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Cautivos
A Pedro.
A mis hijos: Nicolás, Pablo,
Milagros, Bautista y Ángeles.
Los hechos y personajes de esta historia son ficticios.
Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
De muerte se ha tejido cada instante.
Yo devoro la furia como un ángel idiota
invadido de malezas
que le impiden recordar el color del cielo.
Pero ellos y yo sabemos que el cielo tiene el color de la infancia
muerta.
A P
1
No la ven venir.
Desandan el camino que Gabriela recorre los lunes y los
miércoles. Dos. Tres. Cuatro cuadras. La plaza. Ni un alma por la
calle. Van a las apuradas, dando trancos largos.
No aparece.
El corazón a los saltos. Mudos. Son casi las once. Nadie circula.
Atraviesan la plaza. No la ven.
No la ven por ningún lado. Cruzan la Mitre. Tiendas Argentinas.
Siguen. Calzados Loira. Farmacia Mayo. Cerrado. El Colegio
Nacional. Otra cuadra. El Banco. Siguen por San Martín. Una
cuadra más. No se la ve.
No se la ve por ningún lado.
La próxima esquina, a la derecha, por Dalmacio Vélez, cincuenta
metros. La biblioteca, la Marcelino Reyes, y ahí mismo la Alianza
Francesa. Luces apagadas. Trancas en las puertas. Nadie.
Deciden buscarla en lo de las chicas. Tres cuadras y otras tres
más. Ni un alma. No está. Se despidieron en el lugar de siempre,
frente a la catedral. Seguro se encontró con Bruno. ¿Bruno?
Después te explico, apunta mamá. Se van. Vuelven hacia el centro.
Otras seis cuadras. Casa de Bruno, no está. Tampoco él la vio. Esa
tarde tenía entrenamiento hasta tarde. En Unión. Sí. Juega al fútbol.
Mudo. En medio de la calle, papá no quiere pensar. Gira, da
vueltas, mira hacia todas partes. Ni un alma.
Muda. En medio de la calle, mamá no se anima a pensar. Gira, da
vueltas, mira hacia todas partes. Ni un alma.
Puertas. Ventanas. Trancas.
El llanto instala trancas en la garganta. Inflama los ojos. Enciende
la cara.
Noche cerrada. Miércoles Santo. Un cielo rosado. Una lluvia a
punto de desplomarse, perniciosa. Ni un alma.
Puertas. Ventanas. Trancas.
Nadie.
3
La conciencia.
Un perro que ladra. Una mosca en la sopa. Un zancudo en la
noche.
Eso es la conciencia.
¿La tenés?
No. No la tenés.
¿Cuál es el problema?
¿Qué problema te hacés vos?
Sí, a vos te pregunto.
Pronunciás estas palabras en un tono firme, en voz alta.
¿Cuántas veces te las has dicho?
¡A vos! Te las decís a vos mismo. Como si necesitaras oírlas para
convencerte. Como si necesitaras encarnártelas para no olvidarlas.
Miedo. ¿Acaso sentís miedo?
¿Te acordás?
Ella te las escuchó en varias oportunidades, mientras te afeitabas
frente al espejo rectangular de marco de madera que habías traído
de tu último destino. Desde el catre te seguía en silencio, con su
mirada de paloma herida. A ella no le gustaban. Le provocaban
inquietud. La llenaban de temor. No lograría darse cuenta del
vaticinio que encerraban. Quizás ella no llegaría nunca a
comprender el alcance pleno y brutal de su significado.
4
La muerte.
La idea de la muerte no tarda en aparecer. Y rondar. Y atormentar.
La Muerte con mayúscula. Una presencia. Igual, idéntica a esa
mujer de larga casulla, de negro absoluto, de guadaña certera.
Pero cómo es esto posible.
Por épocas pensamos a Gabriela muerta. Sí, muerta pero sin
muerte.
Muerta, sí, llegamos a imaginarlo por un instante. Sí. Llegamos a
aceptarlo por un momento. Pero.
Cuándo. Cómo. Dónde. Por qué.
La suya es una muerte de ausencias.
Una muerte.
Sin cuerpo.
Sin capilla ardiente. Sin flores. Sin lloronas.
Sin aviso fúnebre. Sin novena.
Sin tumba.
Sin duelo.
Quién se robó su muerte. ¿Quién?
Una muerte.
Su muerte. Sin cuerpo.
Sin cuerpo no hay crimen. Sin crimen no hay culpable. Sin
culpable no hay responsable.
Sin responsable no hay nada.
Nada.
