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Cecilia Pagani

Cautivos
A Pedro.
A mis hijos: Nicolás, Pablo,
Milagros, Bautista y Ángeles.
Los hechos y personajes de esta historia son ficticios.
Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
De muerte se ha tejido cada instante.
Yo devoro la furia como un ángel idiota
invadido de malezas
que le impiden recordar el color del cielo.
Pero ellos y yo sabemos que el cielo tiene el color de la infancia
muerta.

A P
1

Te equivocás, pendeja. A mí nadie se me escapa. Nadie puede


hacerlo, ¿entendés? Yo no lo permito, le gruñe en su cara, la frente
pegada a su frente, la furia arrancándole los ojos, a tiempo de
terminar de sujetarle una nueva atadura.
Ahora se la coloca en el tobillo derecho porque desde que había
llegado y hasta hace sólo unos días atrás, la ha llevado asida al
izquierdo, donde la argolla le ha repujado una cicatriz. Como gran
concesión, él le ha dado mayor libertad para llegar hasta la puerta
de ingreso. Autonomía permitida después de alargar la cadena y
bajo la promesa de que no volverá a provocarlo con esas boludeces
que lo sacan de quicio, sí, bajo el juramento de que no cometerá la
locura de intentar escapar otra vez.

Un dolor fuerte en la parte baja de la espalda no la deja en paz. El


cuerpo le pesa una tonelada. Ella no encuentra punto de apoyo,
intenta acomodarse sobre el colchón del catre, hacia un costado y
hacia el otro, tratando de encontrar una posición que le permita un
pequeño alivio, recuperar el aliento, sentirse menos agotada. Desde
hace horas las puntadas no le dan tregua, le bajan desde la cintura
hasta las nalgas, le rodean las caderas, arremeten contra la pelvis,
embisten por todas partes, hacia arriba, hacia abajo. Abajo, justo
ahí. Y el vientre se le crispa, convulsiona de a ratos y de a ratos,
también, parece tranquilizarse. A ella la asalta un deseo enorme, tan
enorme como inconfesable. El deseo de ser otra. El deseo de
abandonar este cuerpo que le ha sido usurpado. Un cuerpo que se
le vuelve ajeno.
¿Diciembre?
Él le dijo que están en diciembre.
Afuera, el patio se llena de hojas, de lluvia, de distancia. La
temperatura desciende abrupta después de la tormenta. Después de
un viento de tierra y espanto que parecía querer llevarse la pieza
toda. Ella se pone el saquito, está rozado, marcado por el uso de
todos estos meses, se abraza a él, es lo único suyo que ha traído
hasta aquí. Y aquí nomás unos dedos asoman afanosos en cada
lazada, acariciándola a través de un punto y otro, olorosos a leche
tibia, a sopa, a guiso, a pan. Y los brazos gordos, mullidos de la
Nonna apretándola fuerte y, ay Dios, cuántas ganas de buscar
consuelo ahí, cuántas ganas de acurrucarse ahí, en el cobijo de su
falda.

Acaba de despertar. Qué hora será. Oye la camioneta que


regresa, el motor que se apaga. Cierra los ojos, quiere llorar, se
domina una vez más.
Lo intuye cruzar la verja de ladrillos, el cerco de ligustros, caminar
por el pasaje hacia el fondo, atravesar el puente de losetas, la
extensión del patio. Percibe la firmeza de sus pasos por el camino
de lajas, el ascenso por los escalones de piedra, tres hasta el
pequeño porche.
Gabriela se acurruca todo lo que puede, se queda muy quieta
haciendo como que duerme, asustada, alerta, atenta a cuando él
ingrese al cuarto. Escucha perfectamente las dos vueltas que
destraban el picaporte de la primera puerta, la de rejas de barrotes
gruesos, el cambio de llaves y otras dos vueltas a la de madera. El
contorno de su figura la devuelve al miedo, al miedo que lleva
agazapado dentro. Sin moverse aún y de reojo ve las suelas de
caucho, el pantalón de fajina, las piernas macizas, el arma
reglamentaria que en segundos desprenderá del cinturón y arrojará
al costado sobre una silla. Ritual cotidiano desde ya no sabe cuánto
tiempo atrás.
Dieciocho pasos hasta el extremo del cuarto, hasta donde ella se
encuentra. Dieciocho, los tiene perfectamente contados. Él se
aproxima. ¿Dormís?, le pregunta. Trae chocolates, algo de leche,
una gaseosa. Ha vuelto calmo, como si fuera otro, diferente al de
temprano en la mañana. Ella hace una mueca desganada, asiente
sin alternativa. Sabe que no debe contradecirlo, sabe que no debe
provocar su enojo. Mucho menos ahora que las fuerzas la han
abandonado. Ahora menos que nunca. Ahora que se siente
impotente para gritar, para enfurecerse. Ahora, después de lo que le
está sucediendo.

Se acuerda de mademoiselle Monique. Rulos tiesos,


domesticados por el spray, cejas delineadas en arco, simétricas, la
expresión momificada bajo una mascarilla de polvo facial. En un
francés ilustrado se eleva por arriba de sus tacos finos, un
entusiasmo único se apodera de ella, dramatiza, cambia el tono de
la voz que sube, baja, se ondula y ya representa en el centro del
aula la escena de una María Antonieta llorosa tomada por los
revolucionarios.
Y sí, Gabriela se acuerda de esos lunes y de esos miércoles en
los que asiste a clases en la Alianza Francesa, para darle el gusto a
mamá. Mamá siempre ha querido estudiar el idioma y viajar a París,
no ha podido hacerlo y a estas alturas, está segura, ya no lo hará, el
marido, la casa, los hijos, la plata que no alcanza. La voluntad
quebrada detrás de una suma de evasivas había terminado por
sepultar esos sueños. Pero con Gaby no, con su hija no, con ella las
cosas serían diferentes. Nada ni nadie la harían claudicar.
Camino a casa. La tarde muere pegajosa, encapotada. Miércoles
Santo, poca gente por la calle. Corre un aire frío, más frío que de
costumbre para un abril recién instalado. Menos mal, lleva puesto su
saquito de cashmilon, color marfil, la Nonna lo había tejido tomando
ideas de El Arte de Tejer, un primor, con unas torzadas sobre la
delantera formando figuras de rombos y otras más pequeñas a los
costados y la espalda toda en arroz doble. Una preciosura, nena, le
dijo al entregárselo, perfumado y envuelto en papel de seda.
El mismo trayecto de siempre. Dos cuadras más y llega. Gabriela
va apurada. Un no sé qué la tiene inquieta, algo la sobresalta. Raro,
Bruno no aparece.
De pronto, el ruido de un motor. Irrumpe una camioneta, se le
pone al costado. La sigue unos metros, se detiene. Gabriela no se
anima a mirar, apura el paso, se abraza a su cuaderno, el corazón
se le acelera. Siente el golpe de una puerta. Esa sombra se le viene
encima, la acorrala. Una mano la arrebata por la cintura, otra le tapa
la boca. Ella resiste, patea. Que no grite, ordena, que se quede
quieta. La levanta por el aire. La domina. Le oprime el antebrazo
contra la espalda, la apoya contra la camioneta, la sujeta con su
cuerpo. Abre la puerta. Ella alcanza a ver una barba a medio crecer,
un rodillazo, un empujón y un no grites, acostate ahí, en el piso.
Aterrada, ella obedece. Él ata sus manos, la cubre con una manta,
coloca sobre ella algo muy pesado. La inmoviliza por completo.
Y mademoiselle regresa. Y allí, en medio del salón, párpados
sombreados en verde claro, uñas postizas sobre las láminas, se
enciende en su guía por la tour Eiffel. Asciende hasta la cima a
contemplar la ciudad, la Seine, y su paseo en barco, Notre Dame
desde donde tal vez aparecería Cuasimodo. Y sigue exaltada en su
tour imaginario, intentando retener las imágenes de aquel viaje a un
París aún vivo en su memoria. Y las risas de todas se expanden
burlonas en el bullicio de la sala. Y un écoute-moi aterciopelado en
sus labios rosa perla intenta poner orden a la clase para entonar
luego, agrietada, jadeante, casi sublime un Non, je ne regrette rien.
¿De qué no se arrepiente, mademoiselle?
La camioneta avanza.
Gabriela puede darse cuenta de que atraviesa la ciudad.
Aquella tarde. Imposible olvidarla. Ella regresa de la Alianza. Va
en compañía de las hermanas Silvia y Anita, risueñas, divertidas,
remedando a mademoiselle, llenas de historias, de chismes
escuchados de boca de su madre y de su tía, tan rosadas, tan
rechonchas, tan iguales. Caminan juntas hasta la catedral, luego
ellas doblan a la derecha y siguen hasta perderse en la esquina
próxima. Gabriela cruza la calle y de allí, sola hasta su casa.
Ante cada salto de la camioneta, su cabeza golpea contra el piso.
Un borde de la alfombrilla se le incrusta en la cara y el peso que
tiene sobre ella la aplasta aún más. Gabriela no se mueve.
Enroscada. Entumecida. Alerta. El terror la invade, se le instala en
todo el cuerpo. Le brotan narices, le brotan oídos. Escucha. Huele.
Por los poros.
¿Qué está sucediendo?
No entiende. Gabriela no entiende.
Él prende la radio, recorre con el dial las distintas estaciones, con
dificultad capta una emisión de Valparaíso. Suena con
interferencias. Tararea la letra de una canción. Olor penetrante a
nicotina.
A esa hora, mamá la estaría esperando, habría salido hasta la
vereda para verla llegar. La adivina con su delantal a cuadros, las
medias zoquetes, las chinelas de felpa azul.
La marcha aminora, la camioneta se detiene. Él se arrima a ella y
a través de la manta la mano de nudillos gruesos presiona sobre su
cuello, que no se mueva, que no intente nada, no quiere hacer una
locura. Baja el vidrio de la ventanilla, se saluda con un alguien, todo
bien, jefecito, oye Gabriela. Un agente de policía, supone, en un
puesto de control. Una caminera. Algo así.
Él cierra la ventanilla y eleva el volumen de la radio. Arranca
nuevamente. Retoma una velocidad sostenida. Al cabo de un rato
gira. Un polvo fino se cuela por las rendijas, se mete por todos
lados, por los ojos, por la nariz, por las comisuras de la boca. Ha
tomado por un camino de tierra. Gabriela intenta identificar sonidos,
pero sólo escucha el ruido del motor.
La camioneta se aleja cada vez más de la ciudad. La velocidad se
hace regular. El tiempo, una eternidad. De pronto se detiene, ha
llegado a algún sitio. Él desciende dejando el motor encendido.
Gabriela percibe el chirrido de un portón que se abre. Luego, él
regresa y arranca nuevamente. Se desplaza unos metros,
estaciona, apaga la radio. Se baja y va hacia ella y la libera del peso
que le había colocado sobre la espalda. Tira de la manta. Toma a
Gabriela de un brazo y la saca. Con fuerza la incorpora. La empuja.
Que camine rápido, ordena. Que mire hacia abajo, manda.
La llovizna es tenaz, la oscuridad densa.
Caminan. Gabriela sólo ve el cono de luz de la linterna que él
carga en su mano izquierda, un par de borceguíes, un pantalón
verde, verde oliva. Alcanza a observar la silueta de una casa.
Caminan unos metros por un sendero de lajas entretejido de
gramilla. Se dirigen hacia el fondo del terreno, descienden por la
pendiente. Rumor de agua. Una pasarela chata. Losetas dispuestas
sobre un andamiaje de hierros, oscilante, angosto, sin barandas.
Debajo, un riacho sisea entre las piedras, se pierde en un amasijo
de tacuaras.
Caminan. Llegan al otro lado. De nuevo la senda de lajas.
Caminan. Cerrazón. Pánico encendido. El bloque negro de la
montaña se yergue frente a ellos. Olor a menta, a pasto, a tierra, a
monte. Escalones de piedra, veredón, baldosas rojas, un geranio
raquítico en una maceta partida y una pala y un rastrillo apoyados
sobre la pared.
Una puerta de rejas. Otra de madera.
Un cuartucho.
Una única luz, la luz de un foco que cuelga en el centro de la
pieza. Una silla.
Él la empuja, se quita la boina. Y ella puede verlo.
Te vas a acostumbrar, le dice.
Ella no responde.
No puede respirar. El corazón le crece. Se le sale por la boca.
Muda. Quieta. Aterrorizada. La noche se hace extrema.
Esa noche, descubrirá pronto, será la primera de muchas otras.
La primera del resto de todas sus noches.
Gabriela se moja. Se orina.
Llora.
2

En casa mamá pone la mesa, en una hora todos llegarán a cenar.


A las diez en punto aparecerá papá, está atendiendo a su último
paciente. Raúl se baña, acaba de volver de su práctica de fútbol, es
de los buenos y entrena duro. Lo probarán en Córdoba, en las
inferiores de Instituto, su gran ilusión y el sueño oculto de papá, pero
él no lo confiesa para no irritar a mamá.
Me veo terminando las tareas sobre la mesa del comedor. Curso
séptimo, buenas notas, en carrera por un lugar en la bandera. Aún
regordeta y pecosa, melena castaña martirizada en dos colitas a los
costados, sujetas en unos moños un tanto aparatosos.
Gaby está retrasada. A mamá le extraña su demora.
A pocas cuadras, Gabriela va hacia la tragedia de su destino.
Mamá lo ignora. Sólo espera que no se haya encontrado con el
chico ese, un chiquilín que le arrastra el ala y que a ella no le
convence. Tiene otras aspiraciones para su hija.
La vida de mamá sucede entre cosas cotidianas, le preocupan por
ejemplo la carura de la carne, la novela de la tarde, la pasta del
domingo. El remiendo que debe hacerle al vestido de Gaby, ese que
se pondría para los quince de la hija de los Ocampo, y el que sin
querer ha quemado con la plancha, ahí a un costado del cierre, qué
desgracia, una fiesta importante y en el Salón del Casino de
Oficiales.
Gabriela no vuelve.
Mamá sale a la vereda para verla llegar, está impaciente y cuando
ella se pone nerviosa no existe poder humano que pueda
apaciguarla. En eso aparece papá. Intenta poner tranquilidad. Que
esperemos un rato, unos minutos. Diez. Quince. Media hora. Gaby
no aparece y mamá desespera. Pero, mujer, debe estar charlando
con las chicas en la esquina.
Mamá se arranca el delantal, se calza sus zapatos taco bajo y
sale atropellada. Ay, protesta papá, y va tras ella.

No la ven venir.
Desandan el camino que Gabriela recorre los lunes y los
miércoles. Dos. Tres. Cuatro cuadras. La plaza. Ni un alma por la
calle. Van a las apuradas, dando trancos largos.
No aparece.
El corazón a los saltos. Mudos. Son casi las once. Nadie circula.
Atraviesan la plaza. No la ven.
No la ven por ningún lado. Cruzan la Mitre. Tiendas Argentinas.
Siguen. Calzados Loira. Farmacia Mayo. Cerrado. El Colegio
Nacional. Otra cuadra. El Banco. Siguen por San Martín. Una
cuadra más. No se la ve.
No se la ve por ningún lado.
La próxima esquina, a la derecha, por Dalmacio Vélez, cincuenta
metros. La biblioteca, la Marcelino Reyes, y ahí mismo la Alianza
Francesa. Luces apagadas. Trancas en las puertas. Nadie.
Deciden buscarla en lo de las chicas. Tres cuadras y otras tres
más. Ni un alma. No está. Se despidieron en el lugar de siempre,
frente a la catedral. Seguro se encontró con Bruno. ¿Bruno?
Después te explico, apunta mamá. Se van. Vuelven hacia el centro.
Otras seis cuadras. Casa de Bruno, no está. Tampoco él la vio. Esa
tarde tenía entrenamiento hasta tarde. En Unión. Sí. Juega al fútbol.
Mudo. En medio de la calle, papá no quiere pensar. Gira, da
vueltas, mira hacia todas partes. Ni un alma.
Muda. En medio de la calle, mamá no se anima a pensar. Gira, da
vueltas, mira hacia todas partes. Ni un alma.
Puertas. Ventanas. Trancas.
El llanto instala trancas en la garganta. Inflama los ojos. Enciende
la cara.
Noche cerrada. Miércoles Santo. Un cielo rosado. Una lluvia a
punto de desplomarse, perniciosa. Ni un alma.
Puertas. Ventanas. Trancas.
Nadie.
3

La conciencia.
Un perro que ladra. Una mosca en la sopa. Un zancudo en la
noche.
Eso es la conciencia.
¿La tenés?
No. No la tenés.
¿Cuál es el problema?
¿Qué problema te hacés vos?
Sí, a vos te pregunto.
Pronunciás estas palabras en un tono firme, en voz alta.
¿Cuántas veces te las has dicho?
¡A vos! Te las decís a vos mismo. Como si necesitaras oírlas para
convencerte. Como si necesitaras encarnártelas para no olvidarlas.
Miedo. ¿Acaso sentís miedo?
¿Te acordás?
Ella te las escuchó en varias oportunidades, mientras te afeitabas
frente al espejo rectangular de marco de madera que habías traído
de tu último destino. Desde el catre te seguía en silencio, con su
mirada de paloma herida. A ella no le gustaban. Le provocaban
inquietud. La llenaban de temor. No lograría darse cuenta del
vaticinio que encerraban. Quizás ella no llegaría nunca a
comprender el alcance pleno y brutal de su significado.
4

Impresa. Mamá lleva impresa en su memoria hasta el mínimo


detalle de la noche en que Gabriela no volvió.
Madrugada del jueves. Jueves Santo. Recurren a la Policía. El
alma asaltada por oscuros presagios. Llegan a la Primera. Una casa
vieja, antigua, devenida en comisaría. Les dicen que esperen.
Hay allí personas esperando, sentadas en bancas de madera, una
al lado de la otra. Mamá observa tres pares de zapatos a su costado
derecho, las puntas gastadas de tanto andar. Una mujer joven, una
mujer vieja. Un hombre. Estaban ya cuando ellos llegaron, vaya a
saber desde qué hora esperarían. Ellos, en la misma que ellos.
Callados, ellos están callados.
A cada rato, mamá mira hacia la puerta doble de vidrios
repartidos, tapados desde su interior con papel madera. Detrás, y a
escasos metros, se encuentran el comisario y el escribiente, ellos
van a recibir la denuncia. Él lo va ecuchar, dotor, doñita, eso les ha
dicho en mesa de entradas un agente cabudito, de dientes
manchados. Nerviosos, alterados, ellos tratan de explicarle la
urgencia que tienen, pero él les responde con una amplia sonrisa. Y
cada vez que mamá se levanta de su silla y desesperada insiste, él
vuelve a repetir lo que ya les ha dicho ni bien llegaron. Doñita, epere
nomá.
¡Paciencia! Deben tener paciencia. Papá la reprueba con la
mirada. Mamá se molesta.
Ay, Dios, este mocoso se hace el que no entiende. ¿Es que no se
da cuenta? ¿Es que nadie comprende lo que a ella le está pasando?
Aguardar. Deben aguardar. Ella se fastidia, camina de un lado a
otro, protesta. Y en su protesta se encuentra con la mano de papá.
Él le oprime el brazo, le pide que se tranquilice.
Aguardan.
Desde un extremo del pasillo, una ventana mal cerrada deja filtrar
chiflones de un aire casi helado para abril. En el patio, la lluvia se
precipita despiadada.
Mamá busca el hombro de papá. Se miran. No osan decirse
palabra alguna. Comenzarán a entenderse así, en silencio.
La espera se alarga angustiosa. Ella intenta concentrarse. Pensar
en algún detalle. En algo que Gaby le haya contado pero que ella no
haya escuchado, o tal vez ni siquiera haya prestado atención, tan
enfrascada estaba en sus cosas, en sus estúpidas cosas. ¡Esa
manía suya de estar en tantas tonterías!
Pero no. No encuentra nada.
Examina.
Revuelve.
Recorre cuantos recovecos hay en su memoria. No. No halla nada
que le resulte fuera de lugar. Sólo encuentra el vacío. El vacío. Sin
explicación. Sin lógica.
Vuelve a tomar asiento.
Vuelve a los zapatos. Los de la vieja, negros, anchos, deformados
por los huecos donde se le acomodan los juanetes. Seguro le laten.
Unas medias opacas de muselina pretenden ocultar las bandas
elásticas que usa para contener las várices. La mujer joven, a su
lado, aprieta el monedero que tiene entre las manos. El hombre
suspira afligido, cruza los brazos, apaga un cigarrillo y arroja la
colilla al piso. Mutismo exasperante. Son las seis y aún no los han
atendido. En media hora se hace el cambio de guardia. Entonces les
tomarán declaración.
Tienen que esperar. Eperen, nomá, repite el cabudito de dientes
manchados.
Al rato se abre la puerta y, por fin, el hombre que fuma, ingresa.
Una hora después lo harán las mujeres. Dos horas más tarde les
tocará a ellos.

Mamá nunca antes ha estado en una comisaría, apenas si ha


pasado por la vereda. No tiene idea de cómo declarar ni qué decir.
Les preguntarían y ellos responderían, sí, seguramente sería de ese
modo.
Entran. Buenos días.
El oficial que está detrás del escritorio no responde, tampoco
levanta la vista de sus papeles.
Mamá cree reconocerlo, le resulta una cara familiar, ¿lo habría
cruzado en algún lugar? Quizás lo ha visto en la escuela, en algún
acto de fin de año, o en la kermés para juntar fondos para el viaje de
egresados. Duda, pero sólo hasta que se sienta y lo tiene enfrente.
Ahora sí lo reconoce, está segurísima. La hija. Conoce a su hija,
se llama Natalia, una gordita simpática que cursa un año antes que
Gaby, compañera en el entrenamiento de vóley, muchas veces van
juntas, vive camino al club donde tienen clases de Educación Física.
Mamá se tranquiliza. Un poco.
Él los reconoce también, pero se les presenta lleno de ínfulas,
acaba de ser ascendido. Ella puede darse cuenta, ha observado la
gorra sobre el escritorio, las insignias en el uniforme. Lo ve muy
compenetrado en su nuevo cargo.
¿La chica se porta bien?, pregunta.
Mamá y papá comienzan a hablar. La angustia destempla su voz.
Él los observa. Detiene pesada la mirada sobre ellos. Escucha el
relato. Frunce el ceño. Carraspea. Toma distancia.
¿La chica se porta bien?, insiste el flamante comisario, Pérez de
apellido.
No entienden. Ellos no entienden lo que les quiere decir.
Mamá se acomoda sobre la silla, las manos le transpiran, las seca
sobre su falda, ay, en el apuro ha olvidado el pañuelito. Alisa la
pollera sobre los muslos, la ajusta bajo las rodillas. Respira hondo.
¡Entienda usted, oficial!, ruega ella. Y entonces ella explica, conoce
bien a su hija, sabe lo que ha parido, lo que ha criado.
Tranquilos. Seguramente se trata de una travesura. Los chicos de
ahora, el día menos pensado, se aparecen con ideas raras y se van
con alguno de esos barbudos de pelo largo que andan sueltos por
ahí, cambiándoles la cabeza a los hijos bien nacidos.
No. No.
Pregunta si ha existido alguna pelea. Conjetura que tal vez la
jovencita huyó de la casa y se escondió en lo de alguna amiga.
¡No! No. Mi hija no es de esas.
Todas dicen lo mismo, doña Aída. Usted no creería las cosas que
por aquí se ven. Ha llegado al cargo no por nada, argumenta, tiene
cincuenta y tantos años y más de veinte en la Fuerza. Imagínese, la
experiencia acumulada. En Investigaciones, en Homicidios, en
Robos y Hurtos. Conoce el paño como ninguno. ¿Quién querría
hacerle daño? Los vecinos de la ciudad son buena gente. Llevarse a
la chica así como así, poco probable. Aquí, todos nos tenemos las
costillas contadas. ¿Algún noviecito que tal vez ustedes no
conocen? ¿Alguien a quien ustedes combaten? Seguro la chica, y
vuelve a ese tonito, ha querido rebelarse así, escapándose de la
casa.
¡No, señor! Usted se equivoca. Ella no es de esas.
Para llamar la atención, digo.
¡Tampoco! ¡Imposible! ¡Ella es incapaz de darme semejante mal
rato! Mamá se acalora, se fastidia, se arremanga la camperita hasta
los codos. Pero qué se cree este. Qué trata de insinuar.
El comisario continúa. Les promete hacer lo que esté a su alcance
y más también. Y se va en explicaciones inútiles. Va a hacer todo lo
posible, reitera. Pero, les aclara, las cosas se han complicado
porque le han llevado personal a operativos fuera de la jurisdicción.
¡Órdenes de la superioridad! La jefatura le ha quedado casi vacía y
los agentes a su cargo no tienen calle, recién salen de la escuela de
cadetes, o son muy ignorantes como el changuito ese que han visto
afuera, además, tiene problemas con los móviles para hacer los
rastrillajes, no le entregan a tiempo los bonos para la nafta y la
mayoría de las veces él termina sacando unos pesos de su propio
bolsillo para llenar el tanque. No obstante, promete investigar, hacer
averiguaciones, todas las que sean necesarias para dar con su
paradero. Es mejor esperar un día o dos. Ya van a ver cómo ella se
aparece, toda arrepentida de la macana que se mandó.
¡Hay que joderse con este imbécil! Mamá trata de dominarse.
Insiste con que ella conoce bien a su hija, sabe lo que ha parido y
cómo la ha educado.
Él la interrumpe, claro, se imagina lo que pudo haber sucedido. Él
entiende. Entiende más de lo que ella cree.
Ella quiere saltarle a la cara, a esa carota roja. Arrancarle los ojos.
¡Gordo infeliz! ¿Qué me quiere decir?
Papá la adivina. La toma del antebrazo. La contiene. Ya, ya,
mujer.
Ella se muerde la boca. Vuelve a preguntar si recuerda a su hija, a
Gabriela.
Sí, perfectamente, doña Aída.
Entonces sabrá usted qué tipo de chica es la nuestra. No es una
loquita ni una tarambana. Nada de eso que usted pueda pensar,
tampoco es de esas que andan en la calle, criadas a la buena de
Dios.
Él los mira fijo, arquea sus cejas, los escudriña. Va a hacer lo que
pueda. Como si se tratara de su propia hija, agrega. No lo duden, la
chica es compañera de mi Nati. Y remarca la chica y suena raro,
irreverente, casi sucio en su boca.
Y desde ahí, la que hasta ayer era compañera de su hija Nati,
pierde su nombre para convertirse en la chica, la denunciada, la
ausente del hogar, la fugada del hogar, o alguna estupidez por el
estilo.
Se encargaría de la investigación él mismo y en persona,
asegura. No tiene intención de delegar nada, menos que menos en
alguno de estos inútiles que tiene a cargo.
Comprende la angustia, él también es padre; ellos conocen a su
Nati, pero además tiene a los mellizos.
¡Doña Aída, no me diga eso!
No tenga dudas.
No me llore.
No se ponga así.
Ella va a aparecer pronto. Ya verán ustedes. Vayan tranquilos. Les
aviso cualquier novedad.
No haría nada.
¡Qué iba a hacer! No veía más allá de sus narices.
Se creyó su propia historia. Hizo que ellos fueran y volvieran. Los
hizo perder el tiempo, los distrajo con cuentos absurdos. Nunca
movería un dedo por averiguar qué estaba pasando realmente.
Se levanta. Les palmea la espalda. Los saluda con efusividad. Los
acompaña hasta la puerta. Insiste, que no se preocupen.
5

Gabriela no para de llorar.


