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Breve

historia
del arte
colgado
en salas
de espera

Leandro
de Martinelli

oficinaSperambulante
Breve historia del arte
colgado en salas de espera

Leandro de Martinelli

oficinaSperambulante
© Leandro de Martinelli, 2020

© oficinaSperambulante • bulk editores


Primera edición: abril de 2020

La Plata • Buenos Aires • Argentina Ñuñoa • Santiago de Chile


oficinaperambulante@gmail.com bulkeditores@gmail.com

Imagen de tapa: Markus Spiske


Imagen final: Falopapas

La o.p. está adherida a p.y.m.e.s.


[pequeñas y medianas editoras silvestres]
H abía en casa de mis padres, hace años, un libro peque-
ño, hermoso, que ya no volví a ver, ni escuché a nadie
mencionar. Empiezo por la tapa: de color blanco, un poco
gastada, con una reproducción de La Gioconda metida en
un marco de madera delgada, como los que hoy venden en
los supermercados chinos y ya vienen desvencijados de an-
temano. Estaba torcido el cuadro en relación con el título y
eso a mí me parecía gracioso. Era una tapa un poco obvia,
es cierto, pero era una buena síntesis de esa educación vi-
sual propia de un sector de la clase media. Mis costumbres
de lectura en ese tiempo eran extrañas. Digamos que no en-
tendía bien cómo relacionarme con ese libro y no fue sino
hasta mucho tiempo después que descubrí una tecnología
vital para el lector: el señalador, que no es solamente un pe-
dazo de cartón para marcar la página, sino que es también
una herramienta conceptual, porque hasta entonces yo no
sabía que podía seguir leyendo el libro desde el punto en el
que lo había dejado, así que cada vez que me daban ganas

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de leer esa historia —la historia de Teresa— volvía a empe-
zar de cero. A veces llegaba hasta la página cinco, otras has-
ta la veinte. Creo que una vez llegué hasta la cincuenta. Era
un libro breve, de unas setenta páginas. El asunto es que a
los diez, once años, creía que en la lectura se jugaba lo mis-
mo que en el atletismo: velocidad y resistencia. Si practico,
si entreno, algún día voy a poder terminar el libro. Por eso,
decía, el señalador es conceptual: te dice que la lectura se
abandona y se retoma donde se abandonó.
El libro, si mal no recuerdo, trataba sobre una joven es-
tudiante de arte que descubre, a partir de una indagación
de carácter relacional en su grupo de investigación, que
gran parte de su educación visual, de su educación artísti-
ca, provenía de las salas de espera de los consultorios. No
era lo esperable, no venía de las revistas y los libros de arte,
esos que sus compañeros de estudio acumulaban en sus ca-
sas. Ella, en cambio, venía de una familia humilde, simples
trabajadores estatales que compraban libros que no leían.
Teresa, la protagonista, estaba en un grupo de estudios,
contenta, porque le gustaba mezclarse con estos señoritos
mundanos, viajados, para hablar y discutir de arte. En una
de esas reuniones se dio cuenta de que su mirada artísti-
ca venía de las obras —las láminas, las reproducciones, los
pósters— que los odontólogos colgaban en sus salas de es-

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pera. De chica, según confiesa en el libro, había tenido un
problema en los dientes; no se organizaban bien unos con
otros, buscaban abrirse espacio con la violencia de algunos
peces o de algunas plantas; entonces cada mes visitaba a
un especialista distinto, cada mes conocía un nuevo consul-
torio; los dentistas se la iban derivando porque sus dientes
enloquecían. De esas visitas le quedaron las imágenes que
los odontólogos colgaban en sus salas de espera. Imágenes
que había mirado durante horas.
Sus compañeros hablan sobre el Renacimiento, sobre
obras que vieron en enciclopedias, inclusive en algún mu-
seo, y ella sufre un poco porque, a diferencia de sus com-
pañeros, pasó su infancia en consultorios odontológicos y
entonces sufre. Su dentadura ahora es bella gracias a los
tratamientos y las torturas, propiciadas por la fijación que
su madre tenía con los dientes. Los entendía como coor-
denada racional, necesaria, en el desarrollo la vida amo-
rosa. A Teresa la deprime pensar en las horas de infancia
que perdió en las salas de espera; si disculpa a su madre
es porque sabe que la fealdad en una mujer puede llegar a
resultar imperdonable. Y mientras piensa esto se da cuenta
de que su relación con la estética, con el arte, tiene mucho
que ver con una falsedad: la idea de que arte y belleza son
una misma cosa. Es en ese momento en que uno de sus

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compañeros habla de la imposibilidad de determinar una
fecha para la aparición del Renacimiento —en algún mo-
mento del medioevo, dice— y ella piensa en sus dientes, en
que su madre le enseñó a sentir vergüenza de sus dientes y
que fue esa vergüenza la que hizo más soportable la espera.
Entonces se ríe y los compañeros la miran. ¿De qué se reía?
Ahora podía mostrar los dientes, es por eso pero no dice
nada, solo pide disculpas.
En una casa grande, la de un compañero, con los libros
desplegados sobre la mesa, libros que dicen «Renacimien-
to» por todas partes y ella, asombrada, puede recordar mu-
chas de las obras de las que hablan los libros porque las vio
en ese museo discontinuado, constituido por las salas de
espera de los consultorios. Así que mientras avanzan en
la lectura ella se da cuenta de que su conocimiento de las
obras y su memoria visual están a la altura, o quizás por
encima, de la de sus compañeros, que la miran asombra-
dos cuando ella describe, con pericia iconológica, tal o cual
pintura. En eso están cuando ella empieza a imaginarlos
con sus padres, yendo de niños al museo del Louvre. Y ob-
serva cómo corren por los pasillos y se adormecen en las
bancas, cansados de mirar cada cosa que cuelga de las pa-
redes. Para esos niños ricos, concluye Teresa, el museo del
Louvre también había sido una sala de espera.

