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1 LUIS E.

VALCÁRCEL

44 AÑOS DESPUÉS
Sale esta nueva edición de Tempestad en los los Andes
cuarenta y cuatro años después de su aparición en Lima,
bajo el padrinazgo espiritual de José Carlos Mariátegui,
quien había publicado antes algunas de sus páginas desde
el primer número de la Revista “Amauta”. Casi medio siglo
nos separa de aquel tiempo en que el Indigenismo alcanzaba
su clímax en lo ideológico y en lo artístico. Habían amaina-
do los ataques de los hispanistas, cuyos líderes comenzaban
a reconocer que la Cultura Peruana no era un simple apén-
dice de la española. José de la Riva Agüero y Raúl Porras
habían escrito hermosas páginas sobre la Cultura Incaica.
Nadie volvió a afirmar que el Perú solo había recibido el te-
rritorio como legado de la Edad Antigua, ninguno se atrevió
a repetir que la partida de nacimiento del Perú había sido
firmada por Francisco Pizarro. La polémica parecía termi-
nada al patrocinarse la transacción: El Perú tenía una do-
ble e igualmente grandiosa tradición. Sin embargo, recrude-
ció a raíz de la guerra en España, en que el fascismo pe-
ruano se hizo presente y continuó en vigencia en los prime-
ros años de la Gran Guerra. Los intelectuales y artistas li-
bres atacamos acerbamente a la España de Franco que com-
pletaba el terceto con Hitler y Mussolini. Pasada la Guerra,
comenzó la lucha de las ideologías hasta alcanzar contornos
trágicos (asesinatos políticos, verdaderas masacres de obre-
ros y estudiantes, prisiones, persecuciones).
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Aprovechando del poder en sus manos, las minorías ne-


fastas multiplicaron los abusos, sobre todo los grandes te-
rratenientes o gamonales. Las usurpaciones de tierras, la
opresión y miseria del campesinado, agravaron los conflic-
tos. Los ligeros respiros democráticos muy poco pudieron
hacer y a los más de treinta años, resultó ineficaz todo es-
fuerzo defensivo de la población aborigen.
En 1963 se produjeron las primeras invasiones de ha-
ciendas en acción reivindicatoria, sobresaliendo los sucesos
ocurridos en el Cuzco. Un voto de censura del Congreso al
Primer Ministro del nuevo gobierno por no reprimir tales
movimientos, dio la tónica de la situación. La aparición de
grupos guerrilleros ofrecía un aspecto nuevo. En esa genero-
sa aventura perdieron la vida jóvenes estudiantes, muchos
de ellos de notable calidad humana. Infructuoso sacrificio,
que costó tan caro.
No se había producido la “TEMPESTAD EN LOS AN-
DES” que, yo vaticinaba. Si la tempestad no se produjo con
rayos y truenos, en cambio en estos veinte años un inconteni-
ble aluvión humano cayó sobre Lima y otras ciudades. Más
de un millón de personas “tomaron” la Capital, como un
ejército invasor, sin armas. La "tempestad" ahora anda por
dentro.

LUIS E. VALCÁRCEL
3 LUIS E. VALCÁRCEL

PROLOGO
Después de habernos dado en sus obras De la Vida lnkai-
ca y Del Ayllu al Imperio una interpretación esquemática de
la historia del Tawantinsuyu, Luis E. Valcárcel nos ofrece
en este libro una visión animada del presente autóctono.
Este libro anuncia "el advenimiento de un mundo", la apari-
ción del nuevo indio. No puede ser, por consiguiente una crí-
tica objetiva, un análisis neutral; tiene que ser una apasio-
nada afirmación, una exaltada protesta.
Valcárcel percibe claramente el renacimiento indígena
porque cree en él.·Un movimiento histórico en gestación no
puede entendido, en toda su trascendencia, sino por los que
luchan por que se cumpla. (El movimiento socialista, por
ejemplo, sólo es comprendido cabalmente por sus militantes.
No ocurre lo mismo con los movimientos ya realizados. El
fenómeno capitalista no ha sido entendido y explicado por
nadie tan amplia y exactamente como por los socialistas).
La empresa de Valcárcel en esta obra, si la juzgamos
como la juzgaría Unamuno, no es de profesor sino de profe-
ta. No se propone meramente registrar los hechos que anun-
cian o señalan la formación de una nueva conciencia indí-
gena, sino traducir su íntimo sentido histórico, ayudando a
esa conciencia indígena a encontrarse y revelarse a sí mis-
ma. La interpretación, en este caso, tal vez como en ninguno,
asume el valor de una creación.
Tempestad en los Andes no se presenta como una obra de
doctrina ni de teoría. Valcárcel siente resucitar la raza
Keswa. El tema de su obra es esta resurrección. Y no se
prueba que un pueblo vive, teorizando o razonando, sino
mostrándolo viviente. Este es el procedimiento seguido por
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Valcárcel, a quien, más que el alcance o la vía del renaci-


miento indígena, le preocupa documentarnos su evidencia y
su realidad.
La primera parte de Tempestad en los Andes tiene una
entonación profética. Valcárcel pone en su prosa vehemente
la emoción y la idea del resurgimiento inkaiko. No ea el
lnkario lo que revive, es el pueblo del lnka que, después de
cuatro siglos de sopor, se pone otra vez en marcha hacia sus
destinos. Comentando el primer libro de Valcárcel yo escribí
que ni las conquistas de la civilización occidental ni las con-
secuencias vitales de la colonia y la república, son renuncia-
bles. (1). Valcárcel reconoce estos límites a su anhelo.
En la segunda parte del libro, un conjunto de cuadros lle-
nos de color y movimiento nos presenta la vida rural indí-
gena. La prosa de Valcárcel asume un acento tiernamente
bucólico cuando evoca, en sencillas estampas, el encanto
rústico del agro serrano. El panfletario vehemente reaparece
en la descripción de los "poblachos mestizos", para trazar el
sórdido cuadro del pueblo parasitario, anquilosado, cance-
roso, alcohólico y carcomido, donde han degenerado en un
mestizaje negativo las cualidades del español y del indio.
En la tercera parte asistimos a los episodios característi-
cos del drama del indio. El paisaje es el mismo, pero sus co-
lores y sus voces son distintos. La sierra geórgica de la siem-
bra, la cosecha y la kaswa se convierte en la sierra trágica
del gamonal y de la mita. Pesa sobre los ayllus campesinos
el despotismo brutal del latifundista, del kelkere ti del gen-
darme.
En la cuarta parte, la sierra amanece grávida de espe-
ranza. Ya no la habita una raza unánime en la resignación
y el renunciamiento. Pasa por la aldea y el agro serranos
una ráfaga insólita. Aparecen los "indios nuevos": aquí el
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maestro, el agitador; allá el labriego, el pastor, que no son


ya los mismos que antes. A su advenimiento no ha sido ex-
traño el misionero adventista, en la apreciación de cuya
obra no acompaño sin prudentes reservas a Valcárcel por
una razón: el carácter de avanzadas del imperialismo an-
glo-sajón que, como lo advierte, Alfredo Palacios, pueden re-
vertir estas misiones. El "nuevo indio" no es un ser mítico,
abstracto, al cual preste existencia sólo la fe del profeta. Lo
sentimos viviente, real, activo, en las estancias finales de
esta "película serrana", que es como el propio autor define a
su libro. Lo que distingue al "nuevo indio" no es su instruc-
ción sino el espíritu. (El alfabeto no redime al indio). El
"nuevo indio" espera. Tiene una meta. He ahí su secreto y su
fuerza. Todo lo demás existe en él por añadidura. Así lo he
conocido yo también en más de un mensajero de la raza ve-
nido a Lima. Recuerdo el imprevisto e impresionante tipo de
agitador que encontré hace cuatro años en el indio puneño
Ezequiel Urviola. Este encuentro fue la más fuerte sorpresa
que me reservó el Perú a mi regreso de Europa. Urviola re-
presentaba la primera chispa de un incendio por venir. Era
el indio revolucionario, el indio socialista. Tuberculoso, joro-
bado, sucumbió al cabo de dos años de trabajo infatigable.
Hoy no importa ya que Urviola no exista. Basta que haya
existido. Como dice Valcárcel, hoy la sierra está preñada de
espartacos.
El "nuevo indio" explica e ilustra el verdadero carácter
del indigenismo que tiene en Valcárcel uno de sus más apa-
sionados evangelistas. La fe en el resurgimiento indígena no
proviene de un proceso de “occidentalización” material de la
tierra keswa. No es la civilización, no es el alfabeto del blan-
co, lo que levanta el alma del indio. Es el mito, es la idea de
la revolución socialista. La esperanza indígena es absoluta-
mente revolucionaria. El mismo mito, la misma idea, son
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agentes decisivos del despertar de otros viejos pueblos, de


otras viejas razas en colapso: hindúes, chinos, etc. La histo-
ria universal tiende hoy como nunca a regirse por el mismo
cuadrante. ¿Por qué ha de ser el pueblo inkaico, que cons-
truyó el más desarrollado y armónico sistema comunista, el
único insensible a la emoción mundial? La consanguinidad
del movimiento indigenista con las corrientes revoluciona-
rias mundiales es demasiado evidente para que precise do-
cumentarla. Yo he dicho ya que he llegado al entendimiento
ti a la valoración justa de lo indígena por la vía del socialis-
mo. El caso de Valcárcel demuestra lo exacto de mi experien-
cia personal. Hombre de diversa formación intelectual, in-
fluido por sus gustos tradicionalistas, orientado por distinto
género de sugestiones y estudios, Valcárcel resuelve política-
mente su indigenismo en socialismo. En este libro nos dice,
entre otros cosas, que “el proletariado indígena espera su
Lenin”. No sería diferente el lenguaje de un marxista.
La reivindicación indígena carece de concreción histórica
mientras se mantiene en un plano filosófico o cultural. Para
adquirirla —esto es para adquirir realidad, corporeidad—
necesita convertirse en reivindicación económica y política.
El socialismo nos ha enseñado a plantear el problema indí-
gena en nuevos términos. Hemos dejado de considerarlo abs-
tractamente como problema étnico o moral para reconocerlo
concretamente como problema social, económico y político. Y
entonces lo hemos sentido, por primera vez, esclarecido ti de-
marcado.
Los que no han roto todavía el cerco de su educación libe-
ral burguesa, y, colocándose en una posición abstractista y
literaria, se entretienen en barajar los aspectos raciales del
problema, olvidan que la política, ti, por tanto la economía,
lo dominan fundamentalmente. Emplean un lenguaje pseu-
do-idealista, paro escamotear la realidad disimulándola
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bajo sus atributos ti consecuencias. Oponen al la dialecta re-


volucionaria un confuso galimatías crítico, conforme al cual
la solución del problema indígena no puede partir de una
reforma o hecho político porque a los efectos inmediatos de
éste escaparía una compleja multitud de costumbres y vicios
que sólo pueden transformarse a través de una evolución
lenta y normal.
La historia, afortunadamente, resuelve todas las dudas y
desvanece todos los equívocos. La conquista fue un hecho po-
lítico. Interrumpió bruscamente el proceso autónomo de la
nación keswa, pero no implicó una repentina sustitución de
las leyes y costumbres de los nativos por las de los conquis-
tadores. Sin embargo, este hecho político abrió, en todos los
órdenes de cosas, así espirituales como materiales, un nuevo
periodo. El cambio de régimen bastó para mudar desde sus
cimientos del pueblo keswa. La Independencia fue otro he-
cho político. Tampoco correspondió a una radical transfor-
mación de la estructura económica y social del Perú; pero
inauguró, no obstante, otro período de nuestra historia, y si
no mejoró prácticamente la condición del indígena, por no
haber tocado casi la infraestructura económica colonial,
cambió su situación jurídica y franqueó el camino de su
emancipación política y social. Si la República no siguió
este camino, la responsabilidad de la omisión corresponde
exclusivamente a la clase que usufructuó la obra de los li-
bertadores tan rica y potencialmente en valores y principios
creadores.
El problema indígena no admite ya la mistificación a que
perpetuamente lo han sometido una turba de abogados y li-
teratos, conscientemente o inconscientemente mancomuna-
dos con los intereses de la casta latifundista. La miseria mo-
ral y material de la raza indígena aparece demasiado neta-
mente como una simple consecuencia del régimen económico
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y social que sobre ella pesa desde hace siglos. Este régimen,
sucesor de la feudalidad colonial, es el gamonalismo. Bajo
su imperio, no se puede hablar seriamente de redención del
indio.
El término gamonalismo no designa sólo una categoría
social y económica: la de los latifundistas o grandes propie-
tarios agrarios. Designa todo un fenómeno. El gamonalismo
no está representado por los gamonales propiamente dichos.
Comprende una larga jerarquía de funcionarios, interme-
diarios agentes, parásitos, etc. El indio alfabeto se transfor-
ma en un explotador de su propia raza porque se pone al
servicio del gamonalismo. El factor central del fenómeno es
la hegemonía de la gran propiedad semifeudal en la política
y el mecanismo del Estado. Por consiguiente, es sobre este
factor sobre el que se debe actuar si se quiere atacar en su
raíz un mal del cual algunos se empeñan en no contemplar
sino las expresiones episódicas o subsidiarias.
Esa liquidación del gamonalismo, o de la feudalidad, po-
día haber sido realizada por la república dentro de los prin-
cipios liberales y capitalistas. Pero por razones que llevo ya
señaladas en otros estudios, estos principios no han dirigido
efectiva y plenamente nuestro proceso histórico. Saboteados
por la propia clase encargada de aplicarlos, durante más de
un siglo han sido impotentes para redimir al indio de una
servidumbre que constituía un hecho absolutamente solida-
rio con el de la feudalidad. No es el caso de esperar que hoy,
que estos principios están en crisis en el mundo, adquieran
repentinamente en el Perú una insólita vitalidad creadora.
El pensamiento revolucionario, y aún el reformista, no
puede ser ya liberal sino socialista. El socialismo aparece en
nuestra historia no por una razón de azar, de imitación o de
moda, como espíritus superficiales suponen, sino como una
fatalidad histórica. Y sucede que mientras, de un lado, los
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que profesamos el socialismo propugnamos lógica y coheren-


temente la reorganización del país sobre bases socialistas y,
—constatando que el régimen económico y político que com-
batimos se ha convertido gradualmente en una fuerza de co-
lonización del país por los capitalismos imperialistas ex-
tranjeros,— proclamamos que este es un instante de nuestra
historia en que no es posible ser efectivamente nacionalista y
revolucionario sin ser socialista; de otro lado no existe en el
Perú, como no ha existido nunca, una burguesía progresista,
con el sentido nacional, que se profese liberal y democrática
y que inspire su política en los postulados de su doctrina.
Con la excepción única de los elementos tradicionalmente
conservadores, no hay ya en el Perú, quien con mayor o me-
nor sinceridad no se atribuya cierta dosis de socialismo...
Mentes poco críticas y profundas pueden suponer que la
liquidación de la feudalidad es empresa típica y específica-
mente liberal y burguesa y que pretender convertirla en fun-
ción socialista es torcer románticamente las leyes de la his-
toria. Este criterio simplista de teóricos de poco calado, se
opone al socialismo sin más argumento que el de que el ca-
pitalismo no ha agotado su misión en el Perú. La sorpresa
de sus sustentadores será extraordinaria cuando se enteren
de que la función del socialismo en el gobierno de la nación,
según la hora y el compás histórico a que tenga que ajustar-
se, será en gran parte la de realizar el capitalismo, —vale
decir las posibilidades históricamente vitales todavía en el
capitalismo,— en el sentido que convenga a los intereses del
progreso social.
Valcárcel, que no parte de apriorismos doctrinarios, –
como se puede decir, aunque inexacta y superficialmente de
mí y los elementos que me son conocidamente más próximos
de la nueva generación,– encuentra por esto la misma vía
que nosotros a través de un trabajo natural y espontáneo de
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conocimiento y penetración del problema indígena. La obra


que ha escrito no es una obra teórica y crítica. Tiene algo de
evangelio y hasta algo de apocalipsis. Es la obra de un cre-
yente. Aquí no están precisamente los principios de la revo-
lución que restituirá a la raza indígena su sitio en la histo-
ria nacional; pero aquí están sus mitos. Y desde que el alto
espíritu de Jorge Sorel, reaccionando contra el mediocre po-
sitivismo de que estaban contagiados los socialistas de su
tiempo, descubrió el valor perenne del Mito en la formación
de los grandes movimientos populares, sabemos bien que és-
te es un aspecto de la lucha que dentro del más perfecto rea-
lismo, no debemos negligir ni subestimar.
Tempestad en los Andes llega a su hora. Su voz herirá
todas las conciencias sensibles. Es la profecía apasionada
que anuncia un Perú nuevo. Y nada importa que para unos
sean los hechos lo que crean la profecía y para otros sea la
profecía la que crea los hechos.

JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI


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TEMPESTAD EN LOS ANDES

“No forman el verdadero


Perú las agrupaciones de
criollos y extranjeros que
habitan la faja de tierra
situada entre el Pacífico
y los Andes; la nación es-
tá formada por las mu-
chedumbres de indios di-
seminados en la banda
oriental de la cordillera”.
GONZÁLEZ PRADA
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Como un ladrón en la noche


“Los grandes movimientos del alma de la es-
pecie vienen al principio COMO UN LADRÓN
EN LA NOCHE, y he aquí que luego súbita-
mente se les descubre poderosos y mundiales”.
WELLS
Sí, como un ladrón en la noche, ha llegado la nueva con-
ciencia. ¿Quién la ha sentido llegar? No ladraron los perros
centinelas. No hay ánades en el Capitolio. Pero la nueva
conciencia aquí está en el silenciador; en las nieblas prede-
cesoras.
La sentimos latir en el viejo cuerpo de la Raza, si de la
cegada fuente volviera a manar el agua El muerto corazón,
la oculta entraña, reinicia su dinámica de péndulo. Lento,
lento, casi imperceptible.
Venid ya, la nueva conciencia ha llegado. Corre la savia
por el viejo tronco.

El milagro
Era una masa informe, ahistórica. No vivía, parecía eter-
na como las montañas, como el cielo. En su rostro de esfin-
ge, las cuencas vacías lo decían todo: sus ojos ausentes no
miraban ya el desfile de las cosas. Era un pueblo de piedra.
Así estaba de inerte y había olvidado su historia. Fuera del
tiempo, como el cielo, como las montañas, ya no era un ser
variable, perecedero, humano. Carecía de conciencia.
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El bien y el mal, el dolor o el plácido vivir, Dios, el mun-


do, habían perdido, para él todo valor.
Era una Raza muerta. Le mataron los invasores hasta a
sus dioses. La Españolada había caído sobre el jardín inkai-
co con la implacable y universal fuerza destructora de un
crudo invierno.
Pasaron los siglos; para la Raza era ayer. Los agostados
campos se desentumecen de su sueño de piedra. Hay un
leve agitar de alas; quedamente se percibe un lentísimo
arrastrarse de orugas; algo como sordo preludio de lejana
sinfonía. La naturaleza vive el milagro primaveral.
La masa informe de los pueblos muertos se mueve tam-
bién y todos los sepulcros tornaránse matrices de la Nueva
Vida.
Hay un milagro primaveral de las razas.

¡Dejadnos vivir!
De todas partes sale el grito uniforme.
Los hombres de la montaña y de la planicie, de la hondo-
nada y de la cumbre, úlulan el grito único.
Lo lanzan al cielo como una saeta vibrante y sonora.
No se escucha otro clamor, como si todos los hombres sólo
fueran aptos para emitir esa sola vibración vocal.
—¡Dejadnos vivir!
Es la raza fuerte, rejuvenecida al contacto con la tierra,
que reclama su derecho a la acción. Yacía bajo el peso aplas-
tante de la vieja cultura extraña.
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Aprisionada en la férrea armadura del conquistador, la


pujante energía del alma aborigen se consume. Estalla la
protesta, y el grito unánime resuena de cumbre en cumbre
hasta convertirse en el vocerío cósmico de los Andes.

Avatar
La cultura bajará otra vez de los Andes.
De las altas mesetas descendió la tribu primigenia a po-
blar planicies y valles. Desde el sagrado Himalaya, desde el
Altar misterioso arranca el impulso vital de los pueblos fun-
dadores. En el camino las razas se juntan y entrechocan, se
mezclan y se separan. Cada una se afirma en su esencia,
pese a homologías temporarias. El árbol étnico vive de sus
raíces aunque sus ramas se enreden en la maraña del bos-
que, aunque se vista de exóticas flores. La Raza perdura.
Eclipses, quebrantamientos, inferioridad y opresión todo
lo resiste. Vive en alzas y bajas en florecimientos y decaden-
cias: el brillo o la sombra no le afectan en lo íntimo.
Puede ser hoy un imperio y mañana un hato de esclavos.
No importa. La raza permanece idéntica a sí misma. No son
exteriores atavíos, epidérmicas reformas, capaces de cam-
biar su ser.
El indio vestido a la europea, hablando inglés, pensando
a la occidental, no pierde su espíritu.
No mueren las razas. Podrán morir las culturas, su exte-
riorización dentro del tiempo y del espacio. La raza keswa
fue cultura titikaka y después ciclo inka. Perecieron sus for-
mas. Ya nadie erige monolitos Tiawanaku ni fábrica aryba-
llus Kosko.
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Pero los keswas sobreviven todas las catástrofes. Des-


pués del primer imperio, cayeron los andinos en el felahís-
mo. Mas, de la humana nebulosa, casi antropopiteca surgió
el inkario, otro luminar que duró cinco siglos, y habría
alumbrado cinco más sin la atilana invasión de Pizarro.
De ese rescoldo cultural todavía viven cuatro millones de
hombres en el Perú y seis más entre el Ecuador, Bolivia y la
Argentina. Diez millones de indios caídos en la penumbra
de las culturas muertas.
De las tumbas saldrán los gérmenes de la Nueva Edad.
Es el avatar de la Raza.
No ha de ser una Resurrección de El Inkario con todas
sus exteriores pompas. No coronaremos al Señor de Señores
en el templo del Sol. No vestiremos el unku ni cubriráse la
trasquilada cabeza con el llautu, ni calzaránse los desnudos
pies con la usuta. Dejaremos tranquila a la elegante llama
servicial. No serán momificados nuestros cuerpos miseran-
dos. No adoraremos siquiera al Sol, supremo benefactor.
Habremos olvidado para siempre el kipus: no intentaremos
reanimar instituciones desaparecidas definitivamente. Ha-
brá que renunciar a muchas bellas cosas del tiempo ido, que
añoramos como románticos poetas. Mas, cuánta belleza,
cuánta verdad, cuánto bien emanan de la vieja cultura, del
milenario espíritu andino: todo fue desvalorizado por la pre-
sunción de superioridad de los civilizadores europeizantes.
La Raza, en el nuevo ciclo que se adivina, reaparecerá es-
plendente, nimbada por sus eternos valores, con paso firme
hacia un futuro de glorias ciertas. Es el avatar, la incesante
transformación, ley suprema que todo lo rige, desde el curso
de los mundos estelares hasta el proceso de estas otras
grandes estrellas que son las razas que pululan por el globo,
erráticas dentro de un sistema: es el avatar que marca la
reaparición de los pueblos andinos en el escenario de las
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culturas. Los Hombres de la Nueva Edad habrán enriqueci-


do su acervo con las conquistas de la ciencia occidental y la
sabiduría de los maestros de oriente. El instrumento y la
herramienta, la máquina, el libro y el arma nos darán el do-
minio de la naturaleza: la filosofía-clave-metapsíquica hará
penetrante nuestra mirada en el mundo del espíritu.
En lo alto de las cumbres andinas, brillará otra vez el sol
magnífico de las extintas edades. Por sobre montañas, en el
espacio azul que sirve de fondo a los Andes —bambalinas de
lo infinito— se producirá la armonía de Oriente a Occiden-
te, cerrando la curva milenios atrás. Se cumple el avatar:
nuestra raza se apresta al mañana: puntitos de luz en la ti-
niebla cerebral anuncian el advenimiento de la Inteligencia
la actual agregación subhumana de los viejos keswas.

El sol de sangre
“La sociedad alentaba en un espíritu occiden-
tal y el pueblo vivía con el alma en la tierra.
Entre esos dos mundos no había inteligencia
alguna, no había comunicación; no se perdo-
naban uno a otro".
SPENGLER
¿Rusia? ¡¡El Perú!
He aquí nuestra historia nacional, el perenne conflicto
entre los invasores y los invadidos, entre España y las In-
dias, la lucha de los Hombres Blancos y la Raza de Bronce;
guerra sin tregua, todavía sin esperanzas de un pacto de
paz. Cinco siglos de cotidiana batalla que consagra y ratifi-
ca en cada amanecer el dominio victorioso del conquistador,
pero que no da la seguridad de nuevas auroras idénticas.
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Desconfía el que oprime y maltrata; si no muere la victima,


se vengará.
Desgraciadamente para el tirano, las razas no mueren.
Un día alumbrará el Sol de Sangre, el Yawar-Inti, y to-
das las aguas se teñirán de rojo: de púrpura tornarán las
linfas del Titikaka; de púrpura, aún los arroyos cristalinos.
Subirá la sangre hasta las altas y nevadas cúspides. Terri-
ble Día de Sol de Sangre.
¿Dónde están las fuentes de esta inundación de rojas
aguas?
¿ Se ha vertido el ánfora secreta?
Es que sangra el corazón del pueblo. El Dolor de un Mile-
nio de Esclavitud rompió sus diques. Púrpura de los espa-
cios, púrpura del Sol, púrpura de la tierra: eres la Vengan-
za.
Aún en la noche el Fuego alumbrará los mundos. Será el
incendio purificador.
¡Oh! la esperada Apocalipsis, el Día del Yawar-Inti que
no tardará en amanecer.
¿Quién no aguarda la presentida aurora?
El vencedor injusto que ahogará en su propia sangre al
indio rebelde. ¿No oís por allí la prédica del exterminio, de
la cacería inmisericorde? Y a las matanzas de Huanta, de
Cabanillas, de Layo, de cien lugares más son ráfagas del
Gran Día Sangriento.
El vencido alimenta en silencio su odio secular; calcula
fríamente el interés compuesto de cinco siglos de crueles
agravios. ¿Bastará el millón de víctimas blancas?
TEMPESTAD EN LOS ANDES 18

Desde su mirador de la montaña, desde su atalaya de·


los Andes, escruta el horizonte. ¿Serán estos celajes de fue-
go la señal del Yawar-lnti?
Obseca el odio.
Volved a la razón, hombres de los Dos Mundos. Tú, hom-
bre "blanco", mestizo indefinible, contagiado de la soberbia
europea, tu presunción de "civilizado" te pierde. No cofíes en
las bocas inánimes de tus cañones y de tus fusiles de acero.
No te enorgullezcas de tu maquinaria que puede fallar.
Es incurable tu ceguera ¡Sigues viendo en el hombre de
tez bronceada a un ser inferior de otra especie distinta a la
tuya, hijo de Adán, nieto de Jehová! Tu ideología no cambia
en lo cotidiano: reencarnas a Sepúlveda, el doctor salman-
tino que negó humanidad los indios de América.
Altanero dominador de cinco siglos: los tiempos otros. Es
la ola de los pueblos de color que te va a arrollar si persistes
en tu conducta suicida. Arrogante colonizador europeo, tu
ciclo ha concluido. La bese poblará de Espartacos invenci-
bles.
Y tú hombre de los Andes, persiste en ti mismo, cúmpla-
se tu sino. Obedece el mandato de la tierra, si vives con su
alma; pero, no te consuma el odio. El amor es demiurgo.
Haciéndote grande y fuerte, el blanco te respetará.
Triunfarás sin ensangrentar tus manos puras de hijo del
campo.
Sueñen los malvados con el Sol de sangre; en tu regene-
rada sólo brillará el rayo del sol que besa la tierra en la san-
ta cópula de todos los días...
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Como en la cósmica armonía, los dos mundos girarán


dentro de sus órbitas, recibiendo, por igual, el hálito creador
del Rey de los astros.

Un pueblo de campesinos
El Perú como Rusia es un pueblo de campesinos. De los
cinco millones de hombres que probablemente —carecemos
de cifras exactas— viven en el territorio nacional, no llega a
un millón el número de los habitantes de las ciudades y los
villorios.
Cuatro quintas partes de la total población del Perú la
constituyen los labradores indígenas.
Bolivia, el Ecuador, Colombia, una mitad de la Argenti-
na, integran la colectividad agraria de los Andes.
Los problemas de esta gran colectividad andina son co-
munes a otros países como Venezuela, como el Brasil, como
México, como la América Central y las Antillas. Un fuerte
porcentaje de pobladores de raza aborigen forma el elemen-
to básico de las nacionalidades americanas.
Viven estas repúblicas en el desdoblamiento insalvable
de los dos mundos disímiles: la minoría europeizada, la ma-
yoría primitiva.
Somos los pueblos felahs, los campesinos eternos, ahistó-
ricos de Spengler. En la capital y las pequeñas ciudades
perdidas en la inmensidad del país inhabitado, una simula-
ción de cultura occidental justifica el barniz de pueblo "mo-
derno" con que nos presentamos en el "concierto" de las na-
ciones cultas.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 20

Mirando las cosas del Perú desde este plano de realidad


verdadera, resulta trágicamente grosero cuanto hacemos
por "parecer" civilizados. Ridículo nuestro republicanismo
democrático, ridículo nuestro progreso, ridículos, ridículos,
hasta vencer todo límite,· aquellos intelectuales y artistas
que representan a nuestro pueblo como la simiesca agrega-
ción que Rudyard Kipling llamó el "Bandar-Log".
Es un gesto elegante, de absoluta decencia, cerrar los
ojos a todo lo que desagrada. ¿ Qué puede importarle a un
señoritín del Palais que haya en la sierra cuatro millones de
indios "piojosos"?
Sucios, malolientes provincianos, al diablo.
Esos cuatro millones de hombres no son ciudadanos, es-
tán fuera del Estado, no pertenecen a la sociedad peruana.
Viven desparramados en el campo, en sus antiquísimos
ayllus. De ahí los extrae violentamente la ley para que cum-
plan sus preceptos severamente, en el servicio militar obli-
gatorio, en el servicio vial obligatorio, en el servicio escolar
obligatorio, en todos los servicios obligatorios fijados por la
legislación y la costumbre.
Para el campesino indio toda relación con el Estala socie-
dad se resuelve en obligaciones. El campesio indio carece de
derechos.
Sin embargo, ante la Constitución y los Códigos es jurídi-
camente igual a sus opresores.
En distintas épocas se han fundado vastas asociaciones
para protegerlo. Mucha filantropía se ha gastado siempre
para el campesino de nuestras sierras. El campesino indio
es un infeliz, un incapaz, un menor: precisa ampararlo,
urge hacer legal la tutoría del blanco y del mestizo sobre él.
21 LUIS E. VALCÁRCEL

Cómo se han emocionado los filántropos con el sufrimiento


del indio. Si, había que extenderles la mano protectora.
Pro-indígena. Patronato, siempre el gesto del ser para el
esclavo, siempre el aire protector en el semblante de quién
domina cinco siglos. Nunca el gesto severo de justicia, nun-
ca la palabra viril del hombre honrado no vibraron jamás
los truenos de bíblica indignación. Ni los pocos apóstoles
que en tierras del Perú nacieron pronunciaron jamás la san-
ta palabra generadora. En femeniles espasmos de compa-
sión y piedad para el pobrecito indio oprimido transcurre
la , y pasan las generaciones. ¡No haya un alma viril que
grite al indio ásperamente el sésamo salvador! Concluya
una vez por todas la literatura lacrimosa de indigenistas.
El campesino de los Andes desprecia las dulces palabras
de consuelo.

La palabra ha sido pronunciada


El murmullo del viento percibido en la alta noche, en la
medrosa soledad de la puna, acongojaba su alma: eran los
malos espíritus trashumantes que dominaban en las tinie-
blas y asían, con sus garras invisibles, al más osado.
—Pasad, pasad, malos espíritus de la noche.
Bien cerradas las puertas de la casa del pastor, mugía el
viento como una bestia libre, en la planicie ilímite y oscura.
Mugía el viento, silbaba a ratos y su silbido agudo punzaba
el corazón.
Sólo consejos cobardes dábale el viento nocturno.
Pero, llegaba el día y disipábanse los temores como las
sombras al brillar el sol. En las faenas rurales, en la cami-
TEMPESTAD EN LOS ANDES 22

nata por lomas y hoyadas, en el pastoreo, sentíase fuerte,


valeroso, agresivo. Quién osaría contra él. Arrogante, trepa-
ba las montañas, y desde las cúspides medía la tierra como
un cóndor.
Tornaba la noche. Y otra vez el pavor, la cobardía.
Su alma infantil, de primate anacrónico, no se emancipa-
ba del miedo ancestral. Poblada estaba para él la noche de
poderosos enemigos.
El murmullo del viento era la ininteligible voz del mons-
truo nocturno.
Una vez, sintióse con valor sereno y se puso a escuchar el
murmullo del viento. Estaba solo, completamente solo, en
plenas tinieblas, se podía imaginar aun no llegado al mundo
en el materno claustro, así debía ser de oscuro.
Articulábanse las voces dispersas del viento de la medi-
anoche. Escuchando, en silencio, concentrada toda el alma
en percibir distintamente el mensaje misterioso, intuyó el
desconocido lenguaje. Sí, era la invitación a la libertad en
las sombras. Podía salir, saldría a la llanura inmensa en la
noche. Ya no temía a nadie. Y salió, y se zambulló en las es-
calofriantes tinieblas, y gritó y silbó como el viento, y corrió
con él, raudo, por encima de la tierra, por sobre las más al-
tas montañas, por las quiebras y las encrucijadas aras del
suelo, vertiginoso como el huracán, acariciante como el céfi-
ro.
La palabra había sido pronunciada, y nunca más sintióse
medroso ante poderes invisibles.
Osado, mataría ahora el monstruo interior.
23 LUIS E. VALCÁRCEL

Disiparíanse entonces las sombras que envolvían con-


ciencia; haríase definitivamente fuerte, fuerte Y roso en to-
das las horas.
¿Quién podría entonces explotar su ignorancia? ¿Quién
abusaría más de su debilidad momentánea?
Murmullos del viento percibido en la alta noche, en la so-
ledad de la puna, habíanle revelado la verdad redentora era
el sésamo salvador:
—"¡Sé hombre, y no temas!”
La Palabra ha sido pronunciada.