Él se exaspera. Le grita. No hace caso de sus no gimientes ni de
sus por qué en carne viva. Quiere callarla. Un golpe resuena brutal
en su cara. Ella cae de boca contra las baldosas. El ojo derecho casi
estalla dentro de la órbita. Ve luces. Desaparecerá pronto, morado y
rojo, detrás de la hinchazón. Un diente lateral se mueve a punto de
desprenderse. Mana sangre a borbotones bajo las aletas de su
nariz, se cuela a través de sus labios, desborda por su mentón hasta
estamparse entre las florcitas blancas de su camisa rosa.
Durante los días siguientes permanece inmovilizada, atada de
pies y manos a una silla. De a ratos él le sostiene la cabeza hacia
atrás, tirándola del pelo, la obliga a tomar agua. Gabriela bebe de a
sorbos. Clama. Vuelve a desplomarse. Al despertar, hiede en su
propia mierda. El cuello se le quiebra, no puede enderezarlo. La
cabeza cuelga, pesa una tonelada. La espalda espolea en mil
nudos.
En la mañana del cuarto día, él la levanta para que baldee el piso,
limpie y restriegue lo que ella misma había ensuciado. Para que se
pare, se asee, se jabone, ahí, dentro del latón, bajo la orden de que
lo hiciera bien y ante la supervisión de su mirada.
Gabriela obedece. Y limpia y lava. Y luego.
Se deja.
Se deja conducir hasta la cama.
Se deja.
Se deja vestir con ropa ajena. Camisa blanca, amplia, de algodón,
unos talles más grande que el suyo, y un par de medias de hombre,
grandes también.
Se deja amarrar de un tobillo. Ajustar una pulsera. Colocar una
cadena.
Él le da una serie de órdenes, le explica lo que tiene que hacer.
Ante todo, obedecer.
Debe consumir lo que le trae, salchichas, a veces manzanas, algo
de pan. Sólo puede utilizar una cuchara, ella jamás verá un tenedor
ni menos un cuchillo, por tu seguridad, le dirá en distintas
oportunidades, está prohibido dárselos.
Dárselos, repetirá ella, ¿a quiénes?
En las semanas siguientes casi no come. Se niega. El estómago
se le estrangula, ciego, en un nudo. Apenas si bebe algo de agua.
Pierde peso, adelgaza rápidamente. Se le borra esa sonrisa fresca,
espontánea, de niña radiante. Pronto adquiere una palidez que
espanta.
El miedo la corroe.
6

Pasan las horas. Gabriela no aparece. Alguien les aconseja ir a la


Federal.
Primera hora del Viernes Santo. La ciudad duerme el feriado. La
lluvia ha amainado por un rato. Ya en la bocacalle, un agente
controla el ingreso a la cuadra donde se encuentra la delegación.
Caminan unos cincuenta metros. Una casa antigua, señorial,
también devenida en seccional policial. Abierta de par en par, una
puerta de rejones negros.
Otro agente. Otra mesa de entradas. ¿Documentos? Se los
retienen.
Tres escalones de mármol gris. Un zaguán, una puerta cancel,
una galería en redondo, una baranda, un pasamanos de bronce y en
el centro, un patio interno cubierto con un techo de vidrio sostenido
por una estructura de hierro. Un helecho y una palmera y una
begonia en macetas redondas y una fuente de agua y una Venus de
Milo, vestigios todos de la gloria pasada de una familia de alcurnia.
Ellos atraviesan un laberinto de salas hasta llegar a una más
espaciosa. Allí se encuentran con el hombre y con las dos mujeres
que han visto en la Comisaría Primera.
Imagen repetida. Mamá ha comenzado a temblar. Los ve. Repara
en ellos. El mismo hombre. La misma mujer joven, la misma mujer
vieja. Se descubren. Se reconocen. Se solidarizan. En silencio.
Esperan. Deben esperar.
Otra puerta, casi idéntica a la anterior, vidrios repartidos,
biselados, velados por unos visillos claros. Dos bancas de madera
enfrentadas. Mamá se sienta en el extremo de una de ellas, las
piernas juntas, los puños crispados, las uñas incrustadas en las
palmas. El desasosiego la domina y se siente a punto de estallar. A
su lado, papá permanece de pie. De a ratos la palmea en el hombro,
como para tranquilizarla, como para decirle aquí estoy. Uno es el
horcón del otro. Frente a ellos, las mujeres. La vieja con gesto
adusto, tensa pero calma. La joven tomándose el vientre, llorosa.
Recién entonces mamá advierte, la chica lleva un embarazo de
unos seis meses, ¡pobrecita!, le da una cosa adentro parecida a la
pena. No sabe por qué. El hombre sigue fumando, se pasa la mano
por el pelo, se levanta la solapa del saco, termina su cigarrillo
mientras arroja el humo por las aletas de su nariz, con la misma
colilla enciende el siguiente. Mamá presiente algo insondable, algo
desgraciado, algo que aún no puede vislumbrar. Algo que habrá de
unirlos para siempre.
Ve a papá. Lo ve acomodar la espalda sobre la pared. Sigue
mudo. Entrecejo contraído, barba de dos días, ojeras marcadas, la
mirada retenida en algún lugar, vaya a saber dónde. Alcanza a ver
que él hace un gesto con la mano, como queriendo arrancarse un
pensamiento oscuro.
¡Pobre Negro! Lo conoce. Lo conoce como a la palma de su
mano. Lo sabe aterrado, aunque no lo diga. Sufriente, aunque no lo
confiese. Desesperado, aunque no lo acepte. Gaby es su hija. Su
nena. Su chiquita.
Al mediodía, los hacen pasar.
Buenas. Nadie contesta.
Escritorio de caoba. Detrás, un oficial con un hoyo, un puntazo en
el centro del mentón, desparramado sobre el respaldo del sillón. La
mano izquierda apoyada en el posabrazo, codo hacia arriba, la
derecha sobre el vidrio, tamborileo de dedos, uñas cuidadas, anillote
en el meñique. ¡Un pavo real!
Tomen asiento, dice, y señala con el índice un par de sillas. Mira
al escribiente. Levanta una ceja. Comienza el interrogatorio.
Al pavo real le interesa saber si es una buena chica. Igual que al
otro. ¡Dios mío! Mamá no puede dominar el temblor.
¿Quién es el novio?
No lo tiene. Bruno era un festejito, algo así nomás.
¿Amigas?
Ella da nombres de las amigas, de las mejores amigas. Habla de
las clases de francés, cuenta que Gaby cumple años en un mes y
quiere festejarlo, algo simple en la casa, ella piensa prepararle una
torta mil hojas, con dulce de leche doble. Gaby está llena de
proyectos, quiere estudiar en la universidad, hace un mes que ha
comenzado a preparase con una profesora particular en Historia y
Filosofía, desea rendir el ingreso a Abogacía, en la Facultad de
Derecho, en Córdoba.
¿La ropa que llevaba puesta ese día?
Sí, se acuerda. Levi’s azules, camisa de muselina blanca
estampada con unas florcitas de color rosa, botitas de gamuza, una
bandolera de cuero color suela. Declara con lujo de detalles. Ella la
ha despedido esa tarde, a eso de las seis. Gaby va a una clase en
la Alianza Francesa, lleva tres años estudiando el idioma.
Sí, señor. Está segura de la hora porque ella misma ha salido a
barrer la vereda, con el viento de esa noche se habían juntado
muchas hojas. La chica que trabaja por horas, la Eli, ha pegado el
faltazo, por los feriados de Semana Santa, y ha viajado a su casa.
Su nombre completo es Eliana del Valle Páez. Sí, señor, mayor de
edad, unos veintiocho, trabaja en casa desde hace cinco años,
oriunda de Aguas Blancas.
¿Esa tarde?
Sí, se acuerda bien. Se ahoga.
Esa tarde, mientras despide a Gaby, se da cuenta de que la
temperatura ha descendido. Está fresco. Entonces le insiste. Que se
ponga el saquito de lana. Ese, el que la Nonna le había tejido. Gaby
protesta pero le hace caso y vuelve a buscarlo. Sale apurada y al
pasar junto a ella le da un beso. Se marcha. Antes de llegar a la
esquina, se da vuelta y la saluda con la mano en alto. Así. Y le
regala esa sonrisa tan suya, muy blanca, plena. Ella le responde
también del mismo modo. Y se queda mirándola mientras Gaby se
aleja hasta perderse en la cuadra siguiente.
Esa imagen mamá no podrá olvidársela, se le pegará muy fuerte
en el recuerdo. Durante años la imaginará, la soñará, la verá. A tal
punto que llegará a pensar que la de ese miércoles no habría sido la
última. Y la volverá a ver tantas pero tantas veces como cuantas
saldrá a barrer la vereda. La verá ahí, tan próxima, casi al alcance
de la mano, el talle fino, el cuerpito menudo, proporcionado. La verá
alejarse, caminar como si no asentara los pies, coquetita, meneando
graciosa la cadera. Entonces ella apurará el paso y la seguirá y
tratará de alcanzarla y tomarla de un brazo y retenerla. Pero Gaby
se perderá entre la gente al cruzar la calle. Se confundirá entre los
alumnos a la salida del colegio. Se desvanecerá detrás de una
vidriera. Se escurrirá en una caída de agua en la fuente de la plaza.
Y entonces mamá regresará. El vacío la regresará, la traerá de
vuelta hasta el espanto de su ausencia.
Ella continúa, dice conocer la hija que tiene. No necesita levantar
la vista de sus tareas para saber lo que ella hace. La sabe
estudiosa, buena amiga y buena compañera, buena hija por sobre
todo, muy pocas veces se queja si le pide poner la mesa por
ejemplo, realizar alguna compra de último momento, el control de
alguna comida dejada sobre la hornalla, el lavado de los platos. En
la casa sólo tiene la colaboración de una chica, la Eli, ya se las ha
nombrado, viene unas horas, tres veces por semana, ayuda con la
limpieza. Mamá, cuenta, no trabaja afuera desde hace años, a poco
de casarse había renunciado a su cargo como maestra, pero no se
arrepiente, está dedicada por entero a su familia. La preparación de
la comida no se la delega a nadie, todos sus amigos y parientes
consideran que ella es muy buena cocinera y mejor repostera.
Prepara lo que a todos les gusta, así los ha acostumbrado, rico,
sanito, con poca sal y sin grasa, sobre todo por su madre. Sí, vive
con ellos, ya es grande y cada nada les da un susto bárbaro con la
presión que se le dispara. En su casa, aunque ella es complaciente
y los regalonea mucho, ha impuesto una norma inquebrantable, no
importa lo que estén haciendo, ni menos con quién, todos saben
que se almuerza en familia, tienen que estar a tiempo y todos juntos,
siempre a la una y media, la cena también la considera sagrada, la
mesa es el momento de reunión de la familia, ella lo cree así, de ese
modo. Después, sigue, con su marido duermen un rato la siesta,
porque si no lo hace, le parece que queda atontada por el resto de
la tarde, además como solía decir su padre, el que toma una siesta
gana dos mañanas, y a esa hora los chicos se quedan en casa y
hacen las tareas de la escuela, ahí en la mesa del comedor, el único
que la espera un rato porque le da más trabajo que las chicas es
Raúl. Usted sabe, oficial, cómo son los varones, un poco más flojo,
buenísimo, eso sí, pero flojo para el estudio, ella tiene que estar
encima y no dejar de controlarlo porque si se descuida ya se le
dispara al baldío de la otra cuadra a jugar a la pelota con los amigos
del barrio, y ella le ha inculcado primero la escuela y después todo
lo demás, esa es su obligación. Por la tarde generalmente vienen
las compañeras de Gaby para hacer algún trabajo en grupo,
investigar algún tema, se reúnen en casa porque hemos comprado
muchos libros para que ellos tengan siempre de dónde estudiar.
Cuando llegan las chicas, Anita y Vivi, las más compinches, los
sábados por ejemplo, se juntan a preparar bizcochuelos, maicenitas,
pastelitos dulces que venden a los vecinos y a los tíos para juntar
fondos y ayudarse para el viaje de egresados, después se
entretienen en la pieza escuchando música en el equipo, en el
Pioneer que le compramos a Gaby para los quince. Ella es muy
amiga de sus amigas. Se maquillan, se prueban ropa, comentan la
novela, leen revistas, las he visto resolver palabras cruzadas,
redactar chistes tontos, descifrar adivinanzas, intercambiar frases,
poemas, fotos de actores. Y hablan y hablan, de los chicos que les
gustan, de si fulano la sacará a bailar en la próxima fiesta, de si
mengano se les declarará, de la ropa que se van a poner, cosas así,
propias de las chicas de su edad. Usted, oficial, las habrá visto.
En una mesita, un auxiliar con marcas de acné rebelde teclea
vertiginoso sobre la Olivetti, de a ratos se interrumpe. El relato de
mamá se torna mortificado. Ella mira con atención, de pronto parece
turbarse, baja la vista, tal vez arrepentido de pensar eso que está
pensando. Lo peor.
Papá y mamá cuentan lo mismo que el día anterior contaron en la
Primera. Proporcionan los mismos datos.
El jefe. Lleno de ínfulas. Incrédulo. Insatisfecho. Exasperado. A
las preguntas sobre Gabriela, responde arremetiendo sobre ellos.
Interroga, indaga. Una vez, dos y más. Hasta el hartazgo. Cree que
se hacen los vivos. Que saben alguna cosa, que esconden otra.
Que a la chica la mandaron a algún sitio.
Que la chica se ha fugado de la casa.
Que la chica se ha escapado con algún hippie.
¡No! ¡No, imposible! Pueden averiguar con sus amigos, con sus
compañeros.
Que han albergado a alguien en su casa, alguien venido de otro
lado.
¡Usted se equivoca!
Que ellos bien pueden ser correos.
¿Correos? Cada vez entienden menos. ¿ERP?
¡Ellos no tienen actividad política! ¡No la tuvieron nunca!
¿No?
¡No!
No. No tienen idea de lo que les está hablando.
Aparece y se pliega otro, un ayudante de menor rango. Expresión
inconmovible, mofletes lustrosos, huele a Old Spice.
Ahora los dos van por ellos.
Papá insiste, ni él ni ella tienen militancia política, ni sindical, ni
nada. Ni contactos con subversivos ni cosa que se le parezca.
Que sí.
Que sí han escuchado qué es Montoneros, que sí saben qué es el
comunismo.
Que no son activistas de ningún tipo.
Pero escuche usted, oficial, y usted, tienen que entender, ellos no
tienen filiación política. Tampoco tienen enemigos. Están al margen.
No se meten con nadie.
Pero el jefe y el otro no quedan conformes.
Y se precipitan.
Y les caen.
Y la emprenden de nuevo con que mamá y papá tienen que
entender que en el país se libra una guerra a brazo partido, en la
que el enemigo tiene la cara cubierta, opera en la clandestinidad,
por eso todos están bajo estado de sospecha. Hay que tener en
claro, muy en claro de qué lado está cada quien.
Y ellos insisten en que con ellos se equivocan. Mamá no puede
detener el temblor de su cuerpo. Se ve en el reparto de una película
de terror.
Sin embargo, y en rigor de verdad, ellos sí están al corriente de
algunas cosas, conocen lo que sucede, de oídas nomás, tampoco
quieren informarse demasiado, porque para ellos como para
muchos es mejor así, estar afuera. Han escuchado de listas negras,
de imputaciones y delaciones y cesantías a la orden del día, en el
trabajo, en la parroquia, en el colegio de los hijos, y ellos mismos les
han contado sobre señores de sacos oscuros que se pasean por los
pasillos, que ingresan a los cursos y retiran algún profesor que a la
clase siguiente ya ha sido reemplazado. Saben, sí, de alumnos
erigidos en adalides, en iluminados que aparecen dirigiendo grupos
con privilegios, eximidos de obligaciones y deberes, cruzados de
una contienda perversa, impunes en unos nada inocentes diecisiete,
apuntan con su índice, sentencian con su lengua, cuelgan con unas
pocas palabras rojo, zurdo, comunista. Vacuos, ridículos adjetivos,
poco y nada describen pero mucho y en grande desencadenan
sobre los hombros de un otro con el que se pretende arreglar alguna
cuenta personal.
Sí, están al tanto. De allanamientos y redadas. De cárcel y de
muerte. De muertes misteriosas, de curas, de monjas, de Monseñor,
desnucado, dicen, al costado de la ruta, accidente dicen, a la vera
de la ruta, una siesta de zonda, un agosto caliente en medio del
llano de las tres de la tarde.
Sí, saben. De todas esas cosas saben.
Pero les pasan a otros. Se cuenta por ahí, se habla por ahí, en
secreto, en voz baja. Se dan cuenta de lo poco que aparece en las
noticias. No quieren prestar oídos a los rumores, unos segundos,
quizás un poco más y después de un qué barbaridad, vuelven a
refugiarse en la seguridad del anonimato, en la comodidad de la
ignorancia.
Sí, ellos saben, conocen, están al corriente pero es preferible
mirar hacia otro lugar, tomar distancia. Como muchos, como tantos.
¿Temor? Sí. ¿Pánico? Sí. El terror extendiendo sus tentáculos. El
mundo se avizora fracturado en dos grandes bandos y ellos no
desean estar ni con unos ni con otros, por el contrario intentan
mantenerse en pie, quietos, perdidos en ese horizonte difuso del no
sé nada. En esa franja oscura, borrosa y vaga del olvido.
Pero ahora.
Ahora, ¿qué está pasando? ¿Acaso vienen por ellos?
¿Por qué? Si ellos no se han metido con nadie.
Ellos sólo quieren que ellos entiendan que han venido a buscar
ayuda. Ellos han venido a denunciar que Gaby no ha vuelto a casa.
Miércoles Santo, antes de ayer, luego de su clase de francés, como
le acaban de explicar al señor jefe.
Repetidas.
Interminables.
Las preguntas vuelven a preguntarse y las respuestas vuelven a
responderse.
Una letanía picanea la cabeza. Tortura el entendimiento.
Atormenta el alma.
Tres horas después, los dejan marchar.
7

Gabriela está enterrada.


Enterrada viva. Viva en su propia tumba. Viva adentro de un
cuartucho tétrico, al fondo de un terreno amplio. En el patio trasero
de una casa de fin de semana, cubierta de cal, pintada de blanco,
recostada sobre la falda del cerro, rodeada de calas blancas. De
blancas calas florecidas a la vera de un hilo de agua.
Desde que llegó, Gabriela vive en la oscuridad, se desplaza como
una sonámbula. En la penumbra recorre la geografía del cuarto.
Palpa la irregularidad de sus paredes, las baldosas removidas, la
pileta de lavar, la canilla de agua fría, las tablas sobre el tragaluz, los
clavos remachados, los cerrojos en la puerta. Adaptaciones sufridas
para lograr su mutación de depósito de trastos viejos a lo que es
hoy: una tumba.
Su propia tumba.
El sueño se le ha desquiciado. No entiende cómo han cambiado
sus horarios. Con el pasar de los días la confusión se hace mayor,
duerme durante horas y amanece a media tarde, le lleva un rato
despabilarse y una pesadez inexplicable la tiene atontada. El cuerpo
le responde a medias, los brazos se le desploman, las piernas
tardan en moverse.
Desespera.
Llora y vuelve a llorar.
Tardará en darse cuenta, se trata de unas gotas camufladas en un
vaso de agua, en un vaso de gaseosa que él le da a tomar. Después
aparecerán las pastillas. Celestes, blancas, pequeñas. Calmarán el
temblor de las manos, sosegarán la respiración, aquietarán el alma.
Una y dos y tres por día y su mente podrá huir, correr, volar lejos,
muy lejos del horror. Del horror de su encierro.
Gabriela logra sentarse en el borde del catre. Se mece sobre sí
misma. Cierra los ojos. Respira hondo. Contiene el aliento. Quiere
dominarse. Quiere pensar. La cabeza se le cae hacia delante.
Intenta enderezarla y casi no puede, la siente sumergida en un
balde de agua y un zumbido la hostiga, como si un bumbún le
aleteara adentro, chocándose de un extremo a otro, pugnando por
salir.
Hace un esfuerzo enorme para no quebrarse. Para resistir. Para
persistir en la ilusión de que su madre, su padre, su hermano
vengan a buscarla. Que alguien llegue a rescatarla. Que alguien, no
importa quién, la libere de esta atadura. La arranque de esta
pesadilla. De esta alucinación. De este sueño malo. Porque se trata
de eso, está segura. Segurísima.
Y, en algún momento, sí. Ahora. Más tarde. Mañana. Ella
despertará y saldrá y todo, absolutamente todo, volverá a ser como
antes.
El miedo.
Otra vez el miedo le instala ojos. Ojos desorbitados, esféricos,
saltones, alertas. En la nuca, en la espalda, en la yema de los
dedos.
Debe.
Debe obedecer.
Debe considerar los detalles. Estimar las distancias.
La distancia a conservar entre una silla y la otra, una exactamente
frente a la otra, sólo separadas por la mesa y sobre la mesa la
colocación de los platos, de los vasos, equidistantes también uno de
otro. A la derecha, la cuchara. Entiende la falta del tenedor, del
cuchillo. Gabriela lo comprende ahora cuando siente la necesidad
imperiosa de empuñar uno. Desea con toda su alma tener uno entre
sus manos, afilado como un estilete, como una navaja, como la hoja
cualquiera de un puñal.
¿Para qué?
Para clavárselo a él. Para encajárselo a él, certero, hondo, con
furia, en su cuello, en la yugular.
No debe.
No debe olvidarse de nada.
No. Él no lo permite. No tolera el desorden, todo debe estar tal
como lo ha dispuesto, tampoco consiente más luces que ese foco
solitario colgado en el centro del cuartucho. No quiere despertar
curiosos.
Ella realiza la limpieza, debe ser exhaustiva. El lugar tiene que
verse tal como él lo ha ordenado.
No quiere provocar su enojo. No quiere desencadenar su ira.
Conoce.
Conoce su descontrol.
8

Tres meses. ¡Ay, Dios! Tres meses, ya. Y Gaby no aparece.


Enferma. ¿Estará enferma?
¿Se habrá perdido? ¿Dónde estará?
En el hospital. No. En el hospital, no. Ni en el de la capital ni en
otros.
No. Nada. Ni noticias.
Un accidente.
Seguro un accidente. ¡Tanto loco suelto que circula por ahí!
Alguien.
Alguien la atropella, con un auto, con una moto y, y ella cae y
golpea aquí, su cabecita contra el cordón de la vereda y…
¡Pobrecita! Queda allí tirada y sin sentido y… ¡Quién sabe! Otro
alguien la socorre y la lleva a algún lugar, así, sin decir una palabra,
sin saber quién es ni dónde vive y, y ella se encuentra sin poder
acordarse de nada, por el golpe, claro, no puede hablar, no puede
explicar dónde vive, no puede decir nada.
¡Dios mío! ¿Dónde está?
Frío. ¿Tenés frío? ¡Chiquita, mía! ¿Dónde estás? Tenías puesto el
saquito, el tejido, el de la Nonna. Es abrigadito. No. Frío, no.
Sola. ¿Solita? ¡Hijita mía! ¿Dónde?
¿Dónde estás?
El estómago. De nuevo el estómago, una cascabel agazapada,
enroscada sobre sí misma, formando una ese, elevando la cola,
haciendo sonar su campanilla, dispuesta a una estocada. A un
ataque certero. Abriendo su boca, su enorme boca, ostentando
escandalosa, lengua, dientes, colmillos. Lista para inyectar su
ponzoña. Ahí, en la boca del estómago, una mordida y el veneno
baja y culebrea y retuerce las entrañas y sigue por los muslos, por
las pantorrillas, hasta los pies.
Mamá.
Entumecida. Inmovilizada. Helada la espalda por el sudor. Se le
atornillan las tripas. Un cólico y otro. Y uno y dos y tres y corre al
baño, a un baño próximo porque se desfonda entre las piernas.
Colon irritable, diagnosticará el doctor.
El miedo. Es necesario que controle el miedo.
Los nervios. Debe controlar sus nervios.
Los otros. ¡Qué fácil les parece a los otros!
¡Ay! ¡Ay, mi hijita! ¡Ay, mi hijita!
¿Por qué?
¿Por qué? ¡Virgen Santísima!
¡Virgensantísima! Diostesalve maría, benditatúeres,
entretodastodaslasmujeres, benditoes, madrededios,
ruegapornosotros…
Tenés que tener fe, Aída.
Tenés que tener confianza, Aída.
Todo se va a solucionar, Aída.
Y mamá escucha. Ella escucha lo que otros le dicen.
Los otros.
¡Qué fácil es para los otros!
ruegapornosotros, pecadores, ahorayenlahora denuestramuerte,
¡Hija, hija mía! Tenga fe.
Necesita tener fe. Sí, tener fe.
Ser optimista. Sí, ser optimista.
Conservar la esperanza. Sí, la esperanza, ruegapornosotros,
pecadores, ahorayenlahoradenuestramuerte.
Llorar no. No se permite llorar. Si comienza a llorar no para más.
Caer no. No se permite caer.
Sabe que si se cae no se levanta más. Nunca más.
Están ellos. Su madre. Sí, sí, mamá, viejita, achacosa.
Su marido. Sí, sí, Hugo, le dice que sea fuerte. Los hijos.
Sus otros hijitos, la necesitan, su hijo Raúl, su querido Raúl, su
buen hijo Raúl. Y Marcela. Marcelita, siempre, ahí, junto a ella,
cerca, mirándola. Dispuesta. Preocupada.

Los meses pasan y mi hermana no aparece. Ni rastros de ella,


como si la tierra la hubiera tragado.
Nadie, absolutamente nadie en la familia se anima a pronunciar
esa palabra tan temida.
Nadie se anima a decir nada. Nadie se anima a imaginar siquiera
algo atroz.
Todos pensamos que de un momento a otro ella regresará. Todos
creemos que todo volverá a ser como antes, que todo retomará su
curso natural. Se nos va la vida en el afán de que las cosas se
encarrilen otra vez. Que nuestro mundo retome su rumbo confiado,
ese rumbo de seguridad y certidumbre que hasta ese miércoles
había tenido.
Los días de mamá avanzan a los tumbos. Así, de una tensa
calma, ella pasa a la angustia acuciante. A la irritación. Al espanto
actualizado ante cada sonar del teléfono, ante cada golpe a la
puerta, ante la llegada de alguien que dice traer alguna noticia.
La idea. La sola idea de encontrarse con palabras como
desaparición la espanta; muerte la aterroriza, y hace unos esfuerzos
enormes por apartarlas de su cabeza. Aprende a vivir sobresaltada,
alerta, intentando captar mensajes que alucina cifrados en todas
partes.
Vive en ascuas.
¿Cómo?
¿Por qué?
No existen respuestas. Las hipótesis que ella delinea se
derrumban al instante. ¿Acaso habría hecho Gaby algo que ella
ignora?
No. Imposible.
Nada. No hay nada.
No hay datos. No se recibe ninguna información cierta.
La familia desespera.
Mamá enloquece.
Mamá no sabe qué pensar, a quién preguntar. A quién creer. Se
retuerce buscando alguna explicación lógica. No entiende. No puede
entender lo que sucede.
La novela de la tarde deja de interesarle. La Rosa María Ramos,
protagonista de Rosa de lejos, provinciana, engañada en la gran
ciudad, y que ayer nomás la había emocionado hasta el llanto,
ahora le parece tonta, cursi y melodramática.
La Chichita de Erquiaga en Buenas tardes, mucho gusto, menos
que menos. A esa mujercita rubia, pura risitas, pestañitas pesadas,
pañuelito anudado al cuello, qué puede afectarle lo que a ella le está
pasando.
¡Le importa un carajo!
Y pensar que ella ha tomado notas en una libretita sobre su falda,
mientras seguía el paso a paso de la receta para luego ponerla en
práctica, atenta a si el merengue llevaba seis cucharadas de azúcar,
de la impalpable, de la común, si le agregaba una pizquita de sal.
Ella. Ella misma ha sido su mejor alumna, hasta le ha escrito una
carta enviándole el secreto de la ambrosía que su suegra le había
enseñado a poco de casarse y que a ella le sale mejor que a
ninguna.
Pero eso no. ¡Al diablo con eso!
Gira la perilla del televisor. Cambia los dos únicos canales que
pueden verse. Busca en uno y en otro. ATC. 60 Minutos. ¿Noticias?
¿Qué informan esas noticias?
Nada. Ahí, en ese lugar del mundo parece no suceder nada.
Nada que se parezca a lo que a ella, aquí, le está sucediendo.

