstico tan devastador como aquel
suponía—. No podrá respirar por sí misma, ni alimentarse, ni caminar. Nada. No podrá hacerse
cargo de sus funciones vitales más simples.
—Pero ¡mírela, doctora! —intervino el padre, señalando el monitor de alta resolución en
el que Inés realizaba el estudio cardiaco—. ¡Es perfecta! Sus brazos, sus piernitas, sus ojos…
¡Hasta se le ven los deditos de los pies! —dijo con incredulidad y una sonrisa esperanzada en el
rostro. Inés se tragó su tristeza ante la negación más que evidente de los padres en aceptar la
realidad demoledora que la obstetra exponía ante ellos. Sintió alivio porque, por una vez, ella no
sería la portadora del diagnóstico nefasto.
—El cuerpo de un bebe con anencefalia es completamente normal. Doctora Morán, ¿puede
mostrarnos un plano de la cabeza del feto? —pidió Andrea, sacándola de la concentración con la
que realizaba el estudio—. ¿Veis la imagen? La frente está aplanada. Aquí debería tener una forma
redondeada y alojar el cerebro, pero la parte superior del cráneo está ausente desde las cejas.
Cuando nazca, lo más probable es que haya piel y pelito cubriendo el defecto, pero, por debajo,
no habrá hueso ni cerebro. Solo líquido, que es lo que vemos aquí. Por eso los ojitos parecen tan
saltones.
Señaló cada estructura con precisión. Inés tragó saliva al ver el ceño fruncido del padre y
los gestos de negación que la madre hacía con la cabeza.
—¿Puede vivir? ¿Durante algún tiempo, al menos? —preguntó con incredulidad. Andrea
apretó los labios y volvió a negar con contundencia.
—Existe una muy alta probabilidad de aborto. Por eso se recomienda una interrupción
terapéutica lo antes posible —explicó Andrea con asertividad, pese a la mirada de espanto de
ambos progenitores frente a la mención de la palabra «aborto» —. En caso de que llegase a
término, un 25 % mueren en el parto. Alrededor del 50 % tienen un promedio de vida de pocos
minutos a un día, el 25 % viven entre un día y una semana. —Andrea miró a los ojos horrorizados
de unos padres inmóviles. Inés había dejado de hacer la ecografía hacía varios minutos—. El
pronóstico es mortal en todos los casos. Antes de los diez días de vida. Debéis considerar el
aborto terapéutico como la opción más recomendable. Sé que es muy doloroso…
—Pero ¿y si se equivoca? —preguntó el padre, interrumpiéndola con dureza—. La
primera doctora nos dijo que tenía un problema menor. Me parece una exageración todo lo que nos
está contando. ¿Y cómo tiene el corazón? —demandó con tono que rozaba la agresividad, esta vez
dirigido a Inés.
—El corazón es estructuralmente normal, pero sin las órdenes que da el sistema nervioso,
dejará de funcionar en un plazo…
—¿Lo ve? ¡El corazón de nuestra hija está perfectamente! Buscaremos una segunda
opinión. Gracias por su tiempo —cortó el hombre, de nuevo con sequedad—. Vístete, Leticia. Nos
vamos de aquí.
La mujer murmuró una disculpa ininteligible, se cubrió el abdomen con el vestido y siguió
a su marido fuera de la consulta con los ojos llenos de lágrimas.
Andrea se derrumbó en la silla y cubrió su rostro con las manos.
—Joder. Vaya mierda —masculló mientras se frotaba la cara—. ¿Crees que he sido
demasiado blanda? Quizá debí ser más clara. Decirles que su bebé no es un bebé. ¡No tiene
cerebro, joder! ¿Es siquiera un ser humano? Es más bien…un tumor.
Inés se sentó junto a ella en la camilla y se echó a reír ante su exageración.
—No. No has sido demasiado blanda. Has informado a unos padres ilusionados con el que
sería su último hijo, dispuestos a disfrutarlo al máximo, de un diagnóstico horrible con un
pronóstico más horrible todavía, y lo has hecho con claridad —dijo todavía con los pelos de
punta con lo que había pasado. El hombre había sido muy desagradable—. Es entendible que
busquen una segunda opinión. Necesitan más tiempo para procesarlo. Sobre todo, el padre. Creo
que ha entrado en shock, se ha puesto muy violento.
—Perderán un tiempo precioso y el aborto será más complicado si dejan que crezca —
vaticinó Andrea con amargura. Chascó la lengua y se levantó a recoger cuando la enfermera se
asomó para ver si habían terminado—. A veces… A veces creo que ser madre interfiere en la
manera en que informo de estas cosas. Que pierdo la objetividad. Se me va la perspectiva.
Inés la ayudó a recoger las sabanillas de la cama articulada y apagó el ecógrafo.
—Creo que es al revés. Creo que ser madre te ayuda a ponerte en su lugar y entender que
para ella ese bebé, ese feto, es su hijo —dijo Inés, sabiendo ahora por qué había escogido esa
palabra tan fría—. Aunque no tenga cerebro. Aunque, como tú dices, eso lo sitúe en la categoría
de tumor. Es su hijo y, a sus ojos, es perfecto. Necesitan tiempo. No te sientas mal.
—Sé que tienes razón —murmuró Andrea. Se quitaron las batas y las colgaron en el
armario. Cogieron sus bolsos para marcharse—. Llevo en esto más de veinte años y todavía no me
acostumbro a informar a los padres de estos pronósticos de mierda.
—Es mejor no acostumbrarse. No normalizar. El día que lo hagamos, sabremos que ya no
servimos para esto —dijo Inés mientras caminaban por el pasillo hacia el ascensor—. Me niego a
perder la empatía y la capacidad de conmoverme por mis pacientes. Creo que sentir es parte de
nuestra fortaleza como mujeres. Llámalo misticismo o como quieras, pero no quiero perder nunca
la capacidad de sentir. Aunque sea dolor.
Andrea asintió, aún cabizbaja y con una mueca torcida en sus labios casi siempre alegres.
Al llegar a la calle, no corrió a parar un taxi. Inés lo pensó un momento antes de hacerlo, pero
sabía que ella encajaría perfectamente en la conversación que tenía pendiente con Nacha y Loreto.
—Andrea, ¿te apetece tomar algo con mi hermana y una amiga en el Tiramisú? Creo que te
vendrá bien un poco de compañía femenina.
Su sonrisa radiante confirmó sus sospechas y juntas se encaminaron hacia el restaurante
italiano favorito de Inés. Ni Nacha ni Loreto pusieron pegas al verla. Andrea era la ginecóloga
que trataba a Nacha, y Loreto sintió una gran afinidad con ella, ya que las dos tenían hijos más
mayores y estaban más próximas en rango de edad. Pronto la mesa estuvo llena de batidos de
frutas naturales, cervezas, aceitunas, pan de ajo, ensaladas y pizza. Nacha se desahogaba entre
aceituna y aceituna.
—Si no tienes cuidado, te vas a atragantar —advirtió Inés entre risas al verla comer con
ansiedad—. Vale. Ya nos has contado los problemas de sueño de Lena. Ahora, suelta lo gordo.
¿Cómo has dejado que pase tanto tiempo sin sexo con Juan? ¡Con lo que tú eres! —dijo Inés a
bocajarro. La mejor manera de abordarla. Loreto hizo ademán de toser y Andrea las miró con
atención casi clínica—. Llevan casi ocho meses sin sexo, y con las dos niñas, el trabajo y las
tensiones… La pareja se resiente —resumió para ellas.
—No lo sé. Empezó con las molestias típicas del embarazo. Con Adriana nunca tuve
ningún problema —dijo Nacha, que parecía hacer un recuento de datos en sus pensamientos—.
Pero con Lena tenía náuseas por la mañana y ardor de estómago, junto con el insomnio por la
noche. No quería ni que me tocaran con un palo, aunque el pobre Juan le pusiera empeño. Y
ahora… —Se detuvo un instante y un relámpago de dolor cruzó su rostro—, es él quien me
rechaza. Es como si quisiera devolverme la jugada, ¡pero me niego a pensar que sea tan infantil!
—Nacha, aparte del sexo, ¿hay algún otro problema con tu pareja? —preguntó Andrea,
interrumpiendo las exclamaciones de apoyo y simpatía de Inés y Loreto—. ¿Alguna otra faceta de
tu vida que se haya visto afectada? ¿Qué tal el trabajo antes del parto?
Los ojos de su amiga se velaron una vez más con lágrimas no derramadas e Inés empezó a
sospechar por dónde iban los tiros de Andrea. Esperó para ver hacia dónde se dirigía la
conversación.
—No sabría decirte. Durante el embarazo estuve bastante animada, me sentía con fuerzas y
no falté ni un solo día hasta que me dieron la baja por el descanso prenatal —dijo Nacha con
expresión intrigada. Se encogió de hombros—. Ahora Lena tiene tres meses, y me muero de ganas
por empezar a trabajar. Y me siento culpable. A veces… A veces siento que trabajar es más fácil
que enfrentar todo esto. —Hizo un gesto genérico que abarcó todo su ser—. Estoy sobrepasada.
No. Estoy hasta el coño. De las niñas. De los lloros. De los pañales. La lactancia. Los problemas.
La falta de sexo. Y Juan no me toca. ¡Yo necesito el sexo como respirar! —estalló al fin en un
llanto descontrolado e Inés la abrazó con fuerza.
Las tres permanecieron en silencio, intercambiando miradas de preocupación. Loreto
acariciaba el pelo de Nacha e Inés la acunaba entre sus brazos como si fuera un bebé. Decidió
poner en palabras lo que sabía que Andrea, como especialista, estaba pensando.
—Nacha, que Andrea me corrija, pero creo que esto va más allá de que estés mal con Juan
o del cansancio por las niñas. Nunca te había visto así —dijo Inés con precaución. La obligó a
apartarse un poco y secó sus lágrimas con la manga de su vestido como si fueran dos niñas
pequeñas—. Tienes una depresión postparto. De caballo. El insomnio, la fatiga, las ganas de
llorar todo el rato, el autoaislamiento este que te has impuesto apartándote de todos, incluido Juan.
No es que estés un poco cansada y triste. Es que necesitas ayuda profesional.
Miró a Andrea para buscar su apoyo ante la mirada incrédula de su amiga.
—Estoy de acuerdo con Inés. Mañana, o a más tardar el viernes, te quiero en la consulta.
Tráete a Juan y hablaremos de opciones respecto al sexo. ¡Hasta Inés, con el vikingo que tiene a su
lado, pasó por una época de sequía! —dijo para quitarle un poco de hierro al asunto. Nacha la
miró incrédula y ella asintió con vehemencia—. Te derivaré a una psiquiatra maravillosa que te
ayudará. Tiene una consulta en la que te trata como una reina, ya lo verás. No solo irás por la
terapia, sino por lo bien que te hace sentir.
—Me están dando ganas de ir a terapia a mí —dijo Inés con curiosidad. Nacha se echó a
reír por fin y recuperó un poco el brillo de sus ojos—. Y lo del sexo es verdad. A nosotros nos
pasó. Después de que tuve el ectópico y casi no vivo para contarlo. Sentía que estaba muerta de
cintura para abajo, que mi cuerpo era horroroso por la cicatriz y que me traicionaba por no darme
la posibilidad de ser madre. Y mira ahora.
—¿Y cómo superaste el bache? ¿Cómo aguantó Erik? Tengo miedo de que Juan busque en
otras lo que no le doy yo. —Sus palabras se quebraron al final de la frase y el llanto volvió.
—Juan aguantará porque te quiere y porque en una pareja el trabajo lo hacen dos —dijo
Inés con firmeza, consolando a su amiga, pero sin dejar que se abandonara a un victimismo que no
le sentaba nada bien—. Nosotros lo superamos con paciencia. Dándonos tiempo. Sin forzar las
situaciones. Y porque Erik… —Miró de reojo a Loreto, que la observaba con interés. No había
intervenido casi nada en la conversación—. Porque Erik me provocó y me provocó en un eterno
tease and denial que casi me vuelve loca. Pospusimos la penetración hasta lo absurdo y nos
dedicábamos largas sesiones de caricias, sin buscar ningún resultado concreto. No te presiones
con el tema, Nacha. Ni presiones a Juan. Aprended a disfrutar de nuevo del sexo sin prisas, sin
coito, como cuando erais adolescentes. Cuando menos te lo esperes, llegará el momento y
acabaréis en el suelo entre panqueques celestinos, cubiertos de dulce de leche, azúcar flor y
manzanas confitadas.
—Estás como una cabra —dijo Nacha entre risas.
—Tú hazme caso, que de esto sé un poco —insistió Inés. Loreto emitió un largo suspiro
anhelante.
—Nacha, no te preocupes. La que va a morir con telarañas en la vagina voy a ser yo —
soltó Loreto con dos gin-tonics ya encima—. ¿Ocho meses, dices? Yo llevo dos años ya sin echar
un buen polvo. Dos años. Desde que corté con Roger.
Las miradas de Andrea, Nacha e Inés se clavaron en los ojos avergonzados de Loreto. Dos
años. Dos años sin sexo. Inés sintió que se ahogaba de solo pensarlo.
—¿Ni un candidato? ¿Ni en Tinder, ni en Meetic, ni en el trabajo? —La miró con
incredulidad.
—Nada. Los hombres me tienen alergia. Me conformo con la cacharrada sueca que me
recomendaste —dijo en alusión a los vibradores. Inés le había regalado uno y ella se había
aprovisionado de varios más—, pero reconozco que echo de menos sentir una piel masculina. Que
me abracen y me hagan sentir. Que me follen como Dios manda.
—Como andamos, joder —dijo Andrea, moviendo la cabeza en un gesto incrédulo—. Y yo
que me quejo cuando no tengo sexo más de una vez por semana.
—¡Avariciosa! ¡Inconformista! —dijo Loreto en broma—. Ahora solo falta que confiese
Inés. Venga, hermanita. ¿Tú no tienes ninguna queja? ¡Confiesa!
Se puso roja como un tomate. ¿Cómo explicar, después de las confidencias de todas, lo
que significaba para Erik y ella el sexo? ¿La relación soterrada de dominación y sumisión? ¿Los
juegos eróticos que se traían entre manos en la intimidad? ¿Era normal que en el canapé de tu
cama colgasen unos mosquetones porque a tu marido le encantaba inmovilizarte y hacerte pedazos
en el sexo? Carraspeó. Quizá si Andrea no hubiese estado allí, podría haber sido un poco más
explícita.
—El sexo no es un problema para nosotros, es cierto. Y estamos pasando una etapa muy
dulce después del año que estuvimos en Noruega, en el que no todo fue felicidad —aceptó Inés en
un intento de ser imparcial y sincera—. Pero todavía hay muchas cosas que tenemos que resolver.
A veces me cuesta conseguir tiempo para mí misma al margen de Erik y los niños. Él es muy
expansivo y se las arregla para hacer ver que todo lo suyo es lo más importante y a mí me cuesta
no ceder terreno. Pero estoy trabajando en ello.
—Inés. Dos años sin follar, ¿y tú me hablas de que te cuesta sacar tiempo para hacerte las
uñas? ¡Vete al pedo! —exclamó Loreto con indignación fingida. Las cuatro estallaron en
carcajadas y pidieron otra ronda de bebidas.
La noche fue catártica. Nacha se comprometió a ver a Andrea en la consulta y le
prometieron a Loreto que buscarían candidatos para resolver su sequía sexual. Andrea estaba
animada y reía a carcajadas como hacía tiempo que no había hecho, e Inés aparcó por un momento
la molesta sensación de que algo no iba bien entre Erik y ella en lo concerniente a la gestión del
hospital.
Se preguntó por qué no lo había sacado en la conversación con sus amigas. En realidad,
era porque carecía de importancia. Era ella la que acababa de llegar y tenía que encontrar su sitio.
Implicarse más en la toma de decisiones. No permanecer al margen con la comodidad de que
otros, en este caso Erik, decidieran por ella. Tenía miles de ideas y muchas cosas que aportar.
Sería más proactiva. Y empezaría desde la siguiente reunión.
Misión diplomática

Inés confirmó con Andrea que Nacha, al menos, la había llamado para concertar una cita y que se
encargaría personalmente de perseguirla para que asistiera. Se detuvo un momento a mirar el
móvil, de camino a tomar un café con Erik entre dos de sus cirugías. Estaba segura de que algo
importante se le olvidaba. ¿Qué sería? Intentó recabar de la gelatina lila en la que se había
convertido su cerebro desde que era madre la información. Estaba ahí. Se llevó dos dedos a la
frente. Casi podía tocarlo con los dedos.
—Doctora Morán. Inés. ¿Estás bien?
Boris la miraba con el ceño fruncido, bastante preocupado y con toda la pinta de pensar
que estaba un poco loca. No le faltaba razón. Inés sacudió la cabeza y compuso una sonrisa
despreocupada.
—Tengo un millón de cosas en la cabeza y a veces me cuesta encontrar las que necesito.
¿Te toca ir a quirófano? —añadió con rapidez para disipar el momento incómodo.
—No, no. Hoy tengo consulta. Por cierto —dijo mientras echaban a andar por el pasillo en
dirección a la cafetería de personal—, tienes que decirle a ese marido vikingo tuyo que todavía
estoy esperando a que venga a verme después de la cirugía de su codo. Entiendo que está todo
bien, pero me gustaría echarle un vistazo.
Inés soltó un suspiro resignado. Típico.
—Este hombre es imposible en temas de salud: no se pone protector solar, no acude a las
revisiones, ¿qué hacemos con él, Boris? —preguntó solo a medias en broma.
El enorme traumatólogo soltó una carcajada y alzó las manos en un gesto expresivo y lleno
de fuerza.
—Si tú no puedes con él, ¡nadie podrá! Llegamos al mismo tiempo al San Lucas, ¿lo
sabías? —dijo en un arranque de confianza que Inés no se esperaba—. Nos corrimos unas buenas
juergas los dos. Sí, señor. Buenos tiempos. A ver si repetimos un día de estos.
Inés se detuvo y clavó su mirada gris en él. Alto, grueso, potente. Con el pelo entrecano
cortado a cepillo y una pose imponente. Su rostro parecía estar cincelado a hachazos, con unos
rasgos duros, casi toscos, pero atractivos. Muy atractivos.
—Me lo puedo imaginar perfectamente. Menudo peligro, Erik y tú. ¿Echas de menos a tu
compañero de andanzas? —preguntó con toda la malicia que fue capaz de reunir, teniendo en
cuenta que estaban en mitad del pasillo central y que no eran precisamente íntimos—. Porque está
retirado del ruedo. Por si no lo sabías.
El enorme ruso compuso una expresión de pánico y enrojeció hasta la raíz del pelo.
Comenzó a tartamudear e Inés reprimió las ganas de soltar una carcajada.
—¡No, no! Me refería a tomarnos un whisky y recordar nuestras conquistas. Es bueno para
el whisky, el vikingo. —Con cada palabra se hundía más y más en el agujero. Inés alzó las cejas
—. Quiero decir…, ahora es un hombre casado. Jamás volvería a las orgías que nos montamos.
¡Alguna vez! ¡Solo fue una vez!
Decidió rescatarlo del embrollo en el que él mismo se había metido.
—No te preocupes, Boris. Sé muy bien quién es mi compañero de vida. —Como en una
inspiración, se le vino a la mente su hermana. Loreto. Sin follar desde hacía dos años. Él podría
ser un candidato a romper la mala racha. Decidió arriesgarse—. Para una orgía, no. Pero si
alguna noche te invitamos a cenar, ¿te animarías a venir? Te recuerdo que tenemos dos niños
pequeños.
Boris volvió a reír y pareció derrumbarse al aliviar la tensión que se había apoderado de
sus hombros. Resopló y asintió con vehemencia.
—Claro que sí. Estaré encantado de visitaros. ¡Y me encantan los niños! —dijo con tono
de protesta—. Que sea un poco… Que me guste divertirme no quiere decir que no pueda
comportarme en una cena normal.
—Perfecto. Hablaré con Erik y buscaremos un hueco.
—¡Bien! Ahora tengo que irme, llego tarde a la consulta —dijo mirando el reloj en su
muñeca—. Y dile a ese vikingo tuyo cabezón que tiene que venir a verme para, al menos, hacer
una prueba de imagen y ver cómo va.
En su mente, empezó a maquinar un encuentro que prometía muchísimo. Loreto tenía que
salir de ese bloqueo sexual.
—¿Todo bien? Llegas un poco tarde —dijo Erik cuando se inclinó a darle un beso rápido
en los labios. Inés sonrió sobre su boca antes de contestar, disfrutando de esos segundos escasos
de sentir la piel masculina y percibir su aroma personal.
—Me he encontrado con Boris en el pasillo. Te manda saludos y toda su nostalgia por los
tiempos pasados —respondió Inés con una media sonrisa—. Algún día de estos tenemos que
invitarlo a cenar. ¡Y me ha dicho que no has ido a la consulta de control por tu brazo!
—Un caballero no tiene memoria —huyó Erik por la tangente—. Y mi brazo está perfecto.
A veces noto un mínimo hormigueo tras una cirugía larga —confesó mientras estiraba la
extremidad, y abría y cerraba la mano. Apretó el puño y sacó bíceps—, pero, por lo demás, está a
pleno rendimiento.
Inés se quedó paralizada. No podía creerlo.
—¿Sientes hormigueo? ¡No me habías dicho nada! Quiero que vayas a la consulta esta
semana a más tardar —dijo poniéndose seria. Posó los dedos sobre el antebrazo poderoso y lo
acarició—. Prométeme que irás.
Erik puso los ojos en blanco y apretó los labios en un gesto de rechazo.
—Estoy bien, kjaereste. De verdad. No sé ni por qué te lo he mencionado.
—Aun así. Quiero que vayas. ¡Hazlo por mí! —Inés no estaba dispuesta a dejarlo pasar.
Recordó la angustia y el pánico de Erik, los que ella misma sufrió, ante la mera idea de no poder
operar—. No volveré a darte la lata, pero cuéntale a Boris lo que me has contado a mí, ¿de
acuerdo? Sin omitir detalles.
—Sin omitir información. De acuerdo. Pero te repito que no es nada. —Empujó el café
con leche que ya había pedido para ella y alzó las cejas en un gesto que decía a las claras que no
quería seguir hablando del tema—. ¿Qué tal ayer la salida de chicas?
—Todo bien. Nacha necesitaba que la sacaran de casa. Loreto y ella congeniaron muy bien
con Andrea. Tenemos que repetir —dijo Inés sin querer darle demasiados detalles de los
problemas femeninos que allí habían tratado—. Y en la consulta, se confirmó que el bebé de la
malformación cerebral es una anencefalia.
—Vaya. Un buen palo para los padres —masculló Erik, cuyo rostro se ensombreció al
conocer el diagnóstico—. ¿Van a abortar aquí en el San Lucas?
Inés negó con la cabeza y dio un sorbo al café. Se refugió por un instante en la compañía
serena de Erik a su lado y las voces entrelazadas de la cafetería.
—Los padres no se lo han tomado demasiado bien. Se marcharon bastante disgustados y
van a pedir una segunda opinión —dijo Inés, en cierto modo enfadada por no haber sido capaz,
junto a Andrea, de zanjar el asunto aquella misma tarde—. Solo espero que caigan en unas manos
competentes y que no les den falsas esperanzas o cambien el diagnóstico. ¿Y tú? ¿Todo bien en el
quirófano?
—Perfecto, como siempre —respondió su vikingo con una sonrisa cargada de suficiencia.
No cambiaría jamás—. ¿Quieres ver algo impresionante? —Sacó su móvil y buscó un vídeo—. La
misma cirugía que hemos hecho esta mañana, versión Leonardo. Fíjate.
Inés se inclinó con curiosidad sobre la pantalla, que mostraba el campo quirúrgico, muy
estrecho, de una reparación valvular mitral con el instrumental del Da Vinci. Los brazos robóticos
articulados se movían con precisión micrométrica, sin generar casi sangrado, con un zumbido
electrónico que recordaba al de un ventilador.
—Parece magia —dijo Inés con admiración.
—Es ciencia. Es Medicina, liten jente. Con mayúsculas —corrigió él, con los ojos
brillantes por el entusiasmo—. Estoy deseando que llegue el material y empezar a aplicar lo que
he aprendido. El San Lucas va a marcar la diferencia con esta inversión. Estoy seguro.
Inés no quería pincharle el globo. Ni fastidiarlo con trivialidades económicas. Pero no
pudo evitarlo.
—Erik, ¿has hablado con la doctora Rodríguez?
—¿La doctora quién? Fíjate en la exactitud con la que se realiza la sutura. Es cierto que el
doctor Gorostiza, el que está operando, es un cardiocirujano brillante, una de las mejores manos
que he visto en mi vida —reconoció como si calibrase que pudiera llegar a ser mejor que él—,
pero es el Da Vinci el que hace la diferencia. Cuando vayamos a Mallorca este verano, me
gustaría ir a visitarlo a Bilbao.
—Teresa Rodríguez. La jefa de Medicina Interna. Presentó su renuncia en la reunión del
miércoles, ¿recuerdas?
Inés no pudo evitar el tono de fastidio. Se suponía que el hospital haría el esfuerzo de un
contrato completo para Medicina Interna y así evitar una catástrofe, pero estaba claro que para
Erik no era una prioridad.
—Sí, hablaré con ella hoy. No quería dar a entender que estamos desesperados —dijo él
con un gesto despreocupado de la mano—. Ni quiero que esto sirva de precedente para que me
presionen. No me gusta que me pongan entre la espada y la pared. Sé cómo funciona esto, yo
mismo utilicé esa baza para conseguir mis objetivos con la gerencia anterior.
—¿Quieres que hable yo con Teresa? Creo que puedo mediar en este asunto sin que
parezca una concesión desmesurada. —Inés se mordió la lengua para no reír. Erik estaba
probando su propia medicina y no le gustaba ni un pelo—. Déjamelo a mí, o acabará renunciando
en bloque todo el departamento de Medicina Interna.
Erik la miró con una sonrisa enorme y cierto alivio en la expresión de sus ojos.
—Perfecto. Lo dejo en tus manos. La verdad es que no lo había pensado, nunca sé hasta
dónde quieres implicarte realmente —dijo como disculpándose por no haberla considerado en
primer lugar—. Y es cierto que para estas cosas tienes mano izquierda. Mucho más que yo. Me
voy al quirófano, ¿me cuentas en qué queda?
—Por supuesto. ¿Nos vemos a la hora de comer?
—Depende de la cirugía. Si tuviésemos ya el Da Vinci, disminuiríamos los tiempos
quirúrgicos —gruñó mientras retiraba la silla para que Inés se apartara de la mesa. Caminaron
juntos hacia el pasillo central—. No veo el momento en que nos den luz verde por parte del
equipo económico.
Inés se echó a reír y colocó su flequillo rubio. No pudo evitar deslizar la yema de los
dedos por la línea de su mandíbula.
—Pareces Magnus rabiando porque quiere un juguete nuevo. Paciencia. El hospital tiene
otras prioridades.
Erik se inclinó sobre ella, lanzó una mirada rápida para comprobar que estaban solos, y
depositó sobre sus labios un beso húmedo y sensual, aún más precioso por su brevedad.
—Ya veremos. Estoy dispuesto a pagarlo de mi propio bolsillo si no lo aprueban ya. Nos
vemos esta tarde.
Inés lo contempló alejarse con el caminar contenido y elegante que lo caracterizaba. Todos
sus movimientos irradiaban seguridad. No tenía ninguna duda de que conseguiría lo que quería,
pero ¿era eso lo más conveniente para el San Lucas? Echó un vistazo al móvil y apretó el paso
hacia la consulta. Si quería resolver el tema de la doctora Rodríguez esa misma mañana, tenía que
darse prisa.

El Tiramisú otra vez. Tenían que darle acciones o algo. Pero cuando propuso a Teresa comer
juntas y verse en la tesitura de escoger ella misma el lugar, fue lo primero que se le ocurrió. Entró
en la terraza acristalada y escaneó las mesas para identificarla. Ralentizó el paso para estudiar su
rostro, que no auguraba nada bueno. La carta del menú no escondía el rictus obstinado y una
mirada cargada de determinación.
—Buenas tardes, Teresa. ¿Todo bien? Un agua fría con hielo y limón —dijo Inés, cazando
al vuelo al camarero que pasaba junto a su mesa.
—Todo bien. Agua para mí también. Puede llevarse la carta. Y traer la cuenta.
Inés se detuvo en el gesto de quitarse la chaqueta. De acuerdo. Quería guerra y no iba a ser
fácil. Detuvo al camarero justo cuando se marchaba.
—Por favor, traiga unas aceitunas, un queso provolone y unos palitos de ajo para picar
junto con el agua —dijo con una sonrisa. Se conocía la carta de memoria, y al menos eso
prolongaría un poco la conversación. El provolone con pan era irresistible. Teresa seguía con cara
de póquer, pero era su misión ganarla de vuelta para la causa del San Lucas—. No sé si has
recibido la nueva propuesta —comenzó dirigiéndose a ella con precaución, tanteando el terreno.
—La he recibido. Me lo estoy pensando, Inés. Pero no quiero que me presionen —contestó
con incomodidad. No hacía más que mirar hacia la salida. La llegada del camarero con las
bebidas disipó un poco la tensión—. No pensé que tuviera que dar una respuesta inmediata, y lo
cierto es que el puesto en la Clínica Alemana sigue en pie. Me lo han confirmado esta misma
mañana.
Inés reprimió un gruñido. La fuga de cerebros del San Lucas a la clínica privada más
potente de Santiago había sido una hemorragia masiva difícil de contener, y ahora esto. Sonrió y
asintió, comprensiva.
—No quiero presionarte. Es solo que me gusta que haya una comunicación fluida entre la
dirección del hospital y los distintos servicios —explicó Inés con asertividad—. Un sobre de
correo interno con unos folios me parece demasiado frío. Solo quería conversar en un ambiente
más cordial y neutro sobre lo que Medicina Interna necesita.
Teresa soltó una risita y se metió en la boca un par de aceitunas. Bien. Primer paso para
abrir la veda.
—Las reuniones de los miércoles son inútiles justamente por eso, doctora Morán. Ni son
cordiales, ni son neutras —dijo a bocajarro. Inés se alegró de conseguir que se relajara lo
suficiente como para decir lo que pensaba—. El doctor Thoresen maneja el San Lucas como si
fuera un puñetero señor feudal. Es de risa. Y los jefes de los servicios quirúrgicos son sus
caballeros vasallos. El resto, ¡pobres plebeyos que no esgrimen la espada-bisturí! —exclamó e
hizo un gesto con el cuchillo cual espadachina. El tono de voz destilaba un agudo sarcasmo.
—Por eso estoy yo aquí. Por eso he retomado las reuniones. Quiero hacer un poco de
contrapeso a favor de las especialidades médicas —dijo Inés con tono conciliador y una sonrisa
cómplice. Teresa le lanzó una mirada mordaz.
—Inés. Eres un cielo. Pero, hasta ahora, solo has sido una espectadora más —rebatió sin
piedad y con bastante condescendencia—. No dudo de tus buenas intenciones, pero el doctor
Thoresen lleva la batuta de este hospital, por no decir el látigo, sin que nadie le chiste. Esa es la
realidad.
Vaya palo. Inés se tragó su orgullo y las ganas de replicar a la demoledora afirmación. Ya
meditaría después con calma cuánto de razón había en ella. Si enganchaba ahora, saldría
perdiendo, y, además, se desviaban del tema. Empleó todos sus recursos para que no se notara lo
mucho que le habían dolido sus palabras.
—Volviendo a la situación de Medicina Interna, entiendo que la Clínica Alemana te
parezca una alternativa atractiva. Pero ¿no está su servicio un poco masificado? —Se había
preocupado de averiguar cómo estaban después de que Teresa revelara en la reunión que contaba
con una oferta—. Aquí, en el San Lucas, llevas varios proyectos de investigación. Sabes que son
pacientes del hospital, no del médico. No podrías seguir con los proyectos en marcha.
Touché. Por su cara de haber chupado un limón, había dado en un punto sensible.
—Eres madre. Pocos hospitales ofrecen mejores condiciones para la conciliación familiar
que el San Lucas —añadió Inés al ver que ella titubeaba—. Aunque parezca que no me implico
demasiado, te aseguro que para mí esa negociación ha sido y es siempre una prioridad.
—Eso es cierto —reconoció la mujer casi a regañadientes. Cogió un pan de ajo y lo untó
en el queso cremoso y caliente, aderezado con tomate natural y orégano. Parecía pensar.
—El doctor Thoresen tiene una visión del hospital a largo plazo, prevé situaciones y
problemas que, desde fuera, ni siquiera se llegan a intuir —añadió Inés, cerrando filas con Erik
para dejar claro que ella formaba parte de su equipo—. Mi labor es el corto plazo, y si te vas, se
genera un problema importante para tu servicio. No te cuento nada que tú no sepas.
—Lo sé. Y siento ser la causante de que las cosas se pongan peor, pero en cierto modo es
un fracaso para mí, Inés —dijo Teresa endureciendo el tono de voz—. Hace más de un año que
insisto en ese maldito contrato, y el doctor Thoresen no hace más que ignorarme. O esa es la
impresión que daba. ¿Y ahora ofrece un contrato de guardias?
Inés tomó aire lentamente. Lo soltó. Teresa estaba enrocada en su posición. Herida por el
ninguneo de Erik. Cabreada por no conseguir lo que quería. Era el momento de ceder un poco.
—Pero ahora hemos reconsiderado la situación y decidido primar las necesidades a corto
plazo —dijo con calma. Teresa había recibido las nuevas condiciones aquella misma mañana,
pero se estaba regodeando—. El contrato de guardias se ha transformado en un contrato a tiempo
completo y tu renuncia no ha tenido nada que ver.
—¿No? —dijo Teresa con tono despectivo, pero sin esconder su curiosidad.
—No has oficializado tu renuncia. Yo misma lo he comprobado en Personal.
—Quería esperar a que acabase el mes. Por un tema económico. —Enrojeció un poco. Inés
no se lo tomó en cuenta. Era entendible.
—Tenemos otros médicos interesados en trabajar en el San Lucas, Teresa. Si decides
formalizar tu salida, otros se beneficiarán de los contratos resultantes de todo este lío —dijo Inés,
ahora implacable. Después de las concesiones, venía la realidad: que desde Dirección no estaban
dispuestos a aceptar chantajes—. Está en tus manos decidir. Te quedas tú y vuestro antiguo
residente. O se queda otro, y vuestro antiguo residente.
Abrió las manos en un gesto cargado de obviedad. Estaba claro. Su marcha iba a
precipitar un buen desastre, sí. Pero nadie era imprescindible y su puesto se cubriría sin
demasiados problemas.
Esperó en silencio su respuesta. Casi veía los engranajes de su cerebro rodar a toda
velocidad. Si se marchaba, otros se beneficiarían de lo que ella había conseguido tras un año de
dura pelea. Si se quedaba, mejoraba su situación y la de su servicio. Lo único que tenía que hacer,
e Inés sabía que no era nada fácil, era recular, tragarse su orgullo, y no firmar su renuncia.
—Yo…, bueno. Me gustaría pensármelo.
Inés sacó el monedero de su bolso y pagó la cuenta. Se puso la chaqueta y sonrió.
—Sin problema. Puedes venir a hablar conmigo o con el doctor Thoresen mañana —dijo
con suavidad, pero acotando a veinticuatro horas el plazo de respuesta—. Mientras, iré revisando
currículos. Gracias por acceder a reunirte conmigo.
Al día siguiente, Teresa Rodríguez la esperaba en su despacho.
Inés disfrutó de aquel triunfo. Tenía que implicarse más en la dirección y gestión del San
Lucas. Tenía madera. Tenía las ganas y la ilusión. Dependía de ella hasta qué punto hacerlo.
Aquella batalla marcaría un antes y un después.
Cenas y otras actividades

Erik terminaba de abotonarse la camisa ante su atenta mirada. ¿Qué tenían las camisas blancas,
que despertaban instintos tan primitivos en ella? No. No era la prenda. Era la manera en que caía
como un guante sobre los hombros de Erik, el modo en que el algodón se ceñía en torno a sus
brazos, el gesto de sus manos abrochando con precisión cada botoncito.
No pudo resistirse. Saltó de la cama, desde donde lo observaba, y deshizo su trabajo. Con
la misma lentitud premeditada con la que él la había estado provocando durante todo el proceso.
Uno a uno. Con la mirada clavada en los ojos azules, que primero reaccionaron con irritación y
después se suavizaron para destellar una chispa de diversión.
—¿Cuáles son tus intenciones? Porque vamos a llegar tarde a nuestra propia cena —
advirtió casi sin despegar los labios sensuales—. No es que me importe demasiado, pero son tus
invitados.
Inés lo ignoró. Los niños ya estaban acostados en su habitación. Desde que empezaron
juntos la guardería, decidieron que compartirían también las horas de dormir. Magnus parecía
haberse contagiado de la disciplina de su hermana en sus rutinas de sueño y, al no sentirse solo, ya
no se levantaba en busca de la compañía de los mayores. Al menos, no siempre. Todo un acierto.
—¿Desde cuándo te preocupas tanto por las convenciones sociales? —preguntó Inés,
mientras abría el campo recién descubierto de su pecho y se refugiaba en él. Deslizó las manos
por sus hombros y terminó de quitarle la camisa. Solo el bóxer la separaba de él—. Es temprano.
La cena está lista. Y Loreto quedó en darme una llamada perdida cuando saliera de su casa.
Ella aún vestía el batín corto de seda que usaba tras la ducha y Erik tiró de la lazada para
dejarla abierta.
—En ese caso, vuelvo a preguntarte. ¿Qué intenciones tienes? Porque supongo que tienes
un plan —dijo mientras rodeaba su cuello con el cinturón de seda, obligándola a alzar el rostro
hacia él—. Cuéntamelo.
Inés sonrió con languidez. Notó la tela sobre su garganta al tragar saliva y entreabrió los
labios. Su respiración se agitó. Él enrolló una vez los extremos de las cintas en ambas manos y
tiró suavemente, hasta que sus pechos se aplastaron contra el torso desnudo.
—Nada en especial. Es solo que me gusta mucho cómo te queda esa camisa. Tanto, que no
quiero que nadie más te vea con ella —confesó con lascivia en el tono de voz. Erik la tenía bien
sujeta por el cuello, pero nada retenía sus manos. Buscó a tientas, porque no podía bajar la
mirada, la cinta elástica de su ropa interior y metió los dedos en busca de su presa—. Pero si a ti
se te ocurre algo, ya sabes que yo estoy más que dispuesta.
Agarró su polla con fuerza y Erik respondió con un tirón de las cintas que las apretó en
torno a su cuello todavía más. Inés jadeó. Aquello disparó su excitación. Sabía que era un juego
peligroso, pero se sentía plenamente segura en sus manos y no exhaló queja alguna. Erik la miró,
intrigado.
—Eres perversa, liten jente. Cuando pienso que ya he descifrado todos tus secretos, me
sorprendes con algo así. —Dio otra vuelta de la cinta entre sus manos. A Inés no le quedó más
remedio que ponerse de puntillas. Una humedad caliente e inesperada empapó su sexo—. Hoy
tenemos poco tiempo, pero esto abre un campo de juegos que me encantaría explorar. ¿Y a ti?
Ella asintió con dificultad. Erik la tenía por completo inmovilizada y casi no podía mover
la cabeza. Se aclaró la voz, le costó articular las palabras, que salieron como un graznido.
—Sabes lo mucho que me pone que me agarres del cuello. Que me muerdas y me beses —
dijo en un susurro ronco—. Supongo que esto es… jugar a un nivel superior.
Erik dejó caer una sonrisa sensual de sus labios. La situación lo estaba poniendo a mil.
Sentía sus pezones duros, los pechos turgentes, empujar contra su cuerpo. Su erección de acero,
atrapada entre ambos, rozaba ese punto delicioso en el que la excitación se convertía en dolor. La
manera en que Inés se sometía a sus deseos lo volvía loco. La urgencia por penetrarla espoleó su
lujuria y gruñó por la impotencia de no tener diez manos y acceder a todos los puntos candentes de
su cuerpo a la vez. Hundir los dedos en su sexo, frotar su clítoris hasta la locura, apretar cada una
de sus tetas, pellizcar cada pezón. Abarcar cada una de sus nalgas con otro par y jugar con su ano
pequeño y prieto. Se echó a reír.
—¿Qué? —dijo ella con un sonido ronco.
—Este juego tiene un inconveniente. No puedo tocarte.
Inés tragó saliva. Alzó los ojos grises y brillantes, vidriosos por la lujuria. Sus labios
perfilaron una sonrisa diabólica y sexy.
—No hace falta. Si sigues apretando, me voy a correr —confesó.
Erik la hizo retroceder hacia la cama. ¿Se atrevería a hacerlo? El cuerpo de Inés vibraba
entre sus manos. La tela estaba tan tirante que casi podía ver el latido acelerado de sus carótidas a
través de la seda. Ella seguía masturbándolo, lentamente, en un vaivén delirante, presionando un
poco más en el glande, volviéndolo loco.
—¿Sí? Palabra de seguridad —exigió. Si iban a jugar duro, mejor recordar los límites.
—Glaciar —articuló con dificultad.
Apretó. El sonido de su respiración se hizo sibilante. Ella correspondió aferrando su polla
con más fuerza. Apretó un poco más. Inés se estiró, las piernas de bailarina sosteniendo su cuerpo
al límite, pero volvió a contraatacar y Erik dejó escapar un gruñido de dolor. Cerró los ojos hasta
que se le saltaron las lágrimas. Rechinó los dientes para controlar los espasmos de su erección,
que vibraba con vida propia.
—¡Ah, Inés! —gritó, a punto de caer al abismo.
—Más —exigió ella.
Obedeció. Tensó una vez más los extremos de la cinta de seda en sus manos y los ojos de
Inés se pusieron en blanco. Su cuerpo perdió tono y sus piernas cedieron. El gemido bronco que
exhaló fue más de lo que pudo soportar. No iba a permitir que se desaprovechara aquel orgasmo
desconocido.
Soltó la cinta e Inés boqueó, arrancada de cuajo de su nirvana. La levantó del culo, la tiró
sobre la cama y se dejó caer sobre ella sin piedad. La penetró sin contemplaciones, con saña. Con
un gruñido áspero replicando cada embestida.
—¡Erik, por favor! ¡Por favor! —sollozó Inés, contorsionándose por un placer excelso
bajo su peso. Unas lágrimas rodaron por sus mejillas.
Él sonrió con arrogancia. Llegaba a tiempo. Notó cómo su sexo lo ceñía en su interior con
avaricia entre espasmos. Con contracciones potentes y rápidas que lo empujaron a una caída
vertiginosa también a él.
—Svarte Helvete! —gritó al desplomarse sobre el cuerpo laxo de su mujer.
No fue capaz ni de elevarse sobre los codos para aliviarla al menos de un poco de peso.
Ella, además, se aferraba a sus hombros como si tuviese miedo de caer. Con un esfuerzo titánico,
se separó unos centímetros para comprobar la expresión de su rostro. Una sonrisa beatífica,
envuelta en sopor, lo hizo sonreír a él también.
—Joder, Inés. —Resopló y dejó reposar su cabeza durante unos segundos en el hueco entre
su hombro y su cuello. Inspiró con fuerza la mezcla de aroma de coco, sudor y sexo que emanaba
de su piel. Se sorprendió al notar que su pene se desperezaba.
—Ay, Erik… Te quiero. Joder…
Inés dijo un par de palabras inconexas. No era capaz de más. Erik, otra vez, la había hecho
pedazos a golpe de orgasmos. Ni siquiera sabía que podía correrse de esa manera. Y después.
¡Oh, después! Cuando la soltó, volver a llenar de aire sus pulmones lo hizo aún mejor. ¿Se podía
oxigenar un orgasmo? No lo sabía. Porque después se la había follado con esa furia. Esa rabia.
Esa dominación de la que hacía gala siempre y a la que ella no podía resistirse.
—Estamos un poco locos —dijo Erik, apartando la melena de su rostro. La besó en los
labios e Inés intentó retenerlo entre sus brazos—. ¿Habías hecho esto antes?
—Nunca. ¿Y tú?
Erik negó con la cabeza. En sus labios pendía una pregunta, pero un móvil sonó un par de
veces en una llamada perdida encima de la mesilla y el interrogante quedó pendiente.
—Loreto. Tenemos quince minutos. Lo que tarde en llegar en coche hasta aquí.
Inés sintió que se le iba la cabeza cuando él la levantó de la cama y la llevó a la ducha. De
buena gana se habría quedado durmiendo hasta el día del juicio final. Erik se dejó llevar por la
inusitada energía que siempre lo embargaba tras el sexo. Ella logró a duras penas maquillarse y
vestirse en tiempo récord, intentando recomponer los pedazos de su pobre cerebro, que parecía
haber estallado en un millón de partículas.
—¡Hola, Boris! Pasa, ¿qué me has traído? —dijo Inés tras intercambiar un beso en la
mejilla. Llegaba el primero. Mejor. Recibió una bolsa de una conocida tienda gourmet de la
ciudad.
Él se encogió de hombros y sonrió con timidez.
—No soy muy original. Le pregunté a Erik y me dijo que te gustaba el vino blanco y los
chocolates. He traído un riesling y bombones belgas. ¿Está bien? —Husmeó el aire en un gesto
que la hizo reír y se palmeó el estómago en un gesto expresivo de hambre—. ¡Esto huele que
alimenta! ¿Qué hay de comer?
—Hay algunos entrantes y tomaremos salmón con verduras de plato principal. Ven. Vamos
a tomar algo mientras llega mi hermana.
—Mientras llega, ¿quién? —preguntó con curiosidad mientras lo llevaba del brazo al
salón.
A Loreto tampoco le había contado con quién iba a encontrarse cuando la invitó a cenar.
Solo le dejó bien claro que tenía que ponerse guapa, venir sin los niños y que sería una especie de
cita a ciegas.
—La invitación no va con la idea preconcebida de nada —mintió como una bellaca. Boris
era ideal. Atractivo, desinhibido, con el descaro perfecto para hacerle contrapeso al excesivo
recato de su hermana—, solo creo que puede ser una buena idea. Congeniaréis bien.
Loreto llegó cuando el ambiente ya se había relajado con una copa de vino y algunos
aperitivos. Inés la miró de arriba abajo.
—¿Qué pasa? ¿No estoy bien? —preguntó insegura. Inés dudó tan solo un segundo.
—Estás estupenda. Vamos.
Lo estaba. Solo que la idea de su hermana de estar estupenda era ir vestida de alta
ejecutiva para ir a la oficina. Llevaba una falda ceñida hasta la rodilla de color negro con una
pequeña abertura lateral, y una camisa de seda púrpura abotonada hasta el cuello con una lazada.
Era elegante. Incluso sexy, porque la tela satinada se ceñía bien a sus curvas. Pero solo le faltaban
los impertinentes para personificar a la señorita Rottenmeier de Heidi. Inés suspiró y echó a andar
tras ella hacia el salón, desde donde se escuchaban las risotadas de Boris y Erik. Los dos se
levantaron cuando hicieron su entrada triunfal.
—Boris, esta es mi hermana, Loreto Morán. —Inés sonrió al ver las miradas de
calibración que sopesaban la mercancía. Era divertido estar en las gradas y ser testigo de cómo se
fraguaban estas cosas desde cero—. Loreto, Boris Radic. Es traumatólogo en el San Lucas,
probablemente os habréis cruzado en alguna de las reuniones iniciales del traspaso del hospital.
Intentó mantener a raya las ganas de reír al ver la profunda impresión que el ruso había
causado a su hermana. Loreto había tenido que girar la cabeza hacia arriba para abarcar toda su
altura. Y eso que llevaba unos buenos tacones.
—Sí. Claro que me había fijado en ti. Encantado de conocerte —dijo Boris con una
sonrisa depredadora. Minipunto para él. Inés intercambió una mirada con Erik.
—Oh, ahora mismo no me acuerdo —se hizo la despistada Loreto. La delataba el rubor de
sus mejillas. Inés habría apostado la caja de bombones belgas a que sí se había fijado en él.
Los cuatro se sentaron en torno a la mesa auxiliar con el aperitivo. Boris tomó la iniciativa
y le sirvió una copa de vino a su hermana. Era curioso verlos interactuar. Erik la cogió de la mano
y comenzó a hacer girar sus anillos en el anular izquierdo mientras bebía algún sorbo de vino. Los
dos escuchaban su tonteo como si se tratase de un documental de apareamiento del National
Geographic.
—Dime, Loreto. ¿A qué te dedicas?
Los dos se sentaron en el mismo sofá, bastante cerca el uno del otro. Ella, muy tiesa, con
las rodillas muy juntas y la espalda estirada. Parecía haberse tragado una estaca. Boris estaba
mucho más distendido.
—Soy abogada. Me dedico principalmente a asuntos financieros, como la adquisición del
San lucas —dijo ella. Inés apretó los labios para no reír. A Erik le faltaba sacar las palomitas. Su
hermana no paraba de tocarse el pelo, de acariciarse los muslos, de llevarse los dedos a la cara.
Parecía que el ruso le había dado fuerte. Boris estaba curiosamente contenido en contraste. Se
había sentado con el talón sobre la rodilla, como si de un interrogatorio se tratase, con la copa de
vino en la mano, en una pose imponente—. ¿Y tú? ¿A qué te dedicas?
Erik disimuló una tos ahogada. Inés miró al techo en busca de paciencia. Joder. Se lo
acababa de decir hacía quince minutos. Boris no se dio por aludido.
—Soy Traumatólogo, especializado en extremidad superior. Sobre todo, en codo —dijo
como si fuera la cosa más fascinante del mundo—. ¿Sabías que en el movimiento de la
articulación participan tres huesos y ocho músculos distintos?
Loreto se echó hacia atrás en un movimiento de rechazo.
—Guau. ¿De verdad esa frase te sirve para ligar con las mujeres?
Ay. ¡Alerta roja! ¡Alerta roja! Inés se levantó sorprendida por la reacción lapidaria de su
hermana. Era cierto que la frase de Boris no había sido muy afortunada, ¿cómo se le ocurría soltar
semejante estupidez?
—Por favor, ¿pasamos al comedor?
—Claro, vamos. Coged vuestras copas. —Erik ya no escondía la sonrisa de su cara.
Ofreció el brazo a Inés y se inclinó hacia ella en un gesto cargado de complicidad. —Tu hermana
no tiene piedad. Creo que Boris ha encontrado la horma de su zapato.
—Calla —replicó ella en un susurro—, no sé por qué se ha puesto de repente tan a la
defensiva. ¡Al principio todo iba muy bien!
Se sentaron a la mesa, y se generó una tensión curiosa. Inés y Erik iniciaron una
conversación ligera con la idea de amenizar la velada, pero se transformó en una especie de acoso
y derribo de preguntas y puyas con dobles sentidos. Por más que intentaban reconducir la
conversación hacia un tono más moderado, Boris y Loreto se enganchaban en una lucha dialéctica
a la menor provocación. Pronto se sintieron como si sobraran en la mesa. O, más bien, como si
estuvieran asistiendo a un partido de tenis o de pimpón.
—¿Fuiste a un colegio de monjas? —preguntó Boris cuando Erik e Inés comentaron
brevemente su paso por la facultad de medicina por tener un tema inofensivo del que hablar,
cuando ya terminaban el postre.
—No —dijo Loreto sorprendida—. ¿Por qué lo dices?
—Por el uniforme que llevas puesto.
—¡Ja! —replicó ofendida. Le echó una mirada burlona de arriba abajo—. Yo al menos
visto con un poco de gusto. Tú pareces salido de una serie B de narcotraficantes.
—Bueno, bueno, bueno. Espero que os haya gustado la cena —dijo Inés alarmada ante el
cariz que estaban tomando los acontecimientos—. ¿Queréis algo más? ¿Tomar una copa? ¿Más
vino? —ofreció por decir algo. Le dieron ganas de agitar la servilleta en el aire a modo de
bandera blanca.
Su hermana negó con la cabeza y forzó una sonrisa. Echó un vistazo rápido al reloj y se
levantó de la mesa.
—No, no. Muchas gracias, Inés. Creo que ha sido más que suficiente por hoy —dijo
lanzando una mirada significativa hacia el ruso, que estiraba las solapas de su americana con el
ceño fruncido. Inés supuso que todavía se preguntaba cuál era el problema de la tela satinada
negra y de la camisa de pequeños logos de Yves Saint Laurent en gris—. Mañana Julito tiene
partido y tenemos que levantarnos temprano, así que creo que me marcho, si no tenéis
inconveniente.
—No, claro que no —dijo Inés, desconcertada. No esperaba que su hermana optara por
una huida tan frontal, pero pensándolo bien, la noche no había sido lo que esperaban, pese al
inicio prometedor. Los cuatro se acercaron hasta la puerta.
Loreto cogió su bolso, se despidió de ella con un abrazo, se acercó a Erik para darle un
beso en la mejilla y se volvió hacia Boris con un gesto brusco de la cabeza.
—Adiós, Boris. Ha sido una velada…interesante.
—Adiós. Loreto. Lo mismo digo.
Los tres la observaron marcharse con movimientos elegantes, y con una rapidez digna del
busca de la Unidad Coronaria Móvil. Se quedaron de pie, en el vestíbulo, en medio de un silencio
incómodo e Inés se vio obligada a hacer algo. Decir algo. Excusar a su hermana de algún modo
por aquel comportamiento tan hostil.
—Lo siento mucho, Boris. Loreto está un poco estresada estos días. Tiene mucho trabajo
en el bufete, y…
—No te preocupes. No hay problema —interrumpió el ruso, que alzó una mano y sonrió
con arrogancia—. Me gustan las mujeres difíciles y me da la impresión de que tu hermana va a ser
todo un desafío. Creo que yo también voy a dejarlo aquí por hoy. Muchas gracias por la velada.
Ha sido, de verdad, muy interesante. Nos vemos en el hospital.
Erik e Inés agitaron las manos en gesto de despedida desde el porche mientras Boris
conducía su enorme Hummer, tan masivo como él, hacia el portalón de salida.
—Recuérdame que nunca, nunca, nunca jamás haga de nuevo de Celestina —dijo con
fastidio mientras volvían a entrar en casa—. Menudo fiasco.
—A mí no me ha parecido tan terrible —opinó Erik entre risas. La abrazó por los hombros
y le dio un beso en la mejilla—. Tensión sexual no resuelta, lo llaman. Creo que Loreto ha entrado
en pánico cuando Boris le ha entrado de manera más directa, eso es todo.
Inés le lanzó una mirada incrédula, pero dispuesta a concederle el beneficio de la duda.
Quizá su visión masculina se acercaba un poquito más a la realidad. Ojalá fuera así.
—¿Tú crees?
Él se encogió de hombros y alzó las cejas. No parecía darle demasiada importancia a la
catástrofe sucedida bajo su techo.
—Al principio parecía interesada.
—¿Y quién demonios se viste así? ¿Viste que llevaba una cadena de oro del grosor de mi
dedo meñique? —dijo Inés con cierta malicia. Nunca lo había visto vestido de calle fuera del
hospital y no pudo evitar el comentario—. ¡Loreto tiene toda la razón! Es un poco hortera.
Erik se detuvo en seco con la diversión bailando en sus ojos ante su comentario.
—Las mujeres a veces sois unas brujas.
—¡Eh! ¡Fue él el que insultó primero a mi hermana llamándola monja! —se defendió Inés
indignada. Los dos se echaron a reír. Había sido una velada curiosa, eso era cierto.
Cerraron la puerta con llave y subieron las escaleras. Pasaron delante de la habitación de
los niños e Inés sonrió, enternecida. Martina estaba en la cama de Magnus y dormían en un
revoltijo de cojines, peluches, chupetes y mantitas. Erik la levantó con sumo cuidado y la llevó
hasta su propia cuna.
—¿Cómo crees que ha salido de aquí? —preguntó Erik, intrigado.
—Sospecho que Magnus sabe cómo subir y bajar el lateral. Nos ha visto hacerlo mil veces
—susurró Inés. Besó a sus hijos en la frente y se arrancó del hechizo de velar su respiración—.
Vamos a la cama.
No prolongaron la rutina de acostarse, era tarde. Tampoco se entretuvieron en charlas, los
dos estaban agotados. Ya bajo el nórdico, Erik la estrechó contra su cuerpo y metió una mano entre
sus muslos.
—Hoy ha sido un día muy extraño, mujer. Desde luego, contigo no hay quien se aburra.
Inés no contestó. Y tanto que era así.
La pelotera

Aquella tarde tocaba consulta. Dejó uno de los informes para después, lo enviaría por correo
después. Se despidió de la niña, que tenía un soplo cardiaco inocente, y de su madre, y se
apresuró a llegar a Obstetricia. Andrea la había llamado para tomar un café y le apetecía tomarse
un descanso.
—¿Solo o con leche? —ofreció su amiga al entrar en la sala.
—Un poco de leche, solo para cortarlo. Gracias. ¿Todo bien? —La miró por encima del
borde de la taza y sopló para enfriar un poco el brebaje—. No es habitual que me llames.
—Necesitaba desahogarme un poco. Adivina quién ha venido a verme hoy. —Esperó unos
segundos la respuesta de Inés, que abrió los ojos y negó con la cabeza—. Leticia. La madre del
bebé con anencefalia, ¿recuerdas? Han confirmado el diagnóstico en otro hospital y está
destrozada. Quiere que continuemos el proceso aquí, en el San Lucas.
—Vaya palo. ¿Estás bien? —Inés posó la mano en el antebrazo de Andrea y apretó.
—No. No estoy bien. Si te digo la verdad, habría preferido que no volvieran —dijo con
tono fastidiado. Pero no engañaba a nadie. Su voz era menos firme de lo habitual y evitaba mirarla
a los ojos—. A esos padres les espera un infierno. El embarazo tiene ya veinte semanas, no sé si
puede abortar tan avanzado.
—Es por inviabilidad fetal. —Apartó de la cara de su amiga unos mechones de pelo de su
moño deshecho—. No debería de haber problema, pero puedes consultar al Comité de Ética.
¿Tienes chocolate? Vamos a tomar un poco. Nos vendrá bien a las dos.
—No. No tengo nada de comer aquí.
—Ahora vengo, voy a la máquina —dijo Inés, sacando el pequeño monedero que siempre
llevaba en la bata.
—De acuerdo. Mientras haré una llamada, a ver qué me dicen.
Andrea descolgó el teléfono e Inés se acercó hasta la máquina expendedora junto a los
ascensores. Sacó un par de chocolatinas y se quedó unos minutos mirando por la ventana. Se
acercaba el invierno. La cordillera estaba cada vez más nevada. Desde que se había incorporado
a trabajar no había tenido tiempo para estudiar los cambios en el paisaje, más allá de las hojas de
los álamos que ahora poblaban la parcela con una alfombra amarilla, rojiza y ocre, y dejaban los
troncos como centinelas desnudos que vigilaban los lindes de la casa.
Pensó en sus hijos. En Magnus y en Martina. Sanos. Fuertes. Sintió la necesidad acuciante
de abrazarlos. Cerró los ojos con fuerza y recordó a Esperanza, su paciente estrella, que crecía
poco, cuya piel era más azul que rosada y era traviesa como un pequeño demonio. La cirugía le
había salvado la vida, aunque era muy probable que su corazón no resistiese demasiados años y
precisara un trasplante. Pero les había dado a sus padres un motivo para vivir.
El móvil sonó en el bolsillo de su bata y pensó en apagarlo, pero era Erik. Notó las
endorfinas inundar su torrente sanguíneo. Solo con ver su nombre en la pantalla se sintió mejor.
Respondió a la llamada con una sonrisa.
—Hola, liten jente. ¿Tienes un rato? Necesito que subas a Dirección. —El tono de su voz
masculina, grave y profunda la acarició y la hizo recordar lo bien que lo habían pasado la noche
del viernes—. El equipo económico está aquí, y tenemos que estar los dos. Reunión sorpresa.
Inés echó a andar hacia allí y chascó la lengua al recordar que había dejado a Andrea
esperando. Desanduvo el camino hasta Obstetricia. Su amiga ya había hecho entrar a la siguiente
embarazada en su consulta y solo se asomó por la puerta.
—¿Dónde te habías metido? Tengo que seguir con el listado de pacientes. —Aceptó con
una enorme sonrisa la chocolatina que Inés le tendió—. Me viene de perlas, estoy muerta de
hambre.
—Lo siento. Erik me ha llamado y tengo una reunión inesperada en dirección. ¿Nos vemos
más tarde?
Andrea negó con la cabeza, ya ansiosa por proseguir con su trabajo. El móvil sonó de
nuevo en la bata de Inés y lo silenció. Erik y sus prioridades.
—Entro a quirófano en un rato, por eso voy tan apurada. Una cesárea programada por
podálica —dijo mientras le daba un mordisco rápido a la chocolatina—. Pero tenemos que repetir
la salida de chicas. Por cierto, Nacha ha venido al fin a la consulta.
—Sí, lo sé. La llamé para que dejara de darse largas a sí misma. Lo único que hace es
sabotearse —respondió Inés entre risas. El móvil volvió a sonar—. Me marcho. Dime cuándo
tienes un hueco e intentamos cuadrar otra salida. ¡Buen día!
En el ascensor hacia la última planta, donde estaba Dirección y Gestión, aprovechó para
ordenar un poco su melena, pellizcarse las mejillas, que comenzaban a adoptar la palidez propia
del invierno, y estiró las arrugas de su camisa de seda color coral. No podía hacer demasiado
contra las ojeras más allá del maquillaje. Miró al techo en busca de paciencia y contestó la quinta
llamada de Erik.
—Estoy saliendo del ascensor. Calma —dijo con un suspiro.
—¡Por fin! —exclamó él, algo molesto por su tardanza. Siguió en inglés, para que todos
pudieran entenderse—. A Jimena, la contable, ya la conoces. También a Mara y a Til, del equipo
económico de Industrias Thoresen.
También estaba Anita, la secretaria de dirección, sentada en un extremo de la mesa. Agitó
la mano con cierto nerviosismo, con la tablet lista para tomar apuntes. Los aludidos saludaron con
cordialidad, pero a Inés no le gustó demasiado la expresión contenida de Erik ni la cara de
circunstancias de los asesores. Encima de la mesa, el dosier del Da Vinci.
—¿Cuál es el incendio? —preguntó para rebajar la tensión del ambiente. Esa sala tenía un
mal feng shui. Cada vez que había una reunión en ella, se mascaba la tragedia—. He dejado a
Andrea plantada y tengo pendientes varios informes de la consulta.
—Esto es más importante. El equipo económico ha rechazado la compra del Da Vinci —
informó Erik, con la mandíbula tensa y los ojos azules glaciales.
Inés suspiró y se dejó caer en la silla.
—Me lo temía. Es demasiado dinero, Erik. Y son muchas las necesidades del San Lucas
que todavía no se han subsanado —dijo con una sonrisa resignada. Acarició la mano poderosa,
extendida sobre la mesa, en solidaridad con él—. Tendremos que dejarlo para más adelante.
Él retiró la mano como si lo hubiera quemado e Inés se sobresaltó por la brusquedad del
gesto.
—¿Tú también? ¡Pensé que me apoyabas en esto! —exclamó, dolido. Se pasó los dedos
por el pelo y clavó su mirada letal en los asesores. La mujer, Mara, apretó la boca perfectamente
delineada y negó con la cabeza de manera casi imperceptible, pero que no dejaba dudas—. No
importa. Lo financiaré de mi propio bolsillo. Tengo recursos de sobra, aunque sé perfectamente
que el hospital podría cubrir el gasto por sí mismo.
—No se trata de eso, doctor Thoresen. Está claro que las Norsk Klinikk son solventes. Es
una cuestión de prioridades —intervino Til, el economista que llevaba con mano férrea todas las
inversiones de Erik. Mara representaba los intereses de todos los hermanos. Jimena llevaba las
cuentas del San Lucas con una eficacia impecable—. Si realmente busca que la clínica se
autoabastezca, al igual que la de Oslo, hay que cimentar las bases. Invertir en equipo humano, en
instalaciones. La medicina robótica tiene que esperar. Al menos un par de años.
—¿Un par de años? —Erik vibraba en pura indignación. Alzó las manos y las dejó caer
sobre la mesa. El sonido de la palmada cortó el aire—. No voy a esperar un par de años. ¡Todos
los servicios quirúrgicos están esperando su llegada! El dinero lo ponemos nosotros, ¡pero ellos
han invertido su tiempo! Horas y horas de formación fuera del horario que les corresponde.
Cursos pagados de su propio bolsillo. ¡Esfuerzo y sacrificio personal, apostando por este puto
hospital!
—Erik.
Inés puso la mano en su antebrazo, sin dejarse intimidar por su arrebato de ira. Miró con
cierta condescendencia al resto de los presentes, sobrecogidos por su furia. Aquello no era nada
comparado con el Erik de hacía algunos años. Lo había visto cubierto de sangre al no poder
controlarse. No era nada.
—Inés, ¡tú sabes que se han dejado la piel! No puedo creer que me traiciones con esto.
—Por favor, ¿podéis dejarnos solos unos minutos? Necesito hablar con mi marido. —Inés
recalcó ese «marido». En el momento en el que la palabra traición había salido de su boca, habían
dejado de ser el doctor Thoresen y la doctora Morán para convertirse en el matrimonio—.
Gracias. Anita, pide café y algo de comer para todos.
Esperó a que salieran de la sala de juntas y se volvió hacia Erik. Se había sentado en la
silla y pasaba las páginas de la carpeta del maldito Leonardo con tanta fuerza que arrancó una de
la espiral que las contenía.
—¿Traición? ¿No te parece un poco melodramático? —dijo Inés con dulzura. Le había
dolido, pero no se lo tendría en cuenta. Estaba demasiado ofuscado.
—Pensé que contaba contigo en este proyecto.
—Erik, eres tú el que no ha contado conmigo. Me encontré con la cifra de la compra ya
negociada en la primera reunión, ¡y no me habías dicho ni una sola palabra! —rebatió con energía.
No iba a dejar que la manipulara emocionalmente con ello—. Te apoyo en todo, ya lo sabes. Pero
eres tú el que me embarcó en la dirección del San Lucas y, desde el punto de vista económico,
está claro que en este momento el Da Vinci no es viable.
—¿No? ¿Y en qué hay que gastar los cuatro millones de dólares, según tu experiencia y
conocimientos en gestión? —dijo con un filo mordaz en el tono de voz que Inés prefirió ignorar.
Se cruzó de brazos, alzó las cejas en el gesto Thoresen más personal y clavó la mirada en ella.
—No me subestimes, Erik —dijo Inés con una sonrisa dulce, pero plantándole cara con
firmeza—. Y no dispares a matar, yo no soy tu enemigo. En Pediatría hace falta cambiar las
incubadoras. No te digo de emprender ahora la obra de la cohabitación de las madres con los
prematuros ingresados, pero eso sí es prioritario. La consulta de Obstetricia para Eco Fetal.
Anestesia necesita un contrato. —Ahora que tenía la oportunidad de decir lo que pensaba, no iba a
perder la oportunidad—. ¿Quieres el Da Vinci? Aprobemos primero todas estas partidas.
Aumentemos el número de pacientes y mejoremos la atención en el San Lucas. La Unidad de
Robótica vendrá sola.
Erik dejó caer la cabeza en gesto de derrota. Inés, pese a que aún le escocían las agujas
que le había lanzado poniendo en entredicho su competencia, se acercó hasta él. Acarició su nuca
y masajeó sus hombros.
—Si queremos que esto funcione, tenemos que aplicar el mismo sistema que tenemos en
casa, grandullón —murmuró Inés, notando cómo la tensión se disipaba entre sus dedos. Los hundió
más profundo en sus músculos agarrotados—. No podemos mezclar lo personal y lo laboral. En
casa nos ha dado buen resultado no llevarnos los problemas del San Lucas. No utilices el amor y
la lealtad que nos profesamos como matrimonio para conseguir tus objetivos en el hospital.
—Traidora. —Lo dijo con voz de niño pequeño. Sabía perfectamente que tenía razón, y
asintió con la cabeza aún escondida entre los antebrazos.
—¡Melodramático! Anda, vamos. Haz pasar al equipo, que deben estar preguntándose si
nos habremos arrancado los ojos —dijo Inés, riendo. Se inclinó sobre él y lo besó en el cuello.
Erik se volvió y la retuvo entre sus brazos, obligándola a sentarse en su regazo. Sellaron con un
beso breve, húmedo y entregado, el pacto conseguido—. Necesito un café y un bollo de canela con
urgencia.
El resto de la reunión transcurrió con más calma. Inés tuvo que delegar parte de su
consulta en Marita y Felipe, pero consiguieron trazar las líneas de trabajo para la segunda parte
del año. Inés estaba exultante. Había hecho pasar a Erik por el aro y todas sus propuestas
quedaban validadas por el equipo económico. Sabía que tendría que compensar de alguna manera
su ego herido, pero ya pensaría en algo. La reunión se prolongó más de dos horas. Cuando Mara,
Til y Jimena se marcharon, Erik soltó un gruñido y se estiró sobre la silla.
—Voy al vestuario a cambiarme. Estoy agotado.
Inés se dio cuenta de que seguía con el pijama de quirófano y tomó conciencia de la hora
que era. Mierda. Sacó el móvil y vio dos llamadas perdidas de Nacha. De hacía casi una hora.
—Mierda, mierda, mierda —murmuró mientras pulsaba su contacto para llamarla. Erik la
miró con cara de interrogación—. Los niños. Hace casi una hora que tendríamos que haber ido a
buscarlos a la guardería.
Su voz, antes segura y resuelta manejando con destreza la crisis del Da Vinci, se
transformó en un murmullo tembloroso y ahogado.
—Svarte Helvete…
Erik palideció. Se quedó inmóvil, esperando a que Inés contactara con la guardería. Eran
casi las seis de la tarde. Nunca los recogían después de las cinco. El llanto agudo y extraño de
Martina se escuchó al otro lado del teléfono. Tragó saliva. Nunca la había escuchado llorar así,
—¡Nacha! Hola, Nacha. Sí, sí. Todo está bien. Nos hemos retrasado en una reunión. —Inés
se volvió nerviosa y angustiada hacia él y Erik notó que sus ojos le traspasaban el alma como si
fueran lanzas mientras esperaba noticias. Se estaba poniendo frenético—. Mil gracias por
quedarte con ellos. Estaremos allí en diez minutos. Mil gracias, de verdad.
Inés colgó la llamada y metió sus cosas en el bolso; se quitó la bata y la dejó abandonada
en una de las sillas.
—¡¿Qué pasa con los niños?! ¿Están en la guardería? —preguntó mientras seguía a Inés
fuera de la sala de juntas.
—No, están con Nacha en el parque de la plaza de El Golf. Les ha dado de merendar y nos
espera. Ve a cambiarte, yo iré a recogerlos —dijo Inés, que luchaba por contener las lágrimas.
—No. Ya me cambiaré en casa. Vamos los dos.
—Hoy me tocaba a mí ir a buscarlos y se me ha pasado. ¡Cómo he podido ser tan
descuidada! —se lamentó, ya en el ascensor. Erik la abrazó con fuerza y besó su pelo mil veces
para consolarla—. Menos mal que Nacha los ha recogido.
—Yo tampoco me he acordado, Inés. Estarán bien. No pasa nada —dijo y estrechó el
contacto. Ella alzó la mirada gris y brillante por la culpa y la congoja, y no pudo evitar sonreír—.
Liten jente, se nos ha ido la hora, no pasa nada.
—¡Cómo que no pasa nada! Nos hemos olvidado de los niños, Erik. De nuestros hijos —
interrumpió, indignada. Intentó apartarse de sus brazos, pero él no la dejó ir—. Somos lo peor.
Soy lo peor. No puedo creer que se me haya ido la hora así.
—Tenemos demasiadas cosas en la cabeza, kjaereste.
Apretaron el paso hasta el coche. Hicieron el trayecto en silencio, sin siquiera poner la
radio. No había terminado de aparcar cuando Inés abrió la puerta y se lanzó en modo suicida hacia
el parque. Nacha empujaba a Dana y a Magnus, que se balanceaban en unos columpios. La
pequeña Lena dormía en el carrito y sostenía a Martina en brazos. Al verla, soltó un gemido de
alivio exagerado.
—¡Hola, princesa! Menos mal que habéis llegado. Martina está imposible, mira que
siempre es un cielo. —Inés la cogió, ávida de su contacto y la estrechó contra su pecho. Notó los
bracitos de su hija aferrarse a su cuello entre sollozos e hipidos—. Magnus está feliz por jugar
con Dana, pero reconozco que, si llegáis a tardar un poco más, salgo corriendo y los abandono a
los cuatro. ¡Hola, Erik!
—Hola, Nacha. Gracias por cubrirnos —dijo él, y se inclinó para besarla en la mejilla. Se
acercó a su hijo, que se columpiaba peligrosamente alto ante la mirada preocupada de Dana—.
Hey på det[4] , Magne! —saludó en noruego.
—¡Se va a hacer pupa! ¡Mira! ¡Magne malo! —exclamó Adriana, que ya había bajado y
miraba angustiada cómo Magnus se empujaba hasta que las cadenas se doblaban.
Erik frunció el ceño. No creía que hubiese peligro, pero era cierto que se elevaba hasta
quedar suspendido en el aire con cara de felicidad y riendo a carcajadas.
—Magne, ya te has divertido bastante. Vamos. Baja ya —dijo, confiriendo seriedad a su
tono de voz. Su hijo lo miró desde lo alto y Erik chocó, por primera vez, con un rotundo desafío a
su autoridad—. ¡Magnus!
Se acercó al columpio. La pequeña Dana retrocedió unos pasos e intentó sonreír para
tranquilizarla, pero ahora que estaba más cerca, la altura que alcanzaba no parecía tan inofensiva.
Pensó en detenerlo de algún modo, pero no quería hacerle daño con las cadenas o provocar una
caída. Apretó los puños en un gesto de impotencia, y se dio cuenta de que Inés y Nacha se
acercaban en silencio hasta ellos. Magnus seguía impulsándose, ahora serio y con los ojos azules
fijos al frente y una expresión obstinada en su rostro.
—Magnus, mi amor… —intentó Inés. Su tono dulce consiguió que al menos su hijo la
mirase—. Ya estamos aquí. Nos hemos retrasado un poco, pero ya nos vamos a casa. ¿No te
apetece ver un ratito los Little Einsteins? —lo tentó con sus dibujos animados favoritos—.
Tenemos espaguetis a la boloñesa para cenar, ¡se van a enfriar si tardamos mucho!
Magnus dejó de mover su cuerpo y el balanceo perdió fuerza. Inés suspiró aliviada y
esperó con paciencia a que se detuviera, pero Erik comenzaba a enfadarse y no supo ver que ya
habían ganado la partida.
—Magnus. Ya está bien. ¡Bájate del columpio! —dijo con voz autoritaria. Inés cerró los
ojos al escucharlo—. ¡Nos tienes a todos esperando por ti! Bájate. Ya.
Magnus se volvió a mirarlo, y con el desafío dibujado en el rostro, volvió los ojos hacia
adelante y empezó a impulsarse de nuevo. Apretaba los labios en un gesto tan igual al de su padre,
que, si no fuera por la angustia que sentía, Inés se habría echado a reír.
—Svarte Helvete! —exclamó Erik. Antes de que volviera a ganar altura, abrazó a su hijo
con columpio y todo, y lo frenó a la fuerza.
—¡Papá, no! ¡No quiero ir! Jeg vil iike gå!! —replicó Magnus, pataleando frenético,
armando un lío descomunal con las cadenas, la tabla y el columpio de al lado—. ¡No quiero!
¡Vete! Gå vekk! ¡Papá malo! Dårlig pappa!
Los gritos de Magnus atrajeron las miradas de los padres en el parque y Erik notó que se
ponía rojo como un tomate. Reprimió un gruñido al recibir una patada llena de rabia en su
estómago y abrazó a su hijo con fuerza. Lo sacó como pudo de la maraña de cadenas y se alejó
unos pasos mientras susurraba en su orejita palabras de consuelo y calma.
Se reconoció en esa rabia. En la frustración, en esa furia inexplicable y aparentemente sin
razón alguna. Alzó la mirada hacia Inés, que lo contemplaba en silencio, sin intervenir, pero
mordiéndose los labios. Cerró los ojos para no verla, sabía que esto generaría una conversación
incómoda más tarde. El arrebato de Magnus se transformó en un llanto enrabietado y comenzó a
mecerlo con suavidad. Aflojó sus músculos y le empapó el hombro con lágrimas que ahora eran
abandonadas. Tristes. Que le encogieron el alma.
—Chao, Magne. ¿Nos vemos mañana? —dijo Dana con vocecita dulce, que lo miraba
desde casi un metro y medio más abajo, tirando del velcro de su zapatilla.
Magnus levantó la mirada azul, brillante aún por la tormenta de emociones, y se escondió
de nuevo en el cuello de su padre, ignorando a su amiga. Inés reprimió una sonrisa al ver el rostro
decepcionado de Adriana, que esperó su respuesta unos segundos y después volvió corriendo a
buscar consuelo junto a su madre.
—Uf, qué tensión, Inés. No debe de ser fácil convivir con el vikingo —dijo Nacha
mientras la abrazaba para despedirse. Ella se encogió de hombros y asintió—. De todas maneras,
ya te lo he dicho en alguna ocasión: los dos años son terribles. Es como una miniadolescencia, así
que, preparaos. ¡Menos mal que Dana está saliendo ya!
—Nunca había tenido una rabieta así, pero él y Erik son iguales y no solo en físico. —
Suspiró y se agachó con Martina en brazos, dormida como un tronco después del berrinche, para
despedirse de Adriana—. Pequeñita, no estés triste por Magnus, ¿vale? Está enfadado con
nosotros por llegar tarde, no contigo. Ya verás que mañana es el de siempre.
Le dio un beso y compuso una expresión de determinación y seguridad para apoyar su
sentencia. La niña la miró sin creérselo demasiado.
—No me gustan los gritos. Ni las patadas.
—A mí tampoco —confesó Inés—. Cuando veas a Magnus, se lo dices a él para que no lo
haga más. ¿De acuerdo? Eres muy importante para él y te escuchará.
La niña, que tenía ya tres años, asintió con seriedad.
—¡Mañana nos vemos, Nacha! ¡Gracias por todo! —dijo una vez más antes de seguir a
Erik hacia el coche.
Caminó hacia ellos y acarició el pelo largo de Magnus, que tapaba lo poco que se veía de
su carita, hundida en el hombro de su padre.
—Magne, ¿me enseñas tus ojitos azules? Los echo mucho de menos —dijo con voz dulce
mientras ordenaba las guedejas rubias y desordenadas, húmedas por las lágrimas—. ¿Te cuento
algo? Tus ojitos, y los de Martina, tienen unas vitaminas especiales. Me dan fuerza y energía. ¿Me
los enseñas?
—¡No! —gritó furioso.
Inés recibió la negativa como una puñalada en el alma. Dio un paso atrás, desconcertada
por su agresividad. ¿Dónde estaba su bebé entregado, cariñoso y dependiente?
—Déjale espacio. Lo necesita. Te lo digo por experiencia —dijo Erik, regalándole su
mirada a cambio, con una voz suave que buscaba apaciguarla a ella tanto como a su hijo—.
Vamos. Se hace tarde y nos queda un buen trecho hasta casa.
Martina cayó desmadejada en la silla de retención. Magnus seguía enfurruñado y no dijo ni
una sola palabra, con los morritos fruncidos y la mirada terca y obstinada sin mirar nada que no
fuese un punto muy concreto en el asiento de atrás. Inés le dio un beso en la frente, pese a todo y,
cuando se apartaba, su hijo la sorprendió con un abrazo que la retuvo con inusitada fuerza.
—Mi niño chiquitito —murmuró, abrazándolo con dificultad también, porque ya estaba
con el arnés puesto.
—No soy chiquitito. Soy grande —dijo él en voz baja, pero más calmada.
Emprendieron el camino a casa en silencio. Erik programó Kate Havenevik en el sistema
de sonido y dejó que los acordes dulces los apaciguaran a todos. Se sumergieron en el atasco de
las ocho en Apoquindo y comenzó la conducción a tirones que aborrecía con todo su ser. Apoyó la
cabeza en el asiento y cerró los ojos unos segundos. Estaba agotado. La discusión con Inés en el
San Lucas lo había dejado drenado, y sabía que su reacción con Magnus no había sido la más
afortunada, pero estaba cansado, quería marcharse a casa y, cuando se ponía así, desataba sus
« instintos asesinos » , como los llamaba Inés en broma.
—Sabes que gritando no vas a conseguir nada con él, ¿verdad? —dijo ella en voz baja.
Acompañó la frase con una caricia sobre su muslo para suavizar el impacto. Aun así, le sentó
como un balazo en el estómago.
—Lo sé.
—Y ahora puedes utilizar la fuerza. Tiene dos años. Pero cuando tenga doce, no podrás
hacer lo mismo —añadió, manteniendo la voz en el mínimo inteligible. Erik miró por el retrovisor
para comprobar que los niños dormían—. Lo sabes también.
—No he utilizado la fuerza, no seas exagerada —dijo él un poco fastidiado. Ella se volvió
en el asiento y arqueó dos cejas perfectas.
—Erik, retenerlo en pleno vuelo con el columpio es utilizar la fuerza —explicó con una
sonrisa en la que leyó diversión, pero también cierta acusación—. Creo que esa no es la manera.
Si empiezas a chocar con él así, cuando tiene dos años… ¿qué vas a hacer cuando tenga dieciséis?
Erik soltó un gruñido y aceleró un poco para salvar el hueco que se había generado delante
de él por el avance de la fila de coches. Demasiado tarde. Un oportunista se coló en una maniobra
rápida y lo obligó a frenar con brusquedad. Detuvo la mano sobre el claxon y la cerró. No. No
más crispación por ese día. Era más que suficiente.
—Tienes razón, kjaereste. Pero cuando se pone así, cuando me desafía con esos pulsos
infantiles, me saca de quicio.
Inés no pudo esconder su sorpresa.
—A mí no suele pasarme, ¿te ha montado alguna de estas cuando yo no estoy en casa?
Erik asintió. Enfilaron por fin hacia Lo Barnechea y el tráfico se hizo más fluido. El
aumento paulatino de árboles, la silueta imponente de las montañas cubiertas de nieve y ver los
lindes de la parcela por fin lo hicieron exhalar aire con alivio.
—Sí. Alguna vez. Últimamente, más. —Negó con la cabeza en un gesto cargado de
impotencia—. El miércoles pasado, en tu salida de chicas, tardé una hora en sacarlo de la piscina.
—¿En serio? No me dijiste nada. Hay que cambiarle la pila al mando —dijo al ver que
apretaba repetidas veces el botón antes de conseguir que se abriese el portón de la entrada—.
¿Qué pasó?
—Que, como tú dices, tuve que emplear la fuerza. ¿Qué querías que hiciera? —dijo,
levantando las manos un segundo del volante envuelto en frustración—. Tenía a Martina en brazos,
envuelta en la toalla, esperando a que aquí el emperador se dignase a salir del agua, y no me hacía
ni puñetero caso. Ni persuasión, ni órdenes directas, ni chantajes ni nada. Tuve que dejar a
Martina sentada en el suelo, rogar para que no gatease de cabeza a la piscina, lanzarme a por él y
sacarlo por las malas.
Inés se echó a reír sin poder evitarlo. Visualizó a Magnus pataleando mientras su padre lo
llevaba a los vestuarios con un brazo mientras que cargaba con la pobre Martina en el otro.
—Te entiendo, te entiendo. Hay veces que no se puede razonar con ellos. Aun así, tenemos
que intentar mantener la paz entre nosotros —dijo mientras recopilaba las pertenencias de los
niños, su bolso, las cazadoras y el maletín del portátil—. Coge a Martina, tengo que darle el
pecho.
Loki se subió al coche, añadiendo su propio caos al ya habitual de sus idas y venidas, y
Erik lo apartó.
—Espera un momento, Loki. Un segundo. Muy bien, buen chico. Al menos tú eres
obediente —masculló al ver que el perro descendía y se apartaba, batiendo su cola dorada, para
esperar su turno de mimos y saludos—. Martina está fuera de combate. Nunca la había escuchado
llorar así. ¿Estará bien?
Recogió el cuerpecito laxo de su hija y la apoyó con cuidado en su hombro. Besó la
pelusilla rubia que cubría su cabeza y se dejó inundar por la sensación de consuelo y solaz que
siempre percibía con ella en brazos. Concentrado en los movimientos casi imperceptibles de su
respiración, se permitió quedarse de pie unos minutos para inspirar el aire frío y cortante, pero
puro y cargado del aroma de la nieve y los árboles, para recuperar fuerzas mientras Inés abría la
puerta con dificultad al estar tan cargada. Entraron en casa y esperó a que dejara los bártulos para
pasarle a Martina.
—Voy al salón. Coge a Magnus. Debería bañarse y comer algo, pero es ya la hora de
dormir —dijo mientras se deshacía de los zapatos, recogía las piernas bajo su cuerpo en el sofá y
se abría la camisa para amamantar a la pequeña.
—Ni hablar —dijo Erik mientras volvía al coche—. Biberón de leche con cereales y a la
cama. Mañana será otro día.
Inés iba a protestar, pero acabó por ceder. No le gustaba nada que Magnus se durmiera con
el biberón, decía que era nefasto para sus dientes, pero un día era un día y, después del desastre
de tarde, bien podían hacer una excepción.
Lo sacó del coche con cuidado. Y con dificultad, pesaba una tonelada. Estaba enorme. Era
el más alto y el más corpulento de la guardería, más, incluso, que los niños de tres años que eran
compañeros de Dana en la clase superior. Pero aquello parecía jugarle en contra, porque todos
pensaban que era mayor de lo que era y le exigían más de lo que tenía que dar. Y él, como padre,
era el más exigente de todos.
Subió las escaleras hacia su habitación con cuidado de no despertarlo. Le quitó los tenis,
llenos de arena del parque. Lo desvistió y le puso el pijama, intentando hacer la vista gorda ante
la mugre de sus manitas. Inés iba a poner el grito en cielo al día siguiente. Lo acostó, lo arropó, y
le dio un beso en el que cargó todo el arrepentimiento por su reacción. Cuando hizo el amago de
retirarse, Magnus lo retuvo con sus bracitos.
—Beklager, pappa —murmuró Magnus—. Perdón—. Abrió los ojos un momento. Erik
sonrió con esfuerzo, notando que la daga que llevaba clavada en el pecho se retorcía y
profundizaba la culpa. Magnus sonrió a su vez y volvió a caer dormido.
Su hijo de dos años acababa de darle una lección de humildad. Apretó los dientes y volvió
a besarlo. Era él quien tenía que pedirle perdón, una y mil veces. Se apartó a regañadientes de la
cama y se cruzó con Inés, que traía el biberón de leche con cereales y a Martina despierta, pero
tranquila, en brazos.
—¿Todo bien? —dijo en un susurro.
—Todo bien. Déjame acostar a Martina —pidió. De pronto, la necesidad apremiante de
sentir cerca a sus hijos, de pasar tiempo con ellos, de contarle cuentos y caminar con ellos por la
montaña, se hizo insoportable—. En agosto nos vamos a Mallorca. Necesito vacaciones con
urgencia.
—Apoyo la moción —dijo Inés mientras inclinaba el biberón sobre la boca de Magnus,
que succionó con energía, medio dormido.
Aquella noche no hicieron el amor. Inés intentó borrar las arrugas de su frente una y mil
veces sin conseguirlo. Tenían pendientes varias conversaciones. El enfrentamiento por el Da
Vinci. Su reacción airada al no tener su apoyo. La petición desde el equipo económico de que Inés
se implicara más en la labor de dirección para hacerle un poco de contrapeso…
Cerró los ojos y estrechó a Inés contra su cuerpo. Ella lo abrazó, abarcando a duras penas
la amplitud de su torso entre los brazos, en silencio. Era obvio que Inés aportaba muchas cosas al
San Lucas: tenía más paciencia, más mano izquierda y, desde luego, era mucho más conciliadora.
Lo que no se esperaba era que todo aquello actuase en contra de sus intereses como
cardiocirujano. Esperaba que el episodio no se repitiera más.
Al final, todo se acababa mezclando.
Ahora me toca a mí

Esta vez, la quedada de chicas fue el viernes, en el Ecléctico, otro pub restaurante que a Nacha le
encantaba. La decoración hacía honor a su nombre y mezclaba los adornos y muebles más
variopintos, desde faroles turcos de cristal, pasando por mascarones de proa, y cuadros de artistas
locales con escenas algo licenciosas. Inés propuso invitar a Mónica y a Carola, pero su amiga
había dicho que no. Al principio se había sorprendido, el núcleo duro era una piña y no solían
salir las unas sin las otras, pero la razón que le dio Nacha la hizo ver que tenía toda la razón.
—No es por nada raro, Inés. Es solo que en este último tiempo nuestras vidas han tomado
direcciones muy diferentes —dijo mientras aprovechaban el ratito solas mientras llegaban Loreto
y Andrea—. Carola está como loca con su último noviete, Mónica anda de viaje en viaje, sin
ninguna preocupación. Para lo que estoy viviendo ahora, necesito que me entiendan, no que me
digan que yo me lo he buscado por la decisión de tener hijos, que me restrieguen el mucho tiempo
libre del que disfrutan o que me miren con cara de pena. Andrea, Loreto y, sobre todo tú, me
entendéis mejor.
Asintió mientras la estudiaba con atención. Sus ojeras se habían suavizado. Estaba muy
guapa, con su pelo castaño recogido en un moño impecable, los pendientes dorados de aro y un
vestido de lana suelto de color azul marino que le sentaba genial.
—Tienes razón. Y ahora, cuéntame. ¿Qué tal con la psicóloga? Te veo mejor, más
tranquila. Y guapísima —dijo con una mirada de admiración. Esperaron a que el camarero dejase
en la mesa sus San Franciscos sin alcohol para proseguir la conversación.
—Es psiquiatra. Y estoy mejor, pero me ha propuesto tomar medicación. Y yo no estoy
segura, no sé si quiero tomar pastillas —confesó con aspecto culpable—. Pero entre el pobre
Juan, que creo que empieza a estar un poco desesperado con todo, y la psiquiatra, que es un cielo,
están intentando convencerme. Creo que con la terapia es suficiente, aunque no llevo mucho, me
noto menos ansiosa. Ya no lloro por las esquinas por todo y me siento con muchísima energía.
Tendría que dejar la lactancia y me siento un poco culpable, porque Lena solo tiene tres meses.
—Nacha, no tienes por qué sentirte culpable. Le has dado los meses más importantes,
piensa en eso —la consoló Inés, consciente de que había machacado a su amiga una y otra vez con
los beneficios de la lactancia materna. ¿Por qué se metía donde nadie la llamaba?—. Va a crecer
igual de fuerte y sana, y lo importante es que tú vas a estar bien.
Nacha arrugó la nariz, nada convencida.
—No sé, Inés. Se supone que la medicación es segura y compatible con la lactancia, pero
lo he buscado en internet y pone cosas que me encantaría no haber leído —dijo abatida. Cerró los
ojos, sacudió el moño como si espantase moscas molestas y sonrió—. Lo cierto es que ahora Lena
parece que se despierta menos por la noche, y tanto Juan como Adriana y yo dormimos mucho
mejor. Desde que yo estoy mejor, parece que todos estamos mejor.
Su rostro volvió a ensombrecerse, pero Inés notaba que la Nacha positiva, enérgica y
arrolladora asomaba otra vez y emergía entre la oscuridad.
—¿Sabes? Mi madre me dijo una vez algo que se me quedó grabado. Al principio pensé
que era una afirmación muy machista, pero cada año que pasa le encuentro más y más razón —dijo
tras sorber el delicioso San Francisco—. Lo apunté en mi agenda para que no se me olvidara, y te
sugiero que hagas lo mismo. «Las familias y los matrimonios funcionan porque nosotras
funcionamos. Si mamá está bien, todo va bien. Si mamá falla, todo se va a la mierda». Yo diría
que es… un setenta mamá y un treinta papá. Bueno —se corrigió al pensar en que Erik ahora
mismo lidiaba con los dos pequeños vikingos para que ella pudiese salir con sus amigas—, lo
importante es que, si tú no estás bien, no puedes pretender que todo vaya como la seda. Tienes que
cuidarte, Nacha. Lo demás vendrá mucho más fácil si tú estás bien: el sexo con Juan, el
desempeño en el trabajo o la crianza de tus niñas.
—Tienes razón. Tu madre tiene razón —dijo Nacha, pensativa, haciéndose oír por encima
de la música, que parecía haber aumentado de volumen—. Victoria es la caña. Ojalá pudiera decir
lo mismo de la mía. Estoy de ella y de mi suegra hasta el mismísimo moño.
Se lanzó a otro desahogo habitual entre ellas: padres propios y políticos. Estaban en pleno
despellejamiento « suegril » cuando Andrea y Loreto aparecieron juntas. Inés se alegró mucho
cuando supo que habían hecho buenas migas y que habían quedado varias veces. Sus hijos tenían
edades similares y ya habían salido del túnel que significaba cambiar pañales todavía. No las
culpaba por no incluirlas a Nacha y a ella, que todavía no veían la luz.
Aquel viernes se quedó a dormir en el ático. No porque hubiese bebido, seguía evitando el
alcohol salvo contadas ocasiones, sino porque era tal la necesidad de catarsis que se quedaron de
charla hasta las seis de la mañana. Hijos, maridos, trabajo… y ellas. Sin etiquetas. La faceta del
poliedro que dejaban siempre al final. La que se desprendía de los títulos y las dejaba desnudas
como mujeres. ¿Quiénes eran ellas sin esos maridos, hijos y trabajos que las definían? A veces
costaba encontrar la respuesta, pero fueron hilando fino hasta que cada una pudo mirar en el
interior de las otras y en el de ellas mismas. Inés encontró calma, seguridad y plenitud, pero
también cierta pereza, una enconada tendencia a no enfrentar los conflictos y a dejarse llevar
cuando la corriente se hacía demasiado fuerte para nadar en su contra.
Cuando se metió en la cama, con las sábanas con cierto olor a polvo y a cerrado porque no
dormían allí desde que había nacido Martina, se quedó dormida tras firmar consigo misma el
pacto de nadar contracorriente, de involucrarse en aquello en lo que creía. En ser una buena madre
y una buena esposa, sí. Pero, sobre todo, trabajar e ir en busca de su mejor versión.
Por la mañana, no más allá de las diez y cuando había dormido menos de cuatro horas, el
teléfono la arrancó del país de los sueños sin piedad.
—¿Hola? —contestó con voz espesa.
—Inés. Por favor, ven a rescatarme —dijo Erik con un tono que vaticinaba una catástrofe
—. Martina no quiere comer, ya sabes que hace eso cuando tú no estás. Magnus lleva una hora
llorando en su habitación porque su hermana le ha roto su cochecito favorito y yo no he pegado
ojo en toda la noche.
Se estiró y bostezó en un intento de despejarse. Pobre Erik. Él también necesitaba una
noche de chicos o algo. Comenzó a quitarse el pijama.
—Vale. Voy. ¿Me da tiempo a una ducha? —preguntó ya en el cuarto de baño. Erik tardó en
responder.
—Tómate el tiempo que necesites, pero ven.
Había contado con regalarse su rutina de embellecimiento exhaustiva, lo que entraba
dentro de los propósitos de volver a reencontrarse con su faceta de mujer, pero optó por la vía
exprés con resignación. Pidió un café con leche para llevar en la cafetería del hotel W y se comió
un cruasán recién hecho en dos bocados que le supieron a gloria. Cosas de ser madre.
Cogió el coche y saboreó la media hora de conducción tranquila, sin gritos ni llantos, sin
paradas a hacer pis, a comer algo, a recuperar un juguete. Sin canciones infantiles. Programó
Rihanna a toda potencia y cantó Shine bright like a diamond a pleno pulmón. Cuando franqueó la
puerta de casa, estaba lista y con fuerzas para el relevo.
—Fy faen! ¡Por fin estás aquí! —Erik estampó sus labios en los de ella en un beso
desesperado y le empaquetó a Martina sin demasiados miramientos—. No ha comido nada. Ni un
solo bocado. Desde que te fuiste, así que lleva… catorce horas sin comer.
—Vale. Tranquilo. Voy a darle el pecho.
Se acomodó en el sofá frente a la chimenea encendida cuando la casa, hasta ahora en
silencio, reverberó con los gritos enfadados de Magnus. Alzó la mirada hacia la escalera, por la
que descendió un Erik desesperado.
—Solo he ido a decirle adiós. He abierto la puerta cinco centímetros, ¡lo juro! —exclamó
cabreado. Se desplomó junto a ella y se frotó la cara con las manos—. Cuando se pone así no
puedo con él. No puedo. Me saca de mis casillas. Me quedo sin recursos.
Dejó caer la cabeza en el sillón y cerró los ojos. Al menos, los gritos de Magnus ya no se
escuchaban. Inés dudó si dejarlo dormir o preguntarle qué había pasado. Optó por lo segundo. Si
dormía ahora, acabaría por apalancarse en el sofá y no solucionarían el problema: que necesitaba
airearse unas horas. Además de dormir.
—Erik, ¿por qué no bajas y pasas el día en el ático? Duerme un poco, sal a correr. Llama a
Juan y quedad vosotros para tomar algo —ofreció, acariciando la mandíbula cubierta con una
sombra de barba—. O sube con la tabla a Farellones. Te hace falta desconectar.
Él levantó la cabeza de súbito, como si hubiera descubierto la pólvora, y su mirada se
iluminó.
—Podría ser. Hace semanas que no subimos. ¿Por qué no pasamos todos el fin de semana
en la nieve? —dijo entusiasmado. Sus ojos brillaban con la mera idea de deslizarse por las
montañas en la tabla de snowboard—. Puedes esquiar un poco tú también.
Inés se echó a reír y negó con la cabeza. ¿Quién era ahora el que no se dejaba tiempo para
sí mismo?
—Por mí, encantada. Pero la idea es que descanses y desconectes. Si subimos contigo,
Magnus va a querer esquiar y sabes lo que eso significa —rebatió Inés. Martina soltó el pecho por
fin, después de una larga toma, y soltó tal suspiro de satisfacción y hartazgo que ella y Erik se
echaron a reír—. Hagamos una cosa. Sube tú. Desahógate en las pistas negras, ¡sin matarte, por
favor! —le pidió, a medias en broma y a medias en serio—. Yo subiré más tarde, cuando controle
un poco la situación aquí. Por la noche, podemos avisar a Alma y a Dan, que hace tiempo que no
los vemos fuera del hospital.
—Perfecto. Me parece perfecto. Mañana tengo turno de llamada de Cardiocirugía, así que
me viene bien que tengamos los dos coches allí. —Se levantó preso de una inusitada energía, todo
rastro de sueño desapareció—. Si me voy ahora, podré estar en el telesilla a las doce. ¡Avisaré
también a Juan y a Nacha! Les debemos una invitación. ¡Yo me llevo a Loki!
Inés esperó a que Erik se marchase para hacer un intento de abordaje con Magnus. Golpeó
con suavidad y lo espió a través de la puerta entreabierta. Su hijo estaba sentado en mitad de la
alfombra, con el rostro mojado por las lágrimas, y sin saber muy bien qué hacer. Se arriesgó.
—Soy mamá. ¿Puedo pasar? —preguntó sin entrar y sin asomarse, en un intento de respetar
su espacio.
—¿Y papá?
—No está. Ha salido.
—¡Oh! ¿Y dónde está?
Se arriesgó un poco más, empujó la puerta un poco y asomó la cabeza. Magnus no dijo
nada, solo esperaba la respuesta con curiosidad.
—Papá se ha ido a la casita de la nieve.
Magnus compuso tal puchero de pena y decepción que Inés se derritió. De perdidos al río.
Entró por fin a la habitación y se sentó en el suelo junto a él.
—¿Y yo? ¡Yo también quiero! —exigió con su vocecita infantil, sí, pero con una eficacia
para hacer saber lo que quería con su lengua de trapo y la mezcla a veces ininteligible de noruego
y español que asustaba.
Inés lo observó unos minutos. Podía dejarlo ahí, estaba segura de que en cinco minutos se
habría olvidado de todo y estaría jugando feliz y contento. O podía aprovechar el momento
pedagógico. Magnus tenía que empezar a entender que sus elecciones tenían consecuencias.
—Bueno, papá vino a invitarte para que fueses con él, pero tú estabas tan enfadado y le
gritaste tanto, que se puso un poco triste —aventuró mientras lo sentaba entre sus piernas cruzadas
y lo rodeaba con sus brazos—. Así que se ha marchado solito. A veces los mayores también
necesitan estar solos, como tú ahora. ¿Quieres estar solito un poco más?
El rostro de Magnus se ensombreció. A Inés le pareció que maduraba un poco más de
golpe, al entender que sus rabietas también tenían un efecto sobre los demás. O eso quiso pensar.
¿Era demasiado pequeño? Peor aún, ¿lo estaba manipulando? Qué difícil era educar. Pensó en sus
padres y les perdonó de corazón cualquier error que pudieran haber cometido con ella cuando era
pequeña.
—No. Quiero estar con papá.
Vale. Cría cuervos y te sacarán los ojos. Consuela a tu hijo para que después quiera estar
con su padre. Inés miró al techo en busca de paciencia.
—Y entonces, ¿por qué le gritas?
—Porque estoy triste. ¡Martina ha roto mi coche! Y no es pequeña, ¡es mala! ¡Mala, mala y
mala! —estalló de nuevo, enfadadísimo y lleno de rencor.
Inés lo abrazó y lo llenó de besos. De modo que era eso. Erik probablemente la había
defendido y la había excusado por ser pequeña, por eso Magnus estaba tan ofendido.
—¿Sabes por qué Martina coge tus cosas, hace lo que tú haces y te imita en todo? —
preguntó con tono cómplice, como si fuera a contarle un gran secreto. En realidad, era una enorme
revelación—. Porque te quiere mucho y quiere ser como tú. Eres su hermano mayor y te admira
mucho. ¡Muchísimo! Tú eres más grande, más alto, puedes subirte solo a la cama de papá y mamá,
subir y bajar las escaleras, esquías tú solito…Martina quiere ser como tú.
—¿Como yo?
Inés asintió. La verdad era que se hacía agotadora. Le cogía los juguetes de las manos, lo
seguía como un perrito a todas partes, le destrozaba los puzles, rompía sus cuentos, arrasaba con
sus legos. A veces se sentaba justo donde estaba sentado él. No a su lado, no. Encima de él.
Exactamente en el mismo sitio. Quizá había llegado la hora de comenzar a ponerle límites a
Martina, aunque solo contara con diez meses.
—Eso es. Quiere ser como tú, pero todavía es chiquitita. ¡No tiene ni un año y tú ya tienes
dos! —recalcó con énfasis ese dos del que estaba tan orgulloso.
—Vale. Está bien. Pero yo quiero la nieve con papá —dijo, volviendo al tema principal de
la discusión.
—Vamos a hacer una cosa. Tú perdonas a Martina, me ayudas a recoger las cosas y nos
vamos a la casita de la nieve para juntarnos con papá —resolvió Inés al fin, preocupada porque la
charla con Magnus le había llevado mucho más de lo que esperaba, Martina estaba
sospechosamente silenciosa y eso era más peligroso que mil rabietas de su hermano mayor—.
¿Qué me dices? ¿Bajamos?
El muy hijo de su padre aún se lo pensó por un buen rato y ella trató de ser una madre
empática, paciente y amante de sus hijos, aunque le entraron ganas de gritar.
—Está bien. Perdón. ¡Y nos vamos a la nieve! —gritó, deshaciéndose de su abrazo para
bajar corriendo las escaleras hasta donde estaba su hermana—. ¡Mamá! ¡Martina ha hecho el mal!
Inés soltó un gemido. Se precipitó por las escaleras temiéndose cualquier cosa, pero pudo
respirar aliviada. No era para tanto.
—¡Dame eso, pequeña bruja! —Le quitó el bote de crema para las manos que llevaba en
su bolso, y metió todas sus pertenencias desparramadas por el suelo del salón—. ¡El bolso de
mamá es privado! ¡Y no se toca! —dijo, enfadada. Martina la miró como si no hubiera roto un
plato en su vida, con la cara y la ropa embadurnadas de su carísima crema. Menos mal que era en
formato de viaje—. ¡En marcha!
Un vaso de agua