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Ella en cambio había mirado durante horas, obligada,
una reproducción deslucida de El nacimiento de Venus de
Botticelli. La podía describir palmo a palmo, en un abrir
y cerrar de ojos. Inclusive recordaba que era una lámina
impresa para una exposición, porque debajo de la repro-
ducción se consignaba el lugar y la fecha. Pertenecía al Vic-
toria & Albert Museum de Londres y la muestra, de 1982,
se llamaba «Botticelli Reimagined». Recordaba además que
entre la lámina y el vidrio había una araña reseca. Ante el
asombro de sus compañeros, Teresa se retraía y ocultaba
la fuente. La vergüenza aparecía otra vez, con otra forma,
acaso más retorcida, y ella quería explorar otras sensacio-
nes. El asunto es que a Teresa también le gusta uno de sus
compañeros que tenía mi nombre, Virgilio. Es un nombre
poco común, supongo que en la novelita funcionaría como
una referencia bastante obvia al autor de la Eneida, en mi
caso viene de un compositor de tangos. Yo siempre dije que
en vez de Virgilio deberían haberme puesto Phar Lap, que
fue un purasangre famoso, un big name del turf que tuvo
un final horrible. A mi padre le gustaba la historia de Phar
Lap como relato moral. Es breve. Phar Lap empezó mal,
con carreras olvidables pero al cabo de la década del 20 no
dejó premio sin ganar. Corría en Australia y Nueva Zelan-
da, en tiempos en los que el turf era el deporte más popular

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del mundo pero también en tiempos de la Gran Depresión.
Uno podría decir que la Gran Depresión fue un asunto
exclusivamente norteamericano pero no, en Australia y
Nueva Zelanda también fue catastrófica y ese caballo, tan
ganador, representaba la esperanza de los apostadores y
también el orgullo de una nación venida a menos. Así que
después de ganar todo lo llevaron al continente americano.
Corrió 35 carreras en México y ganó 33. De ahí lo llevaron
a Estados Unidos donde murió envenenado por las mafias.
Tan importante fue ese caballo que en la exposición per-
manente del Museo Nacional de Australia pueden ver su
corazón metido en formol dentro de una caja de acrílico.
Sobre esa historia mi padre siempre decía: «Destacar en
algo puede ser perjudicial para la salud».
Parte de la magia del libro, al menos para mí, se debía
a que la contraparte de Teresa era Virgilio, caracterizado
como un muchacho amargado y melancólico. Me deja-
ba satisfecho esa imagen, porque coincidía con la idea de
que el dinero produce perversiones afectivas. Esa idea es
importante en la historia de Teresa porque le permitiría
organizar, en esos años de su vida, sus prejuicios. El otro
conflicto, contracara del anterior, es que los padres de ella
reniegan de su inclinación por el arte. ¿De qué piensa vivir?
Teresa no sabe. Desde el inicio se nota que son padres difí-

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ciles. Ella sufre, les da la razón; sus compañeros son niños
bien, han viajado al Louvre, ella apenas ha pasado unos días
en la Costa Atlántica. Hasta que una noche, mientras come
con sus padres, se pone insolente. Ellos insisten, ¿de qué
va a trabajar?, ella les dice que la carrera está llena de hijos
de millonarios, que si no puede vivir del arte por lo menos
podrá conseguir «algún gil que la mantenga», lo dice así,
con odio, imitando el habla del padre. Y le dice a la madre,
mostrándole los dientes: «¿No es eso lo que querías para
mí? Mirá, antes parecía Phar Lap y ahora estoy para que
me que me arrojes a los leones». Eso los ofende un poco,
empiezan a discutir, hasta que Teresa acusa a sus padres
de pobretones, de mediocres, algo así era ese diálogo donde
Teresa se liga un cachetazo de su padre. Lo que pasa aquí
es que ella viene aturdida por el brillo de sus compañeros,
por el dinero en forma de casa, de ropa, de chiste. Entonces
se hace preguntas: ¿cómo es posible que sus padres, tan ca-
llejeros, tan conscientes para los negocios, sean esto? Y su
padre, con el cachetazo, le da la razón, porque es el golpe
de un frustrado, de alguien poco digno, que no es capaz de
explicar por qué su realidad es distinta y peor a cualquier
otra. El cachetazo es una acusación. Los padres creen que
Teresa busca adoptar los valores, los gestos, las necesida-
des de esa gente horrible, de los pudientes.

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Los tres compañeros, de a poco, se enamoran de Teresa y
ella lo nota porque resultan torpes en sus intentos de se-
ducción; creen ser sutiles pero ella ve señales luminosas,
el crecimiento exponencial de los gestos de cortesía que,
asume, vienen guiados por el impulso sexual. La pregun-
ta que se hace es cómo rechazarlos sin ofenderlos. Eso la
desvela porque no quiere desarmar el grupo de estudios, le
conviene, le gusta su lugar, sentirse deseada por esos tres
niños bien. En esos calores, además, resuena el cacheta-
zo del padre; Teresa se escapa hacia una zona oscura, una
que su familia no domina, y puede darse cuenta de que se
sienten amenazados, no tanto por su inevitable desarrollo
de una vida sexual sino por el desarrollo de una vida inte-
lectual. Sus padres son personas que compran libros, que
se perciben a sí mismos como cultos, pero entonces la hija
va a la universidad, va a estudiar arte, estética, va a educar
el gusto, y la cultura flotante de ellos va a quedar desinflada
frente a los conocimientos de la hija. Llevaban años prepa-
rándose para aceptar sin más las primeras e inequívocas
señales de la vida sexual de Teresa. Su madre, de hecho,
la promovía: la ortodoncia buscaba que la niña fuera más
deseable. Pero esto, que las cosas se dieran de esta manera,
no lo esperaban.

