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El día en que murió la luna

por Gonzalo Menéndez González

Panamá, 2018
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Al Santiago de Chile que conocí y que vivirá en mis recuerdos.

A la ciudad convulsa de mi infancia, la Panamá verde.

A la Caracas de las esquinas y sus historias.

A los amigos nicas.


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Pero una permanencia de piedra y de palabra:

la ciudad como un vaso se levantó en las manos

de todos, vivos, muertos, callados, sostenidos

de tanta muerte, un muro, de tanta vida un golpe

de pétalos de piedra: la rosa permanente, la morada:

este arrecife andino de colonias glaciales.

Pablo Neruda

Canto General
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Capítulo I

EL ATENTADO
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Domingo 7 de septiembre de 1986. La tarde está muriendo y el frío aparece como es su

costumbre en estos días, invisible, anónimo. El General Augusto Pinochet sale al portal de la casa

amurallada, respira profundo, camina con su esposa hacia la piscina. Viste su traje militar gris

con sus usuales ribetes rojos y estrellas doradas. Como parte del procedimiento de seguridad, se

escuchan comunicaciones de radio en el entorno, cada jefe reporta la situación y las posibles

novedades. Todo está en calma. No tiene de qué preocuparse. Los numerosos soldados siempre

vigilantes custodian a los miembros de la familia y estos, ni notan que los hay escondidos en

muchos sitios en los alrededores de la residencia. Él y su mujer aún están algo dolidos por la

muerte de Jorge Alessandri ex Presidente de Chile, ocurrida hace una semana en el Hospital

Militar. Admiran a esa casta familiar de donde salieron insignes políticos, y por tanto, los

consideran un emblema del país que desean. Con el rostro arrugado y carente de palabras, el

domingo anterior en horas de la madrugada, el General había salido con gran apuro ante la noticia

de la muerte de Alessandri. En esa ocasión, un comando del Frente Patriótico Manuel Rodríguez

(FPMR) lo esperaba con ansias. La operación tuvo que ser cancelada y el General no supo cuánto

le favoreció que se muriese Alessandri. Pero este domingo es diferente. Los esposos se sientan en

unas sillas mecedoras de metal. Se balancean sin apuros. Miran el cielo cristalino como

examinándolo. Hoy el General está muy sereno, como ocurre tras fuertes campañas guerreras. La

tarde está tranquila y fuera de los ocasionales sonidos de las radios, solo se escuchan algunas

aves.

– A ver mijito, ¿cómo haremos esta semana con las visitas que tendremos?– le dice su

esposa, con el aire ligeramente autoritario con que siempre se dirigió al militar.

– Como siempre, Lucila, como siempre– le responde con cierta parsimonia a quien ha

sido no solo su acompañante en la vida, sino su primer gran reto. Augusto Pinochet aun recuerda

los desplantes de la familia Hiriarte y la sutil actitud distante y casi despectiva con la cual su
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suegro lo toleraba, ya que lo consideraba un fracasado. Pero, esto ha cambiado. Han transcurrido

muchos años desde aquellos en los cuales no era más que un oficial del montón. Luego de un

rato ameno, ambos se levantan y dan vuelta como suelen hacerlo, como si la rutina estuviese viva

y manejara sus actos. Las mecedoras se quedan solitarias pendulando a dos fantasmas. Es hora de

partir a la ciudad. Se acabó el descanso dominical y hay que volver a los asuntos de gobierno, que

no son pocos. Van hacia el auto que lo llevará a Santiago. Ella se quedará un par de días más.

Llega el pequeño nieto y son tres los que se mueven hacia los autos. Lucila Hiriarte de Pinochet

viste un elegante abrigo de piel, un gorro de fina lana y unos delgados, pero estilizados guantes

de lanilla. El dictador lleva su uniforme como obliga su protocolo, o quizás la rutina. Los autos

esperan con las puertas abiertas, y en cada uno, los integrantes de su escolta. Una laucha enorme

brinca en el jardín. La mujer se persigna, su susto fue grande, porque es la primera vez que un

roedor de aquellos se escabulle por las coníferas y los cactus que adornan el patio. Ante su

sobresalto, el General algo alterado por la reacción de su esposa, inmediatamente manda a matar

al animal. No lo quiere cerca. Está consciente que de esa forma pragmática ha tomado y tomará

sus decisiones: rápido y de manera efectiva. Se siente orgulloso de ser así, un líder. Sin protestas,

los soldados obedecen y comienzan la caza, la cual no tendrá fin hasta que hayan matado no una,

sino todas las lauchas que ronden la casa, porque si algo han aprendido con el militar, es

interpretar sus órdenes.

–Abuela, no te preocupes. Las lauchas y las vizcachas son de este tipo de lugar– le

consuela su nieto de diez años– no hacen daño. El General lo mira con cierto aire de

comprensión, pero la decisión está tomada y no dará marcha atrás. Ve hacia su edecán y con un

movimiento muy sutil de cabeza, se reitera en la orden girada.

Aunque ha transcurrido algún tiempo, en la cabeza de Pinochet está aún la escena del

domingo pasado. Se ve a sí mismo, saliendo apurado a acompañar a ese cadáver aún tibio. Lo de
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Alessandri le da vueltas y vueltas como un tiovivo. Su muerte inesperada tiene algo de vaticinio,

aunque trata de no pensar más en ello. Siente que ha vivido este momento antes. Quizás sea un

deja vu, una escena familiar y al mismo tiempo, extraña, desconocida. Ese recuerdo le llega hoy

al momento en que se despide su esposa, quien se acerca, le besa en la frente y algo reflexiva le

sugiere que mejor lleve consigo a su nieto Rodrigo y no en el auto de la escolta civil.

– ¿Y eso? Él ya es un hombre y le gusta viajar solo– replica el militar.

– No, Augusto, prefiero que lo lleves contigo. Es un presentimiento y debe ser así. Eso

jamás lo entenderás de nosotras las mujeres–. Lucila Hiriarte da por entendido que se hará como

ella quiere, ya fuera por algún presagio o capricho. En actitud algo flexible, pocas veces vista,

pues no acepta órdenes y menos, públicas, aprueba con algo de resignación la orden de su esposa

y el niño es llevado al otro auto, al asiento de atrás, junto a él. En fin, no quiere discusiones con

ella, además, ya ha aprendido a obedecerle, en especial por lo de los presentimientos.

Hace algún tiempo la luz se escondió entre las montañas y el frío habitual de ese mes les

recuerda a todos que aún es invierno. Las montañas aún nevadas en sus cumbres parecen

guardianes silenciosos. Hay algo de ceremonia en la despedida. Pinochet sigue pensativo y no

sabe por qué se le viene a la mente que septiembre fue el mes en el cual Alessandri y Allende se

midieron en el Congreso para definir las elecciones de 1970. Un número le amarga el rostro: 35.

Sólo sacó 35 votos contra 153 de Allende. Trata de olvidar el asunto, total ya es historia.

Además, como ex Presidente, Alessandri recibió un sepelio de altura como solo él podría dárselo

a ese notable chileno. Incluso más, recuerda que lo había puesto al frente de la Comisión que

redactaría la nueva Constitución. ¡Qué honor mayor para el ex candidato, diputado y ex

Presidente de Chile, que redactar los nuevos caminos, las nuevas guías del futuro de todos!

También fue en un septiembre el golpe, la operación perfecta para acabar con los marxistas de la

Unidad Popular.
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“Septiembre, mes de la patria, mes para poner todo en orden, mierda. Sin duda, sin

duda”– se dice a sí mismo, mientras se apretuja en el asiento con su nieto. Recuerda una frase de

su primer discurso formal en Septiembre de 1973: “…las Fuerzas Armadas y Carabineros

asumieron el gobierno inspirados en la noble misión…velar por mantener el orden interno y la

seguridad física y moral de todos los conciudadanos.“ También en Septiembre, pero en 1983,

siguiendo algunas recomendaciones de sus allegados, abrió un proceso de negociaciones políticas

y para ello nombró a Onofre Jarpa como encargado de las consultas. La gente en ese momento

empezaba a perderle el miedo, y a él no le agradaba que ni se mencionara siquiera la idea de

reducir su período constitucional. Todos los meses de septiembre de varios años se le mezclan en

la cabeza y lo abruman. Sin saberlo, está en medio de un remolino de ideas y recuerdos que lo

sorprende en medio de esa tarde que muere. Ve a su Lucila. Ve el cielo por el cual daría su vida.

Una última mirada de adiós se dan los esposos y el vidrio oscuro los separa lentamente. Mientras

se acomodan, reflexiona. “Marina, Marina Lucila, quien lo diría que a pesar de los malos deseos

de tus padres, aún sigamos juntos, casados, con hijos, nietos y ahora, al frente de la patria” –se

dice Augusto Pinochet, mientras mira al pequeño Rodrigo. Sentado en el cómodo asiento de

cuero del lujoso Mercedes Benz blindado comprado hace unos días por la Presidencia, sigue

meditabundo, algo disperso, no sabe por qué, pero en su cabeza suena una cueca tradicional de

Los Huasos Quincheros. Los ve a caballo, trotando orgullosos en una especie de cabalgata. Van

portando una bandera chilena cada uno. Esta imagen en su cabeza le infla el pecho y siente que

no hay ningún remordimiento por ninguna situación que haya tenido que decidir. Sigue la cueca

en su cabeza. Hasta la va tarareando. Ayúdeme usted compadre, pa’gritar un Viva Chile, la tierra

de los zorzales y de los rojos copihues…Chile, Chile lindo, ¡Cómo te querré! Que si por vos me

pidieran, la vida te la daré… Todos esperan que el General, como es su costumbre, ordene la

partida. Respetan su silencio, hasta que su jefe de escoltas se atreve a interrumpirlo.


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–¡Sin novedad mi General!– casi grita el oficial, mientras taconea sus botas lustrosas– la

caravana está lista. Cuando quiera podemos partir. Los agentes del CNI han peinado los 33

kilómetros de la ruta y no han encontrado novedades, los muchachos ya cargaron las Uzis y están

a la espera – le informa el Capitán de Ejército Juan Mac Lean Vergara. Pinochet recobra un dejo

de severidad no sólo en su mirada, sino en sus gestos y asiente con energía que partan de una vez

por todas. Así se hace. Finalmente la caravana de cinco autos va andando por la ruta G25. Dos

motos van delante, detrás un auto de escoltas. El segundo vehículo es un Mercedes blindado gris

en el cual va con su nieto. El tercero es otro auto de escoltas, el cuarto, otro Mercedes gemelo que

sirve de señuelo. Cierra la comitiva, el último auto de escoltas, un Ford del año. Como es

costumbre, van bajando a 120 Km por hora y en un mismo carril, pero en formación alternada,

como fueron instruidos desde sus conductores y guardianes. Semejan un tren descarrilado que

amenaza con arrasar lo que encuentre, un torrente metálico de cinco vagones y a la cabeza, dos

motos que parecen los ojos de aquel gusano de luz que desciende apurado por la vía curvilínea

hacia la gran ciudad. La carretera es de asfalto, está en perfectas condiciones. Son dos carriles

angostos, sin agujeros, que van serpenteando las montañas, pero uno está saturado de vehículos,

en su mayoría, de turistas. La comitiva de avanzada los detiene a todos hasta tanto pase el

General. Cruzan San José de Maipo. Llevan más de diez kilómetros recorridos. Dentro del auto,

Pinochet conversa con su nieto. Sus escoltas van en comunicación de radio. El niño va como

siempre lo hace, auscultando las caras y los gestos de quienes ve a través del cristal blindado. Se

siente emocionado de recibir muestras de alegrías y saludos, las siente como si fuesen para él.

Son un caleidoscopio de ojos y rasgos que hasta lo marean. Cada tanto ve, unos ojos de ira que

parecen decir mucho. Y los resiente, quizás por ser un niño. También ojos neutrales, básicamente,

indiferentes. El auto nuevo, como lo llama, es más lujoso, y aunque no lo sepa, es más seguro. El

general no repara en esos ojos brillantes de rencor que deja atrás a gran velocidad. No encuentra
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nada extraño en ello, siente que todo va según lo usual de cada otoño y primavera, que es cuando

emplean la casa de campo. Parece un viaje de rutina como tantos otros anteriores. Pero, no será

así. Son las 18:06.

Aún se ven grandes manchas de nieve en las montañas hacia el Cajón del Maipo. La fría

brisa hace tiritar algo a Migdalia y a la Peque, quienes simulando ser turistas, se acercan al

residencial Inesita en San José para subir a su habitación. Hay nerviosismo. Saben lo que se están

jugando en la operación, pero para ello se han preparado durante años. Esperan el paso de

Pinochet. Esta vez no ocurrirá que no lo vean trasladarse, en ello han empeñado sus palabras, y lo

harán con profesionalismo. Son las 18:10. Aún no pasa nada.

En horas previas al mediodía, habían salido con sus cámaras fotográficas y aspecto de

extranjeras, a recorrer el pueblo. Cuando el hambre les obligó, se dirigieron al restaurante de

Inesita, la anfitriona. Su recomendación no falló, una cazuela de vacuno que resultó un gusto.

Una mazorca de maíz con un trozo de carne y zapallo, adornado con cilantro les llenó el alma.

Una copa de vino tinto y un postre fueron suficientes para no sólo sentirse satisfechas, sino para

llevar a Migdalia más que a la Peque, al lugar común por el cual se encontraban en esta

operación, su amor a la patria y a su gente. Inesita es famosa en la zona por su gastronomía. Sus

platos, la amabilidad con que trata a sus clientes y la sencillez de su entorno, hacen de esta

mujercita de cachetes eternamente rosados, tan chilena como el copihue, una abuela adorable. En

su residencial, esa casa modesta de dos plantas, con apenas unas cuantas habitaciones pequeñas,

se respira un calor de hogar que incita a cobijarse y dejarse amar. Algo viejita, sabe cómo adoptar

a sus visitantes como a su familia, y eso lo agradecen todos los que se alojan en su pequeño

hostal. Con la Peque y Migdalia ha habido distanciamiento, un cierto misterio que la dueña no

sabe desentrañar, pero que tampoco le resulta un problema. “A fin de cuentas, no todos somos
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iguales”–se dice. Una ventana casi siempre cerrada permite desde el cuarto principal, una vista

panorámica de las calles aledañas. Las chicas se han hecho pasar por una turista suiza y una

amiga del sur que están recorriendo el país. Han sido algo distantes con la bondadosa Inés, pero

por razones de seguridad, no deben intimar con nadie. Eso no evita que la Migdalia se sienta algo

melancólica. Puede perder la vida en esto y lo sabe. Pero también está consciente que quiere un

país libre. Se lo ha dicho muchas veces al espejo. “Chile, la patria, esta tierra de volcanes y

poetas. Por mi familia, mi niña y por todas las niñas que sufren en este momento, por los niños de

mi población, por mis torrentosos ríos y su Cordillera, por los días escondidos, las carreras en la

noche dejando atrás lo querido, los mocosos sobrinos de doña Adriana que fueron asesinados

frente a sus padres para que delataran a los compañeros del partido…, en fin, por tantos amigos

desaparecidos o muertos que quisieron una patria mejor. Por todo ello, es mi renuncia a una vida

cómoda. Esa renuncia a ver a mi niña entrar a su escuela todos los días, llevada de mi mano, y

ella despedirse con una tierna sonrisa como hacen todas las otras. Mi vida, la daré si es necesario,

para acabar con el dictador asesino que mantiene a Chile en agonías…” meditaba mientras la

cazuela le calentaba el estómago. El sabor del zapallo del caldo le recordaba la sopaipilla con

chancaca de la doña Adriana. También las veces que invocaba la lluvia para que la preparara.

“Sin lluvias no hay sopaipillas”– le decía recelosa la anciana. Mientras más comía, más triste se

tornaba. En cada cucharada, una parte de su pueblo y sus asuntos le humedecían el alma como

una fría llovizna de otoño que cae y cae silente, sin parar. Sin duda, comer ese domingo y en esa

forma, la entristeció. Era como comerse a cucharadas a la tierra que ella quiere ver libre.

Un par de días antes habían visitado la región con la idea de conocer a fondo, lo que ya

conocían. Se podría decir que tenían en sus memorias cada recodo, cada curva de aquella vía.

Para no levantar sospechas, la última vez la recorrieron desde las termas de Colina, pasando por

San Gabriel, El Boyenar, San Alfonso donde estaba el resto del grupo comando, El Melocotón,
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El Toyo, Lagunillas, San José de Maipo hasta Pirque. Terminada la cazuela, el vino y el postre, y

sumidas en un silencio total, las mujeres salieron a fumarse un cigarrillo. A pesar del frío de

cinco grados de temperatura, se podría decir que necesitaban respirar aire puro y fresco,

absorberse el paisaje del pueblo y controlar la espera, evitar la ansiedad para que el tiempo

transcurriese lo más rápido posible, recomponerse el espíritu y asumir su tarea en la operación.

Un día antes del atentado. Ramiro charla con Rodrigo a quien también conoce como Taxi CAB, el

panameño. Están cómodamente instalados en dos sillas sencillas en el patio. Una mesa entre

ambos, los libros y sus ropas les dan un aire de religiosos intelectuales que leen e interpretan la

Biblia. A diferencia del resto de los compañeros, a quienes se les tiene prohibido conversar,

Ramiro está compartiendo con CAB. Hablan de asuntos cotidianos como el clima, hasta que

pasan a otros más serios. Desde lejos pareciera una grata charla entre dos seminaristas, vestidos

como tales, dedicados a una misión religiosa. Dos enormes biblias abiertas reposan sobre la mesa

como espectadores de la extraña conversación. Ambos transmiten una solemnidad que solo dan

los ritos y la muerte. Les cuelgan sendos crucifijos. No cabría dudas de que son hombres

dedicados a la meditación, a la entrega devota, y por tanto, nadie osaría interrumpirles. Se podría

decir que sólo Cristo fue el testigo del encuentro. Alexis, a sabiendas que el chileno sabe en

detalles su vida, puesto que así funciona ese tipo de organización, responde las incesantes

preguntas que de manera casi continua, le formula el Comandante. No había ingenuidad en

aquella reunión y ambos lo sabían.

Los integrantes de la operación no se conocen y ello es parte de la rutina de seguridad del

Frente, la cual está montada sobre fuertes cimientos estratégicos militares. De hecho, el Frente
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Patriótico Manuel Rodríguez es una entidad militar constituida por miembros de la izquierda

chilena y latinoamericana. Pero, Ramiro sí sabe detalles íntimos de cada uno, es parte de la

sección de inteligencia de la organización, la cual se ocupa de formar y moldear a sus integrantes

y usarlos de manera precisa según sus habilidades.

–Taxi CAB, umm... ¿por qué te llaman así?

–Bueno, es una historia larga, pero tiene que ver con una frase que se me ocurrió una vez

y la escucharon unos compañeros. Les dije que para el enemigo, "yo soy el taxi que lo conducirá

a otro destino", de allí salió eso. Lo de CAB, es simple, son las siglas de mi nombre: Capitán

Alexis Bethel, para servirle. También es un juego de palabras. Tú sabes, los gringos llaman a los

taxi, yellowcab. ¿Recuerdas la película Taxi driver con Robert De Niro? La vi cuando estudiaba

en Buenos Aires, por ahí por el año 1977, creo. Esa película me impactó. Pero, a diferencia de los

personajes de la película, yo no me hice voluntario de ninguna campaña de algún político, ni me

metí en esto por la belleza de una rubia como Cybill Shepperd. Ni soy un soldado retirado de

Vietnam. Pero, me siento a veces ese conductor, ese hombre fuera de contexto. En mi camino,

como si fuera en un taxi, voy escuchando a la gente, a los comunes, a los que nadie ve, y voy

sabiendo sus historias. En ese taxi de la vida, soy testigo de crímenes, de basuras que deben

limpiarse, veo de todo. Veo muchas injusticias que estoy seguro que se pueden remediar, pero no

veo intenciones reales de hacerlo. No hay verdaderos compromisos de nuestros mandatarios con

esa idea. Es entonces cuando me provoca hacerlo a mi modo. Claro, ni soy gringo ni quiero serlo

ni mi ciudad no es Nueva York. Es más, no me interesa ir por allá. Quizás por ello me involucré

desde temprano en la lucha de clases. Por eso me hice soldado, porque amo a mi gente, sus

ruidos, sus cosas, soy muy de acá. Eso sí soy, un soldado del pueblo. Y los soldados del pueblo

debemos estar juntos para ser un ejército del pueblo. De otro modo, sin unión, no venceremos al

enemigo.
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– ¿Pero tu taxi es latinoamericano, no?

– Por supuesto, compañero. ¿De qué otra forma se podría comprender la historia de este

continente, sino no es de manera integral? Los problemas que padece nuestra gente son los

mismos y son comunes sus enemigos. El hambre es la misma en el altiplano de Bolivia, que en el

norte de Guatemala, en Haití, en una favela de Sao Paulo, en las costas de Bocas del Toro en

Panamá o en el sur de Chile. La explotación es la misma. El desprecio por los pobres es el

mismo. El llanto de un niño enfermo que se oye por nuestros montes y ciudades, no conoce

idiomas, es el mismo. Por eso estoy aquí, para matar la raíz de ese cáncer que acaba con nuestra

gente.

– Estuviste en la Escuela Técnica Superior del Ejército argentino. Supe que tomaste la

especialización de explosivos. No te graduaste, ¿cierto? ¿Qué has hecho con eso?

– Hacer, tanto como hacer, pues poco. He estado en acciones específicas en las que me ha

tocado enseñar a algunos militantes a emplear adecuadamente los explosivos y no salir herido o

saber cómo manejar bien su efecto destructor. Digamos que he participado en docencia para

jóvenes revolucionarios. Pero, también estuve en el Frente Sur en la lucha para derrocar a

Somoza, el verdugo de Nicaragua. Allá empleamos minas para asegurar nuestra retaguardia. Allí

conocí a un hombre grande, médico internacionalista, Comandante Hugo Spadafora. En realidad,

lo había visto antes, pero fue gracias a su iniciativa que me enrolé para ir a servir a los nicas. Ese

compromiso histórico marcó mi vida.

– ¿Cómo fuiste a parar en ese asunto?– preguntó el Comandante Ramiro.

– Bueno, aún recuerdo al llamado en el cual convocaban a luchadores y voluntarios con la

guerra contra el Tachito. Esa vez, en agosto de 1978, fueron universitarios, obreros, gente de

campo y todo tipo de curiosos a un local en Calidonia en la ciudad de Panamá, donde en persona

el doctor, el ex viceministro de salud, el luchador de Guinea Bissau, reclutaba a su gente. Me


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puse en la fila y me enrolé. Delante había muchachos que se metían sin tener claro ni contra

quien se lucharía ni por qué. Eso me dio más bríos aún, era un compromiso moral con la historia.

Sabían que los hermanos nicas requerían de ayuda. Ese día entendí mejor, la solidaridad. Habían

muchos hombres, y cada tanto, alguna mujer. Allí conocí a una chica que me llamó la atención,

no por guapa, que lo era, sino por lo joven y dispuesta a colaborar como enfermera. Era una

estudiante de periodismo que al final no solo ayudó con su pluma, sino con las armas. Creo que

vive aún en Panamá. Yo me preguntaba si ella estaba consciente del enredo en que nos

embarcábamos. Parecía fugada de su casa. Pero, en el fondo Jossy nunca dudó de su decisión.

¡Qué bella mujer! En aquel tiempo era delgada, de cabello negro intenso y mirada profunda, pero

tierna, inocente, del tipo aquel que no te permite estar cerca mucho tiempo, antes de sentir un

profundo cariño por ella. Dentro de sí, había un temple particular, la fortaleza propia de la mujer

latinoamericana, que conoce del campo y sus asuntos, pero lo mismo se sienta a planificar una

acción guerrera– responde como quien medita mientras habla– todos la querían, tú sabes, una

bella mujer en una guerrilla, pero con su temple, no era para cualquiera de nosotros. Siempre

estuvo cerca de Spadafora. Ella lo adoraba, lo idolatraba. Creo que hasta lo deseaba. Pero, el

Comandante era un hombre de principios y sabía que la disciplina y el deber no debían mezclarse

con el amor pasajero. De alguna manera, nosotros también le teníamos mucho aprecio, sin duda,

un hombre valiente y decidido. Diría, un buen líder, todo un hombre – tras esas últimas palabras,

CAB parece meditar un poco. La charla lleva una lentitud extraña, sin pasiones, pero definitiva,

como ocurre con los días que están encerrados entre el invierno que se aleja y la primavera que

llega. Los hombres siguen conversando con una calidez que despeja algunas dudas iniciales. Se

puede decir que mantienen ciertas formalidades, pero sus corazones parecen destaparse,

mostrándose cómo son. Tras un par de ojeadas al cielo oscuro y transparente, con estrellas que
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empiezan a iluminar con particular brillo, ambos se apretujan un poco en sus ropas y tácitamente

deciden continuar la amena sesión.

–Más de un puente que volamos dejó desmovilizada a la Guardia Nacional del dictador, a

los chigüines como les llamaban. Como te mencioné, a mí me pasaron a las órdenes directas de

Spadafora en el Frente Sur. Él coordinaba acciones con el Comandante Cero, Edén Pastora, ¿lo

recuerdas?– el chileno tan sólo asiente de mala gana y deja que CAB se explaye aún más.

Escuchar el nombre de Pastora le arrugó la frente.

–Fueron pocas las intervenciones de mis compañeros de la Brigada Victoriano Lorenzo,

excepto el bestial cerco que nos hizo la guardia somocista en ruta a Nueva Guinea. Aquello fue

feo. Para aliviar la presión que le habían montado a Estelí, el Frente decidió que se atacara desde

el sur. Pero, los somocistas respondieron con contundencia. No reaccionaron como esperábamos.

Fue una respuesta incisiva y destructora. Allí murieron algunos de nuestros mejores hombres.

Fue lamentable, pero gracias a nuestra fuerza, se mostraba al mundo que los compas, los

hermanos nicas, no estaban solos, que la solidaridad internacional funcionaba. Era increíble como

en medio del tiroteo había quienes cantaban, otros les mentaban la madre a los chigüines, porque

entre esos había conocidos y hasta familiares de los nuestros. Pero, así es la guerra, inclemente, a

veces injusta. Nuestro grupo se integró a la Brigada Simón Bolívar, que la formaban personas de

todas partes, aunque dominaban los colombianos y argentinos. Esa agrupación estaba supeditada

al mandato del Frente Sandinista de Liberación Nacional y bajo esa condición luchamos hombro

a hombro con ellos–. Un silencio momentáneo llegó tras estas últimas palabras. CAB parecía

estar atestado de recuerdos e imágenes. Aunque era poco expresivo, resultaba obvio que el asunto

de Nicaragua estaba presente en su corazón. Un brillo en sus ojos lo delataba. Ramiro callaba, era

parte de su estrategia diaria, hacer silencio y observar. Era lo que estaba haciendo con CAB,

observarlo.
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–Allí conocí a un Comandante chileno que me impactó, el Comandante José Miguel, tú

sabes, Pellegrini. Tuve la honra de verlo disparando, avanzando con furia en un campo abierto

contra la Guardia de Somoza, gritándole a sus compañeros que lo siguieran. En ese momento

supe que mi vida estaba rifada, que no volvería atrás. Me levanté de la trinchera y seguí su

ejemplo. Otros hicieron lo mismo y avanzamos contra la fuerza élite que quería cercarnos. Nos

las jugamos todos. Los somocistas se sorprendieron. Corrieron asustados y confundidos,

dejándonos flancos abiertos por donde escapar. Los corrimos de esas áreas y nos salimos del

cerco. Mira, ese hombre quedó en mi cabeza disparando por siempre. Pellegrini, Pellegrini,

¿quién diría que Latinoamérica nos juntaría de nuevo?– dijo meditabundo. Ramiro no dijo nada,

siguió callado auscultando a CAB.

–También había otros compañeros del Partido Comunista chileno muy decididos a acabar

con los militares de la dictadura del Tachito. Gente dispuesta a todo, a cambio de justicia y futuro

para la gente. A esos tampoco los he olvidado. Cada vez que las dudas me asaltan, los recuerdo.

Ese ejemplo y el de Pellegrini, me dieron las fuerzas que requería para decidir que mi vida sería

una tómbola, una lotería, y que el premio mayor lo ganaría la patria de Bolívar, la Patria Grande.

También por él, por el Comandante José Miguel, me decidí a integrar el FPMR.

–¿Y después?– le preguntó Ramiro. Una mirada incómoda se le escapó a CAB. Aún

guardaba resentimientos de su salida de Nicaragua. Bajó la cabeza y guardó silencio.

–¿Después cuándo?

–Después, después, cuando los botaron de Managua.

–Esa parte prefiero hablarla en otra ocasión. Obviamente fuimos traicionados y la Patria

grande de Sandino no fue lo que se instaló...nos botaron a Panamá como si fuéramos perros

sarnosos...Fuimos a hacer una revolución, no un parapeto– respondió algo meditabundo. Un

profundo silencio fue roto por el chileno.


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–Una vez vi una foto de 1969 de Torrijos con Somoza. ¿Eran amigos o no?

–No sé qué decirte. Hay gente que afirma que sí lo fueron un tiempo, que incluso Tachito

ayudó a Omar a regresar de México en su propio avión cuando le estaban dando un golpe de

Estado en diciembre de 1969, que le mandó hombres en armas y lo escoltó hasta que aterrizó en

la ciudad de David, que gracias a esa acción, salvó el pellejo y su gobierno. Pero, si fueron

amigos o no, no lo sé. Es raro porque una vez el General Paredes, muy cercano a Torrijos, me

dijo que ellos salieron en un avión alquilado por el embajador de Panamá en México, y que

pararon a recargar combustible en San Salvador. Al parecer ese avión pequeño fue canjeado por

uno más grande, un Aerocomander de mayor autonomía. Que allí cambiaron de piloto. Un

experto los trajo de vuelta. La vaina es que con ayuda o no de Somoza, el hombre recuperó el

poder. Lo que es evidente es que terminaron odiándose a muerte. Se dicen muchas cosas, entre

otras que Omar se metió con la amante del Tacho, Dinorah Sampson, una mujer atractiva,

periodista dinámica, y ante todo, joven e inteligente. Otros dicen que Omar le debía dinero al

Tachito, y como el nica era muy celoso de sus negocios, es probable que por allí iniciaran los

problemas. Pero, yo no creo que haya sido así. El Tacho era formado en las huestes de la

Academia West Point y allá lo primero que te enseñan es a desconfiar. Tigre no come tigre. Y

estos dos eran unas fieras. Dicen que fueron los gringos los que obligaron a Carlos Andrés Pérez

de Venezuela y a Torrijos a apoyar a los sandinistas, a cambio de una democracia en la tierra de

Sandino. En todo caso, fue en ese tiempo cuando me enrolé, sabía de armas y lodo, no de política.

Eso se lo dejamos a los de arriba, a los dirigentes.

–También estuviste en Santiago durante los setentas. ¿Qué encontraste aquí que fuera

muy diferente de tu patria y que te impresionara para siempre?– dijo Ramiro, mientras ambos

sentados en torno a una pequeña mesa, disfrutaban unas tazas de té y un par de marraquetas con

mantequilla en la hora de la once, en el patio de una casa de San Alfonso, la modesta Residencial
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Carrió. La noche se acercaba con sus titilantes astros distantes, y los amigos seguían sentados

inalterables. Quien los viese de lejos podría pensar que se trataba de una sesión de un profeta a un

discípulo. La ropa de seminaristas les ayudaba. Aunque en el fondo, esa conversación bien podría

haber sido una sesión educativa, del maestro al alumno. Quizás fuese eso.

–Me resulta difícil responderte esa vaina. Hay muchas diferencias. No sé, se me ocurre

que ver tan de cerca la Cordillera de Los Andes en invierno, esas montañas tan grandes y tan

cerca de uno o quizás ver el sol aparecer sobre la nieve todas las mañanas. Todo ello me resulta

fascinante. En Panamá el sol sale por el mar y se oculta por el mar. De hecho, nuestra

independencia de Colombia en 1903, que hay quienes la llaman separación, se dio durante una

tarde donde el sol se ocultaba en el mar y la luna ya estaba en el firmamento. Los astros siempre

nos gobiernan y están girando allí, como si vigilasen que nos vaya bien. Nuestro escudo está

diseñado considerando esa singularidad, un sol y una luna juntos. Otro asunto de tu tierra es lo

corto que es el día en invierno y lo extensamente largo en verano. Eso me desconcierta. En mi

patria no es así. Son doce horas de luz y punto. En mi pueblo, por ejemplo, a diferencia de lo que

he visto acá, hay mucha agua por todos lados, y los campos son siempre verdosos. Incluso en la

temporada seca, encuentras plantas verdes en medio de pastizales amarillentos y secos. Hasta en

los techos de las casas hay que hacer mantenimiento, ya que con la humedad es suficiente para

que crezca un árbol. Pero, agua, esa sí la consigues siempre. De niños nos bañábamos en los ríos

y no había muchacho que no disfrutase aquello. Aquí es diferente. Todo depende del clima. Te

puedes morir en la calle en invierno, allá hasta borracho te puedes quedar en una banca de un

parque y no pasa nada. Cuando mucho, te ganas un resfrío. A ustedes se les mueren los

borrachitos con las heladas. Pude conocer la costa en febrero, y me helé cuando me zambullí en

el mar. Eso no lo aguanta nadie. Imagínate, caminar por la playa con ropa en verano…eso jamás

lo verás en mi tierra, donde el sol y la playa siempre son sinónimos de calor y piel bronceada.
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Acá todo lo es el clima. Piensas en el invierno cuando aún es verano, y la ropa es diferente. En mi

país no importa, si llueve, pues te mojas y punto. No trasciende. Si hace sol, te pones un

sombrero y ya. El sol es calor y la oscuridad no es sinónimo de frescor. Nuestros bosques tienen

idiomas de animales que no paran de charlar. Tus bosques son altos y sencillos, silentes, callados

como iglesias. No hay desorden. En mis rastrojos, todo es espinas, cortaderas, raíces, hojas

nuevas, hojas muertas, telarañas, silbidos, huidas, emboscadas, huecos de serpientes, o de

armadillos, nidos de pájaros llenos de hormigas, en fin, hay un universo que palpita en cada

esquina. Tus bosques son santuarios de paz.

–El suelo de ustedes es polvoriento, muy fino, como si faltara agua para mantenerlo firme

y húmedo; en cambio los nuestros son oscuros y frescos. En épocas de lluvias, el barro es una

pasta rojiza que se adhiere a todo. De eso guardo muchos recuerdos. Claro en verano es diferente,

en zonas muy secas, las arcillas rojas parecen teñir los caminos y los aires. En general, hay

disparidades que no sé explicar bien. Yo creo que el clima hace una gran diferencia, pero también

el paisaje. El trópico está lleno de sorpresas, animales e insectos por todas partes, aquí hay que

salir a buscarlos. Ahh…también los temblores. Eso no lo conocía hasta que llegué aquí. Me

aterrorizan aún. Son todos los días. ¿Cómo hacen para acostumbrarse a esas fuerzas salvajes de la

Tierra? No se puede vivir en un lugar que todos los días se sacude y te recuerda que morirás

aplastado por rocas o casas, postes o árboles centenarios.

– Tampoco se puede vivir en un país donde las lluvias se arrancan todo en segundos y

después sale el sol como si nada, donde tras las inundaciones de cada invierno, quedan

cocodrilos, serpientes venenosas en las casas y zancudos que matan a la primera picada– le

replica el chileno.

– Está bien, entendí el mensaje– dice el panameño, sonriendo y aceptando con un

movimiento de cabeza que su amigo tiene razón–. Se vive donde se nace o donde se decide o
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simplemente, donde toca estar o donde se lucha por una sociedad mejor. En todo caso, cualquier

lugar es bueno si se tiene la mentalidad abierta y la capacidad de integrarse. Bueno, continúo con

mis primeras impresiones de Chile…– dice CAB retomando la conversación.

– También me impresionaron las lindas mujeres chilenas. Siempre curiosas por saber de

nosotros, nuestro acento tropical y la piel cobriza de indio que tengo. ¿Te das cuenta que todos

los indios nos parecemos? Al final de cuentas, somos la misma vaina. Pero me daba pena

acercarme a las chicas. No podía, me congelaba.

– Puchas que sois raro– comentó sonreído el Comandante– ¿y cuándo llegaste de vuelta a

Chile, qué sentiste?

– Llegué a Santiago en 1985 con el recuerdo intacto de haberme tomado un fuerte trago

de ron que me había ofrecido el compañero Cleto Moure del Partido del Pueblo en una cantina de

mala muerte en Calidonia. Esa fue una despedida obligada de quien alguna vez fue mentor en mi

juventud. ¡Qué bueno es ese líquido de la caña de mi tierra! El ardor de llamas quemándome la

garganta me lo dan, el ron de caña de Pesé en Herrera y el Pisco peruano. No hay otros.

– Bajé del avión y presenté mi pasaporte en Pudahuel. Te juro chileno, que cuando me

entregaron el pasaporte me dije, mi hermano, aquí está enterrado tu destino. Tomé un taxi negro

y amarillo, un auto viejo. Al poco tiempo, me vi andando por la Alameda. La amplia avenida de

árboles negruzcos, que yo conocía excavada por el metro. Caminaba por las mismas calles que

recorría para ir al Colegio. Mientras lo hacía, mis viejos recuerdos se fueron apoderando de la

realidad, y curiosamente, me sentí como el muchacho aquel que fui. Eran los primeros días de

Junio. Primero me dirigía desde la Calle del Ejército hacia la Sazié, allí doblaba a la derecha, e

iba contando casas. Esas de aspecto francés con sus caras mustias, como si un descuido general

las hubiera llenado de polvo, y dentro, con sus caras de museos, respiraran siglos pasados. Como

si la gente de cada una quisiera mantener ese aspecto de roca gastada por el tiempo y quisiera
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también que los empedrados y adoquines fueran los caminos eternos para recorrerlos de ida y

vuelta, una y otra vez. Era un sentimiento extraño que solo siente el que llega de lejos, y yo venía

de una tierra remota. Traía aún la sal y el sonido del mar en mi piel, y los tragos de ron que me

invitó Moure. La vista amplia de espacios vacíos, pero tangibles. Todo aquello por un lado, me

hizo sentir extranjero en Santiago, la gran ciudad, y por otro, propio de esas viejas calles

adoquinadas. En mis años de estudiante, vivía en casa de la tía Claudia, una pariente de mi

madre. Ella me cuidaba y me preguntaba todas las noches, si había aprendido algo nuevo. Era tan

especial la tía. Se pasaba leyendo y aprendiendo de memoria los poemas de Neruda. Una vez le

pregunté que por qué lo hacía, y me dijo que no perdía las esperanzas de recitarle al poeta sus

propios versos, tal como una vez pudo hacerlo con Gabriela Mistral.

– En la esquina de Vergara había un boliche, una pequeña venta de víveres y algunas

vainas inútiles. Tenía unos estantes de madera muy altos. Siempre me asombré de los pocos

productos que se ofrecían. Me detenía un poquito en cada uno de esos sitios, me deleitaba

algunos segundos para ver cómo la señora Melba con sus eternas mejillas rojizas y sus manos

redondas, tomaba un garrafón para servir un vino local, anónimo, tinto, como la sangre de un

barril de madera, almacenada para que los compradores se divirtieran y viajaran en sus fantasías.

Lejos, muy lejos. Veía el garrafón llenándose y apenas me daba cuenta que debía apurar el paso

para no llegar tarde al colegio. Eran ocho largas cuadras en las cuales me detenía ligeramente

admirando los balcones enrejados y solitarios, acongojados por el frío matutino de Santiago.

Ventanas vacías, sin miradas furtivas, sin luz de mañana tibia. Me fui acostumbrando a mi paseo

solitario. Así transcurrían los días, con sus mañanas olorosas a marraquetas y mantequilla, con

las bicicletas repartiendo botellas de leche, con el carabinero en la esquina parado, con su actitud

vertical, como quien dirige el tránsito de una gran avenida. Así transcurrieron los años iniciales.

En los inviernos, el regreso era triste. Fumaba mis vapores desde mi bufanda. Parecía un tren
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soplando nubes. Las manos en los bolsillos, apretado como un caracol, mi bolso de cuero

guindando de lado, un gorro de lana que alcanzaba las orejas, y enterrado en mi pesado sobretodo

verde oscuro, seguía mi camino a la casa, ese caserón con la escalera de madera que abría su

puerta gracias a un hilo que halaba la señora Jacinta desde la planta alta. En mi retorno diario,

más de una rendija de una puerta guardaba algo de una nieve sucia y aguada, diferente a la que se

veía a lo lejos en la Cordillera, blanca y brillante.

En cada calle me inventaba una historia basada en el nombre correspondiente. Me las

sabía de tanto leerlas de ida y vuelta: Ejército, Vergara, Carrera, Almirante Latorre, Club Hípico,

Echaurren, República, Vía España, Andrade y Molina. Imaginaba que iba con un lente filmando

parte de esa historia. Cuando pasaba por Almirante Latorre, recordaba inmediatamente la batalla

naval de Iquique. No sabía si el Almirante de la calle había estado o no en eso, pero su título, me

sonaba a gloria, y lo veía montado en la cofia del barco arengando desde allá a los suyos, hasta

quedar ronco de gritar su victoria. Esa placa en la esquina también me recordaba a los grandes

navíos que formaron el nombre de Chile en la Guerra del Pacífico, tal como nos lo enseñó el

profesor Labarca: Covadonga, Huáscar, Independencia, Lautaro, Esmeralda. No me importaban

los detalles, tan sólo que le habían ganado al enemigo. Y que los barcos chilenos y sus

tripulaciones, salieron airosos. Nos decía el profesor, que el ingenio del chileno siempre fue

superior al del peruano, que el engaño criollo permitió el triunfo. Incluso se burlaba de ellos

cuando se refería a la toma del Morro de Arica. Los ridiculizaba y le creíamos todo lo que decía

de esa acción militar.

Mi mundo eran esas ocho calles. Cada tanto, cuando nos escapábamos de las clases del

Profesor Bascuñán, mi amigo Mauricio Oyarzun y yo nos íbamos a fumar a la Avenida Blanco

Encalada, y de allí, al Parque O´Higgins. Luego paseábamos hasta que se hiciese la hora de

retornar. El cojo, como le decíamos a Bascuñán, no se enteraba de nuestra escapada, porque


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siempre nos cubrían las espaldas nuestros compañeros. Como era distraído y su clase de Artes

Plásticas, fastidiosa, nada mejor que levantar lo suficiente la puerta de atrás y huir a la libertad.

En otras ocasiones, cuando había apremio, tan sólo llegábamos a la Plaza Manuel Rodríguez y

allí sacábamos unos puchos que le habíamos quitado al perro Yáñez, y fumábamos a plenitud. La

plaza con sus pequeños arcos de metal que nos separaban de la grama y los árboles, era suficiente

para nuestras aventuras. Aunque más de una vez, pasamos por encima la cerca y un balón de

plástico nos servía para jugar futbol e imitar las jugadas del loco Caszely. Yo prefería al

Francisco “Chamaco” Valdés del medio campo. Era más sosegado y colocaba los pases como con

la mano. Carlos Caszely era personalista, genial, encajaba más con el carácter volátil e intrépido

de mi amigo Mauricio, quien era fanático del Colo Colo. En cambio yo, prefería al Antofagasta.

Amaba ese uniforme celeste y azul, porque algo de mar y silencios me llegaba con solo verlo.

Aun así, mi ídolo era el Chamaco Valdez, el mejor central de la selección chilena. Más de una

vez nos aventuramos Mauricio y yo a entrar a la casona del Colo Colo en la calle Cienfuegos 41,

ese castillo medieval color de arena, con dos ventanales enrejados, un lugar de misterios. Un día,

preguntamos cómo podíamos hacer para jugar futbol en el equipo. El conserje rio y nos dijo que

nos inscribiésemos el jueves en la noche. En ligas menores podríamos jugar todo lo que

quisiéramos, si sabíamos.

El Comandante Ramiro escucha con detenimiento a CAB. Le parece que miente muy

bien, porque él sabe por informaciones de inteligencia, que el panameño estudió bachillerato en

la ciudad de Panamá, que se graduó en 1967 de bachiller en ciencias en el Instituto Nacional,

Nido de Águilas, y que nunca podría haber recorrido las calles que mencionó en su juventud,

porque no fue hasta 1970 cuando llegó becado a la Universidad Técnica del Estado en Santiago.

Para entonces tenía veinte años y no vivía en el centro, sino lejos, en La Reina. Probablemente
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CAB empleaba toda esa historia detallada como un ardid para no delatar direcciones ni fechas ni

datos que pudiesen comprometerlo en el futuro. A pesar del engaño, Ramiro comprende que todo

revolucionario debe ser un gran mentiroso, de otra forma, es hombre muerto.