Le costó una eternidad tener todo preparado. Cuando vio que eran casi las tres de la tarde,
consideró seriamente abortar el plan y quedarse en casa, pero Erik ya había hablado con Juan y
con Dan, y tenían cena en casa. Eso significaba seis adultos… y seis niños. Soltó un gemido
mientras activaba la alarma y esperaba que se cerrara el portalón de entrada.
A medida que describía una de las cuarenta curvas del ascenso hacia el pequeño pueblo de
montaña, se sobrecogía más y más con la presencia imponente de la cordillera. ¿Cómo decía Erik?
Montañas de verdad. Que quitaban el aliento. Paró en la Copec para repostar gasolina,
cumpliendo con la buena costumbre de tener el depósito siempre lleno de combustible por si
quedaban aislados, y se regodeó en la ansiedad y expectación que le generaba llegar a ese paraíso
en el que tantas cosas habían vivido. Conforme a su tradición, detuvo el coche frente a la puerta y
se bajó para contemplar el paisaje amado. La severidad de la roca gris, cubierta casi por
completo de nieve. El cielo azul y límpido, sin una sola nube. Un halo dorado perfilaba las
montañas, así que tendrían buen tiempo. Inspiró el aroma cortante de la nieve, el del mineral rico
de la cordillera. El húmedo e intenso de la tierra y los árboles. Sonrió mientras se ceñía la parka
en el pecho, ya eran más de las cuatro de la tarde y hacía mucho frío. Una manita desnuda buscó la
suya y volvió la mirada hacia abajo, sorprendida de encontrarse a su hijo, sin cazadora y con cara
de emoción.
—¡Hay mucha nieve! ¿Dónde está papá?
—¡Magnus! ¿Dónde está tu chaqueta? Y ¿cómo has salido de la silla? Venga, vamos. —Lo
cogió de la mano mientras él rezongaba que no tenía frío y que no quería la chaqueta, en la eterna
lucha contra su obsesión por abrigarlos—. Papá viene ahora mismo. ¿Me ayudas a bajar las
cosas?
Nacha y Juan llegaron con las niñas y pudo desviar la atención de Magnus sobre su padre.
En cuanto vio a Dana, el resto del mundo desapareció. Se llevaron a Loki, prometieron
solemnemente no acercarse a la piscina, que, aunque estaba vallada, a Inés le daba pánico, y ella y
Nacha se encargaron de ir poniendo la mesa grande en el salón comedor mientras Juan descargaba
la compra con lo que Erik le había pedido.
Cuando él volvió de esquiar, tenían todo encaminado. Las costillas con salsa barbacoa se
cocinaban en el horno. Las ensaladas estaban hechas, la mesa puesta y los niños cenados con un
buen platazo de carne con patatas. Los seis, incluida Lena, en una hamaca para bebés bajo la
vigilancia severísima de su hermana, veían una película de dibujos en la sala, y entraban y salían
hacia donde estaban sus padres para hacer alguna acusación, reclamar mimos o comida o pedir ir
al baño.
Después de los saludos y las bromas al verse por fin todos juntos, Inés se llevó a Erik con
disimulo a la cocina. Necesitaba aunque fuesen dos minutos a solas con él.
—¿Y esto? —dijo, encantado cuando lo abrazó y lo besó con fiereza, buscando piel bajo
su camiseta técnica—. No es que me queje.
—Te he echado de menos. Hacía mucho tiempo que no pasábamos tanto tiempo separados.
—El beso se profundizó y olvidó durante unos minutos deliciosos, en que Erik le acarició los
pezones por encima de la ropa, que tenían la casa llena de gente—. Cuando se marchen, tenemos
que ponernos al día.
—Después me regañas cuando digo que las visitas dan alegrías cuando vienen y también
cuando se van —gruñó él sobre sus labios—. Tenías razón. Necesitaba unas horas para mí solo.
He recorrido Cerro Colorado con la tabla y estoy como nuevo.
—¡Ejem, ejem! —interrumpió Nacha, sutil como siempre—. Si queréis que me quede
pendiente de los niños mientras subís a la habitación, sin problema, ¿eh?
—No queremos abusar de ti. Bastante es que te hayas encargado de ellos el otro día —
bromeó Erik. Besó a Inés una última vez antes de separarse de ella a regañadientes, y sacó las
costillas del horno—. Llevad vosotras las ensaladas.
—¡Me muero de hambre! —dijo Dan al verlos llegar en comitiva hasta la mesa. Erik le
pasó los cubiertos para servir e hizo los honores. Pronto todos reían y charlaban entre bocado y
bocado, felices de compartir unas horas de amistad.
Inés se retrajo para observarlos un rato. Nacha estaba radiante. Juan y ella sonreían al
mirarse e intercambiaban pequeñas muestras de cariño. No eran tan obvios como Erik y ella, que
eran a menudo acusados de ser demasiado explícitos en sus manifestaciones de afecto, pero
parecían haber recuperado terreno en lo concerniente a su intimidad. Dan y Alma se
compenetraban a la perfección. Le generó una paz enorme, un sentimiento de felicidad profunda,
saber que todo iba bien, o, al menos, bien encaminado. Los niños se incluían en la dinámica de los
adultos siendo eso, niños. Todos tenían sus espacios.
—¡Bueno! —dijo Juan, palmeándose el estómago—. Una cena estupenda. Siento romper la
magia, pero nos queda una hora larga de viaje hasta casa y las niñas tienen que dormir.
—Lástima. Porque yo sé que una copa de esto te hubiese gustado. —Erik sacó una botella
de Chivas Regal de 25 años del mueble bar y se la pasó a Juan—. Todavía podéis quedaros a
dormir si os apetece. Ya iréis a casa mañana.
—Eso es un golpe bajo —gimió Juan. Dan se levantó a buscar los vasos—. Nacha, ¿tú qué
dices? ¿Nos quedamos?
Inés la miró con una enorme sonrisa, pero su amiga negó con la cabeza, insegura.
—No, Juan. Las niñas necesitan sus rutinas. No tenemos pijamas. Ni pañales suficientes.
¿Y dónde van a dormir? —En un segundo, Nacha parecía ahogarse en un vaso de agua—. Mejor
nos vamos.
Se levantó de la mesa y forzó una sonrisa. Y entonces pasó algo que Inés, en los más de
doce años que conocía a su amiga y por extensión a su pareja, nunca había visto. A Juan enfadado.
No. Cabreado de verdad.
—Nacha, estamos a gusto. ¡Es tarde, joder! Me parece más peligroso para las niñas y para
nosotros meternos en esta carretera de noche que el que duerman fuera de casa por una vez en su
vida —dijo en un intento de ser razonable. Erik retrocedió con el vaso con dos dedos de whisky
que había servido para él, pero Juan casi se lo arrebató—. Hace años, ¡años!, que no me tomo una
copa con amigos. Tú saliste ayer hasta las tantas, ¿por qué no puedo disfrutar yo hoy?
—Es distinto. Tú ayer estabas en casa y te dejé a las niñas bañadas, vestidas y cenadas
antes de marcharme. Aquí estamos en casa ajena —puntualizó Nacha, con cara de que no le había
gustado nada la acusación—. Tómate el whisky si quieres, ya conduciré yo.
—No. No quiero que conduzcas de noche por una carretera que no conoces. —Juan dejó el
vaso encima de la mesa con un golpe seco—. Nos vamos.
—No. No nos vamos. ¡Tómate el maldito whisky, si es eso lo que quieres! —gritó Nacha.
Inés buscó los ojos de Erik, que en un gesto de prudencia había sacado la botella de circulación y
se alejaba de la primera línea de batalla. Aquello no pintaba bien—. Voy a preparar a las niñas.
—Las niñas, las niñas, ¡las niñas! —exclamó Juan. Cogió el vaso y se bajó el brebaje
dorado en dos tragos—. Y yo, ¿dónde quedo en esa ecuación? Erik, ponme otro. No te cortes.
Inés se lo dijo alto y claro empleando su lenguaje secreto de miradas.
«No lo hagas».
Erik contestó añadiendo un alzamiento Thoresen de cejas.
«Lo siento, pero Juan tiene razón», y le sirvió otros dos dedos de Chivas.
—No se trata de ninguna ecuación, se trata de que nuestra prioridad ahora son nuestras
hijas, ¿cuántas veces tengo que decírtelo? —estalló Nacha a su vez. Cogió su bolso del respaldo
de la silla, la bolsa de las niñas de encima del sofá y encaró a su marido—. Dame las llaves del
coche. ¡Que me des las llaves del coche! Tú quédate todo lo que quieras. Yo me voy.
—No. Tú no vas a ninguna parte. También son mis hijas —dijo Juan. Nacha y él estaban
frente a frente y se miraban como si fuesen dos matones del Oeste—. Es peligroso bajar con el
coche a estas horas. La carretera se congela y tú conduces fatal.
—¿Que yo qué? —Nacha estaba indignada y se enzarzaron en una discusión que había
empezado siendo absurda y tomaba visos de convertirse en surrealista.
Juan se bebió el whisky, otros dos tragos. Soltó un gruñido y cabeceó por la fuerza del
alcohol. Alma y Dan seguían sentados sin saber dónde meterse. Inés lamentó no prever que para
Nacha todavía era demasiado pronto para una salida así con las niñas. Aunque, a juzgar por la
reacción de Juan, era más bien demasiado tarde. Alguien tenía que mediar en la situación.
Dana y Magnus aparecieron agarrados de la mano en el salón e Inés corrió a
interceptarlos. Intentó que volviesen a la salita de la tele, pero Adriana miraba a sus padres,
preocupada.
—Mami, papi, ¡no se pelea! ¡No se pelea! —dijo con angustia. Al ver que no la
escuchaban y seguían discutiendo entre gritos, se echó a llorar—. ¡Mami, papi! ¡No se pelea!
Su vocecita dulce y angustiada surtió efecto y sus padres detuvieron en el acto la disputa.
Juan no sabía cómo reaccionar y se movía ya un poco descoordinado tras bajarse tres vasos de
escocés. Se agachó para abrazar a su hija y consolarla. Se la llevó fuera del salón.
—Chicos, nosotros nos vamos —aprovechó la tregua Dan. Alma se levantó como un
resorte a buscar a sus hijos—. Mil gracias por la cena. Erik, nos vemos mañana en las pistas. —
Se acercó hasta Inés, que seguía parada en medio del salón todavía procesando lo que acaba de
ocurrir, y le dio un beso en la mejilla—. La próxima nos toca a nosotros. Suerte.
La eficacia con que recogieron sus bártulos, prepararon a los niños y se esfumaron la
impresionó. No sabía si era la práctica o la incomodidad, pero en menos de veinte minutos se
habían marchado. Erik siguió a Juan para ocuparse de los niños y ella se quedó a solas con Nacha,
que se había desplomado en el sofá y escondía la cabeza entre sus manos.
—Nacha, ven aquí. ¿Me puedes explicar qué ha sido eso? Nunca había visto a Juan así —
dijo mientras se sentaba junto a ella—. ¿No se supone que estabais mejor?
Nacha se recostó en los almohadones soltando una exclamación de fastidio.
—Soy una loca. Me estoy cargando mi matrimonio. No me digas que no —afirmó con
rotundidad—. Pero cuando Juan se pone así, ¡no lo soporto!
—Así, ¿cómo?
—Así de energúmeno. Sin dar su brazo a torcer. ¡Soy yo la que tengo razón! —terció con
obstinación—. Las niñas son lo primero. Tienen que serlo. Siempre.
Inés negó con la cabeza. No quería herirla, pero estaba claro que necesitaba con urgencia
una perspectiva desde fuera. Una ración de realidad.
—Nacha, odio decirte esto, pero esta vez tengo que darle la razón a Juan. —Inés encajó la
mirada cargada de decepción y, a riesgo de resentir su amistad, mantuvo su postura—. Es tarde, la
carretera se pone peligrosa por la noche y estáis aquí, en nuestra casa. ¡Hay confianza! ¿Cuál es el
problema? —Ahora la herida era ella. La cogió de la mano y la apretó—. Magnus y Adriana
pueden dormir juntos. Para él sería la primera vez que se queda a dormir una amiguita, ¡una
enorme aventura! —exclamó con un ademán exagerado que le arrancó una sonrisa débil—. A Lena
la poneis en colecho con vosotros… ¡No me pongas esa cara!
Su amiga soltó un gruñido exasperado y negó con la cabeza. En su rostro se reflejaron mil
emociones que fraguaron en una mueca tensa. Derrotada, Nacha acabó por encerrar la cabeza entre
las manos.
—No lo entiendes, Inés. Me cuesta un mundo. No son las niñas las que necesitan las
rutinas, soy yo —confesó con abatimiento. Inés inició un masaje circular en su espalda y optó por
guardar silencio mientras ella se desahogaba—. Lo necesito como respirar. Cualquier cambio, la
más mínima modificación en el día, se transforma en un problema inabarcable. Es como si me
ahogara en un vaso de agua. Pero es que no puedo, ¡no puedo!
Su voz se fue quebrando hasta estallar en un sollozo e Inés la abrazó con fuerza. La meció
como si fuera un bebé, sorprendida de la fuerza con la que se aferraba a sus brazos, con las manos
agarrotadas y clavándole las uñas a través del jersey. No interrumpió su llanto suave. La dejó
desbordarse durante unos largos minutos. Alcanzó a ver a Erik en el salón, recogiendo algunas
cosas de la mesa, y le hizo un gesto para que no se preocupara. Ya lo hablarían después. Atenuó
las luces y se marchó, seguido de Juan y los niños. Dana y Magnus parloteaban entusiasmados
mientras subían por la escalera hacia las habitaciones.
Por un momento pensó que se había quedado dormida, pero descubrió su mirada castaña y
atribulada destellar reflejos dorados frente a las llamas. La obligó a recostarse con la cabeza
sobre su regazo y acarició su pelo negro y brillante. Pese a la reacción de la vez anterior, sabía
que Nacha necesitaba un empujón para tomar algunas decisiones. A riesgo de salir de nuevo
escaldada, comenzó a hablar.
—Ignacia, todo lo que te está pasando, las ganas eternas de llorar, que el mundo entero se
te venga encima… no es culpa tuya —comenzó en voz muy bajita, tanteando el terreno con
precaución—. Creo que deberías escuchar a tu psiquiatra. La depresión postparto no es ninguna
tontería, es una enfermedad. Que puede ser grave. Que te pasa factura. —Notó cómo se ponía
rígida ante la mención del diagnóstico—. Si tienes que dejar la lactancia porque necesitas tomar
un tratamiento, ¡la dejas y ya está! Lo primero eres tú. No es Juan, no son las niñas, no es el
trabajo, ¡eres tú! —insistió, enfadada por no ser capaz de imprimir la importancia que el tema
tenía en sus palabras—. Recuerda las palabras de mi madre: si mamá va bien, todo lo demás va
bien. Si mamá no va bien, todo se va a la mierda. Y tú no estás bien. Tienes que empezar con la
medicación. La depresión no es ninguna tontería. Juan está desesperado por cuidarte, por
encontrar una salida. Hasta Dana ha tenido que intervenir hoy en vuestra discusión.
No dijo nada más. Siguió ordenando las guedejas negras de su pelo, esperando una
respuesta. De manera casi imperceptible, Nacha asintió. Después cabeceó con más fuerza. Se
deshizo de su abrazo con suavidad y se incorporó, borrando los regueros de lágrimas de su rostro
hinchado con los puños de su jersey. Esbozó una sonrisa trémula.
—Lo haré. Sin falta. Esta misma semana. ¿Puedes quedarte el martes con las niñas después
de la guardería? —pidió como si cometiera un crimen atroz.
—Claro que sí. Me llevaré a los cuatro a casa y merendaremos algo rico. No te preocupes
por nada. Por nada —insistió, interrumpiendo lo que Nacha iba a decir con cara de querer echarse
atrás—. Venga, vamos arriba. Que Juan te de unos pocos mimos, seguro que se está consumiendo
en culpa. Yo me ocupo de poner a Dana a dormir.
Subieron juntas sin hacer ruido, aunque al llegar a la planta superior Inés se dio cuenta de
que todos estaban despiertos. Condujo a Nacha hacia la habitación grande y alcanzó a escuchar un
«Mi amor, ¡lo siento!», exclamado con sentimiento por Juan. Cerró la puerta con una sonrisa y se
dirigió hacia el cuarto que compartían Magnus y Martina.
—¿Puedo unirme? —preguntó al ver que sus hijos y Dana se cobijaban en una tienda de
campaña de tela, decorada con una tira de luces, mientras Erik les contaba el cuento de El
pequeño Trol. Sin dejar de recitar la historia, él sonrió y se hizo a un lado para abrir un hueco.
Inés se tendió junto a ellos sobre la alfombra.
Martina no llegó al final de la historia. Se quedó dormida como un tronco, arrullada por la
voz grave de su padre. Inés la llevó hasta su habitación. Por esa noche, dormiría con ellos. Al
volver, Erik arropaba a Magnus y a Dana en la cama mientras negociaban entre los tres si quedaba
encendida la lamparita de la mesilla o si eran valientes y dejaban solo la luz guía del pasillo. Inés
les dio un beso de buenas noches y tiró de su vikingo, que parecía reacio a abandonar a los
pequeños.
—Vamos a la cama. Es tarde —insistió mientras lo conducía por el pasillo.
—¿Me estás invitando con algún propósito? —preguntó Erik con una sonrisa traviesa y la
mirada cargada de segundas intenciones.
Inés soltó una risita y negó con la cabeza.
—Esta noche tenemos inquilina. Me he traído a Martina a dormir con nosotros.
Erik soltó un gruñido decepcionado y comenzó a desnudarse con cara de resignación.
—Prometo compensarte. De todas maneras, ahora no puedo pensar en proposiciones
deshonestas —dijo Inés. Se acercó hacia la pared que compartían con la habitación donde estaban
Nacha y Juan e intentó escuchar si discutían o hablaban—. Nacha está mal. Tiene una depresión de
caballo, pero le cuesta dejarse ayudar.
—Lo siento. Por ella y por todos. Esas cosas afectan a toda la familia —dijo Erik, que se
detuvo en el movimiento de ponerse una camiseta—. Juan está desesperado. Creo que beberse los
whiskys y desahogarse un poco le ha venido bien.
—Ya. Pobres Alma y Dan. Se han visto atrapados en medio de la discusión y no sabían
dónde meterse —dijo Inés mientras se cepillaba la melena frente al espejo del secreter—. ¿Has
quedado con ellos mañana para subir a las pistas?
—Sí. Dan y yo llevaremos a Magnus y a Manuel. ¿Por qué no te vienes y dejamos a
Martina unas horas en el jardín de nieve? Así puedes esquiar tú también. —Se metió bajo el
nórdico con cuidado de no despertar a su hija, que dormía justo en el medio de la cama—. Hace
un montón que no te pones las tablas.
Inés dejó el cepillo sobre el mueble y se sentó en el borde de la cama. Lo consideró
seriamente. Le apetecía. No. Sentía auténtica privación por deslizarse en las pistas rojas y
disfrutar de un poco de adrenalina, pero acabó por negarse.
—Otra vez será, Erik. Me quedaré acompañando a Nacha. —Lo pensó un momento y
decidió que no tenía por qué quedarse en casa—. ¿Por qué no te llevas a Juan y a Dana? Así la
peque puede probar a esquiar. Llamaré a Alma para quedar en el hotel Colorado para tomarnos
algo. Podemos comer todos allí.
—Me parece un plan genial. Siempre y cuando se hayan apaciguado las aguas —dijo Erik,
ya soñoliento sobre las almohadas—. Y que Nacha suelte a su hija para que nos acompañe.
—Yo me encargo de eso. Nacha necesita un empujoncito y que le hagan las cosas fáciles.
God natt! —dijo con un beso sobre sus labios, cuidando de no aplastar a Martina.
Se quedó despierta un buen rato, escuchando que la respiración suave de su hija se
entremezclaba con la más pesada y profunda de Erik. Acabó por levantarse a comprobar que Dana
y Magnus dormían en su habitación. Al volver, le costó conciliar el sueño. No podía dejar de
pensar en la enorme suerte que ella y Erik tenían. Habían sido capaces de conseguir la cuadratura
del círculo en lo que a conciliación se refería, con pocos sobresaltos hasta el momento. Ahora
solo cabía esperar y desear que la buena racha se mantuviese en el tiempo.
Resultados inesperados

Inés empezó la semana con las pilas cargadas, un bronceado saludable por el sol de la montaña y
el firme propósito de mantenerse centrada en el hospital. Cada vez que pensaba en que se habían
olvidado de los niños, aunque fuese tan solo una hora, se sentía ahogada por la culpa.
En eso envidiaba a Erik. Soltaba una retahíla de palabras ofensivas en vikingo, lo asumía
como un error que no podía repetirse y no volvía a hablar del tema. Ella no. Ella había pasado
todo el fin de semana flagelándose hasta que Nacha, al escuchar la historia por enésima vez
cuando se lo contaba a Alma, le dijo que, si tan importante había sido, que le pasaría una factura
por los servicios prestados. Las tres se habían reído, Inés la que más, pero no volvió a hablar del
asunto. Nadie le daba importancia salvo ella.
Cuando el miércoles entró a la reunión de jefaturas, lo hizo más tranquila y serena. Había
tenido que emplear unas horas de trabajo en casa, era cierto, pero a cambio tenía todos los puntos
bien atados. Enfrentaban la mitad del año con la crisis de Medicina Interna resulta, en Obstetricia
habían encontrado una sala de material que podría ser habilitada como consulta y una nueva
partida de incubadoras estaba ya en camino. Todos salieron contentos salvo los cirujanos. Cuando
Erik les anunció que se posponía hasta nuevo aviso la inversión del Da Vinci, ninguno escondió su
decepción. Inés agradeció que Erik lo dijese con voz neutra, cara de póquer y sin culparla a ella.
—Hemos sobrevivido otra semana —dijo Erik cuando el personal asistente se marchó—.
No me extraña que Becker nunca quisiera reunirse con más de un Servicio a la vez.
Inés se echó a reír y juntos caminaron de vuelta hacia el edificio de hospitalización. Le
gustaba ese pequeño resumen que hacían tras las reuniones, la ayudaba a sopesar la fuerza con la
que Erik y ella se alineaban respecto a los temas pendientes del hospital. Esta vez, no había
tensiones soterradas.
—Podemos tener reuniones individualizadas, pero esto nos sirve para mantener una visión
global. ¿Qué te parece que una de las anestesistas esté pensando en marcharse? —Era uno de los
temas que habían aflorado no gracias al servicio implicado, sino a un chivatazo por parte de
Hugo, el cirujano infantil. Sin anestesista, se quedaban sin uno de los quirófanos para operar niños
—. Si no es por Hugo, el problema nos habría estallado en la cara.
Erik apretó los labios y su mirada azul se vistió de determinación.
—Hay que tantearla, a ver de qué se trata. ¿Te encargas tú? Tienes más mano izquierda
para estas cosas —gruñó a regañadientes. Inés reprimió una sonrisa. Todavía le costaba trabajo
aceptar que ella podía ser mejor que él en gestión. A veces le daban risa sus celillos profesionales
—. A mí me dan ganas de atarla a una silla, coger un foco potente y aplicarle un interrogatorio tipo
Gestapo.
—No sabemos qué está pasando. Puede que esté embarazada y prefiera pedir una
excedencia —aventuró Inés. Por la edad, bien podría serlo y ella estaba de acuerdo en que el
personal femenino del San Lucas tuviera unas condiciones inmejorables en caso de querer
conciliar—. O quizá esté sobrecargada de trabajo. Lo hablaré con ella.
—O puede que la estén tanteando de otro hospital, no olvides esa posibilidad —dijo Erik,
que se detuvo en mitad del pasillo, preocupado—. Cuando se destapó el fraude de Becker,
andaban como pirañas a la captura de nuestros adjuntos.
El timbre del móvil sonó en el bolsillo de su bata e Inés contestó, sobresaltada por la
potencia del tono. Erik esperó a que terminara con expresión interrogante al ver que Ana la
requería de vuelta en Dirección.
—Mara y Til tienen algunos temas que tratar, ¿vienes? —dijo Inés, que había dejado una
hora libre después de la reunión en previsión de que se alargara, para no andar corriendo de un
lado a otro como un pollo sin cabeza.
Erik consultó su propio móvil y negó con la cabeza.
—No. Tengo quirófano y quiero ver cómo van Dan y Mario con su cirugía. Te busco al
terminar para que vayamos a comer y me cuentas —dijo mientras se alejaba ya hacia el pasillo
central—. ¡Nada de sabotear mis proyectos para Cirugía!
—¡Me lo pensaré! —dijo Inés en broma antes de que desapareciera por la puerta batiente.
Mientras caminaba de vuelta hacia Dirección, aprovechó para repasar otros temas
pendientes. Tenía que entregar los papeles para volver a acreditar al San Lucas como hospital
para formar residentes. Llevaban ya casi dos años sin docencia de postgrado. Les había costado
mucho trabajo recuperar no solo el prestigio perdido, sino también cumplir con la burocracia
interminable que les devolvería la acreditación. Tras una larga negociación con las secretarías
ministeriales de Educación y Sanidad, habían mantenido la docencia de alumnos e internos. Ahora
tocaba recuperar a los residentes. Echaba mucho de menos la labor de enseñanza en la consulta y
en las guardias. Y sabía que Erik, pese a la poca paciencia que demostraba con ellos, también.
En casa, Berta mantenía el avituallamiento y la logística al día, pero tenía que comprar
ropa para los niños, ¡no paraban de crecer!, y no podía pasar de aquella noche que Erik y ella
escogiesen las fechas para marcharse de vacaciones. Los dos lo necesitaban como respirar. Con
solo pensar en el verano de Mallorca se le hacía la boca agua.
Entró en su despacho y saludó a Mara y a Til, que la esperaban sentados frente a la amplia
mesa de vidrio templado de color turquesa. Si había algo que llamaba la atención de su rincón de
trabajo, era la profusión de colores que recordaban al cielo y al mar.
—Inés, no queremos entretenerte mucho —dijo Mara con su marcado acento noruego—.
Pero queremos entregarte una información que quizá no poseas.
Se sentó en la butaca blanca y alzó las cejas con interés.
—No es muy cómodo para nosotros decirte esto, pero entendemos que es importante que te
hagas una idea de cómo están las cosas en el San Lucas, para que puedas involucrarte más —
añadió Til con cara una sonrisa algo culpable—. Nos alegramos de que el doctor Thoresen no esté
aquí ahora mismo, así será más fácil.
—¿Qué ocurre? Erik está en quirófano, pero iba a estar aquí —aclaró mientras alternaba
su mirada entre los dos—. ¿Por qué más fácil?
Los dos ejecutivos cruzaron un vistazo rápido y Mara volvió a tomar la iniciativa.
—Inés, parte de nuestro trabajo es vigilar el ánimo que impera en los trabajadores y
pacientes del San Lucas. Ver las reclamaciones que llegan a través de Atención al paciente y
filtrar, por decirlo de algún modo, las que puedan tener una repercusión importante. —Buscó una
carpeta de cartón reciclado en su portadocumentos y la dejó frente a ella. Inés la cogió con
curiosidad y comenzó a revisar su contenido—. La mayoría ni siquiera llegan a nosotros, cada jefe
de servicio gestiona sus puntos negativos, pero nos gustaría que echases un vistazo a estos.
Inés abrió el primer escrito. Palideció al leer en el encabezado: «Abuso de poder por
parte de la Gerencia del hospital San Lucas» y más abajo, «Responsable: doctor Erik Thoresen».
Leyó el documento con rapidez y respiró con cierto alivio.
—Esto no es más que una pataleta por no aceptar una propuesta sindical por parte de los
técnicos de laboratorio —dijo Inés, que sabía de qué se trataba—. Aún se está negociando el
convenio, pero algunas de las peticiones son del todo inviables.
—Lo sé, lo sé —dijo Til, que alzó las manos en señal de inocencia—. Pero dale una
ojeada a las otras dos—. Te adelanto que vas a encontrar motivos de queja similares y con el
mismo responsable: Erik. Y estas son solo las del último mes.
Inés comprobó los documentos y soltó una exclamación de fastidio. Cerró la carpeta y
clavó los ojos en Til, bastante tensa.
—Ya veo. Pero no entiendo muy bien por qué me lo decís a mí. Esto tenéis que hablarlo
con Erik.
—Lo hemos intentado —dijo Mara con pinta de no saber muy bien cómo seguir. Inés no la
ayudó. Entendía que era un tema peliagudo, pero estaban hablando de su marido, por muy socios
que fuesen en las Norsk Klinikk—. Para él no existe ningún problema y no son más que lloriqueos
que hay que cortar de raíz.
—Y tiene toda la razón —afirmó Inés con contundencia. Otro de los motivos de la
reclamación era el rechazo de las vacaciones de más del 60 % de la plantilla de Microbiología en
verano, cuando en la normativa se exigía que estuviesen presentes al menos la mitad—. Estas
reclamaciones son absurdas.
—Es cierto —concedió Til con seriedad—. Pero estas cosas pasan factura, Inés. Erik es
tan directo, tan implacable y tan poco…
—Poco políticamente correcto —completó Mara con una sonrisa. Inés no correspondió—.
Un puesto de gerencia necesita templar ánimos, Inés. No exaltarlos. Esto no es bueno para el San
Lucas. El humor general del staff no puede ser hostil. Y Erik… Erik provoca mucha hostilidad.
—Sigo sin entender cuál es mi papel en todo esto. ¿Queréis que hable con él? Sabéis tan
bien como yo que no va a servir de nada —advirtió al ver que los dos asentían con expresiones
aliviadas—. Esto va más allá del carácter o el temperamento del doctor Thoresen. Es un tema de
idiosincrasia. Erik es muy escandinavo para este tipo de cosas. Además de ser muy exigente
consigo mismo y de tomarse muy a pecho todo lo concerniente a este hospital.
Lo defendió a ultranza. Le parecía un insulto que hubiesen acudido a ella a sus espaldas,
cuando él se desvivía por el San Lucas.
—Eso es parte del problema. No puede exigir a los demás lo que se exige a sí mismo —
intentó razonar de nuevo Til—. Pasa a todo el staff por su rasero personal y eso está levantando
ampollas, Inés. Además de los problemas por la continua discriminación positiva que hace con los
servicios quirúrgicos. Y eso no lo puedes negar. Tú misma has tenido que arreglar un par de
desastres, entre ellos, la renuncia de la jefa de Medicina Interna. Y no es lo único.
Inés alzó las manos para detener el torrente de problemas que se habían generado por la
manera en que Erik conducía el hospital en los últimos meses. Lo tenía claro. Más que nadie. Pero
ella y Erik estaban en el mismo bando. Y no sabía muy bien cómo gestionar aquella situación.
—Está bien. Hablaré con él. Intentaré que se modere un poco en las reuniones y revisaré
personalmente las reclamaciones más importantes —claudicó ante sus miradas esperanzadas—.
Pero no esperéis milagros.
—Inés, necesitamos más de ti. Necesitamos que te impliques directamente, no que seas un
vigilante de sus acciones —insistió Til sin dar su brazo a torcer—. Tienes que decidir qué quieres
en realidad, si ser una mera espectadora de lo que Erik hace, o si puedes presentar tus propias
soluciones al margen de lo que exponga él.
No supo qué rebatir a eso. ¿De verdad la consideraban un sujeto pasivo? Encontró injusta
la acusación después de todo lo que se había involucrado en las últimas semanas, pero apretó los
labios y terminó de escuchar lo que tenían que decirle.
—Nosotros velamos por los intereses económicos y de prestigio del San Lucas, nos pagan
por ello. Erik puede despedirnos cuando quiera, o al menos a mí —añadió Mara, que no entraba
en los intereses que el resto de los hermanos Thoresen pudieran tener en las Norsk Klinikk—.
Pero mientras eso no ocurra, tenemos que seguir señalando los problemas, y aquí tenemos uno que
se ha ido agravando en este último año. Erik te ve como su igual, Inés. Te escucha. Le haces
contrapeso. Utiliza tu influencia y haz lo mismo que hiciste con la doctora Rodríguez o al detener
la inversión del Da Vinci. Te necesitamos aquí.
—De acuerdo. Creo que voy por el buen camino, pero haré un esfuerzo por participar de
manera más activa —respondió Inés, extenuada. Echó un vistazo al reloj, tenía que marcharse—.
Me quedo con la carpeta para contestar personalmente a las reclamaciones y hablaré con Erik.
—Perfecto, Inés. No esperábamos menos —dijo Mara, que se levantó de la butaca y
recogió sus documentos. Til la siguió—. Confiamos en que enfrentarás con éxito el desafío que te
presentamos. Entendemos que no es nada fácil, pero si alguien puede hacerlo, esa eres tú.
Seguir con la consulta le pareció un mar de tranquilidad y sosiego, pese al difícil
diagnóstico que tenía la paciente que atendió nada más llegar. Una niña con una cardiopatía muy
compleja, que se había convertido en todo un reto ya que no podía resolverse por cirugía. Disfrutó
con lo tangible, con lo que la experiencia, el ojo clínico y los años de estudio podían conseguir
para sus pequeños pacientes.
Nadie te enseñaba en la facultad cómo lidiar con tu marido cuando es un cardiocirujano
arrogante acostumbrado a salirse siempre con la suya y a brillar con luz propia y que pretendía
llevar su hospital como si fuera un emperador.
«Última cirugía terminada. Te veo en quince minutos en la cafetería. No llegues tarde».
Inés esbozó una sonrisa divertida. Hasta por WhatsApp era dominante y autoritario. Su
espíritu rebelde la empujaba a llegar con retraso solo por provocarlo y ver cuáles serían las
consecuencias, pero ahora no estaba para jueguecitos. Llevaba desde que había terminado con el
último paciente dándole vueltas a cómo lo iba a abordar.
Se dio cuenta en cuanto entró en la cafetería de que sería imposible mantener allí aquella
conversación. Él ya estaba en la barra, de charla con Hugo, y el comedor de personal estaba a
rebosar. Su primer impulso fue dejarlo para otro momento, pero no cedió a la tentación.
—Hola, chicos —contestó ante el saludo de Hugo—. Erik, ¿has pedido ya? Me gustaría
que saliéramos a comer fuera.
Él la miró con suspicacia y compuso la sonrisa más radiante e inocente que pudo, teniendo
en cuenta que sobre ella se abatía una sensación de catástrofe inminente.
—No. No he pedido nada. Nos vemos más tarde —dijo Erik sin contemplaciones a un
Hugo que, a todas luces, se quedaba con las ganas de acompañarlos. Hasta que salieron del
hospital, ninguno de los dos dijo nada—. ¿Qué ha pasado en Dirección?
Inés siguió caminando, sin contestar. Erik era un hombre brillante, perspicaz y no se le
escapaba una. No existían las medias tintas con él, y si trataba de minimizar o maquillar la
situación, se daría cuenta. No era el momento de andarse con rodeos. Se detuvo y lo miró de
frente.
—Tienes tres reclamaciones pendientes de resolver. Contra ti. A título personal —dijo
Inés con voz tranquila. No tenía sentido esperar a estar sentados en la mesa. Cuanto antes, mejor
—. Me han pedido que me haga cargo del tema.
Erik pareció relajar todo su cuerpo y rodeó sus hombros con el brazo para seguir hacia
uno de los restaurantes más cercanos al San Lucas.
—Uf, pensé que era algo importante. Kjaereste, si me dieran una corona cada vez que
alguien carga contra mí, podría comprar el Da Vinci mañana —dijo con tono despreocupado y
quitándole importancia con un gesto. Se echó a reír—. ¿De qué se trata esta vez?
Se sentaron en una mesa apartada y pidieron dos menús del día. El camarero debió de
percibir de alguna manera la tensión, porque se marchó con rapidez. Inés le contó con detalle el
contenido de los escritos mientras veía cómo la sonrisa mordaz de Erik se acentuaba con cada
palabra. ¿Cómo era posible que aquello alimentase más aún su arrogancia?
—Erik, esto es serio. No por los motivos en sí, sino por lo que significa —dijo Inés sin
corresponder a su ánimo jocoso. Inspiró y soltó el aire lentamente. Sabía que no iba a ser fácil—.
Te estás echando encima a todo el personal. No puedes reaccionar a las peticiones, por muy
absurdas que sean, de manera tan… tan… intransigente. —Le costó escoger la palabra. Despótico.
Tiránico. Dictatorial. Esas fueron las primeras que acudieron a su mente.
Él soltó una carcajada divertida y negó con la cabeza. Inés sintió que chocaba contra un
muro de hormigón.
—Es una estupidez, Inés. No podemos doblegarnos a este tipo de demandas sin sentido o
se nos subirá a las barbas todo el hospital. ¿Más de la mitad del staff de vacaciones? ¡Es absurdo!
—exclamó, sin atisbo de broma en su tono de voz—. La normativa es muy clara al respecto. Si se
va más de la mitad de la plantilla, es imposible mantener una atención de calidad. Y las jefaturas
lo saben. Firman lo que sea para mantener contentos a los adjuntos del servicio y le dejan el
marrón a Gerencia, que no tiene más remedio que rechazarlas.
—Lo sé, Erik. Pero, aunque tengas razón, no puedes rechazarlas sin más, aduciendo que tú
tienes la última palabra —dijo Inés, en un último intento de ser conciliadora.
—¿Y qué les digo? ¿Les ruego que se queden a hacer su maldito trabajo porque si no, se
nos cae el hospital? —replicó él con tono burlón. Se cruzó de brazos, se recostó en el respaldo
del asiento y alzo las cejas con una mirada mordaz—. ¿Cuál es la manera, según tu opinión?
Inés respiró hondo. Llegaba el momento de hacerlo personal. A veces le gustaría grabar
las conversaciones para identificar después el momento preciso en que se les iban de las manos.
—No se trata de mi opinión. Se trata de que necesitamos no echarnos encima al staff cada
vez que rechazamos una petición o tomamos una decisión contra los deseos o necesidades de un
servicio —esquivó Inés una vez más. Se negaba a entrar en argumentaciones del tipo «y yo más».
—. Esto es una carrera de fondo, Erik. Si no cultivamos un clima de concordia y de aceptación,
acabaremos por gestionar un hospital vacío. El personal necesita saber que tiene voz y que se les
escucha, aunque después la respuesta sea no.
—Eso es política, liten jente. Y yo no soy político. Se lo dije infinidad de veces a Becker
y a Guarida en las múltiples reuniones que tuve con ellos para levantar la Cardiocirugía de este
puñetero hospital. Yo me dejo la piel en el quirófano, donde me corresponde como cirujano —
dijo cabreado. No había tocado el plato de ensalada que tenía delante. Inés picoteaba algo en un
intento de darle normalidad a aquella conversación—. ¿Qué pasa, Inés? ¿Te estás pasando al lado
oscuro? ¿De qué lado estás?
—Estoy de tu lado, siempre. Incondicional. ¡Ya lo sabes! —se defendió ella, harta de tener
que lidiar con el vikingo en su versión de cardiocirujano arrogante más terco y pertinaz—. Y son
Mara y Til los que me han pedido…, no. Corrijo. Me han rogado, que intente mediar entre tu
posición enrocada y el resto del hospital para que la sangre no llegue al río. Hay muchas maneras
de hacerlo. —Si quería hacerlo personal, de acuerdo. Tomó aire y clavó los ojos grises en él—.
Puedes contestar con un tono más amable, para empezar. Puedes adjuntar el artículo de la
normativa y aducir que va en contra de la regulación. Puedes incluso decir que se estudiará para
una próxima ocasión una respuesta distinta —enumeró Inés. A cada frase, la mandíbula de Erik se
tensaba un poco más y su mirada se hacía más acerada. Lo ignoró—. Cualquier cosa es mejor que
dar un «NO», sin explicaciones. Y menos un «No, porque la última palabra la tengo yo».
El camarero se llevó las ensaladas casi sin tocar. El segundo era un plato de carne con
salsa que olía deliciosa e Inés lo observó con atención. Si no comía, es que estaba cabreado de
verdad. Para su alivio, Erik cogió los cubiertos y comenzó a partir la carne con el cuchillo con su
precisión de cirujano, en silencio. Su ceño fruncido delataba un estado de profunda concentración
y no lo molestó, aunque seguía con ganas de cantarle cuatro verdades.
—Puede que tengas razón, Inés. Pero yo no puedo dejar de ser como soy —dijo tras un
rato de reflexión—. Creo que lo mejor es que yo me haga a un lado por un tiempo. Me vendrá bien
descansar. Lleva tú las riendas de toda esta mierda. Yo no sirvo, está claro.
—Erik, no seas exagerado —dijo ella, impaciente—. Somos un equipo. ¡Se trata de que lo
hagamos los dos!
—Lo sé, lo sé. No voy a desentenderme, estaré ahí para los servicios quirúrgicos, que es
lo que manejo mejor —la calmó con una sonrisa conciliadora—. Pero prefiero tomarme un
respiro, creo que estoy quemado. Mientras estabas de baja por Martina fueron seis meses muy
duros llevando esto yo solo. Me vendrá bien alejarme de todo esto por una temporada.
Se inclinó a darle un beso en los labios, acarició el contorno de su rostro con la yema de
su dedo índice y soltó un suspiro de alivio que le pareció un poco exagerado. Decía que se tomaba
un respiro y que le dejaba las riendas. Bien. Todo sería infinitamente más fácil. Pero no era eso lo
que estaba buscando, ¿o sí?
Se reunieron unos minutos al finalizar la jornada de trabajo, cuando él iba a buscar a los niños al
prekínder, y ella se preparaba para la consulta de Eco fetal.
—A veces los miércoles se me hacen eternos —confesó mientras se refugiaba entre sus
brazos frente a la puerta del hospital—. Si no fuera porque vale la pena, dejaría esta consulta.
Erik se echó a reír y la besó en la frente y después en los labios. Inés estudió su mirada
azul con atención. No parecía albergar ningún rastro visible del cabreo por la conversación del
mediodía. Estaba relajado e iba con tiempo a recoger a los niños.
—Son las malditas reuniones de la mañana. Son extenuantes y a veces siento que no sirven
para nada —dijo él. Su voz la apaciguó. Sus palabras la calmaron—. Pero estamos consiguiendo
algo grande, Inés. Algo bueno. Vale la pena que nos dejemos la piel.
Caminaron abrazados hasta el aparcamiento, bajando por la rampa de acceso. Erik la
atrapó contra la puerta de su coche cuando se disponía a subir.
—Un momento, kjaereste. ¿Estamos bien? A veces cuando tenemos estas… discusiones
hospitalarias no sé a qué atenerme —dijo con tono inseguro.
Inés lo amó aún más por ello. Dejó caer el bolso en el suelo y lo besó con devoción.
Encerró su rostro entre las manos, aunque para ello tuviese que ponerse de puntillas. Erik se
sorprendió tan solo un instante por su reacción y se unió a ella en la voracidad de aquel beso. Se
comieron las bocas. Sus lenguas se enroscaron con avidez. Inés gimió al sentir la presión del
muslo de Erik abriéndose paso entre sus piernas para estrecharse contra su sexo. Un coche rodó
hacia la salida del aparcamiento y se apartó unos centímetros, reacia a abandonar la boca sensual.
—Acuesta pronto a los niños y que se duerman —dijo con voz ronca. Tragó saliva,
intentando diluir la excitación—. Llegaré lo antes posible a casa. Quiero un poco de lo del otro
día.
Erik dejó caer una sonrisa y frotó la dureza de su erección contra el abdomen tenso de
Inés.
—Los cansaré hasta la extenuación en la piscina e idearé algo para cumplir tus deseos. Te
espero. No tardes. —Lo ordenó de tal manera que Inés notó la compulsión por obedecer en el
acto. Dejarlo todo y seguirlo hasta encontrar el momento para satisfacer sus instintos—. Estoy
deseando que estemos de vacaciones para no tener horarios que cumplir ni sitios a los que llegar.
—No puedo estar más de acuerdo contigo.
Rozaron sus bocas húmedas e hinchadas durante un momento para sellar la promesa y se
alejaron a regañadientes. Mientras conducía hacia Vitacura era consciente del latido de su sexo y
del roce del sujetador sobre los pezones. Estuvo tentada de llamar a Andrea y ponerle cualquier
excusa para volver a casa y estar con él.
El pragmatismo venció. No sacaba nada con aquello. Los niños tenían extraescolar de
piscina y no estarían en casa hasta más allá de las ocho. Ahogó las ganas para centrarse en lo que
tenía que hacer y, tras intercambiar un café rápido con Andrea y la enfermera, se puso manos a la
obra.
Aquella tarde parecían haberse agrupado todas las pacientes complicadas. Por mucho que
optimizase la resolución de la máquina, le quedaron varias dudas. Luchaba con el abdomen de una
mamá con obesidad mórbida cuando Andrea la llamó por el teléfono.
—Disculpe, debo atender esta llamada —dijo Inés con tono contrito ante el alivio
manifiesto de la mujer, que pudo descansar unos minutos de que le menearan la enorme barriga—.
¿Doctora Garay?
—Inés, necesito que vengas en cuanto tengas un momento.
—¿Puedes adelantarme de qué se trata? —preguntó al ver que Andrea no se extendía más.
Le llamó la atención que tardase varios segundos en añadir algo.
—Han venido los padres del caso de anencefalia. Necesito que los informes bien del
pronóstico como pediatra —contestó a regañadientes.
—En un ratito voy para allá.
Le vino bien tomarse ese pequeño descanso. La madre también estaba más colaboradora y
pudo obtener las imágenes decentes para diagnosticar un canal auriculoventricular. Informó con
calma a los atribulados padres y los citó para el siguiente control en el San Lucas, pero ellos
prefirieron quedarse en la consulta privada.
—Es más tranquila y discreta, doctora Morán —adujo el padre. Inés se quedó pensativa
cuando se marcharon. Tenían toda la razón.
Cuando entró en el despacho de Andrea se encontró con una situación que no esperaba. Su
colega y amiga la abordó a bocajarro, casi sin darle tiempo a reaccionar.
—Doctora Morán, pese a todos los riesgos obstétricos que existen para la madre en un
caso de estas características, los padres han decidido no abortar —dijo con un tono que intentaba
ser neutro, pero era a todas luces alarmado—. Me gustaría que, como pediatra, les explique lo que
significa el diagnóstico de anencefalia, porque considero que deben estar informados de manera
exhaustiva antes de tomar una decisión.
El padre sonrió con resignación y la madre negó con la cabeza. Sus manos estaban unidas
y temblaban por la presión ejercida de la una en la otra.
—Doctora Morán, no se moleste. Conocemos la información —dijo la madre casi con
timidez—. Pero es nuestra hija, se llamará Eva, y queremos que viva lo que Dios permita y quiera.
—¿Entienden que su bebé, al no tener encéfalo, es como si estuviera en muerte cerebral?
—intentó Inés con precaución, sin querer ofender a los padres, pero de acuerdo con Andrea en que
debían contar con toda la información antes de tomar una decisión tan drástica—. Puede que viva
algunas horas, incluso algunos pocos días, pero su pronóstico es mortal siempre. En todos y cada
uno de los casos. No existe otra alternativa. Ni posibilidad de milagro alguno.
Añadió esta última frase ante la mención a la voluntad de Dios que la madre había hecho.
Quizá era una cuestión de creencias. De religión.
—Somos creyentes, doctora. Pero en este caso no se trata de que haya o no milagros —
dijo la madre con paciencia y una sonrisa resignada. Se acarició el abdomen con la mano libre y
después llevó la otra, aún entrelazada con la de su marido, a la cima de su vientre prominente—.
Se trata de que la naturaleza tiene que seguir su curso. Es nuestra hija.
—No tiene cerebro —terció Andrea con obstinación, que negaba con la cabeza de manera
casi imperceptible ante la reacción absurda de aquellos padres.
—Pero para nosotros sigue siendo Eva. Nosotros la esperamos. Sus hermanos la esperan
—dijo el padre, entregado a su destino—. Hemos visto sus ecografías desde que era un granito de
arroz. Ahora queremos llegar hasta el final, aunque suponga algún riesgo. Y que viva los minutos,
horas o días que Dios le permita, rodeada del amor de su familia. No contemplamos el aborto
como opción. Preferimos venir a la consulta privada porque entendemos que es una situación
insólita y queremos vivirla en paz.
—Por supuesto, aquí nadie los molestará —dijo Andrea, resignándose poco a poco a la
idea que aquellos padres le presentaban. Se colocó los mechones que se descolgaban de sus
sienes siempre y asintió con mayor convencimiento—. Quiero que sepan que pueden echarse atrás
en el momento en que quieran. Si el embarazo presenta complicaciones o se produce un
fallecimiento del… feto intraútero, tendremos que intervenir. Lo entienden, ¿verdad?
Los padres intercambiaron una mirada en la que se leía que no habían contemplado ese
escenario. Inés suspiró. ¿Qué habría hecho ella? Como médico la opción razonable era abortar y
evitarse unos largos meses de inseguridad y más que probables complicaciones.
Condujo de vuelta a casa con una sensación ambivalente. Tenía mil cosas en la cabeza. Las
palabras de Erik, «Yo voy a hacerme a un lado», reverberaban en bucle en su subconsciente.
Sobre el asiento del copiloto reposaban en una carpeta los últimos problemas de gestión del San
Lucas. Ante sí se abría una nueva etapa y eso siempre era estimulante, pero estaba poblada de
incertidumbre y a ella le gustaba pisar terreno seguro. Y la reacción de aquellos padres la había
dejado tocada.
—¿Todo bien?
La frase corta de Erik en cuanto entró por la puerta. La mirada que escaneaba en busca de
algún problema. La sonrisa que seguía después, cuando ella asentía para confirmar que así era, y
el abrazo que era refugio marcaban el cambio de faceta. Se acababa la Inés profesional. Empezaba
la mujer y madre.
—¿Y los niños? Es temprano. Gracias —dijo con un beso sobre sus labios cuando recibió
una copa de vino blanco. Saboreó un pequeño sorbo.
—Tal y como me pediste: en cama y durmiendo. Queda prohibido que entres a darles el
beso de buenas noches —dijo Erik, quitándole la copa de la mano. Rodeó su cintura con las
manos y la estrechó contra su cuerpo—. Si vas, ya sabes que va a pasar. Y tengo planes para esta
noche.
Se dejó conducir hasta la cama. Con cada paso que los acercaba a las sábanas se diluía la
inquietud. Con cada caricia, se reafirmaba el vínculo indestructible que los unía. Con cada
gemido, desaparecía cualquier vestigio de tribulación. Tras el orgasmo, Inés se derrumbó sobre su
pecho y saboreó esos instantes de sopor en los que flotaba envuelta en endorfinas. Mientras se
calmaba el latido de su sexo y el de su corazón, protegida por los brazos fuertes de Erik, era
invencible. No le importó que, en mitad de la noche, su sueño se viera interrumpido por sus hijos,
que se instalaron entre ellos en busca de seguridad. Si para un adulto era a veces una necesidad
tan acuciante, ¿cómo no iba a serlo para un niño?
Moribundo

Aquel viernes, Inés se detuvo en el movimiento de tachar días en el calendario de la nevera como
si fuera un preso. De hecho, todo el mes exhibía unas cruces negras y ominosas sobre cada uno de
los días.
—Necesito vacaciones —dijo con tono aciago al descubrir que todavía faltaba más de un
mes para volar a Mallorca—. ¿Crees que podríamos adelantar el viaje un par de semanas?
Erik negó con la cabeza con cara de circunstancias. Servía la leche fría sobre los cereales
de Magnus con cuidado de que la preciada ayuda de las dos manitas de su hijo no acabara en un
nuevo derrame.
—Imposible. En julio una buena parte del staff coge vacaciones de invierno por los
colegios de los niños. Nos toca cubrir. —Dejó el cartón sobre la mesa. Lo movió hacia el centro,
fuera del alcance de los avances prospectores de su hija desde la trona—. De hecho, yo tengo en
la segunda quincena un auténtico infierno de quirófanos y guardias. Tenemos que organizarnos bien
con los niños.
Inés descolgó el tétrico calendario y giró la página para mostrar julio. Erik marcaba con
azul sus guardias. Ella con rojo. Soltó un gemido al ver la cantidad de días rodeados con un
círculo azul. Y, lo que era peor, dos de ellos coincidían con el círculo rojo.
—Erik, has marcado dos de tus guardias en días que tengo yo. ¿Cómo lo hacemos? —No
se molestó en preguntarle si era posible modificarlas. Para ella no lo era. Desde que habían vuelto
a Chile no habían coincidido ni una sola vez y entendía que era por causa de fuerza mayor—. Esos
días no hay guardería, son vacaciones de invierno. Y Berta no está, se va a visitar a su familia a
Temuco.
Erik soltó un gruñido. Contaba con la persona que ordenaba el caos de los Thoresen
Morán para cuidar a los niños esos dos días.
—¿Y Loreto? —aventuró sin demasiado convencimiento.
—Imagino que ahora mismo estará haciendo las mismas cábalas que nosotros. Y si no está
con los niños, dudo que quiera emplear su tiempo libre para cuidar de sus sobrinos. De todas
maneras, la llamaré —dijo Inés, anotando en su agenda, a la que llamaba «segundo cerebro»—.
Podemos llamar a Juan y a Nacha, pero no quiero sobrecargarlos. O a Alma y a Dan.
—Dan también está sobrecargado de guardias, pero podemos intentarlo. Yo me ocupo. —
Erik le escribió un whatsapp rápido para decirle que necesitaba hablar con él—. No te preocupes,
Inés. Lo arreglaremos de algún modo.
Ella soltó una exclamación exasperada. Se agachó a recoger los trozos de galleta que
Martina esparcía alegremente por el suelo porque ya no tenía hambre, y retiró su plato sin atender
a sus protestas.
—¡Cómo echo de menos un poco de tribu! —dijo mientras sorbía su café, ya algo frío por
estar pendiente de los niños—. A mi madre, a Jana. Si estuvieran aquí, esto sería tan fácil de
solucionar como que se quedaran con sus abuelos.
Erik rodeó la isleta de la cocina y la abrazó. Se consolaron en brazos del otro durante un
momento, pero su espíritu práctico prevaleció sobre el ánimo algo pesimista de Inés.
—Vamos, kjaereste. Lo único que te falta es un poco de sol y mar, no es para tanto. Lo ves
peor de lo que realmente es. —La consoló con un beso sobre su frente. Sonrió con la mirada
cargada de promesas—. Cuando estemos en el Drakkar bordeando el cabo Formentor, viendo el
atardecer en cubierta con un par de cervezas, nos reiremos de todo esto.
—Yo no duermo en otra casa. No me gusta —dijo Magnus muy serio. Erik lo miró sin
poder esconder la sorpresa y volvió los ojos a Inés, que contemplaba a su hijo también con
estupefacción—. Me da susto por la noche. No quiero.
Erik no fue capaz de decir nada. Sus palabras lo habían dejado helado. Inés se arrodilló
junto a él y lo abrazó para calmarlo.
—¿Te acuerdas de que Dana se quedó a dormir contigo en la casa de la nieve? ¿A qué fue
divertido? —dijo ella con el entusiasmo un poco forzado en su tono de voz—. Jugasteis mucho,
papá os leyó un cuento y por la mañana fuisteis juntos a esquiar.
—Ya. Pero la tita Nacha y el tito Juan estaban —rebatió su hijo, implacable. Sus ojos
azules y rasgados, idénticos a los de Erik, destilaban preocupación—. ¿Me vais a dejar solo?
Inés lo miró a él en busca de ayuda. Erik palideció. En esa décima de segundo en la que el
pánico ascendió por su garganta, decidió que Magnus lo entendería perfectamente. Pensó en
cogerlo en brazos, pero de pie junto a él sería mejor.
—Magne, ¿sabes en qué trabajan papá y mamá?
Él asintió con seriedad.
—Mamá cura niños malitos. Papá cura corazones muy enfermos en niños y también en
mayores —repitió las palabras que había escuchado de sus bocas en infinitas ocasiones, cada vez
que explicaban a dónde iban, por qué él y su hermana debían ir al prekínder o faltaba por la noche
alguno de los dos a causa del hospital—. Sois doctores.
—Eso es. Y los niños y los mayores se ponen malitos a todas horas, no solo por el día.
Alguien tiene que curarlos también por la noche —explicó Erik. Notó que brotaba a sudar y se
sintió estúpido—. Es nuestra responsabilidad cuidar de ellos.
—¿Y cuidarme a mí?
Erik lanzó una mirada de socorro a Inés. Magnus era imposible. Con su lógica infantil
derribaba todas sus defensas y lo dejaba desnudo. Su madre tomó el relevo. Se sentó en la silla y
puso a su hijo sobre su regazo.
—Tú y Martina sois lo más importante. Lo máximo. Siempre —dijo con una sonrisa
reafirmadora—. A veces, papá y mamá no están en casa, pero eso no cambia nada. Seguís siendo
lo más importante.
—¿Más que los corazones y los niños malitos? —preguntó Magnus con los ojos muy
abiertos.
—¡Mucho más!
Inés lo abrazó en un gesto exagerado. Martina quiso su cuota de mimos, reclamándola
mientras agitaba sus manitas llenas de migas y chocolate. Erik cerró la boca, abierta por la
admiración, la cogió en brazos y se apretó contra Inés.
—Abrazo familiar. Esto está bien —dijo Magnus como si sacara una conclusión definitiva
de toda la conversación—. Además, yo nunca estoy malito. No necesito tanto a papá y a mamá.
Erik tragó saliva ante semejante puñalada. Era verdad que lo había dicho con su lengua de
trapo, su seseo y su mezcla de palabras noruegas, sonando más bien a «ademásss, cho nunca
essstoy malito. No nessessito tanto a pappa y a mamma», pero no por ello dejaba de doler en el
alma con una intensidad especial.
Le costó más de lo habitual despedirse de ellos en la guardería aquella mañana. Cuando
Magnus entró sin mirar atrás con la mochilita con su merienda y el mandil de colores, se dio
cuenta de que ya no era un bebé. Besó con fervor a su hija en la frente y grabó su mirada gris
plateada junto a la sonrisa de su boquita fruncida.
—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Inés al volante, cuando él se subió por fin al
asiento del copiloto—. ¿Te ha dicho algo la profe?
—No, no. Es solo que Magnus me desconcierta. Siento que me pone a prueba una y otra
vez —confesó mientras ella se sumergía con habilidad en el tráfico de Apoquindo—. En el
desayuno, su manera de decir que no nos necesita, me ha dejado en blanco.
Inés se echó a reír y acarició su nunca unos segundos a modo de consuelo. Él cerró los
ojos ante el contacto.
—Claro que nos necesita. Nos va a necesitar durante toda su vida, pero es cierto que ya no
es un bebé —dijo ella, pendiente de los frenazos y acelerones a su llegada al San Lucas—. Eres
un padre magnífico, Erik. No lo dudes nunca. Me ha gustado que le hables así de nuestro trabajo.
Tiene que empezar a entender lo que significa la responsabilidad.
—No lo sé, Inés. A veces siento que todo esto me supera. Esto —sonrió mientras señalaba
el edificio principal del hospital— es lo único que me parece tangible. Y últimamente ni siquiera
eso. Meter las manos en sangre hasta los codos es lo único que me queda.
Inés soltó una carcajada ante su exageración. Condujo con cuidado por la rampa de
descenso del aparcamiento y aparcó el coche en su plaza. Era viernes y llegaban y se marchaban
todos juntos, dando el pistoletazo al inicio del fin de semana.
—Erik, eres los cimientos de todo esto. Cargas con demasiado a tus espaldas. Solo tienes
que delegar un poco —dijo tras quitarse el cinturón de seguridad—. Ahora el cansancio es doble,
tienes que compartir el ser cirujano con tu faceta de padre. Pero somos un equipo. Si tiramos del
carro en la misma dirección, avanzaremos. Aunque a veces lo hagamos a trompicones.
Sus palabras la llevaron al recuerdo de su madre y sonrió con suavidad. Eran de ella. Y
ahora la entendía más que nunca.
—Por eso me alegro de hacerme a un lado con todo el tema de gestión. Utilizaré el tiempo
libre en planificar las vacaciones en Mallorca. Las obras de la casa están ya terminadas, Kurt ya
está allí y me ha mandado algunas fotos. —Sacó el móvil y le mostró la fachada recién encalada
de un blanco intenso, los geranios rojos, blancos y rosados en las macetas de greda y la teja
nueva. Sonrió al ver que a Inés le brillaban los ojos de la emoción—. Ahora la casa cuenta con
dos habitaciones y dos baños más, y con otro salón. No nos amontonaremos… tanto —dijo al
echar cuentas. Entre el clan Thoresen y los allegados se juntaban a veces más de veinte personas
allí.
—Estaré feliz de hacinarme con todos —dijo riendo Inés. Un busca rompió con insistencia
la magia del momento—. Vamos. Llevamos aquí un buen rato.
En el pasillo de distribución se dieron un beso rápido y cada uno enfiló hacia su lugar de
trabajo. Inés tenía consulta de niños postoperados y debía pasar visita en la UCI. Erik contaba con
tres cirugías de bypass coronario en adultos. Una mañana tranquila.
Hasta que la llamó Ana desde Dirección.
—Doctora Morán, ¿puede subir en algún momento? La doctora Díaz, anestesista —
puntualizó para que pudiera localizar quién era. Menos mal, porque por un milisegundo se le había
quedado la mente en blanco—, quiere hablar con usted.
—Termino la consulta a las dos. La espero en mi despacho a las dos y cuarto —dijo Inés,
ya que sabía que ella tenía quirófanos por la mañana también—. ¿Te dijo para qué?
—Quiere hablar de su contrato. Parecía contenta —aventuró Ana con precaución, como
con miedo de decir lo que pensaba—. Traía una carpeta con papeles.
—Esperemos que haya firmado el contrato por fin —dijo Inés, esperanzada. Se había
reunido con ella la semana anterior, pero parecía darles largas a todos. No tenía muy claro qué
buscaba al marear la perdiz—. Gracias, Ana. Dame un toque a las dos por si se me olvida.
—Sin falta, doctora Morán.
Al principio le daba vergüenza pedirle ese tipo de recordatorios, pero estaba harta de
programar alarmitas en el móvil que le avisasen de lo que tenía que hacer. Ana para eso era un
hacha.
Avanzó con la consulta sin sobresaltos y a media mañana, cuando sabía que el personal de
la UCI pediátrica ya tendría todo más encaminado, acudió para hacer las ecografías de control en
los niños operados los días anteriores. Se encontró allí con Marcos y con Dan, que venía a
visitarlos también. Entrecerró los ojos ante la intensidad de la iluminación, era algo que había que
cambiar. El sonido rítmico a bajo volumen de los monitores indicaba que todos los niños estaban
estables. El olor a antiséptico y a sangre le picó en la nariz mientras se acercaba a su primer
paciente.
—Todo en orden, equipo del corazón —dijo Marcos con una sonrisa. El chaval en la cama
articulada, con una esternotomía desde la base del cuello hasta el abdomen por una
complicadísima intervención, sonrió ante el apelativo—. Sin incidencias, sin fiebre, sin dolor,
analítica normal y sin arritmias. Puede pasar a planta.
—¡Genial! ¿Cómo te encuentras, Edu? —preguntó al chico, que intentaba incorporarse sin
éxito en la cama—. Quédate tumbadito, tengo que hacer la ecografía de control. ¡Y no te hagas el
valiente!
—Eso. Que ya sabemos que quieres impresionar a la doctora Morán —dijo Dan, divertido
por el efecto que Inés había causado en el adolescente—. Tengo que quitarte los drenajes y, si
todo está bien en la ecografía, podrás subir a planta.
—¿Y cuándo puedo comer normal? Estoy harto de las gelatinas —refunfuñó el paciente,
que aún mostraba las secuelas de las cinco horas de cirugía en forma de intensa palidez en sus
labios y ojeras profundas bajo sus ojos—. Quiero comer carne mechada con arroz.
Esta vez fue su madre, que lo acompañaba con discreción en el sillón habilitado junto a la
cama, quien sonrió con cariño.
—Edu, lo que digan los médicos.
Inés miró a Dan. Aquello era competencia de los cirujanos y, aunque ella podría darle una
respuesta, prefería mantenerse en su área de trabajo. Cosa que había aprendido por la vía dura
gracias al doctor Thoresen.
—Poco a poco, Edu. Tu intestino también sufre con la circulación extracorpórea. Todo tu
cuerpo tiene que recuperarse —explicó Dan con calma. Inés lo miró de reojo mientras obtenía los
planos de la ecografía. Estaba orgullosa de lo mucho que había crecido como cirujano—. Pero
hoy podrás tomar algo más. ¿Qué tal una sopita de pasta?
—¡Pero si me comería un buey entero! —replicó el chaval con voz desesperada.
—Eso es una buena señal. Todo va sobre ruedas. Doctor Suárez, puede decirle al doctor
Thoresen que las suturas están perfectas, no existen defectos residuales y la función cardiaca
mejora cada día un poco más —dijo Inés, sabiendo que Erik esperaría el informe detallado de
todos sus pacientes—. Por mi parte, puedes subir a planta sin problemas.
—Vamos a quitarte los drenajes. Enfermera, necesito ayuda aquí, por favor —dijo Dan,
haciendo un gesto hacia el control. Una de las enfermeras de la UCI se acercó con el carro de
curas.
Inés se despidió de Edu, que no le prestó demasiada atención, preocupado como estaba de
la retirada de las delgadas mangueras del interior de su tórax, y siguió con los otros dos pacientes.
Una niña con una comunicación auricular que había hecho una reacción anestésica inesperada con
agitación psicomotora. El bebé del ductus arterioso había pasado a planta la noche anterior por
necesidad de camas. Subió el ecógrafo ella misma para acelerar el proceso. El pequeñajo estaba
tan bien, que lo mandó a casa a pasar el fin de semana, ante la felicidad manifiesta de sus padres.
Doce y veinte de la mañana. Lo comprobó con satisfacción en su reloj de pulsera. Hasta
tenía tiempo para tomar un café. Pero, al volver a la consulta y ver que el paciente de la una ya
había llegado, prefirió adelantar trabajo. A las dos estaba libre y con el contrato del servicio de
Anestesia revisado para hablar con conocimiento de causa con la especialista.
—¿Doctora Morán? Soy la doctora Díaz, ¿puedo pasar? —Llegaba con puntualidad
británica, eso le gustó. Denotaba seriedad y compromiso.
—Pasa. Y llámame Inés. Cuéntame, ¿qué necesitas?
Era una fórmula estudiada, pero muy efectiva. No solo demostraba que estaba dispuesta a
escuchar, sino que había una voluntad real de acercamiento y ayuda.
—Yo soy Cristina. Gracias por recibirme. Vengo por el tema del contrato, en principio
está todo bien —dijo la mujer, que venía aún con el uniforme del quirófano y una bata para
guardar un poco el calor—. Solo quería pedirte un poco de tiempo antes de firmarlo. Hasta
mediados de mes.
Inés frunció el ceño. Intentó que fuera imperceptible, pero no podía esconder del todo la
suspicacia.
—¿Hay algún problema? Si lo dejas firmado ahora, te aseguras el cobro de tu nómina sin
problemas —dijo Inés, sabedora de que en Personal insistían en tener todo bien atado para que no
se escaparan cambios de guardia, días libres o vacaciones sin remunerar—. Si lo firmas después
del quince, te arriesgas a que todo tu sueldo se cargue como mes de retraso en vez de como mes
vencido —le advirtió. No sabía cómo eran sus finanzas, pero los médicos del San Lucas ganaban
en promedio unos siete u ocho mil dólares dependiendo de las guardias, y no recibir esa cantidad
en un momento determinado podía suponer una complicación.
Ella sonrió y le quitó importancia con un gesto de la mano.
—El dinero no es problema, pero necesito que me esperéis unos días más.
—Tendrás que darme algún motivo, Cristina —apretó Inés, con una sonrisa igual de
radiante, pero sin dar su brazo a torcer—. Todos los contratos tienen que estar firmados antes del
día cinco de cada mes. ¿Por qué esperar a después del quince?
Ella pareció dudar. Inés se mantuvo en silencio mientras esperaba una respuesta, no quería
presionarla más de lo debido, pero le llamaba la atención su actitud.
—Verás, mi hermana es abogada y está revisando una por una las cláusulas. Solo quiere
asegurarse de que todo está correcto, ¡ni siquiera es cosa mía! —dijo con expresión culpable—. A
mí me parece que está todo bien, pero ya sabes. Los abogados son así. Además, me voy unos días
de vacaciones de invierno y estaré fuera. No quería venir expresamente a hacer papeleos.
—Vacaciones fuera de Santiago y una hermana abogada. Lo entiendo perfectamente —dijo
ella. Loreto había hecho lo mismo con ella, revisando o, más bien, descuartizando el contenido de
todos y cada uno de los papeles que la concernían en el San Lucas—. Tengo una hermana letrada,
así que lo comprendo. Esperaremos a que vuelvas. No te olvides de apalabrar el contrato con
Personal para que no tengas retrasos en el pago, ¿de acuerdo?
—Claro que sí. Sin problema. Tengo cuatro guardias en la segunda quincena de julio, así
que más vale que no se me olvide —bromeó ella mientras se levantaba de la silla para marcharse
—. En cuanto llegue de vacaciones, lo haré.
—Contamos contigo para el quirófano infantil, ¡tienes a todos los cirujanos pediátricos en
ascuas! —dijo Inés riendo.
Ella soltó una risita divertida, pero no añadió nada más. Se despidió y se marchó. Normal.
Eran casi las dos y media de la tarde. Ella tampoco había comido y en breve comenzaba la recta
final del día.
Lo salvó con una barrita energética y una Coca-Cola Zero. Mientras masticaba, echó un
vistazo por el ojo de buey de la UCI para comprobar que Edu ya había subido a planta. Solo tres
pacientes en el listado de la tarde. Solo tres niños, y todo el fin de semana por delante para
disfrutar.
Aun así, aquellas tres horas se le hicieron eternas.
Cuando entregó el informe de valoración a la mamá del último paciente, que también lucía
cansada y ajada por el trajín de la semana, esperó a estar sola en la consulta para quitarse los
zapatos de tacón. Se recostó en la butaca y estiró las piernas sobre el escritorio con un suspiro. Se
masajeó los gemelos y valoraba seriamente quitarse las medias cuando Erik entró con aspecto
cansado. Los hombros algo encorvados tras las largas horas sobre la mesa quirúrgica, las ojeras
que ahora venían por las interrupciones del sueño nocturno por los niños, en vez de por las del
busca de las guardias. Ya se había cambiado e Inés sonrió. Le gustaba verlo con el uniforme azul
del quirófano, pero mucho más con aquellos vaqueros gastados, la camisa blanca y el jersey azul
de lana gruesa.
—Perdona que no me levante a saludarte, pero es que me acabo de sentar —dijo ella en
tono contrito. Él se acercó y la besó en los labios con la misma dedicación del primer día—. ¿Qué
tal tu viernes?
—Todo bien, solo estoy un poco cansado. Pacientes salvados. Aunque no creo que ninguno
de ellos deje de fumar, comer o beber como cosacos. ¡Qué poco me gustan los adultos! —gruñó
con fastidio. Desabrochó un par de botones de su blusa y buscó el encaje sobre su pecho. Inés
ronroneó con la caricia—. ¿Farellones? Va a hacer buen tiempo. Quiero que Magnus practique con
la tabla, se está convirtiendo en un pequeño rider —dijo orgulloso. Ella asintió y, a regañadientes
porque tuvo que apartar los dedos de Erik de sus pezones, se levantó de la silla.
—Sí, me apetece volver a subir. Tenemos que aprovechar la racha de buen tiempo, en
cualquier momento se va a poner a nevar —dijo Inés. Rodeó su cuello con los brazos y hundió las
manos entre los mechones rubios—. ¿Has quedado con Dan?
—Sí, ellos también suben. Aprovecharé para cerrar lo de nuestras guardias. —Se besaron
una vez más, pero la languidez no impedía que Inés se diera cuenta de que el reloj avanzaba. Erik
debió de pensar lo mismo—. Vámonos. Seguiremos esta noche en la cama. Recojamos a los
pequeños vikingos.
En cuanto Inés le vio la cara a Martina supo que aquel fin de semana no se moverían de
casa. Unas mejillas rojas y encendidas delataban la fiebre, junto a los ojos algo vidriosos y la
advertencia de la profesora.
—No ha comido nada en todo el día. Ahora tenía un poco de fiebre, solo 38,2, pero no le
he dado nada porque sabía que estaríais por llegar —dijo mientras la depositaba con cuidado
entre sus brazos. Inés apoyó los labios en su frente. Estaba ardiendo. Seguro que la temperatura no
había parado de subir—. Magnus tiene mocos hasta la barbilla. Están todos en clase muy
acatarrados.
Para corroborarlo, Magnus barrió sus mocos con la manga de la cazadora y los sorbió al
no poder deshacerse de ellos.
—No, Magne. ¡Suénate! —lo reprendió Inés. Pasó a Martina a los brazos de su padre y se
acuclilló junto a su hijo con un pañuelo de papel—. Me parece que este fin de semana se nos cae
el plan de nieve.
—¡Pero yo quiero ir a la nieve! —protestó Magnus, con la voz ronca.
Se despidieron de la profesora y Erik colocó a Magnus en la silla mientras Inés hacía lo
propio con Martina. En cuando llegaron al siguiente semáforo, los dos dormían agotados.
—Ya tardaban en ponerse enfermos. Llevábamos un otoño demasiado tranquilo —dijo Inés
con un suspiro resignado—. Martina tiene la enfermedad de la bofetada y Magnus, cualquier otra.
Qué manera de moquear.
—No pasa nada. Ya subiremos en otro momento —dijo Erik.
El caso es que él tampoco se encontraba demasiado bien. Tras el último quirófano, en el
que había sudado como un cerdo, había notado que se enfriaba y ahora se le había instalado en las
sienes un molesto dolor de cabeza.
Llegaron a casa e Inés desapareció escaleras arriba con Martina. Él se quedó con Magnus
en la cocina.
—¿Vemos Dino Lingo mientras merendamos algo? —preguntó Erik con tono cómplice
mientras sacaba un paquete de galletas de chocolate y la malla de naranjas para hacer zumo.
Comenzó a exprimirlas con la ayuda de su hijo.
—Pero mamá se enfadará. No se ve la tele cuando comemos —dijo Magnus, que frunció el
ceño y a la vez le dedicó una mirada esperanzada—. La tele te chupa el cerebro.
Soltó una carcajada ante la afirmación seria de su hijo y bebió un poco de zumo.
Carraspeó al sentir un desagradable dolor en la garganta, pero no le dio mayor importancia.
—Es verdad, pero estás malito con mocos. Cuando estás malito, tienes derechos
especiales. Vamos —dijo mientras ponía fruta, galletas, servilletas y zumo recién hecho en una
bandeja para llevársela al salón—. Esperaremos a mamá y a Martina aquí abajo.
La verdad era que estaba roto. No recordaba haber estado tan agotado en años. Le dolían
los músculos de las piernas y la espalda, y sentía que la cabeza le iba a estallar. Reclamó a
Magnus a su lado en el sofá y los tapó a ambos con una manta de forro polar. En la chimenea
crepitaba el fuego y la calefacción central estaba programada, como siempre, a 22 grados. Pero él
no acababa de entrar en calor.
—Magne, pásame la otra manta.
Su hijo dejó el plato de galletas que estaba comiendo sobre la mesita auxiliar y le llevó la
manta. Él puso los dibujos en noruego, una costumbre que había adquirido para reforzar el idioma
en el que siempre les hablaba a sus hijos, y comprobó que se enganchaba a los pequeños
dinosaurios de colores un poco psicodélicos y bastante chillones. Se quedó frito con la sensación
de que le habría venido bien tomar un café.
Cuando Inés bajó, después de darle el pecho a Martina, comprobar que efectivamente
volaba en fiebre, administrarle el antitérmico y acostarla a dormir, soltó un gemido.
—Magnus, pero ¿qué has hecho?
Su hijo intentaba limpiar con aspecto culpable la jarra de zumo de naranja que había
derramado sobre la mesa de madera y cristal. Empapaba trozos de papel de cocina y esparcía aún
más el desastre.
—Papá está dormido. No me puede echar el zumo y lo he servido yo solo —dijo con una
mezcla de orgullo y preocupación mientras señalaba el vaso desbordando el líquido naranja—. Se
me ha salido un poco, ¡lo siento, mami!
—No pasa nada. Yo te ayudo a limpiarlo. ¿Me llevas esto a la basura? —dijo mientras
recogía los trozos de papel empapados—. Y tráeme la bayeta para secar esto un poquito.
Magnus corrió a ayudar a su madre, feliz por la posibilidad de enmendarse. Ella suspiró
mientras cogía la fregona, limpiaba la alfombra, la mesa y los cojines del zumo de naranja y las
migas de galletas. Erik roncaba con voz nasal y exhibía unas chapetas en las mejillas del mismo
color de las de su hija. Inés frunció el ceño mientras comprobaba con el dorso de la mano la
temperatura de su rostro. Lo que faltaba.
Él emergió de las profundidades de su sueño con dificultad. Parpadeó con esfuerzo y
emitió un sonido desarticulado.
—Svarte Helvete… Me encuentro como si me hubiera arrollado un camión. —Su voz
afónica y rasposa dolía en los oídos mientras se acomodaba—. ¿Martina está bien?
—Ahora está fuera de combate, pero en tres días estará como nueva. Hum, tú tampoco
tienes buena pinta. Ahora vengo —informó Inés. Comprobó que Magnus pasaba un paño seco e
inofensivo sobre la mesa ya limpia y llevó a la cocina los artículos de limpieza que había usado.
Volvió con el termómetro, un frasco con ibuprofeno y un vaso de agua—. Ven aquí.
Erik giró la cabeza y expuso una de sus orejas. Inés retiró con una sonrisa la melena corta
y rubia y puso el termómetro digital en el conducto.
—Estoy roto. Es el agotamiento de la semana y los malditos virus de los niños. Me hago
viejo, liten jente —graznó él e hizo el intento de apartarse. Ella lo mantuvo contra el sofá.
—Espera a que pite. —El termómetro emitió un parpadeo luminoso y tres pitidos
electrónicos. Inés cogió el vaso de agua y se lo acercó—. Tienes febrícula, solo 37,8 °C.
Esperaremos un par de horas para ver si sube o se pasa sola.
—Fy faen! Estoy medio muerto. ¡Dame el ibuprofeno! —gimió. Inés casi creyó su pose
desfalleciente, pero se mantuvo firme.
—Bébete el agua. Está fresquita. El ibuprofeno lo dejamos para cuando veamos hacia
dónde va esta fiebre —replicó sin piedad, alejándose hacia la cocina. Dejó el frasco en la alacena
sobre el refrigerador, lejos de las manos curiosas de sus hijos, donde guardaba fármacos y
productos de limpieza.
Magnus la seguía con marcaje estrecho, pegado a sus piernas y con los ojos azules
contemplándolo todo con admiración.
—¿Cómo lo sabes? ¿Por qué no puede comer la medicamenta? —preguntó, tirando de su
falda. Inés se dio cuenta que desde que había llegado no había tenido tiempo ni de cambiarse.
Cogió a Magnus en brazos, le limpió los mocos con una servilleta y lo sentó sobre la isleta para
medir también su temperatura, solo para certificar que no tenía fiebre.
—Se dice «el medicamento», y mamá lo sabe porque es médico. Los medicamentos solo
deben tomarse cuando son necesarios —dijo con seriedad. Esperaron a los pitidos y sonrió al ver
que todo estaba bien—. Papá también lo sabe, pero no se encuentra bien. Dentro de un ratito se lo
damos.
—Vale. —Pareció procesar la información y catalogarla con aquella expresión seria con
su ceñito fruncido para, a continuación, pasar al tema siguiente—. ¿Puedo ver dibus?
Inés lo miró. No le gustaba que los niños se quedaran pegados con la tele, pero bien podía
hacer una excepción. Necesitaba veinte minutos para relajarse.
—De acuerdo. Vete con papá al sofá y así lo cuidas. Toma, llévate estas servilletas y deja
ahí los mocos, no en la mantita ni en tu ropa —dijo, a sabiendas que era inútil. Llevó a Magnus
hasta el salón y sonrió al verlo encaramarse junto a su padre, que ni se movió, dormido de nuevo
—. Estaré en la habitación si me necesitas.
Antes de subir bajó las persianas, cargó la chimenea con una brazada de leña y comprobó
que en la nevera había una olla con arroz, vegetales cortados en un táper y un rosbif preparado en
una fuente cubierto con papel albal. Bendita Berta.
Se miró en el espejo al llegar a su habitación. Tenía el moño deshecho, el maquillaje un
poco ajado. La camisa medio abierta por haberle dado el pecho a Martina y una carrera en la
media que esperaba fuese reciente. Suspiró. Un mes. Un mes y estarían en Mallorca, con la única
preocupación de echarle protector solar a los niños y elegir su bikini.
Se tiró en la cama unos minutos, pero en cuanto el sopor comenzó a vencerla, se levantó.
No podía quedarse dormida. Se acercaba la hora de la cena y debía comprobar el estado de
Martina. Magnus necesitaba con urgencia un baño, era increíble la cantidad de mugre que podía
acumular un niño tan pequeño.
Se tomó cinco minutos para pasarse un par de algodones empapados en desmaquillante por
la cara, cepillar su melena y hacerse un moño decente, y ponerse algo cómodo. Escogió unos
leggins grises y una camiseta manga larga de color blanco de Erik. En los pies, unos calcetines
gruesos de lana.
Su teléfono sonó en su bolso en algún lugar del piso de abajo y voló por las escaleras.
Nacha. Mierda. Se le había olvidado completamente llamarla para preguntarle qué tal había ido la
cita con la psiquiatra.
—Hola, mi niña. ¿Cómo va todo? —prefirió no darle ninguna excusa barata.
—Hola, princesa. Empecé por fin con la fluoxetina, he dejado definitivamente la lactancia
y, aunque creo que voy por el buen camino, me siento como una madre de mierda —soltó en un
gemido a bocajarro, al más puro estilo Nacha—. ¿Podemos vernos mañana o el domingo? Con los
niños, que Dana dice que ya echa de menos a Magne.
Inés frunció la nariz. No tenía por delante un panorama muy alentador.
—Tengo hospital de campaña montado en casa. Martina está con fiebre, hecha polvo.
Magnus con mocos hasta la barbilla y Erik con unas décimas, es decir, al borde de la muerte —
dijo con malicia, arrancándole una carcajada a su amiga—. Mañana no creo que pueda moverme
de casa, quizá el domingo. Te llamo para darte el parte médico.
—Uhm. Dana también está con algo de mocos, pero los demás estamos bien. O todo lo
bien que podemos estar, sin dormir dos horas seguidas por la noche con Lena. —El tono de Nacha
cambió a ese ominoso y derrotado que Inés había empezado a odiar—. Juan ya no viene a comer a
mediodía, ¿sabes lo que hace?
—No. —Aquello no tenía ninguna gracia pese al tono aparentemente jocoso de su amiga.
—Se queda en la clínica a dormir. ¡A dormir! Podría dormir en casa, ¿no? —Ahora era
rencor lo que se translucía en su voz—. Lena suele dormir una siesta de un par de horas.
Podríamos estar juntos y charlar. Estoy sola desde que se va a las ocho de la mañana hasta que
vuelve a las ocho de la noche.
El dolor de sus palabras resonó con fuerza en su pecho. Inés apretó los párpados y se tragó
las ganas que tenía de invocar a todos los demonios del Averno contra Juan.
—No, no es justo que tú cargues con todo en casa. ¿Por qué no me traes a Lena a la
consulta? Quizá haya que descartar algo orgánico por su tema del sueño —aventuró, sin saber muy
bien cómo ayudarla—. Tienes que hablar con Juan. Sé que hace un esfuerzo por ayudarte, pero
tienes que explicarle con claridad en qué consiste una depresión postparto, Nacha. Te lo digo en
serio.
—Te llevaré a la peque a la consulta en algún momento de esta semana, ¿de acuerdo? —
dijo sin replicar a la última parte de su alegato—. Ánimo con ese hospital casero. No hay nada
peor que un marido enfermo.
—Bah, seguro que para el domingo están todos como nuevos. ¡Hablamos para quedar!
—¡Inés! ¡Inés! —Erik la llamaba con voz ronca y desvalida. Se acercó hasta el salón y
cogió aire con fuerza—. Inés, de verdad, ¡necesito ese ibuprofeno!
Magnus miraba a su padre alucinado y lo tapó con la mantita. Ella fue a buscar de nuevo el
termómetro y la medicación.
—¿Puedo yo?
Ayudó a su hijo a tomar la temperatura de su padre. Ahora sí, 38,9 °C. Cogió el móvil y
exploró su garganta con la luz de la linterna.
—No tienes placas, pero sí la faringe como un pimiento. Tómate esto, grandullón.
Pasó todo el fin de semana entre paracetamol, ibuprofeno, sopitas suaves, mantener a raya
el desorden de la casa y a Magnus, que pese a los mocos se encontraba perfectamente y se
comportaba como un cachorro de tigre enjaulado. Erik la reclamaba más que sus dos hijos juntos.
Llegó el domingo por la noche y ni siquiera se había duchado. Y la cosa no tenía pinta de mejorar.
—Inés, ¿puedes traerme el portátil? Creo que puedo repasar las cirugías de la mañana
ahora —dijo con voz lastimera y a la vez heroica, recostado sobre los almohadones en la cama—.
Si me levanto sin fiebre, iré al hospital.
Ella colocaba ropa en el armario y se dio la vuelta con brusquedad. Puso los brazos en
jarras y lo fulminó con la mirada.
—¿Estás de broma? ¡Llama ahora mismo a Dan y dile que lo arregle! No puedes entrar así
al quirófano, Erik —dijo abriendo las manos en gesto de obviedad—. No solo pones en peligro a
tus pacientes, ¡ni siquiera te has levantado de la cama o del sofá en todo el fin de semana!
—Llevo doce horas sin fiebre. Estoy mejor.
—Erik, no voy a discutir contigo. Además, tienes que quedarte en casa con Martina. No
puede ir al prekínder así —dijo tajante. No iba a permitir ni una palabra más al respecto.
Además, a última hora de la noche volvió a tener un pico febril que lo postró en la cama,
agonizante. ¿Existía peor enfermo que un hombre que era como un roble hasta el momento en el
que le pasaba algo? Fue Inés la que tuvo que llamar a Dan. Casi agradeció marcharse en coche al
día siguiente con Magnus. Cuando por fin lo dejó en la guardería y se tomó el primer café de la
mañana en la consulta, tranquila, con la única compañía del zumbido del ordenador, pudo sentir un
poco de paz. Soltó una risita. Ahora venía a buscar paz al hospital.
El resto de la semana no fue mucho mejor, Erik no pudo reincorporarse a su trabajo
habitual hasta el miércoles y Martina no volvió a la guardería y se quedó con Berta en casa hasta
el viernes, porque encadenó una gastroenteritis cuando la fiebre pasó. Se dio cuenta ese mismo
viernes de que no sabía nada de la doctora Díaz y pensó en llamarla. En la reunión semanal se
habían solventado otros asuntos, pero aquello seguía marcado en rojo en su segundo cerebro. Se
acababa el plazo que le había dado para obtener la firma en su contrato. No. Confiaba en ella.
Había dado su palabra de que antes del 15 de julio su contrato estaría en Personal.
El fin de semana, mientras fuera llovía a chuzos, fue de convalecencia. Martina ya estaba
bien y cumplió diez meses. Comenzaba a auparse en los muebles para caminar, cada vez con
mayor seguridad. Se agarraba a Loki, que mostraba la paciencia infinita de siempre con los niños,
o a su hermano, que la guiaba orgulloso de acompañarla en sus primeros pasos.
—Erik, me voy. Necesito salir de casa unas horas —anunció el sábado por la tarde, tras
conspirar una salida exprés con Loreto, Nacha y Andrea—. Iré con las chicas a tomar un café y a
hacer algunas compras al Parque Arauco. Tenéis la cena en la nevera y bollos de canela de los que
hicimos ayer.
Él apartó la mirada del ordenador, donde revisaba un artículo que iba a publicar, y sonrió.
—No te preocupes. Yo cuido del barco. Llevas una semana de locos con todos enfermos
—dijo él, dejando caer una sonrisa divertida. Inés correspondió con una enorme y luminosa—.
Vuelve cuando quieras. Estaremos bien.
—¿Mamá se va? —preguntó Magnus, siempre atento a cada movimiento de sus
progenitores. Martina, pegada a él y desmontándole sus construcciones de Lego, la miró también.
—Mamá necesita un ratito con sus amigas. Pero vendrá pronto. ¡Portaos bien con papá!
Hizo el amago de girarse hacia la puerta y una vocecita la dejó clavada en el sitio.
—¡Ayó! —dijo Martina con una sonrisa llena de hoyuelos y ojos grises mientras agitaba su
manita. Los tres guardaron silencio ante una de las escasas palabras que soltaba la pequeña. De
hecho, Inés estaba un poco preocupada, porque no decía más que papá, mamá, no y algo parecido
a « Mane » .
—¡Adiós, pequeñita! —contestó Inés dándole un abrazo enorme. Magnus reclamó su
ración de mimos y después le tocó a Erik.
—¿De verdad no vas a volver tarde? Ya estoy en plena forma —dijo con una sonrisa
insinuante. Inés le dio un beso en los labios y le mordió el inferior a modo de despedida. Era
tentador, pero no iba a permitir que saboteara su salida de chicas por mucho que sus manos
agarrasen con fuerza cada una de sus nalgas sobre los vaqueros ajustados.
—A la vuelta lo comprobamos. ¡Chao, chicos! ¡adiós, Martina!
—¡Ayó, ayó mamá!
—¡Adiós!
—Ayóooooo —repuso su hija, ya impaciente con tanta despedida.
Inés se marchó con una sonrisa ante la promesa de una noche en vela con Erik, la
perspicacia de su hijo mayor y el alivio de ver que Martina por fin rompía a hablar con una
palabra más.
So Naive[5]

Las chicas la esperaban ya con los cafés sobre la mesa en la pastelería Tavelli, charlando a viva
voz. Inés ralentizó su llegada para tomarle el pulso desde lejos a aquellas mujeres que, en aquel
momento, eran las más importantes de su vida. Nacha seguía ojerosa y parecía haber perdido algo
de peso. Andrea se veía diferente con su atuendo casi de andar por casa, con una camisa de
cuadros y unos vaqueros ajustados. ¿Loreto…? Loreto estaba espectacular y todas lo habían
notado, porque en cuanto se sentó tras un saludo general, era ella el centro de la conversación.
—He quedado—resumió para Inés. Todas la miraban expectantes.
—¿Con quién? —preguntó ella con curiosidad malsana. No habían tenido tiempo para
hablar, pero algo así lo habrían comentado. Su hermana sonrió con una expresión culpable que la
extrañó.
—Con Boris.
—¿Con Boris? —¡Vaya! Si era así, sería la primera vez que sus labores de celestina
terminaban bien.
Tres pares de ojos, los suyos incluidos, se clavaron en Loreto. Ella esbozó una sonrisa
tímida que fue ensanchándose hasta convertirse en una enorme y radiante de labios rojos y dientes
blancos.
—¡Cuéntanos los detalles! —exigió Nacha, poniendo en palabras lo que ella pensaba y
seguro que Andrea también—. ¿Has roto por fin la racha de los dos años?
Inés se mordió los labios ante el suspiro de máximo encoñamiento de su hermana.
—No. Sí. Quiero decir…Estuvimos a punto. Hemos quedado para arreglar las cosas en
realidad.
Inés soltó un gemido exasperado y levantó las manos en un gesto de fastidio.
—¿Sí o no, Loreto? ¿Cómo es eso de que estuvisteis a punto? ¿Habéis quedado antes de
hoy? ¡Cuéntanos!
—Sí. Quedamos hace un par de semanas. En realidad, no pasó nada. Quiero decir…, pudo
pasar, pero —dijo con voz temblorosa. Había perdido toda la seguridad y el aplomo—, yo lo
paré. No está bien. Así, sin conocernos.
—Loreto, ¡no seas mojigata! ¿Cómo y qué ha pasado exactamente? —Inés dejó su café en
la mesa. Todas se quedaron inmóviles por la expectación—. Suéltalo. Ya.
—Llegó un poco antes de la hora acordada. Yo aún no estaba lista. Me pareció de mala
educación dejarlo esperando fuera y lo invité a pasar —dijo al fin, tras unos segundos en que Inés
consideró seriamente arrancarle la confesión a base de servilletazos—. Es atractivo y venía bien
vestido. Ya sabes. Normal. No como la otra vez. Una camisa blanca, unos vaqueros oscuros. Yo
llevaba unas pantuflas de casa y él… es tan alto. Tan masivo.
—A ver, que Nacha no lo conoce —dijo Andrea interrumpiendo el momento—. Es un
traumatólogo ruso del hospital. Debe medir casi dos metros, es enorme, y tiene una espalda como
un armario de dos puertas y los bíceps más grandes que mi muslo. Lleva el pelo cortado a cepillo,
de color gris, así, entrecano y tiene los ojos azules muy claros —describió a toda velocidad—. Es
como dice Loreto. Atractivo. Masivo. Tocho. Que parece que te va a coger y te va a partir por la
mitad como si fueras una ramita.
—Joder —barbotó Nacha con los ojos muy abiertos.
—Loreto. Estás babeando —dijo Inés con malicia—. Un momento. ¿Pantuflas? Por favor,
dime con no estabas con esos leggins horrorosos y la camiseta esa de los Ramones que parece un
saco viejo.
—No, no. Llevaba la bata de seda. La que me regalaste y que es igual que la tuya.
—Vale. Eso es aceptable. ¿Y entonces?
—No sé cómo pasó. Lo prometo. Lo hice pasar. Primero al salón, pero después pensé que
era demasiado impersonal y lo llevé a la cocina. —Loreto se mordía el labio mientras hablaba—.
Le ofrecí una copa de vino y aceptó, pero solo si yo lo acompañaba. Nos tomamos la primera
copa allí, pero yo tenía que arreglarme. Creo que fue culpa del vino.
—¡¡¿¿Y qué pasó??!! —preguntaron las tres a la vez.
—Le dije que necesitaba irme a la habitación, él me preguntó si podía acompañarme y…
yo le dije que sí.
—Muy sutil, Loreto —gruñó Inés. Si eso no era tirarle a Boris la caña, entonces no tenía ni
idea de qué podía ser.
—¡No lo hice con ninguna intención concreta! ¡Y fue culpa del vino! El caso es que él dijo
que no hacía falta ir a la habitación, que él podía apañárselas allí mismo. En la cocina.
—Joder —dijo Inés.
—¡Joder! —dijeron Nacha y Andrea.
Loreto asintió. Se tocó los labios, cada vez más nerviosa.
—Yo me eché a reír y le dije que era un arrogante y un bocazas. Se ofendió. Me dijo que,
sí quería, me lo demostraba. Pensé que era una broma y le dije que qué quería decir con eso. Y en
un segundo —añadió y llevó las manos a sus pechos y se los apretó—, no me preguntes cómo, me
había arrancado la bata, me tenía empotrada contra la pared y yo forcejeaba con su cinturón y sus
pantalones.
—Señoras, ¿han decidido ya qué van a tomar? Si me permiten la recomendación…
La voz obsequiosa del camarero interrumpió a Loreto en el momento álgido.
—¡No. No! Vuelva más tarde. —Nacha le arrebató la carta de pasteles y dulces que traía
entre las manos y lo despachó sin miramientos—. Somos muy indecisas y nos llevará buen rato.
—Ay, Nacha. ¡Eres terrible! —dijo Inés entre carcajadas.
—¡Esto está demasiado interesante! Sigue Loreto, por favor.
—Ay, niñas…, fue increíble. ¿Sabéis lo que es que un hombre te levante como si fueras
una pluma? ¿Que te bese de verdad, con deseo? ¿Que se ponga a mil y sea por ti? —Loreto miró
al techo y suspiró con las manos entrelazadas frente al pecho—. Lo sabes, Inés. Tú tienes eso con
Erik, pero yo jamás lo he vivido. Es abrumador. Me sentí por un momento como una diosa. ¡Joder!
—rio y se frotó la cara con las manos, envuelta en desesperación—. Me dijo que iba a follarme
hasta que retirase una a una mis palabras. Que iba a borrar a base de orgasmos cada uno de los
insultos y los desplantes que le había dedicado desde que nos conocimos. Que él no era ningún
bocazas, ni ningún arrogante. Estuvimos a punto. Pude sentirlo. Su roce. Su calor. —Se sofocó
Loreto al hablar, roja y temblorosa.
—¿Y qué pasó? ¡Vamos, suéltalo! —la apremió. Ya llevaban así más de veinte minutos.
—A punto, niñas. Quiero decir que él ya tenía los pantalones y los calzoncillos en las
rodillas y yo estaba abierta de piernas contra la pared —gimió con la cara escondida entre las
manos
Inés soltó un grito y aplaudió. Nacha y Andrea la jalearon entre carcajadas y brindaron a
su salud alzando sus tacitas de porcelana blanca.
—Estaba a punto de caramelo. Besa bien. Es… ¡Dios! ¡Nunca me habían besado así! —
exclamó entre negaciones con la cabeza—. Pero lo paré. ¡No pude! No podía seguir. No allí. En
mi cocina, donde me siento todos los días a desayunar con mis hijos. Donde pasé tantos años con
Julio. Me bloqueé. Me costó detenerlo y acabé por darle una bofetada para quitármelo de encima
—confesó, a todas luces arrepentida. Miró hacia el suelo como la niña que espera un castigo—.
Se puso furioso. Pensé que iba a romper algo.
Las chicas soltaron un murmullo de desilusión y se derrumbaron sobre el respaldo de las
sillas. Inés frotó la espalda de su hermana en señal de consuelo y apoyo.
—No me extraña, Lore. Es que… hay que ver cómo eres.
—No podía. Le dije que se marchase, que lo sentía muchísimo, pero que no podía
acostarme con él —dijo su hermana con una sonrisa triste—. Se marchó cabreadísimo. Me costó
un mundo convencerlo de que volviéramos a vernos. Pero después de estar con vosotras, he
quedado para cenar con él. Creo que le debo una disculpa.
—Loreto, a ti te va el mambo. ¿Qué tienes pensado hacer? —preguntó Andrea, fascinada
por la historia—. Habría dado oro por ver la escena escondida tras el agujero de una cerradura.
—A mí me parece genial, Lore —dijo Nacha con una sonrisa apocada—. Al menos lo has
intentado y casi lo has conseguido. Juan y yo vamos como una montaña rusa. A veces parece que
nos acercamos…y otras, que vamos para atrás como los cangrejos.
—Nacha, ¡date un respiro! Estás en el proceso de superar una depresión postparto y todo
irá llegando —dijo Inés, rodeándola con un abrazo. Soltó un chasquido al ver que sus ojos se
llenaban de lágrimas—. Antes del sexo van muchas cosas. Como comer, que estás más delgada, y
dormir, que tienes unas ojeras que te llegan al suelo. ¡No me has traído a Lena a la consulta! ¿Por
qué no te dejas ayudar? —explotó al fin, soltando lo que le llevaba dando vueltas en la cabeza
desde que entendió la gravedad de su condición.
Su amiga negó con la cabeza. Loreto y Andrea abandonaron su actitud juerguista y
esperaron su respuesta.
—No lo sé. Yo creo… creo que todo esto es culpa mía —confesó con la boca pequeña y
apartando la mirada—. Yo quise tener otro bebé enseguida y Juan cedió porque yo presioné. Y
ahora nuestra familia está saltando por los aires y yo me siento impotente. No soy capaz de hacer
nada. Me paso las tardes tirada en el sofá viendo la tele. Creo que la medicación no va a ayudar.
—Nacha, la psiquiatra ya te explicó que necesitas que pasen al menos un par de semanas
para que haga efecto, ten un poco de paciencia —dijo Andrea, sosteniendo su mano sobre la mesa.
Loreto aferró la otra entre sus dedos—. Eres valiente. Has dado el paso y has tomado la decisión
de enfrentar el problema. Eso es lo más difícil. ¡No te flageles!
—Para tener un bebé hacen falta dos personas. Y yo no conozco a Juan —dijo Loreto,
pragmática como siempre—, pero dudo mucho que tú hayas escogido un hombre al que puedas
manipular con facilidad.
Nacha soltó una risa de alivio, acompañado de un nuevo torrente de lágrimas. Inés se tragó
el nudo de compasión por su amiga. Era un manojo de nervios contenidos que desesperaba por
tener un resquicio de liberación.
—Eso es cierto. Juan estuvo de acuerdo desde el principio. Su frase fue algo así como
que, si esperábamos mucho más, jamás tendríamos un segundo hijo —reconoció un poco más
sosegada—. Dos años nos pareció suficiente. Adriana ya había dejado el pañal, iba a la guardería
y dormía casi todas las noches del tirón. ¡Ninguno de nosotros tiene la culpa de que nos naciera
una hija con espíritu de la niña del Exorcista, joder!
No pudieron evitar reírse con la salida cómica de su amiga e Inés sintió que el alivio la
embargaba. La antigua Nacha estaba ahí, escondida en alguna parte de su psique en debacle, con
su humor ácido y divertido, con su alegría de vivir y su eficacia para identificar problemas. Y ella
haría todo lo posible por ayudarla a reflotar.