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Del dilema sobre qué hacer con estos tres tipos pasa a
tomar una decisión. A ella solo le interesa Virgilio. No es
que los otros dos le desagraden. Eventualmente, se dice,
podría tener amoríos con ellos, pero hay algo en Virgilio, en
su introspección, que la puede, porque identifica ese carác-
ter con el de un artista de verdad. Es un prejuicio románti-
co. En este punto es donde aparece la idea central del libro,
motorizada por la aventura y la peripecia. Cuando Teresa
encuentra una manera de acercarse a Virgilio, cuando di-
seña un proyecto para pasar el mayor tiempo posible con él
y darle lugar a que le confiese su interés sensual. Lo quiere
llevar, de algún modo, a su universo; con esto ella también
se confiesa, porque lo invita a visitar las salas de espera de
todos los odontólogos de la ciudad. Esto pasa en medio de
una clase. Teresa está sentada junto a Virgilio, escuchan
a un profesor hablar de sobre Art Nouveau y la concien-
cia del futuro. Es una clase aburrida, o quizás no, pero la
mente de Teresa está en otro lado, a su izquierda, en la con-
centración de Virgilio mientras llena su cuaderno de letras
grandes, cuadradas, como si dibujara una muralla. Ella lo
va a sacar del hechizo académico al pasarle un papelito do-
blado que dice que tiene una invitación para hacerle. Van a
estar recortando pedazos de papel de sus cuadernos hasta
el final de la clase. Escriben, doblan, se los pasan. Ella en-

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tiende que esa forma de la comunicación responde a una
tradición íntima del orden infantil, porque es la manera en
que los niños se dicen cosas en clandestinidad. Para ella es
una perfecta declaración de amor.
Ni bien termina la clase le dice que quiere hacerse una
idea del arte que consume la gente común, porque eso
son las salas de espera, galerías de arte, galerías de arte
de mierda, dice, pero de arte al fin. Y uno está encerrado
ahí por cuarenta, cincuenta minutos, porque los odontó-
logos son así. Ni los pediatras ni las dermatólogas logran
los tiempos de los odontólogos. Entonces la idea es ver qué
relación establece uno con una obra de arte con la que está
obligado a convivir tanto tiempo, dice ella. ¿Cuántas etapas
atraviesa la percepción hasta lograr una opinión definitiva?
Y a Virgilio le interesa. No se toma el proyecto tan en serio,
pero se pregunta en voz alta qué ocurriría si alguien pasara
horas sentado frente a un Rembrandt, toda una tarde, mu-
chas tardes, delante de una obra, sin importar si entiende
o no de pintura. ¿Mejora la percepción?, ¿se vuelve uno in-
diferente?, se pregunta Virgilio, ¿se vuelve uno insensible
como le pasa a un forense frente a un cadáver?
A Teresa se le desmorona la ficción que su madre ha-
bía construido en torno a esos profesionales —una ficción
que inventaba alrededor de cualquiera con un título uni-

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versitario— y empieza a percibirlos como criaturas obvias,
ridículas, un poco idiotas. ¿Cómo se desarrolla el gusto de
alguien que pasa el día mirando el interior de bocas infec-
tadas, deformes, incompletas? Ningún odontólogo es Fran-
cis Bacon, seguro. ¿Pero hay una relación estética con la
inspección de bocas?, ¿o la mirada del dentista siempre
está mediada por categorías sanitarias? Algo así le dice a
Virgilio. Lo quiere impresionar con preguntas delirantes
mientras, al mismo tiempo, piensa en la falsedad de los
odontólogos, la debilidad mental de los odontólogos, la per-
versidad sanitaria de los odontólogos visible en todas las
paredes en sus salas de espera. El proyecto de Teresa ya
no tiene nada de inocente. Va a ser una excursión amorosa
para pescarlo a Virgilio, pero al mismo tiempo para poner
en crisis, cuando no dinamitar, los preconceptos que sus
padres han construido de la clase media ilustrada.

La idea de Teresa es sacar turnos en consultorios odonto-


lógicos. Saben que la espera mínima que proponen esos
malnacidos es de cuarenta minutos, eso les dará tiempo
para recorrer la sala de espera como quien recorre un mu-
seo, hacer notas, trazar relaciones. Se imaginan también a

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los otros pacientes como guardias de museos, silenciosos,
aburridos, desinteresados en las obras, desinteresados en
las exclamaciones de los visitantes. Había un sentido de la
aventura que también estaba enunciado: por un lado la ven-
ganza —al cabo de media hora de espera debían ponerse de
pie y decirle a la secretaria que se retiraban, que no iban a
atenderse porque tanta espera les parecía una falta de res-
peto—; por el otro lado el altruismo, no hay mejor fortuna
para quien espera que alguien abandone su turno. Toda esa
charla entre Teresa y Virgilio, la planificación, el ponerse
de acuerdo, va tomando la forma de un intercambio amo-
roso. Virgilio ni siquiera menciona la idea de convidar el
proyecto a los otros dos compañeros y sobre esa angurria
Teresa se afirma en la idea de que él está interesado en ella.
Aquí la historia se transforma en una road movie que
tendrá a Virgilio como máximo protagonista, es decir, la
historia de un niño bien que no recorre la ciudad como lo
hace la mayoría. Es un muchacho que nunca subió a un co-
lectivo, que siempre se atendió en lugares de primer nivel,
todo eso que en la jerga se llama «no tener calle». Teresa
tampoco tiene calle porque cada vez que sale de la casa va
para el mismo lado, pero a favor suyo sabe recorrer los ba-
rrios, sabe dónde no meterse y a qué hora. Viene de un tipo
de educación que entiende al mundo como un peligro po-

