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campo se presenta en su forma de conflicto violento a un nuevo nivel, el de la relación entre países

desarrollados y países llamados subdesarrollados, a un nivel, pues, de relación entre colonia y metrópoli. Pero
el problema contiene nuevos aspectos y nuevas posibilidades de desarrollo, sólo parcialmente comparables -
siguiendo la utilización del análisis marx-engelsíano- al conflicto entre ciudad y campo como se presentaba en
la sociedad capitalista competitiva, que sigue siendo el marco histórico dentro del cual dicho análisis se
desarrolla.

III. Georg Simmel: El individuo y la metrópoli

1. Individuo y sociedad

la historia social, en su trayectoria dominante, lleva al desarrollo continuo de las grandes ciudades. Las
grandes ciudades tienen en el pensamiento de Georg Simmel -como escribe Nisbet la misma importancia que
la de mocracia para Tocqueville, el capitalismo para Marx, la burocracia para Weber.1 Así pues, una nueva
lectura del clásico ensayo Metrópoli y personalidad 2 se presenta llena de interés.

La sociología simmeliana nos descubre, de hecho, aquellos aspectos de profunda transformación


ocasionados por el cambio de las formas solidarias de la comunidad tradicional en las formas sociales
articuladas de la gran ciudad. En el centro del estudio, en éste y en otros numerosos ensayos, se sitúa el
individuo, entidad sociológicamente indefinida, pero fuente esencial de lo social, que se desenvuelve
emancipándose progresivamente de las constricciones del grupo, sin lograr no obstante una total
emancipación. Los mecanismos económicos de la sociedad urbana constituyen a este respecto una fuerza
activa en modo ambivalente, y se interpretan en el análisis simmeliano como elementos cruciales del peculiar
proceso de socialización que encuentra en la ciudad, o mejor en la cultura urbana, un agente cada vez más
importante, cada vez más extendido. Simmel penetra así en un área de investigación empírica de gran
actualidad: la comunicación y la interacción social en la sociedad urbana. Su examen integra útilmente el
análisis en clave de clase social, que no sólo puede dejar en la sombra problemas relevantes, sino que resulta
incluso menos ajustado a la realidad procesal de la ciudad moderna, puesto que en la ciudad se desarrolla una
acción de masificación social que arrolla incluso las barreras de las clases sociales.

Simmel formula algunas hipótesis-clave, centradas en la relación cultural del dinero/desarrollo de la


personalidad del habitante de la metrópoli. El individuo se contrapone a la sociedad tecnológicamente
evolucionada, carac terizada por nuevas formas de agregación que contienen para el individuo
condicionamientos decisivos. De aquí deriva una sugerencia de perspectiva para la sociología de la ciudad: el
análisis sociológico no debe reducirse al estudio de la organización social metropolitana en clave
demográfico-territorial, sino que ha de concentrarse en las formas psíquicas de la vida social, o mejor en
aquellas formas psíquicas particulares que nacen de la interacción entre individuos.

Según Simmel, el desarrollo de la naturaleza humana se deforma por la intervención de la sociedad,


entidad superior al individuo y necesariamente coartadora. La vida social se manifiesta en sus contenidos
super individuales, que asumen la forma de fuerzas externas a las que cada componente de la sociedad .Jebe;
de grado o por fuerza, adaptarse. Simmel parece defender una concepción de la historia como lucha perpetua
entre el individuo (esencialmente libre) y un ambiente opresivo por definición (la naturaleza y también las
fuerzas sociales, las tradiciones históricas). Originariamente, el individuo se encontraba frente a un ambiente
natural, antagonista y portador al mismo tiempo de recursos para la supervivencia; hoy, en cambio, el
individuo y el grupo se realizan en un ambiente social artificial, producido por ellos mismos y dominado por
“el aspecto tecnológico de la existencia, para usar una expresión simmeliana. Este condicionamiento, que el
individuo asume, opera en la metrópoli, el espacio social por excelencia de nuestra época; la acción del
ambiente social metropolitano no actúa, empero, sin hallar resistencia. Hay que señalar, por otro lado, que
Simmel insiste en la adaptación del individuo a las “demandas= de la sociedad o, por lo menos, tiende a
delimitar a este ámbito su análisis, suprimiendo así la posibilidad de individualizar otros aspectos
sociológicamente preocupantes que nacen, de modo inevitable, dé la forma específica de conflicto activo
entre individuo y sociedad .3