Después de un domingo tranquilo en casa, en el que Erik le demostró esa misma mañana y después
por la noche que el virus no había afectado en absoluto su deseo sexual, el lunes le llegó la noticia
como una bofetada en la cara.
Pensándolo bien después, Inés se dio cuenta de que había sido bastante ingenua.
Fue Hugo, jefe de Cirugía Pediátrica, quien levantó la liebre. Eso le dio especial rabia,
que la anestesista no se lo dijese a la cara, después de haber jurado y perjurado que cumpliría con
la firma de su contrato.
—No sé qué vamos a hacer ahora, Inés. Se prolongará la lista de espera para nuestros
quirófanos programados —dijo Hugo, preocupado frente a su segunda taza de café de la mañana,
la primera en el hospital—. ¿Tienes ya algún candidato para suplir su ausencia?
Ella lo miró de hito en hito. Aún no tenía suficiente cafeína cargada en el sistema para
saber de qué demonios estaba hablando, pero un sentimiento ominoso de catástrofe inminente se
apoderó de su estómago.
—¿De qué hablas? —preguntó cortante.
—De Cristina Díaz. Una de nuestras anestesistas. —Hugo lo dijo sin ninguna entonación
especial, pero ella recibió la noticia como un mazazo y apartó la taza con un acceso de náuseas.
Casi notó cómo se le abría una úlcera en el estómago por estrés—. Se ha marchado a la Clínica
Alemana, lleva trabajando allí desde la semana pasada.
—¡Pero si a mí me dijo que estaba de vacaciones! —gimió al darse cuenta de cómo la
mujer había jugado a dos bandas hasta tener el contrato en el otro hospital bien cerrado—. ¡Que su
hermana abogada estaba revisando el contrato y que por eso no lo había firmado!
—Pues ya ves —dijo Hugo con un encogimiento de hombros—. Su contrato terminaba el
30 de junio, ¿no lo sabías? —Ella negó con los dientes apretados mientras se insultaba con el
repertorio recién adquirido en noruego, que le pareció más adecuado y malsonante—. Ya sabes
que los contratos de los residentes recién egresados suelen ser de seis meses. Esas vacaciones se
las ha inventado.
—No me lo puedo creer. Soy idiota —masculló Inés. ¿Qué les iba a decir a los de
Anestesia en la reunión del miércoles? Esperaba que tuviesen alguna alternativa, porque ella, por
supuesto, no había buscado ninguna. Menos mal que Hugo la había puesto sobre aviso.
—Jugadas así son relativamente típicas en los residentes recién egresados. Unos crápulas,
eso es lo que son. En busca del mejor postor —ironizó Hugo, que apuró su café y agitó la mano en
un gesto de despedida—. Me voy a quirófano. ¿Erik está operativo? Necesito que me ayude con
una vía central.
—Sí, ya ha retornado del mundo de los zombis —bromeó un poco para desviar la
desesperación que sentía—. Hoy ha llegado antes que yo, debe de estar ya en el quirófano
cardiaco.
Mientras caminaba hacia la Unidad del Corazón Infantil, con cada paso se insultaba por
haber sido tan ingenua. Poco previsora. Pardilla. Estúpida. Confiada. Aquella mujer le había
metido el dedo hasta la campanilla.
Y no tenía ni idea de qué demonios iba a hacer.
Mano dura

Inés revisó las bolsas de trabajo. Buceó en Linkedin todos los perfiles de anestesistas infantiles
que encontró. Rastreó, con ayuda de la jefa de Anestesia, a todos los residentes que habían salido
del cascarón en los últimos dos años que valían la pena y que aún no tenían contratos decentes. El
mundo de la medicina era, gracias al universo, muy pequeño. Con esfuerzo y un poco de suerte,
pudo reunir tres candidatos que tenían un currículo tan brillante como el de la tránsfuga y con
interés por las condiciones del San Lucas. Uno de ellos, de hecho, del mismo hospital que les
había robado a la doctora Díaz.
Cuando llegó la hora de repasar los temas pendientes en la reunión de cada miércoles, los
servicios quirúrgicos recibieron con fastidio y preocupación la mala noticia de la falta de un
anestesista. Con mano izquierda, atajó los comentarios negativos y los tapó con soluciones.
—Tengo tres candidatos para cubrir el puesto. La falta de la doctora Díaz no se notará,
ella supuestamente tenía vacaciones durante la primera quincena —dijo Inés en un intento de
aplacar los ánimos. Ignoró algunas sonrisas condescendientes que la hicieron fruncir el ceño. Ya
se ocuparía de ello después—. Escogeremos, en conjunto con Anestesia y Cirugía Pediátrica, que
son los servicios más perjudicados, al adjunto que más se ajuste a sus necesidades. Antes de que
termine julio, el tema estará resuelto.
Respiró con alivio al ver que todos parecían conformes y siguió con el orden del día. No
pudo bajar la guardia demasiado tiempo. Cuando ya quería dar la reunión por terminada, el jefe de
Urología interrumpió su despedida.
—¿Y qué pasa con el tema del Leonardo?
Inés se tragó las ganas de gritar de la frustración. La esperaba una consulta llena de
pacientes y un largo día por delante. Se detuvo en el gesto de tomar aire para zanjar el asunto
cuando descubrió a Erik recostado en la silla, con uno de sus tobillos sobre la rodilla de la otra
pierna y las cejas enarcadas junto a una media sonrisa mordaz. Cuando estuvieran a solas, se iba a
enterar de quién era Inés Morán. Con esa actitud no la ayudaba en absoluto.
Se enfocó en el frente de los cirujanos, sonrió con amabilidad y soltó la frase que se
convertiría en su caballo de batalla en las próximas décadas como Directora Médica.
—Lo vamos viendo.
Se despidió sin hacer caso de la insistencia de los cirujanos y le guiñó un ojo a Teresa,
que reprimía una sonrisa divertida. Al pasar a su lado, la jefa de Medicina Interna susurró algo
que le devolvió un poco la confianza en sí misma.
—Les viene bien un poco de su propia medicina. Bien hecho, doctora Morán.
Asintió e intercambiaron una sonrisa cómplice, pero no se detuvo a charlar con ella.
Interceptó a Erik cuando se disponía a salir. Ignoró su mala cara.
—Erik, ¿puedo hablar contigo un minuto?
—¡Uuuuh! —canturreó Boris, que hablaba con él sobre el maldito Da Vinci—. Problemas
en el paraíso. Me marcho. Ya te contaré después.
Inés registró también aquella información. ¿Estaría cotilleando con Erik sobre su hermana?
Agitó la cabeza para apartar la curiosidad malsana que la embargó de súbito y encaró a Erik en
cuanto estuvieron solos.
—¿Me puedes explicar a qué viene esa cara?
Él esbozó una sonrisa depredadora y arrogante en la que decía a las claras que en ese
momento dejaba de ser su marido y pasaba a ser el doctor Thoresen. Se cruzó de brazos e Inés no
pudo dejar de admirar el relieve de sus músculos y el nombre de sus hijos tatuados en cada
antebrazo con su caligrafía afilada e inclinada hacia la derecha. Las Emes eran grandes, casi
desproporcionadas. Recordó que las mayúsculas grandes delataban un enorme ego en grafología.
Y eso que era una pseudociencia.
—Mano dura, Inés. Te hace falta más firmeza en tu manera de hacer las cosas —dijo sin
contestar a su pregunta—. Te has confiado y ahí tienes el resultado. No es nada personal. Si
piensas en que te la van a meter doblada, acertarás el 90 % de las veces.
Inés se tragó la humillación que sentía e intentó ser constructiva, pero notó la tensión de
sus palabras en cuanto las soltó.
—Y perjudicar a ese diez por ciento que hace las cosas bien. No creo que sea el modo de
hacer las cosas. No es mi modo de hacerlas —se defendió mientras sostenía su mirada, que seguía
cargada de prepotencia—. Es cierto que, esta vez, he pecado de ingenua. Lo reconozco. En
realidad, me olía que iba a pasar algo así, pero no quise aceptarlo.
—Esa es otra cosa que haces mal, no afrontar los problemas. No sirve de nada
posponerlos —añadió con un encogimiento de hombros—. A mí todo esto me da un poco igual. Si
acaso, me jode el retraso en la adquisición del Da Vinci, pero me molesta que te ninguneen y te
miren con paternalismo.
—¿Así como me miras tú? Porque no me ayuda en absoluto que el resto de jefes de
servicio, en especial los hombres, vean que tú solo estás esperando a ver si la cago o no —dijo
con el tono cortante—. Con esa pose displicente y la sonrisilla irónica era exactamente lo que
estabas haciendo, Erik.
Él se echó a reír, pero Inés detectó cierto tono despectivo que la sacó de quicio.
—Yo no espero nada. Te dije que me mantendría al margen y eso estoy haciendo. De
hecho, estas dos semanas que quedan antes de marcharnos estoy de trabajo hasta las cejas —
replicó él, enfadado. Su busca comenzó a sonar y le echó un vistazo. Lo apagó—. No vendré a las
dos reuniones que nos quedan antes de las vacaciones. Así te libras de mi ironía y mi… pose
displicente.
Hizo el amago de salir de la sala, pero Inés volvió a retenerlo. El busca sonó de nuevo e
Inés casi gruñó. Casi.
—Erik, sé que tienes prisa, pero tenemos que hablar esto. Te pido por favor que no me
sabotees, te necesito en nuestro barco —dijo ella, rebajando el tono con el que lo había abordado.
Estaba claro que tenía que revisar la manera en que estaba manejando todo el asunto de la gestión
del San Lucas, y de cómo Erik lidiaba con aquellos absurdos celos profesionales—. ¿No se
supone que juntos en un frente común somos invencibles?
Erik colgó la llamada, había quedado sonando mientras ella hablaba con un ring repetitivo
y molesto. Lo tomó como una señal de que la escuchaba sin interrumpirla. Una buena señal.
—El problema es que, en algún momento en estos últimos meses, «nuestro barco» se ha
transformado en el «barco de la doctora Morán», y no parece haber sitio para mí por mucho que
insistas en que somos un equipo —dijo Erik. El busca sonó por tercera vez y contestó dejando
traslucir su enojo—. Svarte Helvete… ¡Thoresen! ¿Qué pasa?
Su rostro palideció a medida que escuchaba. Inés solo alcanzó a escuchar una voz
masculina entrecortada que le pareció que pertenecía a Dan.
—¿Va todo bien?
—Tengo que irme. No tengo tiempo para estas mierdas, Inés. —Pasó su enorme anatomía
entre el dintel de la puerta de cristal y ella, que aún le impedía el paso—. Acaba de reventar un
aneurisma coronario en el quirófano de Mario y Guarida.
Desapareció antes de que pudiese desearle suerte, darle ánimos o un beso de despedida en
los labios. Salió del pasillo de Dirección sintiéndose como una niña pequeña a la que acaban de
reprender por romper un juguete. Arrastró los pies, desganada. Con ganas de gritarle al mundo
«¡No es justo!». Se acordó de la doctora Díaz y de todos sus ancestros.
No pudo ver a Erik en todo el día.
El paciente del aneurisma coronario hizo un infarto masivo y retrasó las cirugías de toda la
jornada. Guarida fue el único cirujano que salió para descansar algunas horas. Se cruzó en la
Unidad del Corazón con él.
—¿Cómo va todo en Cardiotorácica, Hernán? —preguntó preocupada al ver su rostro
macilento y su uniforme de quirófano arrugado. Parecía haber bajado de peso—. Supe que hubo
una emergencia.
El orondo cirujano asintió.
—Erik es un maldito genio. Hizo un triple bypass de urgencia y pudo levantar un corazón
que se había convertido en papilla, Inés —dijo Guarida, negando con la cabeza sin esconder su
admiración—. Filigranas. Eso es lo que hace con las manos. Yo voy a cumplir sesenta años y
cosas como estas me recuerdan que tengo que dejar a un lado el bisturí. Me estoy haciendo viejo.
—No digas tonterías, Hernán. Eres imprescindible en esta Unidad. ¿Has acabado tus
quirófanos? —preguntó, aliviada al ver un destello de orgullo en los ojos del cardiocirujano más
veterano. Qué simples eran los hombres. Guarida asintió—. Entonces, vete a casa. Descansa.
Mañana será otro día.
Se acercaba la hora de marcharse a la consulta de ecografía fetal, pero primero se acercó
a los quirófanos a comprobar que Erik hubiese terminado. Le tocaba a él ir a buscar a los niños,
pero con aquella emergencia estaba segura de que no llegaría a tiempo. Se cruzó con dos médicos
jóvenes, adjuntos de Cirugía General, que venían comentando algo.
—¡… seis horas! Estuvo en el quirófano seis putas horas. Thoresen está hecho de una
aleación de acero y titanio. No se quejó ni una sola vez —decía el que hablaba. Inés aguzó el oído
—. ¿Y sabes lo que hizo cuando terminó de cerrar? Dijo: «Espero que esté listo para cirugía el
próximo paciente». Se tomó un café. Volvió a lavarse las manos y entró al siguiente quirófano. ¡Y
ahí sigue!
Inés suspiró. Thoresen, la leyenda. Thoresen, el cirujano cardiotorácico más conflictivo,
carismático y arrogante de la faz de la tierra. Thoresen, el mito. No. No era un mito. Erik se
dejaba la piel con todos y cada uno de sus pacientes, se crecía aún más en la adversidad y
enfrentaba los desafíos con una entereza que dejaba con la boca abierta a todo el staff. ¡Ojalá
fuese un poquito más fácil tratar con él para según qué cosas!
Se puso un gorro quirúrgico y la mascarilla sobre la boca, y asomó la cabeza por la puerta
de la antesala de los quirófanos. Una enfermera la miró fatal.
—Solo quiero darle un recado al doctor Thoresen. Soy la doctora Morán —dijo Inés
imprimiendo a su mirada todo el arrepentimiento por aquella pequeña transgresión, ya que aquella
era aún una zona de tránsito, al no ponerse el uniforme completo. La enfermera la reconoció y
dibujó una sonrisa sorprendida. Ella no solía entrar por allí—. Dígale tan solo que yo me encargo
de los niños, por favor.
—Claro, doctora Morán. Enseguida —repuso la enfermera, levantándose de delante de
unos cajetines con medicación endovenosa—. Le daré su recado. ¿Algo más?
Dudó si decirle algo un poco más personal.
—Dígale también que «jota, e, de». —La enfermera la miró como si se hubiera vuelto loca
—. Él sabe lo que significa.
—De acuerdo. Que usted se encarga de los niños y que «jotaedé» —repitió, voluntariosa.
Ella salió de allí pensando si no habría sido mejor omitir la última parte del mensaje. No.
Negó con la cabeza. Ella siempre había sido cariñosa y expresiva. Solo se contenía porque sabía
que Erik se sentía incómodo con su efusividad, pero aquello era totalmente inocente. «Jeg elsker
deg». «Te quiero, daría mi vida por ti».
Aunque a veces le entrasen ganas de retorcerle el pescuezo.
Sacó el móvil de la bata y marcó el número de Andrea. Creía recordar que solo tenía tres
pacientes en su listado. Tenía que empezar a reordenar sus prioridades o se volvería loca. Todo
esto le estaba pasando factura. A ella, a Erik y a los niños.
—¡Hola, Inés! ¿Lista para esta tarde?
—Andrea, me ha surgido un imprevisto y tengo que ir a buscar a los niños. ¿Puedes anular
a mis pacientes? Aún falta una hora para empezar.
Lo malo, o lo bueno —no lo tenía claro—, de ella era que se le notaba hasta por teléfono
cuando algo le sentaba mal. Como un tiro en el pie, más bien.
—Dirás que el imprevisto le ha surgido al doctor Thoresen —dijo con un bisturí en el tono
de voz—. ¿Es que no puede arreglarse sin tener que joderte a ti? ¡Tú también tienes
responsabilidades!
Ella suspiró. Aunque jamás lo reconocería frente a Erik, no era lo mismo. Una ecografía
podía esperar al día siguiente. Un aneurisma coronario roto, no.
—No te cabrees, Andrea. La veré aquí en el San Lucas mañana mismo.
—¡En el San Lucas, no! —estalló, a todas luces más que harta de que derivase a sus
pacientes de la privada al hospital—. Tráete a los niños aquí. Le diremos a Cintia que los
entretenga mientras estás en la consulta. Tienes que hacer tu trabajo, Inés.
Sopesó su propuesta. La otra opción era sobrecargar a Nacha otra vez, o llamar in
extremis a Loreto. No. A Loreto no. Estaría todavía en el bufete. Con gran dolor de su corazón,
consideró seriamente llamar a la guardería y pedir que se quedaran, solo por esta vez, el horario
completo hasta las ocho de la tarde.
—Andrea, me comprometo a ver a la primera paciente. Pero anula las otras dos.
¿Realmente quieres tener a Magnus y a Martina en la consulta durante tres largas horas? —Sonrió
al escuchar el gruñido exasperado de Andrea—. Te aseguro que nos desmontan el chiringuito en
menos de la mitad del tiempo.
—Llamaré a las pacientes. ¡Pero no te prometo nada!
Inés colgó. Cerró los ojos un segundo y llamó al prekínder.
—Hola, soy Inés. La madre de Magnus y Martina. ¿Pueden quedarse hoy una hora más? Iré
por ellos sobre las seis —dijo sintiendo como cada palabra clavaba un cuchillo más y más hondo
en su pecho—. Les dais algo de comer allí para merendar, ¿verdad?
Y tenía que llamar a clases de natación para avisar que no asistirían. Lo hizo ya desde el
coche. Nada más colgar, cuando ya aparcaba con ganas de meterse en el pub irlandés del bajo del
edificio de la consulta y pedirse un gin-tonic para llevar, volvió a sonar el teléfono.
—Tienes suerte. La primera paciente no viene porque se ha ido de vacaciones. Odio julio
—gruñó Andrea, que llevaba también unas semanas de locura. Inés era consciente de que todo el
que tuviese un mínimo de responsabilidad en el hospital estaba con los nervios de punta—. He
anulado a las otras dos. Quedas liberada por hoy. ¡Pero la semana que viene tienes ración doble!
Inés tragó saliva. Seis ecocardios fetales en una tarde. Ya podía contar con otra semana de
locos.
—De acuerdo. Gracias, Andrea. Me marcho.
Soltó el móvil sobre el asiento del copiloto. Encendió de nuevo el contacto del coche y
rebuscó en la guantera algo de comer. Lo que fuera. Encontró unos caramelos pegajosos y
consideró seriamente metérselos a la boca, pero el asco pudo más y se limpió como pudo los
dedos manchados de azúcar en la falda.
Solo llegó media hora tarde a buscar a los niños.
—¡Oh! Como dijiste a las seis, aún no están preparados. Ahora están comiendo algo y voy
a cambiarle el pañal a Martina —dijo la profesora con tono contrito—. Pero acabamos enseguida.
Inés se lo tomó con filosofía y esperó cambiando el peso de un pie a otro en el pasillo,
rabiando por quitarse los tacones. Se apoyó en la pared mientras escuchaba los gritos alegres de
los niños, las notas musicales de una canción infantil y algún lloro consolado por una voz dulce.
Arrugó la nariz ante el olor a comedor escolar; algo entre macarrones con queso, brécol hervido y
productos de limpieza. Desfilaron un par de madres para recoger a sus retoños con la misma pinta
que debía de tener ella: la ropa ya un poco maltrecha, los peinados desordenados y cara de
cansadas. Contempló con disimulo su aspecto en el cristal de la puerta. No estaba tan mal. Metió
la blusa por la cinturilla de la falda y peinó con los dedos los mechones rebeldes que siempre
escapaban de su moño.
—Martina no ha querido comer nada. Como siempre que algo se sale de su rutina —
anunció la profesora, que traía a Magnus de la mano y a su hija en brazos—. Magnus se ha portado
como un niño mayor.
—¿Hay un niño malito? —preguntó con seriedad, alzando sus ojos azules hacia ella—.
¿Dónde está papá?
—Sí. Un corazón malito, Magnus. —Se agachó para abrazarlo y agradeció el contacto
tibio de su pequeño cuerpo—. Papá está en el hospital, pero yo estoy aquí. ¿Nos vamos a casa?
De pronto, todo el agotamiento de aquella semana de mierda pareció desplomarse sobre
sus hombros. Martina comenzó a cabecear en busca del pecho y a tirar de su blusa.
—Hasta mañana —dijo mientras fantaseaba con que la NASA seguro que ya había
descubierto los viajes en el tiempo. O la teletransportación.
—¡Hasta mañana, chicos! ¡Adiós, Martina! ¡Adiós! Vamos, enséñale a mamá cómo hemos
practicado —dijo la profesora con voz de falsete.
Así que los progresos de su hija eran gracias a la guardería. Genial. ¿Cómo aguantaban
con esa alegría de vivir con tanto niño y a las seis de la tarde? Prefirió no saberlo. En el coche,
Martina montó uno de sus escasos, pero muy eficaces escándalos en forma de llanto agudo cuando
intentó sentarla en la sillita. Le dio el pecho en el asiento del conductor hasta que un carabinero se
acercó a averiguar por qué estaba mal aparcada.
—Señora, no puede tener el vehículo detenido aquí —dijo con cara de pocos amigos.
Ignoró que tenía una teta fuera, porque Martina la había soltado para ver quién osaba interrumpir
su momento de nutrición—. Si no lo retira, conlleva multa.
—Enseguida, enseguida —dijo Inés con una sonrisa culpable, pero con ganas de cometer
un delito contra la autoridad. Con alevosía—. Mi hija ya ha terminado.
Se recompuso la ropa como pudo, pese a que Martina seguía aferrada a su camisa de seda,
que en algún momento había sido de un blanco perlado impoluto y ahora era un guiñapo tirando a
amarillento. Se bajó del asiento, aseguró a su hija con el arnés, ignorando sus ojitos acusadores, y
forzó una sonrisa para Magnus, que lo observaba todo con atención. Al igual que el carabinero,
que no se movía de la acera y caminaba cuatro pasos arriba y cuatro abajo con una libreta en una
mano y un bolígrafo en la otra.
Se subió al coche, metió primera y puso la radio con una bola de estropajo en la garganta.
Comenzaba a llegar a su límite y la tarde acababa de empezar.
—Mamá.
—Dime, Magne —dijo con dulzura. Y con esfuerzo.
—No pasa nada.
—¿Por qué dices eso? —preguntó con extrañeza.
—Es un mal día, mami. Pero ya se acabó.
Las lágrimas de agotamiento, rabia, cansancio, estrés y ternura por las palabras de su hijo
acabaron por desbordar las compuertas de su contención. Miró al frente para que no se asustara y
soltó una risita que a ella le sonó un poco histérica, pero que esperaba que pudiese contentarlo.
En vez de aparcar en el garaje, se detuvo sobre el camino de grava y abrió la puerta para
saludar a Loki. Acarició con desgana sus orejas doradas, pero al ver que no descendían del coche,
el perro dio un par de vueltas alrededor y se marchó. Ella esperó unos minutos. Magnus y Martina
dormían en las sillas a contramarcha. Podría dejarlos descansar un ratito. Reclinó su propio
asiento hasta que chocó con el respaldo de la de Magnus. Solo un ratito. Se acomodó y cerró los
ojos. Solo un ratito. Solo un ratito…
—Kjaereste…, Inés —murmuró Erik con suavidad. Acarició su rostro con la yema de los
dedos. Cuando había visto el coche con la puerta abierta habían saltado todas sus alarmas—.
Despierta, liten jente. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Despertó con dificultad y se estremeció de frío. Se había quedado dormida con la puerta
abierta y la temperatura se había desplomado. Eran casi las nueve.
—Dios mío —murmuró, luchando por despejarse—. Llevo aquí casi dos horas. ¡Los
niños!
—Están bien. A Magnus lo saqué el primero porque me parecía que estaba inquieto y a
punto de despertar —dijo con tono tranquilizador al ver el pánico impreso en su rostro—. Martina
está aquí, en mis brazos. Abrió los ojos tres segundos y volvió a quedarse sopa.
—Lo siento. Me he quedado frita. Soy una inconsciente, ¡no sé cómo ha podido pasar! —
dijo Inés, ya despejada. Recopiló sus pertenencias y las de sus hijos y se bajó del coche con
dificultad—. Tengo la espalda destrozada. ¿Qué tal te ha ido? Guarida me contó que os llevó seis
horas la cirugía del aneurisma roto. Cuando vi que seguías en quirófano, te mandé un mensaje con
la enfermera.
—Sí. Mensaje recibido. Gracias por cubrirme —dijo, escoltándola hasta la casa. Ella
miró hacia los dos coches aparcados frente a la entrada—. Ya los meteré en el garaje después.
Todo bien. Los pacientes bien. Inés, ¿tú estás bien?
La estudió con atención. La pequeña discusión de la mañana le había dejado un regusto
amargo. Seguía resultándole difícil asimilar que ella hacía las cosas a su manera y que él, al
menos por ahora, debía mantener un perfil bajo. El toque que le había dado Inés por su manera de
apabullar al staff podía encajarlo. Era su mujer. Era médico. Y era una persona extraordinaria.
Pero la charla que le habían dado Mara y Til en privado… Todavía le costaba trabajo agachar la
cabeza. Y cosas como la que había pasado con esa niñata anestesista le daban la razón. El San
Lucas necesitaba mano dura. Inés era dulzura, empatía, asertividad. Se la iban a comer con
patatas.
Ella se plantó frente a él. Descalza sobre el ladrillo de la entrada, el moño deshecho y la
ropa arrugada. Delgada, ojerosa y pálida. Frágil. Aunque sabía lo engañosa que esa impresión
podía ser.
—Estoy bien, grandullón. Solo un poco cansada y estresada. He tenido que suspender la
consulta y a Andrea no le ha gustado nada. —Sonrió y sus labios se curvaron de esa manera que lo
volvía loco. Elevándose en las comisuras al tiempo que el centro de su boca se apretaba en un
mohín juguetón—. Solo diez días. Diez días y nos vamos a Mallorca.
—A la mierda Andrea. Ya sabes lo que opino. Te explota en esa consulta y se aprovecha
de ti—dijo él sin piedad. Sacaba el tema siempre que tenía oportunidad—. Los miércoles llegas a
casa destrozada. ¡Mira cómo has llegado hoy!
Inés miró al cielo en busca de paciencia y él apretó los labios, enfadado. Odiaba cuando
hacía eso.
—Erik, justamente hoy no he ido a la consulta. Estoy agotada porque llevamos unos meses
de locos y estas últimas semanas están siendo una caída libre. —Ladeó la cabeza y no pudo
resistirse, apartó los mechones desordenados a un lado de su rostro y los colocó tras la oreja.
Después curvó la mano y ella reposó la mejilla—. Por eso no quiero que tengamos discusiones
tontas como la de esta mañana.
Él gruñó. Tenía razón. Pero no quería dársela.
—Estamos en casa. Dijimos que no traeríamos a casa ningún conflicto del hospital —
protestó Erik en una huida por la tangente que esperaba que no fuese demasiado flagrante. Martina
se despertó y lo miró con curiosidad.
—¿Papá? —dijo con vocecita intrigada. La besó en el pelo rubio y miró a Inés medio
escondido tras su cabecita.
—Técnicamente estamos en el porche, porque todavía no hemos entrado. Y no quiero
discutir, por eso te lo digo. Te necesito, Erik —rogó con una mirada que desarmó su coraza,
derritió el hielo de su soberbia y le generó el impulso de abrazarla y matar dragones por ella—.
Yo no quiero esto sin ti, ya lo sabes. Me llega con mi consulta de ecografía, mis guardias de
cardio y alguna de UCI para no perder la mano con los pacientes graves. Estoy en esto por ti. Si tú
no estás, no lo quiero.
La abrazó incluyendo a su hija en el gesto espontáneo, que se echó a reír al verse
apretujada por sus padres. Inés abrió los labios en ofrenda de paz y la besó, arrepentido. Tenía
que dejar de reaccionar así. Como si esperase que ella fallara.
—Lo haces bien, kjaereste. Lo haces perfectamente. No me hagas caso, es solo que yo no
tengo ni tu mano izquierda ni tu asertividad —dijo con los labios apoyados en su frente. Percibió
como ella se apoyaba en su pecho buscando consuelo—. Yo a veces cogería una manguera de
napalm y arrasaría con la mitad del staff.
—¡No seas bruto! —exclamó a medias escandalizada y a medias divertida.
Erik la condujo rodeando su hombro hacia el interior de la casa. Antes de atravesar el
dintel de la puerta, la retuvo un instante.
—Todo mejorará. Ya lo verás —vaticinó con fervor. Quería que así ocurriera.

Los últimos días antes de las vacaciones fueron un infierno. Al menos, Inés consiguió enmendar su
error. Utilizó sus dotes persuasivas. Ensalzó el prestigio y los méritos del San Lucas hasta el punto
del rubor. Al final, el anestesista de la Clínica Alemana, el de mejor perfil para el puesto porque
además tenía experiencia en el quirófano cardiovascular, firmó el contrato. Quién lo diría. Se
mostró interesado en la futura adquisición del Da Vinci —maldito robot que la traía de cabeza,
con la mitad de las jefaturas quirúrgicas respirándole en el cogote para su adquisición—, y en la
complejidad de las cardiopatías congénitas que se intervenían en el San Lucas gracias al tirón de
la Unidad del Corazón. Pidió una entrevista con Hugo, jefe de Cirugía Pediátrica, y con Erik, de
Cardiotorácica. Inés se lo otorgó como grandes y difíciles prebendas, aduciendo que no era lo
habitual, pero el doctor Toro se sintió escuchado. Y acogido. Música para los oídos de Inés.
A Erik prácticamente no le vio el pelo. Además de atender, día sí, día no, el busca de
llamada, tuvo que hacer guardias en la UCI Coronaria. Inés vendió una de las guardias que ella y
Erik coincidían a un colega. Él buscaba aumentar sus ganancias para ese año porque al siguiente
se marcharía en cooperación internacional, y ella evitó que sus hijos durmieran fuera de casa y sin
ellos entre semana. Perfecto.
Aun así, tenía la sensación de que su carga de trabajo comenzaba a impactar de modo más
que palpable en los niños. Martina, con su carácter apacible, dependía más de ella. Pero Magnus
echaba en falta, y de mala manera, a su padre.
—¿Y papá? —preguntó cuando fue a buscarlos ella sola a la guardería aquel viernes, final
de un mes de julio para olvidar—. ¿Dónde está papá?
Si no fuera porque estaba exhausta, se habría echado a reír por su tono perentorio y la
expresión demandante. Igual. Igual a su padre.
—Papá está en el hospital, Magne. Ya lo sabes —dijo agotada. Los pies la estaban
matando. Llevaba unos preciosos pero muy incómodos botines de Jimmy Choo que había
comprado en un arrebato de necesidad de gratificación fácil.
—¿Otra vez? —insistió, enfadado. Dio un golpe con el pie y se cruzó de brazos—. Yo
quiero a papá.
—Mañana vendrá a casa, ¡y nos vamos a la playa! ¿No tienes ganas de ver a la mormor
Jana y a la tante Maia? —lo tentó con una sonrisa. Él ignoró olímpicamente sus palabras y
pareció echar raíces en medio de la calle hacia el coche—. Vamos, Magnus. Mamá está cansada.
Loki nos espera en casa.
Tampoco la mención de su compañero perruno sirvió para ablandarlo. Permaneció quieto
y se negó a seguirla hacia el coche.
—¡Quiero a papá! ¡Quiero a papá! —exclamó cabreadísimo y a grito pelado.
Inés soltó un gemido. Para rematarla, Martina lanzó una mirada circular desde sus brazos y
repitió con voz lastimera la cantinela de su hermano.
—¡Papá! ¡Papá! —llamaba con una vocecita tan dramática que hizo volverse a varios
transeúntes, mientras arrastraba a Magnus del antebrazo con dificultad, porque quería tirarse al
suelo.
Ella sonrió con cara de circunstancias mientras llegaba como podía hasta el coche. Ni
siquiera tuvo el rato tranquilo de conducción habitual, porque en vez de dormir, se dedicaron a
llamar a su padre entre llantos y gritos.
Pero cuando papá apareció, cansado por la jornada de trabajo, tenso por la discusión con
un enfermero y preocupado por un error en quirófano de un colega que casi le cuesta la vida a un
paciente, no estaba para mimos.
En cuanto llegó a casa, Inés se lanzó a sus brazos con desesperación. Levantó la mirada
hacia su rostro para regalarle sus labios y se dio cuenta de que algo iba mal.
—¿Qué ocurre? —preguntaron a la vez tras unos minutos de refugio en los brazos del otro
—. Tú primero —dijo ella, siempre con generosidad.
La abrazó con fuerza y cerró los ojos. Visualizó el Drakkar surcando las aguas turquesa de
las Baleares. Se dejó confortar por el contacto de su cuerpo cálido y el aroma sensual de su piel.
La besó en los labios, percibiendo el sabor conocido de su boca. Su mero contacto significó un
enorme consuelo.
—Hoy he tenido un día de mierda.
—Ya somos dos —murmuró Inés.
—He tenido una buena bronca con un enfermero porque no me han traído mi instrumental
personalizado de quirófano —confesó culpable. Sonrió. Inés escondió el rostro entre sus
pectorales y frotaba sus labios contra la piel tras haber abierto los primeros botones de la camisa
—. Operé con el que ya estaba expuesto, pero me jodió que no estuviera allí y la cargué contra el
pobre arsenalero.
—Los cirujanos sois muy supersticiosos. Y el personal nuevo de enfermería aún no conoce
todas tus muchas manías —dijo Inés mientras besaba la línea que unía los músculos en el centro
de su tórax—. Dales un poco de tiempo. ¿Todo fue bien?
—Bien. Después me avisaron del quirófano de Digestivo de que un residente con dos
pinzas de cangrejo por manos había lacerado la aorta montando una buena —gruñó, esta vez
notando cómo la rabia ascendía por su garganta. Inés levantó la camisa por detrás y apretó las
palmas contra la piel de su espalda—. Tuve que salir de MI quirófano para arreglar SU cagada.
—Pero le salvaste la vida a un hombre —replicó ella con su lógica sencilla e implacable.
Ante eso solo le quedó soltar un gruñido—. Sube. Los niños te echan de menos, Magnus lleva toda
la tarde gritando. Con Martina a coro. Ella, por supuesto, ha decidido no comer. Intenta darle este
biberón con cereales. Ya pagaremos la cuenta del dentista después —dijo con tono resignado. Ella
también había tenido un día duro—. Y Magne…, en fin. A ver si puedes tú con él. Yo te llevo las
cosas al despacho.
Erik suspiró. Cogió la botellita de plástico con tetina y subió con zancadas pesadas, no
demasiado ágiles, la escalera de casa. Se asomó a la habitación infantil. Magnus no estaba y
sonrió al ver los ojos brillantes de Martina perforar la semioscuridad desde una guarida de ropa
de cama. Tenían el mismo efecto que los de su madre para calmar su temperamento y devolverle la
fe en la humanidad.
—Buenas noches, hija pequeña —saludó en noruego mientras se arrodillaba junto a ella y
la rescataba de debajo del nórdico para abrazarla—. ¿Quieres que te cuente un cuento? ¿Quieres
dormir? —Más bien. Porque en cuanto la acunó contra su pecho, sus ojitos parpadearon
soñolientos y notó cómo sus músculos se relajaban.
Estaba incómodo. Arrodillado en la alfombra, encorvado con ella en brazos. Pero la paz
que desprendía su pequeño cuerpo, el aroma a fresas de sus rizos cortos y dorados, terminaron el
trabajo que la calidez de Inés había empezado. El murmullo de una voz infantil lo hizo fruncir el
ceño. ¿Qué hacía Magnus levantado a esas horas? Eran casi las diez de la noche. Depositó a
Martina en la cama, la arropó y contempló su rostro mientras le daba el biberón. Ese hoyuelo y la
melena rubia que comenzaba a espesarse eran suyos, pero la boca y los ojos eran de Inés. El
ramalazo de un instinto visceral de posesividad lo golpeó por sorpresa. Ganas de armarse con una
escopeta y alejar a los depredadores en forma de chavales salidos de dieciséis años a cincuenta
kilómetros a la redonda de su hijita. No. Negó con la cabeza. No podía ni pensarlo. Las risas de
Magnus, encantado de la vida, lo sacaron de sus tribulaciones futuras y se levantó con dificultad,
recomponiendo sus huesos tras la postura forzada.
Magnus había levantado un campamento apache en la habitación de juegos. Erik lo
observó, apoyado en el quicio de la puerta. Reprimió a duras penas una sonrisa mientras su hijo
chapurreaba una conversación imaginaria ininteligible en su mezcla de noruego y español, con un
tocado de plumas en la cabeza.
—Buenas noches, Magnus.
La fortificación de Lego cayó desparramada en un torrente de colores cuando se levantó
como un cervatillo hacia él.
—¡Papá!
Se fundieron en un abrazo de cremallera. Erik abrió los ojos ante la fuerza de sus bracitos
de niño aferrados al cuello, y el peso a plomo de sus quince kilos.
—¿Jugamos, papá? —dijo tras unos minutos de mimos y siguiendo con la tradición de
pasar un rato juntos en cuanto llegaba del hospital—. Tengo muchos Legos.
Erik notó su corazón partirse en pequeños trocitos de cristal.
—Magne, es muy tarde. Mañana es sábado y tenemos todo el día para jugar, ir a la casa de
la nieve y lo que tú quieras. Pero ahora hay que ir a la cama.
No supo si fue por el tono autoritario empleado en la última frase, el hecho de que empezó
a guardar las piezas en su baúl o la deflagración de su cerebro de dos años la que ocasionó la
hecatombe. De pronto, su dulce niño reflexivo se transformó en Chucky, el muñeco diabólico.
—¡No! ¡NO! ¡Quiero jugar! ¡Quiero jugar!
Los gritos alertaron a Inés, que atronó la escalera y se plantó junto a él. Los dos
contemplaron la rabieta en versión full HD de su hijo, fascinados por la potencia de sus pulmones
y porque se retorcía sobre el suelo pataleando como si dos boas constrictoras lo sujetasen.
—Magnus, mi amor —intentó Inés tras un buen rato.
—Déjalo. Necesita desahogarse. Llevamos unas semanas muy duras —la retuvo Erik
cuando hizo el amago de acercarse a él.
—Acabará por hacerse daño —dijo ella en un ruego—. Magne, ¿tomamos una leche con
galletas y vamos a la cama?
La sola mención de la palabra «cama» obró en él una especia de sortilegio espeluznante.
Detuvo los chillidos, se puso de pie y los miró fijamente.
—NO. Que no. ¡QUE NOOOOO! —gritó en un crescendo desconcertante. Y acto seguido
se tiró al suelo boca abajo y comenzó a golpear su frente contra la superficie del parqué.
Erik se quedó paralizado.
Mientras Inés lo detenía y abrazaba a su hijo con fuerza, toda su infancia y adolescencia
desfilaron frente a él. Los destellos difuminados de recuerdos lejanos de una rabia visceral e
incomprendida. Los más presentes y nítidos de la injusticia o la culpa. Era un padre de mierda.
Uno que llegaba a las diez de la noche a casa. Uno que olvidaba a sus hijos en la guardería como
si fueran una prenda de ropa sin importancia. Uno que prefería enfrentarse a una cirugía cardiaca
de seis horas antes que a la idea de que estaba repitiendo los patrones que se juró a sí mismo que
nunca repetiría. Salió de la habitación con la voz dulce de Inés, consolando e intentando razonar
con Magnus. Se apoyo en la pared al otro lado de la habitación y cerró el puño. Tuvo que contener
las ganas de atravesar la puerta con él. ¿Qué sacaba con ello?
Inés ahora canturreaba una canción de cuna. El llanto encabronado de Magnus se fue
calmando. Cuando tuvo el valor de volver a la habitación, estaba dormido, fuera de combate, y su
madre lo mecía con el rostro demudado en una mezcla de espanto y alivio.
—¿Se ha dormido?
Ella solo asintió.
—Svarte Helvete… ¿Qué vamos a hacer con él, Inés?
Remanso de paz

Una enorme sombrilla de colores, algo ajada por el abandono en el garaje durante todo un año,
cinco toallas de playa llenas de arena y una legión de juguetes marcaban el territorio del clan. Los
adultos disfrutaban de unas tumbonas, pero Inés se preguntó si valía la pena hacer el gasto de su
alquiler. Pasaban de pie la mayor parte del tiempo para mantener a raya a los niños. Intentaban
turnarse para descansar y poder relajarse algo, pero lo cierto era que, con niños, el relax de
Mallorca no era lo mismo. Sobre todo, si eran los tuyos los que hacían equilibrios en el bordillo
de la piscina, se jugaban la vida en las escaleras o interrumpían en los momentos más inoportunos.
Ahora, Maia vigilaba a los mellizos mientras construían una enorme fortaleza de arena
junto con Magnus, que por fin había entendido que debía participar y no destrozar los avances de
sus primos. Erik estaba en el agua con Emma, que nadaba ya como un delfín, y con Martina que se
agarraba a su padre como un koala mientras observaba a su prima con los ojos muy abiertos, como
si fuera una heroína a quien admirar.
Salieron saltando las olas en la orilla entre risas. Erik llevaba a su sobrina de la mano y a
su hija en brazos, chorreando agua de mar enfundado en un bañador suelto de color celeste que
contrastaba con su piel bronceada. Sacudió su pelo rubio, casi blanco por el sol, con un gesto
travieso que salpicó a las niñas y provocó sus carcajadas. A Inés se le encogió el corazón. No
podía apartar los ojos de su cuerpo esculpido a mano, su sonrisa eterna y de la luz de sus ojos
azules.
—Mucho cuidado —dijo Maia con malicia—. Estoy escuchando desde aquí cómo te
explotan los ovarios. Y me consta que tanto Kurt como yo tenemos hijos de Mallorca.
—¡Maia, eres terrible! —exclamó Inés escandalizada.
—Ya, ya. ¡Tú hazme caso, y ten mucho cuidado! —insistió entre risas.
Erik se acercó corriendo hacia ellas y dejó diligente a cada niña con su madre. Depositó
un beso en los labios de Inés y Martina, que tiritaba de frio con los labios amoratados, se refugió
en su piel caliente.
—Es imposible. Tu hija es imposible. —Se sentó a su lado y la envolvió en una toalla.
Comenzó a frotarla con vigor para secarla—. Cada vez que mencionaba la frase «salir del agua»,
montaba un escándalo. Tiene que estar agotada.
—¿Entramos ya? Estos pequeños vikingos deberían comer algo y después las niñas
podrían dormir la siesta —aventuró Maia, insegura del éxito de su propuesta. Pero ante la mera
mención de la palabra comida, Magnus, Olle y Anders levantaron sus cabezas con los ojos alerta
—. ¿Qué? ¿Tenéis hambre? ¿Queréis comer?
Al poco rato Maia lideraba la estampida de los mayores hacia la casa mientras que ella y
Erik se quedaban con una Martina muy ofendida por el abandono de su hermano y de sus primos.
La consolaron mientras recogían los bártulos para pasar la tarde en la piscina. Era el plan
habitual: disfrutar las mañanas en la playa, comer en casa y, como se levantaba la brisa, quedarse
las tardes en la piscina o en el jardín.
—¿Intentamos una evasión sin hijos esta tarde? —propuso Erik con cara de necesitar unas
horas a solas. Inés se echó a reír y asintió con efusividad—. Llevamos aquí una semana y ya estoy
un poco saturado. No es que me queje —se apresuró a aclarar al ver su sonrisa divertida—, pero
creo que tenía suficiente con Magnus y Martina. La adición de Emma y los mellizos no sé si me
convence demasiado.
—Pero a cambio tenemos la ayuda de Jana y de Maia —objetó Inés. Volvió la vista atrás
para escanear toda la arena y no dejar abandonada ninguna de sus pertenencias. Identificó un
bañador de Magnus semienterrado, lo sacudió y lo guardó en su bolso de tela—. Tienes que
reconocer que estamos descansando un montón. No nos preocupamos de menús ni de actividades,
y la mayoría de las veces, los niños duermen con sus primos o con la abuela. —Echaron a andar
con Martina entre ellos, que como se negaba a que la llevaran en brazos, caminaba en perfecto
equilibrio dándoles una mano a cada uno—. Sales a correr y a nadar casi todos los días, pasamos
bastante tiempo a solas, ¡y es verano! —dijo riendo Inés.
Erik se detuvo frente a la puerta del jardín. Tapó los oídos de su hija, que protestó airada
ante el ultraje.
—Kjaereste, liten jente, Inés. Necesito un par de días a solas para follar como locos. Sin
niños, sin mi madre ni mi hermana. ¿Entiendes? —dijo Erik con los ojos muy abiertos para dejar
clara su posición—. Solos. Tú y yo.
—¡Papá! —protestó Martina, aferrando los dedos con sus manitas para que la soltase. Inés
abrió la verja del jardín entre risas y entraron en la casa. Le había quedado meridianamente claro.
Pero cuando intentaron escaparse después de comer para dar una vuelta en moto, Magnus
montó una de la suyas. Jana observaba la escena desde la puerta de la cocina. Olle y Anders
contemplaban a su primo fascinados, pero Maia los cogió por el hombro y se los llevó de allí sin
aceptar discusiones. Las niñas dormían la siesta.
—¡Yo quiero ir! ¡Yo quiero ir! Jeg vil også dra! —Se tiró al suelo del vestíbulo y
comenzó a patalear cuando le explicaron que, en esta ocasión, él se quedaría en casa con su
hermana y con sus primos.
Inés y Erik esperaban frente a la puerta con las cazadoras puestas y los cascos en la mano
sin saber muy bien que hacer. Ella se sentía frenética. Se moría de ganas de levantar a su hijo del
suelo y abrazarlo, pero sabía que sería peor. Erik a su lado parecía vibrar.
—Magnus, ¡es suficiente! Papá y mamá tienen derecho a pasar un tiempo solos —dijo con
firmeza—. Volveremos pronto. Vámonos, Inés. —Abrió la puerta de entrada y Magnus elevó sus
gritos a la enésima potencia. Se escuchó la voz serena y tranquilizadora de su abuela,
consolándolo, mientras se alejaban hacia el garaje. Tuvo que arrastrarla de la mano lejos de allí.
—Vamos. Necesitamos un rato para los dos —insistió, obstinado.
Inés compuso un puchero exagerado y lanzó una última mirada culpable hacia la casa.
—Lo sé. ¡Tienes razón!, pero cuando se pone así se me rompe el alma. —Erik cabalgó
sobre la moto y se le pasó un poco, solo un poco, la pena por su hijo al ver sus muslos torneados
abrazar la carrocería—. Siento que algo estamos haciendo mal.
Él arrancó el motor y clavó los ojos azules en ella con una clara advertencia. Giró la
muñeca y metió un acelerón.
—Inés, o te subes en los próximos veinte segundos, ¡o te juro que me marcho sin ti!
No tuvo que decírselo dos veces. Saltó al asiento de atrás, y al poco tiempo rodaban por la
carretera dejándose embargar por la inigualable sensación de libertad que la moto les regalaba.
Inés se aferró a su cintura. No habían planificado a dónde ir, pero tampoco le importaba
demasiado. La cinta serpenteante de asfalto los llevó hasta el pequeño puerto de Pollensa y se
detuvieron a curiosear en los puestos del mercadillo. Sucumbieron a la tentación de una horchata
bien fría y siguieron camino hacia el mirador de la Creueta.
A medida que ascendían por la peligrosa carretera de curvas, Inés se ceñía con más fuerza
al cuerpo de Erik. El paisaje era imponente. A sus pies, mar y tierra se conjugaban en perfecta
armonía y la deleitaban con su mezcla de oleaje, acantilados y pinares.
—¿Seguimos? —dijo Erik al ver el cartel que indicaba el Atalaya de Albercuix. Inés
asintió al leer la leyenda sobre la edificación del siglo XVI para defender la isla de los piratas.
Se desviaron por un caminito de piedras que la hizo soltar alguna exclamación airada
cuando la rueda perdía tracción, pero al llegar al final de la senda, los pequeños sustos habían
valido la pena. Aprovecharon para hacer algunas fotos porque las vistas eran fabulosas.
Imponentes. Ante ellos se abría todo el Cabo Formentor con sus acantilados grises y adustos a un
lado, un terreno baldío y eriazo hasta el faro por otro, y la bahía de Pollensa con la belleza del
puerto a lo lejos. Inés suspiró, abrumada por la belleza del momento.
—Se está poniendo el sol. —Erik se acercó con ella hasta el final de un sendero que se
acercaba peligrosamente hacia el borde del mirador. La envolvió entre sus brazos y apartó del
rostro femenino las guedejas del pelo que la brisa marina insistía en desordenar—. Por fin
estamos solos.
Ella cerró los ojos un instante y sonrió. Se dejó cobijar por el abrazo cálido y la seguridad
que le otorgaba sentir el cuerpo masculino tras ella mientras que, a pocos centímetros, se abría un
abismo. Erik tenía esa cualidad. Ese don. Pese a todo. Pese a sus tiras y aflojas en el hospital. La
hacía sentirse segura. El cielo, de un azul celeste, estaba teñido de naranjas y rosados, en una
paleta de colores sorprendentes. Los dos lo contemplaron en silencio. Erik besó su pelo y acarició
con suavidad su cintura.
—¿Quieres que volvamos ya? —preguntó en un susurro.
—No. Todavía no —dijo Inés, consciente de que deberían volver, pero queriendo
prolongar un poco más ese precioso tiempo a solas.
Él rio muy bajito y la risa en su pecho le retumbó en la espalda con un cosquilleo. Las
manos comenzaron un movimiento sinuoso, circular, no podían estar quietas, e Inés protestó.
—¿Qué ocurre?
—Llevamos mucho tiempo aquí —susurró Erik—. Me aburro un poco.
Y las llevó hasta sus pechos. Inés suspiró, con los ojos todavía fijos en el paisaje. Se dejó
hacer, lánguida, recostada sobre el torso de su marido, mientras él acariciaba con pericia sus
pezones sobre la tela de gasa blanca de su vestido ibicenco. Ahora el cielo, con algunas nubes,
había añadido morados y magentas, y la temperatura comenzaba a descender, pero el viento se
había calmado. Se dio la vuelta y lo miró a los ojos.
—¿Qué quieres hacer? ¿Volvemos a casa?
Él dejó caer una sonrisa débil y la cogió de la mano. Inés cerró los ojos al notar un
escalofrío recorrer su cuerpo cuando él se alejó. Toda su piel reclamaba a gritos de nuevo su
contacto.
—Vamos a la moto. Ven.
Se acomodó de nuevo a horcajadas en ella, pero cuando Inés fue a subirse, él negó con la
cabeza.
—No, no. Ven aquí. Delante de mí. Frente a frente. ¿Te acuerdas?
Inés esbozó una sonrisa traviesa y asintió. Por supuesto que se acordaba. Se sujetó de la
mano que Erik le tendía, puso el pie en el pedal, y cabalgó sobre la moto para quedar frente a
Erik, casi sentada sobre sus muslos. Volvieron a abrazarse, aprovechando la intimidad y cercanía
que aquella posición les otorgaba, y no perdieron más tiempo.
—Liten jente, como necesitaba volver a perderme contigo así —murmuró sobre sus
labios.
Inés gimió ante la fuerza de sus palabras y sellaron sus bocas con un beso. Engarzaron las
miradas porque no querían cerrar los ojos y perderse el momento en que se rendían el uno al otro.
Inés buscó la piel bajo su camiseta, mientras que él tiró de su vestido y la aferró de las nalgas
para estrechar más aún su contacto. La moto se desequilibró bajo sus cuerpos e Inés dio un
pequeño grito.
—Dame un segundo —dijo Erik divertido. Puso la pata de cabra con el pie, y la aseguró
bien bajo sus muslos. Después volvió su atención a lo que estaba haciendo—. Ahora no te
entretengas.
—Jamás podría —susurró ella.
Lo besó de nuevo y lo mordió. Una y mil veces. Su boca era adictiva. Llenó sus labios de
besos, succiones y pequeños mordiscos que sabía lo volvían loco. Como una adicta, se
contoneaba buscando el roce del bulto de su erección.
Él se dejaba hacer, más preocupado en utilizar sus manos. Trenzó su pelo para que no
estorbara, después dibujó los relieves de su rostro.
—Oh, esas manos expertas —susurró Inés, dejando caer la cabeza al sentir que le
desabrochaba el sujetador.
Erik aprovechó la ofrenda de su cuello extendido para rodar su lengua por las líneas que
convergían en el encuentro de sus clavículas dejando un rastro de fuego. La sujetó por las nalgas y
la estrechó contra su polla.
—Ya lo estoy viendo —gruñó cabreado—. Me vas a volver loco.
Las manos de Inés volaron a la hebilla del cinturón y a los botones metálicos de sus
vaqueros. Él desbrochó, meticuloso y uno a uno, los minúsculos botoncitos de nácar del vestido
de Inés. Cuando tuvieron campo abierto, se abrazaron de nuevo, desesperados por sentirse piel
con piel. Fue Erik quien metió su mano entre ellos y apartó la tela de sus bragas para profundizar
el contacto. Inés rompió a sudar entre gemidos.
—Erik…puede venir alguien…—jadeó al sentir sus dedos penetrar en la entrada de su
sexo hecho miel.
—Liten jente, si viene alguien, prometo parar —mintió con alevosía—. Pero ahora, haz tú
lo mismo conmigo.
Guio la mano femenina y la cerró con fuerza sobre su polla. Sellaron sus bocas en un beso
ardiente entre gemidos, ya sin contención. Se masturbaron el uno al otro con furia. Con saña.
Desesperados. Si a algún turista se le ocurría admirar las vistas del Cabo Formentor a la caída de
la noche, mala suerte. Ellos necesitaban esto. Más que respirar. Inés lo detuvo en un momento y se
puso de pie sobre los pedales.
—Te necesito dentro —suplicó mirándolo a los ojos—. Dime que te controlarás y que no
te vas a correr —ordenó, sabiendo que no tenían condón. Él asintió.
Se dejó caer centímetro a centímetro agónico por la longitud de su polla con un gemido de
placer. Erik la sostenía de las caderas, y apretaba los dientes, haciendo un esfuerzo por no dejarse
ir. La visión de sus tetas, enmarcadas por la chaqueta vaquera, el vestido abierto y desbocado y el
sujetador desabrochado era demasiado. La situación de peligro añadía un aliciente, en vez de
quitárselo. Inés se movió como una salvaje sobre sus muslos, y soltó un gruñido, a punto de perder
el control .
—¡Ah! ¡Inés! —Basculó la pelvis para darle más placer y sintió su sexo transformarse en
lava entre espasmos. Quería que ella se corriera, pero no perder el control. Ella gritó arqueando
la espalda y se apartó justo a tiempo, regándola con su semen en los muslos y en el abdomen entre
gruñidos.
—Erik, mi amor… —susurró Inés, totalmente fuera de combate, y se dejó caer entre sus
brazos. Se besaron de nuevo, bajo las estrellas de un cielo límpido, negro y sin luna. El sonido del
rompiente de las olas les llegaba lejano y amortiguado.
—Jeg elsker deg, Inés.
No añadió nada más, no hacía falta. Lo había dicho todo con su cuerpo. Se tomaron unos
minutos para recuperar el aliento y volvieron a casa saciados, satisfechos. Sabiendo que tardarían
un tiempo en volver a disfrutar de unas horas preciosas a solas así.
Cuando llegaron, todo estaba en calma. Jana les confirmó que había podido resolver la
crisis de Magnus con un poco de mimos y un poco de negociación, y que ahora estaba en la
habitación con sus primos.
—Estaba muy enfadado contigo, Erik. Creo que aún no están dormidos —dijo Jana con una
sonrisa a medias comprensiva y a medias acusadora—. ¿Por qué no subes a hablar con él?
Esperó a que desapareciera escaleras arriba entre gruñidos de fastidio antes de abordarla
a ella. Genial. Adiós al bienestar postorgásmico recién adquirido. Inés sirvió dos vasos de zumo
de naranja y atendió a lo que Jana, a todas luces, se moría por soltarle.
—Inés, cuando Erik era pequeño, nosotros tuvimos los mismos problemas. Ver a Magnus
tirado en el suelo chillando era como verlo a él —dijo su suegra con una expresión cargada de
recuerdos. Ella la miró con atención. Quizá podría trasmitirle su experiencia—. No le dimos
nunca demasiada importancia, pero quizá ese fue nuestro error.
—¿A qué te refieres? —dijo Inés intrigada. Le dio un trago a su zumo. El paseíto la había
dejado deshidratada.
—A que ahora hay especialistas. ¡No quiero decir que a Magnus le pase nada! —se
apresuró a aclarar Jana al ver la cara de espanto que compuso ella—. Pero quizá un psicólogo,
que os de unas pautas. Un pedagogo. No sé, Inés. Tú eres pediatra.
Erik bajó con una enorme sonrisa de satisfacción en su rostro y se bebió de un trago lo que
quedaba de zumo en el vaso. Ellas dejaron ahí la conversación, ya lo hablarían más tarde, pero a
Inés le pareció una exageración. ¿Pedagogo? ¿Psicólogo?
—¡Todo arreglado con Magnus? Eso sí, Martina quiere teta. Lo primero que hizo al verme
fue echarme y decir «¡Mamá!», toda preocupada —dijo algo ofendido por el rechazo de su hija—.
Será mejor que subas.
—Es cierto —confirmó Jana con una sonrisa divertida—. No comió demasiado. Iba a
contártelo ahora.
Inés soltó un suspiro resignado. Hijos.
—Mil gracias por estas horas, Jana. Nos han sabido a gloria. Subo a la habitación. Erik,
¿vienes conmigo?
Recibió una sonrisa que podría hacer palidecer al sol de medianoche por encima del
Círculo Polar Ártico, y los dos subieron las escaleras hacia la habitación matrimonial.
—¡Mamá! ¡Tetita! —dijo Martina con un gritito de alivio desde la cuna nada más entrar a
la habitación. Alzó los brazos entre saltitos impacientes e Inés la cogió en brazos y se echó a reír
en un murmullo suave.
—Vamos, pequeña.
La acomodó en su regazo, se abrió el vestido que no hacía ni dos horas Erik le había
abierto entre tirones de lujuria, y le dio el pecho. Así era su vida ahora. Soltó un suspiro
resignado. Había cabida para todo, pero ella y Erik necesitaban más espacio para la pareja
también. Tomó una decisión a la que venía dándole vueltas desde que habían llegado a Mallorca.
—Hablaré con Jana. Se acerca nuestro aniversario y quiero acompañarte a Bilbao.
Erik la contempló en silencio. No quiso hacer ni un solo movimiento, temiendo que se
arrepintiera de lo que acababa de decir. Lo habían hablado varias veces en los últimos meses,
desde que el doctor Gorostiza, jefe de Cirugía Robótica del Hospital Cruces y cardiocirujano
principal en su clínica privada, lo había invitado a conocer su unidad. Sabía que Inés había
reprimido las ganas de echarle en cara que gastase sus vacaciones en algo médico, pero para él
era una oportunidad magnífica. Después, con la anulación de la compra del Da Vinci, lo había
animado a decir que sí. Así que tenía un vuelo directo desde Palma a la capital de Euskadi.
—¿En serio, kjaereste? —No pudo esconder el entusiasmo y la sonrisa se le escapó de los
labios.
Ella asintió. Creyó distinguir un destello culpable en la mirada que posó en el rostro de su
hija.
—Nos hará bien. Necesitamos un poco de tiempo en pareja, y no solo porque estemos
desesperados por follar —dijo entre gestos preocupados de negación. Como si quisiera reafirmar
sus palabras, apartó a Martina de su regazo y la puso a dormir sobre las almohadas—. Quiero
salir a cenar, ir al cine o al teatro. Tomarme una copa y reírme contigo.
—Y hacer el amor como enfermos —interrumpió Erik con fervor exagerado.
—Eso también. Tampoco me vendrá mal un poco de tiempo a solas. —Puso una cara de
anhelo tal que no pudo evitar sonreír—. Pasear por la ciudad sola. Ir de compras sola. Tomarme
un café y escuchar mis propios pensamientos…
—Sola —puntualizó él.
—Sí. Por necesitar, necesitaría poder ir a hacer pis sin que alguien aporree la puerta
reclamándome. «¡Mamáaaa!» —Hizo una perfecta imitación del tono demandante de Magnus, con
el ceño fruncido y los ojos furiosos—. Necesito saber que soy una persona, una mujer, además de
una madre y una esposa.
—Reservaré tu billete ahora. ¿Hablarás con Maia y con mi madre de esto?
—Sí. Jana estará encantada de ejercer como abuela sin interrupciones.—Soltó una
carcajada y asintió al ver la cara de espanto que puso él—. Y ellos estarán felices de compartir
con sus primos un poco más.
—Perfecto. Lo cierro ahora mismo.
Bajó hasta el salón. En la mesa reposaba, sin daños, su portátil. Reservar el billete en
primera no le llevó más de diez minutos, pero permaneció sentado, con la mirada fija en el mar
turquesa y la arena más allá del jardín. Inés tenía razón. La casa y los niños funcionaban gracias a
ella. Era el perfecto catalizador de su relación, muchas veces deficiente, con los niños. Pero no se
sentía demasiado culpable por marcharse una semana de las cuatro que duraban sus vacaciones.
Al revés. Tenía que hacerlo. El Da Vinci era su objetivo más ambicioso como director del
proyecto de las Norsk Klinikk.
Las vacaciones en Mallorca llamaban a tenderse al sol, a leer un libro mecido por el
sonido de las olas, a recorrer los campos de cereales con la moto. Pero él se descubría varias
veces al día pensando en el quirófano. Cerró la tapa del portátil e hizo examen de conciencia.
¿Anteponía la cardiocirugía a sus hijos? ¿Estaba faltando a la promesa que se había hecho a sí
mismo? ¿Qué le había hecho a Inés? Los dos necesitaban ese viaje, era cierto, pero cuando
volviesen a Chile, cambiaría las cosas. No más turnos de noche. No más turnos de fin de semana.
Podía permitírselo.
Aunque sabía perfectamente que no era una cuestión de dinero. Era una cuestión de poder.
Egunon

El aterrizaje en el aeropuerto de Bilbao era un desafío a la aviación. Encajonado entre montañas y


muy venteado, Erik tragó saliva al sentir los bandazos que el veterano Airbus 321 daba al
aproximarse a la pista. Inés dormía a su lado, ajena a las turbulencias.
Iñaki Gorostiza los esperaba en Salidas. Erik sonrió al reconocerlo después de más de
diez años. Él empezaba a labrarse un nombre como cardiocirujano, el doctor Gorostiza ya era una
eminencia entre sus colegas españoles y comenzaba a trabajar con uno de los primeros Da Vinci
en el hospital San Carlos de Madrid. Coincidieron brevemente, tan solo los días que duró un
congreso, pero la fascinación de Erik por las posibilidades del robot y el espíritu docente del
cirujano más experimentado fraguaron en una fructífera relación.
Ahora, era jefe de la Unidad de Cirugía Robótica en el Cruces de Bilbao y cirujano
cardiotorácico principal en una clínica privada.
—Egunon, Iñaki —saludó con una sonrisa y manteniendo las distancias. El vasco le dio un
abrazo de oso pardo, derribando toda su circunspección.
—Ongi etorria! Bienvenidos. Joder, Erik. ¡Cuánto tiempo! —exclamó al separarse. Se
inclinó hacia Inés y le dio dos besos junto con una sonrisa afable—. Cuando lo conocí hace diez
años, jamás pensé que lo vería casado y con hijos.
—Todo el mérito es mío —bromeó ella. Le gustó de inmediato la alegría que desprendía
con cada palabra y cada gesto pese al aspecto serio de su traje negro.
Se enfrascaron en una conversación que rescataba recuerdos e Inés se abstrajo observando
el paisaje verde bajo la bruma y una llovizna pertinaz. El agosto de Euskadi no era el de
Mallorca.
—¿Necesitáis instalaros? ¿A qué hotel vais? —preguntó Iñaki solícito, mientras se
acercaban al centro de la ciudad.
—Yo me voy contigo al hospital. Dejamos a Inés en el hotel Domine. Quiero empezar
cuanto antes —dijo Erik sin esconder sus ganas ni por un segundo. Cruzó una mirada con ella para
confirmar el plan.
—Sí. El hotel está frente al Guggenheim, así que será mi primera parada —dijo Inés. El
museo tenía una colección permanente magnífica y una itinerante de Kandinsky que tendría la
suerte de admirar—. Después daré una vuelta por el centro, ¡hace más de veinte años que no visito
la ciudad!
—La encontrarás muy cambiada, pues. Sé que tenéis vuestros planes, pero Alaia me mata
si no venís a cenar esta noche a casa —dijo en tono de súplica mientras conducía junto al Nervión
—. Cuento con vosotros.
—No queremos molestar, Iñaki —repuso Erik. Adiós a los planes de cenita en la
habitación del hotel con postre en especies.
—Tonterías. Os venís, tomamos unos txatos antes y así le doy en el gusto a Alaia, que os
quiere conocer —insistió él. Cabeceaba como un ternero, sin dejarles alternativa—. Habrá algo
bueno, que mi mujer cocina como los ángeles. Una pena que no hayáis traído a los niños, seguro
que lo habrían pasado bien con los míos.
—¿Qué edades tienen? —preguntó Inés con curiosidad. El coche era un Picasso familiar
de siete plazas y había dos sillas infantiles arrampladas en el compartimento de atrás.
—Eneko tiene catorce, Aitor doce, Gorka diez y Alaia ocho. —Erik intercambió una
mirada mal disimulada de terror con Inés. Ella escondió una sonrisa divertida—. Pero les gustan
los niños más pequeños. Son los mayores de once primos, así que están acostumbrados —dijo
Iñaki. Su expresión se enterneció al hablar de sus hijos—. Los conoceréis esta noche.
—Mil gracias por la invitación, allí estaremos —acabó por aceptar Inés al ver que Erik
esperaba sin decir nada y con los ojos clavados en ella.
Iñaki aparcó en la zona de recepción de coches del hotel. Inés se arrebujó en la cazadora
fina que llevaba. La temperatura no llegaba a los veinte grados pese a estar en agosto.
—Hará más calor a medida que avance el día. Erik, ¿te espero en el coche?
—Espérame con un café, igual tardo un poco —dijo él, señalando el agradable salón de
recepción a través del cristal—. Ayudaré a Inés con el equipaje.
—Vale. Pido algo para desayunar.
Erik no permitió que los ayudasen con las maletas. Puso un billete en la mano del botones
y lo despachó fuera del ascensor sin demasiados miramientos.
—Podría haber subido yo sola. No hacía falta que vinieses —dijo Inés con suspicacia.
Él se volvió. La energía que desprendía su piel electrizó el pequeño habitáculo. Sonrió
depredador y se acercó a ella, atrapándola entre sus brazos y contra el espejo.
—¿No? ¿Estás segura?
Inés entreabrió los labios y exhaló despacio. Se tensó con la proximidad de su cuerpo y
apoyó las palmas de las manos para detenerlo. Era intentar parar un tren de mercancías; sus brazos
cedieron a la fuerza inexorable del avance. Se detuvo cuando el calor de su aliento acariciaba ya
la boca femenina. Muy despacio, deslizó la punta de la lengua y delineó el perfil.
––¿Tú no tenías que marcharte a un hospital? ––susurró ella. La voz ronca y atenazada por
el deseo.
Erik la placó contra el espejo. Se esmeró en dejar claro el efecto que su proximidad
provocaba en él y gruñó cuando ella respondió contoneándose contra la dureza de su erección.
––Eso no quiere decir que no vaya a tomarme unos minutos para recordarte que tenemos
algo pendiente ––murmuró sobre sus labios. Un destello de flaqueza atravesó su voluntad. ¿Por
qué marcharse tan pronto cuando al fin tenían un rato de paz? ––Y quizá, solo quizá, me haya
equivocado ––reconoció, apartándose unos centímetros para mirarla a los ojos. Acarició el
contorno de su rostro y volvió a besarla––, pero esta noche nos resarciremos.
Un ping musical anunció su llegada a la última planta. Erik abrió la puerta e Inés entró a
cámara lenta, sus movimientos ralentizados por la tensión de su sexo y el cansancio. Se acercó a
la ventana y Erik la abrazó desde atrás. Atrapó el lóbulo de su oreja entre los dientes y la besó en
el cuello. Curvó las manos sobre sus pechos. La estructura retorcida y brillante del Guggenheim se
veía majestuosa a través del cristal, casi al alcance de la mano.
––Me arrepiento. Lo sabes, ¿verdad?
Inés sonrió con languidez. La erección de Erik presionando en la base de su espalda
dejaba claro que se había precipitado en su decisión. Buscó con la mano su cinturón y lo
desabrochó a tientas. También el botón del pantalón. Bajó la cremallera.
—Lo sé.
—Se te daría bien la cirugía —murmuró él, asombrado por la celeridad con la que se
apoderó de su miembro. Cerró los ojos y se dejó caer en las sensaciones. El hambre se acentuó y
cobijó las manos entre sus piernas—. Tienes los dedos muy ágiles. Pero aún te queda mucho que
aprender de mí.
—Estoy segura de ello.
Jadeó. Erik levantó su falda y apartó la entrepierna de sus bragas. Ella ya estaba húmeda y
las yemas de sus dedos se impregnaron de su esencia. Perdió el ritmo con el que lo masturbaba
cuando él se abrió paso entre los labios de su sexo. Cabrón.
—Cabrón —gimió al sentir cómo la penetraba con movimientos circulares, el índice y el
corazón acariciando los primeros centímetros de su entrada, el pulgar presionando sobre el
clítoris desde arriba, sin tocarlo. Tuvo que apoyarse en el cristal. Aferró con fuerza su polla e
intensificó su vaivén. Añadió más presión sobre el glande, arrancándole un jadeo.
—Ah, liten jente. Abre las piernas —ordenó.
Y ella obedeció.
Erik bajó sus bragas hasta medio muslo y recogió la tela del vestido en un puño. Hundió
los dientes en su cuello y apretó hasta obtener un sollozo. Inspiró con deleite el perfume cítrico y
dulzón que emanaba, consiguiendo que soltara su presa y apoyara las dos manos en el cristal. La
enorme cama tras ellos invitaba a retozar, pero la ignoraron por el momento.
—Erik —llamó en un susurro ronco.
Frotó con la palma de la mano el núcleo ardiente de su sexo, intensificó la penetración de
sus dedos. Una sonrisa arrogante escapó de sus labios al notar cómo su interior los constreñía con
avidez. Amplió la base de sustentación y refregó su polla entre las nalgas prietas y firmes, listo
para penetrarla. Pero la fiereza del movimiento la empujó al abismo y ella se corrió entre gritos.
—Uhm, kjaereste. Te has adelantado. —Permaneció sin moverse, las manos aún entre sus
piernas y sobre su monte de Venus. Inés resoplaba entre los mechones humedecidos por el sudor
—. ¿Quién te iba a decir que añadirías un orgasmo con vistas al Guggenheim para tu colección?
Ella se echó a reír con un jadeo. ¡Arrogante! Jamás cambiaría.
—Sí, es cierto. Pero voy ganado uno a cero. Tú te has quedado a medias y tienes que irte
—dijo con toda la malicia que fue capaz de reunir, considerando que Erik seguía con los dedos en
su sexo—. El doctor Gorostiza te espera. Mira la hora.
—Svarte Helvete! ¿Has visto lo que pasa en cuanto estamos solos? Pero ¿cómo ha pasado
tan rápido? —Corrió al cuarto de baño a recomponerse mientras Inés reía con esa risa cristalina
que lo volvía loco—. ¡Será tu culpa si Iñaki se ha ido! Esta noche te lo haré pagar.
Ella rio aún con más ganas desde la cama cuando abandonó por fin la habitación. Había
valido la pena, aunque una sensación desazonadora, relacionada con quedarse a medias y el
madrugón del viaje, le había dejado el cuerpo cortado. Iñaki le dedicó una mirada divertida, pero
no dijo nada. Erik lo agradeció.
—Vamos. Estoy listo.
La enorme mole del hospital Cruces, con una estructura central de la que nacían cinco
edificios secundarios, lo recibió con cierta hostilidad.
—Joder. Es tres veces el San Lucas —murmuró Erik. Había olvidado lo que era un
hospital mastodóntico, acostumbrado a los más compactos de Chile y Noruega—. Voy a perderme
ahí dentro.
Iñaki se echó a reír mientras maniobraba para aparcar en la calle, junto a una marquesina
de metro con forma de oruga de acero y cristal.
—Los llamamos Fosteritos, Norman Foster los diseñó —aclaró al ver que se quedaba
pegado estudiando la curiosa estructura—. Vamos. Si nos damos prisa, llegaremos a la discusión
del paciente de la próxima cirugía.
—¿En la que voy a participar? —dijo Erik, notando cómo su cerebro volvía a
concentrarse en el desafío quirúrgico. Abrió y cerró las manos en un gesto involuntario, notando la
electricidad recorrer sus dedos.
—Sí. Está todo arreglado.
Pasillos interminables. Caos de pacientes y personas. Olor penetrante a enfermedad y
antiséptico. Medicina de batalla, pero del más alto nivel. Al segundo ascensor estaba total y
completamente desorientado. Si tuviera que llegar de nuevo a la puerta de entrada, no hubiera sido
capaz, pero no dijo nada. Tras lo que le pareció un recorrido interminable, aunque solo habían
transitado durante unos veinte minutos, llegaron a la planta de Urología.
—¿Por qué Urología?
—La mayor cantidad de cirugías robotizadas se las lleva la próstata —explicó Iñaki al ver
que levantaba las cejas, interrogante—. Y ya sabes lo territoriales que somos los cirujanos. El Da
Vinci está en sus quirófanos.
—No importa. Les haremos esa pequeña concesión. Cualquiera sabe que la cirugía
cardiaca le da mil patadas a la prostática —dijo Erik solo a medias en broma. Iñaki se echó a reír
ante su ocurrencia.
Abrió una puerta blanca y estrecha, y entraron en una sala en la que cabía a duras penas un
puñado de médicos sentados en torno a una enorme mesa ovalada, a oscuras y en silencio. Un
hombre joven, seguro que residente, exponía el caso con diapositivas.
No participó en la discusión. Pese a que podría aportar varios detalles, los años habían
equilibrado su arrogancia con la prudencia. Era el recién llegado y mantuvo la boca cerrada. Al
terminar, Iñaki le presentó al equipo y la mención de dos de sus artículos sobre ventrículo
izquierdo hipoplásico más conocidos lo situaron con rapidez en lo alto de la jerarquía. Sonrió.
Ahora ya había encontrado su sitio.
—Espero aprender de vosotros. Mi hospital está aún en formación con el Da Vinci, y
aprecio mucho la oportunidad que me da el doctor Gorostiza —dijo tras estrechar varias manos y
dejar claro con la mirada que eran sus iguales, no superiores—. Si puedo contribuir con lo que
sea, quedo a vuestra disposición.
—Bien. Procedamos al interior del quirófano —dijo Iñaki.

El equipo saludó al paciente de cincuenta y cuatro años con una valvulopatía mitral severa. Erik
estrechó también su mano y le explicaron quién era, pero el hombre ya estaba sedado por la
premedicación administrada y solo sonrió con la mirada un poco perdida mientras se lo llevaban
al quirófano. Ahora quedaba en manos de los anestesistas.
Se cambiaron al uniforme azul claro del Osakidetza[6] mientras comentaban el caso de
manera informal. Erik esperó su momento. Sabía que en el quirófano se reordenarían las
jerarquías y cada uno ocuparía su lugar.
Entró solo un pequeño grupo. El puñado de privilegiados que asistiría en un primer plano,
para colaborar aunque fuera en una mínima tarea. Bien. Aquello facilitaría el trabajo de saber
quién era quién. Otro grupo, los residentes más jóvenes, los adjuntos de segunda categoría y
algunos cirujanos con curiosidad profesional, quedaron relegados al palco tras el cristal. Registró
sus nombres y poco más.
—Los residentes realizarán las incisiones pectorales y el acceso al pericardio, ¿te parece
bien? —preguntó Iñaki. Erik siguió con la mirada y sonrió, dando su aprobación a una mujer, no
demasiado alta y de mirada resuelta, y a un hombre que parecía tener dieciséis años en vez de los
veintiocho o veintinueve que debería tener un MIR de último año de Cirugía cardiaca—. Mikel y
Edurne son mis residentes mayores. Dos de los mejores que han pasado por este hospital —dijo
con orgullo evidente. La mujer pareció molesta con el cumplido. El hombre se sonrojó. Otro
destello de información: Edurne era la cirujana alfa de aquel equipo.
—No tengo inconveniente. ¿Cuál es el abordaje que preferís utilizar?
Iñaki lo llevó hasta una pantalla de unas 40 pulgadas, full HD. Erik lanzó una mirada al
paciente, del que solo era visible parte del tórax. El resto estaba cubierto por paños verdes
estériles, uno de los cuales creaba una pantalla para separarlo de la máquina de anestesia. Cinco
monitores vigilaban parámetros hemodinámicos, constantes vitales, perfusión cerebral y otros
órganos del hombre tendido en la mesa. La tensión se acumulaba en el ambiente y notó la
adrenalina inundar su torrente sanguíneo, como en el preludio de todas y cada una de las cirugías
en las que había intervenido. Jamás se acostumbraría. Como un adicto, buscaba identificar el
momento exacto en el que cuerpo y mente se preparaban para sostener entre las manos la vida de
un paciente. Su futuro. El de los suyos.
Una mesa con instrumental completo esperaba junto a una enfermera instrumentista por si
ocurría alguna hecatombe y tenían que reconvertir a cirugía abierta. Otra vigilaba la circulación
extracorpórea. Una anestesista se ocupaba de la vía aérea y la máquina, y otro vigilaba catéteres,
medicaciones y perfusiones. En el centro de todo aquel despliegue de recursos y personas, un
hombre por lo demás sano que había tenido la mala suerte de nacer con una malformación en su
corazón. Y sobre todos ellos, como una enorme araña mecánica de cuatro brazos, articulados en
acero quirúrgico, cubiertos por fundas estériles de plástico, esperaba las órdenes del director de
orquesta. El famoso Da Vinci.
—Edurne, sal. Mikel entra tú. Te toca.
La residente unió las manos y las giró para estirar brazos y antebrazos al tiempo que se
alejaba a la consola de mandos. Había hecho el acceso al tórax, mínimamente invasivo en
comparación con el abordaje tradicional de la toracotomía, de manera impecable.
El ruido electrónico de los rotores otorgaba al ambiente una banda sonora futurista, de
ciencia ficción. Pero el olor a carne quemada del electrobisturí era familiar, casi confortable.
Muchos internos y residentes se mareaban al percibirlo por primera vez, asqueados al saber que
aquella carne era humana. Erik ya ni lo notaba.
A Mikel le tocaba el corazón.
—El pericardio está sangrando. Cuidado —advirtió el doctor Gorostiza al ver una
pequeña arteria bombear un hilillo rojo y fino en la pantalla—. ¡No! Pon un clip. El
fotocoagulador ahí provocará…
—¡Joder! —gruñó Mikel. Hizo un intento de cauterizar la arteria y lo que consiguió fue un
espectacular chorro de sangre que anegó el campo quirúrgico—. ¡No veo nada!
Se generó un momento de caos. El corazón desapareció en la imagen de cámara, sumergido
en un mar rojo que cada latido hacía ondear con una belleza indescriptible.
—Succión —dijo Erik. Iñaki lo contemplaba con la boca bien cerrada y un reto en sus ojos
oscuros—. Más. Despeja el campo. No te obceques en localizar la arteria a ciegas.
—¡No veo nada, joder! —murmuró entre dientes el residente, que hacía esfuerzos obvios
por solucionar el desastre.
—La tensión del paciente está bajando. El gasto cardiaco también. —La voz de la
anestesista, neutra y no demasiado elevada, buscaba no alarmar todavía más al cirujano, pero fue
más bien un latigazo de realidad.
—El paciente está sufriendo un taponamiento cardiaco. Hay que reconvertir —dijo Iñaki
sin esconder el disgusto en su tono de voz—. Mikel. Sal de ahí. Enfermera, prepare la mesa con el
instrumental.
—Un minuto —pidió Erik. No había tiempo para regular la consola a su envergadura y
tuvo que meterse a presión en el hueco pensado para el residente. Reprimió una mueca de disgusto
al percibir los controles humedecidos de sudor y presionó con cuidado los pedales con las
rodillas flexionadas en un ángulo forzado.
Activó al máximo la aspiración durante unos segundos. Era una maniobra arriesgada,
porque podía lesionar otros vasos, pero le otorgó un tiempo precioso para localizar la arteria.
Percibía en las manos la consistencia gomosa del vaso sanguíneo, aunque la cavidad volvió a
inundarse. No importaba. Lo clipó con suma delicadeza y aspiró. Con precisión micrométrica,
ligó la arteria y detuvo el sangrado. Ahora había que limpiar el campo quirúrgico, lleno de sangre,
coágulos, fibrina y restos de la fotocoagulación.
Con el Da Vinci, un cirujano se convertía en un buen cirujano. Un buen cirujano, en un
artista.
Y después estaba Erik Thoresen. Erik Thoresen se convertía en un dios.
—Remonta la tensión. Gasto cardiaco normal —anunció la anestesista, esta vez con alivio
más que perceptible en la voz.
Se tomó su tiempo. Agotó el depósito de suero fisiológico y hubo que temperar más. No se
detuvo hasta que el corazón exhibió un aspecto prístino.
—Aquí no ha pasado nada.
Se incorporó de la consola con dificultad, desincrustándose del pequeño espacio
programado para una persona que debía pesar cuarenta kilos y medir veinte centímetros menos
que él. Se estiró sin pudor para deshacerse del anquilosamiento y sonrió.
—Joder, ¡qué puto genio! —barbotó Iñaki en una explosión espontánea, entusiasmado y sin
esconder la admiración que sentía—. Erik, gracias. Nos has evitado un buen follón y el sonrojo de
reconvertir la puñetera cirugía a una de corazón abierto. Por no hablar de que le has salvado la
vida al paciente.
—Por ahora —bromeó él para liberar la tensión. El residente que la había cagado esbozó
una mueca tensa—. Tú. Ven aquí. ¿Tu nombre?
—Mikel.
—Mikel. Siéntate ahí.
El chico dudó al ver que le señalaba la consola del Da Vinci. Lanzó una mirada insegura a
Iñaki, que se encogió de hombros.
—Si fuera por mí, quedarías desterrado del quirófano de robótica por lo que te queda de
año —advirtió sin bromear en lo más mínimo—. Haz lo que te dice.
Mikel titubeó. Erik alzó las cejas y se cruzó de brazos. Levantó un dedo hacia la consola.
Y no hizo falta más.
El residente avanzó poco a poco a través de los planos quirúrgicos. Lo guio con
instrucciones cortas, precisas, que trasformaron sus movimientos vacilantes en otros llenos de
seguridad. En el preciso instante en que Erik logró ese cambio en la seguridad del residente,
detuvo la cirugía.
—Bien. Suficiente. Sal de la consola.
Salió a regañadientes. Mordiéndose los labios para no replicar y pedir más tiempo porque
comenzaba a disfrutar del procedimiento. Erik sonrió al ver cómo lo miraba en busca de una
valoración que no iba a darle.
—Después hablaré con los dos. Ahora hay que recuperar el tiempo perdido. Iñaki,
¿quieres seguir tú?
El cirujano más veterano negó con la cabeza e hizo una floritura con la mano para darle
paso a la consola.
—No. Todo tuyo.
La sonrisa de Erik iluminó el quirófano con la potencia de una bomba nuclear.
No solo recuperó los minutos empleados en resolver la emergencia. La pericia de sus
manos, su capacidad resolutiva y de improvisación repararon con una elegancia eficaz la válvula
malformada. Sin más sangrados. Sin usar una radial para romper el esternón, sin abrir la caja
torácica más que unos pocos centímetros, sin canalizar la aorta ni el tronco pulmonar para
conseguir la circulación extracorpórea, que se hacía a través de los vasos femorales. Y lo que más
le había gustado: con el corazón latiendo, sin isquemia.
—Una maravilla —dijo, pensando en alto, sin percatarse de las miradas del resto del
equipo quirúrgico mientras el anestesista conectaba al paciente al respirador portátil para
trasladarlo a la UCI.
—Tú tienes derecho a decirlo —concedió Iñaki, que malinterpretó sus palabras al pensar
que iban dirigidas hacia sí mismo—. Nunca había visto una cosa igual, Erik. Ya eras excelente de
residente, pero ahora te has convertido en un artista. Vamos a informar a los familiares.

Hablaron con la mujer del paciente y su hijo. Revisaron los casos del resto de la semana. Iñaki se
lució con el simulador robótico para mejorar la curva de aprendizaje. Estaba siendo un día
redondo.
—Gracias a la inversión en I+D, tenemos el último modelo. El software permite cirugías
de todo tipo y tenemos maquetas de todos los modelos de intervenciones.
Erik contempló con envidia las réplicas en silicona médica de tórax, pelvis masculinas y
femeninas y cavidades abdominales. Aquello era como la cueva del tesoro versión Leonardo.
—Algo así necesitaríamos en el San Lucas —murmuró con anhelo. Deslizó la mano por la
superficie de acero de uno de los brazos robóticos. Inés había retrasado su adquisición y ahora
todas las rotaciones previstas para formación con el Da Vinci habían quedado en stand-by—. Fy
faen… Sería perfecto.
—¿Por qué no organizas una unidad de docencia en tu hospital? Es caro, muy caro —
reconoció Iñaki, atento a sus palabras—. Pero atraes cirujanos de todas las especialidades, de
países con menor experiencia y dotas a tus residentes de una ventaja comparativa más que clara en
relación con otros programas.
Él asintió lentamente mientras sopesaba las posibilidades. Sí. Podía hacerse. Podía pedir
el respaldo de Industrias Thoresen, averiguar si el Ministerio de Educación y Ciencia chileno
contaba con una inversión parecida o, como había pensado hacer en un primer momento, utilizar
sus propios recursos.
Claro que Inés iba a poner el grito en el cielo.
—¿Y en tu clínica de Oslo? ¿Tenéis el robot? Si solicitas tres o cuatro unidades, los
americanos estarán muy interesados —sugirió Iñaki bajando de manera inconsciente la voz—.
Cuando compramos los nuestros, metimos todos los que pudimos, incluidos algunos para
hospitales privados —reconoció. Erik rio entre dientes. Eran prácticas poco ortodoxas, pero sí
habituales, para abaratar costes y conseguir mayor poder de negociación con el proveedor—.
Compras un par para el San Lucas, junto con el simulador, y otro más para la clínica de Oslo.
Mejoras el precio, se abaratan los repuestos y tus residentes tendrán una curva de aprendizaje
mayor.
Lo visualizaba. Sí. Cada vívido detalle. Comenzó a organizar reuniones en Los Ángeles
con Intuitive Surgical, la empresa creadora del Da Vinci. Abrió y cerró las manos. Subió los
puños en un gesto inconsciente de triunfo. Sonrió.
—Me gusta la idea. ¿Tienes más información al respecto?
—Claro. Esta noche, cuando vengáis a cenar, te daré todo lo que necesitas —dijo Iñaki.
Abrió la puerta de una sala donde los recibió un intenso aroma a café—. Recargamos pilas y
seguimos.

Las placas de titanio del Guggenheim brillaban bajo el sol que por fin se había dignado a salir.
Inés dejó su bolso y una bolsita de tela con las compras —imanes para la nevera, unos juegos
didácticos para los niños y una camiseta para Erik— sobre el banco de piedra y se sentó. Cerró
los ojos, heridos por la intensa claridad, y paladeó con calma aquellos instantes de soledad
enriquecedora. Había llamado a Jana para saber cómo estaban los niños y charlado con ellos un
ratito; al saber que estaban bien, había desconectado al fin.
Recorrió los pasillos erráticos del museo mientras hacía balance y anotaba mentalmente
los cambios que debía afrontar para mejorar su vida y la de los suyos. Organizarse mejor. Dar
mayor prioridad a los niños. Sacar tiempo de calidad para estar con Erik. Dedicarse otro tanto a
sí misma. Suspiró. Tarea titánica, pero no imposible. Miles de mujeres hacían malabarismos para
equilibrar las distintas facetas de sus vidas y salían airosas. Ella lo haría también.
Bebió un trago de una botella de agua y se sentó frente a la enorme escultura de araña.
«Mamá», la habían bautizado. Una risita divertida escapó de sus labios. Al menos era cierto que
se necesitaban ocho manos para llegar a todo.
¿Hacía cuánto tiempo que no se sentaba al sol a hacer… nada? ¿Meses? ¿Años?
No aguantó demasiado. Al cabo de una media hora comenzó a sentir la desazón que le
generaba perder el tiempo. Fantaseó con su ritual de belleza y se encaminó al hotel.
Otro lujo exótico. Disfrutar de una ducha. En el móvil, Sade. Sobre su rostro, una cascada
tibia que caía del techo. En su cuerpo, la sensualidad que se desperezaba poco a poco gracias al
jabón oleoso con aroma a lavanda.
—¿Hay sitio para mí?
—¡Erik! No te oí llegar —dijo, volviéndose bajo el agua. Se recreó en su desnudez sin
artificios, imponente y masculina, mientras entraba en el cubículo de gresite dorado—. Claro que
hay sitio. ¿Cómo te fue?
Echó un poco de gel en una mano, frotó las palmas hasta obtener una bruma blanca y
comenzó a extenderla en sus hombros. Sonrió al percibir en su bajo abdomen el roce de su
erección desperezándose.
—Bien. Un residente se llevó por delante una arteria y casi tenemos que abrir en canal al
paciente, pero conseguí ligar el vaso antes de que todo se fuera a la mierda —dijo sin alardes. La
realidad era la que era. Si el paciente tenía ahora cuatro incisiones de unos pocos centímetros en
vez del tórax partido en dos, era gracias a él—. El Da Vinci es increíble, Inés. Las posibilidades
son infinitas. Con la formación adecuada, un cirujano se transforma en un creador. En un dios.
Explicó los detalles de la cirugía con un entusiasmo que hacía brillar sus ojos. Que lo
hacía parecer un crío feliz con su juguete nuevo. Inés extendía la bruma sedosa por su piel. Y lo
escuchaba con atención porque era fascinante, pero también porque sabía que volvería a la carga
en cuanto pusiese un pie en el San Lucas. Que no se conformaría con esperar. O se adelantaba a lo
que fuese que Erik maquinaba con Leonardo, o acabarían mal.
—Enhorabuena, doctor Thoresen. Y, como siempre, supongo que quiere su premio. —
Atrapó su polla entre los dedos y la hizo crecer. Bebió del río entre sus pectorales y besó cada
una de las letras de su nombre—. ¿Dentro o fuera?
—Aquí. En la ducha. Por ahora. Pero ¿por qué dices eso? —preguntó intrigado.
Inés se echó a reír. Alzó una mirada llena de picardía y apretó los pechos contra su torso.
—Porque siempre que sales de una cirugía complicada vienes a mí, eufórico y más
caliente que una central térmica. —Con la otra mano, recorrió la bisectriz de su espalda y la curvó
sobre una de sus nalgas—. Y yo, como siempre, estoy feliz de complacerte.
Su franqueza lo desarmó. Resopló y apartó los regueros de agua de su rostro.
—Es cierto. Pero esta vez no es por eso. —Inés lo miraba interrogante. No dejaba de
masturbarlo y empezaba a hacerse difícil pensar con claridad—. Esta mañana me has dejado a
medias y vas ganando uno a cero. Quiero empatar.
No la detuvo ni le dio instrucción alguna mientras lo trabajaba. Ella sabía la intensidad
exacta, el ritmo preciso, la presión perfecta para mantenerlo envuelto en llamas. Al borde del
orgasmo, pero sin llegar a él. Una tortura de placer que, si fuera por él, podría prolongarse
durante horas.
—¿Tu día? ¿Bien? —dijo mientras alcanzaba el jabón con un intenso aroma a flores y le
devolvía la sesión de acicalamiento. Empezó por la punta de sus dedos delgados hasta la redondez
de sus hombros.
Ella entró en el juego. Ese en el que se tanteaban y provocaban, retrasando lo inevitable
para que, cuando llegase, fuera infinitamente mejor.
—¡Oh! Muy bien. Hay una exposición temporal de Kandinsky que no puedes perderte. Y la
colección fija me ha encantado. Aunque solo disfrutes de la arquitectura y las esculturas exteriores
ya vale la pena —informó Inés. Llevó la otra mano hasta sus testículos y los masajeó con suavidad
en un contrataque que lo hizo perder durante unos segundos su objetivo—. He comido en la
cafetería un bocadillo de jamón ibérico con aceite y tomate para morirse del gusto, he disfrutado
de un cafecito en la terraza y he escuchado un rato mis propios pensamientos.
—Y te dabas una ducha cuando te he interrumpido. Qué desconsiderado —dijo él con una
sonrisa arrogante. Enjabonaba ahora sus pechos, pesados, nodulares. Llenos de leche—.
¿Necesitas a Martina?
Ella asintió con una sonrisa un poco triste.
—Yo te ayudaré.
Bajo la ducha, maravillado por la perfección con la que la naturaleza había creado a las
mujeres, apretó con suavidad uno de sus pezones. La leche se mezcló con el agua y la tiñó de
blanco. Lo hizo con el otro. Inés gimió.
—Más. O lo haré yo —amenazó en un susurro ahogado—. Es insoportable.
Erik apretó con todos los dedos sobre la areola. Un chorro se eyectó con fuerza y chocó
contra su torso. Se echaron a reír, divertidos con la situación. Inés gimió.
—Soy una vaca lechera.
—No, liten jente. Eres mujer.
La besó en los labios, en el mentón, en el cuello. Descendió hasta esconder la cara en el
valle entre sus pechos y abarcó con la boca una de las protuberancias violáceas. Succionó para
extraer el elixir de vida y aliviar la tensión que la atenazaba, aderezando con pequeños mordiscos.
Era una fuente que no parecía agotarse jamás. Ella hundía los dedos entre las guedejas de su pelo
mojado. La lluvia caía sobre sus cuerpos, tibia, casi fría, pero sin templar su ardor. Quiso
descender, saborear su sexo, pero ella lo sujetó del pelo.
—Basta. Te necesito dentro —ordenó en un ruego. Erik la levantó sin esfuerzo. La pared
de gresite no ofrecía asideros y se aferró a sus hombros—. Fóllame.
Se hundió en ella con los dientes apretados, con la furia de una tormenta, tal y como ella
adoraba. Con violencia y ternura a la vez. Con el anhelo de tener más manos, más bocas, más
pollas y piernas y lenguas, para llegar a cada uno de los rincones de su cuerpo a la vez.
—Oh, kjaereste… podría quedarme aquí toda la vida —dijo tras el estallido de un
orgasmo lento y asolador—. Ha pasado demasiado tiempo.
Ella no respondió, perdida aún en el sopor del orgasmo. Pero su piel se erizó y temblaba.
Sus ojos, vidriosos por el placer, destellaron paz.
—Vamos a la cama —articuló por fin.
Erik la envolvió en una enorme toalla blanca y la llevó en brazos de vuelta a la habitación.
—Estás mojado —murmuró Inés, atrapando con la yema de sus dedos las gotas sobre sus
hombros.
—Da igual.
—No. Espera.
Se quitó la toalla y lo secó a él. Con calma. Sin prisas. Frotando con suavidad su melena
rubia. Besando los tatuajes de su espalda, cada letra de los nombres de sus hijos sobre los
antebrazos, y de ella sobre el corazón.
—Túmbate. Te quiero lento. ¿Hace cuánto tiempo que no estamos así?
Erik dejó caer una risa reconfortante y cerró los ojos. Abrió brazos y piernas, apuntando
cada esquina de la cama.
—Eones. Siempre corriendo. Con la soga al cuello.
Inés recogió cada gota de humedad con dedicación. Su proximidad generaba roces furtivos
que lo excitaban. La toalla, un poco más áspera. Las manos, suaves y firmes. Sus pezones, blandos
y aceitados. Su melena goteaba a veces sobre él y volvía a secarla. Secó cada gota sobre su piel
con la toalla hasta no dejar rastro de humedad sobre ella, porque sabía que pronto se cubriría de
nuevo de sexo y sudor.
—Tenemos que parar un poco —dijo ella, tras lo que interpretó como un silencio lleno de
reflexión—. No quiero que la soga nos apriete.
Erik no contestó. Ahora ella sostenía su pene, que se desperezaba de nuevo, sobre la toalla
y entre sus manos. Necesitaba unos minutos. O no. Cerró los ojos.
—Ah, liten jente. Tú siempre sabes qué hacer —murmuró al sentir su boca enfundar
centímetro a centímetro la longitud de su erección.
Se dejó hacer, pero él nunca dejaba las cosas a medias. Buscó a tientas una de sus rodillas
y la arrastró hacia él. La hizo pivotar sobre su abdomen en un giro perfecto que lo situó entre sus
muslos. Con la visión de su sexo y su ano frente él. El aroma punzante y dulzón de su esencia
espoleó su excitación. Se relamió antes de paladear con avaricia los recovecos de su entrada. Al
principio, en ritmo errático. Acompasados después. Un ying-yang de deseo y hogar, de violencia y
ternura. Las manos apretando las nalgas generosas, abriéndolas para ampliar su campo de acción.
De nuevo, lo fustigaba la sensación angustiosa de no lograr saciarse jamás, de la necesidad
creciente de poseerla, de masticarla y tragársela. De hacerla suya una y otra vez. Y sabía el
porqué del hambre infinita. Ella era libre. No le pertenecía. Jamás se sometería. Solo elegía estar
con él.
El orgasmo fue lo de menos. La reválida de su unión, lo demás. Hicieron el amor una, dos,
tres veces más. Hora sobre hora. Poniéndose al día entre ratos de descanso hasta que las palabras
eran acalladas por caricias que aumentaban poco a poco su intención y su intensidad y volvían a
empezar.
Descafeinado de máquina

Por supuesto, llegaron tarde a la cena en casa de Iñaki. El médico los disculpó con una sonrisa y
un «no pasa nada». Pero a Inés se le cayó la cara de vergüenza al ver el despliegue de comida
sobre la mesa del salón y a tres chiquillos y una niña, esperando por ellos, vestidos y repeinados
en el sofá.
—Esta es mi mujer, Alaia. Y estos son Eneko, Aitor, Gorka y Alaia hija—nombró mientras
posaba una mano enorme y cariñosa sobre cada una de las cabezas de sus hijos—. Bienvenidos.
Había pensado en ir a tomar algo en la taberna de abajo, pero creo que por aquí hay un poco de
hambre.
—Lo siento muchísimo, Iñaki. El Guggenheim es impresionante y perdí la noción del
tiempo —intentó excusarse Inés—. Es todo por mi culpa.
—Es todo culpa suya —repitió Erik, y levantó las manos en un gesto de fingida inocencia
que provocó las risas de todos.
—Pasad a la mesa, por favor —invitó Alaia.
Era una mujer alta de unos cincuenta años. Maternal. Algo ajada en los gestos y en la piel.
Inés identificó rastros de cansancio en las bolsas bajo los ojos, el carmín apresurado sobre sus
labios y el moño hecho para disimular las raíces de su pelo cobrizo.
Había risas y charlas mientras se acomodaban en la mesa, pero bastante orden pese a los
cuatro chavales. Alaia cogió a Inés de la mano y la sentó entre ella y su madre. Iñaki reinaba en la
otra cabecera, rodeado por Erik y sus tres hijos. A Inés le llamó la atención la polaridad de la
distribución.
—Gorka. Da gracias —indicó el padre de familia, aprovechando una pausa en la
conversación. El pequeño de los chicos Gorostiza se aclaró la voz y, muy serio, unió las manos
sobre el plato. El resto de la familia lo imitó. Inés tuvo que morderse la lengua para no reír al ver
la cara estupefacta de Erik.
—Te damos gracias, Señor, por los alimentos que vamos a tomar. Bendícenos y permite
que los disfrutemos con salud y amor, con nuestra familia… —se detuvo y lanzó una mirada
insegura a Inés—, y nuestros amigos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
—Amén —dijeron todos, salvo Erik, que seguía asimilando la situación con cara de
vikingo queriendo invadir Inglaterra.
—No tenía ni idea de que fueras tan católico —dijo al fin, mientras Alaia madre se
levantaba a servir de una sopera de la que emanaba un delicioso aroma a crema de verduras.
—¿«Tan» católico? —Iñaki se echó a reír—. Se es o no se es. No hay una graduación en la
fe, Erik. ¿No crees en Dios?
Inés escuchó con atención mientras cuchareaba la crema. Estaba deliciosa y quiso hacerle
un cumplido a sus anfitriones, pero la conversación era demasiado interesante.
—No sé si creo en Dios. Desde luego, no creo en una institución como es la Iglesia. Mi
padre, agnóstico acérrimo, siempre decía que, si es que existe algo más allá de la muerte, no
castigaría a los pobres pardillos de este mundo con un infierno —dijo tras unos segundos de
silencio en los que se preguntó si debía verbalizar sus dudas frente a cuatro niños pequeños—. Ya
se sufre lo suficiente en vida. ¿Por qué la idea de un infierno o un purgatorio más?
—Bueno, eso es muy antiguo —intervino Eneko, el chaval mayor—. El infierno no es un
lugar, es un estado del alma: cuando estás alejado de Dios.
Inés casi se atragantó con la sopa. Erik clavó sus ojos azules y glaciales en él.
—No existe evidencia de que algo así exista. ¿Dónde está el alma? ¿Para qué sirve?
¿Cómo es? —apretó, dejando de pensar en él como un niño. Estaba claro que, en este tema, el
chico lo superaba con creces—. Mi Dios es la ciencia, la cardiocirugía, algo en lo que sí puedo
creer.
—Aitor, ¿tú qué le dirías a Erik? —moderó Iñaki en el debate.
—Que él no cree porque lo ha decidido así, y es respetable. Pero que en esta familia
hemos escogido tener fe —respondió muy serio.
Inés escuchó fascinada la conversación, pero una molestia sorda, latente, que se había
instalado en ella desde que había entrado en la casa, se acentuó. Las mujeres no participaban.
Como si una barrera separase el extremo de la mesa donde ellas estaban. Alaia madre se
preocupaba de atender y servir a todos, de traer y llevar platos. Alaia hija tampoco intervenía,
aunque creía recordar que solo tenía ocho años y quizá el tema le quedaba un poco grande. Con
enojo, comprobó que ella tampoco había abierto la boca. Primero por educación, nadie se había
dirigido a ella. Después, porque se sentía desplazada.
Estuvo a punto de intervenir. Pero la mujer hacía equilibrios con los platos de ocho
personas y dejó la servilleta en la mesa para levantarse.
—Espera, te ayudo —se le adelantó Erik.
Inés, por supuesto, se derritió. Erik. Su marido. Su vikingo arrogante. El grandullón. El
incompetente emocional que luchaba por ser el magnífico padre que era. Cogió los platos que
quedaban en la mesa y siguió a la anfitriona hasta la cocina. Ella se levantó también y en unos
pocos minutos, entre los tres, enjuagaron los platos, los metieron en el lavavajillas, cogieron la
bandeja de pollo al horno con patatas y volvieron a la mesa.
—Gracias. No estoy acostumbrada a tener tanta ayuda —dijo la mujer, abrumada,
siguiéndolos un poco nerviosa de vuelta hacia el comedor—. Por favor, ¡sentaos!
Disfrutaron de una velada agradable y sin prisas. A Inés le quedó claro que era una familia
tradicional. Podía entenderlo. Pero se encontró incómoda, mordiéndose la lengua en algunas
situaciones, como cuando Iñaki invitó a Erik y solo a él a tomar una copa en su despacho, o
cuando mandaron a la niña a la cama mientras los tres hermanos varones se quedaban participando
con los adultos.
Cuando se marchaban, Inés se vio detenida por uno de los chavales. Gorka. Unos ojos
oscuros, casi líquidos, rodeados de largas pestañas, la miraron con gratitud. El chiquillo era
guapo a rabiar.
—Gracias por ayudar a mi madre. Siempre lo hace todo sola —dijo con una sonrisa tímida
capaz de derretir los polos. Tenía solo diez años, pero era un cheque para cobrar a fecha. Inés
vaticinó que su rostro aún redondo se tornaría en uno varonil y afilado.
—Gracias ti por decírmelo. Mañana, a partir del desayuno, la ayudarás tú, ¿de acuerdo?
—Guiñó un ojo con complicidad y le revolvió los rizos castaños y ensortijados cuando asintió,
todo serio—. Si lo está haciendo todo sola y, aunque te diga que no, tú ayúdala.
Se despidieron con afecto y quedaron en verse antes de volver a Mallorca. Erik llevaba
unas carpetas bajo el brazo en las que se leía Intuitive Surgical System. Inés esperó a salir del
portal, justo frente al teatro Arriaga, antes de preguntar.
—¿Tengo que preocuparme? —Señaló las carpetas blancas. Erik le dedicó una mirada
afilada.
—No. Por ahora.
—Me dan miedo tus « por ahora » . Siempre es peor cuando me pilla de improviso —
insistió al ver que no añadía más.
Erik se frotó la cara con la mano libre en un gesto exasperado. Echó a andar hacia el hotel,
pero era Inés. Por supuesto que no iba a dejarlo pasar. Se plantó delante de él en medio del paseo
y se cruzó de brazos al tiempo que arqueaba una ceja perfecta. Muy bien.
—Doctora Morán, estamos de vacaciones. E hicimos la promesa de no mezclar trabajo y
placer. Ya que insiste —dijo con cuchillos en el tono de voz. No quiso ser mordaz, pero Inés echó
el cuerpo hacia atrás en un gesto inconsciente para protegerse de su animadversión—, le diré que
prometí hacerme a un lado. No voy a entrometerme en la manera en que gestiona el San Lucas.
Pero quiero el Da Vinci en mis quirófanos y lo voy a tener.
Inés se mordió el labio inferior. Vale. De acuerdo. Era una estúpida ingenua otra vez,
pensando en que Erik no le daría más guerra pese a las veces que habían hablado. Aunque tenía
razón, estaban de vacaciones. Rodeó el tema de una cápsula mental, pero esta vez le puso una
baliza intermitente. Una luz roja en su subconsciente que la alertaba de que el tema debía ser
abordado nada más regresar.