24
Llevaba años sin ver a Bruno, hasta que una mañana en pleno
centro de Córdoba nos cruzamos. Me pareció que era él, y él
también debió verme porque se volvió como quien cree reconocer a
alguien en el tumulto de la gente. Sin embargo los dos seguimos.
Debo haber caminado un par de cuadras cuando di la vuelta y corrí
a buscarlo. Algo me llevó hacia él. Un buen pálpito. Una intuición. La
necesidad de hacerle preguntas, de rescatar con él un pedacito del
pasado. No sé.
Lo encontré mirando unas vidrieras con ropa para niños, iba
acompañado por su mujer. Le hablé. Nos reconocimos y nos
saludamos. Estaba casi idéntico a como lo había dejado en su
adolescencia. El mismo corte de pelo, la misma cara redonda, las
mismas pecas sobre la nariz, aunque ahora esa nariz se le había
caído y unas canas incipientes asomaban sobre las patillas. Me
presentó a su mujer y, por la cara que ella puso, pude darme cuenta
de que este encuentro le molestaba. Seguramente ya tenía noticias
de nuestra historia. Le dije a Bruno que desde hacía tiempo
necesitaba hablar con él. Contarle algunas cosas, preguntarle otras,
detalles por ejemplo. Nada diferente de lo que tal vez él pudo haber
hablado con mis padres o lo que él haya declarado en la
investigación.
Aceptó de buena gana. Ante mi sorpresa, acotó que también él
deseaba hablar conmigo. Nos debíamos una conversación, dijo. A
su lado la mujer cambió notablemente de actitud. Ignoro lo que él le
habría contado, pero de algo estoy segura y es que ella se fastidió.
Era más que evidente. Miedo, tal vez. Todo el tiempo lo tomaba del
brazo como sujetándolo y previniéndolo por lo que pudiera llegar a
decir. Amor, le recordaba, estamos apurados, y ella misma explicaba
la necesidad de volver cuanto antes a buscar a los hijos, habían
quedado al cuidado de una tía y en un par de horas se haría de
noche y ella se preocuparía.
Algo me decía que debía hablar con él. Lo tenía a tiro y no iba a
dejarlo partir así como así. Entonces les propuse reencontrarnos al
día siguiente para tomar un café y conversar tranquilos, por aquí
nomás, antes del mediodía. Sí, les propuse a ambos. Incluí a la
mujer porque la cacé al vuelo, pensé que sería de esas que hacen
un escándalo mayúsculo para imponerse al marido y salirse con la
suya, y él sería de esos que finalmente terminan sometiéndose, con
el típico sí querida, y así evitan problemas. Estaba segura, ella no lo
dejaría venir solo. La mujer resultó ser el calco absoluto de doña
Irene, los mismos ojos saltones, la mirada alerta, la voz de corneta.
¿Cómo era posible que un hombre se casara con una mujer igual a
su propia madre? ¡Ese era Bruno!
Quedamos en reunirnos en El Quijote. Esa noche no pegué un
ojo. Él lo había dicho, debía hablar conmigo. ¿Qué necesitaba
contarme?
Llegué con suficiente antelación, quería elegir una mesa que
estuviera relativamente resguardada pero que además me
permitiera verlos llegar a través de esos enormes ventanales que allí
había. Habíamos acordado a las once. Demoraron un poco y temí
que no vinieran.
Vivi.
Él lo afirmó, Gaby estaba con Vivi. Ella había sido amiga y
compañera de escuela de mi hermana.
Decidí buscarla. Decidí corroborar el relato de Bruno.
27
Debiste hacerlo.
Pisarla, cuando la tiraste contra el suelo. Aplastarla, como se
aplasta una hormiga, una cucaracha, un insecto cualquiera.
Ahorcarla cuando dormía. Cuando la tenías ahí, al alcance de tu
mano.
Porque ella se lo merecía.
¡Desagradecida!
¡Hija de puta!
No pudiste. No pudiste matarla la mañana esa. ¿Por qué?
Porque sos débil.
Cobarde.
Cagón.
No pudiste.
Ella te hirió.
Le perdonaste la vida.
Y ella decidió vengarse de vos. Lo ha hecho. ¡La pendeja de
mierda lo hizo!
Se salió con la suya.
Te dejó.
Te abandonó.
A vos.
¿Te das cuenta?
Pero qué esperabas.
Y volvés a esos días. La ves. Ves cómo ella ha cambiado. Ya no
es esa muñequita aterrada. Ahora clava sus ojos en los tuyos.
Te desafía.
Te sigue.
Te acecha con esos sus ojos de paloma herida.
Te irrita. Te enfurece. Quisieras saber qué está pensando. Qué
está tramando.