Mamá. ¡Pobre mamá! No sabe por dónde retomar su vida. Esa


vida que se le ha acabado ese miércoles, que le ha quedado
atrapada ese mismo día. Ese putísimo día. Esa, su vida llena de
menudencias, de pormenores. Cómoda. Rutinaria. Previsible.
¿Plena? ¿Feliz?
Propia. Más propia que ninguna, mucho más que esta que tiene
ahora. Esta vida nueva. Que no entiende, que se le presenta ajena.
Impuesta.
A ella. Justo a ella, tan acostumbrada a preverlo todo, a
organizarlo todo, hasta el más mínimo de los detalles.
¿Cómo puede ser? ¡Pasarme esto a mí!, se dice incrédula. Pero
cómo. ¿Cómo puede ser? Su vida, su propia vida, con semejante
vuelco de campana. ¡Si ella ha sido buena! Una buena hija, una
buena esposa, una buena madre. Debía estar protegida y a salvo. A
salvo de lo que pudiera ocurrirles a otros. Porque con lo que le
habían enseñado estaba preparada para todo. Para todo lo que
podría pasarle en esta vida.
Para todo, menos para lo que finalmente le está sucediendo.
Mamá.
¡Pobre mamá!
9

Que ya casi todo está listo para que se fueran, él ha conseguido


un pase, un traslado al sur, él le dice que vivirán en una ciudad con
mar, que a muy pocos kilómetros de ese lugar, en un pueblito y al
comienzo del invierno se aparecen unas ballenas que le van a
encantar, que ellos van a tomar una embarcación y van a navegar
hasta que ellas aparezcan y se dejen ver porque son muy curiosas y
saltan y chapotean y con las aletas y con la cola golpean la
superficie del agua y provocan explosiones de espuma y les gusta
quedarse paradas con la cabeza bajo del agua y la cola hacia arriba
y después nadan y dejan ver sus lomos casi negros y giran y
muestran sus vientres con manchones blancos y seguro ella va a
estallar en carcajadas cuando alguna le tire un chorro de agua y la
empape, que en realidad no es cierto que arrojen agua, ellas echan
aire por unos agujeritos que tienen sobre sus cabezas y que así
respiran y ese aire se hiela y parece agua y ellos van a sacar fotos y
van a estar felices, y él ríe mientras le habla y se entusiasma con
sólo pensar en lo que allá podrán hacer y le dice que van a estar
mejor porque nadie los va a molestar, nadie les va a decir nada pero
ella tiene que portarse bien, a él le han asignado una casita, y
cuando lleguen se van a casar y van a tener una familia, ella va a
estar contenta, lo va a querer, porque ya va a ver y su madre decía y
tenía razón, que el amor viene con el tiempo, todo se va a
componer, y que no llore, a su familia ella le va a contar que se ha
enamorado de él, que por eso se ha escapado, que ha decidido
estar con él porque él la protege, porque va a ser de él, sólo de él,
porque él la había visto ese día en el desfile y desde que él la había
conocido se había dado cuenta de que tienen que estar juntos y que
nada ni nadie los va a separar, y que él es bueno y que le ofrece un
buen futuro, y que si se enoja y si se pone malo, es porque ella lo
provoca con su mal comportamiento, con esa estupidez de querer
escapar, ella tiene que entender que él ha hecho muchas cosas
para que pudieran estar juntos, para que estuviera con él, porque es
suya, es su muñequita y que la corte, que no llore, si llora a él no le
gusta, su carita hermosa se le hincha y a él eso tampoco le gusta,
que se coma ese chocolate que le ha traído y que se acuerde de
cuando él la conoció, cuando ella ensayaba con sus compañeros
para el desfile del 9 de Julio y ella pasó y cuando él la miró ella le
devolvió la mirada y le sonrió, ella iba portando el estandarte del
colegio, y él entonces, y ¡basta!, que no llore, que no le diga
malvado, no es un malvado, ni un idiota, todo lo que hace, lo hace
por ella, porque la quiere a ella, y ella tiene que quererlo a él, que se
acuerde, cuando él la vio, ella le sonrió y sus ojos se llenaron de
chispitas, ella, aunque no lo acepte, sí lo quiere, y él desde ese día
no puede sacársela de la cabeza y durante un tiempo no quería
pensar en ella porque él tenía una novia, que era buena y que lo
quería a él, y que él le había prometido casamiento y que esa novia
suya se ha puesto triste porque él la dejó, pero qué iba a hacer si él
no puede dejar de pensar en ella, en Gabriela, si cierra los ojos la ve
y vuelve a verla y la ve todo el tiempo y puede sentir el olor de su
cuerpo, y ya cree tocar ese pelo suyo, se acuesta con Gabriela en la
cabeza y se levanta con Gabriela en la cabeza y no se la puede
sacar de adentro y cuando la ve, porque la había visto después, el
día de la primavera, en una carroza y ve que la han elegido reina y
él se ha puesto celoso porque la ve saludar, así con la mano, y lo
vuelve a saludar a él, porque él está en medio de la gente y ella lo
ha visto y lo ha mirado y sonreído y saludado, y eso a él le ha
alterado el corazón porque ella le acelera el corazón y por eso
empieza a ir a la salida del colegio para verla pasar y así un día se
anima y le habla, y ella está con esa amiga suya, esa rubiecita, y
ella y su amiga conversan con él, y él la adivina bajo el uniforme del
colegio, bajo la pollera blanca, bajo la remera turquesa y una cosa
se le sube y lo trastorna y entonces al día siguiente y al otro y al otro
él vuelve a buscarla, y no le gusta nada que ella se asuste ni que lo
evite ni que se le escape, que ya va a ver que no importa que él
tenga más años, que sus padres se llevaban casi quince y eso no es
mucho, y ahora que la tiene para él, sólo para él, ella tiene que
entender que él la quiere mucho a ella, la quiere para él, ella es su
muñequita caramelo, piel color caramelo, eso le dice, ella es su
muñequita golosina, pegajosa de miel, olorosa a miel, de culito
redondo bajo las tablas de la pollera, durito, liso, suave y no puede
parar de recorrerla, de apretarla, de exprimirla, de hacerla gritar y
ya, que la acabe, que no llore, que pare de llorar, que no le pegue,
quieta, que se quede quieta, porque a las mujeres les gusta que las
agarren así, que con el tiempo va a aprender y se va a acostumbrar
porque todos los hombres les hacen lo mismo y seguro que su papá
también a su mamá y a ella le va a gustar, y después va a querer
que él siempre se lo haga, así como a él le gusta y, que no llore, que
no llore más, y él ahora quiere jugar y no puede parar y ahora ella
va a hacer lo que él le ha enseñado.
Él es hombre de rituales y la tiene aleccionada, ella debe lavarse
en ese baño de donde él ha desmontado la puerta, donde todo lo
que allí sucede queda expuesto para él, únicamente para él, para su
mirada.
Para la profanación de su mirada.
Un inodoro, una canilla, un trozo de manguera; de la pared
colgado un calefón, una ducha, sobre el piso un latón, allí adentro
debe pararse Gabriela. Debe lavarse, debe hacerlo por la noche,
antes de ir a la cama, frente a él. Y él se recuesta sobre la pared, la
recorre con la mirada, con esa mirada de perro alzado, se relame,
se detiene en cada una de sus partes, la obliga a que se ponga
derecha, a que no se cubra, a que se demore, a que pase las
manos con jabón perfumado a lavanda, así, con detenimiento por
sus pezones, por su vientre, por su pubis. Y él la mira. Y él se arroja
sobre ella y la toma del pelo, de ese pelo largo y estirado por la
espalda, al que anuda en una mano, con fuerza tira de su cabeza
hacia atrás para que lo mire a él, para que no le saque los ojos de
encima, a él. Y que ya se calle y que ya no llore. Y él le coloca el
champú y se lo revuelve por todo ese su pelo que, ahora blanco de
espuma, se desploma en una cascada de agua, ríos de agua corren
por sus pechos, se deslizan por su cadera, por sus muslos y él sigue
el curso de esos ríos con su nariz, con su boca, con sus dedos, con
su mano, con toda la mano, con las dos manos y se mete por todos
y por cada uno de sus huecos. Y ella resiste. Resiste como puede,
grita todo lo que puede, sin escapatoria. Y él ordena que pare de
llorar y él marca su territorio, clava sus estacas, la toma como se
toma una cosa propia. Y mares salados manan de la cara de ella, se
diluyen en ríos de agua jabonosa y él usurpa cada rincón de ese su
cuerpo, traga esos, sus labios, la muerde, la hace sangrar, y ella
rechaza la ventosa de esa boca y se asquea hasta la náusea ante
esa saliva pastosa, ante esa lengua afilada que la hiere, que se
hiende en su paladar, en sus encías, que la arroja al vómito y la deja
sucia de suciedad y de baba. Y él se la lleva para él, porque le dice
que es de él, toda de él y él se la coge como un salvaje, como un
bruto a una hembra. Coge un cuerpo. Abandonado. Inerte. El cuerpo
de una niña huida que cierra los ojos y escapa hacia el paraíso
remoto de unos meses atrás. Aquel paraíso de inocencia se le
aparece feliz. La tienta, la llama, la invita a partir. Lejos, muy lejos de
la realidad demencial de la pieza.
10

De la cabeza. Mamá no puede apartar de su cabeza al jefe ese


que los atendió en la Federal. Si le parecía que había sido ayer.
¿Con qué se vendrá ahora? Las últimas veces ya no los recibió.
Ni pensar en sacarle el caballo de encima. De insistir, de estar ahí.
Para que haga algo.
Para que la busque. Para que se la traiga.
La quiere ver. La quiere con ella.
Papá volvería esa mañana. Va a hacerle la amansadora que
quiera. Lo que a ese infeliz se le ocurra.
Dos. Tres. Cuatro horas. Va estar allí. Hasta que le dé alguna
respuesta.
Esa mañana ella no fue. Papá la convenció. Que se quedara. Que
se cuidara. Que así no podía salir. Que se metiera en la cama. Que
no se levantara, por favor. Que ella le preocupa mucho. Y qué va a
hacer él si ella enferma.
Ella ha tenido una mala noche.
Se despierta con unos alaridos. Dice que es Gaby. Que son los
gritos de Gabriela. Sí, eso dice ella, que la ha escuchado. La
escucha. Es su voz. Clarita. Si ha sentido hasta su aliento, lo ha
sentido cerca de su cara. Su cara rozándole la cara. ¡Es ella! La
llama desde algún lugar. Le pide que vaya. Que vaya por ella. Que
la espera, eso es lo que ella dice. ¡Es ella!
La busca.
Loca.
Como una loca mamá la busca. Recorre los cuartos, el de la
Nonna, el de Raúl, el pasillo, el comedor, la cocina. Sigue por la
galería, por el patio, llega hasta el jardín, se detiene en el pasto
húmedo.
Nada.
Los pies desnudos se cristalizan. Una helada le remonta el
cuerpo, le escarcha el alma. Se deja caer en un silloncito, se
acurruca, esconde la cabeza entre las rodillas.
¡Ay, ay, Negro!
Son las cuatro, todavía no amanece. Un sueño, mujer, sólo un
sueño.
Papá. Consuelo. Abrazo. Vaso de agua. La lleva a la cama. Otro
abrazo, la ayuda a acomodarse entre un par de almohadones, la
arropa con el cobertor. Se vuelve hacia la cocina y le prepara el
tecito de valeriana. Ella se tranquiliza. Se duerme por un par de
horas. A las siete él aparece con el desayuno. Le ha preparado un
tazón de café con leche, ha rebanado el pan, lo ha calentado sobre
el tostador, le ha agregado manteca como a ella le gusta,
mermelada de durazno, la de doña Tita, se la ha mandado de regalo
ayer, desde Aminga. Que coma algo, le pide. Sí, por favor, que
coma. A su lado, sentado en el borde de la cama, papá le pasa la
mano por la cabeza, enredando sus dedos en ese pelo oloroso a
savia, encanecido, con rastros de una tintura vieja que ya no ha
vuelto a colocar. El dedo índice bordea su perfil, traza el círculo de
su cara. Esa cara de rasgos clásicos, mesurados, lo había prendado
ni bien la había visto. Linda, a pesar de la congestión, linda a pesar
de la herida en la mirada. Él inventa una sonrisa, quiere decirle
tantas cosas, decirle por ejemplo, y…
Y no puede. No, no puede, las palabras se le atascan en la
garganta. Púas de a cientos se le incrustan. Afiladas. Tajantes.
Cortan la respiración. Se esfuerza por parecer entero, por no
quebrarse, por no deshacerse en un llanto de niño perdido. Le da un
beso de padre cariñoso.
Lastimosa, en un quejido, en un ay, ay, Negro, ella pregunta por
qué.
¿Qué está pasando?
Él responde con un silencio. Sólo atina a secarle las lágrimas que
a ella se le sueltan, así, fáciles, como si nada.
¡Ay, ay, Negro!
11

¿Te acordás? ¡A vos te digo, no mirés para otro lado!


¿Te acosan sus ojos de paloma?
Esa paloma que habías atrapado. A la que le habías arrancado
las alas porque la querías ahí, a tu lado.
La tomaste, sin pudor. Sin remordimientos. Porque sí, como quien
al pasar corta el brote de una flor, o se queda con algo ajeno.
Pero ella se vengó. Y eso no estaba en tus cálculos. Te pagó con
la misma moneda. Se marchó. Se burló de vos.
Y ahora qué.
¿Qué te ha quedado?
¿Pensaste que iba a ser fácil?
¿Creíste haberlo calculado todo? Cada detalle. Cada
circunstancia.
No. Fallaste.
Fra-ca-sas-te.
Un fraude, eso sos.
¡Un fiasco!
Gabriela fue tuya. Ella te perteneció a vos. Su vida estuvo entre
tus manos, hasta ese último instante. Pero te dejó.

¿Qué creíste? ¿Pensaste que no lo haría?


Todavía. Todavía luchás por sacártela. Por arrancártela de la
cabeza. Del cuerpo. Ella se te ha metido adentro, muy adentro en la
carne misma. Desde que la viste esa primera vez. Desde entonces,
ella te atravesó como un sable.
¡Esa pendejita de mierda se ha salido con la suya!
¿Te enfurecés?
Su ausencia te crispa.
Estúpido. Imbécil. Ridículo.
¡Sos un ridículo!
¡A vos te digo, no mirés para otro lado!
12

En el extremo del patio, una casa. Gabriela la observa a través de


la rendija dejada en el tragaluz. La controla, la supone en alguna
zona alejada de la ciudad, deshabitada, al menos nunca ha notado
movimiento alguno. Tampoco escucha ningún ruido.
A sus diecisiete, ha cumplido sus diecisiete el veinte de junio,
Gabriela está sola, inerme en este mundo, en el reducido mundo de
esa pieza.
¿Qué hace ella metida en esta vida ajena?
Esto no es real. Lo que está viviendo no es real, se persuade.
Esta cama no es su cama. Esta ropa no es su ropa. Este cuerpo ya
no es su cuerpo.
Tiene la voluntad quebrada. Obedece. Espera. Lo espera, a él,
justamente a él. A su carcelero, a su raptor, a quien irrumpió en su
vida para cercenarla. Para cortársela. Para, alucinado, implantarla
en esta otra, la que él ha decidido construir.
Espera.
A su verdugo. De cara pálida, de rasgos afilados. De ojos
saltones, eléctricos. A él, quien ahora se ha convertido en su único
contacto con el mundo.
Sí, Gabriela lo aguarda.
Sí, Gabriela batalla con el absurdo de la contradicción. Está a la
espera.
Que él venga se torna en algo desesperado, loco, irracional, le
revela el paso del tiempo. La llegada del mediodía, el caer de la
noche.
Él se lo ha prometido: estará encerrada un tiempo corto, un par de
meses y verá a su familia. Eso sí, si se porta bien. Si es buena. Si le
obedece.
¡Y ya basta! Que la corte, que deje de llorar.
Ella reclama el engaño. Él le ha dicho que la liberaría. Un día de
estos. Pronto.

Pasa el tiempo, llega alguna fecha y la promesa se aplaza.


Aparece algún pretexto y lo siguen las vacaciones de invierno, luego
la llegada de la primavera y así se van sucediendo los días hasta la
aparición del verano. Gabriela comienza a pensar que él tiene
razón, ya nadie se acuerda de ella, ya nadie la extraña. Comienza a
dejarse ganar por la desesperación, a dejarse dominar por la
desesperanza.
13

Llegaron a casa, tarde en la noche.


Nos despertaron con golpes a la puerta. Hubo una pelea. Estaban
muy enojados. No encontraron lo que buscaban.
¿Dónde está la orden?
¿Qué orden?
Discutieron con papá. Se molestaron. Un oficial de gesto duro era
el jefe, iba acompañado por otros, más jóvenes.
¿Con qué derecho este atropello? Mamá se interpone. Le salen
tres al paso y la vencen de un empujón. Papá se envalentona. Se
resiste. Lo aprietan. Lo sueltan. Mamá al borde del llanto. Nosotros
temblando de pies a cabeza. Papá nos protege, nos arrincona
contra la pared del zaguán. Los ojos de todos pegados a ellos. Los
ojos los siguen, pasmados.
Tarde, muy tarde en la noche. Afuera todo está a oscuras.
Adentro, ellos lo registran todo. Todo lo dan vuelta.
Derriban lo que está en pie. La mesita ratona. La lámpara. La
poltrona. La hamaca. El aparador. Un culatazo y las puertitas se
astillan, los cajones se arrancan de sus rieles. Los cubiertos por el
piso, cuchillos, tenedores, cucharas, cucharitas, los grandes, los
medianos, los de postre, los de café, los de té, de acero y mango
estriado, los había regalado tía Chola. Caen los estantes, hechas
trizas las copas, las de agua, las de vino, las de champagne, las
María Antonieta, las pequeñitas, las de licor, los platos, los de
porcelana, con dibujos de rosas y virola dorada, los saleritos, las
tazas de té, las tacitas de café. La vajilla de mamá. Regalo de su
boda. Ella la guardaba con cuidado, la reservaba con celo, para
cuando vinieran las visitas.
Papá los increpa. ¡Paren! ¿Qué buscan? ¿Qué quieren?
Yo me escondo bajo la cama.
Ellos avanzan por la casa. Pegan al bulto. Desploman la
biblioteca. Como barajas caen el segundo tomo y el cuarto y el
quinto de la Enciclopedia del Estudiante, el Larousse, las recetas de
doña Petrona, los trece números del Selecciones, el Atlas de
Argentina, Los versos del capitán, Madame Bovary, el Edipo rey, las
poesías de Sor Juana, El Quijote, la colección de clásicos que papá
iba comprando todos los jueves a don Cáceres. Y siguen,
ensañados con las cartucheras, con los lápices, los marcadores, los
mapas, las Canson de dibujo, los Simulcop, las carpetas, los
cuadernos, las libretas, las del colegio, la de los números
telefónicos, la del almacén, hojas y hojas diseminadas, sobre el
sillón, sobre la mesa, sobre la silla, sobre la lámpara, sobre la
alfombra, sobre el televisor, rotas, arrancadas, pisoteadas,
mezcladas con agujas, con hilos, con alfileres, con botones, cientos
de botones de camisa, los perlita, de un ojal, de dos, de tres, el
costurero desbaratado, desperdigados los restos de lana, ovillos de
colores, de muchos colores, azules, amarillos, verdes, las agujas de
crochet, las gruesas, las finitas; tumbado el baúl de los retazos, de
terciopelo, de algodón, de seda, de sarga, de lanilla, los moldes en
papel dibujados por mamá; el Claudia y el último Vosotras, El Arte
de Tejer y el Burda, los lentes, los de carey, de la Nonna.
Y Betún ladra y ladra. Y no para de ladrar.
Preguntan por el cuarto de la chica. Van al cuarto de Gaby.
Buscan algo.
Revuelven.
Registran.
Desalojan el placar, uno a uno los cajones de la cómoda, los
cajoncitos del dressoire. Aparecen la campera con corderito, las
sombras de ojos de cinco tonos, los zapatos de charol, la pollera
acampanada, el chaleco con botoncitos, las botas de media caña, el
labial rosa pálido, los brillitos para la mañana, el delineador de pincel
fino, los aritos de perlas, las medias de seda, los cepillos, el redondo
y el chato, el cinto con tachitas doradas, el espejo ovalado, la cera
para depilarse, las horquillas y los aros colgantes, las trabitas, el
secador de pelo, los pañuelitos bordados, un par de cigarrillos, los
modes y el Sertal para los dolores de esos días, los discos, los LP,
los singles y Bee Gees y Olivia Newton-John y una boina tejida al
crochet.
Dos caracoles y una estrella de mar, conchillas, blancas, lilas,
verdes, grisáceas sobre el rizado azul de la alfombra, ese enero los
habíamos juntado en la playa. Mar del Plata. Último viaje. Castillos
en la arena. Corridas tras el barquillero. Mates bajo la sombrilla.
Carcajadas al revolcón de una ola. Sal y espuma en la boca.
Felicidad. Con mamá y papá. Con Gabriela y Raúl.
Buscan. No encuentran lo que buscan.
Papá los encara otra vez. Lo empujan por atrás, por la espalda.
Trastabilla y cae. Mamá grita y un soldado la calla, levanta la mano,
amenaza con un golpe.
¡Deberían tener vergüenza! ¿Qué hemos hecho?
¡Cállese la boca, quiere!
¿Qué buscan? ¡Oiga, joven, no haga así! ¡No somos
delincuentes! La Nonna lo toma del brazo y pretende con ruegos
hacerlo entrar en razón. Él se suelta. ¡Estese quieta, doña!
¡Cierre el pico, abuela! gritonea otro.
El tercero se agacha. Descubre mi escondite, ahí bajo la cama.
Me mira. Ojos saltones, cabeza de sapo. Piel rosada. Se ríe.
No hay nada, dice.
Yo sigo allí, dura contra el piso.
Yo sigo allí, boca abajo, fijada contra el piso, cubriendo el diario de
Gabriela. Aferrada a sus confidencias.
Se llevan algunas cosas, una foto de Gaby, el anillito de oro y la
medallita de los quince, su cuaderno con dibujos, recortes de
revistas, frases, canciones, poemas, el reloj pulsera de papá, un
Seiko con cronómetro y malla doble de acero, el collar de perlas de
Mamá, la Ferrari roja de colección que tenía Raúl en la repisa y que
tía Chela le trajo el día de su comunión, la foto grande del
seleccionado con el autógrafo de Kempes en un marco celeste,
papá la había conseguido y Raúl la guardaba como un tesoro.
Se llevan esas cosas.
La casa queda presa del espanto. Un vendaval ha arrasado con
ella. La luz de la mañana descubre un espectáculo demoledor.
¿Dónde ir? ¿Dónde realizar un reclamo?
Comprendemos: afuera, ya ningún lugar es seguro. Acertamos:
afuera, ya nadie es fiable.
Veo a papá. Veo a mamá.
Papá rodillas al piso, rearmar los libros, uno a uno. La mordida
cerrada, masticar la rabia. Putear.
Mamá, doblada entre vidrios rotos. La cabeza entre las manos, los
ojos encendidos, maldecir su suerte. Estallar en llanto, llevarse el
puño del saco a la cara, secar las lágrimas.
Veo a papá. Veo a mamá.
Sin saber. Sin entender. Qué es toda esta mierda que nos está
embarrando.
14

Después de la muerte de mamá volví al cuarto de Gabriela.