Tener sexo, cuanto y cuando quisieran, hacía una diferencia infinita. Se sentía más sereno. Con las
ideas más claras. En paz con el mundo. Sonrió al pensar en la sesión tórrida del día anterior, con
réplicas nocturnas y por la mañana. Su entusiasmo se diluyó un poco cuando Inés lo frenó para que
se pusiera un condón. La regla no le había vuelto aún por la lactancia, pero por si acaso. Ahora
que Martina ya comía de todo y que, por puro pragmatismo, complementaban su dieta con leche
artificial, sus ciclos podían restaurarse en cualquier momento.
Ella no quería ni oír hablar de las pastillas y no podía ponerse un DIU por el embarazo
ectópico anterior. Ante sus protestas enfurruñadas, ella había sido lapidaria.
—Hazte la vasectomía. Por bastantes escenarios como paciente he pasado yo. Te toca.
—Pero es tan… definitivo, kjaereste —intentó ablandarla. Ella se mantuvo firme y señaló
su entrepierna.
—¿Quieres tener más hijos conmigo?
—No.
—¿Querrías tener más hijos con otra?
—¡No! —exclamó indignado—. ¿A qué viene eso?
—A que no queremos más niños. Ni juntos ni por separado. Hazte la vasectomía, o no
quiero volver a escuchar ni una sola queja contra el condón.
El tema dio vueltas en su cabeza durante toda la semana. El jueves, cuando salieron de la
cirugía valvular programada para aquella mañana, se decidió a preguntar. Tenía varias horas por
delante antes de encontrarse con Inés.
—Oye, Iñaki. ¿Qué tal son los urólogos de aquí?
El cardiocirujano se volvió hacia él, intrigado. Habían dejado a los residentes elaborando
los informes y se disponían a tomar un café en una pausa que se había transformado en rutina.
—Buenos. Muy buenos. Ostentan los mejores números en prostatectomía radical con el Da
Vinci —contestó con educación y evidente curiosidad—. ¿Por qué quieres saberlo?
Erik se echó a reír.
—No creo que haga falta su experiencia en el Da Vinci. Quiero hacerme la vasectomía y,
si no me la hago en el San Lucas, el equipo de Urología se ofenderá —explicó Erik con fastidio
—. Pero si me la hacen ellos, lo sabrá todo el maldito hospital. Si me la hacen aquí, podré tener
un poco de privacidad.
Iñaki lo miró con seriedad. Le dio una palmada que lo hizo fruncir el ceño por la fuerza
con la que impactó en su espalda y asintió.
—No tengo inconveniente en presentarte al equipo de Urología, Erik. Están aquí al lado,
pero ¿estás seguro de lo que quieres hacer? —dijo con rostro serio—. Los hijos son un privilegio
que Dios nos da. Tenemos la responsabilidad de criar y recibir en el seno de nuestra familia todos
aquellos que nos envíe. ¿Por qué quieres hacerte una vasectomía y coartar tus posibilidades de
paternidad?
Erik miró a su mentor largamente. Si la conversación de la cena en su casa no hubiese
existido, lo más probable es que lo hubiese mandado a la mierda y a que se metiera en sus asuntos.
Pero le tenía un gran respeto. Y entendía que no compartían las mismas creencias.
—Iñaki, tú no conoces a mis hijos. En especial a Magnus. Yo los adoro con todo mi
corazón, pero si tengo otro hijo como él… —se frotó la cara en un gesto expresivo de
desesperación y clavó los ojos azules en él—. Inés y yo hemos tomado una decisión meditada. No
queremos tener más hijos. Te ruego que me presentes al equipo de Urología. Si te supone un
problema muy grande por tu religión, no te preocupes. Me buscaré la vida.
En el mismo pasillo, dos puertas más allá, Iñaki le presentó a un médico calvo, bajito y
muy amable. Y que no tenía ningún reparo en cumplir su petición. Pero cuando le dijo que no
había problema, y que lo operaba ya, ahora mismo, Erik no estaba tan seguro.
—Ahora, ¿ahora? He desayunado —advirtió, recordando que a las siete de la mañana
había arrasado con el bufé del hotel—. Me voy mañana a Mallorca, quizá sea mejor dejarlo para
otro momento.
Sí. Se estaba acojonando. De pronto sus pelotas se recogían hacia su cuerpo con timidez.
—¡Que no, hombre! Si tardamos diez minutos, pues. Anestesia local. Ris, ras —imitó con
perfecto acierto el sonido de unas tijeras y lo acompañó con el gesto de cortar con dos dedos. Erik
tragó saliva—. Un calzoncillo que te apriete bien los pendientes reales, un poco de hielo y
analgesia y, en una semana, ya estás descafeinado. Para siempre.
—Svarte helvete…—gruñó Erik.
—Lo haremos con el robot, si quieres. No es más rápido, pero sí más limpio. Te queda
para el anecdotario personal.
¿Probar el Da Vinci como paciente? Pese al temor entendible de una cirugía en la parte
más importante de su anatomía después de corazón, cerebro y manos, no podía dejar pasar la
oportunidad. En unos pocos minutos, con una alegría y diligencia que se le antojó sospechosa y
bastante sádica, tenían quirófano, anestesista y enfermera. El jefe operaría con el residente mayor.
—No he llamado a Inés. Iñaki, si me pasara cualquier cosa, aquí está su número de móvil.
—Le tendió un trozo de papel con el número de teléfono garabateado a toda prisa.
—Es anestesia local y un par de cortecitos. No te va a pasar nada —lo tranquilizó el
residente con condescendencia. El jefe de Urología se reía a carcajadas de él—. Venga, túmbate
en la camilla.
—Fy faen! ¡Qué frío! —protestó airado cuando la enfermera roció sus genitales con
clorhexidina para inundar un continente. Al menos no tenían que rasurarle el escroto. Intentó no
enfadarse al escuchar las risas. Prefería que quien iba a manejar un bisturí y unas tijeras tan cerca
de su polla estuviese de buen humor.
—¿Quieres que te sede un poco? —se apiadó el anestesista, mascarilla en ristre.
Erik se tomó unos segundos para pensarlo. Y recordó el efecto que los anestésicos
tuvieron sobre su cerebro en el postoperatorio de su hematoma en el codo. Además, no quería
perderse el espectáculo de la araña articulada que pendía sobre él.
—No. Mejor no.
—Venga, Erik. Estate quieto, que en diez minutos estás listo —dijo el cirujano, ya un poco
impaciente con tanto rodeo.
Apretó los dientes y dejó escapar un siseo cuando notó la aguja infiltrar con anestésico la
piel del pubis. No le gustó nada la sensación.
—¿Notas esto? ¿Y esto?
Erik se incorporó un poco. No notaba nada. No debió hacerlo. La pinza robótica apretaba
uno de sus muy preciados testículos con una pinza de aspecto amenazador. Palideció.
—No. Nada.
Se tumbó poco a poco y fijó la vista en los brazos robóticos moviéndose con precisión
sobre él. El sonido electrónico lo hipnotizaba. Era bastante aburrido, después de los dos minutos
iniciales. Solo notó unos pequeños tirones. Iba a darle una buena sorpresa a Inés. Reprimía un
bostezo cuando el urólogo se acercó a él.
—Listo. Ya estás descafeinado. Aseo habitual, curas con lo que tengas por casa y los
puntos se caerán solos en doce días o así —informó el hombre, ya sin mascarilla—. Nada de sexo
en una semana. Y nada de sexo sin protección durante un mes, o te arriesgas a tener una sorpresa
dentro de nueve meses. Después de eso, a disfrutarlo a pelo.
Erik se echó a reír. En la intimidad del vestidor, examinó con cierta ansiedad sus
testículos. Tan solo estaban un poco amoratados y exhibían a cada lado una sutura de unos pocos
milímetros. Aquel maldito robot era un prodigio.

Inés se lanzó a sus brazos en cuanto entró en la habitación del hotel. Erik apartó el trasero
hacia atrás, protegiendo su entrepierna con las manos del entusiasmo de su mujer.
—¿Qué pasa? ¿Por qué te apartas? —preguntó con extrañeza. Colocó unos mechones de su
melena tras las orejas y entornó los ojos, suspicaz—. ¿Cuál es la sorpresa que querías contarme?
Él sonrió divertido y soltó el aire que había retenido ante su ataque de amor. Esperó unos
segundos antes de contestar, sabía que a Inés la volvían loca esos momentos de expectación.
—Tengo una sorpresa para ti: ya estoy descafeinado —dijo orgulloso. Ella parpadeó un
par de veces sin entender y Erik soltó una carcajada divertida—. Me he hecho la vasectomía.
Bueno, yo no a mí mismo, obviamente —añadió con rapidez al ver sus ojos como platos. Abrió la
boca, perpleja, y Erik comenzó a preguntarse si habría sido una buena idea—. Me lo ha hecho el
urólogo del Cruces. Ha sido alucinante, Inés. Me han operado con el Da Vinci.
—Pero, Erik… ¿Te has operado justo ahora, que estamos de vacaciones y podemos follar
tranquilos? He reservado en el Atelier Etxanobe y he comprado una lencería preciosa para esta
noche —soltó con un gemido exagerado. Alzó una bolsa rosa con letras negras de Agent
Provocateur para apoyar su protesta—. ¡Mañana nos vamos a Mallorca!
Erik hizo una mueca y se encogió de hombros en un gesto de arrepentimiento.
—Bueno. No es que me pueda echar atrás. ¿No estás contenta?
Inés miró al techo en busca de paciencia. Suspiró, dejó la bolsa abandonada sobre una de
las butacas y lo abrazó, esta vez con cuidado.
—Claro que sí. Eres un vikingo valiente —dijo al fin. Se besaron en los labios, pero Erik
limitó el contacto y se apartó—. ¿Qué? ¿Qué pasa ahora?
Erik frotó sus hombros con los brazos estirados y una advertencia en su tono de voz.
—Liten jente, esta semana has hecho que con solo mirarte me ponga duro como una barra
de acero. Así que, de lejos. Por favor.
Ella soltó una carcajada y acabó por rendirse. Qué hombre. Acabaron por pasar la última
noche en Bilbao en pijama, posando bolsas de hielo diez minutos cada hora en su entrepierna para
bajar la hinchazón mientras alternaban White Lines en Netflix y retazos de conversaciones sobre
los niños, el hospital y la familia. Erik se dio cuenta de que necesitaban un tiempo juntos y
tranquilos tanto como el sexo. Hizo el firme propósito de trabajar para conseguir al menos unas
horas a la semana para recuperase como pareja.
La vuelta a Mallorca estuvo marcada por los desayunos en familia con Jana, Maia, Corbyn y los
niños. Inés estudiaba a sus hijos, maravillada con los cambios que en tan solo cinco días de
ausencia percibía en Magnus, que parecía haber crecido diez centímetros y abandonaba sus formas
redondeadas de bebé para transformase en un niño alto y fibroso, desenvuelto e impetuoso.
Martina se había soltado al fin a caminar y no pudo evitar la punzada culpable de haberse perdido
aquel momento tan importante de su hija.
Cargaron las pilas. Celebraron el segundo aniversario de su boda con un día de
navegación en el Drakkar con los niños y, con gran dolor en su corazón, porque habían aceptado al
fin que no podían llegar a todo, anularon su escapada a Noruega.
—Lo siento sobre todo por Olivia, la echo de menos —dijo Inés tras colgar la llamada por
Skype con ella, indignadísima, aunque resignada a esperar al año siguiente para estar con ellos, ya
que las Navidades de este las pasarían en Chile—. Y me apetecía mucho ver a Monika y a Kumiko
—suspiró. Hacía tiempo que habían asumido que sus sueños de vivir en una eterna primavera y
verano eran imposibles—. ¿Cuándo tienes que volver tú?
En cuanto Erik tomó las riendas del San Lucas, viajaba cada dos o tres meses, solo, en una
escapada relámpago a Oslo para firmar documentos, liderar alguna cirugía complicada o resolver
alguna cuestión legal de Industrias Thoresen. En dos años, el holding empresarial que había
levantado junto con sus hermanos había cuadruplicado su capital gracias a las energías renovables
y la internacionalización de Viking Verktoy. Kurt dirigía el imperio ferretero y de maquinaria, él se
encargaba de los astilleros Christensen, Renergi y las Norsk Klinikk. Maia…, bueno. Se
conformaba con los dividendos correspondientes delegando todo en sus hermanos, centrada en la
empresa de diseño y arquitectura que regentaba junto a Corbyn. Y no quería saber nada de
involucrarse más.
Se despidieron de Mallorca el penúltimo día de agosto con un paseo por la playa. Jana
aprovechaba hasta el último minuto con sus nietos, de modo que recorrieron el arenal de Can
Picafort solos.
Inés se detuvo en su punto favorito, en una zona sin hamacas ni sombrillas, donde el mar se
agitaba más revuelto. Cerró los ojos mientras el viento azotaba mechones de pelo contra su rostro.
Adoraba cómo se levantaban las corrientes de aire, espantando a los bañistas y dejando libre la
orilla para pasear o correr sin las hordas de gente habituales de la mañana. Erik la abrazó desde
atrás y apoyó la barbilla sobre su cabeza. Inés posó las manos sobre las suyas y disfrutó de la
calidez en su espalda y los besos en su coronilla.
—¿Preparada para volver a la dura realidad?
—Sí. A por todas.
El mundo civilizado

Miércoles. Erik odiaba los miércoles. Echaba de menos a rabiar a Inés por las tardes. Santiago
los había recibido con la peor de sus caras: smog, lluvia y frío. Más hostil que nunca. Al menos,
ella se había librado del jetlag durante el fin de semana y había vuelto al San Lucas como un
torbellino de energía y vitalidad. Él no. Él todavía tomaba el sol sobre la cubierta del Drakkar en
aguas mediterráneas.
El golpe de realidad había sido épico. Llegó a la guardería de los niños con un poco de
retraso, pero Inés probaba tener razón una vez más con la ampliación del horario hasta las seis.
Una hora para resolver cualquier retraso en el hospital y darles un margen para no tener que ir
corriendo a todos lados con la lengua afuera.
—¡Cómo han crecido y qué lindos están! ¡Este mes de veranito les ha sentado de lujo! —
dijo la profesora al devolverle a Magnus y a Martina en el vestíbulo del prekínder.
—Sí, sí. Gracias.
No fue muy simpático, pero los colores chillones, los gritos de los niños y la voz
estridente de la mujer no ayudaban al dolor de cabeza que se había instalado en su sien izquierda.
Cogió a su hija en brazos y le dio la mano a Magnus mientras intentaba equilibrar un
paraguas sobre los tres junto con las mochilas. Llegaron al coche empapados.
—Papá, ¿dónde está el dom? —preguntó por el sol en su mezcla particular de noruego y
español. Parecía triste. Miraba el cielo como si algo fallara. Y tenía toda la razón.
—En Chile es invierno, Magnus. El sol se ha quedado en Mallorca y aquí solo nos llegan
unos rayitos flojos. —No iba a explicarle a su hijo de dos años y medio los movimientos de
traslación del planeta Tierra ahora—. Pero dentro de poco vendrá a calentarnos.
Compuso un puchero resignado y se dejó acomodar en el asiento del coche. Martina
parloteaba y cantaba contenta. No le importaba la lluvia, ni haber dejado la playa. Al igual que su
madre, lo llevaba todo mucho mejor.
Odiaba el atasco hacia el polideportivo del Estadio Español, donde tenía la natación con
los niños. Miró el navegador y buscó una alternativa por las calles más residenciales y de menos
tráfico.
—Svarte Helvete… —maldijo al ver que se había metido en un callejón sin salida con
mala pinta y que no estaba marcado en el mapa. Tenía que maniobrar con cuidado. Era estrecho y
había vehículos aparcados a ambos lados. Metió la marcha atrás y se giró para maniobrar. Los
sensores del coche no le servían de nada, estaban pitando para advertirle de que estaba a punto de
chocar.
Unos golpecitos en el cristal lo hicieron detener el coche.
Bajó un poco la ventanilla.
—Sí, sí, lo sé. Estoy en contra del sentido de la circulación —dijo con impaciencia.
Llegaba tarde a los vestuarios y todavía tenían que cambiarse y ponerse el bañador—. Salgo
ahora.
—Bájate, huevón. Ahora —dijo una voz masculina, agresiva y nerviosa.
Al principio no entendió ese «weón» de la jerga chilena, ni su cerebro computó la orden
del desconocido. Un vacío desagradable se instaló en la boca de su estómago y su rostro se
descompuso en incredulidad.
Tac-tac-tac. Volvieron a sonar unos golpes secos. Metálicos.
El desconocido golpeaba el cristal con el cañón de una pistola. Jamás había visto en los
ojos de un ser humano una mirada de tanta maldad.
—Bájate del auto.
Erik levantó las manos mientras su cerebro se activaba tras el estupor inicial por el chute
de adrenalina. Acelerar marcha atrás. Ceder a sus pretensiones. Abrir la puerta de un golpe y
sorprenderlo. Su mente analizaba cien posibilidades en milésimas de segundo y las desechaba con
la misma celeridad. No podía equivocarse. En la parte de atrás llevaba a sus hijos.
—Llevo dos niños detrás —dijo para ganar tiempo.
—¿Y tú crees que me importa? ¡Bájate del auto!
Era difícil pensar con aquel agujero negro apoyado en el cristal de su puerta. Hacía un
sonido de repiqueteo. Al tipo le temblaban las manos. Un drogadicto. Lo delataban el rostro de
rata consumida, los dientes negros y el aspecto desastrado.
Tomó una decisión. Hundió el pie en el acelerador y el coche salió disparado marcha
atrás. El ruido del disparo sobre el cristal lo dejó sordo y atontado. Notó esquirlas de los cristales
sobre el lado derecho de su rostro, pero no dolor. Solo urgencia. Sacudió la cabeza y chocó con
varios de los coches aparcados a su derecha. El tipo gritaba, pero no escuchaba nada. El
parabrisas recibió un impacto y se dio cuenta de que el que gritaba era él. Pisó el acelerador hasta
que notó la resistencia del pedal sobre el suelo del coche y el crujido metálico del roce contra las
otras carrocerías le devolvió poco a poco el sentido del oído. Por favor. Por favor. Por favor.
Estúpidamente se acordó de Dios. ¿Dónde estaban los agujeros del impacto de las balas?
Prefería seguir sordo. Ahora escuchaba con claridad los chillidos y el llanto aterrorizado
de sus hijos. El hombre caminó hasta situarse en mitad de la calle y alzó la pistola.
Libre.
La avenida principal se abrió y pudo maniobrar mejor. Giró el coche con un volantazo
suicida, y arrugó la nariz ante el olor intenso a caucho quemado de las ruedas. Aceleró con un
chirrido ensordecedor al ver vía libre dando bandazos mientras lo inundaba una incontenible
sensación de alivio.
—Papá, papá, ¡papá! —gritaba Magnus frenético. Martina lloraba asustada en un tono
agudo que perforaba sus tímpanos heridos.
—Ya pasó, Magne. Ya pasó. ¿Estás bien? ¿Tienes pupa? —Miró con horror los dos
orificios de bala en el parabrisas. No había orificios de salida en el cristal trasero y buscó
frenético en el asiento de atrás. Uno de ellos había impactado contra el reposacabezas del
copiloto. ¿Y si hubiera estado Inés allí? Contuvo un acceso de náuseas y un bocinazo lo hizo
reaccionar. Casi chocó de frente con un coche que venía en sentido contrario—. Magnus, ¿tienes
pupa?
—¡No, pupa no! ¡Quiero ir a casa! Jeg vil hjem! —gritaba, furioso y pataleando. La silla
se movía, espasmódica. El llanto de Martina se había transformado en un lamento ronco. Tenía que
parar y consolarlos. Tenía que huir lo más lejos posible de allí.
—Oye, Siri. Comisaría de Policía más cercana.
El asistente del teléfono respondió con una voz tan metálica y amable que lo hizo soltar
una risotada.
—Perdón, no te he entendido. ¿Puedes repetir?
—Abre navegador. Comisaría número 17, Las Condes —dijo Erik.
—Perdón. No te he entendido.
—Svarte Helvete. —Respiró hondo. Le temblaba la voz. Era por eso. Ignoró las voces de
sus hijos por un momento y aferró con fuerza el volante—. Comisaría diecisiete de Carabineros,
Las Condes.
—Comisaría número 17 de Carabineros de Chile. Las Condes. Ocho minutos hasta su
destino.
—Chicos, ¡chicos! —La desesperación escapaba de su voz sin poder hacer nada por
evitarlo—. ¿Pongo música? ¿Queréis el cuento del Pequeño Troll?
—¡Pequeño Troll! ¡Pequeño Troll! —pidió a grito pelado Magnus.
Fueron los ocho minutos más largos de su vida. Como un autómata, recitó los párrafos
queridos para aplacar el terror de sus hijos. Poco a poco, sus sollozos se apagaron
Normalmente, cuando veía un uniforme que no fuese el de un sanitario, se apoderaba de él
un sentimiento de rebeldía antisistema, pero al ver el edificio con el escudo de las escopetas
cruzadas blancas sobre fondo verde de Carabineros de Chile, quiso llorar de alivio.
Un cabo montaba guardia en la entrada y reaccionó con rapidez al verlos. Se acercó
corriendo y forcejeó con la puerta para abrirla.
—¿Qué pasó? ¡Está herido! ¡Teniente! ¡Mi teniente! —llamó a voces.
Ignoró al hombre. Las manos le temblaban tanto que le costó varios segundos desabrochar
el cinturón de seguridad. Tenía que atender a los niños. Joder, los niños. ¿Dónde estaba la otra
bala? Martina ya no lloraba, ¿por qué? El pánico lo atenazó, incapaz de bajarse del coche. Se
obligó a serenarse y actuar.
Abrió la puerta trasera. Tragó saliva. La bala había atravesado el mango de plástico de la
Maxi-Cosi de Martina y después se había incrustado en el respaldo. Diez centímetros más y su
hija estaría muerta. La bilis ascendió por su garganta y quiso matar a golpes a aquel hijo de puta.
—¡Papá! ¡Mamá! —llamó su pequeña en una letanía asustada. La sacó de la sillita y la
abrazó con fuerza. Estaba ilesa. Liberó también a Magnus.
—Papá, ¡tienes pupa! ¡Tienes mucha pupa! —exclamó su hijo. Levantó su manita y
acarició su rostro. Se miró los dedos cubiertos de sangre con curiosidad.
Erik se miró la cara en el retrovisor. Tenía todo el lado izquierdo lleno de sangre, que
había empapado el cuello de su camisa y parte de la manga. ¿Y si esa bala hubiera acabado
alojada en su cerebro? Jamás se había sentido tan vulnerable.
—No pasa nada. Estos señores nos ayudarán —dijo al fin para calmar la preocupación de
Magne.
Cargó con un niño en cada uno de sus brazos hasta el vestíbulo de la comisaría. En una
nebulosa, puso la denuncia. Un carabinero le tomó declaración mientras otro ponía unas gasas
sobre su cara. Otros dos entretuvieron a los niños con un paquete de galletas y lápices de colores
para pintar.
Le costó trabajo reunir fuerzas para llamar a Inés.

Dejó todo plantado en la consulta. A la paciente que estaba viendo sin informe, a Andrea con la
boca abierta cuando le ametralló lo que había pasado y a dos pacientes más sin ver. Cuando
escuchó la voz de Erik, mecánica, con palabras mezcladas en noruego y el acento más marcado
que nunca, quiso morir. Escuchar de fondo las voces de sus hijos le provocó dificultad para
respirar.
Al atravesar el patio de la comisaría divisó el BMW de Erik destrozado, pero no se
detuvo a examinarlo. En sus retinas quedaría grabado para siempre el agujero negro y estrellado
del cristal de la puerta del conductor.
—¡Erik! —gritó con espanto al ver la sangre en su camisa y el aspecto de su rostro.
Se abrazaron con ansiedad, con una necesidad de consuelo distinta, más primitiva, brutal.
Magnus la descubrió y se unió al abrazo familiar. Una carabinera les acercó a Martina, que alzaba
sus bracitos hacia ellos también. Inés lloró mientras murmuraba palabras de agradecimiento a
Dios, al universo, a quien fuera que hubiese protegido a su familia. Los besó una y mil veces y
meció a Martina, que se hizo un ovillo y se durmió. Bendita inconsciencia.
—No pasa nada. No llores, liten jente —la tranquilizó Erik al ver que empezaba a
hiperventilar envuelta en angustia al ver el estado de su rostro—. Estamos bien. Son solo unas
esquirlas, las he quitado todas. Creo.
—Erik, tenemos que ir al hospital. Tienen que verte bien. Y la cara. También llevaremos a
los niños, por si acaso. —Sacó el móvil y llamó a Loreto—. Es solo para que nos eche una mano,
quiero acompañarte mientras te revisan, y sé que ella se quedará con nosotros en el San Lucas.
—¿Al San Lucas? —Erik estaba indeciso.
—Sí. Quiero que baje a verte el cirujano plástico, nada de residentes ni novatos. Y la
oftalmóloga, que te revise el ojo.
Ser los jefes tenía sus ventajas. Todo se hizo con discreción y celeridad. Al final, Erik
había limpiado bien las heridas y las corneas estaban limpias también.
Aun así, Inés no respiró con normalidad hasta que se abrió el portón de entrada de casa.
Los ladridos de Loki al recibirlos arrancaron de nuevo lágrimas en sus ojos por la sensación de
agradecimiento y seguridad.
—Vamos, Erik —dijo con una caricia suave en su muslo al ver que reposaba la cabeza en
el asiento con los ojos cerrados.
—Tenemos que poner una alarma perimetral. No vale con la que tenemos. —No dormía.
Estaba concentrado barruntando algo, estaba claro—. El BMW quedará para el desguace y
venderemos este coche también. Necesitamos coches con los cristales blindados.
Inés cogió aire y lo exhaló lentamente. Hasta ahora se habían librado de la violencia que
parecía asolar Santiago de Chile en los últimos tiempos. El único encuentro que Erik había tenido
con la delincuencia que se cebaba con otras zonas de la ciudad había sido el robo estúpido de
algunas cosas del interior de ese mismo coche, junto con unos pocos destrozos. Esta vez, había
chocado de frente con una de las realidades más terribles de la cara amarga de Santiago.
—Lo hablaremos en otro momento. Ahora, una ducha de agua caliente con los niños, una
cenita rica y a dormir —desvió la conversación Inés.
La resiliencia de los niños era increíble. Jugaban y reían con su padre, chapoteando bajo
el agua, mientras Erik los enjabonaba. Inés volvió a llorar en soledad durante unos minutos,
apoyada en la isleta de la cocina, esta vez un llanto histérico, nervioso. Por lo que había pasado.
Por lo que no pasó, pero pudo pasar. Cenaron con apetito, con una calma extraña, y vieron un rato
los dibujos en la habitación de matrimonio. Pero cuando llegó la hora de irse a la cama, Martina
se aferraba al pecho de Inés y Magnus no soltaba a su padre.
—¿Puedo dormir aquí? —preguntó con precaución, sabiendo que aquello era la habitación
de papá y mamá y no estaba permitido.
Inés y Erik intercambiaron una mirada.
—Claro, Magne. Hoy dormiremos todos juntos aquí.
Las horas pasaron lentas. Primero cayó Martina. Luego se rindió Magnus también. Erik
habló entre susurros con Inés hasta que también se quedó dormida. Él se desveló, incapaz de pegar
ojo.
No era porque le tirasen los puntos de la cara. Al final habían sido solo siete heridas
pequeñas, aunque profundas, que el cirujano plástico suturó con delicadeza asegurando que no le
quedarían marcas.
No era por el dolor de cabeza. Insidioso. Desagradable. No tan intenso como para hacerlo
levantarse de la cama en busca de un analgésico, pero sí lo suficiente como para recordarle que
estaba ahí.
Ni siquiera por la ansiedad que le generaban las imágenes a cámara lenta de lo ocurrido,
que su cerebro se empeñaba en traer de vuelta una y otra vez.
Era porque, si fuera su decisión, compraría cuatro billetes de vuelta a Noruega y se
marcharían todos de aquel maldito país esa misma noche.

Inés sentía que iba a volverse loca.


Erik se negó, obstinado, a que un poco de hinchazón en la cara lo apartase de los
quirófanos y del trabajo habitual. Los niños fueron a la guardería, igual que siempre, pese a que
mostraban una clara ansiedad de separación. Hizo de tripas corazón y cedió, pese a que ella
quería quedarse unos días en casa.
—Erik, creo que estamos forzando demasiado a los niños. Sigo pensando que podríamos
habernos tomado unos días de calma en casa —insistió con el corazón roto tras dejarlos en la
guardería a los dos. Llorando.
—No. Lo mejor es retomar la normalidad cuanto antes —respondió Erik cuando le
trasmitió sus dudas—. Sobre todo, por los niños. Al menos, mientras decidimos qué hacer.
—Lo de la alarma me parece bien. Lo de los cristales blindados… —Titubeó al ver que
recibía una mirada letal de sus ojos azules—. ¿Sirve de verdad?
—Claro que sirve. De todas maneras, tengo que pensarlo con calma. Ahora mismo, lo
único que veo razonable es coger un avión y volver a Oslo —dijo entre dientes. Inés se alarmó al
percibir la rabia que emanaba en sus gestos—. Y voy a sacar una licencia de armas.
—¿Para qué? ¿Para tener una automática en la guantera? ¿Y emprenderla a tiros si vuelve a
pasarte algo así? —Intentó que no se notara el sarcasmo de su voz—. Lo que dices no es
razonable y lo sabes.
—¡Tú no estabas allí! —explotó él. Adelantó un coche dando un volantazo y saltándose la
doble línea continua de Apoquindo—. Le habría pegado un tiro, Inés. Sin dudarlo. Los niños
estaban allí. ¡Si tú hubieras estado, tendrías ahora mismo una bala entre los ojos!
—¿Cuánto tiempo llevas en Chile? —Tenía que intentar un abordaje distinto, porque
estaba claro que sería difícil sacarlo de su enroque.
—Cinco años. Un poco más. No. Seis —contestó en un estacato apresurado—. ¿A dónde
quieres llegar?
—Quiero llegar —repuso ella armándose de paciencia—, a que yo he vivido la mitad de
mi vida aquí y jamás me ha pasado nada parecido. Sí, me han robado un par de veces. Y las dos
veces ni me di cuenta. Y sí, me asaltaron una vez en el autobús. Pero lo que te ha pasado a ti ha
sido una coincidencia. Horrible, ¡atroz!, pero no por eso vamos a cambiar de vida, Erik.
—Es una muy buena razón. En Noruega estas cosas no pasan. ¡No pasan! —dijo él con
obstinación—. ¿Sabes cómo me sentí cuando el tipo me encañonó a través de la ventanilla? ¡Como
un maldito pelele! No pude hacer otra cosa que acelerar y tratar de alejarme de allí.
—¿Y qué otra cosa ibas a hacer? ¡No puedes enfrentarte a un loco con una pistola! —Inés
no podía creer que fuera ese su razonamiento. Se giró hacia él en el asiento del conductor y se
cruzó de brazos—. Y en Noruega, no hace mucho, hubo un atentado a punta de pistola y
ametralladoras en el que murieron setenta adolescentes. Por esa regla de tres, ¡está lejos de ser un
país seguro!
—¡Vamos, Inés! Eso no es comparable. Fue un puñetero atentado terrorista perpetrado por
un loco de extrema derecha —dijo él, envuelto en indignación—. Aquí hay tiroteos, robos con
intimidación y asaltos en las casas con gente ¡todos los días!
Inés no contestó. Era inútil. No iba a cambiar de opinión. Y, lo que era peor, no le faltaba
cierta razón. Santiago siempre había sido una ciudad peligrosa, en especial en algunas comunas
como Independencia o San Ramón, en el que el narcotráfico y la violencia intrafamiliar dejaba una
tasa de siete homicidios por cada cien habitantes. Los dos lo habían escuchado en la radio hacía
no mucho. Era horrible.
Pese a que la conversación dejó un regusto amargo en el coche, se despidieron con un beso
ardiente en el aparcamiento y otro más comedido en la puerta del hospital. Se apresuró hacia el
área de Obstetricia. Sabía que a Andrea no le gustaría ni un pelo, pero había tomado una decisión:
dejaba la consulta privada. Podía atender perfectamente a esas pacientes en el San Lucas. El
miércoles llegaba a casa al filo de las diez de la noche, sobrecargaba a Erik con los niños y al
juntarse con el día de mayor trabajo en el hospital, iba a todos lados con la lengua afuera.
Por supuesto que Andrea no lo entendió.
—Inés, ¡no puedo creer que seas tú la que ceda siempre! —dijo enfadada al trasmitirle la
noticia.
—Esto no tiene nada que ver con Erik. No directamente. Ni siquiera le he contado que he
tomado la decisión —dijo enfadada. Sentía que su amiga y colega la manipulaba—. Tú tienes
hijos, Andrea. Sabes cómo es. Los malabarismos que hay que hacer para llegar a todo. Y tu
marido también es médico.
—Por eso tengo una interna de lunes a sábado y otra mujer contratada de diez a dos. ¡El
dinero mejor gastado es el empleado en cuidar a tu familia! —Andrea empezaba a caerle mal en
su faceta de médico obsesionado con la productividad y hacer caja, y con todo lo que ese dinero
podía comprar—. Tengo algunos números de teléfono y seguro que mis empleadas pueden
recomendarte a alguien de confianza. Y que tenga carné de conducir, ¡otro problema! ¿Por qué te
has ido a vivir a la otra punta de la ciudad?
Inés contó hasta diez. Entendía la posición de Andrea. Era muy cómodo para ella tener a
una experta en corazón fetal al otro lado de su puerta y cobrar por ello una comisión suculenta
porque era ella quien ponía el lugar, la enfermera, las pacientes y el material. Pero a ella había
dejado de compensarle.
—Erik y yo pensamos diferente a ti. Preferimos pasar más tiempo con nuestros hijos y que
no los críen unos extraños, por muy bien pagados y muy estupendos que sean. —Le dio igual ver
la expresión ultrajada de su antigua tutora. Ya no estaba para servilismos—. Hace dos días, le
pegaron cuatro tiros al coche donde iban mi marido y mis hijos, y te aseguro que eso te hace
pensar. Puedes derivarme a tus pacientes a mi consulta del San Lucas, si quieres. Podemos
plantear un convenio con tu consulta privada, si eso te hace sentir mejor. Pero no quieras hacerme
sentir peor profesional ni peor mujer por tomar la decisión de dedicarle un mínimo de tiempo más
a mi familia. Cuando lo tengas claro, volvemos a hablar.
Era la primera vez que se cabreaba así con Andrea. Siempre había logrado desviar las
tensiones por el elevado coste de las consultas en la privada o el exceso de trabajo que se
generaban entre ellas, pero esta vez la había insultado a la cara.
Odiaba discutir. Siempre quedaba con mal cuerpo. La discusión con Erik ya la había
dejado tocada y Andrea había terminado de hundirla. Pasó la visita de la UCI y la consulta de
cardio más mustia de lo que era habitual en ella, pero no tenía el ánimo ni las ganas de andar con
fiestas. Puso el piloto automático, se centró en lo que tenía que hacer y arrastró a Erik fuera de su
despacho para recoger a los niños y subir a Farellones.
Se atrincheraron en la montaña todo el fin de semana. En la noche del sábado, Inés se
descubrió sola en la cama. Eran las tres de la mañana. Se levantó y se abrigó con un batín de
cachemira y comprobó que lo niños dormían. Al ver que la luz suave de la lamparita sobre la
cómoda volvía a estar encendida se le encogió un poco el corazón. Hacía meses que ya no la
necesitaban.
En el piso de abajo tampoco estaba. Comenzaba a angustiarse cuando la luz de una linterna
destelló en la oscuridad de la cocina seguido de Erik, que entró desde el exterior.
—¡Vikingo loco! ¿Qué haces en calzoncillos ahí fuera? ¡Te vas a congelar! —dijo,
aliviada y a la vez cabreada. Se quitó la prenda de lana y envolvió a Erik con ella como pudo—.
¿Sé puede saber qué haces? ¡Son más de las tres!
—Gracias. Está caliente. Y huele a ti —dijo mientras se cobijaba en la bata. Inés frotó sus
brazos y su espalda para hacerlo entrar en calor—. Sentí unos ruidos raros y salí a ver qué era.
Supongo que sería Loki saliendo a hacer sus necesidades, porque no estaba en su cesta cuando
revisé la entrada. Pero luego pensé que quizá él también había escuchado algo raro y por eso no
estaba. Yo que sé, Inés. Me estoy volviendo un maldito paranoico.
—Ven. Vamos a la cama. Necesitas entrar en calor.
Lo condujo escaleras arriba de la mano y tiró de él para que la siguiera dentro de la cama
aún tibia. Los tapó a ambos con el nórdico y se apretó contra su cuerpo. Tenía la piel de gallina,
los pezones duros como puntas de diamante y las barras de acero congeladas. Hacía esfuerzos
para no tiritar.
—Quítate todo. Espera. Yo te lo quito —dijo al ver que tenía los dedos torpes y
agarrotados—. A quién se le ocurre.
Se desnudó también y se estiró sobre él para quedar piel con piel sobre su torso. Frotó con
las palmas sus hombros y el cuello. Como siempre que lo tenía desnudo y a su merced, su cuerpo
reaccionó en un reflejo condicionado. Abrió los muslos para cabalgar sobre su pene y se contoneó
para conseguir una erección.
—Uhm. Creo que se me está quitando el frío —murmuró él. Inés dio un respingo al notar
sus manos heladas sobre los pechos—. Así. Así mejor.
—Estás loco. Tienes hasta la boca congelada. —Posó los labios sobre los suyos, helados,
duros. Sonrió al percibir la calidez de su lengua en contraste y profundizó el beso para aumentar
el calor.
Se regodeó en su boca, deleitándose con la manera en que batallaban con besos cada vez
más intensos. Acarició sus pectorales y comprobó que la piel erizada había desaparecido. Jugó
con los pezones, esta vez anudados en torno a las barras de acero por excitación y no por frío.
Quiso besarlos también, pero Erik la retuvo, engarzando su lengua con la de ella.
—Ya no tienes frío —lo acusó, e hizo el amago de apartarse unos centímetros.
Él la retuvo con fuerza, clavando los dedos en sus caderas.
—No te apartes. Los quince grados bajo cero de ahí fuera no son nada al lado del frío que
siento cuando te alejas de mí.
Inés cerró los ojos ante el ruego implícito en sus palabras. No la orden de quedarse. Ese
anhelo intenso que a veces percibía en Erik, que le decía cuánto la amaba pese a que no se
prodigase en te quieros en ninguno de los idiomas que conocía. Esos destellos que lo hacían
vulnerable y que provocaban que ella lo amase a él todavía más.
—No pienso irme a ninguna parte. Y tú tampoco.
Se alzó sobre las rodillas y buscó la erección entre sus muslos. La dirigió hacia su interior
y se dejó caer, disfrutando de la manera en que penetraba en su carne, con un gemido que
mezclaba alivio y deleite. Extendió el cuello y arqueó la espalda mientras buscaba profundizar el
contacto. Lento. Con círculos suaves. Cimbreando las caderas. Mecida por la brisa del desierto o
por olas calmas del mar. Absorbiendo las corrientes de placer que ascendían desde sus sexos
unidos y se extendían hasta la punta de sus dedos. Alargando en una cabalgata infinita los roces de
su piel.
Erik se incorporó y quedaron frente a frente para comulgar también con los ojos. Inés
enfrentó la mirada azul con su acero gris. Se envolvieron con los brazos y con las piernas en un
nudo apretado, sin importar que se entorpecieran sus movimientos. Volvieron a unir sus bocas con
fruición.
El orgasmo los azotó sin avisar, como aceite tibio derramado sobre ellos, ungiéndolos con
sudor salado y saliva dulce. El vaivén con el que se acunaban poco a poco se calmó en su
intensidad. Erik se tendió en la cama y la arrastró junto a él, sin alejarse, encajados todavía en un
solo ser. Cerró los ojos e inhaló el aroma dulce de su pelo y durmió el resto de la noche en paz y
sin sobresaltos.
Inés se dio cuenta de que su respiración no estaba agitada, ni los latidos de su corazón
desbocados. Habían hecho el amor como pocas veces en los últimos meses. Entregados al uno al
otro sin lujuria, sino con intimidad y comunión.
Amistad, amor y odio

Pasaron varias semanas antes de que las chicas volvieran a reunirse en el Tiramisú. Se suponía
que era una tradición y que quedarían una vez a la semana. Ya. Pero era difícil alejarse de casa
cuando tu marido se ha transformado en una especie de sicario de los Balcanes en busca del
método de alarma y defensa perimetral perfecto, tus hijos tienen pesadillas y no te dejan pegar
ojo, y tienes que seguir dando la talla en el hospital.
—¡Es que lo que propone Erik es absurdo! —se quejaba Inés después de relatarles a las
chicas sus desencuentros con el tema en torno a unos gin-tonics y algo de picar—. Me parece bien
poner una alarma más sofisticada, pero no quiero vivir en un búnker. ¡Ni tener un coche blindado
como el del presidente de Estados Unidos! Y en lo de las armas en casa no voy a ceder. Si en casa
entra una pistola, salgo yo.
—Bueno, Inés —dijo Loreto, siempre pragmática y con su odiosa tendencia a llevarle la
contraria—. No es tan descabellado. Santiago se está poniendo cada vez más peligroso. Antes, la
delincuencia se centraba en unos pocos puntos negros. Ahora el sector Oriente tiene cada vez más
casos así.
—Es normal que Erik quiera protegeros después de lo que pasó —añadió Nacha, mientras
se apartaba el pelo en un gesto tan propio de ella que sonrió. Poco a poco volvía a ser la misma
—. Dale un poco de tiempo y él solo se moderará.
—¿Erik? ¿Moderación? —replicó Loreto con una mueca exagerada de incredulidad que
les arrancó una carcajada—. Por cierto, ¿y Andrea?
Inés resopló, cansada. Sabía que ella era la culpable de que no estuviera allí. Desde que
había renunciado a la consulta privada, su amistad se había resentido hasta el punto de afectar su
relación laboral. Andrea no le había remitido ni una sola paciente. Ella era muy libre de derivar
las ecocardiografías a otros subespecialistas, pero le jodía que fuera tan poco profesional.
—Andrea está cabreada conmigo porque he dejado la privada. Los miércoles eran un
infierno para todos, en especial para mí —aclaró al ver los rostros sorprendidos de Nacha y de su
hermana—. Hacía el mismo trabajo que ya estoy haciendo en el San Lucas y así se lo hice saber.
Pero no le gustó demasiado.
—Vaya. Me apetecía mucho verla.
Se generó un silencio un poco incómodo por el disgusto manifiesto de Loreto. ¿Alguna vez
se pondría de su lado? No. Estaba siendo injusta. Pero era cierto que ella y Andrea se habían
hecho muy amigas.
—Nacha, ¿tú qué tal vas? Te veo mucho mejor —Inés cambió de tema sin elegancia. No
tenía ganas de seguir hablando del hospital. La sonrisa luminosa de Nacha volvió a centrar la
conversación.
—Estoy bien. Ahora entiendo lo que hace el Prozac. Ha desaparecido la angustia y he
recuperado las ganas de hacer cosas —confesó con franqueza. Y junto a una mirada cargada de
picardía, alzó las cejas a toda velocidad—. Y Juan y yo nos hemos revolcado como es debido por
fin. No los polvos mecánicos, a toda prisa porque las niñas jodían el momento y quedándome a
medias. De los de verdad.
—¡El mundo vuelve a girar! —exclamó entre risas Inés.
—Y tanto, princesa. No sabía lo mucho que lo necesitaba hasta que volví a tenerlo. Era
como si, cuanto menos lo hacíamos, menos lo echaba de menos —trató de explicar con dificultad.
Loreto asintió con cara de estar de acuerdo. Inés se hizo la loca, para ella era muy diferente—. Y
ahora que lo tengo, ¡quiero mucho más!
Y qué bueno era reír otra vez. Inés notaba que le dolía la cara y tenía el alma llena. Se
alegraba por Nacha con todo su corazón.
—¿Y tú? ¿Cómo vas con Boris? ¿Le has dado luz verde por fin?
La expresión contenida de Loreto empezó a tambalearse y dejó escapar una sonrisa
ladeada. Después una pequeña. Y por último, una enorme sonrisa que iluminó todo el local.
Estaba radiante.
—Sí. Por fin. ¡He roto la racha de dos años sin sexo! —Se puso roja como un tomate y
escondió la cara entre las manos con un gritito agudo. Inés miró a Nacha, que abrió los ojos con
gesto incrédulo. ¿Quién era aquella mujer y qué había hecho con su hermana?
—Pero ¡cuéntanos detalles! ¿Cómo ha sido? ¿Es tan bueno como lo habías imaginado? —
preguntó Nacha entusiasmada ante las novedades.
Loreto soltó una carcajada, echó su melena rubio platino hacia atrás y la colocó con los
dedos con un gesto sofisticado.
—¡Vamos, Loreto! No te hagas la interesante —protestó Inés ante los rodeos de su
hermana—. ¡Te mueres por contarlo!
—No sabría por dónde empezar, niñas. Ha sido…apoteósico. ¿Sabéis lo que es correrse
más de una vez en un mismo polvo? —Nacha e Inés se miraron en silencio y asintieron—. Pues
yo, hasta ahora, ¡no lo sabía, joder!
—¡Bien por ti, Loreto! —dijo Nacha entre risas. Levantaron las copas en su honor y
brindaron.
—No tenía ni voz ni voto, él se ocupaba de todo. ¡Yo solo tenía que abrirme de piernas y
gritar!
—¡Loreto! —dijo Inés con una carcajada. Su hermana estaba totalmente desinhibida.
—¡Es cierto, Inés! Cuando…cuando me…cuando me…—Se puso roja como un tomate y
se señaló entre las piernas. Nacha puso cara de interrogación y la miró a ella. Inés se encogió de
hombros. No tenía idea de qué hablaba—. Cuando me chupó ahí abajo, ya sabéis…
—Ah, cuando te comió el coño —dijo Nacha con su sutileza habitual, aliviada de haber
comprendido al fin a qué se refería—. ¿Qué? ¿Qué pasó?
—Joder, Ignacia. ¿Tienes que ser tan bruta para todo? —Loreto ahora se indignaba. Inés se
echó a reír. Aquella noche desde luego, estaba quedando para las antologías—. Pues que llegué al
orgasmo. Yo jamás había llegado al orgasmo así. Es un genio. Con la boca. Y con el aparato. Es
horrible. ¡Horrible! —dijo agitando la cabeza mientras se cubría la cara con las manos con
desesperación.
—Pero ¿por qué? ¿No se supone que ha sido apoteósico? —preguntó Inés sin entender.
—Por eso mismo —gimió Loreto—. ¡Ahora no puedo parar de pensar en él ni un solo
segundo!
Inés y Nacha rieron a carcajadas mientras Loreto fingía lamentarse de su suerte. Brindaron
por los empotradores. Por los polvos apoteósicos. Por romper las malas rachas. Por los hombres
que te comían bien el coño. Poco a poco, todo acababa por encontrar su lugar.

Inés también creía que el asunto del tiroteo en el coche comenzaba a estar superado. A medida que
las heridas en el rostro de Erik cicatrizaban, dormía un poco mejor. Había pasado noches en las
que se despertaba con el más mínimo crujido. Los niños parecían haber olvidado, con su
inocencia y su enorme capacidad de sanar, el episodio marcado en negro en sus vidas. A los pocos
días jugaban y reían igual que siempre.
Llegó a casa aquel viernes, cansada tras unos días de locura en el hospital. La casa estaba
vacía, así que atravesó el salón mientras aprovechaba para recoger los juguetes esparcidos por el
suelo y los cojines fuera de su lugar y salió al patio interior. Los niños arrancaban sus lavandas
jugando descalzos sobre la hierba. Erik los vigilaba desde la mesa del porche frente a un paquete
sin abrir.
—Hola, grandullón —se acercó a él por detrás y rodeó su cuello con los brazos. Reclamó
sus labios en un beso tierno y se detuvo en ellos varios segundos de reparación. Las
preocupaciones del día se evaporaron con su contacto—. ¿Un regalo? ¿Es para mí? —bromeó al
ver la caja de cartón cerrada.
—No, liten jente. Es una semiautomática, me la han conseguido en el Club de Tiro. No
quiero abrirla con los niños por aquí —dijo como quien anuncia que habla de un bote de champú
—. ¿Qué tal tu día?
Inés recogió la mandíbula inferior del suelo. O sea, que todas las discusiones al respecto
no habían servido de nada. Erik, como de costumbre, había hecho lo que le daba la real gana.
—Ahora hablamos —dijo al fin con un tono de voz que lo hizo palidecer—. ¡Niños! Venid
a darme un beso.
Esperó a que sus pequeños jardineros se lanzaran a sus brazos, llenos de tierra, y la
llenaran de besos. Miró de reojo a Erik mientras los abrazaba, con cuchillos en los ojos.
—¿Queréis ver los dibujos? Papá y mamá tienen que hablar.
—¡Sí! ¡Sí! Dibujos, dibujos, dibujos —dijo Magnus con las manos cerradas en dos puños
de triunfo en un gesto calcado al de su padre. Emanaba tal cantidad de energía con aquel pequeño
gesto que parecía que iba a arder en llamas. Martina aplaudía con su risa de campanillas y
diciendo algo como «mujos, mujos», también con entusiasmo.
—¿Voy contigo? —preguntó Erik con pies de plomo. Lo clavó en el sitio con una sola
mirada.
Entró con ellos de la mano y los acomodó en el sillón. Zapeó por los canales infantiles
hasta que hubo acuerdo entre los hermanos y se dirigió a la cocina. Notaba el cabreo cocinarse a
fuego lento. Por no decir que sentía que la cabeza le iba a estallar. Cogió un paquete de galletas y
se tomó un momento, de pie en la cocina, para templar un poco la rabia que bullía en sus venas.
Obviamente no iba a marcharse de casa, que era lo que le nacía hacer. Coger a sus hijos, meterlos
en el coche y llevárselos muy lejos de lo que fuera que contuviese aquella caja. Respiró hondo un
par de veces. Intentaría hacerlo con la mayor asertividad posible, pese a que, en aquel preciso
momento, querría estrangularlo.
Les dio el paquete de galletas de avena con arándanos a los niños. No quería arriesgarse a
tenerlos a los diez minutos de vuelta en el jardín. Mientras atravesaba el salón, observó a su
vikingo a través del cristal de la ventana. Seguía sentado frente a la caja, sin abrir, mientras
repiqueteaba los dedos encima.
—No te molestes en abrirla. Porque la vas a devolver.
A la mierda la asertividad. No tenía ninguna intención de negociar sobre el tema. Se cruzó
de brazos y alzó las cejas, esperando su confirmación.
—Inés, seré cuidadoso. La guardaré en la caja fuerte, descargada y, además, no tengo
intención de usarla —dijo Erik. Se estaba conteniendo. Inés lo leía en su mandíbula tensa, en la
manera en que cuadró los hombros y en su mirada azul glacial—. Necesitamos sentirnos seguros.
—Ese es el problema. Yo no me siento segura con una pistola en mi casa. Y si no piensas
usarla, ¿para qué quieres tenerla? —preguntó implacable. Él mismo utilizaba argumentos que le
daban la razón—. ¿Cuánto tardas en llegar hasta la caja fuerte y abrirla?
—No lo sé, pero esa es la cuestión. Hay que enfrentar a esa gente con sus propios métodos
—terció él. Terco. Como una mula. Inés soltó una risotada irónica que provocó un destello de
furia en los ojos de Erik—. ¡Un hombre que te ataca a punta de pistola no va a ponerse a razonar!
—Ya. Entonces, según tú, tienes que responder también a tiros. —Inés miró al techo en
busca de paciencia—. No, Erik. Esa pistola se va de esta casa. No tienes licencia de armas,
además.
—Pero estoy yendo a prácticas de tiro. Y no se me da mal —se defendió él. Pero la
manera en que su tono se debilitó y sus palabras titubearon le dijeron a Inés que había ganado—.
Vamos, liten jente…
—No. Y no me pongas ojitos. Esta vez soy inmune a tus encantos —advirtió Inés, más
cabreada todavía por el débil intento de manipulación—. No te van a valer ni orgasmos.
—¿Ni siquiera orgasmos múltiples? —intentó por última vez. Ella no correspondió a la
insinuación.
—¿Qué es eso? —preguntó Magnus, al que, por supuesto, ni la televisión ni los sobornos
alimentarios lograban conquistar.
—Es una pistola. Pero papá la va a devolver. —Ignoró la expresión airada y sorprendida
que se dibujó en el rostro de Erik. Quizá no debió hacerlo, pero la culpa era de él. Echó un vistazo
a su reloj de pulsera—. De hecho, va a ir ahora mismo. Le da tiempo a hacerlo ahora mismo.
—Me da miedo. La pistola —dijo Magnus en voz baja. Se apretó contra las piernas de
Inés y miró a su padre con ojos azules grandes y temerosos.
—Ahí lo tienes. Hasta tu hijo de dos años tiene más cerebro que tú.
Casi escuchó cómo le rechinaban los dientes, pero no pretendía ser simpática ni
complaciente. La había cagado a lo grande y lo único bueno era que podía arreglarlo rápido y con
facilidad.
—¿Me acompañas? —dijo tras unos segundos en que los dos se dijeron de todo con su
lenguaje silencioso y certero.
Inés vaciló. Pero no.
—No. Así tendrás tiempo de pensar en ello por el camino.
El portazo que dio al salir en la puerta de entrada se escuchó hasta en Oslo.
Acostó a los niños. Debieron de notar que no estaba de humor para juergas y se portaron
bien. También se sumaba que llegaban al final de la semana derrengados. Los pobres tenían el
mismo horario de «trabajo» de un adulto. De siete de la mañana a cinco de la tarde en la condena
pedagógica a la que estarían encadenados durante el siguiente cuarto de siglo de sus vidas. Mucho
más, si decidían escoger una profesión en la que tuvieran que mantenerse siempre al día. Como en
Medicina. Ignoró los artículos pendientes sobre la mesa de la cocina que pretendía leer y
consideró seriamente abrir una botella de vino. Pero no quería darle un ambiente de celebración
al retorno de Erik.
Hablando del rey de Roma…
El ruido metálico de las llaves al girar en la cerradura la alertó de que llegaba. En un
gesto inconsciente, revisó el aspecto de su melena y del pijama en la superficie bruñida de la
nevera. Decidió no correr a recibirlo en la puerta.
Había ido en moto. Dejó el casco sobre la encimera. Las llaves hicieron un ruido seco
sobre la isleta. Se abrió la cazadora de cuero reforzado y se frotó la cara al tiempo que exhalaba
un suspiro resignado.
—Quería estar cabreado contigo, pero no puedo. Y decirlo delante de Magnus ha sido un
golpe muy bajo —dijo tras unos segundos en silencio. Inés se ablandó un poco, pero no modificó
su posición—. Tienes razón. Lo siento.
—Ay, Erik.
Se bajó del taburete donde estaba sentada de un salto y se arrojó a sus brazos abiertos.
Podría regodearse, echarle en cara que ella ya lo sabía, pero solo se aferró a su espalda con
desesperación y tiró de su nuca para alcanzar sus labios. Lo besó mil veces con una mezcla de
gratitud y satisfacción por tener razón. Él se dejó hacer y correspondió con calidez. En su mirada
se leía el arrepentimiento.
—No soporté escuchar decir a Magnus que las pistolas le dan miedo. ¿Viste cómo se
acercó a ti en busca de seguridad? No quiero que me asocie a ese momento —murmuró sobre su
frente, envolviéndola entre sus brazos con fuerza—. Eso fue un golpe bajo.
—Lo sé. Lo siento —reconoció Inés. Estrechó el contacto y lo besó de nuevo—. Pero no
me escuchabas. Ni me escuchaste las veces anteriores. Necesitabas reaccionar.
Él asintió. Se apartó con suavidad y abrió las alacenas en busca de algo rápido para
comer.
—Tengo preparado un carpacho de salmón —anunció Inés con una sonrisa.
—Bien. Me muero de hambre —masculló él. Inés sonrió al ver que ponía una botella de
vino blanco a enfriar. Ahora sí tenían algo que celebrar.
—Erik. Una cosa más. —Inés puso los ojos en blanco al ver su fingida cara de pánico—.
No vuelvas a hacerlo. No me pases por encima. Sabes que me da igual lo que compres o dejes de
comprar, pero esto es distinto. Este tipo de decisiones tienen que ser conjuntas.
—Lo sé, kjaereste. Por eso quiero que hablemos de hacer la habitación del pánico en la
casa —dijo Erik e Inés se mordió el interior de la mejilla para no darle de tortas. Ahora le tocaba
a ella ceder—. Tienes razón, es mejor estar bien defendidos. La alarma perimetral con cámaras, la
de movimiento e infrarrojos y, si logran entrar, tendremos un lugar inaccesible donde refugiarnos.
Cerró los ojos. Aborrecía la idea de un búnker en casa. Pero Erik tenía razón. No podía
soslayar que la delincuencia en Santiago empeoraba cada día. No era raro que casas como la suya
fueran desvalijadas, con o sin sus habitantes en el interior. Asintió, primero sin convencimiento.
Luego con seguridad.
—De acuerdo. Tendremos una habitación acorazada.
Primavera

Aquel fin de semana celebraron el primer cumpleaños de Martina. Inés sentía que sus hijos se les
escurrían entre los dedos. Magnus era un niño independiente, retador e inquisitivo. Y Martina,
aunque se mostraba más apegada y con mayor necesidad de contacto, ya caminaba desafiando las
esquinas de los muebles y las escaleras de la casa. Juntos eran un torbellino que revolucionaba
todo a su paso. Para bien con carcajadas, besos y juegos. Y para mal con rabietas y desastres
épicos. Era un misterio cómo dos personas tan pequeñas armaban semejante desorden y amor.
Se juntaron todos en la casa de Farellones. Los recibió un día claro en el que el invierno
pasaba el testigo a la primavera. La cordillera estaba cargada de nieve, pero el sol brillaba con
fuerza y las horas de luz regalaban tardes cada vez más cálidas. Instalaron una mesa en la terraza
con un bufé sencillo y aprovecharon la piscina climatizada para mantener a los niños ocupados
con juegos y actividades. Aquella casa era el centro neurálgico en el que disfrutaban de los
amigos y presenciaban cómo la nueva generación empezaba a mostrar sus afinidades.
—Magnus y Manuel se han vuelto inseparables. Tenemos que juntarnos más —dijo Alma
al ver cómo se lanzaban entre gritos guerreros a la piscina—. Cada vez que se ven, Manu se pasa
hablando de «Macne» durante días .
—Pero a Dana le parece fatal. ¡La dejan de lado! —dijo Nacha riendo al ver que su hija
correteaba detrás de los chicos y les llamaba la atención por correr, salpicar y pegarse, como una
pequeña policía—. Es demasiado mandona.
—Sale a su madre. Es igual a ti. ¿Cómo está Lena? —Inés miró hacia la piscina pequeña
que habían construido junto al vaso principal. La terraza había quedado un poco más estrecha,
pero Erik, previsor, lo compensó con el añadido de unos chorros estratégicos. Cuando los niños
desaparecían, se convertía en un jacuzzi—. Está preciosa.
Nacha suspiró y negó con la cabeza. Inés la examinó con atención, cuando hablaba con ella
era subirse a una montaña rusa llena de altibajos emocionales, pero el balance final era que estaba
mejor.
—Seguimos igual, somos nosotros los que nos hemos resignado. Nuestro objetivo ahora no
es dormir toda la noche del tirón —dijo riendo y con tono divertido. Se sumergió hasta el cuello
en el agua humeante—. Nos turnamos la mitad de la noche cada uno y programamos una siesta a
mediodía. Sigue despertando unas cuatro veces por turno, pero nos aseguramos cuatro horas
seguidas de sueño.
—Me alegra que todo esté mejorando. Nosotros, después del infierno de los primeros
meses con Magnus, ahora empezamos a ver la luz al final del túnel —dijo Inés con un alivio que
hizo reír a las demás—. El problema son las rabietas. Siguen siendo épicas.
—Los dos años son terribles. Una vez escuché que se le llamaba la primera adolescencia.
No quiero ni pensar cuando tengan dieciséis —gimió Loreto con dramatismo—. Ahora vivimos un
periodo muy dulce. Julio con doce y Elena con diez son ideales. Los congelaría con esta edad. ¡Es
tan fácil!
El rugido de una voz potente y masculina interrumpió la conversación e Inés salió del agua
de un salto, seguida de Loreto.
—¿Dónde están mis hijas? ¿Dónde están mis nietos? —retumbó la voz de Gerardo en la
bóveda de la piscina.
Magnus corrió hacia los recién llegados entre gritos de alegría mientras Martina se vio
levantada por su madre en volandas.
—¡Abuelos! ¡Abuelos! —Magnus se tiró a los brazos de Victoria y Gerardo,
empapándolos con agua y besos—. ¡Vamos a jugar a la piscina!
Inés se mantuvo en un segundo plano para que se reencontraran y dejó a Martina en brazos
de su madre. Registraron su presencia con una sonrisa y un beso rápido y se entregaron a sus
nietos.
—Gracias. Te quiero —dijo apoyando la cabeza en el hombro de Erik durante unos
segundos. Había ido a buscarlos al aeropuerto por la mañana y había vuelto a subir. Todavía
llevaba la cazadora de montaña y las llaves del coche en la mano—. Gracias.
—Solo han sido un par de horas. No me cuesta nada —dijo Erik. La besó en los labios y
sonrió. Luego deslizó con disimulo un dedo por el bulto del pezón erecto por el frío—. Además,
ya me lo cobraré.
Pasaron una tarde deliciosa. En cuanto el frío se hizo desagradable, invadieron el salón y
tomaron posiciones en torno a la chimenea. Improvisaron una cena reuniendo los restos de dulces,
la tarta y lo que había en las alacenas para prolongar un poco más la velada. Inés ofreció la casa
para que durmieran todos allí, pero solo se quedó Loreto con los niños y sus abuelos.
—¿Dónde están tus padres? —Erik se estiró sobre la cama, aliviado por la tranquilidad
que se respiraba tras darle a sus hijos las buenas noches.
—Con los niños. No pueden evitarlo. Se saltan la rutina a la torera —dijo Inés mientras
terminaba de desenredar su melena frente al secreter de la habitación—. Es una suerte que se
queden toda la semana del Dieciocho[7]. Me han pedido si dejamos a los niños en casa, sin
llevarlos a la guardería. ¿Te parece bien?
Erik se recostó sobre las almohadas. Cruzó las manos por detrás de la cabeza y esbozó una
sonrisa satisfecha. Inés se echó a reír al ver su reflejo en el espejo del secreter, desnudo y
relajado en la cama.
—No tengo inconveniente. Tendremos un respiro por las mañanas cuando vayamos a
trabajar. —Palmeó en el sitio junto él—. Cierra la puerta. Con pestillo. Y déjate el pelo suelto.
Inés se detuvo en el gesto de trenzar su melena. Era curioso. Antes caía en ondas sobre su
espalda, pero tras el segundo embarazo desaparecieron y ahora exhibía un liso casi artificial.
—Es para hoy. Tienes que compensarme —gruñó Erik, interrumpiendo su acicalamiento
—. No te olvides de echar el pestillo. Y quítate toda esa ropa. Sabes que no me gusta que te metas
en la cama así.
Inés se puso de pie y comenzó a desprenderse del batín de seda. No pudo evitar una
miradita irónica. Lo dejó caer en el suelo y siguió con el camisón. Le encantaba aquel conjunto.
Sencillo, blanco, con una delicada blonda de encaje en el escote y el ruedo. Corto, hasta medio
muslo.
Dejó caer el tirante de uno de sus hombros, pero lo pensó mejor.
—Date prisa —se impacientó él, masturbándose con movimientos perezosos de la mano.
—Si tienes tanta prisa —Inés volvió a subir el tirante y alzó la barbilla en un reto flagrante
—, mueve el culo y quítamelo tú.
Fue como apretar el botón de ignición de un cohete nuclear. Erik se levantó de la cama con
la agilidad de una pantera. Inés retrocedió solo por provocarlo.
—Liten jente, ¿es que no has aprendido nada en todo el tiempo que llevamos juntos? —El
tono de Erik se revistió de terciopelo, pero no alcanzaba a esconder la amenaza soterrada en su
interior—. Cuando quiero algo, lo consigo.
Intentó cogerla de la muñeca. Ella hizo una finta y se escapó, sin poder evitar una risita
traviesa.
—Te estás haciendo viejo, grandullón. Lento de reflejos.
No sabía de dónde salían las ganas de desafiarlo, pero atravesó con pies ágiles la
habitación y lo esperó apoyada en la pared de cristal. Fuera, la noche cerrada se partía con los
focos del jardín, que emanaban una luz anaranjada.
—Eso te va a costar caro, kjaereste. ¿Estás segura de que sabes lo que haces? —En vez de
perseguirla, se alejó hacia el vestidor que compartían y entró.
—No. Pero es divertido —dijo Inés, que empezó a respirar un poco más rápido. Quizá no
había sido tan buena idea jugar al gato y al ratón. Una risa suave y peligrosa se escuchó desde el
interior y consideró escapar fuera de la habitación. Lo habría hecho si estuviesen solos. Pero
ahora estaban allí sus padres y los niños. Loreto con sus hijos. No tenía escapatoria.
—Será mejor que no te dejes atrapar, liten jente. Porque cuando te coja, no voy a dejar ni
un solo centímetro de tu piel sin hacértelo pagar.
Tragó saliva al ver lo que traía entre las manos. Las cintas de seda, la bolsa de terciopelo
con las restricciones de cuero y acero. El Señor Hitachi y el flogger. Y algo que no habían
probado: la mordaza. Algo tenía aquella tira de cuero con la bola roja en el centro que la ponía
nerviosa.
—Es injusto —protestó en un jadeo extraño. Se dio cuenta de que estaba hiperventilando
—. Lo tienes muy fácil. Estoy acorralada.
Erik se echó a reír, esta vez desarmado.
—Estás exactamente donde quiero que estés, Inés. ¿Es que todavía no te has dado cuenta?
Inés parpadeó con extrañeza. Lo contempló mientras dejaba los objetos de placer sobre la
cama, con su precisión de cirujano de siempre y entre gestos de negación. Y lo entendió.
—Lo has planeado todo. Te has traído el arcón. ¡Lo tenías todo pensado! —dijo al fin,
indignada porque no le había dicho ni una sola palabra.
—Reconozco que tu provocación es un añadido inesperado y muy interesante —admitió
con los brazos cruzados y la sonrisa torcida—. El resto es todo culpa mía.
Inés abrió la boca envuelta en indignación. Y la cerró al comprobar que cada una de sus
palabras alimentaba un poco más su arrogancia. Muy bien. No tenía ninguna intención de
ponérselo fácil.
—De acuerdo. Enséñame de lo que eres capaz —volvió a retarlo.
Estudió las posibilidades de la habitación. Debía evitar el cuarto de baño, allí la atraparía
en un segundo. A continuación estaba el rincón que utilizaban como despacho, justo después del
baño y en uno de los extremos del enorme ventanal. En la otra esquina estaba su secreter. Había
sitio de sobra en el centro amplio y vacío de la habitación para esquivarlo. Y siempre podía saltar
por encima de la cama.
Erik se desplazó hacia ella en un movimiento que la pilló por sorpresa. Tuvo que saltar
hacia atrás. Notó las yemas de los dedos desplazarse por la seda en una de sus caderas.
—Casi —dijo él cuando se detuvo en el centro de la habitación. Ella notó el cristal en su
espalda y apoyó las manos. Los dos respiraban con agitación. Erik tenía las pupilas dilatadas y
sus ojos, con el azul relegado a su mínima expresión, parecían los de un tiburón blanco.
—No has estado ni cerca de cogerme —volvió a provocarlo Inés. Esta vez tomó ella la
iniciativa. Hizo el amago de escaparse hacia la cama por la izquierda y Erik se lanzó en esa
dirección. Rápida como un rayo, corrió hacia la derecha hasta situarse detrás del escritorio entre
risas—. ¡Qué fácil es engañarte!
Erik aceptó la derrota con una sonrisa.
—Eres rápida, liten jente. Mucho más que yo. Pero soy más fuerte —dijo. Volvió sobre
sus pasos y enfiló hacia ella hasta dejar el escritorio entre los dos—. Y sabes que es cuestión de
tiempo que te atrape.
—Eso es lo que tú crees.
A la izquierda, a la derecha, otra vez a la izquierda. Esta vez, él estaba atento y no se dejó
camelar. Estuvo a punto de cazarla de nuevo tras el escritorio. En un movimiento desesperado,
empujó la silla hacia él, que trastabilló al encontrarla en su camino.
—Oh, cómo voy a disfrutar cuando te pille. —Esta vez, su tono de voz dejó de ser
juguetón y sensual. Lo estaba cabreando—. Te voy a hacer pedazos, Inés.
Adoraba esa frase y lo que significaba. Notó la tensión aumentar entre sus piernas y su piel
se erizó. Inés soltó una carcajada mientras aprovechaba su ventaja y atravesaba en diagonal la
habitación. Si hubiese podido, habría sido el momento perfecto para abrir la puerta y huir
escaleras abajo. En vez de eso, tenía un toro enfurecido. Solo que ella, en vez de estar tras la
barrera, era el paño rojo.
—Se acabó —masculló Erik tras un par de amagos en los que ambos se movieron tan solo
un par de pasos a uno y otro lado.
Ella era más ágil. Pero él tenía las piernas más largas. La persiguió entre risas hasta
obligarla a pasar por encima de la enorme cama. Las almohadas y el nórdico de plumas
entorpecieron sus movimientos mientras él la rodeaba. Llegaron al otro lado al mismo tiempo.
—¡Te tengo! —dijo Erik triunfante al ver que la acorralaba entre la pared y la cama.
—Ni lo sueñes —gruñó ella que abrió la puerta corredera del vestidor y se lanzó a su
interior. Ahora estaba atrapada.
Inés sabía que estaba perdida. Meterse allí era solo prolongar el desenlace. Corrió para
esconderse entre sus camisas, pero él fue más rápido. La aferró por el pelo sin demasiadas
contemplaciones.
—¡Eh! ¡Por el pelo, no! —siseó, llevando las dos manos hasta donde él se había
apoderado de su trenza deshecha.
—Consecuencias, Inés. Si te lo hubieras soltado como te ordené, no tendrías este problema
—dijo él, haciendo caso omiso de sus dedos intentando abrir la garra que ceñía su melena—. Si
no te estás quieta, será mucho peor.
La llevó con firmeza hasta la cama. De hecho, Inés sospechó que con un poco más de
fuerza de la necesaria. Aquello la cabreó.
—¿Pretendes humillarme? —preguntó suspicaz.
Él solo sonrió con suficiencia.
—Ahora, quítate el camisón. Si eres buena, te soltaré.
—No.
—Inés, quítate el camisón —repitió apretando el puño hasta dejar tirante su cuero
cabelludo.
—No.
Inés notaba la humedad empapar el interior de sus muslos. Estaba loca. O enferma. ¿Cómo
era posible que se pusiera cachonda cuando él la mangoneaba así?
—Voy a pedírtelo por última vez. —Endureció el tono de voz hasta hacerlo de diamante—.
Quítatelo. O lo haré yo.
Dudó. Tal era el poder que ejercían sobre ella las órdenes durante el sexo. Luchaba entre
dos instintos primitivos, entre dos cables de acero que tiraban de ella en direcciones opuestas,
entre someterse y complacerlo o rebelarse y sufrir las consecuencias.
—No.
—Svarte Helvete…
Erik soltó su melena, pero agarró la tela a ambos lados del triángulo de su escote y la miró
a los ojos durante un segundo.
—¡No! —gritó indignada.
Lo rasgó hasta su abdomen con un tirón brusco. Sus pechos se bambolearon, libres, al aire,
y él aprovechó su desconcierto para atrapar un pezón con la boca al tiempo que tiraba de los
extremos desgarrados de la tela para acercarla hacia él.
—¡Estás loco! ¡Mil quinientos dólares a la basura! ¡Es mi camisón favorito de La Perla!
—Intentó apartarlo con bofetadas y palmadas en los hombros que solo consiguieron hacerlo reír
—. Suéltame, Erik. ¡Suéltame!
Él respondió estrechándola con más fuerza y atacando sus tetas con fruición. Las besaba,
succionaba una provocando en la otra gotas de leche que los pusieron a ambos perdidos. Las
mordía con hambre y venganza, generando en ella un placer indescriptible con tan solo el punto
justo de dolor. En algún momento, sus manos pasaron a aferrar su melena corta y a empujarlo
contra sus pechos. Los gritos airados se transformaron en gemidos. Buscó su boca y lo desvió de
su presa con besos lascivos hasta quitarle el aliento. Se separaron un momento, jadeantes.
—Oh, kjaereste… —dijo Erik con el pelo revuelto, el rostro enrojecido y los ojos
brillantes por la excitación—. Y solo acabamos de empezar.
Terminó de desgarrar el camisón y lo arrancó de sus hombros. Cayó hecho jirones al suelo.
Inés compuso un puchero fingido y se aferró a su torso. Volvieron a fundirse en un beso agresivo
que provocó una batalla de lenguas y dientes sin saciarse jamás. Erik volvió a atrapar su pelo e
Inés arqueó la espalda hasta que entendió lo que quería.
Se sentó en la cama. Frente a ella se alzaba su poderosa erección. Se relamió al ver la
punta brillante y lubricada y sonrió al ver que no solo ella se excitaba con aquel jueguecito
peligroso. Apoyó las manos en su cintura para complacerlo, pero él le dio un tirón.
—Las manos atrás. Solo la boca. Y hazlo bien —ordenó a cuchilladas—. Suge, liten
[8]
jente .
Inés no se hizo de rogar. Le encantaba tenerlo a su merced de aquel modo. Él la tenía
inmovilizada del pelo, sí, pero era ella quien lo dominaba a él cuando lo torturaba con su boca, lo
adentraba más y más en su garganta, lo sorprendía con un pequeño mordisco o succión. Se aplicó
especialmente, buscando hacerlo caer. Notaba las lágrimas deslizarse por sus mejillas por el
esfuerzo, pero intensificó los movimientos hasta hacerlo gruñir y retorcer los puños con los que
sostenía su melena con fuerza. Sus ijares se movieron, espasmódicos, y sonrió, con su polla
llenándole la boca, al ver que estaba a punto de caramelo.
Pero Erik se conocía demasiado bien.
—Para, Inés. Oh…, para, para, para —repitió en un ruego mientras se separaba de ella en
un ejercicio de magnífico autocontrol.
—¿Estás seguro? —La voz le salió ronca, como un graznido, producto del esfuerzo y lo
excitada que estaba.
—Dame un segundo.
—Me escaparé.
Inés lo intentó, pero pese a que su erección vibraba hasta el punto del dolor y tuvo que
apretarla con una mano para aplacarla, Erik la detuvo. Con la mano libre, atenazó su cuello y
frenó en seco su avance.
—Ya veo que hoy quieres acabar con mi paciencia —susurró él, aún sin pleno control
sobre su cuerpo. Boqueó desesperado en busca de aire un par de veces. Inés se quedó inmóvil,
atenta a las garras que la sujetaban contra el colchón—. Tendré que atarte para que no vuelvas a
intentarlo.
Volvió a retorcerse, pero él la placó con fuerza contra la cama y se disparó la excitación.
Su mirada salvaje erotizó su cuerpo y abrió las piernas en una invitación inconsciente.
—Oh, no. No, kjaereste. Esto acaba de empezar.
Sin soltarla del cuello, se estiró sobre ella para alcanzar una de las cintas. Inés aprovecho
su cercanía para lamer la piel a medida que se movía. Paladeó el sabor salado de su sudor
mezclado con sexo.
—Te necesito dentro. Quiero tu polla dentro de mí —rogó, ya sin fuerzas para seguir
resistiéndose. Abrió su sexo con los dedos de una mano y se acarició. No solía ser tan explícita,
pero todo aquel jueguecito la había puesto a mil.
Toc-toc-toc-toc.
Se escuchó con claridad el sonido insistente desde la puerta.
Se quedaron helados. Inmóviles. De nuevo.
Toc-toc-toc-toc.
El primero en reaccionar fue Erik. Con los ojos desorbitados en alerta, se dio cuenta de
que tenían apagado el intercomunicador infantil. En un alarde de acróbata circense, y con una
velocidad que habría hecho palidecer de envidia a Usain Bolt, echó por encima el nórdico
tapando a Inés hasta la barbilla junto con todos los juguetes sexuales, se puso un calzoncillo y una
camiseta, colocó sus genitales en caída libre y abrió la puerta con gesto brusco.
—Sí. Buenas noches, Victoria. Dime.
—Buenas noches, Erik —dijo su suegra en la penumbra del pasillo entre susurros—. Solo
quería avisaros de que los niños ya están durmiendo y de que han cenado su pollo con verduras
muy bien. Tengo algunas dudas respecto a mañana.
Erik recorrió en su mente toda la retahíla de insultos en noruego, ruso, alemán, italiano,
francés y español. Dio gracias a sus padres por la magnífica educación idiomática que le habían
dado por el desahogo.
—Dime —replicó impaciente. Una risita divertida se escuchó desde la cama. Por
supuesto, Inés estaba colaborando mucho. Victoria se asomó un poco más hacia la habitación,
atraída por la voz de su hija.
—Quizá Inés pueda responderme mejor.
—Estoy perfectamente capacitado para responder cualquier pregunta sobre mis hijos —
dijo Erik algo picado en su amor propio. ¿Por qué Victoria lo ponía en duda? Carraspeó con
educación, pero no estaba dispuesto a seguir esperando en ropa interior y con su mujer desnuda en
la cama mientras su suegra cuestionaba sus capacidades como padre ni un minuto más—. Dime
qué necesitas.
—Seguramente nos levantaremos antes que vosotros. Nos ocuparemos de los niños. ¿Qué
desayunan? Había pensado en una macedonia de fruta fresca y cereales integrales —relató
Victoria con un punto de condescendencia que aborreció—. He visto demasiados paquetes de
galletas industriales en vuestra cocina, parece mentira que seáis médicos. Ya lo hablaré mañana
con Inés.
—Tú eres la chef, Victoria. Lo dejamos en tus manos. Confiamos en ti —dijo Erik. Eran
casi las doce de la noche. Acababan de llegar de Osorno. No podía enzarzarse con ella desde el
minuto cero en una discusión inútil. Se escuchó otra risita, esta vez más irónica, desde la cama.
Inés se estaba ganando una tanda de azotes en el trasero—. Hasta mañana.
Simplemente cerró la puerta, antes incluso de escuchar el final de su frase de buenas de
noches.
Se quitó la camiseta y el bóxer y se dejó caer en la cama junto a Inés. Exhaló un dramático
suspiro. Victoria les había cortado el rollo de mala manera.
—¿Cuándo me has dicho que se iban tus padres?
Ella soltó una carcajada y lo abrazó con fuerza. Desde luego, la noche no terminaba como
habían pensado. Erik se tumbó sobre los almohadones y la reclamó sobre su pecho. Imposible
continuar con la sesión.
Inés se cobijó bajo el hueco de su hombro y comentaron lo rápido que había pasado el
primer año de su benjamina, que a diferencia de Magnus, que tenía una evolución lineal, parecía
crecer y hacerlo todo a trompicones. Planificaron y trazaron líneas generales para el último
trimestre del año mientras disfrutaban del calor de sus cuerpos entrelazados.
Los orgasmos no importaban. Ya tendrían tiempo. Demasiada gente en casa. Y en el caso
de Erik, demasiada suegra.
Propuestas inesperadas

Les costó separarse aquella mañana de lunes. Se abrazaron frente a la puerta del San Lucas,
demorando el momento en que cada uno se iría a atender a sus pacientes. Habían pasado un fin de
semana mágico. Los niños, felices por disfrutar a sus anchas con los abuelos, parecieron
desaparecer de la casa. Y por la mañana, al dejarlos dormir, pudieron desayunar tranquilos y
marcharse sin prisas a trabajar.
Inés llegó antes de lo previsto y disfrutó de tener tiempo antes de enfrentar la jornada. Se
sirvió un café de la pequeña máquina de su despacho y revisó la agenda de la semana. Unos
golpes en la puerta la fastidiaron sobremanera y dispersaron toda su concentración.
—¡Adelante! —dijo moderando el tono. Abrió los ojos por la sorpresa de ver a Andrea—.
Hola, qué sorpresa verte por aquí. ¿Todo bien? Con leche y largo de café, ¿verdad?
Andrea asintió y tomó asiento en una de las butacas frente a ella. El ruido de la máquina
mientras filtraba y el aroma con notas a chocolate que flotaron en el ambiente llenaron el silencio
entre ellas. Inés le tendió la pequeña taza sobre el platillo. Sin azúcar ni endulzantes. Tal y como
era ella. Suspiró.
—Mira, todavía estoy cabreada por haberme dejado plantada en la consulta. Pero te
entiendo. Entiendo tus prioridades —dijo al fin mientras revolvía el líquido con la cucharilla—.
Pienso en mí y en mi familia hace cuatro años, cuando tenía un bebé en casa y se me abren las
carnes. Es una época dura.
—Lo es. Gracias por entenderlo. —Inés decidió ser magnánima y aceptar sus disculpas
encubiertas—. Mi vida personal siempre ha sido una prioridad para mí. Trato de equilibrarlo todo
de la mejor manera posible y esas cuatro o cinco horas significaban una diferencia.
—Ya, ya. Lo sé —dijo ella con un gesto que apartaba sus palabras—. Como me dijiste que
podría derivarte las pacientes al San Lucas, quiero que te ocupes de Leticia.
Inés la miró con extrañeza. No era una paciente con patología cardiaca. Se sentó tras el
escritorio y encendió el ordenador para forzar una cita en su ya apretado listado.
—¿Leticia? ¿Por qué? ¿Su embarazo sigue bien? Yo pensé que a estas alturas ya habría
abortado —comentó preocupada. Un buen porcentaje de los fetos con anencefalia fallecían
intraútero—. ¿De cuánto está?
—Está de veintisiete semanas. No me preguntes por qué, pero preguntó por ti en el último
control —replicó Andrea con un encogimiento de hombros—. De hecho, no es para que hagas la
ecografía. Dice que tiene una propuesta para nosotras. ¿Podemos tener una reunión esta semana?
—Claro. Dame un momento. —El miércoles ya tenía la reunión con las jefaturas y el
jueves y viernes debía valorar además a los pacientes postoperados de cardiocirugía—. ¿Es muy
pronto si la vemos mañana?
—No, no. Es perfecto. ¿A las ocho en tu despacho?
—De acuerdo. Nos vemos mañana aquí.
Andrea se levantó para marcharse. Se detuvo un instante con el picaporte en la mano.
—No me voy a rendir contigo, Inés. Volveré a la carga para reclutarte cuando vea que
estás más desahogada.
—Me lo imaginaba —dijo riendo ella. No sabía si cabrearse por su insistencia o sentirse
halagada—. ¡Hola, Bettina!
Andrea y la enfermera se cruzaron en la puerta e intercambiaron una sonrisa. Estaba claro
que llegar temprano al hospital no aliviaba la carga de trabajo.
—¡Hola, Inés! ¿Tienes un rato? Necesito comentarte algo antes de que llegue el miércoles.
Su rostro atribulado no auguraba nada bueno. Le ofreció un café, pero no la acompañó. No
eran ni las ocho de la mañana y ya llevaba dos encima.
—Quiero advertirte de que tienes a las enfermeras de quirófano en pie de guerra.
—¿A las chicas de quirófano? Pero ¿por qué? —Se le cayó el alma a los pies. No podía
añadir más frentes a los que ya tenía abiertos—. Pensé que estaban conformes con los cambios.
—Y lo están. Pero hay cosas que llevan reivindicando desde hace más de un año. Erik las
ha pospuesto una y otra vez… y saben que tú sí las escucharás —dijo al fin con aspecto culpable
—. Es lo de siempre.
Inés cerró los ojos y se recostó en el respaldo de su silla ergonómica. Reposó la cabeza en
el pequeño cojín cervical. Había sido una buena inversión, viendo la cantidad de tiempo que
pasaba tras aquel escritorio.
—Las contrataciones de personal están paradas por el momento. Cirugía, gracias a Erik, es
el departamento que más dinero ha gastado —contestó con enojo. No podía creerlo. Les daba
cancha, ¿y le invadían el estadio?—. Se han hecho indefinidos todos los contratos de más de un
año de duración y hemos mejorados las condiciones del convenio regulador. ¿Qué más quieren?
—Ya sabes…, obras en los vestuarios. Cambios de los uniformes y que sea el hospital
quien pague por los zuecos. E incluir las comidas tanto de los que entran de guardia como de los
que salen —enumeró Bettina con rapidez. Las palabras le quemaban en la boca.
—¿Pagar por los puñeteros zuecos? —Resopló con indignación. Apoyó los codos en la
mesa y escondió la cara entre las manos—. ¡No me lo puedo creer!
—Lo sé, lo sé. Pero como supervisora de quirófanos no puedo ir en contra de la mayoría
—intentó aplacarla la enfermera—. Puedo intentar mediar un poco, pero tengo que informarte de
nuestras reivindicaciones. Aunque sea consciente de que haya algunas que no son razonables.
—De acuerdo. Me doy por informada.
Quedó sola en el despacho. No había empezado la consulta y ya estaba agotada.
Comenzaba a entender que la arrogancia de Erik y su línea dura tenían sus ventajas. Tendría que
manejar el asunto con precaución. Si se echaba encima a las enfermeras, podía darse por
liquidada.
Erik lo notó en cuanto entró por la puerta de casa aquella tarde. Su madre también le había
lanzado una mirada rara cuando llegó de trabajar, pero entre el relato del día con los niños y la
rutina de la tarde, la preocupación se diluyó un poco. Solo cuando estaban en la cama, en los
minutos antes de apagar la luz, Inés se animó a reflotarlo.
—Tengo a las enfermeras en pie de guerra —susurró, sin querer romper la promesa de
dejar lo del hospital fuera de casa.
Erik acariciaba su hombro con el pulgar y la besó en la frente. Inés no dejaría jamás de
sorprenderse del consuelo que significaba el contacto de sus labios.
—Las enfermeras siempre están en pie de guerra. No te lo tomes como algo personal.
Saben que tienen fuerza y la utilizan —explicó con sencillez—. Los médicos deberíamos aprender
de ellas.
—Pero sí es personal. Tú las mantenías a raya. Yo las escucho y se me sublevan —se
quejó con amargura. Erik se echó a reír y volvió a besarla.
—Tienen que reajustar y tú también. Lo harás bien, Inés.
—Gracias —dijo con la boca pequeña.
En realidad, lo que quería era desentenderse. Huir muy lejos y decirle que se ocupara él.
Pero lo de hacerse a un lado se lo había tomado muy en serio. Desde las vacaciones no había
aparecido ni en una sola reunión. Se cobijó en el hueco de su hombro y cerró los ojos. El calor de
su piel la acunó hasta un sueño inquieto.

El caso de Leticia la tenía intrigada. ¿En qué podía ayudar ella, si el bebé no tenía ninguna
posibilidad? Preparó el encuentro con artículos e información para convencerla de que el
pronóstico era de muerte en el cien por cien de los casos. Unos días antes o después, sin otro
resultado posible. El panorama era desolador, pero inexorable.
Al ver el rostro resplandeciente y lleno de esperanza de aquellos padres no pudo evitar un
punto de irritación. ¿Cuántas veces les habían informado? A veces incluso con crudeza. Pero ellos
eran impermeables a las malas noticias.
—Doctora Morán, doctora Garay, mil gracias por recibirnos —dijo al fin la madre tras
intercambiar una mirada de aquiescencia con su marido—. Supongo que están sorprendidos con
nuestra petición, pero no sabíamos muy bien cómo articularla.
—Estamos aquí para lo que necesitéis —respondió Inés al ver que Andrea no contestaba
nada—. ¿Hay alguna duda que queráis resolver? Lo que os vamos a decir no será muy diferente a
lo comentado en la última vez que nos reunimos.
No pudo evitar que su rostro se crispara un poco con cierta conmiseración, pero aquellos
padres eran incombustibles. No les entraban balas.
—Lo sabemos. Sabemos que nuestra hija no va a sobrevivir. Sin sistema nervioso central
es imposible. Nos ha costado mucho entenderlo, pero ya lo hemos asumido —continuó Leticia,
acariciando su vientre hinchado—. Pero hemos encontrado un camino para darle vida. Un futuro.
Para convertir esta adversidad en luz.
Inés esperó a que elaborase un poco más, pero Andrea la interrumpió con impaciencia.
—Leticia, no hay otro camino. Tu hija va a morir.
—Pero puede vivir en otros. El resto de sus órganos están sanos, ¡la doctora Morán dijo
que su corazón era perfecto! —replicó ella. Sonreía y a la vez temblaba—. El estudio genético
también es normal. Queremos que su muerte tenga un propósito cuando al fin nos deje. Que viva y
dé vida a niños que lo estén pasando mal.
Inés abrió la boca lentamente. Una bombilla de mil vatios se encendió en mitad de su
cerebro.
Trasplante.
Su corazón comenzó a latir a mil por hora. Era perfectamente posible. No conocía ningún
caso parecido, pero podría hacerse. ¿Cuántos bebés condenados a muerte o a una vida de mierda
por una malformación o una enfermedad podrían vivir gracias a la generosidad de aquellos
padres? Tuvo que cerrar los ojos durante unos segundos.
—¿Queréis donar sus órganos? ¿Para trasplante? Siento ser tan directa, pero creo que no
lo he entendido bien —dijo Inés. Necesitaba que se lo dijesen con mayor claridad.
—Así es. Para nosotros lo importante es el alma. Los recuerdos de tenerla junto a nosotros
durante todos estos meses. Pero Dios nos ha puesto a prueba por un motivo y creemos que es este
—dijo Rafael, su marido, con una expresión serena. Inés mantuvo una expresión neutra pese a lo
mucho que la entusiasmó su declaración—. Sí. Queremos donar sus órganos. Pero no sabemos qué
pasos tenemos que seguir.
Andrea e Inés se miraron. Ella agradeció que la obstetra tomara la palabra para explicarle
el seguimiento obstétrico a partir de aquel momento. Así podría ordenar un poco la fuga de ideas
que se disparó en su cerebro. Tendría que hablar con Neonatología, Anestesia, con todos los
equipos quirúrgicos implicados. De hecho, tendrían que avisar al coordinador nacional de
trasplantes. Le sobrevino una sensación de vértigo y se llevó un momento la mano a la frente con
disimulo. Las complicaciones e implicaciones médicas y éticas eran enormes. Pero lo primero que
tenía que hacer, antes de echar a rodar nada, era ser sincera con aquellos padres que la miraban
ilusionados.
—Leticia, Rafael. Quiero felicitaros de corazón por vuestra generosidad. La donación de
órganos es todavía un tema tabú y rodeado de miedos incluso para los adultos en un país como
Chile —comenzó Inés, un poco insegura. La voz le temblaba por el nudo que tenía en la garganta y
tenía que concentrarse para que su rostro no dejase traslucir la emoción—. No quiero imaginar lo
complicado que ha sido para vosotros tomar esta decisión. Pero quiero que entendáis que puede
que haya complicaciones y que no puedan cumplirse vuestros deseos.
La mujer parpadeó con perplejidad.
—Pero ¿por qué? Siempre salen noticias de que faltan donantes, sobre todo en los niños
—Estaba claro que se habían informado bien. Inés asintió.
—Así es, pero todavía queda la recta final del embarazo y no es inhabitual que los bebés
con anencefalia fallezcan antes de nacer —informó con delicadeza. Andrea, a su lado, asintió—.
Y una vez que nazca, habría que… habría que mantener sus órganos funcionando con máquinas
muy invasivas que impedirían que estuvieseis con ella.
Tragó saliva. Habría dado oro por tener unos minutos para investigar casos similares,
porque en toda su vida laboral como médico, pediatra y cardióloga infantil jamás se había
encontrado con algo así.
—La verdad es que desconocemos por completo los procedimientos, pero no nos importa.
Hemos tomado una decisión —rebatió Rafael, contundente. Inés admiró la entereza con la que
enfrentaban aquel enorme desafío—. Queremos que nuestra hija viva en otros y dé vida a otros.
Transformar este pronóstico nefasto en un pronóstico de vida.
—Pero ¿tendrían que conectarla a muchas máquinas? —preguntó la madre insegura—. ¿No
podremos estar con ella en el momento en que muera? Rafael, yo quiero estar con ella cuando se
vaya —dijo en un hilo de voz. Miró a su marido desconcertada. En eso parecían no estar de
acuerdo. Les hacía falta una conversación y contar con toda la información de la que pudiesen
disponer para tomar una decisión realmente consciente.
Inés tomó una determinación. Percibió esa resolución férrea que significaba que no
descansaría hasta conseguirlo. Hasta haber agotado todos los recursos, haber llamado a cada
puerta y exprimido todas las posibilidades para ayudar a esos padres a cumplir su voluntad.
—De acuerdo. Necesito unos días para recabar información. Haremos una interconsulta al
Comité de Ética del hospital y hablaré con neonatología, anestesia y cirugía para que os informen
al detalle. —Se detuvo un momento al ver que ambos progenitores negaron con la cabeza,
abrumados por lo que se les venía encima—. Esto no es negociable. Es muy importante que toméis
la decisión de la manera más informada posible. ¿Cuándo acudiréis a la consulta de Andrea?
La obstetra carraspeó y rehuyó su mirada antes de contestar.
—Haremos el seguimiento aquí, en el San Lucas. Así será más fácil la labor de
coordinación. —Vaya, vaya. Doña « consulta privada primero » cedía una paciente sin protestar.
Inés sonrió aprobadora—. Retomaremos los controles la próxima semana. Por favor, traed los
informes de hospitales externos que hayáis visitado para no repetir pruebas.
—Para entonces, tendré toda la información que necesitáis reunida. No puedo prometeros
que ocurrirá, pero sí que haré todo lo que está en mi mano —dijo Inés, notando que crecía una
fuerza imparable en su interior.
Acompañaron a la pareja hasta la salida entre agradecimientos. Andrea se desplomó sobre
la silla, desarmada por completo.
—Me ha pillado totalmente por sorpresa. Es increíble. Lo de estos padres es de otro
planeta —desvarió, hablando más consigo misma que con ella—. Lo de que la fe mueve montañas
es de verdad.
Inés se echó a reír y asintió. Había sido una reunión agotadora, pero casos así ocurrían una
vez en la vida de un médico y se sentía una privilegiada al poder seguirlo de primera mano. Echó
un vistazo a su móvil, tenía que marcharse de vuelta a la consulta, pero antes necesitaba aclarar
algo.
—Andrea, ¿por qué me has llamado a mí exactamente? Sé que soy pediatra, pero quizá
habría sido mejor hablar con Salinas, el jefe de Neonatos.
Se midieron con la mirada. Inés soportaba la condescendencia que ella utilizaba para
tratarla porque entendía que era mayor en edad y en experiencia, pero en aquel momento se sentía
a su altura.
—Porque sabía que, necesitara lo que necesitase Leticia con su hija, tú lo solucionarías —
dijo al fin. Algo reacia, pero sin esconder la admiración que sentía—. Y después de hoy, lo tengo
todavía más claro. Quiero que tú coordines todo esto, Inés. A mí me viene grande y no tengo a
mano los recursos. Tú sí. Como gestora y pediatra.
—Gracias por el voto de confianza, Andrea.
—¡Pero sigo cabreada contigo! —la escuchó gritar a través de la puerta cuando ya se
marchaba a la consulta. No pudo evitar sonreír.