El apóstrofe
Estaban hartos de palabras dulces; estaban hartos con-
miseración. Preferían un garrotazo a una palmadita cariño-
sa a las espaldas. Todo eso era ofensivo para ellos. Apiadán-
dose de su opresión, lo sabían perfectamente, no hacían sino
despreciarlos.
En casa del abogado, en la oficina del periodista, en las
antesalas del patronato, en todas las dependencias de la fi-
lantropía, oían la misma cosa;
—¡Estos pobres indios!
Aquella tarde —lo recordaban como si fuera ayer— fue la
·comisión a entrevistarse con un antiguo magistrado. Tenía
el anciano fama de cascarrabias, un genio de todos los dia-
blos.
Temerosos temblando casi, los ocho traspusieron zaguán
de la casona. El viejo leía sentado al sol. Los indios, al verle,
se descalzaron, y todos gimientes ya a prosternarse ante él.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 24

lrguióse el magistrado y, en violenta actitud, les apostrofó


de esta manera:
—Indios cobardes, miserables esclavos, ¡sayariichis! Así,
derechos, la cabeza levantada, mirándome de frente, a los
ojos. Indios cobardes, miserables esclavos.”
Los ocho campesinos se quedaron estupefactos.
¿Alguien les había hablado nunca de esta manera? En lo
crepuscular de su conciencia, sentían el fosforecer de un es-
tado psíquico nuevo.
El anciano les escuchaba la eterna queja. Habían sido
despojados de sus tierras y animales. Estaban en la calle y
no había para elfos justicia.
—“¡No la habrá, que no la haya nunca, para vosotros su-
fridas bestias, violes alimañas que besan la mano que los
castiga! Mientras no seáis hombres, mientras no hayáis re-
cuperado la dignidad de seres humanos, sufrid en silencio.
Merecido lo tenéis por cobardes”.
La palabra del viejo era como plomo derretido: les que-
maba las carnes; era también como un filtro maravilloso
que se vertía allá en lo profundo de su ser, circulándoles por
el alma, como la sangre por el cuerpo.
Y al salir de la casona, se sintieron tranquilos; una inefa-
ble quietud les invadía por entero, como si se sumergiesen
en un líquido purificador.
Y pensaron en silencio. Si, era verdad, ellos ya no eran
hombres. ¿ No reaccionarían nunca? ¿No intentarían la
vuelta a la humana especie, ellos gue tan cerca estaban de
las bestias inofensivas? ¿ Sería eterna su resignación?
Extremecíaseles algo en lo más hondo de su ser. Y sus
ojos turbios no vertieron más lágrimas. Y sus labios sellados
25 LUIS E. VALCÁRCEL

no plañían ya. Y sus manos prestas al perdón se crispaban


en la sombra. Vagaban los indios mudos como esfinges en
los contornos de las haciendas.
Y en la soledad de la tarde, cuando los cerros poníanse
lentamente oscuros, el apóstrofe despertaba las conciencias.
No, no serían más indios cobardes, miserables esclavos.
Serían hombres; hombres libres con la vista alta, la cabe-
za erguida, las manos prontas al apretón amistoso de igual
a igual.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 26

DETRÁS DE LAS MONTAÑAS


27 LUIS E. VALCÁRCEL

Los ayllus
Desparramados por la cordillera, arriba y abajo monta-
ñas, en las estribaciones de los Andes, en de los pequeños
valles, cerca a las cumbres venerables, cabe a los ríos, a la
orilla de los lagos, sobre césped siempre verde, debajo de los
kiswares vernáculos, en las quiebras de las peñas, oteando
el paisaje, allí están los ayllus.
Los ayllus respiran alegría. Los ayllus alientan belleza
pura. Son trozos de naturaleza viva. La aldehuese india se
forma espontáneamente, crece y se desarrolla como los ár-
boles del campo, sin sujeción a plan; las casitas se agrupan
como ovejas del rebaño; las capajas (?) zigzaguean, no son
tiradas a cordel, tan pronto trepan hacia el altozano como
descienden al ·riacho. Al humillo de los hogares, al amane-
cer, eleva sus columnitas al cielo; y en la noche brillan los
carbones como ojos de jawar en el bosque.
Después del Intiwata, cuando el Padre Sol ha surgido de-
trás del Apu Ausankati, los trabajadores yogan con la tie-
rra. Perfumes de fecundación impregnan la·matinal.
Sale de los apriscos el ganado y el olor a boñiga agrega
un matiz al paisaje campero. Silva el pastorcillo; ]adra el
perro custodio. En marcha. Por el desfiladero, la teoría mu-
giente y balante rumbo a los ichales de la altura.
Abajo, la oscilación de las chakitajllas viriles, desfloran-
do la virginidad cada año recuperada de los maizales.
Hilitos de agua como cintajos metálicos que se tejen y se
destejen en la pampa grávida. Es el riego.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 28

Lejanos se escuchan los cantos hombrunos, el estribillo


es la nota aguda. Júúúúúúúú .... Jaichaaaaaaaa...
Las mujeres hacen cola al pasar el portillo que conduce a
los sembrados. Portan las comidas calentitas. Vedlas de uno
en fondo por la senda que divide los maizales.
Ellas también cantan con voz cristalina, y contentan el
estribillo de los maridos. Guaaaaaa... Jaaaaaa Jaaaaa...
El agudo es ya un silbido, y después la cascada de las ri-
sas. Kju... Kju... Kju...
Avanza la columna de tirapiés.
En este wayllar se han detenido las mujeres y hacen rue-
da; desatan los líos portadores de las pilas de almuerzo. Hu-
mean apetitosamente. Olorcillo de hierbas silvestres. El
paik'o, la ruda, el watakay. Doradas mazorcas de chojllos
tiernos. Del ventrudo raki se escancia el akja de oro que
apaga la sed y conserva la alegría. Entre bocados y sorbos,
corre·la conversación salpimentada de chistes que provocan
hilaridad de hombres, mujeres, ancianos y niños.
Los perros frente a sus amos, fija la mirada de sus ojos
lacayos en las bocas que se hartan. Terminan el banquete.
Otra vez el canto, otra vez el "rompe”, las mujeres a los ho-
gares; el sol en el zenit. En la lejanía los Apus solemnes, los
Aukis menores, impertubables kamachikuj, presidiendo la
tarea de todos los días paternalmente. Y luego las fiestas.
La alegría del kalcheo, cuando todo el ayllu, desde el machu
centenario hasta el warmacha apenas en pie, deshojan las
rubias, las blancas, las rojas mazorcas, cuando la Marka y
el Tak'e están henchidos de comestibles para todo el año los
ventrudos rakis, los urpus mayores, están ahitos de dulce
akja. ¡Oh! felicidad Kénas y pikuillus, antharas, armonizan
sus sones orquestales, y ...el ayllu entra en la danza, en la
29 LUIS E. VALCÁRCEL

Kashwa magnífica en todos los pechos rebosa el júbilo hecho


canto, la viejísima Mama Simona taktea con igual entusias-
mo que la sip'as más juguetona. Gracias al sol, gracias a la
tierra, gracias a las cumbres y a los cerros y al río. La
T'inka solemne de la cosecha es el tedeum de los ayllus.
Vivir y morir bajo el gran el gran cielo de los Andes. Vi-
vir al amor de su paisaje la égloga sin fin. Vivir la eterna ju-
ventud de los pueblos campesinos. Morir, cerrar los ojos
como para guardar siempre el bello paa en la cámara inte-
rior de los recuerdos. Los ayllus son trozos de naturaleza
viva.

La mujer que trabaja


Es poco probable que haya otra mujer sobre la tierra que
posea las virtudes hogareñas y sociales de la mujer andina.
El símbolo de la actividad femenina: la hilandera ambu-
lante. Hace una jornada —cinco y seis leguas— por los ca-
minos y las sendas, por los villorrios y el despoblado, con el
huso en movimiento. Porta a las espaldas, junto con el crío,
los productos que va a vender en la ciudad, o los menesteres
con que retorna a su choza. Prepara los alimentos, cuida de
sus hijos, de sus animalitos domésticos, el cuy solo a ratos
visible, la gallina, el chancho, el perro. Teje la tela para el
vestido de todos los suyos. Recorre el campo en pos de las
yerbas aromáticas, de los yuyos comestibles, de las ramas
secas para mantener el fuego. Escoge el estiércol de los co-
rrales, la “chala”, la chamarasca. En el kalcheo, deshoja el
maíz. Auxilia al marido en las rudas faenas agrícolas.
En la noche, mientras duermen los niños y conversa des-
de su cama el esposo, ella no deja en inercia sus manos la-
TEMPESTAD EN LOS ANDES 30

boriosas: el maíz tierno, la kinua, el trigo, salen de sus de-


dos, grano a grano, libres de cutícula, listos para preparar
el potaje cotidiano.
Cuando el varón es perseguido; ella lo reemplaza en to-
das las tareas. No teme al trabajo; apenas se fatiga. Siem-
pre dispuesta al esfuerzo, con la sonrisa en los labios, toda
la bondad del alma se le asoma a los ojos tranquilos.
Solícita, cuidadosa, tierna, jamás pronuncia una palabra
de disgusto. Resígnase a su suerte; y cuando el marido ebrio
la golpea, comprende que pronto cambiará golpes por cari-
cias. Animosa, valiente, nada le intimida; tras de sus llamas
cargadas de la leña que ella ha recogido del monte o de pa-
pas que ha escarbado con sus manos, llega a la ciudad, rea-
liza su negocio y vuelve a su ayllu, a cualquier hora del día
o de la noche. La india que se urbaniza no pierde sus cuali-
dades económicas. Ella, en el mercado, en la tienda, en el
empleo, trabajará incansable, y pondrá todo el dinero a dis-
posición de su "amancio", algún mestizo vago y vicioso…

Un mundo
Veinte días de la orilla del mar, en el último repliegue de
los Andes, en la invisible hondonada que protegen como in-
franqueables muros las montañas; allí, donde casi es impo-
sible llegar, vive Un Mundo.
Las aguas de la Historia no bañaron sus riberas. Desde
los lnkas magníficos del Cuzco, desde la época de oro del
Imperio del Sol, los habitantes de Un Mundo, no saben más
que la leyenda un poco fantástica, un mucho confusa de los
Hombres Blancos.
31 LUIS E. VALCÁRCEL

Les cuentan que los viejos emperadores se marcharon


para no caer en manos de la invasión extranjera.
—Por el camino alto —dicen— huyeron los Inkas a refu-
giarse en el Antisuyu. Llevaban un kokawi de piedras.
Visten los unkus negros y adórnanse la cabeza con visto-
sos pillkus. Trabajan la tierra con la chakitajlla y apacen-
tan sus rebaños de allpakas y llamas. Adoran al sol y a la
luna, a los apus y a los aukis. Moran felices en la comuni-
dad de la tierra y en la universalidad del trabajo.
—Viven aún los Inkas —aseguran— en la Tierra Miste-
riosa del Antisuyu; de allí van a volver, cuando el Sol se
ponga rojo.
No llevan el estigma de los mestizajes.
Viven su pureza primitiva, ignorados e ignorantes de la
pomposa civilización europea.
Admirable supervivencia no estudiada aún por etnógra-
fos o sociólogos.
Quiera el Sol mantener la virginidad de Un Mundo.
Que no llegue hasta él el aliento corruptor de los “civili-
zadores”.

Secreto de piedra
Cuando el indio comprendió que el blanco no era sino un
insaciable explotador, se encerró en sí mismo.
Aislóse espiritualmente, y el recinto de su alma —en cin-
co siglos— estuvo libre del contacto corruptor de la nueva
cultura. Mantúvose silencioso, hierático cual una esfinge.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 32

Se hizo maestro en el arte de disimular, de fingir, de


ocultar la verdadera intención. A esta actitud defensiva, a
esta estrategia del dominado, a este mimetismo conserva-
dor de la vida, llamáronle la hipocresía india.
La raza, gracias a ella, protege su vitalidad, guarda in-
tacto el tesoro de su espíritu, preserva su “YO”.
Se oye de contiguo censurar la reserva, el egoísmo del in-
dio: a nadie revela sus secretos. La virtud medicinal de las
yerbas, la curación de enfermedades desconocidas, el derro-
tero de minas y riquezas ocultan procedimientos misterio-
sos de la magia. El indio cuida muy bien de la adquisición
de sus dominadores. No hablará. No responderá cuando se
le pregunta. Evadirá las investigaciones. Invencible en su
reducta para el blanco será infranqueable su secreto de pie-
dra.
En cambio, él se informará bien pronto de todos nuestros
secretos de “hombres modernos”. Breve tiempo de aprendi-
zaje bastará para que domine los más complejos mecanis-
mos y maneje con serenidad y precisión que le son caracte-
rísticas las maquinarias que requieren completa técnica.
El indio es para las otras razas epigónico. Sólo da a cono-
cer su exterior inexpresivo. Bajo la máscara de indiferente,
¿hallaremos algún día su verdadero rostro?
Su burlona sonrisa será lo primero que descubramos.
En lo insondable de esta conciencia andina, bulle el se-
creto de piedra.
33 LUIS E. VALCÁRCEL

Poblachos mestizos
Hórrida quietud la de los pueblos mestizos. Por el plazón
deambula con pies de plomo el sol del medíodía. Se va des-
pués, por detrás de las tapias, de lo galpones, de la iglesia a
medio caer del caserón destartalado que está junto a ella;
trepa el cerro, y la traspone; voltea las espaldas definitiva-
mente, y la espesa sombra sumerge al pueblo. Se fue el día,
se acabó la noche; son clepsidras invisibles los habitáculos
ruinosos; lentamente se desmoronan. Después de veinte
años, el pueblo sigue a medio caer; no se da prisa al tiempo
destructor.
Gusanos perdidos en las galerías subcutáneas de este
cuerpo en descomposición que es el poblacho mestizo los
hombres asoman a ratos a la superficie; el sol los ahuyenta,
tornan a sus madrigueras. ¿Qué hacen los trogloditas?
Nada hacen. Son los parásitos, son la carcoma de este pu-
dridero.
El señor del poblacho mestizo es el leguleyo, el “kelkere”.
¿Quién no caerá en sus sucias redes de arácnido de la ley?
El indio toca a sus puertas. El gamonal lo sienta en su
mesa. El juez le estrecha la mano. Le sonríen el subprefecto
y el cura.
El leguleyo es temido y odiado en secreto. Todas las astu-
cias, todos los ardiles, para confundir al poderoso, para es-
trangular al débil, son armas del tinterillo. Explota por
igual a blancos y aborígenes. Prevaricar es su función.
Como el gentleman es el mejor producto de la cultura blan-
ca, el leguleyo es lo mejor que ha creado nuestro mestizaje.
Hórrida quietud la de los pueblos mestizos, apenas inte-
rrumpida por los gritos inarticulados de los borrachos. La
embriaguez alcohólica es la más alta institución de los pue-
TEMPESTAD EN LOS ANDES 34

blos mestizos. Desde el magistrado hasta el último pobla-


dor, desde el propietario al mísero jornalero, la ebriedad es
el nivel común, el rasero para todos. Iguales ante el alcohol,
antes que iguales ante la ley.
Todas las aspiraciones del mestizo se reducen a procu-
rarse dinero para pagar su dipsomanía. El hombre de la
ciudad que se va a vivir al poblacho es un condenado irremi-
sible al alcoholismo.
Cuántas truncadas vocaciones por el confinamiento es el
poblacho. Los “jóvenes de esperanzas” que estudiaron en la
ciudad y hubieron de retornar a “su pueblo” se sepultan en
el pantano. Cadáveres ambulantes alguna vez abandonan
su habitación por breves días; reaparecen en la capital. Se
les reconoce en conjunto: son los “poblanos”. Tardos, como
entumidos pasan por las calles, de frente a los bebederos.
Tambaleantes, con los ojos turbios, abotagados, enrojecidos
miran las cosas de la ciudad con estúpida expresión. Gas-
tan el producto de la venta de ganado o cereales hasta el úl-
timo céntimo. La decencia consiste en su pródigo consumo
de cerveza y licores, con los amigos a quienes tutea desde la
infancia. Este “mozo” de traje descuidado, anacrónico, de
presencia lamentable, fue un condiscípulo en el Colegio Na-
cional. Ahora, es el temible leguleyo del poblacho, el agente
para las elecciones, el enganchador para las empresas, el
vecino principal, cuya industria más saneada es el vivir a
expensas de los obsequios del indio, del soborno del propie-
tario, de los gajes de la función concejil, —fondos de munici-
palidades, recursos del Estado.
La atmósfera de los poblachos mestizos es idéntica: al-
cohol, mala fe, parasitismo, ocio, brutalidad primitiva. La
pesadez plúmbea de sus días todos iguales se interrumpe a
veces con la ráfaga sangrienta de un crimen. Rencillas luga-
reñas, choques de minúsculos bandos, odio mezquino que
35 LUIS E. VALCÁRCEL

explota en la primera bacanal en la fiesta del Patrón del


pueblo, en la lidia de gallos, en la disputa política. El garro-
tazo o la cuchillada.
Todos los poblachos mestizos presentan el mismo paisaje:
miseria, ruina: las casas que no se derrumban de ·golpe,
sino que como atacadas ·de lepra, se desconchan, se desha-
cen lentamente, son el símbolo más fiel de esta vida enfer-
ma, miserable de las agrupaciones de híbrido mestizaje.

El inka rubio de Paukartampu


Sesenta años atrás, bien se recuerda, un súbdito alemán,
un rubio y fornido descendiente de los Nibelungos, Carlos
Lamp, llegó al Cuzco y, después, se avecindó en Paucartam-
bo. Trascurrido algún tiempo, Karl adquirió, ante la sorpre-
sa de todos, un inmenso ascendiente sobre sobre la pobla-
ción indígena de los valles del Mapacho y el Piñipiñi. Vivía
en comunidad con los indios, en consorcio íntimo, trabajan-
do con ellos al aire libre, reposando en torno al hogar, mien-
tras la conseja keswa fluía de los labios del narrador.
Carlos Lamp poseía la lengua y el alma del hombre an-
dino, y su espíritu sajón habíase dejado absorber por la po-
derosa inkanidad del pueblo autóctono.
Bien pronto, la viril prestancia del germano, su masculi-
na belleza, la inteligencia clara, el don proselitista convir-
tieron a Karl en el Kollana de las faenas camperas. Las mu-
jeres de bronceada tez sintieron la caricia del Hombre rubio
con la delectación y la voluptuosidad que experimentaran
las viejas abuelas al requerimiento del lascivo conquistador
del siglo XVI. Lamp estableció la poligamia pública, oficial,
del jefe. Los años siguientes poblábase Paucartambo de her-
TEMPESTAD EN LOS ANDES 36

mosos mestizos, predominantemente blancos. Centenares


de indias fueros prolificadas por este ejemplar de “pur sang”
ariogermana, y muchos millares de aborígenes le reconocie-
ron por Inka.
Era Karl Lamp el inka rubio de Paucartambo.
Tan grandes fueron el amor y la confianza del pueblo an-
dino en su jefe sajón que le ofrendaron cuanto poseían: los
ancianos, el milenario respeto; los hombres, su libertad; las
mujeres, la flor virginal; los niños, sus caricias filiales. Car-
los Lamp era el esperado vengador de la Raza, el semidiós
que operaría el milagro de resucitar la Cultura Inkaica. Los
indios creyeron en él con la ciega fe y el fanatismo de los
desesperanzados. Asiéronse al Hombre Rubio como al ánco-
ra salvadora, y el Hombre Rubio lo comprendió, y con saga-
cidad europea prometióse trabajar pro domo sua.
Dícese que hasta la confidencia máxima: el derrotero del
Tesoro de los Inkas, había conseguido de sus confiados y
amorosos cofrades. Carlos Lamp extendió sus reales domi-
nios a los pueblos del contorno, y los ayllus numerosos de
Kispikanchi y Kallka; veinte mil indios obedecían a sus ór-
denes; con sus legiones serranas podía él conflagrar todo el
Perú y Bolivia.
Sentíase ya el nuevo Emperador de los Andes.
Y soñó un pacto grandioso con su patria, la Prusia; aliado
de su rey, dueño y señor del Perú, muchos años antes de la
Guerra Grande, podía proclamar el Deustchland liber alles.
La supremacía germana en el Pacífico, quien sabe sería el
prodromo de la supremacía mundial del Reich. Carlos Lamp
miraba lejos, y se decidió a trasladarse a Europa en el más
breve tiempo, con el expreso designio de negociar con Bis-
marck.
37 LUIS E. VALCÁRCEL

Mucho le rogaron los indios que no lo hiciera, que desis-


tiese de un viaje largo nocivo para la vida del Neo-inkanato
en germen. Pero Karl no escuchó razones y se marchó.
Quería conseguir la protección de Alemania para el éxito
de su empresa política en el Perú. ¿Qué significado tendría
su gobierno imperial en alejadas comarcas andinas? Urgióle
gobernar pronto y eficazmente. Para armar a sus huestes
indias érale menester cuantioso parque. Alemania le pro-
porcionaría todos los elementos bélicos, que él había estu-
diado ya la manera de introducirlos sin que pudiera ser co-
nocida tal peligrosa importación.
Pasaron los meses y los años, y nada se supo de Carlos
Lamp. Dícese que estando en viaje de vuelta a América, pe-
reció a bordo; dícese que, al desembarcar en el Perú, fue
asesinado.
En las serranías de Paucartambo, la historia de Lamp se
ha convertido en la mística leyenda del inka Rubio, hijo del
Sol.
¿No habéis escuchado por ahí la conseja del magnánimo
P’AKO INKA, contada por las indias viejecitas, quienes al
ponderar la belleza varonil de Karl, ligeramente se estreme-
cen?…

El carnaval de Oruro
En el Alto Perú es frecuente la sorpresa del blanco ante
el inesperado bienestar del indio. Acostumbrados los domi-
nadores a verle siempre andrajoso, paupérrimo, respirando
miseria por todos los poros, no esperan nunca este espectá-
culo de abundancia, de riqueza, de ostentación que ofrece el
capitalista indígena. Son los indios mineros de Potosí, de
TEMPESTAD EN LOS ANDES 38

Oruro, quienes exhiben su fortuna cada vez que una fiesta


proporciona la ocasión.
Ninguna tan propicua que el carnaval. En la fría ciudad
minera, los indios lo celebran con toda pompa, en en abun-
dancia los mas costosos licores, el banquete diario reúne al
pueblo.
El último día, se verifica un desfile deslumbrador. Son
doscientas, doscientas cincuenta, trescientas mulas regia-
mente enjaezadas, conducidas por palafreneros. Las acémi-
las portan sobre aparejos cargados de alamares y cintajos
cuanto objeto de plata pertenece a las familias indias de
Oruro. Jarros, jícaras, tazas, platos, fuentes, cubiertos, la-
vatorios, vasos de noche, espuelas, mangos, puños, armas
herramientas, toda la “plata labrada”, amén de los cofres
henchidos de monedas que acuñan las máquinas de Potosí y
las barras de plata piña, y toda la argentina joyería de reca-
mados, tembleques y filigrana...
Se ha calculado en mas de millón y medio de pesos la ri-
queza metálica exhibida en el carnaval de Oruro.
Es la fortuna portátil de los ricos hombres de la indiani-
dad alto peruana.

El tesoro de los Inkas


Alejo Kusirimachi Akostupa Inka descendía en línea rec-
ta de Cristóbal Paullu lnka, el buen amigo de Diego de Al-
magro; era un noble señor muy querido y reverenciado de
los suyos. Don Alejo conservaba el secreto de la raza: la ubi-
cación del tesoro de sus antepasados.
39 LUIS E. VALCÁRCEL

Cuando llegó a los cien años y ya sus fuerzas declinaban


definitivamente, su hijo Melchor Kusirimachi fue por él
guiado y conducido a las misteriosas galerías subterráneas
donde la tierra guarda la estupenda riqueza metálica de los
emperadores del Cuzco.
Fue en la noche del plenilunio que ·el secreto se trasmi-
tió, entre las sombras alucinantes que proyectaban, a la luz
de la antorcha, las estatuas de oro de los poderosos monar-
cas del Imperio del Sol.
Resonando solemne la voz del patriarca indio en las pé-
treas bóvedas, el revelado escuchó esta sentencia: —Estas
infinitas riquezas que escaparon del pillaje español las utili-
zará nuestra raza el día que haya salido de los Andes el úl-
timo blanco.
Cuando los dos hombres llegaron a un amplísimo recinto
en cuyo fondo se alzaba la imagen del Sol —un disco de oro
que brillaba como una ascua, todo engastado en fina pedre-
ría— el anciano recibió el secular juramento que se renova-
ba de generación en generación. El juramento del secreto
irrevelable.
Juró con su sangre que, ni aun a riesgo de su vida, sal-
dría de sus labios la palabra clave.
La tradición vive en los ayllus. Ellos, los hijos de Manko
K'apak, desheredados hoy, son mil veces más ricos que to-
dos los blancos juntos. Llegará el día en que el tesoro hundi-
do en el arca de piedra de las entrañas del Cuzco surja a la
superficie. Entonces, no habrá sobre la tierra pueblo más fe-
liz.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 40

LA SIERRA TRÁGICA
En el plácido escenario rural, la némesis india proyecta
su sombra de sangre.
41 LUIS E. VALCÁRCEL

El pecado de las madres


Ismael y Fabián vivían juntos con su madre; eran herma-
nos y no lo parecían.
Ismael, wayna de quince años, pertenecía a su raza: el
rostro bronceado, casi cetrino, afirmaba su origen. Fabián,
apenas mayor en dos años, tenía la tez menos oscura, un
amarillento mongólico, el cabello taíno. Un mestizo.
No, no era uno mismo el padre de Ismael y Fabián, aun-
que ambos apellidasen Mamani. Sullka Ismael no quería a
su hermano. Desde niños, esta falta de amor preocupó a la
madre. Se peleaban siempre, y sus juegos prefirió Ismael a
los hijos de los pastores de la vecindad. Con ellos era expan-
sivo. En su casa, a fa hora de la comida, permanecía en si-
lencio, baja mirada, aislado en su rincón.
Cuando a solas la madre le disuadía de esta mala ·volun-
tad para su Kuraj Fabián, nada contestaba el indiecito, en-
cerrado en un mutismo colérico.
Lloraba a menudo la madre, adivinando un drama qui-
zás próximo. Crecerán y con ellos el odio, se decía la cuita-
da.
Y así fue.
Sus duelos de adolescentes fueron cada vez más reñidos;
acabarían matándose. En el último encuentro, Ismael había
clavado los dientes en el brazo del hermano. Brilló en su mi-
rada, aquella tarde, frenético, mortal odio. Un odio que
salía sabe Dios de qué misteriosas profundidades de su
alma.
Habíase tornado más taciturno que nunca, aun a los mi-
mos maternales respondía con ademán mezcla de desamor y
TEMPESTAD EN LOS ANDES 42

menosprecio. Fabián comprendió qué abismo abríase entre


ambos. Se consciente también su sentimiento de superiori-
dad sobre Ismael. Sentía que algo le impulsaba a mandar, a
oprimir. El educaríase como los blancos, vestiría la indu-
mentaria de éstos, arrojando todo lo que pudiese confundir-
le con el indio.
¿Y su padre?
Fabián cayó en angustiosa incertidumbre. Recordaba que
taita Lucas era un yanacón de la hacienda; muy niño aún,
él sí, no lo había olvidado, sufría continuamente los malos
tratos de taita Lucas. ¡Fabíancha!, cómo sonaba su voz ás-
pera, y el pobrecillo temblaba, porque taita Lucas borracho
era un malvado. ¿Alguna vez recibió de sus manos una cari-
cia? Un día que Ismacu estuvo a punto de ahogarse en la
acequia y él fue en su socorro y lo salvó, se acordaba perfec-
tamente, taita Lucas le obsequió con un puñado de habas
cocidas; fue quién sabe su único regalo. En cambio, cómo lo
quería a Ismael, con qué amor y ternura lo acariciaba.
Taita Lucas había muerto en la sublevación, cuando él y
su hermano apenas tenían seis y cuatro años. Desde enton-
ces, sólo la madre trabajaba en la chajra, y ellos aprendie-
ron a recoger la yerba inútil y a cuidar de las ovejas y la
vaca.
Ismael se había interrogado muchas veces si su taita Lu-
cas lo era también de Fabían. Y en una noche se lo preguntó
a su madre.
El rostro de la buena mujer se encendió, aceleróse el lati-
do de su corazón y un nudo le agarrotaba la garganta.
—¿Por qué me lo preguntas, hijo mío?
Ismael habló lentamente, con una voz sorda, cabizbajo.
Le interesaba estar seguro de si taita Lucas era padre de
43 LUIS E. VALCÁRCEL

Fabián. Porque como éste tenía pretensiones de caballero,


se le había clavado la duda y quería arrancársela de una
vez por todas. Él se sentía indio puro, querría la sangre in-
dia por sus venas y odiaba al blanco.
Sólo por este odio se explicaba su desafecto a Fabián.
La pobre madre, entre sollozos, hubo de responder a la
exigencia, haciendo la triste historia de su caída. Sí, el pa-
dre de Fabían era un blanco, era el patrón que la asaltó y la
violó mientras su taita Lucas trabajaba en las minas. Qué
terribles días, cuando recién nacido Fabián, taita Lucas se
dio cuenta de que “su hijo” era un fruto maldito. Cuantas
veces había pensado en arrojarlo al río, ahogarlo en la ceni-
za. Pero todo pasó, ella fue perdonada. El nacimiento de Is-
mael era el agua lustral; había borrado toda mancha de cul-
pa. Por eso, le quería tanto.
—¡Mientes, madre!— Gritó Ismael sordamente. Y siguió
increpándola.
Ella sólo amaba al “otro”, al hijo impuro, al engendrado
por la violencia. Cuántas veces observó que todo el amor de
ella era para Fabián. Como el padre le había robado la pri-
micia de ese vientre, a taita Lucas, ahora, el hijo, le robaba
a él, la ternura de la madre. Raza maldita de blancos.
Si taita Lucas perdonó, conservando la vida del intruso,
aunque después se vengara del patrón, muriendo él en la
demanda, su destino estaba trazado. Reharía el hogar do-
méstico, purificándolo de toda mácula. El Fabián no era un
indio, si se avergonzaba de vestir y hablar como ellos, ¿qué
hacía allí? Debía marcharse.
Estaba resuelto a arrojarlo. La sombra de taita Lucas se
lo exigía. Y ella, la madre, no podía opornerse.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 44

Tarde de la noche, regresó Fabián del pueblo. Estaba un


poco ebrio, y repetía las frases castellanas recién oídas.
Ismael le impuso altaneramente silencio. Fabián tomólo
a burla.
Intervino la madre, angustiada, presintiendo algo fatídi-
co.
Pero la tragedia había hecho su camino; la muerte y el
crimen no retrocederían ya...
Muy de madrugada, en el cielo arrebolado todavía, traza-
ban su elíptica danza los cóndores. En su ritmo espiraloide
iban descendiendo, descendiendo; descendiendo hasta el
fondo de la sima.
Allí, arropado en las tinieblas, estaba el cadáver de Fa-
bián.

El embrujado
Se moría.
No hubo remedio alguno para su mal. Curanderos de la
comarca y médicos de la ciudad se declararon vencidos. No
llegaban a descifrar el misterio ni la ciencia de los unos ni
la experiencia· de los otros. “Laik'aska”, diagnosticó, mo-
viendo la cabeza, un viejo “kamili”. Sí, no cabía duda, esta-
ba embrujado y... sólo indio Tomás podía desembrujarle.
Lo mandaron llamar.
—Taita Tomás sálvame— le imploró gimiente el mori-
bundo.
El indio tozudo, sarcástico, le respondió en keswa:
45 LUIS E. VALCÁRCEL

—Patrón, ruegas ahora, suplicas al indio que arruinaste,


arrebatándole sus llamitas mandándole derribar su choza y
barbechar sus tierras. Te has olvidado de todo patrón, y te
acuerdas de mí no para mi bien sino para el tuyo. ¡Guay!,
patroncito, tu indio Tomás no es brujo, nada puede hacer.
Y con la sonrisa amarga pintada en los labios, volteó las
espaldas.
Se irguió el enfermo, y en acceso de rabia, gritó fuera de
sí, con voz ronca, trémula:
—Agárrenlo y dénle garrote.
Los servidores mestizos cumplieron la voluntad del amo,
y desde un extremo de la solana se percibían los aullidos de
dolor del indio Tomás.
En la tortura, el indio juró que sanaría al patrón.
Y comenzaron los misteriosos preparativos para el des-
embrujamiento. Pocos días después, el amo estaba entero,
con la antigua lozanía devuelta milagrosamente.
Desde el amanecer repercutían en la pampa sus voces de
mando. De nuevo; el garrote y el vergajo ponían todo en or-
den.
Otra vez el pillaje organizado ensanchaba el latifundio
absorbiendo los campos vecinos del ayllu; crecían de un día
a otro los rebaños, a costa del despojo sistemático de la pro-
piedad comunitaria.
Pero aquel mismo año, la peste diezmó al ganado, la
"rancha" perdió los trigales y la sequedad malogró las se-
menteras. Maldijo a su Dios el patrón malo; fue más cruel y
tirano. Estableció el suplicio del "cepo", y su pandilla de fo-
rajidos irrumpió por las comunidades más lejanas. Otra vez
TEMPESTAD EN LOS ANDES 46

se llenaron los establos y los corrales. Nuevas parcelas se


vinieron a la hacienda.
Mas, sus campos de cultivo no prosperaban, se podría el
maíz y tumbábase el trigo por las lluvias excesivas, morían
las reses desbarrancadas y entró la "karacha" en sus hatos
de finas alpacas.
El patrón ya no maldecía: Hízose sombrío, taciturno. Le
abandonaron sus pocos amigos. Viose solo y triste, y apren-
dió a beber a puerta cerrada. Pasábase los días y las noches
sin salir. Bebía, bebía sin tasa, sin descanso. No se le daba
un ardite de sus bienes. El mayordomo disponía de ellos a
su antojo.
Años después. Ha reaparecido el indio Tomás que nadie
supo dónde huyó.
47 LUIS E. VALCÁRCEL

En una pocilga del “rancho” de peones ronca el amo ebrio


de alcohol; viste harapos. El mismo no es ya sino un harapo
humano.
El indio Tornás asomó el rostro por la portezuela de
aquel inmundo zaquizamí; hubo en sus labios una sonrisa
de satisfacción, y se alejó, esta vez para siempre.