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2. Personalidad, vida metropolitana y valor de cambio

El análisis simmeliano se desarrolla a partir de una afirmación aferente a la psicología social: “la base
psicológica del tipo de personalidad característico de la sociedad metropolitana consiste en la intensificación
de las estimulaciones nerviosas (Nervenleben) que derivan de las mutaciones, rápidas e ininterrumpidas, de
los estímulos internos y externos” .4 Esta afirmación no puede separarse de un postulado antropológico que
rige la sociología de Simmel: el hombre es por naturaleza y esencialmente, un ser selectivo y discriminante.
Toda libertad es libertad de selección; las posibilidades y las capacidades de selección se manifiestan bajo
formas siempre idénticas en un ambiente dominado por la tradición, pero en un ambiente social moderno se
presentarán en transformación continua y siempre en mayor número. La metrópoli actúa como la matriz
social del empuje constante hacia la elección y la selección que modela la sociedad moderna. En este sentido,
la gran ciudad se impone sobre el resto del cuerpo social como reino potencial de la libertad, como ambiente
ideal para activar aquella propensión a la libertad propia dé la naturaleza humana. Pero en la metrópoli
también tiene lugar la lucha constante entre individuo y ambiente, como ya hemos visto. En las condiciones
de vida metropolitana esta característica imborrable de la historia humana se desarrolla en el ámbito de un
cuadro general de comportamiento que puede convertirse en un peligro para la personalidad. El desgaste
provocado por la sucesión de impresiones siempre nuevas, por la densidad de las sensaciones improvistas e
imprevistas -en vez de desembocar en la psicosis- estimula, según Simmel, gracias a la reacción voluntaria de
autodefensa del individuo, la adaptación de la psique, actuando sobre aquel nivel “más superficial,
transparente y consciente= que es el raciocinio. Simmel distingue dos tipos de “fuerzas internas”: las fuerzas
profundas (sentimientos y relaciones afectivas) que se desarrollan más fácilmente dentro de un ritmo de
costumbre ininterrumpida, y las fuerzas superficiales, el raciocinio, más fácilmente adaptables. Como
respuesta a la angustiosa mutabilidad de los estímulos externos, el habitante de la metrópoli “desarrollaría un
órgano que lo protegería y libraría del clima amenazador que lo rodea; es decir, la reacción se realizaría con el
intelecto y no con el corazón”5.

A este propósito Simmel recupera la conocida dicotomía toennesiana (Gemeinschaft-Gesellschaft),


adaptándola oportunamente. De hecho, la contraposición significativa no se sitúa ya entre comunidad rural y
colectividad urbana, sino entre comunidad rural y pequeña ciudad por un lado, y metrópoli por el otro. A
estos dos polos, modelos de las formas de organización social existente en el país, corresponden dos vidas
psíquicas divergentes. La primera está dominada por la costumbre, por el ritmo lento y uniforme de las
sensaciones, por la insistencia sobre la emotividad y el sentimiento, mientras que la segunda se caracteriza
por la mutación constante, por el ritmo febril de las sensaciones, e insiste en el conocimiento racional como
elemento que determina de forma esencial la personalidad y como arma de defensa, necesaria y exclusiva (“la
facultad intelectual sirve así de defensa a la vida sujetiva contra el poder opresor de la vida metropolitana”).
El análisis simmeliano nos proporciona, implícitamente, una sugerencia importante: la dialéctica entre dos
tipos de sociedad contrapuestos (Gemeinschaft/Gesellschaft; campo-ciudad) no tiene ya una importancia
decisiva para evidenciar las líneas de desarrollo social. La realidad metropolitana es el dato histórico y
sociológico que no sólo hace de framework al objeto del análisis, sino que constituye el punto de partida para
un estudio de la sociedad moderna.