Mamá había adquirido la costumbre de encerrarse en él. Al igual
que ella, comencé a observar. Revisé las carpetas de Gaby, los
libros del colegio. Saqué del ropero la caja forrada en tela, en
cuadrillé celeste y blanco, descubrí las invitaciones a los
cumpleaños de quince de sus amigas, los recordatorios típicos que
se daban en esas fiestas, las fotografías. Allí estaban, las hojas con
sus dibujos de flores, corazones y figuras de tamaños diferentes,
trazadas con lapicera roja, verde, azul. Allí aparecían sus manos,
sus últimos roces en este mundo.
Su diario. Estaba cerrado con un pequeño candado. Tomé la llave
mínima y lo abrí, espié a mi propia hermana. Me sentí, de pronto,
una intrusa en ese mundo de intimidad. Era lo que nos quedaba de
ella, tenía la esperanza de encontrar algún indicio, alguna cosa que
me dijera algo. La vida de ella, esa vida adolescente, de inocencia y
despreocupación, permanecía ahí, estampada en ese montón de
recuerdos. Aparecieron poesías, algunas escritas por ella, otras
transcriptas de algún lugar, canciones, recortes de revistas, dos
marcadores de libros que ella misma había diseñado. La tarjetita de
una florería, de esas que se colocan en los regalos, y ahí escritas
tres letras, las iniciales de un nombre a modo de firma. Al revisar los
estantes con los discos, las mismas, de idéntico modo, vuelven a
aparecer, las encuentro escritas sobre una de las caras del sobre de
un single, Paisaje de Franco Simone. Después, entre los libros, las
descubro en el dorso del envoltorio de papel de una oblea de
chocolate, doblado en dos partes, sobresaliendo apenas dentro de
un cuaderno.
Al comienzo no les di importancia alguna, se las atribuí a algún
compañero de colegio, sólo después de encontrar a Vivi, después
de conversar con ella, vinieron a mí. Se corporizaron. Tomaron una
dimensión aterradora.
Mamá regresaba a esa caja con insistencia, se pasaba horas
mirando lo que allí había guardado. Quizás buscando algún detalle
que se le hubiera pasado por alto, la punta del ovillo que la
condujera hasta su hija. Quizás, también, para renovar su fe. Ella
nunca perdió la esperanza de encontrarla.
El cuarto de Gabriela estaba intacto, tal como ella lo dejó el día de
su desaparición. Mamá lo mantuvo de ese modo durante toda su
vida. Lo limpiaba personalmente, luego lo cerraba. No permitía que
nadie ingresara en él. Llegó a convertirlo en un altar. Dentro del
ropero, ella había guardado durante años paquetes de diferentes
tamaños, alguna vez le pregunté qué eran, me respondió, regalos.
Sí, mamá había comprado un regalo cada veinte de junio, uno por
cada cumpleaños de Gabriela. Nunca quise abrirlos. Aún están a la
espera, envueltos en su papel original. Aguardando a su dueña.
15

Esto se ha puesto feo. Él trae vendas y pomadas cicatrizantes. Un


analgésico y un antibiótico. Le dice que tenga paciencia. Que ya se
va a curar. Que ella ha sido la culpable porque se ha portado mal.
Que la acabe con la locura esa de querer escaparse.
La herida aparece estallada. Como una boca. Como una breva.
Un amarillo sanguinolento le zigzaguea por el empeine, el cuero de
la pulsera se le adhiere a la carne. Él no quiere quitársela. Ella se lo
ruega. Ve luces. Ya no da más. Es insoportable el dolor. El dolor la
tiene en carne viva. Tiene adosada una arandela de metal a la que
se engancha una cadena igual a la que le habían colocado al perro
de la finca de su amiga Silvia, dos eneros atrás. Ahí lo ataron. Está
cebado, dijeron. Mordió a la hija del capataz. Él en castigo lo azota
hasta incrustarle la fusta en el lomo, luego lo encadena a una estaca
y lo golpea hasta dejarlo agonizante, sin agua, sin alimento. Aquella
imagen la conmovió, Gabriela no podría olvidarla. Vio luchar a
Capitán, rebelarse contra los golpes, contra la atadura. Intentar huir,
tironear desesperado hasta llagarse el cuello, hasta que le brotaron
sangre y pus y larvas porque las moscas se le metieron y fueron
masticando su carne, comiéndolo por dentro, mientras él gruñía y
aullaba y resistía. Y resistió hasta que no pudo más, hasta que no le
quedó otra que entregarse, hasta que no le quedó otra que dejarse
vencer. Hasta que no le quedó otra que dejarse ganar por la muerte.
Inerme. Al sol quemante del mediodía, ante la mirada glacial del
resto de la casa.
16

Ciudad de mierda. Gente de mierda. Ciudad de corazones secos,


de indiferencia atroz. ¡Cómo digerir esto!
¡Cómo permanecer y no convertirse en piedra!
En los meses posteriores a la desaparición de mi hermana, la
ciudad entera se transformó en un hervidero, pululaban las
habladurías. La gente murmuraba toda suerte de idioteces.
Proliferaban historias insólitas. Algunas llegaron a tomar ribetes
fantásticos porque nadie, y menos que menos una chica como
Gaby, se esfuma como si nada.
Ningún ser en este mundo parecía haber visto algo, oído alguna
cosa que condujera a su paradero. Ella se había evaporado.
Literalmente.
Ante la falta de una historia real, lógica, tangible, comenzaron a
aparecer las explicaciones mendaces. Las historias falsas. Una de
las primeras versiones en circular fue la de la fuga del hogar. Se dijo
que Gaby se había escapado de casa con algún fulano que habría
pasado por estos lados. Sin embargo, nadie podía identificar un
candidato con el que ella se hubiera embarcado en aventura
semejante, pero eso a quién le importaba, seguramente decían, así
había sucedido.
Con el tiempo unos añadidos transformaron esta historia en otra,
en la que aparecía el increíble descubrimiento de un embarazo
prematuro y, como era de suponer, no esperado. De quién, se
preguntaron muchos, y no pocos se apresuraron a mirar a un Bruno
por demás desconcertado, justo a él, que ni siquiera se había
animado a confesarle su amor, mientras en el colmo de la
consternación su mamá se esforzaba donde quiera que fuese y ante
quien quisiera escucharla, en repudiar semejante cuento que dejaba
tan pero tan mal parado a su hijo, a su único hijito, que en estas
cosas era por demás inexperto, inocente y hasta medio bobo. La
pobre intentaba por todos los medios librarlo de culpa y cargo. Tuvo
razón. Bruno no le había tocado un solo pelo a Gaby. No obstante
cargaría sobre sus espaldas con el peso de una acusación injusta.
Así fueron las cosas.
Y siguiendo la lógica de un culebrón, los pormenores llegaron a
más, mucho más allá. Se dijo que mis padres habían enviado a
Gaby a casa de unos tíos en Santiago del Estero para que allí diera
a luz, y en los meses próximos, ya verían todos, la nena se
aparecería con una criatura, a la que anotarían como un hermanito
menor y así cubrirían la vergüenza familiar.
Pero al transcurrir el tiempo y al no aparecer ni ella ni el hijo, la
historia tomaría otro ribete, peor, más sórdido aún. Se instaló la idea
de que a Gaby le habrían practicado un aborto y que la chica se les
habría muerto en manos de una partera inexperta, por esa razón no
volvía. Fábula destinada a un mundo que se alimentaba de historias
grandilocuentes.
Un mundo embriagado con mentiras. Con cuentos esforzados en
construir una verdad a la medida del que la contara, absurda y
asombrosa.
Un mundo que no creía en lo probable.
Un mundo negado a ver lo evidente.
Un mundo acostumbrado a falsificaciones.
Su gente prefería vivir en el limbo de lo cotidiano, donde lo real se
infectaba y crecía y se cebaba a partir del ¡ah, no me digas!, del
¿supiste?, del ¡mirá vos!, ¡quién iba a creerlo!, ¿la chica de los
Cortés? ¡Con esa carita de mosquita muerta!
Así las cosas, pocos, muy pocos parecían escuchar a mis padres.
Conocer sus dudas, sus preguntas, sus temores.
Porque a pocos, a muy pocos les inquietaba el infierno que ellos
pudieran estar viviendo.
¿Quién, en ese mundo, se planteaba cómo era posible que una
chica de dieciséis años se perdiera sin dejar rastro alguno?
¿Cómo era posible imaginar siquiera que una chiquilina de tan
sólo dieciséis años se esfumara así como así, un día cualquiera?
Un Miércoles Santo. Un abril lacrimoso. Un abril de lluvia
inesperada, loco, de frío precoz. Helado y apático abril del ochenta.
17

Un velo de sospecha cayó sobre todos los miembros de la familia.


Sobre papá, sobre mamá. Nadie en este mundo parecía creerles.
Nadie confiaba en nosotros. Tal vez los tíos, los primos, los
familiares más allegados, los amigos.
Amigos. Quienes decían haber sido amigos, se alejaron en la
creencia de que mis padres habían hecho algo malo. O estaban
involucrados en vaya a saber qué. Quizás la misma hija estaría
metida en lo que no debía, por qué no, acaso la juventud no estaba
perdida, se escuchaba.
Así, para muchos, lo mejor fue tomar distancia. Apartarse.
Aislarnos. Esquivarnos. Nadie quería verse comprometido, por las
dudas, decían unos. Y uno nunca sabe, replicaban otros, por algo
les pasó lo que pasó, sentenciaban finalmente.
Mis padres jamás dejaron de buscar a Gaby. Una búsqueda
saturada de impedimentos. No faltaron los indicios falsos ni las
versiones endebles, ni mucho menos los testimonios que no se
sostenían. La policía no respondía a sus demandas.
Papá y mamá fueron mirados de manera sospechosa, pasaron a
ser investigados. Un auto rondaba la casa a distintas horas del día,
se estacionaba enfrente, controlaba nuestros movimientos. Nos
tenían en la mira. Nos hacían culpables de algo.
¿De qué?
A mis padres les costó trabajo conseguir un abogado que quisiera
representarlos. Acudieron a varios pero ninguno aceptaba
defenderlos. Siempre se salían con algún pretexto para tratar de
disuadirlos, para que abandonaran la búsqueda. Por alguna razón,
que en esa época no podíamos dilucidar, le escapaban al caso. Les
resultaba incómodo que los asociaran a la causa.
Pasaba el tiempo y ni noticias de Gaby. En la comisaría, la
presencia de mis padres comenzó a incomodar. Su reclamo se
volvió molesto. Habían transcurrido casi dos años cuando, por fin,
consiguieron una abogada, alguien que no se dejaba influir por la
atmósfera de los chismes reinantes. María Godoy estaba recién
llegada a la ciudad, hacía poco había egresado de la facultad, era
joven y venía desde San Juan. Presentó un habeas corpus pero
este no tendría respuesta ni entonces, ni después ni nunca; el
expediente quedaría en el fondo de algún cajón.
Tampoco tuvieron eco los pedidos de audiencia al juez de la
causa. No los recibía, en realidad no los quería recibir. Godoy
conseguía alguna audiencia y cuando el día por fin llegaba,
cualquier circunstancia fortuita se cruzaba en el camino y la
entrevista se postergaba para la semana siguiente, y luego, un
nuevo pretexto volvía a aparecer y la cita se difería indefinidamente.
Alguien llevó a casa la idea de contratar a un investigador privado.
Se trató de un comisario retirado de la policía. Javier J. Gutiérrez.
Les resultó confiable desde el vamos, les pareció entendido, al
menos más que ellos. Decía conocer el paño, tener contactos,
manejar buena información. Se movería con cautela. Aceptaba
trabajar en forma conjunta con la abogada. Decidieron contratarlo.
Él mismo barajó la hipótesis de que Gaby podría haber sido
secuestrada por una red dedicada a la trata de personas.
¿Trata de blancas? A mamá esa posibilidad le suena extrañísima.
Gutiérrez le explica con paciencia: hay bandas que roban chicas,
luego las venden y las trasladan hasta otras provincias para
entregarlas a un mafioso en algún prostíbulo y allí explotarlas
sexualmente. Cuanto más jovencitas y lindas, mejor, más se paga
por ellas, y Gaby encuadra perfecto, es del tipo de chicas que ellos
buscan. Le explica también que esos tipos hacen millones, que
incluso llegan a sacarlas del país, la entera de detalles que a ella le
parecen de ciencia ficción, les quitan los documentos, les cambian
los nombres, tiñen su pelo, se lo cortan, las pintarrajean para que
parezcan mayores, las tienen casi desnudas, a veces las operan
para cambiarles la cara. ¿Cómo puede ser eso?, pregunta mamá
horrorizada. Una cirugía de nariz, por ejemplo. Las golpean, las
emborrachan, las drogan, las violan, las someten de las formas más
espantosas que pudiera ella imaginar. Les lavan el cerebro y ya no
quieren volver con sus familias, sobre todo eso, ninguna quiere
volver, se sienten humilladas, han tenido hijos y quieren
conservarlos con ellas. Si intentan escapar, se los quitan.
Mamá no quiere escuchar. La idea la enloquece. El sólo pensar
que su hija estuviera metida en algo así, le pone los pelos de punta,
¿pros-ti… qué? Ni siquiera puede pronunciar esa palabra, un mundo
tan lejano, tan ajeno a ella, a su familia. El pensar que su hija, su
chiquita, su Gaby, pudiera estar en un lugar así y en manos de unos
degenerados, inmundos, babosos, le parece una locura.
¡Imposible!
Se agarra la cabeza. Se tapa los oídos. Se niega a pensarlo.
Gutiérrez está equivocado. ¿Qué se cree? No sabe lo que dice, se
las da de sabelotodo. ¡No ha averiguado nada de nada!, viene con
cuentos, con mentiras, con esta historia truculenta para sacar plata,
para seguir perdiendo el tiempo, sin encontrarla. ¿Su hija en un
lugar de esos? No.
En un principio la idea de que Gaby hubiera sido raptada y llevada
a la prostitución sonaba desquiciada, pero terminamos por pensar
que la posibilidad bien podía ser cierta. Descubrimos que esas
cosas pasaban y con mayor frecuencia de lo que nosotros habíamos
llegado a suponer, sucedían en la vida real, no sólo en las películas.
¿Gabriela vendida? ¿Quién podría haber hecho una cosa así?
Si esta es tierra de gente buena, de gente decente; aquí todo el
mundo se conoce, mamá pensaba en voz alta, trataba de
convencerse. Delincuentes. Delincuentes y degenerados, venidos
de afuera, se repetía. No. ¡No puede ser! Tiene que haber otra
explicación.
Una de las pocas hipótesis que también barajó la policía por su
parte, fue la idea de que Gaby podría haber sido llevada a un
prostíbulo. Tiempo después se consiguió que el juez interviniente
librara una orden de allanamiento en uno de ellos. Les informaron el
día en que se haría y mamá y papá quisieron estar allí. La decisión
se manejó con absoluta reserva. Nadie debía enterarse, ni siquiera
los tíos, menos los amigos, en absoluto los vecinos.
Y allá fueron ellos. Cuatro años habían pasado desde la
desaparición de Gabriela, y fue esta la primera requisa autorizada.
¿Cómo puede ser que durante estos años ella no hubiese enviado
una señal, un mensaje cualquiera?
Todo es posible, argumentaba Gutiérrez.
Ay, doña Aída, no me diga eso. No vaya a creer. Estos malparidos
les cambian la cabeza y ellas se vuelven otras, irreconocibles,
insiste. Además, ellos deben tener en cuenta que el juez finalmente
ha accedido al pedido y librado la orden. Deben ir, aunque fuera a
destiempo.
Sí, doña Aída, tiene razón. La justicia llega tarde. Así andan las
cosas.
Mamá se deshacía por dentro.

Papá la convence para que se quede en el auto, en el móvil


policial. Este no es lugar para ella, que lo entienda y no haga
planteos. Él entrará junto con los otros, el oficial a cargo, los
auxiliares, el secretario del juzgado, la abogada y Gutiérrez. Le pide
que se tranquilice y confíe. Queda con ella una agente de policía.
Esa mujer se sienta a su lado, la mira de reojo, se llama Sandra y
viene de Olta, es la primera vez que asiste a un requerimiento de
este tipo. De modo suave y hablar pausado, la hace sentir
contenida.
Fines de julio. Medianoche. El Dragón de Oro, una whiskería, de
ese modo las llaman, un eufemismo para atenuar y camuflar lo que
ahí se practica, la actividad más vieja del mundo y todo lo que ella
apaña: corrupción, trata, drogas, dinero. Ubicada a unos siete
kilómetros del centro de la ciudad y regenteada por una madama y
su cafisho. Los mismos que, años después y en la farsa de un juicio
oral, se defenderían diciendo que las chicas, las mayores, estaban
por su voluntad y trabajaban en el bar atendiendo a los clientes, que
las menores habían sido traídas y entregadas por sus propios
padres, mientras ellos se limitaban a darles protección, casa,
comida, la posibilidad de estudio, porque desde donde ellas venían
sólo conocían la miseria.
Al llegar, los autos se estacionan a unos veinte metros del
ingreso, hacia un costado mamá divisa una casa vieja, una puerta
de mala muerte, luces rojas, un letrero a punto de desplomarse, una
leyenda en trazos infantiles y pintura negra, prohibido el ingreso a
menores, flor de burla, piensa.
Mamá permanece sentada en el auto, expectante dentro de su
tapado beige, solapa levantada, botonera hasta el cuello; los ojos
inyectados, la esperanza rearmada, casi intacta. No, no quiere
pensar que Gaby pudiera estar en un lugar como ese. No puede
creer que pudiera haber estado allí todo este tiempo. Sin embargo
desea con el alma que ella se encuentre ahí mismo.
Cuánto desea ella que Gaby sea una de esas chicas que al cabo
ve salir con la policía, con su marido, con Godoy, con Gutiérrez. Son
dos, caminan sobre unos tacos que apenas pueden dominar, llevan
poca ropa, una minifalda y una musculosa; se abrazan, se sostienen
una a la otra, se protegen del frío. Desde lejos mamá no puede
distinguir sus caras, ni la edad que tienen, pero la figura de cada
una de ellas dibujada a contraluz de los faros le confirma que son
muy jóvenes, quizá llegan a los veinte, la edad que Gaby tendría en
ese momento. Mamá sale del auto y corre. Corre hacia ellas. Las ve.
Ve caras sin rostro, pestañas pesadas, ojeras de resaca, bocas
remarcadas, sin risas.
¡Cuánto habría dado porque una de ellas fuera su propia hija!
¡Cuánto habría dado por poder abrazar a su hija, así como si
nada!
¡Cuánto habría dado para que toda esta pesadilla se terminara de
una vez por todas y en ese mismo instante!
¡Ay, Gaby! No. No le habría hecho preguntas. Sólo abrazarla. Así,
con fuerza, como abraza ahora a estas chicas.
No, Gaby no está. A Gaby nunca la encontrará en un lugar de
estos.
18

El sol se oculta en el patio trasero.


Esa mañana a través de la rendija que dejan las tablas del
tragaluz, Gabriela cree haber visto a alguien cerca de la mata de
ligustros. Alguien en un terreno vecino, desmalezando tal vez. Cree,
también, escuchar el golpe de un machete, un silbido, pero no está
segura. Grita. Grita con todas sus fuerzas. Grita hasta que la voz se
le corta en un hilo. Desesperada intenta llegar hasta la puerta. Se
estira lo más que puede para alcanzarla, le resulta imposible. Cae al
piso, termina de rodillas. La atadura del tobillo acaba por
incrustársele más aún. Lejos, asoma la línea del cielo.

Cuando él llega, la encuentra sentada en el piso, esperándolo.


Más pálida. Azul. Azul de tan pálida. Los ojos desorbitados. La cara
hinchada por el llanto. El vientre redondo, como queriendo salirse de
su cuerpo, de ese cuerpo que intenta contenerlo.
Se arrima a ella.
Y le descubre las manos.
Él descubre sus manos envueltas en un trapo. Se lo saca. Sangre
seca en la palma, en los dedos, en las yemas; las yemas florecidas,
las uñas partidas. Una gotera lo lleva hasta el baño.
Entiende. Gabriela ha intentado cortar la cadena raspándola y
raspándola contra el borde de la palangana. Lo único que ha
conseguido es sacarle filo. Lastimarse.
Huir. Otra vez, ella ha querido huir. Él enfurece. Grita. Da vueltas
por el cuarto. Patea una silla. ¿Hasta cuándo va a tratar de
escapar? ¿Cuándo va a entender que él la quiere para él? Que ella
es de él. Que ella tiene que quererlo. Ahora más que nunca.
Pero ella llora. Llora como una nena chiquita. Sin consuelo. Él
avanza hacia ella. Lleva su cara contra la cara de ella, aprieta su
frente contra la frente de ella. Aliento a perro rabioso. Ella llora. Llora
un llanto que pone los pelos de punta. Él no hace caso. Y vuelve a
gritar. Y se vuelve contra ella. Va a golpearla. Ella cierra los ojos,
contiene la respiración.
Pero él la ve. Y logra contenerse. No. No quiere pegarle. La
aparta brusco.
Un por favor sale de la boca de ella, viene desde muy adentro.
Roto.
Un minuto, desea salir un minuto, tomar aire, dar una vuelta, ahí,
en el patio, para no asfixiarse. Para no morir.
La silueta de él se yergue por delante de ella. Va y viene de un
extremo a otro de la pieza.
Vuelve hacia ella. La toma del cuello, la levanta, la endereza, la
sienta sobre la silla. Se agacha. Toma su pierna y le desprende la
pulsera. La levanta otra vez, la sujeta fuerte. La conduce hacia la
puerta de salida. Gabriela tambalea, las baldosas rojas se le
hunden.
Bajan los escalones del porche.
Es noviembre. Corre un airecito blando. Cálido todavía. Pero
blando, muy blando. Casi reconforta.
Él le dice que si insiste en escapar, no los volverá a ver. A ellos, a
su familia. Ninguno vendrá por ella. Él los ha visto, ellos han
continuado con su vida como si nada hubiera pasado, como si ella
nunca hubiera existido. No la buscan. Ya no la buscan. No los vas a
ver más, asevera.
¡Imposible! ¡Mentira! Eso es mentira. Está segura, él le dice
mentiras. Mamá no se ha olvidado de ella. Ella la quiere. Aunque
ella sea una decepción, aunque ella se haya portado mal, ella la
quiere. Ella está segura de que ella la quiere. Papá también. La
extraña, no tiene dudas. Y la Nonna y Marcela y Raúl.
Y él sigue.
Ellos irán hacia otro lugar, a otra ciudad donde nadie los
molestará. Nadie les hará preguntas. Estarán solos, con la criatura.
Y ella escribirá una carta a su familia para contarles acerca de su
nueva vida. Y ellos se alegrarán y a ellos les gustará visitarla. Pero
ella se debe portar bien. Tiene que quererlo. Y él ya no quiere
enojarse, tampoco quiere golpearla. No, eso de nuevo no. Pero no
le queda otro remedio. Ella lo obliga a hacerlo. Lo obliga porque no
entiende, porque no quiere entender. Debe portarse bien, debe
obedecer.
Él la sostiene de un brazo, incrusta sus dedos en la axila. Ella se
le cae. Casi no se sostiene. Él la sacude. Le habla, le habla y le
habla.
Ella no le presta atención. No lo escucha. Se deja conducir, sin
resistencia.
Bordean el patio. El patio es amplio, más de lo que ella ha
imaginado. El patio se despinta, se diluyen sus colores dentro de
sus ojos de agua. Él está pegado a ella, no la suelta.
Ella respira hondo. Olores atropellados le llegan de todas partes,
madreselvas, jazmines, pasto regado. Un coro de grillos abre la
noche. Un instante y se siente bien. Casi libre. Una certeza
atraviesa fugaz, esta pesadilla terminará pronto. Ríe. Ríe hacia
adentro. Alivio.
Ella mira a su alrededor. Observa. Confirma lo que estos meses
ha visto a través de la rendija. Lo que estos meses ha dibujado en
su cabeza. El puente, el pasaje, el cerco, el portón. Una calle. Esa
calle de tierra la llevaría de vuelta al mundo, a ese mundo de allá
afuera.
19

Después de un largo estancamiento, la causa judicial por la


desaparición de Gabriela pudo seguir tramitándose en Tribunales.
Sin embargo, y detrás de barandilla, comenzaron a aparecer
miradas de cansancio, blanqueo de ojos, suspiros de fastidio, para
terminar con comentarios del tipo ahí vienen estos, de nuevo con la
historieta esa de la desaparición de la chica.
Los corrillos insistían en que no había indicios que hicieran
suponer otra motivación que no tuviera que ver con lo familiar, que
no tuviera ribetes domésticos. Desde un comienzo la policía
consideró que en ese ámbito se debía centrar la investigación.
Instalaron la idea de que la familia era la única responsable. Se
abonó la hipótesis de que Gabriela se habría marchado por su
propia voluntad y con alguien que ella conocía. Versión que se
afianzó luego cuando Patricia, una compañera de Gaby, declaró que
ella misma se lo habría manifestado. Sostuvo sin pestañar que mi
hermana quería irse de casa después de una discusión con mamá.
Es verdad, algunas veces ellas discutían, como cualquier madre con
su hija adolescente, la ropa, el cigarrillo, la salida del fin de semana,
el horario de regreso.
Una mañana, a mamá la citaron con urgencia desde el colegio.
Gaby y dos compañeras se habían fugado durante la última hora de
clases. En medio del patio, la esperaba Ondina, la jefa de
preceptores, con toda su odiosidad a cuestas, seño fruncido,
papada en colgajo, ni bien vio a mamá venir y antes que ella se
acercara, la notificó a los gritos: su hija está sancionada con diez
amonestaciones, su hija no entra en el cuadro de honor. La anotició
así, de buenas a primeras, sin saludarla siquiera, mientras agitaba la
comunicación como un pañuelo. A renglón seguido, cargó contra
ella con toda suerte de reclamos, su hija trae las uñas pintadas, su
hija lleva el pelo mal tomado, su hija se esconde a fumar en el baño,
su hija se demora en el recreo, su hija se sube la pollera, la enrosca
en la cintura y muestra las piernas; su hija esto, su hija esto otro.
Ondina había sido compañera de mamá en los grados, alguna
aversión de entonces y que ella no lograba recordar, la había
llenado de veneno. Mamá se moría de vergüenza. Ondina lo
disfrutaba. Mamá se sentía humillada. Ofendida. Herida en lo más
profundo de su ser. Ondina se deleitaba con el poder que el
momento le proporcionaba. En casa hubo escándalo. Retos. Gritos.
Penitencia. Días de penitencia. De encierro en el cuarto. Llanto. Y
más llanto.
Sí, Gaby tenía su carácter. Mamá también. Gaby soñaba con ser
independiente, autónoma. Mamá, con que nos ajustáramos a su
modelo. Nos quería estudiosos, disciplinados. Perfectos.
Sí, Gaby era rebelde, pero llegaba hasta ahí nomás. No iba más
allá de lo que en el colegio hacían las chicas de su edad. La suya
era la rebeldía propia de una adolescente regalona, consentida y
caprichosa.
¿Una fuga? Imposible.
¿Qué podría haberla llevado a fugarse? ¿Las discusiones con
mamá?
Peleas y desencuentros existían sin duda, pero no llegaron a ser
tantos ni tan furiosos como para justificar algo así.
No. Esa no era una posibilidad. Y mis padres así lo entendieron.
Debía haber otra razón.
A pesar de que en esa época las fugas del hogar eran posibles,
no digamos frecuentes, pero sí posibles, me cuesta ver a mi
hermana tomando una decisión semejante. Me cuesta imaginarla
abandonando la casa. Dejándonos por su propia voluntad.
Perdiéndose para siempre. Y nunca, jamás, dar señales de vida.
Por otra parte, de haberse fugado, debió hacerlo con alguna
persona conocida por ella; alguien que le proporcionara seguridad y
protección. Porque una fuga en aquel entonces habría sido algo
muy peligroso. Como tantas otras cosas. Leer. Hablar. Pensar.
Cuestionar. Todo aquello que no estuviera autorizado. Y Gaby lo
sabía. Eso sólo la hubiera convertido en sospechosa de algo. De
atentar contra el orden establecido. De ir contra las buenas
costumbres. De dar el mal ejemplo. Etcétera, etcétera, etcétera.
No se nos venía a la mente nadie con quien ella pudiera haberse
escapado. Gabriela no estaba de novia. ¿Álvaro? Menos que
menos. Él había sido el amor imposible de mi hermana. Gaby se
había enamorado perdidamente, algo por demás platónico, él le
llevaba unos cuatro años y ya había partido a estudiar fuera de la
provincia, y ni siquiera se había fijado en ella, menos mal, porque
mamá se lo hubiera combatido. Pretendía que Gaby se mantuviera
lejos de los chicos. Que nada ni nadie la apartara de su camino.
Que se concentrara en el estudio, ingresara en la facultad, abrazara
una carrera, tuviera un buen desempeño y se recibiera en los años
establecidos. Recién entonces y con su título bajo el brazo podría
pensar en un novio.
20

Ese día, papá le rompe el alma a Suárez. Literalmente. Lo golpea


y lo deja como un Cristo. No tiene dudas.
Él es el responsable. Él la ha raptado. Él le ha hecho algo.
¿Dónde la tiene?
Llega a su casa, toca el timbre y lo atiende la mujer. Sin mediar
palabra, ingresa, lo levanta de la mesa y lo golpea. No quiere
escucharlo. Le pega en medio de la cara. Y no se detiene, ni cuando
ella le grita, ni cuando oye a esos niños rogarle que pare, que deje a
su padre. No, no se detiene, sigue golpeándolo, exigiéndole que le
diga qué ha hecho con Gaby.
¿Dónde está? ¡A vos te gustan las pendejas!
¿Qué le hiciste?
¡Contestame o te mato! ¡Me acuerdo muy bien! ¿Vos te olvidaste?
Logra sacarle un te juro, un no hice nada, un no sé de qué me
hablás.
Papá se frena cuando lo tiene hecho girones, cuando lo deja en
un agonizante sollozo de mariquita. De rodillas, la mujer llora
intentando componer al marido, rehacer sus pedazos
desparramados sobre el suelo. Papá la ve. Se contiene. Hubiera
querido zamarrearla porque es una boluda, una mina que no ve más
allá de sus narices, ella le ha creído siempre. Una víctima más de
sus estafas. ¡Una imbécil!
Una imbécil como él, como él mismo que se ha dejado envolver
con sus cómo dudás de mí, las cosas no son lo que parecen. Con
sus explicaciones insólitas, con sus apelaciones a la amistad y toda
una sarta de pelotudeces por el estilo.