- ¿Y vos tenías polola1?

- Sí, claro. Con mi aspecto de indio guapo cómo no tenerla. Se llamaba Marina Olazábal.

Era un ángel. Estudiaba en el Liceo de Niñas N°1 que quedaba en Compañía 1484. La primera

vez que la vi, sentí un hormigueo que me llegó desde abajo. Era parte de un grupo de chicas

uniformadas que alborotaban como golondrinas en la vereda. Esa algarabía de verano me fue

llegando de a poco. Yo caminaba en dirección a Teatinos. De lejos percibí esas risas contagiosas

como una fiesta en plena tarde. Mientras me acercaba, lo veía todo claro. Seis muchachas

cantaban a Tormenta, una artista argentina que nos tenía revuelto el verano. Adiós chico de mi

barrio, adónde de prisa vas así, pasas en bicicleta, y no te puedo alcanzar… Chico de mi barrio,

flores en el pelo y los pies descalzos, chico de mi barrio, con la cara sucia y el cabello largo...oh!

El canto era contagioso, como sus risas, como sus gestos. Eran lindas y yo, caminando hacia

aquel huracán, sin poderlo evitar. Y pasó lo que no quería que pasara. Me cantaron muy de cerca,

como burlándose. Yo, muriéndome de pena. Papelitos como proyectiles fueron directo a los

bolsillos de mi uniforme. Luego, cuadras más adelante, al abrirlos, me encontré con corazoncitos

y flechas. Un par de piropos me llegaron a mis oídos y no supe qué hacer, excepto caminar más

de prisa. Chico de mi barrio flores en el pelo y los pies descalzos…Pensé replicar con algo así

como: ¡paliduchas!, pero mis ojos se quedaron prendados de los más hermosos que alguna vez vi.

Esa era Marina y sus ojos de cielo. Todo eso me daba vergüenza, pero por otro lado, quería verla

de nuevo. Desde esa tarde, evitaba pasar por Compañía, y tomaba un camino algo más largo.

Pero, Marina no olvidó mi cara rojiza ni la pena obvia de aquel momento. Y me buscó, hasta

1
Chilenismo que significa: novia o enamorada.
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encontrarme. Siempre lo hacía. Me tomaba la mano sin permiso alguno y me la apretaba. Esos

momentos los recuerdo como los más felices de mi vida. Se reía a carcajadas, con su alegría

contagiosa cada vez que lo recordaba. Iba de la mano con ella y las veredas eran nuestras pistas

de baile. Saltábamos. Vamos a jugar a la libertad de poder amar, y en algún rincón de mi casa

estoy esperándote…Jugábamos, caminábamos sin que nos importara el tiempo. Éramos el amor

vivo, en el centro de Santiago. Más de una vez caminamos por la Alameda, que era un caos por

las excavaciones del metro, y en la calle Ahumada nos refugiábamos en los Entretenimientos

Diana. Allí las horas pasaban volando mientras jugábamos con las máquinas, hasta que era hora

de separarnos. Salíamos sin una moneda, sin un escudo, pero enamorados y contentos.

Ramiro sabe que el panameño miente. Llegó directamente a la UTE a estudiar y en poco

tiempo se había inscrito en el Partido Comunista de Chile. Esa era una de las recomendaciones

que le diera Moure, su mentor. Incluso, un compromiso para la beca. Ramiro está seguro que lo

de la chica es otro invento, otra mascarada. También sabe que a CAB no le cuesta mucho trabajo

inventar historias. Le han informado de su afición a inventar episodios de historias vinculadas a

movimientos libertarios. Sabe que las colecciona y guarda un diario o algo parecido. En él plasma

situaciones personales mezcladas con historias de héroes y pueblos oprimidos. Sabe que ese

documento lo guarda con recelo. Cambia de tema.

–Oye, ¿y cómo es el mar del Caribe panameño?– vuelve con una pregunta abierta que en

el fondo lo conducirá a sus recuerdos del Océano Pacífico chileno, a Valparaíso y Viña del Mar, a

los libros de biología de su padre y a la serenidad que le produce contemplar el mar desde la

Caleta Portales. Ama ese ir y venir de las olas y la actividad tempranera de los pescadores que

descargan sus botes. Cierto que es un mar frío, pero ama esa frialdad. Ama las labores de

descarga de los botes, los vapores de yodo, el esfuerzo que se respira en las madrugadas en el
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puerto. El olor a salitre en la oscuridad y ese dinamismo que se produce en el muelle le fascinan,

casi se podría decir, que es un hombre de mar y futbol, entre otras pasiones.

–Mira chileno, nuestro Caribe es muy distinto a este helado mar de ustedes. En las aguas

del Atlántico hay misterios, hay seres vivos que te observan desde abajo y eso no se puede definir

de manera simple, por eso son misteriosas, porque guardan secretos que no se han develado. Por

allí llegaron y se fueron los piratas, los conquistadores de todos los colores, pero allí resistieron

nuestros indígenas. No les resultó fácil la vaina. En Panamá, si viajas por mar desde el oeste

hacia el este, encontrarás primero Bocas del Toro. Allí, dicen, llegó Colón a descansar y a

abastecerse, por ello hay una población llamada Bastimentos e incluso otra, la Isla de Colón, que

obviamente lleva su nombre, es donde se disfruta de los mariscos picantes más exquisitos que

puedas probar en el mundo. En esa región se instalaron negros de las Antillas y es común

escuchar en las calles un patois, creole o como quieras llamarle a ese lenguaje híbrido, un wari

wari que no es más que inglés, guaymí y francés en boca de mi gente. Ellos hablan con el ritmo

de las olas del mar…esa cadencia del lenguaje también la llevan las negras caderonas al caminar.

Allí preparan un arroz con coco que despide un aroma pegajoso que no se olvida nunca. Ese

aceite, los alimentos del mar y los plátanos verdes son imprescindibles para quienes posan sus

pies en esa tierra. El Calipso, la sal y el sol hacen el resto, mi amigo–. Ramiro escucha con

atención las palabras de CAB. Está concentrado, enfocado en las imágenes que le pinta. Le

parece estar en una hamaca al vaivén de los vientos de los piratas, bajo un par de palmeras,

escuchando los secretos de ese mar de leyendas y la algarabía vespertina de las ranas venenosas.

El comando panameño se detiene un poco, baja la voz y observa a la dueña del hostal que los

mira desde lejos y aparentando cierto disimulo, CAB toma su biblia, lee una página cualquiera,

canta unos proverbios con voz alta, tal como les había enseñado uno de sus compañeros de

armas, Alejandro, el seminarista de Schoenstatt.


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Hijo mío, si los pecadores te quisieren engañar, No consientas. —Hijo mío, no andes en

camino con ellos. Aparta tu pie de sus veredas, Porque sus pies corren hacia el mal, Y van

presurosos a derramar sangre…

Mira de reojo en la penumbra que de a poco ha venido acallando la tarde y la señora ya no está.

Sin duda el canto religioso fue suficiente para ahuyentarla, también para que constatara

nuevamente que ha hospedado a un grupo de hombres religiosos, dedicados al mensaje del Señor.

Una seña oportuna de Ramiro le permite sentarse y seguirle relatando sobre su país, aunque sigue

mirando las páginas de la Biblia, con esa mirada seca y extraviada de alguien que está en otro

mundo.

–Después te encontrarás con un terreno boscoso donde habitan los remanentes de los

indios del Caribe, los gnobe y los buglé. En esas tierras oscuras por las sombras de la noche tan

solo se aventuraron ingleses y españoles en búsqueda de oro. Aún se consiguen restos de minas

en el río Concepción, lugar de serpientes que silban a sus víctimas para avisarles que tengan

cuidado. Hay otras con pestañas que hipnotizan por su belleza, y que sin previo aviso, saltan con

sus dos colmillos cargados de veneno amarillento. La muerte llega pronto con la piel cayéndose a

pedazos, porque ese tóxico destruye tu cuerpo en un par de horas. Esas tierras las manejan los

indígenas, solo ellos conocen sus secretos. Caminan sin zapatos y conocen esos misterios que no

han querido divulgar a nadie. Si logras hacerte de amigos, te hablarán de túneles cubiertos por

marañas de plantas de unas minas que nadie vio o de unas serpientes escamosas verdes que

respiran en silencio esperando al desafortunado, mientras cuelgan como si se tratase de lianas

inofensivas, monos que bombardean con mierdas a los desconocidos, y que se ríen con voces

barítonas cuando aciertan en tu cabeza, hay también, y pude constatarlo, unos ríos de aguas frías,

cristalinas donde pocos hombres han logrado sumergirse. Esas aguas esconden bajo las rocas de

las orillas muchas sorpresas, y si uno es osado, puede meter la mano de noche y sacar unos
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camarones de río, negros como escorpiones, de sabor exquisito. Con uno solo se puede saciar el

hambre. Están los loros de cabeza azul, que con su alboroto avisan a los demás que estás en

terreno prohibido. Y de insectos, ni hablar. Nunca te abandonan. Los hay de día y los hay

diferentes, de noche. No todos pican, pero los que lo hacen, te insertan huevos que en días serán

gusanos moviéndose bajo la piel. Extraerlos produce una sensación de desgarro, que sientes en

carne propia, porque tienen pequeños colmillos con los que se aferran a su nuevo hogar. Es

desagradable, muy doloroso. Hay unas arañas pequeñas cargadas de espinas en las patas que

bajan por los hilos de las hamacas. Cuando menos lo crees, se ensañan con dos garfios como

agujas y te inyectan un tóxico que te da unas horas para contrarrestarlo. Esa arañita es de los

pocos animales a los que los indios le temen. Es verde con la cabeza transparente, suele estar

escondida en unas hojas del mismo color, que con ayuda de sus hilos, logra enroscar como un

cilindro. Duerme dentro y al menor movimiento, ya te tiene en la mira. Los animales de esa zona

son de respeto. Ningún movimiento guerrillero podría subsistir allí sin la ayuda integral de los

indios. Solo ellos sabe cómo sobrevivir a tanto veneno.– le dice CAB como cerrando el asunto de

las selvas del Caribe panameño. Ramiro parece agradecerlo, tanta descripción lo saturó en

segundos. Otro tema parece ser más atractivo para él: las mujeres tropicales.

– ¿Y las minas panameñas? ¿Las mujeres, cómo son?– dijo moviendo las cejas,

insinuando sensualidad.

– ¿Cómo así? ¿Físicamente?– preguntó CAB, al tiempo que el Comandante Ramiro, como

le gustaba que lo llamaran, levantaba los hombros, dándole flexibilidad a la pregunta.

– Mira somos un pequeño pueblo de mezclas. Somos diversos, todos tenemos algo de

negros, y por tanto, el ritmo en todo, hasta en el hablar. Somos amables, de memoria muy corta.

Olvidamos pronto a nuestros enemigos, y terminamos tomando cervezas juntos. Amamos las

vocales, no nos gusta mencionar bien las consonantes. Y hablamos alto, porque el mar cercano te
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lo exige. Recuerda que tenemos mar por todos lados. Ustedes se dicen todo en secretos, bajito,

como si no quisieran que nadie les escuchara. Un legado indígena, quizás. En Panamá los

nuestros son retraídos y no les gusta exteriorizar mucho sus emociones, excepto cuando están

borrachos. Ahh…entonces hay que temerles, porque conocen el lenguaje de las selvas y de los

océanos. Se pueden acordar con rencor de alguna maldad que les hayas hecho, y entonces, tienes

que tener cuidado, porque son terriblemente valientes y osados. ¿Recuerdas cuál fue el primer

guerrillero de América? Fue Victoriano Lorenzo, un cholo como yo.

–¿Y dónde dejáis a Manuel Rodríguez? Ese sí fue el primero–. Mira hacia los alrededores

de manera muy disimulada y con cara de nostalgia entona bajito un canto que cuando lo hace, le

sale siempre del alma. Una tonada que es un símbolo: "...que se apaguen las guitarras, que la

patria está de duelo, nuestra tierra se estremece, mataron al guerrillero..."–. CAB entiende que

su amigo está algo sentimental. Esos versos representan para Ramiro, mucho más que una

canción, son una apología a una vida con derroteros firmes, una idea extrema que involucra la

decisión o la posibilidad de morir de ser necesario, por una sociedad mejor. Cuando los canta,

Ramiro se convierte por unos minutos en el guerrillero chileno que desesperó a las autoridades

españolas empleando ingenio y gallardía. Es también el intelectual que supo jugárselas en contra

del sistema, hasta lograr un mito en torno a sí. Aparecían los Manuel Rodríguez por lados

opuestos en el país, el pueblo lo quería porque era el carácter de la nacionalidad, su Robin Hood.

Su muerte a traición en Tiltil, dejó en el aire frío de la Cordillera, el fantasma de un hombre que

no ha muerto, que vive en cada chileno que es rebelde. Y ese es Ramiro, el comandante del

FPMR, quien de a poco se apaga con la canción. Un momento de calma se instala entre los

hombres. El aire helado llega sutil y se van filtrando en la ropa y en la piel. Se recogen un poco y

se abrigan algo más. La noche empieza a asomarse tímidamente. Un silencio extraño sigue
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separando a los guerrilleros. CAB respeta ese silencio, hasta que el chileno irrumpe con sus

preguntas.

– Bueno, pero dime sobre las mujeres, poh.

– Con el asunto de las mujeres, pues mira, hay de todo. En Panamá también tenemos

zonas de legado español, donde las mujeres son blancas y perfiladas, altivas, nacieron para ser

reinas, pero donde el hombre defiende su patrimonio con fiereza. Eso es en la Península de

Azuero. Allá un machete afilado o una navaja son moneda corriente, en particular en bailes. Más

de un marido celoso ha terminado en la cárcel por andar saldando cuentas en las fiestas. Pero,

también está la mujer chiricana. Ahh…esas son las que llamamos, ganado bravo. Te podrás

imaginar el por qué. No las puedes manejar así no más. Son mujeres de carácter recio, orgullosas

de su estirpe. Eso sí, una vez que logras conquistarla, tendrás una fiel compañera. Están las

bocatoreñas y las colonenses que son herederas de nuestro Caribe. Tienen la sensualidad de las

olas y el calor del trópico. El mar parece bambolearlas mientras caminan. Viven en el desorden

de los colores que nos dejó el pasado africano, de eso les quedó un culo grande y redondo que se

mueve como un barco. En eso, las chilenas están en la luna. Ese ritmo es natural y no lo verás así

no más por estas tierras. Esa vaina ocurre allá donde uno–. Una sonrisa de complicidad se dibujó

en el rostro del Comandante Ramiro. Sabía que lo que CAB le contaba era cierto, él mismo había

tenido ocasión de maravillarse con la cadencia de las mujeres del Caribe, especialmente en Cuba.

Consideraba aquello una maravilla de la Naturaleza que debería ser preservada como patrimonio

de la humanidad por la UNESCO. Miró al panameño y le guiñó un ojo para que siguiera.

–También están nuestras indígenas, todas lindas. Pequeñitas, delicadas, de cabellos lacios,

oscuros y de piel de duraznos. Son mujeres fuertes, calladas y muy coquetas. Visten sus ropas y

hablan sus lenguas de misterio. Y están las que me fascinan: las trigueñas. Esas son las hijas de la

historia, son de color canela, caderas anchas, sensuales, de rasgos mezclados con tantos y tantos
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colores y formas de gentes que alguna vez han transitado nuestro estrecho país. Algunas muestran

el legado chino, pues en Panamá desde mediados del siglo XIX hay una comunidad china que ya

es parte de nuestra genética. Son alegres, desenvueltas. Así que somos un pueblo de fiestas, de

alegrías. Nunca hemos librado batallas como ustedes, ni tenemos cientos de héroes de alguna

guerra. Sin embargo, ha habido influencias extranjeras, y siempre ha habido resistencia. Desde la

época de los españoles vivimos invadidos: franceses, gringos, judíos, en fin, siempre hemos

estado jodidos. Así que mi respuesta es que somos todo ello mezclado, y te lo digo cantando para

que lo entiendas tal como somos.

–Si lo quieres cantar, hazlo, pero de hecho mientras hablas, ya estás cantando. Como si

fueras cubano. Ustedes hablan como si tuvieran al mar al lado reventando olas, una tras otras, o

estuvieran en un bote que lo mecen las aguas, y en su vaivén, van hablando y hablando,

redondeando las palabras a punta de vocales.

– No, ellos lo hacen diferente. A ellos se les enreda la lengua en voz alta, chico– CAB se

queda con una sonrisa dibujada en el rostro, y Ramiro, pensativo. La oscuridad los va cubriendo,

ambos quieren seguir charlando, compartiendo, uniendo lazos a través de palabras que descubren

propósitos, y casi confesiones encubiertas.

– ¿Cómo ves la política de sublevación del Frente? Tú viviste la lucha sandinista y sabes

que debemos tomar el poder para cambiar el destino de Chile. Además, ya hay condiciones para

ello. El pueblo está despertando, hay protestas, una huelga avanza lenta, pero llega como una lava

que se extiende, el régimen de Pinochet está en su punto bajo. No veo otro camino que el de las

armas para ello–. CAB se toma su tiempo para responder. Piensa con calma, pues es la primera

pregunta de corte político que le formula Ramiro. Sabe que es una prueba.

– En primer lugar, sabes que soy un hombre militante, por lo tanto, no cuestiono las

decisiones de la Dirección del Frente. Supongo que si se ha tomado ese rumbo, es producto de un
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profundo análisis político. Las bases del Frente obedecen, y yo soy esa parte de la organización.

En mi opinión personal, creo que con la nueva Constitución, Pinochet no va a dejar el poder así

no más. A él hay que sacarlo, no sólo de La Moneda, sino de la vida de los chilenos. Ese asesino

no debe andar libre, debe pagar por todos y cada uno de los muertos y desaparecidos del régimen

militar. Este año es el "Año decisivo de la lucha contra la dictadura", ya se decidió y nosotros

debemos acatarlo. Antes del 18 de septiembre, el Chancho debe estar muerto, rindiendo cuentas

en otro lado que no sea Chile, ojalá en el infierno, lo demás son pendejadas, compañero.

– ¿Y vos ya estás preparado para morir si te toca?– preguntó con rostro enjuto, glacial.

– Compañero, desde que supe que la liberación de mi pueblo, de nuestros pueblos,

requería sacrificio, siempre estuve preparado para la muerte. Más de una vez vi pasar la pelona

cerca, y aquí estoy, al pie del cañón. Hay muchos pueblos que han resistido al fascismo y lo han

vencido. Cuando la duda me llega, tan sólo pienso en hombrecillos gigantes como Ho Chi Min,

El Iluminado, quien en su delgadez escondía sabiduría y genialidad. Su cama no era más que

unas pajas y sus ojos, los niños de Viet Nam. Ese pequeño logró derrotar al ejército más poderoso

de la Tierra. Y él no ha muerto, vive en el corazón de los desamparados, de los liberados, de los

que esperan. ¿Cómo no voy a estar preparado compadre? Cada vez que me asaltan las dudas,

pienso en los cientos de niños que son arrasados cada año por el hambre, por los quejidos que se

apagan de aquellos que no verán la luz nuevamente, y sé que estoy preparado para ofertar a un

precio alto mi vida, el precio de la libertad de un pueblo. Si ha de venir, pues que llegue, pero a

cambio de algo glorioso, enorme. Así sí.– Ramiro observa y calla, como callada ya está la fría

noche en el albergue de los seminaristas. El frío aprieta, parece hora de descansar.


34

Día del atentado. 1986. Son las 18:06. La caravana de cinco autos, con Pinochet en alguno de

ellos, salió de su residencia en El Melocotón. En el camino, las turistas Peque y Migdalia esperan

cumplir con su tarea, informar el paso de la caravana. Luego de larga espera, se recibe la llamada

de la Peque. Informa desde un teléfono en la esquina del hostal.

– El cóndor pasa, linda canción de los Andes, toma nota de los acordes: 413625– es la

clave que acordaron y el orden de los vehículos. Son las 18:21. El Comandante Ernesto, a quien

en esta misión deciden llamarlo Bernardo, mira a Ramiro y asiente con un movimiento leve que

se interpreta como la orden de inicio de la emboscada y muerte del dictador, que cambiará la

historia de Chile: operación siglo XX.

Alguien coloca, bajo las órdenes de Ernesto, el último discurso de Allende. ...Ante estos

hechos sólo me cabe decir a los trabajadores: ¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito

histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la

semilla que hemos entregado a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser

segada definitivamente. Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos

sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos...

Hay lágrimas de amargura que escurren y la obvia decisión de caer si es necesario, para

darle al largo país sureño, un nuevo destino. Terminan las palabras del Chicho Allende y todos

inflan los pechos. No hay más que decir.

Ernesto, graduado como oficial del Ejército de Bulgaria y con amplia experiencia en

manejo de grupos guerrilleros, se apoya en su equipo para llevar a cabo la misión, pero es Ramiro

aquel en el que deposita mayor confianza. Van algo nerviosos a cumplir la tarea. Los vehículos

de los comandos salen de la casa en el poblado de La Obra hacia la cuesta. La casa es empleada

como cuartel general, aunque han tomado muchas medidas de seguridad, a los vecinos les resulta
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extraño ver tantos autos distintos y sólo hombres entrando y saliendo de ella. Algunos piensan

que no son más que asuntos de homosexuales, otros piensan que son niños ricos con sus típicas

excentricidades. Llegan al lugar tantas veces estudiado, una curva pronunciada donde se

cambiará todo el destino de la patria. Los miembros del Frente se bajan de los autos y se

esconden de inmediato en el cerro norte de la curva conocida como El Mirador. Cargan consigo

lanzacohetes, fusiles de asalto M16 y granadas de mano. La parte sur es un barranco de más de

veinte metros de caída, que tan sólo tiene una barrera vial como obstáculo. En la preparación de

la emboscada, les fueron asignados códigos a los comandos. El primer grupo, denominado 501,

es el de Choque y contención. Su misión es clara: interrumpir la caravana entre los motorizados y

el resto, aniquilar a los escoltas del primer auto y a los conductores de las motos. El segundo

comando, numerado 502, es el Grupo de asalto a cargo de Bernardo, con Fabiola como jefe

inmediato. Tiene por tareas atacar un auto escolta y el segundo auto, dado que en él podría viajar

Pinochet. Para ello no escatimarán esfuerzos en disparar las veces que sea necesario, los cohetes

y todo el armamento que hubiese disponible. El tercer comando, el 503, a cargo de la comandante

Ramiro, estará enfocado en atacar el tercer vehículo de la caravana y en los dos autos escoltas.

Para ello, atacarán desde una ladera. El último grupo, el 504, es el de Retaguardia. Su misión es

evitar la fuga y eliminar a los escoltas traseros.

Entre los comandos se encuentra el capitán panameño Alexis Bethel, conocido entre sus

amigos como Taxi CAB, quien recibió entrenamiento en la Escuela Militar Antonio Maceo de

Cuba. En Chile, y en esta operación, le llaman Rodrigo. Por su experiencia en manejo de armas,

le asignaron proteger al Comandante Ramiro y al lanzacohetes M72 LAW que deberá ser

disparado al menos dos veces al auto de Pinochet y al señuelo. Casi todo va de acuerdo a lo

planeado. Son las 18:35. El equipo está listo para el asalto. Días antes no solo escogieron los
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sitios donde se asentarían para el asalto, sino que cada fusilero hasta limpió de piedras su lugar

asignado.

“No habrá escapatoria para el conchaesumadre asesino que maneja este país con mano de

fierro, desapareciendo a sus opositores, torturando a mujeres, violándolas, matando el futuro de

Chile. Pinochet sería condenado a muerte en cualquier Corte de Justicia imparcial, nosotros tan

sólo adelantaremos la ejecución…”– se repetía a sí mismo, el Comandante Ramiro, pieza clave

del atentado. También recuerda la tonada dedicada a Manuel Rodríguez. Le llega a la cabeza y no

se la saca. Un par de frases le dan vueltas como abejas con su runrun constante. El monstruo

morirá, no en un juicio popular como se lo habrían planteado, sino envuelto en llamas, balas y

sufriendo por segundos, algo de lo que han padecido tantos chilenos. …Puede ser un obispo,

puede y no puede, puede ser sólo el viento sobre la nieve, sobre la nieve, sí, madre, no mires, que

viene galopando Manuel Rodríguez…

Son las 18:37. Es una noche oscura. La caravana avanza a gran velocidad. Empieza a

subir la cuesta de Las Achupallas cuando una camioneta Peugeot Station Wagon azul con un

tráiler se atraviesa tras el paso de los motorizados de Pinochet. Los autos frenan furiosamente.

Hay asombro. Están detenidos. Dos comandos del Frente se bajan de la camioneta y aniquilan a

uno de los motorizados. El otro huye ileso. Se inicia la batalla. Hay disparos y más disparos. Los

autos detenidos del dictador son el blanco de una lluvia de balas. Hay fuego cruzado sobre la

caravana. Las sirenas que suelen llevar encendidas, aúllan desesperadas como a punto de morir.

Los disparos hacen del sitio un infierno mortal. Empieza a correr sangre en el pavimento.

Algunos de los oficiales intentan salir y son agujereados por las balas. ¡Emboscada!

¡Emboscada!–se oyen gritos inútiles entre la gente del dictador. Ramiro se arrodilla en la loma.

CAB le coloca un primer cohete sobre el hombro. Apunta con precisión a través de la mirilla. Ve

la cruz sobre la ventana del auto de Pinochet. Dispara el misil. El cohete sale en línea recta al
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vidrio. Desde dentro del vehículo, el General está desesperado. Parece un gato encerrado. Piensa

escapar. Abrir la puerta y correr. Ve venir una centella hacia sus ojos. Ignorando ese cohete, trata

de abrirla. Su edecán Arrieta actúa muy rápido. Le sostiene firmemente del brazo y lo mira con

severidad, obligándolo a permanecer dentro. –¡No, mi general, no!– le grita al conductor en el

oído: ¡Atrás cabo, marcha atrás! Pinochet se recoge tras la puerta. Arropa con su cuerpo al niño.

Hay gran confusión. Un comando se para frente al auto del General, le apunta a la cara y

descarga su arma de guerra. Las primeras balas dan con furia en el vidrio frontal del auto, pero no

lo atraviesan. El cohete de Ramiro golpea con estruendo el vidrio trasero de la puerta del militar,

pero no estalla. Cae al suelo. "¡Mierda, mierda, cohete de mierda!"– grita histérico. En medio de

los disparos van cayendo los hombres de la comitiva militar. Dos granadas bajo el Mercedes

estallan y no pasa nada. Es blindado. Ramiro recibe el otro misil que le da CAB. Apunta otra vez

a la ventana del dictador. Presiona el gatillo. Clic. Clic. No se dispara. Clic. No sale del pequeño

cañón. Parece estar dañado. Con disgusto voltea y lo tira a un lado. ¡Cohete de mierda! ¡Dame

otro!– grita furioso. Los otros hombres disparan y disparan de acuerdo a lo convenido. Las balas

se están acabando. La operación se ejecuta como se espera. Pero Pinochet sigue vivo. Tratan con

un tercer misil. Su auto blindado se mueve feroz. El conductor da marcha atrás. Los chirridos

parecen gritos de auxilio. Colisiona varias veces a los otros vehículos tratando de dar la vuelta

para regresar. El auto chilla herido en su retirada en reversa. Con desesperación golpea al

vehículo Ford de la escolta de cierre, echándolo a un lado. Hay disparos de Uzis. Hay tableteos

de los M16. Otras granadas caseras estallan bajo los autos. El conductor de Pinochet acelera a

fondo en una rápida escapada en retroceso. No puede ser detenido por los que cierran la caravana.

Le disparan con desesperación. ¡Se escapa el chancho, mierda! ¡Se escapa! El Mercedes da vuelta

en U y huye. Un misil destroza el quinto auto de la caravana. El fuego lo consume. Los disparos

continúan. Los militares sobrevivientes gritan desesperados por radio. ¡Emboscada! ¡Orden de
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retirada! ¡Retirada! Uno salta el muro de piedras hacia el río, pero una granada le estalla la

pierna. Huyendo del inferno, otro escolta ciego y casi sordo por las bombas, brinca al vacío. No

hay comunicaciones radiales efectivas con nadie en esa esquina de la cuesta. Así fue planificado.

Tres vehículos son comidos por las llamas. Varios cadáveres tirados entre vidrios. Cohetes sin

estallar en el asfalto. El auto del General en carrera loca hacia San José de Maipo. Le sigue el

auto señuelo a gran velocidad. Acosados por las balas, los últimos dos soldados se lanzan por el

barranco. Ruedan como bultos cuarenta metros hasta detenerse más abajo. Se oyen en medio del

estruendo de bombas y granadas, dos pitazos. Señal de retirada del comando FPMR. Los

frentistas se repliegan rápidamente, algunos con la convicción de haber asesinado al dictador.

¡Viva Chile, mierda! ¡Viva Chile, mierda! Otros, los de la retaguardia, saben que se escapó el

Chancho. En su huida, se montan en los autos en los cuales llegaron y para confundir a los

refuerzos del gobierno sacan sus armas por las ventanas y colocan luces de escoltas, haciéndose

pasar por un grupo de seguridad militar. Todo el encuentro duró cerca de nueve minutos, es decir,

una eternidad. Quedan regados por el asfalto heridos sangrantes. Por el otra parte, José, alias

Comandante Ernesto, ordena que no se rematen a los heridos.

– La nueva patria no puede iniciarse con rencor ni revanchismo, sino justicia. Déjenlos, ya

vendrán a recogerlos– dijo de manera firme.

Se marchan a gran velocidad. Los que van en el primer auto, están eufóricos, satisfechos

de haber abierto una ventana al país, una ventana por la cual podrá respirar aire puro y ver hacia

adelante, tal como lo hacen ellos ahora; y los últimos, cabizbajos, con la certeza que el dictador

escapó al mejor de los esfuerzos del Frente. Esperando una batalla feroz que quizás los aniquile

más adelante, se lanzan en rápida huida hacia la ciudad. Fabiola emocionada le grita a su

compañero que se case con ella, que le diga que sí, y ahora, pues en unos minutos quizás

perezcan a manos de los militares del retén. No saben que el motorizado que salió ileso va
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delante alertando a los militares, quienes ya montaron nuevos retenes, que dejen pasar a los

heridos de la caravana de Pinochet, a los del CNI, sin saber que quienes se acercan bajando, son

sus ejecutores del FPMR. Mientras, en el auto atacado, el General tiembla por lo ocurrido y sabe

que se ha salvado por muy poco. Una virgen del Perpetuo Socorro queda esbozada a punta de

balazos en el vidrio trasero del auto blindado, y no faltará más de uno que le rece y agradezca la

suerte del General.

Mientras se retira el grupo de frentistas, Fabiola lleva en su cabeza no sólo grabados todos

los instantes en que arreció su fusil ametralladora contra el segundo auto escolta, sino que se le

mezclan con algunas de las palabras que en 1984 transmitiera en la toma de Radio Minería, en un

acto de divulgación de lo que sería el Frente: Atención, pueblo de Chile: la dirección del Frente

Patriótico Manuel Rodríguez se dirige al país. Hermanos, la paciencia de los chilenos se está

agotando. ¿Hasta cuándo vamos a seguir soportando esta miseria a la cual se nos pretende

condenar? ¿Hasta cuándo tanta hambre, tanta cesantía y tanta pobreza? ¿Hasta cuándo? Sólo

cabe luchar con renovada fuerza, empleando todos los medios que podamos, incluidas las armas.

Pinochet lleva en su cabeza otras imágenes confusas del atentado. Poco es lo que puede

recordar. Empieza a reaccionar gritando histérico órdenes a los presentes. Le grita a Oscar

Carvajal que deje que el auto señuelo pase adelante y les asegure la retirada. Que haga, lo que de

hecho, ya hacía, que lo llevase a toda velocidad a su residencia. El edecán Arrieta sugiere

guarecerse en la ESAFE, una instalación militar ubicada doce kilómetros antes de El Melocotón.

–¡No! ¡No, mierda!– Pinochet muy severo, insiste en ir a su casa. Un llamado de

emergencia se registra en la Central de Carabineros, un calambre tensa a todos: ¡la caravana de

Pinochet fue atacada! Nadie toma decisiones esperando que alguien de alto nivel lo haga. Tiene

una pequeña herida sangrante en su mano izquierda producto de un pedazo de vidrio. Le dice

algo al oído a su nieto. El niño asiente con madurez moviendo la cabeza.


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Las mujeres se retiran del hostal de doña Inesita, tal como estaba acordado. Realizan el

check out sin muestras de una alguna actitud que no sea la rutina de dos turistas que se retiran un

domingo en la noche y se marchan a Santiago. La amable dueña les desea suerte mientras se

montan en un taxi previamente contratado. Ellas se despiden con parquedad. Inician la retirada

hacia la ciudad. Las chicas se miran con complicidad, esperan encontrar problemas en la

carretera, pero están preparadas para ello. Es parte del plan. El conductor escucha música en la

radio Cooperativa, y una alerta corta la programación para informar de un atentado al Presidente.

Todos sorprendidos oyen la noticia de última hora. Las frentistas saben que deben interpretar lo

que salga por la radio, pues no tienen forma de enterarse si hubo éxito en la operación o no.

Muestran caras de angustia para despistar al taxista, pero ambas guardan en sus bolsos un arma

en caso de necesidad. El auto se detiene como muchos otros en la larga fila que usualmente se

forma los domingos cuando el dictador se retira de su casa de montaña. Esta vez la fila será más

larga y angustiosa.

No pasa mucho tiempo antes que el país entero sepa que el atentado ha sido fallido.

Estado de sitio, toque de queda, retenes, detenciones, gritos, botas pateando puertas serán los

signos de las siguientes horas. Incluso, el mismo Pinochet explicará un día después en la

televisión, la manera cómo lo atacaron los miembros del FPMR, a los que se llama “marxistas

extremistas”. Muy calmado, no airado como otras tantas veces solía declarar, ni levantando su

aguda voz de pito y con una venda en la mano izquierda, muestra didácticamente lo ocurrido. En

paralelo a ese extraño sosiego, se está dando una de las cacerías más exhaustivas que haya vivido

la historia contemporánea de Chile. La frase “el cóndor tiene hambre” se convierte en un lema en

las organizaciones de seguridad e inteligencia del régimen. Esas cuatro palabras significan muerte
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y venganza, sangre, más muerte, al menos para cuatro personas que nunca estuvieron vinculados

al ataque. La saña, el sabor amargo de la venganza, todo, queda escrito esa noche en esos cuatro

cadáveres. Para entonces, los comandos del Frente están en casas de seguridad, aparentando una

vida normal, tal como estuvo planeado.

Esa noche, el General Augusto Pinochet, trata de dormir. No puede. Le incomoda la

cantidad de veces que ve en cámara lenta, lo sucedido. Se levanta de la cama. Lucila duerme. Da

vueltas por la casa. Se acerca a su biblioteca. Saca un libro para distraerse. Su preferido, El Arte

de la guerra. Cuando lo abre encuentra un papel amarillo, casi roto. Descubre que es una carta y

que no debe estar allí. Es una carta secreta de una amante. Sus notas, siempre comprometedoras,

las guarda todas en su despacho en La Moneda. Esta vez no resiste la tentación, y tras asegurarse

que no lo ven, la abre.

Quito, 15 de Agosto de 1959

Querido Augusto José,

Te amo. Lo sabes muy bien. Cada vez que te quiero cerca, escojo una partitura de Bach,

mi preferido, y la ejecuto con profundidad. Suelo llamar a estas sesiones solitarias;

Concierto para un amante ausente. Lindo nombre, pero triste. Dentro de mí va creciendo

tu semilla. No espero más que tu apoyo, aunque distante. Le llamaré Juan. Tuya siempre.

EN

Esconde rápidamente la carta otra vez en el libro. Lo guarda detrás de unos de geopolítica.

Ha tenido fuertes discusiones con Lucila desde aquella tarde en que lo descubrió caminando de la

mano con ella en un parque de Quito, cuando estaba destacado en Ecuador. Aquella vez, un

soplido de un oficial la alertó. Su mujer, hecha una fiera, quiso la separación, acabar con el
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matrimonio. Para su ella, el affaire con la ecuatoriana era el colmo de la desfachatez. Días más

tarde, su regreso súbito a Chile, embarazada y con sus tres hijos, fue debido a ello. Mucha agua

ha pasado bajo el puente desde entonces…, pero a Edna la ama como si fuera la primera vez.

Como si el primer movimiento de aquella pieza en piano, le llevara a esa noche en el Círculo

Militar de Quito, cuando era un instructor respetado, honrado por sus propios méritos.

Augusto Pinochet Ugarte, frente a los libros de su biblioteca, recuerda que nunca fue

aficionado a las artes, ni a la literatura. Solo comprende lo militar. Desde su juventud guarda dos

libros que le han servido para guiar su destino: El Arte de la Guerra de Sun Tzu, y Mi lucha de

Adolf Hitler. De cada uno extrae y recuerda frases importantes. Del primero, le viene con

frecuencia a la cabeza, e incluso en momentos extraños, aquella que reza: "Luchar con otros cara

a cara para conseguir ventajas es lo más arduo del mundo." Quizás aplica esas estrategias

castrenses a su vida cotidiana. Este es uno de esos momentos en que la aplicará. A la subversión

la atacará en la oscuridad. Sabe que se salvó por poco, y su vida es un regalo a partir de ahora.

Aunque insomne, sigue pensando lo del atentado, y se le revuelven todos sus recuerdos más

importantes: Edna entra en su habitación, en plena oscuridad. Se sienta. Abre el piano y toca para

él una pieza de Haendel: Sarabande. Pinochet descansa en un sofá, cierra los ojos. La ve con su

grandiosidad de diosa del Olimpo. Tiene la suavidad y donaire que no posee Lucila, quien por el

contrario, es gritona y autoritaria. Generalmente la música clásica le resulta extraña,

incomprensible. El resto de las artes, como la escultura, la pintura, el teatro y tantas otras

expresiones que suponen sensibilidad, las etiqueta como debilidades de almas indecisas, propias

tan sólo de mujeres. Su pensamiento concreto y lógico es predecible. Su madre Adelina le ha

inculcado la necesidad de "ser alguien, Augusto José, ser alguien en la vida, alguien poderoso que

no deba pedir nada a nadie, y para ello deberás ser astuto, y buscar las oportunidades. ¿Cómo

crees que se llega a tener éxito, si no es subiéndose sobre las espaldas de los fracasados? Después
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los mismos que te cuestionaron, vendrán corriendo a tus pies a que les des limosnas. Tienes que

ser un hombre…". En eso coincide con Lucila.

Su concepto de la vida es conductista, darwiniano. El grande se come al pequeño, y si no,

que se escape, si puede. Por ello, es sorprendente la manera como en aquella reunión de cortesía

en el Círculo Militar de Quito, Edna Noé lo hipnotiza, lo hechiza con el encanto de la música y

con los suyos propios. Se sienta con parsimonia en una silla de caoba. Abre el teclado del

brillante piano de cola. Viste un elegante traje negro que la realza. Se recoge el cabello, lo deja

caer nuevamente por un costado, como si fuera una cascada oscura, fragante, que busca el mar.

Se prepara e inicia con candidez, una pieza de Beethoven.

Pinochet con sus ojos cerrados y tirado en el sillón, sigue fantaseando. En las imágenes de

Edna se mete Lucila. Llega vestida de traje de baño. Sus 16 años le sientan muy bien. Augusto

Ramón Pinochet está extasiado. Ella es la reina de belleza del Liceo de San Bernardo, y la quiere

conquistar. Suena el himno del liceo. Con los ojos abiertos al progreso, la esperanza prendida al

corazón…ella erguida, con su cuerpo incólume, virginal. Augusto Pinochet, un joven oficial,

vestido como tal, hincha el pecho y espera que la reina se fije un poco en su gallardía, en su

uniforme. El evento transcurre entre chistes y bromas de los estudiantes. La reina, aplaudida, se

retira sin notar su presencia. Pinochet llama a un amigo cuyo hermano menor la conoce. Se aparta

del grupo del rector Ochoa Ríos. Nadie lo percibe. No es una autoridad importante, es sólo un

subteniente como otros en un evento del liceo.

–¿La reina? Ella es Marina Lucila, la hija del senador radical Hiriarte Corvalán – le dice

su amigo. Le pide que los presente, a cambio de unos cuantos escudos…y los saca

disimuladamente del bolsillo del pantalón. Unos acordes bajos en el piano empiezan a despertarlo

del recuerdo de Lucila, su juventud, su lucha por un matrimonio difícil, por los conflictos

familiares. Una tristeza particular lo va invadiendo en el Círculo Militar de Quito. Está sentado
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como el resto, pero a él le ocurre algo particular, se ha conmovido con esa pieza clásica. Se siente

extraño, una emoción vinculada a la nostalgia empieza a corroerlo mientras Edna avanza con la

sonata 14 en Do, Claro de luna de Beethoven. Tiene el alma herida y no sabe qué sucede.

Empieza a soñar, a ver una casa de madera en un bosque nublado. Gotean las hojas y parece que

una pertinaz lluvia se deja venir escondida en la niebla. En la casa hay una chimenea pequeña que

mantiene unas flamas lánguidas que están por apagarse. En una ventana algo empañada, una

mujer mira con desconsuelo. Edna sigue concentrada en la pieza, la cual camina entre sombras

mostrando fantasmas. Edna Noé es una famosa pianista invitada por los anfitriones. Aunque se

vieron antes del concierto, no hubo nada en particular que les sorprendiera. Pinochet y Lucila

están sentados junto a otros pocos invitados. Pero, el militar está muy lejos de allí. El primer

movimiento, un adagio sostenuto, sigue con sus tristezas cruzando el bosque. Pinochet se rinde

ante el alma de esa mujer sin rostro que llora con la frente apoyada en un vidrio húmedo. Por

dentro una flama de emociones le va arrastrando a cierta compasión que en unos acordes más,

será amor, un amor asociado a Edna, a quien tan sólo ve de espaldas. Pero adivina sus ojos

cerrados, sus manos como mariposas danzando sobre el teclado, y empieza a desearla. La ve

desnuda sobre el teclado. La imagina sensual. Una mujer así debe ser especial. Sus dedos corren

ahora con sutilezas por el ajedrez del teclado. La imagen de la otra mujer, la parca, solitaria, con

la frente en el vidrio cobra fuerza. Augusto no sabe cómo definirla. No le había ocurrido nada así

antes. Ni siquiera cuando se emborrachó tras el matrimonio con Lucila. Afuera de la casa, la

lluvia llora un dolor silente. Las teclas van escarbando el alma del militar. Su mujer no se entera

de lo que ocurre en el interior de su marido. Piensa que está aburrido como siempre ocurre con

ese tipo de eventos formales. Él quiere que la pieza termine pronto, la angustia lo consume. La

curiosidad también. Debe respirar aire puro y pensar sobre lo que acontece. Mira conmovido

hacia el techo. Trata de distraerse un poco, pero es imposible. La tez pálida de la mujer del vidrio
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de la ventana, la lluvia cayendo en silencio, la mirada perdida, sin esperanzas, y una lágrima

solitaria que resbala por el rostro compungido, resignado de la mujer dolida, lo obligan a

levantarse y dirigirse al balcón. Su esposa extrañada lo deja ir. Sus lentes oscuros impiden que

alguien note que está por llorar también. En el balcón hace movimientos musculares que

justifiquen su ausencia súbita.

Termina el primer movimiento. El segundo es más dinámico, casi un juego de sonidos, un

allegretto. Pinochet no atina a entender lo que siente, pero sabe que es profundo. Lo asocia a la

ecuatoriana Edna, a su música ejecutada con pasión. El tercero, es algo angustiante, un presto

agitato, es un amante que corre desesperado, lo ve con claridad. El militar sigue perdido. Los

aplausos le traen de vuelta al salón colonial. Edna se levanta, hace una lenta y profunda

reverencia. Mira a todos. Pero se detiene en un uniformado que la observa fijamente. Sus lentes

oscuros no le permiten indagar más, pero intuye que detrás de esa máscara y sables, hay un

hombre interesante o interesado, no lo sabe.

Lucila nota una inquietud en su marido. Cierta laxitud en sus gestos. En un descuido de

ella, luego del concierto, Pinochet extrae una tarjeta que entrega a un oficial que le acompaña. Le

escribe una palabra. Le exige al oficial de la embajada que con prudencia se la entregue a la

pianista. Un supuesto malestar sirve de excusa al matrimonio para retirarse del lugar. Él va

callado en el auto. Su alma está revuelta. Cree haberse enamorado de la pianista que abrió su

coraza. Esa noche no la olvidará nunca. Sabe que no habrá fuerzas ni obstáculos que le impidan

amarla, y que ese amor será hasta la muerte.