Tras una hora de investigación en las bases de datos de Medicina más importantes, se sentó frente
a una hoja en blanco. Necesitaba trazar un plan a mano. Lo primero: Comité de Ética. Realizó un
informe detallado de la situación y lo remitió a su correo electrónico. Esperaría hasta la tarde
para llamarlos por teléfono. Estaba formado por médicos de distintas especialidades que
participaban de manera voluntaria y altruista, y le constaba que hacían un esfuerzo más allá de sus
atribuciones. Les daría unas horas para asimilarlo. No quería que precipitarse y presionar
significara una negativa ante lo abrumador del caso. Porque era abrumador. ¿Cómo no pensar en
que estaban reduciendo a un ser humano, a un bebé recién nacido, a un saco lleno de órganos
nuevecitos que significaban mil posibilidades? Respiró profundo y apartó las elucubraciones para
el siguiente paso: los cirujanos. Erik.
Cogió el teléfono y lo llamó sin demasiadas esperanzas de localizarlo. Tuvo suerte.
—Hola, grandullón. ¿Tienes una hora? Necesito comentarte el caso de una paciente.
Erik emitió un gruñido extrañado.
—¿Una hora? ¿Necesitas una hora para un paciente? Tengo un hueco, pero lo necesito para
preparar una presentación —dijo, reacio. Inés estaba segura de que cualquier otra persona que no
fuese ella se habría ganado un bufido y una llamada colgada—. Más vale que sea bueno. Ven a mi
despacho.
Erik la recibió con un café y una caja de bombones regalo de los padres de un paciente.
Estaban solos y se permitieron el lujo de un beso entregado. En el momento exacto en que su
cuerpo comenzaba a reaccionar en un plano más profundo, él se apartó con una sonrisa ladeada.
—Compórtate o habrá consecuencias. Vamos. Dime qué es eso tan importante —preguntó
mientras ella rodeaba la mesa para acomodarse en una de las sillas frente a él. Resopló y se tocó
las mejillas encendidas. Sí. Mejor poner el escritorio de por medio.
—Tengo novedades —dijo ella.
—¿Leonardo? ¡Dime que has autorizado la compra de los robots! —estalló, entusiasmado
como un niño.
—¿«Los» robots? ¿En plural? —Inés lo miró con suspicacia durante un par de segundos,
pero ya le preguntaría después—. No. Es mejor que eso.
Erik se quedó inmóvil y cerró la tapa del portátil.
—Dispara. Tienes toda mi atención.
—¿Recuerdas que te conté que valoré a una mamá en la privada, hace ya unos meses, con
un bebé con anencefalia? — Inés se regodeó haciéndolo esperar unos segundos.
—Sí, sí. No quería abortar y se marchó a otro hospital en busca de una segunda opinión —
replicó Erik con impaciencia. Recordaba el caso porque lo había hecho preguntarse qué habría
decidido él en su posición. Abortar. Sin dudarlo—. ¿Está embarazada de nuevo?
—No. El embarazo sigue su curso. Quieren donar los órganos del bebé. —Sacó de su
portadocumentos el informe detallado que ya había hecho—. Tengo aún que recibir la valoración
del Comité de ética, pero me gustaría que hablases con los padres y les explicaras con claridad lo
que significará.
Él leyó con atención, los ojos azules fijos en los antecedentes de la historia clínica.
—¿Comité de Ética? Si los padres están convencidos, no veo qué problema puede haber
—razonó con su pragmatismo escandinavo más irritante—. El bebé no tiene cerebro. No existe
ninguna posibilidad de sobrevivir.
—Ya, pero no podemos tratar a esa recién nacida como un saco de piel lleno de órganos.
Es un ser humano.
—Eso es discutible. ¡No tiene cerebro! —Abrió las manos en gesto de obviedad, perplejo
por la preocupación de Inés—. Para mí está bastante claro.
—Ya lo sé, Erik. Pero tienes que ponerte en el lugar de los padres de esa niña. Para ellos,
es su cuarta hija y tiene un nombre: Eva. Llevan hablando con ella desde que solo era un positivo
en un test y un manojo de células —rebatió Inés con rotundidad. A veces, Erik tenía la
sensibilidad de una placa de cemento—. Han tomado una decisión valiente, pero desinformada.
Necesitan saber a qué se enfrentan y las posibilidades que hay. Y el mejor para informar de ello
eres tú.
—¿Cuánto tiempo tengo?
—Una semana.

Inés terminó mucho antes de lo esperado, pese a que la carga de trabajo era la misma de siempre.
Repasó el día punto por punto para repetirlo mientras cruzaba hasta el despacho de Erik. Si era
capaz de terminar a las cuatro de la tarde, su vida sería mucho mejor.
—¿Tú también has acabado? —Erik metía papeles en el maletín de su ordenador y
ordenaba su espacio de trabajo—. Es un milagro.
—Es el llegar sin la hora pegada al culo y sin estrés —resumió mientras echaba un último
vistazo de control—. Las mañanas imprimen mucha tensión, siempre acabamos saliendo de casa
con prisas, a gritos y jugándonos la vida en el atasco.
Inés se echó a reír ante su exageración. Se apoyó en la puerta para esperarlo, pero no pudo
resistirse. Fue al pequeño aseo y cogió una toalla.
—Ven aquí. Tienes el pelo empapado. Siéntate —ordenó. Envolvió su cabeza con la tela
suave y frotó con suavidad para retirar el agua de su media melena rubia—. Te vendría bien un
corte, está muy largo.
Él emitió un gruñido de placer cuando masajeó su nuca a través de la toalla.
—Odio ir a la peluquería. A Magne también le va haciendo falta —murmuró entre
ronroneos. Inés reprimió una sonrisa—. Martina es la única que lo lleva corto.
—Es un bebé, todavía tiene pelusilla. ¿Has visto que lo tienen casi blanco por el sol? Eso
lo han heredado de ti. —Lo besó en el cuello. El aroma conocido de su perfume la inundó con
recuerdos de intimidad y cercanía—. Salvo por los ojos de la peque, son tus fotocopias.
Erik asintió, satisfecho. Su mejor creación. Más que cualquier obra de arte quirúrgica.
Más que cualquier investigación. Jamás lo habría creído posible. Una necesidad primitiva,
visceral, de abrazar a sus hijos lo golpeó.
—¿Te das cuenta? Nos quejamos de que no tenemos tiempo a solas y cuando conseguimos
un rato, ¿qué hacemos?
—Hablar de los niños. —Inés se echó a reír y acabó de peinar su melena con los dedos—.
Vamos. Los echo de menos.
Un aroma entrañable a pan recién hecho los recibió en casa. Victoria dirigía una hornada
de scones de mantequilla con sus dos pequeños pinches. Magnus, subido a una silla, modelaba
concentrado las pelotitas de masa y las aplastaba después. Martina… Inés soltó un gemido. Estaba
cubierta de harina desde la frente hasta los pies. Los besó con devoción e intentó sacudir un poco
del polvo blanquecino. Su madre la apartó de allí.
—Ya los bañaremos después. ¡Mira! Hemos hecho también sopaipillas pasadas. —Su
madre abrió una olla y el aroma dulce de la chancaca y la calabaza la embargó con recuerdos de
su infancia—. Magne es un poco más disciplinado. Tina hace lo que le da la gana.
Erik soltó una carcajada ante la certera definición de su suegra. Después de todo, no era
tan malo tenerlos allí.
—¡Solo tiene un año! —protestó Inés. Cogió un tenedor y pinchó una pequeña tortilla en
almíbar—. Ven. Tienes que probar esto.
Erik frunció el ceño ante la visión de la masa marrón recubierta de lo que parecía
caramelo líquido.
—No tiene muy buena pinta —gruñó, reacio a meterse aquello en la boca. Inés alzó las
cejas y le acercó el tenedor. No le dejaba opción.
Cerró los ojos. La explosión de dulzor hizo que su boca se inundara de saliva y emitió un
murmullo de apreciación. Las notas de calabaza y trigo le recordaron que era una masa, pero tan
suave, que se deshacía en la boca.
—¿Ves? Hombre de poca fe. ¿Te, café o zumo de naranja?
Se situó junto a ella para unirse a la cadena de producción. Pronto improvisaron una cena
temprana en la cocina y se quedaron conversando hasta que las palabras se entrecortaban con
bostezos.
—Podríamos decirles a tus padres que se quedaran otra semanita más —dijo Erik ya en la
cama. Se palmeó el abdomen. Había comido como un león.
—¿Estás seguro? —Inés esbozó una sonrisa divertida—. Es tan distinto todo cuando hay
tribu… Es una pena que nuestros padres vivan lejos —dijo tras un enorme bostezo.
Caballero andante

Miércoles. Esta vez no sería tan fácil. Tocaba reunión y tenía varios incendios activos que debía
sofocar. Erik se dejaría caer por allí en cuanto solucionara algunos temas. Se lo agradecía. En las
últimas reuniones había percibido una resistencia pasiva que la molestaba. Sabía que el foco eran
algunos de los jefes más veteranos, pero no habían hecho nada reprochable, en realidad. Algún
comentario un poco irónico. Cosas sutiles. ¿Micromachismos? Odiaba esa palabra.
Entró en la sala de juntas. Era temprano, solo habían llegado Andrea y Teresa. Las saludó
y se sirvieron un café. Inés había mandado poner cafeteras de cápsulas en algunos sitios
estratégicos con algo de comer. Los estómagos llenos siempre hacían seres humanos más
receptivos y amigables. Una verdad universal que su madre le había enseñado hacía mucho
tiempo. Poco a poco fueron llegando los demás. Vázquez, el jefe de Pediatría, forcejeaba con la
máquina. Una cápsula plateada se le escapó de las manos y cayó al suelo entre juramentos.
—Estoy demasiado viejo para estas cosas —refunfuñó. No le faltaba razón. No había
quién lo jubilase. Contaba con setenta años y era el pediatra favorito del servicio—. ¡Yo solo
quiero un café!
Inés se levantó, aún quedaban por llegar Erik y un par más.
—Hay que pillarle el truco. Levanta la palanca. Así. Pones la cápsula sin empujar
demasiado y la bajas. —Apretó el botón de filtrado y salió un satisfactorio chorrito negro—. Lo
paras aquí. ¡Listo! —La puerta se abrió y pasaron los que faltaban—. Buenos días, adelante.
Estábamos a punto de empezar.
Erik le guiñó un ojo y se sentó en su puesto habitual. Lo seguía Pepe Urrutia, el jefe de
Urología.
—¡Ah, ya que estás, ponme un cafetito a mí también! —dijo con un toque mordaz que no
pasó desapercibido para nadie.
Inés alzó las cejas, sorprendida.
—Lo siento. Estamos en hora y tengo que empezar. Si quieres un café, te lo sirves tú
mismo —respondió con toda la amabilidad que fue capaz de reunir pese a que le hervía la sangre
—. Aunque preferiría que los que vayáis a tomar, lo preparéis antes de que comencemos para no
molestar a los demás. De acuerdo. Orden del día. Lo más urgente: unificación de la planta de
Pediatra para la época estival.
—No sé ni para qué vengo —murmuró el cirujano, también peleándose con la máquina del
café. Lo que significaba que había hecho caso omiso a su indicación.
—Diciembre, enero y febrero son los meses más conflictivos en cuanto a vacaciones del
personal. En Pediatría, coincide con la época de menor tasa de pacientes ingresados en planta.
Anestesia, Cirugía, Obstetricia y enfermería son…
—Es inútil atender a todo esto —seguía Urrutia. Mascullaba más que hablar, pero de
manera que interfería con su discurso. Ya tenía el café en la mano—. Ni siquiera son problemas de
Cirugía.
Inés respiró hondo. No enganchar. No enganchar. Lo ignoró porque sabía que buscaba
provocarla.
—Sí, sí. He hecho la encuesta que me pediste y podrían cerrarse la mitad de las camas —
dijo el pediatra, incómodo con el bisbiseo de fondo. Urrutia no se callaba. Inés sentía los ojos de
Erik clavados en su nuca y volvió la mirada dos segundos hacia él: «No intervengas»—. Así
podremos coger las vacaciones todos cuando nos apetezca y no cuando al hospital le venga bien.
—¿Enfermería está de acuerdo? —preguntó Inés a Bettina, cuya respuesta se leía en su
cara de alivio.
—Más que de acuerdo. Toda la enfermería pediátrica lo agradece.
—Pero necesitamos las camas para las cirugías —objetó Hugo en representación de
Cirugía Infantil. El anestesista a su lado asintió—. Nosotros no queremos reducir intervenciones,
muchos cogemos vacaciones fuera del periodo estival.
—No afectará a cirugía, porque las camas de UCI no se cierran. Solo las de planta. Y se
mantendrán dos tercios de su capacidad —explicó con paciencia. Estaba claro que no se habían
leído el correo informativo enviado por Ana la semana anterior y a principios de la semana para
recordarles la reunión—. Tampoco afectará a Neonatología. Los bebés siguen naciendo por mucho
que queramos descansar.
Todos rieron la pequeña broma, pero el hachazo de la voz discordante aprovechó que se
camuflaba con las risas para seguir con su sabotaje.
—Cómo se nota que la jefa es pediatra. Y mujer. Días libres, conciliación y enfermeras.
Eso es lo único que importa en este hospital.
—¡Eh! —protestó Bettina con indignación.
Inés suspiró. Se volvió hacia el cirujano y dejó caer la primera advertencia.
—Doctor Urrutia, si no le interesa esta reunión, es libre de abandonar la sala cuando
quiera —dijo Inés con educación cortante—. Sigamos. Próximo asunto: reformas en Obstetricia.
—Si se va a hablar de Obstetricia, Recién Nacidos o cualquier otra cosa que no sea
quirúrgica, nosotros nos vamos —replicó con chulería. Miró hacia un par de adláteres, que
asintieron.
¡Maldito imbécil! Inés estaba furiosa, pero no hizo ningún movimiento perceptible. Al
menos así tenía identificados los focos de conflicto. Cogió aire para replicar y Erik se adelantó.
—De aquí no se mueve nadie. Por si no lo teníais claro, el carácter de estas reuniones es
obligatorio —sentenció con su mirada más letal—. Si tenéis algún problema, podéis poner el
cargo de vuestras jefaturas a mi disposición y al de la doctora Morán.
Todas las bocas se cerraron y la chulería desapareció. Inés apretó los labios con cierto
fastidio, pero ya hablaría con Erik después.
—Gracias, doctor Thoresen.
—Y otra cosa —interrumpió de nuevo. Inés apretó los dientes. No se daba cuenta y sabía
que lo hacía con buena intención, pero la estaba desautorizando—. El próximo que abra la boca
mientras la doctora Morán esté hablando, se llevará una amonestación en su expediente. ¿Queda
claro?
No había elevado la voz. Ni movido un solo músculo. De hecho, la expresión de su rostro,
salvo la mirada amenazadora, no se había modificado un ápice. Inés envidió la autoridad que
irradiaba tan solo con su presencia. En la sala no volaba ni una mosca.
—Bien. Sigamos. —No pudo evitar que se trasluciera cierto nerviosismo en su tono. Posó
las manos sobre la mesa. Le temblaban—. Reforma en Obstetricia: servicios implicados: Gine,
Anestesia, Quirófanos y Enfermería. Bettina, ¿has encontrado sitio para trasladar el material?
La reunión continuó sin sobresaltos y pudieron tocar todos los temas, pero Inés percibía la
animadversión del grupito de veteranos. Cuando acabó, estaba hecha un manojo de nervios.
Teresa, Andrea y Bettina se quedaron con ella hasta que todos se fueron en señal de
solidaridad. Habría querido abordar a Erik tras la reunión, pero no quería testigos. Ya lo haría
después.
—Menudo atajo de imbéciles. No sé cómo los aguantas, Inés —dijo Andrea con un cabreo
que no lograba esconder—. ¿Hazme un cafecito? —parodió con un falsete—. ¡Le habría metido la
taza por el culo!
Inés se echó a reír con resignación. No quería darle mayor importancia, pese a que iba a
estallarle la cabeza por la rabia. Agradeció la sororidad y el compañerismo que las mujeres le
brindaron. Se sintió arropada.
—Todos sabemos que Urrutia es un imbécil, Inés. Que no te afecte —dijo Teresa, que la
abrazó por los hombros con afecto—. Son una panda de machistas estúpidos, ya los conoces.
Sonrió, trémula. Que sacaran el tema una y otra vez estaba derribando sus barreras de
contención y luchó contra las lágrimas.
—Erik ha hecho bien en intervenir —dijo Bettina para desviar la atención. Claro. Se había
dado cuenta de que estaba a punto de quebrarse.
Pero la mención a Erik volatilizó su angustia y negó con la cabeza. Tenía razón. No le
quedaba más remedio que endurecer su manera de manejarlos. Al menos a ellos. Pero tenía que
hablar con él.
Esperó a que fuera él quien se acercara a su despacho al terminar la jornada. Quería
abordarlo en su terreno.
—Otro día superado. Y es temprano. ¿Te queda algo que hacer? —preguntó él tras
saludarla con un beso tierno. Se detuvo en el gesto de abrazarla al percibir su rigidez—. ¿Qué?
¿Qué pasa?
—Hoy la reunión ha sido una mierda. Hay varias cosas que no me han gustado —dijo a
modo de tanteo—. Odio que la gente llegue tarde, para empezar.
Él suspiró y abrió las manos en un gesto claro de impotencia.
—Lo siento por la parte que me toca, pero a veces es inevitable. Siempre comprobamos
los partes una vez más antes de entrar a quirófano. Yo mismo llegué bastante justo —explicó sin
darle demasiada importancia, volvió a inclinarse para abrazarla. Inés correspondió con un apretón
seco que lo hizo fruncir el ceño—. Ahora que sé que estás tú, me desentiendo un poco más. Y
Urrutia es un imbécil.
—Lo que ha hecho Urrutia hoy es imperdonable. Pero me gustaría hablar de lo que has
hecho tú —dijo con voz dulce, aunque con la firmeza suficiente como para que él desistiera y se
sentara frente a ella—. ¿Sabes por dónde voy?
—Urrutia es un cretino. No creo que le queden ganas de intervenir por una temporada —
dijo con una sonrisa arrogante y se recostó en la butaca—. Me dieron ganas de romperle los
dientes de un puñetazo.
Inés miró al techo en busca de paciencia.
—Y te doy las gracias por defenderme, Erik, pero no necesito que aparezcas como un
caballero defensor cuando las cosas se ponen difíciles —explicó con una sonrisa. Atrapó su mano
sobre el escritorio y la apretó—. Me dejas en evidencia. Me haces parecer…
—Débil. —Él mismo se dio cuenta y completó la frase. Su rostro se ensombreció—.
Svarte helvete… Pero no puedes enfadarte conmigo por ponerme de tu lado —protestó un poco
picado.
—No me enfado. Sé que estás de mi lado. Pero así da la sensación de que no puedo
manejarlo. —Inés sentía que pisaba terreno peligroso. Erik tenía toda la pinta de que no le gustaba
ni un pelo recibir aquella crítica—. Saber que estás ahí, apoyándome, es más que suficiente. Me
reconforta y me da seguridad. Pero tengo que librar mis propias batallas o jamás me respetarán.
—Inés, no voy a quedarme callado si alguien te falta al respeto. Puedo contenerme y no
darle una paliza, pero no dejar de intervenir —dijo con tono cortante. Compuso un gesto de
incredulidad y abrió las manos—. ¿De verdad crees que esos idiotas van a detenerse porque les
eches una regañina? Mano dura, Inés. Te lo he dicho varias veces. ¿Algo más?
Inés suspiró. Debió dejarlo en la primera frase y no insistir. Le daba la sensación de que
Erik tenía la piel muy fina últimamente. Cualquier mínima sugerencia, y no hablar de críticas, le
sentaba como un tiro y respondía de manera desproporcionada.
—Nada más. Vamos a casa.
Se incorporaron al tráfico de Apoquindo. Erik seguía callado. Contempló su perfil,
concentrado en la conducción y suspiró. Las líneas duras de su rostro contrastaban con sus
pestañas largas y la mirada serena. No pudo resistirse y acarició su nuca con las uñas, hundiendo
los dedos entre su melena. Erik dejó caer la cabeza en su mano y suspiró.
—¿Estamos bien? —preguntó Inés. Continuó el masaje en su cuero cabelludo y obtuvo un
gruñido de satisfacción.
—Es raro que tú hagas esa pregunta. Normalmente la hago yo —respondió él con una
mirada pícara. Ella sonrió también, pero permaneció a la espera. Necesitaba una respuesta—.
Estamos bien, kjaereste. Es solo que me cuesta dejarte las riendas. Veo que yo haría las cosas de
manera distinta y no siempre estoy de acuerdo con la tuya.
—Erik, que tú hagas las cosas de manera diferente no quiere decir que sea la única
posible. Ni tampoco la única correcta —dijo Inés, sorprendida por su declaración—. Pensaba
que, en líneas generales, estabas de acuerdo con mis decisiones.
Él soltó una carcajada divertida y se encogió de hombros.
—No. No siempre. Pero la semana que viene tenemos la reunión trimestral para cerrar el
invierno —dijo, sin darle demasiado peso a una declaración que a Inés le cayó como un jarro de
agua fría—. Til y Mara vendrán a repasar los datos. Ahí comprobaremos si tu manera es o no es el
camino.
Vaya.
Inés se hundió en el asiento del copiloto y masticó con calma las últimas declaraciones del
doctor Thoresen.

Aprovechó los últimos días con sus padres sorbiendo cada segundo. Erik tuvo mala suerte y le
tocó ir al hospital los dos días del fin de semana porque estaba de guardia de llamada. Una pena,
porque disfrutaron de unos días claros de primavera, espectaculares, y pudieron trasladar las
actividades diarias al jardín.
Inés sacó una enorme manta impermeable y volcó los juguetes favoritos de los niños sobre
el césped. Magnus corría de aquí para allá, redescubriéndolo todo: las flores de colores, la hierba
demasiado larga, los brotes verdes en los árboles. Martina lo seguía a duras penas. Se sentó y los
contempló, alzando el rostro de cuando en cuando hacia la caricia del sol. Su madre se acomodó
junto a ella en el suelo.
—Están felices. No hay nada mejor que el aire libre para los niños —dijo Victoria,
arrobada con sus nietos—. Voy a echarlos muchísimo de menos. La Navidad está muy lejos.
Inés suspiró. Fantaseó si en algún momento de sus vidas podría reunirlos a todos, a toda su
familia, a la chilena y a la noruega, juntos en el mismo lugar. Pensó en su boda en Mallorca, en la
felicidad infinita de tenerlos a un abrazo de distancia.
—Lo sé, mamá. Pero esta semana ha sido maravillosa. Creo que los niños os necesitaban
—confesó al ver las dos cabecitas rubias corretear entre las flores y los arbustos—. Los veo
alegres. Más contentos. Hasta duermen mejor.
—Pero siguen levantándose por la noche. Ayer Magnus se despertó llorando —dijo
Victoria, clavando los ojos en ella—. Vino a nuestra habitación porque sabe que Erik es
inflexible. A veces me resulta demasiado duro con los niños.
Inés suspiró. Hundió los dedos en la hierba y tironeó de las briznas suaves.
—A veces, a mí también. Tenemos diferentes maneras de educar, es obvio —acabó por
decir. No tenía sentido mentirle a su madre, porque tampoco creía que aquello fuese un problema
—. Magnus es muy desafiante y Martina hace lo que le da la gana. Pero eso no me preocupa. Creo
que nos complementamos.
—No tiene paciencia y a veces los trata como si fueran sus iguales —dijo Victoria,
implacable—. Son muy pequeños, hija.
—Sí, pero no conozco a muchos padres que enseñen a esquiar o a nadar a sus hijos con la
dedicación con que lo hace él —rebatió con una sonrisa que decía a las claras que no estaba de
acuerdo—. O niños que hayan viajado por medio mundo, o que vean las estrellas por la noche y se
sepan los nombres de cada constelación. O que les cuenten cuentos siempre antes de irse a dormir.
—Eso es cierto —cedió al fin su madre, casi reacia—. Y juega mucho con ellos.
—Me preocupa más que Magnus se asuste y corra a esconderse cada vez que escucha un
ruido intenso o que Martina lloriquee y nos llame desde su camita cuando antes dormía sin
problemas en su habitación. —Poner en palabras hacía su preocupación todavía más real—. Creo
que el asalto del coche los afectó más de lo que pensaba. Y no solo a ellos. A Erik también. Esta
tarde llega el camión con el material. Mañana empiezan las obras de la habitación búnker.
Su madre la miró de hito en hito y ella se echó a reír.
—La habitación búnker. Así la llamo yo. El término técnico es «Habitación de seguridad»
o «Habitación del pánico» —explicó ante la cara estupefacta de su madre—. Íbamos a hacer las
obras en la nuestra, pero la empresa hizo un estudio y escogieron el despacho de arriba, el de la
claraboya, porque tiene una salida alternativa al exterior.
—¿Eso no la hace más vulnerable? Otra puerta de entrada es más riesgo, ¿no?
Inés negó con la cabeza. Ella había pensado lo mismo, pero los expertos consultados les
explicaron con claridad el porqué.
—Además de reforzar las paredes con hormigón y unas planchas de acero, se instalará una
puerta acorazada manual. Erik encargó también la puerta de la cocina y la de la entrada —dijo
Inés. Todavía le costaba trabajo asumir todos aquellos cambios, pero él seguía inflexible en su
postura. Había cedido en el tema del arma. En todo lo demás, no—. Una vez se cierran las
puertas, no es posible abrirlas salvo por dentro y con un código especial.
—No lo entiendo. ¿El despacho de la claraboya? —La miró con extrañeza e Inés alzo las
manos en un gesto de impotencia—. ¡Pero si las paredes son de cristal!
—No, mamá. Porque todos los cristales de la casa van a ser de cristal blindado. Y las
persianas, automatizadas y de alta seguridad —dijo Inés, desolada. Tendría obras en la casa hasta
el día del juicio final—. Eso, además de la alarma perimetral de sensor de movimiento, la de
infrarrojos, y las cámaras de seguridad.
—¡Joder! —barbotó Victoria en un exabrupto muy poco propio de ella—. Parece que no
solo a los niños los ha afectado más de lo que parece. ¿No es un poco exagerado?
—¡Exagerado es poco! —exclamó ella. Le relató a su madre el episodio de la
semiautomática en casa—. Estaba convencido de sacarse la licencia de armas. Incluso fue varias
semanas a prácticas de tiro.
—Se siente vulnerable. Y le pasó con los niños. Hasta cierto punto, es normal —dijo
Victoria. Inés agradeció que intentara comprender la postura de Erik—. ¿Cuánto tiempo van a
tardar las obras?
—En principio, un par de semanas. Yo me conformo con que estén listas antes de Navidad
—murmuró Inés, más para sí misma que para su madre. Según su experiencia, cualquier reforma
tardaba al menos el doble de la fecha inicial—. ¡Ahora que habíamos terminado por fin la casa!
—se lamentó con amargura.
Se despidieron en el aeropuerto sin fecha concreta para un reencuentro, no creía que se
vieran antes de Navidad. Magnus decía adiós en español y en noruego mientras Martina lanzaba
besos entre carcajadas, pero en el coche, de vuelta a casa, preguntaron varias veces por sus
abuelos.
Y Erik no había llegado aún del hospital. Un nudo de aprensión se instaló en su estómago.
Hizo un esfuerzo por disfrutar del resto de la tarde. Intentó hacer ejercicios de meditación; ensayó
una tabla de yoga con los niños en el jardín y acabaron los tres en el suelo entre risas.
Pero no terminaba de deshacerse de aquella corriente soterrada de ansiedad. Cuando el
enorme camión negro de EUROSECURITY rodó por la gravilla de entrada, supo por qué. Magnus
y Martina corrieron asustados a pegarse a sus piernas.
—¿Qué es eso, mamá? Parece un monstruo —dijo su hijo. Inés se agachó y los abrazó a
los dos, sorprendida por la fuerza con la que se aferraban a ella. Martina temblaba.
—Vamos a tener obras en casa. ¿Recuerdas que vino uno como este cuando hicimos la
piscina? —dijo con alegría forzada en la voz. Martina la perforó con sus ojos grises—. No pasa
nada. Es solo un camión. —Intentó acercarse con ellos hasta el enorme remolque, pero Magne se
quedó plantado en el sitio.
—Pero los camiones no dan miedo. Este camión da miedo —replicó él con su lógica
implacable ante el logo plateado sobre negro. Tenía razón. Era casi amenazador.
—¿Sabes qué significan esas letras? —Magnus las leyó con dificultad, muy serio—.
Security es «Seguridad» en inglés. Estos señores van a hacer que nuestra casa sea más segura.
—¿La casita no es segura? —preguntó con los ojos muy abiertos y expresión alarmada.
Inés maldijo en todos los idiomas que conocía, añadiendo el amplio repertorio noruego de Erik.
—¡Claro que es segura! Pero ahora lo será todavía más. ¿Ves esos paquetes tan grandes?
—Dos hombres con monos de color negro y letras plateadas descargaban enormes cristales
envueltos en un plástico protector—. Son ventanas. Nadie, nadie, nadie podrá entrar en casa si
nosotros no queremos.
Magnus ladeó la cabeza y pareció conformarse, pero cuando quiso moverse para
explicarles dónde debían colocarlos, volvió a la carga.
—¿Y el coche? Papá va a tener un coche nuevo. ¿Tu coche es seguro? —ametralló otra
vez. Martina seguía la conversación sin intervenir, pero con una mirada de ojos muy abiertos que
parecía decir que lo entendía todo—. No quiero otro coche. Me gusta tu coche blanco.
—Mi coche es muy seguro —dijo Inés con firmeza. Se agachó hasta ponerse a su altura,
encerró su rostro entre las manos y clavó la mirada en él—. Mamá tampoco quiere otro coche, y el
nuevo de papá es muy seguro también, ¿estamos?
—Vale —dijo muy bajito.
—Coche seguro —balbuceó Martina en algo que más bien sonaba a «choche cheguro».
—Todos estamos seguros. No va a pasar nada —siguió en un intento de terminar de
convencerlos—. ¿Vamos dentro a merendar?
Más bien intentaba convencerse a sí misma. Pero ¿por qué se sentía como si les estuviera
mintiendo? Erik tenía razón: no lo estaban. Santiago de Chile era una de las ciudades más
peligrosas del mundo y lo habían comprobado en su propia carne. Cerró los ojos para manejar el
pánico que le sobrevenía cuando recordaba lo que había pasado y, peor aún, lo que pudo pasar.
Tenía que ser sincera: a ella también le había pasado factura más de lo que quería admitir.
Decisiones difíciles

Inés tenía la consulta de Ecocardio fetal los lunes, pero el listado solía estar vacío porque veía a
las pacientes en la consulta privada. A Andrea se le debía de haber pasado el cabreo, porque se
encontró con cuatro pacientes citadas aquella mañana. Encendió el ordenador sin poder evitar una
sonrisa por su comportamiento infantil.
Eran procedimientos largos, laboriosos. Cada ecografía llevaba entre cuarenta y cinco y
sesenta minutos, y después debía informar a la mamá y a su pareja. Además de elaborar el
informe. Se encontraba inmersa en las imágenes de la última paciente cuando sonó el busca.
—Cardiología Infantil —contestó Inés al no reconocer el número.
—Soy yo —contestó Erik, acelerado—. Me dijiste que te avisara cuando fuese a informar
a la paciente del bebé con anencefalia. Estoy en Obstetricia.
—De acuerdo, gracias por avisar.
No quería dar la impresión a la paciente de que apresuraba las cosas para acabar y
marcharse a atender aquella llamada, de manera que completó las imágenes, terminó el informe y
explicó con calma el diagnóstico. Tenía tiempo de sobra para llegar a la reunión.
—¿Todavía no has entrado? —dijo al ver a Erik en la antesala de enfermería con su iPad
entre las manos. Le dio un beso rápido en la mejilla.
—No. Andrea tiene que valorarla primero. Mira. —Le mostró el índice de los artículos
que habían reunido entre los dos respecto al caso—. Ni una sola cirugía de estas características en
Chile. No quiero adelantar acontecimientos, pero…
Compuso una expresión admirada e Inés asintió. Chile no podía estar orgulloso de su tasa
de trasplantes en comparación con España. Para la mayoría de las personas, convertirse en
donante o tomar esa decisión en caso de familiares era algo todavía muy tabú. A Erik lo llevaban
los demonios cada vez que una persona joven fallecía en un accidente y su familia rechazaba la
posibilidad de donar sus órganos.
—Lo sé, Erik. Sobre todo, por lo escasísimos que son los donantes infantiles —dijo Inés,
completando la frase que él había dejado en el aire—. El Comité de Ética todavía está valorando
el caso, pero por lo que me ha dicho Andrea, si los padres mantienen su voluntad de hacerlo,
prevalecería su decisión.
—Entonces, solo queda informarlos de las opciones que tienen. Vamos.
Se levantaron al ver que la puerta se abría. Andrea parecía preocupada cuando se asomó
para invitarlos a entrar.
A Inés ya la conocían y Andrea se había encargado de decirles quién era el doctor
Thoresen y por qué estaba allí, así que las presentaciones fueron rápidas.
—Antes de hablar sobre alternativas y procedimientos, ¿hay algo en concreto que queráis
saber? —preguntó Erik. Los cinco se habían sentado en círculo en la pequeña salita. A Inés le
gustó la idea, era mucho más cálido y familiar que detrás de la mesa de un despacho—. Imagino
que estaréis llenos de dudas. La doctora Morán como pediatra y yo mismo, como cirujano,
estamos aquí para resolverlas. Si no conocemos las respuestas, las buscaremos. Pero es
importante que contéis con toda la información.
La pareja se miró unos segundos y Leticia asintió. Estaba nerviosa. Retorcía sus dedos
entrelazados y le temblaba la voz.
—¿Cuánto dura…? No. —Reformuló la pregunta, a todas luces dolorosa—. ¿Cuánto
tiempo podremos compartir con ella hasta que tengan que llevársela?
—Es una muy buena pregunta —se adelantó Inés al ver que Erik dirigía su mirada hacia
ella—. La doctora Garay ya os ha explicado que Eva puede morir en cualquier momento del
embarazo, ¿verdad? —Los dos asintieron. Inés percibió con claridad su angustia. La vio rodear su
abdomen prominente con las manos y recordó el miedo visceral que había sentido cada vez que la
incertidumbre la embargó durante sus propios embarazos. No podía ni imaginar lo que sería para
esta madre lidiar con la certeza de que su hija no viviría—. Si llega a término, el siguiente escollo
que hay que superar es el parto. Un veinte por ciento de los bebés con anencefalia fallecen en el
momento justo del nacimiento.
—Sí, Andrea nos ha informado de que la cesárea es una alternativa, pero prefiero no
someterme a una cirugía —razonó la mujer. El marido mostró su apoyo con una caricia sobre sus
manos—. He paridos tres niños antes sin ninguna complicación y mi recuperación es siempre muy
rápida. Así podré compartir el tiempo que pase con Eva con plena atención y no atontada por la
anestesia y el dolor. Que sea lo que Dios quiera, pero la niña nacerá por parto normal.
Inés asintió. Tenían las cosas muy claras. ¿No estarían redundando demasiado al hablar de
lo mismo? Pero el Comité de Ética había sido claro: se respetaría su decisión siempre y cuando
fuera total y completamente informada. Tenían que saberlo.
—Una vez nacida, dependerá de la integridad de su bulbo raquídeo. En circunstancias
normales, es la parte del sistema nervioso central que comunica el cerebro con la médula espinal.
—Inés le pidió a Erik el iPad y tecleó con rapidez la búsqueda de una imagen—. La regulación de
la respiración, el latido del corazón y la tensión arterial se alojan en esta zona y en los bebés con
anencefalia siempre está dañada en mayor o menor medida —dijo mientras señalaba en un
esquema las estructuras. Tuvo que hacer un esfuerzo para controlar su tono de voz. Desde que era
madre, informar de malas noticias con los niños se le hacía todavía más difícil—. A Eva le falta
toda la zona del cerebro y el cerebelo, pero no sabemos hasta qué punto su bulbo raquídeo estará
afectado. Eso puede darle desde unos pocos minutos, en la mayoría de los casos, hasta unos pocos
días en circunstancias excepcionales. Existen casos reportados de niños que han sobrevivido hasta
tres años, pero no con la gravedad de Eva.
—¿Sentirá dolor?
La ansiedad del padre relampagueó en el silencio del despacho con fuerza.
—No. No sentirá dolor. Para sentir dolor se necesita procesar el estímulo con la corteza
cerebral, y ella no tiene. Quizá hayáis leído que responden con movimientos cuando se pincha o
pellizca, pero es solo un arco reflejo. —Inés se esforzó en mantener la jerga médica al mínimo,
pero era complicado explicar un proceso tan elaborado con pocas palabras—. Sin cerebro no
podemos procesar la información de lo que vemos, escuchamos o tocamos. Quizá lo perciben,
pero no pueden interpretarlo. En todo caso, si tenemos la más mínima duda, la sedaremos. Sea
como sea, puedo aseguraros que no sufrirá.
—¿Podremos estar con ella en todo momento? Entendemos que no puede morir en casa —
dijo el padre, con serenidad y entereza—, pero nos gustaría que sus hermanos la acompañasen
también.
—Quiero puntualizar algo —intervino Erik. Había aprendido a modular el fuerte acento
noruego con un tono más suave y una velocidad más reposada—. Quiero recordaros que podéis
cambiar de opinión siempre que queráis. Si finalmente decidís no donar y vivir el proceso en
casa, es vuestra decisión.
—Estamos seguros, pero es bueno saber que existe una alternativa —dijo Leticia dejando
caer de sus labios una sonrisa débil—. Queremos que todo este sufrimiento tenga un propósito.
Que el dolor se transforme en alegría. La muerte, que pase a ser vida.
—Entonces tenéis dos caminos. Para Eva, solo podemos optar por dos tipos de donación:
donante vivo y donante en asistolia —explicó Erik, escogiendo con cuidado las palabras—. En el
caso de la donación en vida, suelen ser adultos que ceden libremente uno de sus órganos,
habitualmente un riñón, para un receptor compatible. —Hizo una pausa para comprobar que lo
seguían hasta ahí—. En la donación en asistolia, se realiza la donación de órganos tras comprobar
durante cinco minutos la ausencia completa de latido cardiaco y respiración espontánea.
—No entiendo. ¿Donante vivo? —Los dos exhibían expresiones confundidas y se miraron
—. Creíamos que los trasplantes se hacían siempre tras el fallecimiento.
Erik asintió y miró a Inés. «Ayúdame», leyó en sus ojos azules.
—En el caso de Eva, no podemos certificar la muerte cerebral. No habrá un
electroencefalograma plano que nos confirme su fallecimiento —explicó Inés con calma. Eran
conceptos habituales para los médicos, pero no para los pacientes—. Solo podremos certificar el
cese irreversible de sus funciones cardiorrespiratorias, que es la definición de asistolia que os ha
explicado el doctor Thoresen: cinco minutos sin latido y sin respiración —repitió para aclarar
bien la diferencia en los conceptos—. Pero esto tiene un precio: cinco minutos sin oxígeno ni
riego sanguíneo pueden suponer un daño muy importante para un órgano. Aunque se extraigan y se
conecten a una máquina que restituya la oxigenación y el riego, no siempre se recuperan.
—Entonces, todo esto no tendría sentido —intervino Leticia entre negaciones con la
cabeza—. ¿Cuál es la alternativa?
—La donación en vivo, aunque la definición tampoco es exacta en el caso de Eva —
prosiguió Inés. Se le apretó el nudo de ansiedad que llevaba sintiendo desde que Erik la llamó al
busca. Se tragó la bola de pinchos y enfrentó la situación—. Sé que para vosotros Eva está viva,
es un ser humano al que amáis y valoráis por lo que es: vuestra hija, la hermana de vuestros hijos,
un bebé deseado y buscado —explicó de manera asertiva. Aunque ella opinase de manera distinta,
debía respetar las creencias y los sentimientos de aquellos padres por encima de todo, y lo que
estaba a punto de decirles era muy doloroso—, pero según la ética científica, sin cerebro no existe
vida. ¿Entendéis la diferencia? —Inés esperó a comprobar que asentían—. Nada más nacer, se
conectaría a una máquina para mantener una oxigenación y perfusión óptimas. Se canalizarían vías
venosas y se administrarían medicamentos para aumentar su tensión arterial; de este modo, los
órganos estarían en perfectas condiciones para los trasplantes.
—No. No queremos máquinas. De ninguna manera. Queremos que la naturaleza siga su
curso y que se vaya de este mundo cuando Dios lo quiera. A partir de ahí —dijo el padre con
determinación férrea—, se hará con sus órganos lo que tenga que hacerse, pero no prolongaremos
su vida de manera artificial solo para que se obtengan órganos con mejores condiciones.
—Quiero que Eva muera acompañada, en mis brazos —murmuró la madre, incapaz de
contener el llanto—. Andrea nos habló de una orden de no reanimación, ¿eso no incluye limitar
todas esas intervenciones médicas?
—Así es —continuó Inés. Miró a Erik, pero recibió un «tú eres mucho mejor que yo en
esto, ya sabes lo que opino» que la obligó a seguir—. Entonces, la donación en asistolia es lo que
más se acerca a lo que queréis para ella. Puede que no todos los órganos sean aptos para
trasplante, pero algunos sí, y eso es lo importante.
—No quiero que la conecten a una máquina y la llenen de tubos —sollozó Leticia. Se
derrumbó en brazos de su marido y lloró con un desconsuelo que le partió el corazón. Andrea
miraba hacia el techo, con las lágrimas brillando en sus ojos. Erik parecía impasible, pero ella
sabía que estaba afectado. Apretaba los puños escondidos en los brazos cruzados y parecía vibrar
por la tensión—. ¿Podemos pensarlo unos días?
—Podéis tomaros todo el tiempo que necesitéis —dijo Erik. Ni Andrea ni Inés fueron
capaces de hablar—. Después podremos hablar de procedimientos quirúrgicos y las posibilidades
de trasplante. Este es el número de mi busca de llamadas —dijo, escribiendo en una cuartilla del
San Lucas su nombre, apellidos y número de móvil del hospital—. Cuando estéis preparados,
volveremos a reunirnos.
—¿Podemos quedarnos durante unos minutos aquí? Leticia está… —No completó la frase.
Demasiado alterada. Era obvio para todos.
—Claro —contestó Andrea. Se puso de pie y Erik y ella la siguieron—. Os dejaremos
solos. Avisaré a la enfermera por si necesitáis algo.
Salieron al pasillo en silencio. Estaba vacío. Todo el personal estaba en la cafetería o en
el comedor. Inés se apoyó en la pared y soltó el aire que llevaba reteniendo desde que salió de la
consulta.
—Qué difícil es todo. Y qué triste —resumió.
—A veces creo que es peor darles información —añadió Erik. Se cruzó de brazos y negó
con la cabeza—. En este caso no hay nunca buenas noticias. Es elegir lo malo o lo menos malo.
—Y eso no es todo —dijo Andrea en voz baja. Rehuyó la mirada de ambos y fijó los ojos
en el suelo—. Espero que no signifique nada, pero tiene bastante alta la tensión arterial.

Claro que estaba afectado. Cuando fueron a buscar a los niños a la guardería, Erik los abrazó tan
fuerte que Martina protestó airada. Agitó los bracitos para desasirse de su agarre. Magnus no. Se
aferraba a su padre con la misma intensidad.
Inés cogió a su hija en brazos y miró a la profesora en busca de una explicación.
—Ha llorado un poquito. Dice que el coche no es seguro. Y que echa de menos a sus
abuelos —dijo la chica con una sonrisa. Forzada. Y aquella voz de pito que se le antojaba casi
diabólica—. La verdad es que los dos han pedido estar en brazos todo el rato.
—¿Llorar un poquito? —dijo Erik con voz glacial. Los dos niños tenían los rostros
hinchados y los ojos enrojecidos. Magnus todavía sorbía los mocos con réplicas de sus sollozos
—. Cuando sea así, prefiero que nos llaméis por teléfono.
—Disculpe, señor Thoresen. Lo pensé, incluso se lo dije a la directora —se excusó la
chica con tono contrito—. Pero sabemos que los dos son médicos y que están muy ocupados en el
hospital. Les dimos muchos mimos y los consolamos como pudimos. Aunque sé que no es lo
mismo.
—Está bien —intercedió Inés. Erik tenía cara de querer arrancarle la cabeza—. Pero, por
favor, llamadnos la próxima vez. Nos vemos mañana.
Erik ni se despidió. Llevó a Magnus abrazado a su cuello como un koala mientras que ella
conversaba con Martina sobre su día. Se montaron en el coche después de negociar un paseo por
la finca con Loki al llegar, porque Magnus no quería desprenderse de su padre.
—Este coche no es seguro. Mamá dice que sí, pero no es —decía Magnus, enfurruñado.
Erik la miró con un alzamiento interrogante de cejas, pero esperó a que se durmieran para
explicarle.
—Está preocupado desde que vio llegar el camión. Le conté que habría obras en casa para
que fuese más segura y creo que metí la pata —se lamentó Inés. Chascó la lengua con fastidio y
acabó por apagar la radio, que emitía Happy people de R.E.M. No estaba para fiestas—. Lo
primero que me preguntó fue si es que la casa no lo era.
—Te creo. Me preguntó lo mismo cuando fuimos juntos a buscar el Audi al concesionario
—dijo Erik. Uno. Dos. Tres. Cuatro…comenzó la cuenta—. Y tiene razón. Tu coche no es seguro.
Y no lo digo solo porque no es blindado. Tiene más de diez años y las medidas de seguridad en
carretera han mejorado mucho en este tiempo. Deberías cambiarlo.
Inés soltó una risita. Había ganado la apuesta que había hecho consigo misma de que no
llegaba hasta diez sin que Erik hubiese sacado el tema. Otra vez. Y la respuesta seguía siendo la
misma.
—Yo no tengo ningún interés en un coche igual que el de Angela Merkel —replicó ella—.
Ya me parecía obsceno gastarnos ciento cincuenta mil euros en un coche, imagina lo que pienso
por gastarlo en dos.
—Kjaereste, se razonable. ¡Es un Audi A8 e-tron Sportback 55 quattro, edición black line!
—dijo Erik sin esconder su entusiasmo. Cuando se trataba de automóviles era como un niño
pequeño—. Ya pueden asaltarme con una Kalashnikov, que el cristal blindado resistirá. Yo no le
miento a mi hijo cuando digo que es seguro.
Auch. Eso había sido un golpe bajo. Cerró la boca y Erik sonrió lleno de razón al ver que
no decía nada. Aquello era absurdo.
—Erik, mi coche de diez años, con sus rascazos y sus abolladuras no llama la atención.
Nadie va a querer robarlo. —Necesitaba hacerle entender su punto de vista. Otra vez se
encontraba con que Erik creía que la única manera correcta de hacer las cosas era la suya—. Un
Audi, blindado y eléctrico, o un BMW como el que tenías antes, está diciendo a gritos: «¡Mira mis
millones! ¡Mira mis millones! ¡Ven a asaltarme!» —dijo con voz burlona, agitando la mano que no
usaba para llevar el volante.
—Di lo que quieras. Lo más importante para mí es la seguridad de mi familia —dijo,
cruzándose de brazos para dar por terminada la conversación.
Llegaron a casa. Erik se bajó primero con los niños e Inés se tomó un minuto. Apoyó la
cabeza en el respaldo, cerró los ojos y respiró por fin con alivio. Pero por poco tiempo, porque
parecía que en su jardín había estallado una bomba de racimo.
—Pero ¿qué ha pasado aquí? —gimió al ver los cristales rotos tirados junto a la entrada,
los restos de material ordenado, sí, pero ocupando una buena parte del porche y el suelo de la
entrada lleno de un polvillo blanco y fino.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Hay un agujero en el techo! —dijo Magnus a gritos con un tono
alarmado.
Inés corrió a ver lo que pasaba mientras escuchaba a Erik haciéndolo callar.
—¡No preocupes a mamá! —le decía en noruego. Tenía a Martina en brazos y a Magnus
bien agarrado de la mano para que no tocase ninguna de las peligrosas herramientas esparcidas
por el pasillo. Aquello parecía el escenario de una película de terror.
—Dios mío —gimió Inés. Su habitación. Su templo del placer. La cómoda con la lencería.
El secreter. El vestidor con toda su ropa. Todo había desaparecido bajo los plásticos protectores
—. Pero ¿no se suponía que en un día iban a terminar?
—Eso digo yo —dijo Erik con voz letal. Se giró hacia el jefe de obra y director de
seguridad.
—Lo siento mucho, señor Thoresen. Las ventanas están bien atornilladas y nos ha dado
bastante trabajo desmontarlas —se excusó, mientras señalaba a dos trabajadores nivelando con
cemento los bordes. La escalera donde estaban subidos se apoyaba en un trozo de tela que no
alcanzaba a proteger la tarima de madera—. Dejaremos su habitación terminada hoy, pero nos
llevará más tiempo de lo previsto.
El ruido infernal de una taladradora perforando hormigón penetró por sus tímpanos.
Martina se echó a llorar y fue más de lo que Inés pudo soportar. Sorteó herramientas, materiales y
uniformes de protección —un casco, unas gafas de plástico, un par de guantes—, esparcidos por
el suelo. Abrazó a su hija y susurró palabras de paciencia. ¿Dónde coño refugiarse? Se metió en la
cocina y cerró la puerta. El sonido se amortiguó un poco, pero le entraron ganas de llorar.
Sentó a Martina en la trona, le peló un plátano y empezó a preparar la merienda. Erik entró
poco después y no pudo evitar la mirada asesina.
—Lo siento, liten jente. Me aseguraron que estaría listo a mediodía —dijo con fastidio
más que evidente. Magnus no paraba de repetir que el agujero no era seguro—. Ya basta, Magne,
calla un poco. Tienen que poner los paneles, asegurar el acero y comprobar la puerta. Lo dejarán
terminado hoy, pero…
—¡Hay cristales! ¡No son seguros! —interrumpió otra vez, tirando de la tela de sus
pantalones. Erik lo subió a la silla frente al plato con cereales.
—Magnus, papá está hablando con mamá. Come la merienda y después damos el paseo
que te prometí —intentó distraerlo con los cereales y el chocolate. Después la miró a ella—.
Terminarán hoy, pero tarde. Más allá de las diez. ¿Qué hacemos?
Inés suspiró. Abrió un Toblerone de los gordos y ni siquiera partió un trozo. Le dio un
mordisco directamente a la barra y comenzó a masticar. Necesitaba azúcar. Toneladas de dulce.
Un gin-tonic. Un anillo de diamantes. Un viaje al Caribe y un buen polvazo. No aceptaría menos
en compensación por todo aquel caos.
—La casita no es segura. Tiene un agujero en el techo. Y hay desconocidos —repetía
Magnus en barrena. Martina estaba nerviosa. Dejó de comer y comenzó a tirar los cereales uno a
uno al suelo. Inés los ignoró.
—No podemos dormir aquí. Vámonos a mi piso. Es lo mejor —resolvió por fin Inés.
—Kjaereste, ¿a tu piso? ¿Hace cuánto tiempo que no entras ahí? Años —intentó razonar
Erik. Ella entornó los ojos al percibir su irritación—. Vamos mejor al ático. Al menos tenemos
algo de ropa de los niños.
—¿Y qué hacemos con Loki? ¿Lo llevamos o lo dejamos?
Erik lo pensó un segundo y negó con la cabeza.
—Lo dejaremos aquí. Berta viene mañana y…
—¡No! ¡Loki viene!, ¡Loki viene! —comenzó a gritar Magnus. Se tiró de la silla al suelo,
le dio una patada y soltó un grito todavía más fuerte.
—Magnus, vaer stille of hold kjeft allerede![9] —bramó Erik, totalmente fuera de sí. Su
hijo se arrodilló y lo contempló con tal rabia que dio un paso atrás.
Inés lo vio en cámara lenta. Cómo cogía impulso y dirigía su frente hacia el suelo entre
gritos propios, de su padre y de su hermana. Empujó a Erik a un lado y se abalanzó sobre él para
contenerlo. Solo alcanzó a darse un cabezazo contra el mármol, pero se abrió una brecha en la
frente y empezó a sangrar. Al ver la sangre, se puso histérico a bracear y a dar patadas. Un obrero
entró en la cocina para ver qué pasaba, Erik lo echó a gritos también.
—¡CALLAOS TODOS DE UNA VEZ! —estalló Inés.
Erik cerró la boca con un gesto brusco. Martina abrió los ojos grises como platos y dejó
de gritar de inmediato también. Magnus rompió a llorar desconsolado. Inés lo abrazó y lo meció
entre sus brazos. Su blusa blanca se empapó de lágrimas y de sangre.
—Kjaereste, Beklager[10] …—susurró Erik, con el rostro demudado por la impresión. No
se daba cuenta de que le hablaba en noruego. Tendió una mano hacia ellos, pero Magnus se puso a
gritar.
—Pídele perdón a tu hijo, no a mí —replicó desabrida—. Así no ayudas. El botiquín está
en la alacena de encima de la nevera, donde está el termómetro. Tráemelo.
—Mamma…mamma… —lloriqueaba muy bajito Magnus. Después del estallido de
energía, se dejó caer en sus brazos como un muñeco de trapo. De entre el telón de su flequillo
empapado en sangre se veían sus ojos azules y brillantes, llenos de lágrimas.
Lo curó con cuidado. Habría que darle un par de puntos, pero por ahora bastarían unas
tiritas de aproximación. Se dejó hacer, relajado, sin protestar. Martina no había comido ni una
galleta y en el suelo estaban esparcidos como una lluvia de confeti todos los cereales.
—Primero llévame al San Lucas. Le he mandado un mensaje a Hugo —siguió dirigiendo
Inés con un tono neutro y desprovisto de emoción—. Después iremos al ático. Mientras lo cosen
en Urgencias, pide un par de pizzas. Loki se quedará aquí, porque no podemos encerrarlo en un
piso. Además, es el guardián de la casita. ¿De acuerdo? —Miró a Magnus muy seria y su hijo
asintió.
Erik salió de la cocina en silencio. Inés recogió lo imprescindible para pasar una noche
fuera de casa con Magnus pegado a sus piernas y Martina en brazos. El ruido de los trabajadores
martillando, cortando con la radial el metal y colocando las placas de acero en la habitación la
estaban volviendo loca, pero logró mantener la cordura. Cuando por fin se marchaban , Magnus se
plantó frente a la puerta abierta del coche como si quisiera echar raíces allí.
—Este coche no es seguro. Quiero el coche de papá.
Inés quiso golpearse ella misma la cabeza contra el cristal. Erik alzó las cejas. «Lo dejo
en tus manos».
—De acuerdo. Vámonos, por favor. No abráis la boca. Necesito cinco minutos de paz.

Era tarde, casi las nueve de la noche. Los niños deberían estar en la cama, pero tras la semana de
libertad con los abuelos, todavía no habían retomado la rutina. Cayeron como piedras en las
sillas. No había tráfico y la conducción se hizo fluida. Inés apoyó la cabeza en el respaldo y cerró
los ojos durante unos segundos. Aquel asiento era una maravilla, parecía abrazarla. Podría dormir
veinticuatro horas seguidas. Erik programó Sade en el sistema de sonido.
—Gracias, grandullón —murmuró exánime. Le acarició el muslo por encima del pantalón
vaquero.
Él no contestó. Seguía sumido en un mutismo tenso desde que Magnus se había abierto la
frente contra el suelo.
—Erik, no pasa nada. Magnus es así, intenso. Apasionado. Demasiado espabilado para la
edad que tiene —intentó consolarlo con el masaje en la nuca que siempre lo confortaba, pero él
negó con la cabeza—. Como tú.
—Soy un padre de mierda, kjaereste. Te juro que le habría dado un par de azotes en el
culo para hacerlo callar —confesó con una angustia que a Inés le traspasó el corazón—. Y si un
día… —Tragó saliva—. ¿Y si un día no me contengo? Tú lo has visto. Me has visto cuando pierdo
el control. Svarte helvete, no me lo perdonaría jamás. Y sé que Magnus tampoco.
Inés tomó aire y lo espiró. Buscó las palabras con microscopio. Las escogió con precisión
quirúrgica. No quería hacerle daño con ellas, pero tampoco minimizar el tema.
—Erik, eres un padre maravilloso. Tus hijos te adoran. Juegas con ellos, les cuentas
cuentos, les enseñas las estrellas, los llevas hasta el fin del mundo, te desvives y vives por ellos
—comenzó Inés con lo bueno. Los ojos azules destilaban derrota, abatimiento—. Hoy hemos
tenido un día de mierda: tú y yo hemos discutido, y cuando por fin hemos llegado a casa, parecía
la maldita zona cero de un bombardeo.
—No tengo excusas.
—Escúchame. Es normal que pierdas la paciencia. Solo necesitas contar con más recursos
cuando las situaciones se salen de control —intentó confortarlo Inés. Pero Erik estaba
desencajado. Sus labios, apretados en una línea fina, permanecían herméticos. Todos sus músculos
estaban en tensión—. Magnus es un niño muy sensible. Más de lo normal. ¿Te acuerdas de cuando
la pediatra de Tromsø nos habló de los niños de alta demanda?
Por fin consiguió un destello de interés en su mirada e Inés aferró con cariño, pero con
firmeza, su melena.
—Magnus es intenso para todo. Para aprender, para explorar el mundo y maravillarse,
para amar y ser generoso… y para cabrearse —intentó explicar. Recordó todo lo que había leído
sobre los niños de alta demanda y comenzaba a sospechar que Magnus no se quedaría solo en eso.
Había más—. Es un niño especial, como tú también lo eras. ¿Recuerdas lo que nos dijo Jana en
vacaciones? ¿Que tú eras igual?
—Sí.
—Ella se lamentaba de que nunca consultó con un especialista que pudiese guiarlos a ella
y a tu padre para que las cosas fueran un poco más fáciles contigo. —Inés se mordió el labio. Se
sentía insegura, pero no quería caer en los mismos errores. Jana podía tener razón—. ¿Crees que
deberíamos pedir ayuda?
Erik la miró sin entender. Pero algo comenzaba a abrirse paso en su entendimiento y los
engranajes de su mente empezaron a rodar. Las líneas de su frente se profundizaron.
—¿Te refieres a un psicólogo?
Inés asintió. Lanzó una mirada por encima de su hombro, pero las sillas a contramarcha no
permitían una visual directa de sus hijos. Solo veía las cabecitas rubias apoyadas en los
respaldos.
—O un neuropediatra. No quiero caer en el error típico de que, por ser médicos, estemos
pasando algo por alto —dijo Inés angustiada.
—En casa de herrero, cuchillo de cartón —murmuró Erik.
Pese a la seriedad del momento, Inés se echó a reír con ganas.
—¡Cuchillo de palo! Me encanta cuando metes la pata con el castellano. —El lapsus
sirvió para distender un poco el ambiente y los dos sonrieron—. Aunque es verdad que cada vez
lo hablas mejor. Mira. Ya se ven las luces del San Lucas. ¿Te encargas de la pizza, entonces?
—Claro. Te dejo con Magnus en la puerta. Yo prefiero no estar —confesó Erik con
sinceridad—. No quiero… No quiero que asocie este momento conmigo. Además de que, hagan lo
que hagan con la sutura, me va a parecer mal.
Inés se bajó del coche y cogió a Magnus en brazos. Él se desperezó y parpadeó,
desorientado.
—Vamos a arreglar la pupa de la frente, ¿vale? El tío Hugo te está esperando en el hospital
—explicó Inés con una sonrisa, aunque estaba aterrorizada—. Papá y Martina van a aparcar el
coche y después vendrán a recogernos.
—¿Y tomaremos pizza? Tengo mucha hambre —dijo soñoliento. Se rascó la frente y
compuso un puchero—. Y tengo pupa.
—Vamos. Terminaremos enseguida. —Lo abrazó con fuerza y se tragó sus miedos—. Ya
verás qué genial es esta parte del hospital.
Hugo no indagó demasiado en el motivo de la herida, tenía tres huracanes en forma de
hijas. Lo sedaron con un poco de óxido nitroso y gel anestésico, y en menos de dos minutos tenía
tres puntitos de sutura en el centro de su frente, tapados por el flequillo rubio.
—Quiero ver —dijo tras despertar, un poco desconcertado.
—No es nada. Vamos, que papá y Martina nos están esperando. —Apartó la manita de su
hijo, que quería palparse la frente y la besó con cariño—. No se toca, ¿vale? Hay que dejar que se
cure la herida.
—Pero quiero ver. ¿Cómo funciona? ¿Ya no hay sangre? —preguntó con los ojos azules e
inquisitivos. Inés suspiró y puso su móvil delante de su cara. Él se tocó los latiguillos de la seda.
—Tengo pelitos. Quiero sacarlos. ¡Tengo una herida! —añadió nada contento.
Sujetó sus dedos y se arrodilló junto a él. Lo abrazó con fuerza, sabía que era la única
manera de aplacarlo. Lo sostuvo hasta que la tensión abandonó su cuerpecito y se acurrucó laxo en
el hueco del cuello.
—Magnus, no se tocan las heridas. Cuando tú construyes con los Legos, no quieres que
nadie toque tus piezas, ¿verdad? —Él negó con la cabeza y la miró con el ceñito fruncido—. Si
tocas las piezas, se cae el castillo. Ahora tu cuerpo está construyendo un trocito de frente nueva. Y
no queremos que se caiga. —Volvió a negar con una sonrisa y asintió—. Gracias, Hugo. Sé que
podría haberlo hecho el residente —dijo Inés al despedirse del equipo.
—¿Sabiendo que es hijo de Erik Thoresen? No hay residentes en un kilómetro a la redonda
de Urgencias—respondió riendo su amigo—. Si él no quiere retirar los puntos, acercádmelo y los
quitaré yo en un minuto dentro de una semana.
—Eres muy valiente, Magne. Estoy orgullosa de ti —dijo Inés mientras salían por la
puerta de Urgencias, ya de camino hacia el ático—. Vamos. ¿Tienes hambre? Papá nos espera con
una pizza.
Su hijo asintió y metió los dedos en la concavidad de su mano. Inés soltó el aire que no
sabía que tenía retenido en sus pulmones. Respondió con paciencia al torrente de preguntas de
Magnus provocadas por su nueva experiencia, pero en su subconsciente seguía dándole vueltas a
la idea de que quizá se les estaba yendo de las manos la manera en que Magnus reaccionaba ante
algunas situaciones, y el modo en que Erik se enfrentaba a la frustración de su hijo.
Salió de dudas cuando Erik, con los niños ya dormidos entre ellos en la enorme cama del
ático, susurró en la oscuridad.
—Hablaré con la doctora Fuentes. Ella me recomendará a alguien fuera del hospital.
Reunión trimestral

Entre la panzada de hidratos de carbono con la enorme pizza familiar y el agotamiento por el día
de locos, cuando el móvil sonó a las seis de la mañana, nadie se movió. Erik lo apagó de un
manotazo, se dio media vuelta en la cama y siguió durmiendo.
Inés lo hizo una hora después, desorientada. Tardó unos largos segundos en entender que
estaban en el dúplex. Recogió su móvil del suelo. Alcanzó a ver que eran las siete y once minutos
antes de que muriera por abandono de funciones. Por supuesto, su cargador seguía en la otra casa.
Mierda.
—Erik, ¡despierta! Vamos a llegar tarde. —Él se desperezó como un oso saliendo de mitad
de una hibernación—. Tú con Magnus. Yo con Martina.
Más le habría valido hacerlo al revés. O no. A la enésima pregunta, tras las de dónde
estaban las prendas de ropa, los cereales de los niños, los cepillos de dientes, para localizar la
mochilita de la guardería, Inés estalló.
—¡No lo sé! ¡Búscalo tú! —Dejó de correr de un lado para otro vistiéndose ella, a su hija
y ayudando a Erik. Reprimió el «¡joder!» cuando ya siseaba entre sus dientes—. Yo tampoco estoy
aquí desde que nació Martina. Tú te quedas de vez en cuando en las guardias de llamada.
—¡Al menos hay cosas de comer! —se defendió él, ofendido por su respuesta—. ¡Y eres
tú quien ha hecho el equipaje para venir!
—No se pelea —intervino Magnus con voz preocupada. Esperaba ya en la puerta de
entrada con su hermana de la mano y el mandilón puesto, repeinados y los ojos llenos de
preocupación.
Inés suspiró. No podían empezar el día así. Se acercó a Erik, lo abrazó pese a notar una
resistencia inicial y lo besó en los labios.
—No pasa nada. Nos hemos quedado dormidos. Erik, vamos a dividir tareas o los dos
llegaremos tarde —dijo Inés con un tono suave, aunque un poco forzado—. Tienes que revisar
algo del quirófano antes de la reunión, ¿verdad?
—Sí, como siempre —afirmó él, fastidiado por no haber sido él quien diera el primer
paso.
—De acuerdo. Tú ve al San Lucas. Yo llevaré a los niños a la guardería y llegaré
directamente a la reunión. —Subieron al ascensor y Magnus y Martina disfrutaron de hacer
muecas frente al espejo y ponerlo perdido también—. Llamaré a Anita por el camino para que me
cuente las novedades.
—No pensaba ir. A la reunión —aclaró Erik con fastidio. No supo muy bien qué cara le
puso, pero el mensaje le llegó con claridad—. De acuerdo, ahí estaré. Tienes razón. Es la reunión
de cierre de trimestre y es importante. Estaré allí.
Increíble. Tan solo llegaron tarde diez minutos. La verdad era que el ático estaba muy bien
situado. A un tiro de piedra de la guardería y también del San Lucas. Avisó a la profesora de la
herida de la frente de Magnus, les dio un enorme abrazo y un beso a sus hijos y condujo hasta el
hospital. Retraso total acumulado, veinte minutos. La reunión estaría a punto de empezar y ella
habría querido hablar primero con Mara, Til y Jimena. Se dio cuenta de que tampoco había
llamado a la secretaria. Se encogió de hombros y taconeó por el pasillo de Dirección pensando en
lo mucho que había cambiado. Hacía seis meses, se habría angustiado y flagelado por no haber
sido más previsora. Ahora, tenía asumido que a veces no quedaba otra que improvisar.
Entró en la sala de reuniones. Lo bueno que tenían aquellas juntas trimestrales era que solo
participaba la dirección del hospital. Solo se trataban temas económicos y se revisaban los
balances. Inés había encargado un pequeño catering para los seis, y Anita ya había servido los
cafés cuando se sentó.
—Bien, doctora Morán. Supongo que estará impaciente por conocer si sus cambios en la
dirección del San Lucas han surtido algún efecto —dijo Mara en inglés, siempre directa y al grano
—. Tenemos el balance de los meses de septiembre, agosto y julio y ya podemos observar una
tendencia.
—Supongo que las vacaciones que nos tomamos en agosto pudieron influir negativamente
—intervino Erik, algo preocupado. Se habían marchado un mes y a la vuelta habían pagado las
consecuencias—. También los días festivos de septiembre.
Til negó con la cabeza y sonrió.
—No, doctor Thoresen. Los cambios en las partidas presupuestarias realizadas por la
doctora Morán desde su incorporación están rindiendo sus frutos. —Encendió el proyector y
mostró el gráfico, con una línea ligeramente positiva de las ganancias del hospital respecto al
gasto—. Pero eso no es lo mejor. Mara, sigue tú.
—Se han realizado encuestas de satisfacción entre los pacientes, sus familiares y el staff.
En el primer y el segundo grupo, el grado de satisfacción es alto, y muy alto en relación a la
calidad asistencial —informó la mujer con una nueva diapositiva. Mostró varias columnas.
—Esto ya era así el año pasado. Los pacientes saben que aquí recibirán cuidados de
primera —dijo Erik. Inés entornó los párpados. ¿Estaba celoso? No. No podía ser.
—Por supuesto, doctor Thoresen —dijo Til con una sonrisa aquiescente—. La novedad
está en el staff. El grado de satisfacción respecto al mismo periodo del año anterior ha pasado de
ser de suficiente de media, a alto o muy alto. Enhorabuena, doctora Morán. Ha conseguido elevar
la percepción de sus colegas en casi todos los grupos.
—¿Enfermería? —preguntó. Necesitaba saber en qué grupos tenía la mayor oposición.
—No, de hecho, Enfermería ha calificado la satisfacción del personal como muy alto. Las
peores valoraciones vienen de los servicios quirúrgicos —dijo Mara con voz neutra, desprovista
de cualquier emoción—. Urología, Digestivo y… Cirugía Cardiovascular. Otorrino y Obstetricia
salen de la tendencia y la categorizan como suficiente.
—¿Cardiocirugía está insatisfecha? —No lo podía creer. Clavó los ojos en Erik, pero él
se encogió de hombros.
—Yo no participo en la encuesta, Inés. Te has ganado muchos enemigos al echar atrás la
compra del Da Vinci —explicó él, desabrido. Se volvió hacia el equipo económico y la dejó con
la palabra en la boca—. ¿Qué hay del Leonardo? Si tenemos superávit, tenemos que reflotar las
negociaciones.
Esta vez fue Jimena, la contable, quien tomó la palabra.
—Las cuentas están saneadas. No se ha tenido que inyectar capital desde fondos externos
de Industrias Thoresen y el hospital es solvente —anunció la mujer. Erik sonrió, triunfante—. Pero
sigue sin haber dinero para todo. Los proyectos más urgentes y de mayor envergadura son la
reforma en Neonatología para la creación de las habitaciones de hospitalización conjunta y
ampliación del paritorio.
—El Da Vinci supone una reducción de los días de hospitalización del postoperatorio
entre un veinticinco y un treinta por ciento. ¡Se amortizará la inversión en un par de años! —gruñó
Erik al entender que volvería a perder. Lanzó una mirada rápida a Inés, que permaneció con la
boca cerrada. ¿Qué demonios le pasaba a Erik con el puñetero Da Vinci? Comenzaba a odiar al
puto robotito con toda su alma—. El dinero para esas reformas es a fondo perdido. No aumentará
el número de ingresos ni de partos.
—Es cierto —admitió Inés sin sonreír—. Pero mejorará la atención de nuestros
prematuros y recién nacidos más graves, ofrecerá un valor añadido que no tienen en ningún otro
hospital y humanizará el trato con los niños y sus familias.
—Hemos elaborado de manera conjunta un análisis DAFO[11] y el resultado es muy
parecido, aunque con tiempos distintos: las inversiones son similares, más fuertes en el caso del
robot —explicó Jimena, que tomó el relevo del puntero laser sobre la pantalla—. La ventaja del
Da Vinci es que los quirófanos están preparados para recibir el equipamiento y el uso de ellos
comenzaría de inmediato.
—¡Por eso! —interrumpió Erik, alzando las manos—. Tengo a varios cirujanos
formándose, yo mismo he superado la curva de aprendizaje. Tenemos que empezar con el proyecto
o todo el tiempo y dinero invertidos no servirán para nada y se perderá.
—Por otro lado, el volumen de cirugías será inicialmente muy bajo, mientras que el
mantenimiento y los recambios tienen un coste muy elevado…
—Tengo solución para eso. Compraremos cuatro Leonardos. Tres robots quirúrgicos y uno
de simulación —soltó Erik. Inés parpadeó tres o cuatro veces, alucinada. Erik le había comentado
como de pasada, en el avión de vuelta desde Bilbao, que era lo que habían hecho en el Cruces—.
He iniciado conversaciones con Intuitive Surgical y el de simulación es prácticamente sin coste.
Nos acreditaríamos como centro de formación en cirugía robótica y tendríamos otra fuente de
ingresos a través de cursos exclusivos. Uno de los robots se instalaría en Oslo. Los otros dos,
aquí.
—Lo tienes muy bien pensado. ¿Cuándo ibas a decírmelo? —barbotó Inés al fin.
Su pregunta no se escuchó. Erik redoblaba esfuerzos para lograr el visto bueno del equipo
económico. Mara, Til y Jimena revisaban la información impresa mientras Erik explicaba con
vehemencia y punto por punto el estudio realizado. Inés carraspeó.
—Los servicios de Obstetricia y Pediatría han sido, históricamente, relegados de las
inversiones en el San Lucas y necesitan un buen lavado de cara. Las instalaciones están obsoletas
—interrumpió, harta de que la ignorasen—. Cirugía tiene un volumen de ingresos mayor, es cierto,
los días de estancia también son más elevados. —¿Querían datos concretos? Les restregaría todos
y cada uno de los datos que había extraído gracias a sus conocimientos y un trabajo de seis meses
que implicaba a todos los servicios—. Pero la rotación de pacientes es mucho mayor, solo con los
ingresos de los partos normales y los recién nacidos sanos se equilibra la estadística. Por no
hablar de que son los pacientes ideales porque generan un gasto mínimo. Un paritorio moderno,
confortable y bien equipado tendrá un efecto llamada. Y si las cosas se complican, podremos
atenderlos en una unidad de Neonatología de primer nivel.
Se enzarzaron en una discusión de pros y contras sin llegar a ningún sitio. Erik permanecía
inflexible, sin dejar ni el más mínimo margen para la negociación. Inés intentaba vadear las aguas
con propuestas más que razonables, pero Erik quería el maldito Da Vinci y no iba a parar hasta
conseguirlo.
—Si el equipo económico no lo aprueba, realizaré una transferencia directa desde
Industrias Thoresen para echar a rodar el proyecto antes de Navidad —dijo para dar por
finalizada la reunión.
Genial. Erik acababa de pasarle por encima como una maldita apisonadora.
Inés se marchó de allí dando un portazo con la excusa de que llegaba tarde a la consulta.
Cosa que era verdad. Erik la llamó por teléfono un par de veces, pero le colgó. Estaba cabreada.
¿Por qué no le había dicho nada? Estaba claro que llevaba fraguando todo aquello desde que
volvieron de Mallorca. Quizá desde antes.
Trabajó sin descanso con las ecografías, pasó visita a los pacientes de planta, contestó las
interconsultas. No miró su móvil, pese a que le quemaba en el bolsillo de la bata, ni una sola vez.
Solo se detuvo para tomarse un café, pero cometió el error de bajar a la cafetería. Era la hora de
comer y estaba de bote en bote. Suspiró. Ahora ya estaba allí.
Pidió un sándwich de jamón y queso caliente para salir del paso y se refugió en una mesa
apartada en el rincón. Sola. Mejor. No le apetecía poner buena cara cuando lo que quería era
coger un bate de beisbol y echar abajo el edificio. Las conversaciones le llegaban entrelazadas
unas con otras. Entre los retazos de palabras, captó un «doctora Morán». Quizá la estaban
llamando, y buscó al dueño de la voz sobre la cafetería atestada de gente. Consiguió separar el
hilo de la conversación.
—… se cree que con palabras dulces y caramelitos va a ir comprando a todo el personal.
Es una zorra. Por un lado, sonríe. Por el otro, te la mete hasta el fondo —dijo Urrutia en un tono
que pretendía ser bajo, pero que a ella le llegó con total claridad—. ¡Si se la ha metido hasta a su
marido! Thoresen se está convirtiendo en un calzonazos. Le clava la puñalada del Da Vinci, se
derrumba todo el puto proyecto, ¡y encima le da la razón! Debe chupársela de miedo.
Inés dejó el plato sin tocar sobre la mesa, apretó los dientes y se marchó.
Claro que se le habían ocurrido un millón de réplicas. Que, por supuesto que se la chupaba
de miedo, pero que él jamás lo sabría. Que Erik y ella eran un equipo. Que le abriría un
expediente por falta de respeto. O por acoso. O por violencia de género. Pero se negaba a
arrastrarse por el fango y ponerse a su nivel.
Además, tenía otras cosas en las que pensar. Cogió el teléfono, ignoró los mensajes,
whatsapps y llamadas perdidas de Erik. Lo único que demostraban era su culpabilidad. Llamó a
Nacha.
—¡Hola, princesa! ¿Llamas para organizar una salida de chicas? La verdad es que me
vendría genial —dijo Nacha. De fondo se escuchaba un gentío, debía de estar haciendo algún
trámite—. ¿Puedes quedar este fin de semana?
—Me encantaría, Nacha. Podemos organizar algo, aunque tengo una batalla campal
montada en casa. —Suspiró. ¿Ya habrían terminado con el búnker? Suponía que sí. Llamaría a
Berta después para hacer control de daños—. Pero no te llamo por eso. ¿Me puedes dar el
teléfono de la psicóloga que te atendió?
—Te lo envío por whatsapp. ¿Qué pasa, Inés? Suenas como si estuvieras en un funeral —
dijo Nacha en un intento de elevar los ánimos. Ella soltó una risotada amarga.
—En el funeral de la relación laboral entre mi marido y yo. Pero eso no tiene nada que
ver. Es por Magnus. ¿Recuerdas el episodio del columpio?
—Uf, claro que sí.
—Pues ayer acabamos en Urgencias del San Lucas. Tres puntos en la frente. Se golpeó la
cabeza contra el suelo hasta que lo paré yo —confesó Inés. El nudo de angustia de su garganta se
multiplicó al sumarse a la que ya sentía—. Creo que necesitamos algunas pautas.
—Ya. Dirás que Erik necesita unas pautas —observó Nacha con la agudeza de siempre. La
que la llevaba a poner el dedo en la llaga sin compasión.
—Los dos. Yo también, Nacha. Magnus se está transformando en un pequeño salvaje y
Martina lo sigue muy de cerca —resumió en pocas palabras lo que sentía que estaba pasando—.
Erik no es capaz de manejarlo y yo cometo el error de hacer exactamente lo contrario para
suavizar la posición de él. Son momentos puntuales, pero a veces se nos van de las manos.
Su amiga tardó en contestar.
—Te lo acabo de enviar. A veces dan ganas de buscar dónde está el tique de garantía y
devolverlos, ¿verdad? —Suspiró y las dos rieron, consolándose la una a la otra—. Ánimo, Inés.
Tú puedes con todo esto y más. El vikingo es un hombre formidable, pero lo es en lo bueno y en lo
malo.
Se despidieron e Inés percibió que la breve charla con Nacha le había insuflado ánimos.
Enfrentó la tarde con ganas, enfocada en lo que tenía que hacer y atajando los pensamientos
oscuros cuando la bombardeaban en los ratos muertos entre paciente y paciente. No quería
convertir la destinación del presupuesto del hospital en un pulso entre ella y Erik, pero para él
todo parecía transformarse en una maldita competición. Se suponía que jugaban en el mismo
equipo, pero estaba claro que para Erik era un «conmigo o contra mí».
«He acabado. Voy a buscar yo a los niños y los llevo a la piscina. Descansa un rato en
casa».
Inés miró al techo con fastidio. ¿Ahora se ponía a hacer méritos? Tuvo que reconocer que
le venía bien un poco de margen. El trabajo se acumulaba en su escritorio y aún le quedaban un
par de pacientes en la consulta. Soltó un largo suspiro y volvió a enfocarse en lo que tenía que
hacer.
Caminó desde el hospital hasta Isidora Goyenechea haciendo balance. Cuando estaban en
Noruega casi no discutían. Hacían más cosas juntos. Compartían más tiempo libre. Se encontró
echando de menos su pequeña casita de Tromsø y la comodidad grandiosa del piso de Oslo. Soltó
una risita frente al escaparate de una cafetería. ¿Quién lo diría? Pese a todo lo que había sufrido
por el asunto de Kjerstin y por la lejanía de su familia, incluso por el hecho de no poder ejercer
como médico, echaba de menos Noruega. Retomó su paseo y se preguntó dónde estaba la
diferencia. Sonrió de nuevo al pensar en cómo lo definía Erik.
En Noruega vivían nadando en el caldero del arcoíris.
En Chile se habían dado de bruces con la realidad.
Él y los niños aún tardarían un par de horas en llegar. Dejó los tacones en la entrada,
liberó su melena. Se abrió una botella de chardonnay y se sirvió una copa. Estiró las piernas sobre
la mesa auxiliar y cerró los ojos. Erik parecía una olla a presión. ¿Por qué era tan importante el
maldito Da Vinci? Un cirujano cardiovascular como él, de prestigio internacional, con manos
privilegiadas, ¿asistido por un robot? Entendía el entusiasmo por la tecnología y, hasta cierto
punto, tenía razón en sus alegatos. Pero la mayor parte de la evidencia científica todavía no le
otorgaba mayor respaldo que a la cirugía convencional. Por muchísima proyección que tuviese de
futuro, había problemas más urgentes que resolver. Y era imposible que un hombre inteligente y
perspicaz como él no lo viera. Algo tramaba.
Aquel ratito a solas la dejó como nueva. Cuando llegaron tenía la cena preparada y los
niños se durmieron, fulminados tras la clase en la piscina. Erik se dejó caer rendido en el sofá e
Inés le abrió una cerveza y se sentó a su lado.
—¿Alguna noticia de cuándo podremos regresar a casa? —preguntó refugiándose en su
pecho. Él soltó un gruñido que retumbó sobre su mejilla y que la hizo reír.
—Aun no. Estamos construyendo el búnker atómico de Kennedy, por lo menos. Me
pidieron de plazo una semana más para terminarlo todo —dijo Erik sin esconder su fastidio. Se
frotó la cara con la mano y después la pasó por su pelo—. Lo que iba a ser tres días se van a
convertir en diez. ¿Qué le pasa a este país? —No pudo evitar el deje amargo en la pregunta—.
Aquí no me siento en casa. Quiero decir que es mi casa, pero no es mi hogar. No ahora.
—Nuestro hogar es donde nosotros estemos, da igual el lugar. Ya lo sabes —contestó Inés.
Deslizó el pulgar sobre su frente para borrar sus preocupaciones y lo besó en los labios—. Pero,
entonces…, ¿puedo preguntarte algo del hospital? —dijo con una sonrisa traviesa. La penumbra
favorecía la intimidad. El silencio los acogía con una calma bienvenida. A Inés le dio algo de
pena romper el momento, pero había algo ahí que no terminaba de encajar—. Porque creo que,
aunque es del hospital, no tiene que ver con el hospital. Tiene que ver contigo.
Él se giró para verla mejor y compuso un gesto de extrañeza.
—¿A qué te refieres?
Inés ignoró el filo glacial de su tono de voz.
—Me refiero a que algo te pasa. ¿A qué viene ese empecinamiento con el Da Vinci?
Conoces la evidencia, sabes que tenemos mil problemas que solucionar —presionó Inés con
suavidad. Sabía perfectamente que, si le echaba encima la caballería, se cerraría en banda—. Eres
el dios de la cardiocirugía. ¡Es la verdad! —insistió al escuchar que él soltaba una risotada ante
su aparente exageración—. Tienes unas manos privilegiadas, un cerebro de oro y una intuición sin
igual, Erik. No lo digo yo, lo dicen todos los cirujanos cardiovasculares en todos los países donde
te han visto ejercer. ¿Por qué necesitas un robot?
Terminó su arenga apasionada y clavó los ojos en él. Se mantuvo quieta, expectante. Él
rehuyó su mirada y negó con la cabeza. Inés sabía que lo estaba haciendo sentir incómodo.
Conocía su aversión ante los halagos. «El trabajo bien hecho es el mejor elogio», solía decir. Pero
no era ninguna mentira.
—Kjaereste, no me pasa nada. Solo busco lo mejor para el San Lucas y que la Unidad de
Cirugía Robótica sea una realidad —dijo al fin, tras un silencio que se les antojó demasiado largo
—. Estoy haciendo el estudio de viabilidad e involucraré el dinero de Industrias Thoresen en el
proyecto. No tocaré el presupuesto del San Lucas. Pero hay mucho en juego: residentes de varias
especialidades quirúrgicas formándose, una lista de espera que no desciende… No hay otra razón.
Mano firme

—Doctor Thoresen, aquí tiene la bata, el gorro y las calzas. Puede dejar su ropa en esta taquilla.
Cuando esté listo, avíseme.
—Gracias.
Erik echó un vistazo al pequeño aseo donde la enfermera de Radiología lo había dejado.
Los azulejos blancos estaban limpios y el olor a lejía era intenso, penetrante, pero aquella parte
del hospital, localizada en el primer subterráneo, no había envejecido demasiado bien. Anotó en
la larga lista de pendientes de su cabeza incluir una buena reforma.
Comenzó a desnudarse en silencio. ¿Que si ocurría algo más? Ja. Inés era una mujer muy
inteligente y lo conocía como la palma de su mano. Desabrochó su camisa, botón a botón, después
se quitó los pantalones. Los calcetines. El bóxer. Tuvo que desenroscar los piercings y guardarlos
en el bolsillo. Se sintió extraño sin ellos.
Se puso la bata ridícula, demasiado corta para su estatura, y la amarró de manera que su
trasero no quedara a la vista de todo el personal de Rayos. El suelo de plaqueta estaba muy frío y
agradeció las calzas de papel. Terminó por perder los últimos retazos de su dignidad al ponerse el
gorro verde.
—Deslumbrante —masculló con sarcasmo frente al pequeño espejo sobre el lavabo. Salió
al recibidor y la enfermera se levantó de donde estaba sentada frente a un ordenador, solícita.
—¿No lo acompaña ningún familiar? ¿A quién avisamos cuando acabe el procedimiento?
—Vengo solo. No es necesario avisar a nadie.
—El anestesista dejó pautado un sedante suave si lo precisa —dijo ella con una hoja de
indicaciones médicas en la mano. Sobre la mesa, un vasito de plástico transparente con dos
pastillas y otro más grande con agua—. Algunos pacientes prefieren dormir mientras dura la
prueba.
≪ Paciente ≫ . Odiaba esa palabra cuando el sujeto de la frase era él.
—No. No. Gracias.
—De acuerdo. Venga por aquí.
Era muy temprano. El radiólogo ni siquiera había llegado. El técnico, detrás de la
mampara protectora, programaba el estudio que iba a realizar: una resonancia nuclear magnética
de su brazo izquierdo. Boris estaba más preocupado de lo que en realidad verbalizaba, si no, ¿por
qué no se había conformado con el resultado de la ecografía? Abrió y cerró la mano con disimulo,
no tenía ninguna molestia. Hacía semanas que no percibía ni el más mínimo síntoma. Pero, a
veces, tras alguna cirugía larga… Un pequeño temblor. Una mínima pérdida de fuerzas. Una vez se
le había caído la pinza anatómica al suelo. Nadie se había dado cuenta. Él no se lo había
mencionado a nadie. Pero la idea de que algo no iba bien lo acechaba en su subconsciente como
un fantasma en la oscuridad.
—Tiene que tumbarse aquí. Está frío, le pondré una manta.
La enorme rosquilla blanca del aparato comenzó a funcionar. El sonido le ponía los pelos
de punta. Esta vez, había escogido la música que protegería sus oídos de la matraca desagradable
de la máquina: Bach. Se acostó sobre la plataforma deslizante de metal y siseó. Sus talones
quedaban por fuera de la manta y parecía haberlos apoyado en una placa de hielo.
—Hola, Erik. ¿Listo para perder dos horas de tu vida? —El radiólogo se acercó y
estrechó su mano con fuerza. Sonrió al ver su expresión de pánico—. Boris ha pedido un estudio
un poco más extenso de lo habitual. Para afinar bien en las estructuras más pequeñas. ¿Estás
seguro de que no quieres el somnífero?
Lo pensó un par de segundos y acabó por asentir. Se tomó las pastillas con un trago de
agua y dejó que la enfermera le colocase los auriculares y las sujeciones sobre la plataforma.
Odiaba ingerir sustancias que le atontasen el cerebro, pero necesitaba evadirse. Comenzaron a
sonar los acordes de piano de Clave bien temperado e intentó relajarse.
La consulta con la doctora Fuentes sobre su relación con Magnus, a la que acudió solo
para tantear, había sido más dura de lo que esperaba. Las frases lapidarias con las que había
terminado la sesión se le habían grabado a fuego: ≪ Magnus tiene dos años, ¡es un niño! Tú vas
para cuarenta y dos. No puedes ponerte a su altura y, desde luego, él no puede ponerse a la tuya.
No es una relación de pares, Erik. Es tu hijo. Y hay que trabajar la autoridad desde esa premisa:
es una relación desigual en la que eres tú quien tiene que llevar la iniciativa ante las dificultades y
protegerlo, no dejarte llevar por tu temperamento ≫ .
Hacía semanas que no dormía bien. El cañón negro tras el cristal seguía acosándolo en
sueños de vez en cuando, y generar un caos en su familia en un intento de incrementar la seguridad
en su vida había resultado un tiro por la culata. Al menos, todo iba bien con Inés. Sonrió. De
puertas adentro, claro. En el San Lucas, estaba demostrando ser un hueso duro de roer. Pero el Da
Vinci era primordial. Sobre todo, si el resultado de esa resonancia… No quería ni siquiera
plantearse esa posibilidad.
¿Por qué no era capaz de contarle lo que le estaba pasando?
Quizá fueron las malditas pastillas. O el traqueteo amortiguado por los cascos con la
música clásica. O porque haberlo hablado con Boris lo hacía inexorable. Lo aceptó por primera
vez ante sí mismo. No podía seguir negándolo: estaba aterrorizado.
Y no le había dicho nada porque, que ella lo supiera, lo hacía real.

Un remezón lo arrancó sin piedad del sueño profundo en el que las benzodiacepinas lo habían
sumido. Parpadeó un par de veces para despertar.
—Hemos terminado, Erik —anunció el radiólogo con una sonrisa—. Todo está en orden,
pero tengo que mirar las imágenes con calma. ¿Cuándo tienes consulta con Boris?
—En un par de semanas.
—Para entonces, tendréis el informe completo colgado en tu historia. ¡Nos vemos!
—Gracias. Sí. Nos vemos.
Sinceramente, esperaba que no. Odiaba el maldito aparato de resonancia. Y lo que
significaba estar allí, todavía más. Echó un vistazo al reloj, tenía tiempo para un café antes de
reunirse con Andrea y Leticia para hablar sobre la decisión del modo de donación. Se detuvo con
el móvil en la mano a punto de llamar a Inés cuando se dio cuenta de que no podía enfrentarse a
ella. No cuando le ocultaba algo tan importante. ¿Le había mentido alguna vez? Más allá de
negarse a confesar que había arrasado con la última tableta de Toblerone, no. Jamás. Y no le
gustaba la sensación. Acabó por hacer tiempo en su despacho.
Cuando entró en la nueva sala de Eco fetal todavía olía a pintura y plástico nuevos. Joder.
La reforma había quedado espectacular. Diáfano, con una bonita sala de espera para las
embarazadas. Ahora se abrían tres puertas hacia el pasillo en vez de dos. Golpeó la última de
ellas y entró tras el ≪ ¡Adelante! ≫ de Andrea a la consulta.
—Buenos días, doctor Thoresen. —Se saludaron con rapidez. Los padres se veían
ansiosos por enfrentar aquella conversación—. Leticia estaba esperando a que llegara para
trasmitirnos su decisión —informó en un resumen certero.
—Bien. Contadnos. Insisto en que cualquier decisión que toméis puede revocarse en el
momento que queráis —dijo Erik, mirando a los padres con seriedad. Era importante que lo
entendieran—. Si, por el motivo que sea, preferís no donar, no estáis obligados a nada. ¿Está
claro?
Leticia asintió con una sonrisa y miró a su marido, que tomó la palabra.
—Lo tenemos muy en cuenta. La verdad es que es más fácil adaptarse sabiendo que existe
siempre una alternativa. Queremos donar —afirmó con rotundidad una vez más. Entrelazaron las
manos y apretaron con fuerza—, pero queremos compartir con nuestra hija sus últimos momentos,
que no muera sola en una UCI llena de tubos y gente extraña.
—Quiero que muera en mis brazos. Acompañada de sus hermanos, con toda la familia —
especificó. Rodeaba su vientre con las manos como si alguien quisiera apartarla de ella—. Y
cuando… cuando haya terminado el proceso de donación, queremos enterrarla junto a sus abuelos.
—Es vuestra decisión y la respetaremos. ¿Entendéis que el trasplante de donante cadáver
limita la viabilidad de sus órganos? —dijo Erik con cierta frialdad. Había contado con una
donación más controlada, pero, como padre, entendía su postura. Se estaba ablandando—. Pero
podréis llevarla a casa y compartir con ella sus últimas horas.
Leticia y su marido se miraron. Ella asintió. Erik no pudo evitar una sonrisa, así era cómo
se veía desde fuera la comunicación sin palabras de una pareja.
—En realidad, habíamos pensado en una solución intermedia, pero no sabemos si es
posible. Nos interesa la donación en asistolia que nos explicó usted, pero a la vez queremos estar
con ella cuando por fin se vaya —intentó explicarse la madre—. Pero no sabemos si es posible.
—Podría hacerse —dijo Inés pensativa—. Sí. Habilitaremos una habitación en el
aislamiento de la UCI Neonatal para que estéis ingresados en intimidad y permitiríamos el paso de
sus hermanos.
Los dos sonrieron al escucharla. Erik asintió mientras sopesaba las posibilidades de
aquello.
—Podremos monitorizar sus constantes vitales de manera estrecha, pero no invasiva, y
certificar con seguridad el momento del fallecimiento —añadió él. Era una manera de humanizar
el evento inevitable de su muerte y, a la vez, asegurar la máxima viabilidad de los tejidos—.
Tendremos preparado el equipo quirúrgico para proceder en cuanto lo permitáis.
—Perfecto —dijo la doctora Garay—. Eva nacerá por parto normal si todo va bien.
Tienes la tensión arterial y la glucosa un poco elevadas, de manera que tendrás que modificar un
poco tu dieta y tomar un tratamiento. Si existe cualquier complicación, habrá que hacer una
cesárea. Lo entiendes, ¿verdad?
Leticia asintió y volvió los ojos hacia Inés cuando tomó la palabra.
—La colocaremos piel con piel en tu pecho en el mismo paritorio, no haremos ninguna
intervención salvo abrigarla y poner un pulsioxímetro. Es un aparato que medirá la frecuencia
cardiaca y la saturación, en uno de sus pies, para que los cables no molesten —dijo, mostrándole
el transductor que utilizarían—. En caso de que su oxigenación se deteriore, le pondremos un poco
de oxígeno en unas cánulas nasales, pero nada más. No intubaremos ni la conectaremos a aparatos
de soporte de ventilación mecánica —explicó Inés con suavidad. Se acercaban a la parte dura del
procedimiento, aquella en la que los padres tenían que dejar ir a su bebé. Un nudo de angustia se
instaló en su garganta, pero se lo tragó. Debía ser profesional—. Es importante que firméis una
orden de «No reanimación». ¿Sabéis lo que significa? —Leticia rompió a llorar, pero hizo un
gesto afirmativo con la cabeza—. Esto quiere decir que, si su corazón se detiene, no haremos
nada. Comenzará a contar el tiempo para determinar el cese irreversible de su actividad
cardiorrespiratoria. Esos cinco minutos que os comentaba el doctor Thoresen y que sirven para
definir su fallecimiento en ausencia de registro de electroencefalograma.
—Esos cinco minutos, ¿podremos estar con ella también? —dijo el padre con una voz casi
inaudible.
—Sí, podréis despediros de ella en ese tiempo. Después, cada segundo cuenta. Su cuerpo
sufrirá progresivamente la falta de riego y de oxígeno hasta que se haga irreversible —retomó
Erik la palabra ante la mirada de Inés—. Cuando nos autoricéis, la llevaremos a un quirófano
donde se perfundirá un líquido rico en oxígeno y nutrientes, y se realizará el procuramiento de los
órganos. —No dio detalles técnicos de los procedimientos, no tenía sentido—. Cuando acabe,
podremos devolveros a Eva. Es importante deciros que podéis limitar algunas donaciones. Si
queréis enterrarla, quizá no queráis donar su piel, que se utiliza para los injertos en pacientes
quemados, o…
—¿Es esto necesario? —Andrea interrumpió su explicación al ver que las lágrimas se
deslizaban por las mejillas de los padres.
—No importa, queremos saberlo —respondió Leticia con voz temblorosa—. Sabemos que
es necesario. No quiero donar nada que modifique su aspecto exterior —añadió con
convencimiento—. Sé que es una tontería, pero quiero tenerla de vuelta un poco más después de
las cirugías de donación. Estar con ella unos minutos hasta que se la lleven para siempre. —Se
quebró al fin en un llanto suave que buscaba aliviar el dolor que sentía.
—No es ninguna tontería —la consoló Inés. Claro que no lo era. ¿Cómo despedirse de un
hijo cuando solo has rozado su vida con la punta de tus dedos?—. Quieres decirle adiós y es más
fácil hacerlo cuando es una despedida palpable. Podrás tocarla y abrazarla, y la reconocerás. No
te preocupes. Se cumplirán vuestros deseos. El doctor Thoresen se ocupará de supervisar
detenidamente la coordinación en quirófano y yo me ocuparé de todo lo que ocurra fuera de él.
—Reitero mi disponibilidad en cualquier momento, para lo que necesitéis. Sea médico o
de cualquier otra índole —insistió Erik. Los padres se miraron sin entender.
—El doctor Thoresen es el gerente general del San Lucas, además del jefe de Cirugía
Cardiovascular —explicó Inés con una sonrisa—. Él hará realidad cualquier petición que tengáis.
También tenéis mi teléfono y el de la doctora Garay, en caso de que él esté en quirófano y no
pueda ponerse.
Los dos asintieron y el alivio era más que patente en sus rostros atribulados. Inés se
preguntó si habrían conseguido avanzar tanto si no fuera porque ambos llevaban las riendas del
hospital y habían acelerado las trabas administrativas y de procedimiento.
—Nos vemos en una semana. Quiero controlar muy de cerca esa glucosa y esa tensión.
¿Tenéis alguna duda?
—Todo está cristalino. Mil gracias, de verdad, por todo el apoyo y la información
brindada —dijo el padre, que se veía abrumado—. Disfrutaremos de las semanas que quedan de
embarazo y prepararemos a sus hermanos para lo que va a ocurrir.
—Gracias a vosotros —dijo Erik con firmeza. Su voz los sobresaltó un poco en
comparación con la suavidad de Inés y de Andrea—. No todos los familiares, y menos los padres
de un niño, son tan generosos a la hora de plantear una donación. Vais a salvar muchas vidas.
Ellos se miraron sin saber qué decir y sonrieron, azorados.
—Su vida será muy breve, pero habrá valido cada segundo —dijo Leticia con una sonrisa
llena de luz.
Esperaron a que salieran de la consulta antes de desplomarse sobre las sillas. Inés estaba
rendida. Con un agotamiento mental y emocional. Erik apretó su mano con fuerza.
—¿Estás bien?
—Estoy bien. Admirada por la entereza de estos padres. Por la manera en que enfrentan la
situación. ¿Qué haríamos nosotros si…?
Erik negó con vehemencia. No quería ni pensarlo. ¿Si fueran Magnus o Martina?
—No lo sé, liten jente. No sé si tendría el valor de hacer lo que ellos van a hacer. —
Andrea los miraba en silencio y decidió cambiar de tema. Era una conversación demasiado íntima
para tener delante de aquella mujer—. ¿Su preeclampsia y su diabetes gestacional son
preocupantes?
—No —dijo ella tajante—. No es preocupante, pero llama la atención la mala regulación
de sus niveles de azúcar pese a que hace bien la dieta. La tensión no ha empeorado, pero sigue sin
controlarse del todo, por eso he indicado medicación.
—¿Qué ocurre si empeora?
—En el caso de la diabetes, podremos indicar insulina y un manejo más estricto. En el
caso de la tensión arterial… —Se detuvo con una expresión ominosa dibujada en su rostro—. Si
aparecen complicaciones como descenso en las plaquetas o fallo hepático, habrá que hacer una
cesárea urgente.
—¿Eclampsia? ¿Puede llegar a convulsionar? —preguntó Inés preocupada. El estado de
Leticia era más grave de lo que pensaba cuando Andrea mencionó las alteraciones.
—Sí. En ese caso prevalece la vida de la madre sobre la vida de la niña. Tendremos que
sacarla. Sea cual sea su estado —aclaró Andrea.
—No adelantemos acontecimientos —dijo Erik, incapaz de lidiar con la posibilidad de
que todo se fuera al traste—. Por el momento, el objetivo es centrarse en la salud de la madre.
Nosotros tenemos que prepararlo todo para cuando nazca.
Andrea continuó con su trabajo en la consulta. Inés salió en silencio, sorprendida de que
Erik la llevase de la mano fuera de la Unidad. No les gustaban las demostraciones de afecto en
público, pero había gestos involuntarios que escapaban de su control y que delataban la intimidad
que había entre ellos.
—¿Volvemos juntos al ático esta tarde? —preguntó, preocupada por las líneas que
cruzaban su frente y la mirada sombría y azul.
—No. Iremos juntos a buscar a los niños, pero quiero subir a casa. Me aseguraron que esta
semana terminarían y mañana es viernes. Quiero supervisar personalmente que todo está bajo
control —dijo con una sonrisa. Pero una preocupación soterrada que no tenía nada que ver con el
hospital ni con la reforma oscurecía su semblante. Inés sabía que algo pasaba, pero no era capaz
de derribar su coraza y abrirse. Lo sabía por experiencia. Quien tenía que decidir el cuándo y el
cómo era él.