Unas horas antes Gutiérrez estuvo en casa, barajando la idea de


que efectivamente Gaby se pudo haber fugado pero con alguien que
la engañó. Con alguien que se ganó su confianza, que tal vez hasta
vive cerca, en alguna cuadra próxima, de tal forma que está al tanto
de sus movimientos.
Una sensación creciente de desagrado copa a papá a medida que
Gutiérrez traza su hipótesis. Alguien mayor que ella, un adulto,
alguien que hubiera reparado justamente en ella, en su físico, en su
belleza, en su juventud, que tal vez hasta la hubiera visto crecer.
Alguien conocido por la familia, inteligente, seductor, un tipo que
exhibiera una imagen pública de persona decente, continúa y se
regodea en la descripción de un potencial perfil.
A papá se le instala un revoltijo en el estómago. Percibe cómo los
ojitos achinados de Gutiérrez lo escudriñan, más azuzados que
nunca, más inquisidores que otras veces. Ese zorro sabe lo que él
sabe, eso que él ha pretendido olvidar. Algo que él ha ocultado.
Sí, ha tapado a Suárez. Ha callado su infamia.
Porque Suárez es su amigo.
Y él quería creer en él. Ingenuo, ha sido un ingenuo.
Un imbécil, un estúpido.
Un boludo. Ha confiado en sus argumentos.
¡Y así le paga!
Se conocen de años, desde que él llegó a la ciudad, también se
había graduado como médico clínico. Llegó casado y tiempo
después tendría los hijos.
A papá aquella escena se le viene de golpe. Náuseas. Siente
náuseas. Sabe que a Suárez le gustan las mujeres de todas las
edades, pero por sobre todo esas que podrían ser sus hijas.
El tipo lo aturde con explicaciones, sostiene que está seguro, que
se ha cerciorado. Mirá, le dice, no se trata de una menor, no,
aunque su aspecto diga lo contrario. Además, la chica lo ha
buscado, eso dice, vos no tenés idea lo que hoy son las pendejas, y
vos sabés, la carne es débil.
El lobo se cubre con la piel de un cordero.
Sí, Suárez lo admite, conoce a la madre de la chica, la había
atendido en su consultorio por un problema gástrico, sí un par de
veces. Al comienzo venían juntas a la consulta, después la hija se
aparece sola y no lo vas a creer, hermano, ella misma se me tira,
eso dice, que ella se le insinúa con sus mohines de gatita. Y él no es
un lerdo, él la ha rondado por la casa, la ha invitado a subir en su
auto, a dar una vuelta hasta el dique, cursi, a ver las estrellas. Y yo
soy un hombre, che, ¿o me vas a crucificar por eso? Y le jura por
sus propios hijos que la madre de la chica está al tanto. Suárez
acepta que él mismo les costea el alquiler, de buenudo nomás, por
caridad, porque se apiada de esas dos pobres mujeres sin hombre.
Le resulta convincente, al menos eso quiere creer papá. Al fin y al
cabo Suárez es un amigo y a la chica que la cuide la madre, se
justifica.

¡Cómo no lo sospechó antes! Ya lo había inquietado el modo en


que este tipo miró a Gaby en un asado, un domingo al mediodía,
dos semanas antes de su desaparición. Esa mirada lasciva
resbalándose por sus formas. Reparando en lo linda que estaba, en
cuánto había crecido, en que ya llegaba el día de su cumpleaños y
hacés una fiesta, ¿no?, ¿me invitás? Haciéndose el gracioso,
articulando piropos. El lobo dilatando sus ojos. Afilando su lengua.
Consigue que mamá se moleste. Qué tipo de mierda, este Suárez,
le dice después en la cocina. Es medio degenerado, ¿te diste
cuenta? Y la tonta de la mujer, en las nubes, nunca enterada de
nada. Mironear a tu hija, a tu propia hija y delante de tus narices.
¡Qué hijo de puta!

Alguien conocido por ellos, continúa Gutiérrez. ¡Esto es más de lo


que papá puede soportar! Inteligente, seductor, alguien con una
imagen pública de persona decente, Gutiérrez taladrándolo en la
cabeza. Ni que recitara lo que un rato antes ha leído en un manual.
Se descorre el telón. Papá no tiene dudas. Es él. Conoce su
debilidad. No hay vez que el infeliz no se jacte de aventuras y de
proezas con mujeres. Disfruta de las cargadas de los amigotes, que
le adjudican no hacerle asco a ninguna; bien capaz es de tirarse
desde la abuela hasta la nieta, pero las pendejas son la cereza de la
torta, dice, y ríe hacia dentro, entrecerrando los ojos, haciendo una
seca para luego desarmarse en una carcajada, tan propia, tan
fanfarrona. Lúbrica. Obscena.
Ahora papá se da cuenta. Ahora está seguro. Sí. Ahora ve lo que
ha ocurrido. Ha sido él, se dice. Sí. No lo duda. La furia lo ciega.
¡Meterse con mi Gaby! Cínico. ¡Mierda y viene a casa a ofrecer
ayuda!
Lo va a matar. No le importa lo que pase, lo va a reventar. Acre,
un sabor acre le asciende por el esófago, se le empasta en la boca.
Porque papá no ha olvidado. Recuerda perfectamente lo que ha
visto un año antes de la desaparición de Gaby. Temprano en la
tarde, debía atender un domicilio. Examina su maletín y no
encuentra el estetoscopio, se acuerda entonces de que esa mañana
se lo ha prestado a Suárez. Va a su consultorio en su búsqueda.
Abre la puerta y la escena se desnuda frente a sus ojos. Suárez,
volcado sobre el escritorio. Suárez levantando abrupto la cabeza.
Suárez sosteniendo la mitad del cuerpo sobre los antebrazos, y ahí,
debajo, bajo su torso, una cabeza, unos hombros delgados y
despegándose del vidrio, lenta, turbada, una cara de niña.
Atónito, papá retrocede y cierra la puerta.
21

Durante los años posteriores a la desaparición de Gabriela, papá


leía los diarios, escuchaba radio, intentaba entrever algún signo.
La buscaba. La buscaba por todos lados.
Llevo su imagen, la de esos días, adherida a mi retina. Salía y
recorría las calles. Caminaba y caminaba y mientras lo hacía,
fumaba un pucho tras otro. Deslizaba displicente por el borde de las
paredes la ramita seca de alguna planta que a la pasada había
cortado. Con frecuencia se quedaba por ahí, tomando un vinito, una
cerveza. En soledad, la mayoría de las veces, la mirada ida, vaya a
saber dónde, murmurando alguna cosa, no sé qué, o tal vez sí, lo
intuyo renegar sobre cómo la suerte se le había dado vuelta.
Averiguaba.
Preguntaba por quien haya visto algo. Algo que le dijera algo de
ella. Por quien se haya enterado de alguna cosa.
Y no. Nunca encontró nada.
Dejó de creer en el sistema, en la justicia. En las personas.
Creo que perdió la confianza en todo. Hasta que cayó. Primero
fue la bebida, luego la enfermedad. Siempre la depresión. El cáncer
no tardó en aparecer. La enfermedad no le daría tregua, tampoco él
le opondría batalla.
Comenzó a moverse con sigilo por la casa. Se le instaló un
mutismo que lo hizo parecer un fantasma. Se sumergía horas y
horas en el televisor, en un partido de fútbol y en otro, luego saltaba
por los diferentes canales para escuchar los comentarios y después
se quedaba en un partido de tenis, en una pelea de box. Reemplazó
el tempranillo que solía descorchar los domingos y degustaba de a
poquito durante la semana, por el whisky en el que se ahogaba
noche tras noche.
A veces ni siquiera venía a la mesa a comer. Se dormía en su
sillón poltrona. Mamá lo observaba. Lo veía llorar en silencio.
Derrumbado. Sin armas. Ese hombre que con una sola mano supo
desbaratar su mundo. Llenar todos los espacios. Ese hombre que
ahora se había convertido en un héroe caído. Un hombre que cada
vez se parecería más a un anciano en su camino de regreso,
emprendiendo su vuelta hacia la infancia más desvalida y allí lo
había encontrado nuevamente ella, pero esta vez como a un hijo, al
que ahora debía alimentar, abrigar, consolar, cuidar, proteger. Se
arrimaba a él, le traía un poco de comida, le acariciaba la frente, lo
cubría con una manta. Luego, ella seguía su camino hacia el cuarto.
Muda. Sin quejarse. Sin decirle una sola palabra.
22

En el salón había muchas personas que llevaban historias a


cuestas, llevaban años buscando a familiares, años a tientas en las
tinieblas.
Sobre las paredes había carteleras con fotografías pequeñas,
algunas en blanco y negro y otras a color, de personas que estaban
perdidas. Debajo de cada una de esas fotos aparecía un nombre y
un apellido, el número de un documento de identidad, la fecha
desde cuando faltaba al hogar, un teléfono de contacto. Entre ellas y
en el extremo derecho, puso mamá una de Gaby. Había llevado la
foto cuatro por cuatro que aparecía en su documento, le había
quedado una copia en un sobrecito pequeño de papel madera,
dentro del cajoncito de la mesa de luz. Llevaba consigo otras fotos
de Gaby, justamente las de la fiesta de su último cumpleaños, las de
las vacaciones en Mar del Plata y una que, a la salida de la misa del
domingo, le había entregado Silvina, una compañera de curso.
Aquel día, mamá finalmente optó por colocar sobre la esterilla la
foto carné, le pareció más apropiada, y guardó la otra. Había sido
sacada en el recreo, apenas unos días antes de su desaparición. Es
la última fotografía que de ella existe. Fue tomada con una polaroid.
Vivi creía recordar que la misma Silvina la había tomado.
A Gaby se la ve contenta, con una sonrisa amplia, la mirada
chispeante, levantando los brazos, las palmas hacia arriba,
haciendo una morisqueta, como diciendo hola, aquí estoy. Sí, sin
duda se ve feliz, segura en ese su mundo, ignorando lo que un par
de días después se desataría sobre ella.
Lleva el pelo recogido, tirante hacia atrás, rematado en una cola
de caballo, a la que ha volcado hacia adelante por sobre el hombro
derecho. Se ve un día luminoso, de sol. Está parada sobre un
escalón, detrás de ella aparece la extensión del patio, en un
segundo plano un tramo del mástil, detrás la galería. Lleva puesta la
ropa del uniforme, remera turquesa y pollera blanca, el ruedo al ras
de la rodilla. Medias tres cuartos. Pantorrillas bien trazadas, las
debía a sus horas de entrenamiento. Hacia la izquierda y arriba del
pecho tiene prendido el distintivo del colegio.
No pude determinar por qué estaría vestida de ese modo, en esa
época se usaba el uniforme para los actos formales, en los desfiles,
en fechas patrias y el guardapolvo para todos los días, no ubicaba
ningún acontecimiento especial que en ese momento lo exigiera.
Vivi tampoco lo recordaba. De todos modos, era un detalle sin
importancia.

Después del ochenta y tres se activaron las causas por la


desaparición de personas. Cientos de expedientes iniciados en esos
años y antes también encontraron su curso, pero el de Gaby no tuvo
la misma suerte. En su fatídico derrotero no sólo había incorporado
actuaciones, averiguaciones y testimonios sino también había
acumulado toda suerte de complicaciones y obstáculos. Había
perdido por ejemplo algunas fojas, extraviadas por la desidia de
algún empleado inoperante o por la mano traviesa de algún
malintencionado, por qué no. Lo ignorábamos. Sin embargo, no
tardamos en comprender que si en este país habían desaparecido
personas, cómo no iban a desaparecer expedientes íntegros.
La cuestión es que no había nada cierto en torno a ella. La causa
languidecía y por épocas se planchaba.
Pero.
¿Cómo era posible que la causa pudiera llegar a cerrarse si la
víctima continuaba sin aparecer? Y mi hermana estaba
desaparecida. Y nadie podía responder.
Locos. A mis padres los consideraron locos. Decían que ellos
intentaban instalar la historia de la desaparición de Gaby. Una
desaparición que era una gran mentira, sostenían, porque en
realidad no había existido.
Un desaparecido, en esa época, era considerado una incógnita
total. Un enigma. Un secreto. No estaba ni vivo ni muerto. Estaba
desaparecido. Si una persona no estaba, no estaba. Perdía su
entidad. Se convertía en un objeto. En una cosa perdida, que casi
nadie extrañaba.
Apareció, entonces, una nueva categoría, la de un no estar. ¿Ante
este no estar qué se hacía?
El no estar requería el tratamiento del que no está. De la no
existencia.
¿Era eso, acaso, la nada? Ante esa nada, nada se puede hacer,
sentenciaban. Así, ni la policía ni la justicia se hacían cargo.
Tampoco aquellos que pudieran saber alguna cosa.
Y Gabriela estaba ahí, en ese no estar. En ese limbo oscuro y
borroso del no estar.
Gabriela no estaba.
Ni viva.
Ni muerta.
¿Debíamos presumir su muerte? ¿Debíamos suponer su huida?
En casa nadie quería pensarlo. Afuera, nadie acertaba una
respuesta.
Gabriela se convirtió en un alguien viviendo sólo en nuestras
mentes. En mentes alucinadas, decían. Y el alucinado no tenía lugar
en este mundo. Debía ser ignorado. Debía ser tratado como un
demente, como un fabulador. Como un perturbador del orden. Como
alguien peligroso. El mundo parecía haberse puesto en nuestra
contra. Un mundo que continuaba con su vida, al margen de todos
nosotros. Prescindiendo de todos nosotros.
23

La muerte.
La idea de la muerte no tarda en aparecer. Y rondar. Y atormentar.
La Muerte con mayúscula. Una presencia. Igual, idéntica a esa
mujer de larga casulla, de negro absoluto, de guadaña certera.
Pero cómo es esto posible.
Por épocas pensamos a Gabriela muerta. Sí, muerta pero sin
muerte.
Muerta, sí, llegamos a imaginarlo por un instante. Sí. Llegamos a
aceptarlo por un momento. Pero.
Cuándo. Cómo. Dónde. Por qué.
La suya es una muerte de ausencias.
Una muerte.
Sin cuerpo.
Sin capilla ardiente. Sin flores. Sin lloronas.
Sin aviso fúnebre. Sin novena.
Sin tumba.
Sin duelo.
Quién se robó su muerte. ¿Quién?
Una muerte.
Su muerte. Sin cuerpo.
Sin cuerpo no hay crimen. Sin crimen no hay culpable. Sin
culpable no hay responsable.
Sin responsable no hay nada.
Nada.
24

Nace diciembre. Gabriela se ve sobre el colchón, acostada con


los brazos extendidos hacia los costados. El pelo negro, charolado,
serpenteando sobre la almohada. El vientre como un mundo se le
aparece redondo por sobre ella. Desde adentro la criaturita se
mueve inquieta, de un costado a otro. Se estira, debe estar
incómoda. Tiene apuro, parece querer salir. La espolea. Para que se
levante, para que tome una decisión, para que junte coraje y sea
valiente y salte de ese catre y corra y vamos, la vida está
esperando. Ella trata de tranquilizarla, le toma la manito a través del
vientre, le promete que todo va a salir bien, le pide paciencia, que
espere porque ni bien él se distraiga, ella lo intentará una vez más.
Pero debe ser cuidadosa, no provocar su enojo. Trazar una
estrategia. Engañarlo. Es lo que ella va a hacer, que él caiga como
un chorlito en su trampa.
Ella se muestra casi amable. Se lava, se peina, come sin que él
tenga que indicárselo. Le da conversación, hace lo que él le pide.
La vida dentro del cuarto se amansa.
En los próximos días ella gana su confianza y consigue que él le
quite la pulsera y la libere de la atadura. Le ha traído unas cremas y
se las unta masajeándole el tobillo, ella le dice que le preocupa esa
hinchazón, cree que ya no se le irá nunca, que ese color no
desaparecerá jamás. Pero él se ríe, ya verá que todo cambia
cuando ella pueda desocuparse. Cuando el niño nazca. O la niña. Él
la mira mientras le masajea la pierna y se sonríe. Y se ve estúpido y
feliz. Y ella le responde con una media sonrisa. Como si ya se
hubiera convencido, como si ya estuviera tranquila de quedarse ahí,
con él. Y ella lo mira fijo. Y ella le clava la mirada, qué puede hacerle
que ya no le haya hecho. Qué puede sucederle que ya no le haya
sucedido.
Ella le pregunta cómo será cuando vaya a parir. Ella bien sabe, a
las mujeres las llevan a un sanatorio para tener al bebé y se llama a
un médico y a una partera, así ha sido cuando nacieron ella y sus
hermanos y sabe, duele mucho y tiene miedo, mucho miedo. Él le
dice que no, eso no, pronto en unos días nomás ya se habrán
marchado y seguro va a dar a luz en un hospital, allá, en ese lugar
donde ellos van a vivir. Él dice, falta todavía, no debe preocuparse
de nada, tiene todo calculado y lleva bien las cuentas y que se
quede tranquila, que lo deje en sus manos, que confíe, todo va a
salir como lo ha planeado. Las pastillas, que las tome, que duerma
otra vez. Y ella lo vuelve a ver sonreír. Estúpido y feliz.
25

Y se lo había prometido a mamá poco antes de su muerte. Le


había jurado que buscaría a mi hermana, a Gaby.
Pero qué podía hacer yo que no hayan hecho mis padres. Me
sentía impotente. Me desesperaba pensar una y mil veces lo mismo,
todo ese camino emprendido por ellos había resultado vano. Porque
ellos nunca abandonaron su búsqueda. Años y años de búsqueda
incansable.
Al comienzo no creí poder hacerlo. No sabía siquiera por dónde
comenzar. Y una parte de mí se resistía. Es verdad. No quería
recordar, no quería volver atrás. No, no quería.
Me negaba.
Me resultaba mortificante. Mi hermana había desaparecido, y
desde entonces había visto desintegrarse aquel mundo feliz de la
infancia. Mi niñez, mi adolescencia, mi vida. Mi vida entera estuvo
atravesada por su ausencia. Después de su desaparición el mundo
entero colapsó.
Se revolvió.
Se estremeció.
Y lo absurdo se hizo norma.
Sí, una parte de mí temía volver una y otra vez al pasado, quedar
atrapada en él. Me debatía entre el imperativo de no faltar a esa
promesa y el pánico que me provocaba sumergirme en esta historia.
Y me ocupaba el dolor. La bronca. La necesidad imperiosa de
conocer lo que había sucedido con ella.
Y se lo había prometido. A ella, a mi madre. Le había jurado que
buscaría a mi hermana. A Gaby.
26

Llevaba años sin ver a Bruno, hasta que una mañana en pleno
centro de Córdoba nos cruzamos. Me pareció que era él, y él
también debió verme porque se volvió como quien cree reconocer a
alguien en el tumulto de la gente. Sin embargo los dos seguimos.
Debo haber caminado un par de cuadras cuando di la vuelta y corrí
a buscarlo. Algo me llevó hacia él. Un buen pálpito. Una intuición. La
necesidad de hacerle preguntas, de rescatar con él un pedacito del
pasado. No sé.
Lo encontré mirando unas vidrieras con ropa para niños, iba
acompañado por su mujer. Le hablé. Nos reconocimos y nos
saludamos. Estaba casi idéntico a como lo había dejado en su
adolescencia. El mismo corte de pelo, la misma cara redonda, las
mismas pecas sobre la nariz, aunque ahora esa nariz se le había
caído y unas canas incipientes asomaban sobre las patillas. Me
presentó a su mujer y, por la cara que ella puso, pude darme cuenta
de que este encuentro le molestaba. Seguramente ya tenía noticias
de nuestra historia. Le dije a Bruno que desde hacía tiempo
necesitaba hablar con él. Contarle algunas cosas, preguntarle otras,
detalles por ejemplo. Nada diferente de lo que tal vez él pudo haber
hablado con mis padres o lo que él haya declarado en la
investigación.
Aceptó de buena gana. Ante mi sorpresa, acotó que también él
deseaba hablar conmigo. Nos debíamos una conversación, dijo. A
su lado la mujer cambió notablemente de actitud. Ignoro lo que él le
habría contado, pero de algo estoy segura y es que ella se fastidió.
Era más que evidente. Miedo, tal vez. Todo el tiempo lo tomaba del
brazo como sujetándolo y previniéndolo por lo que pudiera llegar a
decir. Amor, le recordaba, estamos apurados, y ella misma explicaba
la necesidad de volver cuanto antes a buscar a los hijos, habían
quedado al cuidado de una tía y en un par de horas se haría de
noche y ella se preocuparía.
Algo me decía que debía hablar con él. Lo tenía a tiro y no iba a
dejarlo partir así como así. Entonces les propuse reencontrarnos al
día siguiente para tomar un café y conversar tranquilos, por aquí
nomás, antes del mediodía. Sí, les propuse a ambos. Incluí a la
mujer porque la cacé al vuelo, pensé que sería de esas que hacen
un escándalo mayúsculo para imponerse al marido y salirse con la
suya, y él sería de esos que finalmente terminan sometiéndose, con
el típico sí querida, y así evitan problemas. Estaba segura, ella no lo
dejaría venir solo. La mujer resultó ser el calco absoluto de doña
Irene, los mismos ojos saltones, la mirada alerta, la voz de corneta.
¿Cómo era posible que un hombre se casara con una mujer igual a
su propia madre? ¡Ese era Bruno!
Quedamos en reunirnos en El Quijote. Esa noche no pegué un
ojo. Él lo había dicho, debía hablar conmigo. ¿Qué necesitaba
contarme?
Llegué con suficiente antelación, quería elegir una mesa que
estuviera relativamente resguardada pero que además me
permitiera verlos llegar a través de esos enormes ventanales que allí
había. Habíamos acordado a las once. Demoraron un poco y temí
que no vinieran.

Abril comenzaba. En unos días más se cumplirían veinticinco


años de lo de Gaby.
¿De su partida? ¿De su desaparición? ¿De su muerte?
¿Cómo nombrar a ese día?
Diecinueve de abril.
Las personas festejamos el día de nuestro cumpleaños.
Recordamos la partida de nuestros seres queridos, su muerte. Con
Gaby no podíamos hacer ni una cosa ni otra.
El diecinueve de abril era una fecha especial, única y diferente de
cualquiera, no podíamos ponerle nombre. Una fecha equívoca y
oscura.
Una fecha que no queríamos recordar, que deseábamos evitar y,
de haber podido, hasta la hubiéramos borrado del calendario.
Una fecha que no íbamos a olvidar. Cruzada por el dolor, por la
rabia, por la impotencia.
Ni un festejo, ni una conmemoración.

Después de media hora, bajaron de un taxi. Los vi venir. Él,


manos en bolsillo, la cabeza gacha, la actitud de acatamiento,
cargaba unos kilos de más, sin embargo su cuerpo conservaba el
recuerdo de las siestas de potrero, ahora el picadito se habría
relegado a los fines de semana. Ella, ancha y potente, llena de
ademanes, le hablaba, podía escucharla dándole instrucciones
sobre qué decir, qué contestar, etcétera, etcétera. Ese tipo de mujer
que siempre está ahí, arbitrándolo todo. Tenía noticias sobre Bruno,
había sido un estudiante crónico y después de muchos años había
conseguido graduarse como contador público para darle el gusto a
la madre.
Él pidió un cortado, yo también, con unos criollos y un vaso
grande de soda. La mujer, una gaseosa y un platito de maní sin
cáscara. Comenzamos la charla sobre la locura del clima, ya otoño y
el verano que parecía no querer irse, luego el estás igual, casi no
cambiaste y esas cosas. Hablamos de la provincia, cambiaban los
funcionarios pero todo seguía del mismo modo, salvaje y hostil, las
acusaciones de uno, los dichos del otro, los cambios se reducían a
una expresión de buenos deseos y falsas promesas, todo cambia
para que todo siga igual habría dicho un no sé quién. El fulano que
desde que está con el gobierno se llenó de plata, la corrupción, la
inacción judicial, los que miramos hacia otro lado, el país que
parecía no avanzar. Comentarios de esa clase, dichos como al
pasar para no ir de lleno al tema que no podíamos obviar. Imposible
eludir: Gaby.
Él había resuelto quedarse en Córdoba, había formado su familia,
conseguido un buen cargo en el Banco Provincia. Lo cuidaba, no lo
dudo, había sido un chico tranquilo, seguiría del mismo modo. Decía
no tener apremios económicos, tampoco lujos, lo que necesitaba, un
departamento propio, comprado con un crédito que les habían
otorgado de modo especial a los empleados, lo estaba pagando en
cómodas cuotas. Además, con la mujer eran muy prudentes a la
hora de gastar. Tres hijos. Un perro. La vida ordenada. Estaba
cómodo. También yo le conté sobre mi trabajo, horas de cátedra en
un colegio, no podía decir que era estable y seguro, porque desde
que había ingresado lo había hecho en la condición de suplente y
así, bien sabía, podía llegar a estar de por vida, porque concursos
para ser titular del cargo nunca se realizaban, y si los había, venían
señalados con el dedo. Sin embargo el día a día con adolescentes
me resultaba gratificante, por la mente abierta todavía, sin vicios, sin
prejuicios. Historia Argentina y Formación Ética. ¡Qué materias!,
dijo. Le conté que me había casado y había tenido dos hijos pero, a
diferencia del suyo, mi matrimonio resultó un fracaso rotundo,
comenzó mal y terminó peor.
Le hablé de papá y de mamá. De cómo ellos habían buscado a
Gaby y de cómo habían muerto sin saber nada de ella. De cómo la
causa se había paralizado. Le hablé también de la necesidad de
reconstruir esta historia llena de silencios. De la sensación
espantosa de creer que alguien había sembrado piedras para que
nosotros las recogiéramos. Me respondió que lo sabía, estaba al
tanto, más de lo que yo creía. Me escuché lamentar pausado y
sentido sobre cómo la vida nos había golpeado. La imposibilidad de
encontrar algún rastro que nos permitiera llegar a la verdad. La
destrucción familiar. La devastación personal. La convicción de que
todo había sido injusto, la vida misma había sido injusta. Aún no sé
por qué razón me confesé ante él, ante su mujer. Frente a ellos. Qué
vi en ellos para soltar mi rollo, si no era mi costumbre hacerlo con
nadie.
La conversación iba y volvía de este presente lleno de
interrogantes hacia aquellos días atroces. La mujer de Bruno
escuchaba. Nos observaba muda y tensa saltando la vista
continuamente, alternando del marido a mí, de mí al marido. Ella fue
soltándose, aflojándose de a poco hasta perder esa compostura con
la que había llegado. De a ratos y cuando parecía no aguantar más
soltaba algún ¡ah!, un ¡Dios mío!, al tiempo que devoraba
concentrada y gustosa un maní tras otro.
Bruno dijo recordar algo, en realidad, la presencia de un alguien.
En su momento no lo había mencionado, tal vez, explicó, no le
habría parecido relevante, además cuando lo interrogaron, él se
limitó a responder lo que le preguntaban, así lo habían instruido.
Con los años, un par de escenas en las que se le aparecía un
mismo hombre le daban vueltas por la cabeza. Y lo hacían pensar.
Se trata de un tipo grande, o tal vez no tanto pero sí mayor que
ellos. Lo ha visto acercarse a ella en diferentes ocasiones, en un
cumpleaños, un par de veces a la salida del colegio. Lo ve
conversar con Gaby y con Vivi. Las chicas se ríen. Se alejan.
Cuchichean, divertidas.
¿Un tipo grande?
Él explica, en ese entonces le había parecido mayor. Ahora
piensa que como mucho llegaría a los treinta. Supone, no tendría un
grado alto.
¿Cómo un grado?
Sí, era un oficial del Ejército. Subteniente, algo así.
No sabe su nombre. No lo recuerda. Peor, lo ignora por completo.
Una sola vez, cree, le habría preguntado a Gabriela por él y ella le
habría contestado despectiva, con una mueca, con un movimiento
de hombros.
Lo escucho. Tardo en reaccionar.
¿Cómo? ¿Qué decís?
Él enmudece.
¿Hablás recién ahora?, le reclamo.
La mujer de Bruno quiere decir alguna cosa. Él le sale al cruce.
Levanta la mano. La hace callar con un gesto.
Él ignora por qué no abrió la boca en ese momento. No se dio
cuenta. Tuvo miedo. Estaba asustado con la desaparición de
Gabriela, trata de justificar. Se decían cientos de cosas. No sabía
qué pensar. Ni qué decir. No entendía nada. Su voz se hace
desesperada. Se desarma en explicaciones. Quiere pedirme
disculpas. Lo tortura la idea de que hubiera sido un dato importante
y él hubiera callado por ignorancia, por negligencia. Por temor,
insiste. Porque era un pendejo inmaduro.
Quiere que yo sepa que jamás tuvo la intención de ocultar nada.
Quiere que yo sepa que jamás tuvo la intención de dañar a Gaby.
Quiere que yo entienda que él se sentía entre la espada y la
pared.
No está seguro de si esas escenas han ocurrido tal como las ve
en su recuerdo. Tampoco está seguro de si debe contar lo que está
contando. Cree que yo podría considerarlo un mentiroso o un
fabulador. Teme también, si esto llegara a divulgarse, tener
problemas en su trabajo, en su vida. En su grata y sosa vida.
Pero los cuestionamientos afloran y lo inquietan.
¿Y si ese tipo hubiera tenido algo que ver con Gaby? ¿Si él es la
punta del ovillo? ¿Si acaso él es la pieza que le falta a este gran
rompecabezas?