Se van yendo los invitados. Quedan tan solo unos cuantos. La pianista se despide. Antes

de marcharse, un oficial que espera asentado en la entrada, le comunica que el Mayor Pinochet le
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ordenó que la condujera segura a su casa. Ella lo acepta, sabe que es una cortesía, o algo más. En

el trayecto, le entrega de forma sutil, la tarjeta a Edna.

– Mi general le envía esto a usted– la toma y la guarda sin leerla, pues ya sabe que viene

en ella.
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Un par de semanas después, todos los frentistas ya se han fugado al lado argentino

cruzando las montañas por caminos de arrieros. Entre ellos, Alexis Bethel, quien en su país lo

conocen como Taxi CAB. Al panameño se le ve caminar con una mochila pequeña por la

terminal de buses de Mendoza, en Argentina. Siente que lo miran y su sentido de supervivencia

lo conduce hacia donde deambula gran cantidad de personas, así se mimetizará en minutos con

cualquiera, ya sabe cómo hacerlo. En segundos cruza la avenida Bandera de los Andes y se

apresura a entrar al Hospital Central. Allí se confundirá rápidamente con el personal y saldrá

vestido de blanco, como tantos otros auxiliares y enfermeros. Nadie sabrá que es el guerrillero del

FPMR que está escapando una vez más. Toma un autobús. Se sienta, mira taciturno la ciudad.

Nadie sospecha que no es una estudiante de medicina el que va despreocupado mirando por la

ventana. Sin saber por qué, una canción en la radio le lleva a sus siete años, muy lejos de

Argentina, muy lejos en el tiempo. Quizás no sea solo la canción más que una voluntad de

sentirse bien protegido, al calor de la mano del abuelo, de las calles que lo vieron jugar casi

desnudo, pero vestido de sueños. Lucho Gatica entra, canta Encadenados.

Tal vez sería mejor que no volvieras, quizás sería mejor que me olvidaras…

Está algo oscuro. El autobús destartalado se dirige hacia el oeste con el sol, hacia

Huaymallen. Mientras en su cabeza amanece en la ciudad de Panamá con el sol emergiendo del

mar del Sur. Ese CAB adulto escucha al niño que estuvo siempre con el abuelo Chiño. Ese niño

que le habla de vez en cuando. Recuerda como si fuese otro el que lo hace. Lucho sigue

amenizando el viaje.

Vamos caminando, mi abuelo va contento, me lleva de la mano. A pesar que no ha

amanecido aún, la Avenida Central está repleta de gente. Es un domingo de 1956. Nos dirigimos

al mercado. Cada tanto le habla feliz a algún conocido, o ladea la cabeza y el sombrero como

saludo. Ya se respiran las sales del mar de la Bahía. Llega una procesión marina de botes del
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Darién y del Archipiélago de Las Perlas. Eso es afuera. Adentro del mercado se huelen los

aromas de las legumbres, las delicias de las especias y frutas que empiezan a ser arregladas en los

puestos de ventas. Entre otras, me causan particular entusiasmo las naranjas agrias, que de tan

olorosas, pudiesen ser flores con formas de naranjas. Nunca supe por qué les decían agrias, si no

lo son. Son ácidas, muy ácidas, pero olorosas a jabón de miel. Los marinos, más que bronceados,

negros de tantos soles inclementes, llegan con su alboroto despertando a los borrachos, a los

mendigos, empujando el día con sus chistes soeces, con sus conversaciones a gritos. El mercado

está que revienta. Son las cinco y media de la mañana y mi abuelo me lleva a que le ayude a

cargar las botellas de nances que recogimos entre todos en el patio, hace dos días. La alegría está

latente. Muchos dueños de restaurantes pequeños y de tiendas, especialmente chinos, esperan

desde temprano el arribo de los trabajadores del mar. Nos instalamos en una esquina del mercado.

Veo a mi abuelo, fuerte aunque viejo, inmortal. No me imagino la vida sin él. Veo a mi alrededor

a marinos, a comerciantes escogiendo productos, a carniceros afilando sus cuchillos y a algunos

ebrios que duermen en los rincones. Los primeros se mueven como hormigas. Van cargando

todo, motores fuera de borda que algunas veces destilan gasolinas y aceites, o algún atún del

tamaño de un niño, o la batería de un bote que debe ser recargada. Todo ese movimiento con sus

colores y gentes, me gusta. Por tiempos admiré a los pescadores del muelle fiscal. No parten en

los grandes navíos de las historias que nos contaba el abuelo de Henry, mi vecino. Eran negros, o

mulatos como yo, fuertes, de mal hablar, y en algunos casos, con dientes de oro o sin algunos de

ellos. Ese contraste entre lo que nos decían y lo que veíamos me mantenía confundido. Los botes

no eran esas naves de madera con velas estiradas al viento, donde un capitán bien vestido gritaba

instrucciones precisas a su tripulación, ni había náufragas rubias esperando en una isla desierta,

para ser rescatada y llevada a casa, sana y salva. Con mis siete años, y muchas horas de trabajo

con mi abuelo, supe que había una gran diferencia entre esos extranjeros hombres de mar de las
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historias de los libros y los que veía los domingos en el mercado del Terraplén. Los capitanes

reales eran como el Capitán Sarmiento, un hombre bajito, amargado, muy malhablado, que para

saludarme, me golpeaba una oreja y me daba un coscorrón. Nunca entendí por qué el abuelo no

decía nada cada vez que me lo hacía.

–Chiquillo del carajo, ¿cómo estás?– y antes que le respondiese, ya se había marchado a

la cantina La Bocatoreña, donde le esperaban La Madama y su hija, una negra de fama mundial.

Otras veces me decía con su vozarrón de trueno: –Cuñado, ¿me cuidaste a la hembra?– y por

supuesto no entendía por qué me trataba como a un familiar, si no lo éramos. ¿Y cuál era la

hembra que tenía que cuidar?

Nada era elegante. Las ropas desechas por la sal, el esfuerzo, no se me parecían a los

lujosos trajes de gala que aparecían en los cuentos que me trajo de España la maestra Silvia Plat.

Dentro del lugar había verduras, legumbres, frutas tropicales y en la sección de las carnes,

siempre había un olor indefinido de sangre vieja y pollo, que no me agradaba. Era diferente al de

los pescados y mariscos. Ese otro, no lo soportaba. Quizás por ello, el abuelo sabiamente me

ponía a vender las botellas en una esquina desde donde se respiraba el aire que provenía de

afuera, de la calle, así no tendría que incomodarme con los vapores que emitía el interior.

Después de las doce, casi siempre antes del sorteo de la lotería, recogíamos todo y nos

marchábamos. Yo llamaba a Newton, mi perrito, que hasta entonces había permanecido a la

sombra de la rampa que lleva a la Presidencia de la República. Newton siempre escogía el mismo

lugar, y se echaba a esperar que la clientela terminara pronto con las botellas. Él era como yo.

Cuando nos iba bien, el abuelo le compraba dos reales de pellejo, y pedía unos huesos para

hacerle un caldo. Lo que no sabía Newton era que en la mayoría de las veces, el caldo era para

nosotros. E incluso, en otras, hasta los pellejos. Eso sí, mi viejo Chiño nunca me dejó recoger ni

un limón ni una zanahoria del piso. Muchas frutas en buen estado se caían y rodaban por ahí, por
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cualquier lado. Verduras sanas eran mezcladas con hojas de desecho, plásticos y basuras. Yo las

podía rescatar, pero el abuelo me decía que aunque no era bueno botar la comida, un hombre

siempre debe ganársela, y nunca debe humillarse, ni mendigarla. Así que tras años de

acompañarle en esas labores dominicales, aunque estuviese muerto de hambre y sed, el suelo no

era mi solución. De los asuntos más extraños que vi allí, me viene a la cabeza aquella cuando a

media mañana entró un grupo de hombres elegantes con sombreros y bigote bien recortado, otros

más atrás con guayaberas blancas, pulcras y actitud arrogante, empujando y abriendo paso al

doctor, al candidato. Estaban vestidos sin uniforme, eran pocos y llegaron gritando al mercado.

Al principio mucha gente murmuró que esas no eran las maneras de tratar a nadie, pero pronto

sus comentarios y críticas se disolvieron cuando entró el doctor Arias en persona a saludar a los

presentes. Mi abuelo fue uno de esos que le brillaron los ojos. Me dijo: "Alex, no te muevas de

aquí, que voy a saludar al doctor". Y me dejó cuidando todo. La muchedumbre se arremolinó en

torno a él, y luego, tan rápido como llegó, se marchó. Cada uno volvió a lo suyo, e incluso aún se

oían comentarios de algunos liberales adversos al candidato, que insistían en que...así no se trata

a la gente. No habían pasado treinta minutos cuando llegaron unos jóvenes universitarios y otros

del Instituto Nacional. Traían consigo unas banderas rojas y negras, e iban arengando mientras

les entregaban unas volantes en las que se pedía libertad para algunos detenidos políticos del

gobierno del General Remón. Él y los militares de su grupo habían instaurado un régimen de

atropellos. Con su muerte, el país despertaba exigiendo sus derechos. ¡Es tiempo de denunciarlo

compatriotas!– gritaban al unísono. El asunto fue tomado como un acto de rebeldía, pues todos

sabían que las autoridades vendrían en minutos a golpearlos. Algunos de los pescadores apoyaron

con rabia los gritos de los muchachos.

– ¡Es verdad! ¡Lo que dicen es verdad! Son unos corruptos. Malditos. Por eso mataron al

Presidente– se escucha desde la puerta lateral del mercado. Y otros gritos piden libertad para los
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presos políticos. Un aire raro, como de miedo se siente llegar desde la calle. El abuelo me aprieta

la mano. Me pide que nos movamos rápido. Estoy guardando las botellas en el saco de henequén,

cuando dos radiopatrullas llegan con su luz roja anunciando problemas. Los muchachos gritan

más fuerte. Los ojos del abuelo se inflan de temor, y con esos ojazos asustados comprendo que

hay que irse. Los estudiantes corren a la salida del Terraplén. Los guardias los bloquean. Entran

golpeando con los toletes. Rompen todo lo que encuentran. Se arma una guerra de botellas,

pedazos de ladrillos y verduras. ¡Libertad! ¡Libertad! Suenan dos tiros como truenos. Hay gente

corriendo. Luego otros más. Y más. Casi todos se tiran al suelo o huyen. Hay sangre y alguien en

el piso. ¡Lo mataron! ¡Lo mataron! Chiño ve a uno herido, me mira a mí, me grita que corra, que

me esconda bajo la rampa. Newton ladra y ladra. Yo arrastro el saco de botellas que se van

rompiendo, dejando una estela de nances y vidrios hacia la rampa. ¡Abuelo! ¡Abuelo! Chiño

ayudaba a levantar a uno de los muchachos. El Guardia salta como un lince. Le veo llegar con la

furia de sus ojos hambrientos. Cae como un árbol con el tolete abriéndole la cabeza a mi abuelo.

En el suelo le sigue golpeando con ira. El cuerpo del abuelo es una masa que no reacciona. No se

queja. Otros guardias llegan. Siguen golpeando a cualquiera con ferocidad. Corro hacia mi viejo.

Trato de despertarlo. No me dice nada. No responde. La gente, a pesar de los tiros, se acerca a

auxiliarlo. Pero no se puede hacer mucho, está pálido y suelto como si no tuviera conexiones en

su cuerpo. ¡Chiño, Chiño!

Hay algunas estrellas en el cielo nocturno mendocino. Ya es tarde y el frío me recuerda

que voy camino a la casa de seguridad en el barrio de la Media Luna. El niño se calló por ahora.

Ya no llora al abuelo. Sé que cuando menos lo espere, saldrá a recordarme quién soy y de dónde

vengo. La radio sigue con los boleros de mi infancia. Cómo fue, no sé decirte, cómo fue, no sé

decirte qué pasó…


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Capítulo II

EL INVESTIGADOR
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Lunes 22 Febrero 2010. Oscar Klinsman, con una elegante chaqueta negra en mano, espera en la

fila que hacen miles de personas para ingresar a la Quinta Vergara, lugar donde se realiza el LI

Festival de Viña del Mar. Aunque no se considera un hombre frívolo, tiene especial interés en

vivir esa pasión por la música popular, quiere verse envuelto en el lugar común de quien asiste y

se emociona con los artistas. Conoce a Carlos Gómez, uno de los integrantes y baterista de la

banda Difuntos Correa que representará al país en el festival, y no puede rechazar la oferta de

asistir. De ellos le gusta la manera como ejecutaron el poema de Neruda, Sube a nacer conmigo

hermano. Ese poema ya había sido de gran aceptación en la versión de Los Jaivas. No había

razón para no disfrutar esta vez de aquel espectáculo, que año tras año, se había perdido. Oscar

mantiene a ambos entre sus grupos favoritos. Esta vez los verá en medio de la multitud.

La masa empieza a desesperarse. Varias horas de espera empiezan a cansar a todos.

Finalmente como si fuera una larga serpiente constituida de gente paciente, hay un movimiento

progresivo pero definitivo que calma los ánimos. Se mueve la lombriz de gente. Oscar al igual

que muchos es presionado hacia adelante. Siente como si le sacaran la cartera. Se da vuelta. Hay

muchas caras, pero todas en sus asuntos, y casi todas con un elemento común: entrar a la Quinta

Vergara. Se palpa el bolsillo trasero y su cartera está allí. Sin embargo, apostaría que lo habían

“tocado”. Otra vez la masa de gente se mueve hacia adelante. Mira de reojo hacia atrás y ve a un

hombre rubio, elegante, con lentes oscuros y una chaqueta fina, una mujer joven que le

acompaña, unas chicas que no paran de hablar de los artistas, dos amigos que parecen ser sus

novios y otras personas. Ninguno levanta sospechas. En fin, no le hace mayor caso al asunto. Por

tercera vez la masa se mueve, presionando. Empieza a darse algo de ansiedad. Esta vez Oscar

siente que alguien lo observa. Con expresión de inocencia se disculpa por los apretones con la

chica que le antecede. Ella es menuda, de tez canela, ojos muy vivos y una expresión risueña que

aparece con regularidad en su rostro. Ella se da vuelta, y con una sonrisa comprende que Oscar
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no es el responsable de tanto apretujamiento, y hasta se lo hace saber con una mirada de

resignación. Aquella mirada es suficiente para ambos. Empieza a moverse rápidamente la fila.

Todos van buscando sus puestos. Por asuntos del azar, Oscar y la chica se ubican cerca en las

sillas. Yaffit Sacs no espera más para presentarse ante el hombre, que minutos atrás, le ha

causado curiosidad. Con una actitud desenvuelta y muy espontánea se presenta.

– Hola. Soy Yaffit, ¿y tú?

– Hola. Me llamo Oscar. Disculpa los empujones, pero como ves, no soy yo quien los

provoca. Así son estos actos masivos. No eres chilena, ¿Cierto?

– Descuida, sé que es así. Tienes razón, soy panameña. ¿Se nota mucho?

– No, la verdad es que no. Panamá, ummm…caluroso, tropical. ¿Qué haces?

– Estoy estudiando una Maestría aquí, en Viña del Mar. Tú tienes cara de abogado o

gerente de empresas. ¿Es así?

– Casi, en realidad soy investigador forense, pero para ti, puedo ser abogado.

– ¿Nos sentamos juntos?– propone sin protocolos la muchacha, mientras escogen un par

de asientos separados por una adolescente.

– Genau2– la chica que quedó en medio comprende la situación y cambia de puesto con

Yaffit. Ahora están uno al lado del otro.

El ambiente en la Quinta Vergara es perfecto. Miles de entusiastas gritan y muestran

pancartas. Empieza un ruido de gente alegre que hace difícil la comunicación entre Oscar y

Yaffit. La mano en señal de espera de ella le sirve a Oscar para entender que lo mejor es ver el

espectáculo, ya tendrán ocasión de hablar en los intermedios o algo más tarde. El evento

comienza con unos sonidos electrónicos y unos rayos láser azul cobalto. En medio de aquella

oscuridad profunda, el Festival abre con una película de imágenes hermosas. El escenario

22
Exacto en alemán.
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atravesado de luces presenta el ambiente perfecto para fijarse tan sólo en los colores brillantes de

los paisajes y animales chilenos. De pronto unos niños como ángeles, cantan una melodía

dulzona. El bicentenario de la Independencia de Chile es el fondo de toda la celebración, una

gran fiesta nacional. En la película aparece una enorme bandera chilena flameante, más niños y

jóvenes de blanco danzan armoniosos bajo las luces azules. Un recuento de la historia indígena y

luego la influencia española es presentada en sutil progresión, que con dinamismo, ofrece un

homenaje a la patria: mineros, bomberos, enfermeras y ciudadanos comunes caminan por el

escenario y en medio, una bailarina se eleva vestida con la bandera nacional. Yaffit está

emocionada, lo están todos a su alrededor. Mira a su lado y ve a su amigo con la mirada húmeda,

orgulloso de su identidad. Sin duda, el ballet ha llegado a los corazones de todos los asistentes.

La inmensa bandera cruza de lado a lado el cielo de la Quinta Vergara, y los fuegos artificiales

tricolores iluminan la noche. Numerosos aplausos despiden a los folcloristas. Anuncian a Coco

Legrand, a quien Oscar tenía mucho tiempo sin oír ni ver. El humorista como es su costumbre,

llega en una moto escandalosa al escenario. Se detiene en medio del juego de luces frente a una

gran gaviota plateada que arriba gira y gira, el símbolo del festival. El estruendo de la Harley

Davidson perturba un poco al llegar. Es un ruido que todos toleran, porque ese que llega al

escenario es querido. Tiene carisma. Posee la habilidad de desnudar el inconsciente colectivo del

chileno. Sabe mostrar cómo es la familia típica de clase media alta a la cual la mayoría aspira a

ser, y lo hace con humor. Tras continuos aplausos y en medio de una gran algarabía, inicia su

show agradeciendo al público. Viste una gorra oscura y una chaqueta celeste de blue jean

gastado, cabellos canosos, un largo collar y el reconocible peinado de muchacho travieso con el

cual se presentó la primera vez en 1972, durante el gobierno de la Unidad Popular. En un

arranque de confianza, Oscar se deja llevar por el momento. Está emocionado de ser chileno y
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quiere hacérselo saber a la chica, quien por demás, le ha demostrado un par de veces, con su

pulgar derecho hacia arriba, su aprobación del espectáculo.

– Oye, chica linda, este tipo es fantástico. Ponle atención, estoy seguro que te gustará. Al

final hablamos– le dijo cerca al oído a Yaffit. Esto último lo hizo así, pues de otro modo no lo

habría escuchado. Ella también lo entendió bien, aunque no dejaba de asombrarse a sí mismo lo

sencillo que había resultado hacerse amigo de la hermosa mujer.

Coco Legrand está sarcástico, analítico, todos disfrutan su humor particular que es casi

una introspección de la sociedad chilena y sus actitudes, algunas veces reprochables, pero

comunes, absurdas, por tanto, risibles. Por medio del humor siempre logra enviar mensajes

crudos, difíciles, que quizás de otra forma, no los aceptarían sus compatriotas. Yaffit ríe

contagiada por el público, aunque gran parte de la verborrea de Coco, no la entiende. Habla muy

rápido. Se da vueltas y mira a su nuevo amigo Oscar, quien de alguna manera, también está

pendiente de los movimientos de la joven panameña. La noche está algo fría. El abrigo de Yaffit

no parece ser suficiente y de esto se percata el investigador, quien de forma caballerosa, no solo

le ofrece su chaqueta de cuero, sino que se la coloca sobre los hombros, a lo que la joven

responde con una coqueta sonrisa de agradecimiento. El humorista es aplaudido de manera

continua, a la gente le encanta su sarcasmo, se podría decir que hay algo de castigo en la figura

estereotipada de la clase media alta. Yaffit escucha de su nuevo amigo unas palabras que le

quedan en la cabeza: es que el Coco es el psiquiatra de nuestra sociedad–. El tiempo va

avanzando y el frío los encoge a todos en una noche que galopa veloz. Todos quieren más de

Legrand, pero esperan otros artistas. Tal como vino, se marcha. El ruido de la Harley Davidson

inunda el local. A él no le importa. Así es. Al público tampoco parece molestarle. Se despide con

su ruido, sus gaviotas, su chaqueta y su ironía que hace reír y reflexionar, como si se burlara de

todos. El concierto sigue con algunos participantes extranjeros. Pero, todos esperan a un
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canadiense que al parecer, brilló en los años sesenta y setenta. Ese es Paul Anka, un cantante al

que pocos recuerdan, pero esta noche, lo harán suyo. Lo querrán como si una fiebre de olvido se

apoderara de todos y les fuera presentado por primera vez. Llega con mucho entusiasmo

animando al público una vieja canción algo pegajosa: Oh Dayana. Vestido como si fuese a una

entrevista de trabajo, pero con una alegría contagiosa, se mezcla entre los asistentes. Canta con

un micrófono inalámbrico. Se camina el escenario emocionado. Su voz algo cansada y de pocas

piruetas, muestra un hombre muy maduro para el canto, pero entusiasta. Una canción en

particular le llega al corazón a Yaffit, la escuchó muchas veces en su casa cuando su madre los

sábados en la mañana solía cantar despreocupada mientras iniciaba el rito de su belleza, Put your

hand on my shoulders. Con la canción She is a lady, que interpretaba el sensual Tom Jones, Anka

pone a todos a cantar y aplaudir. Saca a bailar a una chica. Luego, hasta carga a su hijo de siete

años y baila con él. El público lo celebra. Hay algo de mucha humanidad en ese hombre y ante

todo, gracia. A pesar de esos escasos momentos, al igual que ella, Oscar está algo aburrido.

Reconoce que ese no es el género de música que más le agrada, sin embargo, no lo quiere hacer

notorio. Después de todo, él solo fue quien decidió ir al Festival, sabiendo que se trataba de un

acto de masas, y por tanto, no necesariamente de su gusto. Tanto Oscar como Yaffit, se miran

como diciéndose "no es lo mejor que haya visto, pero no está mal…". Ella tampoco quiere

mostrar su desencanto, porque a pesar de la alegría de Anka, no se siente del todo identificada

con sus melodías. Una de las últimas piezas reanima al público que está algo distraído. Anka con

batuta en mano, dirige a su orquesta, obteniendo un sonido magistral. En esa pieza no canta, tan

solo dirige, y lo hace muy bien. El público le pide una canción extra antes de su retiro del

escenario, y tras presentar a sus doce músicos, vuelve a emocionarse cantando la conocida

Oh...Dayana. Como una merecida despedida, todos de pie lo ovacionan. Faltan Los Difuntos

Correa, pero Yaffit desea irse, y Oscar la acompañará. Se acerca el cierre de la primera noche del
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Festival. Ya no importan los Correa, incluso, a él, otra energía le va naciendo desde dentro. Una

fuerza que hacía años no sentía. Le gusta la chica, y sin duda, acompañarla será más importante

que el concierto.

Yaffit y Oscar, se van escurriendo juntos en medio de la multitud. Para no perderse, ella le

toma la mano. Se sorprende y algo apenado, no la niega. En medio de abrigos, empujones, risas,

llamadas de teléfonos, algo de la multitud se va decantando por las salidas hacia la noche del

Pacífico chileno, hacia el mar. Una vez fuera, una brisa aún más fría, la hace tiritar. Oscar se

ofrece a llevarla a su casa. Nuevamente tiene la extraña sensación que alguien lo mira, pero está

muy interesado en conversar con su nueva amiga. No presta mayor atención al hombre rubio y su

mujer, quienes pasan muy cerca a su lado, sin perderlo de vista. Le parece que fue la misma

pareja que estaba tras de él al entrar.

– Tengo auto, pues te llevo.

– No hace falta, me sé movilizar en Viña. Te lo agradezco de todas formas.

– No importa, igual te llevo. Además, estás muerta de frío. Mañana me la regresas. No me

cuesta nada– insiste con cortesía, Oscar.

– ¿Mañana? ¿Cómo sabes que vendré?– preguntó con cierta malicia la joven.

– No sé, la lógica me dice que nadie viene por un solo día al festival–. Aunque por dentro

reconoce que él tan solo tenía pensado hacerlo ese día. Ahora la situación es diferente, quedó

enamorado de la muchacha casi tras las primeras palabras. Luego de meditarlo algo, ella acepta,

pero con una condición, que tomen un café muy caliente primero. Se van juntos a comentar el

evento, y sin duda, a conocerse. Cada uno va brillando en la oscuridad, pues se han enganchado

de tal forma, que les parece que se conocieron siglos atrás. Un pequeño bar en una calle que

escala al cielo, parece un lugar prometedor. Sentados frente a frente, un destello inquieto entre los

dos anuncia claramente que se gustan. Las miradas coquetas dan paso a preguntas más íntimas.
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Ella le pide su número de teléfono. Se lo dicta. Aunque la noche avanza, no solo no se quieren

separar, sino que las preguntas personales van apareciendo en un diálogo que promete durar sin

importar el tiempo. Varias tazas de café moccacino son testigos de la noche y del encuentro.

Luego un vino tinto descubre los verdaderos gustos de ambos. Oscar está fascinado con la chica.

Es perfecta para él. Así ha deseado a su compañera. Por su lado, ella quisiera que al terminar esa

noche, ese hombre guapo y culto, la abrace, la estreche con energías, porque hace años no siente

esa fuerza de unos brazos sólidos y un rostro de niño que se presenta con la sabiduría y madurez

que toda chica anhela. Está segura que con su creatividad e imaginación, captará el interés que al

parecer, ella le transmite.

– ¿Cómo me dijiste que te llamabas?

– Oscar Klinsman. ¿El tuyo es un nombre árabe?

– No, hebreo.

– ¿Y qué significa?– tras una larga pausa, como recordando, al tiempo que se prepara

mejor para conocer a su nuevo amigo, Yaffit, responde algo más seria, pero con la candidez de

Scheherazade que cuenta una de las tantas historias de Las mil y una noches. Toma un buen sorbo

de vino. Mira a los ojos a Oscar, y parece que no le importa hacer evidente que le gusta. Ambos

están encantados. A Yaffit se le ocurre una buena idea.

– Ya te cuento. Mi nombre está relacionado con una historia. Y me gustaría contártela.

¿Quieres?– le dijo en un tono tan femenino, que no habría manera de convencerla de otro asunto

que no fuese contarla.

– Tiene que ver con una mujer ávida de riquezas que trató de engañar a un sultán, y lo

enamoró. Ella le complacía todos sus caprichos, los cuales eran bastante inocentes. Ciertamente

tenían más relación con travesuras de niño, que de un adulto lleno de alhajas, camellos y prendas.

Él a veces le pedía que le silbara como un gorrión amarillo que alguna vez vio en Europa para
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que su imaginación volara a esos lugares distantes. Otras veces, que le adornara simétricamente

los ingredientes de sus comidas, y le dibujara en ellas, paisajes de tierras lejanas. En una ocasión

le pidió que le untara un bálsamo milagroso que le permitiría dormir como un niño, para lo cual

también le pidió que le cuidara el sueño. A ese guapo e inocente sultán la malvada mujer trataba

en vano de extraerle joyas y dineros, pero en esa materia, el hombre era algo más desconfiado y

le profería adivinanzas o acertijos para poder pagarle. La mujer era ambiciosa. Al mismo tiempo,

algo torpe. Muy pocas veces, y no sin esfuerzos, lograba dar con las soluciones a los problemas

planteados. Pero, a su oído llegó la noticia de una ayudante de cocina que parecía inteligente. Sin

duda buscaría la manera de aprovecharse de ella. Era Ester Yaffit, una humilde y educada mujer

llegada de lejos. Una tarde la malvada la encontró arreglando para el sultán una ensalada de

almendras, higos y otras semillas, adornadas con uvas, pasas y cubiertas de salsa de ajonjolí.

Algo de cordero muy tierno quedaba en hilachas alrededor, sin dudas, un plato exquisito. Ya

tenía preparado un té de hierbas aromáticas y pan en forma de una gran galleta delgada. Se le

acercó. La tomó con firmeza del brazo. Le habló con intensidad de una propuesta que no debía

rechazar. Le ofreció algunas monedas si la ayudaba a resolver los acertijos que ella le trajera –.

En esta parte de la historia, Yaffit mueve sus manos de una manera coqueta, sus gestos

acompañan su relato. Oscar no le despega la mirada. Ambos se interrumpen silenciosamente para

saborear el Merlot, que poco a poco se va acabando– Ester algo extrañada por la rara propuesta,

aceptó poco convencida, quizás más por la curiosidad del asunto que por el afán de ganar unas

monedas adicionales. Esa noche el sultán veía conmovido las estrellas del firmamento, cuando

sintió la dulzona voz de la mujer pedirle un deseo.

– Dime bella dama, ¿qué quieres de mí?

– Tienes un collar de diamantes y rubíes que te he visto vestir cuando llega la luna llena,

me gustaría vestir uno similar en noches especiales.


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– Como bien sabes, la riqueza fácil, no dura. Por ello, debes responder una pregunta

sencilla para que acceda a tu deseo.

– Dime, excelso y joven sultán. Te escucho.

– Yo soy como una botella llena hasta la mitad de un excelente vino. Quiero que me

tomes por completo, que te deleites con mi sabor, y que lo hagas sin romper la botella, sin

perforar el corcho. ¿Cómo harás?–– la mujer memorizó la pregunta y replicó con una solicitud.

– Esta vez, también te pido que me permitas responderte en la próxima noche, y

encontrarnos en este mismo lugar– a lo que el hombre se negó con un movimiento leve de

cabeza. Por el contrario, le dijo que tenía una hora para traerle la respuesta, de otra manera, el

collar seguiría en donde estaba guardado. Seguidamente, dio vuelta un enorme reloj de arena, el

cual empezó a dejar caer su hilillo de finas arenas del desierto. La mujer apresurada salió en

búsqueda de Ester. La encontró perfumando algunas ropas del sultán. La tomó otra vez del brazo,

con mayor firmeza y autoridad, le exigió que le respondiese el acertijo. Ester escuchó con

paciencia, su retahíla. Escuchó varias veces la pregunta. Se quedó pensativa.

– ¡Apura mujer, que requiero tu respuesta!– le dijo la malvada– en esta parte del cuento,

Oscar estaba totalmente absorto. Había descubierto un oasis en un desierto. No entendía cómo

podía haber mujeres como ella sin que las hubiese conocido antes. Empezaba a estar atraído de

manera total por la locuaz panameña. Ella, algo melodramática, hacía énfasis en las palabras que

lo requerían, y susurraba buscando la candidez y sutilezas que merecían otras. Mientras relataba

su historia, la veía con la certeza que cada detalle de su rostro, sus cabellos algo desordenados,

sus ojos, sus profundos ojos negros, y sin dudas sus manos de mariposas, estarían en su cabeza

por mucho tiempo. Había aprendido a fotografiar imágenes, concentrándose a voluntad, y eso

estaba haciendo, mientras disfrutaba de tan singular relato.


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– ¡Apura, apura, que requiero que respondas!– le reiteró la mujer a Ester, quien estaba

concentrada en la búsqueda de palabras que calmaran la ansiedad de esa mujer desesperada–.

En esta parte, Yaffit se detiene, asume la postura de Ester. Sentada con la cabeza sujeta

entre sus manos, guarda silencio un momento. Oscar no interrumpe, hasta que la espera empieza

a ser excesiva. Algo ansioso, decide preguntarle.

– ¿Y qué pasó con la respuesta?– le dice intrigado. Ella sonríe coqueta.

– Pues, te lo contaré mañana– le replica la panameña–. Oscar en un impulso de cariño, la

abraza con ternura, como diciéndole "pícara, me engañaste" y ella lo acepta.

– ¿Y en qué trabajas? ¿Qué investigas? ¿Crímenes, estafas, engaños, muertos?– es el

turno de ella. La noche avanza rápida y fría, pero la excitación en la conversación es obvia, están

tan despiertos que no osan mirar los relojes.

– Bueno, eso depende. Siempre hay de todo un poco. El caso más reciente fue la búsqueda

de un familiar que heredó una fortuna y al parecer, lo dieron por muerto. La sucesión no se podía

ejecutar hasta que se descartara su presencia, que se probara que ya no vivía. Todos querían su

parte del dinero y de las propiedades, en particualr, los nietos.

– ¿Y qué pasó?

– Te lo cuento mañana–. Y con un guiño de ojo, se sonríe. Ella acepta que aquella frase

que dice que "lo que es igual, no es trampa" y sabe que se aplica a esta situación. También sonríe.

Oscar la invita a retirarse antes que las luces del alba empiecen a pintar los cielos australes. Ella

comprende que la estrategia de su amigo empieza a ganarle terreno, aunque lo acepta, sabe

inmediatamente que no sólo se verán, sino que repetirán la idea de "tomarse un café y conversar".

Por ahora, ya pueden irse a dormir. Tal como fue el gusto de él, Yaffit es llevada a la puerta del

edificio, en donde comparte un apartamento con dos estudiantes también. Un beso tímido cierra

la velada y dos sonrisas cómplices alumbran ese momento. Sin duda, mañana se verán en el
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Festival, así lo han acordado. Será en la entrada principal a las 18 horas. Klinsman se marcha

alegre, hasta salta cada dos pasos. Decide alojarse esa noche en un hotel, no quiere manejar hasta

Santiago, ni a su apartamento. Quiere una noche distinta, y más ahora que sabe que se verá con la

chica otra vez.

Esa noche, o al menos lo que restaba de ella, Oscar no pudo dormir. Sentía una fuerza

misteriosa que lo mantenía activo, despierto, alerta. Recordaba con nitidez cada parte de Yaffit, la

textura de su piel, su olor, un aroma de flores que seguramente provenía desde el fondo de sí, y

no del perfume que se había colocado por gotas tras las orejas y en su pecho, como suelen hacer

las mujeres. La veía con su cabellera negra, extensa, suelta al viento, y posteriormente, recogida

en un gracioso moño que ocultaba la chaqueta de cuero que le prestó. Sus labios sin ceras ni

artificios, puros, sensuales, algo gruesos, pero, tentadores. La recorrió toda esa noche, la vistió y

desvistió con su aguda mente. No dejaba de asombrarse de aquella chiquilla que le empezaba a

robar el corazón y su control. Yaffit tenía una mirada cautivadora, unos ojos penetrantes que

desarmaban. Ante todo, un brillo infantil que él no pudo menos que guardar rápido en su

memoria. No deseaba ser descubierto oteando de más. Esa mirada quedó almacenada en su

cerebro, y la revivía cuantas veces quería esa madrugada. Ya con las luces del alba tiñendo el

cielo, se levantó a admirar el amanecer como muchos años atrás acostumbraba. No recordaba si

la muchacha le había dejado su número telefónico. Con los primeros rayos del sol, salió a buscar

entre sus bolsillos, la cartera y otros objetos que cargaba. No encuentra ningún papelito ni

anotación. Busca en el celular. A veces anota allí. Tampoco encuentra nada. Se sienta. Trata de

recordar cada movimiento. Nada. Reconstruye todo el tiempo que pasaron juntos y no recuerda

ningún instante clave en el que hiciera tal solicitud. No se perdona aquel descuido. Sin duda

pasará todo el día atormentado por su torpeza.


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A pesar de sus dudas, se encontraron en la tarde en medio de la multitud a las puertas de

la Quinta Vergara. Se sonrieron al verse. Estaban algo nerviosos al pensar que lo de ayer había

sido un encuentro fugaz de esos que el destino pone a los pies, una sola vez en la vida, y que

quizás el otro, simplemente no se presentara, o lo hiciera con otro rostro. Pero, no fue así, las

energías de anoche siguen en sus venas. Él camina algo apresurado. Viene vestido con unas botas

de cuero negro, un blue jean costoso, y una camisa blanca a medio abrochar. Lleva en su mano

derecha, otra chaqueta de cuero de color negro. A cierta distancia, un hombre con un uniforme

blanco vende golosinas y parece observarlo. Ella luce también unos modernos pantalones largos,

una blusa de corte artesanal, esta vez hindú. Viste una larga bufanda de lanilla tejida con

exquisitos puntos de colores, al parecer, marroquí. Carga en su mano izquierda la chaqueta que le

prestara Oscar la noche anterior. Se abrazan. Se vuelven a abrazar y se demoran unos segundos

para que sus cuerpos se conozcan. En esos segundos, se huelen. Ambos están encantados con

todas esas nuevas sensaciones. Se dan un beso de saludo y otro abrazo, algo más corto. Casi sin

pensarlo, se toman de las manos y caminan a la fila. Por segunda vez están sentados disfrutando

juntos de un espectáculo, que de por sí, es genial. Ambos esperan bailar o moverse un poco con

Don Omar, a quien han anunciado de manera especial. Pero, de acuerdo al programa, será al

final. Mientras llega ese momento, intercambian opiniones sobre los concursantes. Tras un breve

silencio, Oscar no contiene la curiosidad y le suelta sin avisos una pregunta directa.

– ¿Cómo termina tu historia?– Yaffit no se la espera. Su rostro canela con sus ojazos

profundos sigue inquietándolo. Nuevamente se asegura a sí mismo, no haber sentido desde hace

mucho tiempo, el gusanillo de estar enamorado. Suele ser un hombre calculador y metódico, pero

la chica lo ha descuadernado. Se deja llevar por sus impulsos. Es obvio que de ser necesario,

postergará algunos de sus planes de trabajo, llamadas de negocios, y todo aquello que pudiese

perturbar. Se siente un niño capaz de brincar, cantar, sin más ni más, y no importarle el ridículo.
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Él mismo no se reconoce, y todo le ocurre en tan poco tiempo. Está asombrado de sus nuevas

energías. Al mismo tiempo, algo inquieto por la opinión de su nueva amiga, sobre él, su estampa,

su forma de ser. El beso de ayer, las manos tomadas, son un comienzo que lo mantiene desde

algunas horas en una especie de duda existencial. Por un lado, su vida cargada de planes y

metodologías, sus casos, su buena reputación de hombre analítico, objetivo, y ahora por otro

lado, el renacer de ese Oscar que creía dormido, aquel que disfruta lo improvisado y espontáneo,

la buena música popular, el aspirar el aire caminando por una calle del centro de Santiago,

tomando una flor y colocándosela en el cabello a una chica amada. A ese, aún no lo reconoce

como tal, pero, sabe que está aflorando de forma repentina e intensa, como una erupción de un

volcán sureño. El vendedor de golosinas se acerca a su fila, él decide comprarle algo a su amiga.

Ella coqueta, no lo niega. Escoge unos masticables de limón. El vendedor es el mismo que

parecía vigilar a Oscar ayer. El hombre se marcha tal como llegó.

– Bueno, la historia en sí, no termina. Eso es lo interesante del asunto. Es algo así como

una versión moderna de Las mil y una noches. Y a mí me gusta contarla– dice Yaffit moviendo

ligeramente la cabeza de lado a lado, como quien danza con el vientre sin hacerlo. Oscar la ve y

se la imagina bailando con unos tules y campanitas en la cadera. Mientras lleva adelante esa

doble tarea de mostrarse interesado y al mismo tiempo, imaginarla muy sensual en una pieza de

una castillo en Arabia. Él, un sultán joven y caprichoso que tan solo espera respuestas a sus

preguntas.

– Lo entiendo, pero, aún no me dices ¿cómo adivinó Ester el acertijo?

– ¿Quién te dijo que lo acertó? Quizás sí, quizás no. Debes ser paciente.

– Bueno, bueno, pero al menos dime qué ocurrió. Dame algunas pistas.

– Está bien. Te adelantaré parte de lo que debería relatarte esta noche– hace un elegante

gesto de agradecimiento. Yaffit mira hacia el escenario, no está ocurriendo aún nada que le
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interese. Da vuelta su rostro hacia el chileno, lo mira con sus ojazos profundos y reinicia la

historia de su nombre en el punto donde había quedado antes. Oscar baja la mirada para escuchar

de cerca la voz que desde ayer, le suena al oído con un nuevo gusto con el cual deleitarse. Yaffit

con sus palabras de misterio inicia el relato de la mujer desesperada por obtener la respuesta al

acertijo. Recordó en donde quedaron.

– Ester estaba pensando y pensando, hasta que la mujer la presionó y amenazó de tal

modo que, apresurada, le dijo la respuesta. “Verá usted, si la botella de vino es buena, nadie la

deja mucho tiempo en reposo. Seguramente lo que el sultán quiere que le diga es que usted debe

pensar mucho antes de romper nada, porque siempre hay un camino de la razón, y ese es el que

quiere conocer en usted.”

– Déjate de habladurías y dame la respuesta, o tu vida no valdrá un grano de arena– le

increpó algo airada la mujer a la pobre Ester, mientras mostraba una pequeña daga que hasta

ahora, llevaba oculta en su falda. “Para probar el sabor del vino, no hace falta romper la botella,

ni destrozar el corcho…lo que se requiere es hundirlo. – Menos de un segundo tomó a la mujer

cambiar su rostro y salir corriendo desesperada. No hubo agradecimientos ni nada. Tampoco

escuchó la parte de la resolución que era la de mayor sabiduría. Ester se la decía a si misma en

voz muy baja. "El sultán lo que quiere es que se le conozca a fondo, lo suficiente como para

comprender cómo funciona, de qué está constituido, y posteriormente a ello, poder resolver algo

tan simple como obtener de él lo mejor." Para Ester, fue el fin de un suplicio que no sabe cómo se

ganó. Al menos, eso pensó–. Oscar la miró extasiado. Él mismo no tenía idea como responder la

pregunta. Antes de escucharla, se había reventado la cabeza con pensamientos lógicos y no

encontraba la manera de llegar a la forma correcta. Al escuchar la respuesta en el cuento de

Yaffit, se recriminaba cómo no saberlo, era tan simple. Hasta se empezó a molestar un poco

consigo mismo, pues sabía que estaba distraído, quizás algo ausente, y para su estilo de vida, esto
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era fatal. ¡Por supuesto, hundir el corcho! Luego comprendió con el inmediato silencio de Yaffit,

que quizás el mensaje del cuento estaba hecho a su medida, y que al final, no era más que una

forma parabólica de pedirle que la conociera a fondo, que la entendiera y con ello, el resto sería

sencillo. Esta interpretación le generó una especie de resentimiento, pues no le gustaba que lo

probaran, mucho menos que lo condujeran por un camino que no se habría labrado con sus

propios medios. Era un orgullo extraño que en parte era responsable de su soledad.

En el escenario anuncian a alguien, ambos dan vuelta para retornar de las arenas del

desierto de Arabia y de una torre de un castillo de un sultán, a la Quinta Vergara con miles de

personas ansiosas de ver a los artistas invitados. De golpe es como si para ambos, un zumbido de

miles de pequeñas conversaciones los envolviera, y en medio de aquella vorágine, tomados de la

mano, sonrieran uno al otro. Sin embargo, ella se da vuelta, le pregunta por el final del caso de la

herencia. Oscar se sonríe, le responde con cierto aire de complicidad.

– Lo que ocurre es que el final de mi historia, no es ni un chisme malo de una de las

esclavas de tu sultán– le comentó con algo de reservas, como excusándose por lo que de todas

maneras dirá.

– Pero, dime de todas formas, anda, anda…– insistió tiernamente Yaffit, con esa gracia

que hacía imposible que un caballero se negase.

– Bueno, te lo advertí. El asunto es que el viejito apareció tras una búsqueda intensa,

medio emparejado con una mujerzuela dominicana en un balneario de Punta Cana. Al viejo no

solo no le interesaba discutir lo de la herencia, sino que se sentía más vivo que nunca, y si a

alguien dejaría algo, sin duda sería a esa mujer que lo zarandeaba cada tres días, y le decía en las

mañanas ¿Qué quiere hoy mi Papito lindo? Te podrás imaginar las caras que pusieron sus

familiares. De alguna manera terminaron molestos conmigo, como si yo fuera el responsable de


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la nueva vida de su ancestro. Peor aún, culpable de la decisión de no dejarle nada a nadie en su

país.

La gente comenta la última presentación. Hay una especie de espera por el próximo

cantante. Ambos se dan un momento de silencio y tomados de la mano, se miran unos segundos

para reconocerse en el encantamiento mutuo. Saben que tienen mucho que saber de cada cual,

pero no hay lugar a dudas que se han encontrado en el lugar común de la felicidad.

– ¿Oye, y cuántos años tienes?– preguntó el chileno con curiosidad.

– Eso jamás se le debes preguntar a una dama...–le replicó con rostro serio. Oscar se

avergonzó un poco de su ingenuidad en asuntos de amores y preguntas indiscretas.

– Pero, por ser tú, te lo voy a decir al oído– le sonrió Yaffit, mientras con coquetería

caribeña, le decía susurrando, que tan solo unas veintiséis primaveras. Y además, le soltó aquella

frase trillada: “soltera y sin compromiso…”– él sonrió a esto último, hasta se sonrojó, acción que

la notó la chica y que le causó hilaridad.

– ¿Y tú?

– Yo ¿qué?

– ¿Tienes alguna polola? Mira que no quiero peleas con una chilena celosa.

