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MARCELO

COHEN
'^Jti cLí.

y^» 1 O rig in a l fro m


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( C) 1 9 1 7 , P A R A A M E R I C A L A T I N A

A D A K O R N E D I T O R A S.A.
U R U G U A Y 651 - B U E N O S A IR E S

P R I N T E O IN A R G E N T I N A
H E C H O EL. D E P O S I T O Q U E
P R E V IE N E LA L E Y 11.723
ISBN: 9 50-9540-15-3

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T H E U N IV E R S IT Y 0 F T E X A S
A Ernesto Ayala-Dip

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v£j2.
4*.

Si todas las muchachas que esa mañana de


fines de mayo se presentaron en Kelany hubiesen lle­
gado juntas, tal vez Basilio habría olvidado la náusea
que por un instante lo arrinconó en el desván de su
propio cuerpo. Pero su fidelidad al patrón era casi
despótica, y no le gustaban los destiempos, y no fue
hasta eso de las doce, cuando hacía ya una hora que
cinco candidatas esperaban en los bancos del jardín,
entre el borde de la piscina y la Magdalena de cerá­
mica, que una figura desvaída dejó atrás la garita para
avanzar por la avenida alborotando guijarros, abrup­
ta, inestable en la camiseta negra y los vaqueros vio­
letas, llevando un gajo de luz a rastras del pelo. Basi­
lio pudo pensar que era un ladrón, que se había esca­
pado de un retablo con un botín de aureolas fundi­
das, pero ni siquiera eso pensó; el cuerpo enorme se
le contrajo un poco, la cabeza se ladeó buscando som­
bra y de los pelos blancos que rebasaban las orejas
cayeron al césped unas gotas de sudor. Se dio cuenta
de que temía por Monleón con un temor que muy
tarde iba a darle la razón.

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La figura, una muchacha, abandonó la ave­
nida para cruzar el bosquecito de pinos. Resoplando
de calor de pronto alzó una mano para quebrar una
rama baja. Alguna de las alarmas del muro entró en
cortocircuito y un silbido torvo se apagó no bien na­
cido en la humedad salada del aire. La risa atónita no
se dejó durar mucho más que el grito del centinela
en la garita, pero a Basilio ese desajuste le impidió
devolver rápido a la casa al hombre armado que sur­
gió del fondo como un bombero aturdido. De todos
modos las candidatas no lo notaron, tan fuerte las
lamía la modorra. La última, la de los vaqueros vio­
letas, dyo suspirando quedo que venía por el anun­
cio, saludó a las demás con una mirada verdosa y eli­
gió un banco vacío para hojear el diario. La piema
derecha, apoyada sobre la otra, terminaba en una
alpargata mal colgada de la punta del pie. Basilio no
quiso esperar a que el pie se decidiera a quedar des­
nudo: con un envión de carne morosa dio media
vuelta y buscó el sendero que llevaba a la casa.
Entre kits de electrónica, ceniceros automá­
ticos, colecciones de fascículos, un erradicador de
ratas, dos pantallas de ordenador, un tensiómetro,
varios corales y los magnetófonos que catalogaban
ideas repentinas, Conrado Monleón Jr. esperaba en
la mecedora del estudio, probándose una rodillera
térmica que el cartero había traído la tarde anterior.
Tan bien avenido estaba con la ropa de gimnasia, con
el cuaderno abierto y las jerarquías de los estantes,
que Basilio tuvo la tentación de ir a cambiarse la ca­
misa. Monleón hizo crujir los huesos de los dedos.

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—Oiga, afuera tiene que hacer un calor bes­
tial —dijo.
-D e todo corazón, Conrado, creo que esas
jovencicas han de estar achicharrándose. Hay una
que ha llegado muy tarde.
Monleón se levantó. Debía medir más de uno
ochenta y tenía la consistencia de un pan bien hor­
neado. De un vistazo comprobó que cuatro de los
cinco relojes marcaban las doce y diecisiete. El quin­
to se había atrasado cuarenta segundos, pero Mon­
león prefería dejarlo así para que fuera el remordi­
miento de los demás.
-Vamos Basilio. Hay que ser caballeros,
¿verdad?
Junto a la piscina hubo un coro de parpadeos
cohibidos. En el momento en que las muchachas se
enderezaron como novicias ganadas por el opio, Mon­
león consiguió componer una sonrisa y descubrió que
la que estaba sola en un banco, doblando todavía el
diario para hacerse una visera, tenía el pelo veteado
repleto de agujas de pino. Iba a proponerle que se
aseara un poco cuando la sonrisa le empezó a doler
en las comisuras. La chica se tapó la boca. Impidién­
doles que se levantaran, Monleón se puso a interrogar
a las otras mientras le dictaba a Basilio breves notas
cifradas. En cuclillas frente a los bancos, les fue pre­
guntando sobre habilidades y expectativas, lacónico,
atento, volviendo de tanto en tanto la cabeza para
ver si una ráfaga no se había llevado por fin las agu­
jas de pino. La cuarta candidata no pudo declamar
todas sus referencias porque la alarma averiada volvió

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a cortar el aire con la fuerza de un hondazo. Monleón
se levantó de un salto. Masticando insultos, retroce­
dió frente a las muchachas hasta chocar con algo, y al
darse vuelta encontró una mirada del color de las bo­
tellas que como un detector le revisaba el cuerpo des­
de las zapatillas de tenis hasta el ceño. Las agujas de
pino habían dejado de distraerlo; sólo pensó que en
la mirada de esa chica había más método que inso­
lencia, aunque también el método empezaba a fer­
mentar. Cerró los puños y los volvió a abrir. Le pre­
guntó cómo se llamaba.
-Paulina Souza -d ijo ella-. Pero me llaman
Sandra.
-¿Sabes mantener una casa limpia?
La chica se rascó el cuello. Al principio Mon­
león no vio nada más que un dedo brillante de sudor,
pero el dedo subió por la cara, se detuvo un instante
en el pómulo y, cuando terminó de desaparecer, la
cicatriz quedó sola, primero violácea y enervada, casi
enseguida lisa, apenas un trazo. Era mucho menor
que un fósforo, y de pronto volvió a latir entre el
pómulo y el puente de la nariz, un par de centíme­
tros más abajo del ojo izquierdo.
-C laro, no es ninguna ciencia.
Estrujando un pañuelo, Basilio se arrimó al
hombro de Monleón.
-E sta no me agrada - d ij o - Se mueve sacan*
do la cabeza para adelante, como las gallinas. De ésta,
ni la miel.
-P ues a mí no me disgusta -contestó Mon­
león—. Es la única que sabe lo que quiere.

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Y aunque siguió interrogando a las demás,
Basilio supo que iba a tener que resignarse.

Creo que fue el 11 de octubre cuando leí el


anuncio en el diario, y no me acobardó la idea de
vivir en una casa que se llamaba Kelany. El hombre
que en su momento se ofreció a enseñármela era un
cierto Basilio Bonomo, sujeto afónico de cautela, no
tan grave como ceremonioso. De eso me acuerdo, des­
de luego, aunque de no muchas cosas más. Es irri­
tante: ahora que puedo flotar encima de las fechas,
me gusta suponer que el 13 de octubre fue cuando
Basilio pasó a buscarme por la estación en un Renault
5 amarillo canario. En el cielo una avioneta fumigaba
viñedos. Desde entonces todo está envuelto en humo
blanco, en especial los retazos de amor que, sin que
él se diese cuenta ni a m í entonces me conmoviera,
Basilio me fue traspasando mientras viajábamos en
el coche.

Más tarde Basilio iba a sugerir que a la desin­


tegración convenía cortarla de cuajo, pero además de
ser testarudo Monleón creía haberse ganado el dere­
cho a un antojo. Pensaba que no le haría mella man­
tener la conciencia entrenada; al fin y al cabo sólo
unas semanas atrás habían estado a punto de derrum­
barlo. Enfrascado en el perfeccionamiento de unas

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máquinas que le permitían fabricar mejores cojinetes
que los que había fabricado su padre, ebrio del per­
fume a uva rancia de las cavas que acababa de com­
prar, dos hijos, una mujer siempre elástica y algunos
sets de tenis a la semana le habían conservado la piel
fresca y el cerebro en salmuera. Seguramente habría
caído en el lazo, se decía, si las señales no hubieran
sido tan flagrantes. Pero por suerte los conspiradores
no eran hjjos de la sutileza y pese a tanta vida pres­
tada a los otros él había conseguido escabullirse.
Apenas a tiempo, era cierto, porque al prin­
cipio los zarpazos habían dañado sin estrépito. A me­
diados del invierno una de las mucamas había desa­
parecido del piso con un reloj de Cartier y dos o tres
pañuelos de seda italiana. Monleón se olvidó pronto
del robo porque, la esposa, que era escocesa, le había
facilitado el sueño a fuerza de lamentos en un gaélico
que sólo las desgracias le traían a la memoria. A mitad
de marzo una vieja con pinta de profesora de idiomas
lo había encañonado con una veintidós a la salida del
sauna, y dos noches después, cuando estacionaba el
Citroen para ir a la Opera, un andaluz vestido de ne­
gro le había escupido las dos manos antes de agen­
ciarse la radio estereofónica. Monleón Jr. no llegó
a decidir si el tipo iba verdaderamente armado; por
entonces Basilio empezó a confesar que más de una
noche recibía llamadas: una voz lo saludaba aparen­
tando remilgos, después hacía ruido de gárgaras y an­
tes de colgar le preguntaba si nunca había soñado con
búfalos descuartizados. La enciclopedia les explicó
cómo era un búfalo, aunque no por qué, con el pre­

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texto de una trifulca de básquet, en el colegio deja­
ron magullado al hijo menor, un rubiecito que Mon­
león solía llevar a hacer footing todos los domingos.
Al mayor la madre le descubrió cocaína en un bol­
sillo. Monleón se detectó un dolor en el costado.
Empezaba a gustarle identificarse con Cristo,
abierto por un golpe de lanza, cuando una tarde entró
a una farmacia a comprar analgésicos y se encontró
con una herida de verdad. Dos muchachos vaciaron
la caja del farmacéutico; por titubear al entregarles la
billetera, Monleón se ganó un toque de navaja. Cual­
quiera hubiera pedido alcohol, pero en esa sangre que
caía de su muñeca a las baldosas él vio sangre de ma­
cho cabrío y, en un mareo, retículas de panal y un
cadáver con sus rasgos b^jo la superficie del charco.
No le hizo falta contárselo a Basilio para ver
claro que estaba cercado por una conspiración. Antes
de que consiguieran secuestrarlo, exigir un impuesto
que nadie podría pagar, ingresarlo en una clínica sui­
za o emponzoñarle los jugos de fruta, con una desca­
rada resolución despachó a la familia íntegra a una
casa de campo, cerca de la destilería que su suegro
tenía en las afueras de Manchester. Hubo cartas, pe­
rentorias o doloridas llamadas telefónicas de los pa­
rientes políticos. Nada le daba remordimientos; lo
empujaban el miedo y la convicción de que había
hecho lo justo para no regalar nada al enemigo. Ence­
rrado en una suite de hotel, se encontró jugueteando
con la energía arcaica que la soledad le iba devol­
viendo. Vendió las cavas y el piso y, gracias a la tarjeta
de una compañía de protección que le había dado el

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sereno de la fábrica, contrató dos agentes privados
que se surtían de armas en Amberes.
Como quien imagina una sala de music-hall
para la mujer que anhela ver cantar, Monleón se en­
tregó a diseñar un minucioso sistema de seguridad
para Kelany, la finca que su madre había hecho cons­
truir a tres kilómetros del mar y hasta entonces él no
había usado nunca. Una vez instalados los alambres
electrizados, la red de micrófonos, la garita y las célu­
las fotoeléctricas, convocó a Basilio y en una cere­
monia de medio tono le propuso que se fuera con él.
Basilio lloró, no sólo porque a los sesenta y tantos
años le dolía dejar sola a su mujer, sino porque sen­
tía renacer la abnegación que una vez había ofrecido
al padre de Conrado como se ofrece una flaca bolsa
con ahorros.
Se trasladaron a fines de abril, Monleón car­
gado de catálogos de compra y Basilio con los docu­
mentos de la fábrica. En las horas de luz de los pri­
meros días Monleón, hechizado, arrastraba los pies
por el jardín atisbando el centelleo lejano del mar; la
casa se le hacía trinchera, castillo u hormiguero des­
habitado mientras alrededor todo el campo se infla­
maba de ataques sorpresivos, por mucha quietud que
aparentase. De noche se guarecía en el estudio, escu­
chaba noticieros de radio y televisión o sorbía tene­
brosamente un coñac mientras ingresaba datos logís-
ticos en un insuficiente ordenador Spectrum. Para
distraerse, llenó la piscina y consiguió que Viescas, el
cocinero, lo ayudara a lijar los muebles y lustrarlos.
Volaron tres semanas antes de que se pusiera in-

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quieto, antes de que proclamara que el mejor mo­
delo de defensa flaqueaba si no podía resistir una
pizca de improvisación de mujer. Entonces mandó
a Basilio a poner el anuncio, y de las seis muchachas
que se presentaron eligió quedarse con la más arisca,
ésa que parecía un ratero.

-É l solo se firmó la sentencia -d y o Basilio


cuando terminó de mostrarme la casa—. Mas yo no
quise blasonar de vidente, y de mi parte no insistí.
A mí me importaba muy poco. Yo estaba por
cerrar un trato, no sabía de qué sentencia me habla­
ban, y la voz de Basilio no era de las menos adorme­
cedoras. Al principio, al menos, no quería saber más.
Sin embargo en Kelany había, junto con la fragancia
a yeso y pinotea de los lugares de descanso, algo lú­
gubre en la apresurada pulcritud, como si un escua­
drón de saqueo se hubiera ocupado también de la
limpieza. Duelos, eran; el televisor, la aspiradora, los
muebles de mimbre, las cortinas floreadas retenían
el peso de un goce demasiado accesible. Mentiría, cla­
ro, si dyese que en aquel momento lo pensé. A mí
me importaba muy poco. Estaba nervioso. Me acaba­
ba de separar de mi mujer y esa tarde la llaga había
vuelto a supurar. Por poco me había librado de acu­
chillarla. Se había enredado con un inspector de ha­
cienda; y, lo peor, en plena excursión de un grupo
de arqueólogos aficionados. Dejo constancia de que
en la ciudad todo el mundo estaba notoriamente in-

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quieto. Había una psicosis de escapes de gas, otros
días de intoxicaciones con mariscos podridos, o tal
vez fuera que las mentes vivían alguna congestión,
pero lo cierto es que los empeños más visibles no
pasaban de ser dos: trasladarse a Oslo o trasladarse
a Recife. Un inspector de hacienda. Me dolía espe­
cialmente, porque a mi modo de ver ella tenía pier­
nas que merecían medias de seda. Amar las panto­
rrillas de una mujer no es la prueba decisiva, pero de
esa naturaleza era mi amor, y ella le desdeñó la fran­
queza. Ni siquiera hubo lugar a querella criminal. Me
permití incluso cederle el apartamento. Buscando en
el diario encontré en alquiler esta finca que se lla­
maba Kelany. Estaba nervioso, en cierto modo sigo
estando nervioso aunque por otras razones, y supuse
que a comienzos de otoño, en una casa sobre una
loma a treinta kilómetros de la ciudad, los días se
hilvanarían por su cuenta como botones en un collar
con toda la gama del amarillo. En contadísimas oca­
siones supongo con acierto. Opalo. Encontré un clima
de cartones opalinos, perfumes astringentes, ágaves
también y el aura esquiva de un remoto triángulo de
mar. El que alquilaba en presunta calidad de admi­
nistrador era el dicho Basilio Bonomo, hombre adu­
lador y panzón, con independencia del cual me ena­
moré de los pinos, del trébol afelpado en el parque.
Menos me gustó la estatua de cerámica que figura
una Magdalena: en vez de llorar, la muchacha parece
que está hipando. Pero un hombre nervioso no es tan
exigente. Sillones cómodos, televisor: eso me saltaba
a los ojos. A cinco kilómetros, o a tres, hay uno de

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esos pueblos con poca pesca y mucho windsurfing;
pero más allá del otoño los turistas ralean. Basilio
Bonomo publicitaba la casa con fruición. Era alto
como un coloso, podría decirse, aunque despropor­
cionadamente corpulento incluso para su altura, asi­
metría a la cual sumaba una exquisita torpeza. Lleva­
ba sobre los hombros una especie de pelota de tenis,
aunque había ahí dos ojos celestes remotamente ofen­
didos. Imaginó que yo querría enterarme: por qué
tantos enseres, la metódica acumulación de electro­
domésticos en suspenso, y sin embargo una improvi­
sación que no resistía mejores inspecciones. Mal que
mal hizo el croquis, con cierta gula, de la confabu­
lación que había llevado al propietario a recluirse
derrochando escrúpulos. Ya dije que a mí me daba
lo mismo. Pero él seguía hablando.
—Por eso no debo contribuir a la noción —tu­
ve que escuchar, no obstante- de que la desgracia
aflorara de repente.
Cómo usaba las palabras Basilio, uno estaba
a punto de no creerlo, y el mensaje entraba como
entran las lecciones de un curso de inglés para apren­
der entre sueños. Me aclaró después que había naci­
do en Chipre y allí había hecho la infancia. Yo creo
que esconde que es judío. La casa en sí me tenía
conforme pese al clima de hospital. Muy poca alba-
ñilería, nada de techumbres ni cornisas, sólo hormi­
gón, metal, madera, vidrio y estuco perpendicular a
las baldosas, máscara barata para un carnaval organi­
zado por Le Corbusier. Estaba orientada, está orien­
tada hacia el noroeste, le ofrece el ventanal desnudo.

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es grande y útil. El techo se va elevando hacia el fon­
do; como la construyeron sobre un promontorio con
caída al suroeste, la parte de atrás se asienta en una
hilera de pilotes que encierran una bodega. Muchas
habitaciones para un hombre quebrantado. Decidí
llevarme algo, recuerdos de infancia por ejemplo,
porque me pareció que debía aprender a conocerme
mejor. A último momento añadí una colección de la
National Geographic y los tomos de una Historia de
los Descubrimientos: cierto que soy bioquímico, pero
no quiero ni oír hablar de enzimas. Pese a que había­
mos fumado contrato por seis meses, Basilio se de­
moraba, casi tanto como la sensación de que nada
en la casa podía librarse de los contratiempos que él
había mentado.
—Mi jefe inadvirtió que llegarían a destruirse.
Esto es, él y la estrellica que vino de impiegada. Ella
no valía un penés blanco.
Me obligó casi a interrogarlo sobre su jefe,
pero una hora después lo demolió un acceso de timi­
dez. Supuse que no le duraría. Aunque Basilio se ne­
gara a aceptarlo, aunque a m í me importara un rába­
no, por la congoja que volvía ácido el atardecer se
me ocurrió que el emérito Monleón Jr. no había po­
dido soportar algo que él mismo había inventado.
Basilio me rogó que tomara a Viescas, un empleado
que después de la desgracia había quedado a la de­
riva. Viescas es cocinero pero también electricista
o esfinge. Nunca hemos charlado más de lo necesario

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Repentinamente encallado en un organigra­
ma, intentando despegarse de la mecedora, Monleón
espiaba a Sandra a través del vaho del verano. Todavía
no le llamaba la atención que silbase. La miraba pasar
un paño por los muebles del living, y desde los ba­
luartes del estudio le parecía que ese cuerpo hinca­
do, que le ofrecía la espalda, se iba adaptando a las
líneas en fuga de la sala con una aguerrida desenvol­
tura. Le hubiera gustado verle la cara pero ella no se
volvió, solamente enderezó el torso y muy despacio,
como saliendo del agua con un pulpo sobre el hom­
bro, afianzó primero un pie y mucho después el otro
para levantarse. Entonces hubo un encontronazo leve,
rayos de sol que se ondulaban, y Monleón distinguió
el perfil claro, la camiseta suelta sobre las presillas
del vaquero, los codos mal articulados. La luz embes­
tía el cuerpo con mansedumbre, como midiendo ac­
cesibles áreas de piel, pero la espalda era convexa, el
vientre un poco salido, un poco bombeado, la asenta*
dera huidiza, y Monleón no se explicaba por qué de
todos modos la muchacha parecía bonita, no como
una enfermera arrebatadora sino como si le hubieran
regalado un coche, un Lancia o algo así, y deseara
quedarse sola para acariciarlo.
Recordó que la llamaban Sandra. Hizo crujir
los dedos. En la sala, ella se inclinó para darle palma-
ditas a un sofá. Ya no tenía el pelo fucsia: se lo ha­
bían cambiado por un ocre rutilante que hizo pensar
a Monleón en candelabros. No le gustaba mucho que
los rasgos de Sandra fueran grandes y escarpados,
que tuviera cejas demasiado espesas para la fragilidad

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de los hombros, pero casi sin darse cuenta dio con la
cicatriz y le pareció que reverberaba, dilatándose, re­
trayéndose, nutrida por la mirada verde como por
un chorro de clorofila, e hizo un gesto de impacien­
cia, de aprensión y de piedad.
Sandra se alejó. Para olvidarse de la cicatriz
Monleón se impuso memorizar la zona de la casa que
daba al noroeste. Ahora Sandra estaría en la esquina
opuesta, donde la claridad de dos ventanas confluía
sobre la mesa de billar; en el medio, vigilando el par­
que, estaba el living que había quedado solo y en el
ángulo ñor-noreste estaba él en su estudio, con un
catálogo de compras por correo abierto sobre las ro­
dillas. En los estantes se repartían muchos objetos,
pero Monleón estaba seguro de que ese orden podía
asimilar más cosas útiles sin resentirse. Al guardar el
catálogo en un cajón se encontró con la rodillera tér­
mica. Le pareció que la tela elástica quería decirle
algo y desvió la mirada hacia los relojes. Aturdido,
como si de golpe lo hubieran trasladado a una ver­
bena repleta de borrachos, advirtió que un Seiko de
resortes y los dos Mitsubishi digitales atrasaban más
de una hora cada uno. Las zapatillas de Sandra vol­
vieron a rozar las baldosas del living. De un salto, dis­
puesto a reparar no sabía bien qué ofensa, Monleón
agarró su Polaroid y fue a plantarse en el vano del es­
tudio. Ella estaba silbando sin mucha inspiración una
melodía monocorde y Monleón esperó que girara la
cabeza para apuntar al silbido que le escapaba de
la boca. Apretó el disparador. Mientras ella dejaba
caer el labio de abajo, un tímido ruido de motor

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abultó el silencio. Ella se adelantó para arrancar la
foto pero Monleón le ganó de mano.
-¿Q ué estás haciendo? ¿Qué coño te has
creído?
-E l personal que trabaja en esta casa tiene
que estar registrado -dijo Monleón guardándose la
foto en el bolsillo.
-Conmigo no jugarás a la policía -d ijo ella,
y la mirada verde se diluyó, dejando la cicatriz negra
y opaca como un palito quemado. —De m í nadie tie­
ne fotos. Yo no presto el alma.
Monleón adivinó que se le iba a tirar encima.
La frenó con el brazo libre y al verla rígida le puso
la mano en el hombro, quizás para confirmar que,
como todos los hombros, ocultaba una articulación.
Ella miró la mano y dio un paso atrás.
-E ra una broma -dijo Monleón sonriendo-.
Pero de todos modos no me gusta que silben en mi
casa. Hazme el favor.
Después se metió en el estudio y rompió la
foto en cuatro, pero no pudo encontrar el canasto.

—Tienes un olor en el cuello y otro olor en


los brazos. Los dos son buenos, pero me gusta más
el de los brazos. Pero los dos son buenos. ¿Tú te
acuerdas de m i olor?
—No lo sé.
-Prueba. Yo creo que acordarse del olor de
alguien demuestra si te gusta de veras.

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—A ver.
-Bésame un poco. No, bésame aquí.
-Pero si hemos terminado hace un momento.
-E s lo decisivo... Ay, perdona... Joder...
—Para; para. Siéntate un poco. Caray, tienes
una tos de rinoceronte. Te dije que el cigarrillo es
una basura.
—Mi padre dice que la tuberculosis se hereda.
—¿No estaba muerto tu padre?
—No sé. Claro que en m i familia nadie tuvo
tuberculosis.
-Pero un poco de fiebre tienes. Vuelas de
fiebre.
—Qué me importa. Anda, bésame. O huele.
-Vamos a duchamos.
-Ojalá nos hubiésemos conocido en la Edad
Media. ¿ Te habría gustado aprovecharte del derecho
de pernada ?
-Suelta ese pelo.
-E s un “cabello". Haré un nudo.
-E s un pelo.
-S í, es un pelo. Tómalo. Come.

El calor ayudó a Monleón a perdonarse por


no haber mirado la foto, y la perseverancia de Basi­
lio a encontrar el canasto en un armario de la des­
pensa, entre tubos de insecticida y reproducciones de
pinturas francesas del dieciocho, deslucidos tesoros
de su madre que a partir de entonces engalanaron al­
gunas paredes de Kelany.

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A la mirada verde nada tenía por qué regre­
sarlo. Según los datos de su agenda, ya hacía una se­
mana que desde un rincón del parque, donde la pista
de tenis se encajonaba y una cerca de alambre pro­
longaba el muro de piedra, había descubierto un pe­
dazo de mundo que se alimentaba a sí mismo con la
perfección de las transformaciones gratuitas. Y aun­
que Monleón nunca hubiera conocido nada de veras
gratuito, los movimientos de esos hombres que pare­
cían trabajar alrededor de una excavación, a veces
desganados, a veces frenéticos de aire yodado, le acer­
caban en ráfagas imprevistas el olor a sobacos y fruta
podrida que para él tenían los juegos de campo. Des­
de el principio había sabido, con todo, que ahí se
amontonaban demasiados materiales, mezcladoras,
trépanos, listones, piedras de sillería, bloques de gra­
nito, cedazos, bolsas de cal, una logística arbitraria
y ostentosa. La habían dispuesto alrededor de un
montículo coronado por un dolmen, como si a un
hotelero de la costa se le hubiese ocurrido impro­
visar un museo de la construcción para confundir
a los turistas.
La noche que Monleón había prestado aten­
ción al amasijo, los bultos se achataban ante las dos
columnas del dolmen igual que gente prosternada
y, aunque se sintió un poco culpable de no haberse
preocupado antes, pensó que un dolmen no era cosa
fuera de lo normal. De modo que había seguido ti­
rando pelotas esquinadas para que Basilio trotara in­
fructuosamente b^jo los focos, hasta que, harto de
no poder subir a la red, se había encerrado a cenar

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con las noticias de la tele, munido del plano para un
grupo electrógeno, lápices bien afilados, rotuladores,
alka-seltzers, pomada para zapatos y una botella de
Remy Martin, bastante satisfecho por la organización
de troquel que le iba imponiendo a la casa. A la ma­
ñana había abandonado la ducha limpio por fuera
y por dentro, pero después del desayuno había caído
en la trampa de la cancha de tenis. Mientras pasaba
la apisonadora por el polvo de ladrillo, la mirada se
le había vuelto a ir hacia el dolmen. Ciento veinte
metros, a lo mejor ciento cincuenta, no eran distan­
cia idónea para descifrar los movimientos de una cua­
drilla, mucho menos cuando el viento arrastraba pala­
bras sueltas y negaba la mayoría. Pero no era eso,
aún. Si Basilio hubiese aparecido para fiscalizarlo,
igual Monleón habría seguido traspuesto, la nariz a
una cuarta del alambre, los ojos enfocados en esos
tipos ociosos, monigotes casi, los brazos cortos, las
piernas combadas, o al revés, los brazos combados,
las piernas gordas, las manos con botellas, panes, en­
saladeras, mazas, cuchillos, cables, tenazas, llaves, re­
banadas de pan, ajo, pimiento. Las bocas se veían
mal. Y ellos, sentados en bloques de piedra comían
una comida insondable. Pero más que saber lo que
comían, a Monleón le hubiera gustado entender cómo
habían abierto un boquete en la colina, un agujero
con forma de rombo, y además alzado en una sola
noche una chimenea de ladrillos que entraba en las
nubes bajas como una cerbatana. Un rato más tarde
los hombres salieron del letargo para entregarse a una
desfalleciente actividad. El andamio con que preten­

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dían rodear la chimenea no debía ser necesario: poco
después del mediodía un bulldozer aniquiló las dos
estaturas, y Monleón, desistiendo, corrió a refugiarse
en la ducha porque se sentía sucio de algo más vis­
coso que la cola.

Más tarde, cuando ya había metido a la chica


en la casa, no sólo Basilio sino también los guarda­
espaldas lo sorprendieron ocupado en defender la
uniformidad que estaba conquistando. El mismo notó
algo. Si a solas se miraba en el espejo largo del dormi­
torio, mejor en ropa de footing, en las pantorrillas,
en el puente de la nariz, en el abdomen seguía adivi­
nándose las válvulas que lo impulsaban a encuadrar
el tiempo en un equilibrio sin fallas. Más peliagudo
en cambio era toparse con la chica junto a los pilares
del fondo, a la entrada de la bodega, y cruzársela en
los pasillos le daba mareos. No eran mareos fuertes;
le infiltraban el cuerpo con el sabor agrio que tam­
bién empezaba a traer el agua, como si de noche al­
guien derramara en el depósito puñados de sal de
apio. El suponía que la asepsia del campo no era
buena amiga; Basilio, cauteloso, prefería recordarle
que después de todo seguía siendo un hombre en pe­
ligro, y que aún desconocía a los enemigos. Entonces
Monleón aceptaba, casi a regañadientes, la necesidad
de observar mejor a la chica, los ademanes de gru­
mete cuando vaciaba el agua del balde, el cuello an­
cho de hermafrodita, una secuela del bocio o aun
del desenfreno.

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Una tarde, a los cinco o seis días de haberla
tomado, la descubrió removiendo la tierra del cuadro
de tulipanes que había frente al estudio. Lo alegró
que supiera manejar la espátula, y supuso que a lo
mejor era jardinera. Un rato después comprendió que
ya no estaba examinando nada. Escudado en la cor­
tina, Monleón se acercó al antepecho. En un soporí­
fero fluir de colores degradados la chica, sentada en
posición de loto, se enchastraba las manos en los te­
rrones, la espalda curva como si interpelara a los tallos
erguidos. Detrás de ella uno de los guardaespaldas, un
rubio demacrado que siempre llevaba la corbata en
el bolsillo, se entretenía curioseando.
La chica arrancó un pétalo. Monleón hizo una
seña. El rubio desapareció con la ametralladora en
bandolera. Mientras con un gesto aprensivo la chica
mordía la manchita anaranjada, Monleón buscó una
de esas nociones que le gustaban, un par de coorde­
nadas ortogonales por ejemplo, que pudiera super­
ponerse a aquella expresión cada vez más agraviante.
En seguida se desalentó: nada iba a servirle porque,
como Basilio no hubiera tardado en conceder, alrede­
dor de la cicatriz, en la cara de Sandra se amalgama­
ban todos los síntomas de la desorganización mental.
No supo cómo, apenas se sentó en la mece­
dora quedó inerte como una viga. Al despertarse, an­
tes de volver a la ventana consultó los relojes. Fun­
cionaban todos a coro menos el Bulova, que se había
parado. Monleón Jr. recordó haber soñado con una
lluvia de engranajes dorados, una lluvia rica y fecun-
dadora. Tenía ganas de ir a ver qué hacían los obre-

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ros y no le pareció una tentación malsana. Pero cuan­
do llegó a la pista de tenis, más allá del alambrado
sólo había una masa de sombras de ocaso dominadas
por el esqueleto de un campanario. Lo abrumó una
especie de desamparo y recordó el pétalo desecho en­
tre los dientes de la chica, la cicatriz como una luciér­
naga. Para no irse a pique entre ideas de barro, se
puso a hojear un manual de termodinámica.