Estupefacta. Días y días después de ese encuentro, yo


continuaba igual. Atónita. Sin atinar a hacer nada. A tomar decisión
alguna. Sin saber siquiera qué pensar.
No podía permanecer indiferente a lo que Bruno había dicho.
Tenía que hacer algo.
Había ahora algo nuevo y, aunque por momentos sonara
descabellado, abría un nuevo camino.
¿Descabellado? ¿Sin sentido? ¿Era posible conectar a Gaby con
un tipo que en esa época estuviera en el Ejército?
No. No podía. No me entraba en la cabeza.
Bruno dijo que Vivi había estado presente en esos encuentros.
Ella estuvo allí, con Gaby. Todas y cada una de las veces que él lo
había visto. Pero, qué raro, ella tampoco lo había mencionado
nunca, ni en su interrogatorio frente a la policía, ni en sus
conversaciones con mamá, ni con Gutiérrez.
Por otra parte, supimos que la madre de Bruno había entrado en
pánico. Le prohibió que volviera por casa. Le prohibió que tuviera
contacto con alguno de nosotros. Le prohibió que agregara una
palabra más a lo que ya había contado. Por nada del mundo quería
que el escándalo los envolviera, a ella o a su hijo.

Vivi.
Él lo afirmó, Gaby estaba con Vivi. Ella había sido amiga y
compañera de escuela de mi hermana.
Decidí buscarla. Decidí corroborar el relato de Bruno.
27

Debiste hacerlo.
Pisarla, cuando la tiraste contra el suelo. Aplastarla, como se
aplasta una hormiga, una cucaracha, un insecto cualquiera.
Ahorcarla cuando dormía. Cuando la tenías ahí, al alcance de tu
mano.
Porque ella se lo merecía.
¡Desagradecida!
¡Hija de puta!
No pudiste. No pudiste matarla la mañana esa. ¿Por qué?
Porque sos débil.
Cobarde.
Cagón.
No pudiste.
Ella te hirió.
Le perdonaste la vida.
Y ella decidió vengarse de vos. Lo ha hecho. ¡La pendeja de
mierda lo hizo!
Se salió con la suya.
Te dejó.
Te abandonó.
A vos.
¿Te das cuenta?
Pero qué esperabas.
Y volvés a esos días. La ves. Ves cómo ella ha cambiado. Ya no
es esa muñequita aterrada. Ahora clava sus ojos en los tuyos.
Te desafía.
Te sigue.
Te acecha con esos sus ojos de paloma herida.
Te irrita. Te enfurece. Quisieras saber qué está pensando. Qué
está tramando.
—¿Pensás que podés dejarme? —le dijiste. Te equivocás,
pendeja. A mí nadie se me escapa. Nadie puede hacerlo. Yo no lo
permito.
28

Viviana Inés Gómez, me acordaba perfectamente de ella. Sus


padres vivían a unas cuantas cuadras de distancia de los míos, en
pleno centro de la ciudad.
Decidí visitar a su madre con el propósito de que me diera su
dirección o un teléfono para llamarla. No estaba segura de contar
con un buen pretexto para aparecer después de tantos años. En ese
momento se me ocurrió algo así como estoy contactando a las ex
compañeras de Gaby para ver si alguna de ellas había guardado
una foto, algún recuerdo de los años de colegio, sin embargo la
excusa ni siquiera me haría falta. La mamá de Vivi no prestaría
atención a mis explicaciones, no alcancé a terminar la frase cuando
me interrumpió. Era una mujer amabilísima, conversadora en
extremo, hablaba y hablaba, tanto que parecía regodearse
escuchándose a sí misma. Ni bien llamé a la puerta, me atendió una
empleada y me hizo pasar a una sala, dijo que me sentara y
esperara a la señora. Ella apareció unos minutos después, saquito
de lanilla sobre los hombros, celeste pastel, collar de perlas de dos
vueltas y el peinado perfecto, recién cepillado en la peluquería, la
sonrisa pintada, la cara pastosa de maquillaje, los brazos abiertos
en señal de bienvenida, como si fuéramos amigas entrañables y
lleváramos largo tiempo sin vernos. Detrás de ella, la empleada que
me había atendido un rato antes regresó con una bandeja de asas
estriadas, dos cafés y unas palmeritas. La mamá de Vivi contó que
Vivi había conocido en la universidad a un mendocino con quien se
había casado y radicado en Capital Federal, explicó que venía poco
y nada aquí, a la ciudad, sólo a fin de año, para la época de las
fiestas, pero ahora lo haría en unos días más porque justamente su
papá estaba muy enfermo y ya viviendo sus últimos días. El pobre
años atrás había comenzado a olvidar sus cosas, las llaves, el
maletín, dónde había dejado el auto estacionado, cuál era el camino
hasta su oficina, cómo regresar, se perdía y aparecía queriendo
entrar en lo de una gente con la que nunca había tenido trato, en los
andurriales, lejos de aquí, diciendo que esa casa era la suya propia
y que la mujer que vivía allí con sus hijitos eran sus verdaderos
seres queridos y lo confundía todo, y lo peor de lo peor era que a su
propia familia la había dejado de conocer, así por ejemplo se le
había puesto que ella misma, su mujer con más de cuarenta años
de matrimonio legítimo, se llamaba Selva, y Selva de aquí y Selva
de allá, no había poder humano que lo hiciera entrar en razón y
cómo podía ser que la repudiara a ella, a su esposa, cuando ella
sólo le había dedicado la vida entera, pero así eran algunos
hombres, Marcelita, desagradecidos, ingratos, traicioneros, de
dónde Santo Dios había sacado semejante cosa, nadie podía
imaginarlo; a los hijos verdaderos los trataba como a extraños, a mi
pobre Felipe lo acusaba a los gritos de ladrón y a Vivi, que había
sido su princesita, de egoísta y malintencionada; escondía su dinero
y lo llevaba hasta esa mujer, que resultó ser ella misma una pilla,
una zorra, una gran aprovechadora porque calladita, calladita
aceptaba lo que él le llevaba; y él hablaba y hablaba de cosas raras,
se le dio por decir que tenía secretos bien guardados y papeles
comprometedores a los que había enterrado en un lugar que sólo él
conocía, y pensando que se trataría de dinero fuimos a buscar en el
patio de la casona donde él tenía su estudio, y Felipe mismo y sin
ayuda de nadie se encargó de picar todo el embaldosado del patio y
remover hasta la tierra de canteros y macetas pero no, no encontró
nada de nada, falta aún el jardín delantero y quién sabe, habrá que
llegar hasta los cimientos mismos y removerlos para ver qué habrá
escondido este infeliz allí; los hechos se le fueron mezclando unos
con otros, actuaba como si fuera otra persona, como si otro ser se le
hubiera metido adentro, empezó a tener pánico, vivía aterrado,
¿cómo podía ser?, ¡él mismo en persona había sido temible!, se
escondía bajo las camas, dentro del ropero, detrás del aparador,
jamás podíamos objetarle nada, decía que venían por él, pero
quiénes, Cosme, le preguntaba en mi desesperación, y se le dio por
cerrar las puertas con candados y atravesar sillas y mesas para que
no fueran abiertas, no nos permitía atender el teléfono ni descorrer
las cortinas, vigilan, controlan, explicaba, veía un auto estacionado
siguiendo sus movimientos, si salía lo perseguían, iban tras sus
pasos por donde quiera que fuese, insistía, porque esos hombres no
querían que él hablara, que dijese algo que los inculpara, querían
callarlo para siempre, pero, Cosme, no digas estupideces, quiénes
son esos que te quieren muerto, le preguntaba yo, y él seguía
ensimismado, murmurando vaya a saber qué cosa; nos traía un
problema grandísimo con sus cuentos, hasta que se le dio por huir
de aquí, porque se le puso que nos habíamos confabulado con esa
gente, qué decís, te has vuelto loco, cómo se te ocurre, le dije, y ya
dejó de conocernos por completo y decía que nosotros mismos, su
propia familia, su mujer, sus hijos, éramos sus verdugos, sus
carceleros, y que lo teníamos encerrado, preso en su propia casa,
¿puede imaginarlo, querida mía?, y los ojos se le transformaban
cada vez que me veía, como si hubiera divisado al mismísimo
demonio, vivía intentando escapar pero era un peligro que lo hiciera,
podía ponerse violento con las personas, ya había intentado
pegarme diciendo que se defendía; en un descuido, una tarde se
nos escapó, así, en pijamas, los pelos al viento, los ojos crispados y
¿podés creer, mi hijita, lo que le sucedió?, ¡pobrecito!, un auto le
pasó por encima al cruzar la avenida, él ni siquiera miró a los
costados de tan atolondrado que iba, ¿te das cuenta?, quedó todo
hecho un estropajo, a partir de allí, se le desataron ciento de males
que fueron matándolo en vida, la cadera partida en pedazos, la
reemplazaron dos veces pero su cuerpo no quería saber nada con
ninguna prótesis, los riñones dejaron de funcionarle y debieron
sacarle un pulmón colapsado por los golpes, a veces parecía lúcido,
otras deliraba y nos acusaba de hacerle cosas horribles, así es que
si las enfermeras le aplicaban una intravenosa, él decía que le
introducían una droga para que confesara, qué podría revelar él,
acaso escondía algo, pero, Cosme, qué es lo que tenés para contar,
le decía yo; si le aplicaban oxígeno, le tenía pánico a la mascarilla,
daba unos alaridos que levantaba los techos y decía que queríamos
ahogarlo y al suero no lo podía ni ver, temblaba todo cuando lo veía
porque según él era electricidad, y lo peor fue cuando a los llantos
rogaba que no le metieran un palo ahí, en el culo, con perdón de la
palabra, hijita, pero si se trataba de un enema, que era
indispensable colocárselo porque no iba de vientre; todo esto, hijita,
terminó pasando el límite de lo tolerable, ahí dije basta, no podía
ser, no era justo, después de tantos cuidados que yo tenía para con
él, él me ofendía con su maltrato, entonces frente a semejante
cuadro, con buen tino y mejor decisión, los médicos aconsejaron
mantenerlo totalmente sedado, para que él mismo se librara de ese
tormento suyo que tanto lo atosigaba y de paso aquí, en la casa,
también se descansaba un poco de toda esa locura que él tenía;
todos en la familia estuvimos de acuerdo y así lleva sus días hasta
ahora, tranquilo y dócil, manejable y obediente; y pensar que él
había sido sanísimo, ni siquiera un resfrío se le había conocido, un
roble como quien dice. Y la mamá de Vivi vivía agotada con tanto
trajín, estos últimos años habían sido extenuantes, y pensar que él
ni siquiera se daba cuenta de los sacrificios que ella hacía, de su
abnegación, de su solicitud, y pensar que las señoras como ella y de
su condición ya se habían dedicado a viajar y a disfrutar un poco de
la vida, después de haber criado a los hijos, de haber trabajado, de
haberse sacrificado, y pensar lo que él había sido y ya ni marido ni
nada era, ni hablar se podía con él, siquiera pudiese mover la
cabeza y responder algo, se había vuelto como una cosa, como un
estorbo que allí estaba, que allí se consumía día a día,
extraviándose en esa memoria suya carcomida por los recuerdos
ajenos, ¡pobrecito!, nada podía hacerse para que se recuperara y
volviera a ser aquel hombre enérgico y atropellador de otras épocas,
¡Dios todopoderoso se apiade!, en fin, resta esperar; pero, ¡ay,
queridita mía!, no es intención aburrirte con una historia tan
desagradable, el cafecito va a enfriarse y las palmeritas están
riquísimas, servite, por favor. Dijo que Viviana vendría en unos días
más. ¿Sabías que Vivi…?, sí, ya te lo había dicho, y la mamá de Vivi
arremetió otra vez, se ha casado con un muchacho buenísimo,
médico también, se conocieron en Córdoba mientras estudiaban,
luego partieron a Buenos Aires y allí decidieron radicarse, se
especializaron en diagnóstico por imágenes y pusieron un instituto,
un instituto modelo, te imaginarás, les va muy bien y se están
llenando de plata, y por eso la vida que llevan, han formado una
familia hermosísima, con tres chicos que son una divinura,
excelentes alumnos en el colegio, un colegio que para qué te
cuento, la mayor acaba de cumplir sus quince años y como regalo le
han contratado un viaje a Disney, allá eso se estila mucho para las
chicas, la pasan bárbaro, además Solcito se lo merece, es una nena
divina, se parece muchísimo a Vivi pero con la altura del padre,
gracias a Dios, porque nosotras somos un poco bajas, bien
formaditas pero cortitas, la nena impecable por donde la mires,
aplicadísima, los varones también son un amor, muy dedicados al
estudio por supuesto, están llenos de actividades, de agenda
completa, digamos, el del medio es muy deportista, tiene locura por
el rugby, y parece que es de los buenos, y el más chiquito, mi
corazón, ha comenzado el primer grado, es amoroso, con unos
cachetes comestibles, la locura de la abuela. Vivi va a estar feliz de
verte, las quería muchísimo a ustedes. Te cuento de Felipe, él
terminó veterinaria y se fue a…
¡Basta!
¡Me hartó!
Me puse de pie, de golpe. Hasta ahí llegaba mi paciencia, ella se
sorprendió con un qué pena, sin perder su amabilísimo tono ni su
impecable sonrisa. Le agradecí el cafecito y las palmeritas y que me
diera el teléfono de Vivi. Y ya en la puerta, mientras me despedía,
prosiguió con un me hubiera encantado acompañarte cuando fue la
muerte de tu madre, pero me enteré tarde, en esos días no había
leído los avisos fúnebres, pero quise ir al novenario y me avisaron
que no se lo rezaban, lo cual me sorprendió un poco porque tenía
entendido que Aída era católica practicante, sabía que tu padre no,
en el caso de él es entendible, seguramente su mamá, por su
origen, no le habría dado formación cristiana, pero de Aída me
sorprendió, con lo piadosa que había sido tu abuelita, siempre la
veía regresar de la misa de la tarde, la mamá de Vivi almibarada,
seguía imparable, y tan unidos que fueron tus papis, un matrimonio
como pocos, era bien visible que se adoraban, todavía me acuerdo,
como si fuera ayer cuando ellos eran novios, íbamos a bailar al
casino, ellos bailaban hechos un solo nudo y en una sola baldosa
como quien dice, jamás se dijo nada de infidelidades y esas cosas,
ninguna historia rara sobre ellos, porque uno a la larga o a la corta
siempre se entera, pero de ellos jamás, la muerte de tu padre debió
provocar la enfermedad de Aída y que ella no pudiera sobrevivirlo
muchos años, ¿cinco?, ¿a los cinco años la vino a buscar?, y sí, eso
suele suceder cuando las parejas son tan unidas, al final es peor
porque uno termina llevándose al otro; y luego agregó, Vivi se puso
tan triste cuando fue lo de tu hermanita, si hasta tuvimos miedo de
que enfermara, para luego rematarla reflexionando sobre el tiempo
que llevaba sin ver a Gaby por aquí, ¿han tenido noticias de ella?,
preguntó, al final qué fue lo que sucedió.
¡Vieja de mierda! ¡La hubiera ahorcado! Traté de mantener la
calma. Me contuve. Habría sido inútil explicarle por lo que habíamos
pasado, hacerle entender algo de todo aquello que nos había
sucedido. Respiré hondo. Conté hasta cien. Por fin logré
despegármela, sacármela de encima. Salí huyendo. Aturdida.
Agotada. Indignada.
La mamá de Vivi era de esas personas encerradas en su propio
mundo, había asumido la idea de que mi hermana se habría fugado,
que se habría marchado por su propia voluntad, que estaría hoy
viviendo lo más campante en algún lugar por ahí.
Volví a casa. No tenía nada cierto. Sí un presentimiento. Una
corazonada. Y la revelación de Bruno titilaba en la oscuridad. Por
momentos me asaltaba la idea de que se tratara de una fabulación.
¿Habría sido capaz? ¿Tendría Bruno algún motivo para inventar una
cosa así?
No. No lo imaginaba.
29

A ella se la ve minúscula, muy delgada, más achicada, más


insignificante dentro de esa camisa de hombre que él le ha traído. Y
mientras ella más se encoge, su vientre crece y crece desaforado.
Ese vientre la tiene estaqueada en la cama, la tiene también
anclada en esta vida.
A sus diecisiete ya lo ha aprendido todo. Aprende en poco tiempo
lo que nunca en la escuela, en la catequesis, en su casa, le han
enseñado.
Gabriela ya no espera nada. Nadie vendrá a salvarla. Está
acostada. Le cuesta moverse. Se calza un almohadón en la
espalda, otro en la cintura, desea aliviar la pesadez del vientre. Pero
las puntadas son cada vez más y más seguidas y vienen con mayor
intensidad y la dejan sin aliento. Él le tiene ordenado que no se
mueva del catre, le ha traído unas pastillas nuevas para aquietar al
niño, para que no fuera a nacer antes de tiempo. Le ha dicho que
ella tiene contracciones, que a él le han explicado que eso es
normal y que no se preocupe, que trate de dormir, en unos días más
estarán viajando, ya tiene el traslado listo. Ha recibido un telegrama
en el que le confirman que la casa se encuentra a su disposición, él
está a la espera de que le entreguen la camioneta.
Y las puntadas continúan, se expanden por todo el vientre.
Vuelven las pastillas, las más chiquitas, las blancas para
tranquilizarla, para descansar. A veces se pregunta qué día será, él
le ha dicho que es sábado, pero un rato antes o después le ha dicho
que lunes, y más tarde le dice que es miércoles. Pero si recién fue
jueves. Y no, no está segura, ya no sabe para qué pregunta si le da
lo mismo, le da igual, cualquier día que fuera, no tiene importancia.
Debe concentrarse, tener fuerzas para esperar el momento
oportuno, pero cómo si él no se distrae, si él está cada vez más
tiempo con ella, o eso es lo que a ella le parece porque duerme
mucho, y cada vez que despierta, él está a punto de llegar o ya está
allí y ella tiene que hacer algo y qué estarán haciendo en su casa.

Madrugada. Él duerme junto al catre, entre unas mantas sobre el


suelo. Ella lleva días con el pie liberado del amarre, lo tiene en alto
sobre unos almohadones para ver si se reduce la hinchazón, esa
noche y a pesar de las pastillas no ha podido dormir, no encuentra
posición sobre el colchón. Las puntadas van y vienen, intensas, sin
descanso. El vientre se le pone duro como una piedra, por
momentos la criatura parece estirarse hacia un costado y hacia el
otro y a ella le provoca espanto ver cómo una punta se eleva, como
si desde adentro el bebé quisiera rasgar la fina pared del vientre y
abrir una ventana y escapar por allí. Y ella entonces pasa su mano
por ese montículo, lo acaricia, le hace unas cosquillitas, le da unos
pellizquitos, le habla, le dice cosas tontas, y parece convencerla
para que vuelva a su lugar, para que se acurruque, acaso estaría
apretada, pero debe esperar un poco, darle tiempo, porque allí
adentro está segura y la criaturita parece entender y hacer caso y se
aquieta por un rato. Y ella escucha. Vamos, escucha de nuevo la
vocecita, la vocecita apurona le dice que tienen que irse ahora,
ahora o nunca.
Y Gabriela se moviliza, hace un esfuerzo gigante por salirse de
ese catre donde ha estado acostada sin poder pararse desde hace
días. Abraza esa redondez suya. La sostiene. Se endereza. Da unos
pasos, los dos primeros. Tres, cuatro, cinco. Se vuelve. Lo observa.
Él no se mueve. Sigue a tientas, cinco pasos más.
Las llaves.
Las ha visto en un costado de la mesa. Raro, piensa, siempre las
cuelga en un clavo, sobre el marco. Las toma con cuidado tratando
de no hacer ruido, le faltan otros ocho. Por fin, llega a la puerta. Se
vuelve otra vez.
Él. Él no se ha movido.
No, no se mueve. ¡Dios!
Las manos le tiemblan. Ya está en la puerta. Introduce la llave
más pequeña. Una vuelta y dos. Destraba, no puede, no puede
detener el temblor de las manos. La abre, la pliega hacia adentro.
Ahora encuentra otra, la de rejas, con la llave grande, ay, qué dura,
hace un poco de fuerza. Listo. La empuja. Rechina un instante de
pánico.
No.
Ella se detiene. Ella, ahora, no se da vuelta. Es toda oídos. No.
No lo oye.
Él no se mueve.
Ella traspone el umbral, el piso de baldosas rojas, los escalones.
Baja escalón por escalón, y de a poco, un paso y otro sobre las
lajas. Rápido. Gabriela tirita, se sacude entera. Más rápido, la
vocecita apremia. Ella atraviesa el patio. Ya junta coraje, y más
rápido, el paso por el puente está cerca, ya…
Un zumbido.
Una ráfaga roza sus pies. Ella no hace caso, no se detiene, allá
divisa los ligustros, el portón, la calle, Dios, ya llega, en segundos
estará en la calle. El vientre le pesa una tonelada, logra acomodarlo
entre los brazos.
Un segundo zumbido.
Una cosa se incrusta en una de las lajas. La hace estallar.
Ella da otro paso y…
Un zumbido más. Tercer disparo.
Ella se detiene. Se petrifica al borde de la loseta, al filo del
abismo.
Detrás.
Él está detrás. Altivo y triunfante sobre el escalón del porche.
Dilatadas, las aletas de la nariz. Ensanchado el cuello, a punto de
estallar las venas. Rígida la quijada, contraída la boca, cerrada la
mordida.
Las botas aplastan la gramilla.
Resoplo caliente sobre la espalda de ella. Una gota de sudor
corre paralela a sus vértebras. Pesada una mano la toma del brazo.
Y la levanta. Y la arrastra. Y la devuelve al cuarto.