—¡Loki! ¡Loki! —gritaba Martina en el jardín, mientras se tambaleaba tras el perro con su
caminar vacilante—. ¡Loki, ven!
Tropezó con sus propios piececitos y cayó de bruces. Inés hizo el amago de levantarse a
ayudarla, pero Erik la sujetó por la rodilla. Su instinto maternal se revolvió ante el ultraje. Él
sonrió. Estaban sentados en el sofá del porche, tranquilos. Disfrutando de la tarde.
—Espera. Mira.
Magnus corrió preocupado hacia su hermana, que frunció los labios en un mohín de
disgusto. La levantó, sacudió las briznas de hierba de su pantalón, y la llevó de la mano hasta el
perro. Loki esperaba con paciencia, la lengua afuera por el esfuerzo de correr de aquí para allá
durante todo el día con los niños.
—¿Ves? Magne se ocupa de ella. Tú ocúpate de mí —dijo con una mirada que lo decía
todo. Deslizó la mano por el interior de su muslo y la curvó sobre su sexo.
—Erik…
—¿Qué? —dijo él, impaciente—. Estamos solos, en nuestra casa, disfrutando de un
sábado magnífico y de que las obras han terminado. Los niños juegan en el jardín y nosotros
estamos viendo atardecer.
—Ya, pero…
—Pero nada. —Se giró hacia ella y quedaron frente a frente. Desabrochó el botón de sus
vaqueros ajustados y bajó la cremallera. Apoyó el otro brazo en el respaldo del sofá etrusco y
enredó los dedos en su melena—. Hemos dedicado toda la semana a estar con los niños y que se
sintieran seguros pese al cambio de rutina. Hemos dormido con ellos en la cama todos los días.
Hoy nos toca a nosotros. En cuanto se duerman, te quiero solo para mí.
Deslizó la mano entre el pantalón y sus bragas, dejando lo mejor para más tarde. La dejó
ahí, acoplada a su sexo, en busca de calor.
—Me parece un buen plan —dijo Inés mientras recorría los relieves de su rostro con la
yema del índice. Presionó el hoyuelo de su mentón y después lo atrajo hacia sus labios
sosteniéndolo por la mandíbula—. ¿Es por eso por lo que llevas todo el día acarreándolos de aquí
para allá entretenidos con actividades agotadoras?
Él alzó las cejas fingiendo estar ofendido.
—No sé de qué me hablas.
Lo besó con calma. Con la certeza de estar en casa, tranquilos. Sin peligros, sin prisas, sin
guardias de llamada ni pacientes urgentes, solo un fin de semana libre lleno de promesas. Él no
movía la mano, así que fue ella quien se contoneó sobre ella para conseguir su reacción.
Él sonrió sobre sus labios, pero no cayó en la trampa. Solo jugueteaba con los dedos
entrelazados con el pelo de su nuca. En su mirada, un reto. ≪ ¿Eso es todo? ≫ , decía con claridad.
—Tengo mucho más —replicó Inés a su pregunta silenciosa.
Se apretó contra él. Estaban medio hundidos en los enormes cojines de plumas, muy
pegados. Buscó la piel bajo su camiseta y acarició su abdomen. Sonrió al sentir bajo sus dedos
cómo se tensaba. Fue hacia arriba. Encontró los pezones perforados y los apretó con suavidad.
Fue hacia abajo. Apoyó la mano con firmeza sobre su erección, pero no se conformó con sentirla
bajo la palma. La aferró y se movió para masturbarlo sobre el pantalón.
—Malvada. Eres malvada —gruñó él tras unos minutos de ritmo castigador. Inés sonrió
con languidez.
—Eres tú el que está provocando. Solo intento que esa mano que tienes entre mis piernas
haga algo —dijo sobre sus labios. Apoyó su frente en la de él y clavó sus ojos grises en los
azules. Rodeó su cuello con el brazo libre y hundió los dedos en su melena corta—. Pero tendré
que esforzarme más, porque no obtengo ninguna reacción.
Desabrochó el cinturón y los vaqueros. Aferró su polla, esta vez bajo el bóxer, y buscó la
punta. Apretó. El gemido ronco que escapó de su garganta la hizo sonreír.
—Uhm. Pues yo no me he movido y sí que obtengo una reacción muy clara. —Empujó tan
solo un poco sobre la tela de sus bragas—. Estás a punto de caramelo, liten jente. Siento tu coño
hinchado y húmedo, y tu olor, que me vuelve loco, y yo no he hecho nada.
—Sí que haces algo —murmuró sobre sus labios. Quiso estar en la cama, a solas, que le
arrancara las bragas y que se hundiera en ella sin piedad. Él alzó las cejas, interrogante—. Eres.
Existes. Estás aquí.
Se besaron con fruición. Con el hambre de no haberse devorado durante una semana. Con
la devoción del amor que se profesaban y la excitación alimentada por el deseo y la proximidad.
Erik sacó la mano y ella gimió decepcionada, pero la levantó para sentarla en su regazo y se
abrazaron con fuerza. Profundizaron el beso hasta sellar sus lenguas en un nudo húmedo. Sus sexos
se buscaban pese a las prendas de ropa, rozándose al mismo compás.
—Mamá, tengo hambre —interrumpió la voz de Magne—. Quiero cenar. Por favor.
— « Hame » —corroboró Martina a su lado, de la mano de su hermano, y con Loki de
apoyo estratégico detrás.
Inés sonrió. Cerró los párpados con fuerza y apretó su frente contra la de Erik un segundo.
Su lenguaje tácito dejó sellada la promesa. Después.
—Vamos primero a la ducha. Papá hará la cena mientras yo os baño, ¡mirad cómo tenéis
las manos! ¡Están negras de mugre!
Erik sonrió. Se tomó un minuto para bajar marchas mientras Inés subía con los niños al
piso superior. Jamás se acostumbraría, pero sí había aprendido a vivir con la ambivalencia que
significaba a veces encajar el amor por sus hijos con la pasión desgarradora que sentía por Inés.
Se colocó la entrepierna y se abrochó los pantalones con resignación. Después. Podía manejarlo.
La puerta principal se abría ahora con un código y su huella digital o la de Inés. Echó un
vistazo a los vidrios blindados de las ventanas del corredor. La diferencia era casi imperceptible,
quizá un poco menos de transparencia, pero las vistas a la cordillera seguían tan espléndidas
como antes. La cúpula de la claraboya había quedado todavía mejor, más grande y firme. Los
sensores de la alarma también estaban bien disimulados.
—Erik, ¿cómo vas con la cena? ¡Martina ya salió de la ducha! —La voz de Inés le llegó a
través de la escalera en un grito de advertencia. Tenía que darse prisa. Magnus estaría a punto de
salir también.
Cena. Tenía que centrarse, pero le costaba trabajo después de los últimos veinte minutos.
Ensalada. Eso era siempre una buena alternativa. Se lavó las manos con su estilo quirúrgico de
siempre, abrió la nevera y sacó unos cogollos de lechuga, tomates, cebolla. Puso unos huevos a
cocer. Lo acompañaría todo con algo de embutido y queso. Cortó una barra de pan. Si los niños se
quedaban con hambre, había flan casero hecho por Berta. Él prefería algo ligero e Inés
probablemente no comiera mucho tampoco. Mejor. Sobre todo, para lo que tenía planeado
después.
—¡Estamos listos, papá! —dijo Magnus triunfante—. ¡Mira! Mi pijama de dinosaurios. Y
mis legos están arriba. Todos mis juguetes están en su sitio. Y mis cuentos.
—Ha sido todo un reencuentro con su habitación y la de juegos —dijo riendo Inés. Traía a
Martina en brazos, que se frotaba sus ojitos grises, iguales a los de su madre, con cara de
quedarse dormida en cualquier momento. Pero lo mejor fue ella. Inés.
—¿Qué te has puesto?
—Hoy hace calor, así que he pensado en algo más ligero. ¡Me lo has visto un millón de
veces! —protestó, divertida por su reacción—. Vamos, Magne. Come toda la ensalada. ¿Quieres
jamón?
Dios, estaba preciosa. La melena suelta caía en ondas sobre su espalda. Su piel, libre de
maquillaje, lucía un poco de color por haber estado al aire libre. Sus formas femeninas se
insinuaban bajo un camisón de seda negra, muy corto. No llegaba a medio muslo. Con una de esas
camisas o kimonos, lo que fuera, a juego. Pero la llevaba abierta, diáfana. Se movía de aquí para
allá mientras ayudaba a comer a los niños, robaba de sus platos algún bocado, y hablaba sobre lo
que habían hecho aquel día.
Él no.
Solo podía mirarla.
De pie, apoyado en la isleta de la cocina, con una sonrisa tonta. Era consciente.
—Te ha sentado bien volver a casa —afirmó Inés. Se detuvo al descubrir que la estaba
devorando con los ojos.
—No te haces una idea, kjaereste.
Ella sonrió y volvió a danzar por la cocina, recogiendo los platos, limpiando manitas
sucias o inculcando algunas normas. A veces se agachaba y se insinuaban sus nalgas firmes,
cubiertas de encaje, bajo el ruedo de la prenda. Otras, se inclinaba sobre la mesa o hacia los
niños y adivinaba la forma de sus pechos. No podía moverse. Si se acercaba a ella, tendría que
adelantar unas cuantas conversaciones delicadas con sus hijos y prefería no hacerlo hasta dentro
de varios años.
—¿Me ayudas a llevarlos a la cama? Me estás volviendo loca con tanta miradita —lo
acusó, a medias divertida y enfadada.
—Claro. Vamos.
Ella cogió a Martina. Él se encargó de Magnus. Entraron a la habitación infantil y sonrió al
ver las colchas de estrellas y lunas blancas sobre fondo azul claro de su hija, y la de ballenas y
caballitos de mar sobre azul marino de él.
—Ahora vamos a dormir, que es tarde, ¿vale? —dijo Inés con voz dulce. Martina se hizo
un ovillito bajo el cobertor y sonrió, soñolienta. Enseguida cerró los ojos.
Pero Magnus no estaba por la labor.
—Magnus, a la cama —dijo Erik con una sonrisa.
—No. No quiero dormir. ¡Quiero jugar!
Y ahí estaba, la mirada desafiante. El cruce de brazos. La pose de pie que ampliaba la
base de sustentación, como si lo sujetaran al suelo dos tornillos de banco.
Erik identificó el momento exacto en que la rabia anegó de adrenalina su torrente
sanguíneo. Inés se quedó inmóvil, arrodillada junto a Martina. Le daba la oportunidad de
manejarlo sin intervenir. Bien.
—Oh, ¿no quieres dormir? De acuerdo —dijo como si no le interesara lo que Magnus
pudiera hacer a continuación—. Mamá, Martina y yo iremos de excursión a la montaña, así que
vamos a la cama para recuperar fuerzas, ¿verdad?
Inés se levantó y le dio un beso a Magne, le siguió el juego a la perfección. Se estiró y
fingió un bostezo escandaloso.
—Sí, y tenemos que juntar fuerzas porque vamos a subir muy alto, pero tú puedes quedarte
aquí y jugar, aunque mañana tendrás sueño y no podrás acompañarnos. Qué pena —dijo sin piedad
—. ¿Vamos, Erik?
Él también bostezó. Le dio un beso en la frente y lo dejó ahí, plantado, con caballito bebé
colgando de su mano, el ceñito fruncido y los ojos azules furiosos y retadores. Alcanzó a leer la
duda en ellos y estuvo a punto de insistir. Leía con claridad la lucha interna y quería ayudarlo,
pero si nombraba las palabras « dormir » o « camita » , ya sabía lo que ocurriría.
—Vamos, Inés.
Salieron de la habitación. Apagaron la luz, pero tenía la lamparita quitamiedos encendida.
Hizo el amago de volver, le parecía un poco cruel dejarlo así, pero Inés lo cogió de la mano y
posó el índice sobre sus labios. Se quedaron en el pasillo, un poco alejados de la puerta. Al poco
tiempo se escuchó cómo Magnus se metía en su cama.
—Pappa, mamma, Kan du dekke meg med teppet?[12]—preguntó en noruego con una
vocecita tenue, como si supiera que estaban allí, escuchando. Erik no aguantó más. Volvió a la
habitación y se arrodilló junto a la cama de su hijo.
—Sikkert ja, sønn. —Lo tapó bien con la manta y lo besó en la frente sintiendo que había
ganado una batalla decisiva—. God natt.[13]
—Buenas noches, mi amor —dijo después Inés. Lo abrazó por encima de las mantas y lo
besó también—. Estoy orgullosa de ti.
Se fueron de la habitación con la imagen de la sonrisa enorme de Magnus con sus ojitos
cerrados. Inés cerró la puerta tras de sí y se apoyó en ella. Lo miró y pudo leer el amor en sus
ojos.
—Y también estoy orgullosa de ti. —Dejó caer una sonrisa tenue de sus labios y ladeó la
cabeza—. Lo he visto. He visto la lucha.
—¿De Magnus?
Ella negó con la cabeza.
—No. La tuya. La tensión frente al desafío, las ganas de que tu autoridad prevaleciera.
Cómo te has contenido y redirigido la situación —explicó con admiración. Se acercó a él y rodeó
su cuello con los brazos—. Eres un buen padre, Erik. Y estás trabajando para convertirte en uno
todavía mejor.
—Gracias, liten jente. Pero… —Clavó la mirada en ella y deslizó por sus hombros el
batín corto—. Ahora solo me interesa ser un buen marido.
Estrechó su cintura con las manos. Apretó hasta que dibujó una circunferencia entre sus
pulgares e índices y las puntas de sus dedos casi se tocaban.
—Eres tan frágil. Tan delicada y a la vez tan fuerte —murmuró en un pensamiento
expresado en voz alta—. A veces, cuando hacemos el amor, creo que te vas a romper.
Ella se aferró a su cuello. Buscó con la mirada sus ojos, pero la rehuyó. ¿Un buen marido?
Mentir no era ser un buen marido.
—Yo también lo creo. Pero lo busco. ¿Vas a romperme esta noche?
Se encaramó sobre su torso y enganchó las piernas en torno a sus caderas.
—Solo si tú quieres.
La sujetó por las nalgas. Suaves, firmes. Visualizó lo que ocurriría después y gruñó.
Deslizó los dedos bajo el encaje negro y las apretó con fuerza. Ella jadeó.
—¿Lo dudas?
Sus manos tiraron de la camiseta obligándolo a subir los brazos. Se la quitó. Se quitó ella
misma también el camisón, porque sus manos seguían sosteniéndola por el culo. Apretó los pechos
contra su tórax y lo besó con fiereza. Lo volvía loco que tomara la iniciativa, aunque solo fuera
para doblarle la mano después.
—Ni por un momento. Vamos a la cama.
—No. Fóllame así. De pie. —Erik alzó las cejas sorprendido por su petición—. Búscate
la vida.
—Oh, liten jente. Me sobra la creatividad.
La llevó hasta su secreter. Apartó de un manotazo las cremas y perfumes sobre la
superficie y la sentó allí sin demasiados miramientos.
—¡No hacía falta que te cargaras mi rincón de belleza! —se quejó ella entre risas.
—Eso te pasa por provocar. —Abrió sus rodillas con un gesto brusco que la hizo inspirar
de golpe y se acomodó entre sus muslos—. Me gusta cómo se ve tu espalda en el espejo. Y mis
manos sobre tu piel.
El tono de ella era un punto más oscuro. Buscó en el reflejo la constelación de sus lunares.
Tenía una piel preciosa, aterciopelada. Se fijó en el contraste con el dorso de su mano, fibrosa y
surcada de venas. Recorrió las prominencias de sus vértebras, apretando cada resalte. Su cuerpo
era mágico.
—Haces magia conmigo, kjaereste. Jamás había sentido con nadie lo que me haces sentir.
Lo que siento por ti. No solo el deseo…, es otra cosa —intentó explicarse sin encontrar las
palabras—. Es refugio, es consuelo. Es complicidad y reparación.
—Es amor, Erik. Y es recíproco. Ven aquí. —Lo reclamó aún más cerca y hundió los
labios en el encuentro entre el hombro y el cuello. Apretó los dientes en un mordisco suave y a la
vez intenso que elevó su excitación a un nuevo apogeo. Las palmas de sus manos buscaban los
relieves de su espalda y su boca ascendió hacia la línea de su mandíbula.
—Lo sé.
Lo acalló con besos húmedos que significaban te quiero. Jeg elsker deg. Quiero estar
contigo. Moriría por ti. Todo aquello que sabía le resultaba difícil expresar con palabras, pero
que recreaba magníficamente con hechos. Las manos parecían estar en mil lugares a la vez. Su
boca también se multiplicaba para abarcar los lugares más recónditos. Forcejeó con los
pantalones y terminó de quitárselos a patadas. Después le arrancó las bragas y desgarró el
delicado encaje en el camino hacia sus pies.
—Me debes unas bragas —jadeó Inés, al ver que la prenda caía al suelo como un guiñapo.
—Apúntalo en mi cuenta —respondió Erik, posicionándose para penetrarla. Percibió la
tensión de su cuerpo bajo las manos. La manera en que arqueaba la espalda, los ojos cerrados, los
labios entreabiertos, el gemido que dejaba escapar entre ellos. Se hundió paladeando cada
centímetro de su carne y se bebió la imagen lasciva de su rostro.
—Esto es demasiado bueno para ser verdad —murmuró Inés, las palabras casi se
quedaban adheridas a su boca—. Vamos, grandullón. Muévete. Dame más.
Él sonrió.
—No. ¿Qué prisa hay, kjaereste?
El espejo le devolvió su propia lujuria reflejada en los ojos entornados, la mandíbula
tensa por el esfuerzo, las manos crispadas sobre sus caderas y a medias veladas por la larga
melena oscura que oscilaba con el movimiento. La recogió en una mano y tiró. Inés emitió un
quejido y extendió el cuello. Era intoxicante. Adictiva. No lograba saciarse jamás de ella. Inspiró
el aroma dulce e intenso que siempre lo envolvía en el sexo y su boca se anegó de saliva. Buscó
consuelo en sus pechos con el rostro hundido en el valle entre ellos, saboreó la leche de sus
pezones. Inés lo agarraba del pelo en un intento de dirigirlo, pero no le importó. Aquel dolor
sobre su cuero cabelludo era un aliciente.
—Erik… —lo llamó con voz trémula. Se retorció, constriñéndolo en su interior sin piedad
—. Más. Por favor.
Se recostó en el espejo, tuvo que equilibrarse con las manos hacia atrás y sus pechos
saltaron con el movimiento. Dejó caer la cabeza y abrió aún más las piernas. El ofrecimiento era
demasiado tentador y encerró su cuello con una mano. Percibía el latido de sus carótidas
acelerado, intenso. Los sonidos ahogados que arrancaba con cada embestida se replicaban en la
palma de su mano y apretó un poco más. El gemido agudo y femenino casi lo hizo perder el
control e intensificó sus esfuerzos.
—Ah, liten jente. No puede pasar tanto tiempo. Esto es una tortura —gruñó, empleando
toda su voluntad para prolongar el momento—. Quiero que te corras y quiero que dure para
siempre. Quiero acabar contigo y a la vez quiero que no acabe jamás.
Apretó un poco más, tal y como a ella le gustaba. Con la otra mano, la atrajo presionando
sobre sus nalgas y profundizó aún más la penetración. Inés sollozó y su sexo vibró en el
preámbulo del orgasmo. Era preciosa. Era magnífica. Y en esos momentos, era solo suya. Basculó
la pelvis y consiguió el roce certero sobre su clítoris para empujarla hacia el abismo, al tiempo
que apretaba los dientes para no correrse. Quería prolongar la agonía un poco más, sentirla de
nuevo estremecerse entre sus brazos, rendirse a sus designios, al tacto de sus manos, a los deseos
de su mente.
—Erik, no puedo más —sollozó, desmadejada y laxa entre sus brazos.
—Un poco más, kjaereste. Solo un poco más —la persuadió. Abrazándola, la llevó hasta
la cama, aún unidos por sus sexos. Se tendió sobre ella y apartó la melena sobre su rostro—.
Quiero que te corras conmigo. Sé que estás agotada, pero dámelo una vez más. Déjate caer.
—Fóllame —ordenó en un murmullo casi inaudible—. Hazme pedazos.
Sus piernas se enroscaron con fuerza, fundieron la superficie de piel que compartían. Sus
brazos se encerraron en un abrazo tierno. Sus bocas se buscaron una vez más, la de Inés blanda,
húmeda, entregada. Él, en tensión, duro, exigente. Aumentó la velocidad del movimiento y la
profundidad de las acometidas. Enredó su pelo en un puño y la sujetó de nuevo contra la cama por
el cuello. Los ojos se abrieron en una súplica muda y quedaron en blanco con el orgasmo al
tiempo que sentir las contracciones rítmicas en torno a su polla espoleó su propia caída. Jadeó,
extenuado, y se derrumbó sobre su cuerpo.
Tardaron varios minutos en recuperar el aliento.
—Hay algo más, liten jente —susurró sin saber si ella lo escuchaba.
Los párpados se abrieron solo un par de segundos. Inés lo había registrado, pero no quiso
y tampoco tenía fuerzas para un interrogatorio. Suspiró, disfrutando del peso del cuerpo masculino
sobre ella, y del entumecimiento que se apoderaba de sus extremidades tras el esfuerzo de la
batalla. Ya lo hablarían. Mañana… La próxima semana… En algún momento…
Error garrafal

La primavera siempre llegaba más tarde a las faldas de la cordillera, pero ese año quería doblarle
la mano al invierno con días cálidos y llenos de sol. La nieve se recogió hasta los picos de mayor
altitud y a los neveros de la cara sur. La temporada de esquí se cerró a mediados de octubre y lo
cambiaron por largas caminatas.
Inés solía llegar los lunes llena de energía y ganas de enfrentar los desafíos que el hospital
le planteaba, pero los miércoles suponían una inflexión en la que notaba demasiada carga sobre
sus hombros con los temas de gestión. Le pesaban las reivindicaciones insistentes de la
enfermería, los comentarios machistas flagrantes a sus espaldas, y más sutiles en su presencia. La
oposición soterrada de los servicios quirúrgicos… y la ausencia de Erik.
No quería parecer débil, pero lo necesitaba. Y no quería reconocerlo, pero lo echaba de
menos. Salvo para resolver problemas puntuales con cirugía, no se involucraba. Hasta había
dejado de hablar del puñetero Da Vinci. Llevaba dos semanas sin asomar la nariz por allí.
Había tenido paciencia. Tampoco quería presionarlo, pero aquella reunión sería la última
oportunidad: si no veía un cambio, tendría que abordarlo.
—Vamos, Anita. ¿Traes lo que te pedí?
La secretaria asintió con una enorme sonrisa. Inés correspondió con una todavía mayor.
Había conseguido información sobre un fondo de inversión en investigación del Ministerio de
Educación y Ciencia del que podrían beneficiarse para la adquisición del Da Vinci.
—El doctor Thoresen hará una fiesta. Y me consta que otros pocos más, también —dijo
con complicidad. Inés se echó a reír ante su espontaneidad.
Entraron a la sala de juntas, donde había un ambiente más festivo del habitual. Todos
tenían una carpeta blanca en la mano que no sabía qué significaba, pero no indagó. Ya lo
averiguaría después del repaso de la orden del día. Junto a ella, después de varias semanas, un
Erik sonriente y lleno de energía. Bien. Le dijo con la mirada lo mucho que se alegraba de que
estuviera allí, pero él parecía más bien culpable. Lógico, después de su abandono de funciones.
—Buenos días, veo que ya nadie tiene problemas con la máquina del café —dijo a modo
de introducción. El jefe de pediatría levantó su taza a modo de brindis silencioso—. Bien. Quiero
hacer un repaso general de lo conseguido estos últimos meses y cerrar de manera definitiva
algunos temas. Staff de Medicina Interna, ¿conforme?
—Siempre podríamos estar mejor, pero estamos conformes —dijo Teresa. Inés asintió.
—Anestesia. ¿El doctor Toro está ya perfectamente adaptado?
—Sin problema. Es una excelente adquisición.
—Y funciona muy bien en el quirófano cardiaco —añadió Erik.
—Perfecto. Obstetricia y la sala de Eco fetal. ¿Se han arreglado las filtraciones?
—Arregladas. Estamos encantadas —afirmó Andrea con una sonrisa—. Las ecografías
fetales suben como la espuma y la lista de espera no para de crecer.
—Pese a tu consulta privada —dijo Bettina con cierta malicia. Inés se mordió la lengua
para no reír, pero Andrea no se dio por aludida—. Inés, Enfermería esperará al próximo año para
insistir en las últimas reivindicaciones.
—Ah, ¡bien! —Un punto menos en el que meterse—. Entonces solo queda una pequeña
sorpresa para los servicios quirúrgicos que esperan a Leonardo como al nuevo mesías —añadió
sin poder esconder cierto sarcasmo en el tono de voz—. Hemos…
—Hemos encargado cuatro robots Da Vinci. Llegarán el mes próximo —se adelantó Erik
en un tono de voz demasiado alto, demasiado avasallador y, desde luego, demasiado inesperado
—. Mirad en la carpeta, en la página tres tenéis las especificaciones.
Inés tuvo que recoger la mandíbula que se le había caído al suelo y clavó la mirada en él,
pero estaba demasiado entusiasmado dándole a todos la gran noticia. Y a ella. Que no tenía ni
idea. Escuchó alucinada que el plan que había presentado como una mera propuesta frente a Mara
y Til se convertía en realidad por obra y gracia de una inversión privada. Que no especificaba,
claro. Pero que ella sabía con seguridad que se trataba de Industrias Thoresen. Había conseguido
los quince millones de dólares de la inversión sin despeinarse. Tal vez, de su propia cuenta. Sin
siquiera pedirle ayuda a Kurt y a Maia. Que, por supuesto, en el caso de que sí lo hubiese hecho,
estarían encantados de invertir en las Norsk Klinikk. ¡Qué rabia!
Se mordió la mejilla por dentro para no gritar. Buscó sus ojos, pero él miraba obstinado
hacia adelante, dirigiéndose únicamente a su público más entregado, y ajeno por completo a la
debacle emocional que se cernía sobre Inés. Sonrió, forzada, cuando la mencionó en un ardoroso
agradecimiento porque sin-ella-nada-de-esto-habría-sido-posible.
Lo bueno de que le gustara tanto escuchar su propia voz era que a ella le estaba dando
tiempo de sobra para montar una bronca en su mente de proporciones épicas. Porque la iban a
tener. De eso no cabía ninguna duda. Esperó, estoica, a que todos y cada uno de los implicados en
el maldito Leonardo le estrechasen la mano en felicitaciones calurosas y promesas de prestigio y
grandeza del San Lucas en el futuro. ¡Hasta a Andrea se le había puesto cara de buen sexo! Ella se
hundió en la silla, alejándose del momento besamanos lo máximo posible, con una sonrisa de
plástico y una pose profesional que pretendía mantener hasta que todos y cada uno de aquellos
lameculos se marcharan por la puerta.
Y la puerta se cerró.
Y él se volvió hacia ella con rapidez con las manos alzadas y una expresión de pánico.
—Kjaereste, ¡puedo explicarlo! —suplicó al ver que Inés se levantaba de la silla como
una hidra de siete cabezas.
—¡Ni kjaereste ni mierdas! —gritó con toda la potencia que la media hora larga de
aguantar la rabia había acumulado en su interior—. ¡Dime que no es verdad! ¡Habíamos quedado
en esperar el veredicto del equipo económico antes de tomar una decisión EN CONJUNTO!
—Lo sé. Lo siento. Déjame explicarte…
—Las explicaciones tenías que habérmelas dado antes, ¡no ahora! —Imposible bajar el
tono de voz, por mucho que lo intentaba—. ¡Hemos tenido semanas para hablar de esto, y ni
siquiera te has dignado a decírmelo!
—Liten jente. Inés —rogó juntando las manos.
—¡No me llames liten jente! ¿Qué coño te has creído? ¡Sabes lo difícil que es para mí
mantener la autoridad sobre los servicios quirúrgicos y me pasas por encima como si fueras un
camión! —Cuanto más lo pensaba, más le dolía. Y menos lo entendía—. Llevo MESES diciendo
que el Da Vinci no se presupuestaría hasta el año que viene, ¿y tú anuncias cuatro? ¡CUATRO!
Él escondió la cabeza entre los hombros y esbozó una sonrisa culpable.
—Bueno, en realidad, son tres…
—¡Como si son cincuenta, Erik! ¿Por qué coño no me lo has dicho?
Y esperó una respuesta. Ahí, de pie. Explicaciones, como si fuera una completa extraña.
Como si fuera una estúpida a la que no valía la pena mencionarle nada. Le dio la oportunidad.
Pero él permaneció en silencio. Los labios apretados en una línea obstinada de silencio. La
mirada cargada de culpabilidad. Uno, dos, tres… Contó hasta diez sin que él dijese una sola
palabra.
—Muy bien. Buena suerte con tus malditos robots. En las próximas horas tendrás una
renuncia de mi puesto en la gerencia de este puñetero hospital.
Salió de la sala de juntas como una exhalación. Casi se llevó por delante a Ana, que la
esperaba fuera y que sin duda había escuchado todo. Le dio igual. Redactaría la carta en cuanto
terminase de ver a sus pacientes de la mañana y anularía la consulta de la tarde.
Tenía que haber aceptado el puesto que Calvo le ofreció en la Clínica Alemana cuando
volvieron a Chile. Sabía que trabajar juntos no era una buena idea, y menos llevando la gerencia
del San Lucas. ¡Ella lo único que quería era ejercer como cardióloga infantil tranquila, dando lo
mejor de sí misma, haciendo lo que se le daba bien! ¡Ver pacientes!
Si la puerta de la Unidad no hubiera sido batiente, la habría atravesado. Golpeó con fuerza
la pared y Luisa saltó del control de enfermería.
No la dejó ni protestar.
—Luisa, ¿cuántos pacientes tengo citados para la tarde? ¿Alguno urgente?
—No, doctora Morán. Son revisiones anuales.
—Bien. Anúlalas hasta nueva orden. Si alguno de los padres insiste, fuerza un hueco en la
lista de Felipe —dijo Inés antes de encerrarse en la consulta—. Solo voy a ver pacientes. Si viene
alguien, incluido el doctor Thoresen, dígale que no estoy disponible. Para nadie. Que me ha
surgido una urgencia y no se me puede molestar. ¿Entendido?
Pobre Luisa. No estaba acostumbrada a verla cabreada y asintió sin rechistar.
Por supuesto, el doctor Thoresen se presentó al poco tiempo. Pero ella había cerrado la
consulta por dentro, como siempre que tenía un paciente, y lo despachó con un «Estoy ocupada»,
que no dejaba lugar a dudas. ¿Qué se había creído? ¡Dios! Tenía ganas de ponerse a gritar.
Acabó la consulta, recogió sus cosas y se dio cuenta de que ahora no podía huir a su piso o
a casa de Loreto. Que a las seis debían recoger a los niños en la guardería y que, además, tenían
que hacerlo en el mismo coche, porque eran una familia feliz que hacía las cosas todos juntos en
armonía y felicidad.
Si lo veía delante, lo cosería a bofetadas verbales. O reales.
—A la mierda —dijo en voz alta. Se rio de sí misma por el exabrupto y cogió el móvil.
Buscó el contacto de Loreto y esperó con los dedos cruzados que contestara. Escuchó la voz de su
hermana al tercer tono y soltó el aire que retenía sin darse cuenta—. Hola, Lore. ¿Comemos
juntas? Tengo la tarde libre.
Esta vez cambiaron de sitio. A Loreto le apetecía algo más contundente y fueron al
Happening. Recordó con nostalgia aquellos tiempos en los que la información que no compartían
ella y Erik se refería a su pasado. A exparejas, problemas familiares, secretos poco elegantes…
En aquel mismo restaurante, Erik había conocido a uno de sus exnovios. Habían firmado tregua un
par de veces también. Esta vez, no pensaba dar el primer paso. No habría paz. Era él quien
desenterraba el hacha de guerra y ella no pensaba ceder.
—El solomillo está increíble —dijo Loreto tras comer con apetito y en silencio durante
varios minutos—. Y tú no has probado tu plato.
—Está bueno, sí. Pero no tengo mucha hambre —dijo Inés. Picoteó las patatas fritas que lo
acompañaban, pero la losa de cemento que tenía en el estómago le impedía comer—. Lore… ¿Qué
considerabas una traición gorda en tu matrimonio? ¿Qué podía quebrar de verdad la confianza con
tu pareja?
Ella soltó los cubiertos y la miró en silencio unos segundos. Inés reprimió las lágrimas
dramáticas Vivanco que pugnaban por salir de sus ojos.
—Joder, Inés. ¿Qué ha pasado?
Miró al techo para recomponerse un poco. Le hizo un resumen de lo que no sabía, y detalló
la reunión surrealista de la mañana.
—No quiero hablar con él. No quiero verlo delante. No es solo que me haya dejado en
evidencia delante de todo el staff del San Lucas —se quejó con amargura al terminar el relato—.
Es el hecho de que hayamos quedado en una cosa, que era esperar a que Mara y Til valorasen la
nueva información de la que disponíamos y tomar la decisión en conjunto. ¡Y encima no he podido
darle la sorpresa que tenía preparada para él! Soy una auténtica imbécil.
—¿Qué sorpresa, Inés? —dijo Loreto en voz baja.
—He conseguido financiación desde el Ministerio de Educación y Ciencia para la compra
de un Da Vinci. Con mucho esfuerzo, reuniendo un montón de información y creando un dosier
que, si él se hubiera implicado, habría sido todo mucho más fácil —contestó, apenada. Joder.
¡Estaba triste!—. Es cierto que habríamos tardado un poco más en adquirirlo, pero sería cosa de
un año. ¿Cuál es el problema en esperar? ¡El San Lucas tiene temas mucho más urgentes que
resolver! ¡Imagínate todo lo que podríamos haber hecho con ese dinero! ¡Es absurdo!
—Inés, calma. Estás entrando en la espiral del cabreo —dijo Loreto con voz tranquila. La
gente de las mesas de alrededor comenzaba a mirarlas mal—. Tiene que haber alguna razón. ¿No
te ha dicho nada?
—Esperé como una estúpida al final de la reunión y se lo pregunté de frente, pero se quedó
callado. Sin decir nada. Y no lo entiendo. —Negó con la cabeza, sumida en el desconcierto—. No
entiendo nada. Es un maldito artista con las manos. ¡Un genio! ¿Por qué necesita un robot para
operar? ¡Es un puñetero aparato ortopédico para él! ¡No es más que un capricho!
Su hermana se quedó en silencio. Demasiado en silencio. Normalmente, no perdía la
oportunidad de poner verde a Erik, aunque era cierto que últimamente se llevaban mejor.
—Dime qué opinas de todo esto. ¿Estoy siendo una exagerada? —preguntó, desesperada
por un poco de luz en toda la confusión que se cebaba en ella. Su hermana parecía muy ocupada en
cortar en pedacitos la carne de su plato—. ¡Loreto!
Al menos pareció reaccionar a su indignación. Apartó el plato hacia el centro de la mesa y
puso la servilleta en el espacio que había dejado. Carraspeó.
—Creo que Boris me ha contado algo que puede tener relación.
—¿Boris? —contrajo el rostro en expresión de incredulidad. Eso sí que no se lo esperaba
—. ¿Qué tiene que ver Boris?
Loreto clavó los ojos en ella, esperando algo. No sabía qué.
—¿Tiene que ver con sus andanzas sexuales? —Su voz dejó traslucir más preocupación de
la que le hubiese gustado.
—No. No tiene nada que ver con eso. Es más… reciente.
—¡Joder, Loreto! Soy tu hermana, ¡tienes que apoyarme! —exclamó Inés, cabreada, sin
importarle que de nuevo los comensales a su alrededor les lanzaran miradas reprobadoras—.
¿Qué demonios pinta Boris en todo esto?
Loreto permaneció en silencio. Le temblaban los labios. Lo tenía en la punta de la lengua,
pero se contenía. ¿Por qué?
—No debería decirte nada, Boris me va a matar. ¿Qué relación tienen ellos dos además de
la de amistad? —dijo al fin a regañadientes.
Inés la miró sin comprender. ¿De qué demonios hablaba? Erik y Boris eran amigos porque
habían congeniado enseguida cuando se conocieron en el hospital. Un momento. En el San Lucas.
Tenían relación en el San Lucas. Una bombilla se encendió con la potencia de una bomba nuclear
en medio de su cerebro.
—Relación médico paciente. Boris trató a Erik del hematoma en el brazo. ¿Qué coño te ha
contado Boris, Loreto? —La certeza la golpeo en la cara sin piedad, y esta vez no utilizó un tono
triste ni desesperado. En su voz había un escalpelo. Un bisturí. Un punzón—. Me da igual que
Boris se haya pasado por el arco de triunfo la confidencialidad médico paciente contigo. No me
vengas con monsergas legales, ya se ha ido de la lengua contigo. Y tú ahora me lo vas a decir a mí.
El pulso entre sus voluntades no duró más que unos segundos. Loreto acabó por apartar la
mirada, algo avergonzada, y ceder a la presión. Inés sentía una opresión en el pecho que le
recordó que las crisis de ansiedad no eran sus mejores momentos y se concentró en controlar la
respiración.
—Hace un mes, o así, lo vio en la consulta. En principio estaba todo bien, pero por rutina,
y porque hacía un montón de tiempo, ¿años?, que no se hacía un control, le pidió una radiografía o
algo así —dijo Loreto al fin en voz baja. Negó con la cabeza y volvió a mirarla a los ojos—. Inés,
esto deberías hablarlo con Erik, ¡no conmigo! Me parece injusto que me pongas ahora entre la
espada y la pared. Llámalo. Estoy viendo cada destello de llamada perdida en tu móvil silenciado.
¡Habla con él!
Cogió su móvil. Ocho llamadas perdidas. Al más puro estilo vikingo. Como si mantener
pulsado el botón verde de llamar fuera a cambiar algo. Le dio la vuelta y puso la pantalla mirando
hacia la mesa.
—Loreto, termina lo que has empezado. Ya. O lo próximo que haré, y te lo juro por mis
hijos, es llamar a Boris y decírselo. Y abrirle un expediente sancionador. —Unas náuseas
desagradables y un vacío negro se apoderaron de su pecho. La sensación de que algo iba muy mal
con Erik le carcomía el corazón. La preocupación por su aparente traición había quedado reducida
a migajas—. Dime qué le ocurre a Erik.
—¡No lo sé con seguridad! —se defendió como gato de espaldas. Intentó agarrarle la
mano, pero Inés la retiró casi con repugnancia—. Solo sé que había algo en la radiografía, algo
raro, algo que no tenía que estar ahí.
—¿Otro hematoma?
Loreto negó con la cabeza. Lo supo antes de que lo dijera y sus ojos se llenaron de
lágrimas antes de que su hermana pudiera pronunciar las palabras con dificultad.
—Un… bul… Un bulto.
Un bulto. Una masa. Una lesión ocupante de espacio. Inés pensó en todos los eufemismos
que los médicos utilizaban para no mencionar la palabra y todo lo que constelaba a su alrededor:
un tumor. Que, por supuesto, no sería algo infeccioso o un cuerpo extraño o un nuevo hematoma.
No. No tendrían esa suerte. Tumor era también sinónimo de cáncer.
Las dos permanecieron en silencio. Loreto empezó a revolverse en la silla, ansiosa. Ella,
inmóvil. No quería moverse. No podía pensar en el próximo paso. En la próxima decisión que
tomar.
—Dios mío. ¿Cómo he podido estar tan ciega? —murmuró tras un momento eterno.
—Princesa, no es culpa tuya…
—Cállate, Loreto.
Sabía que estaba siendo injusta con su hermana, pero no podía lidiar ahora con su
sentimiento de culpa ni dorarle la píldora diciéndole que no pasaba nada. Porque pasaba. Y
mucho. Ahora lo entendía. ¿Para qué quería un cardiocirujano brillante, un genio con las manos, un
robot quirúrgico? Lo quería como una prótesis. Porque algo pasaba con ese brazo. Porque no
podía enfrentarse a la idea de no seguir operando.
—Joder —masculló Inés. Miró la hora en su reloj. Menos mal que había suspendido la
consulta, porque ahora mismo no era capaz ni de sumar dos más dos—. Tengo que volver al
hospital.
—Inés, ¿estás bien? Yo no tengo mucho lío esta tarde, puedo quedarme contigo si quieres.
¿Por qué no vienes a casa con los niños? —Era la culpa la que hablaba. ¿Qué iba a decirle a
Boris?—. Elena y Julio están deseando ver a sus primos.
Inés agarró la oportunidad al vuelo y su cerebro pareció resetearse y echar a rodar de
nuevo. Asintió.
—No, yo tengo que resolver esto. Pero puedes hacerme un favor. Los niños salen del
prekínder a las seis, ¿puedes ir a buscarlos? —Esperó a que Loreto asintiera, primero con dudas,
luego con firmeza—. Llévatelos a casa, yo iré por ellos después. Necesito hablar con Erik y
prefiero que los niños no estén delante.
—Tómate el tiempo que necesites. Pasaré por casa a coger la antigua silla del coche de
Elena, y Julio puede ir en el asiento de delante —dijo su hermana. Las dos se pusieron de pie e
Inés le hizo una señal al camarero para que trajera la cuenta—. Yo me ocupo de esto. Vete ya.
—Gracias, Loreto.
Se despidieron con un abrazo hasta los huesos. Duro, apretado, lleno de preocupación,
pero también de apoyo y amor fraternal. Ya se verían por la noche.
—¡Oye! —Loreto la detuvo cuando se dirigía a la salida a toda prisa—. Lo siento. Siento
todo esto, Inés.
Ella solo asintió.
Los pocos cientos de metros hasta el San Lucas se le hicieron eternos. Erik había dejado
de llamarla porque tenía que entrar a quirófano. Sabía lo mucho que odiaba entrar enfadado con
ella a una cirugía delicada, por eso había hecho todo lo posible por localizarla. Lo conocía muy
bien. ¿Qué iba a hacer ahora con la información que tenía?
Lo primero, confirmarla.
Entró a su despacho dibujando una sonrisa forzada en su rostro ante la extrañeza de Luisa
al verla regresar.
—Doctora Morán, ¿va a ver algún paciente? Anulé todo el listado como me pidió —dijo
la enfermera sin esconder la confusión.
—No, Luisa. Tengo que resolver un problema de última hora, no te preocupes. Si necesito
cualquier cosa, te llamo —intentó aplacarla, sabiendo que la tendría pendiente de cada
movimiento hasta marcharse de allí—. Solo avísame si viene el doctor Thoresen.
—El doctor Thoresen estuvo aquí dos veces. Una mientras estaba en la consulta, y otra
cuando se marchó —dijo con precaución—. Parecía preocupado. En realidad, estaba bastante
enfadado.
Inés soltó una risita.
—No te preocupes, Luisa. Ya me ocuparé yo del doctor Thoresen después. Solo avísame
si vuelve a su despacho. —Estuvo tentada de decirle que no delatara que ella estaba allí, pero no
quería andar involucrando al staff con sus rencillas—. Gracias, eso es todo.
Cerró la puerta con suavidad, echó el cerrojo y se sentó frente al ordenador.
« Muy bien, doctor Thoresen. Voy a utilizar un as bajo la manga que guardo desde que lo
conocí » .
Golpeó las teclas con los dedos y titubeó. Él lo había hecho sin ningún pudor en su
momento, pero Erik se sentía con la impunidad de hacer lo que le diese la real gana en todo. Ella
no era así. Meterse en su historia clínica era una violación flagrante de su intimidad. Tanto más,
cuando él le había rogado que no lo hiciera.
—A la mierda —murmuró en voz alta. Tecleó en el programa clínico del San Lucas su
nombre completo: Magnus Erik Thoresen Christensen.
Error. Búsqueda sin resultados.
Qué raro. Volvió a probar. Erik Magnus Thoresen Christensen.
Error.
Soltó un gruñido amortiguado en la palma de la mano. Las puertas de los despachos no
eran muy aislantes precisamente.
Probó una vez más. Si no entraba, lo tomaría como una señal y no volvería a insistir.
Erik Thoresen.
La pantalla quedó en blanco una décima de segundo en la que pensó que el ordenador iba a
explotar frente a ella como castigo a su delito, pero pronto se abrió el desplegable con la historia
clínica completa de Erik. No quiso curiosear. No le interesaba. Desplazó el ratón hasta el final,
donde estaba escrito en letras mayúsculas: TRAUMATOLOGÍA.
El corazón comenzó a latirle a toda velocidad. El curso clínico comenzaba con un
traumatismo en la rodilla. Haciendo snowboard, como no. Se deslizó hacia abajo, hasta dos años
atrás. Sí ahí estaba. La primera consulta, cuando le había presentado a Boris. Después de la
cirugía del hematoma, había una pequeña nota de Boris.
«Consulta de pasillo con Erik. Todo bien. Asintomático en todo momento. Sin pérdida de
fuerzas. Control en un año con ecografía. Si síntomas antes, adelantar consulta».
Y eso era todo. Si los hubiera tenido delante, los habría abofeteado a los dos. ¿Había algo
más peligroso para un médico que esas malditas consultas de pasillo? Otro curso clínico, más
abajo y con fecha del año en curso, apareció al desplazarse con el ratón.
—Bingo —dijo en voz baja. Cerró los ojos un segundo y volvió a fijar los ojos en la
pantalla.
«Consulta de control. Dos años de postoperatorio de resección de hematoma en hueco
cubital el brazo izquierdo. Sin incidencias. Asintomático, salvo mínima pérdida de fuerza en
cirugías de alta exigencia (más de cuatro horas). A veces hormigueo al despertar que atribuye a
mala postura al dormir.
Exploración física: RIGUROSAMENTE NORMAL».
Se detuvo un momento para disfrutar de las mayúsculas de aquella frase, pero el alivio fue
efímero.
«Solicito ecografía de control. Cito para resultado».
Pensó en salir del curso clínico de Traumatología e ir al de Radiología, pero no hizo falta.
Boris estaba preocupado, porque fue él mismo el que estaba pendiente del resultado de la prueba
y transcribía el informe un par de semanas después. ¡Un par de semanas! Se ve que Erik no tenía
ninguna prisa en hacerse la ecografía. ¡Maldito irresponsable! Estaba segura de que había ido a la
consulta única y exclusivamente porque ella le había dado la matraca después de que Boris lo
delatase. Boris, Boris. Doctor Radic, tiene usted la boca muy ancha. Pero al final tendría que
darle las gracias.
«Bultoma de 16mmx10mm adyacente a tendón extensor de los dedos, bien delimitado, no
vascularizado, no adherido a planos profundos. Se recomienda completar estudio con RNM con
contraste. Informo a Erik. Solicito RNM preferente».
Vale. Era pequeño. Menos de dos centímetros en su diámetro mayor. Bien delimitado
también sonaba bien. Era solo rutina. Boris solo estaba haciendo lo que el radiólogo le había
dicho. Por otro lado, había solicitado la resonancia preferente. No en plazo normal. Aunque
tampoco urgente, lo que era bueno.
En ese preciso instante, odió ser médico. Lo aborreció con todas sus fuerzas.
El último mensaje era de hacía solo dos días.
«RNM realizada, pendiente de informe».
Voló a la carpeta de Radiología. Las imágenes ya estaban colgadas, pero el informe seguía
pendiente. Soltó un gemido mientras pasaba uno tras otro los fotogramas sin entender nada. Podía
describir la anatomía cardiovascular con los ojos vendados y una mano atada a la espalda, pero el
aparato locomotor no era lo suyo. Lo más probable era que el informe estuviera allí desde hacía
semanas. Solo tenía que hacer una llamada a Rayos para pedir que un radiólogo lo validase. Pero
no podía. Ni era su médico ni era el paciente.
Se frotó los ojos, el rímel se descascaraba al final de la tarde y unos pegotes negros
cayeron sobre la mesa. Los sacudió con los dedos. Pensó en estrategias para enfrentarlo y que
confesara, en distintos abordajes de la situación. Ninguno era fácil.
Esperaría al informe de la resonancia. Eso haría.
Aunque muy en el fondo, sabía que le estaba dando la oportunidad de ser sincero. De que
confesara lo que ocurría. De que contase con ella, fuera cual fuese el resultado de aquella maldita
resonancia.
Complicaciones inesperadas

Leticia ingresó en algún momento del fin de semana. Andrea estaba preocupada. Hasta ahora, la
preeclampsia se había mantenido a raya con la medicación, pero a medida que el momento del
parto se acercaba, las cifras tensionales se descontrolaban cada vez más.
—Estoy convencida de que es solo ansiedad y estrés —aseguró la obstetra mientras las
dos se dirigían a la reunión convocada por el comité de ética—. El bebé crece bien, las analíticas
son normales y la cefalea ha cedido con una sola dosis de paracetamol.
—Es probable, pero no podemos arriesgarnos a que convulsione o sufra un fallo renal o
hepático —dijo Inés a su lado. Apretó el paso, llegaban un poco tarde—. ¿Tienes idea de por qué
nos han citado los de ética? Pensé que estaba todo claro.
Andrea hizo un gesto de fastidio. La entendía. A ella también la habían sacado de la
consulta, con un montón de trabajo pendiente, para asistir a la reunión, y ni siquiera les habían
dicho el motivo. Además de que su irritabilidad de las últimas semanas se había elevado a la
enésima potencia desde que había descubierto que Erik le ocultaba lo del tumor de su brazo. Por
otro lado, esa semana tenían una cita con una reputada psicóloga infantil para valorar a Magnus y
a Martina, recomendada por la doctora Fuentes. Y el miércoles, por supuesto, la maldita reunión
con los jefes de servicio. No estaba para disquisiciones filosóficas de un tema que ya estaba más
que debatido.
Pero se equivocaba.
El coordinador del comité soltó la bomba en cuanto se acomodaron en torno a la mesa
oval de la sala de reuniones e intercambiaron saludos más apurados que corteses.
—Hemos reconsiderado la donación múltiple de órganos de la paciente con anencefalia,
de Eva López —anunció el médico con tono de circunstancias—. Se rechaza la petición de los
padres.
Andrea ardía en indignación e Inés la retuvo del brazo y tomó la palabra.
—Hasta donde sabemos, los padres no han cambiado de opinión y este mismo comité
había consensuado que su decisión sería respetada.
—Así es, doctora Morán. —El doctor Paredes era oncólogo de la unidad de Paliativos.
Tenía una dilatada experiencia en la valoración de casos delicados y se dedicaba con esmero a
cada paciente. Inés vio cómo pasaba las hojas de un dosier antes de contestar—. Pero eso fue
antes de conocer la situación actual de la madre. Entiendo que está hospitalizada por una
preeclampsia y que ha precisado bastante medicación para controlar su tensión arterial. ¿Qué me
puede decir al respecto, doctora Garay?
Inés se retrajo en la butaca. Claro. Si Leticia empeoraba tendrían que hacer una cesárea de
emergencia y la niña sería demasiado prematura para donar. Prestó atención a las palabras de
Andrea, que intentaba dar su visión de la situación.
—Como les digo, no creo que la paciente esté en riesgo de complicarse con una
eclampsia. Tiene tres hijos anteriores y en ninguno de los embarazos manifestó la complicación.
—Se defendía con contundencia, pero las cejas arqueadas y llenas de escepticismo del doctor
Paredes delataban que no estaba convencido—. La edad materna, cuarenta y ocho años, nos habla
de que probablemente sea una hipertensión esencial que ha sido detectada en el embarazo por
casualidad. Además de la ansiedad y preocupación propias por saber que el momento del parto se
acerca.
—Doctora Morán, como pediatra, ¿es factible que pueda mantenerse la opción de la
donación en caso de prematuridad? —Se volvió hacia ella con interés e Inés levantó las manos,
sin querer comprometerse demasiado en dar una respuesta.
—No. No es una situación habitual. Pese a que Eva, la bebé, roza ya las treinta y cinco
semanas, tres semanas de desarrollo pueden significar la diferencia entre la viabilidad o no de un
órgano —explicó Inés, preocupada por el giro que tomaban los acontecimientos—. Además de
que se multiplica el riesgo de que sea necesario el soporte cardiorrespiratorio para mantener la
vitalidad de dichos órganos. Y los padres ya han firmado una orden de no reanimación. No
quieren separarse de su bebé cuando nazca.
El doctor Paredes asintió. Inés se daba cuenta de cómo se mordían los labios e
intercambiaban miradas de entendimiento los integrantes de su equipo. Se morían de ganas de
debatir entre ellos.
—Muy bien. Tendremos en cuenta la información que nos han facilitado para valorar de
nuevo el caso. Pero, por el momento, ante cualquier indicio de empeoramiento de la madre, se
interrumpirá la gestación con una cesárea urgente —dijo, implacable y sin dejar lugar a réplica—.
No podemos poner en peligro su vida, por muy altruista que sea su deseo.
Salieron del ala de Oncología en silencio. Inés apretó la mano de su amiga durante un
segundo para ofrecer su apoyo, porque no podía hacer mucho más.
—Pondré todo mi empeño en mantener las complicaciones a raya, Inés. Hay que respetar
el deseo de esta madre —afirmó en un susurro débil—. ¿Puedes acompañarme a informarla?
Estaba muy preocupada y esto no ayudará.
—Lo que necesites, Andrea. Vamos.
Apretaron el paso hasta llegar a Obstetricia. A Inés se le formó un nudo en el estómago al
ver cómo Andrea cerraba los ojos y cogía aire antes de llamar a la puerta y entrar en la habitación
en penumbra.
Leticia yacía en la cama articulada con una bomba de perfusión continua con medicación
antihipertensiva y un calmante. Rafael, su marido, sostenía la mano laxa y perforada por la vía
venosa con gesto amoroso.
—Leticia, ¿estás dormida? —Inés se acercó a la cabecera al ver que tenía los ojos
cerrados, pero el rostro contraído en un rictus de angustia—. Soy la doctora Morán. Venimos de
hablar con el comité de ética —informó con voz suave.
Abrió los ojos y parpadeó para deshacerse del sopor. El marido se desperezó y se irguió,
atento.
—¿Qué ha pasado? ¿Hay alguna novedad?
—No por el momento —dijo Inés en un intento de amortiguar el impacto de la información
lo máximo posible—. Mientras sigas estable, tal y como estás ahora, no hay nada de qué
preocuparse.
—Te mantendré ingresada para vigilar de cerca tu tensión arterial y haremos analíticas
seriadas —interrumpió Andrea. Inés se volvió hacia ella y le lanzó una mirada de advertencia—.
Si empeoras, estaremos aquí para tomar las medidas que sean necesarias.
Inés no pudo evitar mirar al techo con disimulo Andrea era una magnífica profesional,
pero a veces no podía evitar ser como un elefante en cacharrería a la hora de soltar la
información.
—¿Empeorar? ¿Por qué voy a tener que empeorar? —preguntó con voz temblorosa,
incorporándose entre los almohadones, alarmada—. ¿Qué pasa si mi tensión arterial no se
controla?
Andrea la miró para cederle el testigo. Claro. Ahora que el daño estaba hecho. Inés la
cogió de la mano y la sostuvo con firmeza. La miró a los ojos.
—Leticia, si empeoras, no podemos permitir que tu vida corra ningún riesgo. La doctora
Garay tendrá que hacer una cesárea urgente. —Se detuvo un segundo para que la gravedad de la
situación permeara poco a poco en su entendimiento—. ¿Entiendes lo que significa?
No contestó. Sus ojos se llenaron de lágrimas y su marido tomó el relevo al ver que se
desmoronaba.
—Pero es muy pronto. ¿Tiene posibilidades de sobrevivir sin asistencia con su... con su
diagnóstico y además la prematuridad? —Evitaba la horrible palabra que despojaba a su bebé de
una vida. Anencefalia. Inés lo entendía. Era una manera de atenuar un poco el golpe, pero eso no
cambiaba la realidad.
—Muy pocas. Y la donación sería inviable por la prematuridad —dijo Inés mientras su
corazón se descomponía en mil pedacitos de hielo.
—No. No puede ser. ¡Me niego! ¡No quiero una cesárea! —interrumpió con violencia
Leticia, dejándolos a todos aturdidos.
Respiraba a toda velocidad y la alarma del monitor de su frecuencia cardiaca y su tensión
arterial comenzó a pitar, ensordecedor. Una enfermera irrumpió en la habitación y se detuvo solo
un segundo al ver a la doctora Garay, después apagó el monitor y la incorporó un poco. Ella se
aferró a su brazo.
—No doy mi consentimiento. No. Tengo derecho. Es mi cuerpo. Es mi bebé —repetía en
una letanía inconexa, cada vez más agitada.
—Leticia, somos médicos. Tenemos que tomar la mejor decisión para ti y también para
Eva. Si convulsionas o tienes un fallo hepático, no servirá de nada —dijo Andrea con firmeza, en
un intento de traerla a la realidad—. ¡Piensa también en tus otros hijos!
—Es una crisis de ansiedad —dijo Inés. No hacía falta ser médico para saber lo que le
pasaba a Leticia: la hiperventilación, la expresión de pánico en su rostro, los dedos de las manos
rígidos y retorcidos por el espasmo carpopedal—. Necesita algo que la ayude a salir del bucle.
Evitó pedir una medicación concreta. Andrea sabría mucho mejor que ella lo que le
convenía a una embarazada. Le dio unas instrucciones a la enfermera que, con celeridad
impensable en aquella situación de tensión, cargó la medicación y la administró sin perder la
calma.
Poco a poco, en brazos de su marido, que la sostenía con fuerza, comenzó a aflojar sus
músculos agarrotados. Se derrumbó con un llanto que era a la vez alivio y demanda, y acabó por
quedarse dormida. Inés salió discretamente de la habitación. ¿Valía la pena tanto sufrimiento?
Como médico, no dejaba de preguntárselo cada vez que se enfrentaba a una disyuntiva así.
¿Habían alimentado las esperanzas de Leticia para nada? Quizá debieron cortar las alas de la idea
en cuanto echó a volar de labios de aquellos padres, que buscaban una salida al hecho de que un
hijo jamás debe morir, pero ¿cómo matar un deseo que encerraba tanta bondad?
Terminó la consulta un poco más temprano. Debía recoger a Magnus y a Martina de la
guardería una hora antes para llevarlos a la valoración de la psicóloga. Erik se uniría a ellos
directamente en la consulta. Como siempre, el último quirófano del día acumulaba los retrasos de
los anteriores pese a su lucha constante para mantenerse dentro del planning.
Aparcó en doble fila frente a la guardería y puso las luces de emergencia. A aquella hora
no había demasiado tráfico. Llamó al timbre y empujó la puerta al escuchar el chirrido
electrónico. Mientras esperaba en el vestíbulo, al que llegaban las risa y gritos infantiles
mezcladas con la música alegre de un xilófono, miró las paredes de colores vivos y llenas de
obras de los pequeños artistas. Era un sitio un poco claustrofóbico. Las salas eran amplias, pero
el patio exterior, insuficiente. ¿Habían sacrificado el escoger algo mejor para sus hijos en aras de
una mayor comodidad para Erik y ella? Un latigazo de culpa la azotó sin piedad e intentó
relativizar: quedaba muy cerca del hospital, con lo que ella y Erik podían encargarse de llevarlos
y traerlos en vez de contratar alguna de esas furgonetas amarillas, las «liebres», o pagarle a
alguien para que lo hiciera. Suspiró. Esa era la promesa que les habían hecho a sus hijos: no
dependerían de terceros para educarlos, criarlos... quererlos. Y qué difícil se hacía a veces.
—Magne sabe los números del uno al diez muy bien. Y también las letras. Martina es
deliciosa, porque imita en todo a su hermano —dijo la profesora. Inés entornó un poco los
párpados ante la estridencia de su voz aguda. Los niños la adoraban, pero no podía quitarse de la
cabeza que aquel entusiasmo era fingido—. Han comido todo muy bien, aunque Martina no quería
el pescadito. —Su hija corrió hasta sus piernas y escondió la cara entre ellas al escuchar el tono
de reprimenda. Inés puso los ojos en blanco—. Son unos niños muy guapos y muy listos.
—Ya. Gracias. Hasta mañana —murmuró Inés ante los apelativos envasados que, le
constaba, repetía como un loro a cada padre al ir a recoger a sus hijos. Hablaría con Erik de ello.
Y también le interesaba mucho qué opinaba Nacha de toda aquella pedagogía enlatada.
—¿Dónde vamos? ¿Y el cuento de la tarde? No vamos a estar para el cuento de la tarde —
dijo Magnus, un poco triste. Inés lo abrazó y rodeó su carita con las manos.
—Vamos a ir a ver a una persona muy especial. Una amiga de papá y mamá —dijo sobre
la marcha. No había pensado en qué decirle, pero ¿por qué tenía siempre que preguntar?—. Va a
ayudar a la familia para que no peleemos tanto.
—¿Por qué? —Magnus tiró de su mano para detenerla en mitad de la acera. Martina la
estaba perforando con la intensidad de sus ojos grises y redondos, pero al menos se mantenía en
silencio.
—Porque tenemos que querernos y no gritar ni pelear. ¿A ti te gustan los gritos? —Dios,
¡qué mal lo estaba haciendo! Lanzó una plegaria rápida al universo en busca de inspiración.
—No.
—Pues esta persona nos va a ayudar a no gritar.
—Dana dice que no se pelea —añadió su hijo, volviendo a caminar Parecía un poco más
convencido.
—Dana tiene razón. ¡Vamos! Nos están esperando.
Gracias a Dios, la pequeña clínica, situada en un edificio bajo de tres plantas, tenía un
estacionamiento para visitas. Exhaló aliviada al ver el Audi de Erik ya aparcado allí. Le mandó un
whatsapp antes de bajar del coche y, cuando entraron en el vestíbulo, le dio el relevo con el
intercambio de un beso rápido y ocupó sus dos manos con las de sus hijos.
—Necesito ir al baño. No he parado en todo el día. Y luego tenemos que hablar de Leticia
—ametralló a toda prisa las palabras—. ¿Has comido algo? Porque yo no.
Erik alzó las cejas, apabullado, y negó con la cabeza. Cogió a Martina en brazos, que
protestó porque quería caminar, y llevó a Magnus hasta un pequeño rincón con cuentos y juguetes.
Miró a Inés alejarse hacia las puertas rotuladas con un sencillo símbolo de masculino y femenino,
a toda prisa. Llevaban un ritmo de locos. Y tenían una conversación pendiente que él no cesaba de
posponer. Abrió y cerró el puño izquierdo y sonrió al ver que su hija aferraba los dedos con
fuerza. Hacía semanas que no tenía ninguna molestia, pero el resultado de la resonancia se había
convertido en una preocupación latente que comenzaba a amargarle la existencia.
—¿Magnus y Martina Thoresen? —Erik se levantó de la silla y Magne corrió hacia él y se
abrazó a sus piernas—. Pasen por aquí, por favor. ¿No ha venido su mamá?
—Está en el baño —contestó su hijo desde la seguridad de su posición. Inés salió en ese
momento, refrescada y con el maquillaje retocado—. Mamá. Vamos.
Entraron en una amplia habitación llena de luz. Su extensión era de al menos unos
cincuenta metros cuadrados. En una esquina, una mesa con un ordenador y una silla junto a una
enorme estantería llena de libros eran el único mobiliario que delataba que aquello era una
consulta. Repartidas por toda la estancia, en espacios delimitados por cuadrados de goma eva de
colores, había varias estaciones de juego. Inés sonrió al ver cómo se abrían los ojos de Magnus al
ver las cajas llenas de Lego. También había grandes cojines con libros de cuentos, muñecas de
todo tipo, una cocinita y un baúl con disfraces.
—Buenas tardes —interrumpió su contemplación la psicóloga, divertida—. ¿Os gusta mi
salita? —preguntó, dirigiéndose a los niños. Magnus asintió con énfasis. Martina solo la miró,
pero acabó por emitir un sí casi inaudible—. ¿Queréis ir a jugar mientras yo hablo con papá y
mamá?
Martina se inclinó peligrosamente hacia el suelo desde los brazos de su padre y Erik la
soltó. Todos sonrieron al verla correr derecha a la cocinita. Pero Magnus miraba a la mujer con el
ceño fruncido, inmóvil junto a ellos. Inés notó el nudo de su estómago apretarse al sentir cómo su
hijo echaba a rodar los engranajes de su cerebro, con un estudio detallado de la situación. Tardaba
ya varios segundos en contestar.
—Vamos, Magnus. Vete a jugar —dijo Erik, que lo empujó con suavidad hacia el centro de
la sala. Pero Magnus opuso una clara resistencia.
—Magne, ahí tienes unos legos muy chulos, ¿no quieres ir a jugar? —intentó Inés al ver
que la orden directa de Erik no surtía ningún efecto.
—No. Quiero estar aquí —dijo tajante. Apretó los labios en un gesto tan parecido a su
padre que Inés se habría echado a reír si no estuviera tan nerviosa.
Hubo un momento tenso en el que los tres adultos tenían las miradas clavadas en el pobre
Magne, que permanecía de pie, sin moverse. Sara, la psicóloga, rompió el silencio tras unos
cuantos segundos.
—Magnus, puedes quedarte si quieres. Pero mamá, papá y yo necesitamos hablar de
algunas cosas un poco aburridas —dijo con una sonrisa sincera—. De dónde nacisteis tú y tu
hermana, de cómo es vuestra casa... Cosas así. Para conoceros un poco mejor.
Inés reprimió una sonrisa al ver la psicología inversa utilizada por la profesional, aunque
Magne no terminaba de ceder.
—Hagamos una cosa —añadió Sara—. Vamos a empezar la entrevista. Cuando te aburras,
puedes ir a jugar a donde tú quieras, ¿de acuerdo? No solo a los legos.
Magnus asintió y permaneció atento varios minutos. La mujer les preguntó por la historia
clínica de ambos, datos de su vida escolar y académica. A medida que desgranaban la
información, su hijo se movía y miraba más y más a su hermana, que jugaba tranquila en la sala.
Hasta que, al fin, soltó un «¡adiós!» apresurado y se lanzó hacia el baúl de los disfraces.
—Vaya. Un hueso duro de roer —dijo Sara con una sonrisa—. Aunque no lo creáis, he
obtenido una enorme cantidad de información sobre vosotros y vuestros hijos en este ratito que
llevamos aquí.
—¿Sí? —preguntó Erik con educación, pero sin esconder el escepticismo en el tono.
Había estado de acuerdo en acudir juntos a la consulta, después de todo, había sido una
recomendación de la doctora Fuentes y confiaba en ella. Pero había estado leyendo varios
artículos médicos sobre el tema y todos coincidían en que los niños eran demasiado pequeños
para sacar ninguna conclusión.
—Claro. Ya sé quién de vosotros es el poli bueno y quién el poli malo. He detectado el
primer problema de comunicación, y he identificado el espíritu más independiente de Martina y el
más apegado de Magnus —dijo la psicóloga sin vacilar. A Inés el gustó que no se dejara intimidar
por la desconfianza que Erik manifestaba—. Pero ahora quiero que seáis vosotros quienes me
describáis cuál creéis que es el problema. Empezando por Magnus. Primero tú, Inés.
Tomó aire. Como en un desahogo largamente esperado, narró los primeros meses de llanto
interminable de Magnus. Los hitos precoces de su desarrollo psicomotor. Cómo le afectaban los
cambios en su rutina. Y la preocupación por la tensión que aparecía entre él y Erik cuando
chocaban y que solían terminar en una batalla campal.
Erik completaba su relato con detalles. Solo una vez la interrumpió indignado por lo que
interpretó como una acusación de que era su culpa que Magnus se hiciese daño a veces cuando
discutían, pero Sara volvió a encauzar el relato con rapidez.
Él manifestó la impotencia y frustración que sentía al no saber hacer las cosas mejor. La
rabia al sentir que Magnus lo desafiaba a veces en las cosas más nimias y los remordimientos ante
sus reacciones desmedidas. Confesó tener miedo de ser un mal padre e Inés apretó su mano por
debajo de la mesa en señal de apoyo. Aquello estaba siendo una auténtica catarsis parental.
—Ahora Martina. Esta vez empieza tú, Erik.
Esta vez fue él quien relató en un resumen certero su primer año de vida. Más fácil. Todo
mucho más fácil desde el principio: la lactancia, el sueño, la guardería... Todo.
—No creo que haya ningún problema. Es más dócil, y parece necesitarnos menos —
resumió, echando una mirada a sus hijos, que ahora jugaban juntos con los legos—. Es más
independiente, desde que era un bebé. Aunque a veces tengo la sensación de que hace lo que le da
la gana. Es más callada y observadora.
—Estoy de acuerdo. Pero a veces..., a veces me da miedo estar descuidándola por prestar
más atención a Magnus —dijo Inés, y las palabras arrancaron un trocito de su corazón al
reconocerlo—. Que, solo porque es más tranquila e independiente y no reivindica sus necesidades
a gritos y patadas como su hermano... —Se le quebró la voz y esta vez fue Erik quien sostuvo su
mano. El contacto cálido de su piel la consoló.
—Ya veo. Creo que es todo por hoy. La próxima hora es para que yo valore a los niños sin
vuestra interferencia —dijo, levantándose de la silla—. En el bajo del edificio hay una cafetería
muy agradable. Os daré un toque al móvil cuando hayamos terminado, ¿de acuerdo?
Inés se levantó por inercia al ver que lo hacía Sara, pero Erik permaneció sentado y varias
líneas horizontales cruzaban su frente.
—¿Es necesario? ¿Por qué tenemos que salir? No me gusta dejar a los niños solos con
extraños, no es nada personal —dijo Erik al más puro estilo vikingo: con la asertividad de una
placa de cemento y una franqueza brutal. Inés miró al techo en busca de paciencia.
—Erik, Sara ya nos informó de esto cuando pedimos la cita —intentó mediar sin resultado.
Él apretó los labios en una línea fina—. No es que los estemos abandonando en mitad de la calle.
—Si los niños preguntan por vosotros o hay algún problema, os llamaré de inmediato —
dijo Sara con corrección, pero Inés alcanzó a distinguir un destello divertido en su mirada—. Es
necesaria una primera toma de contacto sin los padres para ir encauzando el resto de sesiones. Id
a tomar un café.
Inés tuvo que arrastrarlo fuera de la consulta. ¡Qué difícil era a veces tratar con él!
—Erik, los niños no le van a contar que eres un ogro malvado —dijo a medias en broma, a
medias en serio—. No puedes estar preocupado por dejarlos en manos de una psicóloga infantil
con pinta de Heidi. ¿Qué te pasa realmente?
Pidieron un par de cafés y unos sándwiches. Inés pospuso cualquier conversación hasta
subir un poco los niveles de azúcar en sangre porque estaba famélica. Erik picoteó sin parar de
mirar el móvil. Seguía preocupado y tampoco parecía tener demasiadas ganas de abordar el tema,
pero ella alzó las cejas y clavó los ojos en él en cuanto acabó de comer.
—¿Y bien?
—Es eso. Es lo que has dicho. —Bajó la mirada y ahora el niño triste parecía él—.
Tengo... Tengo miedo de que se confirmen mis sospechas.
—¿Qué sospechas, Erik? —Estaba empezando a perder la paciencia.
—Que soy un padre de mierda. Que Magnus no tiene ni tres años y ya me estoy cargando
mi relación con él. Que Martina no me busca porque no cuenta conmigo...
Inés lo interrumpió con un abrazo. Le dio igual estar en una cafetería en hora punta. Se
sentó en su regazo y acogió su rostro en el pecho, estrechándolo con fuerza. Lo besó en la frente
una y mil veces. Erik se aferró a ella con desesperación. Con una necesidad absurda de consuelo.
Permanecieron así hasta que el contacto borró la tensión de sus músculos y se dejó hacer, laxo,
entre sus brazos. Acarició su espalda en un masaje que sabía que lo calmaba.
—Eres un padre magnífico, Erik. No lo dudes. Estamos aquí porque queremos hacerlo
mejor, no para que nos digan lo mal que lo hacemos —murmuró Inés con los labios pegados a su
cuello. Eran iguales. Magnus y él. La misma necesidad de piel. La misma intensidad en el sentir,
contra la que luchaban cada día. La vibración del móvil sobre la mesa rompió el momento e Inés
se puso de pie—. Vamos. Nos están esperando.
Erik sonrió al ver a sus hijos riendo y gritando mientras hacían una especie de carrera de
relevos bajo las indicaciones de Sara. Al verlos, Magnus corrió hacia ellos con una sonrisa que
no le cabía en la cara y los ojos muy abiertos. Se estampó contra las piernas de Inés y alzó su
mirada despierta.
—¡Estamos echando carreras! ¡He ganado todas las veces! —dijo entusiasmado. Martina
llegó un poco después, igual de agitada y feliz, pero sin hacer aspavientos—. Ella también lo ha
hecho muy bien, ¿verdad que sí, Sara?
—Chicos, id a leer un cuento un ratito y descansad. Voy a hablar con papá y mamá —dijo
tras un resoplido. Su pulcro peinado había perdido varios mechones y el uniforme de color verde
agua estaba más arrugado, pero recuperó su postura profesional en cuanto se sentó en la silla—.
Sentaos.
Inés y Erik intercambiaron una mirada expectante mientras ella consultaba unas notas y
asentía en silencio. Tras unos minutos, clavó la mirada en ellos.
—No advierto ningún problema, aunque sí hay muchas cosas que podemos trabajar. —Erik
soltó un suspiro de alivio perfectamente audible e Inés sonrió—. Lo que me extraña, y aunque aún
es pronto para diagnosticarlo con seguridad, es que no hayáis sospechado el diagnóstico de altas
capacidades en vuestros hijos. En especial en Magnus, que es tan expresivo —dijo Sara con cierta
incredulidad en su rostro—. Martina es aún demasiado pequeña, pero todo se verá.
—¿Altas capacidades? Bueno, es un niño muy precoz. Todo el mundo nos lo dice —dijo
Erik tras unos segundos de desconcierto.
—A nosotros no nos llama la atención. ¿No es lo normal? Quiero decir... Es imposible no
compararlos con amiguitos o con sus primos —intentó explicarse Inés. Recordó todas las veces
que Nacha, Maia o las abuelas habían hecho comentarios sobre lo rápido que habían aprendido a
andar, a hablar pese a tener dos idiomas en casa o a seguir el ritmo vertiginoso de sus vidas—,
siempre pensamos que son más espabilados porque son los más pequeños de los niños de su
ambiente.
—Y es cierto que están sobreestimulados —añadió Erik, siguiendo la línea de sus
pensamientos—. Viajan con nosotros por todo el mundo, hacen deporte, en casa les hablamos en
noruego, en inglés y en español...
—¿Y no os ha llamado nunca la atención? —Sara se echó a reír y les dio un libro con un
título que a Erik lo dejó clavado en el sitio: «¿Te cuento lo que siento?»—. Tenéis dos hijos muy
especiales. Lo que he visto en esta hora de jugar y compartir con ellos, os lo digo yo, que llevo
casi diez años de consulta, está muy lejos de ser lo normal.
—¿Por qué? —preguntó Erik en un intento de concretar un poco más las palabras de la
psicóloga.
—¿Sabíais que Magnus ya sabe leer pequeñas frases? ¿O que Martina conoce el
abecedario o los números hasta el diez?
Erik miró a Inés, que hizo un gesto de estupor abriendo las manos.
—Nosotros les enseñamos cosas, cuando leemos los cuentos a veces nos preguntan por las
letras —dijo él. Se rascó la cabeza, un poco desorientado—. Y a veces lee los letreros, pero yo
pensaba que era porque se los sabía de memoria de verlos tantas veces y preguntar por su
significado.
—Sí. A veces es desesperante —dijo Inés, aliviada al encontrar una explicación—. Nos
va preguntando qué es cada cosa, cómo se llama, en español, en noruego, y por qué esto y por qué
lo otro. Y su hermana lo imita en todo.
—Leed el libro. Dentro de un mes volveremos a vernos y, mientras, me comunicaré con la
guardería para solicitar un informe —dijo Sara dejándolos a ambos como si acabaran de abrir la
caja de Pandora mientras sus hijos no paraban de jugar y reír—. Pero quiero que os vayáis
haciendo a la idea de que os espera un largo camino con ellos. Las altas capacidades son un
privilegio, pero muchos padres os dirán también que son una maldición.
—Svarte helvete... —dijo Erik entre dientes.
Hicieron el recorrido hasta casa en silencio. Al revés que Magnus, que quería contarles
todo lo que habían hecho. Martina se revolvía en su sillita como una lagartija al sol. Los dos,
inquietos y emocionados por su nueva amiga. Aquella noche les costó meterlos en la cama, pese a
la cena copiosa y el baño relajante de espuma.
Cuando por fin cayeron en la inconsciencia, Erik se tiró en la cama casi con
desesperación. Inés se tendió a su lado. Borró con el pulgar los surcos de preocupación de su
frente y lo besó en los labios.
—¿Estás un poco más tranquilo? —preguntó en un susurro. Tenía los ojos cerrados, pero
sabía que no estaba dormido.
Él asintió con un gruñido.
—Es un punto de partida —dijo tras unos segundos—. Al menos, había algo más que no
estábamos considerando. No es solo que yo no lo esté haciendo bien.
Inés rio con suavidad y se apoyó en su pecho. Había necesitado una sesión con la doctora
Fuentes y otra con una psicóloga infantil, pero si comenzaba a superar sus miedos, había valido la
pena.
Días de cuarenta y ocho horas

Por supuesto, ni habían hablado sobre el informe de la resonancia ni había puesto a Erik al día de
las novedades con Leticia. Las horas se le escurrían entre los dedos y no era capaz de deshacerse
de la sensación de que llegaba a todo tarde, mal y a rastras.
Necesitaba días de cuarenta y ocho horas. Una máquina del tiempo. Poderes de
telequinesis, y, ya puestas a pedir, de telepatía. O de desdoblamiento corporal. O un doppelgänger
[14]
con el que repartir tareas. Ella se quedaría con Erik y los niños, la consulta de cardio, los
viajes y las vacaciones…, y dejaría el resto para su doble malvado.
Por ejemplo, las reuniones de los miércoles. Y Erik seguía como una cámara acorazada
respecto a las novedades con el Da Vinci. No decía ni una sola palabra. Después de la discusión
amarga que habían compartido, Inés no tenía ni fuerzas ni ganas para abordar el tema.
Tampoco hizo falta.
Un enorme camión negro invadió el patio de ambulancias mientras tomaba un café y
respiraba aire extrahospitalario aquella mañana. Intrigada, echó un vistazo a la garita de
vigilancia por si el guardia estaba ausente. Pero no. Ahí estaba. ¿Sería una entrega de insumos?
Repasó en su memoria los distribuidores de material médico, pero el remolque no tenía ningún
rótulo. Hasta que no empezaron a descargar, no supo de qué se trataba.
—Intuitive Surgical Systems —leyó entre dientes. Varios conductores de ambulancia se
acercaron a ver los enormes paquetes embalados con mil vueltas de plástico y pegatinas de
colores con advertencias de muerte sobre su fragilidad y delicadeza. Leonardo había llegado.
Terminó el café que llevaba en la mano para no tener que prepararse uno en la reunión y se
encaminó hacia Dirección. Erik se había marchado a quirófano en cuanto se separaron en la
entrada del hospital, pero estaba segura de que no se perdería por nada del mundo esta reunión. La
guinda de su pastel. El culmen de su carrera como cardiocirujano. Y el motivo de la futura
pelotera más épica que compartirían desde que se conocían. Llevaba cocinándola a fuego lento
desde hacía semanas. Quizá meses. Y ahora era una olla a presión a punto de estallar.
—Buenos días —saludó a los que ya estaban allí. Mientras se acomodaba en la silla y
charlaba con Andrea y con Teresa, el resto fue llegando. Erik todavía no. Perfecto—. Antes de
empezar con la reunión, me gustaría anunciar que han llegado por fin los primeros insumos del Da
Vinci. Leonardo ya está con nosotros —dijo como si llevara preparando el discurso desde que
nació—. Estoy segura de que todo el departamento de Cirugía y allegados estarán entusiasmados
con la noticia. En especial, el doctor Thoresen. Buenos días, Erik —recalcó cada sílaba del
saludo para quitarle la sonrisa radiante con la que acababa de entrar en la sala de reuniones.
Palideció. El mensaje había llegado con claridad a su destino.
—¡Por fin!
—Ya era hora.
—¿Cuándo empezaremos las simulaciones? Doctor Thoresen, lo primero imagino que será
la instalación de los módulos para docencia —dijo Urrutia, de Urología. Cómo no, había esperado
a que llegase Erik. A ella no le dirigía la palabra.
Erik se puso rojo como un tomate. Inés arqueó una ceja perfecta y no correspondió a la
sonrisa que esbozó al verla.
—Oh. ¿Cómo…? —Cerró la boca al ver el mensaje siguiente en los ojos de Inés,
serigrafiado en sus retinas con un láser: «Tenemos que hablar».
—No sabía cuándo llegarías, de modo que he querido darles la noticia yo misma. Antes de
que todos vean el enorme camión descargando el material de Intuitive Systems —dijo con toda la
mala leche que fue capaz de reunir en aquella improvisación—. Tal y como acordamos cuando
hablamos sobre esto —recalcó con maldad, cargando en cada palabra radioactividad suficiente
como para armar una bomba nuclear—. Ahora, si quieres, puedes iluminarnos con los detalles.
Silencio absoluto. Le daba igual si el sarcasmo corrosivo de sus palabras permeaba el
entendimiento de los asistentes y se daban cuenta de su pelea soterrada.
Inés se la había devuelto doblada.
Evitó su mirada acusadora y, todavía de un rojo purpúreo, intentó salir del paso como
pudo. Carraspeó.
—Ejem. Sí. Bueno, el material terminará de llegar a lo largo de todo este mes de
noviembre. —Había visto llegar el camión. Era la única manera de que se hubiese enterado.
Porque no se lo había dicho a nadie. Ni siquiera a Bettina, que ahora estaba también hecha una
furia con él mientras intentaba almacenar el material de un contenedor de diecisiete pies en los
quirófanos—. Espero que en diciembre o enero venga el personal de Intuitive a supervisar el
montaje y dar las primeras sesiones. Eh… Todavía es pronto para aventurar una fecha. En cuanto
lo tenga más claro, os lo haré saber.
—¿Ninguna sorpresa más? —dijo Inés con una enorme sonrisa, pero un tono de voz
cáustico.
—Hum. No. Eso es todo —respondió él, con ganas de salir corriendo de allí. Tragó
saliva. Inés parecía medir medio metro más aquel día. O tal vez él había empequeñecido.
—Entonces, sigamos con el resto de la reunión. Espera, Erik. No te vayas —ordenó al ver
que él intentaba levantarse discretamente y huir al quirófano—. Tengo algunas cositas que hablar
contigo después. Sigamos con el orden del día.
Si alguien creía que Inés era complaciente y manejable, no tenía ni idea de quién era la
doctora Morán. Tragó saliva. Cada vez que de manera fortuita cruzaban miradas, el acero gris de
sus ojos se encargaba de minar su determinación.
No se enteró de nada, preocupado por ir armando una batería de excusas y argumentos lo
suficientemente fuertes como para frenar su acoso y derribo. La excelencia académica. El
prestigio del San Lucas. Su palabra empeñada como cirujano. La buena oferta que había
negociado con los americanos. Los datos de ahorro al acortar las hospitalizaciones, la posibilidad
de docencia… Había decenas de razones y todas válidas, esgrimiría cualquiera de ellas para
salvar el culo. Y, por encima de todo, para no decirle la verdad.
En algún momento la reunión terminó y la sala se fue vaciando poco a poco. Ella no
parecía tener prisa. Despedía a todos con su sonrisa luminosa de siempre, que aquella mañana a él
le estaba vetada. Decidió que la mejor defensa era un buen ataque.
—Inés, tengo prisa. Empiezo los quirófanos en breve —dijo con sequedad.
Ella hizo un gesto cansado para que volviera a sentarse al tiempo que se acomodaba
también en la silla.
—No te quitaré mucho tiempo. Solo quería decirte que quiero que programemos una
reunión con Mara, Til y Jimena. Mañana, si es posible.
Erik hizo un gesto de extrañeza. No era eso lo que esperaba. Suavizó un poco el tono de
voz al ver que no arremetía contra el Da Vinci. Quizá lo había hecho quedarse por otra cosa.
—Acabamos de tener la reunión trimestral, tendremos otra antes de que finalice el año. —
¿Qué estaba tramando? La miró mientras recogía unos folios en blanco esparcidos sobre la mesa,
dispuestos por si alguien quería tomar notas—. ¿No puede esperar?
—No. No puede esperar.
—Hay… ¿Hay algo que yo no sepa? —preguntó con precaución. Mala elección de
palabras. Los cuchillos en sus ojos volvieron a apuntar hacia él.
—Dímelo tú.
—No tengo nada que decirte.
Erik cuadró los hombros y alzó el mentón en un gesto de arrogancia. Inés suspiró. Aquello
era un diálogo de besugos.
—Quiero convocar una reunión para presentar mi renuncia de… se llame como se llame la
estupidez que estoy haciendo en la gerencia de este hospital —dijo con la voz firme, pese a que
sus ojos brillaban—. Está claro que no sirvo.
—¿De qué estás hablando, Inés? ¡Mara y Til respaldaron en la última reunión todas tus
decisiones con números objetivos! —exclamó, enfadado. Algo se le estaba escapando—. No me
vengas con arrebatos de niña pequeña ahora. Eres tú la que has querido llevar las riendas y ahora
debes hacerte cargo de las consecuencias. Sé que es mucho trabajo. Sé que los cirujanos
murmuran a nuestras espaldas. ¡Sé que es una mierda! —No podía creer que abandonara el barco
ahora que todo parecía encauzarse—. ¿Qué es lo que quieres? ¡Es un puesto de gerencia! ¡Eres el
enemigo! Nadie va a ponerte las cosas fáciles, y menos una panda de cirujanos machistas y
retrógrados que sienten su hombría insultada porque los dirige una mujer.
Maldita sea… El tono de su voz se había descontrolado. Respiraba agitado y todo su
cuerpo vibraba en tensión. Hacía mucho tiempo que no estaba tan cabreado. En cambio, ella
parecía serena.
—Ya. Entiendo. Me alegra que tengas bien catalogados a tus colegas —dijo con un tono
dulce, pero que no alcanzaba a modular el veneno de sus palabras—. Y reconozco que tratar con
ellos ha sido una auténtica lección de fortaleza para mí.
—De la que sales reforzada —aseguró con vehemencia—. ¿Todavía te afectan las salidas
de tono de Urrutia? ¡Vamos, Inés!
—No. Eso no es problema. No ahora.
—¿Y entonces? —preguntó Erik abriendo las manos en un gesto de pura exasperación.
—Es un problema de confianza.
—Mara y Til confirmaron que las encuestas de satisfacción de usuarios y personal son
mejores que nunca. ¡La gente del San Lucas confía en ti! —rebatió él, desechando su alegato—. La
que tiene problemas de confianza en sí misma eres tú.
—No, Erik. No intentes manipularme. Sé muy bien quién soy, mis fortalezas, mis
debilidades y los errores que he cometido —dijo ya sin ápice de dulzura. Echó hacia atrás su
melena castaña, despejando su rostro—. Es un problema de confianza entre tú y yo.
—¡Venga ya, Inés! —Erik puso los ojos en blanco e hizo un gesto de desdén—. ¿Todo esto
es por el puñetero Da Vinci? ¡Sabías perfectamente lo que iba a hacer!
—Sí. Tu política de hechos consumados y de nula comunicación al respecto es el
problema principal de esta falta de confianza entre nosotros. Pero hay más.
Se levantó de la silla, caminó hasta la ventana y apoyó el trasero en el alféizar al tiempo
que se cruzaba de brazos. Quiso zarandearla para hacerla entrar en razón.
—Cuando firmamos los papeles, con toda la ilusión y el miedo del proyecto que
emprendíamos, me hiciste sentir que era algo de los dos —dijo, abrazándose el torso. Erik tuvo
que reprimir el impulso absurdo de levantarse y frotarle los brazos para darle calor—. Recuerdo
aquella noche como si hubiera sido ayer. «Esto no puede salir adelante si no lo hacemos los dos
juntos, Inés. Yo no puedo hacerlo solo. Tendrás que ayudarme, como médico y como gestora. Has
demostrado valer para ello. No lo habríamos conseguido si no hubiera sido por ti».
Cada palabra era un hachazo en su pecho. Él también recordaba perfectamente aquella
noche. Cómo hicieron el amor al ritmo de Love on the brain, que se había convertido en su
canción. La manera en que, muerto de miedo, le había hablado por primera vez del proyecto. El
modo en que él la corrigió ante su pregunta de si iba a comprar el San Lucas. «Vamos a comprar el
San Lucas», le había dicho. En más de una ocasión. Tragó saliva. La voz de Inés se tambaleaba al
mismo ritmo que sus defensas.
—Kjaereste, nada de eso ha cambiado. —Se puso de pie y extendió las manos hacia ella,
pero Inés negó con la cabeza—. Sigo necesitándote igual que el primer día.
—¡Y yo estoy aquí para ti! ¡Jamás he dejado de estarlo! —Abandonó la pose controlada y
dio rienda suelta a su frustración. Barrió de sus mejillas un par de lágrimas furtivas con rabia—.
Te recuerdo que yo no buscaba nada de esto. Fueron Mara y Til quienes me empujaron a esta
situación, ¡porque a ti se te estaba yendo de las manos! Y aun así saqué la cara por ti y defendí lo
indefendible. ¡Yo también te necesito! Que me apoyes en mis decisiones. Que me respaldes frente
al resto de las jefaturas. ¡Que valides mis actuaciones!
Erik la contempló en silencio. Su mirada se endureció. Advertía cierta amenaza velada en
sus palabras y no le gustaba sentirse acorralado ni culpable por los celos profesionales que lo
consumían en los últimos meses. Cargó de acero y hielo su voz y se cruzó de brazos. Prefirió
aclarar las cosas de una vez por todas.
—¿Hay algo que quieras decirme, Inés? No entiendo del todo tu pataleta.
Inés negó con la cabeza y los ojos llenos de lágrimas. A él se le desgarró el corazón.
—¡Sabía que trabajar juntos no era buena idea! —Su voz se transformó en sollozos
desgarrados que mezclaban rabia y tristeza a la vez. Intentó lidiar con la mezcla de emociones,
pero la fuerza de sus sentimientos era imbatible y sus defensas comenzaban a desmoronarse—. Te
necesito a mi lado en el hospital como te necesito a mi lado en mi vida, Erik. Como el aire para
respirar. ¿No te das cuenta? —Lanzó la última pregunta en un grito ahogado—. Todo esto nos pasa
factura, por mucho que nos desvivamos para que no traspase las puertas de nuestro hogar. ¡Nos
afecta! ¿No lo ves?
Erik se levantó y la abrazó con fuerza. La aferró entre sus brazos, pese a que ella se
revolvía, buscando soltarse. Empujaba sus pectorales y los palmeaba sin conseguir moverse ni un
milímetro, pero terminando por derruir la coraza que rodeaba su interior.
—No quiero que se rompa la confianza que existe entre nosotros. ¡Es y siempre ha sido
uno de nuestros fuertes! La fe ciega en que el otro estará ahí para sostenerte. Perder esto por un
puñetero robot de mierda, para mí, ¡no vale la pena! —siguió entre sollozos—. Me ocultas lo del
Da Vinci. Me mantienes al margen de tus decisiones. ¡Y sé que hay algo más! ¿Tengo que empezar
a pensar que nuestro matrimonio se está resquebrajando? ¿Es la puta crisis de los cinco años?
¡Dime qué te pasa, Erik! —exigió en un último esfuerzo y se quebró en un llanto desconsolado.
Los sollozos azotaron su cuerpo y la encerró entre sus brazos, sujetando su espalda y su
nuca con las manos. Quiso hablar, pero no podía. Un nudo en la garganta le impedía articular lo
que quería decir. Dejó que ella liberara la tensión en forma de un torrente de lágrimas que empapó
la casaca de su pijama. Se tragó su orgullo. Sus estúpidos celos. Y su miedo.
—Jamás te he mentido, Inés. No lo hice cuando me acosté con Peta. Ni cuando te dije que
todo el tema de tu experimentación sexual me pillaba de vuelta. —Tuvo que aclararse la voz,
atenazada por el pánico de lo que estaba a punto de decir—. Tampoco cuando te dije que no sabía
si quería tener hijos ni cuando te confesé que eras la mujer con la que quería pasar el resto de mi
vida.
—¡Pero algo te pasa! —gimió de nuevo entre sollozos de su cuerpo deshecho.
—Algo me pasa. Es cierto.
Ella se quedó inmóvil, con el rostro aún enterrado entre sus pectorales, esperando a que
continuara. Pero no podía. Era como arrancarse el alma y ponerla en un plato para dársela a
comer. Aunque se lo debía. Apretó los dientes y se llamó cobarde en todos los idiomas. Había
llegado el momento de afrontar la situación.
—Primero, quiero decirte que contigo me he encontrado con la horma de mi zapato. —Inés
temblaba entre sus brazos. Alzó su mirada brillante y clara por las lágrimas, y se mantuvo firme
pese a la vergüenza que sentía—. Y tengo que pedirte perdón. Siempre he sabido que eres mejor
persona que yo, pero me ha costado mucho aceptar que también eres mejor médico. ¡Es cierto! —
insistió al ver que ella quería interrumpirlo—. Me mataban los celos al ver que Mara y Til
acudían a ti para manejar el San Lucas, y en un momento… quería que fracasaras. Lo siento,
kjaereste. —Bajó los ojos, incapaz de seguir enfrentándola. La besó en la frente, volcando en el
gesto todo su arrepentimiento—. Mi soberbia me impedía ver que eras tú a quien necesitábamos
en el hospital. Ahora lo sé.
—Pero, Erik…¿Por qué no me lo dijiste? —susurró Inés, inmóvil. Jamás se habría
esperado aquella confesión. Celos. Eran putos celos profesionales. Quiso darle de bofetadas.
¡Malditos cirujanos ególatras! Quiso echarse a reír, pero él la sujetó de las manos y buscó de
nuevo su mirada con los ojos azules velados por el pánico.
—Hay algo más, Inés. Me pasa algo que ni yo mismo sé si puedo manejar. Porque tengo
miedo. Miedo de perderlo todo. De perderte a ti. De perder nuestro futuro. Mi futuro. El de los
niños. —Una vez liberadas las compuertas, no podía parar de hablar. La voz le temblaba—. Tengo
miedo de verbalizarlo, porque, en una superstición absurda, siento que, si lo digo en voz alta, se
convertirá en realidad. —Hizo una pausa y cogió aire en un intento de aflojar la garra que ceñía su
garganta—. Estoy perdiendo sensibilidad en mi mano izquierda, Inés. Y creo… creo que estoy
empezando a perder movilidad. —Se detuvo. Incapaz de seguir. Cerró los párpados con fuerza
porque, ahora que ella lo sabía, era mucho más real. Incapaz de seguir hablando, dejó caer el peso
de su cuerpo sobre ella. Inés lo sostuvo.
—Ya lo sabía —susurró ella muy bajito. No, imposible. No podía haber dicho eso.
—¿Cómo?
Se apartó unos centímetros y la observó con incredulidad. Inés encerró su mentón entre las
manos y lo obligó a mirarla también.
—Ya lo sabía, Erik. Me enteré hace un par de semanas.
—¿Ha sido Boris? —exigió saber con rabia—. ¡Cuando lo vea, voy a borrarle esa sonrisa
de chulo con un puñetazo en la cara!
Inés sonrió al ver que Erik se recuperaba un poco, al menos lo suficiente como para salir
del bloqueo en el que había caído tras la confesión y lo abrazó para disipar un poco el momento
de tensión.
—No. No a propósito, al menos —explicó ella. Cerró los dedos tras su nuca y tiró de él
para besarlo en los labios y confortarlo. Temblaba como un flan—. Ha sido Loreto. Boris le
comentó que estaba intranquilo por tu brazo. Yo le dije a ella que sabía que me ocultabas algo y
que estaba preocupada por ti.
—Y ella es una mujer inteligente, y sumó dos más dos —completó él la historia, reacio a
reconocerlo. La besó en la frente y de nuevo en los labios. Tenía miedo, sí. Pero un alivio
inconmensurable comenzaba a aliviar la pesada carga que llevaba a la espalda desde que había
acudido a la consulta de Traumatología. Ahora podía compartirla con ella.
—Me metí en tu historia clínica y leí el evolutivo de Boris y el informe de la ecografía.
Soy médico, Erik. Sé las connotaciones que tiene la palabra bultoma —dijo, mirándolo a los ojos,
con las manos aferradas a su melena—. Sé que falta el informe de la resonancia. Pero sea cual sea
el diagnóstico, lo enfrentaremos juntos. ¿De acuerdo?
Lo abrazó con fuerza, pero Erik no correspondió. Entonces, no lo sabía todo. No tenía la
información completa. Hacía más de un mes que conocía el resultado de esa resonancia, por eso
había presionado y presionado hasta el absurdo para conseguir el Da Vinci.
—Inés. —La llamó, casi sin despegar los labios. No le quedaban fuerzas para seguir.
—Hemos superado cosas peores, Erik. Un bultoma puede ser cualquier cosa. Apuesto a
que se ha reproducido el hematoma —dijo resuelta, con un brillo intenso en su mirada inquisitiva.
Tenía que decírselo. Pero no era capaz—. O quizá tengas algo de fibrosis por la cicatriz antigua.
Seguro que Boris puede hacer algo al respecto. Mañana mismo hablaremos con el radiólogo. Sea
lo que sea…
—Ya conozco el informe de la resonancia, Inés.
—Sea lo que sea, lo superaremos. ¿Cómo? —El modo en que se detuvo en mitad de la
frase fue casi cómico—. ¿Y qué es? ¿Qué tienes?
Erik tragó saliva. Pero notar sus brazos delgados y fuertes en torno a su cuello le hacía
saber que no estaba solo. Que la fortaleza de la mujer con la que compartía su vida haría la carga
más liviana. Era así, como ella decía: lo enfrentarían juntos.
—Tengo un neurofibroma del nervio cubital. De un centímetro y medio de diámetro. —
Agradeció que Inés no hiciera ningún aspaviento. Solo abrió los ojos lentamente, desmesurados,
incapaz de esconder el pánico—. La masa muscular ha sido capaz de mantener los síntomas a
raya, pero desde que volvimos de Noruega… —Tragó saliva. Sintió que moría un poco por
dentro. Quedaba claro que ocultar era lo mismo que mentir. Y que no era lo mismo aquello que
fingir inocencia sobre la desaparición del último Toblerone—. Desde que me incorporé a trabajar
en el San Lucas, he notado, muy de vez en cuando, que no tengo la misma sensibilidad en la mano
izquierda.
—Aumentó la carga de trabajo y volviste a las horas de quirófanos interminables —
murmuró Inés, deduciendo lo que él mismo había pensado—. ¿Por qué no acudiste a Boris en ese
momento?
Comenzó a frotar sus bíceps. A tocarle los labios. A componer el estado lamentable de la
tela de su uniforme de quirófano. Estaba frenética. Y no podía esconder la ansiedad.
—Vino la baja paternal de Martina y volví a tener un respiro, ahí fue cuando empecé a
pensar que… que si no… Svarte helvete! Qué difícil es decirte esto, kjaereste. —Cubrió su rostro
con la mano y apretó sus párpados con saña, hasta que chispazos de luz denunciaron el maltrato a
sus globos oculares—. El Da Vinci…
—Pensaste que el Da Vinci podría suplir la falta de sensibilidad y de fuerzas para operar
en el caso de que empeorases —dijo ella con voz letal.
El asintió. La culpa lo abrumó. Mayor aún que la que sentía cuando discutía con Magnus.
O cuando los encañonaron y tirotearon en el coche. Las piernas le flaquearon y se apoyó en Inés,
que lo abrazó de nuevo con fuerza.
—Necesito sentarme. Necesito…
—Te prepararé un café. ¿A qué hora tienes el siguiente quirófano? —Puso la cápsula y
apretó el botón de la cafetera. Blandió el móvil como si fuera un arma de destrucción masiva.
—En media hora. Debería estar ya allí.
Pulsó un contacto. Él intentó detenerla, pero Inés alzó un dedo amenazador y Erik se quedó
quieto en el sitio. Era un alivio dejar que ella tomase las decisiones y dejarse llevar por una vez
sin tener que pensar en el próximo paso.
—Doctor Gómez. Mario. Soy la doctora Morán. He tenido un pequeño percance y Erik
llegará un poco más tarde a la cirugía. —Erik alzó las cejas e hizo un aspaviento indignado, pero
Inés volvió a elevar el índice en advertencia—. No, no es nada grave, pero lo retendré una media
hora más. —Era desesperante no saber qué estaban diciendo e intentó acercar la oreja al
auricular, pero esta vez, el dedo se clavó sobre su clavícula para mantenerlo quieto y sentado en
la silla—. Perfecto. Dile a Dan que se lo agradezco, que es un tema mío, y que después le explico.
Gracias, Mario. —Colgó la llamada y sonrió—. Listo. Tenemos una hora más. Ya me inventaré
algo después.
Una hora. Inés le había conseguido una hora. Se desplomó sobre el respaldo y se permitió
regodearse en el victimismo por un instante.
—Lo siento, liten jente. Sé que debí decírtelo hace mucho tiempo. Soy un imbécil. No
sabes cómo me siento ahora mismo —dijo, casi eufórico. De hecho, sentía que podría eliminar el
tumor tan solo con la fuerza de su voluntad—. Pero no tengo ni idea de qué voy a hacer. No puedo
perder la efectividad de mi mano. ¡Soy cirujano cardiaco, joder! ¡Mi especialidad son las
cardiopatías congénitas en recién nacidos! ¡Mi mano no puede fallar! Si el nervio tiene daños
irreversibles por compresión, solo me quedará el Da Vinci. Lo entiendes, ¿verdad?
Ella asintió. Pero en su mirada se dejaba entrever cierto cabreo entre el alivio y la
angustia por la bomba de diez megatones que acababa de soltar. Se sentó junto a él y buscó su
mano. La izquierda. Metió los dedos en la concavidad de su palma y Erik los apretó con
seguridad, para demostrar que estaba bien. Que todo estaba perfecto.
—Lo que no entiendo —dijo al tiempo que retiraba su mano de la de Erik y se ponía de
pie—, es que sabes el diagnóstico hace un mes. Eres médico. Tienes el dinero. —Erik asintió ante
cada afirmación sin saber muy bien a dónde quería llegar—. En vez de preocuparte por andar
jugando con robotitos, ¿por qué no has buscado al mejor neurocirujano y al mejor traumatólogo
disponibles para que te saquen el maldito tumor?
Erik parpadeó. No lo había pensado así.
—Boris es un buen traumatólogo. Y, en realidad, no hace falta un neurocirujano… Además
de que aún no tengo sintomatología preocupante y muchos artículos defienden un abordaje
conservador…
—¡Erik Thoresen! —interrumpió ella con indignación. Puso los brazos en jarras y pareció
crecer, enfadada. Pero se desinfló con un suspiro agotado y se sentó sobre su regazo, rodeándole
el cuello con las manos—. Erik. A partir de esta misma tarde, en cuanto salgamos del hospital,
vamos a buscar a los mejores especialistas, sea en Houston, en Nueva York, en Bruselas, en Hong
Kong o en el Congo, para que te quiten esa mierda.
Quiso abrir la boca para protestar, pero ella posó su dedo poderoso sobre los labios y lo
mandó callar.
—Tú mismo los has dicho. Eres cirujano. No tienes síntomas… todavía. Estamos a tiempo
de revertir el daño por compresión —dijo ella con una convicción tan firme que una pequeña
llama de esperanza brotó en su pecho—. Pero no es solo eso. Tienes que hacerlo por ti, para estar
bien. Para jugar con tus hijos a hacer fortalezas de legos, y pasar las páginas de los libros. Y para
tocarme a mí como solo tú sabes hacerlo. Saldremos de esta, Erik.
Dios… Envidiaba la seguridad que ponía en todo. La fuerza arrolladora con la que
confiaba en que todo saldría bien. La abrazó y apoyó la frente sobre sus labios.
—¿Y si no sale bien? ¿Y si me quedan secuelas? A veces una actitud expectante es lo
mejor en estos casos y yo no puedo enfrentarme otra vez a la idea de ser un maldito tullido —
confesó con aspereza. No valían las medias tintas. Los dos querían sinceridad y era un panorama
más que plausible—. No quiero dejar de operar. ¡Es lo que soy!
—Eres mucho más que eso, Erik. El día que te des cuenta, te convertirás en un hombre
mejor —dijo Inés, implacable. Entrelazaron sus dedos y apretaron las manos—. Pueden cortarte
las dos manos y seguirías siendo lo que eres. Pero si te sirve de consuelo, tienes ya el plan B
esperando embalado en cajas en el almacén de quirófano. Tienes el maldito Leonardo.
Erik soltó una carcajada potente en la que se mezclaba la liberación y la alegría por haber
derribado aquel muro infranqueable de hielo, desconfianza y miedo entre ellos.
—Eres única, Inés. ¿Qué haría sin ti?
—Prefiero no pensarlo —dijo con un brillo letal en la mirada—. Pero que te quede claro.
Nuestro plan A es la resección de ese neurofibroma. Y de eso me voy a encargar yo. Vamos. —Se
puso de pie y tiró de él hacia la puerta de la sala de juntas—. Tienes un paciente esperando en el
quirófano. No lo hagas esperar más.
Euforia