Algo que puedo decif de m í es que, de ser


algo, no soy como Monleón Jr. A m í siempre me ha
gustado salir, al cine, a ver qué hace la gente, a reu­
niones, no muchas, a las fiestas populares. De no ser
por los contratiempos sentimentales un día hubiera
prosperado como aventurero. Así es que de la entra­
da de Kelany partía un camino breve, curiosamente
flanqueado de cedros, que confluía con la carretera
que llevaba a la costa. Esa carretera venía del sud­
oeste y antes de rumbear para el noreste trazaba un
largo semicírculo que a unos ochenta metros del
muro, hundido entre dos terraplenes, ceñía toda una
vertiente de la finca, la del lado de la piscina y la pista
de tenis. A mitad de la curva había una fonda, un
edificio b^jo, pintado de azul, que algunas veces pa­
rece un bar pobre y otras el recuerdo de un motel.
Más adelante un cartel enorme con una mujer en bi­
kini y un hombre en ropa de tenis, bastante ajados
por la sal, publicitaba terrenos en venta. De la urba­
nización, que no hacía progresos visibles, apenas era

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notorio un dolmen de dos pilares, no sé si antiguo
o fabricado, que además de ser alto para dolmen se
afincaba en un montículo. Ni el cartel ni el bar se
veían desde la casa. Decidí que el hombre pintado
contra un fondo de palmeras y veleros evanescentes,
alegre de tiempo soleado, era el sosia de Monleón Jr.
Menos desdichado que el verdadero, por ser una ilus­
tración, pero tan rozagante como él. Bien alimentado.
Expeditivo, daba a entender Basilio. Me cansaba ese
cartel. En el bar había promesa de seres humanos
vivos, deseosos de relacionarse, así que entré a beber
un Martini: es un decir, porque el alcohol suele ener­
varme. Ahora bien ¿por qué fui a la fonda si el pro­
pósito era estar solo para examinarme sin interrup­
ciones? Creo que fue Kelany, o lo que en Kelany ha­
bía ocurrido, lo que avivó el ganglio morboso de que
todos estamos hechos, y me puso en movimiento.
Desde la cocina llegaba un tarareo de mujer joven,
música ésta reconocible por lo espasmódica y con­
fusa. Atrás de la barra un hombre con apariencia de
dueño secaba copas baratas; no pasaría mucho de los
treinta años, era alto, lleno de bonhomía, con una
barba negra y tupida de desertor de la Legión Extran­
jera. Estaba por pedirle el Martini cuando un gran
danés verdaderamente violeta me acorraló a ladridos
contra el refrigerador. Le vi las caries, olí el aliento
criminal. Antes de echarlo el tipo se tomó su tiempo
para admirarme las contorsiones. Si hay algo que me
espanta son los perros irrespetuosos. Todos los perros
son irrespetuosos y atacadores.
—Pero fíjese usted qué curioso. A él le pasaba

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como a usted —dijo el dueño cuando volvió de atar
al animal.
—¿Quién era él?
—Monleón, desde luego. El propietario de la
finca donde usted está viviendo.
—¿Ya sabe?
-Oiga, le ruego que me perdone. Aquí sólo
vienen los obreros y gente de paso. No es curiosidad,
es que no pasa nada. A mí me llaman Lennon porque
estuve casado con una japonesa. ¿Le sirvo algo?
Mientras yo bebía una cerveza Lennon me
explicó que una vez el perro se le había escapado
hasta la puerta de Kelany. Aclaró que el perro se lla­
maba Duque. Monleón no lo sabía ni le importaba:
lo había mandado ahuyentar a fuerza de tiros al aire.
No me cabía duda de que era muy posible. Más: me
parecía tan natural como los Porsches que volvían
de la costa arrastrando catamaranes. Lo que no tenía
nombre era el bar. No obstante había una máquina
de música y elegí una de esas canciones que algunas
mujeres cantan para exaltarse. Fue pura casualidad.
Después retomé el puesto junto al mostrador y me
puse a golpear los nudillos contra la fórmica. Bailo
únicamente cuando hace falta, aunque ese matiz de
mi personalidad a Lennon no tenía por qué im­
portarle.
-E sa canción se llama Soy como soy -seña­
ló—. Me llama la atención. La chica la ponía muy
seguido.
—¿La chica de la desgracia?
-¿Q ué desgracia?

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—No se preocupe. Bonomo me ha contado
que Monleón tenía una empleada.
—Puede estar seguro de que no me preocupa
-d ijo Lennon-. Pero así es, Paulina Souza. Cómo a
él la música le tocaba las narices, quiero decir que en
la casa la tenía prohibida, la muchacha se dejaba caer
por aquí de vez en cuando. Yo prefiero llamarla San­
dra. A Bonomo lo he conocido porque venía a bus­
carla. Ella era capaz de hacerse la mona con tal de
que el pobre hombre tuviera que llevársela con ma­
los modos.
-¿L e gustaba eso?
—Vaya usted a saber. Me parece que más que
nada tenía una manera personal de entenderse con el
patrón. Yo sólo sé que le gustaba Meat Loat, y Phil
Collins. Y decía que la chiflaba ser como Grace Jones,
una negra alta como una jirafa, por lo que ella me
contó. A mí es que el rock de estos tiempos me la
sopla. Me he criado escuchando a Bing Crosby. ¿Y
usted?
Le contesté que prefería la música seria. Ha­
bía terminado la cerveza, el tema estaba agotado
y era hora de regar las plantas. Basilio no me hubiera
perdonado dejadeces. Desde la carretera me pareció
que la casa concentraba el atardecer. El techo al ses­
go, los ventanales como metálicos vestidos de cock­
tail, las aristas categóricas: lo único fresco de la tar­
de aunque ya estábamos en octubre. Era tristísimo
volver al living sin la menor esperanza.

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Como siempre que oía cantar, Monleón tuvo
la impresión de que una banda de comadrejas le roía
las piernas. Desenchufó el masajeador capilar y salió
del cuarto a recorrer los pasillos. Después de cruzar
el vestíbulo trasero bordeó el baño de huéspedes, se
internó en el corredor de la cocina y abotagado por
el progresivo vigor de la música se asomó a la des­
pensa. En puntas de pie sobre una silla, Sandra in­
tentaba meter en el armario una c^ja de botellas de
leche. El chirrido de la puerta la hizo trastabillar, pe­
ro en vez de ayudarla Monleón se apoyó en la pared.
Resoplando, sacudiéndose la camiseta sobre el vien­
tre, ella se sentó.
—Me has asustado, oye -d ijo con una voz
densa.
Monleón miró la pared vacía que tenía en­
frente. Basilio pasó por el corredor arrastrando a Vies­
cas hacia algún deber, y los sonidos de los cuatro pies
se perdieron en las babas del calor.
—¿Qué cantabas? -preguntó Monleón.
—No lo sé. No me acuerdo. Una canción de
los Rolling Stones, Esperando a un amigo. Pero no
sé, es en inglés.
—¿En qué quedamos? ¿Sabes o no sabes?—
Antes de que ella contestara, Monleón encogió los
hombros y siguió hablando—. Puede que no te haga
gracia, pero tienes que saberlo: en mi casa se evita
cantar. Como si estuviera prohibido, eh. La polución
empieza por los ruidos, y el primero de los ruidos es
la música. ¿De acuerdo?
—Vale. Vale, de acuerdo—. Sandra sacó del bol­

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sillo del vaquero un paquete de Ducados y un encen­
dedor. Encendió un cigarrillo y agachando la cabeza
se disparó el humo contra los muslos—. No me dirás
que no eres original.
-S o n maneras de ser. Oye, se te caerá la ce­
niza al suelo.
-Jam ás —dijo ella levantándose—. Si me dejas
pasar iré a la cocina.
Monleón siguió a la figura angosta que tenía
algo de elfo y mucho de deshollinador. Como sospe­
chaba que la música había desaparecido para siem­
pre, intentó repararlo invitándola a beber una cer­
veza. La perplejidad de verla chupar de la botella lo
hizo rechinar los dientes, pero no dijo nada porque
con la mano libre Sandra agarró una esponja y se
puso a limpiar el mármol. Hubiera querido que Vies­
cas no se complicara con labores que lo distraían;
hasta era posible que se hubiese ido a dormir la sies­
ta; y ahora él lo necesitaba de veras.
—¿Por qué te llaman Sandra? —se oyó pre­
guntar.
Ella volvió la cara. El hombro casi tocó la
barbilla y Monleón se dijo que vistos de perfil los
dientes eran tan cortantes como el nimbo del alien­
to. La cerveza le dio escalofríos.
-Porque es más corto que Paulina.
—Sin duda.
—Eh, no, no te lo creas -la risa hendió el ca­
lor rociándolo de cerveza-. Sandra viene de Casan-
dra, que es una mujer de la mitología griega, una

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princesa o algo por el estilo. Se hizo famosa porque
profetizaba mentiras.
- A mí las mentiras me repugnan —Monleón
examinó su vaso con una enérgica m elancolía-. Yo
soy de los que piensan que han de tenerse espaldas
anchas para soportar todo lo que salga al paso.
-Pues las tienes bastante anchas —dijo ella
rascándose las costillas. En las arrugas de la camiseta
azul se iba depositando la humedad que entraba por
la ventana—. Pero no vayas a pensar que soy muy
mentirosa. Mucho no. Lo normal. Es que mi madre
es griega.
—Souza no es un apellido griego.
—¿A ti no te encanta Alejandro Magno? Yo
pienso que sería el no va más, es decir... Pero ahora,
claro, no se pueden conquistar continentes enteros.
Hay que viajar a la India en avión, como los que van
de místicos.
-¿D e místicos? El único místico.que hubo
fue San Juan.
-B ueno, .llámales* como quieras. Yo conozco
una tía .que volvió de la India con los ojos en blanco.
—¿Te das cuenta de que Souza no es un ape­
llido griego?
—Desde luego que no. El que es portugués es
mi padre. Pero ahora está por aquí y trabaja en un
taller gráfico -so ltó tal carcajada que Monleón tuvo
que apoyarse en la m esa-. Yo llevo el apellido de él,
como todo el mundo. Oye, qué buena es la cerveza
helada.
Monleón dejó el vaso sobre el mármol. Ahora

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estaba a dos metros de ella. De reojo atisbó el pelo
dorado de henna, envuelto en el humo de la última
bocanada, y un bienestar como el de los días bien
aprovechados le saturó de repente las venas del cuello.
—¿Sabes qué estoy pensando? -e s ta lló -. Tú
sigue trabajando, quiero decir, haz las cosas bien, lo
mejor que puedas. Yo te voy a echar una mano. Te
voy a ayudar, me comprendes. Algo se me va a ocu­
rrir, y te aseguro que puedes confiar en mi palabra.
Notó que la boca se había cerrado, no con
dureza sino como si los labios se extrañaran. A través
de los párpados entornados la mirada goteaba sobre
la cicatriz como agua mentolada.
-Prim ero tienes que explicarme en qué me
vas a ayudar.
Monleón miró por la ventana. Sólo ahora se
daba cuenta de que el golpeteo que oía era de lluvia.
Detrás de un cielo de pedernal el sol estaría bajando;
la trama oscura del aguacero desdibujaba la cancha
de tenis. El pedernal se agrietó, un fogonazo iluminó
la ventana y un trueno vibró en los cristales.
-Hostia, qué tormenta.
-S i quieres puedes quedarte a dormir. Lo
único que falta es que yendo a la estación te caiga
un rayo encima.
-N o será para tanto. Y además no me gusta
cambiar de cama, sabes.
Uno de los guardaespaldas, no el rubio sino
el otro, magro, pálido y lampiño como un chino,.pasó
frente a la ventana con un anorak amarillo. Monleón
descubrió el verde renovado del césped y el plumaje

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negro de dos mirlos. No tenía idea de cómo habían
llegado.
-M e estás mintiendo -dijo, y procuraba no
parpadear.
-M ira, si quiero alcanzar el tren de las siete
y veinte tendré que darme prisa. Hasta mañana.
Monleón buscó a Basilio para jugar al billar.
Solamente le gustaba el billar cuando llovía, y no era
una costumbre nueva. Mientras elegía el taco, la lisura
de las paredes, la opaca bola de luz en la hornacina
le convencieron de que con los buenos gestos todo
se acomodaba mejor. Después se preguntó adónde
iría Sandra cuando llegaba a la ciudad.

-¿Quieres saber? Fue con una lata.


—Te la pasaron por la cara. Algún delincuente.
—No. N o exageres.
-¿M e vas a decir que fu e comiendo atún?
—Adivina.
-D éjam e tocar. ¿Te duele?
—No. Si no la veo me olvido.
—Tiene relieve. Está caliente. ¿ Y entonces?
-Adivina.
—Fue una venganza. Un pervertido.
-F u e jugando a policías y ladrones. Una ami­
ga me hizo una zancadilla y caí sobre un bote de piña
en almíbar. Me dieron la antitetánica.

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-L a gente no deja latas viejas donde juegan
los niños.
—Si tú lo dices.

Toda la noche un viento desbocado acometió


la casa arrancando ramas, cortezas, gajos de masilla,
volcando andanadas de agua que retumbaban en el
techo y colmaban los desagües. Hastiado de lucidez,
a la madrugada Basilio se puso a rondar por la casa
hasta que en el living, impávido en el pijama como
una gran cigüeña, quedó paralizado por el haz de la
linterna de Monleón.
Decidieron trabajar. Pero por más que estu­
vieran poniendo al día las fichas de los vendedores
de la fábrica, el amanecer les impuso el panorama del
parque sembrado de peces duros y brillantes en la ja­
lea de la luz: jureles, lucios, merluzas, lenguados, pa­
lometas, cada uno nacarado como una escama de la
hierba. En el portón, ensartado en una de las lanzas,
un róbalo carbonizado parecía proponerle acertijos
al centinela.
—¿Usted cobija la idea de que esto ha sido
adrede? —preguntó Basilio.
-¿Y usted cree que un delincuente se va a gas­
tar un dineral en pescado sólo para joderme? De to­
dos modos no perderé la calma -d ijo Monleón, y pa­
teando peces se fue a poner la ropa de jogging.
No alcanzó a dar dos vueltas completas al

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parque. Frente a la entrada de la cancha de tenis pa­
tinó en una laja. Se había hecho al hábito de analizar
los detalles de cada caída de su vida para impedir
que volvieran a conjurarse, pero esta vez no descu­
bría nada que un demonio no hubiese podido traer
junto con la tormenta. Era una situación rara e ines­
table: desvíos del clima mediterráneo. Torciendo un
poco el cuerpo fue reconociéndose la cadera. No ha­
bía contusiones, pero tampoco sentía ganas de levan­
tarse: sólo la tentación de estirar el cuello, y aguzar
la vista, y otear el paisaje más allá de la alambrada.
Y más allá de la alambrada había corcovas de un ver­
de muy vivo, un rielar de gotas demoradas y por su­
puesto el dolmen.
Eso veía o creía ver las piedras verticales
agobiadas, gordas, la humedad comiéndolas con som­
bras minuciosas, una queja, un tanto de avaricia, el
techo pesado y refractario como una cicatriz debili­
tando al tiempo. Pensó que era suficiente e hizo un
intento más de levantarse. Pero entonces vio a los
obreros. Se habían multiplicado. Frenéticamente tra­
bajaban y con el trabajo el número crecía: una densa
población alrededor del túmulo, sin resquicios, sin
albergue, sin acuerdo, indecentes, gibosos, estornu­
dando, sin pañuelo, rascándose las caras al sol, uno
con el panderete dos con el mortero cinco removien­
do tapial los demás levantando largos postes. Mon­
león se preguntó qué se habría hecho del campana­
rio. El grito asustó a Basilio. Monleón d(jo que no se
acercara: los zapatos de los tipos chapoteaban con
cierta gracia en el barro; lo que ahora se veía1 eran

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muros. Un límite rectangular: el lobby de un hotel,
un teatro o un mausoleo. Pero de pronto uno derri­
bó un poste a patadas, los demás se rieron, otros lo
empujaron, y de la tierra nerviosa se alzaron tibias
nubes espermáticas. A duras penas Monleón consiguió
levantarse. Aunque no tanto como para preocuparse,
estaba seguro de que se le había vuelto a acelerar el
pulso. Se dijo que podía seguir trotando, completar
al menos un par de circuitos alrededor de la casa, y
con una sonrisa intentó vanamente expresarle a Basi­
lio que muchos ardides más iban a hacer falta para
derrotarlo. Pero cuando pasaba frente a la garita una
racha de viento agitó el róbalo ensartado en la reja,
y Monleón no pudo soportar que justo en ese mo­
mento, cubierta con un impermeable rojo, Sandra
avanzara con la cabeza gacha como si sólo para ella
siguiera lloviendo. Casi sin resuello fue a cerrarle el
paso. Sandra se detuvo. Repentinamente pálida, miró
por sobre el hombro de él, vio el pez en la lanza y una
mueca le torció la cicatriz.
-S erá mejor que hoy no trabajes -d ijo Mon­
león.
Como ella no contestaba, arrancó el róbalo
de la reja y se lo arrojó a los pies. Dos gotas pardas
saltaron a la tela del vaquero; y aunque hubiera de­
bido ser Sandra la primera en retroceder, Monleón
fue más rápido. A medida que reculaba la cara se le
iba llenando de ansiedad.
—Quiero decir que hoy no te necesitamos.
Puedes irte.
La vio alejarse sin una palabra. No esperaba

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chocar con Basilio apenas se volvió hacia la puerta,
y es posible que de esa impertinencia se aprovechara
para tratarlo sumariamente. Le pidió que fuera a ave­
riguar en qué estaban metidos los obreros ésos. Basi­
lio dejó caer el labio de abajo.
-N o lo juzgo práctico, Conrado, como usted
bien sabe.
-¿C óm o que yo sé? ¿Qué se supone que sé?
Aquí, Basilio, hay una sola cosa cierta. Esos sujetos
son bastos, asquerosos. Hacen cosas sin sentido. ¿Ha
conocido usted a alguien que trabaje por trabajar?
Yo no me fío ni un pelo.
Nadie logró ver desde la casa en qué clase de
diligencias se sumía Basilio cerca del dolmen; y me­
nos Monleón, que estuvo abriendo los peces uno a
uno para analizarlos. Al mediodía, con todo, hubo
un informe escueto: el capataz de las obras tenía pro­
hibido revelar el proyecto de la urbanización a gente
extraña.
—A finales de septiembre comparecerá el ar­
quitecto -dijo Basilio—. Tal vez entonces.
—Pues habrá que estar contentos. Nadie sabe
cómo será el mundo a finales de septiembre -d ijo
Monleón arrugando el ceño.
Basilio le dio la espalda.
-E so creo yo, y muy mucho me alegro.

En el primer cajón de la cómoda del dormi­


torio, donde algunos guardaban pistolas y otros fcu'os

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de cartas encintadas, Monleón tenía un frasco de vi­
drio lleno de un polvo áspero y blanco. Era un com­
puesto de magnesios, hidróxido de aluminio, gel de­
secado y carbonato cálcico que lo ayudaba a neutra­
lizar los malos desayunos; pero aunque idolatrara ese
polvo, una mañana, dos días después de la lluvia de
peces, se impuso soportar los castigos de la dispepsia
con una alarde de voluntad. Gateando en la parte de
atrás del parque, provisto de una lupa, alicates y ke­
rosene, emprendió una campaña doble contra las hor­
migas que abundaban cerca del garaje y los hormigue­
ros repartidos como minas. De haber pasado dos ho­
ras en la piscina no hubiera quedado más convencido
de que algo, fusible o filamento, se le había vuelto
a soldar en la cabeza. La chica, pensó, terminaría por
perdonarle el mal rato, y si no perdonaba siempre ha­
bría tiempo para sorprenderla con razones.
Al mediodía comió en la cocina con Viescas
y Basilio. Tenía que exponer proyectos, y sin embar­
go, un vergonzoso miedo lo mantuvo callado un buen
rato, mirando tercamente el osobuco.
-Basilio —dijo al fin -; mañana, cuando vaya
a la ciudad, me hará el favor de encargar un archiva­
dor de tres cuerpos y una enciclopedia del deporte.
-¿C uál?
—Usted verá. La mejor, claro.
-N o comprendo la comanda —Basilio buscó
los ojos de Monleón con una acongojada expectativa.
—He leído en una revista que el cuerpo hu­
mano es capaz de fabricar anticuerpos para todas las
bacterias posibles. Millones de variedades. Pero no he

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oído nunca que pueda defenderse de pensar dema­
siado. Para eso, dicen, sólo sirven el cansancio y un
hobby.
-Vaya por la novedad -dijo Viescas.
—¿Así pues? —se recobró Basilio.
—No sé si usted sabrá -d ijo M onleón- que
me he pasado casi diez años coleccionando fotogra­
fías deportivas. Ese baúl que está al lado de mi escri­
torio tiene un alto así de sobres, las mejores y las
peores, una variedad de la hostia. Ahora se me ha
ocurrido que podría clasificarlas. ¿Qué le parece?
Por deporte, comprende, y dentro de cada deporte
por especialidad y por género, con apartados para cu­
riosidades como momentos culminantes, deportistas
en ropa de calle, lesiones, todo esto ya lo veremos.
Será cuestión de hacer un programa para el Spec-
trum. Mire lo que le digo, Basilio: tendremos en car­
petas un museo del deporte contemporáneo, por si
fuera poco portátil. No es gran cosa, pero no deja de
ser un homenaje.
Basilio hizo un gesto indicándole a Viescas
que le sirviera más arroz.
—Lo encuentro sensato. Es penible no tener
nada que hacer.
—¿En serio le parece bien? Tenía miedo de
que se riese.
-E s penible estar sin nada que hacer.
-Y o nunca estoy sin nada que hacer.
-L o sé. No lo he culpado.
Monleón dejó caer el tenedor en el plato y

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observó cómo la cabeza de Basilio se mecía con el
tintineo.
—A veces no me entero de lo que está pen­
sando. ¿Quiere explicarme por qué la chica no ha
venido a trabajar?
—Vendrá mañana, no padezca.
—Está claro que la culpa de ciertas cosas no
la tengo yo. Pero vamos a ver: ¿usted cree que a uno
se le puede derretir parte del cerebro y perderlo por
las orejas?
—No me marabiaría.
-Expliqúese, por el amor de Dios.
Basilio se pasó la servilleta por los labios ro­
sados; después la dobló respetando las líneas de la
plancha.
-L a otra mañana, en alejándose, la Sandra le
arrojó una mirada que bueno bueno.
Monleón se precipitó a la nevera para sacar
un flan.
-H a metido la pata, ¿ve usted? Porque yo
no me refería a eso.
-Tal vez conviniera —dijo Basilio.
Sin haber tocado el flan, Monleón fue a ence­
rrarse en el estudio. Esa tarde, mirando las vetas del
color del lacre que surcaban el cielo nuevamente lim­
pio, se dio cuenta de que Basilio tampoco había que­
rido confundir a la chica con las maquinaciones alre­
dedor del dolmen. Resolvió perdonarlo. Y en cuanto
a ella, pensó darle menos importancia que al trabajo
de clasificar las fotos; intimidada, reducida, en ade­
lante tendría la función de proteger algo, como un

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emparrado reseco, o de moverse por la casa con el ra­
dar de enigmas que las mujeres traían desde la cuna.
Monleón habría llegado a idear algún uso para
ese radar si al mediodía siguiente, entrando a su habi­
tación un poco distraído, no lo hubiera devorado una
penumbra pantanosa que olía a alciones y limpia-
cristales. Con el pubis apoyado en la cómoda y la
cara hurtada al espejo, Sandra ordenaba frascos de
colonia o les quitaba el polvo como si estuviera en­
cuadernando un misal. Cuando Monleón le preguntó
en qué pensaba, de la garganta le nació una alarido
que no tardó mucho en transformarse en risa; apenas
algo más de lo que ella tardaba en girarse. Monleón
no la veía del todo bien, pero sí lo suficiente para
saber que esta vez la camiseta era de nylon negro, y
que no tenía mangas, y que la cara alumbrada por el
brillo verde era enérgica y comedida.
-¿Q ué haces en mi cuarto? —djjo—. Ya pue­
des salir.
Ella apretó el pafio. La cicatriz se endureció
gradualmente.
—Pero si todavía no he acabado.
A Monleón le bastó tocarle el brazo para que­
dar perplejo, como un hombre que roba una nuez
por la calle y ve que se le parte sola en la mano. Era
un brazo firme y tenso; Monleón lo miró, y se miró
los dedos aferrándolo, y el brillo de leche que desti­
laban lo hizo apretar más todavía.
—¿Vas a soltarme o no? —preguntó ella.
Lo había preguntado tapándose la risa con el

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paño y Monleón tuvo miedo de que la risa se le con­
tagiara.
-¿Y si no te suelto?
Con un soplido ella entreveró el flequillo que
le cruzaba la frente.
—Tendrás que darte prisa en inventar otra
cosa.
La misma fuerza que Monleón invirtió en be­
sarla se le volvió en contra cuando ella cayó sentada
en la cama. El cuerpo casi no hacía hondonada en el
colchón. Una de las manos arrugó el cobertor. Las
uñas estaban a punto de quebrarse. Como un cura
arrastrado por las visiones de su sermón, también él
cayó; pero la visión lo agarró por las sienes y le de­
rramó saliva en la cara. Debió parecerle que de un
odre agujereado brotaba un licor espeso que, a punto
de ahogarlo, le arrancó una rabia remota y lo dejó ex­
puesto y azorado, los labios inertes contra la cicatriz.
Estuvieron apretados mucho rato, como si pudieran
esperar algo más, hasta que él se separó de un salto.
Después, apoyado en un codo, mirando sor­
prendido la promiscuidad de la ropa en el suelo, Mon­
león estuvo por persuadirse de que también ella te­
nía algo que decir. Pero no decía nada y él se esta­
ba cansando.
—¿Y cuando llegas a la ciudad adonde vas?
—le preguntó de golpe.
—A la casa de mi madre —dijo ella. Tenía los
ojos suspendidos en el cuadro de la pared de enfrente,
donde un hombre con yelmo, calzas, espada y puñal,
de pelo oscuro y poca barba, parecía recitar una ago-

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biada declaración de am or-. Oye, ¿y ése quién es?
—El Cid. Pintado por un francés.
—Vete a saber lo que haría con la espada
cuando se metía en la cama.
—No es un chiste muy gracioso, Sandra.
-Vale, trataré de ser más cómica.
-T ú miras muy fijo o no miras a la cara para
nada. ¿Lo sabías?
—Creo que s í.
-¿Vives con tu madre?
—No, sólo la voy a visitar. En realidad es mi
madrastra, sabes, pero es italiana y le gusta ver a la
familia.
-¿ Y tu padre?
-M urió.
Monleón hundió un dedo en el revuelto pelo
cobrizo. Tiró de un mechón.
—Niña, me has dicho dos mentiras seguidas.
¿Sabes lo que les pasa a los mentirosos?
—Te agradecería que no me llamases ñifla.
¿Qué les pasa?
-L a verdad es que no lo sé —como si no fue­
ra suyo, Monleón miró de reojo el hombro donde
ella había apoyado los labios-. Mi mujer...
—Este calor no se aguanta.
—Sí. Te decía que mi mujer me rogaba que
no le mintiese, no podía soportarlo, te das cuenta,
pero a veces yo me olvidaba realmente de lo que ha­
bía hecho. Cuando uno tiene la agenda muy apre­
tada le pasan esas cosas. Que tontería, ¿no? Ella pen­
saba que yo salía con otras, me pedía que le contara

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detalles. Era desesperante, me entiendes lo que te
digo, porque no siempre yo le contaba mentiras, la
verdad es que muy pocas veces. Todo el resto me lo
tenfa que apuntar en una libretita para no olvidár­
melo. Iba al lavabo a espiar la libretita y luego volvía
a la sala y le contaba. Más o menos era así. No como
un informe, claro, nada sistemático. Lo hacíamos un
día a la semana, no siempre el mismo; hasta hubiera
podido ser un rito cariñoso, como contarse viajes.
Pero, aunque yo fuera un hombre de trabajo, ella em­
pezó con que no podían ser ciertas tantas reuniones.
Entonces, un día, a m í se me ocurrió que a lo mejor
lo hacía para despistarme. Una maniobra disuasoria,
entiendes. Se me ocurrió que la que mentía era ella.
¿Te puedes imaginar la rabia que me dio? La hubiera
estrangulado. Pero no vayas a creer, no se lo eché en
cara. Hay cosas que me pasan por ser demasiado sin­
cero.
Monleón se interrumpió. Había notado que
Sandra tenía las pupilas encendidas como si estu­
viera viendo una película, quizás no una película có­
mica pero de todos modos divertida.
—Ay, perdona -d ijo ella hundiendo la cara
en la sábana.
—No, si no es nada -d ijo él, y soltó la risa—.
¿Cómo fue que te quedó esa cicatriz?
Sintió que una mano le tapaba la boca. Mien­
tras los dedos acariciaban los labios, un brazo laxo
y erizado iba buscando laigos puntos de apoyo en la
clavícula, en el vello del pecho, en las prominencias
de las costillas. Un pezón le rozó la axila. Monleón

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lo miró con tristeza. Bruscamente se sentó.
-¿Q ué te pasa? -d ijo —. ¿No puedes estar
quieta?
—Caray -Sandra hizo rodar el cuerpo hasta
el borde de la cam a-. Eres mejor actor de lo que
parecías.
-¿P o r qué dices algo tan disgustante?
—No seas pelmazo.
Monleón se levantó y recogió la camisa.
-S o n las tres y veinte —dijo—. Si tienes tra­
bajo, mejor será que vayas haciéndolo. Si no te pue­
des ir.
-¿C on este calor? ¿T\i estás flipado? Además
tengo que ayudar a Viescas a preparar conservas. Me
está enseñando.
Monleón titubeó, dudando si abrocharse el
pantalón o tirárselo a la escuálida figura que se des­
perezaba en la cama. Como si lo presintiera, rubori­
zada y extática, ella se encogió de pronto para cubrir­
se con la sábana. El se pasó un cepillo por el pelo
y antes de salir la miró por el espejo. La expresión
de la cara debió) volver a parecerle mal ensamblada
con el silencio terco; la sonrisa, gruesa y sobrante.
—Que yo sepa —dijo— las conservas se hacen
en otoño.