– No, definitivamente, soltero y sin compromisos también.

– No te creo– le dice con coquetería femenina Yaffit, los buenotes siempre dicen lo

mismo– lo cual a Klinsman no solo asombró sino que lo colocó con confianza en posición de

jaque, como era su estrategia de este juego ajedrez que pensaba ganar pronto–. Entonces,

¿podemos pololear?- insiste ella.

– Ya, poh– la chica dejó saldado el asunto con esa expresión corta tan local que

significaba en ese momento un, “sin duda que estoy disponible y preparada para ti”. Sus deseos
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fueron tales, que aún por cantar Don Omar, prefirieron salir, pasear, y amarse de la manera como

empezaban a hacerlo.

Pasan cada momento que pueden, no sólo juntos, sino entrelazados. Oscar recuerda sus

habilidades de guitarrista y la invita a su apartamento en Santiago, le quiere mostrar su mundo, su

gente, sus cosas, sus amados libros, su música, todo.

– No sé, debo revisar mis horarios, estamos terminando un trabajo en la maestría. Déjame

revisar y te aviso–. Él no quiso lucir algo desesperado por aquello, por lo que admitió que estaba

bien, ya habría oportunidad. Por dentro se quemaba de las ganas de acelerar el tiempo y amar sin

frenos a esa chiquilla que en días, lo había cautivado. Tampoco quiso decirle que también tenía

un apartamento en Viña. Ese era su plan B, por si todo se venía abajo, o si todo cambiaba en su

favor.

– Oye, ¿y qué estudias?

– Maestría en gestión de proyectos urbanos regionales.

– Ummm…suena interesante. Quizás puedas planificar mejor el caos de esta ciudad y

manejarla con el caos de la otra, así estaríamos más juntos– se atrevió a soltarle una indirecta a la

muchacha– Oye, pero ahora estás de vacaciones, ¿no?

– No, estamos en un programa intensivo de verano para terminar lo obligatorio, y

presentar la tesis, que por cierto, está avanzada.

– Pero, no me has dicho dónde estudias.

– En la Universidad Viña del Mar, y creo que sí te lo dije el primer día– le replicó algo

molesta por tantas preguntas.

– ¿Y tú? Tú sí eres un misterio. No me has dicho nada de tu vida. – Oscar se dice por

dentro una frase lapidaria, “y es que no acostumbro decir nada de mi vida”, sin embargo,
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contrario a lo que ha sido su forma de responder en casos así, esta vez quiere decirle a ella, todo

lo que quiera, porque sin duda, no le quiere ocultar nada que le resulte importante.

– Ya, poh. Pregunta no más.

Al día siguiente también se salieron en medio del concierto para estar juntos, para

conversar hasta el cansancio, y cuando ocurriese, reposar juntos, porque si algo habían entendido

ambos, era que deseaban estar juntos, no sólo saberse juntos, sino físicamente juntos. De la

Quinta Vergara se trasladaron a la Avenida Perú. Desde allí, con el mar como vecino, ambos se

apretujaron un poco, caminaron con lentitud. La sal de la brisa marina y la caminata le recordaron

a Oscar sus lecturas de Nicanor Parra y sus antipoemas, sus vivencias, su voz lenta, lentísima,

como un toro cansado que ya no brama, que imagina, que retoza su cansancio. Se siente un

peatón, algo que no había experimentado en años y siente las palabras del antipoeta como

cayendo por una escalera: Héroes anónimos de la ecología. Algo callado por el momento, sabe

que este instante lo recordará por siempre. La sensación de haber vivido esos segundos le dio

vueltas en la cabeza como un deja vu. Se lo comenta a Yaffit, quien tan solo disfruta en silencio

de todo aquello.

– Esto ya lo viví– susurra.

– ¿Por qué lo dices?– replica con el mismo tono de tranquilidad y cariño con el cual le

habló Klinsman. Han disfrutado los días de los conciertos. Se acerca la pregunta obligada sobre el

futuro. Ambos están conscientes que dependerá de cada uno, cuánto quieran invertir en tiempo y

esfuerzo en esta nueva relación amorosa. Oscar vive en Santiago. Ella en Viña en un apartamento

compartido. Él es un hombre ejecutivo y disciplinado, ella una estudiante de maestría, liberal,

soñadora y algo desordenada. Ambos jóvenes, pero Yaffit siete años menor. Verse a menudo se
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convierte en un asunto a considerar, los 134 kilómetros entre las ciudades, se traducen en más de

dos horas de viaje, bastante como para verse todos los días.

– Porque me he visto a mí mismo caminando contigo como si fuera otra persona. Es como

si fuera yo estando fuera de mí, viendo hacia abajo– pensativo continuó la narración de su visión.

– O sea, que ando con un muerto…–dijo ella con humor–. Él le apretó la mano y sonrió.

– No creo. ¿Quieres ir a un lugar en especial?– le dice en tono caballeroso.

– Sí, llévame a ver el Castillo Wulff, ese lugar tan raro que me recuerda los cuentos de mi

infancia, las princesas, las doncellas, y tan lleno de magia. Quiero verlo de lado, como si fuera un

enorme barco que sale de las montañas para perderse con sus banderas y sus caballeros. Llévame,

anda, ¿sí?

– Claro, lo que mande, mi reina…– le dice con un tono de rendición, extraño en él. Se

toman de la mano y caminan hacia el auto. Hace frío. Mantienen los vidrios cerrados. Oscar

enciende la música, un nocturno de Chopin embelesa el silencio entre ambos, quienes no se

atreven a romper el delicado velo que el músico polaco ha deslizado sobre sus cabezas. Llegan al

castillo y sin bajarse del auto, empiezan a conversar animadamente.

– Oye, ¿Cuándo terminas tu Maestría?– le pregunta Oscar, iniciando un camino que en

algún momento deben abordar: el futuro de una aventura incierta entre ambos.

– Bueno, ya estoy terminando la tesis y el curso de verano fue una recomendación

académica, no es obligatorio, pero es conveniente. En otras palabras, cuando termine el curso de

verano pienso apurarme con la tesis y entregarla pronto–. Oscar está preocupado y no es hombre

de decidir a ciegas nada, quiere tener control de las variables de esta relación sentimental. Sabe

que ella tiene dos opciones, terminar sus estudios y regresarse a su país o quedarse en Chile.

Desconoce los planes de la muchacha, pero está tan enamorado que es capaz de abogar por que se

quede y tratar de ayudarle a buscar trabajo en su campo profesional. De casa, ni hablar, su


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apartamento en Santiago sería el nido de amor de ambos. Todos estos planes rondan en su cabeza

desde que supo que se entenderían. Pero, ignora mucho de ella aún. Hay muchas preguntas que lo

mantienen distraído. Suele ser un hombre de mucho control, pero esta situación lo ha colocado en

el lugar de las dudas, y no le agrada, porque su vida es una certeza.


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Viernes 28 Marzo de 2010. Un equipo de abogados y representantes de la Fundación Pinochet

solicita una reunión al recientemente electo Presidente Sebastián Piñera y les otorgan diez

minutos. En dicha sesión le piden apoyo para que se esclarezca si hubo manos extranjeras, y en

particular de gobiernos como el de Cuba, Nicaragua o Panamá, en el atentado que sufrió en 1986

el General Augusto Pinochet, por parte del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. De haberla,

querrán establecer responsabilidades, una demanda internacional y de esa forma levantar fondos,

considerando que la familia está en situación económica precaria, según se le ha escuchado decir

al hijo mayor. Hay quienes piensan que la demanda podría ser producto de la avaricia y el afán de

más riquezas. Antes lo habían intentado sin éxito con la Presidenta Michelle Bachelet. Ahora la

situación política les favorece, se sabe que el nuevo Presidente proviene de un sector muy

oligárquico de la sociedad chilena, y comprenderá el pedido de los Pinochet. Entre los asistentes

se encuentra la viuda de Pinochet, Lucila Hiriarte, quien le recuerda a Piñera que en diciembre ya

habían sostenido una rápida conversación sobre el asunto, mientras aún no era envestido como el

primer mandatario del país, y que él le prometió retomarlo una vez el Congreso le otorgara el

mandato. Él escucha pacientemente y asiente con la cabeza en un gesto muy delicado,

concediéndole la razón. Parece un hombre sabio, sabe callar y escuchar. Mientras lo hace, se le

ve como a un ejecutivo que tiene muy claras sus decisiones y sus posturas. En asuntos de

minutos, todo parece quedar claro. Se compromete a proponerles a un investigador profesional,

sagaz, de temple y carácter objetivo, que encuentre evidencias, referencias de peso. Para ello, les

otorga un lapso perentorio de seis meses, específicamente hasta el 11 de septiembre, de no

probarse la hipótesis con pruebas claras, el asunto sería olvidado y él no se ocuparía de revivirlo.

De presentarse algunas contundentes, su gobierno sustentará la petición de los herederos del

General ante instancias internacionales, apoyará con recursos financieros, y lo anunciará ese día.

Por supuesto que no quiere escándalos y mucho menos, tensiones sociales por un asunto que,
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hasta ahora, no es más que una especulación no demostrada. Al terminar la reunión, le pide al

Ministro de Interiores que acompañe a la delegación a la puerta, y con extrema cortesía se

despide del grupo, no sin antes hacerle una sutil seña al funcionario, quien a su vez recibe una

tarjeta de su asistente, un hombre rubio, elegante, de porte alemán. El alto funcionario se la

entrega a la viuda. Ya Piñera cumplió su primera promesa, un nombre y un teléfono: Oscar

Klinsman.

La tarde del lunes 17 de Mayo de 2010 no traía nada de particular. Regresaba del

gimnasio cuando recibió una llamada extraña en su moderno celular digital.

–Buenas tardes, ¿hablo con el investigador Klinsman?– Oscar ya había detenido su auto a

un costado de la calle, y encendido las luces intermitentes para poder atender la llamada. Le

parecía raro que una llamada anónima llegara a ese número privado, el cual sólo lo tenían algunas

contadas personas de muy alto perfil. Solía no mezclar sus asuntos personales con los de trabajo.

Una voz de una mujer muy mayor, quizás de más de ochenta años, sonaba sincera y amable.

–Sí, soy yo. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

–Mire, le llamamos de la Fundación Pinochet. Su número telefónico nos lo proporcionó

un muy alto funcionario de este gobierno. ¿Podemos vernos en algún lado para explicarle nuestra

inquietud?– comprendió que debía ser una referencia del Presidente, con quien tenía cierta

confianza. No tenía otra explicación.

–Perfecto, le enviaré por mensajes de texto, el lugar sugerido, y se me ocurre que un

restaurante..

–No, prefiero que sea verbal. Eso sí, le pido que sea un restaurante muy discreto y muy

poco concurrido. Ojalá fuera en alguna sala reservada, lejos de la vista de terceros. Por la
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invitación, no se preocupe, yo le invito. Se trata de un asunto muy confidencial. Mejor aún si se

trata de alguno en la zona de Lo Barnechea, me quedaría cerca de casa.

–Genau. No se preocupe, entiendo perfectamente. Le escogeré uno que seguro será de su

agrado. La llamaré en unos minutos. ¿Le parece?

–Prefiero llamarle yo misma en diez minutos. Por cierto, acuda vestido con ropa sport,

blue jeans y camisa blanca. Si necesita, lleve una chaqueta de cuero, así lo podré distinguir

inmediatamente. Yo por mi parte iré con un abrigo de piel, usted comprenderá que hace algo de

frío en esta época, y unos guantes de lanilla de color marrón del mismo tono que el abrigo. Tengo

el pelo cano y estoy algo gruesa. Es muy probable que al verme, me reconozca como a una

persona pública muy conocida. Hasta entonces–. Y colgó.

Terminada la extraña conversación, Oscar supo que se podría tratar de un asunto legal o

político y que en 2010, cualquier asunto serio, tendría que ver con demandas de la era de la

dictadura. Estaban destapándose aún los detalles de sucesos que conmovieron al país y al mundo.

Y la curiosidad de los nuevos chilenos era grande, porque grande también había sido la

especulación. Cada sector trataba de exponer “su verdad”. Sin duda, el país estaba curando de a

poco sus heridas y cerrar esas cicatrices tomaría tiempo. De acuerdo a Oscar, solo la verdad

parecía ser el auténtico bálsamo para acelerar ese proceso, pasar la página y seguir adelante con

nuevos bríos. Por todo aquello, se sentía pieza importante en develar los secretos bien guardados

de aquellos años. Buscó en su teléfono celular un buen restaurante en la zona recomendada y dio

con varias opciones. Decidió por El Mesón de la Patagonia. Ocho minutos más tarde, otra vez la

llamada anónima y la voz femenina.

–Señor Klinsman, dígame el lugar donde nos veremos.

–En El Mesón de la Patagonia. ¿Le parece?


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–Sí. A mi marido le gustaba la comida del sur. Conozco al dueño y le pediré que nos haga

un espacio reservado. Nos vemos en una hora.

–Genau– y colgó. Oscar se dio cuenta entonces, que contaba con el tiempo justo para

arreglarse y llegar al lugar. Se apresuró. Llegó a casa. Antes de iniciar el rito de prepararse,

colocó música, tal como era su costumbre. Entonces se duchó y vistió como le habían pedido. Un

gusanillo de curiosidad le horadaba el cerebro. Estaba algo inquieto desde que cerró la llamada.

Había aprendido a mantener la sobriedad, incluso en los momentos más inquietantes de su vida.

Se podría decir que era frío y calculador. Por un instante se detuvo frente a la ventana desde la

cual podía mirar la cordillera, aun con manchas de nieve. “Es curioso–pensó– suceden cosas raras

en septiembre, mes de la patria.” Sonaba en el aparato de sonido una pieza clásica que disfrutaba

siempre: La Condenación de Fausto de Héctor Berlioz. En particular, se deleitaba con

Mefistófeles, un barítono con voz enérgica y muy grave, como seguramente es el verdadero

diablo cuando exige rendiciones y acuerdos macabros. La versión que más le gusta es la de la

Orquesta de París conducida por Daniel Barenboim y a Plácido Domingo en el papel de Fausto.

Los cantantes le resultan sublimes en algunos casos y de una fuerza terrible en otros. Siempre

disfruta de las historias de amor. Se ve reflejado en dramas como el de Berlioz, en el cual la razón

le obliga a Fausto a dar la vida al demonio y sus infiernos candentes, por la de Margarita. Todo

ello gracias al amor irrenunciable que le guarda a la hermosa mujer, de la cual vivirá el resto de

su vida enamorado. Se siente transportado durante la pieza. Sabe algo de francés y se conoce los

diálogos. Disfruta de la música mientras se peina. Cuando en algunos momentos se suman a la

orquesta los coros, se siente en un éxtasis, luego del cual se permite ver el mundo con una

tranquilidad particular, una paz que se parece mucho a la que siente Margarita en el paraíso,

gracias a su Fausto, quien ya está en los infiernos asándose en medio de tridentes encendidos.

Termina la obra y sale al encuentro de la desconocida de Lo Barnechea.


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Lunes 17 de mayo de 2010. 19 horas. Oscar llega puntual a la cita. El Mesón de la Patagonia

parece un lugar de mucha actividad para una cita de confidentes, sin embargo, una vez entrega las

llaves al valet parking, se le acerca muy discretamente un hombre alto, muy bien vestido, quien a

pesar de ser de noche, lleva lentes oscuros.

– ¿Señor Klinsman? – pregunta en baja voz. Ante la afirmación sutil de Oscar, el hombre

mueve su mano señalando un pasillo que conduce a salas privadas.

– Sígame por favor.

Una puerta de madera tallada con arabescos es la antesala de una segunda y más lujosa

habitación decorada. Una mesa lujosa de seis puestos con sus respectivos platos, vasos, copas y

cubiertos bajo una lámpara de cristales y luz amarillenta le dan un toque exótico al lugar.

–Tome asiento por favor. ¿Le podemos ofrecer una copa de champagne mientras llega su

invitada?– con delicadeza le extiende una carta de cuero con filigranas en los bordes en la cual se

presentan marcas de champagne que poco conoce, pero sabe que son de las mejores. De las que

reconoce, se encuentran Dom Pérignon, Veuve Clicquot, Krug, Ruinart y Moet & Chandon.

– ¿Qué me recomienda el señor?– pregunta Klinsman

– Veuve Clicquot Vintage Rosé cosecha de 1999.

– Bien, tráigala.

La señora que llega a la cita no es otra que Marina Lucila Hiriarte, ex Primera Dama de la

República, quien es conducida de la mano por su hijo Carlos Antonio. Oscar se levanta muy

ceremoniosamente, y estrecha la mano de la mujer, quien despide a su hijo, para quedar en una

cena de mucha confidencialidad con el investigador. Tras las presentaciones inútiles, pues ambos

sabían quiénes eran, permitieron que el dueño del restaurante en persona llegara a ofrecerles los

mejores platos de su cocina. Escogieron todo de acuerdo a las recomendaciones del chef,
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incluyendo los postres. Terminado este proceso introductorio, y con la paciencia que Oscar

Klinsman había cultivado en su vida, se dio a la tarea de escuchar con detenimiento lo que la

mujer le propondría, quien con un tono autoritario, de esos que no dejan alternativas, le fue al

grano del asunto.

–Mire señor Klinsman, lo primero que quiero que sepa es que todo lo que hablemos aquí,

no lo dije, esta reunión no existe, ni existió y usted nunca cenó conmigo. ¿Estamos de acuerdo?

Lo segundo es que a partir de este momento, cualquier información o reunión que requiera,

incluyendo un contrato a nombre de terceros, se resolverá con mi hijo. La próxima vez que nos

veamos, será al momento de entrega de su Informe final, cuando también por supuesto, le

haremos pago de sus honorarios. Ahora le explicaré de qué se trata todo.

Con aires de misterio y complicidad, Oscar arrima un poco su silla hacia el lado de la

viuda y presta atención de forma cuidadosa. Tras una hora de explicaciones e información, la

reunión llega a su fin, no antes de que la señora pidiera a su hijo, quien ha estado pendiente de

todos los movimientos y gestos de su madre, un sobre blanco de aspecto común. "allí tiene un

pequeño trozo de papel que se obtuvo de un terrorista quien a su vez lo obtuvo de un militar

centroamericano. Como podrá ver, es auténtico, y se piensa que es parte de un diario de guerra.

Creo que de ser usted, trataría de conseguir ese documento. Parece ser la clave de nuestro caso.

Por cierto– y con una amable sonrisa por parte de la viuda– le recuerdo que ese material debe ser

devuelto con su informe.– Ambos pasaron a conversar de la comida y algunas exquisiteces

propias del lugar. La reunión, al menos la de negocios, había terminado.

–Mesonero, por favor la cuenta– y con gesto de caballerosidad Klinsman hace saber a su

invitada que ha degustado la cena y que ha contactado a la persona indicada para resolver su

caso. Saludos, cortesías y algunos ademanes son los últimos gestos de la pareja. Klinsman paga

con una tarjeta dorada que parece nueva, deja una propina generosa y tras recibir su chaqueta y
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ser conducido a su auto, medita lentamente el enjambre de ideas y datos que le ha soltado la

viuda. Se marcha con calma, con música clásica de fondo y con la serenidad que le brinda

manejar su lujoso Mercedes. Va pensando todo el asunto y analiza mejor el lío en que se acaba de

meter, o en el que lo acaban de meter. No recorre más de tres kilómetros hasta que la curiosidad

le impide conducir un minuto más sin abrir el misterioso sobre blanco. Detiene el vehículo.

Enciende las luces intermitentes. Tras revisar en redondo que nadie le observa, abre el sobre y se

sumerge en una página manuscrita que lo asombra. Dobla el viejo papel que está numerado en la

esquina inferior derecha: 367. Respeta los dobleces iniciales, lo coloca en el sobre, lo introduce

en el bolsillo interno de la chaqueta, apaga la música y conduce su auto. Su rostro tan solo indica

confusión.
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Junio de 1996. Han pasado diez años del frustrado atentado al dictador. Los comandos de

aquella operación, cayeron de a poco en las garras de las autoridades militares, entre otros,

Ramiro, quien a pesar de ello, no ha perdido el tiempo dentro de la cárcel. En secreta y bien

lograda comunicación con miembros del Frente, logra articular un audaz plan de rescate.

Saldrá, no sólo él, sino al menos tres importantes frentistas más. Para ello, como gran

estratega, observa con paciencia los procedimientos de los custodios del penal, los

comunica oportunamente. Desde fuera le piden que ayude con información a la

construcción de una maqueta que sea una réplica a escala del penal. Esta maqueta será

pieza clave para diseñar el escape. Para lograrlo, todos los involucrados ayudan a dibujar un

plano con dimensiones. Por otro lado, caracterizan la rutina diaria de los gendarmes y saben

los detalles de sus movimientos, los tiempos que emplean y los lugares por donde se

mueven. Con esos datos es sencillo escoger ángulos de aproximación de una aeronave, la

hora más adecuada, así como la estrategia de extracción de los reclusos. No cabe dudas que

el helicóptero no podrá descender a más de quince metros, razón por lo cual, serán los

frentistas los que tendrán que aproximarse a una cesta e introducirse en ella. En la parte

interna de dicha canasta habrá armas para ser empleadas en el escape.

Tras la organización de la acción están los compañeros más comprometidos del

FPMR, entre otros, el comando Taxi CAB, quien encabeza la lista de quienes de manera

voluntaria, se ofrecieron al rescate. Él en persona quiso participar, pero la razón principal

por la cual se le escogió está más relacionada con sus destrezas en el manejo del Bell

Ranger y en la experiencia de acciones anteriores con la organización. Una recomendación

de su amiga francesa Emanuelle terminó de convencer a los Comandantes de las ventajas

de emplear a CAB en la operación.


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Se han discutido las debilidades de cada una de las propuestas para lograr la

liberación de los frentistas y tras largas horas de debates, se reafirma la idea del rescate

aéreo. Otras posibilidades son descartadas: un túnel, con la debilidad que podría ser

detectado por medio de instrumentos muy sensibles colocados en el perímetro del recinto.

Otra idea es un escape terrestre logrado por la toma militar de la cárcel, para lo cual tendría

que haber una batalla bien pensada y ejecutada. Otros no menos impresionantes surgen sin

éxito.

En la cárcel, Ramiro ha pedido a sus colegas que se preparen. Siempre ha creído que

el entrenamiento y la disciplina van de la mano. En tareas militares, la obediencia es factor

clave para el éxito. Cada uno, a su manera, realiza rutinariamente flexiones de brazos y

abdominales. Se sabe que los necesitarán. Ramiro trata de convencer a Carlos Escorza, otro

detenido, que los acompañe en esta alocada aventura que podría resultar en su libertad.

Pero, Carlos tiene una razón de peso para quedarse, su enferma esposa, quien además de

recluida como él, sufre un cáncer terminal. Escorza, valiente y gallardo, quiere estar con

ella hasta su final.

–Carlos, ¿sabís? Ya no se encuentran hombres como tú en esta Tierra, compadre– y

con una fuerte y sincera palmada en el hombro, el Comandante Ramiro reconoce de forma

definitiva, que Escorza no estará en el grupo del escape. Se levanta de la cama y con un

dejo de tristeza, algo raro en él, se marcha reconociendo que su amigo es un viejo Quijote

olvidado por el tiempo, que se siente orgulloso de que su grupo cuente con gente así,

sensible, coherente. Al fin de cuentas, es el amor por los demás lo que les mantiene claros

en sus propósitos políticos.


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Rodrigo Taxi CAB, había formado parte de muchas batallas y acciones militares,

pero ésta en particular le llama la atención. Se podría decir que lo mantiene alerta y

excitado. Casi como a un niño que sabe que se acerca la noche de Navidad, y con ella, los

regalos. Ha aprendido a manejar helicópteros en La Habana. Además cuando supo que

emplearían un modelo Bell Ranger, se tranquilizó más. Ese lo conocía de sobra. Sin duda,

sería un placer conducir en esta ocasión la nave, y extraer de ella toda su potencia para

sacar de la cárcel a los compañeros del Frente, en especial a su amigo, el Comandante

Ramiro.

Además de él, dos chicas de unos cuarenta años con pintas de extranjeras, muy bien

preparadas para el asunto, se habían ofrecido en obtener el helicóptero. Su tarea era volar

con el capitán de la empresa privada que lo alquiló, para revisar unas casas y unos terrenos

en los cuales se suponía, estaban interesadas en invertir. Simularían estar mareadas por el

vuelo, incluso, tendrían que vomitar para darle mayor realismo a la operación, de esa forma

le solicitarían al piloto que aterrizara. El resto sería como quitarle un dulce a un niño. Y así

fue. El lugar escogido estaba cercano del lago Rapel, donde una vez en tierra, otro grupo

comando inmovilizaría al piloto, lo sacarían del aparato, lo esconderían atándolo a una

cama. Quedaría secuestrado por unas horas en esa hermosa casa solitaria. Cuando CAB

supo que estas hermanas irlandesas, Frances y Christine Shannon, que simulaban ser

turistas, eran del IRA de Dublín, no tuvo la menor duda que la acción sería un éxito. Sería

como aquella que en 1973 avergonzó al gobierno irlandés cuando en el penal de Mountjoy,

tres importantes militantes, O’Hagan, Twomey y Mallon, se fugaron en situación similar a

los del Frente. Simplemente no debería fallar.


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Con los datos de la operación, Taxi CAB recordó que siendo un estudiante de

ingeniería militar en la Argentina, asistió un domingo a un cine en Buenos Aires para ver la

película Fuga suicida, con su actor favorito, Charles Bronson. Nunca pensó que tantos años

después sería él mismo el piloto de un helicóptero en una acción parecida. Rememoró lo

más que pudo aquella cinta que tenía a un matrimonio como actores principales. Esos

pequeños detalles de las películas y sus actores le interesaron tiempo después. Saber que

antes David McCallum, de la serie de televisión UNCLE, ese enigmático pero eficiente

espía de acento extranjero, de cabellos muy rubios, había sido en la vida real el esposo de

Jill Ireland, quien en la película del escape hacía el papel de la hermosa y desesperada

mujer de un preso injustamente encerrado en México, y que tiempo después lo fuera del

mismo Charles Bronson, el osado piloto del rescate, le despertaba la curiosidad. No le

parecía casual que ahora estuviese involucrado en asuntos que de niño, le fascinaban. Las

películas de intriga y acción eran sus predilectas.

Día de la fuga. 2:30 pm. A pesar del calor de la tarde en Santiago, los reclusos deciden

jugar al futbol. Bien conocida es la afición del Comandante Ramiro a ese deporte, y en

particular al Colo Colo, equipo que sigue como fanático desde niño. El resto de los presos

los cree unos atrevidos por jugar con el candente sol, pero para un ex jugador del

Orompello como Ramiro, esto no es problema alguno. Los frentistas habían sido

trasladados a un mismo pabellón por sugerencias de una psicóloga francesa que desde una

posición de consultora dentro de la Gendarmería de Chile, argumentaba que era mejor

tenerlos separados del resto de reclusos, porque los adoctrinaban. A la gente del gobierno

esta razón le resultó suficiente.


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–Ya, pucha, hagamos la pichanga no más– son las palabras de Ricardo, quien entre

otros escoge para su equipo de futbol al Ramiro, a Pablo y a Patricio Ortiz. El resto se

agrupa entre los contrarios. En la pequeña cancha del patio tres del penal y bajo el calor

sofocante del verano chileno, mientras juegan, esperan con paciencia un sonido que no

olvidarán jamás: un helicóptero Bell Ranger. La Cárcel de Alta Seguridad (CAS) de

Santiago está diseñada de forma tal que altas torres permiten a los custodios vigilar desde

arriba. Tienen un panorama amplio. Está dividida en secciones radiales, algo así como un

gran pastel partido en tajadas iguales y en el centro, un gran círculo. Las autoridades de

gendarmería siempre pensaron que era inexpugnable.

3:45 pm. El sonido de un helicóptero no es suficiente para causar alguna sospecha

en los dos gendarmes de guardia en las torres de la CAS. En un recinto como ese son pocos

los elementos que pueden causar sorpresas a los guardias. Pero, esta vez es diferente. Casi

de inmediato, reciben ráfagas de ametralladoras. Se lanzan ambos al suelo. Tratan de buscar

sus chalecos antibalas y no los alcanzan. Las balas silban dentro y fuera de las torres de

vigilancia. Mientras esto ocurre, una cesta artesanal de kevlar es lanzada desde el

helicóptero hacia el centro de la cancha, donde un recipiente amarillo resalta como

referencia para el piloto. En la sala de comunicaciones, los encargados de guardia no

pueden más que encogerse en un rincón, esperando que las balas no los alcancen. No

pueden transmitir la novedad. Dos de los reclusos corren hacia la cesta y se lanzan dentro

de ella. El Comandante Ramiro es el último. Recoge una ametralladora que se ha salido del

cesto, y tras mirar alrededor y no percibir peligros ni respuestas al ataque, corre a montarse.

Pero, el cesto ya va elevándose. Sus compañeros le gritan desesperados. Corre y salta.

Queda guindando de sus brazos. El cesto empieza a oscilar como un péndulo mientras el
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helicóptero asciende. Con la oscilación, los hombres se golpean contra una de las paredes

del penal, pero no se caen. El Pato Ortiz también guinda de sus brazos, los otros dos desde

dentro tratan de sujetar lo mejor posible a sus colegas. CAB pregunta a gritos dentro de la

cabina a otro comando.

–¿Cómo vienen los compañeros?

– Guindando, pero vienen los cuatro.

CAB presta especial atención a las comunicaciones por radio, esperando algún

llamado de emergencia de la policía. Pero, nada. Parece que a pesar de dos largos minutos

de traslado, nadie ha transmitido ninguna alerta. Eso le hace sonreír. Sostiene con mucha

rigidez de su brazo derecho el control del aparato. No quiere saltos ni alteraciones que

puedan significar riesgos adicionales a los escapistas. Y aunque él piensa que todo marcha

bien, Ortiz y Ramiro siguen aguantando por fuera de la cesta, casi al límite de sus fuerzas.

Ramiro se queja a los gritos, está muy mareado. Empieza a desesperarse. Ricardo lo sujeta

firmemente, pero hay mucha intranquilidad. La cesta se mueve, oscila. A pesar del

entrenamiento, se le agotan las fuerzas a los que cuelgan. Falta poco para aterrizar en el

Parque Brasil. Un sonido como de pieza rota y un sacudón alerta a todos. CAB revisa los

controles y todo parece estar bien. Pero, no es así. Pierde algo de altura. Revisa de nuevo y

mantiene con firmeza la palanca de la nave. Los pedales vibran un poco, más allá de lo

usual. Le gritan a CAB. No sabe lo que pasa, quizás es el exceso de peso, pero está seguro

que llegarán al Parque Brasil. El verdor es un buen signo para Ramiro y Ortiz, quienes

saben que están por bajar. Los otros dos también saben que la pesadilla está terminando. En

la cabeza del cuarto, la Cabalgata de Las Valkirias de Wagner suena y suena permanente.

Quizás por la película Apolcalipsis Now de Francis Coppola en la cual los americanos
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destruyen con bombardeos y disparos desde helicópteros, chozas de paja y modestas

familias vietnamitas. Se siente culpable por ello, porque esta operación no se le compara en

propósitos a aquella. Ni esta es una película de los años setenta. Es la realidad. Sin

embargo, no puede evitar que siga sonando y sonando. Preferiría escuchar en su cabeza a

The Doors con su memorable The End, pero su cabeza manda y lo que está en ella es

Wagner, los helicópteros y el verdor de la selva.

CAB no llega con suavidad, sin pausas baja la nave de manera directa. No desea

perder tiempo alguno. Salir de ella y escapar en auto es la parte más vulnerable del plan. Lo

saben muy bien. Esperan enfrentamientos con carabineros. Al llegar la nave a tierra, otros

comandos salen a su encuentro, y aunque hay felicidad por lo que parece una operación

exitosa, no arriesgan. Cada uno toma las armas y municiones que le corresponden y salen

hacia una camioneta roja que los espera. CAB deja encendido el Bell Ranger. Se despide de

él de manera frívola lanzándole un beso como si se tratase de una amante a la cual deja

triste en un puerto del Caribe. En esta operación de rescate, a CAB le llaman “Cholo”.

Dentro del auto, los amigos quedan juntos.

–Ya poh, Cholo casi me dejái– le dice en tono de broma el Comandante Ramiro a

Bethel. Tras esas palabras escuetas hay otras intenciones, quizás una forma tosca de

agradecer, eso lo saben ambos. CAB sabe que su amigo Ramiro tan sólo quiso decir

“¡gracias! Te debo una”. Una mano aprieta la otra, y es obvio el sentimiento de gratitud y

de hermandad entre los dos.

El helicóptero queda encendido con sus aspas girando como símbolo de una

maquinaria viviente, engranajes que aún se mueven y que pudieran causar daños a quienes

se acercaran imprudentemente. Un símbolo de lo que es el FPMR, una aparato vivo que


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echa vuelo en cualquier momento. Esa metáfora se la lleva Ramiro en la cabeza. La

operación Vuelo de Justicia como la bautizaron, fue un acontecimiento de cine, y ellos, los

actores. Así se sienten, protagonistas de una película con una sola toma. Fueron aplaudidos,

en un acto de natural solidaridad, por los detenidos de la CAS, quienes los vieron

marcharse. Eso también lo intuyen, porque en medio del alboroto, no tuvieron cabeza para

algo que no fuera escapar rápido. También fueron vistos con curiosidad por los niños que

jugaban futbol en el Parque y algunas personas que no entendían lo que ocurría y que eran

testigos de una acción inaudita, que sin duda, pasaría a la historia.


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Mayo 2010. Los informes de inteligencia y los testimonios le sirvieron de base a la

investigación. Un elemento que le llamó la atención era que no todos los integrantes del

grupo del atentado de 1986 habían sido identificados. Quizás CAB fuera uno de esos. En

algunas declaraciones se menciona que los integrantes del grupo, por no conocerse entre sí,

no sabían más que los seudónimos. Sin embargo, en dos de ellas se mencionaba a un

comando centroamericano o quizás cubano, pequeño, de contextura fuerte, piel cobriza y

cabello muy liso, de corte indígena, que podía ser un agente especial. Uno de los

integrantes llegó a declarar en una investigación judicial, que pensaba que el caribeño

podría haber estado vinculado al desembarco de armas que fue descubierta por las redes de

inteligencia de la dictadura ese año. Al preguntarle el fiscal por qué pensaba eso, el

interrogado mencionó que había oído de un compañero, que las toneladas de armas y

equipos las había traído un pesquero, que fueron traspasados a una barcaza que desembarcó

finalmente en la noche. De esa operación se supo que quedaron en tierra a un par de

individuos.

–Fue Pedro el responsable de esa acción militar. Los compañeros me contaron que

una noche les tocó movilizar las armas que habían transferido de un barco cubano llamado

Najasa aguas afuera, a una barcaza, la Astrid Sue y ésta atracó en la Caleta Corrales, al

norte de Carrizal bajo, el 26 de Julio.

– ¿Cómo se acuerda de la fecha?– preguntó el fiscal.

– ¿Cómo olvidarlo? Si es el aniversario de la Revolución cubana–. El resto fueron

especulaciones. En los días previos al atentado, a Rodrigo lo vieron, a diferencia del resto,

conversando largas horas con el Comandante Ramiro. Al parecer, este último era el único

que podía identificar a ese hombre misterioso que ayudó a disparar los misiles contra el
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auto del General. Esto le dio la clave a Klinsman que el siguiente paso, sin duda, era

conversar con el Comandante Ramiro, quien de acuerdo a informaciones encontradas en los

periódicos, estaba preso en Brasil, cumpliendo una condena de treinta años. Oscar no

escatima esfuerzos en tratar de obtener una visita a la Cárcel Federal de Catanduvas donde

paga su condena. Habla con altos políticos de la Cancillería y además de un par de

llamadas, se envía una nota urgente al gobierno brasileño. Una de las gestiones la emprende

Claudia, hermana del Comandante, con quien se compromete tan solo a revelar la verdad de

lo ocurrido aquel domingo en Las Achupallas. Nada de gestionar apoyo en su campaña

internacional de solidaridad con el Comandante o de obtener su traslado a una cárcel de

máxima seguridad en Santiago, sino a revelar la verdad. El resto no depende de él. De

manera paralela, y con ayuda del monseñor Alfonso Baeza, quien en el año 2009 logró que

ese gobierno le permitiese una visita humanitaria, obtiene algunos nombres de funcionarios

a los cuales recurrir para solicitar también la entrevista con el hombre que parece la clave

del misterio del comando centroamericano de 1986.

De manera eficiente, en tiempo record, los brasileños responden positivamente. La

visita tiene múltiples restricciones: no permitirán toma de fotos, tan sólo un hora de

preguntas y respuestas, presencia permanente de dos agentes del presidio y una barrera de

vidrio entre los entrevistados, la comunicación se realizará empleando teléfonos. Oscar

acepta.

En pocos días se informa de todos los detalles que la justicia chilena tiene sobre el

Comandante Ramiro. Le asombra que le esperan dos condenas de cadena perpetua en su

país y está pagando una de treinta años en Brasil. Por la hermana sabe que Ramiro quiere

negociar la verdad y los detalles de lo ocurrido. Pero, no se siente en la responsabilidad de


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nada que no sea escucharle y tomar notas. En la cárcel le dan un trato diferente al resto de

los reclusos. Saben que se ha fugado muchas veces, y además, pareciera que en su figura

quieren presentar un escarmiento que va más allá del asunto del secuestro de Washington

Olivetto en 2001.

No tiene radio, ni periódicos, y tan sólo recibe dos horas de luz natural al día. Le

entregan una hoja de papel a la semana para que pueda escribir. Sabe que lo quieren

destruir, pero su sólida formación militante le ha permitido sobrevivir.


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Capítulo III

DÍAS DEL CALEIDOSCOPIO


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–Dime, ¿hay algo que no te guste aquí? O en otras palabras, ¿vivirías conmigo en

Santiago?– dice Klinsman, un poco apenado por la audacia de la pregunta.

– Bueno tú mismo habrás visto que hay diferencias entre estar en Santiago, y el

ambiente de libertad, el viento y ante todo, el mar, de Viña. Eso no lo cambiaría. En la

capital, la contaminación obliga a estar en las faldas de la Cordillera, lo cual es lindo en una

época del año, pero el resto, en el otoño y en el invierno, me resulta muy triste, solitario.

Creo que me moriría si viviese como lo hacen esas personas del Cajón del Maipo. Es muy

frío y gris. De vivir en Chile, escogería Viña–. Con ese comentario, el chileno no sabe

cómo llegar al asunto medular y es que ha llegado el momento oportuno de compartir sus

vidas. Trata nuevamente.

– Genau, te diré cómo lo veo yo. El lugar de residencia de uno está en tu cabeza, cada

ciudad o cada barrio, cada calle tiene su encanto. Me ha tocado vivir en diferentes ciudades

y siempre encuentro atractivo algo que me hace extrañarla cuando me voy. Estar en las

cercanías de la Cordillera también tiene lo suyo, el otoño lo tiene, el invierno también. No

quiero decir con ello que no aprecie la libertad de Viña. Es que en el fondo, lo que quiero

preguntarte es si estarías dispuesta a vivir conmigo en este apartamento–. Un silencio

particular se interpone entre los dos. Yaffit sabe que la conversación giraría en espiral hasta

chocar en el piso en ese tema. Se toma unos segundos que aumentan la inquietud de Oscar,

a quien pocas veces le toca esperar respuestas para asuntos serios en su vida, casi siempre

él lleva el timón de todo. Esta vez es diferente. Ella se queda mirando desde la ventana,

admirando el paisaje y meditando lo propuesto. Ese instante es el ejemplo claro que

muestra que es posible vivir juntos, llegar a acuerdos. En sus vidas, esta escena se repetirá

muchas veces: ella medita y él espera.


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Santiago con una nube espesa de gases, la recibió silente. Yaffit llegó de Viña hace

dos días. Oscar le había dejado las llaves con el conserje. Andaba por Concepción y en un

par de días estaría de vuelta. Yaffit se dio a la tarea de arreglar los espacios, colocando unas

flores frescas, unos cojines en la alfombra, conectó una pequeña fuente con unas piedras

que generan un ambiente de agua rodando por alguna quebrada cristalina. Los cambios van

restándole algo de la seriedad excesiva del lugar, haciéndole más amigable, más

confortable. Cuando el chileno llegó, su primera impresión era que había cierto desorden,

pero no le desagradaba tanto como para no soportarlo. Además la chica había preparado

unos platos del Caribe y se respiraba un aroma diferente en la cocina. Aunque no era una

experta cocinera, lo hacía con gracia y tenía el gusto sutil de la comida tropical. De hecho,

tuvo que salir a comprar algunos ingredientes que no estaban en su despensa. Colocó la

mesa con unos candelabros que esperaban el retiro de algo de la luz de la tarde para ser

encendidos y darle ese carácter romántico que suelen tener las velas, los quesos y los vinos.

Mientras conversaban, ella colocaba en el centro, una crema de papas que era una delicia,

de hecho le había esparcido una película de queso parmesano, una pizca de ají picante, unos

crotones franceses y un vino blanco delicado. Se da vuelta, mira al chileno, se le acerca y le

toma las manos, lo ve a los ojos fijamente y lo invita a sentarse en el sofá. Ella viste con la

ligereza que tanto lo hipnotiza, unos pantalones ajustados a ese cuerpo que tanto desea, su

cabellera libre y brillante, sus manos delgadas que parecen mariposas que flotan aquí y allá.

Una blusa sensual, o quizás no sea la blusa en sí, sino su propia cabeza que la imagina

siempre desnuda con sus senos agudos y punzantes, redondos, tentadores. La ve presionada

hacia él y eso lo excita. Esa mujer tiene atributos que le erizan los órganos, que lo

mantienen al margen de la serenidad habitual, tranquilidad que perdió desde Febrero de ese
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año, en el Festival de Viña. Se deja llevar de la mano. El vino y la comida de mariscos

picantes esperarán lo que sea necesario.

– Oscar, cariño, en tan poco tiempo has trastocado mi vida. Cada fin de semana nos

vemos, y eso me mantiene inquieta, distraída. Tú lo sabes. No sé de dónde saliste, porque

Chile para mí, terminaba con la Maestría. Ahora no lo sé. Tengo mis dudas, has robado mi

corazón y también lo sabes. Al igual que tú, he pensado en una vida en común, sin ataduras

por ahora, sin amarres más allá que no sea el amor. No quiero que esto genere tensión entre

nosotros, sé que tu vida es diferente a la mía, que eres muy disciplinado y eso podría

cambiar mi forma de ser, no sé tampoco cuánto podría durar ese nuevo estilo de vida. Cada

tanto extraño mis ambientes, mis libros a medio leer, la música de fondo, no puedo vivir sin

música. No puedo vivir sin el sonido del mar. Tú eres diferente. Eres ordenado, metódico,

disciplinado. ¿Podemos convivir siendo tan distintos? Por otro lado, no tengo nada claro en

mi futuro. Sin embargo, te digo que no estoy atada a ninguna frontera, ni a ninguna tierra,

aunque te reitero que mis raíces están lejos de aquí–. El chileno la mira a los ojos y

entiende que han llegado rápido al punto al cual trató de hacerlo indirectamente. Y ese

pragmatismo de la panameña, le resuelve asuntos embarazosos como éste.

–Yaffit, mi amor. He estado pensándolo muy bien. Eso es lo que quiero que

hablemos. ¿Cómo crees que podríamos vivir? No te veo viajando todos los fines de semana

como ahora, me gustaría que te quedaras y lleváramos una vida juntos. Así de simple. Te

diré cómo me veo contigo: como ahora, abrazados, caminando por la vida. Ojalá tú,

trabajando en alguna empresa en Santiago, en lo que has estudiado. Como sabes, tengo

muchos clientes de recursos a los que podríamos presentarte. Es asunto que termines la

Maestría y cuando...
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– Oscar, olvidas lo que te dije hace un momento. No sé si quiera estar en Santiago

todo el tiempo. No quiero que te ilusiones con ello, así de fácil. Necesito aire siempre,

necesito tener la libertad de moverme y vivir. Aunque sea aquí en esta parte de la ciudad,

que es fría y alejada. No sé cómo podemos hacer un balance de esto. No me veo como la

típica ama de casa esperando a su marido. Eso lo hago cuando quiero y no como rutina–. La

música que ha colocado Yaffit sigue sonando con su letanía como saliendo de los rincones

de la sala, y es una selección de viejos boleros que ha aprendido de su padre. En ese

momento, suena Roberto Ledesma con "El árbol". Siguen ajustando los detalles de sus

vidas. Ya son otras iniciales las que bordan cada día, otro acaricia tu mano, mientras sola

esta la mía...