Los vampiros
En Saman, en Ayapata, vivían felices los pastores. Plani-
cies y lomadas cubríanse de fresco y verde casi todo el año.
Humeaba en las eabañas sin interrupción el fuego del ho-
gar, y en las fiestas los tranquilos ganaderos gozaban de la
abundancia de los frutos recogidos sin gran trabajo en las
quebradillas y encañadas. Tenían fama de ricos los pastores
de Saman y Ayapata. Contábanse por millares las llamas y
las alpacas, las reses mayores y menores. Podían vender
mucha lana en la ciudad. Conocían el ahorro y atesoraban
las sonantes monedas de plata. Indios ricos... Los mestizos
del pueblo tramaron contra ellos un astuto plan. El tinteri-
llo forjó una denuncia. Los indios de Saman y Ayapata roba-
ban. El ganado que ponían no era suyo. El juez inició un su-
mario. Comparecieron testigos. Se había probado el delito, y
el juez ordenó la captura de los felices pastores de Saman y
Ayapata. El subprefecto y los gendarmes irrumpieron una
noche en la tranquila estancia. Ladraron desaforadamente
los perros. Des pavoridos huyeron los zorros, rondadores
nocturnos del rebaño. Todos los indios fueron apresados y
conducidos a la cárcel del pueblo. Sin pérdida de tiempo, los
representantes de ·la justicia y del gobierno incautáronse de
todo el ganado de los indios "ladrones" allanaron las vivien-
das que después aparecieron incendiadas, y del próspero ay-
TEMPESTAD EN LOS ANDES 48

llu de Saman y Ayapata no quedó piedra sobre piedra. Los


felices pastores entre rejas y pululando en la miserias sus
hijos y mujeres. Una noche los indios pastores se fugaron de
la cárcel. Nadie supo por muchos días dónde vivían ocultos.
Se perdió la memoria del suceso.
Llegaron de pronto alarmantes noticias, en una madru-
gada de mayo. El pueblo había amanecido bajo la nive y el
altiplano estaba cubierto de un blanquísimo manto. Dor-
mían aún los vecinos. Estaba cerrada la casa de gobierno.
Cuatro hombres, arrebujados en sus ponchos de llama, des-
montaban de sus caballos jadeantes. Urgía despertar al su-
bprefecto, pues muy graves sucesos habían ocurrido en la
noche.
En la hacienda del juez, apenas dos leguas de la capital
de la provincia, se habían presentado veinte hombres con
los rostros pintados de negro, y sin dar tiempo para defen-
derse atacaron a garrotazos al juez y su familia que yacían
en su alcoba. Víctimas de la terrible saña de los criminales,
habían perecido todos. ¡Qué cuadro espeluznante! Aquellos
cuerpos quedaron como una masa informe.
Y pasaron los meses. Periódicamente venían informacio-
nes alarmantes. En las haciendas de la provincia se estaba
alerta, con el estremecimiento terrorífico que causaba la
sola noticia de la ya famosa banda de foragidos que asolaba
el departamento vecino. Sus procedimientos eran siempre
iguales: robo, violación, asesinato, incendio.
La temida irrupción se produjo. A la media noche, bajo
una tempestad de enero, con lluvia a torrentes, cayeron so-
bre el pueblo los bandidos. Eran cincuenta, sesenta, todos
armados de rifles y cuchillos grandes como alfanges. Asalta-
ron la subprefectura y las casas de los vecinos principales:
saqueo, violación, asesinato, incendio.
49 LUIS E. VALCÁRCEL

El pueblo, al día siguiente, presentaba desolador aspecto.


Era el paso de Atila.
Como Saman y Ayapata, no quedaba de él piedra sobre
piedra.
En la fantasía popular, nació el mito de “Los Vampiros”,
la cruel e insaciable banda de los pastores de Saman y Aya-
pata.

Fratricidio
Llegaron en la noche al pueblo las noticias de la subleva-
ción.
Ya desde días antes, temerosa la autoridad del estallido
indígena que provocarían las torturas que se inflingieron en
la hacienda del cacique a los cabecillas, había logrado refor-
zar la guarnición provincial con soldados del ejército. Eran
sesenta hombres de infantería suficientes para acabar con
los indios rebeldes.
Todavía en plena oscuridad salió la expedición a dominar
a los sublevados. Había que caer en la madrugada sobre el
poblacho, sin darles tiempo para huir. Terminantes eran las
órdenes. Se tenía que hacer un “escarmiento”, porque ya la
insolencia de los indios no era tolerable. Pretendían nada
menos que recuperar las tierras detentadas por el señor Di-
putado.
A la luz indecisa del alba, comenzaron a descender. En el
fondo del vallecito se acurrucaba la aldehuela de Inkilpam-
pa, con sus casuchas aglomeradas, sin formar calles.
Un agudo silbido atravesó el espacio como una saeta. Era
la señal de peligro. De la semidormida aldehuela, como de
TEMPESTAD EN LOS ANDES 50

un hormiguero, emergían decenas de indios que se fugaban


por los cerros vecinos.
El jefe de la expedición ordenó fuego, y se inició la cace-
ría. Parapetados los tiradores en las peñolerías, disparaban
sus fusiles certeramente. Después de una ráfaga, se hizo
alto.
Al traqueteo de los rifles repetido indefinidas veces por el
eco, sucedió el silencio.
Los soldados bajaron al ayllu con sus armas a la cazado-
ra, humeantes aún. Iban a cobrar las piezas.
Habían caído exánimes ocho, mortalmente heridos seis.
El llanto de las mujeres y de los niños se mezclaron a los
gorjeos de las avecillas madrugadoras. Trojes del Wayllar
próximo al riachuelo estaban regados de sangre.
Este de poncho rojo a rayas negras se mueve aún. El
cabo Pedro Kispe se le aproxima. El rostro bañado en san-
gre —la herida es en la cabeza— y los ojos nublados ya por
la muerte fijan su postrer mirada en el soldado. Algo ha vis-
to el moribundo y se estremece. El cabo, compasivo, le lim-
pia el rostro ensangrentado con el poncho.
Breves segundos más, y la exclamación simultánea:
—¡Wayk’echay! (Hermanito mío)
La sangre se ha revelado; pero la muerte pone fin al diá-
logo que comenzaba.
¡Fratricida!
51 LUIS E. VALCÁRCEL

El crimen del desertor


Santuza Waman era la mujer más bella del “rancho".
Los mozos se la disputaban, y en las fiestas Santuza
atraía sobre sí todas las miradas y los mimos de jóvenes y
viejos.
En el último carnaval, Santuza se había comprometido
con Silvestre Tito, el “kollana” de Ch'ok'epampa. Fue acep-
tado el galán por los futuros suegros, y la nueva pareja de
indios inició la convivencia. Se casarían después de la pas-
cua, el año próximo.
En una chocita oculta en el cerro, sombreada de viejos
molles, vivían felices los novios. Desde la puerta se contem-
plaba los maizales, y Santuza, mientras preparaba la comi-
da, podía distinguir perfectamente a su fuerte y viril “kolla-
na” encabezando las faenas rurales. Deslizábase alegre el
tiempo; el patrón de la hacienda hacía varios meses que se
hallaba ausente, y el administrador era un buen hombre.
Una tarde se recibió la noticia traída por el “ordinario".
Antes de ocho días, el patrón volvería. Fue general el dis-
gusto; pues no se había olvidado su despotismo, su innece-
saria crueldad con los peones y colonos. Nadie se sentía se-
guro de no atraer sobre sí la cólera del amo tiránico.
Aquella mañana del domingo toda la “gente de rancho"
compareció ante el señor. Hombres, mujeres y niños, desde
el amanecer comenzaron a llegar al patio de la hacienda.
·El mayordomo pasó lista, y el patrón fue revisando a “su
gente”. Podía notarse que fijaba mayor atención en las mu-
jeres.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 52

Cuando Santuza fue examinada, el amo no pudo conte-


ner su sorpresa. ¿Dónde había estado antes esta cholita lin-
da que él no la había visto?
A solas ya con el mayordomo, pudo averiguar y saber que
Santuza era hija del pastor Lucas Kusi y que no hacía un
año que estaba en el “rancho”, pues pasó toda. su infancia
en la vaqúería de Pantipata. Supo también que Silvestre el
Kollana la acababa de tomar por mujer.
Al siguiente día, el patrón ordenó que el Kollana cum-
pliese una comisión urgente a la ciudad. En la carta que en-
viaba con el propio comisionado, dábase instrucciones preci-
sas a fin de alejar de la hacienda a quien poseía una mujer
que interesaba al señor.
Silvestre fue enrolado en el ejército como remiso al cum-
plimiento de la ley militar. Y el patrón quedó libre, sin odio-
sa restricción a su derecho de dueño indisputable de las hi-
jas de sus esclavos.
Trascurrieron tristes los días de cuartel para el Kollana;
su pasión por Santuza crecía en la soledad de su encierro.
Pocos días después le llegaban las primeras noticias. El pa-
trón, como lo tenía por seguro, no había respetado el hogar
del marido ausente, y su pobre Santuza era ya una víctima
nueva del insaciable robador de la honra y la inocencia de
las infelices mujeres de la gleba indígena.
Pero, él no sería un "consentido". No se conformaría como
los otros.
¿No era un jefe? El agravio adquiría en su persona una
gravedad excepcional. ¿Este patrón malvado no hallaría en
él un vengador de todos los crímenes, de todas las ofensas
que recibía su raza? Largas horas de la noche, en el insom-
nio de los celos y la impotencia, Silvestre elaboraba su plan
53 LUIS E. VALCÁRCEL

de venganza. Le obsesionaba el sangriento propósito y podía


leerse en su rostro taciturno el odio que le roía el corazón.
Era un domingo de abril, salía por primera vez de su en-
cierro militar Silvestre el Kollana. Observaron sus compa-
ñeros que Silvestre había perdido desde la víspera su hos-
quedad; estaba también alegre como los otros. Participaba
de sus proyectos de holgorio. Sí, irían a divertirse con muje-
res. Beberían en abundancia. Sumaban buenos soles sus
propinas.
Transcurrió el día rápidamente. Antes del toque de silen-
cio, estarían en el cuartel, se les había advertido. Desde las
seis de la tarde, el grupo de reclutas perdió la pista de su
compañero el Kollana, y cuando penetraron a las cuadras,
no estaba tampoco allí. El castigo era inevitable para el "fal-
tón". Seguramente se emborrachó y a esas horas, roncaba la
"mona" en alguna chíchería.
Las patrullas no encontraron en la ronda al retrasado. Al
siguiente día, nada se supo de Silvestre.
Se desertó.
A la hora del descanso, el cabo instructor desdobló el dia-
rio de la tarde, y se puso a leer. Lo rodearon aquellos reclu-
tas que sabían ya lo que es un periódico y hasta deletreaban
algunos trozos.
Había una noticia.
“El soldado Silvestre Tito, del regimiento número 1 asesi-
nó al propietario de la hacienda X”…
TEMPESTAD EN LOS ANDES 54

La danza heroica
Se había sublevado la indiada.
Su rebelión se reducía a negarse a trabajar para el terra-
teniente. Llegaron abultadísimas las noticias al Cuzco y el
prefecto, alarmado mandó cincuenta gendarmes a dominar
la sublevación.
Los indios se hallaban reunidos un domingo, en la plazo-
leta del pueblo. Comían y bebían en común, recordando los
pasados tiempos de sus banquetes al aire libre, presididos
por el lnka o por el Kuraka.
¡Estaban reunidos! ¡Conspiraban! Y sin más, el jefe de la
soldadesca ordenó fuego.
Los indios no huyeron. Tampoco se defendían, puesto·
que estaban inermes. Llovían las balas, y comenzaron a
caer pesadamente las primeras víctimas.
Entonces, algo inesperado se produjo. La banda de músi-
cos indios inició una k'aswa, y hombres y mujeres, agarra-
dos de la mano comenzaron a danzar frenéticamente por so-
bre los heridos, por encima de los cadáveres y bajo las des-
cargas de la fusilería.
Danzó alocada la muchedumbre y el clamoreo ascendía
cada vez más alto como la admonición de la tierra a todos
los poderes cósmicos.

La incineración sacrílega
Llegó la noche. Un soplo frío y persistente bajaba de las
cúspides. Hacía un silencio de puna. Densas tinieblas su-
55 LUIS E. VALCÁRCEL

mergieron la planicie hasta el fondo de sus negros panta-


nos. Ni un ánima. El poblacho dormía.
Al filo de la madrugada, un rojo resplandor iluminó en la
sombra. Ondularon grotescas las chozas próximas a la capi-
llita. Las torcidas torres se retorcían aún más sobre un fon-
do de humo y llamas. Era una fogata en la plaza.
Rompió el silencio el son de un tamboril. De los oscuros
rincones fueron emergiendo, de uno en uno, los indios ko-
llas, cuyas sombras se movían alargadas fantásticamente.
Se había reunido una multitud, a la medianoche. El indio
sacristán se separó de ella para abrir la iglesia, y una vez
logrado su intento, precipitáronse, como tragados por ancha
boca, en la obscuridad sagrada, los alcaldes y los segundas,
el mayordomo. y los portadores de las andas del santo pa-
trono.
Repicaban las campanas, pero su alegre voz metálica vi-
bró extrañamente en la alta noche. Medrosos los niños,
somnolientos aún, alzaron la cabeza para ver al campanero,
mas, extrañáronse al no reconocerle. No, no era Taita Ber-
naco quien las agitaba tan desacostumbradamente, así, a
deshora.
A la luz de la hoguera, se diluyó la tiniebla del templo.
Del áureo altar resplandeciente descolgaron al santo pa-
trono que fue puesto sobre sus ricas andas de plata. Era el
caballero Santiago, celestial jinete en su blanco rocín.
Salió a la plaza como en los días solemnes del Corpus,
como para la fiesta tutelar del pueblo. La ronca bocina es-
parció su admonición. En lo alto las campanas enviaron al
campo un irónico saludo nocherniego. La multitud se movió
gelatinosamente, como una masa maleable.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 56

La procesión recorrió el contorno de la plaza más encen-


dida aún por esta fogata de San Juan en pleno diciembre.
Todos se han detenido en el atrio del pequeño templo. Es
la hora. Rompe el vocerío, como una tempestad. ¡Supay! !
Supay! gritan hombres y mujeres, acercándose con los pu-
ños crispados a las andas de Santiago. El caballero parece
sonreír despectivamente.
Santiago es el conquistador el rico encomendero, el amo
de la gleba indígena, el latifundista. Los indios kollas le ro-
dean, le cercan ya, amenazadores, le injurian en aymará
con los epítetos más ofensivos. Le descabalgan, le despojan
de sus vestiduras, del sombrero de pico, de la capa de púr-
pura, de los gregüescos, le desarman de la resplandeciente
tizona. Santiago, desnudo, presenta una lamentable figura:
el escultor solo se cuidó del bello rostro español.
Cuatro fornidos "carguires" —de esos que portaban las
andas el 25 de julio— le toman en brazos, le mecen y... lo
arrojan al fuego. Pocos minutos dura el cuerpo de yeso y
maguey del orgulloso Patrón de las Españas: chisporrotea y
queda reducido a cenizas. R. I. P. el arrogante caballero.
La muchedumbre ha ingresado nuevamente al templo y
extrayendo de sus hornacinas a las vírgenes y los mártires,
los ha condenado a la hoguera.
Amanece. El sol soberbio deshilacha las nubes de la ma-
drugada; regios harapos de oro ornamentados los quema el
sol depurador, supremo higienista.
Los indios kollas, en coro magnífico, entonan el Intiwata.
La ronca bocina, el vernáculo pututu, inunda el espacio
con sus sones de guerra.
Con el auto de fe, ha comenzado la venganza.
57 LUIS E. VALCÁRCEL

Hambre
Estaban perdidas las cosechas aquel año seco. Los dioses
no escucharon sus plegarias; y la Saramama, a pesar de las
ofrendas, esta vez no multiplicaría los frutos. El cielo que
negaba sus aguas tan fieramente, mostró su nítido azul, y
en la noche brillaron las estrellas como gotas de cristal. En
la madrugada, todos los arroyos habíanse congelado y una
blanquísima capa de hielo cubría como un manto la plani-
cie.
Los ayllus del Kollau sentían ya, como un sordo peligro
que se acerca pesada e inflexiblemente, la aparición del te-
mido fantasma del hambre. Con su rostro descarnado y sus
manos atenaceantes llegaría, una vez más, cumpliendo su
palabra, el fatídico visitante. Lloraba la mujer estrechando
entre sus brazos a su pequeñuelo. El kolla taciturno, senta-
do a la puerta de su choza, contemplaba en silencio el paisa-
je. No se había salvado ni su chacrita de la hoyada. Todo
está amarillento,·definitivamente muerto. Nada produci-
rían los tallos quemados por el frío que antes agostara la se-
quía.
Otra vez como hace apenas tres años. Y reapareció ante
sus ojos la vida de ese entonces reciente: su pobrecito Pablu-
cha pereció ¡de hambre! Recordábalo bien; había ido él a la
hacienda y, con lágrimas en los ojos, le pidió al patrón un
poco de chuño.
Oh el malvado: nada pudo conmoverle. Su respuesta no
la olvidaba.
—A estos indios rebeldes ni takjia...
cCuando volvió a su casa, Pablucha gemía impereptible-
mente, iba apagándose como una vela que se consume. Se
TEMPESTAD EN LOS ANDES 58

murió en la noche de San Juan: su almita quebróla el frío.


Ah, su Pablucha sería ahora un pastorcito.
Otra vez el hambre. ¿Iría a exigirle al patrón un auxilio?
La hacienda tenía sus depósitos henchidos de chalonas,
chuños y otros víveres. El amo vendió las lanas a un alto
precio. Todas las que produjo su rebaño las había cedido
muy baratas. Al patrón no se le podía vender sino así.
¿No era un derecho reclamar ese auxilio? Esta vez no,
nunca más sufriría el dolor de carecer de alimentos para su
familia. Todo, todo menos eso.
El crepúsculo apagaba en el horizonte su última lumbre,
y la noche comenzó a derramarse por las faldas de los ce-
rros.
La mujer con el niño al pecho se sentó a la entrada de la
choza. Gemía aún. El silencio del anochecer fue interrumpi-
do por el llanto del pequeño. Mucho frío traía el viento des-
de las cúspides nevadas.
Malísimo año: diezmábase el ganado por falta de pastos.
El kolla sabía por repetidas experiencias que ese era el peor
síntoma. Viviendo su padre, fresco tenía el recuerdo, baja-
ron por ese tiempo malo a los valles del Cuzco. Iban en pos
de alimento, él, su madre, sus ocho hermanos. A cambio de
una fanega de maíz, se quedaba con el amo desconocido uno
de éstos. Después de este largo viaje, al retornar a su choza,
¡lo recordaba bien!, sólo habían vuelto tres de los hermanos.
Los otros cinco, ¿qué suerte corrieron? No lo supo más. El
padre, al pasar el último tramonto, se echó en tierra con la
cara contra el suelo. Qué fieramente lloraba. Su pobre ma-
dre lloraba también, a gritos, llamando a sus hijos. Él, mu-
chachuelo de seis o siete años, no lloraba ni gritaba: tenía
miedo. No se explicaba este dolor.
59 LUIS E. VALCÁRCEL

Ahora sí, se lo explica perfectamente. Pero él no vendería


a sus hijos. No, qué diablo, por qué, si la tierra no es de na-
die, como no es de nadie el sol. ¡Quién guardaba para sí to-
dos los frutos era un ladrón!
En la mañana, el kolla se marchó a la hacienda.
Ya en las últimas horas del día, volvió a su casa.
La mujer no tuvo valor de interrogarle; así era de terrible
su expresión.
¿Qué había ocurrido? No habló. Cuando ella adormía al
niño con su maternal cantinela, el kolla díjola que empren-
día un corto viaje y que no lo aguardase aquella noche.
La madre acurrucóse cerca al hogar con los dos niños
que, presas de la pesadilla, lanzaban gritos...
Sería la medianoche cuando un rojizo fulgor iluminó los
resquicios de la puerta. Era un fuego lejano que rompía las
tinieblas. La madre pensó en las fogatas de junio.
No, no eran las fogatas de junio. Ardía la hacienda.

El licenciado
Saltó del tren, vestido aún con las prendas militares; de
la estación se puso en marcha, lentamente, al pueblecito en
que vivían sus padres.
Todo estaba igual. El calvario a medio caer, verdes los
campos, humeantes los hogares. Allí estaba su choza; allí le
aguardaban los viejos. Cuando atravesó el puentecillo, se
hizo visible a los suyos. Fueron a su encuentro; después de
dos largos años, Marianucha se reunía con sus padres.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 60

Rodearon al grupo familiar las gentes de la aldehuela, y


aquella tarde desbordó la alegría y el akja fue escanciada
abundantemente . También estaba allí, junto al Licenciado,
la tierna Juanacha, su prometida.
Todos notaron la tristeza de Mariano. ¿Estaba acaso en-
fermo?
Oh la ciudad, la maldita ciudad que troncha la juventud,
que consume la lozanía, que acorta la existencia.
Mariano tenía el mal de la ciudad. Pálido; de rato en rato
atacábale una tos seca; incontenible. Había enflaquecido
mucho. ·
Lloraba la madre al verle tan débil: ya no sabría trabajar
·animosamente; no podría, con ese cuerpo macilento, resis-
tir las faenas camperas, ayudar al padre tan anciano. Oh su
pobre hijo, víctima de la ciudad, acaso se moriría aquel in-
vierno. Lloraba la vieja inconsolablemente, y lloraba en si-
lencio la sip'as Juanacha, secándose las lágrimas con una
punta de su llijlla. Mariano, muy triste, se acercó a consolar
a las mujeres. Sí, estaba enfermo, pero sanaría con el cuida-
do, con el cariño de ellas. Hablaron de las yerbas milagro-
sas, del matejllu, del tijllaywarmi, del panti. Mariano tenía
fe en la ciencia de los suyos; gracias a ella, le sería devuelta
la juventud.
El júbilo alcohólico borró las tristezas, y la música invitó
al canto y a la danza. Bailaron y cantaron hasta la medi-
anoche.
Tras los tapiales, ocultos por la chamarasca, Mariano y
Juana gozaban de amorosas confidencias.
—Sonkochay, qué felices hemos de ser. Ahora ya nadie te
apartará de mi lado, —decíale ella a él.
61 LUIS E. VALCÁRCEL

—Sí, palomita mía, viviremos muy juntos para no sepa-


rarnos jamás, —contestábale el amante.
La pasión exacerbada por la ausencia aproximábalos en
el vórtice sensual...
Pobre Mariano, él ya no era un hombre. Habíale robado
la ciudad los atributos viriles.
Qué vergüenza y qué dolor.
Pasaron los días y él se sentía morir; taciturno, colérico a
ratos, rehuía la sociedad de los suyos; se alejaba, lacerada el
alma, de la compañía de su prometida.
Ascendía penosamente el altozano desde el que se con-
templaba el valle. Qué espectáculo de vida que le punzaba
el corazón.
Perdió la fe en la ciencia de los curanderos. No, estaba
condenado a morir. Nadie le salvaría ya, ni el amor ni el
cuidado maternal, ni los poderes ocultos a a quienes implo-
rara tantas veces; nadie se apiadaría de su infortunio.
Trascurrieron muchas lunas, y ninguna brilló para él. Vi-
viría muriendo cuánto tiempo más. Le habían abandonado
los amigos; llegó hasta él un rumor: su mal era contagioso,
temible: las gentes le miraban como un monstruo.
Distraía su tiempo trenzando; tema ya lista una pisk’a
del grueso de dos dedos; hermosa era, se la regala al viejo.
Tocó la fiesta del pueblo. Todos los suyos se marcharon,
él no quiso ir. Juanacha se habían engalanado con primor.
La vio pasar, y ella se hizo la distraída. Le olvidaba ya.
Celos, rabia, impotencia le roían el alma. ¿Porqué exigí;
de ella, un sacrificio, si él no era, no podría ser ya su mari-
do?
TEMPESTAD EN LOS ANDES 62

Ah, pero tampoco toleraría otro hombre que lo sustituye-


ra. ¿Qué hacer? Pensó mucho rato. Ya cerca de la noche en-
cerróse en el granero.
Cuando volvieron de la fiesta, Mariano pendía, columpiá-
base colgado del cuello a una viga.

Ensañamiento
—¡Señor! Un crimen horrendo. El pobre caballero ha sido
descuartizado. Le mataron cuando se hallaba en reposo, sin
darle tiempo para la defensa.
Terribles golpes sufrió. Mire Ud. los garrotes ensangren-
tados. Vivo aún lo arrastraron por las habitaciones y por el
patio erizado de agudos guijarros. Las mujeres ayudaban a
sus maridos en la perpetración del crimen. La víctima au-
llaba de dolor y ellas acribillaban con los gruesos alfileres
de sus tupus. Vea usted como le reventaron los ojos, como le
quebraron las piernas y los brazos, como le desgarraron la
piel arrancándole el cabello.
—¡Es horrible, es horrible, señor!
El juez recorría el teatro del crimen, dictaba al escribano
el acta de reconocimiento del cuerpo del delito escuchando a
los testigos, interrogándoles.
La mujer seguía su relato, entre gemidos y gritos. La mu-
jer lo había visto todo, desde su escondite. Ay si descubren
donde se ocultaba. Como ella atendía al patrón, como ella
era su amancia. También la habrían torturado, la habrían
muerto. Gritaba y gemía la mujer.
—¿Todos eran indios?, preguntaba el juez.
63 LUIS E. VALCÁRCEL

—Sí, todos eran indios, solamente indios, ningún mesti-


zo, ningún blanco.
—¿Los asesinos mataron por robar?
—Los asesinos no llevaron nada de cuanto encontraban
en las habitaciones; no, no fue el robo el móvil del crimen.
—¿Los asesinos procedieron por venganza?
Hubo un murmullo entre cuantos se hallaban allí presen-
tes, en el patio, en los corredores de la hacienda.
Si se trataba de una venganza, el Señor —allí el tirado
en silencio e inmóvil, muerto— debió ser un mal patrón.
Llegó la noche y fue suspendida la diligencia judicial. En
el salón de la hacienda fue levantada la cámara funeraria.
Allí, entre cirios, sobre una mesa, cubierto de una sábana
quedaba el muerto. Nadie osaba acercársele.
¿Por qué ese temor?
El juez fue alojado en el departamento principal. Des-
pués de la comida, silenciosa, fúnebre, sin más rudo que el
del servicio, sin más palabras que las deslizadas en voz
baja, con llanto entrecortado de la mujer y cuchicheo de la
servidumbre, los comensales permanecieron un rato fuman-
do en la solana, y antes de la medianoche todos se recogían
a sus habitaciones.
El juez no durmió. Acompañado de los curiales, atisba en
su alcoba. Al filo de la madrugada, sintiérense agudos gri-
tos. Procedían de una habitación situada al extremo del co-
rredor. Provistos de hachones, se dirigieron. Forzada la
puerta, hallaron a la concubina del muerto presa de un ata-
que de histerismo. Después de los espasmos y las contrac-
ciones, la mujer gritó:
—¡Bien muerto el bandido!
TEMPESTAD EN LOS ANDES 64

Aquel hombre que yacía sobre la mesa, en la camilla ar-


diente, aquel hombre inánime, ante cuyo cuerpo nadie osó
acercarse ni para rezar una plegaria, ni para depositar una
flor, aquel hombre asesinado por la pandilla indígena, había
cometido los delitos más horrendos en el curso de su vida.
La mujer los reveló. Allí, en las habitaciones, en el granero,
en el molino, bajo el pavimento encubridor, estaban los
cuerpos de sus víctimas: hombres, mujeres, ancianos y ni-
ños. Enriquecido por la desaparición de los indios propieta-
rios, el malvado, cada vez más poderoso, hacía ineficaz la
justicia, y por el asesinato sistemado ensanchaba sus domi-
nios.
Aquel posible Juez Magnaud, incapaz de sentir amable-
mente, mandó prender a la población íntegra del ayllu del
que habían salido los vengadores.
Hombres, mujeres, niños fueron encerrados por largos
meses en las cárceles.
65 LUIS E. VALCÁRCEL

LOS NUEVOS INDIOS


TEMPESTAD EN LOS ANDES 66

La parcela
Juan Ramírez, agente de pleitos, era el más temido “mis-
ti” del pueblo. Quien caía en su red no tenía salvación, como
la inocentísima mosca entre las mallas de la Apasanka.
Ducho en las artimañas curialescas, enredaba en el labe-
rinto de sus “articulaciones” a los propios abogados de la
ciudad. Y era su vanagloria ponderar en el bebedero:
—Yo derroté, hice “muka” del gran Doctor Camacho.
—Pregúntele al dueño de “La Victoria” cómo “refuté” a su
defensor el primer jurista del Cuzco.
La fama del rábula trasponía las fronteras del distrito.
No sólo era un peligroso sopatinta; tenía también hechuras
matonescas, y en su labor contaba con hazañas elecciona-
rias y empresas de pugilato que podían abonar su prestigio
de perdonavidas.
El indiecito Carmen Sut’a fue a caer en tan “buenas ma-
nos”.
No se sabe explicar el citado cómo fue que, de la noche a
la mañana, Juan Ramírez tomó posesión de los terrenos
maizales a título de comprador, y previas las formalidades
de un interdicto de adquirir tramitado irreprochablemente.
El indiecito y su familia se quedaron en la calle, sin ha-
ber recibido más de quince soles por todo precio.
El ayllu Tujsan, al cual pertenecían Sut’a y los suyos,
comprendió sagazmente qué se proponía el leguleyo. Puesto
en sus tierras el “clavo del jesuita”, y a la vuelta de unos po-
cos años, Ramírez se apoderaría de todas las tierras comu-
nitarias.
67 LUIS E. VALCÁRCEL

Así el aventurero curial convertiríase brevemente en pro-


pietario latifundista.
Los indígenas llevaron su queja ante todos los poderes;
era inútil. Allí estaban los "títulos" los "instrumentos de la
fe pública" que acreditaban —como "prueba plena"— que el
señor Don Juan Ramírez en legítimo dueño de las tierras
que por "su libre voluntad" le había enajenado el "peruano"
Carmen Sut'a.
Era asunto concluido.
Los indios no se rindieron a la evidencia de su derrota le-
gal y jurídica. En consejo del ayllu acordaron colectar entre
ellos el precio de la venta, y una vez éste reunido —eran
unos doscientos soles en la escritura, aun cuando no llega-
ron a veinte los recibidos por el vendedor— presentáronse
en el domicilio de Ramírez a exigirle la rescisión del contra-
to. Ramírez se les rió impúdicamente, calificando de estupi-
dez y vesania el propósito de los comuneros. Amenazólos
con iniciarles juicio por la perturbación que hacían de sus
derechos posesorios; hablóles media hora disuadiéndolos de
toda acción reivindicatoria, pues él era lo suficientemente
poderoso para hundirlos en la miseria.
Pero los indios no se intimidaron.
Próximas las labores preliminares de la siembra, un do-
mingo, al son de pitos y tambores la comunidad íntegra, con
sus mujeres y ancianos y niños, recuperó, en medio de gran
alborozo manifestado bulliciosamente, la parcela arrebata-
da por el dolo al camarada Carmen Sut'a.
Saltó Ramírez como un tigre que ve en peligro su cubil.
Promovió cinco juicios amén de quince incidentes contra
los “usurpadores” que en “motín y asonada”, le despojaran
de sus legítimos derechos de señor y dueño.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 68

Los indios se ríen de la actividad "judicial" del rábula, y


se burlan del coraje del perdonavidas que no asoma las na-
rices por "su finca".
Así le iría...