Aquella reparación de comunicación ventricular fue pan comido. Un chaval de catorce años en
plena forma, bien nutrido, nunca enfermo, del que jamás se habría dicho que tenía el tabique
cardiaco como un queso Gruyere. Por primera vez en mucho tiempo, pidió que pusieran música en
su quirófano.
—Erik, ¿estás cantando? —preguntó Mario, descolocado al escucharlo asesinar la letra
del God gave me everything de Mick Jagger con su voz grave—. ¿Qué le ha pasado a Inés?
—La vida es bella. La cirugía cardiaca es el trabajo más bonito del mundo. Mis hijos son
brillantes. Y en cuanto a Inés, mi mujer es…, ¡oh, Mario! —Se echó a reír y negó con la cabeza.
Todos los presentes en el quirófano se miraron unos a otros, pero le dio exactamente igual. Ellos
no podían saber la tonelada de cemento que se había quitado de encima—. Jamás habría podido
soñar con casarme con una mujer como Inés.
Pese al retraso por la catarsis en la sala de juntas, los quirófanos terminaron en hora. Se
dio una ducha. Disfrutó del agua caliente deslizarse por su espalda, y se dio cuenta de que hacía
dos semanas que él e Inés no hacían el amor. Frunció el ceño, con extrañeza. ¿Cuándo había
dejado que pasara eso? Se confesó a sí mismo que también en el sexo la había estado evitando.
Era cuando más vulnerable se mostraba frente a ella, pero le pondría remedio aquella misma
noche. Con especial dedicación. Jamás podría compensar lo que Inés hacía por él, pero podría
equilibrar un poco la balanza.
Se rio solo bajo la cascada al idear una sesión muy especial. Solo esperaba que sus
queridos hijos pusieran de su parte. También cenarían algo novedoso. Salió de la ducha, se secó
lo mínimo para no inundar el cuarto de baño y buscó en el móvil el contacto de su restaurante
favorito. No el Tiramisú, ese era de trote. De aquel restaurante vasco, el Pimpilinpausha, que
hacía comida de diseño y cuyos postres casi le habían provocado un orgasmo culinario a Inés.
Ellos pondrían la comida. De los orgasmos ya se encargaría él.
Pidió demasiado. Se dio cuenta cuando el camarero que contestó la llamada comenzó a
reírse tras responder que era comida para dos personas. El punto culminante sería una botella de
vino recomendado por el sumiller del restaurante. Y todo a través del móvil. Un hormigueo fugaz
recorrió su mano y lo paralizó durante un instante de pánico. Se echó a reír. Estaba paranoico.
Había sido en la mano derecha.
Entró al despacho de Inés, que ni se inmutó. Estaba concentrada, con los ojos fijos en la
pantalla del ordenador y unos auriculares inalámbricos disimulados en su melena suelta. Se
inclinó para besar su cuello y liberó una de sus orejas del aparatito para morderla en el lóbulo y
el mentón. Ella se encogió ante el contacto.
—Deja eso para más tarde y siéntate a mi lado —dijo con una sonrisa cálida y la mirada
brillante—. He mandado correos electrónicos a algunos conocidos de la carrera, espero tener
respuesta pronto. Vamos a encontrar el mejor equipo quirúrgico para ti, Erik. Ya lo verás.
—Genial. Lo dejo en tus manos, kjaereste. Habértelo dicho lo cambia todo —dijo con
sinceridad. Se sentía liberado. Ligero. Y lleno de esperanza—. No sé por qué tenía tanto miedo.
Bueno, sí lo sé —reconoció al ver su expresión sarcástica—. Pero ahora ya lo sabes y todo
vuelve a estar bien. Porque estamos bien. ¿Verdad?
Ella soltó un suspiro sonoro y exagerado, y asintió. Pero algo rondaba su cabeza. La
delataban el ceño fruncido y el rictus impaciente.
—¿Qué pasa, Inés? ¿Sigues enfadada conmigo? —Casi le dio miedo preguntar. Tenía todo
el derecho del mundo a estarlo, pero no estaba muy seguro de si él lo soportaría—. ¿Qué puedo
hacer para compensarte? Tengo una sorpresa preparada.
Ella sonrió ante el ofrecimiento, pero sus ojos estaban turbados. Inquietos. Miraba el
teléfono una y otra vez.
—Estoy esperando una llamada antes de irnos, pero si no llega en la próxima media hora,
tendrá que esperar a mañana —dijo, comprobando la hora en el reloj, como si no la supiera—. Es
sobre Leticia.
Sus alertas se dispararon. Erik frunció el ceño y abandonó el ánimo juguetón para prestar
atención a la pantalla. Inés cerró la ventanilla con su correo electrónico y abrió la historia clínica
de la paciente para mostrarle los últimos datos.
—¿Hay alguna novedad? ¿Por qué figura como ingresada en el hospital? —Clavó una
mirada glacial en ella—. Al parecer, tú tampoco me cuentas todo.
—¡Ni te atrevas a comparar ambos asuntos! —cortó de raíz. Él levantó las manos en son
de paz, no quería romper el momento idílico que habían alcanzado—. Fue el día de la consulta
con los niños, por eso no te comenté nada. Después no ha habido novedades y lo dejé estar.
—¿Qué ha pasado? Recuerdo que tenía la tensión alta —dijo Erik mientras tamborileaba
sobre la superficie de la mesa. Aquel programa era demasiado lento para su necesidad de
información—. ¿En qué momento del embarazo está?
—Tiene una preeclampsia de difícil manejo. Con cuarenta y ocho años, era lo mínimo que
podíamos esperar. Le queda una semana para llegar a término —informó Inés. Desplegó el
historial del ingreso, pero Andrea todavía no había escrito el evolutivo y chascó la lengua,
frustrada—. Necesito saber cómo está. El comité de ética ha reconsiderado su decisión a raíz del
ingreso.
—¿No van a poder donar? El comité de ética debería pensar en los ocho pacientes a los
que la generosidad de estos padres va a cambiar la vida por completo —dijo Erik con el tono de
voz como para cortar acero templado—. El Centro Nacional de Trasplantes ya ha contactado con
todos ellos y sus familias. Están todos en espera. No podemos echarnos atrás.
—No autorizarán la donación si Leticia empeora. Si se complica con convulsiones, o con
fallo hepático o renal, tendrían que hacerle una cesárea de urgencia. ¡Solo tiene que aguantar una
semana! —informó Inés, navegando por las constantes vitales de la paciente. Todo estaba más o
menos estable—. ¡Qué desesperación! ¿Por qué dejamos siempre los evolutivos para última hora?
—Tú también lo haces, lo de dejar todo para última hora —observó Erik. Le dio un beso
en la frente y esperó junto a ella. No podía hacer más—. Revisaré los partes de quirófano de la
semana que viene mientras esperamos.
—Diez minutos más. Diez minutos y nos vamos —murmuró Inés, mirando el teléfono
corporativo como si así pudiera persuadirlo de que sonara antes.
Y sonó. Erik alcanzó a escuchar la voz femenina de Andrea al otro lado de la llamada,
pero no a distinguir lo que decía. Levantó la mirada de los papeles y esperó.
—¿Sigue igual? Pero ¿habéis bajado un poco la medicación? —insistió Inés, ansiosa por
arrancar alguna buena noticia. Alzó la mirada hacia él y se encogió de hombros—. De acuerdo. A
ver cómo pasa esta noche. Hasta mañana.
Colgó el teléfono y se recostó en el respaldo de su silla con un suspiro lánguido. Cerró los
ojos unos segundos, presa del agotamiento.
—¿Habrá un día en que este trabajo nos dé un respiro? Leticia sigue igual, con las cifras
tensionales estables, pero empeora en cuanto le retiran la medicación —resumió para él en un
informe certero—. No podemos hacer nada más. Vamos a por los niños. ¿Te parece que vayamos a
tomar un helado al parque Bicentenario? —Miró por la ventana. Hacía un día de sol radiante y
calor.
Erik pensó en que el mensajero con la comida llegaría a casa a las ocho y tenía todavía
muchos preparativos por hacer. Fingió considerarlo por un momento.
—Mejor vamos a casa. Compramos helado para llevar y lo comemos allí. Si vamos al
parque, Magne y Tina entrarán en fase maniaca y no los parará ni un camión cisterna de anestesia
general. —Ofreció su mano y tiró de ella para levantarla de la silla—. Estoy deseando llegar.
Inés lo miró con extrañeza, pero él solo esbozó una sonrisa enigmática y permaneció en un
silencio obstinado, sin soltar prenda de sus planes; hasta que recogieron a los niños en la
guardería y se acabó la paz.
Cuando llegaron a la zona del pequeño núcleo urbano de Lo Barnechea, un grupo de
indeseables merodeaba por los coches aparcados. Sus manos se crisparon sobre el volante. Inés le
acarició el muslo y le lanzó una mirada preocupada.
—Tranquilo. Vamos en el coche de Angela Merkel —dijo en un intento de bromear que no
le hizo ninguna gracia—. Vamos, Erik. Acelera.
No pudo evitarlo. Pasó junto a aquellos hombres, unos chavales más bien, buscando el
rostro que seguía apareciendo de vez en cuando en sus pesadillas. A veces se había cruzado por la
calle con unos ojos oscuros y ladinos y su cuerpo de casi metro noventa y cien kilos de músculo se
había estremecido en terror. Necesitaba superarlo de algún modo. Ni el Audi blindado ni
convertir su casa en un búnker le habían servido de mucho. Lanzó una plegaria a los dioses del
Valhalla o a quien fuera que pudiese estar escuchando. No por él. Que protegieran a su familia.
Una patrulla de carabineros apareció por la esquina y el grupo se dispersó con celeridad.
Le hicieron un gesto a Erik y aparcó a un lado.
—Buenas tardes, caballero. ¿Lo estaban molestando? —preguntó, cuadrándose con el
saludo militar. Le costaba trabajo entender la rigidez y protocolo con los que actuaban, pero
agradecía que estuviesen allí.
—No, no. Me he detenido porque hace unos meses me asaltaron y creí reconocer al
culpable —dijo Erik a falta de una explicación mejor—. ¿Es alguna banda organizada?
El carabinero se echó a reír y negó con gesto divertido.
—No, no. Desocupados sin nada que hacer buscando problemas, pero nada de lo que tenga
que preocuparse —lo tranquilizó el agente—. Circulen, pueden continuar. Buenas tardes. Señora.
Erik retomó el camino a casa. Hasta Martina y Magnus se habían quedado callados al
percibir la tensión en el coche. Inés seguía frotándole el vaquero sobre la pierna como si quisiera
hacer brotar fuego de él. Miró por el retrovisor y los espejos laterales antes de abrir la puerta, tal
y como ella le había recomendado, y entró.
—Espera, para —pidió ella. Erik arqueó las cejas en un gesto impaciente—. Es mejor
esperar hasta que se cierre la puerta. Si nos alejamos, puede entrar alguien y no darnos cuenta.
Frenó en seco el coche. Inés protestó por tirón del cinturón de seguridad.
—Fy faen, Inés. ¡No podemos vivir así! ¿Te das cuenta de que estamos condicionando
actos tan sencillos como entrar y salir de casa en función de la seguridad? —explotó con
amargura.
Tras la vorágine de las obras de reforma todo se había calmado un poco, pero no había
desaparecido la preocupación. Era un malestar soterrado, que estaba siempre ahí. Comprobaba
puertas y ventanas cada noche. Jamás olvidaba cerrar con dos vueltas la cerradura de seguridad.
Escrutaba los rostros desconocidos cuando caminaba por la calle con sus hijos de la mano. Eran
rituales que le generaban angustia. En Tromsø ni siquiera sacaban las llaves del coche cuando lo
dejaban aparcado fuera de casa.
Inés suspiró.
—Hemos hablado de esto ya, Erik. Estamos en Chile. Santiago es una ciudad peligrosa.
Tanto como algunas de Brasil o de México. Solo hay que tener cuidado y saber por dónde no hay
que andar —dijo con paciencia. Erik aceleró al ver que la puerta corredera ya se había cerrado.
Imaginó que una horda de asaltantes había entrado sin que él se diese cuenta y quiso bajarse del
coche a comprobar que no había nadie tras los setos de hortensias en un impulso absurdo—. No
estamos en Oslo. Ni estamos en Tromsø. A cambio, vivimos en una casa con cuatro hectáreas de
jardín, al pie de la cordillera de los Andes, en un entorno idílico.
—¡Lo sé, lo sé! —exclamó, enfadado. Por mucho que su mente racional le dijese que Inés
tenía razón, no podía evitar pensar que aquello no era lo correcto—. Pero yo quiero poder andar
por donde me dé la gana. Que el día de mañana, si Magne y Martina salen por la noche, puedan
llegar a casa sin novedad. Veo las noticias y leo el periódico, ¡y esto se pone cada vez peor!
—Y, ¿qué quieres? ¿Cuál es la solución? ¿Volvernos a vivir a Noruega? —Inés describió
un arco con la mano hacia el paisaje que incluía su casa. El sol brillando entre las hojas de los
álamos, que habían crecido mucho en ese año. Los colores de los arriates de flores. Loki
corriendo hacia ellos con su sonrisa perruna de bienvenida—. Estamos a tiempo, Erik. Los niños
aún no están escolarizados. Podemos volver cuando queramos. Si es lo que realmente quieres
hacer, sabes que estaría dispuesta a hacer las maletas otra vez, echar la llave a todo e irme
contigo. Ya lo hice una vez.
Él gruñó. Lo consideró seriamente por un momento. Su ánimo juguetón se había ido a la
mierda y, al parecer, el buen humor de Inés también. Magnus se despertó con un sonoro bostezo y
pidió salir del coche.
—Vamos —dijo ella, liberándolo del sistema de retención infantil—. Ve a jugar con Loki.
No te alejes mucho, que la merienda va a estar enseguida.
—¿Y yo? ¿Y yo? —exigió Martina agitando sus bracitos para que la soltase también. Al
poco tiempo seguía a su hermano con paso veloz.
Observaron a los niños corretear en el césped apoyados en el lateral del coche. Erik buscó
su mano a tientas y la atrajo hacia su costado. Inés se cobijó en el hueco bajo su brazo.
—No —dijo él al fin—. Aquí somos felices, aunque sea imperfecto —reconoció a
regañadientes—. Es solo que tener el corazón dividido es una mierda y a veces echo de menos la
civilización escandinava. No me gusta tener que construir un muro a nuestro alrededor. El colegio
que hemos escogido para Magnus me parece muy elitista. No quiero vivir en una burbuja ni
apartarlos de la realidad.
Inés suspiró. Era difícil encajar la mentalidad europea de Erik, a favor de la sanidad y la
educación públicas, con un país al que, aunque tenía en su mano toda la fuerza y el potencial para
crecer y ser muy grande, aún le quedaba mucho por caminar.
—Yo también la echo de menos. Claro que sí. Y no por la seguridad. Ahora están en plena
temporada de auroras boreales —recordó Inés con nostalgia. En Tromsø la habían acompañado
durante tantas noches que ahora sentía un vacío difícil de llenar pese a la belleza del paisaje en el
que habitaban—. Y extraño al clan Thoresen-Jensen. A Jana, a Maia, a Kurt, ¡a Olivia! Y los
rollos de canela sin tener que cocinarlos. Y el buen café en cualquier cafetería. Y tener a Astrid de
niñera a dos puertas de casa.
Erik se echó a reír ante su pequeña confesión y la abrazó con fuerza.
—Qué difícil es estar lejos. Y qué ingenuos fuimos al pensar que podíamos dividir
nuestras vidas a la mitad.
—¿Cuándo tienes que volver a Oslo?
Erik iba en viajes relámpago a resolver asuntos inaplazables y urgentes, pero eran cada
vez más esporádicos. Frunció el ceño.
—No tengo ningún viaje pensando por ahora. El Da Vinci tardará un poco más en llegar
allí.
—¡Ni te atrevas a nombrar al maldito robot, que casi nos cuesta el matrimonio!
Se echaron a reír y se abrazaron para confortarse de las pérdidas relativas. Cada vez que
visitaban alguno de sus lugares vitales sentían la tentación de quedarse, pero el sentimiento
desaparecía en cuanto retornaban en familia al que ahora era su hogar. El sonido del claxon de una
moto lo sacó de sus reflexiones y sonrió al ver que Inés lo miraba con extrañeza.
—Mira. Hemos hecho bien en esperar aquí fuera.
—¿Qué es? —preguntó ella al ver que se acercaba de nuevo a la puerta de entrada en una
carrerilla rápida.
—¡La cena! Para ti y para mí —elevó la voz mientras recibía el pedido—. Vamos a jugar
con los niños a ver si los cansamos. Esta noche tengo grandes planes para nosotros dos.
Saltaron en la cama elástica. Corrieron carreras de relevos y los llevaron a caballito.
Dieron volteretas por el césped hasta la extenuación. Después, Erik les dio un baño relajante
mientras Inés hacía la cena. Cuando Martina se quedó dormida en la trona con un muslo de pollo
en la mano, Erik cerró el puño en señal de triunfo.
—¡Misión cumplida!
—Eres un hombre perverso —dijo Inés con una risita. Retiró la comida de entre los dedos
de su hija y la limpió—. Venga. Tú coge a Magnus, vamos a llevarlos a la cama. Mañana nos
arrepentiremos de esto. —Miró el reloj, no eran más de las nueve de la noche, lo que significaba
que estarían todos en pie antes de las siete de la mañana—. Más vale que lo que hayas pedido esté
rico, me muero de hambre.
—No te preocupes —susurró con una sonrisa arrogante por encima de la cabecita rubia de
su hijo—. La espera valdrá la pena.
Subieron las escaleras en silencio. ¿En qué momento sus bebés se habían transformado en
aquellos sacos de plomo con los que casi no podía cargar? Metió a Martina con dificultad en su
camita y la tapó con el nórdico. Acarició su pelo rubio y sonrió al ver que le había crecido y se le
había aclarado bastante.
—Date prisa —insistió Erik desde la puerta.
Pese a lo tentador de la voz ronca y grave, le costó arrancarse de la tibieza de su piel de
bebé con aroma a gel de baño infantil. Pero en cuanto salió, se vio retenida contra la pared del
pasillo por Erik en su versión más vikinga. El cambio de marchas fue brutal. Como chocar contra
un muro de hormigón con el coche a doscientos kilómetros por hora.
—Muy bien, liten jente. ¿Preparada? —Elevó sus brazos por encima de la cabeza y la
retuvo por las muñecas. Sus pechos se alzaron hacia él y sonrió ante la provocación involuntaria
—. Porque, como te dije, tengo planes para esta noche.
—Tengo hambre —protestó ella. Se pasó la lengua por los labios. No sabía de qué tipo y
el gesto quizá ayudaría a que Erik despejase la incógnita.
—Lo primero es lo primero, tienes razón. Pero, como hoy me apetece jugar, vamos a
ponerlo un poco más interesante —dijo haciendo aparecer de su bolsillo las cintas de seda. El
latigazo de placer en su coño la pilló desprevenida—. Voy a atarte, Inés.
Rezongó. Se retorció entre la pared y su cuerpo, frotándose contra él para provocarlo.
Adoraba ese juego en el que él imponía su autoridad y ella fingía rebelarse. Apoyó las palmas en
sus pectorales e intentó apartarlo.
—Deja que me cambie de ropa y me ponga algo más bonito —murmuró sobre sus labios
húmedos. Los mordió y tiró del inferior hasta arrancarle un gruñido.
—Tentador. Pero no. —La aferró de las muñecas. Una corriente de placer la recorrió
desde el dorso de las manos hasta el centro de su sexo. Él las llevó hasta su espalda y comenzó a
rodearlas con la cinta—. Esta vez no te escapas. Esta camisa es perfecta. Ya la abriré yo cuando
estime conveniente. No te preocupes.
—Arrogante…
Él se encogió de hombros en un gesto displicente y dejó caer un sonrisa de sus labios.
—Ese soy yo.
La besó. Sabía cómo rendirla. Le gustaba que se resistiese, aunque fuera débilmente y por
un escaso periodo de tiempo. Hacía que la victoria fuese mejor. Puso todo su cuerpo en el beso.
Aplicó la presión exacta entre sus piernas. Buscó la elevación de sus pechos, rodeó su cuello con
la mano y apretó. Obtuvo de ella un jadeo satisfactorio y notó cómo su propia excitación se
disparaba. Por fin. Por fin. ¡Por fin! Se notaba relajado. Había liberado la preocupación de
ocultarle lo de su brazo y eso lo cambiaba todo. Inés se dejó caer en el contacto. Era el momento
de apartarse.
—¡No!
Él sonrió y se apartó el flequillo de la cara, divertido por su decepción.
—La cena nos está esperando. Vamos.
La condujo escaleras abajo por la cintura para ayudarla a conservar el equilibrio. La
inercia la hizo dirigirse a la cocina, pero él la empujó con gentileza hacia el salón.
—Ya recogeremos mañana. Ahora quiero que nos relajemos. He dejado todo aquí. Siéntate
—dijo acomodándola en una de las sillas Wassily. Era perfecta. Amplia, con un buen respaldo y
un montón de tubos de acero llenos de posibilidades. Anudó los extremos de las cintas a uno de
ellos y le dio un beso a Inés. Ella forcejeó.
—¿Y cómo se supone que voy a comer? —preguntó enfadada.
—Yo voy a alimentarte.
—Puedo hacerlo yo sola, ¿sabes? —dijo con un brillo divertido en los ojos. Empezaba a
entrar en el juego. Erik sonrió y se inclinó sobre las cajas blancas de cartón con las letras
plateadas del Pimpilinpausha. Sacó unos hojaldres de setas con foie. Todavía estaban tibios. Se
metió uno en la boca.
—Uhm. Está bueno.
—No hables con la boca llena —lo reprendió Inés. Era incorregible. Atada a la silla, por
completo a su merced, y se daba el lujo de sermonearlo. Ya se lo haría pagar. Se acercó a ella y le
dio a probar el delicado aperitivo.
—¡Uuuhhhmmm! —dijo ella, cerrando los ojos y con un gemido desgarrado que lo hizo
sonreír—. ¡Está delicioso! ¿Hay más? Me encanta la mezcla de dulce y salado. Gracias.
Depositó otro más en su boca, le gustaba verla comer. Había algo erótico en la manera en
que movía los labios, perlados en aceite, y el gesto obsceno al demostrar su placer por lo buena
que estaba la comida. Notó el tirón del deseo, pero lo ignoró. Descorchó una botella de Syrah
Viña La Higuera y sirvió una copa.
—¿También vas a darme de beber?
—Claro.
Era un ritual que compartían de vez en cuando. Caldeaba el vino en el interior de su boca y
después depositaba el líquido en el interior de la de ella. Inés alzó el rostro y entreabrió sus
labios. Con timidez. Con entrega. Erik vertió el vino con taninos de cacao y miel entre ellos y la
besó sin poder resistir a la ofrenda implícita en ellos.
—Joder —jadeó cuando él se apartó para beber otro trago.
—El vino es bueno —dijo él con una sonrisa ladeada y fingiendo estar desafectado. Pero
lo cierto era que no habían empezado y ya quería desatarla, quitarle la ropa, tenderla sobre la
alfombra y hacerle el amor de mil maneras distintas.
Ella estaba agitada. La blusa de seda se ceñía al encaje sobre sus pechos y se elevaba con
el ritmo rápido de su respiración, pero también se contenía. Sentada sobre la silla con los pies
juntos y la espalda erguida, parecía una alumna aplicada. Se acercó y retiró la pinza que recogía
su moño y recordó algo que quería preguntarle.
—Has dejado de hacer ballet, ¿has pensado en volver? —observó mientras ordenaba las
ondas de su melena castaña en torno a su rostro.
—Lo retomaré. En algún momento —aseveró con convencimiento.
Ambos sonrieron y Erik la miró a los ojos mientras escogía un nuevo bocado. Un canapé
de queso azul con nuez. Esta vez, Inés cerró los ojos y frunció la nariz.
—Rico, pero muy fuerte. Necesito más vino.
Erik dio un trago largo a la copa y lo paladeó con calma, saboreando las notas antes de
inclinarse ante ella. La besó y filtró el vino entre sus labios. A propósito, dejó caer el syrah por
fuera de su boca. El líquido rojizo se deslizó por su barbilla, su cuello y entre sus pechos.
—Tu idea desde el principio es que yo pasara hambre —dijo Inés con un suspiro.
Él se echó a reír al verse descubiertas sus intenciones. Abandonó la copa de cristal en la
mesa y asintió.
—Tienes razón.
Se arrodilló frente a ella. Recorrió el reguero húmedo con la lengua al tiempo que
desabrochaba los minúsculos botones de nácar de su camisa. No era tarea fácil. Sobre su piel, el
vino se tornó aún más dulce. Ella dejó caer la cabeza hacia atrás y dibujó el latido de su carótida
con pequeños besos.
—Por favor, Erik —rogó. Tiró de las ataduras y la silla crujió cuando ella se inclinó hacia
adelante. No consiguió nada. El vino había seguido camino entre sus pechos.
—¿Qué?
Continuó por la línea de la clavícula y el escote, hundió el rostro en el valle cálido. Quizá
era bonito, Inés siempre protestaba porque no se detenía lo suficiente a contemplar sus piezas de
lencería. En este caso, un sujetador negro de encaje con flores muy elaborado. Pero a él le
molestaban. Deslizó la blusa por sus hombros, no podía quitársela, y la dejó ahí, a la altura de los
codos. Hizo lo mismo con el sujetador y sus pechos saltaron de la opresión de las copas,
quedando enmarcados por la seda blanca.
—Oh, tócame, Erik —ordenó Inés con voz trémula. Intentó acercarse a él, pero las cintas
de seda hacían bien su trabajo. Erik se apartó un poco y sonrió—. Vamos. ¿A qué esperas?
—Tengo calor. Voy a quitarme esto.
Con calma, se puso de pie frente a ella y se quitó el jersey fino de lana gris. Debajo,
llevaba una camisa. Blanca.
—Cabrón…
—Lo sé.
La dejó así, retorciéndose, tirando de sus muñecas, semidesnuda y con los pechos al aire.
Comenzó a desabrocharse la camisa botón a botón. Lentamente. Ella se relamió y su ego se
disparó a la estratosfera. Saber que después de tanto tiempo seguía espoleando así su deseo era el
mejor afrodisiaco. Dejó caer la prenda al suelo y se acarició los pectorales en un gesto juguetón.
—¿Algo que veas que te guste?
—Eres muy valiente porque sabes que estoy atada —dijo con voz letal—. Si estuviera
libre, no quedarían de ti ni los huesos.
Erik se acercó un poco más. Hasta que percibió el aliento de los labios de Inés.
—No hace falta que dejes de estar atada para que me comas —la provocó de nuevo.
La sonrisa, cargada de sensualidad y la mirada gris y retadora terminaron por rendirlo. Se
desabrochó el cinturón y los pantalones. Se bajó el bóxer lo justo para liberar su erección.
—Acércate un poco más. No querrás que pierda el equilibrio y me caiga de la silla —
tentó ella con un susurro que provocó que se endureciera aún más. Sopló a lo largo de su polla
como si buscara calmarla. Muy cerca—. Pobrecilla. Tiene frío. Mira cómo tiembla.
—Entonces ya sabes lo que tienes que hacer —dijo Erik un poco brusco. El roce de sus
labios al hablar sobre la piel suave y sensible lo estaban volviendo loco. Aferró la base de su
erección con una mano y rodeó la nuca de Inés con la otra.
Ella asintió. Obediente, abrió la boca y rodeó la punta. Y apretó.
—Oh, liten jente… —Erik cerró los ojos. Se dejó llevar. Sabía muy bien cómo someterlo,
por mucho que estuviera atada y sin posibilidad de moverse.
Lo acogió muy profundo, hasta que no pudo más. Succionaba con fuerza al retirarse.
Repitió el vaivén una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez hasta qué él tuvo que sostenerse en
el respaldo de la silla porque sus rodillas flaquearon. En puro delirio, un sonido gutural brotó de
la garganta de Erik y supo que iba a correrse. Se retiró, y emitió el chorro de semen entre los
pechos de Inés.
Ella lo observó, sorprendida. Jadeante. Se pasó la lengua por los labios.
—Definitivamente, quieres hacerme pasar hambre —protestó mimosa.
—Lo siento, kjaereste. No era mi intención. —Su mirada decía todo lo contrario. Era una
manera extraña de marcarla, de hacerla suya, de poseerla de otra manera distinta. Se arrodilló
frente a ella y sujetó entre los dedos el borde de su falda—. El que no va a pasar hambre voy a ser
yo. Ponte cómoda.
—Oh, sí. Por favor, Erik —gimió en un ruego.
Arrastró la prenda por sus muslos y sonrió al descubrir las medias de blonda.
—Soy muy fan de estas medias tuyas. Me fascina la marca que dejan en tu piel —dijo
retirando un poco la liga para besar las líneas rosadas y sensibles con el dibujo repujado en
relieve. Inés gimió—. Pero podrías facilitarme las cosas y no ponerte bragas.
—Claro —graznó ella, abriendo más las rodillas para encajar sus hombros en el estrecho
hueco entre sus piernas—. Como si pudiera trabajar así.
—Quizá podrías cumplirme esa fantasía alguna vez. Ir a trabajar sin ropa interior —dijo
entre risas mientras se abría paso entre la tela de gabardina de la falda, acomodaba las piernas
sobre sus hombros y contemplaba el banquete ante él.
—¡Pervertido! ¡Jamás! El que tiene que trabajar eres tú. Déjate de fantasías y quítamelas.
Él se echó a reír y hundió el rostro en su entrepierna con un gesto brusco, provocándole un
latigazo de placer. Inés se preparó para lo que venía. Intentó encontrar una posición confortable.
En realidad, habría preferido estar desatada, pero jamás demostraría ese signo de debilidad. No
ahora. Todavía podía aguantar un poco más. Y sabía que Erik aún guardaba muchas sorpresas. La
silla era sorprendentemente cómoda. Soltó un grito al sentir un dedo penetrarla por sorpresa y
notó el interior de su sexo contraerse ávido en torno a él.
—No estás donde tienes que estar —dijo Erik autoritario.
—Pero tú me haces volver —replicó ella con un jadeo. Tuvo que cerrar los ojos al sentir
el pulgar de él circundar su clítoris con una tensión casi insoportable—. No hagas eso. O sí —dijo
al sentir que retiraba el dedo y lo sustituía por su lengua después.
La torturó como solo él sabía hacerlo. Dándole sexo oral como nunca ningún hombre lo
había hecho antes. Con dedicación. Con pericia. Con pleno conocimiento de cada rincón de su
cuerpo. Evitando los puntos más candentes cuando sabía que estaba a punto de correrse, y
trabajándolos sin piedad cuando notaba que se enfriaba. Le daba una de cal y una de arena y la
hacía tocar el cielo con las manos una y otra vez. Con los dedos, con la lengua, con los labios, con
los dientes. Reprimió un sollozo cuando abarcó ambas nalgas con sus manos y la levantó hacia su
boca como si de una fruta madura y abierta se tratara. Y se corrió una primera vez. Indefensa. A
gritos. Ignorando el dolor sobre sus muñecas y sus hombros, doloridos por la postura forzada.
—Vamos por el segundo, kjaereste —susurró él.
—Tu arrogancia es infinita —murmuró ella, desfalleciente. Las lágrimas se deslizaban por
sus mejillas por la intensidad del momento. ¿Qué quería demostrar? Cada encuentro era como un
ritual, como un sacrificio. Inés abrió los ojos, ahora sí se rindió—. Desátame. Quiero abrazarte.
El pareció pensárselo. Se quedó inmóvil un momento y acabó por asentir. Con cuidado,
sosteniéndola por la espalda, la desató primero de la silla. Inés se dejó caer sobre su pecho y
buscó el calor de su cuerpo. Se besaron. Percibió el sabor dulzón y almizclado de su esencia y
sonrió. Notaba la erección firme sobre su abdomen y se estrechó aún más contra él.
—Quieta. Has tirado tanto que los nudos están muy apretados —dijo él, rodeándola entre
sus brazos. Deshizo las ataduras a tientas mientras se besaban—. Listo. Ya estás.
—¡Por fin! ¡Abrázame!
Comenzó a acariciarlo con frenesí. Alternaba las caricias con el forcejeo sobre la falda
para terminar de quitársela y atacó también sus pantalones y su bóxer. En cuanto estuvo desnudo,
lo empujó sobre el sofá.
—¿No quieres comer nada? —preguntó Erik juguetón, lanzando una mirada a las lujosas
cajas del restaurante.
—Sí. Claro. Quiero comerte a ti —dijo Inés, ignorando las cajas del restaurante sobre la
mesa.
Se sentó a horcajadas sobre él, sin permitirle hablar. Encerró su rostro entre las manos y lo
besó con fruición, con avaricia. Erik se dejaba hacer, acompañando cada movimiento con las
manos apoyadas en sus caderas. Inés necesitaba llenar el vacío de su interior, siempre le ocurría
cuando Erik le daba sexo oral. Se corría, sí, pero la espoleaba una enorme necesidad de que la
penetrase. De sentirse completada por él.
—Ven. Quiero tu polla —susurró junto a su oído. Y a continuación mordió el lóbulo de su
oreja y metió la mano entre los muslos, en busca de su erección.
—Oh, liten jente. Cómo me pone que me hables así. Tus deseos son órdenes.
Ella lo dirigió. Y él se encargó de darle exactamente lo que quería. Con furia.
Enterrándose en ella hasta los testículos al tiempo que ella se dejaba caer con fuerza. Los dos
gritaron en una mezcla de alivio, placer y dolor. Erik apretó los dientes, no duraría demasiado,
pese a haberse corrido no hacía mucho. Era increíble lo que lograba de él su mujer. Gruñó al
sentir las uñas de Inés clavándose en la piel de su espalda, él hundió sus dedos en la carne de sus
muslos. Se movieron poseídos por una lujuria inesperada, una pasión abrasadora, una locura
pasajera. Inés se corrió primero con una carcajada triunfante y los ojos en blanco. Erik notó el
momento exacto en que la embistió con violencia por última vez antes de caer al vacío y perder
por completo el control.
Cayeron desmadejados el uno en brazos del otro, jadeantes, cubiertos de sudor, con la
respiración errática y el corazón latiendo a toda velocidad. Tras un momento de desconcierto y
admiración mutua, buscaron sus miradas en la oscuridad.
—¿Crees que algún momento dejará de ser así? —resopló Inés, aún sin recuperar el
aliento—. ¿El sexo? ¿Entre nosotros?
Él se echó a reír y negó con la cabeza. La sostuvo entre sus brazos mientras sus dedos se
perdían entre las guedejas de su pelo, húmedas por el sudor.
—No lo sé, liten jente. Espero que no. Estoy seguro de que tendré ochenta años, tendré
que tomar Viagra y, aun así, tocaré las estrellas cada vez que te haga el amor.
Inés abrió la boca y negó lentamente con la cabeza.
—¿Qué? —dijo Erik algo mosqueado por su reacción.
—Todavía no pierdo la esperanza de convertirte en un romántico, grandullón.—dijo
estrechándose contra su pecho con una sonrisa lánguida—. ¿Vamos a la cama?
—¡De eso nada! —contestó él, indignado—. Me muero de hambre y no pienso dejar todas
estas delicatessen para que se echen a perder. ¿Una copa de vino?
Inés suspiró y miró al techo en busca de paciencia.
—Hablé demasiado rápido. Sí, por favor. ¡Salud! ¡Por nosotros!
—Por nosotros, kjaereste. Por el romanticismo, y por seguir tocando las estrellas cuando
hagamos el amor.
No llueve, pero jarrea

La semana transcurrió en una calma tensa. Leticia se mantenía estable gracias a la medicación y
los días pasaban, acercando la fecha a término de su embarazo. Erik, por fin, confirmó a las
familias de que debían permanecer atentas a sus teléfonos: en cualquier momento se produciría el
nacimiento.
Inés entró en su despacho en el momento en el que colgaba la llamada con la madre del
último de los pacientes: uno de los bebés que recibiría parte del hígado de Eva. Un bebé de un
mes con una atresia de vías biliares que ya había sido sometido a tres cirugías, condenado a una
muerte segura si no fuera por ese trasplante.
—Dime que traes buenas noticias —dijo Erik al verla entrar con el rostro preocupado.
—Son buenas noticias, pero, como siempre, todo se junta. He conseguido que el mejor
neurocirujano, especialista en fibromas, se desplace al San Lucas para extirpar tu tumor —soltó
Inés de golpe para atajar su preocupación. En cuanto sacó el tema, la ansiedad perforó la mirada
de Erik con claridad y supo que era la mejor manera de capear el temporal—. Está muy interesado
en visitar Santiago de Chile y tiene mucha curiosidad por conocer el hospital. Con todos los
gastos pagados, por supuesto —dijo Inés con cierta ironía—. Se traerá a su cirujano ayudante, que
es traumatólogo. Ha visto las imágenes de la resonancia y dice que será pan comido. Vendrán dos
o tres días, para charlar contigo e inspeccionar el quirófano.
Erik tragó saliva. Abrió y cerró los puños a ambos lados de las caderas en silencio.
Estaba muerto de miedo.
—Ven aquí.
Él se acercó arrastrando los pies como un niño culpable. Inés lo abrazó. Lo besó mil veces
en la frente, en el pelo, en los labios, buscando borrar su preocupación.
—Todo saldrá bien. ¡Son los mejores! Lo único que me fastidia de todo esto es que al final
va a coincidir con el nacimiento de Eva —se lamentó Inés sobre su cuello. Cerró los ojos e
inspiró su aroma cálido para juntar fuerzas—. Y te necesitamos al cien por cien en el quirófano.
—No se preocupe por eso, doctora Morán —replicó Erik con suficiencia. Inés alzó las
cejas en un gesto tal de sorpresa que él soltó una carcajada—. Es la ventaja de ser un buen gestor,
un buen jefe y un buen docente además de un gran cardiocirujano —soltó con la arrogancia
destilando por cada uno de los poros de su piel—. Mi servicio está bien engrasado y funciona
como un reloj suizo. Podrán prescindir de mí un par de semanas y todo funcionará a la perfección.
—Doctor Thoresen, provoca usted unas intensas ganas de vomitar —dijo Inés sin esconder
su desdén ante la enorme exhibición de prepotencia—. Lo peor de todo es que tiene usted razón.
¿Qué pasa?
Su rostro había cambiado. La sonrisa radiante de seguridad se transformó en una mueca
insegura y vacilante.
—Lo que no sé es si yo voy a sobrevivir sin el quirófano. —Escondió la cara en el hueco
entre el cuello y el hombro de Inés—. Ni con la incertidumbre de si me voy a recuperar.
—Ay, Erik.
Volvió a cobijarlo entre sus brazos con fuerza, sorprendida de verlo así. Vulnerable.
Expuesto. Ahora entendía lo difícil que había sido para él confesar sus temores. El gran doctor
Thoresen, privado de la razón de su existencia. O, al menos, eso era lo que creía él. ¿Cómo
hacerlo entender que era mucho más que un par de manos? Lo obligó a mirarla a los ojos.
—Todo saldrá bien.
—Todo saldrá bien.

La llamada llegó, cómo no, en mitad de la noche. Al menos, tuvieron la suerte de que era sábado.
Inés se desperezó y alcanzó el móvil de su mesilla, que vibraba desenfrenado. Erik dormía como
un tronco a su lado.
—¿Sí? ¿Diga? —Emergió de la nebulosa espesa de un sueño con aroma a Erik, a canela y
a sábanas calientes.
—Inés. Soy Andrea. Leticia está de parto. Es pronto aún para el nacimiento, pero quería
avisarte por si quieres activar ya el protocolo de Trasplantes.
Despertó de golpe. Se incorporó sobre la cama y llevó la mano sobre la frente para
controlar la sensación de mareo.
—No, no. Yo no. Despertaré a Erik. ¿Estás en el hospital? ¿Cuánto tiempo tengo? —Buscó
a tientas con los pies las zapatillas sobre la alfombra junto a su lado de la cama y se levantó a
oscuras. El leve resplandor de la luna entraba por la ventana.
—Tiene contracciones cada cuatro o cinco minutos, pero es su cuarto hijo. En mi
experiencia, las multíparas van como aviones —dijo Andrea sin sutilezas—. Calculo unas cuatro
horas. Seis como mucho.
—De acuerdo. Despertaré a Erik, entonces.
La adrenalina comenzó a hacer su trabajo. El pulso se aceleraba. Y sus nervios también.
—Una vez que nazca, ¿cuánto crees que vivirá? —preguntó Andrea. Inés escuchaba de
fondo el trasiego típico de la antesala del paritorio, con voces femeninas, el pitido rítmico de una
monitorización y paquetes de plástico abrirse—. El marido está histérico.
—Es muy difícil decirlo. Primero tiene que superar el parto. Un tercio de los bebés con
anencefalia no sobreviven —informó Inés. Había abierto las persianas y el estor, pero Erik seguía
dormido como un tronco. Se sentó junto a él en la cama—. Tienes que avisar a Neonatología. Que
preparen la habitación privada junto a la UCI. Hace días que lo tienen todo listo. Yo estaré allí
para coordinarlo todo, pero no intervendré en la estabilización.
—¿No? —Andrea no escondió su fastidio—. Quería que lo hicieras tú. No quiero
involucrar a nadie más.
—Andrea, yo no soy neonatóloga, soy cardióloga infantil. Ellos lo harán mejor que yo.
Quédate tranquila. Todo irá bien.
Se despidieron e Inés retornó su atención a despertar a su vikingo. Se tomó un momento
para observarlo dormir. Estaba boca abajo, con una de sus manos bajo la almohada y la otra sobre
el colchón. Inés recorrió las venas tortuosas y entrelazó sus dedos con los de él.
—Despierta, grandullón. Tenemos que irnos al hospital. —Depositó un beso sobre el
hombro desnudo y apoyó la mejilla en la espalda poderosa—. Llegó el momento. Eva va a nacer
en unas horas.
Él parpadeó y sus ojos azules destellaron en la oscuridad, pero volvió a cerrarlos. Inés
sonrió. Eran poco más de las cuatro de la mañana y costaba mucho arrancarlo del sueño cuando
dormía profundo. Se estiró cuan largo era sobre la cama con un gruñido perezoso.
—Vamos. Prepararé el café, tú ve a la ducha. ¿Puedo confiar en que vayas a levantarte si
me voy? —Retiró la ropa de cama y frotó su espalda.
Él asintió en medio de un estrepitoso bostezo e Inés se levantó. Hizo el amago de alejarse
de la cama, pero Erik la agarró de la muñeca y la atrajo hacia sí.
—En serio. Tenemos que levantarnos —protestó al verse atrapada entre los muslos de su
vikingo y enredada en un beso cálido.
—Lo sé. Buenos días —dijo él. Su erección matinal, sorprendida de madrugada, se había
levantado en todo su esplendor—. ¿Cuánto tiempo tenemos?
Inés negó con una sonrisa triste y rodeó su pene con la mano. Apretó.
—Por muy tentador que seas, tenemos que darnos prisa. En el hospital ya está todo en
marcha y tenemos que llevar a los niños con mi hermana.
—Svarte Helvete…
—Ese es mi chico —susurró Inés sobre sus labios. Se besaron de nuevo y se pusieron en
marcha por fin—. Vamos. Tú a la ducha. Yo al café.
Ya en el coche, de camino a la casa de Loreto, Martina dormía en su sillita sin inmutarse
por la intervención en plena noche, pero Magnus lo contemplaba todo con los ojos abiertos y muy
brillantes.
—¿Por qué vamos a casa de la tía? ¿Por qué tenéis que ir al hospital? ¿Hay niños malitos?
—Erik miró a Inés con cara de socorro mientras conducía por las calles vacías y ella se volvió
hacia el asiento de atrás—. ¿Nos vamos a quedar solos muchos días?
—No, Magnus. Solo van a ser unas horas. Van a estar Elena y Julio con vosotros y lo vais
a pasar genial —explicó con paciencia por tercera o cuarta vez. Ya había perdido la cuenta—.
Papá y mamá tienen que atender a un paciente juntos en el hospital y, cuando terminemos,
pasaremos el día todos juntos y luego nos iremos a casa, ¿de acuerdo?
—Pero ¿está malito?
—Sí, está malito.
—Bueno. Está bien.
Pareció conformarse y se hizo un silencio maravilloso. Inés reprimió una sonrisa al ver
que Erik reposaba la cabeza en el respaldo y miraba al techo con expresión de alivio. Puso la
radio a bajo volumen y escucharon las noticias de la mañana. Loreto debía de estar pendiente de
su llegada desde la ventana, porque la puerta corredera se abrió en cuanto se detuvieron frente a
su casa. Apareció con una bata de franela bien abrigada y cogió a Martina en brazos, que registró
el cambio de escenario abriendo los ojos un par de segundos y se volvió a dormir. Magnus siguió
a su tía de la mano como si todo fuera una gran aventura.
—Llamadme cuando vengáis de camino —dijo Loreto cuando se marchaban. La mañana
fría arrancaba de sus bocas un vaho blanco pese a estar bien entrada la primavera. Inés asintió.
Al poco tiempo enfilaban hacia el hospital.
Se despidieron en el vestíbulo con un beso apresurado. Inés, rumbo al paritorio; Erik, al
quirófano. Los dos tenían mucho que hacer.
Andrea le hizo señas desde un despacho desconocido para ella y agradeció la visión de
una cafetera eléctrica y un vaso de papel. Se calentó las manos y sopló el fuerte brebaje mientras
su colega la ponía al día.
—Estamos a punto. Leticia es una campeona. Todo el equipo de Neonatología está listo
para actuar.
—¿Dónde hará la recuperación de las primeras horas?
—Aquí mismo, en la Reanimación de Partos. Si durante dos horas todo va bien, la
pasaremos a la habitación privada para que hagáis lo que tengáis que hacer —dijo Andrea tras
darle un sorbo a su café.
—Hum. Eso no les gustará a los cirujanos. Esto está demasiado lejos de los quirófanos —
dijo Inés frunciendo el ceño. Si la niña caía en parada, perderían unos minutos preciosos de
oxigenación para los órganos—. Esperemos que todo vaya bien.
—Leticia necesita disfrutar de su bebé y recuperarse del parto. Dos horas de tranquilidad
es todo lo que pedimos —dijo Andrea sin dar su brazo a torcer—. Después, las trasladaremos a
Neonatos.
—De acuerdo. Salgo un momento fuera para informar a Erik.

Un corazón. Dos pulmones. Dos lóbulos hepáticos. Dos riñones. El cordón umbilical. Dos
córneas, si estaban en buenas condiciones; no lo sabrían hasta que los oftalmólogos pudieran
examinar los ojos. Era el puñetero Euromillón quirúrgico.
No.
Eran ocho vidas que cambiarían por completo.
Ocho niños condenados a muerte a los que la generosidad de los padres de Eva rescataba
de vivir sujetos a una máquina de oxígeno o de diálisis, o postrados en una silla de ruedas o a una
cama. A no ser capaces de jugar, de correr o de engendrar vida más allá de la propia. ¿Cuántas
posibilidades se perdían cada segundo por ignorancia? ¿Por tabú? ¿Simplemente por egoísmo?
Prefería no pensar demasiado en ello. Mejor mirar a España y al ejemplo de su sistema de
trasplantes, que era referente mundial, y en lo mucho que les quedaba por recorrer a países como
Chile. Incluso como Noruega.
Echó a andar hacia el quirófano principal, donde se realizaría el procuramiento de los
órganos. La cafeína todavía no había cargado en su sistema y rabió por otro expreso. Todavía no
había activado los buscas de llamada de los equipos de cirujanos implicados, pero la enfermería
ya trabajaba en colocar las neveras y los sistemas de conservación. Después, el coordinador
nacional de Trasplantes daría el pistoletazo de salida de varios helicópteros y ambulancias a
distintos hospitales de Santiago, donde se realizarían las distintas cirugías de trasplante.
En el San Lucas solo se realizaría uno de los trasplantes hepático. Erik había intentado
adjudicarse el trasplante cardiaco aduciendo la importancia del tiempo de isquemia, pero
finalmente se había realizado un sorteo y la Clínica Alemana había resultado agraciada.
—Buenos días, Bettina. ¿Todo en orden?
—Todo en orden, doctor Thoresen.
Sonrió, aprobador. Lo habían organizado semanas antes. Hasta habían hecho un simulacro
para repasar todo aquello que pudiera salir mal. Era cierto, el quirófano funcionaba como una
maquinaria bien engrasada y nadie estaba excesivamente sobrecargado. Su quirófano cardiaco era
referente internacional. Abrió y cerró su mano izquierda. Apretó el puño y se lo llevó a los labios.
Lo besó. «Ahora no puedes fallarme», pensó. Justo cuando llegaba a la cima de su carrera, todo
parecía equilibrarse en el filo de un bisturí.

—¡Empuja, Leticia! Ya casi está, ya casi está, ¡eres una campeona! —Andrea la animaba con
palabras de aliento, pero intercambió una mirada preocupada con el pediatra al ver la cabecita
deforme de la niña coronar—. Ahora ya está, ¡tranquila! En seguida la traerán los pediatras, lo has
hecho fenomenal.
Rafael besó la frente sudorosa de su esposa, que emitió un suspiro de alivio, agotada tras
el esfuerzo del parto.
Andrea retiró el cuerpecito sin tono de Eva entre sábanas calientes mientras la matrona
pinzaba el cordón. El pediatra líder de la reanimación se la llevó al antequirófano y la puso sobre
la cuna térmica. Cubrió su cabecita con un gorro para tapar el defecto de su cráneo ausente y
comenzó a secarla y estimularla con movimientos suaves y a la vez firmes.
—¡Rápido! Monitorización cardiorrespiratoria y de saturación. ¿Hay latido?
—Hay latido. Respira. Saturación subiendo. No hay tono y no se mueve, pero la
oxigenación es normal.
Inés respiró aliviada. Cerró los ojos y lanzó una plegaria silenciosa al universo. Habían
superado el primer paso; eran muchas cosas las que podían salir mal, pero un tercio de las
posibilidades de mortalidad habían desaparecido. Cogió el busca para llamar a Erik y casi se le
cae al suelo, le costaba controlar el temblor de sus manos.
—Erik, constantes vitales estables. Hay respiración espontánea. Los pediatras van a
ponerla con su madre, piel con piel.
—Bien. Eso facilitará la transición a la vida extrauterina —dijo él, siempre pragmático—.
Llamaré a los anestesistas.
El primer susto llegó en forma de apnea.
Eva dejó de respirar al pasarla de la cuna térmica a la cama con su madre. Cualquier
manipulación la desestabilizaba y dejaba de respirar. El monitor empezó a pitar y una línea
continua evidenció la ausencia de movimientos del tórax.
—Revisad las pegatinas del pecho —indicó Inés. El pediatra frotó la espalda de la recién
nacida y la línea volvió a saltar.
—Hace apneas. Tendremos que ponerle unas gafas nasales —dijo, preocupado.
Inés chascó la lengua. Había esperado que no empezaran tan pronto, pero el centro
respiratorio de la niña debía estar también muy dañado. Tenían que asegurar una buena
oxigenación a los órganos o todo aquello no serviría de nada.
—Hablaré con Leticia. Que sean las cánulas de alto flujo más pequeñas y flexibles que sea
posible —dijo Inés.
—De acuerdo. Eh, Inés… —Se detuvo un momento antes de dirigirse a Neonatología a
buscar el material—. Me alegra que estés aquí ocupándote de esto. Gracias.
—Gracias a ti.
Inés sonrió. Tenía un nudo en el pecho y otro en el corazón, pero estaba emocionada y feliz
por regalarle a Leticia unas horas para su bebé y, a la vez, permitirle la oportunidad de darle un
poco de sentido a su breve existencia.
Cuando llegó a Reanimación, ambos padres contemplaban extasiados al paquetito cálido
entre sus brazos. ¿Cómo explicarles que, éticamente, no era un ser humano porque no tenía
cerebro? ¿A quién le importaba en realidad? Con suavidad, se acercó a ellos.
—Vamos a ponerle a Eva unas gafitas nasales de alto flujo para que no deje de respirar,
porque al pasarla de la cuna térmica al piel con piel ha hecho su primera apnea —informó sin
medias tintas, pero con delicadeza—. Eso hará que ganemos un poco más de tiempo para
vosotros, y mantendrá una mejor oxigenación, ¿estáis de acuerdo?
Leticia alzó la mirada y sonrió. Las enfermeras habían hecho un buen trabajo. El cable del
pulsioxímetro estaba pinzado en la mantita de tal manera que no tiraba del pequeño pie, y los
transductores del monitor cardiorrespiratorio estaban puestos en la espalda, de modo que obtenían
una lectura razonable sin que nada se interpusiera entre la piel de la madre y de su bebé.
—Claro. Lo que necesitéis. Es preciosa, ¿verdad?
—Por supuesto. Disfrutad de ella. Pronto vendrán a llevaros a la habitación privada —
informó Inés. Echó un vistazo al reloj, era increíble lo rápido que pasaba el tiempo cuando cada
segundo era precioso—. ¿Estás muy agotada? Cuando estés allí, podréis llamar a vuestros otros
hijos y que la conozcan. Os dejo para que tengáis privacidad. Estoy localizable en el busca.
Cualquier cosa que necesitéis, no dudéis en llamar.
—Genial. Gracias, doctora Morán.

La espera armada, los tiempos muertos, eran lo más difícil. La mañana ya clareaba y el equipo de
anestesiología neonatal ya estaba en el hospital. Mario, Dan y Guarida también deambulaban por
allí.
—¿Desde qué hora llevas aquí? —preguntó Dan, dejándose caer junto a él en el sofá de la
sala de juntas.
—Desde las cinco. ¿Cómo os habéis enterado? Aún es pronto —dijo Erik.
—Bettina. La teníamos aleccionada. En cuanto naciera la niña tenía que avisar a Mario y
él se encargaría de avisarnos a los demás —dijo Dan con un deje arrogante en el tono.
—Bien hecho. Tú y Guarida iréis al procuramiento. Mario y yo prepararemos el corazón
para el traslado.
—¿De verdad? —dijo Dan sin esconder su entusiasmo.
—Sí. Te lo has ganado. Y yo he intervenido de primer cirujano en los dos últimos
trasplantes. No es una técnica difícil, pero es importante adquirir experiencia.
—Perfecto. He repasado el procedimiento. Estoy preparado.
—Bien.
No dijo nada más, pero sonrió. Dan había crecido. Y estaba orgulloso, porque el trabajo
invertido en él cuando fue su tutor estaba dando frutos. No solo era bueno con las manos. Era
comprometido, responsable. Involucrado. Había sido una excelente incorporación al San Lucas. Y
Mario también. Se preguntó si debía llamar también a Portales, pero decidió que no. Él y Franco
se toleraban en un equilibrio precario en el que él acudía a las guardias y ni siquiera se cruzaban
en el quirófano cardiaco. Y tenía que reconocer que no trabajaba mal. Sabía que tenía contratos en
otros hospitales también. Prefería no saber detalles mientras cumpliera con su trabajo y las
analíticas de drogas salieran negativas. Guarida era quien se ocupaba de él.
—Erik, he visto que la semana que viene no tienes cirugías programada. ¿Te vas de viaje?
—preguntó Dan pillándolo desprevenido.
—Algo así. Después de esto os contaré. —No quería desestabilizar al equipo con la
noticia de su neurofibroma—. ¿Qué tal está Alma? ¿Los niños? Hace tiempo que no nos juntamos.
—Todos bien. Manuel y Antonio están enormes, y ya siento que hemos salido del túnel.
¿Cómo vais vosotros?
Erik se echó a reír al ver su expresión precavida. Estaba seguro de que sabía de boca de
Alma de sus problemas con Magnus y decidió ser sincero. Quizá podría arrojar un poco de luz.
—No hemos salido, no. Pero quizá empezamos a ver la luz al final del dichoso túnel. A
Magnus le han diagnosticado altas capacidades, y a mí me está volviendo loco —confesó con
cierto alivio. Daniel era padre. Era cirujano. Sabía lo que significaba todo aquello. Se sintió
confortado—. Chocamos una y otra vez. No tiene ni tres años y siento que puede conmigo.
—Bienvenido al club —gruñó Dan.
—¡Se suponía que tú ibas a ayudarme, helvete! —dijo él entre risas.
El busca sonó de nuevo. El rostro de Erik demudó en una expresión seria.
—Dime, Inés.
—Eva empeora. Lleva ya una hora con gafas de alto flujo. Al trasladarla a neonatos se ha
desestabilizado bastante y ha necesitado más oxígeno. —Erik miró a Dan, que le devolvió un
gesto preocupado—. Además, le ha bajado el azúcar. Hay que prepararse, porque el momento se
acerca. Voy a hablar otra vez con los padres.
—De acuerdo. Gracias, Inés. —Se levantó del sofá y Dan lo imitó—. En marcha. Somos
los primeros.

El panorama amable de las primeras horas comenzaba a cambiar. Los niños contemplaban
asustados cómo los monitores empezaron a pitar ante un nuevo episodio de apnea de su hermana y
se apartaron cuando dos enfermeras se inclinaron sobre la niña para atenderla.
—Leticia, tenemos que ponerle una sonda nasogástrica y alimentarla, su nivel de glucemia
empieza a bajar —explicó Inés con calma. La mujer estaba abrumada por la situación. El número
de cables, sondas y monitores aumentaba anunciando que el final se acercaba.
—¿Es necesario? ¿No puedo ponerla al pecho? Se supone que la succión es un reflejo,
podría intentarlo —dijo con desesperación.
El marido apretó los labios en un rictus de dolor. Inés sintió ganas de gritar. Ella era
madre, podía entenderlo, pero le dieron ganas de explicarle de nuevo lo que le habían dicho desde
un principio: por mucho que respirase y le latiera el corazón, por mucho que su piel fuera cálida,
no tenía cerebro. No podía sentir. ¡No era un ser humano! No quería reducirla a un saco de
órganos, pero Leticia tenía que despertar de una vez a la realidad.
—Leticia, Eva no tiene ninguna respuesta neurológica. Los pediatras la han examinado.
Puedes intentarlo si te quedas más tranquila, pero no quiero que le baje más el nivel de azúcar —
explicó con asertividad. Cada segundo contaba, tenía que entenderlo. Era tan importante como el
de oxigenación—. Si no quieres verla con la sonda, le pondremos una vía venosa.
Con una expresión de profundo amor que generó en Inés una dicotomía entre la
comprensión y la rabia, Leticia intentó amamantar el cuerpo recién nacido de su hija. La niña
parecía plácida. Con el gorrito amarillo pastel cubriendo el defecto de su cráneo, parecía un bebé
perfecto, pero la realidad era muy diferente. Rozó los labios entreabiertos con el pezón, pero no
obtuvo ninguna respuesta.
—Vamos, chiquitita. Tú puedes —la alentó con desesperación. Apretó para verter unas
gotas. La niña no se movió.
—Cuidado, la saturación está bajando —advirtió la enfermera que vigilaba la
monitorización. La alarma comenzó a pitar e Inés apretó el botón para silenciarlas.
—Vamos, Eva. ¡Come! ¡Traga!
Apretó con más fuerza y un chorro de leche desbordó la boca de la niña. El sonido de un
borboteo ahogado y la aparición de una coloración morada en torno a los labios de su hija la
hicieron entender por fin lo que ocurría. Rafael abrazaba a sus tres hijos y les explicaba en voz
baja lo que estaba pasando.
—Oxígeno al 100 %. Aspiración —ordenó Inés. Metió la sonda con delicadeza en la boca
de la niña y retiró los restos de leche materna. Era muy poca cantidad y no causaría daños, pero
esperaba que Leticia abriera los ojos por fin—. Canalizad una vía venosa periférica.
La enfermería se movió rauda y en unos pocos minutos tenían todo preparado. Durante una
larga hora, Leticia y su familia disfrutaron de una paz idílica. Hicieron fotos. Los niños le llevaron
a su hermana dibujos y regalos. A veces dejaba de respirar, pero Leticia frotaba un poco su
espalda y retomaba el ciclo donde lo había dejado. Se dieron cuenta de que esto era cada vez más
frecuente y tuvieron que aumentar el soporte de oxígeno.
—Me llevaré a los niños con mi madre —dijo su marido, dándole un beso a su mujer en
los labios y a su hija en la mejilla—. Decidle adiós a vuestra hermanita, que ya se va.
Con una naturalidad que a Inés le generó un nudo en la garganta, los niños besaron a la
pequeña Eva y a su madre. No sabía si entendían que no volverían a verla, pero al menos habían
disfrutado de ella esas pocas horas. Los ojos de Leticia estaban llenos de lágrimas.
—Espero regresar antes del final —añadió Rafael, que se detuvo en el quicio de la puerta
antes de marcharse durante un instante.
—Vete. Estaré bien —replicó su mujer.
—Doctora Morán, la niña está en apnea, no remonta —dijo la enfermera en un susurro. Las
alarmas estaban al mínimo volumen posible, pero no paraban de sonar.
Leticia se echó a llorar y abrazó el cuerpecito inerte de su hija.
Inés frotó la espalda de la niña sin resultado. Ya no respiraba. La frecuencia cardiaca
empezó a descender. Intercambió una mirada preocupada con la enfermera. Las dos, en un acuerdo
tácito, se alejaron con movimientos lentos de la cama. Permanecieron apartadas, en silencio,
siendo testigos mudos de una muerte acompañada. No exenta de dolor, pero llena de amor. Bañada
en lágrimas, pero con la línea plana de la asistolia como hilo conductor de una nueva esperanza.
—Es hora, Leticia. Tenemos que llevarnos a Eva —dijo Inés con suavidad.
Pronóstico de una vida

Dan y Guarida ya estaban en quirófano. En un paciente adulto podrían trabajar dos equipos en el
procuramiento de dos órganos, pero en un bebé tan pequeño se hacía imposible. Erik y Mario se
lavaban las manos para preparar el corazón en el llamado quirófano de banco. Intentarían dejarlo
en las mejores condiciones posibles para su traslado a la Clínica Alemana, donde Jorge Calvo
realizaría el trasplante a un bebé con un corazón izquierdo hipoplásico.
—Qué rabia —masculló Mario entre dientes mientras frotaba con fuerza sus brazos con la
esponja de Hibiscrub—. Es tu especialidad. Deberíamos haber sido nosotros.
Erik se echó a reír. Le gustaba el espíritu competitivo de Gómez.
—Es la gracia de los trasplantes: equitativo, justo y aleatorio. No hay influencias ni dinero
que valga. Va por lista —dijo con una sonrisa resignada—. Pero depende de nosotros que llegue
perfecto a su destino. Y eso es lo que vamos a hacer. Vamos.
Recibieron el preciado tesoro, del tamaño de una pelota de ping-pong, en una solución
salina. Erik se colocó las lupas y comenzó el trabajo de joyería. Exigía una máxima concentración.
Una total delicadeza. Retirar todos y cada uno de los restos de sangre y coágulos. Comprobar la
viabilidad del músculo. La limpieza de los vasos sanguíneos. La competencia de las válvulas. Era
un corazón perfecto.
—Doctor Thoresen…
—¿Qué? —replicó cortante. Detestaba que lo interrumpieran cuando estaba inmerso en un
trabajo como aquel, aunque estuviese terminando.
—El doctor Calvo quiere hablar con usted.
—Dígale que ya está listo.
—Insiste.
Erik retiró las lupas de sus ojos, mientras Mario acababa de preparar el corazón y lo
introducía en la pequeña nevera.
—Erik Thoresen al habla. Hola, Jorge.
—Hola, Erik. ¿Tienes mi corazón listo? —Se escuchó en estéreo por los altavoces del
quirófano.
—Perfecto para tu cirugía. ¿Está listo tu paciente?
—Nuestro paciente. Quiero que te subas a ese helicóptero y que custodies tú el corazón —
dijo Calvo. Incluso en el sonido electrónico se notaba que estaba sonriendo—. Salvo que estés
demasiado cansado, claro. Dicen por ahí que la paternidad y los cuarenta te han pasado factura.
—Quien dice eso no me ha visto en acción. En veinte minutos estoy ahí. Que haya café —
dijo Erik con una sonrisa que eclipsó todo el conjunto de luces led del quirófano cardiaco—.
Gracias, Jorge. Voy para allá.
Una desagradable sensación de vacío lo sobrecogió cuando el piloto del helicóptero lo
condujo a la azotea del edificio. Había sucedido todo muy rápido. Solo tenía grabado el beso de
despedida en los labios que le había dado Inés y la frase de alivio tras una mañana de locos:
« Todo ha salido bien » .
—Por aquí, doctor Thoresen. Cuidado o acabaremos degollados —bromeó a gritos. Erik
palideció y se agachó tras el hombre, encogiéndose ante el viento huracanado que levantaban las
hélices, y que hacían ondear su bata blanca tras él. Aferró con fuerza la nevera blanca y azul con
el logo de la Organización Nacional de Trasplantes.
—Siéntese aquí y abróchese el cinturón. Póngase esto en las orejas o se quedará sordo
durante una semana. —Ajustó las correas en torno a su cuerpo y se sintió un poco estúpido, pero
más tranquilo. Acomodó la neverita sobre sus rodillas y soltó un suspiro de alivio—. Disfrute del
viaje. Mire a su derecha la cordillera, en menos de diez minutos llegaremos a la Clínica Alemana.

Inés golpeó con suavidad la puerta de la habitación privada. La enfermera neonatal que había
acompañado a Leticia durante todo el proceso venía detrás con el cuerpo de Eva, envuelto en su
mantita.
—Adelante.
—Leticia. Ya está. Venimos a traerte a Eva para que puedas decirle adiós con tranquilidad.
Entraron en la habitación en penumbra y ella se incorporó sorprendida sobre la cama.
Estaba sola y tenía los ojos enrojecidos, pero su rostro mostraba una expresión serena.
—¿Ya? ¿Tan rápido?
—Así es. Todo está en marcha. Vuestra generosidad va a transformar ocho nuevas vidas.
—La enfermera puso en sus brazos extendidos el cuerpecito inerte de Eva y las dos se retiraron
unos pasos para darle intimidad. Ella depositó unos besos sobre el rostro plácido de su bebé—.
¿Es imposible conocer a alguno de esos niños? ¿A sus familias?
—Está prohibido por ley, es mejor así —explicó Inés en voz baja para no interrumpir el
momento—. La donación es completamente anónima para evitar complicaciones legales y
emocionales. Es la mejor manera de cerrar capítulo, Leticia.
—Me habría gustado… Me habría gustado escuchar latir el corazón de Eva en otro niño
—reconoció con una sonrisa—, pero me conformo con saber que crecerá y jugará sano en algún
lugar.
—No solo uno. El pronóstico de la anencefalia de Eva, que tanto dolor os trajo, ha
significado una nueva vida para ocho niños distintos. —Jamás se cansaría de repetirlo. Esos eran
los milagros de verdad. Los de la generosidad de aquellas personas que donaban sangre, médula
ósea, órganos y tejidos para los trasplantes—. Ella vivirá un poquito en cada uno de ellos.
La madre cerró los ojos y abrazó con cuidado el cuerpecito de su hija con una sonrisa de
aceptación.
—¿Puedes alcanzarme el móvil? Llamaré a Rafael y a los niños para que se despidan de
ella.
Inés echó un vistazo al reloj, sorprendida de ver que eran tan solo las once de la mañana.
Reprimió un bostezo. Llevaba en pie desde las cuatro. Necesitaba comer algo y ponerse en
horizontal. Imaginaba que Erik también. La espoleó una necesidad acuciante de hablar con los
niños. Cogió el aparato y se lo dio.
—Aquí tienes. ¿Necesitas que hablemos con alguien más?
—No. Ya se ha encargado de todo el personal de neonatos. Muchas gracias, doctora
Morán.
Inés se marchó de allí con la seguridad y satisfacción del trabajo bien hecho. Con una
intensa sensación de realización personal. Orgullosa de sí misma. De todo lo que habían
conseguido. De los obstáculos superados. Se moría por abrazar a Erik, contarle lo que había
pasado de su lado y saber lo ocurrido en el quirófano. Sacó un par de chocolatinas de la máquina
del pasillo y se encaminó hacia allí.

Erik examinó con ojo clínico el quirófano de su principal competidor. Amplio, moderno y bien
iluminado. Pero el del San Lucas no tenía nada que envidiarle. De hecho, la inyección de capital
que le había dado Industrias Thoresen con el proyecto de Norsk Klinikk había adelantado por la
derecha a cualquier complejo hospitalario de Latinoamérica. Se felicitó internamente, pero no dijo
esta boca es mía.
Por segunda vez en aquel día interminable, se lavó las manos con técnica quirúrgica.
Captó la mirada reprobadora de Calvo al ver el nombre de sus hijos en negro con letras vikingas
en sendos antebrazos.
—¿Hay algo que te moleste, Jorge? —preguntó con cierta sorna.
—Me perturba ver tus brazos tatuados de esa manera, Erik —dijo Calvo sin esconder su
disgusto—. ¿Cómo es posible que un cirujano haga algo así?
Soltó una carcajada divertida tras la mascarilla y dejó escurrir el agua por los codos
mientras lo seguía hacia el quirófano.
—Y no has visto el resto de mi cuerpo. Esto no es nada —lo desafió con una mirada
divertida. Se secó con paños estériles y se vistió con ayuda de una enfermera que escondió una
sonrisa ante su clara provocación—. Mientras no afecte a mis capacidades de cardiocirujano,
¿qué más da?
Se colocaron en torno a la mesa quirúrgica. Jorge en la posición principal. Erik, de
ayudante. No protestó. Solo estar allí era un privilegio, era bien consciente. Todavía no tenía muy
claro por qué Calvo lo había invitado a intervenir a aquel paciente, pero sospechaba que tenía que
haber algo detrás. No le importaba. Un trasplante era un trasplante, aunque fuera de segundo
cirujano.
—¿Vas a decirme que la presencia y el saber estar no es importante en un médico?
Cualquiera que afirme lo contrario es un hipócrita, doctor Thoresen. Tú eres uno entre un millón y
puedes permitirte ciertas extravagancias —dijo Jorge comenzando con la esternotomía. Pronto se
sumergieron en el procedimiento, pero tenían a todo el quirófano pendiente de la conversación—.
Pendientes, barbas, melenas de colores… ¿Deben estar permitidos en un hospital? ¿Qué opinión
tendrá el paciente sentado en la camilla?
Erik echó un vistazo al pequeño auditorio acristalado que observaba la cirugía. Perfecto.
Además de la docencia técnica, tenía la oportunidad de darles a todos aquellos snobs estirados
una lección de humildad. No le importaba un poco de arrogancia si un cirujano tenía dedos para el
piano, pero aquello era muy distinto.
—En el San Lucas tenemos uno de los mejores cirujanos cardiacos que he visto en mis
diez años de profesión. ¿Sabes cuánto mide? —Calvo negó con la cabeza y lo miró con curiosidad
—. Un metro sesenta. Y debe pesar unos noventa kilos. Un tipo muy peculiar. Y con unas manos de
monja a la hora de manejar un corazón, además de una calidad humana que a mí me hace sonrojar
cuando tratamos a los pacientes. Un puto crack. Aunque parezca un tapón de corcho o un niño
gordo de diez años. Y puede que los pacientes se lo tomen a coña, pero eso ocurre los cinco
primeros minutos. ¿Sabes por qué?
—No —dijo Calvo con tono enojado. Erik lo estaba dejando en evidencia—. Pero nos
estamos desviando del tema, no es por esto por lo que te he invitado a venir.
—Porque su inteligencia es tan aguda que utiliza sus propias debilidades para metérselos
en el bolsillo. En cinco minutos.
—Pero no estamos hablando de eso —insistió Calvo, cada vez más incómodo.
—Pinza de Satinsky. Succión. Aquí. Claro que hablamos de eso. De cualidades para ser
médico. Un buen cirujano, ¿no? —Se escucharon risas disimuladas desde el auditorio y Calvo no
replicó—. Tengo otro ejemplo. Uno que también me hizo pensar.
—No me lo digas. ¿Un tatuado melenón lleno de pendientes? —Jorge no pudo evitar el
tono mordaz.
—No. Una chiquilla como un ratoncito que se mordía las uñas y no estudiaba demasiado.
Me sacaba de quicio —dijo Erik con una sonrisa al recordar a Ana, la residente que había entrado
después de Dan—. No compartí demasiado con ella, fue residente de Guarida. Pero eran tales sus
ganas de ser cardiocirujana que ha sido la única que, habiéndola echado del quirófano, me plantó
cara y no se marchó de allí.
—¿Cómo? ¿Desafiando al temible doctor Thoresen? —preguntó Calvo riendo.
—Se aferró a las sábanas verdes estériles, segura de que yo la echaría de allí a
empujones, y dijo que no se movería de la mesa porque estaba allí para aprender. Y ahí se quedó.
Callada y aguantando mi bronca —dijo Erik mientras terminaba el proceso más delicado de la
cirugía. Sus dedos volaban por las venas y arterias del paciente—. Por favor, un momento de
atención. Fijaos en cómo vamos a retirar el corazón dañado y proceder al cambio. Este es el
momento crítico.
Se hizo el silencio en el quirófano y durante unos minutos de tensión, en que se hizo la
permuta del órgano, no se escuchó más que la respiración tensa tras las mascarillas de los
médicos. Erik realizó las suturas en tiempo récord. Sus dedos volaban sobre las venas y arterias
como sobre las cuerdas de un arpa. Calvo posó las palas eléctricas en el pequeño corazón
trasplantado y dio el primer chispazo. El pitido rítmico confirmó el latido de su nueva andadura y
se confirmó el milagro. Todo le quirófano estalló en aplausos.
Erik sonrió.
—Bien.
—Bien hecho, doctor Thoresen. Está claro que los tatuajes no afectan en absoluto tu
capacidad. Eres un artista.
—Es un trabajo en equipo, Jorge. Toda cirugía lo es.
Los dos se inclinaron con fuerzas renovadas sobre el tórax abierto de aquel niño, al que
esperaba un nuevo futuro.
—¿Y cuál es el fin de tu historia?
—Ana, la residente, está ahora mismo en el John Hopkins, en uno de los equipos de
cirugía cardiovascular más avanzados del mundo, dejando el nombre del San Lucas bien alto —
dijo Erik con orgullo—. Espero que vuelva. Está, además, embarazada de treinta semanas. Ha
adecuado la carga de trabajo a su estado, pero se ha negado rotundamente a dejar de trabajar.
—¿Y qué quieres decirme con eso?
Erik rio entre dientes. Era un secreto a voces las reticencias del presidente respecto a que
las mujeres accedieran a la especialización de cardiocirugía y se alegró de poder romper una
lanza en favor de Ana, que había llegado tan lejos.
—Que la perseverancia y las ganas también tienen mucho que decir. Para ser
cardiocirujano el talento es importante, pero si no trabajas y no te sacrificas, unas buenas manos
no servirán para nada —dijo Erik, levantando las suyas. Sus guantes apenas se habían manchado
con un poco de sangre—. Lo importante está en el cerebro y en el corazón, no en las pintas que
lleves o en lo caro que sea tu fonendoscopio, aunque es obvio que todo ayuda. Eh, los de ahí
arriba —dijo, alzando sus ojos azules hacia el grupo de residentes que lo miraban fascinados—.
En el San Lucas se abre el año que viene la especialización de Cirugía Cardiovascular. Estaremos
encantados de recibiros.
—¡No te atrevas a venir a robarme a mis médicos en mi propio hospital! —exclamó Calvo
solo a medias en broma.

Inés aparcó el enorme Audi en una de las plazas de visitas. No le gustaba conducir el coche de
Erik, se sentía como si llevara un trasatlántico. Caminó hacia la entrada de la Clínica en busca del
despacho de Calvo, que ya conocía, cuando una llamada la detuvo a mitad de camino.
—Menos mal que Bettina sabe dónde estás en todo momento —dijo fastidiada al contestar
la llamada a Erik—. He venido a buscarte, estoy en el aparcamiento de la Alemana.
—¿En serio? Gracias, kjaereste. Justo iba a pedírtelo. Estoy comiendo algo en la cafetería
con Jorge. ¿Te acercas hasta aquí?
—Más te vale que me pidas un Caramel macchiato y un bollo de canela caliente, ¡estoy
muerta de hambre! —se quejó. Le chirriaban las tripas. Al menos comería algo. Después de todo
el trasiego de la mañana y el subidón de adrenalina, ahora le sobrevenía el bajón emocional—.
Tenemos que ir a por los niños. Loreto nos espera.
—Lo sé, lo sé. Pero ven. Tienes que escuchar esto —dijo con voz enigmática.
Corrigió su trayectoria con pocas ganas de encontrarse con Calvo. Tenía muy presente la
última vez que habían hablado tres años atrás. ¡Qué ironía! Ella estaba muy embarazada de
Magnus y acababa de recibir su título de subespecialista. Tuvo que soportar el paternalismo, por
no decir el machismo, de que la mandaran a casa con una palmadita en la espalda, los buenos
deseos de un buen parto y una pronta recuperación. Perforó con sus tacones el mármol del
corredor, cabreada al recordarlo. Ahora era copropietaria de uno de los mejores hospitales de
América Latina. Y estaban trabajando para ser mucho más.
—Buenos días, doctora Morán, Inés. Por favor, siéntate —dijo Jorge, obsequioso y de pie,
al verla llegar a la mesa.
Erik sonrió. Estaba preciosa. Lleva un vestido vaporoso de gasa color turquesa que se
adaptaba su cuerpo de manera sutil y unos zapatos de tacón que estilizaban aún más sus piernas. El
pelo suelto, como a él le gustaba. Pero bajo la sonrisa forzada se intuían problemas.
—Hola, kjaereste. ¿Todo bien? —susurró en su oído al inclinarse hacia ella para darle un
beso de bienvenida.
—No lo sé, dímelo tú —susurró ella, señalando con un gesto a Calvo.
—No lo tengo claro —alcanzó a replicar antes de que los dos se sentaran frente al jefe
supremo de la Cirugía Cardiovascular en Chile.
Inés buscó su mano con disimulo bajo la mesa cuadrada. Necesitaba su contacto. Decirle
lo orgullosa que estaba de él. Que en los pasillos se hablaba de que el doctor Thoresen había
orquestado todo con precisión milimétrica en cada quirófano, que todos los órganos habían
llegado en perfecto estado y con puntualidad británica a sus destinos. Deberían estar
descorchando una botella de champán para celebrar su triunfo y, en vez de eso, estaban frente a un
Calvo maquiavélico del que no conocían muy bien sus intenciones.
—Enhorabuena por el día de hoy. No es nada fácil la organización de una multidonación,
el San Lucas puede estar orgulloso —dijo a modo de tanteo inicial. No terminaba de mostrar sus
cartas.
—Gracias —dijo Erik, lacónico, y se movió incómodo en la silla. Inés sorbió su café sin
decir ni mu.
—Hace años que el San Lucas llamó mi atención. Todavía recuerdo el impacto que me
causasteis en el congreso de Puerto Varas. Por varias razones —siguió con una risita divertida.
Inés se atragantó con el café y empezó a toser. Erik carraspeó—. Habéis recorrido un largo
camino hasta aquí. Somos muchos los sorprendidos por vuestra trayectoria. La compra del San
Lucas fue una jugada que no nos esperábamos.
—No fue hasta el último momento que obtuvimos el capital —se apresuró a contestar Erik
—. Tampoco conocíamos las otras ofertas del remate. Pudo ser cualquiera.
Inés frunció el ceño. Una lucecita débil comenzó a titilar muy profundo en su
subconsciente. Algo que tenía un nombre renacentista comenzó a tomar forma en el fondo de su
cerebro. Era eso. ¡Eso era lo que buscaba Calvo! Apretó los dedos de Erik para llamar su
atención y él la miró, pero no supo cómo trasmitírselo. Mierda. Cogió el móvil y tecleó a toda
velocidad.
«Calvo quiere algo con el Da Vinci. Cuidado».
—Ya, ya —dijo Jorge, desechando con un gesto su explicación—. Aun así, como
presidente de la sociedad, pudiste decirme algo. Y como amigo tuyo, también.
—Erik, tengo un mensaje de Leo por el móvil. ¿Te ha escrito a ti también? Creo que voy a
llamarlo —dijo, sintiéndose totalmente estúpida. Pero no se le ocurrió nada más brillante. Se
levantó y salió a la terraza, así aprovecharía para llamar a Loreto y a los niños. Alcanzó a ver el
destello de entendimiento en los ojos de Erik. Perfecto. Mensaje recibido. Ahora era cosa de él
defenderse de lo que fuera que Calvo le fuese a pedir.
—Bueno, realmente no pensábamos volver. No quedé en muy buenos términos con Guarida
ni con Becker —dijo Erik con el cerebro trabajando a toda velocidad. Ahora que Inés había
levantado la liebre lo veía todo mucho más claro. El trato de favor. La invitación al trasplante.
Los halagos innecesarios—. En la clínica de Oslo estaba cómodo, pero es cierto que en el San
Lucas tengo la oportunidad de intervenir en cirugías de mayor complejidad. En Noruega es
inhabitual que los diagnósticos de cardiopatías congénitas no se aborten. Además, Inés y los niños
están mejor aquí.
—Sí. La doctora Morán. Una mujer extraordinaria. Me habría gustado tenerla en mi
equipo.
—Menos mal que no aprovechaste tu oportunidad— dijo Erik con tono jocoso, pero
implacable. Empezaba a estar harto de tantos prolegómenos—. Jorge, ¿por qué estoy aquí en
realidad?
—Cuéntame, ¿cuáles son tus planes para el servicio de Cirugía Cardiaca del San Lucas?
He sabido que han llegado varias máquinas Da Vinci —dijo al fin Calvo. No le gustó nada el tono
reprobador y Erik apretó los puños sobre la mesa—. ¿A qué viene tanto secretismo, doctor
Thoresen?
—¿Secretismo? Ninguno. Desde la adquisición del hospital hemos seguido una línea muy
agresiva. Cirujanos de todas las especialidades han rotado fuera para formarse. Yo mismo lo he
hecho —informó sin ambages. Jamás lo había ocultado, pero tampoco tenía por qué anunciarlo, y
menos pedir permiso—. Mi idea es abrir una Unidad de Cirugía Robótica el año que viene.
Hemos adquirido un módulo de simulación y dos robots quirúrgicos para empezar cuanto antes.
Calvo se inclinó hacia atrás, claramente apabullado por la información, y Erik abrió las
manos en señal de obviedad.
—Se diría que todo esto te sorprende, Jorge. Y no entiendo por qué. Me conoces.
Inés volvió en ese momento con una enorme sonrisa. La expresión de Erik le decía a todas
luces que llegaba en el momento justo para un rescate.
—Mis disculpas. Erik, los niños están bien y Loreto nos espera para comer a las dos, así
que no hay prisa —dijo, acomodándose a su lado. Entrelazaron sus manos y fijo su mirada en
Calvo, que parecía azorado—. ¿Todo bien por aquí?
—Todo bien. Estaba poniendo a Jorge al día con el proyecto del Da Vinci.
—Vaya. Pareces extrañado, Jorge —dijo Inés con toda la malicia que fue capaz de reunir
al ver a Calvo sulfurado y sin palabras.
—No, no. Enhorabuena por la iniciativa. Es… apoteósica. Lanzará al San Lucas a la cima
de la cirugía, desde luego, pero ¿por qué ahora? —dijo, confundido, entre gestos de negación.
Erik miró a Inés y sonrió. Ahora le daba lo mismo soltarlo a los cuatro vientos.
—Porque tengo un neurofibroma en el nervio cubital izquierdo. Aquí, en el hueco del
codo. La semana que viene me van a intervenir. —La cara de Calvo era un poema—. En un inicio
pensé que podía ser como un aparato ortopédico en el caso de que la movilidad de la mano
quedase jodida y mis capacidades de cirujano, mermadas. Pero el proyecto creció hasta que se me
fue un poco de las manos —dijo con una sonrisa torcida. A Inés se le escapó un ronquido
divertido.
—Vaya. Lo siento mucho. Siento oír eso, Erik. ¿Tienes daño neurológico por compresión?
¿Es muy grande el tumor? —preguntó Calvo, aún sin sobreponerse de la noticia y atontado por la
sobrecarga de información de los últimos minutos.
—No. Todo está bien. En realidad, esta es la segunda cirugía a la que me someto. Todo irá
bien —dijo Erik mientras se levantaba de la silla, dejando a Calvo boquiabierto y sin reaccionar
—. Y si no va bien, siempre podré operar con el Da Vinci. O coordinar trasplantes. O hacer
docencia. O dirigir un hospital… Porque soy más que un par de manos.
—Me queda más que claro —balbuceó el doctor Calvo.
—Jorge, todavía no me has dicho qué quieres de mí —insistió Erik una última vez. Inés ya
tenía el bolso colgado del hombro y los miraba a ambos un poco más lejos, de camino hacia la
salida.
—Oh, nada, nada. Es solo que… cuando abras la Unidad de Robótica, la de docencia…
¿Aceptarás que mis residentes vayan a rotar allí?
Erik soltó una carcajada y no contestó. Cogió a Inés del brazo y salieron de allí a toda
prisa. Loreto y los niños los esperaban para comer.
Recuperación