– Se me ocurre que podemos experimentar un tiempo para ver cómo nos va, así

podríamos hacer un balance y ajustarnos el uno al otro. Por ejemplo, no me interesa que me

mantengas, creo que estamos formando un hogar, y por lo tanto, lo justo, es que aporte la

mitad de los gastos.

– Puchas, mi amor, ¿cómo vas a hacer algo así?, si ambos sabemos que estás becada y

que apenas te alcanza.

– Es que no quiero que te apropies de mí, esto debe ser una entrega mutua, no quiero

deberte nada, ni que me debas–. El chileno empieza a entender que tendrá que ser flexible,

abierto, y experimentar un sistema diferente al suyo. Empieza a ceder. Quiere vivir con la

panameña aunque ello signifique cambios en sus días. Lo que aún no digiere es la

incertidumbre de no saber cuándo estará y cuándo no. Ella requiere esa libertad, y sin duda,

no le quedará más salida, que aceptarlo así. Sigue la noria del tiempo, ¡sigue girando la

vida y el árbol sigue guardando, en su corazón mi herida!


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La mira de cerca y la aprieta contra sí, unas sonrisas cómplices indican que se están

entendiendo muy bien. Yaffit se levanta, le hace señas que espere un poquito. Enciende las

velas de la mesa. Apaga las luces y se acerca con picardía hacia el sofá. Nuevamente Oscar

tiene la sensación de estar acariciando a una diva, le recorre la espalda con sus dos manos

mientras la besa con pasión. Otra vez sus dedos encuentran esas dos protuberancias

redondas que lo seducen. Las acaricia primero, luego las aprieta y aprieta. ¡Esas nalgas

esféricas que tanto le agradan! A Yaffit ese gesto no solo la excita, sino que empieza a

gemir muy bajito como una gatita, cada vez que él lo hace. Una vez más se aman sin

pudores, sin reservas, entregándose por completo. Entre leves quejidos y sonidos del amor,

las velas se van consumiendo poco a poco, como los boleros. La ciudad duerme, y ellos

muy agotados, deciden hacer lo mismo.


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Viernes 11 de junio de 2010. Tras un largo viaje, Klinsman espera a que autoricen su

ingreso en la cárcel Federal de Catanduvas en el Estado de Paraná. Le parece estar en

medio de la nada, pero con cercas de púas y estructuras de vigilancias que le dan al lugar,

una imagen tenebrosa. Hay cemento y ángulos rectos en la construcción de la prisión. No

hay ni un árbol ni nada que le recuerde a la Naturaleza salvaje de Brasil. Solo mosaicos,

losas de concretos. Cuatro pesadas torres de vigilancia observan los mínimos movimientos

de todos, pues a excepción de las celdas, el resto son pasillos enjaulados, patios

transparentes e incoloros, paredes mudas, simples, que lo divorcian del mundo diario lleno

de colores y sensaciones al cual pertenece. Sin haber entrado aún, tiene la sensación de

estar ya en un submundo tenebroso como el descrito por Dante. Ese infierno que lo

atormentó tantas veces en su adolescencia, cuando la lectura de su obra era obligatoria en

las clases de literatura en el Colegio. No se imagina lo que podría vivir dentro de esa

estructura de puntas afiladas, postes de luces potentes y alambres cortantes. Solo siente que

sería la muerte.

Finalmente, autorizan su ingreso. Le acompaña un enorme guardia de seguridad de

aspecto impecable, pero rígido, callado, incluso, de rostro agresivo. El investigador

obedece de manera fiel las instrucciones dadas. Camina tras el hombre fornido que le han

asignado. Al llegar a cada cruce de pasillos, se activan los diferentes protocolos de

seguridad, incluyendo detectores de metales, revisiones manuales, y preguntas, muchas

preguntas que parecen incomodarlo un poco. Repite las mismas respuestas, y parece un

juego de habilidades en el cual no piensa caer, por tanto, repite una y otra vez el propósito

de la visita, entrega de nuevo los permisos del gobierno federal. No pierde la calma,

comprende que este procedimiento es necesario. De esa forma justifica las incomodidades.
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Oscar está internándose en una cueva de guardias y restricciones que le recuerdan las

trampas de camarones que usaba su personaje favorito en la serie Tarzán, un cono de pajas

tejidas que hacía imposible a cualquier crustáceo su regreso a la libertad. Una carnada

atractiva al final del cono incitaba a los animales a encogerse, a cerrarse lo más posible para

pasar a la otra cámara, un recinto del cual no podrían salir más. Oscar olvida ese fugaz

pensamiento de encierro, y vuelve a los pasillos, a las cámaras de vigilancia, a los

interrogatorios, a los detectores de sustancias químicas, a las caminatas por el laberinto de

jaulas donde no ve a nadie, tan solo siente un rumor de animales salvajes domesticados, y

prefiere abstraerse de las sensaciones de privaciones y violencia que le generan esos

minutos en la cárcel de máxima seguridad de Paraná, donde un total de 104 peligrosos

detenidos son estratégicamente vigilados. Cada cerradura que suena y deja atrás, le hace

sentir en un mundo cerrado, distante, aislado, y aun sabiendo que no se trata de él, no puede

evitar la sensación de opresión. Llegan a la celda donde se realizará la entrevista.

Un hombre calvo de mirada inquieta espera entre dos guardias fornidos, como casi

todos los que están vinculados a su seguridad. Reconoce al chileno que será objeto de

buena parte de su investigación, el individuo que puede dar los elementos claves que

iluminen el camino a seguir. Lo recuerda más joven, menos agotado. Pero, su mirada es la

misma de todas las imágenes que revisó antes de partir a Brasil. Viste un sweater celeste y

bajo ese, una camiseta blanca, ambos parte del vestuario del penal, que debe emplear. Tiene

el ceño algo fruncido, una barba incipiente le da un aspecto de descuido o desaseo, sin

embargo, su mirada intimida, refleja a un hombre de convicciones y disciplina.

–Comandante Ramiro, soy Oscar Klinsman, y según tengo entendido, usted ya sabe

a lo que vengo. Las autoridades brasileñas no se han comprometido a nada conmigo ni con
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quienes me pagan, mucho menos con usted, por permitirme esta entrevista. A cambio de

valiosa información, que creo que solo usted conoce; hay una promesa de la justicia actual

de revisar uno de sus casos, si coopera con nosotros, claro.– El hombre calvo, de cejas

simétricas, mirada profunda y lleno de silencios, escucha imperturbable. Es el hombre al

cual se le buscó desesperadamente luego de que se supo que era el ejecutor y responsable

del atentado a Pinochet y otros crímenes no menos importantes. Un sujeto escurridizo que

está acostumbrado al silencio, a vejámenes y a la soledad. En esta ocasión, su silencio vale

poco, y la información que pueda suministrar parece ser clave. Decide colaborar a cambio

de una esperanza.

– Bueno, usted sabrá harto de mí. Por respeto a su profesionalismo, no es mucho lo

que deba decirle. Así que sabe cuánto me gusta el futbol, en especial, el Colo Colo.

También, que jugué desde cabro chico, lo hice con pasión, pero con dedicación también.

Pues bien, ¿saldría a la cancha a jugar una final si no le han marcado las líneas con cal

primero? Imagine el área grande, o la pequeña. ¿Lo haría? Pues así me siento. Como a un

defensa que le piden hacer su trabajo, sin las líneas marcadas. Quiero que negociemos mi

verdad de esos asuntos.

– Mire Comandante, yo no soy la persona que puede hacer esa gestión– sintió el

sutil cambio de sus ojos cuando lo llamó por ese rango militar.– Lo que tengo para usted es

una entrevista de una investigación particular, y nada más. Las autoridades chilenas me han

hecho saber que si usted colabora, pues podrían elevar una solicitud al gobierno brasileño

ara que se revise uno de sus asuntos. La verdad, no creo que responderme algunas

preguntas vaya a resultar en su perjuicio, y por el contrario, veo una posibilidad remota si lo

quiere así, pero posibilidad al fin, de ayuda de nuestro gobierno. De hecho, las preguntas no
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cambiarán sus declaraciones con respecto a los eventos de violencia en los cuales usted

estuvo involucrado, sino que permitirán información importante sobre agentes no chilenos

en el atentado a Pinochet–. Tras una muy larga pausa, el Comandante Ramiro parece

acceder con un ligero movimiento de mentón.

– Pregunte.

– ¿Conoció a un agente extranjero, quizás centroamericano, en su organización

durante la operación Siglo XX? Si es así, pues le pido su nombre. También su nacionalidad.

– Sí. Le llamábamos Rodrigo, pero su nombre, es Alexis Bethel. Es panameño.

– ¿Tenía relación con Cuba a través de este señor? ¿Estuvo vinculado al desembarco

de armas que se capturaron en Carrizal Bajo en 1986?

– A Bethel le confundían fácilmente con cubano por su manera de hablar. Para

nosotros los del sur de este continente, no resulta sencillo distinguir esos acentos. Él no era

representante de ningún gobierno, menos del gobierno cubano, su compromiso era consigo

mismo y su conciencia. En lo del desembarco, sí tuvo que ver.– Ramiro medita un instante

y su respiración pausada le permite pensar cada palabra. De hecho, las tiene escogidas

mucho antes de que el investigador llegase, las tenía muy estudiadas desde el momento en

que supo que le habían concedido un tiempo a Klinsman. A pesar de ello, no puede evitar

que le llegue a su mente, como si fuese en una gran pantalla de cine, lo ocurrido en la casa

de seguridad en el barrio de la Media Luna de Pedro Molina en Huaymallen, Mendoza,

donde después del atentado, a inicios de Octubre de 1986, fueron convocados por la

Dirección del Frente, algunos hombres claves de los involucrados en la operación. No

estaría Ernesto, el verdadero responsable. Eso también lo había decidido la alta dirigencia.

Se requería un análisis de las causas del fracaso del atentado, una autocrítica profunda. Lo
101

había ordenado la dirigencia del FPMR. En su cabeza van llegando los nombres, los

rostros. Los conoce a todos y sabe lo importante que resulta enmendar los errores. Es una

buena práctica militar, y ellos lo son. Le gusta esta humilde casa de seguridad. Se siente

muy bien en Mendoza. A pesar de no ser un hombre de letras, Ramiro sabe que ese barrio

es icónico por el legado del poeta Armando Tejada Gómez, figura latinoamericana de gran

valor. De él y de Cesar Isella recuerda Canción con todos, todo un himno de corte regional.

Se siente caminando “…por la cintura cósmica del sur…” Hace calor. Un sopor llega

recordando el inicio del verano. Con la canción girándole en la noche, desde una rendija de

la puerta reconoce a los dos primeros frentistas en llegar al rancho. Los ve venir según lo

acordado: cerca de la media noche, un auto oscuro algo destartalado se detiene a unos

metros de la casa. Se bajan dos hombres jóvenes con aspecto de deportistas. Se despiden

con una seña ligera del conductor del auto, quien da vuelta y tal como llega, se regresa en

medio de la oscuridad mendocina. Los hombres se estiran un poco, miran hacia el canal de

la media luna, encienden un par de cigarrillos y se disponen a llegar al sitio de reunión. Uno

de ellos, sigilosamente ve hacia atrás y verifica que no les han seguido. En el barrio, nunca

hay preguntas. Es pobre, popular, y la gente se ha acostumbrado a las pocas palabras y a no

ver lo que no le interesa. Algunos de los frentistas vienen desde Osorno en Chile, cruzando

a la Argentina por el paso de Puyehue. Otros por el paso Los Libertadores. El grupo está

incompleto, no llegan a ocho, pero son suficientes para además de recapitular lo referente al

atentado, recomendar a la dirigencia del Frente, otro nuevo atentado a Pinochet a realizarse

en Noviembre, es decir, unas semanas después de la reunión.


102

Uno de los frentistas que ya está en casa es CAB. Llegó en un autobús deteriorado.

Siguió los protocolos de seguridad establecidos. Inicia la reunión. Por razones de disciplina

y militancia, Ramiro toma nota de la inquietud de los fusileros.

– Compañeros, ¿recuerdan las enseñanzas del maestro Ho Chi Min? ¿Saben por qué

el heroico pueblo vietnamita no ha claudicado nunca y por el contrario, ha dado una

muestra de entereza al mundo?– pregunta Ramiro de manera seca y hosca. El resto del

grupo, en especial, Bethel y Javier, escuchan con atención. Nadie responde, todos esperan

que el propio Ramiro concluya sus palabras iniciales. Sin duda, es el inicio de una larga

noche de reflexiones.

– Porque su sentido de dignidad y orgullo de generaciones les hacen comprender

muy bien, inclusive a los menores, a las mujeres, a todos, que son el legado de siglos.

Aman su tierra, su gente, sus comidas, sus canciones, su razón de ser en esa parte del

mundo. El líder lo que les dio fue una dirección a ese orgullo, a su dignidad, tan antigua

como el Mekong. Nosotros no somos menos. Por ello nos llamamos como el gran Manuel

Rodríguez, estratega, militar agudo, abogado, hombre sabio que supo tomar las armas y con

su astucia, desarticular a los imperialistas coloniales. Nosotros también amamos lo nuestro.

Nuestra gente, a las miles de Amandas de Víctor Jara, a los Luchin de esta larga tierra

andina, sacudida cada tanto desde el corazón del planeta. Por ellos estamos aquí,

compañeros. Somos instrumentos de un momento histórico, y seguimos las directrices

programáticas de nuestra dirigencia. Somos algo así como los Húsares de la Muerte que

protegían y luchaban con Rodríguez, hombres sin dobleces que preferían la muerte a

entregar Chile a los colonialistas españoles. Esos somos nosotros. Ahora, compañeros,
103

quiero que esquematicemos y analicemos las razones por las cuales falló la Operación Siglo

XX– terminando su intervención, Ramiro se sienta y escucha, aunque parece obvio que sus

propias palabras han generado en su interior un vendaval de razones e ideas. Quiere que

sean los ejecutores los que abiertamente desglosen las causas y se llegue a sugerencias, a

recomendaciones que eviten estos errores.

– ¿Por qué fallaron los cohetes? Por viejos, creo yo– apunta Bernardo uno de los

dirigentes en la Operación– todos sabemos que las armas que usaríamos las descubrieron

los milicos en Carrizal Bajo. Y allí se fueron los RPG rusos con los que habíamos

entrenado.

– ¡Pero había más RPGs! ¿Por qué si nos entrenamos con esos, cambiamos a los

hijoeputas cohetes gringos que no sirven? Los LAW malditos– dijo molesta, Fabiola. Mira

a Ramiro esperando una explicación. Ramiro toma nota de la angustiosa pregunta. No dice

nada aún. Deja seguir la catarsis de los frentistas. El resentimiento mayor no es tanto con

los compañeros, sino con que el cerdo sigue vivo. Aunque están acostumbrados a mantener

la calma, la angustia y la frustración pueden más.

– Jorge, yo te vi disparar el LAW. También vi que pegó en el Mercedes. Tampoco

estalló– dice Alonso. Jorge y Joaquín asienten– …y las granadas sólo lo remecieron.

¿Nadie averiguó que ese vehículo era blindado? Compañeros, aquí ha fallado la inteligencia

del Frente en no detectar que era un auto protegido.

– Esa no es razón, compañero. Discúlpeme pero no hay excusas para el fallo.

Nosotros cumplimos con los procedimientos para los cuales nos entrenaron. Yo estoy de

acuerdo que falló lo de los cohetes– insiste Fabiola– Bethel sabe que en Punto Cero nos

instruyeron en ataques con cohetes y fusiles, y yo, compañeros, soy militante y


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disciplinada, pero eso no significa que no pueda diferir. En este caso, no entendí por qué

iniciamos con fusilería en lugar de los explosivos. En las operaciones cubanas siempre nos

explicaron las ventajas de hacerlo en ese orden: primero explosivos, luego fusilería. Acá

fue al revés. Quisiera una explicación. Un entrenador búlgaro nos enseñó que los cohetes

deben lanzarse a una distancia mínima, sino, no se activa el mecanismo interno de

explosión. Los que disparamos no recorrieron ni diez metros antes de golpear el vidrio del

Chancho. ¿Fue un problema de diseño de nuestra operación? ¿Estábamos muy cerca?

Dígame compañero. ¡Dígame!

– Mire compañera, lo primero es, que debe calmarse. Un buen revolucionario no

deja que su corazón mande. Estamos todos aquí precisamente para comprender qué faltó,

que no funcionó. Si la dirigencia del Frente lo planificó todo así, se decidió así, no veo por

qué cuestionarlo en este momento. Ahora resulta sencillo decir todo eso que Usted

argumenta, pero es tardío, ¿no?

– La fusilería sería tan nutrida que no había manera de que esos dos vehículos

salieran bien parados.

– Pero, ocurrió, compañero. Ocurrió.

– Lo sé Fabiola. No me lo reclame así. Nada más le recuerdo que perdimos las

armas en Carrizal Bajo. Allí estaban los RPGs rusos.

– Así es compañero. Pero ¿por qué no buscamos la manera de emplear otros cohetes

rusos nuevos? Los compañeros argentinos tenían cómo pasar armas por el sur, pero esa

opción no se planteó.

– Fabiola, hay asuntos de seguridad de la dirigencia que no deben revelarse, ese un

uno de tantos.
105

– Perfecto. Entiendo eso. No vuelvo sobre este tema- la guerrillera se calma un

poco, pero su rostro indica que la molestia es profunda, así como la decepción. Al terminar

la revisión de los fallos, será la primera en plantear otro nuevo atentado. Por ahora, se

muerde los labios y escucha al resto.

– Comandante Ramiro. Mi inquietud está relacionada con el escape del auto, más

que con el asunto del fallo de los cohetes. ¿No teníamos a la gente del 504 en la retaguardia

para evitar el escape del chancho? ¿Qué pasó?

– Recuerde que no es fácil ubicar hombres en esa carretera. Esa vía siempre está

bajo vigilancia militar. Tampoco era fácil encontrar un punto vulnerable mejor que la

cuesta de Achupallas. Por lo tanto, la retaguardia tendría que estar muy cerca del resto del

equipo. Y así fue. Lo que no contábamos era con la astucia del conductor. Supo hacerlo

muy bien. Golpeó con fuerzas nuestros autos hasta hacerse camino en retroceso. El resto

ustedes lo saben bien.

– Mire compañero, todo eso está bien si se tratase de una operación simple, de un

objetivo menor. Pero, este no era el caso. ¡Era el Chancho! El asesino que tiene a mi patria

de rodillas. Todos actuamos siguiendo el plan, pero el plan era de novatos. Era un plan de

mierda. Discúlpeme, pero es la verdad.

– ¡No lo cuestione así, compañero!- dice Ramiro.

– Lo cuestiono ahora, porque es el momento oportuno. No lo hicimos antes, lo

hacemos ahora. Yo sé que algunos compañeros no abren la boca, pero se preguntan lo

mismo que yo. ¿Cómo vamos a enmendar si no hay un análisis real de esto? Explíqueme,

compañero.
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– Comandante Ramiro, en el diseño de la operación nunca se pensó que el Chancho

podría dar vuelta y escapar del grupo de cierre. No teníamos francotiradores para ello, ni

rematadores, ni explosivos en los puentes hacia El Melocotón, que sirvieran para aislar la

huida. Eso también formó parte de la instrucción en Punto Cero en Cuba. Y nosotros no los

teníamos. Otra vez le pregunto, ¿por qué? Con el respeto de todos mis compañeros,

también quiero saber si todos los presentes tenían amplia formación militar. Aquí no se

trataba de hacer justicia sobre un pituco y ya. ¡No!, era cambiar el curso de la historia de

Chile, nuestro Chile. Y creo que no todos los fusileros estaban a la altura de esto.

– Fabiola, ¿dígame en cuál tarea de fusilería se falló?– replicó Ramiro. La

Comandante Fabiola respiró profundo, se apretó la cara en silencio. Nadie más habló por

unos segundos. Unas lágrimas amargas se le escaparon entre los dedos a la Comandante.

Los demás, cabizbajos, esperan en silencio.

– Ramiro. Ramiro– le llama Klinsman con algo de insistencia. El Comandante le ve

como quien regresa de un sueño. Está absorto en algo que solo él recuerda. El investigador

le pregunta otra vez.

– Ramiro, ¿Sabe si murió? ¿Guarda alguien algún documento o referencia que nos

permita constatar su identidad o sus características físicas?

– ¿Quién Bethel?

– Sí, él.

– No sé si aún vive. El único documento que podría servir, lo generó él mismo, y

era una mezcla de diario con libro de crónicas en el cual apuntaba sus reflexiones y

eventos. Usted comprenderá que estaba cifrado, a nadie con dos dedos de frente se le
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ocurriría portar tanta información sin tenerla asegurada. En ese libro también coleccionaba

eventos de cambios o luchas sociales que han resultado ejemplares. Creo que algunas de

sus aventuras y relatos tenían datos verídicos. Era muy receloso con su diario.

– ¿Recuerda a alguna historia?

– Claro, la defensa del glorioso pueblo soviético contra los nazis en San

Petersburgo. Quizás esa sea su verdadera búsqueda. Si lo encuentra, probablemente tendrá

trabajo por mucho tiempo. Por cierto, una vez me dijo que ese sería un legado a la izquierda

de su país, pero sólo él determinaría cuándo lo cedería. En cuanto a su descripción, le

puedo decir que es un hombre de estatura media, de piel cobriza, aspecto indígena, cabello

lacio, muy lacio de color negro. Es algo locuaz, es de contextura fuerte, yo diría que pasa

como un chileno del norte. Es un hombre optimista que no se detiene ante los obstáculos.

No aparenta su edad.

– ¿Cuánto le calcula usted?

– Bueno, diría que para hoy podría tener entre cincuenta y cincuenta y cinco años.

– ¿Sabe su profesión?

– Él es un luchador. Un luchador social. Estudió ingeniería militar en Argentina,

pero la situación política de 1977 le obligó a marchar de allá. Ha sido un combatiente por la

libertad de los pueblos. Su actitud le hace un hombre útil en la tarea que le asignen.

– Hay quienes dicen que también estuvo involucrado en su fuga de la Cárcel de Alta

Seguridad de Santiago en 1996. Cuénteme sobre ello–. El Comandante Ramiro se sonríe.

Sabe que esa fuga lo ha hecho famoso en el mundo entero, y que sus amigos demostraron

una actitud solidaria más allá de barreras o muros de cualquier prisión. Respira hondo. Se

toma un tiempo. Pareciera que escogiera con estrategia cada palabra. Se relaja un poco y
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comienza a relatar con frases bien seleccionadas, los hechos que condujeron a su escape

memorable.

– Mire Klinsman, lo primero que debe saber es que no me resulta fácil

contextualizar ahora y desde aquí, el momento político que vivía Chile Es en ese entorno

que se da la acción de la fuga, lo cual para nosotros no es más que un acto de justicia. De

hecho, lo llamamos Operación Vuelo de Justicia. Había una clara ruptura entre el PC

chileno y nosotros. Con el tiempo creo que hasta fue una ruptura lógica, nosotros éramos el

brazo armado de una organización que quería, como todos, la devolución de la patria. No

maniqueos ni arreglos a medias. Queríamos regresar la justicia a su correcto lugar, y

precipitar la caída del régimen torturador y asesino. Con la mayoría de los altos dirigentes

detenidos era muy complicado alcanzar ese objetivo militar y político. Organizamos el

escape desde dentro. Fue fundamental la ayuda externa, sin duda. En esa acción, CAB, mi

amigo, camarada panameño, fue el piloto del Bell Ranger que nos dejó caer la cesta de

Kevlar. Él nunca supo las veces que le mentamos la madre en el corto vuelo, ni los gritos de

alertas, pues como debe saber ya, sufro de vértigo, y la cesta se movía de manera

impresionante. El pobre no tenía la culpa de aquello, pero comprenderá que los nervios nos

estaban destrozando, pues estábamos guindando de esa cesta que giraba sin parar. Yo

llegué al punto en que prefería soltarme si eso no terminaba pronto. Mis camaradas me

sujetaban como podían y me gritaban que aguantara. Y así fue. Al aterrizar en un parque,

CAB dejó el aparato encendido. Todos salimos corriendo a los autos que nos esperaban,

entre otros, mi amigo el panameño. Venía sonriente. En ese momento no supe por qué

razón quedó el helicóptero encendido. Después me comentaron que era parte de la

estrategia para ganar tiempo, cuando llegasen los carabineros, pensarían que era riesgoso
109

acercarse. Quizás por alguna bomba o por alguna persona armada dentro. Les tomaría unos

minutos descubrir que no corrían peligro. En esta operación, el tiempo es fundamental.

– Eso fue en 1996. Usted se fue a Cuba. Después de aquello, ¿lo volvió a ver?

– No. No tengo idea dónde está. Tampoco si está vivo.

– ¿Me puede describir a esa persona?

– ¿Otra vez? Ya le dije, de estatura media, quizás un metro setenta y cinco. De

contextura fuerte, piel morena o canela, en eso de las pieles no soy bueno. Para mí no hay

tonos de colores en las pieles. Son pieles y ya. Ojos oscuros. Cabello muy lacio. Sin barba

ni bigotes.

– ¿Peso aproximado?

– Unos setenta kilos.

– En 1989 el gobierno norteamericano invadió Panamá. Hubo resistencia militar de

tropas y voluntarios de Noriega. ¿Sabe si Bethel participó de alguna acción en ese

momento?

– Mire, CAB es un hombre de convicciones firmes, de moral de hierro y de sueños.

Son ellos los que lo guían. Detesta al imperio norteamericano. Sabe muy bien las razones

por las cuales ellos colocan y quitan marionetas en la vida de nuestros pueblos. Tanto él

como cualquiera medianamente preocupado del destino de estas sociedades

latinoamericanas sabe que no hay nación que no haya sido explotada de alguna manera por

ellos. Todos reconocemos que a lo largo de su historia, solo se han aprovechado de

nosotros. Nos han infiltrado hasta nuestros recuerdos, nuestra historia. Panamá no es

diferente. No sólo bananos y Canal han sido objeto de esa explotación. Pusieron a militares

cada vez que quisieron, cada vez que los necesitaron, luego les armaron las justificaciones.
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Lo mismo con los Presidentes, con los oligarcas, en fin, nada que no sepamos. Por cierto, si

todo el mundo sabe que Noriega desde muy joven era agente de la CIA y que realizaba

negocios ilícitos con cualquiera, ¿qué le hace pensar que CAB lo defendería? No sé qué fue

de él en esos días, si murió o no. Él luchó con Spadafora, y todos sabemos que Noriega lo

mandó a decapitar. ¿Si usted fuera CAB, lucharía en defensa de un dictador asesino? En el

fondo creo que se encontró en una verdadera disyuntiva, entre defender su patria, a riesgo

de que se le confundiera con la defensa del régimen de Noriega, o guardar energías para la

reconstrucción de una sociedad mejor. Por lo que lo conozco, creo que no se quedó

tranquilo viendo cómo avasallaban a su gente.

– Dígame si él estuvo involucrado en la muerte del senador Jaime Guzmán fundador

del Partido UDI en 1991. Todos sabemos que usted mantiene una condena en Chile por ese

caso y no creo que haya alguien que conozca mejor la operación ejecutada. ¿Fue parte

Bethel del plan en su concepción, en su diseño y planeación?– con la mirada inalterable y

con parsimonia, el Comandante Ramiro respondió de a poco, como si nuevamente

seleccionara cada palabra. Para Oscar, este punto parece ser fundamental, pues los delitos

que hasta entonces le imputaría a Alexis Bethel, eran actos de terrorismo, porte ilícito de

armas, robo de helicóptero, robo de varios autos, piensa que también incorporaría, en caso

de tener evidencias suficientes, porte de identidad falsa y asalto a mano armada. Todos de

alguna u otra manera, difíciles de probar y de sentencias que podrían ser negociadas por un

buen grupo de abogados defensores. Él buscaba más. Quería establecer vínculos de CAB

con muertes y bombas, y si además, formó parte activa en la planificación de tales hechos,

sin duda tendría un buen caso en sus manos. Klinsman sabía de sobra la participación de
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Ramiro en otros asuntos como el secuestro de Edwards o Carreño, quien fuera liberado en

Brasil.

– Específicamente en el acto de ajusticiamiento de Jaime Guzmán no participó

ningún extranjero, ni en su planificación, ni en el juicio previo, ni en la ejecución, aunque

siempre por razones de seguridad, tratamos de colocar comandos de contingencia que

ayudasen en la escapada. No sé con certezas si estuvo en esto último. Mire, a CAB se le

asignaron tareas menores, como el rescate del compañero Salomón en 1989 de la clínica

donde lo cuidaban los de Gendarmería. Así que no insista en mezclarlo en asuntos que ni

sabía.

– ¿Y qué me puede decir del secuestro de Christian Edwards, hijo del dueño de El

Mercurio, en 1991? ¿Participó el panameño en esa acción?

– Tampoco, en ninguna de sus etapas.

– ¿Tuvo participación en la del Coronel Carlos Carreño en 1987?

– No.

Esta última respuesta, lacónica y breve, era un signo que Oscar tomaría en cuenta.

Al Comandante no le interesaba dar mayor información sobre esos temas, muy chilenos,

por lo demás, y quizás distante del objetivo de la búsqueda de Alexis Bethel.

– Si usted fuera yo, sabiendo que puedo gestionar o negociar una salida a su

situación, o al menos la prisión en Chile, trataría de cooperar más con mi investigación

privada. ¿Me podría decir dónde ubico a CAB?

– Señor Klinsman, creo que es poco lo que puede obtener de mí, porque como ve,

estoy muy aislado. Y aunque supiese más, lo pensaría mil veces, pues no solo no soy

delator, sino que no entregaría así no más, a quien le debo mucho. Eso hace diferencias
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entre usted y yo. Nosotros tenemos una moral de fierro y ustedes se venden según el precio

de su conciencia.

Con esa respuesta era poco lo adicional que se le podría extraer al Comandante.

Tampoco quedaba tiempo para más. Un guardia brasileño hace una seña con el brazo. La

entrevista ha llegado a su fin. Antes de levantarse, Oscar captura con una mirada rápida el

entorno en el cual ha logrado algunas respuestas: un espacio reducido, una mesa sobre la

cual un Ramiro con barba cana de dos días, apoya sus brazos, su suéter celeste, su rostro

algo enjuto, la mirada inquisidora y unas arrugas horizontales en su amplia frente que

denotan interés en las preguntas.

No se le permitió tomar fotos, pero la imagen de Ramiro sentado frente a él, delante

de un gran letrero de la Penitenciaría Federal, no lo olvidará jamás. Caminando por pasillos

hasta salir, Oscar sintió que había transitado por las puertas del infierno de la obra de

Goethe. A la salida del penal, el taxi esperaba al investigador. A pesar de estar

acostumbrado a situaciones difíciles, sale algo derrotado. No se explica si se trata de un

sentimiento provocado por el entorno del encierro y la desproporción entre la idea de una

fuga de cualquier recluso y la contundencia en la custodia. “No puede siquiera soñar”,

pensaba para sí, Klinsman. La impresión de ver a su compatriota en esa condición de

aislamiento, le llegó muy profundo. Aunque saludable, lo vio endeble y muy vulnerable. En

ello coincidió con el Monseñor y se prometió hacer alguna gestión algo más allá de lo

pactado. Quizás apoyar la idea de una transferencia a otra prisión menos restrictiva, aunque

fuese dentro de Brasil.

Sin duda, tendría que rastrear al comando CAB desde sus inicios, es decir, en

Panamá. Quizás su Yaffit pudiese ayudarlo un poco, dado que no conoce ese país ni su
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gente, y a decir verdad, su único vínculo con esa tierra es su pareja, a la cual extraña y

recuerda cada noche. Cuando lo hace, los poros se le alborotan, se le revuelven las

hormonas, quiere tenerla y apretarla hasta la histeria, gozar por su satisfacción al hacer el

amor mil veces. Se excita tan sólo imaginarla en su habitación. La ve llegar con su aire

despreocupado de colegiala. Su blue jeans ajustado que le calza como un guante, sus botas

de cuero que le lucen magníficas dándole un aire de informalidad, con el contoneo que lo

desconcentra cada vez que la ve caminar así, con ese balance marino que le abre los

sentidos. Una blusa que parece flotar, soplándose cuando se quita la chaqueta de

cuero,…porque hace calor aquí dentro, chico.

– Siéntate, ponte cómoda– le dice mientras va al bar a prepararle un whisky en las

rocas– cuéntame de tu día. ¿Qué has hecho hoy?

– Ay, Oscar, no seas aburrido. Mi día no importa. Lo bueno es lo que podemos

hacer hoy y aquí, tu y yo– le dice con cierta picardía. Se levanta, va al aparato de sonido,

busca un disco romántico, de esos que a ella la entristecen. No encuentra los de su estilo.

Lo más parecido es uno de Myriam Hernández. Su criterio es simple, si hace llorar, es

bueno.

Se le acerca con el trago en la mano, ella lo toma y brinda. "Por nuestro repentino

amor que parece ser el sino de una larga peregrinación de dos solitarios en este mundo".

Oscar no puede más que asentir y abrazarla, tocarla, apretarla. Ella se deja hacer. La aprieta

contra su pecho, siente sus senos endurecerse contra el suyo. Sus labios se han unido en un

sello infranqueable. Sus manos empiezan a buscar los caminos del sexo. La blusa

transparente vuela en la oscuridad. Oscar no puede olvidar ni lo hará jamás, la silueta de

Yaffit contra la ventana, despojándose de sus ropas. A él le resultó más fácil, más rápido,
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como más rápido quiere hacerle de todo. La alfombra recibe a los amantes y los cobija en

ese ir y venir de cuerpos desnudos. Ella, siendo aún más joven, le calma sus ímpetus de

caballo desatado y desea gozar toda la noche con ese, "su hombre". Con voz sensual y

pegajosa, Myriam sigue diciendo que "eres mi talla perfecta, eres, todo para mí...” Mientras

recuerda a su Yaffit, se va erizando la piel, el pene y hasta cree tener una erección

inoportuna. Se le va humedeciendo el pantalón y no puede salir de ese sueño diurno que lo

ha atrapado. Siente una atracción casi animal por la panameña. La recuerda con todos sus

aromas y sabores.

Se ve deambulando con ella por el puerto de Valparaíso, regalándole historias de

marinos, guerras, flores y cuentos, tomados de la mano, caminando como hacen los

enamorados. Sin duda, la extraña. Piensa en unos helados de frutilla con almendras. Sigue

soñando vientos fríos de la tarde, abrazados, a veces brincando y jugando, mientras

caminan por las calles antiguas.

– Por aquí, sígame– le indica el guardia de seguridad. Le señala el inicio de un

laberinto de jaulas de alambres y sol ardiente que le revive y lo trae de vuelta a la realidad,

a la ruta hacia la libertad desde esa prisión infernal brasileña. Cada candado dejado atrás es

un peso menos en su cabeza. Luego de eternos minutos en el camino de vuelta a la puerta

principal, Klinsman descansa en la salida. Un taxi lo espera. Se toma un tiempo para digerir

no sólo lo que ha conversado con el Comandante, sino la experiencia de volver de los

infiernos asfixiantes de la prisión más restrictiva de Brasil. Imagina el retorno del

Comandante Ramiro a su celda.

– Al hotel por favor– le pide al conductor.


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Ramiro es escoltado hasta su celda. Ingresa en ella y se dirige a una esquina. Lo abordan

los recuerdos de la reunión en Mendoza. Incluso esa conversación tan importante, solo es

historia. Algunos de los que asistieron fueron apresados o muertos por la dictadura. Aun

así, su mente los trae de vuelta. Fabiola descansa con la cara aún irritada por un llanto

silente y agrio, el de la derrota. Los compañeros han quedado en silencio también, como si

la conclusión de la sesión fuese admitir que eran unos novatos en una operación que resultó

un desastre. Sabía que algunos de los fusileros nunca habían empleado un M16. A ella no le

cabe en la cabeza que esos jóvenes de veinte años de edad fueran la tropa élite escogida

para ajusticiar al asesino de Chile. Se recrimina no haber protestado esto a tiempo.

Recuerda a sus compañeros caídos en los años de la tiranía, a los torturados, y siente

remordimiento por no haber reaccionado a tiempo. Ramiro no tiene mucho que decir. Es

frío, calculador y sabe que de todo este asunto saldrá una lista de debilidades que no

deberán repetirse en operaciones en el futuro. Ella fue de las pocas personas que sabía

desde mayo de 1986, el alcance del atentado. Otro era Bethel.

Sentado en una esquina, tal como en la reunión aquella, Ramiro escucha y asiente

para sí mismo, como aceptando que hubo fallas, apresuramientos en el asunto de la

operación. Ahora está claro que se dejaron llevar por el entusiasmo y que Pinochet tenía

alternativas, como en efecto ocurrió. La noche va cayendo lentamente no solo en

Catanduvas en su celda, sino en sus recuerdos, y lo va envolviendo en su manto de olvido y

oscuridad. Se va quedando dormido y como un pequeño arroyo que deja caer sus cristalinas

gotas contra una piedra, escucha el rumor de la noche en Mendoza. Todos se fueron

después de la reunión. Quedó solo con sus reflexiones. Ese sonido agradable de

tintineos finos es el mismo que recuerda de la vez en que siendo un adolescente, tirado en la
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grama en el Parque O´Higgins, miraba el cielo. Levanta la cabeza y ausculta en redondo.

Descubre que la calidez de ese titilar proviene de un móvil de trozos de cristal y pedacitos

de aceros que está armando una muchacha recostada en la base de un pino. Se acerca.

– Hola, ¿Cómo estai?– le dice Ramiro sin protocolos.

– Bien, poh– responde Cathy. A partir de ese instante, ambos quedan encantados

con una conversación superflua, pero suficiente para atraerlos. Ella explica su técnica para

el asunto de los móviles; él habla de lo que sabe: futbol. Hay cierta paz en el lugar. Los

árboles, la brisa cálida a ratos, la cordillera a lo lejos, van dando pinceladas de una tarde

hermosa. El amor entre ellos surge espontáneo y juvenil, sin cortapisas. Asombrados y

nerviosos se ven a los ojos. Es ella quien se acerca y le da un beso. Luego otro. A partir de

ese momento, se descubren sin palabras, hasta que la tarde y el tiempo los obliga a retirarse.

Tomados de la mano, caminando muy juntos, se hacen inseparables. Ramiro escucha otra

vez el tintineo y extraña ese sentimiento fugitivo, exquisito, de estar enamorado. Su cabeza

está llena de odios, de amores contradictorios, pero ante todo, de una lucidez aplastante,

una racionalidad que justifica y maneja su vida. Cada tanto, siente la melancolía de no tener

a alguien como Cathy a su lado, para apretarla sin más ni más. Sin deseo sexual de por

medio, tan solo de apretar, estar juntos viendo las nubes o escuchando los móviles de

cristal. Sigue en la esquina, en ese lugar muerto. Para él no es la noche, es tan solo una

circunstancia que debe vivir, en la oscuridad seca y vacía de una celda. Abre los ojos,

reconoce esa negritud y se dice a sí mismo: ¡Alex, cuídate hermano!


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Jueves 1° de Julio de 2010. Tocumen. El avión no ha terminado de detenerse, y a

pesar de las advertencias de la aeromoza, la mayoría de los pasajeros empieza a levantarse

de sus asientos para buscar con apuro sus maletas. Se respira un aire de tensión, como si

fuera indispensable apresurarse. El chileno conoce de sobra esta desesperación, por ello, se

lo toma con calma. Da la oportunidad a varios a salir antes que él. Recoge su computadora

portátil y su bolso de mano. Es la primera vez que viaja a Panamá. Al salir al túnel, un aire

húmedo y cálido, quizás demasiado para su gusto, le abofetea el rostro. Una vez en las

entrañas del edificio, observa a su alrededor con aquella mirada escrutadora que tantas

veces otros le han conocido. Pareciera que se estuviese tragando su entorno. La curiosidad

la lleva a flor de piel. Una bonita funcionaria de piel morena le sonríe y le pide su

pasaporte. Luego de dos preguntas de rutina, se lo devuelve sellado con la misma grata

sonrisa con que se lo solicitó. Se dice para sus adentros, que todo, hasta ahora, parece ser

como lo pensó. Un pequeño país cosmopolita, pleno de colores y calor humano. Sin más,

decide tomar el bus del hotel que lo llevará al centro de la ciudad. Ha escogido el Hotel El

Panamá por varias razones, una de ellas es la cercanía a los sitios que tiene pensado visitar,

y otra es que supo por Yaffit, que ese hotel es una pieza viviente del primer gran hotel que

tuvo la ciudad en los años sesenta. Ella le habló de un órgano musical que tenía un teclado

en forma de arco y que era una excentricidad de aquella época. Llega a la recepción, toma

el diario La Prensa. Suele enterarse de los eventos locales como primera acción en sus

investigaciones internacionales. Esta no es diferente. Sube a su habitación, enciende el aire

acondicionado, abre las cortinas un poco más y se acuesta a ojear el periódico. Un primer

titular le llama la atención: “Esperamos que Noriega sea condenado en Francia“. Quizás

como una curiosidad casi turística, irá a ver la casa del dictador. Sabe que en su viaje tendrá
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que conocer detalles de la política panameña. Y seguramente no escapará lo relativo a las

dictaduras que se hicieron etiquetar “de izquierda”. Así que el tema de Noriega, no escapa a

sus propósitos. Podría ser que CAB estuviese vinculado a los grupos que estuvieron en el

poder en aquellos años. Esa noche decide tan solo descansar en su habitación, reorganizar

sus notas y repasar su estrategia. Incluso parte de lo que requiere está en una maleta

perdida. Dejó una copia de esos documentos en Santiago. Lo primero que hará es tomar un

baño reconfortante y caminar un poco antes de cenar, y sentarse a estudiar sus apuntes. En

efecto lo hace.

En el lobby del hotel le han recomendado tener alguna cautela al salir, aunque ha

vivido en lugares de mayor inseguridad, no quiere correr riesgos y sigue las

recomendaciones. Camina unos metros y llega a un gran casino. Como parte de su afán por

explorarlo todo, ingresa con la idea de no gastar más que veinte dólares. Al fin de cuentas,

su propósito no es el lucro, y por cierto, duda mucho que se lleve un centavo de ganancia

de las máquinas. Tan solo quiere conocer algo de estos lugares. Dentro del casino se entera

de un concierto de salsa: Ismael Miranda le rendirá un homenaje a Héctor Lavoe. Gracias a

su estancia en Estados Unidos, recuerda a la Fania All Stars, y en particular, a Lavoe.

Aunque la ciudad de Boston no era la más movida, sin duda era muy conocido, no había

fiesta de latinos en los cuales no se bailara su música. Con mayor dificultad recordaba a

Ismael Miranda, pero estaba seguro que le agradaría escucharlo.

Al ingresar va directo a una mesa donde tomarse un trago y disfrutar del concierto.

El lugar es una mezcla de gran bar con máquinas tragamonedas, mesas de apuestas por

doquier, pantallas de televisores y atracciones de todo tipo, que lo transportan a un mundo

de colores, sonidos y fantasías. Un mesonero se le acerca, le pregunta si desea algo para


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comer o tomar. Pide un whisky en las rocas mientras escoge algo para picar. Lee el menú.

Llega la bebida. La huele y se transporta a otras épocas de su vida. En su cabeza están

Boston, sus amigos latinos, la música de salsa, algunos pubs en Belfast, algunas mujeres

que han dejado alguna huella. El ambiente es único. Está oscuro, y el escenario parece una

plataforma iluminada. Pronto despegará Ismael Miranda y su nave. Distingue algunas

mujeres muy atractivas a su alrededor, o al menos eso parecen. Llega el Niño bonito de la

salsa. Empieza a sonar un bolero de fondo. Klinsman cierra los ojos. Siempre quiso

conocer sobre la cadencia tropical. Nunca se atrevió a nada. Y mucho menos a bailarla.

En medio de la noche, nota que una chica delgada que está en una de las barras, no

deja de mirarlo. Siente la tentación de asumirla como a una "presa fácil". La mujer está

sola. Lleva un largo vestido de noche, muy elegante, con un toque glamoroso. En su

cabeza, Oscar está claro que no piensa enredarse con mujeres. Sin embargo, la coquetería

de la mujer, le genera inquietud. Él no tiene una estrategia. En ella, estuvo siempre

presente.

Largos anuncios transcurrieron hasta que finalmente empezó a sonar la orquesta.