Esta “actitud intelectualista” que convierte en típico al habitante de la metrópoli occidental está
relacionada -según Simmel- con el tipo de economía dominante en el contexto metropolitano. Así pues, su
análisis se limita propiamente al ámbito contemporáneo, esto es, a una ciudad que se ha transformado en
metrópoli gracias a una economía monetaria basada en un número cada vez mayor de cambios y en la
consiguiente extensión del mercado. Simmel recoge y desarrolla las implicaciones sociológicas contenidas en
un proceso económico de este tipo. Las relaciones sociales ya no son personales en el sentido de que no se
trata (ya no se trata) de relaciones entre individualidades, sino que se basan exclusivamente en “el
rendimiento objetivo mensurable”, -en una simple valoración objetiva del debe y del haber”.

La relación económica anterior a esta fase de exaltación del valor de cambio estaba fundada en unos
tratos sociales más complejos que incluían la relación directa (a veces incluso el conocimiento personal) entre
productores y consumidores. En el mismo producto, en la importancia atribuida a su aspecto cualitativo, se
advertía esta forma de interacción social entre los actores económicos (interacción inspirada “en una más
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genuina individualidad”). En el mercado metropolitano, en cambio, el productor está lejos del consumidor:
actúa en un ámbito y según modalidades que no permiten a la demanda (a los consumidores del producto)
manifestarse, condicionando la acción del productor con la imposición de un tipo de producto más que otro.
En la esfera económica se verifica una delegación casi absoluta del consumidor al productor; el anonimato
caracteriza de manera decisiva la nueva modalidad de cambio, y la relación de mercado asume un aspecto
eminentemente pragmático, o, como escribe Simmel, “de brutal pragmatismo”. El valor de cambio suprime
casi el valor de uso del producto (o por lo menos es tendencialmente indiferente a él).

El medium de la relación, el dinero, se convierte en el parámetro de las relaciones sociales


racionalizadas en función de la motivación de adjudicarse este bien. El dinero se convierte en centro
alrededor del cual se mueven las relaciones interindividuales y desarrolla una función cultural de primera
importancia, desvalorizando las relaciones emotivas y revalorizando las relaciones racionales, expresión del
cálculo para la adjudicación. La cosificación creciente de las relaciones sociales transforma la mentalidad, y la
mentalidad, a su vez -dentro de un juego de reciprocidad entre dos elementos donde es difícil establecer una
única conexión causal-, incrementa la cosificación de la relación social. “El dinero sólo implica una relación
con todo lo que es universalmente común y solicitado por el cambio de valor y reduce toda calidad y toda
individualidad a la pregunta: ¿cuánto?” 6.

3. La actitud "blasé", la cultura del dinero y la mutación social

La metrópoli se organiza o, mejor dicho, organiza el comportamiento cotidiano de sus numerosos


habitantes en función de esta forma de racionalidad económica. Su ritmo se apoya en elementos como la
puntualidad, la precisión del acuerdo, la certeza de la Identidad; elementos que se convierten en verdaderos y
propios valores, inspiradores de un nuevo patrimonio normativo determinante, transmitido a través de las
generaciones.

La base esencial de las manifestaciones de la vida cotidiana reside, pues, según Simmei, en la economía
monetaria y, específicamente, en la naturaleza calculable del dinero. Así se explica aquella tendencia a anular
o, por lo menos, a contener en la metrópoli toda irracionalidad, es decir, todo lo que no entra en este
esquema, las actitudes, los valores, los comportamientos que se resisten a adoptar la ideología cuantificadora
del dinero.