Las canciones que de vez en cuando me tara­


reaba Basilio eran algo impúdicas. Intimidantes, tam­
bién: había en la voz de ese paquidermo sedoso un

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tangente ronquido de impunidad, como si alardeara
de no haber pagado una cuenta. Pero la mayoría de
las veces era un solo acorde triste, y el cielo iba co­
brando el color aparente de una mala aleación. Llu­
vias. Yo esperaba las lluvias de mitad de otoño, tal
vez para que el paisaje se empañara. No era exacta­
mente que Basilio cantara canciones: iba soltando
letanías, estribillos sin rima, todo una prosodia bas­
tante defectuosa. Sin respetar los silencios, me am­
pliaba los detalles de la prueba que el destino le ha­
bía impuesto a Monleón. El destino, decía. Yo me iba
persuadiendo de que Monleón había sido un indivi­
duo expuesto, tan falso inocente como la muchacha;
y eso era todo en mi opinión. Pero Basilio rumiaba:
—Mi jefe fue tanto al bazar que no alcanzó
a cazar.
Y aseguró, o dio a entender, que entrar al
cuerpo de la muchacha le había agraviado los senti­
dos. Considerando mi desamparo, esos detalles no
me ponían más tolerante: la ausencia de mujer sólo
se vence no pensando en mujer. Pero oía. Entrar al
cuerpo de la muchacha le había dejado los sentidos
susceptibles, sutiles como los del señor Usher, irrita­
dos destinatarios de una estirpe abyecta. Me sigo pre­
guntando quién sería el señor Usher que Basilio men­
taba, pero no he olvidado el nombre. De modo que
cuando las fotos de deportes no le ordenaban la ca­
beza, Monleón deambulaba por el parque detectan­
do olores marinos, protegiéndose del sol con antipa­
rras o peor todavía, repitiendo en balbuceos las con­
versaciones imposibles de oir de los obreros alrede-

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dor del dolmen. Basilio sostenía que si su patroncito
se hubiera animado a combinar esas conversaciones
con las enfermedades que seguramente le había fo­
mentado Sandra, el miedo a que la conspiración cer­
cara Kelany lo habría decidido a sacarla por los fon­
dillos. La muchacha prefería usar pantalones, eso es­
taba meridianamente claro. No obstante, no me pa­
recía decisivo. Ni atendible. Yo había visto cómo se
vestía Basilio, con camisas de poliéster blanco con
iniciales bordadas, zapatos casi ortopédicos y moho­
sos trajes de gabardina. Yo lo había visto comer. Co­
mía ingentes cantidades de pan de centeno mojado
en la salsa de la carne; los carrillos de celuloide páli­
do no eran los de un chamán del amor. Después se
demostró, no del todo, que en cierto modo me equi­
vocaba: era amplia la gama de sentimientos de Ba­
silio. Aunque lo llamativo fue que un día, mientras
tomábamos un té en el living y repasábamos una vez
más el contrato, noté que me estudiaba con, diría­
mos, un frío interés. Auscultando mis reacciones con
sigiloso deleite y no sin que pudieran temerse las con­
secuencias. Pronto iba a olvidarme, pero en aquel
momento llegué a desear que no viniera nunca más
a hacerme favores. Todo se confabulaba. Mecheros
en el atardecer. La santabárbara del otoño perezoso
en el cielo. Colisiones de nubes violetas para mi re­
sentimiento. Porque yo estaba resentido. ¿Autodes-
trucción? Nada de eso. Para no pensar en Monleón
me busqué un entretenimiento. Al fin y al cabo a eso
invitaban las proporciones austeras de la casa, a em­
paquetar la conciencia dolorida. En un cofre de mari-

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
ñero había ido acumulando durante aflos piedras de
toda clase. ¿O minerales? Pizarras, en fin, magne­
sitas, celestinas, feldespatos y piroxenas convivían
más bien ofuscadas y mi obligación era acercarles cla­
ridad. A eso consagré varios días. En los sofás de la
sala, en el estudio, sobre la mesa de billar desplegué
la colección, caóticamente al principio aunque con
la idea de destinar un mueble para cada variedad. En
la mesita de té, apoyado en un atril, coloqué el atlas
de mineralogía para poder leerlo sentado en el suelo,
y sobre la esterilla destaqué el tratado de Beerbohm
y un libro ilustrado sobre gemas y piedras. Entre pla­
nos bien definidos y recíprocos, imaginaba, iban a
desvanecerse las nebulosas del abandono. Porque no
perdía la certidumbre de que a mí me habían aban­
donado. Basilio, que una mañana apareció trayén-
dome una vajilla nueva. Sólo entonces reparé seca­
mente en que la vajilla vieja estaba mermada. Viescas
se puso contento. Así yo volvía a prestarle alguna
atención al universo a mano. Con mucha paciencia
Basilio consiguió infiltrarme curiosidad. Le hablé del
bar y de la máquina de música del bar. La fonda de
la carretera, le aclaré. No era necesario aguijonearlo.
Basilio hubiera podido pasarse la mitad de la vida re­
pitiendo decíamos ayer. Aunque era cierto que yo
también había vuelto al bar.
-S í, me tocaba ir a buscarla allí -aceptó él-.
Usted ya sabe, hoy visir, amaniana risil. Pero no era
nada. Lo malhadado es que a pesar de las peleas ella
tornaba. Volvíamos a tenerla trabajando en la casa,
y eso a m í me preocupaba mucho. Porque a veces mi

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jefe se ponía malo, como que oía lo que ningún ser
humano, voces, hasta el verter de una gota en una
casa lejana.
—Si me perdona, Basilio -m e atreví a pregun­
tarle—: ¿usted en qué habla?
Meneó la cabeza como si jugara con un globo.
Abochornados, los ojitos sedientos quisieron animar­
se un poco.
-C uentas del collar de Sefarad. Mi madre era
de Salónica —dijo precipitadamente, y enseguida se
recobró—. Una persona inteligente, artificiosa como
mi jefe... En vano le avisé que como hay machá no
se queman las manos. Después de aquella tarde de­
bió echarla.
Algo similar me había dicho ya, y franca­
mente me parecía descabellado. Le contesté que yo
también había hecho mis descubrimientos, no muy
certificados por la realidad pero interesantes tenien­
do en cuenta cómo estaba sufriendo. Uno de ellos
sugería que Monleón jamás habría echado a la mu­
chacha por voluntad propia. Entonces comprobé que
Basilio podía ser peligroso. Era de verse cómo se en­
fureció aquel cetáceo: súbitamente anegado de amor
propio, era todo un asesino gordo y triste. Manotean­
do el aire, ahogándose en blasfemias, me acusó de
ignorante y de malversar la vida. Dijo que la volun­
tad se sumergía a veces en pozos pretos y había que
azuzarla; que Monleón era distraído pero no cobar­
de, y mucho menos cabeza loca. El, Basilio, sabía lo
que eran los purgantes, su virtud civilizada, y lamen­
taba no haber actuado a tiempo; yo no había cono­

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cido a su jefe. Amenazó con no volver nunca más;
era imposible conversar conmigo. A mí la exhibición
me fastidiaba. Era arduo comprender, y además me
negaba a hacer preguntas claras porque siempre me
ha dado miedo inquietar a los muertos. Creo que ellos
saben transmitirnos lo necesario. Y, de todos modos,
los datos que Basilio babeaba eran superfluos para
alguien-dispuesto a averiguar por su cuenta lo impor­
tante. Se lo dije por puras ganas de herirlo.
-¿A h sí? ¿Con que usted sabrá? Mas quien
seguía los pasos de la muchacha por la ciudad era yo
—me gritó desde la puerta con una voz desabrida-.
Hay otros que se mueren de despaciencia. Basilio Bo-
nomo no; tenía la técnica y la experiencia, y en mal-
hora hubo de emplearlas.
Qué ducho era Basilio: mi suficiencia lo exas­
peraba, pero no tanto como para caer en la debilidad
de ofrecerme verdades. Se las guardaba para más ade­
lante, llegado el caso. Por mi parte, esa noche man­
tuve una confusa entrevista con Viescas. El hombre,
nudoso como una caña, ocupado y cortés, no era ami­
go de glosar los desaciertos ajenos. Yo lo celebraba.
Pero tenía curiosidad, y el ventilador de la desgracia
me chupaba, y no quería que solamente Basilio me
moldeara las opiniones. Por introvertido que fuese,
Viescas me dio a entender que Monleón le había con­
fiado detalles del pasado de temeridad de Basilio, co­
rrerías en los Balcanes, más tarde en Estambul y en
Marsella, se decía que como fiador de rehenes alba-
neses, falso guía turístico entre el Friuli y la Costa
Dálmata, apoderado de una logia de veteranos fian-

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
ceses de la guerra de Argelia o recadero entre contra­
bandistas y brigadas antidroga. Basilio. Cierto o no,
Monleón tenía fe en ese historial, y me maliciaba yo
que había terminado extrayéndole beneficio. Viescas
se puso a ver la tele, que era su claraboya al mundo
humano. Yo volví a mis cuarzos. Más tarde, mientras
me obligaba a escuchar una cinta con fragmentos de
zarzuelas que cada vez me gustaba menos, estuve mi­
rando cómo los pinos se hamacaban bajo un cuarto
de luna. Pensé en mi mujer y en lo poco material que
era la música. Fui atestando la noche de ejercicios
espirituales. Liviana colcha de muerte.

Aunque mucho más allá de la pista de tenis


los obreros rodearan el armazón de una especie de
ábside, casi diluidos, casi inconsistentes, Monleón
estaba consiguiendo ignorarlos. Inclinado sobre el es­
critorio, estudiaba una foto que había descubierto
entre las de voleybol intentando atacarla con todas
las preguntas que le inspirara el papel brillante. Era
la foto de un certamen de cultura física. En un esce­
nario amoquetado, bajo un cartel que proclamaba
Mejoremos la especie, tres desorbitados se extraían
accidentes orográficos de los torsos ante una concu­
rrencia que se abanicaba con revistas; el del medio
era calvo, más alto que los otros pero no mucho, con
la violencia favorecida por un bigotazo mongol, y
Monleón se preguntaba no tanto por el verdadero
poder de tanto pectoral como por el raro destino de

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la foto. Solitaria como había aparecido, tal vez valie­
ra la pena abrirle una carpeta especial y llegado el
caso encargar algunas más a la Federación Europea
de Fisiculturismo.
Estuvo entretenido hasta la noche; después
de la cena se obstinó en leer el artículo de la Enciclo­
pedia Larousse sobre la anatomía del hombre. Y no
fue hasta las tres y cuarto de la madrugada que Basi­
lio entró al living arrastrando los pies. Monleón, que
pese a estar sereno quería escucharlo, le permitió co­
mer una pizza mientras oía el escándalo de las ciga­
rras entre los pinos. Como siempre, la voz de Basilio
surgió entre ruidos cuando él ya no la esperaba.
-Y bien, Basilio, algo tendrá que contarme,
¿no?
Basilio dobló la servilleta. El cuerpo apabu­
llado de comida fría salvaba mal la distancia entre el
sillón y la mesita.
—En saliendo de aquí ha ido a la estación
- d g o - . El tren no fue cosa grave, pero después, que
Dios me libre, me ha hecho viajar en metro por de­
bajo de t<pda la ciudad.
-L o que es yo, me lo hubiera esperado.
-P ues entonces ha jugado usted a las calla­
das. No le deseo ese viaje, Conrado. Los vagones de
metro hieden peor que muladares. De la estación en
donde arriba el tren, siempre por bájo, viajó hasta el
final de una línea. La estación de un barrio grande
y muy apretado...
—Bueno, los detalles no importan tanto.
-S í, pero el que va al baño no sale sin sudar.

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En fin, como usted mande. La casa adonde fue, pues,
es un cuchitril con las paredes empapeladas de verde,
y ahí prontos la estaban esperando un niñico y una
mujer. He visto a la mujer, que va bien peinada y con
mucha pintura en los ojos, como de cincuenta y dos
años y pechugona, abriendo sobre una mesa unos
naipes de tarot.
—¿Una baraja?
—Naipes de adivinar la fortuna, Conrado. Pero
las dejó aparte en cuanto entró Sandra, y se reían
y holgaban con mucho regocijo. Como dos hermanas
de edad distinta, se hubiera dicho, y frente a una te­
levisión que no la cerraban pero tampoco le hacían
caso. Pero el niño, bueno, el niño tendrá cinco años,
es vivo y muy oscuro, casi negro. Abuela, hija y nie-
tecico, eso es lo que creo.
—No me dirá que tiene un niño negro.
Basilio alzó las cejas y los párpados al mis­
mo tiempo, como si temiera una emboscada.
-Yo lo he visto muy oscuro. Pero sin duda
jugaba con ella como se juega con una madre, y ella
se lo comía con besos.
-Vale, Basilio, eso no tiene por qué ser indi­
cio de nada -M onleón Jr. había apoyado los codos
en los muslos-. ¿Averiguó si la madre es griega, o ita­
liana, o qué cojones?
- A la casa no podía entrar porque no la aban­
donaban. Esa mujer habla español, y pienso yo que
bien, nada más. Luego convidó a la Sandra con ver­
dura hervida, patatas y acelga, y con un huevo freído,
y la Sandra bebió mucha cerveza, cuatro o cinco bo-

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tellines, y en acabando jugó con el hiyico, y lo puso
en la cama, y se marchó. No le gustaba la película de
Cary Grant que miraba la madre. Pero al hiyico dor­
mido le dio un beso, malgrado que era muy difícil
verle con la luz apagada.
-P ero eso no ha podido ser muy tarde, Basilio.
A ver si usted también me va a escamotear la verdad.
-L a seguí también afuera, cuando bajó de la
casa, que era una casa de apartamentos; y yo desde
la otra vereda, pues había tenido que infiltrarme en
el edificio vecino.
- A ver si nos ponemos en claró, joder. ¿Eran
monoblocs?
-N o , no -Basilio peló una naranja y estudió
la cáscara. Manejando suavemente el cuchillo, empe­
zó a cortarla en finas tiras onduladas-. Eran edificios
todos iguales, enormemente apretados, tanto que con
los brazos abiertos se podían tocar dos, como a unas
varas de un río. Desde la calle el aire se veía como
por troneras. Y por allí iba la Sandra saltando los
charcos, y por Dios que estaba todo tan penumbroso
de humo y frituras y gases que se perdía. He visto que
hay una fábrica de papel, y olores de caucho además.
Gente durmiendo en caños sobrantes, muchachicos
con las caras pintadas como indios, aunque no ataca­
ban. Mucha marranada en el suelo, vidrios, bombillas
rotas, sin cabinas de teléfono en que uno pueda ocul­
tarse, sólo tiendas que cierran pronto y bodegas muy
mugrientas.
Monleón se levantó de golpe. Estaba son­
riendo.

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—Usted tiene una imaginación colosal, Ba­
silio.
—Con la mano en el corazón, le juro que me
ocupé en seguirla.
-Bien, se lo aceptaré. Pero entonces cuénte­
me de una vez qué más hizo. Todo lo anterior no nos
sirve de nada.
—Ya de pies inseguros entró a un bar. Yo se
mirar por guzano, pero como tuve que quedarme
fuera, y los cristales estaban empañados, y adentro
como que hervía, algo hube de perderme. Lo cierto
es que un joven la besó en la boca, y ella como un
cantarico de aceite le puso la mano aquí.
—¿En la cadera?
—No, aquí, en las nalgas, donde no se toca a
los hombres. Pero ella lo hizo, si no no se lo contaría.
-N o sea mojigato, Basilio. ¿Qué más?
—Tomaron café con ron. Varias veces, y ella
de mientras iba chupando pedazos de hielo, y fuma­
ban mucho. Más tarde todavía comieron almendras
fritas y bebieron jerez. Creo yo que jerez. Me he en­
terado después de que él se llama por nombre Jorge.
Como es blanco, no ha de ser el padre del niño, ¿ver­
dad?
Apretando el tomo de la enciclopedia, Mon­
león apoyó la nariz en la ventana. No del todo vela­
das por el aliento, una luz en la garita de entrada y el
rielar de la Magdalena de cerámica cortaban la noche
inmóvil. Atrapó un mosquito en el aire.
-¿Q ue más?
—También del bar salió.

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-Evidente.
—Iba con ese Jorge, una cara de aspán. Ella
llena de rubores, los dos reían con grosería. Pero fue­
ron a otro bar, de puertas de madera. Dentro se oía
música y había más jóvenes como ellos, no pude es­
perar porque obligaban a beber algo, y además no
era sitio para mí.
—¿De qué hablaban?
—¿Por la calle? Bueno, primero de un lugar
en la playa, que se ve que conoce un amigo de él.
Luego de artes marciales, se lo juro, y él pegaba pa­
tadas al aire, y por fin de que él ha trobado un taxi
que parece que será el conductor. Y se besaban mu­
cho-. Como si quisiera sorprender a un pájaro, Ba­
silio levanjó violentamente la cabe¿a. Se pasó una
mano por la calva—. No como novios, le prometo.
-¿ S e paraban para besarse?
—Ora sí, ora no. Hacían de cuenta que era
pelea, y una vez tropezaron y ella estuvo por caer de
borracha, pero él la supo aguantar.
Monleón se sentó a horcajadas en una silla
y apoyó el mentón en la Larousse.
—Vale, Basilio, puede ir a acostarse. Ha hecho
un buen trabajo.
-Eschuche, Conrado. Por una vez hágame
caso. Castidad y belleza, caje nunca en una pieza.
-¿Y qué necesidad tengo yo de que sea casta?
Vaya, Basilio, ha hecho un buen trabajo.
-L e rengracio -Basilio se puso trabajosamen­
te de p ie -. ¿No quiere saber algo más?
-S í, pero acabe pronto.

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—En el bar de cristal sucio, allí un joven te­
nía una navaja que asomaba del bolsillo del pantalón
por el lado que no daña. Pero no era el que besaba
a Sandra.
Monleón buscó una sonrisa de despedida.
—En cualquier caso, aquí tenemos armas más
efectivas que las navajas.
Aunque Basilio desapareció enseguida por el
corredor, más tarde sintió el impulso de volver, con­
vencido de que el jefe necesitaba una palabra de
aliento. Pero por alguna razón no consiguió despe­
garse de la cama, e inconfesablemente se quedó mi­
rando una foto de su mujer con los tres hijos, y tuvo
que dormirse oyendo un inacabable roce de pantu­
flas contra las baldosas.

-Estas triste. Tienes ¡os ojos apagados.


—¿Qué quiere decir "los ojos apagados"? Es
la primera vez que lo oigo.
—Quiere decir que cuando me miras no me
doy cuenta.
—Las miradas no tocan.
—Pues las tuyas a veces golpean. Vamos, di-
me qué te pasa.
—¿Tú no crees que tendríamos que hablar
más? No sé, conocemos, digo. A sí habría menos des­
confianza.
—Yo creo que hablamos de muchísimas cosas.
Pero es que además tú me espías.

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—¿Por qué lo dices ?
—Es una sensación.
—De todas maneras no digo hablar de cosas,
de lo que pasa. A l fin y al cabo uno también tiene
sus esperanzas. A veces me gustaría saber qué es lo
que más te hace reir. ¿A ti no te desconcierta la risa
de alguna gente ?
—Algunos, cuando se ríen, escupen. Anda,
mójame.
—¿Así? Sabes, me gustaría poder hablar con­
tigo durante un rato largo sin tocarte. No sabes cómo
me gustaría poder.
—Es m uy fácil. Me sentaré en esa silla.
—No tiene sentido. Igual no vamos a enten­
demos.
—Claro, ¿y ahora te das cuenta ?

Los domingos Viescas surgía trajeado de su


pieza detrás de la cocina y con un saludo ronco se
perdía más allá de la veija. Yo nunca fui dominguero,
ni en la juventud ni después, de modo que en vez de
ir al bar me quedaba encerrado, insultando la terque­
dad del verano. Bayas podridas. Piñones macerados.
Pero me levantaba temprano, y fue así como el do­
mingo en cuestión sorprendí a Viescas todavía sin
afeitar. Temprano significa alrededor de las once,
hora suficiente para que alguien hubiese podido apa­
recer, hacer lo suyo y esfumarse. Aquel domingo ha­
bía sido el caso. Estaba ciertamente seguro: habían

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
reverberado palabras. Viescas, una vez afeitado, in­
tentó el saludo ronco.
—¿Hoy a la mañana usted estuvo hablando
con alguien? —pregunté.
Los ojos terrosos eran tan tenaces y tan cuer­
dos que me obligaron a mirar el revoque.
—Basilio vino a pagarme la semana y se mar­
chó enseguida. No lo ha querido despertar.
—Tampoco me hubiese interesado. Bien, Vies­
cas, en seguida lo dejo libre; pero si no le molesta,
¿por qué se quedó en Kelany después de la desgracia?
-Porque Basilio me lo pidió y en ese mo­
mento yo no tenía otra oferta todavía.
-¿ Y ahora tiene otra oferta?
—No -d ijo , repasándose el nudo de la cor­
bata—. Perdón, pero no llegaré a ver a mis padres.
A mi madre yo no podía visitarla porque es­
taba lejísimo, empeorando lo cual nos habíamos pe­
leado. Era de la logia de mi mujer. El traje azul de
Viescas inmolándose en el calor, a paso firme. Hay
una sola cosa peor que una casa desolada, y es un
pedazo de paisaje que se descamó de otoño pero
sigue aguantando calores de veinticinco grados. Aire
que raspa, como de aserrín. El dolmen, abandonado
de a ratos, ganaba lozanía a costa de la anemia del
pasto, indoblegable, casi espiritual, la antesala de un
purgatorio clemente: me daba mala espina. Pero en
honor a la verdad la frescura entre paredes no era
más reconfortante. Habría podido afrontarlo si los
pollos asados que me traía un servicio del pueblo no
me hubieran incendiado el esófago. Digestiones de

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
boa y, como maniobra de distracción, negligentes ex­
cursiones por los cuartos en busca de bicarbonato.
Intenté pensar. Me fallaban las ganas. Los largos, fi­
nos dientes de Viescas, casi del mismo color que los
labios, no me atemorizaban, y sin embargo había elu­
dido preguntarle por qué Basilio nos visitaba tanto.
Francamente yo no hacía preguntas certeras sobre
nada. Del todo entregado a las sugerencias, en el sa-
loncito de billar encontré un lápiz de labios machu­
cado en Una c^ja de bombones vacía, y en una habi­
tación que debía ser de huéspedes, entre revistas de
cine y potes de linimento, un paquete de compresas
de mujer que me reavivó la soledad. La operación pre­
ventiva que me impuse consistió en revisar escrupu­
losamente la cómoda de mi dormitorio, porque has­
ta ese momento sólo había usado un armario. Ade­
más de un frasco con un polvo parecido al arsénico,
en el último cajón había una especie de intercomu-
nicador con los cables cortados, un manual de relo­
jería y un espejo fracturado. Se me ocurrió que el
amor rompía los espejos. Yo ya me conocía. Salí de
la casa por la puerta de atrás y bajé a la bodega, don­
de no tardé en toparme con siete botellas de vino
tinto sin etiqueta. De una, ya descorchada, bebí la mi­
tad y escupí buena parte. No me sirvió de mucho.
Puede que hasta fuera peor. Entre trapos, velada por
una trama de espinazos de pescado, divisé la manga
de una blusa de algodón granate. No sé si era de algo­
dón o de raso. El vino picado no ayudaba a sentirse
menos extranjero. Las reminiscencias de dos trenza­
dos por el malentendido me daban el golpe de gracia.

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
Alguien poco cuidadoso se portaba mal conmigo.
Entonces volví a mis piritas que, como poco sentían
se conformaban siendo fieles. La casa sola me iría
abasteciendo de lo que había pasado.

Monleón se había detenido al fondo de la


cancha de tenis. El torso algo adelantado, la mano
derecha desconcertada en la nuca, parecía buscar un
motivo que al menos le produjera el mismo miedo
que venía cosido a las malas acciones. Como ni si­
quiera había llevado la raqueta, no podía descargarse
asestando golpes contra la malla de alambre, y empe­
zaba a darse cuenta de que no era el barro en las ma­
nos de los obreros, la piel bombardeada por el sol
o el cloqueo de las canciones lo que lo crispaba, sino
la sorpresa de un trajín repentino y frenético alrede­
dor de una mezcladora de cemento. Nunca había vis­
to a nadie trabajar con una fogosidad tan inservible,
y como no lograba aceptar que pudieran ganarle en
energía decidió volver al estudio. No bien se apartó
de la alambrada, sin embargo, alguna de las cervi­
cales lo molestó con una llamada. En el mismo ins­
tante en que echaba la cabeza hacia atrás los obreros
desaparecieron en un mareo y, apretándose el estó­
mago, Monleón perdió las últimas nociones plausi­
bles sobre lo que esa gente había empezado a cons­
truir: un hotel, un auditorio, una hostería, un casino,
una desnuda escalera en espiral sola en el centro de
una explanada oblicua. Pensando que quizá apare-

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rieran de nuevo si él recuperaba el reloj que se había
dejado en el baño, raspando la tierra con las suelas
de goma, consiguió despertarse las piernas y retro­
ceder, primero muy despacio, después corriendo casi
para atrás hasta que la vergüenza lo hizo girar y la
sombra de la casa le calmó las pupilas. Por más que
desde los pasillos llegara todavía un chapoteo pas­
toso, apenas cerró la puerta del estudio desaparecie­
ron las náuseas.
De esto Sandra nada podía saber porque es­
taba limpiando las baldosas.
En el pasillo había gotas de vino, vómito y
suciedad negra de pisadas. Incómoda, asqueada, San­
dra parecía preguntarse si la sombra ocre que se ha­
bía puesto en los párpados, el Pinaud de los labios,
irían a mezclarse en el desagüe con la espuma de fre­
gar aquel enchastre. Una pena mate le apagó el ma­
quillaje. Apartó el escobillón para que no se mojara
y escurrió el trapo en el balde. Estaba por apoyarse
en fa pared cuando descubrió la célula fotoeléctrica
a veinte centímetros del suelo. Dejó caer la bayeta:
mucho más que enterarse de que Monleón Jr. se ha­
bía emborrachado, la alegraba saber que le medía los
pasos. Torciendo la boca se sacó una zapatilla y con
el pie desnudo tocó el ojo metálico. Así estuvo un
rato hasta que la cabeza, abstraída en el romance del
pie con el cromo, se irguió de pronto como si quisie­
ra atrapar algo en vuelo. Estaba casi al final del co­
rredor que separaba las dos alas de la casa, cerca de
la puerta central del living; en la otra punta, donde
se abría el vestíbulo vacío del contrafrente, un humo

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glauco desparramaba tules de inmundicia en la media
luz. Sandra agarró el escobillón, el balde y las baye­
tas y cruzando el pasillo transversal se apresuró a ga­
nar la sala.
La distribución de los microrradares era lo
suficientemente impecable como para haber repro­
ducido cada una de las posiciones de Sandra en la
pantalla del Apple. No obstante, tanto se asombró
Monleón al ver la figura materializada en el living,
que al levantarse envió la silla contra los estantes.
Era una silla Bauhaus; pero aunque le había costado
doscientos veinte dólares, le importó menos la huella
del golpe en el barniz que la certeza de no dominar
bien los movimientos. Apretó el off y salió del estu­
dio. Comprobar que de alguna manera se había inmu­
nizado contra la mirada verde le produjo cierta satis­
facción; pero era una satisfacción aparejada a la pena,
como una lámpara con un bicho quemado.
Sandra lo miró avanzar sin moverse, como si
adivinara que cualquier debilidad, aun la de una mu­
jer irritada por un humo pringoso, iba a plagar de
alambradas la distancia que había entre ella y ese
cuerpo tachado por la ropa de tenis. Notó que Mon­
león le miraba el pie desnudo, pero no tuvo tiempo
de retroceder a buscar la zapatilla. Algo le entró por
los oídos para lijarle los huesos desde el esternón
hasta las tibias.
—¿Sabes una cosa? —una risa muda sacudió
los hombros de Monleón—. El ordenador acaba de
reproducir todo tu recorrido. Sé donde estás en cada
momento.

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
Sandra hizo lo posible por controlar el tem­
blor. Duplicando la sonrisa, la cicatriz se encogió ba­
jo el maquillaje como una minúscula vaina quemada.
—Esto está hecho un chiquero, joder —dijo
removiendo el agua con el palo del escobillón— ¿Los
vómitos de los borrachos también salen en la pan-
tallita?
Monleón se balanceó. No parecía defraudado;
si Basilio lo hubiese visto en ese momento, habría
pensado más bien que calculaba la forma menos one­
rosa de arrebatarle a Sandra el escobillón para poder
tocarla.
- A estas alturas ya te podrías haber dado
cuenta de que en esta casa no perdemos mucho el
tiempo. Anoche estuve enfermo.
—Hombre, ¿así que el tiempo se pierde?
-Ya hablaremos cuando se te hayan caído
los dientes.
Aferrada al palo, Sandra miró a Monleón
moverse entre los rimeros de fotos esparcidos en los
sillones.
—¿Y cómo sabes que no los tengo postizos?
-preguntó moviendo el palo como si fuera un inútil
compañero de baile-. Ah, mañana tienes que pagar­
me la semana.
—Si me lo recuerdas con la misma dulzura,
seguro que no me olvido. Oye, ¿vas a parar de tem­
blar de una vez?
Sandra apoyó el escobillón en el respaldo del
sofá. Una mirada somera pasó sobre Monleón como
si fuera un maniquí y fue a detenerse en el cuadro

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
que tenía enfrente; estaba metido en una hornacina,
junto a la puerta de entrada, y, por lo que Sandra
había leído en el reverso, mostraba una plantación
de azúcar en la Martinica según lo había imaginado
un italiano de dos siglos atrás. En primer plano, eso
era llamativo, había una altísima flor de cactus igual
a las que veía todas las tardes camino a la estación.
—¿Qué miras?
—Nada. El cactus del cuadro.
—Oye, para de una vez.
-S o n tus llaves -d jjo Sandra abruptamente.
Monleón se tocó el manojo de llaves que le
colgaban de una presilla del short. Eran más de una
docena y muchas veces lo denunciaban como un
cencerro.
-N o me vas a decir que estás asustada de un
llavero.
-¿Asustada? Qué va. ¿Quieres que te expli­
que qué me pasa con las llaves? Las odio, sabes. Y
cuantas más son, más dolor de estómago me dan.
—Todo es cuestión de riesgo —Monleón apar­
tó una pila de fotos de salto en largo y se sentó en
el sofá.
—De miedo, querrás decir. Como en las pri­
siones de máxima seguridad.
—No me vas a contar que has estado en la
cárcel.
Por la forma en que Monleón había cruzado
las piernas Sandra sospechó que se estaba divirtiendo.
Probablemente no lo hubieran acostumbrado a escu­
char a los demás hablando de él.

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
—Una vez vi una película sobre una rebelión
de presos en Sing Sing. No te imaginas qué san­
grienta era.
Con dos pasos largos Sandra fue a plantarse
delante del sofá. No debió notar que el pubis enfun­
dado en el vaquero había quedado a la altura de los
ojos de Monleón Jr. porque lo único que le intere­
saba era la pareja sequedad que le iba adivinando en
los brazos, en la frente, en el triángulo del pecho ba­
jo la camiseta. Pensó que quizás no sintiera el calor.
-L o tienes muy difícil -d ijo él levantándo­
se—. Puedes estar segura de que no las voy a dejar en
un cajón.
—¿Las llaves? —sonrió ella-. Por mí haz lo
que se te antoje.
Con los ojos entornados y una raya de tira­
líneas en el lugar de la boca, la cara que se empeci­
naba en exhibir hubiera podido estallar en un sismo.
-T e has pintado -d ijo M onleón-. Es raro
cómo te contradices.
-Vaya, creí que no te habías dado cuenta.
—Pero igual se te nota la herida —Monleón se
mordió el labio como si se hubiera arrepentido—.
Quiero decir, no vale la pena que la escondas.
Apenas alterada por el sudor, la piel de los
pómulos se retrajo primero, después empezó a pie*
garse, hasta que la sonrisa quedó velada por una ma­
no que reconocía prudentemente la cicatriz. Las uñas
estaban pintadas de un color como el de lacre pero
dos, la del índice y la del meñique, habían empezado

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
a descascararse. Monleón pensó que ni siquiera la mi­
rada verde podía hacer frente a tanta catástrofe.
-S i quisieras, algún día podrías hacerte la
cirujía plástica. Lo digo en serio. Aunque no es que
a mí me importe.
Sandra dejó caer la mano. Después de dudar
un momento pareció decidir que no había nada de
malo en besarlo. Remisos, mal trabados, los brazos
se movieron como los de dos personas que seleccio­
nan frutas en un árbol; y Monleón supo que la lasi­
tud del cuerpo de ella iba a terminar convirtiéndole
la boca en una cámara violable y resbalosa. Le tocó
los muslos, la horcajadura. Ella ladeó la cabeza; mor­
dió el borde de la camiseta y con un suspiro intentó
empañar la piel. Había conseguido dejarse abarcar en
un abrazo más completo cuando de repente Monleón
se puso a husmearle el cuello. Atisbó un gesto de re­
pugnancia; casi en seguida, murmurando un insulto,
pareció despedirse de algo. Le costó mucho apartarse.
El humo glauco que había visto avanzar por el corre­
dor los estaba rodeando con un hedor de pelo cha­
muscado, látex y fritura rancia. En la otra punta del
living Viescas soportaba el cerco de un vaho más
oscuro.
-S e ha atascado el extractor —dijo con voz
nasal.
Un empujón envió a Sandra contra la mesita
de té. Más allá del tamiz de la grasa, Monleón y Vies­
cas se hundieron en el corredor como dos falsifica­
dores de tiempo. Ella los siguió. A medida que avan­
zaba, el humo, más coloidal, más prepotente, se iba

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agujereando de timbrazos. Cuando llegó a la cocina,
una aciaga asamblea ayudaba a Monleón a afirmarse
sobre las homallas. Estaban todos, Viescas, Basilio, el
guardaespaldas rubio y el que parecía un capellán
mañoso, y entre los gruñidos y el destello de las ar­
mas se huracanaba un humo lento. Finalmente apun­
talaron a Monleón y medio cuerpo se sumergió en la
campana del extractor.
Le pasaron herramientas. Sandra estuvo pen­
diente de los ruidos de la llave inglesa, hasta que un
alarido de los que soltaban los karatekas o los tortu­
rados le transformó la cara. Hubo crujido de aspas,
chirriar de tuercas, chasquidos, palabrotas; y cuando
un trapecio de luz empezaba a traspasar el vapor, las
piernas de Monleón cedieron bajo una lluvia de plu­
mones polvorientos.
-Aguántenme, me cago en la hostia —gritó
Monleón.
Viescas y Basilio se precipitaron a sostenerlo.
A duras penas lograron encoger la cabeza para que el
motor adosado al eje fuera a dar directamente contra
las baldosas. Arrastrado por el estrépito, Monleón al­
canzó el suelo de un salto desesperado: detrás de él
se desplomó sobre el mármol una avalancha de excre­
mento seco, ramas, paja, cáscaras, huesos molidos,
visceras, cabezas lustrosas de mirlos y peladas de pi­
chones, picos de gaviotas y bolas de plumas. Una ga­
rra cenicienta se enganchó en una esponja; hamacán­
dose en la relente, una larga pluma fue planeando
a coronarla. Monleón Jr. buscó a Sandra entre la bru­
ma, pero no le bastó divisarla para decidir cómo ha-

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bía que hablarle. No terminaba de sacudirse la ropa.
—¿Estás ahí? -preguntó por fin.
-¿ A ti qué te parece?
-T e pones a limpiar ya mismo. Y usted, Vies­
cas, hágame el favor de abrir todas las ventanas de la
casa, por lo que más quiera.
—Qué repugnante —dijo Sandra.
Monleón se estrujó las manos como calcu­
lando qué clase de oportunidad le habían ofrecido.
—La naturaleza tiene sus caprichos —djjo-.
Voy a ducharme.
El guardaespaldas rubio sopesaba un pichón
triturado en la mano.
-A q u í no puede haber cuervos -observó.
-Vemos agora que los hay -d ijo Basilio. No­
tó que Monleón se iba ovillando como si los pájaros
fueran vampiros y soltó un suspiro—. Muertos.

No todo el mundo escribe cartas. No siempre


es placentero. Tampoco es beneficioso, excepto en
un sentido: se habla a veces con alguien que sólo
podrá contestar cuando la verdad ya no sea tan peli­
grosa. Yo escribía cartas de índole variada. Las únicas
que no despachaba eran las que mi mujer hubiera de­
bido recibir cargadas de explicaciones y ronroneos.
Me daba vergúenza enviarlas, justamente porque hu­
biera querido que las leyera. Pero evitaba llegar a la
humillación porque, aunque todavía la extrañase, no
me costaba discernir en dónde anidaba su mala fe.