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tencial. Para Virgilio, en cambio, el mundo es más amable.
Así que en esta road movie la que conduce es Teresa. Ella
saca los turnos, planifica itinerarios, selecciona colectivos,
calcula horarios de salida. Virgilio conoce mejor el espacio
público de París, de Madrid o de Nueva York que el de su
ciudad. Así las cosas, vemos crecer su fascinación por es-
tas excursiones extrañas, con entusiasmo van armando el
mapa del arte de los consultorios odontológicos.
Lo primero que encuentran es que hay muchas láminas
enmarcadas, láminas de muestras que remiten a cualquier
museo del mundo. Están Dalí, Da Vinci, Picasso, Miguel
Ángel, Caravaggio, todo excesivamente canónico; indicios
que se fusionan con la idea de que, para esa gente, el arte
importante está en el pasado. Después de visitar unas seis
o siete salas de espera, la conclusión de Teresa es que no
los cuelgan por el arte sino por el viaje. Son las ganas de
esos odontólogos de mostrar que han viajado, y que ade-
más han ido a museos; es decir, viajan y además son cul-
tos. Con el tiempo ese gesto conseguirá su síntesis en los
imanes que pegamos en la heladera, chucherías que uno
compra al pie de las atracciones internacionales. Virgilio
toma la palabra para hablar de lo que sabe. Su primer re-
cuerdo lo encuentra en Londres, parado sobre un banco de
madera en un cementerio pequeño detrás de una iglesia,

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en medio de la ciudad. De un lado la calle, los colectivos
de doble altura, del otro lápidas medievales, caballeros
tallados en piedra, inscripciones rúnicas. Y puede decir
que esos odontólogos no son viajeros. A lo sumo serán
turistas pero no viajeros, porque los viajeros no existen,
dice. La idea de viajero es un invento de la novela del si-
glo XIX. En el mundo real lo opuesto a un turista no es
un viajero, sino un comerciante o un colono. Los viajes
de Marco Polo eran viajes comerciales. Nadie viajaba por
placer, porque no había placer en trasladarse en barco,
en carruaje, a lugares donde hasta un vaso de leche te
podía matar. Los que viajaban lo hacían con una misión.
Pero entonces llegó el turismo y vino a decirles a todos
que había una aventura en viajar a Disney, a Nueva York,
a Marruecos. Es la ficción de los pudientes. La idea ro-
mántica del viajero es la de una persona que va, que cono-
ce y vuelve transformada; ha cambiado, es más abierto,
entiende mejor el espíritu humano, abraza su diversidad.
Una ficción progresista. Y Virgilio dice que no, que siem-
pre vuelven iguales. Por más países que visiten, por más
exóticos que sean, sus padres siguen siendo los mismos.
Él sigue siendo el mismo. Y luego sugiere que la idea de
viajero es una jactancia, que la diferencia entre el turista
y el viajero es que este último es un soberbio. Resuena la

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bronca del niño bien contra sus padres. Teresa no se con-
vence. Le discute, ella sí cree en el viajero. Claro, su es-
píritu todavía romantiza el cosmos, y no estoy seguro de
cuál fue la respuesta de Virgilio, pero recuerdo que daba
un argumento contundente, de connoisseur.
Hay otra continuidad en las salas de espera que Tere-
sa rescata pero elige callar: los muebles. Parecen ser todos
de descarte. Ella se imagina que cada vez que un odontó-
logo cambia el sillón de la casa el viejo sillón va a parar
al consultorio. Son cosas con las que el odontólogo ya no
quiere convivir. Es una decoración tipo quincho. Y las re-
vistas. Siempre hay revistas viejas, sobre todo de chismes.
¿Es la idea que el odontólogo tiene de sus pacientes como
lectores? ¿O es el tipo de lectura que el odontólogo apre-
cia y desea compartir? Teresa se inclina por esta última.
Cree que, al igual que los muebles, las revistas también son
cosas de uso habitual para el odontólogo. Pero nada dice
de todas esas especulaciones porque en su propia casa el
mobiliario también es un rejunte y no quiere escuchar a
Virgilio burlarse de esas decoraciones de guerrilla. Eso son
todos berretines de Teresa, porque se nota que para Virgi-
lio se trata de un paisaje nuevo; no lo ofenden los muebles,
las revistas, las láminas enmarcadas, porque para él eso
es Vietnam o Plutón. A Teresa sí la ofenden porque le de-

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vuelven su propia imagen. Lo curioso es que no descubre
esto a partir de las casas lujosas de sus compañeros sino de
las salas de espera, cuando logra hacer una serie de esos
lugares ordinarios, y en esa serie su casa encaja perfecta-
mente. Su vida íntima está amoblada con lo que le sobra a
los odontólogos. Entonces calla, aun cuando el mobiliario
también forma parte de la historia del arte y sería un vector
interesante para analizar. Pero lo importante de este paseo
es que ella descubre que Virgilio no es tan pajarón como
sus compañeros, que no tiene la inocencia cargada de mi-
santropía que ella percibe en los niños bien. Virgilio no cree
tanto en el mundo, eso empieza a sospechar Teresa. Y acá
hay una escena extraña, que es una escena contada en su
mente. Después de un día de excursión Virgilio la despide
en la puerta de su casa, le da un abrazo eterno que dura
nada pero que a Teresa la pone a hacer cálculos, a comparar
abrazos previos, a medir la fuerza, a multiplicar masa por
aceleración y concluye que hay una nueva intensidad. Así
que entra la casa y se encierra en el cuarto, se desviste de
la cintura para abajo y se queda con la espalda en la puer-
ta y entonces aparece esta escena de imágenes raramente
conectadas, que buscan hacer una traducción literaria de
sus hitos eróticos; una camisa de hombre recién planchada
sobre una cama de dos plazas. Dedos que sintonizan un pe-