Otra variable estructural que debe considerarse de forma autónoma; a título interpretativo, se sitúa,
según Simmel, en la dimensión y en la dinámica expansiva del asentamiento urbano. “La puntualidad, el
cálculo, la exactitud, se imponen en razón de la complejidad y de la difusión de la vida metropolitana, y no
sólo están más íntimamente relacionados con su economía del dinero y con su carácter intelectualista. Estas
características influyen además en los contenidos de la vida y favorecen la eliminación de los predominantes
impulsos irracionales instintivos que tienden a determinar la existencia desde el interior, en vez de recibir
desde el exterior el modelo de vida general, perfectamente esquematizado. Es cierto que todavía podemos
descubrir en la metrópoli algunos tipos particulares de personalidad caracterizados por impulsos irracionales,
pero éstos contrastan con la típica vida metropolitana7. La existencia metropolitana ¿no se traduce, pues, en
un proceso de encarcelamiento de la personalidad?

Los rasgos socialmente relevantes del carácter se definen desde el exterior, y su desarrollo queda
delimitado por unas fronteras muy rígidas.8 Es más, las estimulaciones nerviosas continuas y llenas de
contrastes (en el sentido de que someten el comportamiento a direcciones a veces opuestas) generan,
difunden y consolidan una actitud psíquica que se manifiesta en el habitante de la metrópoli desde los
primeros años de vida: la actitud denominada “blasé”.

La esencia de la actitud blasé reside en la insensibilidad hacia toda distinción, pero esto no significa,
como en el caso de la insuficiencia mental, que los objetos no se perciban, sino más bien que el significado y
diverso valor de las cosas, y por con siguiente las cosas mismas, se perciben como no esenciales. El individuo
blasé se apoya en un plano uniforme y de una tonalidad opaca; ningún objeto merece preferencia con

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respecto a otro: este estado de ánimo es el fiel reflejo subjetivo de una completa interiorización de la
economía del dinero9.

Una actitud, pues, exenta de reacciones emotivas, una actitud de sustancial indiferencia frente a la
novedad y a la diversidad, una actitud que es el resultado de la presión social que rodea al individuo,
neutralizando éticamente su conciencia al entrar en relación con los objetos y transformando también, en
este mismo sentido, la relación con sus semejantes.

Entonces, nos preguntamos, ¿en qué elementos se basa Simmel para sostener que los mismos factores
que por un lado generan el carácter impersonal de la vida social metropolitana, por el otro promueven “una
subjetividad fuerte mente personal”? Precisamente sobre la base de su análisis podemos decir que en la
metrópoli del dinero nace una falsa subjetividad, una subjetividad que ha abdicado de la autonomía
individual, negándose a sí misma en el preciso instante en que no quiere reconocerse en el otro. Con el otro
se entra en relación manteniéndolo socialmente distante y funcionalizando la relación exclusivamente de cara
a la adquisición económica. No se puede hablar de desarrollo de la subjetividad en sentido propio. Se trata,
en cambio, de un desarrollo unilateral y sin normas del potencial psíquico defensivo que posee la
personalidad. Pero la personalidad tiende a quedar sofocada, y se atrofian sus facultades de enriquecimiento
intelectual individual, autónomo y de enriquecimiento emotivo. El individuo es simplemente uno entre cien
mil; un ser solitario entre una multitud de seres solitarios, semejantes a él en esta indiferencia; una unidad en
una masa amorfa de individuos idénticamente apáticos, incapaces de cualquier sentimiento que no responda
a las reglas de una sociedad fundada sobre el valor de cambio. El sujeto mantiene su identidad gracias a un
papel económicamente predeterminado en el ámbito de un sistema donde el espacio para la expresión de una
racionalidad no económica es muy reducido. Es ésta la primera de una serie de observaciones que se
imponen si seguimos los puntos centrales de la argumentación de Simmel, quien, por otra parte, trata de
evitarla preocupado en defender, recuperar y resucitar al individuo. Pero sin un análisis crítico de la
condición social y económica de la metrópoli, en cuyo ámbito concreto se mueve y es condicionado el
individuo, no se puede interpretar el significado social de esta aspiración a la libertad que debería caracterizar
la relación individuo-sociedad. La independencia del individuo es la expresión de una sociedad administrada
por la mediación social del libre mercado, compuesto de interrelaciones entre sujetos libres e independientes.
“La competencia -afirmará Simmel años más tarde en su Sozíologie- desarrolla el carácter específico del
individuo dentro de la proporción numérica de los participantes en la misma competencia.”