Sonaba con la misma cadencia que él conoció en Boston, eso que sus compañeros

portorriqueños llamaban, la salsa brava. Vestido con chaqueta blanca, blue jeans, un par de

entradas que anuncian la calvicie en camino, un enorme reloj de oro en su brazo derecho,

una cruz en medio de su pecho y con la alegría de siempre, salta al escenario Ismael

Miranda. Los aplausos acallan al presentador quien trata de decir algo de su vida artística,

pero la gente quiere oírlo, quiere bailar y no le dan tregua al animador, quien se aleja

dejándolo con su público. Las trompetas inician con una melodía que todos cantan de

repente. Tú la tienes que pagar María Luisa, eso no se le hace nadie. Tú me enseñaste a
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querer, con pasión desenfrenada. Tú la tienes que pagar vida mía, eso no se le hace a

nadie... Su voz es la misma que todos conocen. Canta y baila con cadencia y ritmo. La

gente se contagia. Empieza las parejas a levantarse de las mesas, que van quedando solas

con sus botellas de ron, whisky o cervezas. Esto impresiona al chileno, quien no sabe bailar

salsa ni nada, pero estaría dispuesto a menearse de alguna forma. El ambiente está

candente. Las trompetas siguen en su diálogo con las congas. El coro sigue dando cuerpo a

la presentación. Las luces están puestas sobre el cantante y su gente. El resto está muy

oscuro. Oscar siente que una mano suave le toca el hombro, un aroma dulzón, y una voz

sensual que le dice, ¿bailamos? A partir de ese momento, pocas veces en su vida se había

sentido tan desinhibido. La chica comprende su dificultad con la salsa, pero el entusiasmo

de Klinsman lo compensa todo. Nadie lo mira, pues todos están en lo suyo. La pista de

baile está cada vez más oscura, dándole un aire de nocturnidad bohemia. La salsa se le va

metiendo en el cuerpo y no necesita mucho más para que canciones como Cipriano

Armenteros, No me digan que es muy tarde, Así se compone un son, Galera tres y otras lo

vayan incendiando de a poco. La mujer con sus escotes indiscretos y su rostro de niña

grande lo va apretando cada vez más. En las últimas piezas ya están muy juntos, como dos

enamorados adolescentes. El ron Abuelo, los senos de la mujer y la oscuridad, son sus otros

cómplices de su primera noche en Panamá. Tras una pausa de la orquesta regresa Ismael y

canta boleros románticos. Ya en la madrugada canciones como No me vuelvo a enamorar,

Todo de mí o La copa rota solo sirven para que juntos en un abrazo permanente y algunas

palabras suaves al oído, la pareja salga del casino rumbo a la habitación de Klinsman, quien

en el fondo, no cree lo que le ocurre, pues no es un hombre de conquistas y mujeres.


121

El resto fue una sesión de sudores y pasión. Unos senos prominentes contra la

noche, con sus puntas de madera de ébano y unos labios recorriéndolo por completo,

succionando todo, absorbiéndolo todo, es más de lo que espera. El movimiento del baile

sigue en la cama, luego en el piso, y por primera vez en su vida, Oscar comprende desde

sus entrañas, el sentido, la cadencia azucarada de la música del Caribe. La mujer no para.

Nuevamente tras sus grititos, le pide otra vez. Sus manos como pulpo se multiplican y

tanteando todo lo posible, la hurga por todo el cuerpo, introduciendo sus dedos en sus

orificios, escuchándola gemir de placer. Siente la negritud de la mujer apoderarse de sus

entrañas. De él sale un lado salvaje, que poco conoce. Ella lo aspira por todos lados y se

deja hacer. Cuando ya piensa que terminaría todo, la hembra se arrastra como serpiente

sobre su cuerpo. Le introduce la lengua en sus oídos mientras le susurra una frase de un

bolero de Ismael Miranda. Empiezan los besos prolongados, lo explora por todos sus

sentidos, sus delicadas manos acarician sus piernas, ascendiendo hasta tomarle con

sensualidad su pene, moverlo, estirarlo y encogerlo como un resorte. Con sus labios

gruesos, empieza a succionar con cariño animal. Oscar aspira las puntas erguidas de esos

senos firmes. Los aprieta y soba hasta que se los lleva a la boca. Gira a la mujer de

posición. Para un lado, para el otro. También la coloca bajo su cuerpo. Ella es una fiera

tropical. En cada caso, prolonga lo más que puede su eyaculación. Tras el último suspiro,

ambos caen derrotados en la guerra de hormonas, deseando dormir abrazados bajo la

agradable temperatura de veinte grados Celsius del aire acondicionado.

–“Pucha que sois buena”– son las primeras palabras del investigador– me destruiste

todo, bueno, casi todo– dice de manera jocosa. Ella con su piel y voz de tigresa, se le

escurre sobre el cuerpo, y le sonríe. “Niño guapo, todavía te falta otro round”– y le hace
122

unos pequeños masajes en los abdominales, y lentamente su mano se va hacia su pene, sus

testículos y se los lame con suavidad. Él, quien pretendía que los placeres habían terminado

y que era hora de descansar, entiende que su orgullo de macho puede quedar en entredicho

y se deja llevar. En una ceremonia de silencios y entrega, ambos parecen caer agotados en

su última refriega. Aún con las cortinas cerradas, el alba apunta con toda luminosidad

barriendo los balcones y ventanas. En minutos será hora de levantarse.

Oscar Klinsman despierta con los rezagos de la noche, sigue Ismael Miranda

cantando su bolero… yo crecí junto a la barra, y entre copas tuve amigos, pero un golpe

del destino, junto a ella me llevó...

Es algo tarde en la rutina del chileno. Abre los ojos y la luz que se filtra le indica

que es tiempo de levantarse. Como intuye, la chica no está. De no ser porque encuentra

algunas huellas, podría pensar que la noche anterior había sido un sueño. Piensa en Yaffit.

Medio resignado a un leve dolor de cabeza, se incorpora y dirige al baño para iniciar su

ritual de limpieza diaria. Empieza a despejarse la mente y a recuperar su sobriedad usual, a

ser otra vez, Oscar Klinsman Poblete. Una ducha lo despierta del todo. El dolor de cabeza

parece darse en retirada. En la habitación y ya vestido, listo para desayunar, le da por

revisar sus pertenencias, una idea loca le llega a la cabeza. Se apresura a buscar en su

maletín, su cartera y la encuentra en orden, excepto un par de tarjetas de crédito que sabe

que no están en el sitio que les tiene destinado. Se acerca al closet, busca su computadora

portátil. La encuentra. Respira profundo. Sin embargo, le parece por algunos menudos

detalles, que alguien estuvo revisando sus apuntes. Trata de no darle mayor importancia.

Puede ser la típica paranoia de quien está acostumbrado a buscar información sensible en

un mundo de injerencias y programas capaces de abrir archivos protegidos. Nuevamente se


123

acerca al ventanal y se repite que debe seguir su rutina, no desviarse del propósito que le

trajo a este lugar. Es una primera recriminación. La segunda se la da cuando abre la puerta

y encuentra su maleta perdida. Todo parece estar en orden. La abre luego de colocar la

clave que se sabe de memoria y que cambia cada seis meses. Al abrirla su ropa parece estar

en desorden, lo que es normal si dio vueltas por el mundo. Lo que no estaba en orden eran

algunas notas en una carpeta. Le faltan algunas copias donde traía su estrategia trazada y

algunos datos telefónicos con nombres cifrados. Le extraña eso.

Mientras el chileno investiga en Panamá, Yaffit está en Viña del Mar por el asunto

de sus clases en la universidad, y los fines de semana se muda al apartamento que

comparten en Santiago. En efecto eso ocurre así, porque fue lo acordado. A Oscar le deleita

saber que ella ocupa sus propios espacios y empieza a enraizarse con la idea de la vida en

común.

Ella llega despreocupada el sábado en la tarde. Se quita los abrigos y guantes. Los

coloca en cualquier parte, revisa la refrigeradora y con alguna fruta o bebida caliente se

instala frente al equipo de sonido. Busca con paciencia algo de música de su preferencia.

Escoge salsa de Rubén Blades. De lo más reciente del cantautor istmeño prefiere la canción

País portátil, la cual escucha repetidas veces. Cada vez que lo hace, algo se le desencaja

dentro, y se indigna, no con el cantante, sino con la realidad, con la posibilidad de admitir

que su patria es una nación en venta al mejor postor. Ha escuchado que eso es exactamente

lo que plantea el recién estrenado Martinelli. Esto le causa una angustia que en más de una

ocasión, termina apagando el aparato. Piensa en la desproporción entre la vida ideal, el país

ideal, la gente ideal, y la existencia cotidiana. Esta vez, y en el apartamento, desde donde
124

siente un ambiente diferente a "su" realidad, quiere estar alegre, muy alegre, y quedarse

esperando la llamada de Oscar. Cambia el disco compacto, coloca del mismo cantante, el

disco "Mundo". Una pieza le agrada de manera particular: Sebastián. Esa pieza le recuerda

parte de su infancia en Catedral, en el Casco Viejo de la ciudad de Panamá. Le llegan de

golpe, los balcones con veraneras floridas del verano, los gritos de los vecinos para decirse

noticias o chismes o para comunicarse lo más insulso, el paletero con su carga de hielo,

escarchas y sabores que van enrojeciendo los labios de los niños pobres, el paseo por Las

Bóvedas cuando la marea está alta. Como si estuviera en su ventana, las voces le van

hablando.

– Oye, Fulele, recógele la ropa a la vecina…que viene la lluvia.

– Mamá, quiero soda.

– Chinito, pasa una pinta bien fría.

Todas esas imágenes la embargan con Sebastián, el loco de las estrellas, el

enamorado de la luna, el soñador con su cohete hecho de latas y trapo que una noche partió

a buscar las estrellas para su amada luna. ¿Cómo no recordar su ciudad calurosa pero

amable, generosa y ante todo, suya?

Borracha de memorias y sonidos, apaga la música y decide entretenerse para no

pensar más. Enciende la TV por cable. Se va quedando dormida con una película sosa,

hasta que a media noche, el frío la obliga a acostarse en la cama de ambos, la ancha y

espaciosa cama que es tan solitaria cuando él no está. Se cuela bajo la manta térmica y su

duerme con la paz de quien no espera nada nunca. Recuerda en tinieblas, que mañana con
125

calma revisará algunos archivos de Oscar. Total, mientras esté en Panamá, tiene todo el

tiempo para hacerlo.


126

Uno de los primeros pasos de la investigación del abogado fue enterarse de los

detalles de aquella operación Siglo XX y del grupo FPMR. Los servicios de inteligencia del

Estado habían capturado en corto tiempo, a todos los integrantes que participaron en la

emboscada.

Mientras el investigador se entera de los detalles, imagina la minuciosa operación de

identificación y captura de los frentistas. Ve llegar a la casa de La Obra a un equipo de

peritos y expertos. Se bajan de los tres autos negros con sus maletines de equipos y guantes.

El fiscal militar Fernando Torredas autoriza que se coloquen cintas para evitar intrusos o

contaminación de evidencias. Ordena a uno de sus agentes que tome declaraciones

detalladas a los vecinos de la casa. Su experiencia dictamina que llegarán a buen final si

actúan con rigurosidad y disciplina, tal como él lo hace en su vida diaria. Tras cuatro horas

de intenso trabajo, aparecen los primeros indicios.

–Capitán, encontramos un par de huellas.

Torredas sabe que como en un juego de ajedrez, ha empezado con los primeros

movimientos de peones y caballos. No tiene dudas que es asunto de tiempo dar con los

autores del atentado. Se sonríe ligeramente, un aire de triunfo le enciende el rostro.

–Tómelas y llévelas al laboratorio de Dactiloscopia de la CNI. Quiero los resultados

del cotejo con la base de datos de los extremistas en dos horas–. El perito sabe de la

urgencia y obedece.

En menos del tiempo señalado, y antes de retirarse del lugar de la emboscada, de la

carretera y de la casa de La Obra, una llamada telefónica le anuncia a Torredas, que se

acerque al CNI, ya tienen un nombre: Juan Morreno alias "Sacha". La sonrisa ligera
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continúa en el rostro del fiscal, quien ya sabe lo que continúa. Klinsman también lo

recuerda.

El primero en ser capturado fue él, un frentista de baja estatura y delgadez casi

enfermiza. Luego, fue asunto de metodología militar que "cantara" el lugar de reuniones del

Frente, "La oficina", que no era más que un descampado del Parque O´Higgins donde

solían entrenarse como tantos otros chilenos. Allí, uno a uno, fueron arrestados los demás.

Hubo juicios y condenas, por lo tanto, abundante información documentada. A

pesar del paso del tiempo, la estructura de militares retirados sigue ejerciendo control sobre

documentos y evidencias de las actividades de la DINA. Este hecho se refleja en ciertas

dificultades para obtener textos y datos para seguir las investigaciones. Pero Oscar es un

abogado obsesivo, de estirpe alemana, como muchos chilenos. Trata de alejar sus creencias

políticas o religiosas de sus trabajos y gracias a ello, cuenta con una reputación envidiable.

Le gusta jugar ajedrez y gracias a ello, entiende su profesión como una estrategia con

jugadas a futuro. Hasta ahora, le ha funcionado. Está convencido de que ésta no sólo es una

investigación más, sino un deber, se debe esclarecer con la verdad lo ocurrido en 1986, tal

como se ha comprometido con la viuda de Pinochet. ¿Estuvieron extranjeros involucrados

en el atentado? ¿Lo hicieron en nombre o representación de gobiernos? Sabe que cubanos

pudieron estar relacionados con la entrega de armas y preparación de los comandos, pero ya

es sabido por los Pinochet, que el gobierno cubano sabría defenderse y en el escenario más

optimista, nunca pagarían ninguna demanda. Diferente es el caso de Panamá. Con Piñera y

Martinelli presidentes, el asunto es posible. Se requieren evidencias y para ello fue

contratado.
128

Gracias a los contactos suministrados por Yaffit Sacs, Oscar logra ubicar en Panamá

a un par de estudiantes dirigentes del FER 29 y a tres de los nuevos dirigentes del FAD y

FRENADESO, el ala más activa de la nueva izquierda panameña. De ellos quiere saber dos

cosas: situación de CAB y obtener información de su diario. En su hipótesis, por ser

Panamá un país tan pequeño, no hay duda que un militar con su prontuario, debe ser

conocido, o al menos se deben tener pistas de su paradero. Oscar ya está listo para salir,

toma su libreta de notas y nuevamente tiene la extraña sensación de ser vigilado. Mira a su

alrededor y no encuentra en la habitación ningún indicio de cámaras ocultas o micrófonos,

aunque por seguridad, empieza a revisar con minuciosidad.

Una sorpresa se le presenta esa mañana en un sobre que introdujeron bajo la puerta.

Lo abre y extrae una página que parece ser del diario de CAB. Está numerada con el 433 en

la esquina inferior derecha. Oscar la desdobla y lee. Alguien le está tratando de guiar hacia

una dirección y eso no le agrada. Reconoce la letra y caligrafía que hasta entonces le

atribuyen a CAB. Enviará la hoja a un laboratorio de forenses que le dirán si se trata del

mismo autor, también el tipo de papel, química de la tinta, buscarán huellas digitales y

determinarán otras pistas que le ayudarán a ir cercando a la presa. Espera respuestas

durante el día. Interpretará lo escrito en la página, en particular, lo referente a "...la lucha de

mis tropas contra los malignos escorpiones del cáncer que pretenden acallar mi voz..." Por

primera vez, le parece cierto aquello que supo en Santiago, y es que a CAB podría haberlo

matado un cáncer.

–Mi amor, toma nota– le dice Yaffit por teléfono a Klinsman–. Para que puedas

ubicar ese documento que andas buscando o al autor, debes entender el asunto de la
129

izquierda universitaria en Panamá. También hay grupos sindicalistas de izquierda que

podrían darte información, pero te recomiendo que empieces por los muchachos de la

Universidad de Panamá. Allí vas a encontrar varios grupos actualmente, entre otros, Unidad

de Lucha Integral del Pueblo, el Movimiento de la Juventud Popular Revolucionaria (MJP),

Pensamiento y Acción Transformadora (PAT), el Centro de Estudiantes de Ciencias

Políticas de la Universidad de Panamá, el Centro de Estudiantes de la Facultad de

Arquitectura y el Movimiento Independiente de Refundación Nacional (MIREN), restos de

lo que fue el FER 29, el Bloque Universitario Popular (BPU) y otros menores como el

Movimiento Estudiantil Bolivariano (MEBO), MET, JPR, PST, UER y el MJP–15.

–Wao... ¿Tantos?

– No son muchos, en realidad algunos no son más que representaciones de otros en

diferentes facultades. De todos ellos, los más icónicos son el FER29, el PAT y el BPU. Con

ellos debes hablar, pues si alguien podría saber de tu investigado, son ellos. Sin embargo,

cuando te hablo del FER29 antiguo, no me refiero a los cuatro gatos extraviados que

deambulan por los pasillos de la Facultad de Humanidades arrancando propaganda política

de otros grupos, sino a la vieja militancia. Los actuales están agotados, por ello nacieron

organizaciones como el PAT. Rupturas generaron microgrupos como el UER y el MJP.

Incluso de ese último se menciona que está vinculado al grupo de Malbina Ferrera dentro

del PRD. Como ves el FER29 se ha atomizado, no es la sombra del movimiento que luchó

en las calles por la soberanía del país. También hay grupos de papel como el MEBO.

– Busqué por mi lado información y encontré a un nuevo partido de izquierda que

me suena interesante, el Partido Alternativa Popular (PAP). ¿Qué sabes de ellos?– dice

Oscar.
130

– Mira, en efecto es un intento de aglutinar, pero su dirigencia está bastante aislada

de las masas. Esa gente está detrás de Jiovanét, un economista brillante, pero sin arrastre.

– ¿Y quiénes financian a estos grupos políticos?– se atrevió a preguntar de forma

directa el investigador. La panameña queda algo sorprendida, piensa que se trata de una

treta de su amigo para determinar cuánto sabe del asunto.

–No lo sé. Supongo que algunos vínculos mantienen con grupos de Cuba o

Venezuela. No creo que estén en conexión con el PRD, quizás con la gente del

SUNTRACS, que es el sindicato más organizado y fuerte que tiene el país. Ellos son la

base de FRENADESO, el frente político que está permitiendo la organización de un partido

político de izquierda que irá a las elecciones en el 2014. Te podrás imaginar que el símbolo

de lucha del BPU es una hoz y un martillo sobre un tapiz rojo escarlata, algo así como la

bandera de la URSS, con una estrella al medio y las letras BPU. En otras palabras, estos

muchachos se quedaron en los conceptos arcaicos del marxismo–leninismo ruso, y así lo

proclaman.

–Algo anacrónicos, ¿no?

– Sí, lejanos de la gente y de la realidad.

– Dime Yaffit, ¿y esta gente se ha aglutinado en torno a un solo partido? No sé,

¿algo centralizado que les de fuerza ante otros partidos mayores?

– Sí claro, ha habido varios intentos en nuestra historia. El más reciente se dio en

1990 después de la invasión gringa. Se iba a llamar Partido Socialista de Panamá.

– Pero, ¿qué pasó?

– Lo de siempre, egoísmos, sectarismos, en fin disolución y acusaciones mutuas. El

MLN–29 acusó a la llamada Tendencia del PRD y al PRT de ser agentes G–2 a favor de
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Noriega; por su parte, la Tendencia del PRD y el PRT señalaron al MLN–29 de agentes de

la CIA y proyanquis; el Partido Socialista de los Trabajadores (PST) acusó al Partido del

Pueblo (Antiguo Partido Comunista) de estalinistas norieguistas y asesinos de Trotsky, y el

Partido del Pueblo al PST de agentes del imperialismo y civilistas. Como ves, no fue

mucho lo que se avanzó.

– ¿Y eran muchos?

– Bueno, todos cabían en un pequeño salón del Hotel Roma.

– ¿Y qué pasó con ellos? ¿Qué se hicieron?

– Algunos se fueron con Rubén Blades en su Papá Egoró de 1994. Lo que pasa es

que no entiendes al pueblo panameño, a nosotros nos gusta la música, la alegría, y ¿te

imaginas una campaña de elecciones cantando Tiburón,… ¿qué buscas en la orilla?,

tiburón,…lo tuyo es mar afuera...? Eso es lo máximo.

–Yaffit, supongo que no estás hablando en serio, ¿no?– la chica guardó un segundo

de silencio y una pregunta quedó para siempre en la cabeza de Oscar.

– Oscar ¡la duda ofende!


132

Viernes. 2 de Julio 2010. El investigador chileno Oscar Klinsman está en la entrada

del cementerio Amador, el más emblemático del país. Aunque va en busca de la tumba de

CAB, se admira de la solemnidad de la arquitectura que está viendo, de su carácter

heterogéneo. Hay cierto grado de anarquía y desorden a pesar del diseño rectangular del

lugar y de sus pasillos bien trazados. Los contrastes le llaman la atención. Encuentra un

hermoso mausoleo de estilo francés protegido con una cerca de gruesas barras de acero de

dos metros de altura. Pregunta a un vigilante la razón de tal desatino, quien lo ve extrañado.

–Si no le ponen candado a esos muertos, les hurtan las flores, los adornos. Ni

siquiera aquí están en paz esos señores. Hasta los ángeles han tenido que reforzarlos para

evitar que se los lleven a alguna cantera. Yo creo que esos difuntos hace años que se

marcharon de este lugar. Hay mucha delincuencia y anarquía. Antes no era así. Sólo en el

día de los muertos los arreglan. ¿Usted se cepilla los dientes una vez a la semana, o al mes,

al año? No, verdad. Entonces ¿por qué a los muertos sólo los visitan y arreglan sus recintos

una vez al año? Esas son cosas que no entiendo de mi gente–. Oscar lo mira alejarse

alegando a los vientos sus argumentos. Va muy molesto por la falta de cariño hacia los

familiares fallecidos.

Por un instante se olvida que viajó a Panamá a ubicar el destino del Capitán Bethel.

Sigue explorando épocas y nombres. Quiere comprender a este pequeño país. Hace un

paréntesis en su deambular entre palmeras y frías lápidas. Se asoma en algunos de los

mausoleos más sobrios, tan solo por curiosidad. Paso a paso, como engullendo aquello,

camina por el pasillo central y por los laterales. Esas estructuras agrupadas desde el siglo

XVIII le resultan fascinantes. Piensa que detrás de cada una de ellas, hay vidas con

historias a conocer. Hasta imagina algunas. Con mucha paciencia se pasea lentamente entre
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las tumbas. Hay algunas personas dándole mantenimiento a las lápidas de sus familiares.

Lee con detenimiento los epitafios. Toma notas de algunos. Aunque piensa que debe

enfocarse en el asunto de Bethel, sabe que no será muy a menudo que visite este lugar, y lo

disfruta como lo haría un turista, que de pronto, se encuentra solo frente a una obra de arte

mundial, como si fuese frente a la Mona Lisa de Leonardo da Vinci o al Moisés de

Michelangelo en Roma. Por instantes se pierde en esa posibilidad de pensarse frente a un

diamante en bruto, que sólo él sabría cómo pulirlo y tallarlo hasta convertirlo en una joya

impresionante. El chileno es amante de la cultura y de su buena educación heredó un legado

vasto.

Se detiene ante el mausoleo del General Ignacio Quinzada. De él había sabido por

una página de historia, que fue un personaje interesante, uno de esos prohombres

colombianos que entendieron el destino de Panamá. Le gusta ir al fondo de los asuntos

históricos, por ello, se promete al terminar su tarea, obtener una copia de la controversial

ley 44 de 1932 en la cual se le reconocen los méritos de militar como parte del Ejército

Separatista que coordinó la separación de Panamá de Colombia en 1903. Le resulta

anecdótico que lo hubiesen relevado del servicio militar obligatorio a la edad de 82 años y

que pasase a la condición de “disponibilidad” de la República. La ley vetada por el

Presidente Harmodio Arias, también le asignaba un salario mensual de 200 balboas.

Otro que lo retiene un momento es el de Duque – von Lindeman, el cual está sellado

en concreto. Se pregunta si pertenecerá a algún descendiente de José Gabriel Duque casado

con doña María von Lindeman. ¿O serán ellos mismos? Sea cual fuere, quizás ligados al

antiguo periódico The Star & Herald que luego se llamó La Estrella de Panamá. Uno de dos

pisos, de un blanco enceguecedor, no solo le llama la atención, sino que deslumbra a lo


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lejos: Familia de Arcadio Rodaniche, o un hombre de negocios de 1912, ubicado en el 328

de la avenida central de la ciudad de Panamá, como lo dicen algunas referencias, o el pintor

de grandes bodegones.

Le impresionan los diseños y la arquitectura del cementerio. Se podría decir que

disfruta del paseo. Encuentra ángeles caídos del cielo, tallados en mármol blanco manchado

por el musgo y las inclemencias del trópico, ángeles que piden silencio con el dedo en la

boca, casi implorando tranquilidad. Quietud que contrasta fuertemente con el bullicio de los

edificios de apartamentos populares que le rodean. En ambas estructuras, la humedad y los

hongos parecen no respetar a los difuntos. Encuentra gracioso un mausoleo con un pequeño

balcón. Se pregunta qué quiso transmitir el arquitecto que lo diseñó. ¿Comodidad? ¿Una

réplica de alguna vivienda suntuosa? En ello estaba cuando una mano morena en su hombro

le asusta. Una vendedora de billetes de lotería se le había acercado con su tira de papeles de

colores, pero su concentración no le permitió advertirlo.

–Lleve el quince, lleve el quince. Número bajito. La suerte está de su lado, lleve el

quince– dijo mirando al chileno– este domingo juega el Gordito del Zodíaco, no se lo

pierda.

– ¿Cuánto vale el billete?

– Dos balboas cada pedazo. Juegue el quince, usted sabe, es que me quedan pocos.

Como siempre pasa con la Extraordinaria, los bajitos se acaban primero. Aproveche.

– Bueno, deme diez billetes– y le extendió un billete de cincuenta balboas. La

vendedora lo miró y con cierto desgano le reclamó.

– Oiga papa, ¿usted no es de aquí verdad? No tengo cambio para cincuenta.

Mientras le devolvía el billete.


135

– No, no soy de aquí. Llegué ayer en la tarde. Dígame algo. ¿Usted conoce este

cementerio? Me refiero a que si le resulta familiar.

– Bueno, tanto como conocerlo en detalle, no creo, pero yo nací aquí en El

Chorrillo. Aquí hay gente trabajadora y honesta, aunque digan lo contrario. Mire, a punta

de lotería mandé a mis tres hijos a la escuela primaria, luego Yurisbeth se me graduó de

bachiller en La Profesional y Rutildo en el Nido de Águilas. Ambos están trabajando con el

favor de Dios. El que no me ha servido mucho, es el menor. Ese sí ha dado batería, y lo

tengo en la Policía Nacional, a ver si me lo aceptan. Pero, ¿busca a alguien aquí? ¿Algún

familiar?

– No exactamente. Pero si me ayuda a ubicar una tumba con un nombre, le dejo el

vuelto de los billetes de lotería. ¿Qué dice?

–Mire mijo, yo no necesito que me regale plata, sino que me pague los billetes. De

todas formas, si sé lo que busca, le respondo. Por cierto, a esta hora no es bueno que ande

solo por aquí, los maleantes ya se están despertando y a media mañana ya esto es zona roja,

para mí no, los conozco a todos. No son más que unos malcriados. Ellos saben que si me

vienen con sus locuras, le doy una nalgada a cada uno. A algunos los vi crecer. Creen que

con sus pistolas me van a asustar, pues no. A mi edad son pocas cosas las que me pueden

alterar.

– Bueno, busco al Capitán Alexis Bethel.

– ¿Y quién es él? –la mujer parece sorprendida por el nombre, pero Oscar, experto

es respuestas gestuales, nota que no le resulta tan desconocido.

– Con ese nombre no creo que sea rabiblanco. – Ante la cara de incomprensión del

chileno, la vendedora explica.


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– De los de billete, mijo. Quizás sea un muerto reciente. Alexis hay muchos en este

cementerio. Lástima que estén muertos, sino les preguntaríamos para que nos ayudaran. No

recuerdo ese apellido. ¿Y militar?– frunció el ceño y continuó– No sé. Habría que

preguntarle a Heriberto, el agente de seguridad que está en la entrada. Pero, puede ser que

estemos en el lado equivocado. Aquí están los ricos y famosos. Los pobres los consigue en

los nichos feos que ve al fondo.

–Ya lo hice– y sonriendo algo sarcástico Klinsman trató de repetir las palabras del

vigilante– y me dijo algo así como “allá en el fondo hay una lápida rara que nadie recuerda

cómo ni cuándo llegó. Tiene inscrito el nombre de Alexis. Pero, ojo, yo le garantizo su

seguridad hasta la mitad de este lugar, el resto es riesgo suyo”.

–Pues tiene toda la razón. Ya le expliqué que esos muchachos andan por mal

camino y ya no respetan ni a los muertos. No se preocupe, ya sé a cuál tumba se refiere

Heriberto. Lo que pasa es que ya me estoy poniendo muy vieja, usted sabe, la mitad de las

cosas se me olvidan. Usted discúlpeme. Pues, sí…Heriberto, Heriberto Bonilla. A ese señor

lo conozco desde que mi madre nos trajo de Colón a este barrio. Así es como se llama el

viejo refunfuñón que lo atendió. Él tiene toda una vida aquí. Conoce cada esquina e incluso

hasta a algunas familias que vienen a reunirse con su gente. Hasta le traen regalos el día de

su cumpleaños. Una vez la gente del Municipio lo jubiló, y no duró ni un mes antes que les

suplicara que lo contratasen de nuevo, porque “no se hallaba bien” sin sus muertos. Soñaba

en las noches que los difuntos se reunían y le pedían que volviese. Y usted sabe, a los

muertos hay que hacerles caso. Aquí hay gente grande e importante. Así que en el

municipio movieron los papeles, y ya lo ve, feliz de acompañarlos otra vez–. Mientras

conversan, Oscar y la vendedora de lotería se acercan al fondo del recinto. Desde la


137

entrada, Heriberto los mira con curiosidad hasta que se da vuelta. Sabe que el chileno está

en buenas manos. Así que permanece erguido y atento en la actitud vertical de un guardián

de la reina de Inglaterra. La vendedora le muestra una lápida blanquecina, nueva, imitación

de mármol, tiene inscrito un epitafio dorado que por su estilo y dimensiones pasa

inadvertido, como ocurre con la mayoría de las lápidas de los pobres: ―Gracias a Alexis B.,

el hombre que destinó su vida a los demás, donde quiera que estuviese y en el tiempo que

fuera. Que su memoria perdure en los textos contemporáneos de la historia.‖

Extrañamente sólo tiene el lugar y la fecha de nacimiento: 1° de mayo 1950.

–Los vigilantes no saben cómo apareció un día esa tumba. No recuerdan el cortejo

fúnebre, simplemente apareció. Hay quienes piensan que está vacía. Esa vez Heriberto no

estuvo laborando por alguna razón. Lo raro es que él, incluso enfermo viene a trabajar.

Hasta los días que está libre, se da una vuelta para verificar “que todo está tranquilo, como

debe ser en un cementerio”– dice la vendedora. Oscar se detiene con la curiosidad que le

caracteriza. Toma notas en una pequeña libreta amarilla. Lo hace en alemán, idioma que

hablaba muy bien su padre y que heredó como un legado natural, para evitar que en el

escenario de una pérdida, alguien le entendiese sus trazos y letras. Además, las notas están

resumidas a palabras sueltas, de modo que sólo él comprende a la primera toda la

información almacenada en esas páginas a prueba de agua. Le llama la atención la

familiaridad del epitafio: a Alexis…, sin apellido, como si se quisiese transmitir un mensaje

personal, pero de interés colectivo. Le da con disimulo la espalda a la dama. Mide, toma

fotos, sopla los bordes de la lápida. Esparce un polvillo fino. Saca una cinta plástica y trata

de capturar huellas. Las posibilidades de obtenerlas son remotas, pero es parte de su


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procedimiento. Guarda todo. La señora no logra ver bien sus movimientos, que los realiza

con maestría y rapidez.

– No me ha dicho quién es ese Alexis. ¿Es un familiar?

– No, es un hombre a quien sus parientes buscan desde hace años y no lo

encuentran.

–Por cierto, ¿me compra o no los billetes de lotería?

–Genau. Claro. Quédese con el vuelto. Lo que necesito aquí es suerte, y usted me la

ha traído. Si ganara el premio de la lotería, se lo regalaría, pues usted ya me ilustró

suficiente y eso vale más que los billetes.

Ambos sonrieron por distintas razones e iniciaron la retirada. Antes de llegar a la

entrada un grito desgarrador recorrió la cuadra. Oscar se puso nervioso. Sonaba como si

torturaran a alguien en plena luz del día, “Yo no sé, yo no sé…” se oía en medio de los

llantos y gritos histéricos que barrían la calle de un lado al otro. Eran las once y el grito

espantoso no alteraba a nadie, ni a Heriberto ni a la vendedora. Parecía que la gente que

deambulaba a esa hora hubiese escuchado esa algarabía antes. Ya no les asusta. Ante la

sorpresa de Klinsman la vendedora sonríe y se adelanta a contarle.

–Ese es el doctor Arnulfo Arias. Así llaman al Loco de la calle B, que se cree que es

el Presidente. Se la pasa gritando a esta hora, a las doce descansa y vuelve a la batalla a las

cinco, cuando el sol ya ha bajado un poco, porque es loco, pero no tonto. Y usted querrá

saber acerca de su nombre, pues le cuento que él era uno de esos hombres cercanos al

Presidente Arias, pero en 1968 cuando lo del golpe de Estado, lo tomaron preso, lo

torturaron y el G2 lo dejó así. Nunca más sirvió para nada. La gente de por aquí le da

comida y no falta el gracioso que le grite que viene “la batida”, usted sabe, la policía. El
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pobre echa a correr como loco que es, y no para hasta llegar al Marañón. Allá se esconde en

el gimnasio por un buen tiempo. Pobre hombre. Poca gente sabe por lo que pasó en esos

años. Mire, en 1996 le dio a la gente del gobierno por echar abajo la cárcel modelo. Eso

pasó por un periodista que se puso a filmar una paliza que le dieron dentro de la cárcel, a

unos maleantes. La cosa es que después de aquello, murieron dos presos. Hasta allí llegó la

paciencia. Hubo presiones y finalmente la demolieron. Esa universidad del crimen no debía

existir más. Cuando el Doctor, como le decimos por este barrio, se enteró de que la iban a

tumbar, se desveló por tres días con tal de estar enfrente para no perderse nada. Se quedó

allí hasta que detonaron esa estructura. Mucha gente no sabía qué hacía sentado viendo sin

pestañear, con la cara empapada. No era sudor, eran lágrimas de dolor y recuerdos, porque

él estuvo preso ahí dentro. Lo torturaron. Le destrozaron el cuerpo. Peor aún, le destruyeron

el alma. Eso sí, no le sacaron nada. Se supo mucho tiempo después, que sí tuvo que ver con

la guerrilla panameñista de Piedra Candela. Andaba con un uruguayo que lo mataron los

ticos en una pensión del lado de allá de la frontera. Hay quienes dicen que andaba también

por allí, pero que fue un asunto de suerte que no lo mataran. En esos días se pensaba que en

Chiriquí se armaría un gobierno con el Doctor Arias al frente. Pero, los gringos y los ticos

lo abandonaron. Por el contrario, ayudaron a los militares de Torrijos, quien en esa época

era un teniente coronel. Ese también venía por aquí, como usted, a revisar nombres de

tumbas. Yo no sé cuál es esa manía de intranquilizar a los finados.

– ¿Cómo usted sabe todo eso?

– Porque aquí en este paisito, no hay secretos. Créame, no hay secretos. Todo se

sabe, sólo es asunto de tiempo, paciencia y curiosidad. Y por lo visto, usted parece tener las

tres, ¿no? Recuérdelo. Además, le digo algo, los muertos saben mucho, pero también hay
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muchos vivos que callan. A esos también los conocemos bien. Uno de ellos escondido me

contó en una borrachera, que en 1969 cuando a Torrijos le dieron un golpe, aprovechando

que estaba en México, el que estaba detrás no era otro que el famoso Tachito Somoza de

Nicaragua. Parece que hasta puso dinero para que lo tumbaran, porque esos dos se odiaban.

Pero, el destino es raro, y uno nunca debe escupir para arriba. Tarde o temprano, los

muertos salen y cuentan sus verdades. Resulta que quien se vengó fue el General cuando

ayudó en 1979 a derrocar al dictador nica. De aquí salieron muchachos jóvenes a tumbarlo.

Bueno, como ha oído, aquí todo se sabe. Somos un pañuelo. Si usted tiene la paciencia

necesaria, dará con su capitán Alexis. Se lo aseguro.

– ¿Cómo doy con usted si vengo por acá de nuevo?

–Pregunte allá, en la tienda del chinito en la esquina, por la Negra Isidora. Ellos

saben decirle por dónde ando.– Los gritos se fueron mudando poco a poco a las calles

aledañas y Oscar estimó que era tiempo de volver a su trabajo en el hotel. La mujer se va

caminando con su paso cojo, como un viejo cangrejo cansado que regresa al mar. Va

cantando un pregón que llega a todos y que forma parte de la vida cotidiana en ese lugar:

“la suerte es loca, loca, loca; y a cualquiera le toca, toca”. Oscar saca la mano para tomar un

taxi y se detienen tres, pero se monta en uno que parece estar esperándolo.

–Lléveme al Hotel El Panamá, por favor.

Mira atrás para no olvidar nunca lo que acaba de vivir: un cementerio lleno de

tesoros y misterios, una vendedora que le acaba de enseñar la mejor lección que puede

darse en un día, información de una tumba que parece vacía, que bien podría ser el fin de la

investigación del chileno; y algo de una historia local viviente que le empieza a sonar

exótica, pero valiosa al mismo tiempo, y por tanto, atractiva. Mientras va en el auto
141

amarillo, ve hipnotizado los colores brillantes de los buses Diablos Rojos, escucha ruidos

de la gente que le resultan novedosos, pero sigue con Bethel en su cabeza. Sabe que si no lo

encuentra en persona, al menos tendrá que dar con un documento que pareció portar

siempre consigo, una especie de diario donde compilaba sus memorias, historias, sus

testimonios, con otras fantásticas, a manera de colección y que prometió dejarlo en manos

de líderes de la izquierda de su país. Esto lo supo por una entrevista que realizó a uno de

sus amigos, preso en Brasil, el famoso Comandante Ramiro, como le gusta que lo llamen.

Va meditando en el auto y toma una decisión. Tratará de saber algo del diario de CAB.

Según los contactos de su amante Yaffit Sacs, ese documento debe estar en manos de los

grupos extremos de la izquierda local. Pero de los viejos. Quizás los del FER 29 o los

Guaicuchos sepan algo de ello. Revisa en su libreta, busca los nombres de algunos

contactos. Mientras el calor de mediodía parece estar en su tope máximo. El auto no tiene

aire acondicionado. El conductor lleva una música retumbante que lo mantiene muy

incómodo. Su tensión parece aumentar en la medida en que el chofer se va colando

imprudentemente entre autos. Frena y acelera. Frena y acelera. Esto lo va poniendo de

malhumor, pues no entiende esa manera desordenada de conducir. Prefiere cambiar de

rumbo. En medio del escándalo que lleva el conductor con su música del Bronx, Oscar le

habla y el hombre no le escucha. Le toca el hombro. El taxista baja un poco el volumen de

aquella pieza de reggae, de la cual Oscar no puede evitar la idea que se trata de música de

pandilleros tatuados y asaltantes de baja calaña. Lo mira por el retrovisor.

– Disculpe, pero prefiero ir a otra dirección.

– ¿Cuál?

–Lléveme a la Universidad de Panamá, a la Facultad de Humanidades.


142

El taxista le lanza una mirada de desagrado, mientras chupa un palillo de dientes, da

un súbito giro prohibido en U y se dispone a llevarlo a las puertas de la Facultad. Sube otra

vez el volumen de su fiesta privada. Klinsman se siente viajando en un ruidoso museo. No

sólo es el escándalo, sino unas vibraciones intensas que hacen mover cada pieza del taxi. El

auto lleva por dentro todo tipo de adornos baratos. Cuelgan zapatos de niño recién nacido,

hay fotos de artistas con lentes oscuros, que de no ser porque se había ilustrado antes de

llegar al país sobre costumbres y modas, juraría que eran imágenes de los delincuentes más

buscados de Nueva York, El cinturón de seguridad del conductor está roto, no funciona, sin

embargo, lo carga encima para engañar a los agentes del tránsito. Cada vez que suena la

bocina del auto, lo cual hace con una frecuencia innecesaria, le parece que es un tren en

emergencias que grita desesperado. Ese chillido incómodo le penetra los oídos. Además, un

olor a Pachulí se le ha impregnado en la ropa, y hasta cree saborearlo. Ese aroma penetrante

que le recuerda a Yardena, la gitana de la buena suerte del Mercado Central de Santiago,

sale de una botellita ámbar que está pegada a la tapicería delantera del auto. Su piel ya

huele a las esencias que la adivina de Chile suele esparcir en su local para alejar a los malos

espíritus. No sabe cómo hace el conductor para ver con claridad hacia dónde se dirige, pues

el vidrio frontal del auto tiene dos bandas de papel ahumado muy oscuro que tan sólo le

dejan una estrecha franja. Oscar cree estar en una cueva de piratas cargada de baratijas y

tesoros falsos en algún rincón caluroso de Jamaica en el siglo XIX. Tras unos pocos

minutos el conductor para de golpe y le señala la entrada de la Facultad de Humanidades.

– ¿Cuánto le debo?– pregunta con inocente ingenuidad el chileno.

– Son veinte palos– le dice el conductor sin mirarlo si siquiera. El chileno sabe que

se trata de varias veces la tarifa, pero no tiene humor ni estómago para lidiar con ese
143

individuo de aspecto malévolo y gustos de pandillero. Sin más, le extiende un billete de

veinte. El hombre se sonríe con malicia –le brilla un colmillo dorado que le da un aspecto

macabro– le desea buenas tardes y le extiende su tarjeta de conductor.

–Llámeme cuando necesite transporte. Yo lo atenderé a cualquier hora.– Las

vibraciones y el ruido se alejan entre los autos. Oscar siente un alivio que no sabe explicar.

Camina hacia la Facultad de Humanidades. No se da cuenta de que el taxista hábilmente

logra estacionarse cerca, apagar el vehículo y seguirle los pasos. Saca un celular de la

guantera. Reporta el asunto: "el pájaro en su nido, comando"–. Cierra la llamada.

Se acerca a la Facultad, en ella también está la Escuela de Sociología, lugar

predilecto para la reunión y momentos de ocio de la dirigencia del FER 29, del PAT y del

BPU. La edificación habla por sí misma. Es algo vieja, descuidada, colmada de mensajes

revolucionarios, la mayoría anacrónicos, pero los estudiantes la conocen así, como el

edificio viejo de Humanidades del Campus Octavio Méndez Pereira. Klinsman llega al

Paraninfo. Sabe por referencias que este es un lugar clave, en él se realizan reuniones y

mítines políticos. Para el chileno, deambular por allí es una gira cultural. Va en medio de la

algarabía de muchachos jóvenes que, cargados de libros y cuadernos, hablan y alborotan en

un idioma casi universal de los sitios donde se imparten clases de historia, filosofía,

sociología e idiomas. Hay ventas de libros usados, una librería algo incompleta, pero con

precios muy razonables. Se acerca a una fotocopiadora donde un joven lee un libro que

conoció muchos años atrás: Diario del Ché en Bolivia. Incluso le parece que se trata de la

versión que leyera él mismo, de la Editorial Legasa de 1994. Se le queda mirando al

muchacho. Le cuenta en tono muy calmado, casi reflexivo, sobre la muerte del argentino.
144

– Cuando lo leí, me pasé varios meses meditando sobre ese hombre y su soledad, su

sueño de justicia, traté de entender el camino que tomó, quizás sabiendo que iba rumbo a la

tumba. Espero no prejuiciarte con el libro, ya que es un legado, una enseñanza que todos

deben leer y comprender. Pero lo veo anacrónico– el chico lo mira algo sorprendido.

– Señor, no me deprime saber que el camarada Ché murió de la manera que lo

mataron, por el contrario, creo que su ejemplo inmortal perdura a través del tiempo y su

claro pensamiento libertario está más vigente que nunca. Si no, mire a su alrededor y verá

que nada ha cambiado, los mercaderes del templo haciendo sus negocios despiadados. La

burguesía panameña sigue aprovechándose de los pobres, de nuestros hermanos humildes y

no se ve que los gobiernos lo vayan a cambiar, porque ellos mismos son los aristócratas que

mandan. Nos regalan pan y circo, y el pobre lo acepta, porque no le queda de otra forma.

Nosotros aquí en la universidad del pueblo, orgullo de nuestra nación, somos al menos una

vanguardia de un movimiento que pretende cambiar ese orden, sacar del horizonte a esa

burguesía ladrona que se roba nuestros recursos, que mata a nuestra gente. Eso debe

cambiar. El Ché lo tenía muy claro. Por esa idea, murió. Acá lo que necesitamos es levantar

la conciencia dormida de la gente, cambiar con una revolución originaria, esta situación

denigrante.