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zón. Un policía que le pone las esposas a un manifestante.
Las piernas desnudas, peludas, de un hombre sentado en
un sillón. Un tirón de pelo que hace saltar un aro, que hace
doler el lóbulo. Sonidos de cubiertos en un restaurante, luz
de velas, una mujer ríe. Un hombre, en la cancha, se aga-
rra la entrepierna con una mano y con la otra señala a la
policía. Un viento le levanta la falda a una chica que ni se
inmuta. Y en el medio, con apariciones fantasmales, la cara
de Virgilio, la piel fina como un papel de calcar, el abrazo, la
boca recta como un guión. Así hasta el éxtasis.
No sé si estaba logrado el capítulo pero con la memoria
digo que sí. Era, de hecho, mi favorito. Cada vez que volvía
sobre el libro, siempre desde cero, mi objetivo principal era
llegar a ese capítulo de la historia de Teresa, que tenía como
escenario un mundo donde los muebles de las casas eran
un rejunte y las personas pasaban horas en salas de espera.
Y con una road movie en el medio donde estos Bonnie and
Clyde, estos pacientes impacientes, después de hacer sus
anotaciones, de absorber el clima estético de la sala de es-
pera, van a decirles a las secretarias de los odontólogos que
se van, que no pueden esperar más, que su tiempo también
vale, que someter a alguien al aburrimiento es humillarlo.
Hay testigos en las salas de espera que también reaccionan,
que les dan la razón, pero se quedan, siempre se quedan.

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Es en esas andanzas que Virgilio se abre. Una tarde, subi-
dos a un colectivo que los lleva al centro, hablan de sexo y
Virgilio cuenta que su primera relación sexual fue con una
muchacha que limpiaba la casa, una chica jovencita que
había venido a hacer un reemplazo durante el verano. Sus
padres se habían ido de viaje a los Estados Unidos, él se
había quedado a cargo de su hermana mayor. Tenía dieci-
séis años. La muchacha era una negrita de ojos chinos que
hablaba poco y cada vez que lo hacía se reía, como si hablar
le diera vergüenza. Una mañana Virgilio se despierta y ella
está al pie de la cama. Lo observa quietita, con un montón
de sábanas planchadas apretadas contra el pecho. Cuando
Virgilio se despierta y la mira ella sigue ahí pero no lo mira
a los ojos, le mira el cuerpo. Mientras Virgilio cuenta esto
Teresa se pone celosa. No lo dice, solo le pide más deta-
lles, quiere que le cuente despacio con la excusa de que
falta mucho para bajar del colectivo, pero lo que quiere en
realidad es morirse de bronca. En todas las vivencias tem-
pranas que Virgilio comparte con Teresa aparece siempre
una institutriz, un mayordomo, una maestra particular, un
profesor de equitación. Virgilio crece rodeado de adiestra-
dores, sus padres son invisibles, su imaginación, su triste-
zas, sus alegrías, su sexualidad van a tener como únicos
interlocutores a los asalariados que visitan regularmente

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su caserón. Teresa va atenta, su bronca gana temperatura
cuando Virgilio dice que la muchacha dejó caer las sábanas
y se levantó el delantal. ¿De qué color era el delantal?, pre-
gunta Teresa. Gris con los bolsillos blancos, dice Virgilio.
La muchacha entonces se levanta el delantal y al mismo
tiempo que deja ver la bombacha se tapa la cara. ¿De qué
color era? Blanca, dice Virgilio, con un bordado. A Virgilio
el movimiento de la muchacha le parece interesante, la for-
ma en que ella decide entregarse, cómo se tapa la cara para
decirle que lo desea, la manera en que se transforma en
un objeto. Teresa aprieta los dientes, quiere escuchar más
pero Virgilio cuenta hasta ahí; es un niño educado, prefie-
re evitar los pormenores. ¿Volviste a verla?, pregunta ella.
Virgilio dice que la chica cumplió el reemplazo y desapare-
ció. Nunca más la vio. O sí, una tarde en la costanera, del
brazo de un hombre mayor, un tipo de traje con los zapatos
lustrados. Comían un cucurucho, miraban el río. Pero Te-
resa, atragantada de bronca, ya no escucha. La ve a ella tan
morena, tan hermosa, agachada sobre un inodoro, rasque-
teando mierda, con el pelo atado en una cola azabache, una
cola que se sacude como una anguila cada vez que cepilla.
Se ofende. La ve a la chinita salir del caserón, tomarse el
colectivo, y bajar en una calle de tierra. Baja descalza, lleva
los zapatitos en la mano para no embarrarlos. ¿Le gustan

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las negras pobres?, se pregunta Teresa. ¿Le gustan las vi-
lleras que limpian la caca de los otros, que viven en barrios
tristes, que reverencian a cualquiera que tenga los zapatos
lustrados? ¿Así me ve?, se dice, consternada. Quiere sufrir
Teresa pero la humillación latente la prende fuego. Por un
lado, le da asco la posibilidad de que Virgilio la vea como
una pobretona y por el otro se da cuenta de que, por eso
mismo, se siente infinitamente deseada. Ella también se-
ría capaz de entregarse como se entregó la negrita, se dice
y se sonroja. Y aunque es un buen momento para calen-
tar la relación, cuando le toca a ella retribuir la confesión
con una propia, se niega, dice que no quiere, que prefiere
hacerlo en otro momento, pero la verdad es que no tiene
nada para contar; quizás algún arrumaco con un primo en
un cumpleaños familiar, un roce aquí, besos dentro de un
placard, una mano que camina como una araña sobre una
bragueta. Todo eso con un fondo de bolero donde una gorda
descomunal canta sobre sus conquistas amorosas. Y nada
más. A cambio, entonces, Teresa le cuenta otra historia.
Cuando ella tenía ocho años, durante el desabastecimien-
to, se apareció por el living de la casa disfrazada de momia
con papel higiénico. Caminaba con los brazos hacia adelan-
te, hacía ruidos de momia, se aguantaba la risa. Cuando el
padre la vio se levantó de un salto, le sacó el papel higiénico