Pero, ¿qué tipo de relación existe entre la metrópoli y el libre mercado? La metrópoli resurgió de sus
cenizas y creó un mercado en el que deben suprimirse, o por lo menos reprimirse por todos los medios, los
residuos de la libertad de unos individuos que de actores económicos han pasado a ser objetos de acción
económica. Entonces nos parece legítimo sostener que la efectividad del análisis simmeliano reside en la
fuerza con la que sugiere, a su pesar, los efectos sociales del comportamiento de este homo oeconomícus,
falso protagonista de una metrópoli sin espíritu.

Ya hemos visto que la singular estructura psicológica del habitante metropolitano constituye la
respuesta defensiva necesariamente generada por el sistema nervioso individual. Las condiciones de vida
metropolitanas, caracterizadas por una fuerte concentración demográfica y por una condensación de objetos
que alteran el ambiente “natural del hombre, a menudo a un ritmo tan acelerado que no permite una
adaptación equilibrada, excitan al máximo el sistema nervioso, y la “autoconservación de algunas
personalidades se obtiene sólo con la devaluación de todo el mundo objetivo, devaluación que acabará por
arrastrar la propia personalidad del individuo hacia un sentimiento igualmente indiferente a cualquier valor”
10. La imagen del habitante de la metrópoli es por tanto la de un ilota, insensatamente apático, una imagen
que constituye una anticipación de aquella que algunos críticos han realizado más recientemente de la vida
urbana11.

Este proceso de allanamiento del individuo que conduce a un estilo de vida asocial es, a pesar de todo -
según Simmel-, una garantía “a un margen especial de libertad personal. No se llega, pues, a aquellas
conclusiones que parecían consecuentes con el análisis, y esto se debe al esfuerzo constante de Simmel por
separar lo negativo de la metrópoli12. En estas páginas no encontramos nostalgia alguna por la organización
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social de la pequeña comunidad; es todavía el Individuo (entidad sociológicamente indefinida e inconsistente)
quien tiene el deber de renovar una sociedad cosificada y cosificante. Pero, ¿cómo?

La libertad que garantiza este alucinante monstruo metropolitano parece más bien egoísmo estéril,
antecámara del caos social. Simmel habla también de “reserva” del habitante de la metrópoli y sostiene que la
desconfianza y la “antipatía latente” reforzaron la indiferencia y el desinterés hacia los demás.

La relación social en el ambiente metropolitano presenta una naturaleza potencialmente conflictiva, de


tal manera que parece “natural que los individuos se distancien de los demás y rehúsen formas de
asociacionismo económicamente incompletas.

En breve, se hará preciso una adecuación-superación de las posiciones de Simmel. Un análisis