El consejo de los ancianos


La vaquería de Pablo Tito está en lo más alto y escarpa-
do de la zona montuosa. Desde ahí se contempla los valles y
las planicies en toda su extensión. En el lejano horizonte
apuntan los picos nevados. Ningún blanco visita la vaquería
del indio Pablo. Quienes lo intentan salen mal: se asorochan
muy pronto y renuncian seguir adelante.
Confluyen a esta altitud difíciles caminos, verdaderos ca-
minos de cabras, que arrancan de las provincias más pobla-
das de indios. En una meseta rocallosa, un poco más arriba
de la vaquería, se ven casi completos los muros de antiquísi-
mo adoratorio solar. Sobre el gris granito de una saliente,
está el Intiwatana. Enteras aún las aras del sacrificio.
Por mayo, cuando los cielos se despejan y brilla la luna,
cuando el espacio es corno una piel vibrátil detrás de la cual
latiese un corazón, se reúne en la meseta de piedra el conse-
jo de los indios ancianos. Desde semanas anteriores, éstos
abandonan sus hogares, ascienden los cerros y, separados
los unos de los otros, cada quien por sí, en soledad de ermi-
taños, se preparan para el consejo del plenilunio. Abstié-
nense de toda comida con sal o ají, alimentándose de raíces.
Son diez, doce indios centenarios, pastores, labriegos:
cuando Mama Killa aparece, los encuentra ya sentados en
cuclillas, sobre sus ponchos de alpaca. en círculo, y en el
centro se extiende la negra llakolla sin pallay. El mayor, es-
69 LUIS E. VALCÁRCEL

pecie de Willka Umu, porta las hojas primerizas de coca, y


las esparce sobre el manto negro, pronunciando la mágica
fórmula de conjuro.
Largas horas permanecen los indios ancianos ba#el res-
plandor lunar. Parlamentan misteriosamente; nadie sabe
de qué tratan los viejos pastores de Puno y del Cuzco. Sus
voces son tan leves que las absorbe tierra, antes que el vien-
to nocturno las esparza.
Cuando Mama Killa desciende, es la medianoche; ma-
chulas y achachilas tornan silenciosos, fantasmales, a la va-
quería de Pablo Tito. Se acurrucan alrededor del fogón en el
que chisporrotean raíces aromáticas. El vaquero distribuye
hojas de coca.
Los viejos charlan animadamente, mientras los primeros
resplandores del nuevo día se filtran por las hendiduras de
la puerta… Uno a uno se han marchado, por caminos opues-
tos, los ancianos consejeros, cuando el sol apuntó inequívoca
su presencia.
Antes de ocho días, se ha producido la sublevación. Miles
de indios atacaron las haciendas del Kollau; los colonos de
Palka, Lauramarka y Kapana —los grandes latifundios cuz-
queños— rompieron su secular sujección a los patrones; se
niegan al trabajo. Se ha dispersado el rebaño de Pablo Tito;
diez, veinte reses fueron halladas muertas en los precipi-
cios. Otras tantas desaparecieron en el monte. Las restan-
tes pululan sin pastor.
“¡La tierra es nuestra!” —es el grito de combate—. El
blanco la usurpa, la detenta quinientos años. La gleba indí-
gena tiene ya un alarido uniforme desde la altipampa y las
cumbres hasta los bajíos 'y los valles cálidos. Ocho días des-
pués del Consejo de la Purakilla, las indiadas han principia-
do su Guerra de Reconquista.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 70

Emplean diversa táctica; la violencia hasta el crimen ho-


rripilante, unas veces, en determinada zona;·la pasividad,
otras. Allá fue necesaria la venganza cruel; aquí, basta con
no cooperar.
“¡Qué vale la tierra sin nosotros!” —se ha dicho el indio, y
sarcásticamente pacifista, se cruza de brazos. Nada puede
ahora contra él la fusilería, la metralla. ¿Están sublevados?
Sí y no. Sí, porque no obedecen al amo; no, porque se están
tranquilos en sus chozas. El espíritu de Gandhi presidió el
último consejo de los indios ancianos.

El amor de don Rodrigo


No era sólo concupiscencia lo que invenciblemente atraía
al noble señor. Pudo yogar innumerables veces con sus in-
dias esclavas en el vasto serrallo de sus instancias puneñas.
Pudo, incluso, hastiarle la facilidad de amo tiránico que dis-
pone de las mujeres como de las yeguas dentro del períme-
tro de su latifundio, como quien dice dentro de su jurisdic-
ción feudal. ¿Acaso un capricho? Mas, era evidente que el
bravo don Rodrigo estaba enamorado, podidamente enamo-
rado de Antucacha, la hija del cabrero. Bella en sus diecio-
cho primaveras, quien la viese encontríala parecida a otras
doncellas por quienes Don Rodrigo no se mostrara nunca
tan encalabrinado.
Le gustaba con ardor, con pasión irrefrenable, y por lo
mismo sus procedimientos no fueron iguales a los que siem-
pre empleara para satisfacer sus apetitos.
Había de conquistarla por el amor y la delicadeza como el
caballero a su dama. Había de ajustar su conducta a cáno-
nes de gay saber. La linda moza se le rendiría presa de pa-
71 LUIS E. VALCÁRCEL

sional ternura, y ambos, así unidos por la atracción supre-


ma, vivirían felices, como así el uno hubiera nacido para el
otro.
Todos los días al atardecer el caballero rondaba la mora-
da de su andina Dulcinea, y muy delicadamente hacía saber
del mucho amor que le tenía. Antucacha no era capaz de
comprender tan finas palabras y sólo adivinaba —oh sexual
presentimiento— cuáles eran las intenciones del amo.
Tupíase la malla del sostenido idilio. Y la hija del cabrero
amaneció, cierto día del floreal octubre, en el aposento del
señor.
A nadie extrañó. Una barragana más del patrón. Ya pa-
saría el temporal ayuntamiento.
No ocurrió así, sin embargo; llegaba el kallchay, y Antu-
ca permanecía en el hogar de Don Rodrigo, ascendida a se-
ñora de la casa. Otra vez octubre floreció en el campo, y la
señora era el ama Runruneaban los empleados mestizos
que aquella advenediza se quedaría allí; los indios sonreían,
elogiando el talento de Antuca que conquistó al
caballero;·las viejas comadres lo atribuían a brujería. Mien-
tras tanto, los parientes de Don Rodrigo se hacían de la vis-
ta gorda para no disgustarle, puesto que estaban a su mere-
cer.
Pero las cosas subían de ·punto.
Antes de la cuaresma, el señor Don Rodrigo, buen católi-
co, llamó a su capellán, y una tarde, ambos en la solana,
contemplando la puesta del sol, se entabló este diálogo:
—Mi señor Don Rodrigo: es tiempo de arreglar la conduc-
ta. Cuánto agrado para Dios si en esta cuaresma…
TEMPESTAD EN LOS ANDES 72

Lo entiendo, Padre. Sé a donde va. Pero quiero anticipar-


me. Le mandé llamar para que haga por mí unas diligen-
cias. Quiero tomar estado, y se hace necesario que usted me
arregle este asunto.
—¿Y quién es la dichosa prenda que ha cobrado el cora-
zón de oro del devotísimo señor Don Rodrigo?
—Pues la senorita Antonia Cutiri.
—¡…! Bromea Don Rodrigo, bromea el buen caballero.
—Nada de eso, Reverendo. Estoy resuelto a tomar por es-
posa a la mujer a quien amo y amaré toda la vida.
—¡Pero señor Don Rodrigo, flaquea su razón! ¡Con una
india, con una esclava, con una plebeya va unir su sangre el
nobilísimo señor Don Rodrigo! Imposible.·Es una ofuscación
que Dios disipará.
—No ha de ser así, Reverencia; lo tengo bien pensado.
—Mire por su nombre y por su casa; la sociedad no per-
donará la ofensa. Dios mismo…
—La sociedad no me importa; bien sabe que la desprecio.
Dios aprobará mi resolución. Tiendo la mano a los humil-
des. ¿No somos todos sus hijos iguales?
—No, no: el Supremo Hacedor creó las jerarquías. El in-
dio...
—Lo lamento mucho, pero su Reverencia reniega de su
divino ministerio. Si su Reverencia insiste en sus poco cris-
tianas ideas, prescindiré de su consejo.
Fue un gesto definitivo el del ilustre higaldo, y el cape-
llán, entre perder su valiosa protección o transigir, optó por
lo último.
73 LUIS E. VALCÁRCEL

—Bien, mi señor Don Rodrigo: hágase su voluntad, pero


con una sola condición: el matrimonio será secreto. ¿Acaso
es necesario el escándalo? Cuidemos siempre de la pública
opinión.
—Será público, Reverendo Padre. Tengo mis razones.
—¿Razones, señor mío?
—Sí, y muy poderosas. Aparte de que mi amor por Anto-
nia es lícito, y mi estima por su honor es tan alta, debo a la
Raza un desagravio. Cuarenta años la ofendí, oprimiéndola.
La virtud femenina se deshizo en mis manos: atenté contra
ella no dejando flor sin marchitar. Muchas lágrimas derra-
maron las madres; no estalló en violencias la rabia conteni-
da de los hombres así vejados, pero sangró su corazón en si-
lencio. Traté a mis hermanos los buenos, los humildes, los
resignados indios, como viles esclavos. Me respetaron siem-
pre. Creíanme acaso un ser superior; pero, no era yo, en el
fondo, sino un cobarde. Después de cuarenta años de tal
vida Dios ha iluminado mi razón. El noble apellido de los
Pérez de Urarte, Mendive y Rocafuerte pasará a los indios
en mi esposa Doña Antonia, y con mi fuerte apellido todos
mis bienes… Cesó de hablar el caballero, ya cuando era la
noche. Retiróse el fraile a orar en la capilla de la hacienda.
Antuca lo había escuchado todo.
Cuando el caballero llegó a la estancia nupcial, la Raza
dignificada lloró con lágrimas de gozo el avatar.

El mito de Kori Ojllo


Seno de Oro había sido la excepción. Las demás mujeres
se entregaron al conquistador. Llorosas por la muerte injus-
TEMPESTAD EN LOS ANDES 74

ta de Atau Wallpa, se holgaban con los soldados de Pizarro.


Como para consolarse. Eran tan apuestos los Nuevos Hom-
bres. Tanto fuego había en sus ojos y en su sangre. No les
pudieron resistir, desfallecían de deseo a su sola presencia,
y los trescientos días de luto por la muerte del Inka trascu-
rrieron veloces para su diabólica lascivia.
Seno de Oro, la más hermosa mujer de Manko, era la he-
roína. La quiso para sí el bien plantado Don Gonzalo, y ella
fue fiel a su raza. ¿Cómo ofrendar su cuerpo al impuro ase-
sino de sus dioses y de sus reyes? La muerte antes; así yace-
ría tranquila, sin mayores vejámenes; a sus carnes frías, no
osaría acercarse la bestia blanca. Las mujeres indias se es-
tremecen solo al recuerdo de Kori Ojllo. Ellas tan fáciles a
la seducción del opresor, dispuestas siempre a halagarle,
traicionando su sangre. Sino terrible.
Kori Ojllo para ahuyentar de sí al galán español había
cubierto su torso perfecto con algo repugnante, capaz de ale-
jar al propio Don Juan. Pero, todavía más virulento era el
odio que destilaban sus ojos.
Ha revivido Kori Ojllo en los Andes. Allí donde el indio
torna a su pureza precolombina; allí donde se ha sacudido
de la inmundicia del invasor; Kori Ojllo vive, hembra fiera,
a la que el blanco no puede ya vencer. El odio más fuerte
que nunca inhibe la sensualidad latente, vence todas las
tentaciones, y la india de los clanes·hostiles prefiere morir a
entregarse.
Qué asco si cede. Será proscrita del ayllu. No volverá
más a su terruño adorado. Hasta los perros saldrán a mor-
derla. La india impura se refugia en la ciudad. Carne de
prostíbulo, un día se pudrirá en el hospital.
75 LUIS E. VALCÁRCEL

El “Ponguito”
Clemente Sullka, lindo "ch'utillu" de Paucartambo.
Con sus dieciocho años rozagantes, oliendo a tierra hú-
meda a carne púber, era un personaje interesante en aquel
hogar de mujeres. El “Caballero” ha muerto dejando una
buena fortuna, y lo mejor de sus bienes era la “finca K”... La
viuda y sus tres hermanas solteronas amén de una chiquilla
clorótica, hija del difunto, eran todo el personal “decente” de
aquella casa que completaba su ajuar con cinco “cholas”,
criadas desde chicas junto a la familia.
“Clementicha”, como le llamaban cariñosamente, había
venido de las tierras altas, al tocarle el turno del “ponguea-
je”, en casa de los amos de la ciudad. Con su hatillo a la es-
palda, llegó un día. Lindo muchacho, se dijeron en coro, de
botones para adentro, la viuda, las solteronas y la hija del
difunto. Cuando el nuevo ponguito entró a la cocina a repa-
sar los restos de la comida, menudeáronle los pellizcos pro-
vocativos de sus compañeras de servicio. El inocente mance-
bo repudiaba todo aquello como un juego sin trastienda. Pa-
saron los días, Clementicha fue despertando de su sorpresa
inicial frente al mundo desconocido de la ciudad. Ya no se
perdía por las calles, ni temblaba de temor al sentir la pro-
ximidad de los bulliciosos carruajes y transportes. Sus ojos
asombrados se tranquilizaban y sus manos torpes podían
manejar sin peligro la vajilla de porcelana y cristal.
Lo que no entendía era cuanto le pasaba en la noche. Con
un sueño de piedra, tendíase sobre sus pellejos de carnero
en cuanto acababa de comer. ¿Era verdad o imaginación
suya lo que vio una vez? Se había despertado al oír muy cer-
ca de sí a alguien que le llamaba contenidamente de su
nombre. Por un ángulo del corredor penetraba al pasadizo
TEMPESTAD EN LOS ANDES 76

donde dormía un claro rayo de luna. Él, como entre sueños


distinguió a la señora “grande”, junto a su cama.
Otra vez, y esto le ocurrió estando él perfectamente des-
pierto, la señora Carmencita lo estrujó entre sus brazos es-
tando a solas. Otra vez... Otra vez. Bueno. Hasta la niña….
Le tenían fastidiado. Sólo esperaba cumplir el mes para
marcharse a su tierra. Pero… Clementicha no se marchó.
Cómo iba a dejar a quienes tanto le querían y le regala-
ban; el lindo ponguito tan disputado, se adaptó fácilmente...
Ningún lector se extrañaría, si después cinco años, halla-
ra a Clemente Sullka de administrador del fundo, con ple-
nos poderes. Nadie, en la sierra que conozca la “historia del
ponguito”, se llamaría a sorprendido, al ver a la hija del di-
funto confinada en la hacienda, sin venir a la ciudad.
¿Quién que sabe de la vida íntima de las dos razas no
comprende que el mestizaje se forma no sólo con indias sino
también con indios, con “ponguitos” como Clemente
Sullka?...

El cura de Kawana
El viejo párroco está en la capital, en Ejercicios Espiri-
tuales; hace dos semanas que descansa su grey. Mucho de-
mora el solícito pastor, mucho, mucho.
Por fin, en lo alto de la cuesta, un atardecer de diciembre
después de copiosa lluvia de todo el día frescos los campos,
húmedos los caminos, alegre el cielo, el viejo párroco apare-
ce cabalgando en su tordillo pajarero. Desde allí, bendice a
su pueblo. Estuvo ausente quince, días y se le antoja un si-
glo; no, no, con nadie cambiaría su amada parroquia. Ni el
77 LUIS E. VALCÁRCEL

curato de Sicuani, ni el de Lampa, ni el de Carabaya. En


ninguna parte se hallaría tan a su gusto como aquí.
Va descendiendo el cura la cuesta del pueblo. Le sigue el
sacristán montado en su escuálido jamelgo chumbivilcano.
—Tata, se ha emborrachado el campanero.
—¿Por qué hijo?
—No repican las campanas.
Sí, la torre está silenciosa, no adivina la vuelta del señor
párroco, no se da por entendida de su obligación de regoci-
jarse y sembrar el júbilo con sus lenguas de bronce. Qué
pasa que todo parece tan triste en el pueblo; ni un alma en
las calles. Nadie ha salido al encuentro del pastor.
Un presentimiento aflige al buen abate y le ensombrece
el rostro sonriente. Algo grave ha ocurrido, va a ocurrir,
quién sabe.
Pica al tordillo con sus argentinas espuelas, y acorta las
distancias un poco impacientemente. Ya está en la plaza, ya
penetra a la cural. La cural está vacía.
—Tata, no hay nadie.
—No hay nadie.
Se miran las caras asombrados. Todo lo que ven les pare-
ce absurdo.
¿Dónde están los vecinos? ¿Dónde está ecónomo? ¿Y el
campanero, y los alfereces, y la servidumbre? El hogar está
apagado; sin pasto el establo, cerradas las cuadras. Resue-
nan en el patio empedrado las metálicas pisadas del tordi-
llo, y el eco devuelve sonoras las voces del sacristán.
—¡Pablucha!
TEMPESTAD EN LOS ANDES 78

—¡Juliana!
—¡Meculás!
Desmonta el viejo párroco, dificultosamente, se tercia el
poncho, bájase la sotana, enciende un cigarrillo y se sienta
sobre un poyo, pensativo.
¿Entró quién sabe el Enemigo? Se aprovechó de su au-
sencia y el lobo cayó sobre el aprisco. Dispersó su pobre re-
baño.
Meditaba el viejo, tristemente, ensombrecido el rostro de
presentimientos fatídicos. El ánima en suspenso como si
aguardara dentro de un minuto la mala noticia.
Y así fue.
El sacristán no se dio punto de reposo hasta encontrar a
los buscados. Confudido en las sombras de la primera no-
che, allí estaba el fiel guarda del templo. Compareció tam-
bién en las tinieblas el alférez ·de turno. De vez en vez bri-
llaba como el punto lejano de una fogata el cigarrillo encen-
dido del viejo párroco; antojábasele aparecer como una es-
trella titilante temblorosa. Los cuatro hombres hablaban a
oscuras quedamente, como si un soplo de misterio les estre-
meciese el alma. La feligresía indígena en masa habíase de-
sertado de la Iglesia Apostólica Romana. El domingo último
los centenares de indios de la parroquia cerraron el templo
con cerraduras nuevas. Clausuraron también la cural.
En medio de todo, tuvieron un gesto de gentileza. Reser-
varon para su viejo párroco una casita en Kawana alta y
una capilla próxima. Allí viviría el resto de sus años, sin
que nada le pudiera faltar.
79 LUIS E. VALCÁRCEL

Waman, Sargento
Un año hacía que estaba en filas: lo sacaron de su choza
puneña, a medianoche. Lloraban la madre·y la mujer, des-
pertáronse los chicos, asustados. Fue en vano que ladrara el
fiel “Pumawak’achi”. Los soldados condujeron maniatado al
pobre Waman hasta el pueblo. Cuántos golpes de culata su-
frió en el camino. Aquella noche durmió en la cárcel, y allí
continuó encerrado los seis días siguientes, mientras se reu-
nía por este medio cinegético, el contingente de conscriptos.
Del presidio salieron algunos de sus compañeros, salieron
con rumbo a la subprefectura, y después ¡libres! A sus hoga-
res. Más tarde supo que los muy felices habían comprado a
la autoridad: dos toritos, una vaquillona, algún dinero.
De la cárcel marchó Waman con el contingente a la Capi-
tal. Ingresaron todos al cuartel, después de que el médico
los hizo poner en cueros para examinarlos. Allí acabó el in-
diecito para comenzar el soldado. Adiós al poncho, al jubón
y los gregüescos; las sandalias fueron reemplazadas por los
toscos zapatos, y Waman vistió el uniforme de infantería.
Apenas si podía caminar con los zapatazos…
Se pasó un año en la vida de cuartel. Ahora era sargento.
Lo ascendieron después de su conducta valerosa en la últi-
ma intentona revolucionaria.
En la ciudad sentíase una conmoción política: estaba el
pueblo indignado con el gobierno, y las gentes salieron a las
calles a manifestar con airadas voces sus sentimientos. Se
improvisó el mitin. Se empinaron los oradores en lo alto de
las balconerías para lanzar desde allí la arenga revoluciona-
ria.
Pocos minutos después salía el regimiento a restablecer
el orden. Las tropas fueron recibidas a pedradas y tiros de
TEMPESTAD EN LOS ANDES 80

revólver. Entonces, soldados y pueblo chocaron con violen-


cia. A culata limpia abríanse paso los primeros.
La multitud levantaba reductos, barricadas. y llovían las
balas detrás de las esquinas y desde los techos y ventanas.
El regimiento recibió la orden final:
—¡Fuego!
El día fue para Waman. Con qué ardor, con qué íntima
fruición golpeó primero con su rifle, y después disparó toda
su dotación.
Parecíale vengar ·con su mano la montaña de oprobio con
que el blanco había aplastado a su raza. Muchos muertos y
heridos quedaron sobre el pavimento de las calles. Los gri-
tos y los ayes, lejos de conmoverle, le regocijaban maligna-
mente. Eran caballeros, amos, opresores, los que sufrían.
¿Tuvieron ellos alguna vez compasión del dolor indio?
Waman ascendido a sargento, sentíase ansioso de nuevas
oportunidades para saciar su venganza. Su disciplina y de-
cisión hiciéronle distinguirse ante sus jefes, y cada vez que
era necesario destacar retenes de confianza, el sargento
Waman era el señalado. Cuando caía preso, un ciudadano
decente Waman complacíase en vejarle y hacer de su deten-
ción un suplicio.
Pronto cobró fama el sargento Waman, fama de ·cruel-
dad y de ciega fidelidad a sus jefes. Gozaba en su papel de
sicario.
El indio acepta el servicio militar y busca los de policía y
gendarmería, porque, con el fusil al brazo cobra su desquite.
81 LUIS E. VALCÁRCEL

La nueva amistad
No tuvieron amigos; eran esclavos, y la amistad fue tabú
para ellos. Sus amos, cuando les trataban mejor, sabían que
les estaba prohibido aproximarse amistosamente a quienes,
por ley y costumbre, tenían que ver como inferiores. El indio
quinientos años se pasó con la sola amistad del borriquillo.
El buen asno, tardo, le ayudó a portar la carga que sobre
sus espaldas le echaba el blanco. El buey, otro amigo, cola-
boró con él en las faenas de la tierra, ahorrándole esfuerzo.
Pudo reservar el tirapié (la chakitajlla) para los barrancos.
La pareja de bovinos avanzaba lentamente con el arado de
palo. Por los caminos, tras el pequeño asno; por los sembra-
dos, en pos del buey, el indio hace su trabajo silenciosamen-
te. A veces canturrea una tonadilla del viejo lar, a ratos in-
tenta el diálogo con sus amiguitos. Diálogo frustrado. Ellos
no responden. Ah sí, quién sabe, es mejor; dicen tan poco
sus grandes ojos turbios…
“Marcus”, “Mareano”, apacibles compañeros, cuánto pa-
recido tienen a los buenos labriegos; como ellos, sufridos y
resignados; como ellos, tranquilos, quietos, frugales. Del
campo al establo, del establo al camino, todos los días, todos
los años, hasta morir oscuramente, de puro viejos.
Ya el indio no sólo tiene como amigos a “Marchus”, “Ma-
reano”; es otro hombre como él quien le ha abierto el cora-
zón. Es otro hombre blanco; cosa extraordinaria, un hombre
blanco su igual, su amigo, no su opresor, el amo siempre ti-
ránico. A este amigo le estrecha la mano y le mira a los ojos,
de frente, sin temor, sin desconfianza.
Es el adventista, el bueno y alegre Miller, rubicundo hijo
de Yanquilandia, que ejerce el apostolado de la Nueva
Amistad.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 82

Nada le exige Miller. Condori no tiene obligaciones para


él; puede entonces obsequiarle como al hermano de raza, y
así le acoge cordialísimo en su rústico “home”, y comen am-
bos del mismo plato y beben de un solo vaso. Santa amistad,
tan esperada cinco siglos.

La nueva escuela
Indalecio Mamani es el preceptor en el ayllu de Kollawa;
salió diplomado de la Escuela Norma de Juliaca, hizo su
práctica como maestro ambulante en Chucuito. La escuela
ocupa un edificio recién edificado bajo la dirección del inge-
niero de la Misión. Amplias salas iluminadas, con bellas
vistas sobre el panorama de la planicie y el cordón nevado
de los Andes. El niño indio concurre con placer, porque el
paisaje familiar lo tiene siempre ante los ojos.
El maestro indiano sabe lo que debe enseñar a los hijos
de su raza, y cuanto enseña lo hace con amor, con el ideal
de rehabilitación como la luz de Sirio en las tinieblas de la
inconciencia pedagógica.
La casa-escuela es el orgullo del ayllu. Las familias abo-
rígenes se sienten ligadas a ella, como diez años antes a la
iglesia parroquial. El domingo, el salón de actos rebosa de
público que, ávido, escucha la palab elocuente de Indalecio
Mamani, el educador de la Raza. Las almas embotadas de
la grey andina comienzan a sacudirse de su sueño de pie-
dra. Como un barreno penetra a lo hondo de esas concien-
cias la voz del maestro, y hay algo que se agita en el subsue-
lo espiritual estos hombres olvidados de sí mismos.
83 LUIS E. VALCÁRCEL

La escuela se sostiene por el ayllu: todos concurrieron a


edificarla, todos también la apoyan como adivinando que de
allí saldrán los Indios Nuevos, nunca más esclavos.
La escuela nueva es el almácigo de la Raza resurgida.
Trescientas, trescientas cincuenta escuelas de indios y
para indios se desparraman en la altipampa ilímite. Cada
año brota un ciento, y las primeras de los valles serranos ya
alientan recién nacidas. La escuela fiscal es un convencio-
nalismo; el preceptor fiscal, un plaza supuesta. El indio
donde existe una escuela “suya” no va más a la del maestro
mestizo y descastado que sigue tratándolo como a siervo.
Huye de las sucias casuchas que el Estado llama pomposa-
mente Escuela Fiscal número 10589, Centro Escolar núme-
ro 5432…
¿Cuántos millares de Indios Nuevos han salido de la Es-
cuela India? ¿Cuántos más saldrán en este quinquenio?

Los misioneros de cultura


¿Es el apóstol trashumante un tipo arcaico, desaparecido
ya? Van a contestar que si los europeizados que solo imagi-
nan al agente viajero de comercio y al turista como a los tro-
tadores de mundo de nuestro tiempo. Responderán que no
los viejos hindús propagadores de la Buena Nueva del Buda
reencarnado, los árabes que predicen la guerra Santa
contra el “perro cristiano”, los eslavos que despiertan a dor-
midos y ertos con el bélico toque de sus clarines revolucio-
narios. Responderemos que no los pueblos andinos que sien-
ten el estremecimiento grávido de un Mundo por venir.
Apóstoles trashumantes de las punas y de los valles de la
serranía, hélos aquí: fueron indios pastores, hoy propagan
TEMPESTAD EN LOS ANDES 84

la cultura. Nadie más convencido que ellos del resurgimien-


to de su Raza. Tienen la cálida persuasión en sus palabras
sencillas, gérmenes misteriosos de la Existencia Nueva.
Todas las puertas están abiertas para ellos; llegan a la
medianoche, y los perros hostiles tórnanse amistosos. Son
almas puras las de los misioneros andinos. Hónrase la cho-
za al recibirlos, y en lo más inasequibles de las cordilleras
encuentran un refugio con el fuego encendido y el alimento
preparado.
Los indios apóstoles están creando el Santoral Andino.
¿Qué predican los peregrinos en las estancias de Puno y
en las vaquerías de Vilcabamba, en los valles de Canchis y
en las cordilleras de Sandia y Carabaya?
¿La guerra? ¿El aniquilamiento del blanco?
No, los misioneros de cultura no predican la destrucción.
Son, sobre todo, médicos espirituales. Curan a este enfermo
de amnesia que es el indio. Psiquiatras intuitivos, van dere-
cho a buscar el mal y desarraigarlo. El mal de la Raza es el
olvido.
Se ha sentado a la lumbre hogareña el apóstol, y en torno
suyo, todos en cuclillas, se aprestan a escucharle.
Su palabra es dulce, lenta, ligeramente velada por conte-
nida emoción. Lo dice todo en imágenes. Es un desfilar pau-
sado de los viejos Inkas solemnes, de los kurakas altivos, de
las muchedumbres laboriosas, de los ejércitos innumera-
bles; el Imperio magnífico está allí como una decoración fan-
tástica en los negros muros de la choza.
Sigue el fluir del legendario relato. Es ahora; la sorpresi-
va presencia de los Hombres Blancos, los ilusorios aliados
que vengarían la sangre de Wáskar. ¡Wirakochas! Hijos del
85 LUIS E. VALCÁRCEL

dios de dioses, portadores de la justicia reparadora. No se


altera la voz del narrador, apenas si se matiza con un levísi-
mo relámpago de ira. Son los Hombres Blancos, los felones
que mataron a sus reyes y a sus dioses. Los Hombres Blan-
cos que violaron a las abuelas y a las madres, de cuyos vien-
tres venerados salió el Engendrado, el Mestizo, vasallo del
Opresor y verdugo del Vencido.
Escuchan los indios con los ojos fijos en la lumbre; en sus
ojos muertos hay rojas llamaradas como resplandores de un
incendio interior.
El fuego espiritual ha brotado en el antro cavernario de
las conciencias.

El hermano adventista
Entre la peñolería, como nido de rapaces, se pierden las
casitas del ayllu. Desde esas oquedades se percibe la tersa y
diáfana superficie del Lago, cuyo leve oleaje apenas riza el
lomo de las aguas. En los vacíos que enmarcan los pelados
peñascales, el indio cultiva papas, ocas y kinua, lo bastante
para su propio consumo. En declive está el corral de las ove-
jas con su fuerte olor a estiércol húmedo, y su baja muralla
de ch'ampas y espinos. Este recodo, entre la kancha y la
chocita, es un lindo mirador del campo, del camino y del
lago. Allí se recuesta, bajo el sol tibio, el guardián de la casa
y del rebaño, el perrillo azorrado que aúlla en las noches os-
curas, cuando pasa el viento como una rauda jauría invisi-
ble…
La familia de Bartolo Condori no ha salido hoy de la cho-
za. En el fondo oscuro, al resplandor del hogar encendido, se
sorprende el triste cuadro. La madre, presa de la fiebre,
TEMPESTAD EN LOS ANDES 86

amamanta al recién nacido; tres niños más yacen inertes


bajo las raídas cobijas. De pronto, ha interrumpido el silen-
cio, la isocronía de una motocicleta que se aproxima veloz
por el camino. Baja Condori a su encuentro. Es el buen her-
mano adventista que acude solícito a salvar a la madre y los
hijos del dolor y de la muerte.
—Hermano Bartolo, llámale amistoso y sonriente el jo-
ven mocetón de rubios cabellos.
—Hermano Johnson —le ha contestado el indio, con la
gratitud pintada en el semblante.
Los botes de medicamentos, los pomos de específicos, las
ampolletas de suero han sido extraídas del maletín. El ad-
ventista, con solicitud fraternal, lo hace todo. Permanece
largas horas en el pobre tugurio; pero ya la madre sonríe y
los muchachos se ponen a jugar. Vuelve la alegría a la casa
de Bartolo Condori, y Johnson el adventista se aleja, en su
motocicleta ruidosa que se ponen a ver con ojos sorprendi-
dos los chicuelos.
—Adiós, hermano Bartolo.
—Adiós, hermano Johnson.