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a cachetazos, la arrastró del brazo hasta su habitación y
ahí la dejó, con la puerta cerrada. «Yo te voy a enseñar a
vos a gastar al pedo», le decía mientras la madre, también
enojada, se agarraba la cara con horror. Y Teresa no sabe
si el horror era por los golpes del padre o por el derroche
de papel higiénico. Lo cuenta divertida Teresa, contarlo la
libera, pero a Virgilio no le causa gracia. El resultado de
esta anécdota de humillación es otro capítulo surrealista.
Teresa llega a la casa volando, se apoya contra la puerta de
la habitación, se desnuda; esto ya es un ritual amoroso, una
ofrenda. Ahora el repertorio de imágenes incluye también
una muchachita de la limpieza que tiene la cara de Teresa.
Es ella la que se levanta el delantal o rasquetea flores de
papel crepé pegadas a un inodoro. En otra imagen el pito
erecto de Virgilio está metido en un tubo de cartón de papel
higiénico. Virgilio se masturba con el cartón. Teresa llega
al clímax. Es, claro, una imaginación erótica armada con
escarbadientes, que peca de literaria, que busca armar un
sistema, amplificar sensaciones.
Lo curioso, en el libro, es cómo la sala de espera resulta
determinante en la vida de Teresa; como metáfora de una
vida que no arranca, una sala de espera que es responsable
de una educación visual que más tarde determina su voca-
ción, y ahora va a ser escenario de su educación sentimen-

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tal. La novela queda tomada por la historia de amor, se ol-
vida de la familia de Teresa, de los compañeros de facultad.
A nadie le importan. El foco ahora es una breve historia del
arte que cuelga en salas de espera, la mayoría de odontó-
logos, porque persiguen una misma lógica. No tan caótica
como, por ejemplo, la de los pediatras y sus salas de espera
con obras que refieren a la infancia. Es otra sensibilidad,
se dicen, porque hay un público específico, el infantil, y las
obras son para ellos o quieren representarlos, pero no con
obras infantiles porque en esos tiempos no hay muchas
imágenes disponibles, excepto los pósters de Disney de pé-
sima calidad que se venden en la calle y que ningún pedia-
tra colgaría en su consultorio. Pero sí había imágenes de
fotógrafos profesionales, niños sentados en bancos frente a
escenarios otoñales, una niña besando a un niño, pero más
que nada artistas que, por su uso del color o de la figura-
ción, daban el tono infantil, sea Matisse o Miró. Y Picasso,
de su período rosa, madres con niños, y alguna que otra
imagen de Mondrian. Digamos que en los pediatras había
una inclinación a la modernidad pero solo porque se debían
a su público, el público infantil, los alegres, superficiales,
rústicos niños. Esa era la idea que los médicos tenían del
arte del siglo XX, un arte para consumo infantil. Y estaba el
otro, el verdadero, el arte serio que colgaba en las salas de

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espera de los odontólogos. Teresa y Virgilio, entonces, pue-
den situar históricamente el gusto de la clase media ilus-
trada: tiene un atraso aproximado de medio milenio. Con
suerte, de doscientos o trescientos años. A tal punto era la
regla que un odontólogo de origen japonés, un tal Kuroda,
repetía la misma devoción por artistas medievales aunque
del Japón. También algunos no tan antiguos, pero nunca
de siglo XX. Era una sala de espera de lo más extraña, un
poco teatral. Los muebles, el descarte, eran tan viejos que
despedían un ligero olor a podrido. Soportable, incluso be-
llo, como si fueran criaderos de gírgolas. En las paredes
había, sí, copias, serigrafías, telas y tablones pintados que
reproducían motivos medievales: El bosque de pinos entre la
niebla, Ciruelos blancos en primavera, La gran ola… había un
temor en Virgilio y Teresa cuando llegaron: la puntualidad
japonesa. Se imaginaron que en cinco minutos los iban a
llamar para atenderse pero no. Al cabo de media hora hicie-
ron su numerito indignado frente a la secretaria y salieron
del consultorio con la constatación de que, sin importar los
cruces culturales, las salas de espera se inclinaban siempre
por el arte clásico, por el canon, y que los odontólogos son
todos unos malnacidos.
También postulan que la sala de espera es el único lugar
donde gran parte de los pacientes consumen artes visua-

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les. Las salas de espera de ningún modo son museos, pero
a todo el mundo le exigen que se porte como si estuviera
en uno. Teresa piensa en su madre, en la beatificación que
hace de cualquiera que haya obtenido un título universita-
rio, y dice entonces que esas paredes son oportunidades
perdidas, que personas como su madre serían incapaces
de discutir el gusto de un profesional; lamentablemente
cuelgan arte sin vida, arte podrido. Virgilio hace un cálculo.
Suma las salas de espera de la ciudad, suma los pacientes
que concurren a ellas a diario y dice que la cantidad de vi-
sitas anuales es igual a las de un museo mediano de una
ciudad secundaria de Europa. Lo dice sin saber, sin mane-
jar números reales, pero Teresa festeja la ocurrencia. Se
imaginan entonces un proyecto pedagógico, también sensi-
ble: colgar de esas paredes láminas de artistas contempo-
ráneos. Piensan en los argentinos, luego en los latinoame-
ricanos. Piensan en colgar un arte que hable del presente,
que interpele a las sensibilidades rústicas que pasan el rato
en las salas de espera. Miguel Ángel no les habla. Donatello
no les dice nada. Pero un Berni, un Macció, un Siqueiros,
un Kahlo. Ellos tienen la fantasía de que esas obras capta-
rán otras miradas, miradas nuevas, las de quienes nunca
antes vieron un arte así. Es un proyecto optimista, fanta-
sean con ponerlo en marcha, se imaginan cómo hacerlo