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Errores significativos pero enanos como los míos no
pueden contestarse con el delito, menos aún donde
se han amado hasta los nombres que el otro masculla
en sueños. Y así era ella para mí. Pero ella, puesto
que la naturaleza diseñó a la mujer para que puedan
inculcarle necesidades muy precisas, deseaba tener
hijos. Si yo me negaba no era porque los bebés me
produjeran algún tipo de repeluz; sé por experiencia
que son mórbidos y recompensadores, y que llegado
el momento crecen, reconocen, farfullan y se llevan
los muebles por delante en una provechosa demos­
tración de que el mundo no está bien colocado. Yo
tenía miedo de que el chico nos sorbiera amor a los
dos y después ya no tuviéramos nada para damos; de
modo que éramos uno para el otro, más o menos.
Dulzura de los besos, como chocolate, como pasti­
llas de menta. Guarismos del afecto en un sostenido
silencio. Ella se fue a pasar unos días a la casa que
una amiga tenía en la montaña. Un mes después,
mientras desayunábamos, declaró que estaba emba­
razada, no de mí sino de otro. Discutimos y repenti­
namente se desdijo, aseguró que era un chiste, no el
embarazo sino el adulterio, que sin avisarme se había
hecho sacar el espiral. Siendo todas las posibilidades
verosímiles, todas era igualmente gruesas y yo, apre­
tado por las descargas, argumenté con mucha con­
ciencia. Le dije en resumen que, si de veras me había
engañado, el dolor y el sentido de la propiedad me
impedían esperar con ilusión un hijo ajeno; y que, si
se había sacado el dispositivo para sorprenderme, me
costaría mucho devolverle la confianza. Puedo haber­

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O rigina l (rom
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lo dicho con lágrimas o con firmeza; pero tengamos
en cuenta que estaba improvisando. Hoy no abjuro
de pensar, no obstante, que nuestro hijo no debía
nacer de cicatrices evidentes. Con dignidad y alguna
alegría ella anunció que lo iba a tener de todos mo­
dos. Anduve unos días cabizbajo; y se me debió no­
tar, porque una tarde entró muy pálida, tiró la car­
tera en un sofá y antes de meterse en la cama confe­
só que lo del hijo ya estaba solucionado. Solucionar
es una fea palabra. En todo sentido. Defectuosa co­
mo los alcornoques, pura corteza. En efecto, no se
había solucionado nada, porque a los dos meses mi
mujer me abandonó. No por otro hombre, se empe­
cinaba en dejar constancia; pero yo, que me ocupé
de seguirla, la vi encontrarse frente a la Catedral con
un individuo que resultaría ser técnico en cuestiones
financieras, inspector de hacienda y arqueólogo ama­
teur. No sé qué peculiar seducción puede tener la
memoria desenterrada. A mí, que soy biólogo, me
interesan mucho más los sistemas de inmunología.
Las defensas orgánicas. Los seguí varias veces hasta
que una noche los vi entrar al Palacio de la Música.
A un concierto de no sé cuál filarmónica; ella, que
en casa apenas ponía discos y cuando los ponía se
refugiaba en la ducha para que el ruido del agua ta­
pase los instrumentos. Me afané en hacer la separa­
ción de bienes. Personas operan cambios en personas,
las ponen del revés como un abrigo para remendar.
Los matices, las fases de la transformación de mi
mujer llegaban a veces a Kelany para asediarme. En­
tonces, sólo entonces, yo escribía cartas y, en vez de

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enviar las que debían ser ácido para ella, timbraba
otras con pedidos de información, por ejemplo, a un
mayorista de rocas, gemas y minerales que, en la calle
Princesa, no debía envenenarse las noches debatiendo
mis problemas. Como otro que tenía en Gracia un
taller de pulido, el hombre me facturaba catálogos.
A veces me vendía un asbesto. Yo ambicionaba un
jade pero no me lo podía permitir; no me sobraban
reservas, la licencia que el laboratorio me había dado
no era pagada y bien podía ser que Kelany me requi­
riese laigo rato. Kelany me estaba ensefíando un asce­
tismo natural. Usaba poco el magnetófono. Me gus­
taba un cassette con canciones de El Castor, un gita­
no, obsceno según la foto y de mirada honesta, que
probablemente no se debilitara entre dudas: “ Si su­
piera que algún guapo/ pretendía tu salero” , cantaba
con voz aviesa, “ le daba más puñalás/ que estrellitas
tiene el cielo” . Pero aunque la mineralogía progre­
sara, las canciones de El Castor me perforaban el es­
tómago como pepitas de fósforo blanco. Para colmo
Viescas tuvo una noche la idea de asar una pata de
cordero. Estuve por preguntarle francamente si se
quería librar de mí. El, esquivo y trabajador. Confir­
mando que la carne de cordero no es compasiva con
los de reciedumbre dudosa, tuve sueños. Me llevaban
a visitar un convento donde catorce monjas de clau­
sura rezaban por las almas de los jugadores empeder­
nidos; eran algo exangües, un tanto ávidas, y yo te­
mía que quisieran comerme. En otra secuencia, a lo
mejor después de huir, yo estaba en la sala de espera de
un aeropuerto; una chica indolente, de boca ancha

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
y hombros filosos, me preguntaba cuándo salía el
avión para Miami; yo suponía que era un súcubo dis­
frazado. Supe que había soñado con Paulina Souza,
dicha Sandra, por un proceso de ósmosis que cual­
quier gángster de la psicología me hubiera explicado
a un precio no excesivo. Pero a mí las únicas explica­
ciones que me atraen son las mías; tengo incluso la
costumbre de escribirlas en una libretita. Cuando a la
mañana siguiente Viescas me pasó en la cocina la ban­
deja con el desayuno, entre mi temblor inexperto y la
lerda mirada inquisitiva de ese hombre se materializó
un escenario vacío. Actores. Necesitábamos actores,
me preguntaba yo si los mismos. Mientras untaba una
tostada descubrí que de vez en cuando él me miraba
por encima del hombro, y la mirada era ligeramente
rencorosa.
-¿U sted nunca va al bar de la carretera, Vies­
cas? -dije de golpe.
-E l café que compramos aquí es mucho me­
jor -d ijo él. Estaba sonriendo, algo lo había ento­
nado—. Y además el dueño no me gusta. No lo pue­
do ni ver, usted perdone.
Pensé que tal vez fuera el momento de inte­
rrogarlo; pero no era juicioso derrochar en chismes el
vigor de los sentidos. La pena vuelve sensible, como
el ayuno. Yo veía muchas cosas, cada día alguna, co­
mo zarzas ardientes, y esa mañana reparé en un archi­
vador metálico de doble cuerpo que por opaco y por
basto no había descollado en el living. Un mueble
más, aunque cerrado con llave. Sostenía una pecera
vacía, con dos o tres paneles rotos, y no llamaba mu­

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
cho la atención porque la atención la robaba un cua­
dro donde cientos de jinetes desfilaban por las Tulle-
rías. Era un cuadro anticuado, simétrico y aburrido,
un cuadro de familia. Monleón Jr. estaba loco. Y
ahora yo veía todo, progreso éste que se corroboró ca­
mino al bar. Había llovido toda la noche, aunque no
por eso hacía menos calor. Pinos humosos, un hervor
en el aire, las fauces transfiguradas del dolmen. Le
hice un corte de manga. Arbitrarios como siempre,
los obreros de la urbanización habían reducido a la
mitad el ancho de la carretera mediante una fila de
conos amarillos y un par de carteles de peligro. En la
fonda había dos o tres reclamando las tortillas que
Lennon no se apresuraba a servirles. Ese Lennon era
efusivo dentro de su pachorra. Me preparó un té con
ensaimadas mientras hacía escuetas señas para que
yo no soltara intimidades.
Mientras, por primera vez, el bar se me exhi­
bía: un estante altísimo atestado de botellas de anís
monótonamente sucias, fotos de Lennon con un palo
de hockey, un paisaje japonés con volcán, diversas
postales del mismo fiordo noruego, junto a la caja
registradora varios anteojos de sol y entre las mesas
la máquina de música, una Würlitzer con forma de
Odeón, base de cedro y arco de vidrio coronado por
un halcón de dos cabezas. Aquello no podía erosio­
narme; pero uno se traiciona, y de pronto, sobre el
mostrador, di con un diario abierto y doblado. Era
viejo de dos días. La noticia, sin foto, se me impuso
casi de soslayo: en un hotel de paso en los altos de
un night-club, un hombre, un policía borracho, ha-

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bía matado a una mujer de un tiro en el útero. Que
la bala, sin orificio de entrada, hubiera perforado los
genitales antes de alojarse en la columna, sólo era
posible si en el momento del disparo el caño de la
pistola había estado en la vagina. Me pareció enten­
der que algún testigo hablaba de una relación, pero
enseguida desplegué el diario y me puse a mirar los
deportes. En un vahído, algo me dijo que un revól­
ver intimando con un sexo era algo incómodamente
atroz. Me froté los ojos: era muy posible que el mun­
do entero estuviese hecho de conjuntos bastardos de
cosas, porque yo, al menos yo, poco más veía. Los
obreros, torvos, impacientes, comieron y se hicieron
humo. Yo intenté distraerme.
—¿Usted cree que les pagarán por no acabar
ningún edificio?
Lennon alzó las cejas y fue como si la pelam­
bre le cayera sobre los ojos para tapar un horror.
Chasqueó la lengua.
—Esa información no se la puedo dar -d ijo —.
Pero para que no crea que cuido intereses ajenos,
voy a darle a cambio algo que le he preparado.
Se metió en la cocina y oí que conversaba
con alguien, una mujer. Joven sin duda, con risa de
bandurria y un acceso de tos. Me parecía curioso que
Lennon hubiese conseguido llevarse una mujer joven
a aquel lugar insulso. Por precaución decidí no con­
tarle mi sueño. Dos minutos después apareció con un
papel. En realidad era un retazo de diario donde, ade­
más de algunas palabras enteras, había varias corta­
das y la foto de un cuerpo que cuatro hombres saca­

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
ban de un coche algo retorcido. Lo más notable era
una mano colgando en una pose abstrusa.
-E s Monleón -d ijo Lennon.
No logré descubrirle malicia. Afrontaba el
trance como si estuviésemos discutiendo la visibili­
dad de un átomo; y me confundió que adentro la
muchacha cantara.
—Usted entenderá que esto me joroba, Len­
non.
-L o comprendo —dijo él hundiendo los de­
dos en la barba—. Pero me pareció que sería una bue­
na acción. No lo tome como una deuda saldada. A
usted le preocupa eso que Bonomo llama “ la desgra­
cia”. Y esta foto lo resume todo. Así de sencillo.
Lo desesperante con Lennon era que no ha­
bía manera de saber algo de él. Toda indagación se
hacía aún más complicada porque yo siempre he
sido orgulloso. Pero tuve una idea.
—¿Usted por qué está aquí, Lennon? —le
pregunté.
—Porque me gusta la tranquilidad —contestó
mirándome a los ojos-. Vivir sin que me interrum­
pan. Tener tiempo para limpiar los vasos, sabe usted,
reparar la nevera y mirar algún que otro olivo.
—Que yo sepa, está al lado de la carretera.
Apoyó una mano en el mostrador. Era una
mano callosa y pesada, y no apoyó la palma sino las
puntas de los cinco dedos solamente, como si jugara
a tocar el piano o imitar una araña.
-M e decidí a alquilar lo que encontrase en la
época en que en la ciudad había Estatuto de Satura-

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ción. Me faltaban algunos papeles y no había forma
de conseguirlos —dijo con un remoto pudor—. Pero
es que además de todo a m í los coches no me inte­
rrumpen. Los coches pasan, es cosa de ellos. Tampoco
me molestan los obreros, claro; son clientes. Nadie
me molesta, y no me interprete usted mal. Aquí hay
muchísimo tiempo. Y le confesaré algo. Haría dos
meses que había alquilado el bar cuando un día, mi­
rando los pinos, me di cuenta de que ya no iba a con­
cretar nada.
—¿Quiere decir que antes tenía proyectos?
-N o . Tenía prisa. Vea, más o menos por la
misma época, de repente recordé una poesía que ha­
bía leído. Vale la pena: “Poco me importa. Poco me
importa, ¿qué cosa? No sé: poco me importa”. ¿Us­
ted sabe de quién podrá ser?
No lo sabía. Las ideas de Lennon me pare­
cían, por otra parte, vagas y no muy arrobadoras.
Para creerle la sinceridad yo tenía que ver antes a la
muchacha de la cocina, y la muchacha no salía. En
cuanto a Monleón, él parecía estar de acuerdo: los
muertos se inquietan si uno habla de ellos en voz alta.
—Lamento haber sido pesado -dijo Lennon
cuando me iba.
—Yo le hice preguntas.
—Desde luego. Pero, oiga, déjeme el recorte.
Usted ha dicho que le hacía daño, y además es mío,
¿vale?

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
Sacudiéndose los tábanos que empezaban a
frecuentar la casa y le buscaban la sangre dulce, Basi­
lio perseguía a Monleón con cartas, con cheques, con
declaraciones juradas, dudando siempre si debía inte­
rrumpir la improbable continuidad del museo de la
imagen deportiva. Aunque conociera maneras expe­
ditivas para hacer a un hombre inexpugnable, el alud
de pájaros muertos lo había dejado impotente; y que
el insecticida no pudiera aniquilar a los tábanos rara­
mente contribuía a levantarle el ánimo. Sólo Sandra
parecía enardecerlo, y el hechizo que los obreros
obraban sobre el jefe.
Monleón, en cambio, había transformado la
breve visión de la inmundicia en un surtidor de vo­
luntad. Ya a la mañana siguiente andaba por Kelany
con un gesto escarpado en la cara, redoblando las
órdenes, verificando los circuitos, satisfecho a las
nueve y media cuando el velocímetro de la bicicleta
fija llegó a marcar sesenta por hora, y a las once pro­
vocador como un rey que de una enfermedad dela­
tora, hemofilia, escrofulosis, saca motivos para ser
más arbitrario.
A media mañana Sandra se infiltraba por la
puerta de atrás para desplegar por los cuartos un re­
guero de espuma limpiadora y ruidos fortuitos. En el
estudio, Monleón examinaba las fotos; el dilema de
separar o no las de waterpolo de las de carreras de
natación podía prolongarse muchas horas. Sólo a ve­
ces, cuando la siesta se volvía morada de tan blanca,
desaparecía en el garage, decían los guardaespaldas,
y aunque no fuera simple resistir el sueño para obser-

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varia también veían a Sandra entrar por la puerta de
metal, después de haber dejado en la gramilla un sen­
dero de tabaco picado. Los guardaespaldas no podían
saber que ésa era la hora que Monleón había legiti-
mizado para atemperar el escozor de los encuentros
a fuerza de repetición; pero lo cierto era que volvía
pronto al estudio, y en el calor ulceroso de agosto se
las ingeniaba para instalar en la casa una cualidad
neutra, límpida, compacta y tenuemente siniestra.
Basilio hubiera terminado tranquilizándose de
no ser porque una tarde sorprendió a Monleón dobla­
do sobre el escritorio, mirando con inquina un ma­
nojo de llaves como si fueran algo vivo. Eran las lla­
ves que solía llevar colgadas hasta para jugar al tenis
y no era posible que hubiesen dejado de servir por­
que decidían sobre todas las puertas de Kelany. Sin
embargo las tiró al suelo de un manotazo y, aunque
al rato se agachara a recogerlas con una especie de
remordimiento, una hora después fueron a parar al
fondo de un cajón, con los álbumes de estampillas
y los catálogos de numismática, todas juntas menos
dos o tres que se guardó en el bolsillo.
Monleón no dio tiempo a Basilio para apenar­
se o comprender la ceremonia. Salió del estudio, lo
encaró y se puso a preguntar por Sandra. Como Basi­
lio no sabía qué contestar, lo trató de negligente an­
tes de pasar él mismo el informe: Sandra estaría, más
que seguro, en esa fonda de la carretera, donde el
guardaespaldas moreno la había visto entrar algunas
mañanas, donde era inútil prohibirle que se escon­
diera porque en algún lugar tenían que descargar sus

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angustias los descarriados. Ahora que pasaban de las
cinco, con todo, hubiera debido estar de vuelta para
demostrar que también conocía la diligencia; y a Ba­
silio le tocaba ir a persuadirla. Monleón sabía que
Basilio era leal pero no bondadoso; debió pensar que
del insulto que él le había soltado el viejo se resar­
ciría aplicando en Sandra una maldad oblicua. Des­
pués, por compasión quizá o por miedo, quiso revo­
car la orden. Pero Basilio ya había salido.
Desde la reja de entrada, apoyado en la garita,
los vio regresar a paso vivo, Basilio un poco adelante
con la chaqueta al hombro, Sandra con anteojos os­
curos, un vestido de algodón violeta y la cabeza alta,
chapurreando exaltada las canciones que acababa de
escuchar como quien le cuenta sus deseos a un caba­
llo de tiro. Para un hombre como Basilio, tuvo que
pensar Monleón, la operación habría sido decepcio­
nante: le había bastado tocarle el brazo para que ella
obedeciera. De modo que con la excusa de dignifi­
carlo esa misma noche lo mandó a seguirla de nuevo.
Ya era de madrugada cuando, en un alarde
de pericia, Basilio avanzó por el sendero de grava sin
levantar un solo ruido, abrió la puertaventana, dejó
el maletín en la mesa del living y se deslizó en el es­
tudio. Monleón, sonámbulo frente a la pantalla del
ordenador, intentaba batir su propio record de vuel­
tas al óvalo de Indianápolis. El borde de la chaqueta
de Basilio le rozó el cuello y un diminuto bólido ver­
de y rojo salió de la pista para estrellarse contra los
boxes.

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-E stos juegos son para criaturas -d ijo Mon­
león sin volver la cabeza.
—¿Sabe usted, Conrado? Esa marrana tiene
dos maridos. O más, quién puede decirlo -m urm uró
Basilio.
La cara que mostró Monleón estaba súbita­
mente chupada de ansiedad y de coñac.
-Siéntese —dijo, y señaló con la cabeza una
botella de Lepanto.
-N o beberé. De tanto verla a ella zamparse
licores agora estoy ahíto. Tampoco a usted le convie­
ne, Conrado. Fulmina los hígados.
-H ígado yo tengo uno solo. ¿Qué ha dicho
de dos maridos?
-H a ido otra vez a la casa de la madre. Ha
sido luengo como la plegaria de Tesabeá, porque la
madre estaba con un hombre, de edad como yo, sería,
y había cocinado pasteles y golosinas. Un hombre
muy moreno pero que reluce como los gitanos.
—Ya me lo imaginaba -d ijo Monleón.
Con una esforzada suavidad Basilio levantó
los párpados abultados y a rastras de ellos los ojos.
-E sa no es condición que haya que lamentar.
Parecía hombre de bien.
—Como usted guste-. Monleón corrió la silla
hacia atrás-. ¿Y entonces?
-Convidaron a Paulina a hacer la cena con
ellos, en la casa, pero Paulina refusó.
-Llamémosla Sandra, ¿de acuerdo?
-L a madre y ese amigo de la madre la llama­
ban Paulina. Se había emperifollado, la madre, como

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afanosa por demostrar que a un invitado hay que ha­
lagarlo. Sandra no quiso quedarse y, en saludándolos,
salió con el nifío, el hijo casi negro de como cinco
años que lleva por nombre Mijael.
-N o me toque los cojones, Basilio. Será Mi­
guel, ¿no?
Basilio dejó caer una mano en el escritorio
como si quisiera poner en discreta evidencia alguna
herida.
—Usted no está avisado, usted no conoce,
Conrado, cómo tengo que moverme. Yo sé que quien
duerme no alcanza peche; pero todo esto es muy
cansador.
-L o sé. Discúlpeme. Vale, lo sé.
-Cuando salieron con el niño había todavía
luz de sol, poca luz, manchada, por la callecica de la
casa de la madre, que es estrecha pero deja pasar un
autobús. Cuando pasa el autobús la gente se aprieta
contra los muros. Si el muro está puerco la gente se
ensucia. Sandra no, empero, y algunas veces alzaba
al niño y le besaba la boca.
—¿Besaba en la boca a un niño de cinco años?
—Tal cual. Pero en avanzando hizo algo más
comprensible, y fue que se acercó a unos quioscos de
juegos mecánicos, con guirnaldas y farolillos. Muchos
farolillos estaban rotos. Sandra puso al niño a holgar
en una de esas máquinas que giran, no un carrusel
sino otra con brazos largos de hierro y tazones en la
punta donde la gente se sienta. Allí se acomodaron
los dos, riendo. Cuando acabó la vuelta bajaron muy
mareados, se veía, y el niñico vomitó.

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
Monleón destapó la botella de Lepanto y es­
tuvo jugando con el corcho.
—Todo esto no nos sirve de nada. Vaya a lo
esencial, Basilio. ¿Qué es eso de los dos maridos?
-C reía yo que prefería un informe detallado.
—Sin exagerar —Monleón sonrió.
—Escuche, pues. Con el niflo y todo, cuando
estuvo mejor, cruzó una plaza sin árboles, toda de
adoquines, y pasó por delante de un cuartel de poli­
cía, y en una avenida se metió en un edificio. Era
donde iba en el cuarto piso. Me costó muy mucho
entrar al apartamento contiguo y hube de amordazar
a una señora. Pero bien, había allí, donde Sandra, un
joven casi más joven que ella y de pelo rojo, que
cuando yo pude ver le estaba entremetiendo en la
mano una pulsera de gran valor.
Monleón se levantó.
-¿C óm o diablos sabe que era una pulsera
valiosa?
—Porque ella hizo fiestas y albricias, y se la
enseñó al niño, que no entendía porque es pequeño
y estaba con sueñico. Pero el colorado no era el mis­
mo novio suyo que el otro día, kina que le caiga, y sin
embargo ella era cariñosa. El colorado también, guar­
de usted. Se besaban todos delante del niño, era una
marranada.
—Hágame el favor de guardarse los comen­
tarios.
—Reían, malgrado que la alcoba era fea, con
un papel de pared con frutas verdes y amarillas.
-N o invente -estalló Monleón. Estaba de pie,

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evitando ver lo que muchas veces lo angustiaba: cómo
los ojos de Basilio viraban del gris celeste a un verde
de hoja mustia.
—Total, que acostaron al niño en la sala.
- ¿ Y luego?
—Luego se desnudaron de prisa y fornicaron
en la alcoba del papel con frutas. Ya se veía de antes
que eran uno en camisica y la otra en chaquetica.
- ¿Cómo?
—Tal para cual, quiero decir.
—No me refería a eso -involuntariamente
Monleón tocó el hombro de Basilio. Retiró la mano
y volvió a sentarse—. Cómo, digo.
-A h. El debajo, ella arriba —Basilio se rascó
la mejilla—. No hay duda de que usted quiere saber,
¿eh Conrado? Pues sí. Ella cabalgaba, curioso, como
un jinete que galopa en un caballo que trota, y en
poniendo una mano en la boca de él, él se la mordió,
y ella sufría riendo y decía una cascada de palabras.
-¿Q ué palabras?
—De cariño. Pero también le ofendía. Una
vez le escupió.
—¿Qué palabras, Basilio?
—No lo sé, Conrado, yo me hubiera querido
tapar los oídos. No es venturoso hacer esto, para mí
la notchada no es de vigilia. Sólo oía ruidos.
-Cuéntem e cómo eran esos ruidos.
-U sted sabe, ruidos como de pesar.
Por fin Monleón se decidió a servirse un poco
de coñac. Lo sorbió despacio, los ojos puestos en el
borde de la copa.

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- A ver: hágalos -d ijo .
Basilio apoyó los codos en los muslos. La pe­
queña cabeza blanquecina empezó a desplomarse,
hasta que sólo algún tendón cobijado en la carne del
cuello la retuvo pendulando en el aire.
-A h, ah, oj —dijo en voz muy baja.
Monleón cruzó los brazos y echó el cuerpo
para atrás.
—Bueno, bueno, está bien -d ü o en el mismo
tono, y le alcanzó la copa—. Está bien. Beba.
-N o. Agora iré a dorm irm e-. Con un solo
movimiento silencioso Basilio se levantó y consiguió
sacarse la chaqueta. Desde la puerta del living le de­
dicó a Monleón un gesto trabado, mitad burla, mitad
dolor de cólico—: Cosa semejante sólo vi en mi vida
en esos sitios donde van los que no tienen familia.

—Estás callada, eh.


-N o . Hablas tú.
—Tienes rabia.
—¿Tú crees ?
- S i.
-Pues no. Quizá trabajo demasiado. ¿Qué
miras?
—Intento imaginarme qué piensas cuando pa­
san dos o tres días y no te hago caso.
—¿ Y qué te crees ? ¿Que me pongo a morder
las paredes ?
-Podría ser.

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—Eres tan estúpido. A veces no pienso nada.
A veces me gustaría saber por qué lo haces.
—Exacto. Pero mira, para que no creas que
hay mala fe te lo voy a contar. Estoy seguro de que
al principio juras que no volverás a hablarme nunca
más. Pero eso es porque supones que al final te haré
caso. Entonces pasa más tiempo y te empieza a dar
cada vez más miedo. Un par de días más y ya estás
dispuesta a ceder.
—Caray.
-¿Q ué?
—Que es más o menos así. Pero el miedo vie­
ne primero, entiendes. No, no entiendes. Es igual.
El miedo viene primero. Después deja de importar­
me. Y al final me divierte hacerte el gusto.
-¿Q ué gusto?
—Joder, no querrás que piense por ti.

Mirando desde el frente, Kelany es una cons­


trucción algo inexpresiva: la suma de los cuerdos an­
helos de un mal arquitecto funcionalista. Adentro, sin
embargo, es otra cosa, sobre todo en el living. Al me­
nos para mí. A pesar de los vidrios abiertos al verde,
entre las baldosas avellanadas y las oblicuas vigas de
hormigón me sentía confinado en un poliedro vivo
para purgar crímenes de pensamiento. La casa vivía
por dentro como un paladar, como un esófago, como
la ballena de Jonás. Efectos mentales del abandono.
El cariño es viscoso: cuando le escamotean la piedra

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adonde se había adherido segrega ardores sin destilar.
Por eso me costaba tanto concentrarme en el trabajo.
Los catálogos de mineralogía se me borraban ante
los ojos. Nacritas, diálagas, olivinas eran apenas una
inflexión del conocimiento. Seguramente la mutación
de los colores con las horas del día, la paciencia de
anotar, habrían ensanchado el paisaje espiritual dfe
una persona sana; pero a mí me habían aplastado el
corazón. Mi mujer había sido alta y de hombros an­
chos, diseñada por la naturaleza para pasar directa­
mente de la ducha al cocktail de inauguración de un
restaurante. Siempre le tenían que hacer los vestidos
a medida, cosa imprescindible porque trabajaba en
una agencia de viajes. Tal vez allí empezó el adulterio.
Esta peripecia me resultaba difícil de asimilar cuan­
do pensaba cuántos domingos habíamos desayunado
juntos en la cama. Y todo esto lo declaro para justi­
ficarme; siempre di copiosas explicaciones, e imagino
que voy a seguir dándolas porque explicar es una de
las formas más nobles de la cortesía. Furtivo y sobra­
do de recursos, Viescas no era un compañero estimu­
lante; y Lennon me había lastimado, aún no podía
saberse si a conciencia o no. Por más que la soledad
permita hacer exámenes paulatinos, tantas heridas
debilitan. La foto de Monleón: un cuerpo fláccido
entre chatarra. Lo verdaderamente paulatino era eso,
la vetusta insolencia con que las emanaciones de la
muerte de Monleón se dilataban en la casa. Muérdago
y alcanfor. Yo rociaba los objetos con desodorante
ambiental y la fragancia resultante recordaba la de
los hoteles por horas. La atmósfera de Kelany me

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penetraba: lenta invasión de los leucocitos por un
virus que primero los toma por completo y luego los
destruye; el organismo, desamparado ante cualquier
enfermedad. No se trataba simplemente de que me
estuvieran ocultando algo, sino de la insolencia con
que me acotaban la curiosidad, como si supiesen que
yo era demasiado orgulloso para investigar. Cenando
una noche con Viescas, no obstante, me animé por
fin a preguntarle qué crefa él que había pasado en la
casa. Me miró sin aprobar, como miran los porteros
de los night-clubs a la gente mal vestida.
—Monleón metió los dedos en un tomaco-
rriente -dijo con una especie de mugido y se levantó
a buscar un cenicero-. Como un enchufe humano,
¿me explico? El problema de separar a una persona
que se queda pegada a un tomacorriente es que hay
que agarrarla. Y entonces el que se arriesga también
puede quedar hecho un carbón.
Si Viescas quería sugerir algo, era que más me
valía no empaparme de detalles. Me fui al living, apa­
gué las luces y, mientras contaba lagunas de luz lunar
entre los pinos, escuché cómo se multiplicaban en el
techo unos ruidos de espátulos y uñas. Eran, por su­
puesto, los enemistados relojes que alguien había re­
partido por toda la casa y marcaban horas apenas di­
ferentes. Como guardarlos en un armario me parecía
una profanación, decidí superarlos poniendo una cin­
ta de canciones francesas. De la primera melodía sólo
estaba grabado un trino de mujer y el final de or­
questa. Justo cuando los violines irrumpieron repi­
tiendo el tema, un azucarado aroma de jacintos ocu­

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pó la oscuridad dispuesto a aniquilar los ardides de
Monleón. Entonces me di cuenta de que nunca más
tendría que esperar nada de la espuria fertilidad de
la música romántica. Yo quería ir más allá del amor
y el desamor, esas baratijas, y oteaba los pinos. Sin
embargo volvía a imaginarme brazos exhaustos, chas­
quidos de labio y de sudor, insultos, formas de la pose­
sión. Furioso, me asomé a la puerta. Miré hasta la
pista de tenis y más allá también, y vi que los obre­
ros aprovechaban la luna llena para embestir el dol­
men con una enorme máquina parecida a una iguana;
los golpes de la cabeza metálica contra la piedra desa­
taban sobre el montículo un enjambre de chispas.
Perverso, en cierto modo. Aunque a m í no iban a ro­
barme el sueño. Volví al living, cancelé la música y
caí dormido. Debían de ser las cinco cuando me des­
perté congelado. Pero tenía una idea. El botarate de
Monleón había ido derecho a la muerte porque creía
que odiaba lo que no era capaz de controlar. Estaba
enamorado de la chica y no había sabido ayudarla.
Al revés que yo, a quien la intemperie había dado
inteligencia. Soy inmunólogo,sé que cada cual puede
elaborar infinitas clases de anticuerpos. Estuve lus­
trando piedras hasta el amanecer y en vez de ladridos
de muerte me hicieron compañía fragores de amor.