sociológico de la vida metropolitana que asuma los términos del análisis simmeliano (economía monetaria =
tipo psíquico metropolitano = cultura del dinero) no puede ser tan abstracto como para descuidar un dato
empírico fundamental: la desigualdad de los habitantes de la ciudad, determinada precisamente en términos
económicos y sociales, corre el riesgo de ser acusada de filosofismo mixtificador. Es sorprendente que de un
análisis inintencionalmente despiadado de la cultura metropolitana no nazca una alternativa de mutación más
definida. Esta limitación se relaciona con el “formalismo de la sociología simmeliana, la cual comporta
diversas consecuencias. Simmel no determina el sujeto histórico que originó y exaltó esta forma de economía,
expresión concreta de formas sociales que alcanzaron cierto estadio de su desarrollo. Descuida el hecho de
que en el contexto metropolitano actúan clases y rangos a los que se puede imputar cierto tipo de desarrollo,
así como a ellos y a sus intereses se puede atribuir una posibilidad de cambio13. En este sentido la utilidad de
la contribución simmeliana es limitada. La mejor demostración de esta limitación nos la proporcionan las
interesantes observaciones de carácter histórico sobre el desarrollo urbano occidental realizadas por Simmel
en la parte final de su ensayo, donde subraya fuertemente la relación entre estructuras económicas y
organización social, pero sin hacer referencia a los procesos de escisión y de recomposición de clases y
rangos sociales que, inevitablemente, acompañan la evolución paralela de la economía y de la sociedad. En
otros términos, no se tiene en cuenta la variable “desigualdad social y el hecho -evidente en la historia urbana
occidental, y no sólo en la occidentalde que la metrópoli incide en la estructura social para preparar una
nueva estructura de grupos sociales con diferentes funciones, más consonantes con los caracteres típicos de
la fase de urbanización específicamente considerada14. Además, no se puede pasar por alto la incoherencia
entre la descripción implícitamente “catastrófica” de la metrópoli y la fe, pese a todo, en su futuro. Una
incoherencia en la misma línea de la inspiración evolucionista del pensamiento simmeliano: la humanidad
sólo puede caminar de la oscuridad hacia la luz, el individuo ha conquistado la autonomía y, sobre todo en
esta fase de la historia urbana, necesita de la diferencia.

Algunos estudiosos de la sociología de Simmel asocian, muy oportunamente, su análisis con las críticas
“aristocráticas del proceso de cosificación”15. El pensamiento simmeliano, basado en la constatación de la
imposibilidad de comunicación en una sociedad dominada por el mercado, se entrecruza con aquella filosofía
de la crisis que tuvo como intérprete sociológico más importante a Max Weber. Por lo que concierne a la
sociología de la ciudad en particular, la perspectiva delineada por Simmel anticipa, de manera evidente,
aquellos análisis de carácter humanista, como por ejemplo los de Lefebvre, que se realizarán en una época
más reciente, cuando el potencial “negativo” de transformación social contenido en la economía
metropolitana se haya extendido a todo el territorio, poniendo en acción, quizá, todas sus posibilidades.

4. Ciudad, control social y libertad individual

Según Simmel, la individualidad del habitante de la metrópoli es el resultado de un proceso que exalta
la independencia del individuo respecto al grupo (o a los grupos) de pertenencia, según un esquema evolutivo
que recuerda la contraposición entre solidaridad orgánica y solidaridad mecánica teorizada por Durkheim. En
correspondencia con las diversas formas históricamente asumidas por la ciudad occidental, se pueden fijar las
diferentes etapas de este proceso bivalente de “independencia individual y de diferenciación dentro del
mismo individuo”. El proceso se acelera coincidiendo con la ampliación de la dimensión cuantitativa del
asentamiento social y con la consiguiente necesidad de la división del trabajo. El individuo, en efecto,
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multiplica los contactos con el ambiente social, fuera de su grupo de pertenencia; aumenta también su
movilidad dentro del territorio y, en general, se emancipa de las relaciones que lo unían a los demás
miembros de la comunidad.

El control social en la antigua polis, por ejemplo, se basaba en la densidad del asentamiento, densidad
reforzada por los peligros provenientes del exterior. De la misma manera, “la vida de la pequeña ciudad de la
Antigüedad y de la Edad Media interponía unas barreras a todo movimiento y a todo contacto del individuo
con el exterior e impedía así la independencia individual y la diferenciación dentro del individuo mismo”16.
Las instituciones religiosas y las instituciones políticas -elementos centrípetos de la organización social
urbanaregulaban de forma rígida el comportamiento social de los habitantes, determinando una especie de
“recelo del conjunto social hacia el individuo, cuya vida peculiar estaba hasta tal punto destruida que el único
medio de compensación que aquél podía utilizar era comportarse como un tirano con su propia familia”17.
Hoy, en cambio, en la gran ciudad y en la metrópoli esta forma de control institucional ha disminuido
mucho.