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funcionar. Y lo mejoran: dicen de llevar obras originales,
de artistas nuevos, jóvenes, de artistas que vivan cerca de
cada sala de espera.
En esas disputas aparece una novedad en la actitud de
Virgilio, una manera de invadir el espacio físico de ella que
da señales claras de interés. Sobreviene así el momento
trágico: vuelven del consultorio de un odontólogo; un con-
sultorio aburrido, repelente, con muebles de caña. Es de
lo más feo que han visto. Hasta las revistas eran ridículas,
había número viejos de TV Guía, revistas de corte y con-
fección, con manuales de patronaje de moda; había revis-
tas sobre caza y pesca. Ya Teresa ese clima emocional se
le pega fácil. Y lo dice. Van por una avenida, caminan sin
apuro, ella dice que esos lugares le parecen sórdidos, que
le hacen mal. Virgilio no la escucha, va distraído, va en otra
cosa, quiere hacer una confesión pero no sabe cómo. En-
tonces tartamudea, quiere decirle algo y le dice que quiere
decirle algo. Es todo muy torpe. Detienen la marcha. Virgi-
lio calla, tiene un ataque de timidez, transpira. Zumban los
coches en la avenida. Se encienden las luces de la calle. Al
final Virgilio se le acerca, la quiere besar, pero Teresa retro-
cede, dice que no, no, no, no. Es una reacción inesperada,
incluso para ella, que corre, no sabe por qué, pero sale dis-
parada, como en esos momentos de las telenovelas, de las

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peores, donde hay que mostrar gestos exagerados porque
de lo contrario el público no entiende qué pasa. Entonces
Teresa no solo dice que no, sino que escapa, y lo hace para
no dar una explicación porque ni ella entiende qué le pasa.
Se queda en las calles por unas horas, da vueltas, escapa de
unos linyeras que le gritan cosas, pide un vaso de agua en
un kiosco, camina hacia su casa, está lejos, llega cerca de
la medianoche, agotada, con la cabeza hecha un embrollo,
embotada, y se acuesta. Al otro día es un trapo de piso; no
se puede levantar. Está marchita, tiene dolores de cabeza,
fiebre. Pasa algunos días en cama hasta que llega la noti-
cia: Virgilio decidió terminar con su vida. La noticia le llega
por teléfono, le avisa uno de los compañeros de estudio.
No puede creerlo. Ese mismo día se aparecen dos policías
con una máquina de escribir —«una máquina tentacular»,
dice— a tomarle declaración porque Virgilio dejó dos car-
tas, una dirigida a sus padres, la otra para ella. A los padres
de Teresa les preocupa la presencia de la policía. ¿Qué van a
pensar los vecinos? Teresa cae en un éxtasis romántico; por
momentos delira y no tarda en irse a vivir a una obra de De-
lacroix; se convierte en una de las mujeres de Argel. Es una
lámina enmarcada que cuelga en el pasillo de su casa, algo
que compró su madre para demostrar que también estaba
interesada en el arte, es el mismo gesto que tiene con los li-

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bros, comprar cosas que no le interesan. Así que Teresa se
muda unos meses a ese cuadro; unos meses que duran un
capítulo. En Femmes d’Alger dans leur appartement hay tres
mujeres sentadas en el suelo, visten ropas orientales, hay
una pipa para opio, un cuenco de frutos rojos, las chicas
tienen cara de circunstancia. Una cuarta mujer, la criada
negra, pasa caminando junto a ellas, y entonces parecie-
ra que las otras han dejado de secretear mientras esperan
que la criada desaparezca. Teresa es una de las mujeres
que están en el piso, la de la izquierda, hipnotizada por una
confesión latente, por un secreto que nunca llega porque la
criada negra, chismosa, espía, nunca deja de pasar.
Sobre Virgilio se pueden decir otras cosas. Leí en algún
lado que el suicidio es también un sistema de representa-
ción, que los hombres se matan de manera brutal porque
en la ínfima parte donde la muerte es un teatro, ellos ima-
ginan la escena y la preparan con las prerrogativas propias
del folclore masculino; tipos recios que van a la muerte
con el cuello quebrado, con la cara arrancada a balazos, es-
trolados contra el planeta Tierra. Y ellas tragan pastillas,
venenos, se rajan las venas; las bellas durmientes. Virgilio
sin embargo elige a la bella durmiente. Está en su cama,
tieso, después de tragar pastillas. Y deja dos cartas, una
para un amor no correspondido. Virgilio, así, se limpia. No

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quiere probar el charco de sangre y sesos que dejan los que
se disparan, no quiere la escena inolvidable de los que se
ahorcan, tampoco le interesa el desarrollo de una audien-
cia morbosa de quienes se lanzan por la ventana. Es una
muerte higiénica y eso también promueve un mensaje:
algo ensució su espíritu, o su teoría del espíritu, y él corri-
ge semejante ofensa.
El reproche que se les puede hacer tanto a Virgilio como
a Teresa es que no son tan distintos de aquellos odontólo-
gos de los que se burlaban, porque en el fondo también son
espíritus románticos, victorianos, sus perspectivas sen-
timentales, sexuales o morales se pueden situar también
doscientos o trescientos años atrás; sus cuadros psíquicos
trascienden floridos, dramáticos, tenebristas, místicos,
igual a las obras que cuelgan en las salas de espera. Tere-
sa no se va a vivir a un Warhol, tampoco a un de la Vega.
Delira, a la vieja usanza, y muda su realidad a una escena
organizada en el siglo XIX por un romántico francés. Virgi-
lio, por su parte, es un desgraciado de los tiempos de Mary
Wollstonecraft. El tercer reproche va dirigido al autor. El
relato del suicidio está condimentado con todos los lugares
comunes que pueden aprenderse en cualquier taller lite-
rario, y por eso la carta. Hay veinte páginas finales que no
recuerdo, aunque podría inferir varias cosas sin miedo a