Erik apretó la mano de Inés, vestida con el uniforme estéril de quirófano. Esta vez, había dicho
que, si no estaba allí, no se operaría. Como un niño pequeño y caprichoso. Tal cual. A la doctora
Moore, porque era una mujer, no le había importado.
—Muy bien, Erik —dijo con su fuerte acento americano—. ¿Estás listo para ir al país de
los anestésicos?
—Sí. Y me alegra tener a mi mujer aquí. Por experiencias previas, es mejor que esté bajo
una estrecha vigilancia cuando estoy bajo el efecto de los sedantes—dijo él, bastante nervioso
pese al diazepam sublingual que el anestesista había insistido en administrarle—. Por favor, Rose.
Dime que todo va a salir bien.
—Ya lo sabes. Tendrás un poco de debilidad y hormigueo, pero nada que no se recupere
con unos meses de rehabilitación —dijo la neurocirujana. El traumatólogo sonrió para apoyar su
afirmación—. Tendrás que ceder tu posición de dios de la cardiocirugía a tu segundo de a bordo,
pero por poco tiempo. No te preocupes. Y siempre podrás utilizar la mano para tirar de un
separador de Farabeuf, si no es rebajarte demasiado —bromeó con una sonrisa.
—Oh, no. Nunca he tenido problemas para ceder mi posición de cirujano principal —dijo
Erik con la voz arrastrada por la influencia de los medicamentos en su torrente sanguíneo—. En
cuanto al separador, me lo pensaré. Mientras pueda seguir utilizando la mano para tocar a mi
mujer…
—Erik, ya está bien —dijo Inés con tono de advertencia—. La anestesia ya está haciendo
su efecto. ¡Qué pesadilla!
—Inés, puedes retirarte. Te llamaremos justo antes de despertarlo de la anestesia.
Ella miró a la doctora Moore, reacia. No quería dejarlo solo en el quirófano.
—Pero él confiaba en que yo me quedaría. Van a ser más de dos horas.
No le gustó ver que la neurocirujana ponía los ojos en blanco y le lanzaba una mirada
impaciente.
—Cuando tu marido empiece a sangrar como un cerdo y el quirófano huela a la barbacoa
de los domingos, agradecerás que te haya echado de aquí. ¡Fuera de mi maldito quirófano!
Inés se marchó indignada. Jamás pensó que en algún momento se daría de bruces con el
alter ego de Erik versión mujer. Ahora solo le quedaba esperar. Había hecho mal en pedirse los
días libres, ¿qué iba a hacer ahora para matar el tiempo? La ansiedad comenzó a anudarse en el
centro de su garganta y apretó el paso hacia la salida del hospital. Necesitaba un poco de aire.
Llevaban unas semanas de locos. Unos meses de infarto. Unos años delirantes. Se echó a reír y
una anciana le lanzó una mirada preocupada y se alejó de ella calle abajo. Miró la hora. Era
temprano. Las ocho de la mañana. Tenía al menos dos horas de desesperación por delante.
Sacó el móvil y pulsó el número de Nacha.
Veinte minutos después disfrutaban de un expreso en el Café Ritual de Isidora Goyenechea.
—No creo que sea una buena idea meterte más cafeína en tu estado, Inés. Estás temblando
—dijo su amiga, preocupada al ver la taza vibrar entre sus dedos—. ¿No prefieres un
descafeinado?
—Calla, sacrílega. No he pegado ojo —murmuró Inés. Tenía más razón de lo que estaba
dispuesta a admitir, pero necesitaba ese café—. Estoy histérica. Y la bruja de la neurocirujana me
ha echado del quirófano, ¿puedes creerlo? ¡De mi propio hospital! ¡De la cirugía de mi marido!
Nacha se echó a reír y sorbió con delicadeza de la taza humeante. Dejó una mancha de
carmín coral en la porcelana blanca e Inés sonrió, admirada.
—Nacha, estás guapísima. Te queda bien ese color. Y estás morenita —dijo, examinando a
su amiga. Hacía semanas que no se veían—. Ese vestido corto te queda genial.
—El fin de semana pasado Juan y yo nos fuimos a Punta del Este sin las niñas, pasamos
tres días en la playa —dijo con una sonrisa de oreja a oreja—. No te voy a decir que todo está
cien por cien superado, pero al menos hemos recuperado un poco la normalidad. Y el sexo.
¡Hemos recuperado el sexo!
—¡Brindo por ello! —Chocaron las tacitas blancas y tomaron un poco del brebaje negro y
espeso—. ¿Y vosotros? ¿Qué tal les va a Magnus y a Erik?
—Mejor. Fuimos a la psicóloga, como te conté. Magnus tiene altas capacidades, o al
menos eso es lo que sospecha —dijo Inés, aliviada de poder contárselo a una amiga que no la
juzgara. La reacción de duda de Loreto le había llamado mucho la atención—. Nos ha dado
algunas pautas, pero nos ha vaticinado un largo y tortuoso camino. Al menos, Erik ha dejado de
flagelarse con que todo es su culpa. Es complicado —confesó sin edulcorar que las cosas podrían
ser más fáciles—, pero espero que mejore cuando Magnus crezca unos años y pueda entenderse a
sí mismo un poquito más.
—Si, porque lo de que Erik madure lo llevamos jodido, ¿no?
—¡Nacha!
Las dos estallaron en risas liberadoras, que curaban. Nacha echó un vistazo a su reloj e
Inés la miró preocupada.
—Si tienes que volver a trabajar, lo entiendo. Volveré al hospital y me quedaré leyendo en
mi despacho.
—No. Tengo la mañana tranquila y estoy localizable en el teléfono —dijo su amiga,
haciendo un gesto al camarero para pedir otro café—. ¿Otro?
—Sí, pero descafeinado, por favor. No tengo ninguna intención de fibrilar —dijo Inés con
una sonrisa.
Se pusieron al día de todo y de nada. En marzo, Dana y Magne empezaban el colegio y
compararon los centros escogidos. Era una pena que se separasen. Al menos, Martina y Lena
seguirían juntas en la guardería un par de años más.
Pronto pasó una hora y se despidieron con la idea de verse de nuevo.
—Gracias por acompañarme este ratito. Estaba desesperada —dijo Inés, abrazándola con
fuerza.
—Estabas histérica, princesa —dijo Nacha con una risita. La sujetó de los hombros y
ladeó la cabeza—. Pero para eso estoy aquí. Siempre que lo necesites. Como tú estás siempre
para mí. Por eso somos amigas.
Se alejó de allí con la convicción de que era muy afortunada. Y estaba feliz por Nacha, se
merecía comenzar a recuperarse por fin. Pero a medida que se acercaba al San Lucas, la atenazó
una desagradable sensación de catástrofe inminente, seguro que empeorada por el exceso de
cafeína. Ya casi habían pasado dos horas. Apretó el paso y se metió en el ascensor. Pulsó al
menos veinte veces el botón sin que se moviera y le pareció que las puertas se cerraban a paso de
tortuga. Miró la pantalla del móvil una y otra vez. Nada.
Sabía que a la doctora Moore no le haría ninguna gracia, pero volvió a vestirse con el
uniforme de quirófano, se puso calzas, un gorro y una mascarilla y se asomó por las puertas
batientes de acero.
—¡Oh, doctora Morán! Inés, ya me extrañaba a mí que no aparecieras por aquí. Justo a
tiempo —dijo la mujer con tono jocoso. Blandió el bisturí ensangrentado en el aire como si fuera
una espada—. Todo listo. El enemigo ha sido derrotado. El muy cabrón tenía tentáculos por todos
lados, pero, para asegurarme, he practicado un injerto neural y no habrá riesgo de debilidad de la
mano. —Le hizo una señal al anestesista, que cerró los gases. Inés cerró los ojos con angustia
cuando le retiró la mascarilla laríngea—. Además, tiene una excelente musculatura, tu Erik. Le
será muy útil durante la recuperación. Tiene una buena mano de pitcher.
—¿Cómo dices? —Se inclinó sobre Erik, que respiraba por sí solo aún sumido en la
inconsciencia. Retiró el flequillo rubio y le acarició la frente—. Estoy aquí, grandullón. Ya pasó
todo. Ya está.
—¡De lanzador de beisbol! Qué poca cultura deportiva, por el amor de Dios —rezongó la
americana—. En fin, mi trabajo aquí está hecho. ¿Dónde podemos ir a comer algo decente? ¿Una
buena hamburguesa?
Inés se echó a reír con alivio. En ese momento, Erik boqueó desesperado en busca de aire
y lo sostuvo por los hombros para ayudarlo a incorporarse un poco.
—¡Eh! ¡Cuidado con el brazo! —lo reprendió la cirujana, que ya se quitaba los guantes y
la bata estéril—. Mi compañero te lo pondrá en cabestrillo, debes llevarlo así durante una
semana. Sin moverlo. No movimientos durante una semana, ¿me has oído? ¡Ni siquiera para tocar
a tu mujer!
Inés habló por él mientras lo sujetaba rodeándolo por los hombros. Erik, totalmente
desorientado, hacía esfuerzos por mantener los ojos abiertos.
—Yo me encargaré de ello. ¿Hay algo más que deba hacer?
—He dejado tres páginas detalladas de ejercicios para su fisioterapeuta. Es importante
que los siga a rajatabla. A más ejercicio, mejor recuperación: no hay secretos —dijo la
neurocirujana mientras abría una mochila. Inés abrió los ojos como platos cuando se quitó la parte
de arriba de la casaca y quedó en un sujetador deportivo. Estaba flaca como un palo. Se puso una
camiseta de running y a continuación se quitó los pantalones con la misma naturalidad—. Las
curas habituales con antiséptico. No es necesario retirar los puntos. Al más mínimo signo de
infección, que lo revise un cirujano, por mucho que él piense que sepa qué hacer. Boris. Que lo
mire el doctor Radic. Y quiero verlo en mi consulta en Boston en seis meses. Os he dejado
también la cita.
—Rose. Mi brazo. ¿Está bien? —graznó Erik con dificultad y la mirada aún desenfocada.
Inés aún lo sujetaba por los hombros.
—Doctor Thoresen, tiene usted una mujer que no se merece. Un par de meses más, y los
tentáculos del neurofibroma habrían destrozado por completo su nervio cubital —dijo la
neurocirujana, ya vestida por completo como para correr una maratón, incluida una gorra de los
New York Yankees—. Va a continuar siendo la cúspide de la pirámide quirúrgica de la
cardiocirugía por muchos años gracias a ella y, por supuesto, gracias a mí. Nos vemos en verano
en mi consulta de Boston. Ahora, si me disculpan. —Se entretuvo un instante en programar su reloj
digital, se puso una mochila al hombro y tocó la visera de la gorra con dos dedos en un saludo
casi militar—. En este momento empiezan mis vacaciones. Pagadas por vosotros, por cierto.
¡Disfrutad del postoperatorio!
Erik intentó mover la mano izquierda, pero el traumatólogo se la había inmovilizado con
esparadrapo al tórax. Frunció el ceño y forcejeó sin entender. Inés apoyó la mano sobre su
muñeca.
—No, grandullón. Esta vez es diferente. Va a ser todo un poco más lento. Tienes que llevar
el brazo en cabestrillo. —Erik parpadeó varias veces, sin entender. Quería moverse con libertad y
no era capaz. Inés le sujetó la cara y lo obligó a mirarla a los ojos—. Erik. ¡Mírame! No puedes
mover el brazo. Lo tienes sujeto al pecho. No intentes arrancarte los esparadrapos. ¿De acuerdo?
¿Me entiendes?
Él asintió. La voz de Inés le llegaba desde muy lejos, pero comprendía las palabras. Un
intenso dolor de cabeza azotó su cerebro y se dejó caer en su pecho.
—Estoy muy mareado —murmuró sin fuerzas.
—Esta vez la cirugía ha sido larga —dijo ella. Lo besó en la frente regalándole un alivio
momentáneo, pero estaba perlada en un sudor frío—. Llamaré al anestesista para que te ponga
algo antes de que nos vayamos a Reanimación.
—¡No! No te vayas…
Demasiado tarde. En cuanto Inés se alejó, vomitó espectacularmente a un lado de la
camilla. Ella volvió justo a tiempo para evitar que se precipitara al suelo porque la barandilla era
demasiado endeble para soportar su peso. Con ayuda de la enfermera, lo acomodaron de nuevo
sobre los almohadones.
—Por favor, llame al anestesista —rogó Inés. No hizo falta insistir demasiado, Erik estaba
pálido, nauseoso y tenía toda la pinta de que en cualquier momento volverían las arcadas.
Estuvo dos días en la UCI por un efecto adverso de la anestesia.
La primera vez, tras la cirugía del hematoma, la desinhibición sexual había sido una
reacción simpática. Hasta cierto punto. La segunda exposición dejó en un segundo plano la
recuperación de su brazo porque no paraba de vomitar. Inés pasó dos días de infierno porque, o lo
drogaban hasta dormirlo, o no dejaba de expulsar cualquier mínimo alimento o bebida que ingería.
Al final, y con mucha paciencia, pudo comer poco a poco, sorbo a sorbo, después bocado a
bocado. Cuando pudo tomar un medio yogur y un vaso de agua sin náuseas, pidió el alta.
—Necesito irme a mi casa. Es sábado. Por piedad —dijo desesperado.
Inés lo miraba, ojerosa, desde el butacón reservado al acompañante. Llevaba dos noches
sin dormir.
—Pero, Erik. ¿No prefieres pasar un par de días en planta? Deberías comer algo más antes
de marcharte —dijo la intensivista, preocupada.
Él negó con la cabeza.
—No. Necesito comer comida de verdad. Otra cosa que añadir a la lista: mejorar los
menús de los enfermos. —Señaló la gelatina de manzana verde que esperaba en una bandeja de
plástico sobre la mesa plegable—. Se supone que la alimentación tiene que ayudarnos a mejorar.
Prefiero recuperarme en casa con la cocina de mi mujer y no con esta mierda. Por favor. Necesito
irme a mi casa. Ya.
—Está bien. Traeré los papeles.
—Lo siento —dijo Inés en un susurro, aunque no lo sentía en absoluto. Ella también
opinaba que en casa estaría mucho mejor.
—No lo sienta. Tardaré un rato. Mientras, puede ayudarlo a vestirse.
Inés sacó de la bolsa la camiseta gris de algodón y los pantalones de chándal. Reprimió
una sonrisa. Eran como el uniforme oficial de los domingos de Erik para descansar. Una buena
manera de comenzar su convalecencia.
—¿Cómo están los niños?
—Mete el brazo por aquí. Ansiosos porque vuelvas a casa. Magnus está preocupado y
Martina ha preparado un hospital para cuidarte —dijo Inés mientras tiraba de la camiseta para que
metiera la cabeza por el agujero—. El otro brazo lo dejaremos en cabestrillo por dentro, así
quedará más protegido.
—De acuerdo.
—Ahora el bóxer. ¿Puedes ponerte de pie?
—Creo que sí. Joder, he perdido mucho peso —dijo Erik al ver sus muslos. Inés se agachó
frente a él y le acomodó la prenda como si fuera un niño pequeño—. Me va a costar recuperarme
de esta.
—Llevas cuatro días casi sin comer entre la cirugía y el postoperatorio. Ahora llegan las
Navidades y viene toda tu familia de Noruega —dijo Inés con una sonrisa. Le dio un beso en los
labios y un pellizco en el abdomen—. Vas a dar gracias por el déficit. Es la primera vez que se va
a juntar todo el clan Thoresen con todo el clan Morán aquí en Chile.
—¿Crees que va a ser una buena idea? Ayúdame con los pantalones. No puedo agacharme.
—¿No te estás pasando un poco? —dijo Inés con sorna. Se arrodilló frente a él y lo
sostuvo de un tobillo—. Levanta. Yo creo que va a ser maravilloso. Corbyn y Maia con los niños.
Kurt y Maria con Astrid y Olga, Jana y Olivia… Dios mío… —Inés se incorporó con dificultad y
lo miró a los ojos—. Solo espero que no le pase demasiada factura el viaje tan largo.
—Menos mal que te has levantado, verte ahí de rodillas me estaba poniendo muy nervioso
—susurró él con los ojos brillantes y divertidos—. Ella y Jana vienen en un avión privado desde
París. Espero que viajen cómodas, más no podemos hacer.
—Bueno, ahora tengo la seguridad de que ya estás recuperado —replicó con sorna Inés.
La llegada de la doctora rompió el momento.
—Muy bien. Aquí tiene los papeles del alta, doctor Thoresen. Esperamos verlo muy
pronto de vuelta en los quirófanos —dijo la intensivista con toda la cara de no querer volver a
verlo como paciente el resto de su vida.
—Gracias por todo —gruñó Erik con un gesto de despedida de la mano.
—He dejado una caja de bombones y unos botes de café en la salita de enfermería, por
favor, despídete de nuestra parte del resto del equipo. Mil gracias por todo —trató de suavizar
con diplomacia su marcha Inés. La doctora sonrió en apreciación a su gesto y asintió.
Por fin.
Por fin estaban fuera. Caminaron hasta el aparcamiento bajo el sol incipiente de la
mañana. Sonrió al ver que Erik entrecerraba sus ojos heridos por la claridad, pero la sonrisa no le
cabía en la cara.
—Vamos, doctor Thoresen —dijo Inés al tiempo que le abría la puerta del Audi—. Sus
hijos lo están esperando en casa. Y yo también. A ver si recuperamos de una vez por todas la
normalidad.
Inés sonrió. El solo hecho de caminar desde la cama del hospital hasta el coche ya había
supuesto un enorme esfuerzo. En cuanto se encendía un motor, si no tenía que conducir, caía
dormido como un bendito. Era igual a los niños en eso. Acarició su muslo por encima del
pantalón. Sí que había perdido peso, pero no estaba preocupada. Dentro de nada llegarían
refuerzos desde Osorno y desde Noruega y pronto estaría rabiando por tener que soltar un punto
más del cinturón.
Hizo balance mientras la música dulce de Gabrielle Aplin y su Coming home la
acompañaba. Menudo año de locura. En especial, los últimos meses habían sido en caída libre.
Suspiró mientras ponía el intermitente para tomar el último desvío hacia su casa. Pese a todo.
Pese a sentir en algún momento que todo se iba a la mierda, incluida su relación con Erik, se
sentía más fuerte. Invencible, en realidad. Si habían superado todo lo que dejaban atrás, ¿qué no
serían capaces de vencer? Dejó escapar una risa etérea que sobresaltó a Erik a su lado, pero no lo
despertó. Nada. Juntos eran imbatibles. Frenó frente a la puerta corredera y apretó el botón del
mando para abrirla.
—Erik, grandullón. Mi amor. —Lo remeció con suavidad de la rodilla—. Hemos llegado.
Mira. Ahí están Magnus y Martina. Tenemos que darle unos días a Berta de vacaciones por el
favor.
Erik reaccionó como un resorte al escuchar los nombres de sus hijos. Salió disparado
hacia el jardín e Inés soltó una carcajada.
—¡Eh! ¡La puerta!
Inés se bajó del coche para asistir al reencuentro. Hacía cuatro días que no se veían.
—¡Tina! ¡Magne! —Los llamó a gritos al tiempo que corría hacia a ellos con las pantuflas
del hospital.
—¡Ten cuidado, vikingo loco! —le reprendió Inés—. ¡Te vas a matar!
Acabó por abandonarlas a medio camino. Le dio igual. Prefería correr con los calcetines
por la hierba. Estaba demasiado lejos y los niños no lo escuchaban, pero no por eso podía dejar
de gritar. Era algo visceral, que tiraba de él desde dentro. Una necesidad primaria de abrazarlos,
de jurarles que jamás volvería a separarse de ellos durante tanto tiempo. Nunca.
Magne examinaba una piedra que tenía entre los dedos. Su hermana pintaba otra con un
rotulador.
—¡Tina! ¡Magne!
—Pappa! ¡Papá! —gritaron a la vez. Tiraron las piedras al suelo y corrieron a su
encuentro.
Erik grabó las risas y los gorjeos de las voces de sus hijos. Sus ojos brillantes y las caritas
de alegría al verlo. Los abrazó con tanta fuerza que pensó que los fundiría para siempre con su
propia piel. Ellos e Inés eran la razón por la que se había operado y no otra. Se preguntó por qué
los veía borroso y se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Papá pupa —dijo Martina muy seria. Se inclinó sobre su brazo en cabestrillo y le dio un
beso tierno que valió más que todos los analgésicos del mundo.
—Yo te voy a ayudar a hacer las cosas —dijo Magnus. Lo cogió de la mano y lo dirigió
hacia la casa mientras le daba la otra mano a su hermana—. ¿Quieres que te cuente lo que hemos
hecho estos días? Martina ha fabricado un hospital y yo la he ayudado. Ya verás.
Echó la vista atrás. Se limpió la cara con un gesto brusco, pero era demasiado tarde. Inés
ya lo había visto. Sonreía cruzada de brazos, apoyada en el capó, observándolos. Hizo un gesto
para que se fuera a casa con los niños. Ya los seguiría ella después.
También tuvo que secarse las lágrimas. De gratitud. De alegría. Y de alivio porque todo
había pasado.
Lo vamos viendo

—Doctora Morán, la han llamado cuatro veces desde el quirófano cardiaco —dijo Ana en cuanto
la vio asomarse por la puerta de su despacho. No sucumbió a la tentación de volver a encerrarse
para huir de ella y sonrió a la eficiente secretaria—. Dice el doctor Guarida que, por favor, se
comunique con él en cuanto pueda.
Inés emitió un suspiro exagerado. Se acercó a la máquina de café, la llenó de agua limpia y
colocó una cápsula de ristretto, su favorito.
—Ana, ¿tú quieres uno? —ofreció mientras preparaba la taza con el platillo y la cucharita.
No estaría mal devolverle el favor por una vez. Ella sonrió y negó con vehemencia.
—No, Inés. Gracias. Si tomara tanto café como tú, estaría bajo tierra. ¡No sé cómo
aguantas! —dijo con expresión aterrorizada. Volvió a teclear concentrada en su ordenador e Inés
se inclinó para ver lo que estaba haciendo—. Estoy con los nuevos pedidos del Da Vinci. La
programación de las cirugías, con la novedad, ha subido como la espuma y los insumos se han
evaporado. El doctor Thoresen me tiene loca con el tema. ¿Cuándo se incorpora?
Inés echó un vistazo a la planilla y sonrió. No llevaban ni dos semanas con la campaña
publicitaria y los teléfonos no paraban de sonar. En especial, en la unidad de docencia. Médicos
de toda Latinoamérica querían formarse en el San Lucas, lo que significaría una enorme inyección
de capital. Y estaba levantando grandes expectativas en el ambiente quirúrgico. Erik había
demostrado ser un visionario.
El teléfono volvió a sonar y Ana contestó mientras ella navegaba por los datos.
—Doctora Morán, el doctor Guarida.
Inés miró al techo en busca de paciencia. Imposible escaquearse.
—Hernán, dime.
—Inés, sé que es Erik el que se ocupa de estas cosas, pero al estar de baja, necesito que lo
muevas tú —dijo con cierto tono de fastidio. Intuía que a Guarida no le gustaba demasiado
dirigirse a ella como su superior y, en cierto modo, saboreó la sensación de triunfo—. Tengo
quejas de varios problemillas en los quirófanos. Y también necesito hablar algunos temas de
presupuesto de personal —dijo tras un carraspeo incómodo—. ¿Crees que será posible que
concertemos una reunión esta semana?
—Hum, la semana que viene tenemos «la reunión». —Recalcó con énfasis las palabras—.
No sacamos nada con hablarlo ahora. ¿Te parece que esperemos a que todo esto pase? —dijo con
una sonrisa que él no vio—. Lo vamos viendo. Buenas tardes, Hernán.
La mención del gran evento pareció aplacarlo. Además, no le dio margen para seguir
añadiendo ítems a su lista de peticiones. Colgó la llamada y se terminó el café en un par de tragos.
—Voy a darme una vuelta por los quirófanos para hablar con Bettina, a ver qué se cuece
por allí realmente. Si alguien importante me llama, localízame en el busca. Si no, estaré de vuelta
en una hora —indicó a Ana con órdenes concretas.
Muchas cosas habían cambiado en aquellas dos semanas. La caída de Erik del
organigrama había puesto en evidencia que nadie era imprescindible y todos los cirujanos se
habían echado a temblar. Estaría fuera de los quirófanos durante un par de meses. Pero como él
mismo había dicho, pese a que todos tuvieron que apretarse un poco en guardias y buscas de
llamada, el servicio funcionaba como un reloj suizo en su ausencia.
Y lo que en un inicio se había vaticinado como una inversión de futuro con pérdidas
iniciales empezaba a dar frutos mucho antes de lo previsto. Jorge Calvo y el secretario del
Ministerio de Educación, junto con el de Sanidad, visitarían la Unidad de Robótica del San Lucas
el viernes. Y la famosa reunión era, en realidad, una presentación del proyecto en el auditorio que
Erik, con brazo en cabestrillo y todo, haría a nivel nacional gracias a la telemedicina.
Rio entre dientes mientras caminaba por el pasillo hacia el área de quirófanos. Era
increíble cómo ese vikingo terco acababa siempre por salirse con la suya.
Presionó con el codo el botón de apertura automática de las puertas batientes sin entrar en
la zona donde debería vestirse con el uniforme y trató de localizar a la supervisora.
—¡Bettina! —llamó e hizo una seña al divisarla al final del pasillo. La enfermera cargaba
con una enorme caja. La pasó a otros brazos con una sonrisa, dio un par de indicaciones y acudió
presurosa hasta ella—. Tienes tiempo para… —Iba a decir un café, pero se lo pensó mejor.
Notaba el temblor en sus manos y el pulso acelerado en las venas—. ¿Tienes tiempo para ponerme
al día?
La enfermera resopló mientras echaba un vistazo a las puertas que se cerraban. Estaba de
trabajo hasta los topes.
—Sí. Vamos. Pero necesito que te cambies y me acompañes. Te lo cuento mientras avanzo
en lo que tengo que hacer.
Esta vez fue Inés la que rezongó al tener que despojarse de la bata, la blusa y la falda de
corte lápiz. Bettina se echó a reír cuando tuvo que ponerse las calzas por encima de los zapatos de
tacón porque no había traído los zuecos.
—¿Quieres que te consiga un calzado distinto? —ofreció la enfermera mientras la
conducía hacia uno de los quirófanos.
—No. Espero que la visita sea breve —deseó Inés con fervor.
Bettina le hizo un repaso rápido de las reivindicaciones que la enfermería del quirófano
más especializado, el de cirugía cardiaca, plateaba para el periodo vacacional. Inés la escuchó en
silencio. Por supuesto, habían esperado a que Erik estuviera de baja para presentar sus demandas
a Guarida.
—Sé que sus peticiones son un poco desproporcionadas —dijo Bettina con aspecto algo
culpable—, pero no esperan conseguirlo todo, solo lo básico, como reforzar los turnos de noche, y
algunos contratos más.
Inés emitió un largo suspiro mientras ojeaba la larga y meticulosa lista. Algunas podían
pasarse por alto. Otras eran urgencias que debían resolverse cuanto antes. Cuando llegaron al
quirófano cardiaco, el principal, se toparon con una situación peculiar. Dan, Guarida y Mario
jugaban a piedra papel y tijera junto al Da Vinci de simulación. Inés parpadeó, confundida, y miró
al único que no parecía haberse vuelto loco, pero que no debería estar allí.
—Erik, ¿qué haces aquí? ¿Tú no deberías estar en casa? —Inés lo fulminó con la mirada y
él se puso rojo ante la flagrante pillada. Ya le cantaría las cuarenta en privado, pero tuvo que
aguantar la risa ante la expresión culpable. Solo le faltaba irse él solito al rincón de pensar.
—He ganado. ¡Soy el primero! —exclamó Hernán de pronto como un niño pequeño.
Venga, Erik. ¿Qué tengo que hacer?
—Sí, ejem. Un minuto. —Se volvió hacia ella, con el brazo en cabestrillo y frotándose el
pelo con gesto azorado. Dan y Mario miraban cada uno a direcciones opuestas del techo del
quirófano mientras Inés esperaba una respuesta—. Verás, es que en casa me aburro. Como los
niños están en el kínder, estoy solo todo el día. Entonces, he pensado…
—¿Qué? ¿Qué has pensado? ¿Qué te dijo la doctora Moore, Erik?
—¡No muevo mi extremidad superior izquierda ni una micra! —exclamó ofendido.
—Es cierto —corroboró Dan. Inés dirigió los rayos láser de sus ojos hacia él—. Ya. Ya
me callo.
—Solo estoy haciendo docencia con el Da Vinci. Te lo juro. Hacemos suturas en las
láminas de prácticas. Aquí, ¿lo ves? Los cursos no empiezan hasta marzo —dijo Erik y le mostró
las planchas de silicona con diversos cortes—. Así los nuestros juegan con un poco de ventaja.
Mira. Hernán, ponte en la consola.
Guarida se sentó en el puesto de mandos y cogió con fuerza los controles.
—¡Despacio! —dijo Erik, alarmado al ver que el brazo robótico describía un arco que
casi tiró todo el material al suelo—. Los movimientos tienen que ser muy sutiles. Primero coge la
aguja. Eso es. —Se acercó hasta él y lo guio con la mano libre. Esta vez, se desplazó tan solo unos
centímetros con suavidad—. Gira la muñeca, ¿ves?
Mario y Dan se inclinaron hacia el pequeño campo de prácticas, fascinados por lo que
estaban viendo. Uno de ellos sería el próximo.
—¡Es una puta pasada! —dijo el cirujano, que contaba con más de sesenta años,
entusiasmado como un adolescente con el último smartphone.
—Ahora intenta dar el primer punto. Un punto simple. Eso es…
Bettina se echó a reír y juntas salieron del ala quirúrgica y se cambiaron en el vestuario.
Inés se arregló un poco el pelo frente al espejo.
—Son como niños pequeños. Y Erik es el peor de todos, pero no puedo decir que no me lo
esperara —dijo Inés con tono resignado. Era imposible mantenerlo alejado del quirófano, aunque
no pudiese participar de las cirugías—. Pondré a Ana a trabajar en un presupuesto y espero que
los problemas más urgentes estén solucionados antes de Navidad, ¿de acuerdo?
—Gracias por venir, Inés. ¿Cómo te has enterado? No he querido molestar a Erik con esto
aunque ande deambulando por aquí como alma en pena —dijo la enfermera, que la acompañó por
el pasillo de vuelta a su despacho en dirección.
—Tenía unas cuantas llamadas perdidas de Guarida y he preferido enterarme yo misma
antes de que ocurriera una catástrofe —contestó Inés.
—¡Nos vemos en la reunión de la próxima semana!
—¡La última del año! ¡Gracias a Dios! —dijo Inés con un alivio que no era fingido.
Reuniones modificadas

El auditorio principal del San Lucas estaba de estreno. Habían cambiado las butacas, ahora más
cómodas y modernas, y la capacidad del salón incluía quinientos asistentes. Una pantalla central y
dos laterales mejoraban la visibilidad y el sistema de sonido hacía llegar el audio a cada rincón
de la sala. La idea era que nadie se perdiese la presentación de aquel día. Inés estaba nerviosa. El
San Lucas celebraba su inauguración por todo lo alto, todos los altos cargos estaban allí y se
respiraba una oficialidad incómoda.
—¿Nerviosa? —preguntó Erik con una sonrisa. Estaba guapísimo con aquel traje gris
grafito. La corbata negra era quizá un poco seria, pero el bronceado resaltaba sus ojos azules. Inés
reprimió las ganas de morderle los labios para liberar la tensión.
—Un poco. ¿Han llegado ya todos? —Lanzó una mirada circular y descubrió las cabezas
de Loreto, Til y Mara entre los asistentes. Agitó la mano en señal de saludo y sonrió—. Se van a
aburrir como ostras, pero agradezco que hayan querido venir.
—¿Til y Mara? Bueno, ellos representan a Industrias Thoresen y tienen una participación
en las Norsk Klinikk, aunque sea pequeña —dijo Erik, divertido. Se encogió de hombros y le dio
un beso rápido—. Ahí llegan Jorge Calvo y el ministro. Voy a saludarlos. Tú deberías tomar
posesión de la mesa.
Inés era la moderadora y maestra de ceremonias principal. Ella coordinaría la asamblea.
No estaba muy segura de cómo iban a tomarse los asistentes el cariz que habían decidido los
organizadores, es decir, Erik y ella, que tuviese la reunión, pero después de darle muchas vueltas,
no podían perder la ocasión. Era una oportunidad de oro para mostrar todo lo que tenían. Inspiró y
exhaló muy lento. Hora del espectáculo.
Estiró las arrugas de su vestido negro. Colocó las solapas de su bata blanca y se posicionó
sobre el atril. Sonrió al ver las banderas chilena, española y noruega junto a ella y se aclaró la
voz frente al micrófono para llamar la atención de los asistentes. Había llegado el momento.
—Buenos días a todos. Bienvenidos a la inauguración oficial del San Lucas Norsk Klinikk
de Santiago de Chile. Soy la doctora Inés Morán, pediatra, cardióloga infantil y directora médica
del hospital. —Tuvo que beber un sorbo de agua, pero su voz no tembló—. Hoy queremos
presentarles el diagrama organizativo con el que recibimos el próximo año que entra, con algunas
novedades. Después, el doctor Thoresen hará la conferencia inaugural y la presentación de la
Unidad de Robótica.
La enorme imagen de la diapositiva con el organigrama se desplegó frente al auditorio,
facilitando su trabajo. Describió el cuadro en detalle, desde los puestos inferiores de cada
supervisor, pasando por cada jefatura de servicio hasta llegar al primer escalón: ella y Erik, mano
a mano, coronaban la imagen.
Doctora Inés Morán, directora médica - Doctor Erik Thoresen, gerente general. Ver sus
nombres ahí escritos, después de todo por lo que habían pasado, la hizo sonreír ligeramente
mientras seguía con su discurso. Era casi increíble. Un sueño hecho realidad. Un equipo en el que
ella se hacía cargo de los asuntos internos del hospital, lidiaba con los imprevistos del día a día,
priorizaba los problemas y capeaba los temporales cara a cara, mientras que Erik había
demostrado ser el perfecto representante del San Lucas en el exterior, negociando grandes partidas
presupuestarias con las farmacéuticas, convenios de rotaciones con hospitales de otros países y
dejando el estandarte del hospital bien alto allá donde iba. Y estaban empezando. Se ocupaban de
advertírselo a todos.
—Ahora, los dejo con el doctor Thoresen, cirujano cardiovascular y gerente general, quien
les explicará la Unidad de Robótica del San Lucas tras una breve introducción. Gracias por su
atención.
Inés sonrió agradecida por el aplauso del auditorio. Se sentó en la mesa que presidía la
asamblea y prestó atención a los rostros oficiales. Estaba muy interesada en su reacción. Porque
ella sabía lo que Erik iba a decir. Pero ellos no.
Erik lanzó una mirada circular para que todos permanecieran en silencio. Se dio cuenta de
que su brazo en cabestrillo levantaba algunas murmuraciones, pero enseguida desaparecieron.
—Buenos días. La doctora Morán ya se ha encargado de las presentaciones, así que no voy
a repetirme. Quiero agradecerles que estén aquí. —Colocó el micrófono a su altura y un chirrido
desagradable sobresaltó a los asistentes. Erik esbozó una sonrisa culpable—. Veo que esto está
lleno a rebosar, sé que el Da Vinci provoca una enorme expectación. La Unidad de Robótica del
San Lucas es única en su especie —dijo con voz atronadora, quería que lo escucharan con
claridad—. Pero, antes, quiero contarles una historia. La historia de Leticia, una madre de tres
niños, que se queda embarazada. Y de Eva, su hija, con un diagnóstico prenatal de anencefalia.
Un murmullo interrogante se elevó de nuevo en el auditorio. Los asistentes miraban el
tríptico impreso a color con desconcierto, eso no estaba en el programa. La diapositiva presentada
en la pantalla con el tecnológico robot desapareció, y la sustituyó una ecografía con un feto con el
defecto en el cráneo. Se escucharon algunas voces de protesta, que Erik ignoró olímpicamente.
Inés se cubrió los labios con los dedos con disimulo. No podía hacer el más mínimo gesto, porque
estaba sentada junto a todos los peces gordos en la mesa presidencial. A cada lado, el ministro de
sanidad y Jorge Calvo estaban de color gris y se removieron en sus sillas.
—Seré breve. Esta madre, una fervorosa creyente, decidió encontrar sentido a su dolor y
ofrecer en donación los órganos de su hija. Su caso se presentó a un comité de ética que validó su
decisión. Después de algunas dificultades debido a un diagnóstico de preeclampsia, un distrés por
mala adaptación al medio extrauterino y a apneas, la niña falleció. —Erik ilustró su resumen con
algunas diapositivas. Inés no sabía que hubiese recogido testimonio gráfico del caso y tragó
saliva. Se veía a Leticia embarazada. En otra, tras el nacimiento, con toda su familia. Todos
escuchaban en silencio. La siguiente imagen, en un quirófano, era impactante: una cirugía neonatal
a corazón abierto—. Se procedió al procuramiento del corazón, ambos pulmones, ambos riñones,
dos lóbulos hepáticos, el páncreas, y las dos córneas en este hospital en la hora siguiente al
éxitus. Diez órganos en perfecto estado que donó esta bebé recién nacida en asistolia, y que se
distribuyeron entre ocho pacientes procedentes de toda la geografía del país.
Otra diapositiva, con ocho caras sonrientes, la mayoría niños de distintas edades, pero
también un par de adultos, se superpusieron en un contraste brutal de salud con la fotografía
anterior. Erik estaba consiguiendo lo que quería: concienciar respecto a la importancia de los
trasplantes.
—No se empleó ningún robot. Sí se gastó una enorme cantidad de recursos, materiales y
personales. Hasta catorce equipos quirúrgicos se movilizaron aquella noche —dijo Erik. Pasó las
diapositivas con rapidez, que se fueron montando unas sobre otras. El impacto de las cirugías
abiertas, todas a un tiempo, fue brutal—. No solo los procuramientos de los órganos aquí en el
San Lucas, sino cada cirugía en los receptores: el paciente que recibió el corazón. El chaval que
recibió los dos pulmones. Dos pacientes que recibieron, cada uno, un riñón distinto.
Desgraciadamente, sé que uno de ellos, hizo un rechazo hiperagudo y el riñón se perdió. —Mostró
la foto del órgano completamente necrosado y un murmullo de lamentos se levantó en el auditorio
—. Un hombre joven recibió el lóbulo hepático de un recién nacido, ¿no es un milagro? —dijo
con una sonrisa—. Un niño de poco más de un mes, el otro lóbulo hepático. Otro más, el páncreas.
Otro niño, con un queratocono congénito muy grave, recibió sus córneas. Y pudo volver a ver. —
Se detuvo con un silencio efectista y dejó que las imágenes hablaran por él—. Estoy seguro de que
los médicos que están aquí saben por qué he presentado este caso. Señores políticos, las Unidades
de Robótica son espectaculares y están muy bien, pero necesitamos más trasplantes y, para eso,
necesitamos más concienciación, más campañas de información, más recursos. Necesitamos que
la gente done —dijo Erik, mirando directamente a los altos cargos—. No sacamos nada con
grandes inversiones en construir tejados si fallamos en las bases, ¡necesitamos cimientos! Estoy
orgulloso de la Unidad de Robótica del San Lucas, pero nosotros somos una entidad privada, y
nos abastecemos de inversiones y capital privados. Ustedes tienen una responsabilidad con las
bases. Las listas de espera de trasplante no paran de crecer, ayúdennos a trasladar esta necesidad
de solidaridad a la población.
Inés sonrió. Erik se había apoyado con la mano buena en el atril, agotado por su discurso.
Y todavía le quedaba la conferencia del Leonardo. Lo había expuesto como lo hacía todo, desde
dentro, dando lo mejor de sí. Poniendo cuerpo y alma, sin guardarse nada. Con crudeza y
realismo, pero no por ello dejaba de ser conmovedor. Y no habían sido más de diez minutos.
Pensó en levantarse y darle el relevo, pero él se rehízo con un par de sorbos de agua y el
auditorio volvió a quedar en silencio.
—Bien. Ahora, a lo secundario. El Da Vinci. La Unidad de Robótica de las Norsk Klinikk.
Durante los siguientes veinte minutos, desgranó ante ellos el proyecto de docencia, las
cirugías que se realizarían y la inversión de los próximos cinco años. Era una empresa muy
ambiciosa y todos los hospitales tenían los dientes muy largos por hacer algo semejante. Inés vio
que varios médicos tomaban fotos con sus móviles, pero Erik y ella sabían, como sabían el resto
de gerentes, que muy pocos disponían de la inversión para afrontar el gasto que suponía la
adquisición del material para implementarlo. El San Lucas sería el único en ostentar algo así
durante mucho, mucho tiempo, y eso le daba una ventaja imbatible.
Los aplausos fueron más moderados de lo esperado e Inés rio entre dientes. Los contenía
la pura envidia y el prurito profesional. Y esa era la mejor noticia que podían recibir aquel día.
Las solicitudes para rotar en su centro de simulación robótica no paraban de llegar y ni siquiera
habían empezado. Y el San Lucas había recibido ya luz verde por parte de la Universidad
Internacional para formación de alumnos, internos y residentes. Eran, oficialmente, un hospital
acreditado para la docencia en Medicina a todos los niveles.
Por no hablar del campo que se abriría para sus alumnos en el hospital Sótero del Río.
Además de la docencia, realizarían una auténtica labor de servicio para la comunidad. Inés tenía
grandes esperanzas puestas en aquel proyecto truncado, que no solo abarcaría la consulta de
Cardiología Infantil, sino toda la Pediatría.
—Una jugada maestra— los felicitó Calvo al salir de la reunión. Ofrecieron un cóctel a
los asistentes, y levantó su copa a modo de brindis. Erik sonrió, por una vez, sin arrogancia.
—Espero que el discurso sobre los trasplantes haya llegado donde debía.
—No creo que haya sentado demasiado bien —comentó Dan, divertido, mientras retenía a
un camarero que llevaba una bandeja con canapés.
—Sabes que eso me da igual.
—¿Celebramos el espíritu antisistema de Erik comiendo todos juntos? —ofreció Mario—.
Estos bocaditos están muy bien, pero no quitan el hambre.
Inés sonrió con cara de circunstancias y dejó su copa en la bandeja sin tocar. Todavía le
duraban los nervios.
—No podemos, recibimos en casa a toda la familia y tenemos un millón de cosas que
hacer, pero te tomamos la palabra para después de las fiestas. Vamos, Erik. Tenemos que ir al
aeropuerto.

En todo Santiago se respiraba un ambiente de vacaciones y verano. Jamás se acostumbraría, y


menos después de haber vivido las Navidades de Noruega, al ambiente festivo en los treinta
grados infernales de la ciudad. Esperaba que el clan vikingo no acusara demasiado el clima
implacable de la capital. Al menos, en Farellones estarían en su salsa: montañas, nieve y aire
libre.
Jana y Olivia se quedarían con ellos en la casa de Lo Barnechea con sus padres. Loreto
recibiría a Miguel y a su enigmática pareja, de la que no sabían absolutamente nada, en su casa.
Kurt y Maia, con sus respectivas familias, tomarían posesión de la casa de la montaña. Estaba
todo pensado. Erik estaba feliz por tenerlos a todos en Chile por Navidad e Inés daba gracias a
Dios todos los días por la oportunidad que se les habían brindado de estar todos juntos.
El Arturo Merino Benítez sufría la enfermedad de todos aeropuertos en época navideña: un
trasiego de viajeros que desbordaba por mucho su capacidad. Inés aferró el manillar cuando se
vio propulsada hacia adelante por un pasajero que la empujó sin contemplaciones.
—Mamá, ¿por qué tenemos que ir en una sillita? —dijo Magnus muy enfadado, de pie en
un patinete tras la silla de su hermana—. Yo puedo andar. Y Martina también.
—¡Magnus Thoresen! Si te atreves a sacar aunque sea un dedo fuera de esta silla, te juro
que no vuelves a pisar una tabla de snowboard en lo que te queda de vida —dijo Inés, clavando
una mirada implacable en su hijo y con cara de querer cometer un asesinato—. ¿Me has
escuchado?
Magne cerró la boca, indignado. De sus ojos azules salían chispas de furia, pero se volvió
hacia adelante y no protestó. Martina estaba bien sujeta con los arneses y se retorcía en un intento
vano de liberarse.
Erik hizo una divertida, impresionado por su alarde de autoridad.
—Svarte helvete, kjaereste. Me has dado miedo hasta a mí. ¿Por qué estás tan enfadada?
—preguntó mientras masajeaba su espalda con la mano libre e intentaba localizar por encima de
las cabezas de la gente a alguno de sus familiares.
—Erik, si perdemos de vista a un niño durante un segundo con el caos que hay, no lo
encontramos nunca más —dijo ella, con la voz tensa.
Llevaban allí más de una hora. Habían cambiado el horario de llegada del avión desde
París dos veces y casi se había juntado con el de Jana y Olivia.
Las puertas de cristal se abrieron por fin y comenzaron los primeros gritos, los primeros
besos y abrazos cuando los pasajeros salieron empujando los carritos cargados de maletas por la
terminal.
—¡Quiero ver! ¡Quiero ver! —gritó Martina, que quedaba enterrada entre las piernas de la
gente arremolinada en torno a la barandilla de metal.
—Ven, Magne. —Erik se apiadó de su hijo y lo colocó sobre sus hombros—. Haz tú lo
mismo con Martina, esto es una locura —dijo al ver que Inés iba a protestar por liberarlos de su
confinamiento.
Los niños eran una atalaya magnífica desde donde localizar a los viajeros. Magnus fue el
primero en divisar las cabezas rojizas de sus primos y se puso a chillarlo a los cuatro vientos con
alegría.
—Olle, Anders! Vi er her! Vi er her! ¡Estamos aquí! —llamó a grito pelado desde los
hombros de su padre.
Fue Maia la que se volvió intrigada y los localizó. Agitó los brazos como loca para
hacerles saber que se daba por enterada y empezó a reunir maletas y personas en torno a ella.
—La cara de Corbyn no tiene desperdicio. Está a punto de darle un ataque de nervios —
dijo Erik entre risas. Inés se echó a reír a su lado, devolviendo los signos de saludo de Kurt, que
acababa de divisarlos también, con la pequeña Olga entre sus brazos—. Un momento, ¿esa que
sale ahí no es Emma? Fy faen! ¡Se les ha escapado! —exclamó Erik, preocupado al ver a la
pequeña de Maia correr hacia la salida sin vigilancia, sorteando el control de aduanas sin que
nadie la detuviera.
Tras un momento de angustia, Astrid interceptó a su prima sujetándola por la camiseta y la
hizo volver con el resto de la familia. Maia le echó un buen rapapolvo y pudieron seguir con el
trasvase de las decenas de maletas de toda la familia.
—Pero ¿cuánto equipaje traen? —preguntó Inés con un gemido ahogado al ver el desfile
colorido de bultos por las cintas.
Erik tragó saliva e intentó relativizar.
—Bueno, son once personas y se quedan un mes —dijo al contabilizar también a su madre
y su abuela—. Y no todos tienen mi idea de viajar con lo puesto.
—Joder… —barbotó Inés. Contó treinta y cinco bultos entre maletas, bolsas de viaje,
mochilas y carritos.
—¡Enano! —bramó Kurt en noruego, el primero en salir a su encuentro, con los brazos
abiertos para acogerlo en su torso amplio como el de un oso.
—¡Cuidado con su brazo! —dijo Maia en inglés.
Comenzaba el caos lingüístico e Inés soltó una carcajada cuando se vio apretujada por un
lado por Maria y por el otro por Maia.
—Bienvenidas a Chile. ¿No es una locura que estemos todos aquí?
Después de unos minutos de desorganización, lograron llegar hasta los coches. Maia e Inés
se quedarían como comité de recepción para recoger a Jana y Olivia, que aterrizarían un poco más
tarde. Erik, Kurt y Corbyn, con ayuda de Maria y Astrid, se ocuparían de los niños.
—Inés, te dejo el Audi —dijo Erik, con el rostro arrebolado y el pelo rubio despeinado
por los besos y abrazos. Magnus y Martina no paraban de orbitar a su alrededor, en un baile
frenético de saltos con sus primos—. Por favor, quedaos aquí un momento mientras acompaño a
Corbyn y a Kurt a por las furgonetas. Maria conducirá tu coche. Chicos, ¡chicos, callad! —La
algarabía era insufrible. Kurt pegó un berrido para mandarlos callar, que surtió efecto durante un
par de segundos, y volvieron a empezar
La mujer asintió con timidez al escuchar las palabras en inglés.
Más rápido de lo imaginable en un principio después del caos inicial desatado, les dijeron
adiós a los tres coches que salieron en caravana del aparcamiento. Maia soltó un estrepitoso
suspiro de alivio.
—¡Joder! ¡Pensé que no se marcharían nunca! Ven aquí, Inés. Ahora sí, deja que te dé un
abrazo como Dios manda.
Sonrió con un gesto tan parecido al de Erik que Inés sintió un nudo en la garganta cuando
la estrechó con fuerza suficiente como para romperle las costillas. Ella no fue menos. Se fundió
con ella con todas las ganas de no haberse visto en todo un año.
—Parece que ha pasado un siglo —murmuró, trémula—. No sabes cómo te he echado de
menos, vikinga loca.
—Y yo a ti, Inés ¡No es justo que hayáis escogido Chile para vivir! —protestó Maia con la
voz temblorosa y los ojos al borde de las lágrimas. Inés la contempló un instante en silencio.
Nunca la había visto tan emocionada—. ¿Por qué no Tromsø? ¿Qué tiene de malo? Al menos
podríais haberos quedado en Oslo. ¡Hemos tardado catorce horas en llegar hasta aquí! Es el
puñetero fin del mundo, Inés.
Se quedó mirándola indignada, como esperando una explicación, y ella la agarró del brazo
y caminó de vuelta hacia la terminal.
—Vamos. Te invito a desayunar al Dunkin´ Donuts. Tienes cara de no haber pegado ojo
dentro del avión. —Tiró de su mano hacia el interior acristalado en busca de un rincón tranquilo
entre todas las idas y venidas de los pasajeros—. Nada de lo que yo diga servirá para
convencerte, Maia. Solo espero que el mes que pases aquí sirva para que nos entiendas un poco
más.
Olivia y Jana tardaron en llegar lo que ellas en devorar media docena de rosquillas
glaseadas y un par de expresos mientras se atropellaban la una a la otra con las últimas noticias
familiares. El avión privado les evitaba el paso por las cintas de equipajes y la aduana; las
esperaron directamente en la sala para diplomáticos de Policía Internacional. Olivia, majestuosa
como siempre, venía en una silla de ruedas empujada por un empleado del aeropuerto. Jana la
seguía con cara de circunstancias y todo el aspecto de necesitar un día de spa.
—No pienso volar jamás en esta aerolínea. ¡Solo hablaban en francés! —dijo indignada
cuando la dejaron frente al mostrador del control de pasaportes. Maia e Inés intercambiaron una
mirada. Olivia en su más pura esencia. Traía un vestido ligero de seda de color verde y púrpura, y
una estola de lana sobre los hombros—. ¿Dónde estamos, hija? Dímelo otra vez.
—Estamos en Santiago de Chile, hemos venido a ver a Erik y a Inés —dijo Jana con
paciencia. Todavía no las habían visto. Inés no pudo aguantar más y se acercó a ellas con paso
rápido, invadida por la nostalgia de todo aquel tiempo de separación.
—Hola, Jana. Hola, Olivia —dijo con la voz temblorosa.
—¡Inés!
Se inclinó para saludar primero a la abuela, que la reconoció de inmediato.
—¡Inés! ¿Dónde está mi nieto? ¿Y mis biznietos? He traído regalos para todos —dijo,
dándole unas palmaditas en la espalda. Inés sonrió al percibir el aroma de Chanel nº5, a carmín
rojo y a terciopelo. Pasó por alto que apenas hubiese registrado su presencia y abrazó con fuerza a
Jana también.
—¡Oye! ¡Hacedme un poco de caso! —dijo Maia en broma, al ver que quedaba por
completo excluida de los saludos—. Hola, mamá.
—Bienvenidas. No puedo creer que estéis aquí por fin. Erik se muere por verte.
—Este hijo mío es capaz de remover el cielo y la tierra para conseguir lo que quiere —
dijo riendo la mujer—. Cuéntame, ¿cómo han llegado todos?
Después de besos y abrazos, pronto las cuatro parloteaban en el coche de camino a Lo
Barnechea. Olivia parecía curiosamente adaptable a todos los cambios pese a que era pleno
verano y estaba en un país distinto. Ante la pregunta de Inés, Jana se encogió de hombros y miró a
su madre con cierta sorpresa mientras la anciana charlaba con Maia sobre el emocionante viaje en
avión.
—No sabría decirte, Inés. Nunca sabemos cuánto es verdad y cuánto es fingido de lo que
se entera. Lo que sí puedo asegurar es que se moría de ganas de veros a Erik y a ti, y a los niños
—dijo negando con expresión sorprendida—. Cosa que me pone celosa de verdad. ¡Con lo que
me cuesta siempre que viaje hasta Tromsø, y este año ha venido hasta aquí!
—¡Mirad qué montañas! —dijo Olivia al ver el perfil de los Andes, aún nevado, a través
de las ventanillas del coche—. Noruega tiene las mejores montañas del mundo, eso está claro —
afirmó con orgullo mientras asentía con rotundidad.
Las tres mujeres estallaron en carcajadas. Olivia era, sin duda, un ser humano excepcional.
Hasta que el coche rodó por el camino de grava y se detuvo frente a la casa, no respiró
tranquila. Erik se acercó a abrirle la puerta e Inés se dejó caer entre sus brazos.
—¿Todo bien?
—Ahora sí —susurró Inés con los ojos cerrados. Intercambiaron un beso de bienvenida
que le cargó las pilas en un segundo—. ¿Todo bien?
Le sorprendió ver que Kurt y María cargaban en su furgoneta algunas bolsas de
supermercado.
—Pero ¿vosotros dónde vais? ¡Si acabáis de llegar! —exclamó sorprendida.
Kurt se detuvo con una enorme sonrisa y señaló la mole nevada de la cordillera de los
Andes a su espalda.
—Inés, ¿has visto lo que hay ahí detrás? ¡Es alucinante! Necesitamos ver esas montañas
más de cerca —dijo con tono reverencial.
—Desde que ha llegado no ha cerrado la boca, así que le he dado las coordenadas GPS de
la casa, y él y Maria con los niños se van ya para Farellones —dijo Erik, que se encogió de
hombros. Él lo entendía perfectamente—. Maia subirá más tarde, cuando dejemos instalada a
Olivia y a mamá.
—¿Podremos esquiar, tío Erik? —preguntó Astrid esperanzada, con una mochila al
hombro.
—Si eres capaz de subir andando, imagino que sí —respondió él. La chiquilla lo obsequió
con una enorme sonrisa—. Creo que el equipo de Inés te servirá.
—¡Nos vamos!
Inés agitó la mano, sorprendida de la celeridad con la que se había escindido una parte del
grupo. Erik se acercó a ella y la abrazó.
—¿Dónde está el resto?
—Están todos en la piscina. Tus padres y tus hermanos han llegado también. —Erik sonrió
con aire misterioso y miró hacia la casa—. Creo que te vas a llevar una sorpresa. Yo me encargo
de ayudar a mi madre y a mi abuela. Vete.
—¿Miguel está aquí? —Inés salió esprintando hacia la piscina. Atravesó la casa a
matacaballo y alcanzó a darle un beso a Loreto al cruzarse con ella en el pasillo.
—¡Eh, espera!
—¡Quiero ver a Miguel! —dijo Inés.
Salió a la piscina e intentó divisar a su hermano, al que no veía desde el día de su boda,
entre el bullicio de los juegos de los niños. Soltó una carcajada al ver a Corbyn lanzarse en
bomba en mitad de la piscina. Más valía que se echara protector solar en esa piel de color blanco
nuclear. Magnus y los mellizos batallaban con Boris sobre unos hinchables, pero Miguel no estaba
allí.
—Eso es lo que quería decirte. —Loreto apareció a su lado con una bandeja con vasos y
una jarra con limonada—. Estamos en el porche con papá y mamá. Ven.
Inés siguió a su hermana. Eso estaba bien, el reencuentro del núcleo familiar. Bajo la
buganvilla de flores fucsias, en la mesa de madera rústica, su padre y su madre conversaban con
Miguel, que estaba de espaldas a ella.
—¡Hermanito! —lo abrazó con fuerza desde atrás—. No puedo creer que estés aquí.
—Hola, pequeña. ¿Cómo estás? Cómo has crecido en todo este tiempo —bromeó al
tiempo que se levantaba para devolverle el gesto de cariño.
—Ya ves —dijo Inés. Le guiñó un ojo y se encogió de hombros entre sus brazos—. Ahora
tienes dos sobrinos más. Me fui a Noruega y volví. Tenemos una casa nueva. ¡Ah! Y un hospital.
Miguel se echó a reír con esa calma elegante que lo caracterizaba y volvieron a apretarse
con la fuerza de todos esos años que se debían.
—Yo también tengo a alguien que presentarte, Inés. Él es Marco. Mi marido.
—¿Cómo? ¿Tu marido?
Inés sufrió un cortocircuito cerebral. Se volvió. Un morenazo espectacular, de ojos verdes
y pelo negro y rizado, sonrió al otro lado de la mesa. Estiró la mano y ella correspondió
ofreciendo la suya de modo automático.
—Piacere di conoscerti, dottoressa[15] . Marco Albinoni.
—¿Eres italiano? Bienvenido a la familia, Marco. —Se volvió hacia su hermano con la
boca abierta de la impresión—. Me dejas de piedra, Miguel.
—No más de lo que nos ha dejado a nosotros, créeme —gruñó su padre, sentado en la
cabecera.
—Gerardo, compórtate —lo reprendió Victoria a su lado—. Eres más que bienvenido a la
familia.
—Grazie, Victoria.
—Entiendo que ha sido una sorpresa. Lo ha sido para nosotros también, pero el amor es
así, ¿no es cierto, Marco?
—È vero, è vero! Questo è l'amore![16] —exclamó levantando el vaso de limonada hacia
Miguel con una sonrisa capaz de derretir todo el hielo del Ártico y, de paso, a su madre y a Inés.
—Dios mío, como si no tuviéramos cacao suficiente de idiomas en esta casa —gimió ella
al ver llegar a Erik en ese momento—. ¿Y Jana y Olivia?
—Arriba, instalándose —dijo con una sonrisa. Inés abrió una cerveza para él, pero no se
la dio hasta que no pagó el peaje con un beso. Rodeó su cintura con la mano y lo estrechó durante
un instante contra su cuerpo.
—¿Podré subir a saludarlas? —preguntó Victoria, que se incorporó al escuchar que su
consuegra había llegado por fin.
—Necesitan descansar, pero estarán encantadas de verte. Están en nuestra habitación —
dijo, apartándole la silla para que saliera a su encuentro.
Erik ya estaba al corriente de toda la historia y se había encargado de hacer todas las
presentaciones. Por supuesto, ni se inmutó con la noticia del enlace de Miguel y Marco. Como si
se conocieran de toda la vida, se sentó junto a él en la mesa, y entablaron conversación con
naturalidad, disipando el ambiente enrarecido por la clara incomodidad de su padre.
—Gracias, Inés —dijo Miguel cuando fueron juntos a la cocina a buscar algo más de
aperitivo—. Creo que al viejo no le ha hecho mucha gracia que me haya cambiado de bando —
dijo con una mueca divertida.
Inés se echó a reír ante su expresión. Lo atrapó entre sus brazos y apretó como si tuviera
miedo de que fuera a escapar de nuevo a China. No podía creer que pasaría unos días con ellos en
Santiago.
—Yo creo que solo lo has pillado desprevenido. Ya sabes que a papá le cuestan mucho los
cambios y siempre te hemos conocido parejas femeninas. ¿Cómo ha ocurrido? —preguntó con
curiosidad.
—¿Cómo ocurre el amor? —Lanzó la pregunta al aire con una sonrisa—. Sin más. Nos
conocimos por trabajo. Luego fuimos amigos. Grandes amigos. En algún momento surgió la
curiosidad por lo que podría ser, la chispa de la atracción. Nos arriesgamos y este fue el resultado
—dijo él con sencillez—. Recuerdo cuando me explicaste la definición de Erik del amor. Que era
voluntad. Para nosotros ha sido casualidad, Inés. Una carambola inesperada del destino que nos ha
traído una felicidad inmensa.
—Eso es lo único que importa. Menudo bombazo, Miguel.
Lo abrazó con más fuerza. Todavía no se creía que lo tenía ahí, al alcance de las manos.
—¿Y tú, pequeña? ¿Eres feliz con el vikingo?
Inés sonrió. Cerró los ojos al recibir un beso casi imperceptible sobre la frente, no
necesitaba reflexionar sobre la respuesta.
—Soy feliz. Inmensamente feliz.
—Entonces somos muy afortunados. Vamos. Llevemos la comida.
—¡Oye! —Inés retuvo a su hermano del brazo antes de salir de la cocina y le guiñó un ojo
con picardía—. Ya sé que no es importante, pero es muy guapo, ¿eh?
—¿Marco? —dijo Miguel con tono cómplice. Se echó a reír con ganas—. Sí, es cierto.
Pero no puede competir con tu vikingo.
—Bueno, eso es discutible. Ya sabes que siempre me han gustado los morenazos ardientes.
¡Y es italiano! —Inés cargó con la bandeja de las bebidas y él con la comida—. ¿Has conocido ya
al clan Thoresen? ¿Qué te han parecido?
Salieron de nuevo al porche. Hacía mucho calor. La primavera se despedía con
temperaturas veraniegas que invitaban a sumergirse en el agua e Inés acabó por unirse a los que
batallaban en la piscina. Alcanzó a ver que Boris se había sentado al lado de Loreto en la mesa y
que la retenía bajo su brazo con ademán posesivo. Reprimió una risita al ver que protegía su
rostro del sol con una gorra con visera de la madre Rusia. Ahora ya estaban todos. Parecían una
reunión informal de la ONU.
—¡Atención, que voy! —advirtió mientras cogía carrerilla para lanzarse de cabeza.
Erik observaba la escena cerveza en mano, desde la terraza, con una enorme sonrisa.
Escuchaba solo a medias la conversación de su familia política sobre importaciones y
exportaciones entre Chile y el continente asiático. Quizá Inés y él podrían plantearse invertir.
Paladeó el momento de felicidad serena sabiendo que era de esos que se disfrutan a tragos
largos, a borbotones, de los que te hacen quedar saciados. Tenía claro que, en ese lugar y en ese
instante, aquella era la definición exacta de perfecta felicidad.
Se acercó al bordillo de la piscina con una toalla y se sentó. Sumergió los pies y los
balanceó con ademán perezoso mientras bebía del botellín de cerveza. Inés se acomodó a su lado
y lo salpicó con gotas de agua al mover la melena empapada. Con aquel bikini indecente y su
sonrisa insinuante le recordó que tener a los abuelos en casa tenía sus ventajas.
—Tendremos que dejar a los niños con mi madre y con Olivia o con tus padres, alguna
noche de estas, para salir tú y yo juntos —dijo deslizando con disimulo la yema del dedo índice
por la curva de su pecho—. Con tanta gente en casa, va a ser difícil estar solos.
Inés soltó una carcajada exuberante, abandonada, llena de felicidad.
—¡Acaban de llegar y tú ya estás maquinando cómo abandonarlos! Eres imposible,
vikingo gruñón —dijo con un beso en sus labios. Empapó su camiseta, pero le dio igual—. Espera
al menos que pasen las Navidades. Después, planearemos una escapada.
Erik la envolvió en la toalla y frotó su espalda para hacerla entrar en calor; intercambiaron
una mirada cómplice. Se quedaron en el borde de la piscina, sentados con los pies a remojo. Inés
apoyó la cabeza en su hombro mientras disfrutaban de ver a los niños jugar en el agua. Sus manos,
entrelazadas sobre los muslos, hacían juguetear los dedos.
—Erik.
—¿Hum?
—¿Dónde estaremos dentro de dieciséis años?
Él se volvió para mirarla, extrañado por la pregunta. Pasó un brazo sobre su espalda,
acarició su melena y la estrechó contra su cuerpo.
—No lo sé, kjaereste. No tengo ni idea. ¿Importa mucho? —Meditó durante unos minutos
sin encontrar una respuesta. Besó la frente de Inés, después los labios y, con una sonrisa, se
encogió de hombros—. Quién sabe. De lo que sí estoy seguro es de que estaremos juntos. En
alguna parte del mundo. En cuerpo y alma.

Fin
Epílogo

De carne y hueso
Martina

Estos resultados cambiarán mi vida para siempre.


Estoy segura. No. De hecho, lo sé.
Cierro los ojos un segundo, cojo aire y me lanzo escaleras abajo, montando un estruendo
digno de la cabalgata de las valquirias. Escucho la exclamación airada de Magnus desde su
habitación.
—¡Te vas a matar!
Lo ignoro. Sé que esto no es tan importante para él como lo es para mí. Abro el portátil
sobre la mesa del salón y tecleo a toda velocidad la dirección de la página web del Ministerio de
Educación. Hoy se publican los resultados de la PSU: Pruebas de Selección Universitaria. Tardan
un poco en desplegarse y miro el reloj del móvil por si me he equivocado, aunque eso sea
imposible. Son exactamente las 9:00 A.M. La alarma comienza a sonar y la apago. ¿Por qué
demonios tarda tanto?
Llevo despierta desde las siete de la mañana. Para no volverme loca, he acabado por
ducharme, vestirme, desenredar mi pelo y pasarme la plancha, así que parece que voy a salir en
vez de a pasar el fin de semana en la montaña.
Refresco la pantalla.
La vuelvo a refrescar.
—Svarte helvete!
Empiezo a aporrear el teclado como una loca y, por supuesto, la pantalla se bloquea.
—Déjame a mí, anda. Ve a la cocina a por un café antes de que te cargues el ordenador de
papá y desate la furia del Helheim sobre nosotros —dice Magnus, que me aparta con suavidad de
la silla. Menos mal, porque estoy a dos milisegundos de agarrar el Mac y estrellarlo contra el
suelo.
Evito decirle que todavía apesta a alcohol y a tabaco, que trae toda la pinta de orbitar por
una buena resaca y que existen unas prendas de ropa llamadas «pijama» cuando se sienta cubierto
únicamente con un bóxer azul marino y el pelo rubio revuelto. Si quiero que arregle el ordenador,
más me vale traerle su café.

—¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI tengamos esta mierda de conexión a internet?
—me quejo con amargura y añado unos pocos tacos más en noruego, porque es mucho más
satisfactorio—. Deberíamos habernos ido a la casa de Santiago.
Magnus me mira como si me hubiera vuelto loca. Hace su magia con los dedos, la pantalla
parpadea en negro un par de veces y la manzanita aparece de nuevo. Lo ha resucitado. Menos mal.
—Tina, estamos en medio de la cordillera de Los Andes. ¡No seas cría! —se burla de mí y
me trata como si fuera una niña pequeña siempre que tiene la oportunidad. Y qué rabia me da,
pero me guardo muy bien de demostrárselo—. ¿Qué quieres? ¿Fibra óptica en mitad de las
montañas? Venga. Tráeme ese café.
Me voy refunfuñando a la cocina. Mi madre ya está allí y me recibe con una sonrisa de las
suyas. De las que iluminan los días malos y curan todas las penas. Añade un abrazo de los que
calientan el corazón, aunque tenga que empujarla un poco para que me suelte. Empalagosa…
—Hola, mamá. Café para mí y para Magnus.
—¡Por favor! —dice ofendida de muerte, pero ya está, como si tuviera ocho manos en vez
de dos, poniendo tazas, platos, cucharillas y bollos en una bandeja—. Yo no sé quién os ha criado.
Cada vez os parecéis más a vuestro padre.
—Eso es porque mis genes son más fuertes. Guten tag, Martina! —Mi padre entra a la
cocina y todo el espacio parece empequeñecer. Coge a mi madre por la cintura y la besa en el
cuello con un ronroneo gutural y de una manera que me hace sentir muy incómoda—. ¿Qué? ¿Ya
están los resultados de la PSU? Entre los diez primeros puntajes, hija. No espero menos de ti.
—Erik, deja a tu hija tranquila. Ya está lo bastante nerviosa —lo regaña mi madre.
Pero yo ya ni los escucho. Se me han olvidado por un segundo los resultados al venir a por
el café, así que vuelvo al salón sin la bandeja y me abalanzo sobre el ordenador.
—Eh, ¿y mi café? —se queja Magnus, al que atropello cuando estiro los brazos para
teclear mi número identificador, que ya me sé de memoria, y espero a que cargue la maldita página
del Ministerio, que debe estar colapsada con los miles de consultas de estudiantes tan
desesperados como yo.
Mi móvil empieza a sonar, pero yo tengo los ojos fijos en la pantalla. Esto empieza a
parecer una conspiración contra mí en toda regla.
—Tina, es Adriana. ¿Lo cojo yo? —me pregunta Magnus. Yo asiento. El circulito que gira
y gira sin fin me tiene hipnotizada. Debe ser algún tipo de tortura moderna o algo.
—¡Juro que voy a reunir a todo el pueblo de Farellones para hacer una cacerolada y
reclamar la fibra óptica para toda la cordillera —lloriqueo al ver que no había cambios—. Sí.
No. Cógelo. O no. ¡Ay! ¡Me da igual! —Estoy al borde de un ataque de nervios, temblando de
arriba a abajo—. Sí, sí. Cógelo, cógelo.
Mi pobre hermano me mira con resignación. Son muchos años de locura compartida.
—Hola, Dana. No. Soy Magnus.
Me desconecto de su tonteo crónico. Creo que su manera normal de comunicarse es
coquetear, desde que tenían un año y empezaron a ir juntos a la guardería, aunque jamás haya
pasado nada entre ellos. Yo estoy tan nerviosa que tengo ganas de llorar. Mi estómago es ahora
mismo un engrudo de cemento, y mi corazón está bailando zumba.
—Fy faen. ¿Por qué no funciona la puta conexión a internet? —grito desesperada sin
poder evitarlo. Y pasan tres cosas a la vez.
—¡Martina, esa boca! —me regaña mi madre enfadada.
—¡Martina, dice Dana que eres puntaje nacional en Biología y Matemáticas! —grita
Magnus a pleno pulmón.
—¡Martina, el cable del internet está mal enchufado! —Mi padre ha descubierto el
problema de conexión.
Y a mí me da un ataque de ansiedad. Tengo que sentarme en el suelo y meter la cabeza
entre las rodillas, porque en cualquier momento me voy a caer redonda. La primera en reaccionar
es mi madre, que ya me conoce. Me acaricia el pelo y me abraza con fuerza.
—No hiperventiles. Respira despacio. Despacio. Eso es. —Marca el ritmo de mis
inhalaciones con voz muy baja. Sé que ha mandado a todos que se callen y me dejen espacio. Mis
ojos están llenos de lágrimas y me siento estúpida cuando me pasa esto, pero soy incapaz de
controlarme—. Tranquila, pequeña. Todo está bien. Mamá está aquí. Papá está aquí. Magnus está
aquí. Estamos en casa.
Una vez me dio un ataque de pánico en el aeropuerto de Oslo porque me perdí. No sería
tan raro si no fuera porque ya tenía quince años. No era una niña pequeña. Y no sería porque
nunca hubiera estado en un puñetero aeropuerto, que viajamos mínimo tres o cuatro veces al año.
Pero es que, si cualquier cosa escapa de mi planificación o mi rutina, algo se rompe dentro de mí
y lo paso muy mal. Mi cerebro cortocircuita. Así que me gusta tener todo ordenado al milímetro y
bajo mi estrecha supervisión.
—Ya pasó, mamá —digo tras unos minutos. Me seco la cara con el dorso de las manos, no
me gusta que le den tanta importancia, solo me pasa muy de vez en cuando. La empujo un poco
porque me agobia—. Me estás asfixiando.
Ahora soy capaz de ocuparme de eso que le he escuchado o que creo que he escuchado a
Magnus. Mi madre y yo nos levantamos del suelo. Ella me abraza por última vez y me mira para
comprobar que ya ha pasado la crisis. Yo sonrío.
—¿Seguro que estás bien?
—Estoy bien. ¿Cómo es eso de que soy puntaje nacional?
Gira el portátil hacia mí con una enorme sonrisa. Mi padre está a su lado, con una sonrisa
gemela, de cuarenta años más. Los dos se están conteniendo y yo miro la línea marcada en naranja
de la pantalla con curiosidad. Y la leo en alto.
—Martina Thoresen Morán. Matemáticas: 847 puntos. Puntaje Nacional. Lenguaje y
comunicación: 799 puntos. Ciencias: 810 puntos. Biología: 849 Puntos. Puntaje Nacional.
Frunzo el ceño ante la mirada expectante de mi familia, que espera mi reacción.
—No puedo creer que haya sacado solo 799 puntos en Lenguaje y comunicación —
comento con fastidio.
Magnus suelta un ronquido incrédulo y alza las manos al cielo. Finge una arcada.
—No la soporto. Svarte helvete… ¡No la soporto!
Para entendernos, el máximo puntaje son 850 puntos. Los puntajes nacionales son aquellos
que obtienen por encima de los 835 puntos, más o menos. Y no es nada fácil llegar a esa cifra. Y
yo la he conseguido en dos. De pronto, me quedo quieta, muy quieta. Permea por fin en mi
entendimiento lo que todos estos números significan.
Suelto un chillido agudo que hace temblar los cristales del salón.
—Estoy dentro. ¡Estoy dentro! ¡ESTOY DENTRO!
Empiezo a saltar como una loca por todo el salón. Abrazo a mi madre. A mi padre. Los
dos ríen a carcajadas. Abrazo a mi hermano. Reparto besos a diestro y siniestro, otra vez se me
escapan las lágrimas.
—Martina. Tranquilízate o te dará otro ataque de ansiedad —me dice mi madre, un poco
angustiada. Pero soy incapaz de calmarme.
Doy vueltas como una poseída alrededor de la mesa del salón y me golpeo en la cadera
con la esquina de la mesa. Veo las estrellas y estoy segura de que me saldrá un horrible negrón,
pero me da igual. Me visualizo a mí misma con una bata blanca y un fonendoscopio. Turquesa.
Tiene que ser turquesa. Y dorado
—¡Estoy dentro! ¡Estoy dentro! ¡Voy a ser médico! ¡VOY A SER MÉDICO!
Va a cumplirse el sueño de toda mi vida. Para lo que he nacido. Para lo que llevo
quemándome las pestañas durante toda la secundaria y el bachillerato. Vuelvo a abrazarlos a todos
hasta que me doy cuenta de que Magnus está muy callado.
Vaya.
Se me quita todo el entusiasmo de golpe, mis padres dejan de sonreír. Y abro la caja de
Pandora.
—¿Qué tal te ha ido a ti?
Se encoge de hombros y se frota el pelo rubio oscuro con cara de circunstancias y una
media sonrisa.
—No lo sé. No lo he mirado.
Finge indiferencia, pero yo sé que está cagado de miedo. Lo conozco muy bien. No sé
cómo le habrá ido porque es muy inteligente, pero se ha cogido un año sabático y se ha pasado
viajando por el mundo con una mochila y el dinero que ha ido juntando con trabajillos aquí y allá,
o el que mis padres le han ido pasando a regañadientes. Cuando acabó el colegio, no tenía ni idea
de qué hacer con su vida. Y ahora, al volver, se supone que también quiere hacer Medicina. Pero,
claro, no ha preparado que se dice bien las pruebas de acceso a la universidad.
Mi padre coge la silla por el respaldo y se sienta frente al ordenador. Lo mira con las
cejas arqueadas y lo perfora con esos ojos azules y letales que parece que te taladran hasta el
alma. Trago saliva y me alegra no ser yo a la que mira así.
—Salgamos de dudas. Tu número de identificación. Vamos.
Magnus duda un par de segundos, pero acaba por dárselo. En el salón se condensa una
tensión irrespirable. Mi madre ha puesto las manos sobre los hombros de mi hermano y yo busco
su mano y se la aprieto. Él me devuelve el apretón. Tiene los dedos muy fríos. No es que esté
nervioso, está aterrorizado.
—Puta conexión a internet…
Claro, ahora es él quien jura en arameo. Tengo ganas de bromear y decir algo, pero opto
por quedarme callada y rezo por él al universo. A los dioses del Valhalla. Al del abuelo Gerardo
y la bisabuela Olivia, si es que de verdad existe. «Que le vaya bien. Que le vaya bien», deseo con
todas mis fuerzas. Se lo merece. Magnus es muy listo, aunque a veces se empeñe en esconder su
inteligencia haciendo el tonto con decisiones absurdas.
—Veamos. Magnus Thoresen Morán. Matemáticas: 767 puntos. Uhm. Flojo. —Mi padre es
demasiado duro y aprieto la mano de Magnus con fuerza. No es tan malo—. Lenguaje y
comunicación: 829 puntos, ¡muy cerca del puntaje nacional, hijo!
—¡Eh! ¡Has sacado mejor nota que yo! —Le doy un golpe en el pecho, ¡no me lo puedo
creer!
—A ver. Callad un momento. Ciencias: 779 puntos. Biología: 810 Puntos. —Todos
quedamos en silencio, mi padre frunce el ceño y parece estar calculando algo con ayuda de los
dedos—. ¿Con cuántos puntos entró el último matriculado en la Universidad Internacional?
Yo lo sé, pero me muerdo la lengua, no quiero echar más leña al fuego. La Universidad
Internacional tiene una de las mejores facultades de Medicina del mundo y está adscrita al San
Lucas. Si estudias allí la carrera, luego acceder a la especialización en el hospital es mucho más
fácil. Yo lo sé. Magnus lo sabe. Y papá y mamá, que trabajan allí, lo saben también.
—780 puntos. Pero no sé si quiero estudiar allí, papá —dice apresurado. ¡Ja! Y yo soy la
emperatriz de Rusia. Sé por qué lo dice, está poniéndose el parche antes de la herida por si no
logra entrar—. No sé si es bueno estar en un hospital donde los dueños seáis mamá y tú.
Vaya, pues en eso no había pensado. Ahora tengo dudas yo también, no lo había visto
desde esa perspectiva. ¿Y si alguien cuestiona que yo esté ahí por méritos propios? Empiezo a
respirar acelerada.
—No digas tonterías —dice mi padre y despeja de un plumazo la incertidumbre con una
carcajada estentórea—. ¿Dónde vas a encontrar un programa de formación tan completo como en
la Internacional? España, Noruega, Chile. El mejor programa de especialidades de Latinoamérica,
convenios con veinticinco países del mundo. ¿Estás seguro, hijo?
Magnus está un poco pálido. Ha abierto la aplicación de la calculadora en el móvil y está
viendo los porcentajes de la nota con sus resultados. Lo abrazo por la espalda y le doy un beso.
—Todo va a salir bien, hermanito.
—Ya, ya. Eres una máquina, Martina. Enhorabuena —corresponde con otro beso breve,
pero me aparta y sigue a lo suyo—. Voy a terminar con esto, ¿vale?
Salgo fuera para dejarlo solo. No quiero ser demasiado efusiva, pero necesito celebrarlo
de alguna manera y levanto los puños en un gesto de triunfo. Solo tengo como testigo a la
cordillera, aún queda un poco de nieve. Hace algo de frío y me froto los brazos desnudos con una
sonrisa imposible de borrar.
Aprovecho para hacer unas llamadas, quiero saber qué tal les ha ido a Tony y a Lena, dos
de mis mejores amigos, que también han rendido las pruebas este año. Esta tarde vamos a
reunirnos todos aquí para celebrar los que tengamos algo que celebrar o a llorar las penas si hay
que llorarlas.
Yo puedo respirar tranquila. Cierro los ojos y dejo que la certeza comience a permear
todas las células de mi cuerpo. Lo he conseguido. Lo tengo en mi mano.
«Voy a ser médico», paladeo la palabra como si fuera un manjar exquisito.
Y voy a convertirme en la mejor médico del mundo.

*****

Magnus

Es la hora perezosa justo después de comer. Hace un calor de mil demonios y mi madre y mi
hermana están en la piscina, pero mi padre y yo hemos huido del sol y estamos en el salón. Él lee
un artículo médico tumbado en el sofá. Yo intento concentrarme en un libro en la butaca junto al
ventanal, pero hay algo que ronda en mi cabeza desde que descubrió sus resultados en la pantalla
del ordenador.
—Papá…
Algo parecido a un gruñido emerge de su cuerpo. Sé que le molesta que lo interrumpan
cuando está estudiando, pero me cuesta un mundo preguntarle esto y no sé si volveré a reunir el
valor suficiente para hacerlo o si encontraré una ocasión mejor.
—Papá, ¿estás decepcionado?
Se quita las gafas de presbicia, ordena las hojas del artículo y se sienta en el sofá. Yo
trago saliva. Joder. Lo está más de lo que pensaba, y yo no suelo equivocarme con él.
—Ven aquí, hijo. Siéntate.
Me acerco hasta él a regañadientes y me siento a su lado. Pone su manaza en mi nuca y
aprieta. Es increíble la fuerza, no de sus músculos, sino de su presencia. Es algo que siempre ha
llamado mi atención. Sus ojos azules hacen que todo el mundo se achante y aparte la mirada. La
única que se la sostiene es mi madre. Martina y yo, a duras penas. Siempre acabamos por bajar
los ojos.
—¿Estás contento tú? ¿Con los resultados? —Me pregunta con sinceridad. Quiere saberlo
de verdad. En algún momento de la conversación pasamos a hablar en noruego y ni siquiera nos
hemos dado cuenta. Me sondea en serio, no es una pregunta retórica.
Mi cabeza se hunde un poco entre mis hombros e intento componer una respuesta a la
altura de su confianza en mí. Me siento confortado por su proximidad, por la calidez de su brazo
sobre mi espalda. Este año nos hemos alejado bastante, no le ha hecho nada de gracia que me haya
ido por ahí solo dejando tirados los estudios, pero sé que no ha dejado de apoyarme, pese a todo.
—Estoy aliviado. Sé que estoy dentro. Por los pelos, pero estoy dentro —digo con un
resoplido y pasándome la mano por la frente—. Eso no quiere decir que esté contento. Sé que
podría haberlo hecho mejor.
Me da un par de palmadas en la espalda, me frota fuerte el pelo —de hecho, me hace un
poco de daño—, y vuelve a apretar mi nuca.
—Bien, Magnus. Eres sincero contigo mismo. Has conseguido tu objetivo, pero tienes
claro que puedes dar más de ti —me dice para zanjar la cuestión.
—Papá, no has contestado a mi pregunta. —Parece mentira que no me conozca. Ahora soy
yo quien lo mira a los ojos y no voy a aceptar que se vaya por la tangente—. ¿Estás
decepcionado?
Él no es de los que se achanta. Y, desde luego, no es de los que mienten ni te doran la
píldora. A veces puede llegar a omitir la verdad, pero mi madre dice que es un pésimo mentiroso.
Me preparo para recibir el golpe, o al menos eso creo. No quiero decepcionarlo. Creo que por
eso me marché de casa, porque no estaba seguro de poder estar a la altura. A veces, no es nada
fácil ser su hijo.
—Magnus, ¿sabes cómo entré yo a la carrera de Medicina?
Niego con la cabeza.
—No. La verdad es que no. Conocemos la historia de tu acceso a Cirugía Cardiaca, la
hemos escuchado mil veces, pero a la carrera, no —digo con extrañeza. Es cierto. Y es raro. A
papá le gusta mucho contar sus batallitas y esta no nos la sabemos. Me acomodo en el sofá para
escucharla—. ¿Cómo fue?
Mi padre me mira. Se levanta al mueble bar del salón, sirve dos dedos de whisky y me
ofrece.
—¿Tú quieres algo?
—Demasiado calor —digo con un gesto de la mano, prefiero agua. Además de que estoy
demasiado intrigado.
—Espero no perder tu respeto por esto. —Se sienta a mi lado de nuevo, suspira mientras
evoca los recuerdos y le echa un trago al Macallan—. Hasta los dieciséis años fui un puñetero
desastre en el colegio, Magnus. Un caso perdido. Tu pobre abuela no sabía que hacer conmigo.
Abrí los ojos con incredulidad. No. No podía ser. Martina y yo crecimos con la monserga
de que tanto mi madre como mi padre habían sido alumnos brillantes y aplicados llenos de
sobresalientes y notas impecables.
—Imposible —acabo por decir.
—Tal y como lo oyes. Estaba a punto de terminar la secundaria con unas notas
catastróficas, varios expedientes abiertos por mala conducta —ríe con ganas al ver mi boca
abierta en estupor—, y la idea de hacer un módulo de formación profesional de carpintería,
porque no tenía ninguna intención de seguir estudiando.
Mi mandíbula a estas alturas está en el suelo. Mi padre, mi admirado padre, dueño del
hospital más grande de Latinoamérica, de un consorcio industrial, uno de los mejores
cardiocirujanos del mundo, ¿víctima del fracaso escolar?
—¿Y cómo llegaste a la facultad? Sé que ver la reanimación cardiopulmonar de un amigo
te abrió los ojos a que querías ser médico, pero ¿cómo llegaste hasta allí —insisto sin llegar a
creerme la historia del todo.
—Porque, una vez lo tuve claro, trabajé muy duro para lograrlo, Magnus. Cuando les conté
a todos mi gran revelación, se rieron de mí —dice arqueando las cejas en señal de obviedad—.
Tus abuelos me cambiaron del instituto a un colegio privado. Allí me putearon de lo lindo y,
además, tuve que romperme los cuernos estudiando. No fue fácil y no entré a la primera, pero lo
conseguí. Entré a Medicina en el segundo llamado. ¿Entiendes por qué te cuento esto, hijo?
Lo miro un poco confuso. Estoy tan fascinado por la historia que se me ha olvidado de qué
estábamos hablando.
—Creo que sí —digo en voz baja.
—Es imposible que yo esté decepcionado contigo. Lo único que me importa es que seas
feliz. El año pasado, cuando te fuiste, me destrozaste el corazón —dice endureciendo el tono de
voz y a mí se me aprieta un nudo en la garganta—. Pero te dejé ir porque sabía que era eso lo que
necesitabas. Ahora, tienes la oportunidad de ser el hombre que estás destinado a ser. Estoy
orgulloso de ti, Magnus. Igual que lo estoy de tu hermana. No puede ser de otra manera.
Le doy un abrazo espontáneo, que me sale de dentro. Mi padre me lo devuelve con calidez.
Me besa en la frente, como cuando era un niño. ¡Cómo lo necesitaba, joder! Soy idiota. Desde que
llegué, llevo pensando que no estoy a la altura y solo quiere que sea feliz. Me resisto a soltarlo, y
me rio porque a él le pasa lo mismo. No sé cuánto tiempo nos tiramos, como dos tontos, abrazados
así.
—Eh, ¿qué nos hemos perdido? —La voz curiosa de Martina nos saca de nuestro momento
padre e hijo—. ¿Algo que tengáis que contarnos?
—Nada —dice mi padre, que me fulmina con la mirada y me cierra la boca con un
mensaje que me queda más que claro: «Esta información, solo entre tú y yo».
—Mamá pregunta si no quieres darte una ducha antes de marcharos. Los chicos van a
llegar en cualquier momento —dice Martina, y mira el reloj. Qué sutileza—. Papá, la verdad es
que me gustaría que no estuvieseis aquí cuando llegaran todos. Nos cortáis el rollo un montón.
¿Sutileza? Joder, si a Martina la mandas a Naciones Unidas, provoca en cinco minutos la
Tercera Guerra Mundial con sus alardes de diplomacia. Ni tiene filtros de ningún tipo ni le
importa en absoluto carecer de ellos. A veces, parece no tener corazón.
—Hija, esta es mi casa —aclara mi padre con tono ofendido. Aún no se ha terminado el
Macallan, está en bañador y no tiene ninguna intención de ponerse en marcha.
Pero Martina se pone detrás de él, lo empuja con suavidad y a la vez con firmeza, hacia las
escaleras. Pone ojos de bambi y la voz dulce y melosa que sabe que no falla.
—¡Ya, papá! Pero sabes que es una celebración solo para nosotros y queremos estar
tranquilos. ¡Hace tiempo que no estamos todos juntos! —Aprieto los labios para no echarme a
reír. Es increíble cómo se parece a mi madre en estos momentos. No puedo entender que aún no se
haya liado con ningún chico, podría chasquear los dedos y hacer caer a cualquiera. Casi puedo ver
cómo la voluntad de mi padre se derrite ante mis ojos—. Además, Many y Dana van a venir, y tú
les impones muchísimo. Venga, ¡marchaos ya!
Papá sube refunfuñando las escaleras y yo me vuelvo hacia mi hermana entre gestos de
negación con la cabeza.
—Eres increíble.
—Lo sé. Anda, ayúdame a preparar algo de comer. Son casi las cinco y van a llegar en
cualquier momento. —Me coge de la mano y me arrastra hacia la cocina. Es imposible no
contagiarse de su entusiasmo—. ¿Hace cuánto que no os veis? Porque yo con Dana y con Lena
quedé justo antes de que se marcharan de vacaciones. ¿Y con Manuel? Más de un año. Tendréis
muchas cosas que contaros. Aunque imagino que habréis hablado por teléfono. Y por email.
—Martina. Stop. Dame dos minutos.
Me paro, sonrío y levanto las manos en señal de rendición. Es algo que hacemos desde
pequeños. A veces es tan abrumadora, tan hipercinética, tan intensa para todo, que me entran ganas
de salir corriendo muy, muy lejos. Tengo que pedirle eso: tiempo para respirar.
—Oh. Perdón. De acuerdo.
Baja revoluciones. Se pone a trajinar por la cocina por aquí y por allá. Yo me abro una
cerveza mientras pienso en Dana y en Many. Tengo ganas de verlos. Si hubiera dado las pruebas
de acceso a la universidad el año pasado, cuando me tocaban, seríamos compañeros de segundo
de carrera de Medicina este año. En vez de eso, seré compañero de primero de mi hermana.
—Por cierto, ¿qué tal les ha ido a Lena y a Tony? —pregunto con un poco de cargo de
conciencia. Me acabo de acordar de los pequeños, que han rendido las pruebas también.
El rostro luminoso de Martina se ensombrece un poco y pone cara de que no hay buenas
noticias.
—Bueno, creo que regular. A Tony no le da para entrar a Medicina, creo que Kinesiología
era su segunda opción —me dice en voz un poco más baja, como si fueran a escucharnos—. Y
Lena quiere Enfermería desde el principio, pasa de quemarse las pestañas estudiando tanto
tiempo. Quiere vivir la vida, palabras textuales de ella.
El timbre de la puerta de fuera nos sobresalta y Martina pega un salto que la impulsa hasta
la estratosfera. Sale disparada hacia el jardín, pero resbala en las baldosas de la cocina con los
calcetines igual que un potrillo recién nacido sobre una pista de hielo.
—Martina, joder. Fy faen! —No me hace tanta gracia cuando me pisa, se las arregla para
darme un codazo en el estómago, y sale por fin de la cocina sin romperse ningún hueso.
Es increíble que haya sobrevivido indemne hasta los diecisiete años sin puntos ni
escayolas, mientras que yo tengo una brecha en la frente y un cúbito roto para la colección por
culpa del snowboard.
Presiono el botón que abre el portón automático para que entren con el coche y la sigo con
calma. Cuando salgo de casa, Martina llega corriendo a la rampa de acceso, Dana está entrando
con el coche y tiene que pegar un frenazo. Casi la atropella. Mi corazón da un vuelco. Cierro los
ojos y me llevo la mano al pecho. Es un misterio que mi hermana siga viva, pero también lo es
cómo han sobrevivido mis padres hasta ahora sin infartar.
Las dos están locas. Dana se baja del coche en marcha, deja la puerta abierta y se abrazan
entre gritos de alegría. Mientras ellas cacarean en su ritual de saludo, Lena se sienta en el puesto
del conductor y espera a que Tony y Manuel se bajen del coche para aparcarlo.
—¡Hola, enano! —Nos abrazamos con afecto. Sonrío al ver que Antonio ha cambiado en
este año sin vernos. Ha crecido. Y ha ensanchado—. ¿Todo bien?
—Bueno. No he entrado —dice con timidez.
Le doy unos golpes en el hombro y vuelvo a abrazarlo con fuerza. Le guiño un ojo a Lena,
que va a cargada hasta los topes con bolsas de supermercado y ella me sonríe.
—No te preocupes por eso ahora, habéis venido para pasarlo bien. Mañana ya veremos.
—Lena se tambalea, no va a llegar a la puerta de entrada—. Venga. Ayúdala, que no puede con
todo.
Lo empujo hacia ella y yo me vuelvo hacia Many, que sé que me está esperando.
Nos miramos. Él sonríe con esa mueca de medio lado. Y nos fundimos en un abrazo.
—Eres un mal amigo. Me has abandonado durante todo un año —gruñe en voz baja.
Aprieto hasta que nos crujen las costillas y se nos saltan las lágrimas—. Habríamos sido
compañeros. Colegas. Habríamos preparado los exámenes juntos. Participado en los trabajos. Ido
a las fiestas…
—Cállate, Many —murmuro. Quizá, solo quizá, me estoy dando cuenta de todo lo que me
he perdido al marcharme de año sabático—. Ahora ya estoy aquí.
—Al menos me queda el consuelo de ser tu padrino, novato. He visto tus puntajes.
Enhorabuena. —Chocamos los puños y sonreímos. Lo hemos conseguido. Yo, un año más tarde, es
cierto, pero estamos en Medicina en la Universidad Internacional. Todavía no me lo creo—. Y ya
he visto que Tina ha arrasado con todo. Como la apisonadora cruel que es.
—Ya la conoces.
Suelta una carcajada y entramos por fin en la casa. Martina reparte cervezas y hay unos
nachos con guacamole sobre la mesa. Le doy un beso a Lena, otra que ha crecido mucho este año.
La miro con extrañeza, siempre ha sido la hermana pequeña de Adriana, pero quizá tenga que
empezar a mirarla con otros ojos.
—Enhorabuena por tus notas —digo con una sonrisa.
—Perfectas para enfermería, que es lo que quería.
—Hola, Magnus.
Quiero decirle algo más, pero Dana es experta en side-tracking. Posa su mano en mi
cintura y la arrastra dando toda la vuelta hasta situarse frente a mí. El tacto de sus dedos sobre mi
abdomen me pone la piel de gallina y me genera un cosquilleo incómodo ombligo abajo.
—Hola, Adriana. Me alegra volver a verte. —La beso en la mejilla y sonrío. No sé por
qué, con ella siempre guardo las distancias. Nunca ha pasado nada entre nosotros, pero hay una
tensión soterrada y palpable en cada palabra y gesto que intercambiamos.
—Y a mí me alegra verte. Estás genial, vikingo. De buen ver.
Me echo a reír. En eso Martina y ella se parecen, nada de sutilezas. Aunque nunca sé si
dice todas esas cosas solo para que yo se las devuelva.
—Gracias, Dana. Tú también estás muy guapa. —Le doy un buen repaso. Es un bellezón.
Morena, alta, tiene unos ojos oscuros preciosos, unos labios jugosos y un cuerpo para perderse en
él. Pero somos solo amigos—. ¿Qué tal el primer año de carrera?
—¡Uf! ¡No seas aguafiestas, Magne! —me dice poniendo los ojos en blanco. Chasca la
lengua con fastidio porque me he cargado la magia de nuestro tonteo. Y justo a tiempo, porque mis
padres hacen acto de presencia en la cocina.
—Buenas tardes, jóvenes —dice mi padre con su acento noruego, que no se apaga pese a
los años, y su vozarrón.
Se genera un cambio de tensión que casi me hace soltar una carcajada. No lo hago por
respeto hacia mis amigos. Y por pena. No importa. Ya lo hace Martina por mí.
—¡A ver! ¡Que son de carne y hueso! —dice tras reírse con ganas. Manu y Tony se han
puesto de pie y les ha faltado poco para cuadrarse como militares. Dana está nerviosa y se
toquetea el pelo. Lena se mira los pies como si hubiese hecho algo malo—. Papá, mamá,
¡marchaos ya! ¿No veis que nos estáis cortando el rollo?
—Ya nos vamos, hija. Solo queríamos saludaros y felicitaros por los resultados en la
prueba. ¡Enhorabuena! Habéis trabajado mucho, lo sabemos. —Mi madre sonríe y su voz dulce es
un bálsamo para todos—. Ahora divertíos y no penséis demasiado en ello. Todavía os quedan
algunas semanas por delante para disfrutar.
Todos agradecen con buenas palabras los deseos de mi madre y el ambiente se relaja. Ella
tiene ese don. Supongo que es nuestro secreto, el pegamento que mantiene unido a nuestra familia.
—No os bebáis toda mi cerveza —dice mi padre solo a medias en broma—. Enhorabuena
a todos. Y no incendiéis la casa.
—Papá —se queja entre dientes Martina.
—Erik —dice mi madre, que tira de él hacia la salida—. Hasta la próxima, chicos.
Pasadlo bien.
El alivio es casi palpable cuando por fin se marchan. Pongo Lust for life de Iggy Pop en el
equipo de música y me echo a reír cuando Adriana se queja de mis gustos musicales de viejuno,
pero percibo como el ambiente se caldea con el ritmo roquero. Entre todos sacamos comida y
bebidas a la terraza de la piscina. Ha bajado un poco la temperatura y me paro un momento. La
brisa es tibia, agradable. Se está poniendo el sol y el cielo se tiñe de naranja y fucsia. La fortuna
sonríe a los valientes, o al menos, eso dicen. Yo hoy me siento afortunado. Voy a intentarlo. Tratar
de ser el mejor médico posible. Trabajar en el que puedo llegar a ser.
Entre risas y charla, entre cervezas y algo de picar, recuperamos el tiempo perdido en las
tumbonas de cojines blancos sobre la terraza de tablas de madera. Hacía más de un año que no
estábamos todos juntos. Es perfecto.
—Es perfecto. —Martina me lee la mente y pone mis pensamientos en palabras—.
¿Verdad, chicos?
Dana sonríe y asiente, se aparta con un gesto coqueto su melena. Manu da un sorbo a su
cerveza.
—Sí. Tienes razón.
—Sí que lo es —dice Tony con tono serio.
Lena tiene los ojos cerrados y canturrea. En su manera de decir que sí.
—Tenemos que hacer una promesa —dice Martina con determinación. Ay, hermanita. ¿Qué
se le habrá ocurrido esta vez a esa mente privilegiada? Estoy por echarme a temblar—. Que esta
amistad dure para siempre. Que no se termine jamás. Que nada la contamine ni la eche a perder.
¡No nos liemos entre nosotros!
—¡Eso jamás va a pasar! —suelta Tony con tono despectivo.
Todos nos reímos con carcajadas irónicas y asentimos. Martina nos va mirando uno por
uno. Y todos confirmamos. En los casi veinte años que llevamos juntos, jamás ha habido un interés
romántico entre nosotros. Nunca. Somos amigos. Los mejores amigos. Amigos del alma. Desde
siempre.
Además, ahora vamos a estar juntos en la misma facultad, aunque no estemos en la misma
carrera.
Menuda estupidez.
¿Por qué querríamos liarnos todos ahora y complicarnos la existencia?

FIN
Nota de la autora
¿Qué?
¿Os ha gustado el final?
¡Tenéis que guardarme el secreto! Así que, por favor, por favor, ¡por favor! Mucho ojo con
los spoilers. Es muy importante que no digáis nada, nada, nada de este epílogo y que quede entre
nosotras, porque es crucial para lo que viene en el futuro.
Espero que para verano pueda contaros todo lo referente a ello y mucho más, pero si
hacemos saltar la liebre ahora, perdería toda la gracia. Este séptimo libro que viene y en el que
también estarán Inés y Erik, ese «dieciséis años después» tan enigmático y del que no quería
hablar, en realidad les pertenece a ellos y a otros protagonistas que también aparecen en esta
novela y a los que debéis estar muy, muy atentas, en especial a un vasco de ojos líquidos y al que
su crianza le va a traer más de un problema. ¡Ya lo veréis!
Estos chicos vienen pisando fuerte, muy, muy fuerte, se van a beber la viday prometo que
van a ser dignos herederos de la historia de sus padres. ¿Habéis visto la canción que Magnus
programa cuando salen todos fuera? ¿Ese Lust for life? Lujuria por la vida podría ser una
traducción imperfecta…
Nos vemos a la vuelta de la próxima página. Espero que En cuerpo y alma habite por
mucho tiempo en vuestro recuerdo, en vuestros corazones, y que habléis de ellos como amigos
entrañables. Inés y Erik vivirán siempre entra las páginas de su historia, y sois vosotras quienes
los haréis eternos gracias a compartirlos, recomendarlos y hablar de ellos como lo habéis hecho
hasta ahora. Gracias a vosotras, serán eternos.
Agradecimientos
Esta vez vais a permitir que os robe un poquito más de tiempo antes de terminar. Prometo ser
breve, aunque sé que ahora mismo estéis sonriendo y no me creáis.
Han sido casi cinco años, seis novelas, más de tres mil páginas, y tantas, tantas vivencias, que
ahora mismo no quiero que acabe. Esa es la verdad. No quiero.
Mientras escribo esto, me acuerdo del curso que hizo mi padre para superar el pánico a volar
(viaja muchísimo en avión, y no le quedó más remedio que enfrentar su fobia), donde le
explicaron que el cerebro funciona con un extraño cálculo de probabilidades: como en los viajes
anteriores no te ha pasado nada, está convencido de que es en el próximo vuelo en el que ocurrirá
la catástrofe.
Con las novelas a mí me pasa exactamente eso: da igual la experiencia —ya llevo diez publicadas
—, no importa los años que lleves en esto ni lo bien que te haya ido en las anteriores. Siempre
tienes esa sensación de salto al vacío, de caída libre, de incertidumbre total y absoluta.
Esta vez me pasa lo mismo, pero estoy segura de que el aterrizaje estará amortiguado por
vosotras, mis lectoras, las que habéis hecho posible este viaje maravilloso y apasionante junto a
Inés y Erik y todos los personajes que forman parte del universo de En cuerpo y alma. Gracias.
Mil gracias por ello. Como todo viaje, tenía que llegar a su destino final, pero siempre podremos
volver, porque, como dice Emily Dickinson, no hay mejor nave para viajar que un libro.
Gracias a ese núcleo duro que me ha ayudado en los momentos más difíciles, en los que tenía
ganas de tirar todo por la borda, y que me ha animado a perseverar a golpe de margaritas virtuales
en una época donde los abrazos en persona se han hecho un bien escaso: Yolanda, Gaby, os habéis
transformado en mis armas secretas.
Mil gracias a Mar por esa educación musical y ayudarme con las bandas sonoras que aderezan las
novelas. Sin esas canciones que acompañan cada instante, no sería lo mismo.
Gracias a esas lectoras que siempre están ahí con una palabra de aliento, con una sonrisa y con su
apoyo infatigable: Ñeckis, María, Lola, Eva, Noe, Yola, Silvia, Nuria, Marideni, Graciela,
Adriana, Ingrid, Fátima y tantas, tantas más que me gustaría incluir.
Gracias también a las compañeras escritoras que con su compañerismo me han dado auténticas
lecciones de cómo deben hacerse las cosas en este mundillo: Laura Sanz, sabes que te adoro y te
admiro. Te mereces todo lo bueno que te pase y más. No me olvido de Mayte Esteban, de Anny
Peterson y de María José Vela. Espero grandes cosas de vosotras, y quiero leeros a todas este año
que entra.
Gracias a mi familia, que me apoya siempre desde aquí en España, y desde un poco más lejos en
Chile y en Colombia, con la seguridad de llevarlos a todos siempre muy cerca en mi corazón. A
mis hijos, que orgullosos, saben que escribo libros para mayores y que su madre es médico y
escritora, facetas perfectamente compatibles pese al estupor de quien a veces los escuchan
decirlo. Espero que mi ejemplo los ayude, cuando llegue el momento, a ser felices y libres en sus
elecciones.
Y por encima de todo, gracias a mi vikingo. Por ser fuente infinita de inspiración. Por mantenerme
anclada a la tierra al tiempo que me hace tocar el cielo. Por espolearme a llegar a lugares a los
que jamás iría por mí misma y a la vez, dejarme el espacio suficiente para mis inquietudes y
neuras. Por ser el mejor compañero de vida que pudiera soñar, aunque a veces pregunte cuándo
tiene los billetes de su próximo viaje con demasiada insistencia. Y porque cocinas mejor que
cualquier chef.
A todos los que me habéis ayudado a llegar hasta donde estoy, después de estas diez novelas
publicadas, pese a que nos os nombre con todas las letras, estáis conmigo aquí. Si he crecido es
gracias a todos vosotros, con lo bueno y lo malo.
Y gracias a Erik y a Inés, por todo lo que me habéis entregado. Siempre seréis eternos en tinta y
letras, pero también en mi corazón.
Con amor,

Javiera Hurtado.
Apéndice

Al igual que hice en las otras novelas, os dejo aquí algunas de las expresiones utilizadas a lo largo
de Pronóstico de una vida, con la traducción literal y otra un poquito más libre que he conseguido
de primera mano. Esta vez, he puesto en casi todas las expresiones extranjeras utilizadas notas
aclaratorias al pie, porque Magnus empleaba noruego y español mezclados en alguna ocasión y
era necesaria una traducción inmediata. En otras, las expresiones están traducidas en la misma
novela, porque se expresan al mismo tiempo en los dos idiomas y no se necesita aclaración. Y en
otras, aunque las pongo aquí, estoy segura que conocéis de sobra su significado, porque después
de seis novelas, han pasado a formar parte, o al menos eso espero, de vuestro vocabulario
personal.
Liten jente: Pequeña niña — Niñita o pequeñita (cariñoso).
Kjaereste: Pareja, novia, cariño — Es complicado, como decir la más importante de mi
vida, la más especial.
Hey På Det!: Hola, ¿qué tal?
Fy Faen: Mierda — Es una expresión muy versátil, como el coño o el joder español.
Puede ser maldita sea, me cago en la leche, vaya mierda, de puta madre…depende un poco del
contexto.
Svarte Helvete: Negro Infierno — Es una expresión muy, muy ofensiva y no demasiado
elegante. Podría ser equivalente a un me cago en la puta. Sí. Con ese tono e intensidad.
Beklager: lo siento, perdón.
Jeg elsker deg: te quiero — es una expresión de devoción, de amor. Algo que no se dice a
la ligera, ni se dice mucho. Es más que te quiero, es daría la vida por ti.
[1]
Mi pequeña hija (noruego bokmål).

[2]
Abuelita
[3]
Tía

[4]
Equivalente a «Hola, ¿qué tal?».
[5] Tan ingenua
[6]
Servicio vasco de salud
[7]
Fiestas de la celebración del Día de la Independencia de Chile.
[8]
Chupa, pequeña niña.

[9]
Magnus, ¡estate quieto y cállate ya!
[10]
Cariño, lo siento.
[11]
Debilidades, Amenazas, Fortalezas y Oportunidades
[12]
Papá, mamá, ¿puedes arroparme con la mantita?
[13]
Claro que sí, hijo. Buena noches.
[14]
Vocablo en alemán que se traduce como «doble siniestro o malvado».
[15]
Un placer conocerla, doctora.
[16]
Es verdad, es verdad, ¡así es el amor!

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