– Genau, pero, la Panamá de 2010 no es la de Cuba de 1958, ni la de Bolivia de

1967. Ni el mundo es el mismo. Hay interrelaciones que deben ser incluidas en el debate. Y

en eso hay que tener cuidado porque se podría equivocar el análisis político, y llegar a

conclusiones erradas. Cada país tiene su realidad, su historia. La de Panamá está

fuertemente vinculada a la presencia extranjera, quizás por el comercio o por aquello que

ustedes llaman "una sociedad de servicios". La situación indígena de aquí no es la


145

boliviana, la estructura social y productiva está muy bien diferenciada, casi que se podría

afirmar que hay restos de una sociedad de finqueros y terratenientes mezclada con los

nuevos ricos que dejaron los comercios lícitos y los ilícitos de las últimas décadas,

incluyendo la dictadura militar– el muchacho se quedó esta vez algo meditabundo. Antes

de continuar con el debate espontáneo con alguien que al parecer sabía no sólo de política,

sino de historia, quiso auscultarlo en detalles. Lo observó con la lentitud que requería,

como grabando su descripción. Klinsman no se incomodó por ello. Lo esperaba. El chico se

preguntaba si sería un nuevo docente. Vio que el chileno iba vestido muy deportivo, con

zapatos de cuero de buena marca, con una camisa holgada y clara, unos lentes de aros

redondos que le recordaron los de Lennon. Su mirada era intensa sin pretenderlo, pero en

ella había un haz brillante difícil de ignorar, algo atrayente como podría ser la sabiduría o la

armonía. Si fuese un nuevo docente, le habría gustado participar en su clase, para debatir

abiertamente de los conceptos filosóficos que enmarcaban su vida. Antes de que el

muchacho terminase su diagnóstico, Oscar le suelta una pregunta directa.

– ¿Sabes dónde puedo conseguir a Lisandro Martínez del FER?– El muchacho

señala con el brazo hacia una aula descolorida bajo unas escaleras.
146

El investigador comienza con lo más simple, una búsqueda en internet. Primero

busca a CAB como si estuviese vivo, luego como difunto. Para ello dio con una página web

dedicada a localizar difuntos, No encuentra pistas a seguir. Después trata de obtener

información de amigos suyos en otros países. De acuerdo a sus fuentes, es posible que

Bethel hubiese fallecido y estuviera enterrado en el Cementerio Amador. Pero, tendría que

ordenar la apertura de la tumba y legalmente es un proceso largo, tedioso, con pocas

probabilidades de éxito. Recuerda que la Fundación que lo contrató, no quiere equívocos ni

escándalos. Por el contrario, quiere una investigación minuciosa sin prensa ni titulares.

Nada que alerte o perturbe al gobierno extranjero. Nada parecido a polémicas públicas, y él

sabe que ordenar la apertura de esa tumba podría causar problemas. También sabe que

llegado el momento, el gobierno de Piñera podría presionar al panameño para que se

realizara la exhumación. Por eso, ahora no le preocupa el asunto. Por sus informantes

panameños referidos por Yaffit, el cáncer pudo ser la razón de su muerte. Dicen que de

acuerdo a información del Hospital Oncológico, se sabe que se sometió en 2001 a

quimioterapia, pero intuye también que Taxi CAB debe ser experto en desaparecer y

escabullirse sin dejar huellas, no en vano los gobiernos nunca lo apresaron. Quizás la tumba

no sea más que un buen truco para despistar.


147

Tras otro día de subir y bajar escaleras, tratando de encontrar más contactos de los

que Yaffit le recomendara, Oscar llega agotado al hotel. El clima tropical le afecta, está

sudado a pesar de no haber realizado grandes esfuerzos físicos. Suele movilizarse en taxis y

cada vez que lo hace, le resulta una experiencia sociológica diferente. Aprovecha esos

instantes para indagar a la gente, conocer sus opiniones y con ello, entender la cultura local.

Entre otras personas a las cuales recuerda, se encuentra un conductor de origen campesino,

probablemente acostumbrado a lidiar con vacas terneros, caballos, quizás con siembras y

productos del campo. Le costaba entenderlo por su acento regional.

– Buenas tardes, por favor ¿me lleva al hotel El Panamá?

– ¿Cómo no? míster, siéntese– bajó un poco el volumen del equipo de sonido, el

cual tenía una cumbia panameña de corte popular. Tras algunas demoras en las calles

debido a desvíos por reparaciones, el taxista empezó la conversación.

– Hombre, estas calles están saturadas de carros. Ya no es como antes, fíjese que

para que haga un día bueno, cada vez debo levantarme más temprano y llegar a casa más

tarde. Yo tengo cinco chiquillos, el más grande de catorce. A esos pelaos los he educado

como me enseñaron a mí. Los tengo amenazados, el que me venga con vainas de vicios y

drogas, se larga de la casa. Y que no me venga a pedir ayuda, ¡porque no se la doy, carajo!

Así es como me enseñó mi viejo allá en Cañitas, y aquí me ve, peleando para vivir.

¿Disculpe, señor, de dónde viene?

– Soy chileno.

–Ah, ya me parecía que no era de por aquí. Pensé que era venezolano, porque ahora

hay muchos de esos señores por Panamá. Parece que el tal Chávez los está botando. ¿Será
148

verdad eso?– el taxista tendría unos sesenta años y era buen candidato para que Oscar le

preguntara de los años ochenta, sobre aquellos militares voluntarios que formó la dictadura.

–Pucha, lo que ocurre en Venezuela está obligando a muchos a emigrar. No todos

los que se van son enemigos de ese gobierno, la inseguridad allá es muy alta y al parecer...

–Alta, alta es aquí. Mire cuantos taxistas van asesinados este año. Eso es de miedo

le digo. Esa vaina de las pandillas de pelaos de no más de catorce años está jodiendo este

país. Si fuera en la época de Robles, se habría acabado. ¿Sabe quién fue Robles?– el

chileno niega con la cabeza dado que el conductor no ha dejado de llevar la conversación a

través del espejo retrovisor.

–Marcos rifle le llamaban. Ese hombre mandaba a dispararles a los maleantes

primero y que preguntaran después. Así fue que la Guardia Nacional controló la situación,

porque eso estaba que no se aguantaba, le digo.

– ¿Con Torrijos fue igual?

– Con el General Torrijos la vaina fue variable. Al principio yo no estuve de

acuerdo que tumbaran al Presidente Arias. Ese hombre sí ayudaba al pobre, pero nunca lo

dejaban terminar sus gobiernos. Pero después de eliminar a sus adversarios, el general

como que enderezó el rumbo. Empezó a ir donde la gente humilde, así como uno pues, y

los ricos empezaron a respetarlo. Eso sí, hubo mucho muerto en esos días. El General

mandó a desaparecer a todos los que se le oponían. Mucha cárcel, mucho exiliado. Buena

gente fue expulsada del país, y yo creo que eso no está bien. Después vino Noriega, pero

ese sí que fue un zángano. Dice la gente que él fue el que mandó a tumbar la avioneta del

General. Mire un compadre mío que también maneja taxi en Tocumen, vio con sus propios

ojos cuando en una ocasión bajaron un ataúd que venía de Medellín por Avianca. ¿Y qué
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cree? Como venía para la Presidencia, a nombre de Manuel Antonio Noriega, el hombre

pidió desde el Cuartel central que abrieran eso y su gente lo abrió para ver qué vaina era.

Adentro venía un letrero que decía "el próximo eres tú", firmaba un grupo que se llamaba

"Extraditables". Ese hombre se emberracó, le digo.

– ¿Extraditables? ¿Serían "Los Pepes"?

– Bueno, no sé. La vaina es que fueron unos de allá– Oscar se queda pensativo. Cree

que es mejor no insistir con algún tema político, pues sin duda, el taxista es poco objetivo.

Aunque por no dejar, pregunta de todas formas.

– ¿Conoce a un hombre llamado Capitán Bethel?– el taxista bajó la vista hacia la

calle, estacionó el auto. Se dio vuelta, con rostro serio ignorando la pregunta le dijo: –Ahí

está El Panamá, son tres balboas–. El chileno comprendió que la conversación había

terminado.

Lunes. 5 de julio 2010. Días más tarde realiza una visita a la Directora del Registro

Civil, oficina encargada de la cedulación de las personas. Le muestra algunos documentos

de su país que lo acreditan como un investigador internacional que requiere cooperación de

autoridades extranjeras. También le entrega una solicitud de información muy simple. El

despacho de la directora le incomoda un poco. Está en el piso superior a la planta en la cual

se solicitan y se entregan documentos, y la impresión que le causa es la que tuvo la primera

vez que, siendo un niño y de la mano de su padre, visitó el Mercado Central de Santiago.

En aquella ocasión el movimiento de gente y productos lo saturó. Cajas iban y venían

cargadas de todo tipo de alimentos, de artículos. Los olores variaban de verduras muy

frescas, con sus hojas húmedas, frutas rebosantes de sabores, melocotones, peras de varios
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tipos, las de agua, muy delicadas y a punto de deshacerse en las manos, las paltas, los

membrillos duros y difíciles, tomates, y tantos otros productos de la tierra; hasta los

llegados del mar, de océanos solitarios con olas gigantes capaces de tragarse barcos enteros,

almejas, locos, erizos, algas con sus fuentes de yodo rojizo, y el aire salobre de un mundo

sumergido lleno de historias adormecidas por el frío viento del sur. Pero, ante todo, el caos.

Los gritos de los anunciantes, y los piropos a las damas con sus cestas. Desde esa época,

mucho ha transcurrido. Por primera vez en tantos años, las oficinas de cedulación en

Panamá, le recuerdan aquel desorden de una entropía galopante. Lleva varios minutos

sentado esperando que la Directora termine de auscultar sus documentos, pero las

interrupciones de las empleadas subalternas y los llamados del teléfono prometían hacer de

esa simple acción, un proceso lerdo.

–Discúlpeme nuevamente– le dice con frecuencia al chileno, quien con una

resignación bien lograda, tan sólo espera explicarle cuán importante es obtener información

clave para determinar si CAB está aún vivo, si ha renovado su cédula de identidad, si ha

votado en las elecciones más recientes, y por supuesto, tratar de ubicar su domicilio, o el de

familiares. Antes de salir de Chile, movió sus influencias para que la Cancillería le ayudara

un poco con su contraparte panameña. Esta será la primera de varias visitas a oficinas

gubernamentales. Junto a su tarjeta de abogado, tiene doblado un billete de cien.

De abajo, como si subiera un vaho de una caverna profunda, cada tanto llega un

vapor cálido acompañado de sonidos de niños llorando mientras esperan sus turnos para ser

inscritos en la sección de nacimientos, quejas de algunos deudos esperando certificaciones

de familiares que ya no están, parejas que tomadas de la mano sufren la espera para

legalizar sus situaciones matrimoniales, algunos extranjeros, la mayoría chinos, que buscan
151

información para naturalizarse y muchas madres con sus niños solicitando constancias para

poder matricularlos en las escuelas. En la acera, desde donde Oscar está es posible verlo,

hay todo tipo de gestores, quienes a bajos precios logran orientar a los perdidos, sacar

fotocopias en blanco y negro, vender timbres fiscales, lavar los autos con un trapito sucio,

mientras sus dueños están atorados en alguna oficina.

– ¿Crisol de Razas? ¿El operativo? Sí, señor ministro, ya estamos coordinando con

la Directora de Migración. Eso estará listo en la fecha prevista. Descuide, estamos

trabajando en eso– decía en voz muy alta la Directora, mientras atendía el teléfono.

Simultáneamente revisa el expediente de un panameño quien vivió ochenta años fuera del

país y quiere obtener su cédula. Una media firma en la solicitud es suficiente señal para que

una empleada, que está parada al lado de su escritorio, recoja el expediente, y sea seguida

por un grupito de ancianos con acento colombiano hacia la sala de fotos.

– No olvide señor Ministro, el Encuentro CLARCIEV en México en octubre.

Recuerde que debo enviar la solicitud con tiempo suficiente, y el trámite de los viáticos. Sin

eso, Usted sabe que no hay viaje– acentúa la funcionaria. El chileno sigue esperando

mientras mira las paredes algo deterioradas de la oficina. Un aire acondicionado mantiene

flotando unas hilachas de polvo que parecen salidas de alguna película de horror. Los altos

ventanales permiten a la directora ver el desempeño de los funcionarios de la planta baja.

Su escritorio colmado de papeles, parece salido de una oficina kafkiana. Él está seguro que

solo la directora tiene conocimiento de dónde y cómo encontrar algún documento en

particular. La sigla mencionada, CLARCIEV, le resulta conocida. Al llegar al hotel revisará

si se trata de la organización que él cree. De ser así, la directora podría ayudar aún más de

lo esperado. Un nombre de una oficina le llamó la atención al subir: Plan Piloto de


152

Digitalización. Si estaba en lo correcto, esa oficina estaría montando una base de datos

digital para manejar los nuevos nacimientos y defunciones. Se preguntaba si tendrían

oportunidad de hacer búsquedas selectivas con varios parámetros. Siempre pensando en su

objetivo básico, Taxi CAB. Parecía obvio que este edificio sería visitado por él algunas

veces más.

–En principio, Doctor Klinsman, dígame cómo podemos ayudarle. Me han hecho

saber desde la Cancillería, de su necesidad, pero aunque le quiero ayudar, debe ser un poco

más explícito, más preciso. Tan solo veo dos nombres y usted quiere que le dé información

de ambos, ¿es así? De todas formas, le parecerá razonable que haga algunas consultas con

nuestro departamento legal. Como ve, aquí hay mucha información de todo tipo y tan sólo

queremos estar seguros que la entregaremos de manera responsable a quien ha autorizado el

gobierno chileno. Es probable que tengamos que cursar una nota adicional a la cancillería

otra vez. Le pido que regrese en unos catorce días hábiles o llámenos a ver si hay respuesta

antes. Yo misma le atenderé. Ahh…y bienvenido a nuestro país.

–Genau. Por cierto, lo que me dijo es lo que necesito. Me refiero a los dos nombres.

No se preocupe, entiendo lo de las consultas. Sin embargo, le pido premura y

confidencialidad– se despidió de forma cordial de la funcionaria, la cual atendió una nueva

llamada, en la cual se requería que revisase otro documento de los tantos que erizaban su

escritorio.

Al salir, se llevó la impresión de que el tiempo había transcurrido de una manera

diferente adentro. Tenía la sensación de haber viajado a otro lugar, que al cerrar la puerta

principal, un mundo de una vida autónoma, entrópica, que tenía un pulso propio, estaba con
153

su desorden, funcionando y dando respuestas que la gente aceptaba. En el fondo, admiraba

cómo aquellos empleados podían laborar en ese entorno de caos, y al mismo tiempo,

resolver asuntos fundamentales. Su vida profesional estaba llena de absurdos e impresiones

intensas que debía, por ética, callar para siempre. Ese mundo de papeles le parecía un

mundo irreal, y al mismo tiempo, tangible de la realidad de Panamá. Algo así como un

mundo de fantasías extraído de una novela de Kafka. Esa idea le había llegado pocas veces

a su cabeza. Una de ellas, y mucho tiempo atrás, fue durante un caso de secuestro de un alto

funcionario, al cual debió entrevistar y tomar declaraciones en un relleno sanitario, lugar

donde lo habían dejado amarrado sus captores. Por norma, debía tomar los datos en el lugar

donde estaba el secuestrado. La idea de haber ido a otro planeta o a un destino muy

distante, le dio vueltas por su mente mientras estuvo allí. Esto lo perturbaba un poco, pues

tenía que hacer esfuerzos adicionales para no perder la concentración del caso. Mientras, a

su alrededor, maquinarias moviendo toneladas de objetos, restos de toda índole, algunos

hasta en buen estado, otros putrefactos, aves desesperadas peleando residuos, y una masa de

hombres y mujeres buscando la oportunidad de extraer lo que la máquina no puede enterrar.

Casi unos seres de otro planeta, y él vestido de oficina, tomando datos e informaciones en

ese universo paralelo, que además era insoportablemente hediondo.

Unos metros lejos del edificio del Registro Civil, al salir a la avenida Perú, siente

renacer el trópico con su calor, humedad constante y su desorden ascendente. Decide irse

otra vez a su hotel a poner en orden su estrategia y su cabeza. Además, lo piensa hacer bajo

un ambiente de al menos 22 grados centígrados, y no los 34 que lo mantienen agotado.

Anotó en su agenda de bolsillo, el nombre y datos de esta singular oficina de gobierno.


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Lo sorprende el contraste entre colores y olores, que incluso, llegan a saturarlo. Ve

un autobús pintado con el rostro y cuerpo sensual de Jennifer López en la puerta trasera y

en la defensa una frase que dice: “Amigo, tu mujer nos engaña”. Le causa gracia y decide

tomar nota de semejante ocurrencia. Además, ve otros. Le parece una curiosidad que podría

ser una nueva forma de arte urbano. Hay frases e imágenes coleccionables: “Sufran en

silencio”, “Cholo is back”, "Las reglas las pongo yo", "Bajo el amparo de Dios", "El que se

apura, poco dura", "Maldito ignorante", "The Leyend" es Most wanted, "Educando a la

competencia", "Chúpate éste", "Parkeando donde los demás no pueden", "Yo no tengo

amigos", "Ahora vengo yo", “Sólo Dios perdona”, "De la abundancia del corazón habla la

boca", "Te da dolor que sea el mejor", “Chequera mata galán”, "Hambre de perros", "El

respeto no se compra, se gana" y "Pa´que sean serios y se organicen”.

Empieza a comprender mejor a Yaffit cuando le contaba que su vida era un “arcoiris

de irrealidades en la ciudad más caribeña y calurosa del Pacífico centroamericano”. Esas

palabras no tenían sentido hasta tanto bajó del avión en Tocumen y empezó a respirar esa

fantasía que ronda la realidad en el trópico y que se convierte en la esencia de los días.

Después llega otro bus loco conducido por un loco, frenando de golpe y acelerando, que

con gran escándalo se estaciona en medio de la avenida y en forma paralela al primero, casi

en la mitad de la calle. Algunos conductores detrás inician una algarabía de bocinas de

barcos o trenes, ruidos y palabras grotescas que tan solo logran en el conductor del bus, que

mire por el retrovisor que tiene a su izquierda, y con un rictus de no me importa, seguir

dando instrucciones a los pasajeros: Córranse para atrás que hay puesto... Lo maneja un

hombre flaco, moreno con unas trenzas largas como la de los Rastafaris, con dos aretes que

brillan a lo lejos, al igual que un colmillo de oro. Deja bajar a los pasajeros por la puerta
155

delantera, la de atrás, la de emergencias, la tiene cerrada con soldadura por fuera para evitar

que los vivos se monten sin pagar. Esta tiene una foto vieja y desteñida de Rocky Stallone

que dice: “Sufre la envidia, que yo voy con Dios”. Oscar se promete montarse en uno de

esos aparatos que llaman con acierto, los diablos rojos, pero no hoy. Da vueltas y toma un

taxi. Le espera mucho trabajo en el hotel.

–Yaffit, mi amor. Te llama tu media naranja exprimida– le dice con voz romántica

de niño bueno. De fondo escucha un bolero que ya conoce de tanto oírselo a Yaffit: En un

beso la vida. Hasta reconoce que es la versión de Yordano, el cantante venezolano de

familia italiana. En un beso la vida, y en tus brazos la muerte, me sentenció el destino, y

sin embargo prefiero verte. La imagina como es ella, bailando y cantando como si fuese un

momento definitivo, como si la vida se le escapara en esos segundos en los cuales baila y

canta. Lo hace sola, apretada, sensual. Se mueve con una cadencia que él, no solo no

maneja, sino que admira y poco comprende. Ella termina casi llorando luego de escucharla

no menos de cinco veces seguidas. En esos instantes no interviene, sabe que no debe y que

además, sería absurdo. En la duración de ese espectáculo, no existe. Tan solo se sienta a

verla. Ese baile, esa canción no es suya, le pertenece a ella y a su pasado, del cual, por

cierto poco o nada sabe.

Si el eco de esta pena te conmueve, hará que cure mi mal de ausencia,

verás que el pesimismo que me envuelve será alegría para los dos.

En el auricular y por algunos segundos, el pasado vuelve a ser un tercero. Esta vez, para su

fortuna, ella lo considera y le habla pronto, sin dar espacio a la tristeza, ni a la reflexión. No
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está triste, por el contrario, la siente contenta. Cuando quiere estar melancólica usa las

versiones originales de los boleros o de las canciones en general. Sabe que si es Yordano,

no hay de qué preocuparse, si fuese Orlando Contreras (ahora lo sabe), sería distinto.

–Oscar, dame un minuto para bajar la música– le dice con obvio interés. Él nunca ha

terminado de entender ese asunto de los boleros y la tristeza tropical. Ese sentimiento es

profundo, lo sabe. No ha querido indagar, ni hurgar mucho, pues intuye que podría ser

peligroso. Esa es una zona oscura donde sabe que Yaffit no estaría dispuesta a transar o

negociar algo que no sea su silencio. Quizás sea un poco lo que le ocurre a él cuando

escucha las viejas piezas de rock inglés que alguna vez colocó múltiples veces en el equipo

de sonido de su BMW, cuando asistía a la universidad.

Ella regresa al teléfono. Hay silencio detrás.

– Dime, ahora si te oigo bien.

– Pues nada mi amor, que te quería oír.

– Yo también. ¿Sabes?, te extraño un montón, aunque aquí entre tus cosas, es como si

estuvieras presente. Tu olor está conmigo. Te huelo en tu ropa, en tus libros. Tus muebles.

Estás ausente, pero te siento de alguna manera– un silencio se entromete en su

conversación, y ella nuevamente la retoma con una pregunta tangencial– ¿Cómo te ha ido

en la investigación?

– Bien– elude lo relativo a su gestión en la oficina gubernamental– pero quiero que

sepas que te extraño mucho, y quisiera llenar mis ropas, mis espacios, mi tiempo, y pasarlo

allí, contigo. Sin más, que disfrutándonos. Te envío un cálido beso. Y te dejo por ahora,

porque estoy muerto. Necesito un trago y dormir un poco. Luego me levantaré a trabajar.

– ¿Qué te sorprendió de Panamá hoy?


157

– Córranse para atrás, que hay puesto...le dice Oscar.

– ¡Ay, no! Oscar. ¿No me digas que te montaste en un Diablo Rojo? Eres un loco.

– Tú loco…Chau amor. Te llamaré de nuevo mañana.

Cierra la llamada. Se queda de pie, pensando y pensando. Esta vez la imagina en su

apartamento en Viña. El mismo lugar desde el cual suele ver el horizonte. Sabe que estará

fisgoneando en su vida, en sus artículos, en sus recuerdos. Incluso en aquellos que están

empapados de otros amores. Eso lo inquieta. No está acostumbrado a que lo revisen, y no

se imagina dando razones de su pasado. Sabe que en su casa, donde impera el orden y el

buen gusto, hay tesoros de sus mujeres. Se ve con un trago en la mano pidiéndole a Yaffit,

que no intente preguntarle de sus novias. Y aun en ese sueño, se ve así mismo, recordando.

Desde su balcón, es un marinero de muchos mares. Allí tiene un pequeño bar. Abre una

refrigeradora. Toma una botella de whisky que guarda para ocasiones especiales, y que

mantiene fría como una promesa de que su calidad no se verá alterada. Se sienta en el

cómodo sofá que también mira solitario a lo lejos. Tres cubitos de hielo golpean entre sí,

tintineando. El aroma del whisky le recuerda un Pub donde pasara una noche con unas

amigas en Belfast. También sabe del vacío a la mañana siguiente, cuando se escapa

silencioso de aquella experiencia que le robó parte de su alma. Le ocurrió varias veces. La

noche, sus cómplices, el tacto, y al otro día, el desconocimiento de lo realizado, la duda,

Por último, el odiado vacío. Ese hueco que deja el no reconocer lo actuado. No quiere

llamarlo arrepentimiento, porque le empieza a carcomer la conciencia.


158

Mira el horizonte, siempre el mar, el océano sanador de sus frustraciones. Desde el

sofá viaja en los trenes de olas que parecen siempre venir. Pero, él se quiere ir. Desea

embarcarse en un crucero sin destino, y volver como esas olas grises, callado, anónimo,

dejando atrás amores frustrados, noches de sexo excesivo, llenas de sensaciones. Pero de

vacíos como el de ahora. Quiere volver desde lejos a sus costas. Saborear las de Viña del

Mar. Traer la sabiduría de destinos distantes, quedarse en las frías playas de su Chile natal.

De eso quiso hablar esa vez con las irlandesas, pero no encontró palabras. Ellas saturadas

de whisky legítimo, y de frustraciones, dormían finalmente. En particular Aileen, con quien

tuviese más contacto. La colorina, la pelirroja, por quien habría renunciado a tanto…Del

mismo modo, cree no haber entendido algo que le dijera ella en la madrugada. Tras la

batalla del amor, ella fumando triste mencionó unas frases sobre el orgullo de ser lo que es,

de los abuelos de sus abuelos. De jamás migrar porque… se pertenece a la tierra de los

viejos, pero de la ansiedad de vivir otra vida. Le murmulló con firmeza, como un credo, del

carácter protestante. De la violencia que asfixia, de la impotencia de sentirse en una cárcel

fría, lluviosa, como lo es Belfast, una ciudad sin mañana. Luego calló. Se recostó sobre él.

La sintió distante. Tan lejana como Viña y su infancia. Como ahora siente a su Yaffit.
159

Capítulo IV

SUEÑOS, SUEÑOS SON


160

El mar de su sueño, lo lleva a la adolescencia. A la Academia. A los fríos pasillos de la casa

de la tía Geraldine Klinsman, quien vivía en una enorme construcción en la calle dieciocho,

cerca de La Alameda, donde de vez en vez, compartía la once con su amiga Carmen

Valdés, una mujer aristócrata de mucha clase. Este año, la primera nevada en Santiago me

atrapa caminando a casa. Salgo de clases usualmente a las cinco de la tarde, pero a los trece

años, las calles son un universo de posibilidades. Son las seis y aun ando deambulando las

amplias aceras del centro de la ciudad. Me distraigo mirando las ventanas francesas de las

casas de la calle Sazié. A pesar de que puedo tomar la micro, decido caminar con pausas,

sin prisa alguna, disfrutando todo lo que me ocurre. Mientras camino, llevo el cuento en la

cabeza. La profesora Claudia Lambroglia me felicita por mi trabajo de literatura chilena. El

texto que le entrego tiene sabor a tristeza, a dolor, y es lo que ella quiere, que le

reproduzcamos las miserias que sentimos a través de una historia propia. Una ficción que

parte de la lectura larga y difícil de Hijo de Ladrón de Manuel Rojas. Es la segunda ocasión

en que obtengo un premio. Mis compañeros me ven con algo de envidia, ella felicita con

sus gestos sobrios, que todos comprendemos. Lo hace de manera callada, casi silente.

Aunque cuando castiga, es implacable. Como siempre, viste de negro. Nunca pregunto más

de lo que me quieran decir, y no se me ha dado por enterarme si es por viudez o costumbre,

o quien sabe por qué se encierra en la oscuridad. Con ese manto delicado, negro también, y

su nariz aguileña, la profe Claudia, se parece a la imagen de Irene Papas, de la película

Zorba, el griego, quien surge de los claroscuros de un caserío griego. Una mujer reprimida

por otras, esa es Irene– Claudia. Con sus palabras escogidas, seleccionadas, nos habla de la

evolución de nuestras letras, de los Premios Nobel, de Neruda, de Nicanor Parra y sus

absurdas respuestas llenas de parábolas y sabidurías, de pequeñas novelitas intrascendentes


161

que despiertan al país, de Palomita blanca de Lafourcade, de tantos nombres y autores, que

se me escapan todos. Pero, la profe no sabe que en mis cuentos no hay ficción, sino la

simple repetición de hechos que me cuentan los arrieros del fundo de mi Tata. Por ello,

siento algo de fraudulencia en el reconocimiento que me hace. Me quedo callado, supongo

que es un asunto técnico también. No creo que los escritores imaginen todo lo que escriben,

debe haber algo de historia personal en sus textos. La acera me devuelve mi visión mientras

camino con las manos en los bolsillos. Una brisa leve levanta algo de polvos. El cielo se

oscurece. Va cayendo la tarde pesada, plomiza. Llegando a la esquina donde Juanito vende

vinos en garrafas, yogurts, y muchos artículos interesantes, empieza a caer la nieve. Al

principio, me alerto como todos, me refugio bajo un alero. Pero también oigo expresiones

de asombro, de alegría. La nieve es fría, aunque trae calidez y sorpresas a la gente. Una

extraña alegría ronda mi cabeza. Me dejo empapar por esos pequeños trozos que se derriten

muy pronto. Me embarga una placidez total, como la que siento cuando veo el mar en Viña.

Klinsman sigue oteando el horizonte desde su apartamento. Su caminata un día que nevó en

Santiago muchos años atrás, le da vueltas, como la mirada de Claudia, la vecina que lo besó

por primera vez. Hoy su pasado está revuelto. Se le aparece hecho sombras, esquinas. Lo

sorprende como quien se toma un café, en el distante horizonte del océano Pacífico.

Klinsman despierta de su sueño de mar en el apartamento con Yaffit y se imagina en otro

sueño: su biblioteca en Santiago. Quizás sea una reflexión sobre ella y lo que les ocurre, lo

que busca y lo que encuentra en la vida, la razón de tanta fantasía. Una cosa conduce a otra.

Se acerca a sus libros. Siempre tiene algunos predilectos. Los mira. Extrae uno. Lo revisa
162

como si fuera a comprarlo en una vieja librería de la calle Huérfanos. Leer siempre le ha

conducido a buenos derroteros. Pero, hoy no quiere leer. Quiere tan solo tocarlos, verlos.

Con ello es suficiente para que sus recuerdos se aplaquen y lo dejen tranquilo un rato. Aun

así, se ve entrando al establo del fundo del Tata. Manchita espera con la montura puesta.

Sanabrio ya se la colocó. Lleva un casco guindando en su mano derecha, la fusta en la

izquierda y con sus botas de equitación, camina muy vertical, como le gusta al Tata. "Todo

un hombre ya…", le ha dicho varias veces a Mamá. Ella se ruboriza un poco, quizás porque

el abuelo tenga razón. Creo que en el fondo, quiere que mi madre me ubique en la carrera

militar. Mi viejo en su matemática rutina, no se da cuenta de estas escenas. Sigue leyendo

periódico, levanta la vista. No dice nada. El Tata y mi madre se ven con complicidad.

Parece que mi futuro está en sus manos. Así se me va el viejo de mi cabeza…leyendo El

Mercurio, y bajándolo de vez en cuando para supervisar que todo está en el mismo lugar.

De hecho, lo ha insinuado algunas veces, "…mientras todo esté bajo control, se hará lo que

decida tu madre."

Sigo caminando con determinación al encuentro de Manchita y las prácticas de

equitación de la semana. El viejo quiere que participe en alguna competencia pronto, dice

que ya es tiempo, que si no se hace así, se pierde el ímpetu. Melgar y Sanabrio se

confabulan para que todo me resulte fácil con Manchita. Pero, aparte de mi amistad con esa

yegua, no siento que deba hacer más que cabalgar y saltar de vez en cuando. Me gusta, lo

disfruto, es lo que más anhelo los fines de semana al salir del internado. Al llegar el viernes,

ya tengo preparado todo para salir.

El fundo está en Rancagua, y me toma algunas horas de viaje. Cuando llego, es

tarde, pero me quedan las horas de un sábado, lo que siempre es un escape. A veces, por
163

razones ajenas a mí, nos castigan en el internado, y debo quedarme el fin de semana

completo limpiando junto a los demás. Por ser buen alumno, siempre me eligen "defensor"

del grupo. La injusticia de esos castigos me causan furia, una rabia muchas veces

incontenida, pienso en lo libre que me siento cuando galopo por el campo, y lo opresivo de

mis aulas, los dormitorios, cuando nos castigan, y nos mantienen aprisionados durante los

sábados y domingos. El lunes temprano llegan los demás muy frescos, y nosotros,

agotados, cansados, aburridos del encierro, por alguna trastada de alguien.

– ¡Equilibrio, velocidad y gracia, equilibrio, velocidad y gracia, equilibrio,

velocidad y gracia…! –me repite mil veces Melgar. Melgar Penna, famoso por su tío, Julio

Félix Penna, una leyenda. ¡Equilibrio, velocidad y gracia, equilibrio, velocidad y gracia,

equilibrio, velocidad y gracia…! Todo el tiempo es igual. Si supiera que lo que quiero es

cabalgar, cabalgar, olvidarme de la elegancia y el donaire equino. Palmear el cuello de

Manchita y decirle que lo ha hecho bien, que nos compenetramos mucho. Ella sabe de mis

angustias. Yo creo saber lo que quiere. Una vez, quizás por un insecto molestándola, no se

sabe, al término de una práctica y yo siendo un pequeño, me lanzó por los aires. Caí en la

arena de la pista. No me golpeé, pero vi de cerca los cascos de la yegua mientras estuve

tirado al lado de sus patas, y eso sí me intimidó. No recuerdo bien los detalles, excepto los

cascos. Los cascos blancuzcos a una cuarta de mi cara. La arena en mi boca. Los gritos de

los arrieros. Melgar saltando la barda. Solo sé lo que me contaron los mozos, los arrieros

que veían la práctica. Melgar corrió como loco por primera vez. Siempre giraba

instrucciones desde el portón. Era un comandante desde allá, altivo, con su kepi dorado. Y

le resultaba. En esa oportunidad, voló a levantarme, se llevaron a la yegua, y empezó a

decirme que me calmara, aunque en efecto, yo estaba tranquilo. Que eso ocurría en algunos
164

caballos, que no era gran cosa. Lo veía nervioso, preocupado, como pocas veces. Creo que

tenía miedo de la reacción de mi abuelo.

Me tomó varios intentos montarme de nuevo en la cabalgadura. Fueron varias

semanas de espera. Me veía volando de nuevo a cada instrucción con las riendas. Con el

tiempo supe que el temperamento de los caballos es como el nuestro. Hay días en que no

queremos movernos, no queremos que nadie nos perturbe, tan solo deseamos tendernos en

la grama, ver el cielo y contar las nubes.

Klinsman sigue de pie al lado del teléfono. Yaffit ya colgó. En su cabeza, Viña, su infancia,

el Tata, el mar. Aunque agotado, quiere tenderse en la cama y dormir, dormir, y escaparse

de los pensamientos que lo acogotan. Quizás recuerde cómo contar nubes.


165

Con el tiempo el FPMR quedó reducido a unos cuantos obstinados. La democracia y

los eventos electorales les dieron legitimidad a los gobiernos posteriores a la era Pinochet.

Por esa razón, la vía armada quedó descartada por el grupo. Sin embargo, hay quienes aún,

en pleno 2010, no pueden llevar una vida normal, tranquila, debido a los años tormentosos

de militancia subversiva. Es por ello que los activistas del FPMR le siguen la huella a la

Fundación Pinochet. Desde aquel momento en que fueron informados de una solicitud que

formulara a la Presidente Bachelet, sobre abrir una investigación de oficio y un proceso

penal y civil contra los extranjeros que atentaron contra Pinochet en 1986, no han bajado la

guardia. Para ello, han empleado los recursos más insólitos que alguien pueda imaginar,

como ya es característico de las operaciones del Frente; no están exentos conductores de

autos oficiales, secretarias o incluso, personajes claves del sistema jurídico chileno. A

través de su red de informantes han hecho saber a sus colegas de Panamá, que hay interés

demandar al país, por la participación de un panameño en esa operación. Pero el Frente no

arriesga a su gente ni a sus camaradas centroamericanos, a los que les piden acciones de

bajo perfil, muy simples, solo información y seguimiento. Gracias a esa cautela extrema la

organización sobrevive en el tiempo. Los panameños les hacen saber de un investigador

que está dando vueltas por la ciudad, preguntando sobre los comandos nacionales que

pudieron participar en el atento de 1986, sobre un diario, que está dispuesto a comprar.

La izquierda panameña piensa que Klinsman es un agente del gobierno de Piñera, y

algunos incluso piensan que pertenece a la CIA. Saben de él gracias a informaciones vagas

que les ha llegado desde Santiago, por parte de agentes sobrevivientes del Frente. También

saben que revivir los años de la dictadura en busca de responsables, es un juego peligroso,

en especial, si la investigación la realiza la derecha. Así que desde allá piden prudencia con
166

lo que se le suministre al investigador. Incluso sugieren que la estrategia sea darle

información abundante, pero poco precisa, en otras palabras, satisfacer su necesidad de

datos verosímiles, que sean lo suficiente para que se marche con algo en las manos, pero

nada realmente comprometedor. Anda tras las huellas de los extranjeros que participaron de

acciones del FPMR, por ello no les cabe duda de que el viaje a Panamá del joven

investigador, tiene como propósito encontrar evidencias y rastros de Alexis Bethel, Taxi

CAB. No en vano los informantes del Frente han notificado que sus pesquisas de

información a través de los expedientes del atentado a Pinochet del 86, como Causa Rol N°

1.919–86 (Atentado a la Comitiva Presidencial) y del rescate de los frentistas de la CAS de

Santiago en 1996, así como entrevistas a algunos detenidos, se enfocan en el panameño.

Panamá. Sábado, 10 de julio 2010. Casi como una ceremonia, Oscar toma su teléfono

celular, se sienta en la cama, coloca una música a bajo volumen, cierra las cortinas y se

dispone a llamar a Yaffit a su casa. A esa hora espera encontrarla. Está llegando la noche.

Aún se siente el hastío de los conductores de vehículos atascados en largas filas en las

avenidas del centro de la ciudad. Un aguacero que duró una hora, se descargó con tal

intensidad, que colapsó los drenajes. Lo curioso para Oscar es que transcurrida la lluvia,

salió un sol esplendoroso que contrastaba con el azul del cielo. Está acostumbrado a otro

tipo de lluvias, una más constante, menos intensa, pero continua. Sigue sin comprender esta

parte del planeta donde lo maravilloso se asoma con la naturalidad de un nuevo día. Ha

leído sobre lo real maravilloso, sobre el realismo mágico, pero ahora lo vive a cuentagotas.
167

Disca el número de Yaffit y nadie responde. Lo intenta tres veces y nada. Decide

esperar. Enciende la televisión para enterarse de las noticias locales: El diputado Kafú rinde

ampliaciones sobre el escándalo de 2002 en el que se sobornó a legisladores. Todos lo

recuerdan con cientos de dólares en las manos denunciando la corrupción de la cual

también fue parte. Asegura que será reelecto. El gringo asesino Wild Bild convicto confeso,

no será llevado a la cárcel de Bocas, el norteamericano seguirá en David, donde prometió

buena conducta. Está acusado de asesinar y enterrar a cinco personas a las cuales despojó

de sus tierras. En declaraciones Bild aseguró que “…prefiere regresar a Bocas, ya que teme

que su esposa lo deje y se vaya con algún chiricano mientras están en el presidio, cosa que

no ocurriría en la isla, porque sabe que a ella no le gustan los negros...”. Tonosí, una nube

de insectos ataca las siembras de arroz. Se informa que las lluvias en esta región han sido

muy irregulares y se atribuye a la falta de fe de los agricultores, informó el Ministro. La

Alcaldía de Panamá entregará calcomanías en lugar de placas metálicas para los autos de la

capital, la razón de ello ha sido la escasez de dicho material como producto de las ventas

del metal reciclado a China. “De esta forma no se incentiva el robo” declaró un vocero. Se

cumplen diez años desde que el perro norteamericano Eagle, quien laboraba para la

Comisión de la Verdad en la búsqueda de restos de desaparecidos, encontrara en Coiba

restos humanos que podrían haber correspondido al dirigente Floyd Britton, cuyo cadáver

fue enterrado en un punto desconocido de ese penal, luego de morir torturado por agentes

de la dictadura. En aquella ocasión Eagle se sintió satisfecho del hallazgo y así lo hizo notar

a los periodistas. Al perro se le había bautizado en Panamá como el Sherlock Holmes

canino, hasta que algunos familiares de los desaparecidos descubrieron a su dueña

enterrando huesos de cerdos para que fueran encontrados. La indignación llegó a todas las
168

esferas. Ambos fueron deportados al día siguiente. Al perro se le notó cabizbajo y triste por

la acción. Algunos afirman que lo vieron llorando cuando subió a la cabina de American

Airlines que lo devolverá al sitio de donde vino. El alcalde Posco Mallarino debe hacer una

reingeniería total de su equipo de trabajo y presentar ideas serias que se puedan debatir.

Hasta ahora sólo se le ha visto gestionando la adquisición de muñecos gigantes como el

Pato Donald y el Mickey Mouse, como parte de sus iniciativas caprichosas, irreales,

incoherentes. Bilardo y Maradona son las personalidades más populares y polémicas del

fútbol argentino de los últimos años. Desde hace año y medio los juntaron en el cuerpo

técnico de la selección argentina y se les conoce como Tom y Jerry por sus maneras de

operar. “Michael Jackson sufría al orinar…” así lo declaró su doctor Murray, quien le

suministró la dosis letal de sedante al malogrado cantante. A la pregunta del fiscal de "cuán

estrecha" era su relación con el rey del pop. "¿De verdad quieren saber qué tan estrecha era

nuestra relación? Yo tenía que sujetar su pene todas las noches para que pudiera orinar

correctamente–.

Tras esta última noticia, Oscar no soporta más la mediocridad televisiva y apaga el

aparato. Otra vez enciende la música. Quiere algo de paz y tranquilidad antes de intentar

otra vez hablar con Yaffit. Escoge Tristán e Isolda de Wagner. Empieza a sonar aquella

maravilla dramática que le recuerda el mar, las olas golpeando la costa en Viña y los paseos

de la mano con Yaffit mientras los envuelven las bondades de la tarde y el castillo de

Wulff. Le llega a la cabeza una tarde de Junio, posterior al contacto de trabajo de la

Fundación Pinochet, cuando en un intenso fin de semana, ambos se prometieron amor y

vida juntos. Recordando las olas de Viña y abrazados en el sofá, oliendo las sales potásicas

del Pacífico, Oscar le reitera que pueden hacerlo. Ella, luego de reflexiones y condiciones,
169

muy feliz y complacida acepta, aunque advierte que serán muchos los obstáculos a vencer,

a superar, y el primero, su destino. Al terminar la Maestría quiere regresar a Panamá. O al

menos, no trabajar en Santiago.

– ¿Sabís? Yo tengo que viajar a Panamá por un caso de investigación– dice Oscar.

– ¿Cuándo? ¿Y cuánto dura ese viaje?– le responde interesada Yaffit.

– Será en breve, quizás en Julio. Creo que estaré un par de meses o algo más.

¿Vienes conmigo?– dijo sin mucha convicción, casi como un murmullo. Esto último era de

esos asuntos que siempre tuvo claro en su vida profesional, separar los asuntos amorosos de

su trabajo, pero sin saber cómo, su boca actuó primero que su cerebro.

–No puedo, debo terminar mis asuntos de tesis. Con más razón quiero terminarla

ahora. Aprovecharé ese tiempo para apurar todo. También quiero conocer algunas

oportunidades de trabajo y arreglar mis papeles para residenciarme aquí.

– Oye, ¿y tu familia en Panamá? Nunca me hablas de ellos.

– Bueno, en realidad mi madre vive sola, ella es muy independiente, siempre lo ha

sido. A mi padre tengo muchos años de no verlo. Me da pena decirte, pero no sé si aún

vive– cambia de asunto. No quiere hablar de su familia.

– En lo del trabajo, creo que te puedo ayudar con unos contactos en el gobierno.

Con respecto a tu gente, pues parece un tema algo espinoso, mejor hablamos de nuestro

futuro. ¿Te parece?– dice Oscar. Ella parecía un pajarito en la palma de la mano de un buen

samaritano, un ser frágil que no debe quedarse solo, que trina y que ignora los asedios. Él

es el hombre protector, organizado, sabio. Ambos se entienden desde la primera vez que se

apretaron en la fila de la Quinta Vergara. El castillo Wulff sigue inhiesto como un gran
170

barco con su proa enfilada que partirá a los océanos en cualquier momento, y ellos lo verán

salir, se despedirán y seguirán soñando la vida juntos desde la costa de Viña del Mar.

Disca nuevamente y empieza a sentirse celoso. No sabe bien de quién, pero celoso,

molesto por no poder conversar con su amada. Un nuevo intento, por fin, la escucha.

– Aló. ¿Yaffit?