—¿Pensás que podés dejarme? —le dijiste. Te equivocás,
pendeja. A mí nadie se me escapa. Nadie puede hacerlo. Yo no lo
permito.
28
Vivi. Me restaba hablar con Vivi. Tenía que esperar que llegara y
me recibiera.
¿Querría hablar de algo sucedido veinticinco años atrás?
¿Se acordaría de algo?
Y sí, se acordaba.
Vivi llegó a la ciudad dos semanas después de mi visita a la casa
de su madre. Debió intuir por qué yo la buscaba, de hecho, cuando
la llamé por teléfono, en su saludo alcancé a percibir un alivio, el
alivio de quien ha estado esperando ese llamado largo tiempo.
Aceptó hablar conmigo. A ella, al igual que a Bruno, la roía la culpa,
el silencio de entonces, la incertidumbre del y si eso que yo callé
hubiera sido importante, qué habría pasado si hubiera hablado a
tiempo.
Nos encontramos en un café del centro. Casi ni la conozco, es
ella quien me divisa y viene hacia la mesa donde estoy, ha
cambiado su aspecto, por demás diferente de sus diecisiete. Lleva
una melena lacia hasta los hombros y unos reflejos muy rubios,
dorada por el sol en pleno mayo, pantalón ajustado, campera de
cuero; se muestra agradable, cálida. Conversamos de varias cosas,
los hijos, el matrimonio, el trabajo, los padres, la vida.
Gaby.
Dice lamentar con el alma lo que le ha pasado. Dice no entender
todo esto que nos ha sucedido.
Un cigarrillo se consume entre sus dedos de uñas recién
esculpidas, un anillo de sello en el meñique, uno de brillantes en el
anular, la ropa cara, el perfume importado, la tonada relegada. Sí,
ella ha cambiado.
Gaby.
Ella comienza a hablar de aquellos años. De cuánto la ha
atormentado la desaparición de mi hermana. Cientos de veces ha
dado vueltas sobre charlas que ellas pudieron haber tenido tratando
de encontrar alguna explicación, un cabo suelto, sin descubrir nada
decisivo. Salvo algo que de un modo casi providencial, explica, y
usa exactamente esas palabras, sí, de modo providencial aparece y
la perturba. Se trata de un par de imágenes. Surgen al comienzo
desdibujadas, luego con nitidez. En ese punto la interrumpo. Le
pregunto si había hablado con Bruno. ¿Bruno?, se sorprende. Sí,
Bruno Arce, compañero de ustedes. No, para nada, responde. Dice
tener años sin verlo, quiere saber por qué se lo pregunto. Por nada,
por preguntar nomás, le digo tratando de quitarle importancia, por un
instante se me cruza una idea, ellos se han puesto de acuerdo y han
inventado una historia idéntica. Ella continúa, se le aparece un tipo,
bueno, a decir verdad, en esos años y al lado nuestro se lo veía
como a un tipo grande, pero seguramente tendría veinte y pico, ella
duda, pero sí recuerda que él se ha acercado al grupo de chicas.
Lento, me recorre un escalofrío. Después, en otros momentos lo ve
conversando con Gaby, en una fiesta de cumpleaños, y si no se
equivoca, habría sido en los quince de la hermana de Sofía, en el
Casino de Oficiales, porque como su papá tenía mucho contacto
con los militares, le habían hecho la fiesta allí. Y ella está segura,
segurísima, él se encuentra ahí. Después lo ve en un desfile por el 9
de Julio. ¿Te acordás? En esa época y para las fechas patrias se
hacían desfiles enormes y participaban todas las escuelas, y
durante los días previos los profes de Educación Física nos hacían
ensayar en el bulevar para que todo saliera perfecto.
Él está allí, tiene a su cargo el control del armado del palco donde
estarían las autoridades, me parece, porque da órdenes a los
soldados y esas cosas. ¿Cómo soldados?, me escucho preguntar.
Ah, no te lo dije, él es milico, ni idea del rango, y Gaby pasa por
delante de él, lleva el estandarte y yo voy como escolta de bandera
y en un descanso se nos arrima. Marcela, estás pálida, ¿te sentís
bien? Sí, seguí por favor.
Y él nos da conversación y es simpático y a nosotras nos causa
gracia, y él la mira y la mira, no sé por qué nos tentamos, y a él
también le da risa nuestra risa, y se le ven todos los dientes, bien
parejos y se saca la boina, y tiene el pelo negro, muy corto, un jopo
lacio le cae hacia la mitad de la frente, hablamos de tonteras, nos
dice que ya nos había visto en el cumpleaños. Sí, también nosotras
nos acordamos de él, nos pregunta el nombre a cada una, aunque
creo que lo hace por preguntar nomás porque me parece que ya
sabe y… ¿Él? ¿Cómo se llamaba? Javier o Jorge, no estoy segura.