En este punto es interesante comprobar qué tipo de análisis desarrolla Simmel cuando se basa en una
conexión -de por sí muy válida- entre aspecto cuantitativo de la vida social metropolitana y rasgos
cualitativos del carácter.

Es preciso entender la libertad del habitante de la metrópoli -según Simmel-en un sentido


espiritualizado y refinado”. Se aclara por fin la naturaleza de esta libertad, garantizada por la forma histórica
que surge, la metrópoli, comparando la independencia intelectual con la mezquindad y el prejuicio típicos de
la mentalidad de la pequeña ciudad.

De igual manera que en la época feudal el hombre “libre” era aquel que se sujetaba a las leyes de la
tierra, es decir, a la ley del ámbito social más amplio, y el hombre no libre era aquel que dependía sólo del
derecho del grupo restringido de una asociación feudal, permaneciendo excluido de la órbita social más
amplia, también el hombre metropolitano es libre en el sentido más espiritual y más sutil, en contraste con la
mezquindad y los prejuicios que limitan al hombre de la pequeña ciudad18.

Simmel va más lejos todavía cuando afirma que la libertad individual procede de la progresiva
extensión funcional de la metrópoli más allá de sus confines materiales, definiéndola como “complemento
lógico e histórico de esta extensión”. El siguiente texto constituye un interesante ejemplo de cómo el análisis
sociológico encuentra una limitación importante no sólo en la abstracción formal, sino en particular en los
intentos de formulación de principios heurísticos aplicables a un estudio metahistórico de la sociedad:

Nosotros reconocemos la validez factual e histórica de la relación siguiente: el contenido y las formas
más extendidas y generales de vida están unidos del modo más íntimo a los más individuales: tienen un
estadio preparatorio en común, es decir, encuentran su enemigo en las formaciones y en los reagrupamientos
restringidos, cuya conservación pone a entrambos en un estado de defensa contra la expansión y la gene-
ralización hacia el exterior, y contra el libre movimiento individual hacia el interior19.

La metrópoli sería, pues, la sede de la libertad, ya que elabora un modo de vida que permite a todo ser
humano expresar de modo particular e incomparable su naturaleza. Simmel relaciona explícitamente la
libertad con la especialización funcional que rige en la vida económica, sin captar adecuadamente aquellas
implicaciones alienantes que el proceso de división de trabajo conlleva para la mayoría de los individuos. Con
el crecimiento de la ciudad se refuerza el proceso de división del trabajo. El individuo se ve en la obligación
de especializarse en sus prestaciones a fin de desarrollar una función que lo hace insustituible y socialmente
apreciado, y por tanto capaz de proveer con éxito a su propio sustento. Además, afirma Simmel, “este
proceso promueve la diferenciación, el refinamiento, el enriquecimiento de las necesidades del público, lo
que obviamente conduce a crecientes diferencias personales en el ámbito de este público”. Pero, ¿cómo es
posible ignorar que esta diferenciación basada en la economía se produce a menudo en el interés exclusivo
del provecho? También en este punto el análisis simmeliano exige una integración. Hay que observar, de
hecho, que las funciones desarrolladas en el ámbito metropolitano no se sitúan todas en un mismo plano y
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que junto al proceso de división del trabajo actúa un proceso de racionalización de la producción que
convierte algunas funciones en más fungibles, en el sentido de que su simplicidad permite sustituir fácilmente
al que la cumple, incluso por un medio mecánico. Las necesidades y las diferencias a las que aspira la
colectividad no son a menudo producto de selecciones autónomamente elaboradas, sino más bien el fruto de
decisiones de quienes controlan los ritmos y los desarrollos de la producción y, por tanto, los desarrollos del
mercado metropolitano. Es necesario calificar a través de estas líneas el proceso “que produce la transición
hacia la individualización de los rasgos mentales y psíquicos que causa la ciudad proporcionalmente a su
dimensión para no correr el riesgo de tomar la excentricidad alienada por aspiración a la libertad, para no
correr el riesgo de desnaturalizar uno de los valores fundamentales producidos por la cultura urbana
occidental.