La mañana que llegaron los archivadores, Ba­


silio se detuvo a pasar un dedo por las aristas nervio­
sas, deseoso quizás de creer que por fin se habían ter­

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minado los disgustos. Monleón reconocía que de ha­
ber sido soldado Basilio hubiera merecido un ascen­
so, pero él sólo tenía al alcance formas bajas de enal­
tecimiento. Cuando se fueron los peones, lo agarró
del brazo y le confió que aún seguía pensando en el
complot.
—¿Usted qué cree que deberíamos hacer, Ba­
silio? -le preguntó.
-Precavemos -dijo el otro en el acto -. Por
que no caiga lo peor.
Por él, le hubiera rogado que encerrara a San­
dra en la bodega, pero muchos años de acatamiento
lo habían hecho lerdo y, por otra parte, esa mañana
Monleón tenía la piel de las mejillas vibrante y tos­
tada. Curioso, sin embargo, teniendo en cuenta que
todas las últimas noches Kelany se había agitado con
los sonidos convulsos que desde el cuarto del jefe im­
pulsaba una frenética vigilia. Dormía poco, decía él
que enfrascado en hipótesis complementarias sobre
la lluvia de peces, el cementerio de pájaros en el ex­
tractor, las diversiones de los obreros alrededor del
dolmen y los vínculos de todas esas cosas con la cons­
piración que no estaba seguro de haber alejado. Pero
las flexiones que Basilio le oía hacer, las carreras de
medianoche sobre el césped mojado, no eran traba­
jos de pensamiento; eran castigos que se adminis­
traba, no sólo porque cada una de las tardes ante­
riores había sido desconsiderado con Sandra, sino
porque para tratarla mal antes había tenido que ce­
der; y ceder no era la mejor fqrma de ayudarla.
De fisgonear se estaba cansando, y tampoco

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le gustaba escucharle historias, porque la vida de San­
dra, empezaba a sospechar, estaba hecha de más de
diez vidas diferentes. De modo que ahora contempla­
ba los archivadores esperando que le transmitieran
un razonable método combinatorio. De repente se
giró y puso las dos manos en los hombros de Basilio.
—Esto no tiene gollete —dijo—. Qué leches,
hemos de idear algo que traiga a Sandra a la realidad.
Y de paso le haremos un favor. ¿Tiene alguna pro­
puesta?
Hasta que pudo articular las palabras Basilio
no dejó de acariciarse los bordes de la chaqueta.
-Ella no es una elegida, ¿verdad? Alguien
tiene que limpiar la bodega.
-U sted, Basilio, no se anda con pamplinas.
Pero me parece que exagera —Monleón dejó caer las
manos y por un instante el parpadeo de Basilio lo
petrificó en un recuerdo molesto—. Aunque, claro,
tal vez tenga razón: para algo le estoy pagando un
sueldo. A ella, quiero decir. De acuerdo, le diré que
baje y limpie la bodega. Por lo menos aprenderá que
también los malos tragos hay que compartirlos.
Dos horas más tarde, con todo, Sandra no ha­
bía aparecido y Basilio tuvo que soportar el sol de ida
y vuelta a la fonda. Monleón supo que habían llega­
do por la barahünda que se difundió por el parque
como una nube de avispas. Al salir de la casa encon­
tró a Basilio hecho una furia. Sandra avanzaba des­
pacio, la blusa salida del pantalón, dos mechones de
pelo con brillantina cortándole la frente y la mirada
disuelta en un atónito humo de tizones verdes. El

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vaho de la cerveza que había estado bebiendo se olía
a un metro. Monleón reculó como si quisiera esca­
parse. Buscó con la mirada la pista de tenis; más allá,
entre el tejido de la humedad, el dolmen, abando­
nado y refractario, parecía levitar en un aura rosada.
El portazo que dio Basilio al entrar a la casa los de­
sentumeció a todos.
-Vaya carácter podrido que tiene el vejete
-d y o Sandra.
-N o le faltan razones —dijo Monleón—. ¿Sa­
bes que has llegado como tres horas tarde?
-Mañana vendré más.
-Sandra, la que decide cuándo debes llegar
no eres tú. Te he dicho mil veces que aquí estamos
amenazados y necesitamos cierto orden.
—Tú estás grillado -dijo ella, y trató de es­
quivarlo para meterse en la casa.
Monleón le cerró el paso. Como si hubiera cho­
cado con un poste, ella se llevó la mano a la frente.
-S i no me dejas entrar será muy difícil que
haga algo.
—Primero te daré instrucciones. ¿Estás pre­
parada?
—No seas fantoche.
—¿Estás preparada? —repitió él sacudiéndole
el brazo.
Ella agarró la mano y con una rabiosa lenti­
tud se la quitó de encima.
-D ím e.
—Tienes que bajar al sótano y limpiar la bo­
dega. Está llena de mugre, desperdicios y cajas. Las

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botellas que no se hayan roto las llevas al garaje y ya
veremos qué se hace con ellas. Barres, pasas lejía, le
pides a Viescas insecticida y trampas para ratas, me
comprendes.
-Perfectamente -dijo Sandra.
-¿ Y bien? —Monleón le estudiaba la boca.
—Vamos, déjame pasar.
No bien Sandra se perdió en el fondo de la
casa, Monleón volvió al estudio para revisar vaga­
mente unas fotos de atletismo. Si Basilio fue a verlo
para obtener alguna clase de confirmación, sólo logró
salir defraudado; en vez de hablar de inconvenientes,
el jefe, con un atropello de palabras tortuosas, inten­
tó convencerlo de que en el deporte latía la fórmula
de una felicidad accesible y fácil de tolerar: emula­
ción, salud, indicios del carácter humano, entereza,
arte, esfuerzo y amistad. Basilio lo oyó de mala gana.
Veía algo remoto y conocido en el rostro de Mon­
león: la endeblez, como de dique agujereado, del que
está pendiente del sufrimiento de otro. Consternado,
pidió la tarde libre para visitar a su mujer.
Un rato después algunos relojes marcaron las
dos y Monleón decidió apersonarse en la cocina; pero
estaba por salir cuando Sandra, perseguida por una
jauría de chicharras, entró al estudio llorando como
Monleón imaginaba que sólo podía llorarse a un her­
mano. Turbado por una violenta sensación de alivio,
volvió a sentarse para contemplar cómo ella, apoya­
da en el escritorio, se mordía blandamente los nudi­
llos. Un temblor en las cejas le avisó que algo tacha­
do durante mucho tiempo se ponía ahora al alcance:

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
un fulgor, un eco, un recinto vacío y tapiado. Desis­
tió de pensar.
—Te has asustado, ¿verdad? Te ha dado asco.
Yo lo sabía, en cierto modo es lógico. Pero bueno,
ya está. No hace falta que acabes. No tendrás que
hacerlo nunca más.
Ella se apartó los mechones de la frente y con
el dorso de la muñeca se limpió la boca.
—No, no es eso. No me trates como una cre­
tina, gilipollas.
-¿ Y entonces qué te pasa?
—No lo sé. De repente me sentí deprimida.
-¿Deprimida? -Monleón se levantó, pero
tuvo que quedarse a dos metros de distancia porque
ella lo detuvo—, ¿Cómo coño te puedes sentir depri­
mida con lo que bebiste esta mañana?
-T e digo que no lo sé. Estaba barriendo y vi
unos huesos de animal, quizá eran de cordero. Me
pareció que estaban húmedos, mordidos, y me puse
a pensar que no quiero comer más carne, no sé, me
da impresión, y de repente me encontré llorando.
Las líneas de la cara de Monleón se habían
ido dulcificando, aunque Sandra no hubiera podido
asegurar si el latido de los párpados, un disturbio de
parche mal tensado, era culpa de un tic, de la piedad
o de un bienestar que él mismo se retaceaba.
—No te lo tomes así —le oyó decir—. Habrá
sido la luz artificial, las ratas, cualquier bobada.
-A mí no me dan miedo las ratas.
-Entonces vete a saber si anoche no te fuiste
de juerga y estás agotada.

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
Sandra echó la espalda hacia atrás y apoyó las
manos en el escritorio. Debajo de la camiseta, donde
debían estar los hombros, dos cuchillas triangulares
violentaron la tela desgastada.
—No quiero que te metas en mi vida —consi­
guió decir por fin con una voz alta y escabrosa, y
Monleón pensó que los dos habían estado esperando
aquéllo, que de grito sólo tenía la aridez—. Todo lo
que piensas te lo metes en el culo, ¿vale? Me cansas.
No sabes cómo me cansas.
La última frase se disolvió en un gemido fla­
co y el gemido en una llovizna de toses y saliva. Sin
darse cuenta, Monleón estiró un brazo, después el
otro. No hubiera sido temerario decir que quería mo­
jarse las manos en ese líquido escaso, pero él no pen­
saba en calor ni en abluciones; lo decepcionaba igno­
rar frases de consuelo. De todos modos no hubiera
podido decirlas porque cuando se resignaban a acer­
carse, eso Sandra lo sabía, entre las dos bocas se for­
maba una pira donde docenas de palabras subían ve­
lozmente a incinerarse. No lograba entender de qué
estaban hechas pero sentía el eco y la quemazón.
Monleón perdió el orden de las preguntas.
Aceptó la embestida del cuerpo de ella y la besó,
nervioso, persuadido de que cuanto más al fondo de
la boca llegara más devastaría la reserva de ofensas.
Creyó besarle los dientes, el paladar, la respiración;
empujó la lengua hacia atrás y le tapó la salida. Pero
entonces ella se apartó. Tragando aire, buscándole el
cuello, junto con un mordisco le clavó un suspiro.
—¿Qué dices? —preguntó Monleón.

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—Que me gustas. Me gusta tu olor. Te quiero.
Monleón abrió los ojos. Ella se dejó exami­
nar, alzando las cejas, dilatando los labios, domando
el pulso de la cicatriz, como si con minuciosas trans­
formaciones de los rasgos pudiera derribar la casa
y ofrecerse repentinamente al sol; y en la mano que
le acariciaba la espalda y la boca que descargó sobre
el hombro de él sintió la misma debilidad, como si,
de haber podido hablar, los dos se hubiesen invitado
mutuamente a una fiesta y un asesinato.
—Un día te voy a llevar a otra parte —dijo
Monleón.
Volvió a besaría, pero ya no pudo cerrar los
ojos. Entonces vio por el resquicio de la puerta que
Basilio abandonaba el living vestido con traje blanco
y sombrero, e incierto como un cónsul sin credencia­
les empezaba a alejarse por el parque. No estaba se­
guro de que los hubiera espiado; pero tampoco se
congratulaba de haberle dado la tarde libre. Los bra­
zos de Sandra le sorprendieron las manos.
—¿Te encuentras mejor ahora? —dijo de pron­
to, pensando que tal vez conviniera aparecer en la
cocina.
-S í, claro —dijo ella, y la cicatriz palpitó en­
tre gotas de agua—. Pero ya no es eso.
—¿Y qué es, entonces?
Ella estiró el cuello para mirarlo de frente.
Aunque Monleón Jr. notó que el remolino verde se
congelaba en las retinas, no hizo nada por evitarlo.
—Es que lo tomas todo o no tomas nada.
Empieza a elegir.

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
Monleón Jr. recorrió con un dedo la cresta
que el espinazo de ella formaba en la blusa.
-O ye, tranquilízate. ¿Qué estás diciendo?
—Estoy tranquila.
—No lo parece —Monleón se restregó la nariz.
Cualquiera que te oyese pensaría más bien que eres
marciana.

Vi que un obrero, encaramado en una esca­


lera de varios tramos adosada a una camioneta, se
esmeraba en limpiar a soplete la piedra transversal
del dolmen. Yo sabía que no se lastimaba impune­
mente el legado de los muertos, que lo que las pie­
dras decidían recoger en sus desniveles era tiempo
vivido y no cabía limarlo, pero el tipo seguía pasan­
do el soplete, y bajo las oleadas de humedad el techo
del dolmen adquiría una límpida y autoritaria cuali­
dad de animal acorazado. Seguramente lo iban a de­
jar como nuevo. Sentí pánico de peregrinas posibili­
dades; que con la torpeza despertaran a un sangriento
dios exiliado, por ejemplo, o que estuvieran prepa­
rando una inauguración oficial. Lennon no tenía de­
recho a esconderme lo que sabía. Fui a verlo y ace­
ché el momento de afabilidad para lanzar un gancho
de abordaje; no fue fácil, porque desde la entrada el
gran danés me atemorizaba con baba, ladridos y ojos
de fosfato. Pero Lennon lo echó. Fue un gesto.
-E stán limpiando el dolmen a soplete -p u d e

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
decir al fin. En una mesa cerca de la puerta, un ca-
mionero devoraba una aceituna tras otra.
—Sí, no es la primera vez. Desde que lo tra­
jeron vienen haciendo lo mismo. Cada cinco o seis
meses, creo.
Me sacaba de quicio que los ojos, marrón
muy claro, no dijeran sí ni no.
—¿Cómo que lo trajeron?
—Quiero decir que cuando yo llegué todavía
no estaba.
—Bueno, entonces acláreme qué carajo había.
Entre la exageración de la barba asomó una
boquita sana y apucherada, de lo cual interpreté que
Lennon me ofrecía no sólo comprensión sino tam­
bién alguna forma de amistad. A mí no se me com­
pra fácil, pero ese Lennon no se brindaba para enga­
tusarme. Me quería evitar más malos tragos, sabía de
mis trances.
-Nada. No había nada -d ijo -. Vea usted,
sólo he hablado del asunto con dos obreros, y nin­
guno de Jos dos duró mucho en las obras. En ese lu­
gar había antes un camping y, al lado, una fabriquita
de bebidas carbónicas. Uno de los obreros me habló
de desidias en las instalaciones de gas, pérdidas y esas
cosas, y de una explosión que mató a casi ciento cin­
cuenta veraneantes. Pero que yo sepa eso no salió en
los periódicos.
Reflexioné que bien se lo podía estar inven­
tando. Para alguna gente de sangre fría lo macabro
es almíbar.
—¿Y el otro qué le contó?

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—Puede estar tranquilo —sonrió Lennon—.
Me dijo que una empresa compró el terreno y para
valorizarlo hizo traer el dolmen. Ahora esperan que
pase el tiempo para que todo parezca antiguo. A
los compradores les explican que todavía están ex­
cavando y mientras tanto hacen ver que trabajan. Pe­
ro en realidad no van a terminar nada hasta dentro
de un año por lo menos.
Hizo girar una manivela y una ráfaga silbado­
ra de vapor salió por el pico de la máquina de café.
-Bueno, Lennon, no sé cómo agradecérselo.
-M uy fácil: usted a mí no me ha oído una
palabra, ¿de acuerdo?
—Ni que me inyecten pentotal. Ahora bien,
¿por qué?
Dejó el trapo sobre la rejilla de la máquina
y me pidió que le convidara un cigarrillo.
-E s que este terreno es de la misma empresa,
me comprende, y de momento yo no tengo ganas de
marcharme. Por cierto, ¿qué es lo que me agradece?
No me gustaría que viese visiones.
Aunque no estaba obligado a saberlo, me dio
pena dejarlo en ascuas. Pero el camionero pidió la
cuenta, y el perro empezó a ladrar, y Lennon no era
un tipo insistente. Algo habíamos sellado, con todo,
supuse yo. Y las visiones son propiedad de cada uno.

-Basilio no me da miedo.
-Lógico.

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—No me gusta pero tampoco me da miedo.
Me divierte, ves. Es un perro fiel. Agacha la cabeza
y el lomo porque tú tienes la pasta.
—Si supieras lo equivocada que estás.
-¿ A h 'sí? ¿Y entonces por qué se arrastra, si
no? ¿Es tu amante? ¿Es un pervertido sexual? Si es­
tuviéramos en otra época pondría la espalda para
que lo azotaras.
-Cállate de una vez.
-OK, OK, pero antes me explicas por qué
leches se deja pisotear.
-E s m uy largo.
—Cuéntame.
—Apártate.
-S e me ha dormido una pierna. No me to­
ques.
—Mira, te lo cuento porque... Cuando m i pa­
dre conoció a Basilio tenía cuatro empresas y ningún
hombrt áe confianza; todo lo había hecho a pulso.
Mi madre decía que fue amor a primera vista. De
otro modo no se explica, porque Basilio acababa de
llegar de Marsella, de pasarse un par de años en la
cárcel, y tenía la estampa de un mendigo. Pero cuan­
do se lo presentaron, mi padre se dio cuenta de que
era un lince; lo sacó de la pensión, le dio responsabi­
lidades y le encargó algunas tareas delicadas. Mucho
del dinero que ganó la familia vino por el lado de él.
Supongo que de alguna manera se lo habrán recono­
cido, pero más que nada era de palabra. Porque mi
padre, si quieres que te sea franco, era una alimaña.
Que yo lo diga es una deshonra, o una falta de respe-

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to, pero... Bueno, era un hijo de puta. Yo, por ejem­
plo, cada domingo tenía que pasarle un cepillo por
el tapizado del coche. Una vez encontró a mi madre
sentada en un sillón de leer y de una bofetada le aflo­
jó dos dientes. Mascaba tabaco...
—¿ Tenía un sillón de leer ?
—¿Por qué m e miras así? ¿ Qué te pasa?
—Te estoy escuchando.
—A Basilio no le pagaba demasiado bien, me
figuro. A sí que con el tiempo, por agradecido que se
sintiese, Basilio pensó que no había razón para no
hacerse un poco de justicia. Y como tenía poderes,
firma y crédito, poco a poco empezó a meter la ma­
no en el bote. Sobrefacturaba, intervenía en la doble
contabilidad, se entendía con los proveedores... Para
ti esto es chino... Robaba, entiendes. Calderilla, si
quieres, pero era dinero. Mi padre no hubiera llegado
a descubrirlo nunca. El que lo descubrió fu i yo.
—Y te lo cargaste.
—Qué estupidez. Fui juntado pruebas en un
maletín hasta que me di cuenta que a mi padre no le
quedaba mucho tiempo. Entonces una tarde los re­
uní a los dos y puse todos los papeles sobre la mesa.
Basilio, lo hubieras visto, no pestañeaba. Y lo único
que mi padre dijo fue una de esas frases que a m í
nunca me han dado lástima, algo como: "A veces es
mejor morirse para no saber ciertas cosas”. Pero lo
dijo con una voz tan finita que casi ¡a tapaba el rui­
do del ventilador. Una semana después tuvo un infar­
to. A Basilio le hubiera alcanzado con aquéllo; pero
además yo, que tenía la posibilidad de arruinarle la

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vida, fui magnánimo y mantuve todo entre los dos.
—¿De veras hiciste eso? No te creo.
- Yo no sé inventar historias.
—¿Y no te pareció repulsivo?
—No sé para qué te cuento si no entiendes
nada. Mi padre... Te he dicho que era una basura. Si
yo no mandé a Basilio a la cárcel fue porque mi pa­
dre se merecía que lo engañaran... Fíjate lo que te
digo, hasta cierto punto le tengo más respeto a Basi­
lio que a él.
—Te cae simpático, vamos.
-E s una persona eficaz.
—¿Ese ganso?
-Ese... anciano, aunque tu no sepas lo que
significa esto, hace bien su trabajo. Y te recomiendo
que cierres el pico porque nunca se sabe cuando está
escuchando.

Monleón sorbió el caldo hecho por Viescas


con una mueca contrariada; había esperado, ño sólo
que Sandra lo siguiera, sino que colaborara en un es­
pectáculo de concordia para distracción de los guar­
daespaldas. Pero como Sandra desconocía los deri­
vantes anhelos de Monleón, nunca se salvaba de de­
cepcionarlo, igual que una tierra dormida no sabe
decidir cuáles semillas de las que sembró un labrador
atolondrado debería transformar en plantas. Media
hora después Viescas la sorprendió en la despensa, en
puntas de pie sobre una silla, cortando lonjas de ja-

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món con un cuchillo de caza. En el suelo, sobre un
pañuelo negro, había varias rebanadas de pan de cen­
teno y una botella de borgoña descorchada.
Viescas volvió a la cocina. Monleón había
desaparecido con las uvas del postre y no era seguro
que anduviese en el garaje o en su cuarto. De modo
que Viescas fue una vez más a la despensa y con una
sonrisa afligida aventó a Sandra hacia otra parte. La
vio huronear un rato por el parque antes de bajar
a la bodega con el juego de trampas que él mismo le
había dado; y si a las siete no se preguntó por qué
aún no se despedía, fue porque Monleón había vuel­
to a materializarse junto a la cancha de tenis.
Pecho abajo en la hierba, apoyado en los co­
dos, enfocaba unos prismáticos contra la irrevocable
arrogancia de dolmen. Parecía preguntarse si el reta­
zo de cielo que enmarcaban los dos pilares y el pe­
ñasco horizontal no estaría pintado, si no sería la
pupila de una máquina que trituraba metódicamente
lo que los obreros construían. En ese caso no serían
obreros sino condenados, y el trabajo que todas las
mañanas restituía la perfección del dolmen un tri­
buto a algo que los superaba en voluntad. Monleón
no sabía de dónde lo atacaban esas nociones. Y sin
embargo le gustaba mascullarlas, e imaginaba que el
peso de la piedra y el moho lo aplastaba persuasiva­
mente contra el césped. Pero de pronto se sobresal­
taba y era porque, si de verdad el dolmen exigía trá­
fago inservible, renovación, vanidad, y esos destajis­
tas eternos estaban ahí a la fuerza, tal vez no hubiera
emplazamiento, sólo un lienzo, y para descubrir cómo

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
estaba hecho sería necesario alcanzar la edad del dol­
men, subsistir como él a orogenias y diluvios.
Monleón se secó el sudor del entrecejo. Todo
eso era falso. Los tipos fingían trabajar: les pagaban
por recomenzar continuamente, o de noche un arqui­
tecto les entregaba un prototipo en un sobre lacrado.
Ellos lo abrían a la madrugada y del boquete siem­
pre abierto extraían una mentira nueva. Pero tam­
poco así se explicaba la apisonadora, ni la velocidad
conque un semicírculo de postes había asomado por
el agujero como si la colina, en un callado jadeo, hu­
biera decidido expulsar sus pulmones.
Le dolía la cabeza. Moviendo un poco los
prismáticos a la izquierda divisó a un hombre en ca­
miseta que sacaba un pedazo de pan del bolsillo, le
daba un mordisco y antes de recoger la pala lo mor­
día una vez más. Lo que quedaba de pan cayó al sue­
lo. Monleón apartó los prismáticos de los carrillos
hinchados y los lamparones de la piel.
Una hora atrás habían descargado acero en
láminas y él había pensado en una cimentación en
pilotaje. Pero ahora volvía a confundirse, y estaba
cansado, y además empezaba a oscurecer. Ya no ha­
bía luz sino un resplandor que le arrancaba al césped
largos olores mordientes. Monleón rodó hasta quedar
de espaldas y con la nuca mojada de rocío fijó los
ojos en el cielo morado. Intentó reconocer las estre­
llas. Se dijo que no debía pensar más, que todo po­
día resolverse con una llamada telefónica o una expe­
dición clandestina. Y ya estaba por incorporarse, in­
cómodo en la modorra, cuando una cara se imprimió

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en el cielo, sin enturbiarlo, como un mundo ojival en
una pátina de sangre. Era la cara de Sandra. Había
terminado de limpiar la bodega y lo estaba esperan­
do, y b^jo los pómulos como sudarios, sobre la boca
inexplicable, la cicatriz relucía como una rama es­
carchada. Lo estaba mirando en silencio. Monleón se
pasó la lengua por los labios y con un leve quebranto
volvió a cerrarlos secos, como si llegando a los con­
fines de un desierto hubiera encontrado otro más
grande. No obstante se rió. Ella se había puesto un
brazalete más arriba del codo y jugó a resistirse cuan­
do él hizo ademán de sacárselo. Monleón se dio por
vencido. Sublevado, como a punto de dar con un
placer que los hombres habían conocido una vez
y más tarde resuelto olvidar, le preguntó qué hacía
allí, por qué no se había ido. Ella le puso un pie so­
bre el pecho.
—Una tarde dijiste que podía quedarme a
dormir -contestó.
Monleón consiguió liberarse y la agarró por
la cintura. Ella entornó los ojos. Por un momento
pareció preguntarse si era realmente posible no pen­
sar en nada. Blanda y celebratoria, dobló las rodillas
y poco a poco se fue adaptando al cuerpo de él. Así,
enredados en un sacramento extravagante, los encon­
tró Basilio a media noche, vigilados por un gajo de
luna y la apatía de los guardaespaldas.

Alguna mafiana, junto con la lasitud del pri­


mer cigarrillo, yo sentía nostalgia de la ciudad. Odios

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cálidos en el autobús, toxicómanos, empujones, gas­
tritis. Pero el Bando de Vigilia tenía a la ciudad apre­
sada en una malla de neurastenia, y el recuerdo era
amargo, y por suerte la estación de tren quedaba a
un kilómetro y medio de Kelany. Con todo, sería una
infamia negar que era otro tipo de fuerza lo que me
ataba a la casa; y tarde o temprano tendré que acep­
tarlo aquí mismo. Porque aún la prestancia de mis
piritas se hizo inocua un día, y hurgando en el escri­
torio del estudio di con las llaves de ese archivador
de dos cuerpos, hasta entonces nada intrigante, que
dormía en un rincón del living. Atesoraba varias de­
cenas de carpetas con fotos deportivas clasificadas
por una persona más bien intermitente. A mí el de­
porte no me gusta. Creo que caminar es un buen ejer­
cicio y hacer el amor o trabajar pueden sustituirlo sin
peijuicios. Sin embargo no podía sufrir, por ejemplo,
que una de las carpetas amontonara un revoltijo de
instantáneas de entregas de medallas, porque mi hob-
by son las piedras y tan estrictamente lo asumo que
jamás se me ocurriría poner dos ejemplares juntos
por el hecho de haberlos encontrado en la misma
montaña. Así pues me puse a revisar. Bultos glandu­
lares. Seres deformados por el esfuerzo. La gentil
curva de la pértiga, pelotas como meteoros. De este
modo fue como topé con una foto apaisada, de colo­
res groseros, donde un hombre joven de poco más de
un metro ochenta, pulcro pelo castaño y cara aero­
dinámica se secaba el cuello con una toalla, apretan­
do entre las piernas una pelota de básquetboi. Algo
intentaba ocultar la mano a la insolencia del fotógra­

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
fo pero, pese a estar desprevenido, ese Monleón me
estimulaba más que el de la foto que había recor­
tado Lennon. Como decírselo a bocajarro parecía una
provocación interesante, partí para la fonda de la ca­
rretera. En la puerta había un gato acerado esperan­
do que alguien abriera para colarse como escolta. No
bien tiré de la manija, sin embargo, el gran danés nos
acribilló a ladridos y el gato se erizó con un ruido de
freno gastado. Vi fauces y uñas y, como siempre, de­
seé que se devoraran uno al otro. Tambaleándome
ante el mostrador, tardé un rato en darme cuenta de
que no era Lennon sino una muchacha la que despa­
chaba a los obreros. Me importó poco que los tipos
fueran sobradores. Muy poco. Esa veinteañera casta­
ña, flexible, obstinada en calcular una medida de ron,
era la que en sueños yo había visto en la sala de es­
pera de un aeropuerto. Bermellón. Tenía puesta una
camiseta de color bermellón, con una leyenda seri-
grafiada, I love strangers, cruzando una vistosa luna
menguante. No me había equivocado. Y lo mismo
daba que no fuera la misma del sueño, si tanto se pa­
recía para mí. A eso se debía que, desdeñando ins­
trucciones torcidas, yo sólo hubiera ido descubrien­
do cosas sobre Monleón, y hasta una foto en color.
Qué ansioso estaba. Los obreros le daban charla; por
otra parte yo ya había desayunado. De modo que
estuve observándola hasta que el perro se metió en la
cocina y no quedó más remedio que irme. Mientras
volvía a Kelany repasé lo que había observado. No
aparentaba ser arisca ni lasciva en exceso, pero sí des­
fachatada, ingobernable, capaz de cabalgar en pelo

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hasta romperse el pubis con tal de encontrar antes
que nadie un tesoro escondido en una duna. Es claro
que, como todas las hijas de los suburbios, única­
mente había visto caballos en el cine. También así
debía de ser Sandra. Y, con todo, en la contextura
angosta, en la boca intempestiva, en las cejas oscuras
y los ojos claros, no sabía yo si verdes o grises, en el
cuello desnudo, había algo receptivo y vulnerable.
Monleón había sido demasiado miope como para
apreciarlo. Y daba lástima, en realidad, porque esa
falla le hubiera servido para entrar en la muchacha,
dominarla y darle ayuda, en vez de morir estrellado.
Imaginé cómo habrían sido las palabras entre esos
dos. Muerto de frío, estuve toda la noche imagi­
nando.

—Todas las mujeres que han parido tienen los


pechos fofos. Pero no está mal. No está mal.
—Mientes. Ten, muerde. ¿Y tú cómo sabes
que yo tengo hijos? Mira qué duro. Vale, vale.
-N o he dicho que tuvieras. ¿ Vale? No aguan­
tas nada.
—Pues sí que tengo. Y es de lo más atractivo.
No se parece al padre.
-¿ L o dejas con él?
- E l padre murió.
-¿Cóm o murió?
—En Marruecos.
—No he preguntado dónde, sino cómo.

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-E n Marruecos.
-Ven, no te vayas. Ven, joder. ¿ Y entonces con
quién lo dejas.
-¿Cuándo vengo aquí?
-N o , por la noche.
-P or la noche está conmigo. Dormimos jun­
tos.
—Si pasaras las noches con un niño no ten­
drías esas ojeras.
-Escucha bien lo que voy a decirte, imbécil:
con ésto de aquí podrás ’hacer lo que quieras, pero
no se te ocurra volver a hablar de mi hijo.
-¿Por qué no fumas menos, si te importa
tanto ?
—No vive de mi vida. Está fuerte como un
caballo.
-Más le vale, si tiene que jugar entre latas de
cerveza. ¿No te convendría vivir en un lugar menos
peligroso ?
-N o hay ningún peligro. Hay parques. Y con
las latas de cerveza no juega, se las bebe: ¿Ya tus hi­
jos quién los cuida?
- Y o no tengo hijos.
-Bah, mientes.
-Claro.

Pese a la tenaz mirada de horror con que a


veces amanecía, Monleón estaba convirtiendo el caos
de las fotos deportivas en un predio de correspon-

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dencias. Se volcaba a las carpetas munido de tijeras
y libros de récords, tomaba notas con un portaminas
que se ponía detrás de la oreja, y cuando las abando­
naba para nadar un rato volvía a abordarlas con los
escrúpulos del que dejó un cuerpo a medio diseccio­
nar. En dos de las paredes del estudio había clavado
dieciséis logotipos de especialidades olímpicas y algu­
nos más de su invención dedicados al automovilismo,
las motos, el golf o el vuelo a vela; de esos dibujos
someros y destacados, de su fondo azul de prusia, na­
cía un férreo mandarínato que mantenía en un espa­
cio lejano los sabotajes venidos de los alrededores
del dolmen.
Cuando Monleón hurtaba el cuerpo a las dis­
cusiones con Sandra para enclaustrarse entre las fo­
tos, Basilio empezaba a creer que la pervivencia de la
casa estaba asegurada. Colapsado por los treinta y
cuatro grados que marcaba el termómetro, lo admi­
raba entonces que el jefe pudiera pasar de la disipa­
ción al aplomo sin que el cuerpo se le resintiera, y le
dolía que en los escasos momentos de lucidez rehu­
sara ser más agradecido con los baluartes que al final
lo salvarían. Porque en realidad, eso al menos comen­
taba Basilio con Viescas y el guardaespaldas rubio,
Monleón perdía casi todo su tiempo forcejeando con
la chica.
Algunas veces, cierto, era capaz de ignorarla
por más que ella embebiera la casa de olor a tabaco
negro y violeta de parma. Pero otras se le estropea­
ban las cábalas, y los chapuzones en la piscina, las
vueltas alrededor de la Magdalena, la manía de rastri­

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llar agujas de pino se parecían más que nada a los
desahogos de un farero enloquecido. Ella, cercada
por las alarmas, se consagraba mayormente a esperar;
y cuando se las arreglaban para coincidir, cada en­
cuentro era un largo silencio acalambrado entre un
prólogo y un colofón de insultos. A pesar de todo
Monleón seguía sin despedirla, y Basilio se inclinaba
a pensar que él era al fin y al cabo digno de una ex­
plicación. Se debió notar que estaba ofendido: una
tarde, por fin, Monleón le confesó que si retenía a
Sandra era porque estaba a punto de arrebatarle un
secreto que ni ella misma conocía; no tanto la res­
ponsabilidad que le cabía en los trastornos del clima
o las payasadas de los obreros, como la verdadera
raíz de una descomposición. En realidad, aseguró, lo
único que le faltaba para ponerla en evidencia hasta
el hueso era una buena forma de espolearla.
Aunque Basilio no le creyera mucho, por un
traspié no iba a olvidar la estima que sentía por la
familia Monleón. Tal vez fue por eso que la misma
mañana, trastabillando entre las camisetas, el secador
del pelo y las revistas de historietas que se apilaban
en el cuarto de Sandra, se tomó el trabajo de instalar
un micrófono detrás de un paisaje provenzal que ha­
bía en la pared. Solapado y eficiente como era, un
error de cálculo estuvo a punto de hacerlo chocar
con Sandra ante la puerta. Tuvo que escabullirse co­
rriendo, el trabajo quedó mal acabado y los sonidos
decidieron surgir por un altavoz empotrado en la pa­
red de la cocina. No sólo él sino Viescas y los guarda­
espaldas escucharon esta tarde un diálogo afónico

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y escabroso que les llegaba envuelto en música de
flejes.
Basilio se apresuró a desconectar el circuito.
Al darse vuelta sorprendió a Viescas frotando el can­
to de la baraja contra la mesa, los ojos bajos, la mano
libre crispada intentando en vano desabrochar el se­
gundo botón de la camisa como quien lucha contra
una clase de nudo que no ha visto nunca. Un minuto
después declaró que estaba cansado de jugar y se
puso a afilar cuchillos. Los guardaespaldas salieron
al jardín.
Todavía no eran las seis cuando Monleón, re­
cién duchado y con la camiseta a rayas, apareció con
aire ausente, casi compungido, y sin abrir la boca en­
cendió el televisor. Estaban dando un documental
sobre la vida de los miembros de una brigada de ex­
plosivos que sólo le interesó unos minutos. Mordis­
queando un palillo, reflexivo como si fuese a decidir
un negocio millonario, acercó una silla a la mesa y
contempló el solitario que Basilio no lograba resolver.
-Perdóneme, Basilio -d ijo —. Pero he de ro­
barle un momento.
-C on una dada no se parte lefio —dyo el otro
con una sonrisa indolente.
-Tanto mejor. Bien, para ser escueto, se me
ha ocurrido que en esta casa debería haber una pecera.
-¿M ás mascotas, precisamos?
Monleón le apoyó una mano en el antebrazo.
-A q u í no hay perro ni gato, ni siquiera ardi­
llas. Y aunque usted no lo recuerde, Basilio, yo tengo
hijos que a lo mejor un día vendrán a visitarme. Lo

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liago por ellos, y porque necesitamos algo más de
vida. Ya veremos qué clase de peces compramos, pero
en principio me gustaría que fuesen, digamos, iridis­
centes, con aletas de aquéllas como de encaje.
Viescas examinaba decepcionado el filo del
cuchillo de trinchar. Basilio midió a Monleón como
se mide a un hombre que quiere ir de pesca en un
bote podrido.
—Si me permite usted, Conrado, no es fácil
sacar ejemplo de la vida de un animalito.
-Puede que tenga razón -dijo Monleón, y re­
soplando se volvió hacia el televisor-. Pero yo no
quiero aprender. Lo que quiero es tener una pecera.
Mañana irá usted a la ciudad y averiguará precios.
Puede incluso marcharse hoy por la noche, si tiene
ganas de ver a su familia.
El gruñido de Basilio no consiguió hacerse
oir; arrastrando los pies, Sandra acababa de entrar
con un cepillo en una mano y un bolso en la otra. El
gorgoteo del agua donde Viescas había puesto ver­
duras en remojo parecía reverberarle en la piel grue­
sa de crema humectante.
-¿Buscas algo aquí? -pregunto Basilio.
Monleón no lo desautorizó. Al volver la ca­
beza había sorprendido a Viescas parpadeando y en­
varado, como si se hubiera mordido la lengua. Iba a
preguntarle si le pasaba algo pero Sandra no le dio
tregua.
—¿Por qué? ¿Tengo que buscar algo en espe­
cial? Quería saber qué había en la tele —dijo ella de-

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jando el bolso en el suelo-. Creo que hoy había un
documental sobre Bob Marley.
—No tengo la menor idea de quién es ese indi­
viduo —dijo Monleón-. Pero si es música, sabes que
aquí no corre.
Sandra se restregó la boca.
—Tu vida ha de ser divertidísima, ¿no?
—Dentro de diez minutos darán una película
con SpencerTracy -d ijo Monleón.
—Yo me largo —dijo Sandra—. Hasta mañana.
El único que le contestó fue Viescas. Monleón
se proveyó de un bloc y empezó a explicar las carac­
terísticas de la pecera que necesitaba. Había logrado
interesar a Basilio, cuando Sandra volvió a entrar
y, resoplando, echó una mirada de desconsuelo a la
fraudulenta paella que humeaba en el televisor.
—¿Todavía no te has ido? -preguntó Mon­
león.
-N o me di cuenta de que eran las siete y me­
dia. Para tomar el próximo tren tendría que plan­
tificarme una hora, y baja lleno de gente. Prefiero
quedarme.
Iba a salir, pero la voz de Monleón la enlazó
en la puerta.
—Te quedas porque ya se te había acabado el
repertorio, ¿eh? Porque no encontrabas otra manera
mejor de arruinarme el día.
Ella se volvió apretando el bolso contra el
cuerpo.
-A l contrario. Si tuvieras algo en la mollera
verías que si quisiera molestarte de verdad iría por

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ahí contando lo pirado que está todo el mundo en
esta casa.
-¿A quién? —Monleón se había puesto rígido.
—Lo mismo da. A los tipos esos que trabajan
en la urbanización.
Monleón apartó el bloc de un manotazo y el
bloc desordenó definitivamente el solitario de Basilio.
- ¿Cómo sabes que es una urbanización?
-N o es muy difícil de imaginar —dijo ella.
Monleón se reclinó en la silla.
-Ahora ya ves por qué todavía no te hemos
echado, Sandra -d ijo -. Tú sola acabarás soltando
la lengua.
Ella se apoyó en el marco de la puerta y con
la mirada recorrió la cocina como si fuera un planeta
de plantas con voz. Tardó un momento en encontrar
algo que decir, y sólo lo dijo después de volver
a reirse.
-P o r la falta que te hace. Como si no supie­
ras cómo la tengo de suelta. En fin, si es que me toca
hacer algo, ya me llamarás.
No bien la vio hundirse en el corredor, Basi­
lio volvió la mirada hacia el jefe. Un choque de im­
pulsos le animaba los músculos del rostro, como si se
le derrumbaran minuciosas ecuaciones ya resueltas.
No hizo nada por disuadirlo.
Monleón alcanzó a Sandra en un recodo y la
tomó de la cintura.
—Todo el mundo tiene miedo de vez en cuan­
do -dijo.