Amor y raza
Pablo Kutiri distinguíase entre los maestros indios que
recibieron su preparación en la primera ·escuela normal ad-
ventista, por su clara inteligencia y decidida vocación apos-
tolar. Los jefes de la misión hablaban siempre con elogio de
Kutiri; en menos de un año había dominado el inglés, con
igual facilidad que el español, el aymara y el uru. Era un
87 LUIS E. VALCÁRCEL

políglota keswa que prestaba importantísimos servicios a la


obra educativa del indio.
Mr. Goldsmith le tomó para secretario suyo, y en breve
tiempo Kutiri había conquistado un afecto profundo en el
caballeroso jefe adventista. Goldsmit depositó su absoluta
confianza en el joven secretario aborigen, y cuando se pre-
sentó la ocasión de un viaje a los Estados Unidos, Kutiri fue
acompañando al superintendente de la Misión de los Adven-
tistas del Sétimo Día.
En Illinois, Mr. Goldsmith llevó a su casa y presentó a su
familia al joven maestro, descendiente de la dinastía solar
del Perú. Pocos meses después, los Goldsmith —Ms. Fanny
y sus hijos Mss. Edith y Peter— llegaban a Puno.
La rubia Goldsmith, con sus diecisiete alegres primave-
ras, había trastornado el alma un poco invernal del joven
Kutiri. Primero, bidiarias partidas de tenis; después, largas
regatas en el lago; recuerdos del viaje; algunas labores co-
munes en la oficina de la superintendencia, habían aproxi-
mado por encima de todo obstáculo a Mis Edith y Pablo.
Una noche, cuando Mr. Goldsmith, solo en su escritorio
se entregaba al reposo, mientras las volutas de humo de su
pipa ascendían lentamente, Pablo Kutiri llamó a la puerta.
Fue breve la entrevista.
El secretario se retiró a sus habitaciones, y aquella noche
no pudo dormir Mr. Goldsmith. De madrugada, los esposos
de Illinois celebraron secreta conferencia.
En las oficinas del Superintendente, Kutiri encontró
unas instrucciones escritas par él. Urgía constituirse en
Huancané, donde la sublevación india y la subsecuente re-
presión sangrienta habían creado un gravísimo estado de
cosas.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 88

La Misión reclamaba de la sagacidad y discreto·don de


gentes del hábil secretario que se dirigiese en el día a la
zona amagada a salvar la obra adventista.
Kutiri tomó su motocicleta, y antes de marcharse, fue a
ver a Mr. Goldsmith en su chalet particular.
El jefe le recibió con la afabilidad de siempre; así como
Ms. Fanny y el pequeño Peter; sólo Mss. Edith no se hallaba
presente; la pobrecita padecía de jaquecas.
Pocas horas después de la partida de Kutiri, la familia
Goldsmith se embarcaba en un autocarril rumbo al puerto
de Mollendo.
Todavía Miss Edith escribe desde Illinois al joven secre-
tario indio.
Sólo Mr. Goldsmith se daba perfectamente cuenta, ahora
en su pequeña oficina de la Washington Street, y mientras
las volutas de humo de su pipa ascienden lentamente, que
la solución del problema de razas planteado por su secreta-
rio el indiectio peruano Pablo Kutiri no podía obtenerse sino
por la fuga…

El indio a caballo
La civilización americana —observó Sarmiento— una ci-
vilización de peatones, de indios a pie. El caballo traído por
el conquistador incorpórose a la casta dominante, de los
opresores. Fueron los caballos bestias temidas; arrollaron
bajo sus cascos y entre bélicos relinchos a las masas iner-
mes de Cajamarca. Los jacos piafantes que mascaban hie-
rro, cuánto auxiliaban a los invasores. Buena parte del éxito
feliz de la conquista debe ser atribuida a los rocines de Cas-
89 LUIS E. VALCÁRCEL

tilla. La ley española se cuidó muy bien de prohibir al indio


junto con el uso de las armas el del caballo. El indio no osó
cabalgar en los pegasos vencedores. Largas distancias reco-
rríalas a pie; ni en los viajes de la “mita” usaron del caballo
para trasladarse de Cajamarca a Potosí…
Por las abras y los valles profundos, por las pampas y las
cresterías, el indio, calzado de la usuta, al paso del caballo
traga las leguas, acorta las distancias trepando hacia las
cumbres, infatigablemente.
Pero, he aquí, de pronto, se indianiza el equino. El sober-
bio potro de sangre árabe se convierte en el “repe” chumbi-
vilcano, bajito, lanudo, feo, pero fuerte y veloz. Se aproxima
el caballo al hombre de los Andes, Y el indio se hace jinete,
y surge el “gaucho” de nuestras pampas, laceador insigne,
aventurero de a caballo, capaz de todas las hazañas de la
doma y las acrobacias de la equitación. El indio a caballo co-
rre por la pampa como una exhalación: se diría un tártaro
en plena estepa. El caballejo se lanza cuesta abajo, firme so-
bre sus patas contráctiles de felino. La más encrespada se-
rranía es campo libre para·el baquiano de Chumbivilcas o
Cotabambas.
Pronto las yeguadas de Kolkemarka o Livitaca han creci-
do enormemente. Son las haras del caballo indígena. Salen
de allí los “pencos” a las ferias del altiplano, y los indios del
Kollau se apresuran a adquirirlos. Cerriles aún, los ensillan
y con simples bozales cabalgan en ellos con un frenesí extra-
ordinario. El caballejo arranca de estampida y nadie puede
contenerlo, dos, tres leguas. Cómo goza el kolla en esta ca-
rrera desenfrenada, si logra llegar salvo hasta el final. Es
frecuente que el caballero indio sea lanzado de la silla y se
inicie a golpes la posesión de la bestezuela.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 90

Cuando el tren cruza por la meseta se ve a cada paso al


indio jinete; es ya señor de a caballo. El mismo fabricó to-
dos los aperos de montar; ha tenido también que introducir
notables cambios en su propia indumentaria. Las botas o
las polainas, el poncho corto, la bufanda, los guantes de
lana de vicuña, el sombrero alón, y los arreos hípicos: el fue-
te, el tapaojos, la boleadora, el pelloncito, la baticola, las al-
forjas que tornan siempre henchidas del viaje al poblado.
El indio a caballo es un nuevo indio, altivo, libre, propie-
tario, orgulloso de su raza que desdeña al blanco y al mesti-
zo.
Allí donde el indio ha roto la prohibición española de ca-
balgar, ha roto también las cadenas. Las provincias donde
la Raza se defiende más bravamente son las poseedoras de
hatos caballares numerosos.
En Chumbivilcas, el indio es un aliado, un amigo, difícil-
mente un siervo. Su caballo lo defiende.
El caballo movió al tártaro a invadir a Europa. El caballo
conserva libre al árabe, junto con el camello La llama ha
sido cómplice por su debilidad en la esclavización del indio.
¡Cuántos Facundo Quiroga saldrán del gauchismo chum-
bivilcano!
La novela recogerá un día en el Perú las aventuras de los
“ch'uchus” ladrones. Entonces se van a quedar atrás los fil-
mes del Far West. Vengan los operadores de William Fox a
recoger los episodios inverosímiles de la vida de un indio a
caballo.
Y vengan los sociólogos a explicarnos la influencia equi-
na en el hombre.
91 LUIS E. VALCÁRCEL

El indio a soldado
No sólo la herramienta, el arma también la hemos puesto
en manos del indígena. Trabaja nuestros campos y es la
base de nuestra economía su labor; conserva el orden públi-
co, y es el fundamento del Estado su fidelidad.
¡El día que nos falte el brazo viril que maneja el azadón!
El día que no obedezca el autómata que dispara.
Habrá cesado de producir la tierra. Habrá concluido la
sociedad política que se denomina la República del Perú.
Con indios hostiles que vuelvan el arma contra blancos y
mestizos; con indios indiferentes que se alcen de hombros
ante la cosecha próxima, ¿qué podrá hacer el Estado?, ¿có-
mo se defenderá la orgullosa minoría de momentáneos ven-
cedores.
Es de aborígenes el noventinueve por ciento del ejército,
la gendarmería y la policía. Son indios, indios de pura san-
gre, los que forman el íntegro de la fuerza armada. Elude el
blanco la obligación del servicio militar; la elude también el
mestizo que no pasa de movilizable. El único que ingresa a
los cuarteles, se disciplina militarmente, se adiestra a con-
ciencia en el manejo de las armas, es el habitante de las se-
rranías, el sobrio, resistente, valeroso indio peruano, solda-
do por excelencia, soldado vocacional, capaz de todos los sa-
crificios, modelo de virtudes militares, el único que hizo to-
das las campañas, desde las conquistadoras de medio mun-
do bajo sus propios jefes, los Inkas invencibles, hasta las de
emancipación al mando de los grandes capitanes "realistas"
y "patriotas". El indio hizo todas las guerras; ¿no le vemos
tan pronto en las faldas del Pichincha con Santa Cruz ven-
cedor, como en los desiertos de Tarapacá, desnudo, famélico,
inerme, entregado por la traición a las balas del ejército
TEMPESTAD EN LOS ANDES 92

araucano? El indio, siempre el indio, luchó por y no contra


sus opresores, y disparó su arma contra sus hermanos de
raza. En las revoluciones y en las guerras exteriores, el in-
dio es “la carne de cañón”. Derramó su sangre por defender
a sus amos.
El heroísmo multánime del ejército indio nadie lo ha can-
tado; silenciáronlo las trompas de la fama. Copistas ridícu-
los, erigimos el monumento al Soldado Desconocido, en vez
de consagrar el heroísmo anónimo del Soldado Indio.
Una raza que dio de su seno tipos de leyenda como
Kawiti, José Olaya, Mariano de los Santos y millares más,
posee excelsas virtudes guerreras.
El brazo de hierro y la mirada de águila, la firmeza de
espíritu y el menosprecio de la muerte; qué sorpresa nos re-
servan en un porvenir quién sabe demasiado próximo.
Desde Tupaj Amaru y Pumakawa, el indio no ha dispara-
do el fusil en servicio de su propia causa.
Fue el autómata.
Ahora, este niño grande que tiene en sus manos el Arma,
este gigante infantil que es la raza, poseedora del fuego,
cuyo poder efectivo ya adivina, ¿seguirá disparando incons-
cientemente? El fusil —puesto en sus manos para defender
la vida y la propiedad del blanco— es el árbitro futuro.

La gran parada
—¿Son quince mil hombres?
—Quizá, pasan de veinte mil.
93 LUIS E. VALCÁRCEL

—¡Formidable! Todos visten sus flamantes uniformes de


“boy-scouts”.
—Que ellos mismos han fabricado, desde la tela y los co-
rreajes.
—Y observe usted la marcialidad, la increíble desenvol-
tura; no parecen los mismos indios humildes y agachados a
quienes tantas veces dio usted de puntapiés.
Y usted también, amigo mío. ¿Quién, entre nosotros, des-
de niño, no ha tratado así, al pongo, y después al yanacona?
—Es verdad. Mire usted, esto es grave: los indios de este
ejército fuera del ejército marchan con insolencia. Fíjese en
aquel que manda esa compañía. Qué arrogancia. Parece
mentira lo que estamos viendo.
—Sí, es un despertar increíble. En pocos años, de esclavo
a indio pasa violentamente a hombre libre.
—¡Cuidado! Hay mucho que temer de este brusco cambio.
Pueden tomarse un desquite trágico.
—Calle usted, por Dios. Qué sería de nosotros si estos
millares de hombres se dan cuenta de todos los agravios re-
cibidos.
—Pero, no sea usted ingenuo, ¿se le ocurre que estas gen-
tes viven en la inconciencia? No, señor. Han vivido hasta
aquí inermes, impotentes, devorando su cólera, su odio al
blanco. Mas, en cuanto puedan, cuando dispongan de la
fuerza...
—¡Oiga! Se rigen los escuadrones por toques de corneta.
Mire bien, como hay uniformidad admirable en todos los
movimientos. Se quedan muy atrás nuestros soldados. ¿Có-
mo se explica usted este fenómeno, si nuestros soldados son
también indios?
TEMPESTAD EN LOS ANDES 94

—Muy sencillamente. El ejército nacional se constituye


por coacción. Sigue siendo el reclutamiento la forma usual
de llenar los cuarteles; una verdadera cacería de indios.
Este ejército netamente indio se está creando por convic-
ción. Vea la diferencia. Bueno. Ha terminado el desfile; ¿dis-
tingue usted?. En el atrio de la plaza se ha destacado un
grupo, de ese grupo sale un indio, ¿lo ve usted?
—Sí, parece que va a hablar a sus huestes. Vamos allá.
______________
La plaza mayor de Puno y las calles que a ella desembo-
can están totalmente ocupadas por veinticinco mil indí-
genas de Chucuito y provincias vecinas que, bajo estricta
disciplina militar, constituyen las brigadas de exploradores
indios, en buena cuenta un verdadero ejército, con su estado
mayor, sus jefes y oficiales, todos de la raza.
Al finalizar la parada y el desfile, el comandante general
de las divisiones de boy-scouts lanzó su proclama.
______________
—¿Ha oído usted?
—Grave, grave. Esto va terminar en saqueo. Vámonos.
Yo temo por mi familia. Puede haber algo. Seamos pruden-
tes.
—¡Qué atrocidad! No oí jamás tantas insolencias. Con
qué desprecio nos ha tratado a los blancos. ¡Qué ya no hay
amos ni esclavos! Que la propiedad es de todos. Puro socia-
lismo, comunismo, bolcheviquismo. Estamos al borde de
una sima.
—Y no habrá salvación. Apure usted el paso. Lo perdere-
mos todo. Los bienes que nos dejaron nuestros padres, que
nos cuestan dinero, que hemos trabajado toda la vida.
95 LUIS E. VALCÁRCEL

—Eso es lo de menos. Si pudiéramos salvar el pellejo.


______________
A los toques de corneta, se ha puesto en marcha, en per-
fecto orden, el numeroso ejército indio. Al llegar a las afue-
ras de la ciudad, se ha dividido en batallones, y cada uno to-
mó el rumbo de sus ayllus. Se da la orden ya en la planicie
inmensa.

Coca, alcohol, carne


Los Nuevos Indios son abstemios.
Desarraigaron su inclinación a los tóxicos; ya no tiraniza
el vicio alcoholista, poderoso aliado del opresor. Retornan a
su viejo régimen vegetariano sus fuertes potajes a base de
cereales y cal viva y suprimen la carne. No se anestesian
más con la trocha sagrada del trópico; el alcaloide desapare-
ce dé uso diario. Las hojas de coca se emplean sólo para sus
ritos mágicos, para sus aplicaciones farmacópeas.
El atiborramiento bestial, característico de los festines
religiosos, fue desterrado con las creencias de toda índole.
El indio abstemio es un ejemplo.
Es la primera victoria del indio vencedor de sí mismo.
Superándose en esta lucha contra el monstruo secular,
contra la hidra alcoholista, el hombre de los Andes da la
medida de su Voluntad de Poder. Como se emancipó de sus
vicios tiránicos, mañana se librará del yugo blanco.
Insensibilizábale el alcaloide. La raza se anestesió con
cinco siglos de excesos cocainistas. El explotador pudo ma-
niobrar a su antojo; qué resistencia iba encontrar en el
cuerpo laxo y en el espíritu aletargado del hombre de las
TEMPESTAD EN LOS ANDES 96

sierras. El cultivo de la coca y su venta en gran escala fue-


ron la sistemática neutralización de la conciencia india.
El alcohol completó la obra. Puestos los veneren la mano
del aborigen oprimido, éste buscó su liberación en los paraí-
sos artificiales. Huyó de la realidad dolorosa por los cami-
nos del embotamiento y la idiotización.
Cinco siglos que el blanco persiguió tenazmente el suici-
dio espiritual de esta gran raza.
No triunfa perdurablemente el mal. De la noche tenebro-
sa de la inconciencia emergen a la luz los Nuevos Indios
abstemios.

Indios electores
Los indios de Moho y Platería que saben leer y escribir
que están inscritos en el registro militar, son, en una pala-
bra, ciudadanos, tienen en sus manos la victoria del sufra-
gio en la capital de Puno.
Pueden elegir su diputado por inmensa mayoría. Un di-
putado netamente indio.
De modo que, bajo la garantía de una ley electoral verda-
dera, un candidato "caballero" sería derrotado por un candi-
dato “sirviente”.
La proporción de electores indios es de más de doble del
total de votantes blancos y mestizos. Pronto, en otras pro-
vincias de la meseta, crecen considerablemente el porcenta-
je de “ciudadanos” indígenas.
97 LUIS E. VALCÁRCEL

En una organización minimalista, por el sufragio univer-


sal, a la vuelta de veinte años, podría constituirse la Demo-
cracia India. Hacia esa meta evolucionamos.
Sólo que el renacimiento inkano se da prisa.

Los indios artistas


Milenaria aptitud la de los indios artistas. De sus manos
demiurgas salieron la maravilla de su arquitectura. Y el mi-
lagro de sus tejidos. Con el mismo genio me dominó la dure-
za granítica, fabricaron la malla invisible de sus kumpis. El
oro y la plata, las piedras, tomaron las más caprichosas y
bellas formas, gracias a la destreza de orfebres y glípticos.
Poderosos intuitivos, plásticos insustituibles, alarifes
únicos, a ellos debió su ser el arte virreinal esplendoroso.
Desde las altas naves catedralicias y los coros y púlpitos de
cedro tallado, hasta las custodias escamadas de pedrería y
finos esmaltes y la vajilla magnífica del culto católico, las
esculturas policromadas y los grandes lienzos murales, el
buril, el pincel, el martillo, el cincel fueron manejados dies-
tramente por los indios artistas. Hermosearon los palacios y
los templos con sus manos privilegiadas, y la fama de sus
obras paseó por las colonias y la metrópoli.
Después, el decaimiento, la muerte de los indios artistas,
para que surgieran sólo los indios labradores, los indios car-
gueros, los indios sirvientes.
Renazca la milenaria aptitud. Vuelvan a florecer las ar-
tes populares: otra vez el indio artista produzca la belleza e
indianice cuanto a sus manos tocan.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 98

La rebeldía ortográfica
Basta ya de sujeción al yugo de la gramática española se
han dicho los idiomas vernáculos.
Sí, guerra a las letras opresoras: a la b y a la v, a la d y a
la z, que no usaron jamás; afuera la c bastarda y la x exóti-
ca y la g decadente y femenina, y la q equívoca, ambigua.
Vengan la K varonil y la W de las selvas germánicas y
los desiertos egipcios y las llanuras tártaras. Usemos la j de
los árabes análogos.
Inscribamos Inka y no inca: la nueva grafía será el sím-
bolo de la emancipación. El keswa libre del tutelaje escritu-
rario que le impusieron sus dominadores.
El keswa en la simpática amistad y vinculación fonográ-
fica de los idiomas símiles.
Reaprendamos a escribir los nombres adulterados. las to-
ponimias corrompidas. Kosko y no Cuzco, Wirakocha y no
Viracocha, Paukartampu y no Paucartambo, Kochapampa y
no Cochabamba, Kawiti y no Cahuide, Atau Wallpa y no
Atahualpa, Kunturi y no Condori, Kespe y no Quispe, mit-
majkuna y no mitimaes, yunkas y no yungas...
Limpiemos el keswa de escrecencias hispánicas, purifi-
quemos la lengua de nuestros padres inmarcesibles los Hi-
jos del Sol: que brille su áurea, pulida armazón, recubierta
por cinco siglos de mugre esclavista. Impongamos el léxico
andino: que el orgulloso usurpador adopte las voces sin
equivalencia. Que la vieja Academia de Madrid reconozca,
vencida, la fuerza del andinismo filológico.
Rompamos el último eslabón de la cadena, aunque giman
los nostálgicos del yugo, los españolistas a ultranza que sus-
piran por el Siglo de Oro Castellano, y rinden fanático culto
99 LUIS E. VALCÁRCEL

a Calderón de la Barca, Tirso de Molina, Lope de Vega, con


la reverente actitud de los siervos coloniales.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 100
101 LUIS E. VALCÁRCEL

IDEARIO
TEMPESTAD EN LOS ANDES 102

Ideario
De los Andes irradiará otra vez la cultura.
El andinismo es mucho más que una bandera política; es,
sobre todo, una doctrina plena de mística religión. Sólo con
la fe de los iniciados, con el ardor de sus prosélitos, el andi-
nismo surgirá para encerrar en su órbita todo lo que los An-
des dominan desde su altitud majestuosa.
__________
De los Andes tienen que nacer, como nacen los ríos, las
corrientes de renovación que transformen al Perú.
El indio es el único trabajador en el Perú, desde hace
diez mil años. Levantó con sus manos la fortaleza gigantes-
ca de Sajsawaman, la ciudad sagrada del inka, los templos
y los palacios inkaicos, los grandes caminos continentales,
la canalización de los ríos, la captación de las aguas, los co-
losales acueductos, las terrazas innúmeras, las subterrá-
neas galerías, las urbes colosales con sus moles catedrali-
cias y sus conventos de magníficos claustros, los puentes,
las fábricas, los ferrocarriles, las obras portuarias, las insta-
laciones internales de las minas profundas y multimilloná-
rias.
El indio lo hizo todo, mientras holgaba el mestizo y el
blanco entregábase a los placeres.
En la sangre india están aún todas sus virtudes milena-
rias.
_________
103 LUIS E. VALCÁRCEL

Somos dueños de una de las más hermosas regiones del


globo; la sierra y la montaña prodigan su belleza, como si no
fuese bastante con la utilidad de sus pocos y múltiples pro-
ductos, de todos los climas.
________
Podemos vivir en abundancia y bienestar. No nos tortu-
ran abismantes inquietudes. La tierra exede prolífica y ma-
ternal, a nuestras necesidades presentes y futuras.
________
El virus moderno del parasitismo elegante penetra al Pe-
rú por la puerta abierta de su capital europeizada.
_________
Hay que oponer a la suicida tendencia de la vida muelle
la ley universal del trabajo, instituida como uno de los fun-
damentos de la grandeza inkaica.
_________
El andinismo es el amor. a la tierra, al sol, al río, a la
montaña. Es el puro sentimiento de la naturaleza. Es la glo-
ria del trabajo que todo lo vence. Es el derecho a la vida so-
segada y sencilla. Es la obligación de hacer el bien, de partir
el pan con el hermano. Es la comunidad en la riqueza y el
bienestar.
Es la santa fraternidad de todos los hombres, sin desi-
gualdades, sin injusticias.
El andinismo es la promesa de la moralidad colectiva y
personal, la poderosa, la omnipotente religión contra la po-
dredumbre de todos los vicios que van perdiendo a nuestro
país.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 104

Proclama el andinismo su vuelta a la pureza primitiva,


al candor de las almas campesinas. Andinismo es agraris-
mo: es retorno de los hijos pródigos al trabajo honesto y ben-
dito bajo el gran cielo: es la purificación por el contacto con
la tierra que labraron con sus manos nuestros viejos abue-
los los Incas.
Sólo una gran virtud personal; un titánico esfuerzo de
moralidad puede salvarnos.
___________
Sabemos ya por la sociología relativista, que en el mundo
se han desarrollado, como grandes organismos, las culturas
sometidas a las leyes generales de la vida: nacimiento, de-
sarrollo y muerte.
Son las culturas seres específicos plasmads con sus ca-
racteres propios e inconfundibles. Como los astros en el cos-
mos, las culturas en el mundo espiritual son las creaciones
máximas de cuya energía se nutren pueblos e individuos.
Cada personalidad, cada grupo, nace dentro una cultura
y sólo puede vivir dentro de ella, como el pez en el agua.
Esta relación universal entre el ser vivo y la naturaleza que
le rodea se resuelve con el problema de la cultura. Vamos
por la tierra con nuestro propio mundo a cuestas; conoce-
mos, pensamos, sentimos según el conocer, el pensar y el
sentir de la propia cultura. No existe el Hombre abstracto,
no ha vivido nunca el ente de razón que ha creado el absolu-
tismo filosófico.
Somos hijos, es decir, herederos de un ser que la natura-
leza y la cultura han formado. La generación espontánea, la
mutación, la vida sin historia repugnan, después, a nuestra
mente.
105 LUIS E. VALCÁRCEL

La cultura inkaica es un organismo original. Aparece en


el mundo precolombino con todos los caracteres de los subli-
mes productos de este connubio perpetuamente renovado
entre la Tierra y el Hombre.
Aislada de los otros continentes, se desenvolvió por un
proceso autogenético, nutriéndose por sí sola, sin recibir in-
fluencias de otras razas o grupos. Llegó al esplendor y la
grandeza, con una vitalidad y lozanía de que sólo son capa-
ces las culturas que no han roto el cordón umbilical que las
une a la Tierra.
Los Andes son la inagotable fuente de vitalidad para la
cultura del Perú. No perdieron los inkas ni los indios de hoy
han perdido su engarce telúrico. Conviven con la montaña y
con el río, prolongan su sociabilidad a lo infrahumano y se
confunden en la nebulosa panteísta, con cuanto les rodea.
__________
Los hombres que rasgaron el misterio del océano, rom-
piendo los límites del mundo conocido, al descubrir el país
de las doradas leyendas, irrumpieron por entre la multitud
atónita de Cajamarca y el Cuzco impelidos por la hidrópica
sed de las riquezas metálicas.
Centauros veloces transmontaron la cordillera, vadearon
el río, se perdieron en la inmensidad del desierto o en el la-
berinto de la selva, poseídos de tina fiebre devoradora de
enriquecimiento. Eran los hampones, los arruinados hidal-
gos harapientos, los capitanes ambiciosos arrojados de Es-
paña empobrecida hacia las rutas tentadoras de El Dorado
y Cipango. Pizarro trazó su destino y sintetizó el móvil de
su empresa en la línea que marcara con su espada.
Marchaban al Perú a ser ricos.
___________
TEMPESTAD EN LOS ANDES 106

Los audaces aventureros que se arriesgan por las encru-


cijadas o se juegan el sol por salir, tórnanse tranquilos te-
rratenientes, señores encomenderos.
Todavía ha de requerir la espada su espíritu inquieto en
las correrías y batallas de las guerras civiles de Almagros y
Pizarros; pero han detenido ya su inicial impulso. Cuelga la
lanza el caballero, y asturiano o el vasco se arma del arado
y enseña a roturar la tierra purificadora por los métodos de
otra cultura. Unce al buey. El caballo de combate tira el ca-
rro. Junto al maíz vernacular, luce sus doradas espigas el
trigo. Del espadón y la armadura férreos se ha hecho la he-
rramienta.
Evangeliza el encomendero. El sacerdote católico revela a
Dios. Siembra la simiente de la nueva fe en el alma sencilla
del idólatra solar. Las dogmas y el santoral se superponen
al animismo de estos campesinos que adoran la cumbre.
_________
La raza del Cid y don Pelayo mezcla su sangre a la san-
gre americana. A la violencia del asalto de los cantábricos
invasores, sucede la tranquila posesión de la mujer india.
Se han mezclado las culturas.
Nace del vientre de América un nuevo ser híbrido: no he-
reda las virtudes ancestrales sino los vicios y taras. El mes-
tizaje de las culturas no produce sino deformidades.
_________
La raza madre en los Andes supervive. Siguen alimen-
tándola como nodrizas gigantescas. Apagado el liminar
tawantinsuyu, como brillan aún sus resplandores con el
despojo humano, como brillan los últimos rayos del sol en
107 LUIS E. VALCÁRCEL

las altas cumbres. En la meseta andina, en la sierra del Pe-


rú, no ha muerto la gran cultura aborigen.
Pese a nuestra ingratitud, la madre amorosa, negada por
humilde, en el silencio y en el dolor de su inferioridad ver-
gonzante, sigue arrullándonos, como a hijos de sus entra-
ñas, con la cantinela que entonaron todas las madres desde
que vive el hombre en estos riscos.
Nació de vientre americano el hombre nuevo. Toda la in-
fluencia maternal de la cultura inkaica vive en nosotros.
Discurre misteriosamente en nuestro espíritu como la san-
gre que irriga nuestro cuerpo. Nos debemos a la Raza.
_________
El aventurero presuntuoso ·nos enseñó a despreciar al
indio. La mujer que le daba los hijos era su sierva. El repre-
sentaba la civilización: la cultura occidental, la España de
los Reyes Católicos, de los caballeros de cota y tizona. Para
él, trashumante hidalgüelo quizás analfabeto, la cultura de
la rueda, de las letras, del caballo y de la holganza, del trigo
y de la vid, de la moneda de oro y del comercio, de la guerra
sangrienta y del sombrío misticismo, no podía ser igual sino
superior a esta cultura de las casas de enormes monolitos,
del llama, del maíz, del Inka paternal y magnífico, del agra-
rismo plácido, de la heliolatría jocunda, de las conquistas ci-
vilizadoras y humanas y de la vida comunitaria sin ricos ni
pobres.
Quinientos años son necesarios —Y quizás aún más—
para que el hombre de la cultura occidental se dé cuenta de
que el mundo no es su sólo mundo; de que más allá de las
Columnas de Hércules o del archipiélago helénico, miles de
años antes que el orgulloso europeo hubo hombres y pueblos
capaces de un perfeccionamiento tan original, dentro de su
TEMPESTAD EN LOS ANDES 108

medio telúrico, que se bastaron a sí mismos sin tener nada


que envidiar ni aprender de otras gentes.
_________
Cuatro siglos de implacable destrucción de una raza.
Cuatro siglos que pugna el invasor blanco por desarraigar
una cultura. Nuestra historia es la tragedia de esta lucha.
El hombre de ultramar y el aboigen, en este duelo gigantes-
co, no cejan en su empeño de afirmar su ser, sin doblegarse
a la fatalidad del sino. Quiere el conquistador, en su loca
presunción, borrar todo el pasado de diez mil años de cultu-
ra indígena. Bajo la piqueta del destructor van cayendo,
una a una, las instituciones del viejo imperio. Los suntuosos
palacios, las estupendas fortalezas, los magníficos, templos
levantados por el Inka, en un glorioso afán de modernidad,
son derribados por el bárbaro vencedor. Con los últimos se-
ñores de Vilcabamba concluye la estirpe solar de los empe-
radores. Rueda del patíbulo la inocente cabeza del postrero
príncipe del Tawantinsuyu. ¡Mas, es en vano, del alma in-
dia no puede ser arrancada la esencia de su cultura!
_________
En la torpe desviación republicana, incapaz ·de compren-
der la realidad histórica, hemos ido mas allá del opresor es-
pañol. Los últimos vislumbres de autonomía, el simulacro
de las autoridades indias, la conservación de la propiedad
comunitaria, el refugio en lo ornamental de las fiestas en
que reaparecian aún las insignias del Inka vistiendo a algu-
nos de sus descendientes como un recordatorio de su gran-
deza, todo, todo ha desaparecido en nombre de una burles-
ca, sombríamente irónica igualdad. Mas ciegos, mas igno-
rantes que los colonizadores, borramos de una plumada las
sabias leyes protectoras del regnícola que en aquellos leja-
nos tiempos se dieron con un gran conocimiento de la vir-
109 LUIS E. VALCÁRCEL

tualidad jurídica. No ha habido emancipación para la raza


americana.
_________
El divorcio nacional en que vivimos, que acentúa de día
en día la incomprensión de la sede del gobierno, impide
afrontar la solución de los grandes problemas vitales como
el problema de la raza indiana. Los Andes constituyen una
muralla infranqueable para el legislador y el gobernante de
la Capital. De otro lado, son tan diversas las modalidades
de serranos y costeños que éstos no podrán darse cuenta
nunca de lo que es la vida en las serranías y de lo que signi-
fican los ideales de cuantos de ella participamos. Esta dis-
paridad sociológica viene desde muy atrás. El Cuzco y Lima
son, por la naturaleza de las cosas, dos focos opuestos de la
nacionalidad. El Cuzco representa la cultura madre, la he-
redada de los inkas milenarios. Lima es el anhelo de adap-
tación a la cultura europea. Y es que el Cuzco preexistía
cuando llegó el Conquistador y Lima fue creada por él, ex-
nihilo.
¿Cómo desde la capital va a comprenderse el conflicto se-
cular de las dos razas y las dos culturas que no ha perdido
su virulencia desde el día que el invasor puso sus plantas
en los riscos andinos?
¿Será capaz el espíritu europeizado, sin raigambre en la
tierra maternal, de enorgullecerse de una cultura que no le
alcanza?
¿Podría vivir en el mestizaje de otras razas exóticas el
gran amor que sólo nutre y mantiene la sangre de los hijos
del sol?
Sólo al Cuzco está reservado redimir al indio.
_________
TEMPESTAD EN LOS ANDES 110

La intelectualidad de las sierras ha emprendido la gran


cruzada indianizante. Bajan de los Andes los arroyos purifi-
cadores que mañana serán los Amazonas soberbios de la
Nueva Edad Americana. Crece el orgullo de sentirnos here-
deros de una gran cultura original, y de un extremo a otro
del continente se mueven los precursores para proclamar la
emancipación del Espíritu Colombino. En Buenos Aires se
saluda con el fervor de los fanáticos prosélitos de un culto
vital el advenimiento del Arte Inkaico. Y desde Montevideo
hasta Nueva York se deslizan las ondas sonoras del Himno
del Sol.
El día que todas las conciencias sientan nacer el orgullo
de ser de esta madre sublime —la raza— que aguarda lar-
gos siglos la hora de su rehabilitación, habrá desaparecido
el problema indígena.
Los indios, señores de la tierra, elevados a nuestros ojos
por la vivificación de la vieja cultura, volverán al hogar co-
mún como el hermano injustamente despreciado y preterido
que reocupa su sitio, impuesto su derecho de vástago legíti-
mo.
_________
Ilusión perniciosa, engaño interesado pensar que el indio
puede redimirse por una ley o unos cuantos decretos. No es
la obra de un hombre m de una generación.
Sólo un gran amor fraternal, comprensivo, uno de esos
amores que arrancan de la génesis de la especie y son el gri-
to de la sangre, tendrá el poder de Salvar al Perú, dignifi-
cando al indio.
111 LUIS E. VALCÁRCEL

El Perú, pueblo de indios


Un periodista yanqui ha afirmado, ante el escándalo de
muchos, que el Perú es un pueblo de indios y que esa consi-
deración ha influido en el ánimo del presidente Coolidge
para negarle Justicia en su controversia con Chile.
Y ha dicho bien el periodista yanqui. El Perú es un pue-
blo de indios. El Perú es el Inkario, cuatrocientos años des-
pués de la conquista española. Dos tercios de su población
pertenecen a las razas regnícolas; siguen hablando los idio-
mas vernaculares.
Para esos cuatro millones de peruanos, sigue siendo el
Hombre Blanco un usurpador, un opresor, un ente extraño
y extravagante.
El Hombre Blanco, en buena cuenta, no ha sustituido al
indígena sino a una clase social inkaica. A los que manda-
ban, a los que dominaban. El Monarca Español heredó al
Monarca Indio, le sucedió en el derecho de gobernar y en el
de la propiedad de las tierras "del Inka". La Iglesia se apo-
deró de las tierras "del sol". De muchas tierras públicas y
privadas salió el repartimiento. Al curaca reemplazó el en-
comendero, el terranetiente, el gamonal. El Hombre Blanco
sustituyó, pues, a los inkas, es decir, a la nobleza del impe-
rio.
El pueblo siguió siendo netamente americano.
El Hombre Blanco construyó la Ciudad a la española,
unas veces sobre las ruinas de la urbe inkaica, como el Cuz-
co, otras veces no: la ciudad salió de la nada, aunque la
"mano de obra" fuera siempre india. Lima, Arequipa, Truji-
llo, Piura, fueron surgindo por mandato del español domi-
nador, pero por esfuerzo del regnícola.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 112

Mas, el Perú esencial, el Perú invariable no fue, no pudo


ser nunca sino indio. De un cabo a otro del territorio, eriza-
do está el mapa de toponimias keswas, aymaras, mochicas,
pukinas. Ciudades, aldeas, ventorros, haciendas, heredades,
simples parcelas, montañas, ríos, valles, lagunas, todo está
bautizado por la Raza. En vano el esfueerzo de llamar Grau
a Cotabambas o Espinar a los distritos altos de Kanas o
Melgar a Ayaviri. En vano suavizar la ruda fonética de los
ásperos apellidos o, absurdo descastamiento, traducirlos al-
gunas veces al español. Los Kispes y los Waman, los Kondo-
ri y los Changanaki, los Ch'ekas y los Chok'ewanka están
denunciando la verdad inmarcesible: el Perú es indio y lo
será mientras haya cuatro millones de hombres que así lo
sientan, y mientras haya una brizna de ambiente andino,
saturado de las leyendas de cien siglos...
¡El Perú es indio!
Precisan cuántos siglos para darse cuenta de este hecho
primordial. Ha sido necesaria una evolución profunda en el
pensamiento para que haya quien se atreva a proclamarlo
así. Que esta verdad como un rayo andino fuera capaz de
rasgar la áspera atmósfera de engaño en que vivíamos.
Todos contribuyeron al galeotismo de apellidar al Perú
pueblo moderno, pueblo blanco, pueblo europeo. Inclusive
los indios que lograban redimirse de su inferioridad social,
negando su origen, aunque el rostro los desmintiera. Se te-
nía vergüenza de ser indio, como se tiene vergüenza de ser
esclavo.
Era legítimo el anhelo del agricultor o del pastor indí-
gena: que sus hijos adquirieran la posibilidad de no ser es-
clavos. Había que enriquecerlos, había que educarlos a la
española, había que vestirlos como caballeros. Gutiérrez,
Rodríguez o Meléndez apellidaría el hijo de Juan Waman y
113 LUIS E. VALCÁRCEL