5. Psicología de lo urbano y sociología formal

Simmel, basándose en su esquema, determina ulteriores proposiciones sobre el comportamiento del


individuo y sobre las dificultades que encuentra la personalidad para su realización. El habitante de la
metrópoli quiere y debe llamar la atención ajena. Si desea mantener la autoestima debe ser reconocido, y a
este fin ha de llamar sobre sí la atención de su círculo social, llegando incluso, si es necesario, a un
comportamiento “extravagante o “excéntrico”. La estabilidad de su propia imagen social queda asegurada
con relativa facilidad en el contexto rural o en la pequeña ciudad, donde las interacciones se repiten
cotidianamente, se prolongan en el tiempo y se establecen entre los mismos actores. En cambio, en el
contexto metropolitano la situación es distinta; las relaciones sociales son frecuentes, rápidas y “huidizas”,
pero, sobre todo, se desarrollan entre una multiplicidad de extraños, renovándose continuamente. Aparece
entonces el problema de confiar la imagen colectiva de uno mismo a actitudes externas, tipificadas, que se
asumen a menudo con pesar, o sin pleno conocimiento, con peligro de desaparición de la propia identidad20.
Pero, ¿no estará precisamente aquí la confirmación de que la metrópoli, su economía y el proceso de división
del trabajo que constituye su base impiden “que sigamos las leyes de nuestra naturaleza particular”? La
superficialidad en la que se manifiesta y se satisface esta búsqueda de la propia identidad, ¿no será más bien el
producto cultural de la presión niveladora de la ciudad capitalista que propaga y fuerza el consumo,
explotando esta exigencia de lo “distinto” presente en la psicología colectiva y conteniéndola, al mismo
tiempo, dentro de canales innocuos?

No parece fácil, incluso para Simmel, huir de estas interrogaciones. De hecho, se reanuda y se subraya
la problemática centrada en la alternativa condicionamiento/potencial libertador, que el ambiente
metropolitáno proporciona al individuo. Y se adelanta, aunque en forma embrionaria, la que más tarde será
denominada hipótesis del cultural lag21.

Simmel observa que la vida metropolitana se expresa por medio de una contradicción fundamental
entre dos culturas: la cultura objetiva, es decir, la cultura que se incorpora a las cosas, a los productos (cultura
que deriva de la evolución tecnológica), y la cultura individual, que comprende todos aquellos elementos que
constituyen la expresión del progreso cultural del individuo. La primera es mucho más dominante y ejerce
una presión constrictiva sobre la segunda, especialmente a causa de la división del trabajo que reduce al
individuo “a simple engranaje de una enorme organización de objetos y de poderes, que le impiden
determinar cualquier desarrollo, espiritualidad y valor; de formas subjetivas se convierten en formas de vida
puramente objetivas”22. ¿Es ésta una perspectiva sin salida? Simmel parece, implícitamente, sustentar alguna
esperanza, al menos cuando sostiene que la necesidad de una plena realización del individuo permanece a
nivel latente en las conciencias23. La ciudad aparece, pues, como un lugar de esperanza, sobre todo porque
representa el lugar ideal de tensión dialéctica entre la vida y las formas: conflicto entre la voluntad de libertad,
entendida aquí de forma reductora, como diferenciación, y la tendencia a la racionalización, cuyo objetivo es
la uniformidad, la indiferenciación. Simmel concibe la ciudad como el lugar de expresión de una necesidad de
libertad. Poco importa si esta necesidad todavía no está satisfecha; el simple hecho de que se manifieste es ya
una garantía de victoria a largo plazo24. Lo único que lamentamos es que en su análisis no determine -ni
siquiera lo intenta- las condiciones para que esta necesidad se transforme en conciencia que motive una
acción de renovación valiente, ni las circunstancias en las que los habitantes de la metrópoli encontrarían la
energía suficiente para sacudirse la jaula enajenante, construida por la “hipertrofia de la cultura objetiva”,
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