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-Yo no voy a hacerte nada -dijo ella, y la
cicatriz se aplacó en un polvoriento hilo de luz.
-Quizás. Pero nadie me asegura que esa gen­
te no sea peligrosa. Y sin embargo no es por eso que
me paso el día mirándolos.
-N o te entiendo.
—Estoy solo, sabes. No puedo confiar ciega­
mente en nadie, lo lamento. Y tampoco en ti.

A la mañana siguiente Monleón encaró a Basi­


lio frente a la puerta del fondo. Estaba nublado, y en
la luz malva la cara del viejo tenía un intimidante co­
lor de papel de diario. Instalado ante una mesa plega­
diza, con un lápiz apretado entre los dedos carnosos,
escribía prudentes cifras en un libro de contabilidad.
La carne que el calor adhería al barniz del lápiz des­
pertó en Monleón un parco sentido de reconoci­
miento.
—¿Y cómo está su mujer, Basilio? -preguntó.
-C om o siempre. Es buena mujer, galana y
laboriosa.
-N o sabe cuánto me alegro. Por lo demás,
quería contarle que ya sabemos algo.
Basilio se alisó los pelos blancos que le cu­
brían la coronilla.
—Mi parecer no es ése —dijo, y un aluvión de
pena tapó el sarcasmo que le había asomado en la
cara.
—Mire, Basilio, no me ponga en situaciones

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ridiculas. Usted sabe de sobra que lo que yo hago en
esta casa es asunto m ío-. Monleón se interrumpió;
el siseo del lápiz contra las hojas lo obligó a seguir
sin apoyo—. A lo que iba es que no fue tan mala idea
permitir que Sandra se quedase a dormir. En el cuar­
to de los huéspedes está bien controlada, y me hacía
falta retenerla hasta tarde para confirmar una cosa.
Sabe usted, la otra tarde noté que en el preciso mo­
mento en que ella salió al jardín y se tumbó cerca
de mí en la hierba los obreros se largaron.
Basilio dejó el lápiz en la mesa, le acercó una
goma para que no rodara y, alzando los ojos, se dio
cuenta de que por la cara de Monleón Jr. pasaba un
temor letárgico e infantil.
—¿Qué me está queriendo decir?
—Me pareció que se relevaban para estudiar­
me. Se lo juro por Dios. Y por eso, mientras más esté
ella aquí, menos tendrá usted que seguirla.
Basilio volvió a agarrar el lápiz.
—Me alegra. No se salpica el que no echa pie­
dra al caño.

Basilio volvió a presentarse de improviso. En


otros días yo había querido comunicarme con alguien
de la ciudad, no sólo porque me escaseaba el dinero,
sino por el mero gusto de hablar un rato de películas;
y aunque el capricho no se hubiera cumplido, no ha­
bía echado de menos el teléfono; esa mañana, al pre­
guntarme por qué Basilio no se anunciaba, que no

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hubiera al menos una línea entre tanto intercomuni-
cador llegó a mortificarme. Fotos. Yo había estado
mirando fotos de negros descomunales que ofrecían
el pecho a la línea de llegada, troglodíticos galeses
debatiéndose por la proximidad de una pelota ova­
lada, la frágil carrocería de una Ferrari partida en án­
gulo contra la valla de contención del autódromo de
Monsa, y el piloto impelido hacia el césped con una
crin de fuego en el espinazo. Y aunque seguía deci­
dido a cultivar la estolidez de mi cuerpo, no hacía
malas migas con el inventario de deseos que esas imá­
genes desplegaban. Las clasificaba según criterios de
intención: estaban los deportistas que buscaban ha­
cerse polvo o nada en el esfuerzo, los que intuían el
segundo irrepetible, los que simulaban elegir el mar­
gen, los que pensaban más en el rival que en ellos, los
que hubieran querido estar en dos lugares con dos
pelotas, y así de seguido. Algunos minerales tuvieron
que solidarizarse para servir de atril a una enorme
panorámica de la piscina olímpica de México, donde
diez mariposistas convertían en espuma los triviales
secretos del agua azulada. Los golpes de Basilio en la
puerta me llegaron como estampidos. Se excusó.
Venía a preguntarme, eso argüyó, si no necesitaba
un edredón. Dinero. Le hubiera contestado que lo
que yo iba a necesitar era dinero, porque las vaca­
ciones no me durarían para siempre, y por la licencia
que ya pensaba pedir no me darían cheques ni conde­
coraciones. Pero Basilio, suponiendo que a lo mejor
me disgustaban las frazadas, me ofrecía un edredón.
Sólo entonces volví a notar que había refrescado.

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Por fin un viento diligente había dejado el aire lus­
troso, y en los pinos había nuevas facetas. Basilio,
manso y augusto, no objetó nada a mi familiaridad
con las fotos; después de todo me había puesto las
llaves a tiro, como tantas otras cosas, tal vez a propó­
sito, tal vez a modo de herencia. Convinimos que al
día siguiente iba a alcanzarme un edredón y sin alu­
dir al desparramo de minerales, con una sola mirada
sentenciosa, se fue por donde había venido. Recor­
dando la primera conversación con él descubrí que
había sido mucho tiempo atrás, acaso un mes, o tres
semanas. De pronto me sentí fuerte, y la fuerza no
era nueva. Venía de otro tiempo de m í; las perió­
dicas picaduras de aguijón de mi mujer no habían
logrado extinguirla. Y esto probaba que, sin recurrir
a dobleces, yo había sido en realidad el más fuerte
de los dos: el alma de una mecánica descompensada.
Más fuerte que la traición. Con estos claroscuros en
el espíritu salí a enfrentarme con el parque, donde
los coletazos de un viento de montaña habían traba­
jado las ondulaciones como un súbito abrasivo. Las
variedades del verde herían los ojos, y en la piel* de
las manos y las mejillas el aire obraba galvanizando;
parecía que después de haber tragado el frío de la
noche meditase la forma más implacable de adminis­
trarlo. Avancé por el camino principal hasta que las
lajas se convirtieron en grava, pero veinte metros an­
tes del portón viré a la izquierda para mezclarme con
los pinos. En la otra linde del bosquecito, al dejar
atrás la sombra, me di casi de nariz contra esa esta­
tua de cerámica color canela que figuraba una María

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Magdalena algo menuda, no del todo contrita, de pie
sobre los siete demonios que Jesús le había expul­
sado del cuerpo. Las estrías de pelo habían perdido
el esmalte, en los pechos ganaban terreno las cica­
trices y el júbilo del brazo derecho, completamente
extendido, estaba algo menoscabado por las cagadas
de las gaviotas. Sin embargo, bajo los ojos seguían
intactas las toscas lágrimas didácticas, como de llorar
porque se habían llevado a Jesús del sepulcro, o de
alegrarse por la resurrección. Me sorprendió al tocar­
la lo fría que estaba la rodilla. Puede que incluso ha­
ya retrocedido, y en el mismo momento advertí que
los dedos de la mano izquierda señalaban la piscina.
No estaba lejos, me bastaron cuatro o cinco pasos
para llegar al borde. Ahora avizoraba el peso cabal
de la idea de tirarse a una piscina vacía, sobre todo
porque la muerte por desnucamiento que siempre
preveía, las fracturas y el ruido ominoso, no podían
rebajar la grandeza de una recompensa que sólo mi­
rando bien se apreciaba. Tirarse a una piscina vacía
era una lección de humildad. Del agüita que se había
juntado en la parte más profunda sólo una parte ca­
brilleaba, libre para el movimiento y las transmuta­
ciones. El resto se dejaba estancar por una magra po­
blación de nenúfares. Sobre una hoja jadeaba un es­
cuerzo. Sin darme cuenta me había sentado en el
borde y la perspectiva se había limitado pero tam­
bién era más viva. Con una respetuosa precaución
empecé a recapitular el paisaje. Todavía sé acordar­
me de que lo vi todo. Vi el ceño de las colinas aso­
mando sobre el muro de ladrillos, la garita con la pin­

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tura blanca cuarteada, el portón entreabierto, la den­
sidad, la paciencia del cemento entre ladrillo y ladri­
llo, la soledad blindada del garaje, una nube veloz
con forma de olmo derribado y otra, más alta y más
lenta, como un flamenco irisado contra la comba del
cielo. El reflejo de las dos nubes en una ventana de
la casa, evaporaciones en la cumbrera, un rizo de hu­
mo hipnotizado sobre el techo, las flores blancas de
un almendro, el rojo de múrice de los tulipanes, el
liquen creciendo en las lajas del senderó. Y vi tam­
bién el rugido pálido de la podadora de Viescas, del
otro lado de la casa, horadando la mañana, irradián­
dose, y en el límite de la cancha de tenis la alambra­
da que prolongaba el muro, todo distinto, cada cosa
incólume, en tránsito, certera. Todas de acuerdo me
miraban: estaban esperando el momento de hablar­
me. Yo era el depositario. Con el mismo cuidado, por
eso, me empecé a incorporar; divisé los dorados del
otoño en un álamo y tragué saliva, porque no estaba
seguro de que hubiese álamos en el parque. Treinta
o cuarenta grados de giro me pusieron de frente al
dolmen. No era cosa de inquietarlo. Otro hombre ha­
bía mirado desde el mismo puesto esa órbita de pie­
dra sin ojo y una mujer había tomado el relevo. Aho­
ra el dolmen se nos mostraba a los tres, sufrido, po­
deroso, arraigado en el fondo estable del pantano del
tiempo. Era un superviviente. Las cicatrices de la pie­
dra eran los síntomas de que las cosas que yo estaba
viendo no eran bondadosas; porque por debajo de la
hierba y la gracia de los árboles y el ronroneo de la
brisa, por debajo de la hospitalidad, de la simetría,

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estaba la verdadera maquinaria palpitante: la que
nunca recordaba porque no sabía detenerse, la sin
ojos, la furibunda que era lava, alacranes, tomados,
maremotos, infecciosa humedad, sol descerebrante,
tiburones, ortigas y alacranes. El dolmen, y ahora
yo, sabíamos lo que Monleón no había previsto: que
la naturaleza, como el amor, son rítmicos y crimi­
nales. Pero si el dolmen no se había convertido en
ruina al cabo de tantos siglos, era porque durante si­
glos había vivido desnudo. Me estaba mareando. En
ese momento vi a los obreros. Bajaban de una furgo­
neta, lerdos y obedientes como enanos de bosque se­
ducidos por una princesa automática. Uno se llevó la
mano a la nariz y el viento me trajo el estornudo.
Acercándome a la cancha de tenis noté que la alam­
brada estaba vencida, de modo que corrí hasta la
casa y volví con un alicate. Yo no era Monleón Jr.
Yo había comprobado que esos tipos, más que intri­
gar, destruían las estructuras que cada día alzaban,
como si un arquitecto neurótico pensase que el me­
jor complemento para el dolmen era un trabajo eter­
namente vano. Y aunque también se me ocurriese
que tramaban algo, sentía más lástima que recelo.
Metí el alicate entre los alambres y corté lo suficien­
te para no tener que salir hecho un ovillo. Me preci­
pité al pasto degradado que crecía fuera. Cambiaron
los verdes, se hicieron menos neurálgicos, más miti­
gados por las piedras. Ese era el confín noroeste de
Kelany, alguien se había tomado la molestia de plan­
tar varios olivos. Comprobé que en seguida aparecía
una pendiente y que era abrupta. Ahora veía la carre-

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tera, la fonda unos doscientos metros a la derecha
y algo más cerca del cartel de la urbanización. Del
otro lado del pavimento, arriba del terraplén opues­
to, había una especie de prado, la antesala de los tra­
bajos alrededor del dolmen. Puesto que yo había
empezado a bajar, no podía ver más que un plano
menguante, matas de laurel y un puñado de cabezas
circulando entre máquinas y travesaños. De seguir
avanzando acabaría violando alguna ley, me parecía,
aunque fuera la ley de un clan de sordomudos. Dete­
nerme fue una buena medida. El aire crujía, era duro
como vidrio. En ese momento tuve la certidumbre de
que una de las cabezas me estaba observando desde
que había cortado el alambre. Ahora parecía sonreir
o decidirse, no con desdén, y fue la fluctuación del
gesto lo que la apartó de las otras cabezas. En línea
recta nos separaban unos sesenta metros. No puedo
asegurar que aquéllo fuera una sonrisa; sin embargo
empezó a acercarse, ganando nitidez, mostrando el
cuello, el torso hinchado y embutido en un pulóver
azul ynada más, después una parte del pantalón ajus­
tado con cordel. Daba la impresión de interrogarme
a sabiendas de algo. En cierto modo tiraba de mí.
Se comprende, quiero decir, que entonces yo bajara
hasta la carretera, cruzara y en la cuneta de enfrente
rodeara primero unas señales de desvío y después
una gran fosa alargada, medio oculta por montañas
de cascotes. El terraplén era tan escarpado que hacía
falta trepar a cuatro patas, aunque arriba una hierba
espesa me devolvió compostura. El hombre, que
estaba a menos de veinte metros, era calvo, curtido,

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achatado por una peligrosa placidez pero con brazos
tan gruesos que las manos muertas colgaban a buena
distancia de las caderas. Llevaba un pañuelo verde
anudado al cuello y por el costado de la boca le aso­
maba una pajita. Estornudó. Inclinando la cabeza, se
tapó con el pulgar un agujero de la nariz mientras
soplaba por el otro.
—Buenos días -grité yo, más o menos—. Ha
llegado el otoño.
-Siempre acaba por llegar -m e contestó con
una voz dúctil y serena-. Y está bien, así sabe uno
lo que le espera. ¿De paseo?
-Conociendo el lugar.
El hombre amagó decir algo. Antes de deci­
dirse, con todo, ladeó el cuerpo y con un vago gesto
de torero me remitió al fondo del escenario. Era todo
lo que no se divisaba desde Kelany y yo había tarda­
do tanto en descubrir: una lóbrega ciudadela donde
veinte casas bajas sin terminar, de piedra del color
del sílex, se abroquelaban peleando por el amparo
del dolmen. Los techos alquitranados ya no parecían
esperar tejas y por el muro que ceñía los fondos se
propagaba una muda indolencia. En un costado ha­
bían abierto un agujero del tamaño de una carpa de
circo; de ahí, junto con una estructura tubular pare­
cida a una rampa de lanzamiento, surgía una fetidez
de azufres y carne podrida. El hombre enderezó el
cuerpo.
-Pues está muy bien —suspiró—. Lo he visto
cortar el alambre. Usted debe pensar que saliendo de
casa por un sitio que no sea la puerta le pierde uno

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el miedo a lo de fuera. Yo pienso igual. Si es que se
sale, claro.
Empecé a buscar cigarrillos en la ropa. Eso,
cuando recordaba muy bien no haber llevado. El hom­
bre sacó uno del bolsillo de la camisa y lo encendió
sin invitarme. Hubiéramos tenido que acercamos. Yo
me estaba hartando; y además ya había visto: no iban
a darme más oportunidades.
—Ustedes saben que el que vivía en la casa
no salía nunca -grité de pronto-. ¿Me va a decir
que no se habían acostumbrado a verlo?
-E n este sitio nos sobra trabajo Jefe -se mi­
ró las alpargatas y agregó-: También con su amigo
yo habría conversado, si se le hubiese ocurrido acer­
carse.
—¿Y la chica?
-A h, sí. A ella se la veía por ahí.
El cerebro menos dotado hubiera compren­
dido que el hombre no tenía manera de decirme una
verdad. Por mi parte, no me sentía descontento.
—Bueno, me vuelvo. Hasta la vista.
-Claro. Ya sabe dónde estamos.
Bajé por el terraplén, atravesé la carretera y
volví a trepar hasta ios olivos. Kelany cobraba cuer­
po en un aura filosa; en el jardín Viescas empujaba
la podadora con una privilegiada seguridad. Pero yo
sabía que el ruido del motor no había sido continuo,
y ahora no dudaba de que a Viescas le gustaba espiar­
me. Me pregunté si no sería Sandra lo que le dolía, si
no buscaría impedir que yo usurpase la nostalgia de
ella. No había respuesta, pero yo tenía que volver

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de todos modos. A cierta distancia de la cerca me
detuve, el cuerpo abrumado de flaccidez: desbocado
el corazón, la aorta una manguera. Tal vez Viescas te­
mía que los obreros hablaran demasiado sobre San­
dra, como se habla de una amiga incomprensible y
pese a todo de confianza. Tragué aire. No era eso. No
era eso, y no correspondía escabullirme, porque yo
tenía que acudir a una cita: todavía las cosas debían
enseñarme su intimidad en un murmullo. De modo
que muy lentamente, con los sentidos diezmados, me
puse en movimiento e interrogué. Pero la desilusión
fue descomunal. Toda la finca era otra. Diez minutos
habían bastado para que una plaga arrasara el paisaje,
dejando sólo intacta la estéril dureza de la casa. Así
era Kelany: rezagos de tuberías, equipos eléctricos
comatosos, cascarones de pintura en el muro, el sol
frío castigando la cancha de tenis, una piscina vacía,
pinos esqueléticos y el viento silbando por las trone­
ras de la garita. Se me había escabullido el momento,
y lo peor era que escasamente lo lamentaba y pre­
sentía por qué. A mí, tal como era, como soy, otras
cosas me absorbían más que los misteriosos rezongos
de la naturaleza, y entre Sstas cosas menudeaban las
muchachas. La del bar por ejemplo. El razonamiento
era desde luego una mentira, tanto más grosera por­
que me impedía cumplir la meta de rehacerme en
soledad, eso que yo me había prometido. Lo único
cierto era que, entre el desafío de encontrar por fin
algo fructífero y sereno, y la gimnasia de pensar con­
tinuamente una historia de mutua violación, yo ele­
gía lo más tangible. Yo era como Monleón, creía que

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una mujer era tangible, y en eso buscaba recompensa.
Los misterios del tiempo me importaban un bledo.
No me lo reprocho: estaba algo cansado, observar
era extenuante, y no podía objetarse que ser custo­
dio de un amor no fuese una misión. De modo que
tiré del alambre y entré a Kelany, y al cruzar la can­
cha de tenis, mientras rozaba la arcilla con la suela
de las botas, empecé a dudar de que las cosas hubie­
ran estado francamente dispuestas a hablarme frente
a frente. Más bien, me dije, yo había llegado a la pri­
mera resonancia de una nota que llevaba adentro y
últimamente poco había atendido. Una fuerza pues­
ta a dormir pero nunca aniquilada, abrasiva, resistente,
un efectivo adorno espiritual que suele apropiarse de
la cabeza, los hombros, el esófago y las piernas, que
impele e irradia, es río y es dique, piedra y cabeza,
obnubila, asfixia y coloniza. El deseo de un cuerpo.
Es en vano resistirse. Rebuznos. Gemidos de una veji­
ga saturada. Espectros rondando la linfa. A lo mejor
el que había estado a punto de habíame era Mon­
león. A lo mejor había querido decirme que Sandra
seguía espiando desde atrás de los tulipanes, o por
una rendija de la puerta del garaje, y había que escar­
mentarla. Cómo se puede ser tan zoquete. No le hice
caso: aunque aceptara que en el amor vale lo más la­
dino, yo estaba por la reconciliación; y, dedicido a
demostrarlo, me hice con un anorak y cortando el
frío partí rumbo a la fonda de la carretera. Reconci­
liación. En Kelany habían pasado cosas truculentas,
lacras, daños; y ya que estaba ahí, yo quería al me­
nos obtener la última destilación de ese fermento,

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algo que a fuerza de tiempo y aislamiento se hubiera
refinado tanto que pudiese intoxicar con una sola
gota. Pensando estas cosas se me hizo corto el cami­
no. Cuando entré, el reloj afincado entre las botellas
marcaba las once y veinticinjco, una hora adecuada
para haraganear en cualquier bar del mundo. En un
rincón Lennon lijaba la pata: de una mesa; atrinche­
rado en la barba y la defectuosa posición del hom­
bro, me dedicó un espléndido saludo. Pero la que a
mí me importaba era la muchacha y ella, igual que
el obrero que me había hablado, sólo llevaba sobre el
torso un pulóver. Estaba pasando una espátula por
el estaño del mostrador para quitar las pegaduras de
aceite. Le pedí cambio para la máquina y pregunté
qué pensaba ella que valía la pena poner.
-H ay una canción deTalking Heads que sue­
na un poco como la jungla. Pero si la escuchas tres
veces te das cuenta de que es preciosa.
-S i tú me explicas qué es lo que tiene de
precioso -m e atreví— a lo mejor me puedo ahorrar
dos veces.
Tenía una sonrisa apacible, aunque bien guar­
dada detrás de los ojos, que eran del todo verdes, pal­
pitaba una furiosa estupefacción. No era inconcebi­
ble que aspirara a saber algo de mí. Después de todo
yo vivía en Kelany.
-L o fabuloso es que es la jungla de verdad,
pero en sonidos de instrumentos. Es un contrasen­
tido, te fijas, porque además los tíos van vestidos de
traje y corbata.
—A mí no me gusta que le roben la música a

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nadie —dije, sobre todo por quedarme con la última
palabra, y puse una canción aborrecible interpretada
por un tal Bob Seeger, si mal no recuerdo.
La chica combinaba la limpieza del mostra­
dor con un angustioso acoplamiento a esa música
espasmódica. No parecía feliz. Puede que Lennon lo
adivinase, porque con una pródiga solidaridad se ob­
cecaba en ayudarla con bencina. Las manchas no re­
sistieron mucho. Yo bebí un bitter sin alcohol y ellos
se pusieron a alojar botellas en el refrigerador. La chi­
ca paró un momento para sacarse el pulóver, medida
ésta que provocó en mí una alelada expectativa. En
seguida me decepcioné, no obstante: pegada al cuer­
po llevaba la misma camiseta de la última vez, con la
medialuna y la leyenda. Se secó la frente con el pu­
lóver y unas hebras de lana azul eléctrica se le enre­
daron en el flequillo.
—¿Vale que hace un tiempo demencial? -m e
preguntó.
—Rarísimo -contesté - Claro que a mí no
me afecta. No distingo la lluvia del sol, anímicamen­
te hablando.
No sé por qué lo dije. La chica, dispuesta a
agacharse para seguir trabajando, resolvió por fin
apoyarse en el mostrador. De su lado. Al verla llevar­
se un dedo a la boca noté que tenía los labios del co­
lor de las algarrobas, como los tienen en la India.
—¿Tú de qué signo eres? —me preguntó.
Lennon empezó a asomar la cara, supuse yo
que para vigilar el rumbo de la conversación.
—Imposible venderme esas cosas —dije—. Ni

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la astrología ni la cartomancia. En la homeopatía
tampoco creo. Pero debo aceptar que más fácilmen­
te puede engañarme un hombre que una mujer.
—Pero no tiene por qué alterarse —dijo Len­
non-. Hasta ahora nadie ha intentado aquí engañar­
lo: al contrario, hemos procurado serle útiles.
—Bueno, soy de Escorpio —concedí.
-Sincero pero agresivo -dijo la muchacha—.
¿Y a tí no te interesa preguntar?
-¿C óm o te llamas? -dije con autoridad.
—Mercedes.
No le creí. Lennon aprobaba mordiéndose
los pelos del bigote.
- Y perdona, pero me queda otra pregunta.
¿Qué quiere decir / love sfrangen?
-A m o a los extranjeros —dijo Lennon, y to­
cando el codo de la muchacha la invitó a terminar el
trabajo. Desde atrás del mostrador la voz agregó con
una insulsa solicitud-: O a los extraños, según como
se traduzca.
Lo que me exasperó no fue que se sintiera
responsable por la muchacha, sino que ignorase las
consecuencias. Preventivamente me retiré, porque no
es saludable averiguar todo sobre una persona el mis­
mo día. Desde la carretera Kelany me pareció una ca­
sa muy inexpresiva, aunque es cierto que estaba triste
y malhumorado. Tanto que al día siguiente, cuando
Basilio vino a traerme el edredón, lo acusé de haber
precipitado la desgracia de Monleón. Y si era una for­
ma, por decir así, de agudizar las contradicciones de
la situación, Basilio no tenía por qué saberlo. Las ma­

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nos del viejo escalaron el aire como dos armiños ofus­
cados; a duras penas se frenaron a medio metro de
mi cara.
-N o crea que me va a intimidar —le dije.
-N o he sabido de porquería más... -balbu­
ceó, rociándome de saliva-. ¿De dónde ha sacado
esa blasfemia?
—No digo que lo haya hecho adrede.
—Usted es caño con lodo.
Más que arrepentido me sentí vacío. Yo sa­
bía, por supuesto, que era una solución banal, que
andaba buscando un catalizador. Pero aunque ahora
me tocase dar excusas, tampoco podía entregarme
desarmado.
-Mire, Basilio —dije mirándolo a los ojos-.
Sucede que la casa me queda un poco grande. En to­
do sentido. Muchas habitaciones y muchas voces.
Sin pedir permiso él agarró una de las manza­
nas muy lustradas con que yo daba color al estudio.
Me miró de soslayo, como recordando de mala gana
que debíamos cumplir un contrato.
-Comprendo -d ijo -. Tal vez haya sido
malo de mi parte contarle lo grande que fue el hun­
dimiento.
-N o se preocupe -dije, y decidí apuntar
mejor-. Ayer estuve en la urbanización. Es extraño
que su jefe no haya querido recorrerla nunca.
Por segunda o tercera vez desde que lo cono­
cía le advertí un síntoma de curiosidad.
-E l no era capaz de mirar otra cosa que esa
burrica.

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-¿U sted no conoce a una tal Mercedes? -lo
hostigué.
-¿ L a de la fonda? Oh, sí. De nombre, claro,
porque verla no la he visto.
Masticaba la manzana con una paciencia de
rumiante. Y viéndolo mover las mandíbulas fue cuan­
do tuve la primera iluminación. Basilio era un faná­
tico. Biológicamente fanático, sin causa ni enemigo
personal. Vivía en una atmósfera privada de planos
inclinados y lo único que le importaba era conquis­
tarme. Las razones las tenía que poner yo. Me pare­
ció que hacía más frío que el día anterior.
-Yo sí -d ije -. ¿Sabe que es muy bonita?
—Dios ha hecho muchas cosas dulces y mara-
biosas. Pero yo ya casé con una.
—¿Y tiene hijos?
—Oh, sí. Grandes, independientes y desagra­
decidos.
-N o se queje. Yo no supe fundar una familia.
Basilio apoyó las manos en los muslos y con­
siguió levantarse.
-E l momento ha de ser conveniente -d ijo —.
A veces es menester un aplazamiento.
Según su peregrino concepto de la urbanidad,
apeló a un pañuelo de papel para escupir parte de la
cáscara de la manzana. Por varias razones miré hacia
otro lado.
-Quiero hacerle otra pregunta -dije.
-N ada hace una crostica más en la cabeza del
tifioso.
¿Por qué me pidió que empleara a Viescas?

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-O h, era eso -se asombró, y con una diáfa­
na franqueza dijo -: Porque él insistió grandemente
en quedarse en la casa.
Lo vi alejarse con la manzana mordida en la
mano. El hecho de que Viescas fuese tendencioso no
me animaba, y no porque tuviese la sensación de es­
tar pensando en círculos, sino porque las ideas me
habían entrado en expansión. Siempre hacia afuera.
No era cómodo. La verdad es que era agotador y do­
loroso. Tanto borroneo no me dejaba pensar tranqui­
lo en el amor. Había perdido a mi mujer, sólo sabía
de retazos, agujeros, rendijas, de una organización
siempre incipiente, y no aguantaba más. No aguan­
taba más. No entendía por qué me estaba metiendo
en esto hasta la cabeza, y tenía muchas ganas de llo­
rar. No aguantaba más. Quería una mujer. No aguan­
taba más.

—¿Sabías que tienes el cuello demasiado


grueso ?
- ¿ Te has dado cuenta?
-¿ L o sabías?
—No es para cortarse las venas, ¿no? Tuve
una enfermedad que se lama bocio. Pero pienso que
no me perjudicó mucho. ¿Tú que opinas?
-E l bocio es una hipertrofia de la tiroides,
una enfermedad glandular muy grave. Se oculta den­
tro del cuerpo como una tenia y sólo puede tratarse
con un plan de batalla gradual.

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-Para ti todo es una guerra, joder. Cuánto
trabajo. Yo no espero morirme de vieja, me da lo
mismo.
—Te estoy explicando, si haces el favor de es­
cucharme, que lo que tienes no se termina de curar
nunca. A veces remite, se debilita como si invernara.
Pero está esperando la oportunidad de salir a la luz
para deformarte.
-N o te preocupes. Con tal de no quedarme
sin trabajo puedo ponerme encima una sábana.
—¿Estar conmigo esparte de tu trabajo?
-N o seas estúpido.
—Entonces no sé por qué te importa tanto.
—¿Tú has buscado trabajo alguna vez?
—No me molestaría. ¿Qué te pasa?
-M e duelen los ovarios. Es lógico, ayer fu i a
hacerme un control al hospital y el médico dice que
tengo tricomonas.
-Mentira.
-¿Quieres probar?
- Vete al infierno.
-Claro que quieres probar. Aunque fuera ver­
dad no podrías resistirte. Es lo mejor que tienes, que
no sabes resistir.
- ¿ Y eso qué es? ¿ Una filosofía? Suéltame.
- Vamos, trae esa mano. Me gusta tu mano.
-M e estoy cayendo.
-OK. OK. Ven. ¿Eh que te gusto? Pon la
mano floja, caramba. ¿Eh que es buenisimo?
—Escúchame.
-S í.