Petrona Kispe. Sería doctor y viviría en la ciudad, dueño de


una casa y de una hacienda. Llegaría a ser diputado, a mi-
nistro, a vocal. Maldito si se acordaría más de Juan Waman
y Petrona Kispe. Si algunas veces los infelices intentaran
llamarle “su hijo”, qué ofensa para “el doctor”…
He aquí la tremenda tragedia silenciosa de que ha sido
teatro el Perú durante cuatrocientos años, sólo por negar
esta verdad cardinal: que el Perú es un pueblo de indios.
Pero, aclamada la gran verdad, dignificado El Indio, se-
ñor de la tierra, creación del Ande, granítico símbolo de una
cultura inmortal, los Kispe y los Waman tendrán a orgull
firmar así, ya no será un baldón para el doctor Crisanto
Condori que sus viejos padres —que por él se sacrificaron—
le sigan amando como a retoño de la raza, con el mismo can-
dor que cuando Crisantucha pastaba las ovejitas en el cerro
del ayllu.
Hay que medir y sopesar la trascendencia de este descu-
brimiento sensacional, de esta invención feliz de que el Perú
es un pueblo de indios. Significa este hecho la rehabilitación
de la mayoría de los pobladores del país. Significa su eman-
cipación verdadera de la esclavitud en que yace. Significa —
sobre todo y ante todo— que ha nacido la conciencia nacio-
nal, que ya el Perú no es un pueblo caótico y sin rumbo.
Sabiéndose el Perú un pueblo de indios, está trazada la
ruta que debe seguir. La gran luz que proyecta su propia
verdad no ha de menester de extrañas y débiles linternas.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 114

Costa y sierra
En una sociología freudiana, estas dos regiones del Perú
representarían dos sexos. Feminidad la costa, masculinismo
la sierra. Ya en el tiempo precolombino se habían marcado
los contrastes: gentes amigas de la holganza, de la vida
muelle, de los placeres viciosos, eran las del litoral, en tanto
que las andinas se distinguían por la rudeza de sus costum-
bres, su frugalidad y su espíritu bélico. Bien lo hacía notar
el fraile Las Casas, en su apologética historia.
En el período de la conquista, las hazañas de los bravos
aventureros se realizaban entre los riscos y los peñascales
de las tierras altas; del Cuzco salían todas las expediciones,
ya al Tucumán, ya a los desiertos de Atacama.
Existieron dos coloniajes: el coloniaje de Lima, pleno de
sibaritismos y refinamientos, con un acentuado perfume
versallesco —la Perricholi su símbolo— y el coloniaje del
Cuzco, austero hasta la adustez, varonil y laborioso. La co-
lonia costera. tiene su tradicionista y la crónica cortesana
de Ricardo Palma. La colonia serrana no está historiada.
El peninsular absorbió el barroquismo chimú-naska: tras
de las montañas fue americanizado virilmente el hijo de
Castilla. En las sierras, lo indio se impone: a las orillas del
mar, lo español.
Este "eterno femenino" de Lima tiene sus mejores pági-
nas en la historia republicana, desde los albores de la vida
libre.
San Martín se adormeció en sus brazos con laxitud ca-
puana, en tanto que Bolívar se vigorizaba en los fríos climas
de los campos serraniegos. En el Cuzco, el Libertador se
postró ante el solio de los Inkas: en Lima, el Libertador era
servido de rodillas. Lima fue dos veces violada por el inva-
115 LUIS E. VALCÁRCEL

sor extranjero, y su feminidad se exacerbó siempre en su di-


plomacia versátil; ningún vencedor osó acercarse al Cuzco,
y su masculidad se dejó sentir en la enhiesta actitud bélica
que le hizo —todo tiempo— temible.
Lima y la costa representan el aduar convertido en urbe,
frente a la soledad parámica de sus arenales. El Cuzco y la
sierra son la naturaleza, el ruralismo, lo perenne, lo inde-
sarraigable. Nada extraño que Lima sea extranjerista —
¡hispanófila!— imitadora de los exotismos, europeizada, y el
Cuzco, vernáculo, nacionalista, castizo, con un rancio orgu-
llo de legítima prosapia americana.
Lima se regocija cuando el huésped hiperboliza su femi-
nidad: “No hay mujer más bella en el mundo que la limeña”.
Al Cuzco le es grato el reconocimiento de su virilidad y de
su altivez. Lima tiene la nostalgia de sus virreyes donjua-
nescos, y el Cuzco la de sus austeros reyes, los Hijos del Sol.
Qué extraño que en Lima se pronuncie a cada instante el
ditirambo a la Madre España, con tierna emoción filial —
servil—, y en Cuzco no haya amenguado la hispanofobia de
cuatro siglos, viéndose en cada peninsular al verdugo de la
raza.
Teatro de la historia incaica es la sierra. En cada valleci-
to, en cada repliegue andino, en las planicies cordilleranas,
allí se desenvuelve el proceso histórico del Perú.
La sierra es la nacionalidad.
El Perú vive fuera de sí, extraño a su ser íntimo y verda-
dero, porque la sierra está supeditada por la ta, uncida a
Lima. Sólo de este modo se explica que ya República Unita-
ria Central, que predomine lo que no es autóctono, que go-
bierne y dicte las leyes una minoría extravagante sin nin-
TEMPESTAD EN LOS ANDES 116

gún vínculo ni afinidad con el Pueblo del Perú, con la raza


que creó la cultura por el esfuerzo milenario.
La monstruosa planta urbana crecerá en el litoral: exten-
derá sus tentáculos hasta el mar. Otra vez quien sabe Chan
Chan y Cajamarquilla reunirán en su seno millones de ciu-
dadanos. Y la civilización producirá sus frutos podridos, y
su flor de decadencia lucirá con los más lindos colores y el
perverso aroma exquisito embriagará.
Pero un día bajarán los hombres andinos como huestes
tamerlánicas. Los bárbaros —para este Bajo Imperio— es-
tán al otro lado de la cordillera. Ellos practicarán la necesa-
ria evulsión.
117 LUIS E. VALCÁRCEL

EL PROBLEMA INDÍGENA
TEMPESTAD EN LOS ANDES 118

Conferencia leída en la Universidad de


Arequipa el 22 de enero de 1927

Tras de las cuchillas del Ande, en pleno desierto, pasaron


los inkas este oasis. Ved la campiña: todo es placetería, an-
denes, campos de cultivo que el hombre armó. Aquí, como al
otro lado de las montañas, se contempla la obra titánica de
los Hijos del Sol. Y desde los nombres de sus nevados, Misti,
Pichupichu, Chachani, hasta los de sus ríos y lugares de re-
creación, Chile, Uchumayo, Yanahuara, Tingo, Paucarpata,
el keswa dejó en sus voces la huella que los siglos no bo-
rran.
Arequipa es una avanzada del espíritu andino sobre el
mar. El inka insufló su aliento a la tierra; fecundáronla los
Andes con el cristalino caudal de sus aguas, y, mientras lle-
gan hasta aquí las quemantes arenas de la oceánica playa,
bajan de las cumbres las frescas brisas.
Arequipa es el eslabón de costa y sierra. El Misti escruta
por igual los riscos y las dunas.
_________
El mestizo arequipeño es un tipo racial de excelencia. En
esta región del país dio la sangre mezclada de conquistado-
res e indios el fruto escogido, aquí; en este espacio privile-
giado que la montaña disputa al desierto.
119 LUIS E. VALCÁRCEL

El hombre de la Pampa posee cualidades primarias; une


a su fortaleza física grande sanidad espiritual.
Sobrio y resistente como el inka, enérgico trotamundos
como el aventurero español, su inquietud le lleva a todas las
latitudes; se adapta a los medios hostiles y, por su discipli-
na en el trabajo, por su ánimo optimista, por su firme reso-
lución, triunfa y domina, en las rudas labores manuales, en
el comercio y la industria. La estrecha campiña le enseñó a
ser pragmático. Le grabó también indeleblemente su inkais-
mo.
En el humilde rancho —igual en todo a la chujlla cordi-
llerina— el mestizo arequipeño, después del yantar tradi-
cional —el uchu y el ajka de los viejos peruanos— expresan
en su inúsica la saudade inefable, la dulce ansia nostálgica
por los vallecitos serraniegos, de los que salieron sus ante-
pasados, los primeros pobladores tan remotos.
Las cuerdas de la guitarra vibran quedamente: es el
mensaje milenario del mitmak (el mitimae), el doliente eco
de los ayllus trasportados del paisaje materno a las tierras
nuevas.
No sacrifica su modo de ser, este mestizo, ante las exi-
gencias del medio extraño: en la pampa salitrera, en la
mina glacial, en el "puesto amazónico", lo impondrá enérgi-
camente. Desde el detalle culinario del rokoto hasta el yara-
ví de las veladas íntimas.
Y llevó el impulso asociativo, el sinequismo que es ejem-
plar en las colectividades arequipeñas fuera del terruño.
¿No lo identifican con el hombre de comunidad que es el
hombre del inkanato?
En la fabla popular tan sabrosa, cuántos términos
keswas involucrados,· kechuismos ahora con título propio
TEMPESTAD EN LOS ANDES 120

en el léxico español. Supersticiones, magia (hechicería, bru-


jería), medicina casera, leyendas y consejas, cantos y cuen-
tos, arte de guisar, todo lo que Keyserling halla intransferi-
ble, es de raíz india. Por encima de la mixtificación, bajo la
cáscara europea, civilizada, el genius loci, genio de la mon-
taña, es todopoderoso en los vastos dominios de la subcon-
ciencia.
El mestizo arequipeño ha heredado las sobresalientes
cualidades indígenas y las conserva mejor en mucha parte
por que ignora su procedencia. (¿Oh el prejuicio, oh la re-
pugnancia indiófobas). Vida vernácula, pegada a la tierra,
con matrices originales, la de la sociedad arequipeña. Sus
llamados defectos resultan virtudes.
A los ojos del europeizante, la resistencia misoneísta los
hábitos y las costumbres inmemoriales de este pueblo, apa-
recen reprensibles. Para quienes queremos un Perú muy pe-
ruano, ese apego a lo propio que es alta moralidad en la
vida privada, amor de familia, práctica de los usos invetera-
dos, posee un valor excepcional es la legítima defensa de la
personalidad contra el asallamiento progresista, civilizado,
europeo. Defendemos nuestra vitalidad de la inoculación del
virus de decadencia que se importa del occidente. (Ya lo dijo
Ortega y Gasset, toda civilización recibida es fácilmente
mortal para quien la recibe, porque la civilización —a dife-
rencia de la cultura— es un conjunto de técnicas mecaniza-
das, de excitaciones artificiales, de lujos o luxuria que se va
formando por decantación en la vida de un pueblo).
Partícipe Arequipa ae la grandeza andina —ahí tenéis
sus cumbres nevadas, los Apus y los Aukis centinelas— vive
con los caminos abiertos al mar. lnterfiere recibe y trasmite
el clamor del océano y de la montaña, la voz de las tierras
lejanas, la voz de las tierras nuestras. Arequipa tiende los
121 LUIS E. VALCÁRCEL

brazos al firme apoyo de la cordillera, porque sabe que es


inseguro el desierto.
El papel ambivalente que tocará a Arequipa en el futuro
debe hacerse conciencia profunda en la juventud que escu-
cha. En Sudperú, en esta hora de compulsación de fuerzas,
correspóndele una acción principal. Bajo la égida del Misti
simbólico, a plena luz, hará posible, con su intervención
conciliadora, un entendimiento entre los hombres de la cos-
ta y de la sierra. En Arequipa se firmará el "Covenat" que
consolide la unidad política, la convivencia de armonía de
los elementos disímiles de estas dos grandes regiones del
país.
Arequipa deberá ser un oasis espiritual, un remanso de
las encontradas corrientes indianista y europeizante, y un
refugio a donde vengamos a buscar quietud y paz. Posee
atractivos físicos insuperables —oh sortilegio de belleza y
salud. Dotadla, jóvenes maestros y estudiantes, del ambien-
te cultural que a su carácter corresponde.
Mientras en las ciudades vivimos entregados a las pe-
quenas luchas por el interés y el predominio individuales,
en la Sierra del Perú se incuba un nuevo estado social.
En Puno y Cuzco la masa indígena antropopiteca read-
quiere espíritu. Un vivo anhelo de educación parte de los
ayllus. Los padres llevan a sus hijos a la escuela, y los hui-
dizos pastorzuelos se han transformado en puntuales alum-
nos. De largas distancias —no importa los cerros que hay
que trepar ni los ríos y obstáculos que vencer—, vienen a
instruirse los jóvenes indios. Hay avidez. ¿Obedece al plan
de hacer también suyos los instrumentos de esclavización
que hoy monopolizan blancos y mestizos? Sí, quieren ellos
libertarse de la ignorancia que los mantiene en inferioridad.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 122

La avalancha ha comenzado. Rebasan las casas-escuelas


de discípulos y el preceptor se malhumora acostumbrado
como estaba a llenar el expediente con media docena de
mesticillos sus alumnos.
Los latifundios se arruinan. Atraviesa por grave crisis el
feudalismo cuzqueño. A la gesta trágica de las mutuas vio-
lencias —masacres y vendetas horribles— ha seguido una
sorda y tenaz lucha. El indio no ataca. Se cruza de brazos.
Adoptó la táctica hindú de la·no-cooperación. Gandhi
transmite su mensaje desde el Himalaya y en las cresterías
andinas halla su receptor altoparlante.
Las tierras yermas, sin cultivo; los rebaños, dispersos,
abandonados; los acueductos, sin agua, destruyéndose; de-
rribadas las cercas. Sobre planicies y praderas amarillentas
—las que ayer verdeaban sonreídas por el Agua y el buen
Padre Sol— pasa una sombra densa de muerte y misterio.
El indio se remontó a las punas; herboriza ascéticamen-
te. No trabaja. Prefiere el hambre a la explotación de que
piensa liberarse.
La hacienda no produce.
Es la huelga general del proletariado andino.
¿Qué hacer? Se exaspera el opresor vesánico. Carece aho-
ra del pretexto del levantamiento, de la sublevación indí-
gena. Nadie asoma por el caserío. El ulular de las multitu-
des enfurecidas se pierde en la lejanía confusa.
Es entonces que el cacique busca al indio en su hogar so-
segado y distante. La fuerza puesta a su servicio invade los
ayllus con ímpetu de Gengis Khan. Saqueo de las pobres
moradas, violación de las mujeres indefensas, maltrato
cruel de los niños, apresamiento y vejación de los ancianos,
123 LUIS E. VALCÁRCEL

deportación en masa de los adultos al infierno de las selvas,


triste sepultura del jesuitado.
Es en estas condicones de máxima opresión, de fracaso
irremediable de evangelizadores y humanitaristas, de Pa-
tronatos y Proindígenas, que aparece en el altiplano la secta
religiosa llamada el Adventismo del Sétimo Día (ignoro su
credo y no me interesa conocerlo).
Emprende la catequización de nuestros highlanders por
métodos nuevos. El indio de la meseta —desamparado de
Dios— encuentra en el preciso instante un amigo cordial en
el rubio misionero de Yanquilandia. Supieron los adventis-
tas —por caminos seguros— acercársele derechamente al
corazón. ¿Cuál fue su secreto? Igualdad. No le hablaron
como amos sino cual simples camaradas. (“Hermano John-
son. Hermano Condori”).
Y sus sentimientos fraternos —sinceros o no— se exterio-
rizan en formas palpables: asistencia, cooperación, educa-
ción, respeto mutuo, ambiente familiar en las relaciones co-
tidianas.
(Ved a este anglosajón montado en su motocicleta, tra-
gando las leguas de la planicie para conducir auxilios, médi-
cos a un enfermo, libros y folletos a los lectores vírgenes, fi-
guras y juguetes a los niños, herramientas al trabajador).
El adventista está ayudando al alumbramiento del nuevo
indio. Su asepsia se deja ver en la extirpación de los vicios
seculares: alcoholismo, cocainismo, servilismo. El hombre
que en la altipampa del Kollau representa hoy la·tradición
milenaria del Tiawanaku, posee hábitos higiénicos, viste de
americana, reside en limpias moradas, no bebe aguardiente
ni pijcha coca: es abstemio. Ha aprendido a mirar de frente,
a hablar con aplomo y a extender la mano en gesto amistoso
a cuantos favorece con su simpatía. Es un hombre.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 124

La obra adventista adquiere enorme proyecciones. La Es-


cuela Normal de Juliaca, el crecido número de escuelas y
maestros que sostiene, la organización en gran escala de
sus oficinas, todo revela que estamos en presencia de un po-
der social nuevo que no por negarlo deja de existir y que —
por lo contrario— debe ser atentamente examinado para co-
nocer sus métodos y denunciar sus peligros.
El despertar de millares de conciencias indias implica el
más grave problema que se haya presentado jamás en el Pe-
rú.
¿Cuáles son los propósitos que abriga el nuevo indio?
Porque no se trata ya de la involucración aislada de indivi-
duos aborígenes en el compacto mestizo europeo: es la masa
infrahumana —diez millones de indios en Perú, Bolivia y
Argentina— que torna a constituir grupos sociales conexos,
que busca la luz y descubre en la caverna interior el fuego
perdido de la conciencia racial.
¿Qué programa tiene formulado la vanguardia nativa del
movimiento pan-indianista? ¿Alguien lo sabe?
Nosotros —que sin ser indios predicamos un quinto
evangelio inkaísta— tampoco lo sabemos.
Algo se puede intuir.
Ante todo, los nuevos indios readquirirán rotundamente
su calidad de seres humanos; proclamarán sus derechos;
anudarán el hilo roto de su historia para restablecer las ins-
tituciones cardinales del Inkario.
Hay algo. Sí, es esa fuerza extensa y penetrante de la
que sale el desorden de los catachsmos Y el curso ordenado
y tiránico de la vida. Es esa fuerza —de que nos habla Bar-
busse— que dirige nuestros átomos y m maneja nuestros
brazos, sin que lo sepamos nosotros. Encarna ya en el agre-
125 LUIS E. VALCÁRCEL

gado humano de los Andes y ella los hace vibrar como una
tempestad que se avecina.
¿Qué resistencia oponerle?
El block de mestizo-europeo es minúsculo emerme. Las
gentes de color significan el décuplo y han monopolizado el
arma. Ya lo dije otra vez, el fusil es indio.
El autómata que hoy dispara contra sus hermanos de
raza dejará de serlo. ¿Y entonces?
Quién sabe de qué grupo de labriegos silenciosos, de tor-
vos pastores, surgirá el Espataco andino. Quién sabe si ya
vive, perdido aún, en el páramo puneno, en los roquedales
del Cuzco.
La dictadura indígena busca su Lenin.
Los que vivimos en el corazón de la sierra, poseemos el
privilegio de asistir al acto cosmogónico del nacimiento de
un mundo, como el viajero que contempla el sublime espec-
táculo de la tempestad en medio de la llanura azotada por
el rayo. Privilegio en el peligro.
En el Cuzco centro de la indianidad, los núcleos de la in-
teligencia están en guardia. La Escuela Cuzqueña —así la
ha bautizado Francisco García Calderón— hace bastante
tiempo que se organiza y disciplina. Sus actividades indiani-
zantes e indiófilas han traspuesto las fronteras para exten-
derse por la América que busca en los Andes una justifica-
ción de su existencia, como el hidalgo en su solar: Artistas y
escritores cuzqueños son acogidos con simpatía por los nú-
cleos americanistas y en las grandes publicaciones de In-
doamérica no sólo con curiosidad sino con interés profundo
son leídas sus producciones, comentadas sus obras.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 126

Los cuzqueños nos hemos dado, cuenta con oportunidad


de la inminencia de un próximo nuevo ciclo de cultura andi-
na.
Y —por qué no decirlo— nos asiste la fe viva en cierto pa-
pel providencial deparado al viejo solio de los inkas. Puede
ser para muchos censurable este orgullo cuzqueño de sentir-
se pueblo escogido; pero, tal sentimiento es tan fuerte que
nos compele a marchar juntos hacia un solo rumbo, como
impelidos por un soplo místico.
De aquí la sensación de fuerza y unidad que produce el
Cuzco a quienes observan los movimientos espirituales del
país en esta hora crítica.
¿Será presunción nuestra el intento de encauzar las for-
midables energías desplazadas por el mundo que nace de-
trás de las montañas?
Cuando la voz de la sensatez civilista —Francisco García
Calderón— auguraba, no hace mucho, que en el Perú el
elemento indígena adquirirá lentamente predominio, (aun-
que ese predominio lo explique nuestro pensador por la apli-
cación de la Ley de Gresham a la etnología), los ánades del
capitolio anunciaban un peligro que sólo se podría conjurar
—según la receta del mismo cuerdo publicista— por la cons-
titución de una oligarquía desinteresada y enérgica.
Había que preguntar: ¿una oligarquía formada por quié-
nes?
Si ha de ser la que en el Perú tanto hemos conocido, el
remedio que se señala es inocuo totalmente ineficaz.
La única élite posible, capaz de dirigir el movimiento an-
dinista, será integrada por elementos racial o espiritual-
mente afines al indio, identificados con él, pero con prepara-
ción amplísima, dé vastos horizontes y ánimo sereno y son-
127 LUIS E. VALCÁRCEL

risa estoica para afrontar todos los reveses, sin perder la


ruta en el laberinto de las ideologías.
Ese grupo selecto se incautará de la técnica europea para
resistir a la europeización y defender la indianidad. Él ven-
drá a ser el bautista de ideas que de nombre a las cosas y
luz a los ojos del monstruo ciego.
La indiada resurgente informe, como una nebulosa, con-
torneará su personalidad, bajo el cincel de verdaderos escul-
tores de pueblos. Admiremos la genialidad del artista que
llega, el nuevo Miguel Angel de este Moisés de la montaña.
Sólo dos alternativas tiene el advenimiento de la Raza
resurrecta; significará o la ciega destrucción, demoniaca lu-
cha de razas, o la evulsión creadora con término en el Pacto
o Contractus, estabilizador vital de todas las variedades
étnicas asentadas en el "habitat" peruano.
Los obreros intelectuales estamos obligados a buscar la
segunda solución.
¡Cuántos peligros trae consigo el deslumbramiento para
quien emerge "de la negrura mística, de los estadios primi-
tivos", en la que, por quinientos años, ha vivido la Raza de
los Andes!
De quienes la guíen depende el futuro.
Esta "alma grande que despierta" (la terminología spen-
gleriana en imprescindible), esta alma dotada de una de-
miúrgíca voluntad de cultura, ha menester del grupo de es-
cogidos que vive, siente, obra y sabe morir en nombre del
pueblo.
Aspiramos a constituir ese grupo.
___________
Nuestro evangelio se sintetiza en una sola palabra:
TEMPESTAD EN LOS ANDES 128

ANDINISMO
Es una expresión geográfica, toda vez que la raza existe
en tanto se arraiga en un trozo del planeta. (“Raza y paisaje
van juntos, y donde se halla el solar permanece también la
raza”).
Andinismo, expresión deportiva. Supera a alpinismo
como superan al Mt. Blanc el Waskaran y el Koropuna.
Andinismo, deporte de dioses. Anhelo de infinito, de exal-
tación constante.
Andinismo, agua purificadora, creadora, sangre de los
antepasados, aspiración vertical de la tierra. La vida y la
cultura germinaron en la planicie y en el valle andinos. ¡Ex
Oriente Lux!
(Absurdo enuncian cuantos dogmáticamente sostienen
que la cultura trepó a la meseta. ¡ Basta abrir los ojos para
pensar lo contrario! Hombres y formas culturales se despa-
rramaron —copa colmada— de la hoya del Titikaka, costa y
sierra abajo).
La doctrina andinista pretende ser un ensayo de ideolo-
gía aborigen. Se forma lentamente y a la larga indios o in-
diófilos nos entenderemos.
Se percibe ya la inquietud prolífica que va a crear el
apostolado. La suma de inauditas iniquidades contra el in-
dio colma toda medida. Ha llegado el turno de indignarse a
los indiferentes, a los timoratos, a los endurecidos.
La raza crucificada se transfigura. ¿Cuándo la resurrec-
ción no fue precedida del martirio y la muerte?
Y de este dolor de las lacerias, de las injusticias, brota,
como flor de cactus, el anhelo primaveral, el amor de la vida
nueva, del Resurgimiento, de la elevación a la luz, y al goce
129 LUIS E. VALCÁRCEL

inefable de los horizontes es ignorados. El que vivió una vez


vivirá siempre.
Como un vino añejo enardece esta savia y templa el alma
para el sacrificio.
Por Puno y Cuzco se desparraman los misioneros del an-
dinismo, con la fe mística de los perseguidos que buscan un
reino de justicia. En torno a ellos, reúnense labradores y
pastores: inquieren el anuncio profético. La esperanza ani-
da en sus corazones quebrantados por la opresión sin tre-
gua.
Los portadores de la Buena Nueva, como los discípulos
de Cristo, pasan por la prueba del dolor. Llenas están las
cárceles de estos que la justicia romana ha calificado delin-
cuentes por no ser conformistas con la sociedad y sus leyes.
Y en el Valle de la Muerte, en las posesiones insalubres del
Madre de Dios blanquean los huesos de las innúmeras vícti-
mas.
En esta situación de extrema violencia, en que el caci-
quismo juega su última carta, prevalido de todos los ele-
mentos necesarios para aplastar al indio y sus defensores,
es que se establece en el Cuzco el “Grupo Resurgimiento”,
comunidad fraterna de trabajadores manuales e intelectua-
les, maestros y estudiantes, artistas y escritores, indios y
mestizos en pie de absoluta igualdad, unimismados por el
ardor combativo, por el valor sereno de quienes no temen
las represalias sino que las esperan.
Nada conturba su ánimo, porque al ingresar a esta her-
mandad, renunciaron a todo escrúpulo cobarde.
Voluntariamente nos hemos impuesto misión tan ardua
como para purgar la culpa de las generaciones cómplíces en
la estrangulación en la Raza.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 130

La juventud y la intelectualidad del Cuzco están en su


puesto.
La gran cruzada pan indianista deberá extenderse con
idéntico fervor, por el circuito Sudperú-Bolivia-Argentina:
“todo lo que los Andes abarcan”.
Por ineluctable destino —imposición de la tierra, volun-
tad de los dioses— Sudperú mira hacia el Atlántico, nuestra
aguja de marcar señala el Plata. Del Cuzco, por encima del
Alto Perú, alzamos los brazos, listos a estrecharse con los
que se nos ofrecen cordiales desde la cosmópolis austral. La
disputa de.las comunicaciones rápidas para la República del
Altiplano beneficiará enormemente a Sudperú, aproximán-
donos a Bolivia, Brasil, Argentina, Uruguay y Chile.
Sudperú está llamado a la supremacía por múltiples cau-
sas. Tiene sobre las otras regiones la ventajas del espíritu
solidario que está creando una verdadera conciencia colecti-
va.
El gran bloque de los pueblos meridionales del Perú, es-
piritualmente unificado, inclinará la balanza en un futuro
que todos presentimos.
Otra vez, pasados dos mil años, el Lago de las Teogonías,
el Titikaka venerable, demiurgo animados de cielos y tie-
rras, reocupa su centricidad. Emergerán de sus orillas los
fundadores, los Waris gigantescos que llevarán el germen
de la cultura por todo el continente.
Como un imperativo recuerda el exégeta el apotegma
pindárico. “Llega a ser lo que eres”. Y Spinoza, filósofo de fi-
lósofos, dicta: “Persiste en ti mismo”.
El nuevo indio se ha descubierto a sí propio. ¿Quién si no
él resolverá su problema? ¿Quién si no él hallará el camino
que lo conduzca al mundo tenebroso de su conciencia mile-
131 LUIS E. VALCÁRCEL

naria? El problema indígena lo solucionará el indio. El kolla


y el mujik ruso, en opuestas zonas del planeta, no sólo coin-
ciden en su símbolo primario, la planicie.
Lugones, no el fascista sino el poeta, es decir, el vidente,
escribió, no hace mucho, estas palabras que dejo a vuestra
meditación.
“Todos los focos de la antigua iniciación han vuelto a en-
cenderse. La palabra, a la vez divina y fatal, ha cruzado
esta vez los mares; y desde los dominios siberianos que el
“shaman” evoca con epiléptico tamboril, hasta la piedra
misteriosamente sonreída de la Esfinge; desde la montaña
hindú donde impera el Gran Asesino, hasta los Señores de
Piedra de Tiawanaku, del Yucatán, la inquietud de los días
iniciales se erizan como una crin sobre el lomo de la tierra”.
_________
Wirakocha, el dios de las cumbres y las aguas, desciende,
otra vez, desde la altitud del Olimpo andino y a su paso los
Hombres de Piedra abandonan su enclavamiento milenario
y caminan, como el Lázaro católico. Su voz resuena en las
concavidades graníticas, como el trueno. Y la tierra tiembla.
Hombres de Piedra de este tiempo, despertemos.
No haya conciencia que no se estremezca de gozo espanto
cuando un mundo nace detrás de las montañas.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 132

¡ARRIBA LOS INDIOS!


Auscultaciones de los publicistas
133 LUIS E. VALCÁRCEL

De Franz Tamayo
Su tradición y su natural inclinación lo llaman a la tie-
rra. Será siempre un agricultor de buena voluntad, mucho
más si llega a conocer los modernos procedimientos. La for-
taleza de su cuerpo lo capacita para ser un excelente mine-
ro. Su gran sentido de régimen y disciplina, su profunda e
incomparable moralidad hacen del indio un soldado ideal,
probablemente como existe superior en Europa. Soldado,
minero, sembrador —esto es ya el indio, y lo es de manera
inmejorable, en cuanto pueda serlo alguien que lo ignora
todo, y de quien nadie cura sino para explotarle.
Después, ciertos tipos de hombres especiales… su resis-
tencia corporal y su paciencia nos darían excelentes explo-
radores; su sentido estricto de las realidades y su carencia
innegable de imaginación nos darían matemáticos de pri-
mer orden, constructores e ingenieros; su paciencia y su es-
píritu metódico —el indio es lo más admirablemente metó-
dico que existe en América— nos darían incomparables ma-
estros de escuela; su natural disciplinario y obediente nos
daría excelentes sargentos, lugartenientes y subjefes y más
tarde tal vez tácticos y capitanes; y más tarde aún, las gran-
des cualidades fundamentales de la raza, el propio dominio,
la suficiencia, la voluntad silenciosa indomable y cierta do-
sis de fatalidad superior que importa consigo toda cabeza
hegemónica y que posee el indio indiscutiblemente, harían
que éste nos dé hombres gobernantes y grandes patricios.
En este sentido, Santa Cruz es un verdadero representative
man de la raza.
______________
El alma india es un alma replegada y revertida sobre sí
misma.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 134

El indio está como cerrado, y si llega a dar nunca llega a


darse.
______________
Voluntad silenciosa y orgullosa de ser y quedarse lo que
se es y como se es.
No sólo es el cuerpo que persiste histórica y fisiológica-
mente hablando: también el hombre interior, la voluntad, la
intención, la acción humana por excelencia, persiste caracte-
rísticamente. El indio quiere con la misma constancia que
perdura.
Porque el indio, como todas las grandes razas, es un con-
servador, es decir, que en la congregación de la vida, se pre-
fiere a sí mismo y prefiere su propia ley de vida, a cuales-
quiera otras, teniendo como tiene una especie de noción su-
bconsciente de su verdadera superioridad.
______________
Desde el, momento que el indio aparece en la historia su
acción en toda forma es idéntica a sí misma. Una grande
unidad reina en su manera de ser y de obrar.
______________
El indio sabe pocas cosas, pero lo que sabe lo sabe mejor
que nadie.
Una extraña rigidez y una superior severidad han debido
ser siempre el fondo de la naturaleza interior del indio.
______________
Una comprensión recta y directa, incompleja y sana de
toda forma. Y de todo principio de causalidad, tal es la ca-
racterística del indio.
135 LUIS E. VALCÁRCEL

Lo que alcanza a ver lo ve llanamente, pero lo ve del


todo.
______________
El indio parace haber dejado siempre de lado todo lo que
en la inteligencia humana puede llegar a ser fuente de goce
mental o estético. Parece no ha concedido jamás una impor-
tancia excepcional y superior a las fuerzas mentales, de las
que se ha servido como de cualquier facultad humana, sin
predicción ni especialización. Pensar es útil cuando es nece-
sario, y basta.
______________
Buscad en el alma primitiva del indio algo de la simplici-
dad y grandeza romana, algo del espíritu tesóstrico; pero
nunca el histrionismo del gréculo decadente o de hedonismo
del muelle bizantino.
______________
El indio se basta. El indio vive por sí. La existencia indi-
vidual o colectiva demanda una suma permanente de cálcu-
lo y de acción; el indio la da de sí para sí. Tiene aunque en
un grado primitivo e ingenuo todo el esfuerzo combinado
que demanda la vida social organizada y constante: el indio
es constructor de su casa, labrador de su campo, tejedor de
su estofa y cortador de su propio traje; fabrica sus propios
utensilios, es mercader, industrial y viajero a la vez, concibe
lo que ejecuta, realiza lo que combina, y en el gran sentido
shakespeariano, es todo un hombre. Que el indio apacente o
pesque, sirva o gobierne, encontráis siempre la gran cuali-
dad de la raza: la suficiencia de sí mismo, la suficiencia que
en medio mismo de su depresión histórica, de su indignidad
social, de su pobreza, de su aislamiento, en medio del olvido
de los indiferentes, de la hostilidad del blanco, del precio de
TEMPESTAD EN LOS ANDES 136

los imbéciles,— la propia suficiencia que le hace autodidac-


to, autónomo y fuerte.