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faltar a la verdad del libro. Puedo adivinar que Teresa nun-
ca va a conocer el contenido de la carta. La carta existe para
certificar que la decisión desmesurada de Virgilio tiene una
explicación, para hacer creíble el suicidio, no por otra cosa.
Lo que importa en este punto es destacar que la culpa la
tiene Teresa al magnetizar a Virgilio, seducirlo, volverse su
confesora, sacarlo de su hábitat de niño rico y llevarlo de
paseo por Plutón, para plantarle cara a la hora de los bi-
fes. Teresa en este punto ya no es la muchacha candorosa,
encantadora, del principio. Abandona la facultad, consigue
un empleo público y se somete al dispositivo de ignorancia
que operan los padres, que no es cualquier ignorancia, sino
la más confusa porque vive en la periferia de la razón. No
es la ignorancia religiosa, tampoco es la que pone a la expe-
riencia de la calle como lugar del conocimiento legítimo. Es
un tipo de ignorancia que venera el conocimiento pero solo
como forma; es decir, que prefiere los libros a la lectura. Es
una ignorancia que quiere que la niña de sus ojos vaya a la
universidad pero después reniega de su saber y entusias-
mo, lo vive como arrogancia. Puedo ver cómo los padres
festejan, gozan, cuando la hija se da la cara contra la pared.
Teresa quiere ir al velorio de Virgilio, y lo hace en se-
creto. Viaja en colectivo, desconsolada, culposa. Quiere
decirle a la madre del niño bien que todo fue su culpa, que

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deberían enterrarla junto con él. Se imagina fundida en
un abrazo con aquella mujer, suena una orquesta de jazz,
vuelan guirnaldas y un grupo de cantantes con galera baja
por una escalera blanca, baila y recita la tragedia. Ella se
desprende de la madre con un paso liviano, en puntas de
pie, y empieza a moverse frente a un público extasiado que
ve cómo el dolor se puede bailar. Cada vez que da un salto,
en el momento en que está suspendida en el aire, sus mús-
culos son una clase de anatomía. Así va Teresa al velorio,
a desempeñar un papel, a dar un espectáculo. Pero llega y
hay confusión. No hay familia, no hay amigos. El salón está
lleno, de lejos parece una pingüinera pero cuando se acerca
ve que son todas empleadas domésticas, medio centenar,
en delantal, con cofia. Y sobran las muchachas como ella,
muchachitas en flor, negritas de ojos chinos que lloran aga-
rrándose el pecho o tienen los ojos como huevos de tanto
haber llorado. Todas consuelan a todas. Teresa, espantada,
huye. Se cancela su función. Y se cancela en todos los tea-
tros; el familiar, el sexual, el universitario. Le queda, sí, la
idea de que las salas de espera conforman una galería de
arte, la galería más visitada de la ciudad; que son un docu-
mento de cómo el arte circula por inercia. Pero a nadie le va
a importar su idea. El último movimiento, presiento, es la
reaparición, por tercera vez, del aburrimiento, una forma

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concéntrica que se abre, que gana espacio, que mina todas
las dimensiones de la vida de Teresa, como una vida, otra
más, que se muda una y otra vez a una sala de espera. S

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LeandrodeMartinelli

Nació en La Plata. Es Licenciado en Comunica-


ción Social por la UNLP. Colaboró en el suple-
mento literario del diario El Día, en la sección
«críticas» de Rolling Stone y en De Garage (diario
de rock). Fue editor del suplemento de cultura
emergente de Diario Contexto y guionista de «Pe-
queña Babilonia», documental sobre el rock de
La Plata. En 2017 publicó Plagar, el graffiti desde el
Bronx a La Plata, un ensayo escrito y fotográfico
con el sello de Malisia Editorial.
Este libro,
tanto en su versión PDF como ePub,
se terminó de componer en Santiago de Chile,
en las oficinas de
bulk editores
el 13 de abril del año del coronavirus.
El mismo día, de 1918, un avión atravesó por primera
vez la cordillera de Los Andes, uniendo las localidades
de Zapala (en Argentina) y Cunco (en Chile).
El piloto era Luis Candelaria,
teniente de la Fuerza Aérea argentina y, al parecer,
no pasó a la historia sino en forma de
breve efeméride, que no es poco.

Para el interior, se utilizaron las tipografías Rosario


(del rosarino Héctor Gatti, que la creó, primero,
para su uso personal)
y Unna (del tipógrafo mexicano Jorge de Buen,
que se inspiró para ella en el apellido de su madre),
y, para la portada, se sumó Barrio
(de Sergio Jiménez y Pablo Cosgaya),
todas provistas gratuitamente
por el colectivo Omnibus Type
www.omnibus-type.com
TÍTULOS DE ESTA SERIE

Breve historia del arte colgado en salas de espera


Leandro de Martinelli

Viaje a Corbilot
Joca Wolff

El Pequeño Belcebú
Carlos Ríos

Mímesis y terror
Florencia Abadi
oficinaSperambulante

¿Hay circuitos del arte por afuera del arte?


La pregunta impregna la atmósfera de este relato y
arrastra, con la fuerza de la Historia, las vidas de Teresa
y Virgilio —personajes estelares de un libro perdido en la
trastienda de la cultura—, hasta los lindes donde la vida
entra en el arte para salir invicta, a pesar de las pérdidas,
para anunciarnos que todo hecho estético construye,
además de múltiples sentidos, una espera.

La Plata 2020 Santiago de Chile

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