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—A veces te quiero.
—¿A veces?
- T ú sabes en qué están metidos esos tipos.
-Claro que no.
—No tienes por qué defenderlos.
—¿Qué te importa ¡o que hacen?
—A veces no sé si se están burlando o me in­
vitan a algo. A lo mejor tienen algo firme, algo que
no se hunde nunca, que no gira con la tierra. Por eso
no les preocupa.
-¿ N o les preocupa qué ?
- A ti tampoco te preocupa. Será por eso.
—Me gustas.
-Tienes algo que no gira con la tierra, como
esos tipos. Yo soy muchos. Tú no.

Cuando tres d fas después colocaron la pecera


en un rincón del living, del ámbar del agua, de la re­
petida muerte de las burbujas contra el vidrio, la
casa pareció extraer un ánimo tenaz, como un ope­
rado que por aversión al hospital se repone antes de
tiempo. Entre algas inmóviles y arrecifes de plástico
nadaban tres peces. Dos eran del color de la obsidia­
na; el otro rosado como los salmonetes. Monleón
echó una mirada a las aletas flameantes, a los ojos
fijos, y decidió tratar con precauciones esa forma
atónita de vida. Pasó la mañana escribiendo cartas; al
comienzo de la tarde el guardaespaldas moreno lo
vio plantarse ante la pecera, hermético e insensible al
bochorno en una bata azul.

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Más inalterable que los peces, estuvo alrede­
dor de media hora escrutándolos, como decidido a
no moverse hasta dar con el secreto de la meditación.
Después cambió el peso del cuerpo de una pierna a la
otra, volvió a cambiarlo y los ojos se le deslizaron
hacia la maceta con una azalea y la mesa de patas
largas que sostenía el conjunto. Los peces tardaron
un buen rato en retribuirle la consecuencia. Monleón
ya se había secado dos veces la nuca con el borde de
la bata cuando, primero los negros y de inmediato el
rosado, iniciaron un giro manso y agitando las aletas
convergieron frente a él.
Monleón tragó aire. Una sonrisa se reflejó en
el vidrio y poco a poco fue desdibujándose hasta no
ser más que reminiscencia. Contemplaba los ojos sin
párpados, la hinchazón de las agallas, el fraude del
color en las escamas como si midiese el espíritu de
una fuerza ciega para colgarse de ella con brazos y
piernas. En suspenso, con las piernas abiertas, acercó
la nariz al vidrio. Los peces se sacudieron apenas un
instante. Apartándose unos centímetros, Monleón
limpió el vaho de aliento con un pañuelo. Por las
arrugas de la sien se notaba que movía las cejas; da­
ba la impresión de transmitir órdenes de silencio y
de repliegue.
El guardaespaldas moreno, medio dormido,
no supo cuánto tiempo duró la investigación. Lo so­
bresaltó el chirrido de una suela contra las baldosas.
Monleón piafaba. Las cejas le levitaban a media fren­
te, no mucho más altas que los hombros, y de la
mezcla de rigideces le nacía en las pupilas un pánico

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incoloro. Tocó el vidrio con un dedo. Los peces se
dispersaron. Masticando un insulto, a lo mejor una
amenaza, miró velozmente por sobre el hombro, lan­
zó un aullido de karateka y a tientas se hizo con la
naceta de la azalea.
La planta, como un pequeño satélite, atra­
vesó el aire del living sin rasgarlo. En la otra punta
Basilio tuvo que adosarse a la pared para salvar la
cabeza, de modo que casi no vio cómo la maceta es­
tallaba contra un sillón en fragmentos de cerámica,
tierra y raíces. La azalea se había perdido detrás del
respaldo. El cuello de la camisa ladeado, la cara divi­
dida entre el susto y el rencor, Basilio apretó un bo­
tón y mientras los guardaespaldas atropellaban la
puerta dio unos pasos adelante.
-P o r el buen Dios, Conrado. Ainda no soy
su enemigo para que me desee la muerte.
-N o, Basilio, cómo dice eso -Monleón lo
miraba como si se lo hubiese topado por la calle.
Echó un vistazo a la tierra desparramada en el sofá
y se encogió de hombros-. Joder, no sabía que era
usted.
-¿ Y quién iba a ser?
-Ella. La vi en la pecera, reflejada, y luego
más pequeña en los ojos de uno de los peces negros.
Era Sandra tres veces, y aunque ahora se haya escon­
dido le doy mi palabra de que algo llevaba en la ma­
no, me pareció a m í que un cuchillo.
Basilio lo estudió con una mueca mortecina.
-S i quiere usted que le haga placer, aceptaré.

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Pero yo me estaba aquí y puedo jurar que no la lie
visto.
-¿M e ha estado espiando, Basilio?
-A dentré hace un ratico-. Al revés que otras
veces, Basilio no bajaba los ojos-. Venía a traerle un
informe de la contaduría, pero tan turbado estaba
usted que no me atreví.
—La mente es un misterio —dijo Monleón vol­
viéndose hacia la ventana. Con un ademán cortado
despidió a los guardaespaldas-. Es que por la maña­
na me crucé con ella frente a la escalera de la bodega
y no tiene usted idea de cómo me miró. Pero en fin,
no vale la pena agrandarlo. ¿Puede hacerme el favor
de ir y decirle que por hoy se largue?
-Imposible, Conrado. No está.
—¿Cómo que no está? ¿Y con permiso de
quién se ha ido? ¿No hay horarios en esta casa?
-E s que no ha venido -dijo Basilio mirán­
dose el puño cerrado—. No ha estado aquí en todo
el día.
Monleón amagó sentarse pero quedó a medio
camino, las piernas flexionadas como si fuera a tirar­
se a la piscina. Volviendo a erguirse se enfrentó a Ba­
silio. Blandía un cepillo que había encontrado en la
mesita del té.
-¿ S e da cuenta entonces de que se le ha es­
capado? Parece mentira, está tan chocho que ni
siquiera...
-N o me hable en ese tono, Conrado.
-N i siquiera puede manejar a una ratita de
veintitrés años.

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-N o es cierto, Conrado.
-Y lo peor es que la espanta. Lo peor...
-L o único peor es no llevarse con arte el
hueso que cae en parte.
-¿ Y eso qué mierda quiere decir?
-Q ue hay que aprender —se esforzó Basilio,
y la lengua recorrió los labios- de lo que a uno le
ocurre.
-Váyase al infierno. Yo le diré dónde debe
estar ésa. Fuera, debe estar, entre los obreros, hacién­
dose violar por una cuadrilla entera.
-Tendrá contento, dunque.
—No me cabe duda -dijo Monleón, y se fue
a su cuarto.
Cuando volvió a salir tenía puestos camisa y
pantalón vaqueros y llevaba bajo el brazo el estuche
de los prismáticos. Tropezando entre las lajas, como
si lo bombardearan desde el aire, se precipitó hasta
la alambrada para buscar el puesto de observación.
Un hueco en el césped le recibió el cuerpo, pero al
mirar el sol, que se extinguía detrás de nubes flacas,
vio a los obreros apiñados alrededor del dolmen, con
palas, con barras, entre negras magnolias de humo,
emancados al calor, y acabó por incorporarse de un
salto. Con un chiflido convocó a los guardaespaldas
y no dejó de gritarles hasta que los tuvo al lado.
-A hora, por favor, me traerán una mesa y las
carpetas y los bolígrafos que hay sobre el escritorio
del estudio. Rápido, que tengo que trabajar.
Cuando los guardaespaldas terminaron de ins­
talar la oficina de campaña Monleón aún se negaba

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a guardar los prismáticos. No hacían falta lentes po­
derosos para advertir que del enorme boquete al cos­
tado del dolmen había surgido una especie de obelis­
co, pero tampoco era imposible que la obstinación
con que miraba acabara por enseñarle algo más. Los
guardaespaldas se acercaron a la alambrada; y tal vez
habrían descubierto el secreto que el jefe desconocía
si él no hubiera terminado por vapulearlos a gritos.
—Bueno, catetos, a moverse. Usted se me
pondrá por ahí, delante de la red, y usted de este
lado. No, unos metros más. Con las armas caladas.
Y al primero que se acerque lo acribillan.
Más tarde el guardaespaldas rubio le confia­
ría a Viescas que en ese momento le había costado
agachar la cabeza; porque él no estaba acostumbra­
do al maltrato y nadie que no fuese un orate se ofre
cía como cebo humano a las maquinaciones de un
grupito de albañiles. Después, el furor con que Mon­
león manejaba las pilas de fotos lo persuadió de que
buena parte del mundo, incluida tal vez la chica, ne­
cesitaba vivir bajo amenaza. Monleón, mientras tan­
to, había movido toda la instalación para alejarla de
un hormiguero y estudiaba con gesto compasivo la
imagen dé un piloto de fórmula uno que bebía cham­
pán en botella. Pero no pasó mucho tiempo sin que
volviera a usar los prismáticos, y así, nervioso, encar­
nizado, acechado por peces y pájaros muertos, como
si fuese una brizna, un aerostato, y el dolmen una
pared en el cénit, vio que un autohús pasaba a reco­
ger a los obreros y sólo salió del trance cuando al­
guien se le acercó a tocarle el brazo. Era Sandra.

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Monleón abrió la boca como si hubiera esta­
do buceando en un charco. Las manos dormidas so­
bre la mesa, no se negó a que ella le acariciara el pelo;
se lo había cortado tanto que los dedos no atinaban
a enredarse, y quizás por eso necesitó hundir la cara
en el vientre que lo esperaba. Si el guardaespaldas ru­
bio hubiese estado menos absorto en la sonrisa de
Sandra, habría podido decirle a Viescas que lo que
Monleón buscaba en ese vientre era una absolución,
o que quería destruirlo a cabezazos para instrucción
de los obreros. Pero de eso Monleón no sabía nada;
se levantó de pronto y escapándose de todo fue a
darles de comer a los peces.

Desde el punto de vista de una mente árida,


un renegado del cristianismo por ejemplo o un estu­
dioso de la talla primitiva, bajo algunos de sus impul­
sos Basilio no hubiera dado una mala imagen de fla­
gelante sentimental. Parte de su fanatismo se resolvía
súbitamente en contrición. Y así pasó dos días des­
pués. Basilio, la eminencia gris, vino entonces a en-
chastrarme de incomodidad, infló los carrilos como
si fuera un buen tipo, deslizó que comprendía mis
inquietudes, que al fin y al cabo él no sabía hacerse
entender, tanto me perdonó que llegué a sentirme
culpable, y de propina añadió que me recomendaba
esperar. Inclinado como yo me sentía a seguirle la co­
rriente, este consejo me trajo pesadumbre, mucho
más teniendo en cuenta que siempre he sido el artí-

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tice de mis propias postergaciones. El hecho es que
tenía una idea progresivamente gelatinosa de lo que
abordaban nuestros diálogos. El gordo me obligaba
a hablar por hablar y yo chapoteaba en el sinsentido.
Y hasta lo que esa mañana se permitió referir sobre
el macabro romance de Monleón con los trabajos al­
rededor del dolmen me pareció retaceado y descora-
zonador. Era imposible decidir si me incumbía o no.
t i jefe montaba guardia para detectar irrisorias co­
nexiones entre Sandra y todo lo vil del mundo; en
otras palabras, para conseguir una excusa, venía a
decir Basilio, súbitamente infatuado, próspero casi,
el labio coronado de espuma y el vaso de leche fría
siempre en el aire, sostenido con tres dedos para que
el anular y el meñique bailotearan en el vacío. Se fue
bastante temprano; y era curioso: a medida que el
día avanzaba yo me descubría repleto de su ausencia.
Pero al fin y al cabo el hombre ocupaba mucho espa­
cio. Menos curioso me resultó que una miserable do­
sis de cerveza me hubiera sedado. Pero yo no estoy
hecho para la calma, o en todo caso no estaba; ahora
es distinto. Al atardecer llevé a cabo sobre Viescas
una maniobra envolvente que me permitió acorralar­
lo en la parte de atrás del parque, entre el garaje y el
cobertizo de las herramientas, donde el silencioso
frotaba la hoja de una azada con la piedra de afilar.
De alguna huerta en los alrededores, soterrado en el
frío, llegaba un aroma de tierra removida, lombrices,
nitratos, y los últimos rayos del sol le daban a Viescas
en la nuca, dejándole las marcas de la cara, la nariz
gruesa y desplazada a la derecha, en una penumbra

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avara de sugerencias. Tan inexplicable pena me dio
todo eso que casi me guardo el interrogatorio. Con
todo no era muy largo; y yo necesitaba un báculo,
palabritas para amasar una profecía y tomarle la me­
dida al fanatismo de Basilio. Porque seguramente al­
guna razón tenía para ejercerlo conmigo. Viescas me
contaba que había nacido en Teruel, que había sido
pastor; lo cual en modo alguno servía para explicar
qué lo unía a las azadas.
—Pero francamente, ¿usted qué opina de Bo-
nomo? -pregunté de golpe, como si buscara otro da­
to biográfico.
Viescas me buscó los ojos en la oscuridad. Yo
presentía que ese hombre taciturno y de pulso firme,
conocedor de la destreza de sus manos, había deci­
dido incorporar a su cuerpo una presencia hostigante,
no por caridad sino por canibalismo; y la presencia
le rondaba por dentro y le roía el aplomo. Era un
falso tímido.
—Bonomo siempre ha contado conmigo a la
hora del trabajo —dijo.
-¿ Y de esa muchacha Sandra?
—Yo no me compadezco, sabe usted, de la
gente que da la cara -contestó después de pensar un
momento.
Al principio, más que como una represalia
o un aviso, lo interpreté como una forma de aliento.
Fue una suerte, porque la siguiente pregunta lo dejó
boqueando.
-Perdóneme por ser tan lento, Viescas. ¿Qué

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me quiere decir? ¿Que ella era más sincera que Mon­
león?
—Haga el favor de no enredarme —dijo Vies­
cas en voz más alta, y dejó la azada en el suelo-. Yo
no sé cómo era la muchacha, no soy profesor de na­
da. Pero le prevengo una cosa: tengo tanto derecho
como usted a estar aquí. Y sin que me pidan expli­
caciones.
El caso no sólo era temerario: era atemori-
zador. Y no porque yo sea singularmente asustadizo,
se comprenderá. Más tarde intenté que la cena vol­
viera a amigamos. No lo conseguí del todo, y cuando
a medianoche me puse a recorrer los pasillos, ni si­
quiera el fulgor apaciguado de los minerales me con­
fundió un poco las ideas. Porque entretanto había
sacado una conclusión. Una: yo no era cobarde; al
contrario, estaba rodeado de timoratos, adoquines,
esclavos, pusilánimes, tipos peligrosos. Por supuesto
que no me iban a lastimar, pero cómo se confundían.
Yo sabía que uno no ha de andar toda la vida cuidán­
dose, sobre todo porque las células piensan, por de­
cirlo así y el cuerpo tiene una forma de inmunidad
que no precisa de centinelas. Por eso no me daba
miedo el amor. Viescas, en cambio, para hablar de
recuerdos, de deseo, tenía que arrogarse derechos.
Me reí. Pero lo comprendía. Masas de otoño. Vientos
cruzados que amainaban contra los pinos. Salí a mi­
rar la veleta: en vez de girar a merced de las rachas,
corregía la posición a intervalos muy largos. A cada
salto de unos cuantos grados un destello de cuarzo
barría la hierba. Entré a pasar una horas leyendo, una

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lúgubre novela de espías donde el sospechoso era e¡
muerto, y casi de madrugada volví a salir. Poca com­
pañía para un hombre de poca suerte, la veleta agran­
daba la intemperie. No me hacía daño, con todo. Más
bien indicaba que si de veras quería rehacerme, yo
también estaba obligado a construir. Pensaba en la
muchacha del bar cuando una de las ventanas me de­
volvió, flagrante e inacabado. Nunca he prestado fe
a la magia, pero sé que existen cadenas de aconteci­
mientos que uno necesita cortar. Entré a ponerme
una chaqueta y una vez más partí en dirección a la
fonda. Pese a que decía llamarse Mercedes, de lo cual
no era imperativo desconfiar, la muchacha había sido
hospitalaria. Por mi parte apenas maliciaba una con­
quista; al contrario, era un intento de reconciliación.
Sobre el asfalto de la carretera las líneas blancas se
destacaban como marcas de azotes en la espalda de
un penado. Yo, que no soy aprensivo, las seguía a
buen ritmo. Lo único que me cohibía eran las fauces
del gran danés, y aún así supuse que una mente ag­
nóstica, algo de bondad simulada y bastante deter­
minación me limpiarían el camino. Los que carecen
de personalidad dicen: allanar el camino, ¿pero hay
caminos llanos? Machetazos. Los ojos verdes de la
llamada Mercedes cuajados de diminutas pinceladas
azules, o en todo caso negras. Cierto fervor, cierta
falta de resignación decían en esos ojos, ahora que
los recordaba, que yo estaba a tiempo de tenderle
una mano. El perro ladró dos veces cuando llegué a
la explanada donde la fonda reunía mansos olores de
basura y pan quemado. Pasó una cupé y se perdió por

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la curva. El segundo ladrido se estaba prolongando
en un gruñido sordo y diáfano; y aún así mi única al­
ternativa era bordear la construcción. El lugar de
donde venían los ladridos estaba frente a una puerta
lateral, entre el corral de las gallinas y una pila de ca­
jones, y era una especie de casamata con techo a dos
aguas; junto al arco de la entrada había una argolla
a la cual habían enganchado la cadena del perro. Sin
saber si lo que me examinaba con odio era un animal
o una enfermedad de la noche, recogí un osobuco
completamente pelado y avancé exhibiéndolo, la otra
mano alzada y con la palma hacia arriba. Los gruñi­
dos le deformaban el hocico. Y sin embargo tal era
mi convicción que empezaron a decrecer, no sé si
antes o después de que la cola perdiera rigidez. Me
tomé un tiempo para acariciarle la cabeza, deduje in­
cluso que no era un perro vivaracho, aunque por te­
mor a que me oliera la repugnancia decidí no exce­
derme. No bien conseguí que se sentase, exhausto
como me sentía, eludiendo botellas gané los fondos
hasta encontrar las ventanas que me interesaban.Tan­
to más me alegró que fueran dos, y de habitaciones
separadas, porque a propósito había evitado imagi­
narme cualquier cosa. Aunque la persiana de la pri­
mera estaba baja, por una rendija vi el mediomundo
de la barba de Lennon arañando la oscuridad, sólo
de vez en cuando turbado por un ahogo pasajero.
Ignoraba cuáles eran las ideas de Lennon pero, como
a un idiota, me estaba invadiendo una cruda euforia;
así que acariciando con un dedo los desniveles de la
pared me acerqué a mirar por la otra ventana. Que

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estuviese entreabierta era un buen augurio, aunque
mucho más me alegró que la muchacha, desde un va­
lle en el centro de la almohada, mostrase el perfil de
libanesa, de florentina, de piel roja, de mujer que
nunca había intentado ni intentaría fingir ingenui­
dad. No había cerrado la ventana porque debía tener
vegetaciones y dormía con la boca abierta y la nariz
angustiada, arrebatándole oxígeno a la oscuridad a
fuerza de muecas sorpresivas. Como estaba de cos­
tado, en una de las comisuras se le había acumulado
una tenue baba resplandeciente. Esperé hasta que se
puso boca arriba, nada más; con el dorso de la mano
se frotó la mejilla, aquietando una pequeña cicatriz,
y después volvió la quietud, y los párpados empe­
zaron a temblarle. Puede que soñara con un faro, o
con el cargoseo de un amigo, o con una ambulancia.
Algún día se lo iba a preguntar, pero por el momen­
to estaba satisfecho. Renovado. No dudaba de que
a una muchacha como ésa la ilusionaría regresar a
Kelany, aunque más no fuera para reencontrarse con
los aparatos insomnes o la frescura de los pasillos.
Por lo demás, las estrellas empezaban a camuflarse
en el amanecer, un espectáculo que Monleón, tan di­
ferente a mí, no había sabido compartir.

-¿Duele?
-N o.
-Mientes.
-N o. Prueba de nuevo.

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-N o , prueba tú.
-Vale. ¿Duele?¿Duele?
-N o , claro.
-Mientes.
—Sí, un poco.
-M e gustaría saber qué sientes.
—Lógico, también a mí.
-E s una de las cosas que más me gustaría
saber.
-E so es ¡o que digo. También a mí.

Sin ganas de comprometerse, Basilio había


visto cómo Monleón mandaba a Sandra para la casa
y permanecía custodiando la desolación del dolmen;
y aunque en realidad quería ver a su mujer, prefirió
no pedir licencia porque se le antojaba que la noche
se presentaba bizarra. No se equivocaba por mucho.
Apenas veinte minutos más tarde, cuando los guarda­
espaldas ya se habían perdido en los nichos de la ti-
niebla, desde el este empezó a avanzar una bruma re­
sinosa que limó los filos de las colinas y envolvió los
árboles en un hervor de insectos.
Si a Basilio la bruma le trajo angustia, Mon­
león, por una vez, se negó a imaginar que era una ce­
lada. Sacudiéndose el desconcierto, se puso a reunir
las carpetas y poco a poco fue devolviendo los mue­
bles a la casa. Pero no se quedó adentro, y los demás,
que apenas lo distinguían desde la ventana de la co­
cina, desde puestos de vigilancia cada vez más incier­

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tos, volvieron a sufrir tanto por la vejada sonrisa que
oteaba la bruma como por la lógica enferma que du­
rante más de un mes se había apoderado de Kelany.
Entonces cayó un chubasco. El agua, que al
principio había tanteado los pinos con goterones ler­
dos, se transformó de pronto en granizo; pero cuan­
do el granizo aceptaba licuarse en una lluvia constan­
te, la niebla se cerró como un techo para confinar la
casa en la misma campana de reuma y de sopor. Ni
siquiera frotando con amoníaco pudo limpiar Vies­
cas la pastosidad de las baldosas de la cocina, pero al
menos la lluvia había quebrado el trance de Monleón
y Basilio se apresuró a ir al estudio para conocer el
programa.
Al pasar se detuvo en el cuarto que Sandra
había confiscado. La puerta estaba completamente
abierta. Y aunque Basilio se había resignado a que la
lluvia retuviera una noche más el desastre en la casa,
no tenía previsto el tufo de cosméticos que lo em­
boscó en el pasillo. Encorvada en un puff frente a la
mesa de noche, Sandra acercaba los labios al espejo
como si fuera a escupirlo; se había puesto rimmel en
las pestañas, purpurina en los pómulos y laca en el
pelo, y de la sombra ocre de los párpados se irra­
diaba una señal cadavérica donde todos los brillos se
deshacían. Basilio rehusó preguntarse a qué fiesta
se habría invitado, aunque tampoco lo urgieron a
opinar. En el estudio Monleón lo esperaba para pe­
dirle que cenase lo antes posible con Viescas y los
muchachos.
-¿Y usted, Conrado? —se atrevió a preguntar.

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Monleón clavó la mirada en la foto de un
velero.
—Yo cenaré luego con la muchacha. En la co­
cina, por cierto. Pero antes me daré una ducha. Díga­
le a Viescas que deje todo preparado y luego se retire.
He de estar tranquilo porque esa pájara y yo tene­
mos que arreglar cuentas.
Aunque pensara que esa voz no era la de su
jefe, más bien la de un hombre que hablaba por telé­
fono mientras hojeaba una revista libertina, Basilio
no llegó a sugerirlo. Por otra parte no estaba seguro
de que un arreglo de cuentas no fuese provechoso,
y entrentanto, lanzando una mirada al desvelo de los
peces, Monleón le había puesto una mano en el hom­
bro para perderse en seguida por el pasillo. Basilio se
quedó mirando las gotas azules caídas en las baldosas.
Monleón se encerró en su cuarto dando un
portazo. La ducha lo ayudó a olvidarse de la niebla
que lo había aislado en el parque. Si alguien lo hu­
biera descubierto mostrándole las mejillas al espejo
del baño, habría asegurado que en ese hombre a me­
dio afeitar se combinaban el entusiasmo del hereje
y el pulso enclenque del que nunca vio un pálpito
cumplido. En desorden, la brocha, el afilador, la cre­
ma y la loción after shave quedaron repartidas entre
el lavatorio y la repisa. Monleón pasó al dormitorio
y, mientras volvía a secarse, eligió un pantalón de
lino negro que no había usado nunca, pensando tal
vez que la falta de recuerdos le permitiría impro­
visar mejor.
Estuvo unos segundos peleando con el pomo

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de la puerta: no se acordaba de haber puesto llave.
Cuando por fin salió los otros no habían tenido más
remedio que cumplir las instrucciones, tan al pie
de la letra que sólo estaban encendidas las luces de
vigilia y por los pasillos sólo andaban pardos fila­
mentos de niebla. Monleón se paró a pensar. Sandra,
que había salido de su cuarto, lo encontró apoyado
en la pared y debió presentir que también él igno­
raba lo que se había propuesto. Fue el rostro de ella
de donde Monleón sacó decisión. La midió desde las
zapatillas negras hasta el pelo abrillantado, volvió a
fijarse en el ruedo de la falda, en el vello rubio de los
muslos. Le besó la boca. Ella lo dejó hacer con pre­
venciones, como una novia que teme que un viejo
amante le desarregle el tocado.
-M e muero de hambre -dijo.
El dejó caer las manos.
-P o r eso no hay ningún problema. Nos han
dejado todo preparado.
-¿C óm o que nos han dejado? -la boca se
abrió del todo y los dientes destellaron como cal
viva-. ¿Es un homenaje?
-N o, nada de homenaje -dijo Monleón con
hosquedad—. Se te han manchado los dientes de
carmín.
Ella alzó la mano para llevársela a la boca.
Monleón se la interceptó y en la media luz estuvo
examinando los nudillos protuberantes, el relieve de
las venas, como dudando de que pertenecieran al mis­
mo cuerpo que empezaba a marearlo. La hizo girar y
lamió la palma. Ella dejó escapar una pálida carcajada.

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- A veces tienes un aire aristocrático.
—¿Y tú qué sabes de aristócratas?
-Serénate. Digo que a veces me recuerdas a
los ministros de esas series inglesas que dan en la tele.
La cicatriz pareció revivir bajo una húmeda
película. Sandra se había apoyado en la pared.
—¿Vamos a quedamos aquí?
-D eja de mirarme las piernas. Hace como un
mes que no me depilo.
-Apenas se nota —murmuró él. Y de pronto,
como para evitar un desastre, levantó la voz—. Ven;
vamos a comer - y la tomó de la mano.
En la cocina estaban encendidos los dos fluo­
rescentes; sólo después de habituarse a la claridad
descubrieron que en la mesa había ensalada de endi-
vias y una fuente de roast-beef. Hubieran podido co­
mer sin temerse, acercándose aun a algo parecido al
encanto, pero el ruido de los cubiertos debió poner­
los nerviosos y cuando Monleón encendió de golpe
el televisor la pintura en los párpados de ella, en vez
de ensombrecerse, redobló las emanaciones. El volvió
a sentarse; le pareció que los colores de la pantalla se
mezclaban con la mirada verde como disfraces en un
estanque. No le bastó apartar los ojos: también apar­
tó la silla, porque no quería que las piernas siguieran
rozándose, no por lo menos en ese momento. Nunca
antes había visto a Sandra en trance de comer una
cena completa, y le extrañaba descubrir que lo hacía
con madurez, con alevosía, hundiendo el tenedor en
la boca como si fuera una herramienta excavadora.
Ella miraba la pantalla. Monleón buscó pala­

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bras que tacharan el furor que le despertaba esa au­
sencia. Y como no encontraba ninguna, también él se
dejó vencer. En la pantalla, un cirujano bronceado
resumía los progresos hechos por la medicina en el
terreno del transplante de riftón; después la imagen
se esfumaba para concentrarse en el rostro incrédulo
de una mujer que había superado el rechazo y cuan­
do la mujer empezaba a demostrar con cuanta facili­
dad podía incluso planchar ropa, la cámara se trasla­
daba a un quirófano; el zoom descendía desde la luz
cenital y los barbijos hasta un dorso de cuerpo que
los apartadores habían convertido en un barrial de
sangre. Sandra apoyó los cubiertos en el plato.
—Esto es un asco —dijo—. No puedo más.
Monleón no la oyó. Distraído, había vuelto
la mirada desde el televisor hasta el perfil de ella y,
como si algo lánguido lo demorase, intentaba con­
vertir accidentes y colores en un plano de escalas ma­
nejables. Sintió que desde el cuello que sostenía tan­
ta contradicción lo atacaba un aroma canalla de fruta
y de saliva. Le flaqueó todo el cuerpo.
-Estás muy bonita -dijo.
Ella le agradeció con una sonrisa y casi sin
darle tiempo torció los labios como si fueran de go­
ma. De la doble capa de rouge surgió un sonido es­
tridente, no un silbo sino el alma de un piedrazo.
Monleón cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, te­
nía el gesto más inexpresivo que Sandra le había visto.
Acababa de convencerse de que nunca podría senten­
ciarla con tranquilidad, y no porque a lo mejor actua­
ba por sí misma, sino porque en el cuerpo de ella rei-

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
liaban el mismo fervor inútil, la misma floreciente in­
sensatez que afuera, alrededor del dolmen, alzaba
construcciones para derribarlas en una noche. Llenó
las dos copas de vino.
-Tanto da —dijo con aire de penitente-.
Brindemos.
-¿ P o r que?
-P o r nada. Porque brindar hace bien.
Ella sorbió un trago y dejó la copa en la me­
sa. En el borde quedó estampado un pequeño insec­
to de rouge.
-N o puedo -dijo, un poco ahogada, y seña­
ló la tele—. Esa porquería me está dando náuseas.
Monleón se levantó, bajó del todo el volu­
men y volvió a sentarse. Repentinamente parecía en­
vuelto en una calurosa caima, como si al mismo tiem­
po hubiera encontrado un argumento y el poder de
utilizarlo. La mirada se le escapó hacia las piernas
de ella. Eran flacas, fuertes, un poco nudosas y sem­
bradas de vello claro.
—Haces mal —dijo—. Todo lo que uno sepa
sobre el cuerpo humano acaba por ser importante.
-A mí los progresos de la técnica me la traen
floja.
-¿Tan egoísta eres?
-N o me gustaría que me alargasen la vida
cuando esté decrépita.
-L as cosas graves pueden pasar antes de la
vejez.
-A ti, a lo mejor. Yo tengo un deseo grandí­
simo de no enfermarme—. Se subió un poco la blusa

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y sacó el paquete de cigarrillos que sostenía entre el
vientre y el cinturón de la falda-. Mi carta astral dice
que hasta los setenta tendré una salud de roble.
-Com o sigas fumando, lo dudo muchísimo.
El encendedor soltó un chasquido. Sandra
dio una pitada al cigarrillo y en seguida otra y otra
más. Después, acercando la boca a Monleón, le echó
humo en la cara.
-N o -d ijo él cubriéndose con la mano.
-A ver, demuestra que sabes jugar.
-¿T e has dado cuenta que la mitad de tus
juegos hacen daño?
-N o importa. La otra mitad te cura. Pero si
lo que quieres es estropear la noche, podemos empe­
zar ahora mismo.
-Intento ayudarte, Sandra. Dudo que lo
hayas notado, pero he hecho toda clase de esfuerzos.
Todo el tiempo trato de pensar que no quieres perju­
dicarme, que vienes simplemente porque es tu traba­
jo, que no te ha enviado nadie. Pero a ti te importa
un rábano.
Bufando, ella apagó el cigarrillo en lo que le
quedaba de roast-beef.
-¿ N o te basta que esté aquí? ¿No te basta
que deje a medio mundo plantado por quedarme
contigo? Tengo hijos, ¿no? Vivo tan lejos que ten­
dría que viajar en avión. ¿Sabes lo que es elegir?
Díme. jDíme!
Con un gesto doloroso, Monleón despegó de
la carne el cigarrillo aplastado y lo tiró a un cenicero.
-¿Hijos? ¿Cuántos hijos tienes?