Lejos, preciso, el golpe de un machete, el desgajarse de una


rama. Olor fresco, a savia de eucalipto.
30

Vivi. Me restaba hablar con Vivi. Tenía que esperar que llegara y
me recibiera.
¿Querría hablar de algo sucedido veinticinco años atrás?
¿Se acordaría de algo?
Y sí, se acordaba.
Vivi llegó a la ciudad dos semanas después de mi visita a la casa
de su madre. Debió intuir por qué yo la buscaba, de hecho, cuando
la llamé por teléfono, en su saludo alcancé a percibir un alivio, el
alivio de quien ha estado esperando ese llamado largo tiempo.
Aceptó hablar conmigo. A ella, al igual que a Bruno, la roía la culpa,
el silencio de entonces, la incertidumbre del y si eso que yo callé
hubiera sido importante, qué habría pasado si hubiera hablado a
tiempo.
Nos encontramos en un café del centro. Casi ni la conozco, es
ella quien me divisa y viene hacia la mesa donde estoy, ha
cambiado su aspecto, por demás diferente de sus diecisiete. Lleva
una melena lacia hasta los hombros y unos reflejos muy rubios,
dorada por el sol en pleno mayo, pantalón ajustado, campera de
cuero; se muestra agradable, cálida. Conversamos de varias cosas,
los hijos, el matrimonio, el trabajo, los padres, la vida.
Gaby.
Dice lamentar con el alma lo que le ha pasado. Dice no entender
todo esto que nos ha sucedido.
Un cigarrillo se consume entre sus dedos de uñas recién
esculpidas, un anillo de sello en el meñique, uno de brillantes en el
anular, la ropa cara, el perfume importado, la tonada relegada. Sí,
ella ha cambiado.
Gaby.
Ella comienza a hablar de aquellos años. De cuánto la ha
atormentado la desaparición de mi hermana. Cientos de veces ha
dado vueltas sobre charlas que ellas pudieron haber tenido tratando
de encontrar alguna explicación, un cabo suelto, sin descubrir nada
decisivo. Salvo algo que de un modo casi providencial, explica, y
usa exactamente esas palabras, sí, de modo providencial aparece y
la perturba. Se trata de un par de imágenes. Surgen al comienzo
desdibujadas, luego con nitidez. En ese punto la interrumpo. Le
pregunto si había hablado con Bruno. ¿Bruno?, se sorprende. Sí,
Bruno Arce, compañero de ustedes. No, para nada, responde. Dice
tener años sin verlo, quiere saber por qué se lo pregunto. Por nada,
por preguntar nomás, le digo tratando de quitarle importancia, por un
instante se me cruza una idea, ellos se han puesto de acuerdo y han
inventado una historia idéntica. Ella continúa, se le aparece un tipo,
bueno, a decir verdad, en esos años y al lado nuestro se lo veía
como a un tipo grande, pero seguramente tendría veinte y pico, ella
duda, pero sí recuerda que él se ha acercado al grupo de chicas.
Lento, me recorre un escalofrío. Después, en otros momentos lo ve
conversando con Gaby, en una fiesta de cumpleaños, y si no se
equivoca, habría sido en los quince de la hermana de Sofía, en el
Casino de Oficiales, porque como su papá tenía mucho contacto
con los militares, le habían hecho la fiesta allí. Y ella está segura,
segurísima, él se encuentra ahí. Después lo ve en un desfile por el 9
de Julio. ¿Te acordás? En esa época y para las fechas patrias se
hacían desfiles enormes y participaban todas las escuelas, y
durante los días previos los profes de Educación Física nos hacían
ensayar en el bulevar para que todo saliera perfecto.
Él está allí, tiene a su cargo el control del armado del palco donde
estarían las autoridades, me parece, porque da órdenes a los
soldados y esas cosas. ¿Cómo soldados?, me escucho preguntar.
Ah, no te lo dije, él es milico, ni idea del rango, y Gaby pasa por
delante de él, lleva el estandarte y yo voy como escolta de bandera
y en un descanso se nos arrima. Marcela, estás pálida, ¿te sentís
bien? Sí, seguí por favor.
Y él nos da conversación y es simpático y a nosotras nos causa
gracia, y él la mira y la mira, no sé por qué nos tentamos, y a él
también le da risa nuestra risa, y se le ven todos los dientes, bien
parejos y se saca la boina, y tiene el pelo negro, muy corto, un jopo
lacio le cae hacia la mitad de la frente, hablamos de tonteras, nos
dice que ya nos había visto en el cumpleaños. Sí, también nosotras
nos acordamos de él, nos pregunta el nombre a cada una, aunque
creo que lo hace por preguntar nomás porque me parece que ya
sabe y… ¿Él? ¿Cómo se llamaba? Javier o Jorge, no estoy segura.
No, no me preguntes el apellido, aunque me suena algo raro, como
extranjero. Ya sé, no es mucho, pero tal vez si averiguás…
Y Vivi vuelve a verlo una mañana a la salida del colegio y él se
acerca y se ofrece a acompañarlas hasta la plaza, ahora me
acuerdo, dice, trae unos chocolates o algo así. Es alto, corpulento,
de ojos saltones, claros, muy claros. Marcela, ¿te sentís bien?,
vuelve a preguntar. No te preocupes, respondo.
Y otra vez lo ve en el verano, en una salida con las chicas,
después del cine, en una pizzería frente a la plaza. Él aparece y
todas nos sorprendemos y él quiere hablar con Gaby y la llama
aparte, y ella duda y nos mira desconcertada, como preguntándonos
qué hacer y le decimos que vaya y hable con él, que qué tiene de
malo. Y sí, sí, ella va hasta la puerta, en la vereda. Y no sé, un rato
corto. Nosotras nos quedamos mirando y cuchicheando. Y ella
vuelve con algo en las manos que quiere esconder y guarda rápido
en la carterita, alguna de las chicas la carga con alguna burla, una
boludez de esas, pero ella se molesta. Marcela, te veo mal, si
querés seguimos la conversación otro día. No, está bien. Lo que
pasa es que todo esto me revuelve muchas cosas. Y sí, lo imagino,
dice. No, no creo que ella se lo pueda imaginar, ni siquiera por un
instante. Le pregunto si a Gaby él le gustaba, estás loca me
responde, a ella qué iba a gustarle ese tipo, creo que ni siquiera le
caía bien, por esa época tu hermana estaba perdida por otro, con
inocencia, como una tonta, un amor imposible. ¿Vos te acordás?
Me falta el aire y todo me da vueltas. Me levanto y voy al baño,
siento que voy a desmayarme, me lavo la cara y en un rato logro
recomponerme. No puedo creer lo que acabo de escuchar. Pienso si
acaso es posible que la desaparición de Gaby tenga que ver con un
tipo como este que acaba de aparecer. Alguien que pudo ser
invisible durante tantos años.
La escucho.
Escucho los argumentos de Vivi. Ella se hace las mismas
preguntas que yo y, también me confiesa, en algún momento se ha
negado a la posibilidad de conectarlo con la desaparición de mi
hermana porque la idea le resulta caprichosa, insólita, sin lógica si la
analiza. No ha existido nada entre ellos y de eso ella está
segurísima. Jura y vuelve a jurar que ella se hubiera enterado, la
misma Gaby se lo habría contado. Pero por momentos y por algo
que no alcanza a explicar se le instala la sospecha de que sí, de que
sí es posible que él esté implicado. Aunque lo único que tiene para
sostenerla es un presentimiento, un único presentimiento.
Se ve atormentada. Alude no poder seguir callando. Ha querido
contármelo desde hace rato pero ha dudado en hacerlo, pensando
en que yo no le creería. No deja de preguntarse por qué a Gaby.
Tampoco yo puedo dejar de preguntármelo. ¿Por qué ella?
Y ella y Bruno. ¿Por qué callaron? ¿Por qué, si eran sus amigos?
¡Cuánto dolor nos hubiéramos evitado!
¿Hubiera sido posible? Quizás sí. Tal vez no.
Imposible saberlo.
Impotencia. Bronca.
Mucha bronca.

Y ella se deshace en disculpas por no haber hablado antes.


Insiste, la desaparición de Gaby se había vuelto incierta y nosotros,
su familia, indeseables, sospechosos, responsables de algo que
seguramente habríamos hecho. Insiste en que yo debo entender.
Los diecisiete. El no te metás. El miedo. A su modo sus padres los
protegieron y para preservarlos les hicieron negar la amistad.
Ignorar lo pasado.
Hago un esfuerzo enorme, intento comprender. No quiero
culparlos. Bruno y Vivi actuaron como se les enseñó.
No. No quiero culparlos.
Ahora Vivi se ofrece a colaborar. Me explica que desea hoy más
que nunca hacer algo por Gaby. Me propone localizar a ese tipo,
hablar con él, preguntarle sobre lo que pudiera saber, pedirle alguna
explicación. Ella está persuadida: la búsqueda debe comenzar a
partir de él. Ella insiste en su necesidad de ayudar. Insiste en hacer
algo urgente.
La observo. La escucho.
Justificación.
Defensa.
Exculpación.
¿Es lo que ella busca?
31

¿Quién sos? ¡A vos te hablo!


Tipo hábil.
Condecorado. Respetado. Admirado por algunos. Odiado por
otros.
Calculador. Ambicioso.
Has triunfado. Tenés una familia. Un ascenso y otro ascenso.
Has logrado camuflar tu pasado. Dar vuelta la historia.
Has construido tu propio destino de iluminado.
¿Cuál fue el precio que pagaste para llegar donde llegaste?
¿Cuál es tu cara? ¿Esta que ves frente al espejo?
O la otra.
Esa cara que ponés todas las mañanas al despedirte de tu mujer
con un beso en la frente. Esa que te acompaña a llevar los hijos al
colegio. Esa que asiste a los actos escolares. Esa que presenta a un
padre ejemplar; esa que agrada. Esa que seduce. Apacible y
tramposa.
¡A vos te hablo! No mires hacia otro lado.
Has cortado cabezas, has cercenado vidas. Sin remordimientos.
Has pisado insectos abyectos. Rebeldes. Insurgentes. Enemigos
de tu quimérico frente de batalla.
¿Te reís?
Reís. Con tu boca ancha, con tu labio plegado sobre el morado de
la encía. ¡Qué suerte, tus dientes tan blancos, tan parejos!
Impecables. Refulgentes.
Un tipo pegado a una sonrisa. Eso es. Te has pegoteado a una
sonrisa. Esa sonrisa. Oportuna. Adecuada. A la que acudís. Para
simular, para crear un espejismo.
Esa sonrisa con la que te camuflás. Esa sonrisa con la que
rompés el hielo; te hace ver amigable frente a un mundo de
despreciables. ¡Esos! A tus espaldas osan cuestionarte, a tus
espaldas pretenden cavarte una fosa.
Esa sonrisa. Ahora la necesitás más que nunca. La usás con esa
gente. Ellos. Los contactos, los influyentes. No importa su color.
Ellos. Te importa, sí, su protección. Su poder.
Ellos. Los de ahora, los que antes combatías, los mismos que
ayer nomás estuvieron en la trinchera de enfrente.
¿Quién sos? ¡A vos te hablo!
Un hombre. ¿Un hombre?
Llorás.
Llorás como un niño.
Como un cobarde. Como un cagón.
Un mariquita, habría dicho tu padre. Él pasa revista por tu cuarto,
seis y media en la mañana, ocho y veinte en la tarde, ducha fría
para templar el alma, pedir autorización para salir a jugar. Hay que
formar a un hombre, forjar un carácter, el carácter de un niño débil.
Un niño desconsolado que busca a su madre. Una madre enferma,
que nunca abre la boca, que nunca te defiende. Ni cuando no
guardás los juguetes y él los descubre y en castigo los arroja a la
basura; ni cuando no has colocado los zapatos perfectamente
lustrados uno a la par del otro; ni cuando no te has limpiado las
orejas, cortado las uñas, cepillado los dientes, te obliga a dormir en
la terraza, solo en la oscuridad y a merced de las fieras y temblás y
temblás hasta la madrugada cuando al bajar, hipando, ojos
hinchados, pantalones mojados, jurás, tu frente pegada a la suya,
¡sí, señor!, jamás olvidar las normas, porque las normas se
establecieron para cumplirlas. No se piensan. No se discuten. Así te
lo ha enseñado él. Así te lo han de enseñar ellos.
Un hombre. ¿Sos un hombre?
Un pobre tipo.
Un hueco. Un hueco vacío.
Una mierda.
Un pedazo de mierda. Que ya no ríe. Que se dobla. Que se
retuerce por una pendeja.
¡Eso sos!
32

Nunca había sentido tanta expectativa como los días posteriores a


mi encuentro con Vivi. Quería llorar y no podía. Quería enojarme y
no lo lograba. Estaba excitada, eufórica.
Recorrí una vez más el trayecto que Gaby hizo la tarde en que
despareció. Realicé ese camino unas cuantas veces intentando
encontrar algo. No podría precisar qué. Un chispazo, una
iluminación. Algo que me hablara de sus últimos pasos, de sus
huellas, las que se habían evaporado en esas cuadras.
Repetí la escena de ella saliendo de la Alianza junto con Silvina y
Anita. Caminé al ritmo despreocupado en el que suelen ir las chicas
cuando van entretenidas en su conversación.
Las veo a mi lado, las siento junto a mí. Hacen unos metros y
llegan a San Martín, desde ahí dos cuadras hasta la Mitre, hoy San
Nicolás de Bari. Las escucho entretenidas, organizando la juntada
del fin de semana largo. Llegan a la plaza, se detienen unos
minutos, les cuesta despegarse, quedan en hablarse por teléfono
para ultimar los detalles de lo que harían esos días feriados. Se
despiden. Las chicas siguen por Mitre, Gaby continúa por 25 de
Mayo, y desde allí en línea recta hasta casa, unas cuadras más
adelante. Me pregunto por cuál de las veredas elige caminar, por la
de la plaza o por la de enfrente. Quiero suponer, ella prefiere esta
por la cual voy, así al pasar mira las vidrieras de la zapatería, de la
perfumería, quizá hasta se detiene frente a la cartelera del cine;
sigue caminando, cruza por Pelagio B. Luna y continúa. Al llegar a la
Iglesia de San Francisco se persigna, y unos metros más adelante
se encuentra con la puerta misma de la Escuela Parroquial. A partir
de allí, el silencio se impone y no puedo dejar de estremecerme de
sólo pensarlo. Ella se esfuma en ese tramo próximo, entre esos
pasos. Me pregunto si habrá llegado a la cuadra siguiente, si la
habrá caminado en su totalidad. Llego. Camino despacio. Observo
la vereda, papeles, colillas de cigarrillo, hojas secas de una morera
casi desnuda, baldosas levantadas por las raíces de un palo
borracho. Reparo en él, en su mutismo, en la angustia que me
provoca un día como hoy, veinte de junio, cumpleaños de Gaby.
Pienso que fue sorprendida aquí, donde hoy observo una casa de
dos plantas y una cochera de alquiler. En aquel entonces existía allí
un terreno baldío cercado con unas chapas y un depósito de
materiales de construcción, esa tarde y a esa hora habría estado
cerrado. Ambos sitios pudieron convertirse en guaridas donde se
ocultaba quien la esperaba. A la poca iluminación existente en el
lugar se sumaba el hecho de que algunos vecinos ni siquiera
encendían las luces del frente de sus casas.
Sí, puedo verlo. Al pasar por aquí Gabriela es abordada. No me
caben dudas. Miércoles Santo. Cae una fina garúa. Su raptor debe
estar al tanto de su paso, la aguarda quién sabe desde qué hora, al
acecho, listo para el ataque. Me pregunto si acaso está parado,
protegido por la oscuridad. O quizá la espera dentro de un auto, de
una camioneta, y al verla venir se baja y la asalta saliendo de la
nada, tomándola por sorpresa.
Pánico.
Ella siente pánico. Se trata de alguien con fuerza suficiente para
dominarla rápidamente. Gaby es menuda, apenas si pasa el metro
sesenta, pesa unos cuarenta kilos, tal vez un poco más. Seguro la
inmoviliza con un golpe fuerte. La amordaza. La mete en el baúl del
auto. No, tal vez la tiende en el asiento trasero. Una sola persona.
Quizás dos. Es probable la ayuda de otro, un cómplice. Al menos un
encubridor.
Durante años mamá debió imaginar esa escena. Durante años se
castigó por no haber ido a su encuentro. Jamás dejó de
recriminárselo, si la hubiera buscado, si hubiera caminado esas
cuadras, hasta la plaza, hasta encontrarla. Nada de esto habría
sucedido.
33

¿Por dónde comenzar la búsqueda?


Comenzaría por lo que tenía. ¿Y qué era lo que tenía?
Un expediente fallido.
Una corazonada. Una corazonada que giraba en torno a un
desconocido, desatada a partir de los relatos de Vivi y de Bruno.
Relatos por demás diferentes de los que ellos habían dado en su
momento. No obstante, aportaban hechos absolutamente nuevos.
Indicios. Había encontrado nuevos indicios y me aferraba a ellos.
Un extraño. La presencia de un extraño en la vida de Gaby. ¿Era
él el mismo tipo que Bruno y Vivi habían visto? Sí, no había dudas,
ambos tenían un punto de coincidencia, se referían a un oficial del
Ejército, mayor que ellos, unos cuantos años. No lo conocían, no
sabían su nombre, no frecuentaba a sus amigos ni a sus
compañeros. Sin embargo Gaby había tenido contacto con él. Él la
había rondado. Esto surgía de los dichos de ambos.
Volví al cuarto de mi hermana. Volví a sus cosas. Me detuve en
cada una de ellas, buscando y buscando.
Esas letras, JRC, aparecían en diferentes lugares, estampadas
como una firma. ¿A quién le pertenecían?
Podían corresponder a las iniciales de un nombre y un apellido
compuesto; de dos nombres y un apellido; de un nombre compuesto
y de un apellido. Me di cuenta de que las tres y en los tres casos
fueron trazadas por la misma mano, a simple vista eran idénticas.
A esa mano escondida detrás de esos trazos me había propuesto
encontrarle una cara, una voz, una mirada. Esas iniciales no se
correspondían con el nombre de ninguno de los amigos o
compañeros de Gaby. Ya lo había revisado, me había tomado el
trabajo de conseguir un listado con la nómina completa de los
compañeros de curso, de su división y de la otra. Consideré,
además, una serie de amistades de aquella época, nombres
posibles que Vivi había sugerido. Pero no, ninguno coincidía con
esas tres letras y mucho menos en el orden en que aparecían.
Regalos. ¿Regalos? Habían existido. Había señales de ellos.
Primero, el cuadriculado naranja y azul del envoltorio de una
oblea de chocolate, una Rhodesia, que seguramente y en algún
momento él le habría dado. Allí, al dorso, aparecían escritas las
letras JRC.
Segundo, en el sobre de un single de Franco Simone, en una de
sus caras, aparecían las mismas iniciales, idénticas a las otras.
Tercero, una tarjetita blanca que en un extremo tenía todavía
adherido un moño rojo en cinta Ribbonette y una etiqueta dorada de
la florería Amancay, hablaba de una posible entrega de flores,
aunque de esto mamá se hubiera acordado en algún momento,
jamás mencionó que Gaby las recibiera en casa, tampoco yo lo
recordaba. Si esto hubiera sucedido, se habría armado un gran
revuelo y todos habríamos terminado enterándonos. No. Me inclino
a pensar que se trataría de algún muñeco de felpa que allí vendían y
que con frecuencia se obsequiaban. Por otra parte en la repisa de
Gaby había varios de estos peluches, dos de ellos, un osito blanco y
un perrito canela, podrían haber sido sus regalos. Eran lo
suficientemente pequeños como para entrar sin inconvenientes en el
bolso que ella usaba en ese momento. Vivi en su relato mencionó
haber visto aquel domingo en la confitería cómo él le entregaba algo
que la misma Gaby guardó con rapidez en su bolso.
Sí, Gabriela había recibido regalos, de eso no cabían dudas. Y él
se los había hecho, de eso tampoco había dudas.
Interrogantes y más interrogantes. Me abrumaban. Me atosigaban
de a cientos, sumándose uno detrás de otro.
¿Era acaso JRC el mismo extraño que se había acercado a Gaby?
¿Por qué razón no habría escrito su nombre en forma completa?
¿Por qué querría ocultarse detrás de unas iniciales?
¿Por qué le habría hecho regalos? ¿Por qué Gabriela los habría
recibido?
¿Qué lleva a una chica de dieciséis años a aceptar algo de
alguien a quien en realidad no conoce? De alguien con quien no
tiene relación alguna.
Y la pregunta del millón, ¿era JRC el responsable de su
desaparición?
Admitiendo que esta suposición fuera correcta, a partir de las
referencias de Bruno y Vivi, él habría conocido a Gaby a mediados
del 79. Quizás durante el verano siguiente maquinaría la forma de
quedarse con ella.
Pude averiguar que dos o tres días antes del desfile del 9 de Julio
varios cursos del colegio habían sido llevados a ensayar su pasada
ante las autoridades, seguramente en el primer ensayo él se
encontraba ya dirigiendo a los soldados encargados de armar el
palco levantado en pleno bulevar. En esas prácticas siempre estuvo
Gaby portando el estandarte, allí seguramente él la había visto por
primera vez y en algún descanso se le habría acercado y le habría
hablado. De ese momento Bruno tenía memoria.
Vivi también recordaba otro contacto que Gaby y JRC tuvieron y
ese fue en un cumpleaños de quince, el de la hermana de Sofía.
Ella recordaba esa fiesta. Tuvo lugar en el Casino de Oficiales, hacia
fines de setiembre, y estaba casi segura de la fecha porque ya
había pasado el Baile de la Primavera. Gaby justamente había sido
elegida reina y el día del cumpleaños había decidido ponerse el
mismo vestido que había usado en ese baile. Existía una foto de ella
tomada por papá el mismo día de la fiesta. Mamá la había colocado
en su álbum. Es esta que aquí aparece.
¿Sería posible que ellos hubieran tenido otro encuentro y del cual
ni Vivi ni Bruno pudieran dar cuenta?
Sí, era bien posible.
¿Por qué Gaby nunca lo había mencionado? De haber existido
una relación entre ellos, ¿por qué ocultarla a sus amigos?
Vergüenza. Quizá.
¿Qué la llevaría a esconder en casa esa relación por mínima e
inocente que fuera?
Miedo.
¿Pensaría que papá y mamá se opondrían?
Probablemente.
En el caso de que a Gaby el tipo le hubiera gustado, ¿creería que
a ellos podría molestarles que él fuera mayor o que se tratara de un
milico?
Sí. Seguro. Gaby bien sabía que papá no los toleraba. Debió
haberlo escuchado despotricar contra ellos. Los consideraba brutos,
autoritarios, engreídos. Le había quedado una rabia enorme desde
la época en que hizo la conscripción. Un sargento lo había hecho
padecer, creyó que él se hacía el enfermo durante un ejercicio. Papá
le explicó que estaba descompuesto y necesitaba ir al baño con
urgencia. El muy cretino no le creyó y no se lo permitió. Papá
insistió, hasta no dar más y descomponerse. El milico continuó en
su postura y lo humilló frente a todos, tildándolo de negro cagón.
Papá quiso envalentonarse y hubiera querido pegarle pero se
detuvo a tiempo.El imbécil le adivinó la intención y enfurecido
resolvió mandarlo al calabozo sin agua y sin comida durante tres
días.

No podía imaginar que a Gaby el tipo le hubiera interesado en lo


más mínimo.
No podía suponer una relación entre ellos.
No, la posibilidad no me entraba en la cabeza.
Comenzó a atormentarme la idea de que él fuera un loco.
Un loco que se obsesionó con ella y que malinterpretó algún gesto
de ella misma. Algo así como una sonrisa, una palabra, un saludo.
¿Por qué no?
Gabriela, quizás, cayó en una trampa. Sin imaginárselo, sin
pensarlo. Con la candidez más absoluta, con la ingenuidad de sus
dieciséis, con la estupidez propia de su inexperiencia. Víctima de
una jugada que no supo adivinar, que no pudo manejar.
34

Agosto. Mañana cálida, de zonda. Los lapachos que bordean el


bulevar, asoman rosados, blancos con sus primeras flores, me guían
hasta la puerta del Regimiento de Infantería.
Después de pasar el filtro de una serie de preguntas, un cabo que
custodia el ingreso me permite franquear el paso; otro me conduce
hasta las oficinas administrativas. Ingreso en la primera, a la
derecha.
Un uniformado me recibe y me pregunta por lo que quiero. Le
explico lo que estoy buscando, datos sobre un oficial. Un
subteniente que pudo haber cumplido servicio en este regimiento
entre los años 79 y 81 y cuyo nombre pudiera responder a las
iniciales JRC. Se trata de una cuestión personal, le digo, necesito
contactarlo nuevamente. Imperturbable, el uniformado toma nota de
mi pedido, me advierte que no puede darme ninguna referencia sin
la autorización correspondiente. Me indica que para consultar los
registros y tener acceso a esa información es preciso dirigirse a la
Justicia, porque una consulta de esas sólo se hace por orden
judicial, para lo cual debo buscar a un abogado que me represente y
él por su parte hacer el pedido a un juez, con una justificación que
así lo amerite. Ese juez deberá analizar ese pedido y resolver si
hace lugar, librar a su vez un oficio a las autoridades del Ejército.
Luego debería dirigirme al Ministerio de Defensa de la Nación, de
allí seguramente la solicitud se conduciría hacia…
¿Dónde?
¡Una larga cadena que al cielo llegó! Y en ese punto dejé de
prestarle atención, dejé de escucharlo.
Al final él cumplía órdenes, repetía lo que le habían enseñado
debía responder. Era yo quien estaba en el lugar equivocado.
¿Cómo explicarle que me interesaba conocer un par de nombres y
nada más? Porque de la búsqueda me encargaría personalmente.
De todos modos, le agradecí que me atendiera.
Me volví.
Me acompaña el mismo soldado que minutos antes me había
llevado hasta esa oficina. Mientras tomamos el camino de regreso,
observo un cartel que señaliza el Casino de Oficiales, pregunto si
está lejos, él responde levantando la mano hacia un módulo que se
divisa unos metros más adelante. Le pregunto si puedo verlo, le
prometo que desde afuera nomás. Él lo piensa un instante y se
encoge de hombros. Lo sigo. Me topo con unos escalones de
granito, una puerta de acceso doble y hacia los costados unos
ventanales inmensos. Me aproximo y allí puedo observar. El salón
vacío, los pisos de madera lustrada, las arañas de caireles, las
puertas vidriadas, luego la terraza de lajas, el balcón de pilares
torneados.
Gaby debió estar allí, en ese preciso lugar aquella noche, la
noche del cumpleaños de la hermana de Sofía. Ella se aparece ahí,
con sus dieciséis ya cumplidos, apenas maquillada, vestido de seda
color marfil ceñido a la cintura, la pollera amplia hasta media pierna
y el escote en transparencia, en tul bordado con pequeñas rositas,
dos mechones de su pelo recogidos hacia los costados, tomados
con un par de hebillas detrás de las orejas. La veo bailar,
desplazarse como ella solía hacerlo casi sin asentar los pies sobre
el suelo. La veo cuchichear con Vivi, Silvina y Lucía, la escucho reír
junto a José, Luis y Bruno, ellos hacen bromas desde sus trajes de
hombre. De pronto observo una sombra irrumpir, rondar a mi
hermana.
Fue él, no tengo dudas.
Fue ahí, tampoco tengo dudas.
Fue allí donde él la divisa, donde la elige, donde decide tomarla.
Fue allí donde decide quedarse con ella. Con sus sueños, con su
risa, con su canto.
35

¿Pis? ¿Otra vez se está haciendo pis?


Caliente.
Un líquido viscoso, sanguinolento corre por sus piernas, mancha
el colchón, chorrea hasta el piso.
Intenta pararlo. Se moja, se ensucia.
No puede.
Los dolores duelen. Duelen más. Y más. Las piernas le tiemblan
sin control.
Quiere vomitar. Vomita.
Quiere gritar. Grita. Un chillido de gato salvaje se le escapa desde
muy adentro.
Y ahí, abajo. Se le abre. Se le parte, ahí abajo.
Y una fuerza le viene desde no sabe dónde y ella quiere salirse.
Huirse.
Escaparse de ese, su propio cuerpo.
Y el alma se le va en un pujo.
Y en otro.
Y un tercero quema como brasas.
Y una cabecita. Y ya corona, ya sale, ya gira.
Y navajas de a cientos filetean sus carnes y los hombros suben y
se hacen lugar y abren camino.
Y cuchillos de doble filo la rebanan y todo el cuerpecito a través
de ella.
Y a ella el corazón le estalla en la boca y en los oídos y en la
cabeza toda.
Y él sujeta esa cosa y la ayuda a salir. Y sale. Como un pez
amarillo, verde, violeta de gelatina.
Y él la recibe y la coloca sobre el pecho de ella.
Y ella la ve y ella la toca con la punta de los dedos, así, con
cuidado. Pánico a que se deshaga.
Y ella se pregunta cómo.
Se sorprende cómo.
Se maravilla cómo.
Cómo salió desde adentro suyo esa cosita.
Y roza su carita con la cara de ella, su carita, con la cara de ella.
Hinchada, explotada en miles de lunares rojos.
Y esa cosita lloriquea. Boquea con una boquita que busca, la
busca a ella.
Y ella toca apenas esas manitas, esas uñitas y esas mismas
manitas toman las manos de ella y se aferran a ella.
Y ella sujeta esa cosita.
Y entonces ella sonríe. Y llora. Y sonríe. Y vuelve a llorar.
Y vuelve a sonreír. De verdad.
36

Encontrarlo no me resultó fácil. Me llevó dos años intensos.