No, no me preguntes el apellido, aunque me suena algo raro, como
extranjero. Ya sé, no es mucho, pero tal vez si averiguás…
Y Vivi vuelve a verlo una mañana a la salida del colegio y él se
acerca y se ofrece a acompañarlas hasta la plaza, ahora me
acuerdo, dice, trae unos chocolates o algo así. Es alto, corpulento,
de ojos saltones, claros, muy claros. Marcela, ¿te sentís bien?,
vuelve a preguntar. No te preocupes, respondo.
Y otra vez lo ve en el verano, en una salida con las chicas,
después del cine, en una pizzería frente a la plaza. Él aparece y
todas nos sorprendemos y él quiere hablar con Gaby y la llama
aparte, y ella duda y nos mira desconcertada, como preguntándonos
qué hacer y le decimos que vaya y hable con él, que qué tiene de
malo. Y sí, sí, ella va hasta la puerta, en la vereda. Y no sé, un rato
corto. Nosotras nos quedamos mirando y cuchicheando. Y ella
vuelve con algo en las manos que quiere esconder y guarda rápido
en la carterita, alguna de las chicas la carga con alguna burla, una
boludez de esas, pero ella se molesta. Marcela, te veo mal, si
querés seguimos la conversación otro día. No, está bien. Lo que
pasa es que todo esto me revuelve muchas cosas. Y sí, lo imagino,
dice. No, no creo que ella se lo pueda imaginar, ni siquiera por un
instante. Le pregunto si a Gaby él le gustaba, estás loca me
responde, a ella qué iba a gustarle ese tipo, creo que ni siquiera le
caía bien, por esa época tu hermana estaba perdida por otro, con
inocencia, como una tonta, un amor imposible. ¿Vos te acordás?
Me falta el aire y todo me da vueltas. Me levanto y voy al baño,
siento que voy a desmayarme, me lavo la cara y en un rato logro
recomponerme. No puedo creer lo que acabo de escuchar. Pienso si
acaso es posible que la desaparición de Gaby tenga que ver con un
tipo como este que acaba de aparecer. Alguien que pudo ser
invisible durante tantos años.
La escucho.
Escucho los argumentos de Vivi. Ella se hace las mismas
preguntas que yo y, también me confiesa, en algún momento se ha
negado a la posibilidad de conectarlo con la desaparición de mi
hermana porque la idea le resulta caprichosa, insólita, sin lógica si la
analiza. No ha existido nada entre ellos y de eso ella está
segurísima. Jura y vuelve a jurar que ella se hubiera enterado, la
misma Gaby se lo habría contado. Pero por momentos y por algo
que no alcanza a explicar se le instala la sospecha de que sí, de que
sí es posible que él esté implicado. Aunque lo único que tiene para
sostenerla es un presentimiento, un único presentimiento.
Se ve atormentada. Alude no poder seguir callando. Ha querido
contármelo desde hace rato pero ha dudado en hacerlo, pensando
en que yo no le creería. No deja de preguntarse por qué a Gaby.
Tampoco yo puedo dejar de preguntármelo. ¿Por qué ella?
Y ella y Bruno. ¿Por qué callaron? ¿Por qué, si eran sus amigos?
¡Cuánto dolor nos hubiéramos evitado!
¿Hubiera sido posible? Quizás sí. Tal vez no.
Imposible saberlo.
Impotencia. Bronca.
Mucha bronca.
Te acusan. A vos.
Maquinan sentarte en un banquillo para reos.
Locos. Están locos.
Investigaciones. Cuestionamientos. Publicaciones.
No pueden probar nada.
Nada.
No tienen pruebas de lo que dicen.
Mentiras, has repetido hasta el hartazgo. Ellos dicen mentiras.
Falsedades.
Farsa. Conspiración.
¡Tanto lo has repetido! Te has convencido a vos mismo.
Ahora aparece esta perra.
Te ha buscado.
Te ha encontrado. Ha conseguido llegar hasta vos. Puede poner
tu mundo en peligro.
Te ha puesto nervioso. No podés negarlo. Va a complicarte la
vida.
¿Tenés algo pensado?
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1. Novela. I. Título
CDD A863
Imagen de cubierta
© Fernando Pagani, óleo
Edición
Sol Echegoyen
Diseño
Lara Melamet
Corrección
Martín Vittón
Edición en formato digital: junio de 2018
Conversión a formato digital: Libresque
metropolis@pampublicaciones.com.ar
www.pampublicaciones.com.ar
Índice
Cubierta
Portada
Dedicatoria
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