De Ricardo Rojas
...Los españoles hispanizaron al nativo; pero las Indias y
los Indios indianizaron al español. Penetraron los conquis-
tadores en los Imperios aborígenes; pero, tres siglos des-
pués, los pueblos de América expulsaron al conquistador.
______________
(Ley de Continuidad de la Tradición)
Atahualpa fue muerto, y el indio fue cristianizado en la
misión; o esclavizado en la encomienda. Pero aquella brusca
interrupción es sólo una apariencia de teatro, la ilusión de
un instante. El río de la tradición autóctona ha caído en un
abismo hacia el siglo XVI, pero seguirá su curso subterrá-
neo para reaparecer más tarde. Es un misterio de la intra-
historia popular, la que persiste, más esencial que la histo-
ria externa. Atahualpa ha muerto; pero resucitará en Túpac
Amaru a fines del siglo XVIII, y después de la independen-
cia, en el· proyecto de Belgrano para coronar a un descen-
diente del Inca.

De Arturo Capdevilla
(Los conquistadores) ... para imponer el respeto a la vida,
a la propiedad y a la mujer, no hallaron camino más corto
que matar, robar y fornicar. De todos sus mandamientos no
practicaban sino una vana santificación de las fiestas. Ve-
137 LUIS E. VALCÁRCEL

nían, cruzados de la caridad y crearían el mendigo; nuncios


de la fraternidad, y crearían al esclavo. Bien estaba el indio
con su Inca y con sus ídolos, afable aquél, benignos éstos.
Bien claro era su día y bien lograda la tarea cotidiana. Bien
tranquila era su noche y grande la paz del cielo. No se sabía
lo que fuese la miseria. La tierra pertenecía a todos por la
posesión del trabajo. lgnorábase qué cosa fuera un esclavo.
Allí no había sino hermanos en el alto nombre del Sol. El
cristianismo tuvo a su cargo el destino terrible de crear al
mismo tiempo esclavos y mendigos.
______________
¿Grecia se habrá perdido definitivamente? ¿Roma se ha-
brá perdido para siempre? ¿ Los antiguos pueblos no han de
vivir ya más que en la columna trunca o en el friso carcomi-
do? La multitud, entidad soberana de plazas y teatros, ¿qué
se hizo? La interior sustantividad, ¿a dónde está? ¿Disper-
sa, diseminada, como quien arroja siembras? No. El ideal de
algún modo se salva entero. No se le descuartiza en un re-
parto. Puede darse intacto a muchos. La muchedumbre que
mira al cielo, no se lo parcela: cada uno lo goza en su totali-
dad. Lo propio acontece con lo ideal. Hombres y pueblos no
son sino encarnaciones de ideales. Creo, pues, en el retorno
de todo ideal, en Grecia que vuelve, en Roma que vuelve, en
el oriente que puede volver. Lugones tiene derecho a decir:
"Os propongo argentinos, la civilización helénica". Nosotros,
por eso, afirmo, no venimos de indios ni de españoles, veni-
mos del fondo de nosotros mismos, estamos creándole nue-
vas posibilidades de realización a nuestra más recóndita ra-
zón de vivir. Somos acaso algo muy viejo que quiere comen-
zar otra vez; somos, acaso, una resurrección magnífica”.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 138

De Baltasar Brum
Soy hombre incapaz de hacer cosa alguna por mera cor-
tesía. Lo que no es concorde con mi sentimiento lo rechazo.
Tratándose de la Misión peruana que acaba de visitarnos,
soy uno de sus admiradores. Por que lo soy y muy grande,
de esa raza quechua, cuyos monumentos aprecié en mi gira
por el Perú. Y creo que en el esfuerzo de la misión, hay un
mérito digno de premiarse, no sólo por lo que revela y resu-
cita; sino por la reivindicación de un pueblo con quien los
conquistadores y el fanatismo han sido lastimosa y estúpi-
damente injustos... ¡Ojalá volviéramos a ser lo que fue el
Imperio de los Incas! Si yo fuese peruano, me sentiría el Es-
partaco de ese pueblo.

De Francisco García Calderón


"En el Perú, como en otras repúblicas, el elemento indí-
gena adquirirá lentamente predominio, y sólo una oligar-
quía desinteresada y enérgica puede presidir a esta trans-
formación sin que nos arruine la discordia, sin que perda-
mos ese privilegio de señorío y de aristocrático refinamiento
por el cual representamos en América, frente al cosmopoli-
tismo apresurado o a la división fanática, la mesura, la ar-
monía y la tradición".
______________
Las razas obedecen, como la moneda, a la ley de
Gresham: la especie inferior tiende fatalmente a supeditar
a la superior si ambas luchan por la supremacía.
______________
139 LUIS E. VALCÁRCEL

Donde se manifiesta la rivalidad, el Asia impera gracias


a la resistencia física de sus habitantes, a su tenacidad, a su
miserable "Standard of Living".

De Antonio Caso
“Comenzó entonces el grave problema de formar un pue-
blo de mestizos con dos grandes culturas profundamente di-
versas, sin puntos de contacto de ninguna especie en lo reli-
gioso ni en lo político…”.
______________
La democracia es imposible mientras persiste la hetero-
geneidad de los vencedores y de los vencidos, e los “criollos”
y de los “indios”; porque nada aparta tanto a un hombre de
otro como el sentimiento inconsciente, pero profundísimo
·de la diferencia de raza.
______________
El factor histórico y social preponderante en nuestra vida
colectiva es la raza.
Contra todos estos inconvenientes no tenemos sino la
obra lenta, muy lenta, de los cruzamientos consanguíneos, y
la otra rápida, como lo quiere nuestro deseo, de la educación
nacional.
______________
Somos, a la vez, varios ritmos históricos que marchan a
descompás.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 140

De Lord Bryce
La raza autóctona adquiere riquezas y conciencia de su
valor, y más tarde o más temprano tomará posesión del
país.

De Leopoldo Lugones
No existió un solo vínculo de amistad entre el indio y el
conquistador. Fue una animadversión de raza que los des-
cendientes siguieron abrigando.
______________
Víctima de la civilización moderna, desde el comienzo, el
indio continúa siendo en ella el conquistado. Nunca la ha
entendido ni le interesa. Por esto, vímoslo oponerle una in-
quebrantable resistencia pasiva o voluntad de conservarse
cuando le es posible, en el estado precolombino que le carac-
teriza con asombrosa persistencia.
______________
El indio no es sustancialmente inferior al blanco. Es, tan
solo, muy distinto.
______________
Todos los focos de la antigua iniciación han vuelto a en-
cenderse. La Palabra, a la vez divina y fatal, ha cruzado
esta vez los mares; y desde los demonios siberianos que el
“shaman” evoca con su epiléptico tamboril, hasta la piedra
misteriosamente sonreída de la Esfinge; desde la montaña
hindú donde impera el Grande Asesino, hasta los Señores
de Piedra de Tiahuanaco y del Yucatán, la inquietud de los
días iniciales se eriza como una crin sobre el lomo de la tie-
rra.
141 LUIS E. VALCÁRCEL

Lugones y un sabio peruano


Leopoldo Lugones, el polígrafo y poeta argentino, visitó
Lima en diciembre de 1924. Tuvo ocasión de auscultar el
pensamiento de algunos de los hombres representativos del
Perú. De una de estas y muy interesantes entrevistas se
ocupó en el artículo que aparece de la serie “Información del
Pacífico” en el gran rotativo del Plata, “La Nación”.
Dice así:
...”Visitando cierto día el retiro estudioso de unsabio pe-
ruano cuya dedicación a la más pacífica de las ciencias pa-
recía excluir la pasión política, me avancé a opinar que la
conquista como acto irrevocable de dominación, consumado
por un centenar de aventureros, demostraba una asombrosa
incapacidad en los indios para defender su populoso impe-
rio, no menos que una increíble resignación a este acto de
fuerza. Resultado, concluí, del sistema enervante que debió
ser aquel comunismo.
Mi interlocutor se yergue vivamente, poseído de verdade-
ra indignación.
—Es la opinión falsa, superficial de todos Uds. los blan-
cos, añade con tono sarcástico que no intenta reprimir...
Oiga Ud. prosigue orgullosamente, a un indio de pura
sangre, que va a decirle la verdad, siempre interesante de
inculcar en un escritor a quien se estima: la Conquista fue
una monstruosa traición a la que nunca nos resignamos.
Ese comunismo incásico era un estado tan perfecto de civili-
zación fundada en la justicia social; que apartaba hasta la
idea de aquella felonía.
Convengo, añade con amarga nobleza, en que la dicha y
la equidad practicada durante siglos habían nos tornado
TEMPESTAD EN LOS ANDES 142

poco aptos para la barbarie de la guerra. Vencidos, diezma-


dos con saña feroz, no olvidamos ni olvidaremos nunca.
Nuestra esperanza y nuestra paciencia tienen la firmeza de
nuestros montes. Nada queremos con el blanco, tan enemi-
go ahora como ayer. La raza volverá a ser un día lo que fue
en sus costumbres y en su suelo. La civilización de los incas
renacerá para nosotros. ¡Sólo para nosotros! La voluntad de
la raza constituye, a este respecto, un bloque de granito. Y
lo mismo ahora que dentro de quinientos años, ella no ceja-
rá hasta no haber expulsado al último blanco de nuestro
suelo.
La exaltación de ese sabio, verdadero monje de la ciencia,
es para mi una revelación del transpensamiento formidable
y oscuro que la fisonomía disimula como inconmovible más-
cara. Por primera y única vez quizá, veo alterarse con impe-
rioso movimiento y oigo hablar a esa piedra con su verdade-
ra voz. Entonces comprendo.
Comprendo por qué el primer descuido o abandono de la
reserva ya automática a fuerza de secular, transforma la
sumisión del proletario, la indiferencia evasiva del transe-
únte, la misma inocencia del niño. Bajo la mirada enemiga
que lo sorprende, sobreviene, al acto, la opaca petrificación,
el repliegue fatal del alma en la sombra. La hipocresía per-
tinaz ha acuñado en esa expresión una verdadera estiliza-
ción siniestra. El mutismo característico de aquella gente
acecha y elude. Nada tan desolado como su seriedad. El in-
dio ha perdido la risa; todas sus ternuras, desde la embria-
guez hasta el amor, las llora. Su dignidad ante el conquista-
dor consiste en lo inconquistable de su afecto. Su estado
permanente de guerra contra él es una absoluta renuncia a
la misericordia. Guerra de las lamas, que resulta la perfec-
ción del odio, añejada en la impotencia como un ponzoñoso
licor. Una leyenda bastante difundida pretende que los ay-
143 LUIS E. VALCÁRCEL

marás, cuando consiguen capturar un blanco en secreto, se


lo comen no por canibalismo nutricio, sino por odio ritual.
Ello es seguramente falso, pero no psicológicamente invero-
símil.
Para el indio, pues, no hay concordia esperable, y de con-
siguiente, patria posible con el blanco. Desterrado así, en su
propia patria, éste viene a serle algo más durable que el
mismo amor: el odio en que suelen torcerse al fin los amores
desesperados.
Entonces comprendo el motivo de esa invencible resisten-
cia a cambiar las queridas cosas que fueron: lengua, traje,
costumbres, supersticiones, intactos a través de los siglos,
es decir, perpetuamente incompatibles con la civilización de
la conquista y la democracia. Quizá tengan por ahí razón
los ideólogos comunistas.
Organizaciones así fueron los imperios cuya reconstruc-
ción parece constituir la esperanza de los indios america-
nos; y, en todo caso, su resistencia gentilicia y psicológica a
la civilización de la conquista y de y la independencia, acaso
los predisponga mejor para la adopción de las formas análo-
gas que, según parece, asume el actual comunismo.
Así se explicaría el éxito comunista del Yucatán, territo-
rio cuya población pertenece casi por entero a la raza maya;
y éste sería un parecido más, entre los muchos que acercan
a los indios americanos a los mongoles del Asia.
Sea como·quiera; debe necesariamente existir una gran
diferencia entre los pueblos americanos de raza europea v
aquellos en que abunde o predomine la raza india:·diferen-
cia influyente, a no dudarlo, sobre el régimen político de los
mismos...
TEMPESTAD EN LOS ANDES 144

Ella no comporta, en mi intención, ninguna inferioridad.


El indio no es sustancialmente, inferior al blanco. Es, tan
solo, muy distinto.

De Dora Mayer
¿Y no es lógico suponer que en la renovación del prestigio
de su raza fundamental esté la salvación del Perú?
______________
¡Qué raza blanca ni raza de color! Tut-ank-Amón ha sali-
do muerto de su tumba, mañana saldrá vivo un rey de Egip-
to de entre las cataratas del Nilo y se sentará en el palacio
de los Faraones. Abiertas para los judíos están las puertas
de la Palestina. Los hijos de Gandhi verán la India sobera-
na, y el Inca allí, colocado en un crucero de las calles de la
herviente urbe moderna1, hará el proyecto de una nueva or-
ganización política regeneradora, netamente aborigen.
______________
La historia de todos los pueblos terrestres se pierde en la
leyenda. Las leyendas atribuyen a todos ellos un origen des-
de los dioses. Le. leyenda peruana es la del Inca. Lo que tie-
ne en la sangre la nación peruana de España, de Italia, de
países sajones, esclavos, mongoles o malayos se remonta al
mito ibérico, nórdico, tao-tseico, etc. La leyenda propia es la
piedra de toque de nuestra autenticidad racial. Sólo es ver-
daderamente peruano el hilo histórico que parte de las
aguas heladas que sostienen las naves de totora en el lago
más alto sobre el nivel de los mares de la Tierra.

1 Se refiere al monumento erigido por la colonia japonesa al


fundador del imperio Inkaico.
145 LUIS E. VALCÁRCEL

Mirad al indio inkaico: su faz no es europea ni asiática:


El indio peruano es un pueblo que marcha por el valle de
las lágrimas, buscando la aurora prometida, que a nadie ja-
más es negada.

De Lothrop Stoddard
(De las exposiciones y comentarios que Francisco García
Calderón hace en diarios de Buenos Aires y Lima).
La tesis central del autor es esta: después de invadir a
otros continentes, a partir de 1500, era de los grandes des-
cubrimientos geográficos, de ejercer una hegemonía petu-
lante, Europa retrocede en las últimas décadas y la gran
guerra que turba a los pueblos interiores con el mensaje
wilsoniano, acentúa ese retroceso. El asalto continúa, caen
los diques de defensa, se arman los Estados remotos, desde-
ñan a las naciones magistrales, fenece el imperio del hom-
bre superior.
______________
Las Américas son el país del hombre rojo, entre el río
Grande y el trópico de Capricornio. Allí vive la raza AME-
RINDIANA, es decir, el indio puro y el mestizo, cuarenta
millones aproximadamente, dos tercios de la población to-
tal. Al sur, zonas blancas o semiblancas, como la Argentina.
Al norte, un país que ha aniquilado al indio: Estados Uni-
dos. La América “Latina” no lo es por la raza, sino mas bien
continente amerindiano o negroide, con ligero barniz espa-
ñol o portugués; zona inmensa de color que se ha oscureci-
do, si es posible expresarse así, en el ultimo siglo, al dismi-
nuir el número de los invasores y de sus descendientes.
______________
TEMPESTAD EN LOS ANDES 146

Tres problemas capitales:


Primero.— Necesidad de una oligarquía blanca para
mantener el orden y conservar la cultura. Segundo, impor-
tancia de una abundante inmigración europea, si se quiere
estabilidad. Tercero, renacimiento del indianismo precolom-
bino que puede determinar alianzas políticas con el Japón y
la China.
______________
No se equivoca al notar que el indio, explotado, humilla-
do, se prepara a la rebelión.
______________
Los mestizos buscan la amistad del reino oriental, el in-
dianismo exalta las afinidades étnicas que los avecinan al
Asia maternal.
______________
La inmigración de blancos en país de blancos a de gentes
de color en zonas habitadas por blancos, favorece la expan-
sión de elementos inferiores y reduce los elementos superio-
res en un proceso disgénico, contrario a las más claras nor-
mas de la biología.

Mr. Ross y un sabio cuzqueño


El gran sociólogo norteamericano Edward Alsworth Ross
que visitó la capital de los Inkas, hace quince años refiere
en su notabilísimo libro sobre Sudamérica la rica la conver-
sación que sostuvo con un sabio cuzqueño.
En unos comentarios de Francisco·García Calderón, se
sintetiza en el siguiente párrafo esa reveladora entrevista:
147 LUIS E. VALCÁRCEL

“En el Cuzco, un peruano muy ilustrado explicó al profe-


sor Ross que la política peruana es una lucha entre los mes-
tizos españoles de Lima y de la costa y los indígenas del
Cuzco y del interior. Preveía un levantamiento, la constitu-
ción de una república quechua con el Cuzco como capital y
los Estados Unidos como protectores. El mismo profesor no-
tó que los bolivianos, mientras dure la explotación del indio,
vivirán como sobre el cráter de un volcán dormido”...
...El profesor Ross piensa que si no levantamos partes
contra la penetración asiática, hacia fines de este siglo la
América del Sur se convertirá en morada de 20 ó 30 millo-
nes de orientales y esta inmigración transformará al conti-
nente y fijará para él nuevos derroteros.
Un sociólogo castizo explicó en Bolivia, al mismo profe-
sor, que el mestizo es inferior al blanco y al indio en vigor fí-
sico, en resistencia a las enfermedades, en inteligencia, en
longevidad, y que el estancamiento de las repúblicas suda-
mericanas se debe al dominio de los mestizos.

De Ernesto Quesada
La población actual egipcia presenta distinto carácter
que el de sus antepasados, en la época de su brillo cultural,
tanto que Spengler ha acuñado un término nuevo para indi-
car ese estado especial: el del estado de Fellache o de barbe-
cho, durante el cual descansa un pueblo que tuvo una cultu-
ra deslumbrante.
Pero, en cambio, ese período de barbecho no puede ser
eterno y alguna vez despiertan los pueblos: exactamente
como el terreno cansado de producir sucesivas cosechas y
TEMPESTAD EN LOS ANDES 148

dejado durante un tiempo en barbecho, se rehace a la larga


y es susceptible de nuevo y provechoso cultivo.
Hoy la China fermenta, la India se agita, Marruecos se
rebela, Siria se resiste, y por doquiera los pueblos invocan,
su propio destino, para poner término al largo interregno
del barbecho.
En Sud-américa todavía no se nota el fenómeno de la
participación activa de la población indígena la vida nacio-
nal, pero no es cuerdo mantener a la enormísima mayoría
de los habitantes de estos países como ilotas sin derechos y
sin personalidad. No basta acordarles teóricamente la igual-
dad sino que es menester llevarla a la práctica en idéntica
educación y tratamiento y no con altruísmo doctrinario, sino
como consideración práctica de estadista, pues la actual si-
tuación es artificial y anómala.
Para la inmensa mayoría americana el ciclo Cultural Oc-
cidental, eminentemente urbano, es cosa perfectamente aje-
na y con la cual carecen de puntos de contacto los millares
de indígenas de América, pues son elementos incontamina-
dos con los gérmenes de decadencia de aquel Ciclo, desde
que nunca formaron parte de él.
______________
Spengler no admite el Ciclo Cultural Americano sino el
Eslavo. En el fondo, el alma indígena americano es tan vir-
gen como el alma eslava, porque vive en contacto directo
con la naturaleza y es refractaria a la civilización urbana
con todas sus lacras físicas y morales.
Tengo para mí que en el despertar de las razas indígenas
americanas —sobre todo en las poblaciones a lo largo de la
espina dorsal de la montaña que va del Cabo de Hornos al
Estrecho de Behring— y en las regiones donde brillaron las
149 LUIS E. VALCÁRCEL

deslumbrantes civilizaciones precolombinas — ahí está el


secreto del porvenir que asombrará al mundo en la forma
del nuevo Ciclo Cultural, con otras orientaciones, distintos
ideales de los sensuales y materiales de este período de sen-
sibilidad y chochez, en que se va extinguiendo el ciclo ac-
tual. En esa gran reserva de seres libres de contagio de
nuestra civilización decadente, está posiblemente encerrada
la gran sorpresa del día de mañana: por eso los sociólogos
objetivos deberían auscultar esa alma aún dormida y tratar
de percibir sus futuros latidos. El porvenir de la humanidad
está en nuestra América indiana.
En el seno de la América India palpitan ya los movimien-
tos fatales de un nuevo ciclo cultural.

De Manuel Gamio
En el Congreso Científico Panamericano de Washington
dijo: “Las delegaciones asistentes al Congreso son represen-
tantes en raza, idioma y cultura de no más que un 25% de
las poblaciones de sus respectivos países; representan el
idioma español y el portugués, de la raza y la civilización de
origen europeo; el 75%, los hombres de raza indígena, de
lengua indígena, de civilización indígena, no están repre-
sentados; apenas si se les menciona con criterio etnológico,
como objeto de especulaciones científicas de escaso número
de investigadores, pudiendo decirse que, para el llamado
mundo civilizado en general, pasa inadvertida la existencia
de esos 75 millones de americanos, ya que se desconocen los
idiomas que hablan, se ignoran las características de su na-
turaleza física, y no se sabe cuáles son sus ideas éticas, es-
téticas y religiosas, sus hábitos y costumbres”... ¿Pueden
considerarse como patrias y naciones, países en los que los
TEMPESTAD EN LOS ANDES 150

dos grandes elementos que constituyen la población difieren


fundamentalmente en todos sus aspectos y se ignoran entre
sí? Los numerosos millones de individuos de razas, de idio-
ma y de cultura o civilización indígena, pueden abrigar los
mismos ideales y aspiraciones, tender a idénticos fines, ren-
dir culto a la misma patria y atesorar iguales manifestacio-
nes nacionalistas, que los pocos millones de seres de origen
europeo, que habitan en un mismo territorio, pero hablan
distinto idioma, pertenecen a otra raza y viven y piensan
con la enseñanza de una cultura o civilización que difiere
grandemente de la de aquellos, desde cualquier punto de
vista?”.
______________
La separación, la divergencia de. esos dos grupos sociales
existió no sólo durante la conquista y la época colonial, sino
que se hizo más honda en los tiempos contemporáneos, pues
la independencia fue hecha por el grupo de tendencias y orí-
genes europeos, y trajo para él libertades, progreso material
e intelectual, dejando abandonado a su destino al grupo in-
dígena, no obstante que es el más numeroso y el que atesora
quizás mayores energías y resistencias biológicas a cambio
de su estacionamiento cultural... La población indígena se
presenta hoy como lo estaba en la conquista, dividida en
agrupaciones más o menos numerosas, que si constituyen
pequeñas patrias por el lazo común de la raza, el idioma y
la cultura, en cambio por sus mutuas rivalidades y recípro-
ca indiferencia, hicieron más fácil su conquista durante el
siglo XVI y causaron su estancamiento cultural en la·época
de la Colonia y en nuestros días... Es menester encauzar
sus poderosas energías hoy dispersas, atrayendo a sus indi-
viduos hacia el otro grupo social, que siempre hemos consi-
derado como enemigo, incorporándolos, fundiéndolos con él,
151 LUIS E. VALCÁRCEL

tendiendo, en fin, a hacer coherente y homogénea la raza


nacional, unificado el idioma, y convergente la cultura.

De José Carlos Mariátegui


La nueva generación siente y sabe que el progreso del
Perú será ficticio, o por lo menos no será peruano, mientras
no constituya la obra y no signifique el bienestar de la masa
peruana que en sus cuatro quintas partes es indígena y
campesina.
______________
La redención, la salvación del indio, he aquí el programa
y la meta de la renovación peruana. Los hombres nuevos
quieren que el Perú repose en sus naturales cimientos bioló-
gicos. Sienten el deber de crear un orden más peruano, mas
autóctono.
______________
El Perú tiene que optar por el gamonal o por el indio.
Este es su dilema. No existe un tercer camino. Planteado
este dilema todas las cuestiones de arquitectura del régi-
men pasan a segundo término. Lo que les importa primor-
dialmente a los hombre nuevos es que el Perú se pronuncie
contra el gamonal, por el indio.
______________
En el Perú los que nos representan e interpretan la pe-
ruanidad son quienes concibiéndola como una afirmación y
no como una negación, trabajan por dar de nuevo una pa-
tria a los que, conquistados y sometidos por los españoles, la
perdieron hace cuatro siglos y no la han recuperado todavía.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 152

______________
El indio no representa únicamente un tipo, un tema, un
motivo, un personaje. Representa un pueblo, una raza, una
tradición, un espíritu. No es posible, pues, valorarlo y consi-
derarlo desde puntos de vista exclusivamente literarios
como un color o un aspecto nacional, colocándolo en el mis-
mo plano que otros elementos etnográficos del Perú.
______________
El colonialismo, reflejo del sentimiento de la casta feudal
se entretenía en la idealización nostálgica del pasado. El in-
digenismo, en cambio, tiene raíces vivas en el presente. Ex-
trae su inspiración de la protesta de cuatro millones de
hombres. El Virreinato era: el indio es. Y mientras la liqui-
dación de los residuos de feudalidad colonial se impone
como una condición elemental de progreso, la reivindicación
del indio y, por ende, de su historia y de su tradición, nos
viene insertada en el programa de las avanzadas del porve-
nir.
153 LUIS E. VALCÁRCEL

LA ACCIÓN ADVENTISTA
Informaciones y comentarios
TEMPESTAD EN LOS ANDES 154

La obra educacional de los adventis-


tas
Por FABIO CAMACHO
El indio, antes que nada, necesita una educación qu lo
valorice como factor de producción y de trabajo, al mismo
tiempo que de mejoramiento intelectual y moral de la colec-
tividad: hay que aprovechar de sus condiciones naturales.
Esta labor tiene ya sus pionniers. Son los adventistas.
Estos hombres· admirables han adquirido un magnífico tí-
tulo al respeto y a la gratitud nacional por el fervor y el en-
tusiasmo con que se han dedicado a la obra de la educación
del indio.
Durante mi estada en Puno, algunas personas me habla-
ron de la actividad educacional de los adventistas y de sus
resultados, suscitando en mí el más profundo interés. No
quise perder la oportunidad de enterarme con exactitud de
un trabajo tan trascendental e hice una visita al local de la
Dirección General de los Adventistas. Es un edificio de esti-
lo moderno, construido especialmente, situado entre la Es-
tación y el Muelle. El Director, Mr. G. E. Mann, hombre jo-
ven, de no más de treinta años, americano del oeste, me re-
cibió cordialmente, felicitándose de mi deseo de conocer la
obra de la misión. "Nosotros hemos venido a esta región del
país —me dijo— a cumplir una. obra humanitaria y civiliza-
dora. Para nosotros esta obra es la satisfacción de un de-
ber". Conversamos luego sobre el indio, sobre su sicología,
su inteligencia, su sobriedad, su resistencia a todas las fati-
gas. Y durante esta charla, nuestro interlocutor nos paseó
por el local, mostrándonos sus diversas secciones e instru-
155 LUIS E. VALCÁRCEL

yéndonos sobre sus varios servicios. Visitamos, ahí, en esa


central de la misión adventista, un botiquín mejor provisto
que muchas boticas, a cuyas puertas se agolpaba una canti-
dad de indios a quienes gratuitamente se suministraba dis-
tintas medicinas. Visitamos un depósito de material escolar,
donde se almacenaba textos de gramática, aritmética, carti-
llas antialcohólicas, libros de moral, lecciones de higiene,
tratados de Agricultura, etc. Visitamos un depósito de ma-
teriales y herramientas para el trabajo del campo, construc-
ción de caminos, abastecido de elementos para la instala-
ción de pequeños talleres de mecánica. Visitamos un depósi-
to de motocicletas. Y en todo encontramos y advertimos un
profundo espíritu de amor y comprensión del indio.
Durante nuestra visita al establecimiento, apreciamos,
sobre todo, el mérito de la labor de los adventistas en los re-
sultados que nos brindaba la ocasión de observar a los in-
dios educados en sus institutos. Pudimos medir la eficacia y
el acierto extraordinario de esta obra educacional, conver-
sando con los numerosos indios aymarás que encontramos.
El método pedagógico de los adventistas los había transfor-
mado completamente, corrigiendo sus defectos, exaltando y
estimulando sus cualidades. Este éxito se debe en parte, in-
dudablemente, al hecho de que el indio, en este caso, es edu-
cado en su propio ambiente, sin artificiosos trasplantes.
Mientras el indio que desciende a la costa, al volver a sus
lares, como único resultado de su contacto con la civiliza-
ción, exhibe su aptitud para explotar a sus hermanos de
raza, el indio educado en Puno por los adventistas, sin salir
de su tierra, asimila efectivamente las costumbres de la ci-
vilización y se convierte en un elemento útil y nuevo.
El señor Mann me invitó a efectuar una gira por la re-
gión en que los adventistas del séptimo día trabajan con tan
admirable abnegación. Salimos de Puno, rumbo al Desagua-
TEMPESTAD EN LOS ANDES 156

dero, en una balsa de totora, gobernada con una maestría


singular por un aymará. El paisaje del lago se nos·brindaba
en la plenitud de su belleza. Por largas horas, nos circunda-
ron, renovadas siempre, las visiones lacustres. La balsa
avanzaba por los canales que se forman en las aguas del
lago entre los macizos de totora. Unas veces la impelía el
remo y otras veces las velas de totora hinchadas por el vien-
to. El piloto gobernaba la frágil embarcación con una segu-
ridad y una precisión extraordinarias. Después de tan inte-
resante viaje, llegamos a Desaguadero. Ahí conocimos dete-
nidamente una Escuela Adventista. La primera nota que
queremos consignar es esta: el Preceptor es un indio ayma-
rá educado por los adventistas. El local bajo todo punto de
vista, es superior a los de las Escuelas Fiscales. La discipli-
na y la asistencia escolares, verdaderamente remarcables.
El viaje de regreso de Desaguadero a Puno lo hicimos en
motocicletas. El camino bordea el agua, revelando sus múl-
tiples aspectos. Por él trafican con facilidad automóviles y
motocicletas. El paisaje siempre es sugestivo. Bajo un cielo
deslumbrante, el lago presenta irisaciones maravillosas.
En la lejanía, los nevados constituyen una decoración
fantástica. Las rocas tienen preciosos contornos. Pasamos
por las poblaciones de Yunguyo, Pomata, Juli, Ilave, Acora,
en todas las cuales existen escuelas de los adventistas. A
nuestro paso, se nos acercan muchos indios que saludan ca-
riñosamente al señor Mann, a quien se dirigen con expre-
sión de cariño filial en la palabra y en el gesto.
A quince kilómetros de Juliaca los adventistas han com-
prado una finca a la cual se arriba por un camino de seis
metros de ancho, que por su conservación señalaremos como
uno de los mejores que hemos visto en el sur del Perú en el
curso de nuestros viajes. Este camino ha sido construido por
157 LUIS E. VALCÁRCEL

los adventistas, quienes son, por supuesto, los que se ocu-


pan de su mantenimiento.
La Escuela Normal, tiene un edificio de dos piso:. con
una vasta área. Por su distribución interior, por el material
escolar, por sus instalaciones de todo orden, es uno de los
mejores locales de su género del Perú. En toda la República,
si se exceptúa Lima, no existe otro superior. A ambos. lados
del edificio, se levantan grandes pabellones destinados a
alojar a la población escolar. El indio que, en sus chozas,
duerme en el suelo, aquí en los amplios limpios cuartos que
lo albergan, tiene su cama. El ambiente le ha comunicado
nuevos hábitos y le ha creado nuevas necesidades. Todos los
alumnos de la Escuela Normal se bañan, lavan su ropa, cui-
dan debidamente de su higiene corporal.
El año escolar se divide en dos períodos marcados por las
estaciones: Invierno y Verano; el primero dura 28 semanas
y el segundo 18. La instrucción es gratuita. En los días fran-
cos, los alumnos trabajan, en el arreglo de caminos, cons-
trucción de locales, etc. Como remuneración de su trabajo
reciben veinte centavos por hora —paga excelente en la re-
gión—. Con este dinero atienden a su alimentación.
El número de alumnos llega a doscientos ochenta. Com-
prende hombres y mujeres, niños y adultos, hasta de cua-
renta años, pues en este instituto se prepara a los precepto-
res de las escuelas elementales, dedicadas a la desanalfabe-
tización de las masas indígenas. Anualmente se selecciona a
los más aprovechados e inteligentes para enviarlos a Esta-
dos Unidos o a la Argentina a fin de que en los institutos
adventistas de esos países perfeccionen su instrucción.
El profesor adventista trata al indio como a igual: con so-
licitud, con comprensión, con cariño. Y los resultados de su
método pedagógico son evidentes. Hay un abismo entre el
TEMPESTAD EN LOS ANDES 158

indio educado en la normal adventista y el ·indio común de


la serranía.
Dirige la Escuela Normal con singular competencia, Mr.
H. N. Colburon, secundado eficazmente por su señora y un
talentoso normalista peruano.
La obra de los adventistas es importantísima no sólo por
su acierto sino también por su extensión. Tienen en el De-
partamento de Puno, en la actualidad, noventa escuelas que
dan los mejores frutos. Su labor se deja sentir en muchas lo-
calidades del sur del Perú. La cifra de la asistencia escolar a
sus escuelas es aproximadamente de diez mil.
Estos solos datos bastan para expresar el inmenso valor,
la utilísima trascendencia de su obra educacional, que me-
rece, incontestablemente, por sus resultados y por su espíri-
tu, el aplauso del país.
159 LUIS E. VALCÁRCEL