Meses después de la revelación de Vivi, contacté a distintas
personas abocadas a la investigación sobre los desaparecidos
durante la dictadura del 76. Ellos me ayudaron a conseguir una serie
de nombres de oficiales que habrían cumplido funciones un año
antes y un año después de la desaparición de Gaby. Examiné entre
ellos a quienes les coincidían, totalmente o en parte, sus nombres y
apellidos con las letras que yo buscaba.
Descubrí tres.
Con el primero, la coincidencia se daba en las dos primeras
iniciales de su nombre, no así con el apellido, pero a poco de andar
y al encontrar su fotografía decidí descartarlo de plano, la cara
rechoncha y los ojos achinados lo alejaban bastante de la imagen
que había construido a partir de la descripción de Vivi y de Bruno.
Luego, con el segundo hombre sólo hallé coincidencia entre el
apellido y la última de las letras, no obstante lo descarté
inmediatamente al enterarme de que había muerto en Malvinas.
Me quedaba un tercero.
Él se volvió una obsesión. Lo busqué y lo busqué.
Lo encontré.
Lo hallé retirado de la fuerza, asimilado a la vida civil, casado,
padre de cuatro hijos, dedicado a la atención de un hostal, en las
afueras de la capital salteña. Viajé. Lo entrevisté. Tampoco resultó
ser quien yo buscaba en realidad, aunque el nombre y el apellido
concordaban exactamente con las iniciales que había descubierto
entre las cosas de Gaby. Se llamaba Jorge y ya Vivi creía recordar a
un tal Jorge o Javier, algo así.
Durante nuestro encuentro, se muestra reacio a darme
información. Le pregunto, le insisto, si él ha conocido a alguien con
los rasgos que le doy, si ha conocido a alguien cuyo nombre pudiera
contener, al menos, una de esas letras que le muestro. Le explico
una vez más que necesito contactar a un hombre que debió ser
subteniente en esa época y que tal vez su nombre tuviera que ver
precisamente con esas letras. Insisto en que es importante para mí,
para mi familia. Tiene que ver con la desaparición de mi hermana, le
digo, y le muestro una foto de Gaby. Le cuento la historia. Le hablo
de mi madre, de mi padre, de nuestra desesperación. Él me
interrumpe, lo veo molesto, dice que no tiene nada para decir. No va
a continuar escuchándome. Se ha retirado y no quiere volver sobre
el pasado. Se niega a dar datos. Dice no conocer a nadie que tenga
que ver con el tipo que yo busco. Me pide que me marche, que no
vuelva a aparecer por su casa. No quiere saber ni de mí ni de mi
historia. Furioso, da la vuelta, hace un ademán y se pierde en el
interior de las habitaciones.
¡Quise morir ahí mismo!
Él de algún modo había sido mi última posibilidad y en él y en lo
que él pudiera revelar había depositado toda mi esperanza. Sin
embargo, lo vi. Ni bien comencé a hablar, observé cómo su
semblante fue transformándose. Lo percibí. Me di cuenta, él
recordaba algo. Él ocultaba algo. Él cubría a alguien.
Era evidente, no quería hablar.
¿Por qué? ¿Quién era? Un celoso guardián. Un cancerbero. Un
protector de secretos infames.
¿Y yo? ¿Qué pensé que encontraría ahí? ¿Buena voluntad?
¿Colaboración?
Me fui. Mientras caminaba por la vereda percibí que alguien me
seguía. Me volví. Era la mujer. Ella nos escuchó hablar, estuvo ahí
todo el tiempo, de pie junto al mostrador, casi imperceptible, sin
pronunciar palabra.
Se arrimó y me miró. Dijo conocer a un ex compañero de su
marido, pero su nombre en realidad no tenía nada que ver con las
letras que yo buscaba. ¡Dios! Esa posibilidad ni siquiera se me
había ocurrido.
Entonces lo descubrí.
Desde siempre él o JRC, o como quiera que se llame, había
querido esconderse. Desde siempre él había tenido la voluntad de
ocultarse. De operar en las sombras.
¿Por qué?
La mujer me proporcionó un dato, un lugar donde buscarlo. Habló
de un rostro pálido, una frente amplia, nariz afilada, ojos saltones,
claros, de hielo.
Me pidió a cambio prudencia. Cuidado.
Silencio.
Jamás reconocer que estuve allí. Que hablé con el marido. Con
ella.
Acepté. Aún sin comprender.
37

Te acusan. A vos.
Maquinan sentarte en un banquillo para reos.
Locos. Están locos.
Investigaciones. Cuestionamientos. Publicaciones.
No pueden probar nada.
Nada.
No tienen pruebas de lo que dicen.
Mentiras, has repetido hasta el hartazgo. Ellos dicen mentiras.
Falsedades.
Farsa. Conspiración.
¡Tanto lo has repetido! Te has convencido a vos mismo.
Ahora aparece esta perra.
Te ha buscado.
Te ha encontrado. Ha conseguido llegar hasta vos. Puede poner
tu mundo en peligro.
Te ha puesto nervioso. No podés negarlo. Va a complicarte la
vida.
¿Tenés algo pensado?
38

La audiencia se la debía a Lila. Lila había sido compañera de Raúl


en la secundaria, ahora es secretaria privada de un senador por la
provincia. Ella me había entregado una tarjeta firmada por el
mismísimo senador y me había asegurado que con su sola
presentación conseguiría abrir cualquier puerta. Aunque una
entrevista, me dijo, seguro me la conseguiría para más adelante,
que no me hiciera los rulos, a tipos como ese les gusta hacerse
rogar, son así, y este es uno de esos.
Un asistente me recibe, toma mis datos. Anota, nombre, apellido,
dirección y teléfono. El motivo del pedido de audiencia. Asunto
personal, le explico.
El coronel no atiende aquí asuntos personales, señorita, espeta
pronunciando el personales con sorna, con un no sé qué de burlón,
al tiempo que me examina de arriba abajo. No hago caso a la
insinuación, he llegado hasta aquí, no va a detenerme un idiota,
tampoco me importa lo que pueda suponer o pensar o imaginar
siquiera, estoy dispuesta a continuar.
Usted tenga la amabilidad de mencionar mi nombre, infórmele que
lo busca la hermana de Gabriela Cortés, le digo y me escucho
arrogante, imperiosa, con una convicción inusitada. Él hace un
movimiento de cabeza, murmura algo, me da la espalda.
Dos días después, el mismo asistente llama a mi celular y me
confirma la entrevista. Martes doce a las trece y cuarenta. Quedo
pasmada, le pido que repita lo que acaba de decirme, me disculpo,
digo no haber entendido. Al instante me responde un suspiro y un
deletreo, lento, pastoso, como si yo fuera una estúpida, mar-tes-do-
ce-a-las-tre-ce-y-cua-ren-ta. ¿Entiende ahora?
¡Imbécil!
Es jueves. Cuatro días. Sí, voy a esperar.
Me quedo unos días más en Buenos Aires y espero. Se lo digo a
María Marta, ella acepta aunque no aplaude la decisión que acabo
de tomar y así me lo hace saber. Porque María Marta no se guarda
nada, esto de emprender sola un encuentro con ese tipo le suena a
locura, me apoya, me comprende y me acompaña en todo, aunque
no esté de acuerdo. Me ayudará como siempre, se hará cargo de
los chicos, de la casa y del perro, pero, insiste, es una locura. Me
ruega que tenga cuidado, que mida mis palabras, que camine con
pie de plomo.
El fin de semana se hace eterno, la ansiedad no me da respiro;
abrigo una corazonada, esa entrevista dará un vuelco a esta
historia, y el sólo pensarlo me pone nerviosa a más no poder.
No sé a qué atribuir el haber conseguido la audiencia, así, con
tanta rapidez. Barajo algunas posibilidades: la tarjeta que Lila me ha
dado es por demás poderosa y puede destrabar hasta las puertas
más cerradas, un pedido del senador no es desoído, ella misma
había llamado en su nombre, pidiendo que me reciban de manera
urgente, que no me tengan dando vueltas.
Por su parte, el coronel bien debía saber quién era yo y qué
podría estar buscando, lo cual confirmó mi hipótesis de que él se
acuerda perfectamente de Gaby. El azar, por qué no, quiso que justo
ese día todos los astros se alinearan y que esta entrevista que en
otra circunstancia me habría llevado meses conseguirla, se
concretara con celeridad y sin inconvenientes. Es hora, me dije, de
que el camino se despeje de obstáculos.
Ensayo un par de veces mi aparición, considero que lo mejor será
presentarme con naturalidad, pienso en la ropa y me decido por algo
formal; mamá habría aconsejado un pantalón negro, clásico y recto,
una camisa blanca y un par de chatitas. El pronóstico anuncia lluvia
para esa tarde, llevaría el pulóver anudado sobre los hombros, el
pelo hacia atrás tomado con un broche. Nada de maquillaje.
Aldo me lo sugiere. Me da la idea, grabar la entrevista con el
celular; me indica cómo hacerlo, no es complicado, debo colocarlo
en el bolsillo externo del bolso. María Marta, como siempre, pone el
grito en el cielo.
La idea me resulta por demás tentadora; si de la conversación
surgiera algo importante, lo tendría grabado y él nunca podría
negarlo.
¿Y si él descubriera la trampa? El pánico me atontaría. Y de ahí y
en un instante a ponerme nerviosa, a tartamudear, a temblar como
una hoja. A echarlo todo a perder.
No. Pensándolo bien, no. Desisto. Renuncio a la grabación.
Decido ir por las buenas. No voy a confrontarlo. No le haré cargos
de ningún tipo.
Una propuesta. Una suerte de negociación.
Un trato.
Doy por sentado que él asociará mi nombre con el de mi
hermana. Aunque por momentos dudo, porque en realidad él nunca
me ha visto. No. No imagino que sepa de mi existencia.
Me decido. Iré al grano, sin rodeos de ningún tipo. Voy a
preguntarle si ha conocido a Gabriela. ¿Y si él lo niega? Se lo
chanto en su propia cara, con todas las letras, porque no tengo
miedo.
En esos años él ha tenido contacto con Gaby. No tengo dudas. ¿Y
si él continúa en su negativa? Le muestro las pruebas que tengo. Le
hablo de mis amigos, ellos están dispuestos a declarar. Los regalos.
Los tengo y voy a pedir una pericia sobre el trazado de las letras.
Haré denuncias. No voy a callar.
He averiguado todo sobre él. Lo sé casado, padre de tres
varones. En su carrera se destacan ascensos y distinciones.
Cuestionamientos. Fue denunciado por sobrevivientes que lo han
reconocido, acusado de haber participado en operativos que
terminaron en torturas y desapariciones. Ha sido acusado también
de haber actuado como carapintada en la asonada de Semana
Santa del 87. ¡Flor de joyita!, diría tía Chela.
No. No le conviene el escándalo. Ahora que ha llegado donde ha
llegado.
Tengo la seguridad de que él sí recuerda a Gaby, de que sabe
absolutamente quién es ella. Y además, estoy convencida, él
colaborará. Voy a hablarle del sufrimiento de toda la familia. ¿Él se
apiadaría?, ¿sería capaz de sentir piedad?
Voy a decirle que he compartido esta parte de la historia con
poquísimas personas y de mi más extrema confianza, tía Chela,
Aldo, el marido de María Marta y la misma María Marta, por
supuesto. Raúl, no. Con él no se puede hablar. Raúl se ha
encerrado en un insoportable silencio. Niega todo lo doloroso que
nos ha pasado, en la ilusión de que al negarla esa realidad
simplemente dejará de existir.
Quiero tenerlo frente a mí, escuchar su voz, adivinar lo que
esconde detrás de sus gestos. Mirarlo a los ojos, indagar en su
mirada, observar si miente.
¿Le habrá hecho algo a Gaby? ¿O me he vuelto loca y lo imagino
todo?
Voy a decirle que no me motiva nada más que conocer la verdad,
que no es mi intención traerle problemas, no voy a acusarlo de
nada. Lo único que deseo es saber si él pudo en aquel entonces
haber tenido noticias sobre Gaby. Si él acaso pudiera ayudarme a
reconstruir su historia.
No me mueve el odio, el resentimiento, ni nada que se le parezca.
Lo único que me impulsa es la necesidad de conocer qué fue lo que
ocurrió con mi hermana. Quiero dar con ella, recuperarla, tenerla de
vuelta.
Voy a jurarle no decir nada. Bien sé, él tiene poder, acceso a la
información, contactos.
Impunidad.

Ese martes llego con una hora de antelación, espero en la sala


donde me indica el asistente que me había atendido días atrás, el
mismo que me había llamado para confirmar la cita. Espero hasta
que se hacen las trece. Las trece y cuarenta minutos.
Pasan quince. La espera se adensa. Camino de ida y de vuelta
sobre el ajedrez del piso. Cuento las baldosas, las blancas, las
negras, cuántas han sido colocadas a lo ancho y cuántas a lo largo,
me dan un total de… ¡Ay, Dios, qué absurdo sacar cuentas!
Necesito hacer algo, pensar en otra cosa. No desesperar.
Veinte. Treinta minutos.
No me atiende.
Una hora.
Dos.
No me recibe.
El tipo ni siquiera aparece.
El mismo asistente me informa, el coronel ha tenido que partir
hacia una reunión afuera y hoy no vendrá; en breve, yo mismo me
comunicaré con usted para darle otra cita.

Ingenua. Ilusa. Cándida.


Idiota. Tonta.
Estúpida.
¿Cómo creí que este infeliz me recibiría? Que me escucharía.
Que me ayudaría.
¿En qué cabeza pudo caber una cosa así?
En la mía. Únicamente en la mía.

Huyo del tercer piso. Rápido, muy rápido atravieso el pasillo.


Hombres en fila, apretujados unos contra otros en dirección
contraria a la mía. Uno me lleva por delante, otro me empuja.
Tropiezo, caigo de rodillas. Un par de botas lustrosas. Otro alguien
me extiende una mano y me ayuda a levantar. Gorras, chaquetas,
olores a nicotina, a mal aliento, me cierran el camino, me impiden
avanzar, me tapan los atajos. A duras penas llego, hasta allá, hasta
la puerta. Me falta un piso y otro más. No puedo esperar el
ascensor. Bajo de a dos los escalones de mármol. Voy a los
resbalones. Una gorra y una corbata beige, camisa blanca. Otro
empujón. Un taco se clava sobre mi empeine. Trajes oscuros y
maletín, celulares, olor a desodorante barato, a perfume caro. Al
fondo, muy al fondo explota, se expande, aturde sádica una
carcajada. Esa carcajada. Humedad, calor, asfixia. No puedo
respirar. La cabeza me estalla. Quiero salir, llegar a la calle, correr.
Por fin el hall. Lo atravieso, traspongo el ingreso y en cuestión de
segundos estoy en la vereda. Corro, llego a la esquina. Cruzo la
avenida. Autos y autos, bocinazos, insultos y más bocinazos y más
insultos. Casi me matan. ¡Hijos de puta!
Camino y camino. A trancos largos. Cinco y diez y más cuadras.
Hasta tranquilizarme. Hasta que una lluvia fina me enfría la cara, me
humedece la ropa. Hasta que la furia afloja y me deja pensar.
Y entonces me lo prometo. Me lo juro: no voy a rendirme así como
así. No me daré tregua hasta encontrarla. Hasta saber la verdad de
lo que en realidad ha ocurrido con mi hermana.
No tengo dudas, lo de Gaby fue un secuestro. A Gaby alguien se
la llevó.
Estoy cada vez más segura: este. Este tipo tuvo que ver.
Lo que en un comienzo sólo fue un presentimiento, se ha
convertido ahora en una certeza.
Absoluta.
Imperiosa.
Lapidaria.
Sí. Él sabe lo que sucedió. Y se esconde.
¿Por qué?
39

Hacé el favor de pegar la vuelta. Terminá de meterte en


problemas. Mirá si te pasa algo. Aparecer así como así, sin un
abogado, y enfrentar a un tipo como él ha sido una boludez total.
¡No podés hacerlo sola! La reprensión desde el otro lado del
auricular me hace entrar en razón. María Marta, pragmática. María
Marta y su cuota de cordura. Bien me ha dicho desde un comienzo,
debiste ir por otro camino. Contactar alguna comisión investigadora
en la Cámara, alguien con peso político que se interese en el caso,
que quiera ayudarte.
Sí, me lo ha dicho mil veces pero no la he escuchado, en realidad,
no la he querido escuchar. No olvido la experiencia nefasta de mis
padres, llevo su fracaso tatuado en el alma.

Las luces de Buenos Aires se pierden a la distancia. No logro


dormir durante el viaje de regreso. No veo las horas de llegar a mi
casa, a mis hijos, a mi familia, a mis recuerdos. Observo mi imagen
reflejada en el vidrio del ventanal del colectivo y veo a una mujer
sola, inerme, enfrentada a su destino. Una mujer que llora, que llora
por la decepción que tiene. Por el viaje inútil. Por su terquedad.
Porque ha vuelto al punto de partida. Una mujer condenada a vivir
enredada en el pasado, sentenciada a no avanzar, a no vislumbrar
una luz de esperanza siquiera.
¿Y ahora qué?
40

Él no sabe qué hacer. Desespera.


A él los ojos le saltan de un lado a otro.
A ella el cuerpo se le ha agotado, un cansancio mayúsculo la
aplasta. Ha perdido sus fuerzas.
Él se resiste. Grita. De impotencia. De rabia. No logra hacer nada.
¿Cómo puede pasarle esto ahora?
A él. Justo a él, que todo lo ha calculado, todo lo ha dispuesto.
Es una venganza de ella. Sí, ella quiere vengarse.
La perra quiere castigarlo. Quiere torturarlo.
A él.
Se enfurece. La cachetea. La incorpora. Le moja la cara. Le da
agua. Le ordena como a un colimba que se quede a su lado. Firme.
¡Aguantá! La zamarrea.
Ella se le cae. Ella se le desploma.
No lo va a permitir. La quiere para él. La quiere desde que la ha
visto.
¡No lo va a permitir!
¡Nadie se la va a llevar!
¡Ni Dios!
¡Ni el mismísimo diablo!
Le enseña la criatura. Que gime, que berrea, que lo enloquece.
La coloca sobre el pecho de ella. Las manos de ella no tienen
respuesta.
Y ella dibuja una sonrisa translúcida.
Y esa cometa de colores y papá la armó y roja y amarilla y verde y
una colita larga, muy larga, más larga de flecos naranjas, azules,
morados, y gira y gira en lo alto y viene y se prende a ella y ella se
envuelve y se vuelve ligera, más ligera, muy ligera y el cuerpo
liviano, más liviano, muy liviano.
Como una pluma. Como un pétalo.
Y abajo.
Y allá abajo un río crece. Se arremolina a los saltos. Derrama por
el piso. Rebasa los bordes del cuarto.
Y abajo.
Y allá abajo y entre las piernas. Entre esas piernas de ella, la vida
huye y huye.
A borbotones.
41

Llevo dos días en la ciudad. El conserje del hotel me explica cómo


ir hasta la dirección indicada en la carta.
Esa carta que recibí unos días atrás. Un envío simple. La fecha
del matasellos señalaba haber sido remitida un mes antes, desde
una dirección del Gran Buenos Aires.
La chica que hacía la limpieza la había recibido y desaprensiva, la
dejó sin avisar sobre la mesita de la galería; el viento de esa noche
o los chicos jugando o el perro tal vez debieron tumbarla sobre una
maceta. Allí quedó durante varios días hasta ese sábado, cuando la
descubrí. Húmeda, sucia, decidora asomando entre las hojas de
unos malvones, como si no hubiera tenido apuro en llegar, como si
hubiera querido aparecer así, despaciosa, casi con timidez.
Venía dirigida a mí. Mi nombre, mi dirección escritos con una letra
de trazos firmes y amplios. Al dorso no había mención a remitente
alguno, pero esto no me llamó la atención porque en ese preciso
momento supe exactamente desde dónde provenía. Tuve certeza
absoluta sobre quién la había escrito. Debí sentarme para no caer.
Temblaba.
Abrí el sobre arrancándole un extremo, estuve a punto de
romperlo cuando apareció una hoja blanca. La saqué. La observé
doblada en cuatro partes iguales. Al desplegarla me encontré con la
misma letra que acababa de reconocer, esa letra que desde que la
había visto por primera vez entre las cosas de Gaby, jamás
olvidaría.
En tinta negra, un nombre y un apellido. La referencia a una calle,
el número de una casa, un barrio, una ciudad, una provincia.
Me pregunté qué habría detrás de esa dirección.
¿A quién encontraría?

¿Y si María Marta tiene razón? ¿Y si se trata de una trampa? Una


trampa igual, idéntica a la de años atrás.
Vil. Burlona.
Perversa.
Y en un instante vuelvo a la niña que fui. Veo a esa niña de
moños en la cabeza atender una llamada de teléfono, escuchar una
voz áspera que habla y dice que ha visto a Gabriela en una ciudad
lejana, a cientos de kilómetros, al norte del país. Proporciona datos,
un domicilio. Ella toma nota en una libretita, en una libretita azul, que
rápido muestra a mamá, que urgente entrega a papá. Y ellos con
apremio se preparan y viajan durante horas y horas hasta donde les
han indicado. Al llegar, nada encuentran. La dirección no existe.
Gabriela no está.
Y vuelvo a ver, poco después, a esa misma niña leyendo algo, ha
encontrado un papel escrito, anónimo y cobarde, deslizado bajo la
puerta. Esta vez hay una nueva dirección, anoticia que Gaby ha
tenido un accidente, que está internada en un hospital donde algún
comedido la habría llevado. Y ellos, los padres, intuyen que se trata
de algo mentiroso, pero lo mismo partirán a buscarla, porque todo
es posible, porque no pueden, porque no deben, porque no quieren
desechar ninguna posibilidad. Y ellos parten y ellos llegan. Y sí hay
una chica, de la misma edad de Gaby. Pero no. No es ella.
Alguien se está divirtiendo. Alguien se divierte con ellos. Alguien
quiere hacerles perder el tiempo. Sembrar el camino de escollos.
Plantar pistas falsas.
Para que busquen donde no deben.
Para que se alejen cada vez más.
Para que se olviden de ella.

No. Nunca voy a dejar de buscar. Voy a hacerlo, a pesar de todo,


tantas y cuantas veces sea necesario. Por esa razón he llegado
hasta aquí, por eso he tomado un nuevo colectivo y he viajado
seiscientos cincuenta kilómetros. Sin embargo tengo plena
conciencia, una vez más puedo estrellarme contra la muralla
monumental de la frustración, contra la sensación insoportable de
escuchar esa carcajada cínica y farsante. La risotada de ese alguien
que se empecina en divertirse.
Me persuado, si me enfrento a una situación idéntica a las otras,
voy a manejarla. Me siento preparada. La rabia, la tristeza durarán
unos días porque en alguna medida ya he curtido el alma.
Busco la verdad.
La verdad. Simple y llana.
Desnuda.
Irremediable.
La verdad. ¿Podría enfrentarla? ¿Podría vivir con la verdad?
No sé. Aunque tal vez estoy cerca del final de la historia.
¿El final de la historia? ¿Cuál será? ¿Acaso hay un final para esta
historia?

El taxi me conduce hacia una zona alejada del centro. Aparecen


casas bajas, veredas amplias, una arboleda. El chalé que busco se
identifica con el número ciento veinticinco. Se encuentra en medio
de la cuadra, frente a la plazoleta del barrio. Una fachada de líneas
rectas, cerrando el garaje un portón de madera lustrada, detrás de la
verja, un jardín cuidado, la puerta de ingreso de dos hojas, las
ventanas enrejadas. Supongo que ahí vive una familia tipo, clase
media, un matrimonio, un hijo, tal vez dos. Una galería con plantas,
un quincho y un asador; ambientes cálidos, prolijos, impecables.
Me quedo allí, me siento en un banco, como esperando que algo
suceda, sin animarme a cruzar la calle y menos que menos a llamar
a la puerta.
42

Diciembre, un viernes de madrugada.


Un llanto.
Chillón y desquiciante, huérfano y hambriento te obliga a salir.
Te ves golpear la puerta. Sabías que ellos viajaban esa mañana.
La mujer te descubrió parado en el umbral y desde la mitad del
pasillo corrió hacia vos. Debió verte como a un enviado, como a un
milagro largamente esperado. Se llevó la mano a la boca y atrapó
entre sus dedos un quejido anidado durante años.
Vino hacia vos, la mirada lacrimosa, agradecida.
Se la diste.
Recibió la criatura.
La abrazó. La cobijó. Y la llevó hacia adentro.
No pronunciaste una sola palabra. Diste la vuelta.
Clausuraste la historia.
43

¿Qué busco? ¿A quién?


Me pregunto hasta qué punto tengo derecho a irrumpir en la vida
de esas personas.
¿Qué voy a decirles?
Que hasta aquí llego, arrastrada por presunciones, peor aún,
empujada por la mano oscura de un desconocido. De un perverso.
Todo lo que pudiera argumentar, no se sostiene. Nada resulta
razonable. Llegué demasiado lejos.
Pero. ¿Cómo volver atrás ahora?
Me darían un portazo en la cara, me correrían con insultos. No los
culparía. No sabría qué decirles. Gritarían que me he vuelto loca. Y
sí, tal vez tendrían razón.
Atinaría a contar esta historia. ¿Les interesaría? No,
probablemente no.
¿Qué hago?
Él. Él me ha traído hasta este lugar. Me ha traído de la nariz como
a una tonta.
Y he aceptado. Me he dejado arrastrar. He aceptado ser parte de
su juego.
Me doy cuenta. Él lo sabe todo, él ha manejado los hilos de mi
vida a su antojo. Él ha entrado en mi vida. Se ha metido en mi vida
mucho antes de que yo pudiera darme cuenta. Y ya no saldrá.
Jamás lo he visto. Tal vez nunca lo vea. A estas alturas ya casi ni
me importa siquiera. Porque lo conozco.
Ladino. Artero. Moviendo las piezas del tablero. Jugando sucio.
Pero.
¿Para qué me ha traído hasta este lugar? ¿Qué quiere que
descubra?

Entonces las veo. Venir despaciosas, como de paseo por la


vereda.
Ella. Y una mujer.
Llegan juntas. Conversan animadas. Como una madre y su hija.
La mujer la acariña con la palabra, con los gestos, con la mirada, se
regodea a cada momento con la hija de sus sueños, le gustan las
sandalias que se ha comprado, pregunta interesada cómo ha sido
su semana, las mañanas y las tardes, los detalles banales,
domésticos. Cuánto debe pagar de luz, sabe que han llegado las
expensas del departamento que alquilan, cómo le ha salido la carne
al horno con papas y salsa de pimientos que le había enseñado.
Ella, la hija. El pelo tinto barriéndole la espalda. El talle fino,
menuda, coquetita, con ese andar tan propio como si no asentara
los pies sobre el suelo.
Me paralizo.
Y comprendo.
Me basta un momento para desplegar la historia, unir cada
secuencia. Hilvanar cada una de las cuentas del collar. Ahora las
preguntas comenzarán a responderse.
44

¡Si la vieras, mamá!


Se le parece. Sí, y mucho.
La piel. Del mismo color de miel de ella. El modo suave, la risa
fresca.
Pero no. No es ella.
¡Cómo no haberlo imaginado antes! ¡Cómo no haberlo
sospechado siquiera!
¡Si la vieras, mamá! ¿Podés creerlo?
Le hablo. Y ella me mira. Me mira sin asombro, con esos ojos
negros. De paloma. Apacibles. Avisados. De quien ha estado
esperando que la encontrara.
¿Su nombre?
Paula.
Pagani, Cecilia
Cautivos / Cecilia Pagani. - 1a ed. - Ciudad
Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros,
2018.
Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online


ISBN 978-987-4188-16-8

1. Novela. I. Título
CDD A863

© Cecilia Pagani, 2018

Imagen de cubierta
© Fernando Pagani, óleo

Edición
Sol Echegoyen

Diseño
Lara Melamet

Corrección
Martín Vittón
Edición en formato digital: junio de 2018
Conversión a formato digital: Libresque

Hecho el depósito que establece la ley 11.723.


Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra
sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

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