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-Para de hacer preguntas.
—Necesito estar seguro de que eres sincera
conmigo. Por favor, haz un esfuerzo por entender.
—No te puedo firmar una declaración.
Monleón se puso de pie.
-Además de no tener idea de lo que es la vi­
da, además de ser ignorante, cada día estás más pre­
sumida. Si al menos te interesara aprender. Pero no.
Y para colmo te pasas el día fingiendo. Acabarás
mal, Sandra, y peor acabará tu hyo. Encima de no
tener padre, dentro de un par de aflos se quedará sin
ti. Aunque para tener una madre como tú, no sé si
no es mejor ir al orfanato.
El cigarrillo pegado a la boca, Sandra volvió
la mirada a la pantalla. Los ojos sorbieron en la luz
blanca algo confuso y truculento. Sólo al terminar
la información sobre una huelga de mineros en In­
glaterra descruzó lentamente las piernas.
—Antes de volver a cenar contigo preferiría
comerme el vómito de un cerdo —dijo.
—Bájate la falda. Se te ven las bragas.
—Así ya sabes de qué color son. Mañana me
marcho.
Monleón se acercó a la mesa. De un manota­
zo, como un guía torpe que derriba una maqueta,
tiró al suelo su plato y la fuente del roast-beef. Una
copa rodó hasta el borde de la mesa. La falda de
Sandra recibió un chorro de vino blanco.
—Esto, no sé si lo sabes, no se va más -dijo
ella en voz baja, y salió de la cocina.
Si había algo capaz de deprimir a Monleón

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érala loza quebrada; se hizo con una escoba y ve­
lozmente fue arrinconando los restos contra la pa­
red. Pero cuando llegó el momento de recogerlos no
supo encontrar la pala, y el contraste entre las asti­
llas blancas y el brazo de carne jugoso de sangre lo
aisló en una especie de miedo, y comprendió que no
quería regalar la libertad del último movimiento. De­
jó la escoba y fue corriendo hasta el cuarto de San­
dra. La encontró sentada al borde de la cama, las
manos entre las rodillas, la cabeza baja, mirando una
revista de historietas abierta en el suelo.
-Perdóname -d ijo -. Soy un bruto. Y no es
la primera vez que me pasa. Perdóname. Pero no sé,
a veces eres tan jodida.
-¿M e vas a seguir insultando mucho tiempo?
-N o. Lo único que quiero es hacerte enten­
der. No te hace ninguna falta andar por ahí buscan­
do quién sabe qué.
- ¿Qué es quién sabe qué?
-Y a te he reconocido que estuve mal.
Monleón imaginó que ella estaba esperando
que la besara, y por un instante pensó que no había
errado. Se puso en cuclillas. Los labios de ella se ha­
bían entreabierto y al fondo, detrás de los dientes,
la lengua todavía vacilaba. Pero el cuerpo no perdía
rigidez.
-¿ Y ahora qué te pasa?
-Nada. No tengo ganas de que me toques.
Monleón apoyó una mano en el suelo para
no perder el equilibrio.
—Antes tenías.

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-A ntes tampoco.
—No es cierto —dijo Monleón-. Si no no es­
tarías furiosa.
La agarró de los hombros y volvió a besarla.
Persuadida por las manos húmedas, ella cedió. No
como cuerpos, sino como figuras de holograma, por
un momento parecieron traspasarse uno a otro. Pero
ella lo alejó de un empujón.
-T e he dicho que no tengo ganas.
Monleón se incorporó.
-Vale. Entonces te largas ya mismo. Te li­
quidaré el sueldo. No quiero verte nunca más. Asi
será mejor para todos.
- ¿Y tú te piensas que me voy a ir a esta ho­
ra? ¿Estás chiflado?
Por alguna razón, tal vez porque efectiva­
mente no sabía qué hora era, Monleón retrocedió
hacia la puerta. Al llegar al vano trastabilló. Sin em­
bargo casi no tuvo tiempo de maldecir: Basilio y el
guardaespaldas moreno se le habían plantado al la­
do. Pero aunque parecían ofrecerse a apuntalarlo, lo
único que preocupaba a Monleón era una salazón
del aire, no sabía si parte de la noche o exhalada por
el cuerpo de Sandra.
-¿Q ué hora es? -preguntó.
-L as doce y veinte -dijo Basilio, y después
de dudar agregó—: ¿Necesita usted algo, Conrado?
Monleón vio que al fondo del pasillo asoma­
ba la cara de Viescas. No tenía idea de haber discuti­
do tan fuerte.

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-N o -dijo, moviendo las manos-. No nece­
sito nada. Váyanse.
Lo habían distraído lo suficiente para que la
puerta se cerrara, de modo que tuvo que esperar casi
a oscuras, acechado por el calor y unos murmullos
que le hubiera gustado castigar. Adentro había ruido
de bolsos. Cuando por fin se apagaron, la puerta se
abrió y Sandra pasó por delante de él con un vestido
de algodón amarillo y una bolsa de plástico en la
mano.
—¿Y ahora adónde vas?
- A depilarme. ¿No eres tú el que siempre di­
ce que hay que aprovechar el tiempo?
—¿A depilarte a estas horas?
-S í, y preferiría que no vinieses. Me fastidia
que me miren cuando siento dolor.
El anegado orgullo que Monleón conservaba
lo impulsó hacia su cuarto, donde estuvo poco más
de quince minutos leyendo un libro sobre navegan­
tes solitarios. Con todo, le bastó sentir que la sábana
se le pegaba a la espalda para darse cuenta de que no
había entendido una sola línea. Todavía con el pan­
talón negro, salió a enfrentarse con la red de la nie­
bla y entre destellos eléctricos se abrió paso hasta la
cocina. Si no se atrevió a entrar no fue porque no
deseara ver mejor, sino porque la función en la que
se había infiltrado le secuestró todos los reflejos.
Descalza al lado del homo, la piema izquierda afian­
zada en el suelo, Sandra se acariciaba la piema dere­
cha, que había apoyado en una silla, con el gesto de­
liberado e ingrávido del que prepara el cuerpo para

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
comprometerlo en una alabanza. En una de las hor-
nallas, al baño maría en una cacerola, se calentaba
tina lata que despedía un repulsivo olor a parafina.
Hundido en lo que hubiera dentro de la lata se veía
un palo; Sandra lo agarró por la punta, con mucho
trabajo batió y terminó por sacarlo revestido de una
pasta amarillenta. Después, apoyando esa especie de
antorcha mustia contra la tibia, con lentos giros hizo
subir el palo hasta la rodilla en un tictac de chas-
queos, como si adrede se estuviera desollando. Por
el cuello le bajaban gotas de sudor y la boca se le ha­
bía esquinado. Sin embargo el lustre que parecía
descubrirse en la pantorrilla la había dejado satisfe­
cha, al menos lo bastante para repetir todo el rito.
Ahora, junto con el último tirón, la boca de­
jó escapar un quejido. Sandra puso el palo en la lata
y con los dientes apretados, con una lenta unción, se
reconoció devotamente la pierna como si el dolor
que se había provocado tuviera un sentido grave y li­
túrgico. Fue entonces cuando a Monleón le pasó al­
go que no supo explicar, pero que se le antojó irre­
vocable. Y lo que le pasó fue que al ver cómo Sandra
se acariciaba la piema, creyó que era su mano la que
estaba tocando, y la textura de la piel, privada, ávi­
da, resbaladiza, fecunda, se le corporizó entre las
costillas hasta asfixiarlo casi, y supo que ya nunca
podría protegerse bien ni proteger la casa si al me­
nos una vez más no se atiborraba de los caprichos de
esos músculos.
Abrió la puerta del todo. Una sonrisa incon­
clusa le indicó que no tenía prohibido avanzar; y

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mientras miraba a Sandra empezar el trabajo con lu
otra pierna le apoyó una mano en el cuello.
-Tienes los dedos pegajosos -dijo ella sin
mirarlo.
Ya era tarde para secarse con un pañuelo. La
mano descendió muy despacio por la espalda hasta
encontrar uno de los hoyuelos detrás de la cintura.
—Pero igual te gusta.
-S i quieres saberlo, no.
La mano se retiró bruscamente. Monleón dio
un paso atrás y descargó una patada contra la silla.
-P o r mí te puedes pudrir -dijo, y se fue.
Aunque tuviera la impresión de que él se ha­
bía quedado un rato más espiándola, quizás justa­
mente por eso, o hasta porque imaginó que no sólo
Monleón veía por primera vez a una mujer depilán­
dose, Sandra volvió a acercar la silla y, como si la ta­
rea fuese una garantía de regeneración, se alegró de
hacerla a conciencia. Ninguno de los hombres de la
casa hubiera podido decir de qué se jactaba cuando
terminó, pero bastaba verla arrastrar los pies descal­
zos para asegurar que se había agotado. Por eso
cuando se metió en su habitación, cuando desnuda
del todo se echó sobre la cama, la luz no tardó mu­
cho en apagarse. Puede que haya leído media pági­
na del libro que desde hacía semanas intentaba ter­
minar, una historia con fantasmas y una institutriz,
pero lo cierto es que muy pronto prefirió quedarse
dormida boca abajo. Fue pronto porque nadie más
en Kelany había conseguido dormirse todavía. Y
fue boca abajo porque, por mucho que el olor a ce­

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T H E U N IV E R S IT Y O F T E X A S
ra la despertase, el contenido de la lata que había
dejado en la cocina, igual de caliente que diez minu­
tos atrás, le cayó en la espalda sin darle tiempo a gi­
rar.
Lo que atravesó la niebla fue un sonido me­
nos camal que metálico, como el de una sierra hen­
diendo un hueso; pero en seguida quedó cortado,
y el silencio se fragmentó, y un ronquido hondo, as­
fixiado, sin esperanza, llenó de tajos la oscuridad.
Alguien desesperado buscaba llorar y no podía. La
voz se hundió en una duna; la arena la molió. Los
hombres que empezaron a amontonarse en el pasi­
llo caminaban entre cenizas de un diafragma, y las
cenizas daban frío. Chocando a la entrada del li-
ving, entre un resplandor morado y las sombras de
los muebles, Viescas, Basilio y el guardaespaldas mo­
reno se prohibieron hablar mientras empujaban el
cerco de calor. Un tumulto helado llamaba desde la
puerta del estudio. Al pasar por delante de los archi­
vadores, el guardaespaldas rubio, que venía de la sala
de billar, atropelló a Monleón; el jefe, blanco como
la sal, duro en la humedad del pijama, no conseguía
dejar de morder un pañuelo. No supieron lo que tar­
daba en abrir la boca.
-M e sigue con un cuchillo -balbuceó-. Chi­
lla como un cuervo. Me quiere matar.
Alguien, Basilio o el guardaespaldas rubio, se
adelantó hacia las ventanas. No había caminado dos
metros cuando tropezó con un bulto. Y no hizo fal­
ta que gritase para que los demás se abalanzaran.
Desnuda y hecha un ovillo, con la piel de la espalda

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fruncida como hule, Sandra estaba quieta en el suelo
apretando un cortapapel en la mano derecha.
Monleón lanzó un sollozo y una maldición.
Por un momento pareció que iba a desplomarse al
lado de ella, pero como si el pavor lo quemara fue
al estudio a buscar algo y después salió corriendo al
jardín. Tenía la mirada lívida de odio.
-Conrado -g ritó Basilio.
—Hay que ir a buscar un médico -d ijo Mon­
león.
-N o sea inconsciente.
-Déjeme. Déjeme o lo mato.
Basilio intentó seguirlo. Quería convencerlo
de que era mejor tratarla con primeros auxilios o lle­
varla a la costa, de que en todo caso él no tenía por
qué salir, pero Monleón lo mandó contra la pared de
un empujón y poco después, maltratando la cerradu­
ra, consiguió entrar en el garaje. Todos menos Vies-
cas, que hincado junto al cuerpo de Sandra le toma­
ba el pulso, vieron la noche horadada por los faros
del Citroen. Abierta por el chirrido de las ruedas, la
niebla se dividió en dos masas azules, replegándose,
ascendiendo en láminas y barras, haciéndose más
densa en rumbos diferentes. El coche dejó atrás la
garita; el estrépito del motor se transformó en un
murmullo amortiguado, y sólo antes de extinguirse
por completo saludó a los pinos con un derrape.
Debieron creer que ya no iban a oir nada, y
así fue por unos segundos. Pero no muchos: convul­
so y abotargado como nunca, llevando el cuerpo de
Sandra en brazos, Viescas estaba por entrar al pasillo

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cuando lo detuvo un estampido de vidrios y de es­
combros que llenó de armónicos la campana de nie­
bla. Viescas siguió andando camino a su cuarto. Los
demás salieron corriendo hacia la carretera.
Tardaron más de cinco minutos en dejar
atrás la fonda; y sin embargo cuando llegaron al co­
che, hundido en un zanjón a la derecha del pavimen­
to, detrás de las raquíticas señales de desvío que los
obreros solían colocar todas las noches, la trompa
hecha un amasijo seguía despidiendo hilachas de va­
por violeta.

Hasta la mitad de la mañana dormí con pro­


gresiones de caballo de ajedrez: del sueño a un sueño
asimétrico esquivando a saltos dos escaques de vigi­
lia. Por fin me levanté. Deseaba oler nardos, azaha­
res, el aroma de la flor más insistente. Sin embaído
fue una fragancia de levadura lo que me arrastró has­
ta la cocina. A modo de telón eventual sobre nues­
tras disidencias, Viescas había horneado unas roscas
de coco que, si bien me llenaron las encías de ripio,
no estuvieron lejos de sofrenarme; tenían gusto a
calmo retiro, a impugnación de los vértigos, quiero
decir, y mis aspiraciones mundanas nunca han sido
muy compulsivas. Esas roscas me hubieran salvado.
Pero cometí el error de ducharme, y mientras el
agua me golpeaba los hombros recordé cómo se sil­
baba una canción de otra época, digamos Te llevo
bajo la piel, y la araña que entonces empezó a cami-

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narme por el estómago, parecida a ninguna de las
que yo había conocido desde los exámenes universi­
tarios, le dio cuerda a la excitación. Se sabe que no
hay camada como el amor, por más que sea un amor
de horizonte angosto. Ahora bien en mi caso era ne­
cesaria cierta compostura, o eso me parecía, de mo­
do que después de entalcarme vestí pantalón vaque­
ro, una camisa a cuadros y la chaqueta de gamuza
que mi mujer me había regalado. Pensé, mirándome
al espejo, que si seguía renegando del laboratorio pa­
sarían muchos años antes de que volviera a comprar­
me buena ropa. Pero se imponía ser valiente, y el ca­
so era que había dado con el estilo para la ocasión.
Severamente informal. En otras palabras, yo no tenía
la menor idea de lo que se avecinaba. En el parque
el aire estaba frío y en agraz, corroía la melena de
los pinos y, aunque le diera topetazos a mi comezón,
al fin y al cabo era un aire de algarabía. Severamen­
te informal. Nardos o azahares. En el sudoeste cre­
cían grandes nubarrones en estratos apretados, cada
vez más densos, cada vez más del color del hierro,
hinchados como ganado muerto en el agua, y un
poco antes del cénit un ribete gris claro los interrum­
pía para descubrir una pareja superficie de añil. Aba­
jo, laureles y bojes, quería imaginarme, y otra vez
arriba el sol definido como una tapa de botella.
Veinte metros antes de la fonda el gran danés la­
dró como si yo fuese un prisionero. Si conseguí pa­
sar de largo fue porque me impulsaba el anhelo.
Anhelo: así iba a aprender que no se puede llevar el
corazón en la solapa. Y con todo no me arrepiento;

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porque si el hombre que sabe resistir la tentación de
las vísperas raramente comete errores, también es
cierto que al final nada aprende. Yo estoy por el
aprendizaje. Aún a costa de. La dicha Mercedes, me
dio la impresión, estaba esperándome por mucho
que fingiera ocuparse en la cuenta del aperitivo que
reclamaban tres obreros de casco y guardapolvo.
Una pareja inglesa ultimaba un plato de ensalada. No
me hubiera sobrado el apoyo del obrero que se había
sincerado cerca del dolmen, pero el hombre no de­
bía ser frecuentador de bares. Sincerado era una for­
ma de decir más bien errónea. Los de guardapolvo se
fueron con un sordo chapoteo de botas embarradas.
Al rato pagaron los ingleses, y la muchacha y yo nos
quedamos solos. Puede que se me notara la avidez en
los iris, pero ninguna muchacha que de la mañana a la
noche se tiñe algunos mechones de color malva puede
ser una observadora tenaz. Pedí café con leche.
-¿ A estas horas?
-Hace apenas un rato que me levanté.
—Habrás estado de farra -dijo-, creí yo que
esperanzada. Había alzado las puntas de las cejas de
una forma que impedía decidir si el gesto era de ilu­
sión o de angustia. Pero tenía puesta otra camiseta,
negra y con una parada de autobús dibujada en lente­
juelas, y desde el torso de nadadora los pechos empu­
jaban la tela con la fuerza de dos olas.
—Eso que te has hecho en el pelo va a dete­
ner el invierno -m e arriesgué.
-A h s í-. Se tocó la cabeza. Las uñas no muy
largas, donde el esmalte rojo había empezado a des-

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cascararse, eran uñas de mujer nerviosa-. ¿A ti te
gusta? Yo no estoy muy convencida, pero me hace
gracia mirarme al espejo y llevarme una sorpresa.
Cada vez que me empiezo a acordar, cambio de co­
lor. Oye, ¿por qué no pones música?
—¿Qué te gusta?
—Hay una que se llama La pipa de la paz. Es
de Paul Me Cartney.
Apretando los botones de la máquina com­
probé que la seguridad no me flaqueaba. Era una lás­
tima que el café con leche tuviera demasiado café: no
me interesaba acelerarme gratis. Así era yo hasta la
mañana aquella. Volví al mostrador. Incluso esa can­
ción de colegiales me resultaba una hermosa canción.
-Nosotros también podemos fumar la pipa
de la paz.
—Primero tendríamos que peleamos -d ijo
ella marcando el ritmo con los nudillos.
—¿Y qué se te ocurre? -las palabras se me
estaban adelantando. Yo sabía que eso era peligroso
pero no podía evitarlo.
—No sé —dijo, buscando un cigarrillo. No fu­
maba con ganas; cada pitada era una especie de re­
proche—. ¿Sabes una cosa? No hace ninguna falta
que seas simpático. No sé si me entiendes. No te toca
divertirme, ¿OK? Pero tampoco tienes por qué enfa­
darte. Anda, cuenta si de veras estuviste de juerga.
-Estuve trabajando. Palabra de honor.
—¿Me he manchado?
—No, te estaba mirando los hombros. ¿Has
hecho deporte?

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—Psé, hace años jugué al waterpolo. Es que el
barrio donde vivía estaba lleno de fábricas y el único
lugar que no apestaba era la piscina.
-E n la casa donde estoy viviendo hay una.
—Pues habrá que esperar a que vuelva el
verano.
En eso la puerta de la cocina se abrió como
si fueran a pasar ocho cocineros y Lennon, pura efu­
sión, apareció con una tortilla en una mano y una
fuente de sardinas en la otra. El impulso que lo traía
no decayó mientras la puerta volvía atrás y el hom­
bre tuvo que frenar con un pie adelantado, como un
obeso patinador imitando a un fauno. Pese a lo com­
prometido de la maniobra, se las ingenió para sor­
prenderme una vez más con una de sus sonrisas más
expresivas.
—Hombre -d ijo -. Por fin empieza usted a
venir por mera simpatía.
—Uno necesita un poca de charla -dije, dócil
y descolocado.
Lennon, que no escatimaba tacto, supo re­
compensarme la sumisión. En cuanto terminó de aco­
modar las fuentes detrás del vidrio de la barra, se alejó
unos metros a trabajar en un motor fuera de borda.
Lo iba desarmando con esmero, sentado en el suelo
con las piernas cruzadas mientras tarareaba uno que
otro tango. Peleé por no imaginarme cómo despil­
farraban esos dos las tardes de domingo lejos de la
playa.
- ¿Y en qué trabajas, qué te roba las noches? -
preguntó de golpe Mercedes. Había acercado la ca­

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ra; y estaba en esa edad, me di cuenta, en que en
algunas personas las pecas van perdiendo el combate
contra los disgustos. La ternura que sentí bastaba
para decidirme. Pero había algo más. Bajo el pómulo
derecho, autónoma y cambiante como una lombriz,
tenía una marca no más grande que una pestaña. Tal
vez fuera la marca de un par de puntos, el rastro de
una caída en la calle, pero a veces daba la impresión
de torcerse y derivar, y las intenciones no coincidían
con la expresión de los ojos. Todas las mujeres están
llenas de cicatrices, incluso su sexo es como una cica­
triz, pero esa marca en la cara de Mercedes no se de­
jaba dominar: aun si ella misma se la hubiera gra­
bado para escarmentarse, los sortilegios, las derrotas
que se habían acumulado ahí estaban fuera de con­
trol. La imperiosa realidad era que me correspondía
contestar.
—Me distraigo clasificando una colección de
minerales que fui juntando con los años.
-Q ué maravilla -dijo ella, casi a traición-.
A mí no sabes cómo me gustaría conocer los nom­
bres de las piedras.
-Bueno, entonces no hace falta esperar has­
ta el verano —dejé el vaso en el platito con primo­
roso cuidado—. Cuando tú gustes aceptar, puedes
venir a ver más de ochocientos ejemplares. ¿Qué te
parece la idea, Sandra?
No alcancé a sopesar el sobresalto de la chica.
Lennon soltó la llave inglesa y bamboleándose como
un oso se abalanzó hacia ella por detrás del mos­
trador.

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-Usted es un demente. Peor, un sinvergüenza.
Usted... —me gritó, agarrando a la chica del brazo—.
¿Tiene idea de lo que ha dicho? ¿Tiene la más pufie-
tera idea? •
No le contesté: se hubiera seguido descar­
gando. Mientras tanto la muchacha, prendida a la
mano de Lennon, ondulaba como un vestido secán­
dose al viento. Cuando consiguió ganar cierto equi­
librio, un empujón suave pero mal calibrado la hizo
chocar contra la puerta de la cocina.
—Mierda, Lennon, me vas a partir en dos.
Lennon se secó la cara con un trapo. Como si
una melancolía muy postergada le hubiese debilitado
la sangre, la barba pareció ganar más terreno en el
rostro. Parpadeaba.
¿Me harás el favor de quedarte ahí dentro
hasta que yo te diga? -pidió, dolorido.
Sorpresivamente la muchacha abandonó el
titubeo para transformar la cara en sonrisa. Antes de
que la sonrisa se desvaneciera de tristeza se metió en
la cocina.
-Claro, Lennon. Claro.
Lennon abandonó el mostrador y, acercán­
dose, me dio a entender que no siempre los nervios
le ganaban de mano. Pasándose una mano por el
pelo, repentinamente laxo, eligió una mesa al lado
de la ventana, con bastante penuria se acomodó una
silla y me indicó que me sentara en la otra. A mí
me dolían las articulaciones. No era incomprensible.
Ceremonioso, creo, distraído, me puse a mirar por
la ventana. Tampoco las piteras que crecían sobre

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los terraplenes tenían nada morboso que confesar,
pero a ellas les bastaba la aristocrática soledad de
sus tallos.
-¿Qué cojones pretende? —la voz de Lennon
me hizo volver la cabeza—. ¿Por qué la ha llamado
Sandra?
-U sted me enseñó una foto del cadáver de
Monleón-. Hablar me daba mucho trabajo. La voz
tiene que surgir de algún punto bien afianzado y te­
ner duración; yo estaba afuera, inconsciente e ilimi­
tado como los cactus— A lo mejor lo malinterpreté.
Pero usted me mostró la foto, Lennon. Usted me
mostró la foto.
Lennon se mordió los bordes del bigote. Era
inconcebible la simpatía que ese hombre me des­
pertaba.
—A ver si nos entendemos. Usted no puede
estar tan loco. Yo nunca le dye que Monleón la hu­
biera palmado. De hecho hasta hace poco seguía
vivo y coleando, por lo que oí comentar.
-¿H asta hace cuánto tiempo? -e ra triste,
pero yo empezaba a perder incluso la añoranza de
haber sido un árbol.
—Le aseguro que está vivo, me cago en el co­
pón -Lennon dio un golpe en la mesa. El serville­
tero se movió unos centímetros—. Mire, le pido mil
perdones. Yo supuse que usted sabría. Después del
accidente hizo traer a la familia de Escocia y me con­
taron que les compró una casa nueva en la ciudad.
La gente de dinero tiene margen para improvisar so­
bre la marcha.

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Me pregunté cómo podía darle a entender
que no lo odiaba. No era él quien me había contra­
tado. Contrato, por lo demás, era una palabra muy
propia.
-¿ Y la chica? -le pregunté después de un
rato.
—Murió, desde luego —dijo él, y empezó a le­
vantarse-. En fin, ahora ya sabe. Si busca en el jar­
dín, a lo mejor encontrará un lugar donde la hierba
está remendada. Por ahí la habrán enterrado; a lo
mejor.
-L e agradezco mucho, Lennon —dije de to­
do corazón-. Claro que yo le pregunté también por
esta chica de ahora.
Lennon rumiaba. Parecía un anacoreta sor­
prendido por turistas.
-¿Mercedes? —dijo bajando un poco la voz—.
Es una empleada. Pero si me pregunta por qué la de­
fiendo... La conocí en la costa. Había dejado la casa
y el marido la estaba persiguiendo. Yo no sé si la his­
toria es cierta, pero a mí me hacía falta alguien que
echara una mano. El caso es que... Mire, nadie me
puede acusar de nada. A veces pienso que sería fabu­
loso que llegara a quererme. Pero de momento nece­
sita estar tranquila, igual que yo, así que no me haga
mucho caso.
-E s una chica muy hermosa, Lennon.
—No, no es hermosa -dijo él después de pen­
sar un rato-. Usted y yo creemos que es hermosa.
Pero claro, usted me está preguntando cómo puedo

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sentirme tranquilo con ella al lado... ¿Ha leído La
Iliada ?
—Puede que en el colegio —le contesté. No
era eso lo que podía sorprenderme de Lennon.
-H ay una parte... Yo la recuerdo siempre.
Los viejos, los que no pueden combatir y se mueren
de hambre dentro de las murallas de Troya, se quejan
del sufrimiento que están soportando por una causa
absurda. Pero en ese momento, en una de las alme­
nas, y fíjese usted que medio embozada, aparece He­
lena para mirar al campo de batalla. Entonces los vie­
jos, los desdentados, los que no tienen fuerza, se dan
la vuelta para mirarla. Y se quedan callados. Hasta
que uno de ellos dice que sí, que después de todo se
comprende el porqué de tanta guerra.
Creo que esa historia me la regaló, no tanto
para justificar su paciencia, como para ofrecerme
consuelo. Por mi parte, nunca hice el menor esfuer­
zo por encontrar la tumba. Tampoco quiero pertur­
bar los excluyentes ritos de Viescas, y eso aunque
suponga que no lo ayudarán a regenerar algo fructí­
fero. Este hombre de madera de cedro ya se ha ga­
nado una medalla confesándome que fue él quien
enterró a Sandra en el jardín; y aunque yo sepa que
se queda en Kelany para impedir que le usurpen el
recuerdo, ni está libre de servir de herramienta a Ba­
silio, ni se ha salvado de ser un sospechoso más. Hs
mi punto de vista, en absoluto desautorizado. Al fin
y al cabo yo cumplo ahora el papel principal. Yo man­
tengo las huellas a la vista. Las barnizo. Yo calafateo
la canoa. Aquella mañana, mientras hacía el camino

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de vuelta, en el musgo que cubría las piedras de la
garita, en las ciegas alarmas de Kelany, en las panta­
llas y en el borbotón de flores mustias en la ventana
del estudio, algo casi pulmonar empezó a transmu­
tarse en sonido. Las cosas me estaban ofreciendo
amistad, primero con ruidos sueltos, luego con una
febril declamación de reglas, y ahora que yo estaba
realmente desengañado la traducción no podía ser
defectuosa. A la tarde me di tiempo para contemplar
el dolmen: las manchas en la piedra clara, la arrogan­
cia de haber visto millones de ocasos. Junturas, encas­
trados. También me tocaría controlar a los obreros,
impedirles excesos, porque un dolmen es un monu­
mento funerario y no conviene contrariar a los muer­
tos. Incluso Basilio sabe algo de esto. Basilio, que es
agitación e inercia adiposa, también lo sabe. Cuando
a los dos días vino a verme, menos preocupado por
mis descubrimientos que por lo mucho que había
tardado en hacerlos, ni siquiera se negó a contarme
que la orden de Monleón, después de la tragedia, ha­
bía sido alquilar la casa a una persona sensata. Según
Basilio, yo tenía que evitar más estragos. Ah, qué
impotencia me dio verle las pestañas chamuscadas,
el inagotable sopor. Y a pesar de todo fue con piedad
que ejercí la fiscalía.
—Usted, Basilio, no aprecia de verdad a Mon­
león -dije mientras compartíamos un té, bebida de
taciturnos.
-G uay de mí si no lo apreciara —me contes­
tó sin enojarse-. Le tengo muchísima estima.
-N o está obligado a mentirme, sabe. Yo no

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tengo deudas. Por eso puedo ver claro. Usted no lo
aprecia. Usted está atado a él.
Pegó los labios al borde de la taza y la came
exangüe, salivosa, se extendió serenamente por la
porcelana. Los ojitos los tenía en sombras.
-Dejémoslo, ¿sí? Más vale que no tome usted
la franquedad por arrevés. Cada hombre ha recibido
ayuda en algún momento de su vida. Cada uno lleva
un poco de vergüenza. Todos tenemos un cadáver ba­
jo los pies, y a ninguno le gusta desenterrarlo.
Lo dejé beber en paz. De nada servía expli­
carle en qué consisten el amor o la reconciliación, y
además era cierto: siempre, para cualquiera, hay un
cadáver que está pidiendo explicaciones. Los prime­
ros fustazos del invierno atacaban el esmalte de la
Magdalena. Lo importante era que Basilio no me de­
jara librado al hambre, y eso estaba asegurado; poir
que después del accidente meditaba yo, Monleón de­
bió haber supuesto que el mal que tenía previsto ya
había quedado atrás, y sólo le hacía falta alguien que
pensara en el resarcimiento. Sentí mis dudas, no obs­
tante, y una tarde, indignado y hambiento, casi es­
trangulo a Lennon exigiéndole que me dijera dónde
vivía ese hombre. Pero Lennon lo ignora: sólo ima­
gina que siguiendo a Basilio, en caso de que me atre­
va, podría dar con la clínica. Porque tal es el resul­
tado, y eso era lo último que Lennon pensaba ocul­
tar: que tres enfermeras se turnan en un centro de
salud para darle a Monleón la comida en la boca, y no
porque el accidente le haya dañado los sesos. La reve­
lación me dio menos susto de lo que Lennon se figu­

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raba. Aunque Monleón ya no pueda actuar, al que
concluye una historia de amor no se le niega un plato
de sopa. De modo que alguien me sigue alimentando.
Y yo, que conozco el desprecio, no dejo de rumiar,
sin regalarme a la lástima, lo que un idiota profundo
arruinó en un naufragio. Zozobrar. Hace tres o cua­
tro noches hubo una tormenta eléctrica y un rayo
partió en dos el tronco de uno de los pinos; la copa
rodó hasta el fondo de la piscina como la cabeza de
una reina guillotinada. Cuando a la mañana siguiente
revisé los daños, los obreros fingían trabajar y el
tronco cercenado seguía derramando savia. Alguien
se preguntará por qué escribo estas cosas, y se pre­
guntará sobre todo cómo pude esconder hasta el fin
que durante muchas semanas viví engañado. Pero no
le corresponde explicarlo a un hombre cuyo modo
de vida es el amor. Yo, en verdad, no sé si vivo en Ke-
lany. Yo ando como un nómada en una historia aje­
na, procuro culminarla, acecho a una mujercita que
trabaja en una fonda y sólo temo que Basilio, en su
letargo cerebral, deje un día de traerme comida intu­
yendo que, hoy por hoy, Monleón es menos su jefe
que una creación de mi celo. Que nadie lo discuta.
Son formas de gastar el tiempo. A veces, es cierto,
husmeo la certeza de que me estoy mintiendo, y de
que lo hago porque la verdad es insoportable. Pero
aunque pase unas horas avergonzado, tarde o tem­
prano acabo por preguntarme qué es la verdad en mi
caso: ¿miedo, opacidad, inconsecuencia, oportunis­
mo, plagio, egolatría? Y entonces me contesto que
no son tan exclusivos estos defectos como para que

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el hecho de obviarlos sea abominable. Aun cuando
fuera abominable, por otra parte, yo me negaría a
reconocerlo. La mentira es otro de mis elementos,
mi módica y ardua vía de salvación, y creo que el
mentiroso destila más encanto que el torturado; ra­
zón ésta que explica por qué casi todo el mundo se
miente. Ya que las únicas excepciones admirables son
los verdaderos humildes, si alguien se alza alguna vez
con lo que yo haya escrito en estas hojas, ése va a ser
mi amigo Lennon. Creo que amigo es un término
adecuado, pese a que él no se deshace en alabanzas
conmigo. Para Lennon, en realidad, todos somos una
banda de fascinerosos: el Monleón real y el que está
en las páginas que yo le iré dando; Basilio, yo mismo
y las cuatro quintas partes de los varones del mundo.
Es en agradecimiento a esta consecuencia de Lennon
en el desdén a los precipitados, que algunas veces,
por más débil que me sienta, voy a la fonda a charlar
un rato con él. El permite que me llene los ojos de
Mercedes y después, ya solos, suele recordarme que
todavía estoy a tiempo de huir. Que vaya a buscar
el amor, me dice, a alguna parte en donde ambulen
cuerpos de verdad. Yo le contesto que únicamente
me voy a ir cuando él demuestre que esa muchacha,
que a lo mejor un día llega a quererlo, no es la que
llamaban Sandra. Entonces baja los ojos, se hace
fuerte en un vado de su propia voz, y reconoce que
eso, es una lástima, no podrá demostrármelo nunca.

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ESTE LIBRO SE TERMINO DE I M P R I M I R EN
EL MES DE OCTUBRE DE 1 98 7 , EN LO S T A ­
LLERES GRAFICOS DE LA P R E N S A M ED IC A
A R G E N T IN A SRL, J U N IN 845, B UENOS AIRES.

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