La instrucción en la república
Por DORA MAYER DE ZULEN

De Tarma se nos informa que la instrucción pública en


esa provincia se halla en cierto estado de abandono.
Los vecinos del pueblo, o barrio de Chanchán, del distrito
de Trama, han dirigido quejas a la Dirección General de
Instrucción, exponiendo que desde varios años, los niños del
lugar no adelantan en el aprendizaje escolar, porque las
personas que regentan el plantel fiscal los ocupan en man-
dados domésticos y otros de su provecho particular, hacién-
doles recoger leña en los cerros y traer pasto a la casa de los
preceptores.
Los locales de las escuelas, tanto de varones como de mu-
jeres, son propiedad exclusiva de la comunidad, pero en los
corrales, la familia de los respectivos preceptores, que son
marido Y mujer crían toda clase de animales y venden
guano, quedando los educandos confundidos con caballos,
chanchos y conejos mientras la maestra atiende. a sus hijos
y el maestro llena oficio de amanuense de Juzgado de paz y
apoderado de litigantes. En veces se deja de abrir los plan-
teles por la tarde, y en las mañanas ellos funcionan sólo
una hora, de 9 a 10. Según últimos datos hay escuelas sin
abrir en algunos barrios, hasta ahora, mes de junio.
Afirman los comuneros de Chanchán que en este pueblo
existe una población escolar de 200 varones y 150 mujeres,
que manda ortorgar el artículo 53 de la Constitución.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 160

Los memoriales dirigidos a la Dirección General de Ense-


ñanza de Lima han sido redactados después de haberse ape-
lado infructuosamente, mediante un recurso escrito y una
entrevista directa, al señor Inspector de Instrucción de la
provincia, quien no ha visitado el pueblo el pueblo en ningu-
na ocasión, ni parece haber atendido en ninguna forma que
correspondiera a su misión oficial, las representaciones que
se le hicieran.
Igualmente mencionan los informes que se nos han sumi-
nistrado, a una preceptora del pueblo de Chanchán, que
hace perder un día de escuela a sus discípulos mandándolos
con cartas particuladres de una aldea a otra.
En el caserío de Callao y Conza se ha cambiado última-
mente a una preceptora, procedente de Lima, que era gra-
ta·a los indígenas por su contracción, a favor de otra perso-
na oriunda del lugar, que tiene ahí propiedades y es menos
llamada a ser protegida por la dirección, puesto que se
muestra menos apta y tiene la atención dividida entre sus
intereses particulares y de la escuela.
En el caserío de Cuyrupuace, prosigue la información, la
preceptora nombrada oficialmente no dirige las labores es-
colares, habiendo optado por vivir en ciudad de Tarma y ha
dejado la enseñanza al cuidado de su esposo, quien no tiene
títulos para el cargo.
En la provincia de Cajatambo, del departamento de An-
cash, figura en cambio, un inspector de instrucción activis-
mo, quien con su celo tampoco consigue, sin embargo, levan-
tar como sería de desear, la inscción en esos lugares rura-
les, y extirpar siquiera analfabetismo.
Obran en poder de la Dirección General de Inscción im-
portantes informes y proyectos de este funcionario, que no
han podido ser atendidos, tal vez por un poco de falta de ini-
161 LUIS E. VALCÁRCEL

ciativa, que es el defecto de las oficinas burocráticas, o por


escasez de medios económicos.
Efectivamente, el señor inspector de instrucción de Caja-
tambo ha buscado no solo por intermedio de la Dirección de
Instrucción, sino de un modo personal ante centros o perso-
nas que pudieran recomendarles maestros idóneos de am-
bos sexos, cómo remediar el mal del deficiente progreso es-
colar en la región de su residencia. El hecho es que los suel-
dos que se pueden ofrecer a tales maestros son tan exiguos
que no representan un aliciente, y únicamente podrían ser
aceptados por individuos animados de un afán apostólico
por el bien de la humanidad, que, se comprende, son los me-
nos y a veces suman cero.
Esta reflexión de que razón económica impide que se rea-
licen las justas aspiraciones que en cuanto a una competen-
te difusión de las primeras letras entretiene la nación, es
que en el actual momento nos ocupa.
Probablemente, aún el preceptor de la escuela de Chan-
chán, en la provincia de Tarma, cuya conducta se reprueba,
aduciría en su disculpa el hecho de que con el sueldo de em-
pleado escolar fiscal no se puede vivir, y que al desempeñar-
se un segundo empleo, también a éste hay que dar un espa-
cio.
La pobreza del fisco en el renglón de instrucción origina,
pues, deplorables situaciones que provocan desórdenes don-
de, por motivos de ejemplo moralizador, menos los debiera
haber.
No es exagerado decir que con la angustia económica que
rodea la esfera del magisterio en la República, que suscite
en todas partes una verdadera desesperación. Los pueblos
quieren instrucción; los pueblos no quieren quedar atrasa-
dos, ninguno de ellos. ¿Pedir fondos, fondos nuevos al Esta-
TEMPESTAD EN LOS ANDES 162

do, crecidísimos como calmar ese clamor en momentos de


las cargas especiales que impone la Cuestión del Sur, y en
época de un desenvolvimiento material aún inmadura e
inorganizado? Sería imprudente pensar en ello.
Sólo dos poderes hay que materialmente pueden hacer
frente, supliendo la acción débil del Estado, a la urgente de-
mando de alfabetización y reforma de costumbres que se
siente en la República: dos poderes de la iglesia, la católica
y la protestante.
Las misiones extranjeras, tituladas evangelistas, han ve-
nido introduciéndose en nuestro medio popular, desde hace
muchos años, al cabo de cuyo trascurso se han puesto en re-
lieve un número de verdaderos colonias religiosas, fundadas
en La Platería, departamento de Puno, en Cuzco, en Junín,
en Áncash, en La Libertad, etc. Dichos misioneros actúan
por medio de las fuertes rentas que en Estados Unidos se
donan para obras de proselitismo, y que les facilitan proce-
der con métodos caritativos que les atraen las simpatías de
los proletarios, y los hacen aparecer, hasta cierto punto, en-
gañosamente, como adornados de mayores méritos que el
antiguo personal lugareño.
La energía del carácter sajón y la procedencia de países
donde tantos defectos evolutivos que aquí aún tenemos que
combatir, están ya vencidos, han hecho que la labor de los
misioneros protestantes ofrezca en muchos sitios síntomas
halagüeños a la vista; se ha desterrado en las congregacio-
nes apóstatas del catolicismo, el vicio del alcohol, y posible-
mente se ha obtenido más laboriosidad y más higiene en las
familias indígenas.
El crédito de que gozan las misiones protestantes con di-
versos círculos de la comunidad nacional, se debe en resu-
midas cuentas al remedio que han sabido poner a las conse-
163 LUIS E. VALCÁRCEL

cuencias de la desidia de nuestras instituciones gubernati-


vas propias y de la corrupción del clero rural, poco vigilado
por las altas autoridades eclesiásticas. Maestros mal renta-
dos y párrocos del clero regular, que parecen no tener votos
ni de castidad ni de pobreza, habían traído a mal la forma
del Estado y de la Iglesia entre la gente que al fin y al cabo
no podría ofrecer todas sus perspectivas de progreso huma-
no en sacrificio infecundo a su devoción a la Patria y Reli-
gión, y veía a los extranjeros premunidos de promesas que
se trocaban en algo real.
Ahora se comparan con ventaja algunos de los centros
educativos sostenidos por los misioneros extranjeros con la
ausencia de empeño advertible antes en las mismas locali-
dades.
¿Sería dable pedir el retiro de esa campaña de cultura,
por no ser de naturaleza patriótica, ni católica? No; el fana-
tismo no cabe en los tiempos modernos, y fanatismo sería
expulsar a extranjeros que practican y difunden virtudes en
nuestras poblaciones, aunque lo hagan informados en otros
dogmas que los que son tradicionales en nuestra tierra.
Lo que debe hacerse es batir a los misioneros protestan-
tes con sus propias armas: es decir, constituir centros edu-
cativos tan buenos y mejores que los de ellos. Porque con-
viene batirlos, desde el punto de vista nacionalista. A los
misioneros protestantes hay que agradecerles el haber
puesto en práctica entre los, indígenas, cuyos quebrantos
nadie de su propio país subsanaba, la emancipación del sis-
tema de fiestas religiosas, diezmos y mitas en que había de-
generado el culto católico, lejos de las fuentes de inspiración
del verdadero cristianismo. Pero la enseñanza de los maes-
tros extranjeros no puede sino debilitar los recuerdos de
raza y las sensibilidades hogareñas en la materia prima
educando que prepara. Toca al Estado y a la Iglesia Perua-
TEMPESTAD EN LOS ANDES 164

na conservar la ascendencia. Moral sobre las masas popula-


res que la propaganda extranjera les quiere arrancar, mas,
eso sí, triunfar en buena lid, y no eliminando el competidor
para después recaer en la cómoda rutina.
La Iglesia Católica tiene que ser considerada siempre
como la nacional, por ser católico el Estado Peruano y bási-
ca su influencia en la formación indo-hispana. De ningún
resultado útil es introducir pleitos dogmáticos en un medio
en que se ha trocado apenas la psicología pagana en cristia-
na. Los pueblos nuestros no tienen ningún interés, sino el
positivo, en pertenecer a congregaciones exóticas. Quien no
quiere dogmatismos, ni fanatismos, nada gana con los pro-
testantes. Hoy mismo éstos no han convencido a nadie de su
absoluta superioridad moral. La acción de ellos sólo puede
ser deseable como un acicate para agitar el celo de los fun-
cionarios nacionales, o siempre y cuando el Perú mismo fue-
ra capaz de reaccionar contra el estancamiento intelectual
en sus regiones indígenas, y los emisarios ingleses fueran la
única esperanza de redención de la humanidad aborigen de
América, que debe ser redimida.
El Estado y la Iglesia del Perú tienen la obligación moral
de recuperar impulsando la instrucción y la higiene, las po-
siciones tomadas por los misioneros protestantes. Las con-
gregaciones monásticas de la Iglesia Católica están muy
bien calificadas para hacer la competencia a las misiones
adventistas, bautista y las demás sectas evangélicas: ellas
son tan buenas, tan laboriosas y tan disciplinadas como és-
tas. Solamente ha sucedido que las misiones estables católi-
cas, se han radicado muy lejos en el Oriente por los ríos de
la montaña y que en los pueblos de la sierra sólo se ha cono-
cido el clero seglar, mero administrador de sacramentos, sin
espíritu de trabajo y abnegación.
165 LUIS E. VALCÁRCEL

La organización de las congregaciones monásticas obvia,


sin la menor duda, dificultades que se oponen en el terreno
del magisterio laico. Las parroquias, con escuelas anexas
serían otras que ahora, en manos de monjes y hermanos
franciscanos o salesianos.
Los misiones protestantes, adhiriéndose a la máxima:
“En país donde fueres haz lo que vieres” han dado ya en va-
rias partes en el método de adquirir tierras y hacerlas tra-
bajar por sus feligreses o discípulos, coadyuvando a la pro-
ducción de artículos negociables. En igual costumbre po-
drían incurrir las misiones católicas, pervirtiéndose bajo la
acción de medios apartados. En previsión de tal emergencia,
un nuevo plan de instrucción para la población rústica de la
República podría dar a esas tendencias mercantilistas de
una vez el giro de su enseñanza agrícola, autorizando el tra-
bajo de los alumnos en el campo, como estudio agronómico,
con un determinado provecho para el sustento del plantel, y
obedeciendo programas oficiales calculados sobre las exi-
gencias de modernización en el fomento de crías y cultivos.
Para inspectores de instrucción se recomendarían entonces
ingenieros agrónomos y especialistas ganaderos, sujetos a
reglamentos que regirían para los planteles oficiales católi-
cos y los particulares, protestantes, agnósticos o lo que fue-
ran, bajo la liberalidad de una Constitución que favorece el
desarrollo de la perfección mediante el empuje de la compe-
tencia.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 166

Vocabulario
Algunas voces keswas
167 LUIS E. VALCÁRCEL

Anthara Flauta de paz

Allpaka Auquénido andino

Akja Bebida de maíz

Apu El señor, la cumbre nevada

Apu Ausankati Nevada frente al Cuzco

Achachila Abuela aimara

Apasanka Araña grande

Ayllu Grupo de familias indígenas

Ichu Paja de las punas

Inti Watana Medidor solar

Ismaco Diminutivo de Ismael

Challa (Chala) Paja de maíz

Chakitajlla Arado de pie

Chojllo Mazorca de maíz tierno

Chuño Papa seca

Chutillu Indio joven

Chalona Carne seca

Intiwata Oración matutina al sol


TEMPESTAD EN LOS ANDES 168

Jaicha Interjección de triunfo

Kalchai Cosecha de maíz

Kancha Lugar cercado

Kamachikuj El que manda

Kaswa Danza de júbilo

Kamili Curandero aimara

Karacha Enfermedad de los auquénidos

Kelkere Escribiente, leguleyo

Kollana El capitán agrícola

Kinua Cereal de clima frígido

Kokauri Comida de camino

Kurak El mayor de edad

Kipus Escritura inkaika

Kumpi Tejido fino

Laikaska Embrujado

Llakolla Manto

Llautu Tocado antiguo

Kiswar Álamo indígena


169 LUIS E. VALCÁRCEL

Machu Anciano

Marka Lugar, despensa alta

Muku (muca) Maíz masticado

Misti Mestizo

Matekllo Yerba medicinal

Mama Killa La Luna

Pillk Adorno de cabeza

Paiko Yerba comestible

Pinkuillu Instrumento musical

Pumawakachi El que atemoriza al puma

Pallai Ornamentación de tejido

Panti Yerba medicinal

Purakilla La Luna llena

Pututu Concha de molusco utilizado


como trompa musical

Llijlla Manteleta

Champa Terrón con raíces

Saramama Divinidad del maíz

Sullka El menor de edad


TEMPESTAD EN LOS ANDES 170

Supay Diablillo indio

Raki Vasija para chicha

Rancha Enfermedad del trigo

Tupu Prendedor

Takjía Estiércol

Tijllaiwarmi Yerba medicinal

Sonkochai Corazoncito mío

Sipas Doncella

Sayariichis! Poneos de pie

Tinka Conjuro a los dioses

Take Despensa o granero

Taktai Baile

Kollau Región de la meseta del Titica-


ca

Urpu Vasija de barro para chicha

Unku Túnica inkaika

Usuta Sandalia indígena

Machula Anciano Keswua

Yanakuna (Yana- El que ayuda


171 LUIS E. VALCÁRCEL

cón)

Yuyu Toda yerba del campo, comes-


tible

Warmacha Chiquillo

Waillar Pradera

Waina Mozalbete

Waikechai Hermanito mío

Waska Soga

Willka Umu Sacerdote, el adivino mayor

Watakai Yerba comestible


TEMPESTAD EN LOS ANDES 172

COLOFÓN
Ni lo Indio, ni lo Gaucho ni lo
Español separadamente contie-
nen todo el espíritu nacional.
RICARDO ROJAS.-"EURINDIA", 349.
A fuerza de escuchar a las piedras, milenaria, Valcárcel
ha captado su mensaje. Pero, vehemente profesor de idealis-
mo, alterna, ahora, la proclama encendida con la interpre-
tación ardiente, y, fuego sobre fuego, ha caído su antigua
máscara arqueológica por mostrar la faz del predicador ilu-
minado. Predicador laico, rebelde, cuyo sermón se dirige, en
regiones abruptas, o estoicos caracteres amasados por el do-
lor y connaturalizados con el infortunio, ya que hasta la
imaginación pedestre de turistas y poetastros ha querido
simbolizarlos en cromos convencionales.
Valcárcel, pues, ha olvidado sus andanzas arqueológicas.
En sus dos últimos libros, adviértese un absoluto cambio de
frente. Del Ayllu al Imperio, colección de antiguos estudios,
no es todo lo que pudiera ser dude el punto de vista estricta-
mente histórico. De la Vida inkaika, más moderno, trasluce
el afán de un poeta. que se extravió por entre los vericuetos
de la historia y que hoy reivindica su patrimonio imaginati-
vo, evocando la egregia figura del leyendista Herodoto y la
del orador Michelet. Las citas de Spengler, a través de esos
ensayos, me parecen embozo o antifaz. Plugiérame mucho
leer ahí, trascripciones del Ramayana o glosas de Le cou-
teau dans les dents. Por eso, quizá, Valcárcel ha seguido,
ahora, la senda interpretativa de Ars Inka y Glosario de la
Vida lnkaika, sus dos producciones más originales, de las
cuales desconfían absurdamente los historiadores chapados
173 LUIS E. VALCÁRCEL

a la antigua, precisamente porque, para ellos, el dato escue-


to encierra la única verdad histórica, olvidando que el co-
mentarista debe arrancarle, más contenido al dato, prestar-
le lenguas a la piedra.
De tal guisa, aparece ante mis ojos, el proceso de Tempes-
tad en los Andes. El despierto oído de Valcárcel ha escucha-
do los rumores ogoreros. Sigámosle en sus presagios y acom-
pasemos nuestro paso al suyo.

No coincide exactamente, mi posición ideológica ante la


cuestión nacional, con algunos aspectos del pensamiento de
Valcárcel. Pero ambos, él y yo, estoy seguro, convenimos en
el punto de partida: el deseo fervoroso de “peruanizar el Pe-
rú”, a toda costa, y la urgencia de reformar muchos aspectos
de nuestra estructura social. Valcárcel proclama, a pulmón
lleno, su indigenismo. Yo proclamo, con igual franqueza, mi
Totalismo. Para mí, es perjudicial y absurdo, jugar a los ga-
llos regionales. Valcárcel, en cambio, se deja llevar, a veces,
por la invencible seducción de la proclama, del periodismo,
de la política. (Acordarse de Shaw cuando hablamos de pe-
riodismo), Y Tempestad en los Andes, en su primera parte
especialmente, es una encendida proclama de reivindicación
indígena.
Ampara el libro una frase de González Prada. Según ella
“no forman el Perú, las agrupaciones de criollos y extranje-
ros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico y
los Andes”, sino que “la nación está formada por las muche-
dumbres de indios diseminados en la banda oriental de la
cordillera”. Hermosa frase y elocuente en su época. Nadie se
atrevía a pensar. Pero, hoy, que las cosas han cambiado tan-
to, es preciso revaluar esa y muchas otras frases de Prada,
ante cuya memoria me prosterno y cuya magnífica rebeldía
TEMPESTAD EN LOS ANDES 174

será perenne blasón de nuestro pueblo. Porque hay que tener


presente la posición combativa, el apostolado actualista y
“alusivo”, característico en el Maestro, y que en cada pensa-
miento suyo —era un batallador, no un ideólogo apriorista
ni un puro idealista— no está demás buscar el motor oculto.
Su gran pasión fue la lucha contra el civilismo y la clerecía.
Acató el señoritingo limeño, porque veía su profunda cohe-
sión con el clericalismo y el conservadurismo. Pero él, no fue
jamás a la sierra, a buscar a la "verdadera nación" sino que
permaneció en Lima, dirigiéndose a las "agrupaciones de
criollos y extranjeros". Y es que, en un análisis hondo de
Prada, sorprendería acaso la similitud el europeizante Sar-
miento, y se veía que él, como el otro, y fue al nacionalismo
de extraño modo y hasta a regañadientes. Y que, en fin, su
idiosincrasia violenta, agresiva, soberbia, su genialidad de
ave de presa, no esconde siempre un magnífico despecho,
que le arranca imprecaciones estupendas.
Mas, no es así, como, entiendo yo, habrá que predicar
una transformación total del Perú. Oponer el indio como
único elemento de posible emancipación, al costeño, escinde
en vez de construir. La doctrina ha de ser el totalismo. Y así
lo ha dicho, también, en Indología, el maestro mejicano por
quien Valcárcel y yo coincidimos en una fervorosa admira-
ción.
El totalismo debe dirigir nuestros pasos y nuestras prédi-
cas. Si uno de los grandes males ha sido el “centralismo ab-
sorbente” el peor antídoto es el regionalismo disolvente. Ni
la costa tiene la culpa de las diferencias sociales, ni en Lima
todo es como lo pintan los sermones sectarios. Precisamente,
un grupo de muchachos rebeldes —el de “Titikaka”, sobre la
firma de Gamaliel Churata— dice que existen dos Limas: la
que trabaja, se renueva y siente; la que absorbe, se estanca y
desdeña. Aquella marcha al unísono con todos los espíritus
175 LUIS E. VALCÁRCEL

libres del mundo, del cual no están excluidas las provincias


serranas del Perú ésta, no desea ver perturbadas sus con-
quistas. Pero, en una y en otra, hay, por igual, provincianos
y limeños. La mayor inquietud novadora ha nacido en
Lima, desde González Prada, y, antes, desde el tacneño Vi-
gil. No ha sido preciso averiguar la procedencia de nadie.
Porque el sentimiento, el esfuerzo, la lucha, la cultura y el
esfuerzo no tienen lugar de nacimiento ni caben dentro del
estrecho espacio del campanario nativo.
Me parece que una de las razones de tales confusiones y
desconfianzas, radica en cierta incomprensión de vocablos y
de conceptos. Claro que es sólo una pequeñísima y nimia ra-
zón, pero razón al cabo. No estamos, aún, de acuerdo sobre
el significado de “indio” y “criollo”. Desde el punto de vista
cultural y étnico, existen “indios” absolutamente mestizos y
“criollos” completamente indígenas. De donde he venido a
sospechar que lo característico del indio, no es el nacimiento
ni la cultura, sino el ambiente y la situación económica. Y
he venido, también a constatar que, en el Perú, se acostum-
bra, equivocadamente, llamar criollo, al. pinturero zambito
jaranista confundiendo la nacionalidad con los "picantes" y
la costa con el "tondero". Y eso es falso. Criollo es el fruto ge-
nuino de la tierra, del mestizaje, del proceso de la. civiliza-
ción dentro de un territorio; criollo es el castizo, no el autóc-
tono; criollos son el cholo y el zambo; y yo que me siento cho-
lo, y lo soy, como lo es· Valcárcel, no columbro la distancia
entre el sentir de la sierra y de la costa, por el hecho de ser
costeños o serranos; ni creo en la rivalidad entre limeño y
provinciano, salvo ciertas divergencias individuales o ficti-
cias que la propaganda y el interés han contribuido a soste-
ner.
Cidro, que el rencor indígena- surge, entre otras causas,
de la. irritante conmiseración y de la culpable desigualdad
TEMPESTAD EN LOS ANDES 176

con que se le ha mirado. Patronatos y Proindígenas, asevera


Valcárcel, traslucen el mismo afán colonial de mirar al in-
dio como a ser inferior. Brotes de caridad, mas no de justi-
cia, esa asistencia de Patronato y Proindígena, se le ha dado
al indio como limosnera, no como retribución legítima. Y la
limosna lleva, invívito, el principio del no derecho y de la
lástima. He ahí un error sostenido por los limeños y por los
"expertos" serranos que han aconsejado a nuestros gobiernos
nacionales.
Pero, de ahí a equiparar el problema peruano al de Ru-
sia, también hay distancia. En otro tiempo, Perú se sintió
una nueva Francia, como antes se había sentido España.
Ambos, dos sentimientos coloniales y eunucos. Surgimos a
la emancipación política, remedando a Francia. Por eso, no
hemos encontrado nuestro rumbo. La emancipación social,
pretende, ahora, surgir de una imitación de Rusia, sin repa-
rar en que eso es continuar el destino colonial de nuestro
pueblo, que nuestro problema agrario es diverso, que la si-
tuación política, económica, étnica, geográfica, social y la es-
tructura, histórica de ambos pueblos los hace diferir sustan-
cialmente, como son distintos todos los pueblos de la tierra,
aún los de la misma raza y semejante historia. México, con
ser americano y de proceso análogo al nuestro, no podría
sernos comparado exactamente. a menos de incurrir en una
flagrante equivocación. Argentina, de configuración espiri-
tual quechua, no tiene problemas semejantes a los del Perú y
México. Mucho menos Rusia. La imaginación, y el tropo en-
gendrado por ella, nos conduce a equiparar al MUJIK con el
indio, el MIR con la comunidad, etc. Día vendrá en que el
mito se esfume, y, entonces pensaremos en nuestra reforma
y en la redención del indio —como lo hizo México— sobre
bases nuestras, típicas, escarbando nuestro sensorio.
177 LUIS E. VALCÁRCEL

Para esa reforma, que Valcárcel presagia sangrienta,


acordándose de Marx, no habrá necesidad de fomentar odio,
sino mucha comprensión y toda cooperación. "No te consu-
ma el odio; el amor es demiurgo", exclama Valcárcel, reac-
cionando contra la ola trágica augurada. Y así debiera ser
el tono íntegro de este mensaje ferviente que nos llega de
Cuzco. "El amor es demiurgo", en verdad, y, por ello, la pré-
dica debiera encaminarse por los senderos del totalismo. Y
combatir, no al costeño por costeño, ni al limeño por limeño,
sino al injusto por injusto, al abusivo por abusivo, sin averi-
guar origen, sin examinar libro de genealogía, sin pedir cer-
tificado de residencia.
Si procediéramos así, no supondríamos, por cierto, que
"el mestizaje de culturas no produce sino deformidades",
frase de combate, acalorada improvisación del instante ago-
nista, que se le escapa a Valcárcel en su noble deseo de rei-
vindicar al indio y devolverle la situación que reclama. Bien
se ve ello es un decir vehemente. Los mismos "Nuevos in-
dios", que nos pinta, revelan argucias de mestizos, aparte de
la cazurrería india. Mestizos que escucharon a Ghandi y
que empiezan a conocer el secreto de la lucha pasiva, de lo
no cooperación.
El noble afán de Valcárcel en este libro que se presta al
debate, y así entiendo yo la mejor manera de ponerle colo-
fón; noble porque se dirige al humilde, es sincero y se encari-
ña con la tierra misma, le arranca estampas admirables a
las extrañas andinas: el caballista chumbivilcano y el po-
blado mestizo, son dos aguas fuertes, semejantes a los "hom-
bres de piedra" de otro libro suyo, y anuncian al robusto es-
critor, capaz de producir vigorosa obra autóctona.
“Sin ser indios” ... dice Valcárcel en alguna página. Y es
así. Él no es indio. Ciudadano adoptivo del Cuzco, nació en
Moquegua y su cultura ha sido española, según se transpa-
TEMPESTAD EN LOS ANDES 178

renta en el tono de su obra. Por más que él odia al Conquis-


tador, demoledor del Imperio, -aunque no quiere una resu-
rrección del Incario, como sugieren algunos ingenuos-, su
abolengo hispánico se revela en su prosa orquestada a la es-
pañola. Por eso mismo, se yergue furioso contra la férula: de
la Academia y propone una ortografía original, que ya usan
muchos. Me limito a objetar pancescamente. Nada ganamos
reemplazando el “gua” español con la "w", que no es perua-
na, sino sajona. Tampoco ganamos mucho con sustituir la
"c" fuerte por una "k", que tampoco es peruana , sino germa-
na. Pasar de Madrid a Berlín y Londres, no nos da el derro-
tero del autoctonismo. Prosódicamente nos quedamos en las
mismas. Gráficamente, erizamos de postes los renglones. El
queshua lo que requiere es uniformar la grafía y la proso-
dia.
_______
El cosmopolitismo lleva al nacionalismo, según lo demos-
trado la experiencia histórica. Argentina nos da el ejemplo
más próximo. La calumniada y odiada Yanquilandia -ca-
lumniada por quienes la creen desprovista de espirituali-
dad, odiada por los que justamente recelan de su absorcio-
nismo- brinda un paralelo inmediato. Sin mestizaje no con-
cebimos el cosmopolitismo y éste es una antesala forzosa del
progreso. Algún ahincado investigador de cuestiones étni-
cas, Finot, refiere que hasta los cerdos, para ser mejores, se
cruzan; y que no hay mejor fruto humano que el mestizo. Ri-
cardo Rojas, en la Argentina, (Eurindia), y José Vasconce-
los, en México (Indología), puntualizan la necesidad del
mestizaje en América. La evolución social de la endogamia a
la exogamia trasunta, en el ámbito familiar, la misma ten-
dencia. Pero, abrir las puertas a lo cosmopolita, no es ser
absorbido por ello, no es imitar a Francia, Rusia o España,
o a todas ellas. Por el contrario, se requiere no perder de vis-
179 LUIS E. VALCÁRCEL

ta la realidad propia. Tierra nuestra y raza autóctona serán


los númenes de nuestro cosmopolitismo.
La raza queshua, como núcleo de esa transformación, de-
berá proveerse de las armas que disponemos los hombres li-
bres: independencia política y económica efectivas y cultura.
Quizás para esta evolución haya que sacrificar algunos dog-
mas provisionales. Pero, ello es nada con tal de llegar a la
meta. En toda campaña hay siempre dos medios de llegar al
fin: el violento que provoca reacciones, muchas veces perju-
diciales, y el metódico, que, día a día, conquista una posi-
ción y, tramo a tramo, avanza siempre. El totalismo conduce
a este último camino. Armoniza porque el almo es demiurgo.
Une, porque "el mal de la Raza es el olvido" y de ese mal ex-
trae la más saludable cooperación. Sobre las cenizas del
odio trocado en olvido, bien pueden ajustarse los cimientos
de la nacionalidad futura.
Abrir las entrañas de nuestra tierra, sondearla con nues-
tras propias manos, no significa desdeñar lo ajeno... Aprove-
chemos cuantos elementos nos vengan, que para eso nos cos-
mopolitizamos pero sin perder de vista la nacionalidad. Y
de este modo, sea nuestra tarea, no la de adaptar la reali-
dad peruana a la de cualquier país extraño, sino la de apro-
vechar lo exótico, en cuanto se acuerde, convenga e interese a
nuestra urgente reforma nacional.
Y así "Tempestad en los Andes", se trocará en "Tempes-
tad en el Perú".

LUIS ALBERTO SÁNCHEZ


1927.-LIMA.
TEMPESTAD EN LOS ANDES 180

Índice
44 AÑOS DESPUÉS..............................................................2
PROLOGO..............................................................................4
TEMPESTAD EN LOS ANDES..........................................12
Como un ladrón en la noche............................................13
El milagro........................................................................13
¡Dejadnos vivir!................................................................14
Avatar..............................................................................15
El sol de sangre................................................................17
Un pueblo de campesinos................................................20
La palabra ha sido pronunciada.....................................22
El apóstrofe......................................................................24
DETRÁS DE LAS MONTAÑAS..........................................27
Los ayllus.........................................................................28
La mujer que trabaja.......................................................30
Un mundo........................................................................31
Secreto de piedra.............................................................32
Poblachos mestizos..........................................................34
El inka rubio de Paukartampu.......................................36
El carnaval de Oruro.......................................................38
El tesoro de los Inkas......................................................39
LA SIERRA TRÁGICA.........................................................41
El pecado de las madres..................................................42
181 LUIS E. VALCÁRCEL

El embrujado....................................................................45
Los vampiros....................................................................48
Fratricidio........................................................................50
El crimen del desertor.....................................................52
La danza heroica..............................................................55
La incineración sacrílega.................................................55
Hambre............................................................................58
El licenciado.....................................................................60
Ensañamiento..................................................................63
LOS NUEVOS INDIOS.......................................................66
La parcela........................................................................67
El consejo de los ancianos................................................69
El amor de don Rodrigo...................................................71
El mito de Kori Ojllo........................................................74
El “Ponguito”....................................................................76
El cura de Kawana..........................................................77
Waman, Sargento............................................................80
La nueva amistad............................................................82
La nueva escuela.............................................................83
Los misioneros de cultura...............................................84
El hermano adventista....................................................86
Amor y raza......................................................................87
El indio a caballo.............................................................89
El indio a soldado............................................................92
TEMPESTAD EN LOS ANDES 182

La gran parada................................................................93
Coca, alcohol, carne.........................................................96
Indios electores................................................................97
Los indios artistas...........................................................98
La rebeldía ortográfica....................................................99
IDEARIO............................................................................102
Ideario............................................................................103
El Perú, pueblo de indios...............................................112
Costa y sierra.................................................................115
EL PROBLEMA INDÍGENA.............................................118
Conferencia leída en la Universidad de Arequipa el 22 de
enero de 1927.................................................................119
¡ARRIBA LOS INDIOS!.....................................................133
De Franz Tamayo..........................................................134
De Ricardo Rojas............................................................137
De Arturo Capdevilla.....................................................137
De Baltasar Brum..........................................................139
De Francisco García Calderón......................................139
De Antonio Caso............................................................140
De Lord Bryce................................................................141
De Leopoldo Lugones.....................................................141
Lugones y un sabio peruano..........................................142
De Dora Mayer...............................................................145
De Lothrop Stoddard.....................................................146
183 LUIS E. VALCÁRCEL

Mr. Ross y un sabio cuzqueño.......................................147


De Ernesto Quesada......................................................148
De Manuel Gamio..........................................................150
De José Carlos Mariátegui............................................152
LA ACCIÓN ADVENTISTA..............................................154
La obra educacional de los adventistas.........................155
La instrucción en la república.......................................160
Vocabulario.........................................................................167
COLOFÓN..........................................................................173
TEMPESTAD EN LOS ANDES 184

Este libro se terminó de imprimir


el día 15 de Setiembre de 1976 en
los Talleres Gráficos de
EDITORIAL UNIVERSO S. A.
Av. Nicolás Arriola Nº 2286 Apdo.
241 - Telf. 24-1639 La Victoria -
Lima - Perú

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