– ¡Hola mi amor! ¡Te he extrañado tanto! ¿Cómo estás? Cuéntame. ¿Has conocido a

la gente que te recomendé para tu trabajo?–. De fondo sigue el amor de Tristán e Isolda

inundando la habitación, como si fuera un bolero pegajoso en un bar de Salsipuedes. Le

cuenta de sus gestiones sin dar detalles, ella pregunta queriendo saberlo todo. Oscar torea

las preguntas de su trabajo y dirige la conversación a asuntos personales. Él es buen lector y

una de sus curiosidades es conocer la literatura a cada lugar que va. Panamá no es la

excepción. Días atrás estuvo dos horas dentro de una librería cerca de Calidonia, Librería

Cultural y se sorprendió de la cantidad y calidad de escritores del pequeño país.

– ¿Qué libros compraste? Quizás está alguno de mis favoritos. Acuérdate que soy

buena lectora…

– Bueno, el librero me recomendó algunos clásicos y le hice caso. En particular me

pidió que leyera a Rogelio Sinán, un adelantado a su época. Así que empecé a leer La isla

mágica. También encontré otros, pero los tengo en la mesa de noche esperando su

momento.

– ¿Y tú? ¿Qué estás leyendo?

– Estoy leyendo La isla bajo el mar de Isabel Allende. O sea, que ambos estamos

aislados…jajaja–. Celebra con entusiasmo su frase. Del otro lado del auricular él hace lo

mismo. Escucha también la segunda parte de la ópera de Wagner y recuerda que es en esa
171

parte donde ambos enamorados por la poción mágica, se juran eterno amor. Hay una

similitud grandiosa con la historia de amor de ambos. En el tercer acto, Tristán herido de

muerte solo puede salvarse con la presencia de Isolda, y siente que es la presencia de su

Yaffit la que lo puede “salvar”. La añora aunque esté hablando con ella. Y se lo dice.

“Yaffit, te extraño”

La conversación fue extensa. Hablaron de nimiedades. De asuntos tontos. Pero,

querían hablarse, escucharse, saberse cerca. La voz de Yaffit le fue calmando, apaciguando,

se sentía tranquilo, en paz, con solo escucharle. Ella por su parte, adoraba su tono de voz,

sus expresiones muy chilenas adornadas con su sabiduría.

– ¿Sí, mi amor? Yo también. Espero que termines pronto tu trabajo. Te mando un

beso. Te extraño muuuuucho.

Lunes. 12 de julio 2010. –Buenas tardes doctor, tal como le habrá hecho saber su

asistente, me llamo Oscar Klinsman, soy chileno y estoy realizando una investigación

criminal respaldado por mi gobierno y necesito hacerle algunas preguntas–. El despacho del

médico es pequeño, desde su ventana se observa un bosque, incluso oteando a lo lejos,

Klinsman observa un venado rondando. Le explicaron que antes de 1999, la instalación era

un hospital norteamericano en el Cerro Ancón, el conocido Hospital Gorgas, el cual en

virtud del Tratado de 1977, fue entregado al gobierno panameño. Widenn ya sabía de la

visita del investigador. Había recibido una llamada de la embajada solicitándole la cita, y de

manera muy sutil, colaboración con Oscar.

– Usted dirá, señor Klinsman.


172

– Ante todo, muchas gracias por permitirme esta reunión. A ver, comencemos.

¿Recuerda a mediados de los años noventa, quizás más, a un enfermo panameño llamado

Alex o Alexis de aspecto fuerte, militar, cabello lacio, que fue diagnosticado con cáncer?

– Sí, recuerdo ese caso muy bien. El expediente debe estar en el Departamento de

Registros. A ese paciente se le diagnosticó cáncer en la garganta y afortunadamente en una

fase inicial, luego se nos perdió y regresó años después. Aún tenía buenas probabilidades de

éxito si seguía lo recomendado. Siguió viniendo. Entonces, se le programó quimio y

radioterapia. De esta forma no se atrofiarían las cuerdas vocales.

– ¿Qué ocurrió después de la terapia? ¿Cuándo fue?

– Tras el tratamiento, no supimos más de él. No asistió a las citas de seguimiento.

Eso ocurre a veces. Su tratamiento duró siete meses, y fue durante el año 2003.

– ¿Puede suceder que un cáncer como el que tuvo, haya resurgido, y lo haya

aniquilado?

– Se han visto muchos casos así.

– ¿Y en su caso, qué opina usted?

– Bueno, al salir por esa puerta –y señala hacia la puerta principal del edificio– su

estado era bueno, no podría hablar de manera objetiva ni pronosticar más, pero creo que

como se le extirpó un cáncer encapsulado, no debería haberle renacido. Las estadísticas no

apuntan en esa dirección–. El chileno asiente tomando notas en su libreta, como siempre en

alemán. En la hoja tiene escritas las respuestas de Widenn. Ya se retira cuando se da vuelta

en la puerta y le pregunta algo final.

– ¿Recuerda que haya venido a visitarle alguien durante ese período de la

enfermedad?
173

– Sí, una señora extranjera de unos cincuenta años. No recuerdo más, pero cada año

en diciembre se organizan donaciones y fiestas para alegrar a los enfermos, y cada tanto se

sacan fotos. Usted sabe, es Navidad, tiempo de compartir y de estar en familia. Yo no

guardo ninguna, pero la enfermera Dallys suele llevar un álbum año por año. Podría ser que

su investigado esté en alguna–. Sin pensarlo dos veces, aprieta el botón del

intercomunicador y le pide que suba.

–Dallys, ¿En el año 2003 sacamos fotos de Navidad y Año Nuevo con los

pacientes? En esa época no estuve aquí y quedó a cargo la doctora Amirienis. ¿Se acuerda

de esos días?

– Sí doctor, si lo recuerdo. De hecho, como sabe, mantenemos bien guardados los

álbumes de los pacientes y su gente. Está en el estante de seguridad, si lo necesita, lo puedo

pedir. El de ese año es un libro enorme.

– Correcto. Solicítelo cuanto antes y ayude al señor Klinsman a buscar un rostro en

esas fotos.

–Señor Klinsman, ha sido un placer, espero que consiga lo que requiere. Queda en

manos de la señora Dallys–. Klinsman agradece el esfuerzo. Tiene la esperanza de sacar

información valiosa de las imágenes. Sale a la calle Gorgas y observa las sólidas estructuras

del ION, tiene un pálpito que le indica que de ese hospital saldrá la clave que resuelva su

caso, espera ser concluyente con respecto a CAB. Camina un poco para respirar aire puro, y

piensa que tomará un taxi hacia el hotel en la Avenida de los Mártires. Al llegar, prefiere

caminar algo más, y llega a la bulliciosa “avenida peatonal”, o lo que en alguna ocasión fue

la Avenida Central. Se siente contento. No sabe bien por qué, pero el ambiente le contagia

cierta alegría informal, natural, que de pronto lo hace sentirse parte de la gente que camina,
174

ríe y compra por allí. Se detiene en la acera en una venta de frutas y no puede resistir la

tentación de comprar unos bananos. Hay una música de salsa sonando a alto volumen. Es

un tema bien conocido de Oscar D´León y La Dimensión Latina. Una vieja vendedora es

invitada a bailar por un vendedor vecino, y juntos sonriendo de la ocurrencia, son rodeados

por un grupo de gente alegre también. ―Siéntate ahí para que veas al nene…está

grandecito, va a la escuela solo, solo, y se viene…‖ la cadera de la señora lleva la cadencia

de los tambores y el viejito da sus pasos como si estuviese frente a un auditorio en un

concurso de baile, todos corean y aplauden a los bailarines. Oscar no deja de asombrarse de

las situaciones de las calles de la ciudad. Vuelve a lo de los bananos.

– ¿Cuánto valen los plátanos?– y señala una mano de bananos de exportación.

– Los plátanos están a cuatro por un dólar. ¿Cuántos quiere?– le dice un vendedor

anciano, algo cegato, pero con la habilidad de atender su negocio sin que lo noten sus

clientes.

–Deme solo un par– y el anciano coloca dos plátanos verdes enormes en una bolsita

plástica. El chileno no comprende y le insiste al vendedor señalando los bananos.

–Pero bueno mijo, lo que usted quiere son guineos, no plátanos. Los plátanos son

para hacer patacones–. Le entrega la bolsa con dos bananos amarillos y recibe la paga. El

chileno se marcha con la penosa actitud de quien no sabe detalles elementales para vivir en

el caos del trópico. El anciano se queda murmurando con su soledad, “estos gringos no

aprenden, no aprenden…”

Unas semanas después, viernes 23 de julio. Aunque Klinsman no suele distraerse en tareas

paralelas o menores a su objetivo central, aprovecha el aparataje gubernamental local, para


175

investigar también a Yaffit Sacs. Incluyó su nombre junto al que le suministró a la

directora. Sigue muy enamorado de la chica, pero su espíritu desconfiado le hace tomar

algunas precauciones, como saber con quién está enredado.

Es lunes 26 de julio de 2010. El chileno Oscar, de tanto revisar expedientes e

involucrarse en su caso, ya casi se acuerda de manera automática que se celebra otro

aniversario de la revolución cubana. Ese día será importante para su trabajo, ya que gracias

a los contactos de Yaffit, logró una cita con miembros importantes del FER 29, un grupo de

ultraizquierda venido a menos, pero que aun viviendo del pasado rebelde de los años

setenta, subsiste en los intersticios de la Universidad de Panamá. La cita es en un rincón

que hay en la Escuela de Sociología, donde usualmente se venden caramelos, se sacan

fotocopias, se declaran amores, se conspiran marchas y se organizan eventos, todo ello bajo

la mirada implacable del Comandante Fidel Castro Ruz, quien desde una pared roja insta a

la rebelión en los años sesenta, señalando con el dedo índice de su mano derecha extendido,

un norte, un rumbo en el espacio, mientras su rostro, caracterizado por el ceño fruncido,

despide furia. Aquella imagen que de fondo tiene una bandera cubana, lo presenta con una

fuerza de toros desatados, como un tren desbocado que se abalanzará contra su público en

cualquier momento. La foto en blanco y negro es tan expresiva que habla sola, y Klinsman

no puede dejar de verla unos segundos. Tan inmiscuido está en los asuntos de la izquierda

latinoamericana, que casi está seguro que esa imagen corresponde a un discurso dirigido a

los Comités para la Defensa de la Revolución en el cual advierte a sus enemigos "los
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saboteadores, los gusanos, los parásitos", que la Revolución será "severa, implacable e

inflexible". Pensativo estaba el chileno cuando finalmente aparecieron los tres muchachos

que le venderían el documento de CAB. La negociación es rápida, aunque debió esperar

más de una hora a que llegaran los del FER 29. Una bolsa que contiene un cuaderno de

cubiertas duras cortado a la mitad le es entregada para que la revise. En efecto extrae parte

del diario de CAB. Lo toma en sus manos, lo ojea, lee un par de páginas y por su aspecto

deteriorado, la letra de gusanito que ya conoce del panameño, y por último, por la actitud

mostrada por los muchachos, sabe que las posibilidades que el texto no sea legítimo, son

remotas. El acuerdo es simple, si el chileno desea el resto del documento, se debe negociar

otra vez y pagar un precio mayor. Salda lo convenido. Todo termina como si se tratase de

una venta de drogas prohibidas, sin amigos y sin despedidas.

Camina hacia el hotel con la certeza de llevar en su maletín un tesoro, un legado de

información que será clave para desentrañar el caso: una porción del diario de Alexis

Bethel, Taxi CAB. Pagó de su propio bolsillo lo solicitado por los muchachos de la

Universidad de Panamá. Espera que en esa parte se encuentren elementos de peso que den

un giro positivo a su búsqueda, y que la enrumbe hacia el final esperado. Como un leopardo

que ya ha cazado su presa, llega a su habitación, cierra la puerta, no sin antes mirar en

ambas direcciones del pasillo. Desde que está en Panamá, no ha dejado de sentir la

presencia de un espía o de un agente o algo así que lo sigue y vigila. Cierra la puerta, pasa

los seguros y se tira a la cama a leer. Le parece que hay listas de personas tras cada

narración, y por supuesto, esto puede ser una pista importante. Si estuviese narrado el

evento de 1986, sabría quienes participaron. Al cotejar esta información con la que ha

recogido de los juicios, podría llegar a buenas conclusiones. También encuentra relatos de
177

tipo militar latinoamericano. Ve nombres conocidos. Ello le hace suponer que va por buen

camino.

Caracas. Operación Zamora.

4 de febrero de 1992. Son las dos de la mañana. Desde la medianoche hay un golpe de

Estado en Venezuela. Detrás está el teniente coronel Hugo Chávez Frías, Francisco Arias

Cárdenas, Diosdado Cabello y muchos miembros del Movimiento Bolivariano

Revolucionario 200 (MBR200), una logia militar de al menos diez años de existencia y que

desde sus inicios, se planteó un cambio político por la vía de la fuerza.

Hay muchos resentimientos contra el recién electo Presidente Carlos Andrés Pérez

del partido Acción Democrática, quien prometió que todo sería como antes, ―Con AD se

vive mejor…‖, y lo primero que hizo fue imponer un paquete de aumentos, empezando por

aquello que el pueblo venezolano entiende que es un patrimonio inamovible, el precio de la

gasolina local. Con ese aumento, llegó el inevitable alza del pasaje en el transporte

público. Luego no pasó otra cosa que lo predecible: un levantamiento popular. Hubo

muchos muertos y confusión, el país se desangró en un carnaval de saqueos, ira y balas.

Pero eso fue el Caracazo, el 27 de febrero de 1989. Aún están vivas en las mentes de los

jóvenes oficiales bolivarianos, las imágenes de los caídos, la desesperación y las calles

con gentes cargando electrodomésticos, pan o carne en canal. Tres años después, esa

madrugada del 4 de febrero, cambiaría el rumbo de la historia, los abusos, el paquete de

pobreza que recomendaban los economistas gringos del FMI, y Bolívar cabalgaría

nuevamente a liberar a su gente...Pero, la historia jugaría otra pasada. Los alzados

provenían de las guarniciones militares de los estados Aragua, Carabobo, Miranda, Zulia
178

y el Distrito Federal, todos dirigidos por Hugo Chávez, Francisco Arias Cárdenas, Yoel

Acosta Chirinos, Jesús Urdaneta y Miguel Ortiz Contreras.

En la imagen que le da la vuelta al mundo, un atemorizado Capitán Bethel aparece

casi escondido a la izquierda y tras el Teniente Coronel Chávez. A pesar de la rendición

conocida y apresamiento de los alzados, Alexis reaparece días después en las calles de El

Chorrillo en la ciudad de Panamá. Viste como civil. Su huida se debió a una fortuita

confusión en la cual terminó escoltando a los insurrectos en el Museo Militar, aunque aún

mantuviese una boina roja en un bolsillo y un rostro marcado por la angustia. ―Soy del

alto mando de la contra–insurgencia, llevo una misión secreta, ¡déjeme pasar o lo mando

preso, carajo!– fueron sus palabras al ser cuestionado por los agentes de seguridad de la

DISIP. De allí, y sin pensarlo, se trasladó a la casa del embajador de Panamá en Caracas.

Otra escaramuza revolucionaria terminaba para CAB.

Mi lista de algunos caídos en el alzamiento de Chávez. Para que la memoria de los

compañeros que lucharon y encontraron la muerte aquel 4 de febrero de 1992 no se

extinga, redacto el listado; pero esta vez incluyo a los inocentes y a los adversarios, ellos

también merecen respeto. Como dice el refrán "Honrar, honra": Deivis Peña Juárez, Cabo

Segundo de la Guardia Nacional; Elio José Gamboa, Cabo Segundo, Guardia de Honor;

Miguel Escalona Arriechi, Guardia de Honor; Jesús Alberto González, Guardia de Honor;

Julio Peña Labrador, Guardia de Honor; Jesús Santiago, Capitán (Ej); Fernando

Cabrera, Subteniente (Ej); Pablo Linares, Sargento Técnico (Arv); Celso González, AT de

la Aviación; José Salas Ramírez, Distinguido (Ej); José Ramón Noguera, Soldado (Ej);

José Nieves, soldado (Ej); Jesús G., Rodríguez, Distinguido (Ej); Luis García, Distinguido

(Ej); Guerras Montes de Oca, soldado (Ej); Hernández Herrera, Soldado (AV); César
179

Castillo, Soldado (Ej); Wilmer Molina, Soldado (Ej); Gerson Gregorio Castañeda, Agente

de la DISIP; Edicto Rafael Cermeño Joves, Agente de la DISIP, muerto en La Casona;

Jesús Rafael Oramas, Agente de la DISIP, adscrito a la División de Patrullaje Motorizado,

resulto muerto a balazos en La Casona; Jesús Aponte Reina, Agente de la Policía

Municipal de Sucre, falleció al recibir un impacto de mortero; José Aldana, Cabo II de la

Policía Metropolitana, muerto a balazos en La Cañada, Parroquia ―23 de

Enero‖;Franklin Alexis Vega, Agente de la Policía de Valencia, Estado Carabobo; Wilmer

Díaz, Agente de la Policía de Valencia, Estado Carabobo; Noelia Lorenzo Parada de 9

años de edad. Recibió una bala perdida de FAL en la cabeza; Echarta Gaiska, estudiante

de Ingeniería. Recibió una bala de FAL en el asalto a la Carlota; Migdalia Antonia

Delgado de Marquina, Dirigente Estudiantil. Recibió un disparo perdido de FAL en la

cabeza durante el asalto de la Base Aérea La Carlota; Hugo Orlando Villarte Mejías,

trabajador de la Torre La Primera, muerto a balazos por francotiradores; José Enrique

Ordaz, Escenógrafo de Arte TV, recibió un balazo en la espalda cuando militares

dispararon desde el Museo Histórico Militar.

Por un informe de inteligencia obtenido a través de su red de contactos, Klinsman se

entera de que en el llamado Caracazo, aquel funesto alzamiento popular del 27 de febrero

de 1989, se vio muy activo en reuniones con grupos de ultraizquierda en el sector del 23 de

enero, a un militar que concordaba con la descripción física de CAB. No le extrañaría que

fuese así. Aún mantiene contactos de peso en Caracas y cree que podrían informarle mejor,

lo cual obviamente debe tratar en persona, en particular, el costo de la gestión, porque para

la gente de la DISIP, e incluso, del Ejército, nada es gratis.


180

Estelí.

Las primeras páginas que lee del diario de Alexis Bethel reflejan su capacidad para

desdoblarse y escribir desde su perspectiva los hechos históricos que quiere preservar, lo

curioso es que se introduce en la trama de sus escritos como si se tratase de un tercero.

Klinsman no duda de que en sus textos, Alexis ha plasmado de manera muy realista eventos

que vivió o supo de fuente fidedigna. Desconoce el origen de sus datos, pero no cabe duda

de que los ha entregado de manera novelada y bajo una óptica crítica, como intuye que es

él.

Bethel se acuesta en su hamaca y piensa en la suerte de algunos de sus compañeros de

armas. En esos trances, sus subalternos lo dejan solo, pues entienden que son momentos

íntimos. Toma una libreta gruesa que guarda con recelo y escribe. No le agrada que lo

vean en ello, por tanto, lo hace en lugares algo distantes del resto de los soldados y en

horas en los cuales solo queda la guardia despierta. La noche está despejada. Los

característicos sonidos de los animales nocturnos le confieren la tranquilidad que necesita

para escribir. Sabe que cuando algo extraño se acerca, los insectos, las ranas y algunos

otros animales, callan. Él los llama, los guardianes naturales. Escribe en su diario.

―…se sabía, por informaciones de inteligencia, que nos atacarían al amanecer.

Sabíamos que matarían a la población civil, que no les importaría, total, lo habían hecho

antes. Esta vez sería por escarmiento. Entonces, echamos a andar la estrategia.

Dejaríamos a Estelí como un cascarón. No nos encontrarían. Los cabrones llegarían a una

ciudad muerta. Y así, los encerraríamos. Le asigné a Froylán una tarea básica, y lo hizo a

costo de su vida: los niños y las mujeres fueron llevados a un sendero por El Calvario,

después por la parte sur del potrero del jodido José Lanuza y desde allí los pasamos
181

agachados hacia la Panamericana. Casi arrastrados, cruzamos en las narices del cerco de

los guardias somocistas. Nunca se imaginaron que vaciaríamos las casas, la iglesia, las

calles empedradas, y que sólo entrarían a luchar con sus tanquetas contra barricadas

vacías. Sin saberlo, entraron en su propia trampa de muerte…‖Con el manuscrito del

informe del Comandante Zorro, leído no menos de diez veces, Bethel deja escapar su

imaginación. Ve a los dirigentes de las calles y de los barrios organizarse con el respaldo

del Frente Sandinista. Decide que la toma de Estelí y las batallas que se libraron en ella,

bien merecen estar en su colección y por eso, la escribe a su manera. La experiencia vivida

en el Frente Sur, en la Brigada Simón Bolívar, de la cual formaba parte, no pasará tan

fácil en su vida. Allí conoció la solidaridad en momentos difíciles. Allí se enamoró

nuevamente de Jossy, la de la columna Jacinto Hernández, y de las selvas nicas. Se quedó

en su alma, el verdor y la sensación de haber compartido con seres irrepetibles.

Mi lista de los internacionalistas del Frente Sur. Para que la memoria de los compañeros

que lucharon en el Frente Sur de Nicaragua no se extinga, redacto este listado que

pretende dar a conocer las identidades de los camaradas fallecidos en combate, a ellos los

menciono con sus apodos de guerra y sus verdaderos nombres y apellidos, porque sin

duda, se han ganado un puesto en la historia de este continente. A los compañeros que aún

viven, les protejo colocando tan solo sus apodos, ellos en su momento adecuado,

permitirán que la Patria Grande los conozca sin máscaras, sin falsos nombres, porque

somos el nuevo valor moral de la patria, como ya lo dijo Sandino, ―Nuestro ejército, por

la magnitud de su lucha, constituye una autoridad moral continental… ―. Algunos que

recuerdo del Frente Sur Benjamín Zeledonio son: Chilo―El Tigrillo‖, Pedrón, Poeta loco,

León de Segovia, Haroldo Horta, Luis Amado Laguna, Jossy, Elizabeth, Justo el tico,
182

Pardillo, Armando Garay ―El Tiquillo‖, Jacinto ―El Caballo de Hierro‖, Comandante

―Domingo‖ García, Comandante Ernesto, Comandante Rosendo, Jhony, Mesano,

Alciviades ―Pacheco‖, Marvin, Victor, Efraín Rojas ―Macho‖, Olmedo Alonso ―Coco‖,

Murillo ―El Tigre‖, Antonio ―Caballo loco‖, Pedro López ―Barbita‖, Alexis Noriel

―Pele‖, Saint George ―Ciego‖, Rogelio ―Geño‖, Coclé, Santa María, Vladimir, Águila,

Amelia, Oriel Sánchez ―Oso‖, José Moreno ―Da Vinci‖, Rubén Salvatierra ―Diablo‖, y

Hugo Spadafora ―Comandante Ramón‖, entre tantos que no recuerdo sus nombres.

Cantaura.

Otro de los hechos plasmados en el diario de CAB que impactó a Klinsman fue el

cerco que el Ejército venezolano dio al grupo Bandera Roja, en el oriente de ese país, en

1982. No sabe si los datos son ciertos, pero coinciden con lo que el investigador logró

averiguar. Incluso, pensaría que los nombres esta vez, al menos los seudónimos, no fueron

cambiados. Otra vez su autor se introduce en esta historia como protagonista, y más aún,

como testigo y sobreviviente de una operación que fuera catalogada después por la prensa,

como una masacre.

4 de Octubre de 1982. Sigue sentado en la hamaca en un descanso de su misión en lo

profundo de la selva. El aroma del café empieza a despabilarlo. Amanece. Aún están en sus

manos y en su mente las calles de ese pueblo nicaragüense acosado por la guerra, cuando

un estruendo lo sacude. Una bomba retumba en medio del campamento del Frente Américo

Silva. Las ollas saltan en pedazos. Hay caos. Oye que lo llaman. Los voluntarios de la

universidad no tienen armas y corren en la confusión hacia cualquier lado. Parecen abejas

alborotadas sin panal ni reina a quien seguir. La explosión, los gritos, lo hacen tomar su
183

fusil y lanzarse al piso en posición de defensa. Ve a su alrededor. Su tropa está diezmada.

El avión regresa y con él, el silbido de otras bombas que caen. ¡Retirada, retirada! En

medio de la locura, CAB huye con algunos hacia la espesura. Le acompaña Alejandro

Velásquez, a quien le quita el arma y la boina roja, le entrega unos papeles y algo de

dinero.

–Camarada, usted va a ser la voz que denuncie estas muertes– le dice muy serio a

Velásquez– huya, escóndase y sobreviva para que esto no pase impunemente en la historia.

El país debe saberlo.

La mayoría del contingente cae agujereado para siempre con balas de alto calibre.

La piel de algunos salta deshilachada con cada tiro certero. No sólo el avión dispara. En

tierra el ejército les montó un cerco. El capitán CAB escapa arrastrándose entre plantas y

lodo. Dispersos y sin instrucciones, algunos tratan de rendirse. Otros corren hacia la

carretera y son abatidos sin misericordia por una herradura muy bien plantada de los

militares y voluntarios de la Dirección de Inteligencia Policial. De parte del enemigo, les

lanzan a matar sin inclemencias y a los rendidos, los fusilan. Él no lo sabe aún, pero es de

los pocos que logra sobrevivir a la masacre. Llevan varias horas de persecución. Se

sorprende cuando reconoce en medio de la espesura a Inti, uno de los ideólogos. No lo

llama por miedo a ser descubierto. Se asombra aún más cuando lo ve huir por un sendero

perdido hacia un vehículo verde del Ejército, que arranca dejando tras de sí una nube de

polvo. Una lágrima de impotencia le escurre la cara. Su rostro y la imagen de esa huida no

lo olvidará jamás, como tampoco olvidará a Sor Fanny o a los 21 compañeros que cayeron

esa noche.
184

Mi lista de los vinculados a Cantaura. Para que la memoria de los compañeros que

lucharon en Cantaura no se extinga, redacto esta lista: Carlos Hernández, Nelson Pacin,

Eusebio Martel, José Zambrano, Enrique Márquez, Beatriz Jimenez, Carmen Rosa García,

Idelmar Morillo, Euménides Gutiérrez, Sorfanny Alfonzo, Julio César Farías, Roberto

Rincón, Luis José Gómez, Emperatriz Guzmán, Rubén Castro, Jorge Luis Becerra y José

Zerpa.
185

Santiago.

Septiembre 1973. Desde temprano hay movimientos en las calles. Algunas cerradas,

otras con tanques militares. Son las siete y cuarenta. Bethel como muchos otros, desde

hace algunas horas integra las tropas leales del Palacio. Las mujeres nerviosas lloran y

tratan de escapar. Les piden una tregua a los golpistas para sacarlas. La niegan. Se

escuchan advertencias y no hay autos ni buses en las cercanías. Empiezan a oírse los

tiroteos. Los primeros disparos a las ventanas y a las puertas las ahuyentan. Los militares

de Pinochet no están dispuestos a nada que no sea la muerte. Miembros élites del GAP

corren entre muros impactados y vidrios rotos, corren vestidos de civil con sus armas por

los jardines internos de la Casa de la Moneda buscando al Presidente. Con una banda

puesta en el brazo izquierdo, Bethel ayuda en la búsqueda. La guerra ha iniciado. Buscan

al Chicho Allende, quien armado de un fusil que le regaló Fidel, lo descarga desde una

ventana, hacia el enemigo que se acerca por la calle Morandé. Una tanqueta se ha

estacionado en la esquina y dispara haciendo daño a las oficinas vecinas a la suya. El

Presidente sabe escabullirse. Ha negado varias veces que vaya a rendirse, incluso sus

hombres saben que han pedido a los elenos3 de INDUMET y de poblaciones como La

Legua, que abran un corredor para sacarlo vivo y constituir un gobierno paralelo. Allende

revisa las posiciones de sus veintiséis hombres en La Moneda, a los detectives les asignó

la defensa frontal de la Alameda, de esa forma se evitaría que la tropa golpista los

rodeara, a los GAP los mantenía en la parte trasera del Palacio, frente a la amplia Plaza

Constitución. Una vez que se sabe que han destituido al General de Carabineros

Sepúlveda, Allende solicita que los carabineros de la Presidencia salgan, y les retienen las

3
Elenos: grupo organizado desde el PS entrenado para resistir militarmente a la derecha chilena, y que en los
años sesenta estuvo cercano a la guerrilla del Ché en Bolivia, de allí su nombre ELN.
186

armas, los cascos y las máscaras de gases. Sus amigos más cercanos le piden que mande

un mensaje a la nación, a esos hombres y mujeres humildes que creyeron en la revolución.

Las antenas de las radios son bombardeadas por los insurrectos. Sólo quedan en pie

pocas, entre otras, la de Radio Corporación. Salvador Allende se dirige al pueblo en el

lenguaje de siempre, con la sencillez y determinación que le escucharon desde el primer

día. Bethel escucha tras él. Oye palabras de sosiego, de un hombre que exige madurez y

tranquilidad a los trabajadores, que tan solo pide un estado de alerta. Son las nueve de la

mañana. Los tiroteos se incrementan. Ya han caído las fuerzas leales en casi todo el país.

Aun así, hay obreros atrincherados en las fábricas y en las poblaciones. Esperan

instrucciones y armas. También hay unos cuantos hombres que morirán con el Presidente,

aunque él no lo quiera.

–Presidente, sólo nos queda radio Magallanes para dirigirnos a nuestro pueblo– le

dijo con tono apremiante, el capitán Bethel a Salvador Allende– Venga, la transmisión es

urgente– le señaló el camino a una oficina en desorden. Esta vez Alexis escuchó palabras

de ira en un hombre que con frialdad, dará su vida por sus ideas. Eso lo avergüenza.

Quiere quedarse con Allende, pero le tiemblan las piernas con cada estallido. El Chicho

tiene un casco de guerra, redondo, desabrochado. Se le ve extraño con su vestimenta, pues

lleva también su terno de invierno y sus lentes bifocales. Mientras da su último discurso,

una serena pausa le permite admirar a ese hombre que supo conquistar los corazones y las

esperanzas de su pueblo y de la América toda. Hay nerviosismo.

―…Seguramente ésta será la última oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes.

La Fuerza Aérea ha bombardeado las torres de Radio Portales y Radio Corporación. Mis

palabras no tienen amargura sino decepción. Que sean ellas el castigo moral para los que
187

han traicionado el juramento que hicieron…‖ Bethel aprieta el fusil que carga consigo.

Aún no lo ha disparado. Afuera las viejas paredes de La Moneda resisten el acoso de los

tanques y las balas. Los disparos de las punto 30 destrozan los nervios de Alexis y los

barrotes de acero de las ventanas. Vienen del Ministerio de Obras Públicas. Hay tropas

moviéndose alrededor. "…estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi

sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral

que castigará la felonía, la cobardía y la traición..." Allende termina sus palabras y sigue

resistiendo. Hay avances de las tropas golpistas. Los GAP disparan furiosamente. Bethel

se faja en una ventana y cree haber impactado a tres soldados. Mueren algunos otros

abatidos por las fuerzas leales.

Es casi mediodía. Los aviones sobrevuelan. Son dos naves inglesas que vienen por el

sur, pasan por detrás del Cerro San Cristóbal y se enfilan contra el Palacio de la Moneda.

Se escuchan dos bombas que hacen temblar las paredes. Otra vuelta y caen con su

estruendo de muerte. Un fuego se inicia en el Palacio. Uno de los GAP grita que son

bombas incendiarias. Desde el Ministerio de Hacienda, contiguo al Palacio, lanzan

también gases lacrimógenos. El aire es tóxico. A los que no tenían máscaras, el doctor,

como le decían algunos de sus subalternos, les pide que se tiren al suelo y respiren lo

mejor que puedan en esa posición. Por la parte frontal de La Moneda, un tanque golpea

una de las puertas. Entra la tropa. Bethel al igual que otros, porta una máscara. Se

dispersan tratando de sobrevivir. Siente terror. Sin que lo vean, se quita la insignia del

GAP y tira el fusil. No quiere morir. Las alfombras están en llamas. Un ruido de metralla

sorprende a todos. Los miembros del GAP, algunos con apenas veinte años, se rehúsan a

abandonar el Palacio. Allende les explica que no vale la pena la muerte de militantes tan
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jóvenes, pero ninguno da muestras de querer huir. Todos regresan a sus puestos de

defensa. Se suicida Olivares, un gran amigo. Parece que los más aguerridos vienen a la

planta baja con Allende. Los GAP élite lo protegen, él comanda desde atrás los

movimientos de lo que parece una rendición. Alexis no está en el grupo de mayor confianza

del Chicho. Pero los ve moverse cerca. Hay ruidos de disparos por doquier. Los muros

resisten. Con su casco redondo, el Presidente se queda en el Salón Independencia.

Resuenan más tiros. Hay carreras, gritos. Hay rumores que el Presidente fue asesinado.

Otros gritan que soporten, que la revolución se defiende. Nuevamente los aviones dejan

caer su carga. La tierra tiembla resintiendo las toneladas de explosivos. Un GAP amigo

baja apurado y toma a Alexis por el brazo. Lo aleja de la ventana. Le susurra llorando que

Allende se suicidó, que tan sólo se le pudo reconocer por el reloj. Le muestra un pedazo de

los lentes del Presidente que extrae de su bolsillo. Lo empuja y le dice que todo acabó, que

salve su vida. Los bomberos esperan afuera y los militares no les permiten apagar el

incendio. Bethel reza. Tiene miedo a la muerte. Le duele la garganta. El dolor no le

permite hablar. Ya se sabe que una tanqueta rompió la puerta principal y que la tropa

entra matando todo lo que se mueve. Son las dos de la tarde. El palacio arde por dentro. A

muchos detenidos, en particular, a los del GAP, los mandan a acostar y alinear en el suelo

en Morandé 80. El Comandante de tanques da la orden de aplastarlos con uno que está a

unos cinco metros. El General Palacios, a cargo de la operación, grita furibundo mientras

se toma la 45 de la cintura, y ordena que es él quien manda, y no aplastarán a ningún

prisionero.
189

El cielo de la primavera se le descubre a Alexis con una bocanada de aire fresco

como si fuese una aparición, como si hubiese estado escondido y de golpe entra en un

jardín. Está vestido de bombero y ayuda a cargar una camilla de lona militar cubierta con

un colorido poncho chileno. Debajo parecen reposar los restos del Presidente de Chile.

Militares y bomberos se escurren con el bulto por la calle Morandé hacia una ambulancia,

mientras, se inicia la más feroz persecución humana que recuerde el capitán Alexis Bethel,

quien con su atuendo rojo de bombero, llega hasta el Hospital Militar, desde donde logra

huir nuevamente. Son las seis de la tarde, hay toque de queda. La orden es matar a

cualquier sospechoso de terrorismo que esté en la calle sin autorización. El capitán CAB

salta de casa en casa, de jardín en jardín escurriéndose hasta llegar a Las Condes, lugar

de la embajada de Panamá, donde una bandera azul y roja con dos estrellas le hace

derramar un llanto inconsolable. Se siente feliz de haber salvado la vida, aunque llore

como un niño.

Mi lista de los vinculados a la defensa de La Moneda. Para que la memoria de los

compañeros que lucharon en La Moneda con el Presidente Allende no se extinga, redacto

esta lista: Domingo Bartolomé Blanco, José Belisario Carreño, Carlos Alfonso Cruz, Luis

Alfredo Gamboa, Pedro Juan Garcés, Mario Gonzalo Jorquera Leyton, Oscar Osvaldo

Marambio, Williams Osvaldo Ramírez, Edmundo Enrique Montero, Enrique Ropert

Contreras, Hector Daniel Urrutia, Julio Tapia Martínez, Juan Alejandro Vargas, Enrique

Paris Roa, Oscar Lagos Ríos, Jose Freire Medina, Jaime Sotelo, Manuel Castro, Julio

Moreno Pulgar, Hector Pincheira y Luis Fernando Rodríguez.

En el diario hay páginas en blanco, iniciadas con un título de una historia ausente: La

Asunción. Muerte del tirano; Managua. Toma del Parlamento–22 agosto 1978; Malvinas.
190

Acorazado Coventry; Colombia. Marulanda, el hombre de las armas que no aprendió a

jugar, y Ecuador. Muerte de Roldós.

Noviembre 1995. Alexis lucha buena parte de su vida y esa decisión personal inicia

desde joven. Tiene un gusto particular por las situaciones en las cuales las adversidades son

vencidas contra todos los pronósticos, a pesar de la pérdida de la fe. Por ello, cada tanto o

lee libros de historia clásica de triunfos y derrotas militares, o alquila películas de esa

orientación. Hoy lleva consigo la película Apollo 13 y piensa verla en la noche. Le han

dicho que lleva el mensaje de superación ante la calamidad, que tanto le agrada. Ha

invitado a su hija a disfrutar la película juntos. Algunas veces habla con Jessica, su ex

mujer, con quien mantiene buenas relaciones a pesar de los sinsabores de las separaciones,

las ausencias y las distancias. Ella se residenció en Panamá y labora como docente de

historia en la universidad. En fines de semana largos, acostumbra recibir una llamada de

Alexis, ya sea para escuchar a su niña o para proponerles que lo pasen juntos. Su hija ya

tiene once años, a pesar de su corta edad, muestra interés por la política y la historia. Le

gusta escuchar las que le cuenta su padre, especialmente aquellas en las cuales los pueblos

o héroes se enfrentan a ogros, monstruos enormes o ejércitos invencibles y por acciones

atrevidas basadas en la inteligencia y la habilidad, salen victoriosos.

Alexis hace algunas compras. Aunque el tiempo y las luchas lo han mermado

bastante, no ha perdido el encanto de las travesuras y quiere sorprender a ambas con un

sancocho preparado por él mismo, al cual ha denominado el sancocho guerrillero, porque

lleva de todo y siempre gusta. Corta el ñame baboso y lo separa de los demás ingredientes,

los pone a hervir hasta que estén algo suaves. Por otro lado, toma seis alitas de gallina de
191

patio que logró comprar en el mercado de abastos, las lava y las coloca en una sartén

caliente junto a tres muslos pequeños, tres cuellitos y una molleja. Las sofríe hasta obtener

de ellos un aroma que va abriendo el apetito antes de tiempo. Coloca todos los ingredientes

en una olla honda y se acerca al patio de la pensión donde vive en Juan Díaz, extrae unas

hojas de culantro, las lava y agrega al sancocho panameño. Poco antes de hervir, sazona

con abundante orégano en hojas. No demora en esparcirse ese agradable olor a campo y a

infancia que pocas veces se huele por allí. En otra hornilla coloca una paila para preparar

arroz con guandú morado, el oloroso. Sabe que a sus mujeres les agrada el toque de coco

que sabe darle a ese tipo de arroz. Con esmero logró pelar y rayar un coco de una palma

vieja que también está en el patio de la casa de pensión. Cuando está lista la cena, espera

con ansiedad a su gente.

No le gusta que lleguen muy tarde porque a la vuelta a casa, dado que no tiene mucho

espacio ni comodidades para que se queden con él, la noche se hace peligrosa, cómplice de

los delincuentes en esa parte de la ciudad. Son las ocho y no han llegado. Está ansioso.

Tiene la película que le recomendaron, una con Tom Hanks y otros buenos artistas. La

revisa, está a la espera de sus mujeres, que no llegan. Media hora después le tocan la puerta.

Aparece la señora Gertrudis, dueña de la casa, para indicarle que Jessica llamó y le pidió

que le informara que no podrían ir. Mañana se comunicaría con él para darle explicaciones.

Alexis agradece. Cierra la puerta. Se sienta sobre el catre donde duerme. Se queda

pensativo. A su edad y en sus circunstancias, estas ausencias le afectan un poco. No siente

lástima de sí mismo, quizás algo de contrariedad, pues realmente quería verlas y disfrutar

un buen momento con ambas. Está algo melancólico, no más. Se levanta y se sirve un plato

de sancocho con algo de arroz. Se lo come como si no tuviera el gusto ni el olor de hace un
192

par de horas. Está absorto, solitario, mirando la bombilla de 25 vatios que alumbra su

cuarto, se acuesta algo triste y se queda dormido.

Es 31 de diciembre, un día caluroso de verano. Alexis ha tenido algunos

inconvenientes de salud, tras pruebas generales que le hicieron la semana pasada en la

Clínica Génesis de Juan Díaz, lo remiten al Hospital Santo Tomás y de allí al Instituto

Oncológico Nacional (ION). Le tomó varios años convencerse de la necesidad del auxilio

médico. Nuevamente es diciembre, otra vez, Año Nuevo, pero del 2000. A pocos días de

haber asistido al acto de graduación de bachiller en ciencias de su hija, ahora una hermosa

adolescente de piel morena y mirada brillante, se ve sentado en un hospital, prometiéndose

no morir. Asistió a varias citas previas, la de hoy es decisiva. Llega temprano. Aunque es el

último día del año, en el ION la actividad médica parece normal. En una agradable

habitación pequeña con paredes que exponen sendos diplomas de universidades nacionales

y algunos institutos de oncología, CAB queda a la espera del especialista. Sentado

cómodamente no puede evitar que su mente vuele. Siente que es muy temprano para

fallecer y que tiene mucho que dar aún, por lo que está preparado para aceptar lo que

venga, sea cual fuese el diagnóstico. Aburrido de ojear una revista de modas y autos, decide

leer con paciencia los diplomas que exhibe el doctor. En marcos delgados, casi todos

iguales, encuentra las instituciones a las cuales pertenece: American Society of Clinical

Oncology, Fellow of American College of Physicians, Sociedad Médica del Instituto de

Cancerología de Nuevo México, Asociación Médica Nacional, Sociedad Panameña de

Medicina Interna y Sociedad Panameña de Oncología. Se sienta a la espera de su cita. Una

música instrumental suena de fondo. Toma otra revista de modas y noticias del jet set. No
193

invierte tiempo en leer, solo pasa las páginas en un acto desinteresado, casi reflejo. La

secretaria abre un poco la puerta que los separa de los cubículos, lo mira de reojo y la cierra

delicadamente. Empieza a sentir cierta angustia, no tanto por el diagnóstico en sí, para el

cual está preparado, sino por la simpleza de una espera larga y tediosa. Una pequeña fuente

de agua sobre el escritorio de la secretaria pretende inspirar paz y tranquilidad. CAB se

concentra en mantener la calma y no permitir que la espera se convierta en inquietud. Años

atrás aprendió algunas técnicas de autodominio budistas, y sabe que todas están basadas en

la capacidad de controlar la respiración. Inspira muy lentamente, cierra los ojos. No hay

más pacientes que él en la pequeña sala. Repite el ejercicio, se va calmando poco a poco.

Lo repite con más lentitud. El ambiente está agradable, el aire acondicionado es muy

silencioso y produce la brisa fría de una pradera templada. La luz con su matiz blanco

azuloso le da al lugar una sensación de tranquilidad. Se imagina lejos de allí, en un paraje

entre montañas con cumbres nevadas. Las ve empinadas en torno a un gran semicírculo,

quizás un cráter de un volcán antiguo. Las nubes cubren los riscos de esos gigantes de roca

oscura. El cristalino sonido de vidrios de una pequeña cascada le permite caminar hacia un

riachuelo que se descuelga entre unas grietas limosas. Con las manos frías y el andar

pausado se agacha y alcanza a tomar un par de sorbos de aquella agua de maravillas que se

escurre río abajo, pero que proviene de las alturas y llega cayendo con sus músicas hacia el

vacío, como quien salta de roca en roca buscando la llanura. Se sienta sobre una enorme

raíz a orillas del riachuelo. Aquel ambiente de paz le trae a la memoria las vivencias de los

libros de Herman Hesse. Se recuesta del tronco de aquel árbol, que sin duda debe ser

centenario, cierra sus ojos. Se deja llevar por el tintineo de las aguas que cada tanto salpican

las orillas. Imagina que en aquella belleza escondida, y por medio del sendero cubierto de
194

agujas de pinos, hojas oscuras, camina a su encuentro Adelita Castaño, la mujer que en su

juventud robó su corazón, quien nunca lo devolvió. Se acerca con su cabellera larga, rizada,

de la cual cuelgan gotas brillantes como muestras de un ambiente nublado, mágico, frío.

Viste su uniforme de enfermera graduada. Llega muy cerca, le toca el hombro. –Alexis,

Alexis– en su sueño en ese bosque de duendes pecosos, siente que su amada le presiona

delicadamente el hombro. Aumenta la presión y casi lo empuja. –Alexis, Alexis Bethel–

entonces despierta. Se toma un par de segundos antes de descubrir que sigue en el hospital.

La habitación del doctor sigue siendo la misma. La enfermera le sigue empuja el hombro

hasta darse cuenta que ya está totalmente despierto. No es Adelita. Apenado se despabila.

–El doctor le espera en el cubículo tres. Pase por favor.

–Señor Alexis Bethel, soy el doctor Paolo Widenn, su nuevo oncólogo. El doctor

Jenkins me pasó su caso, dado que de acuerdo a su diagnóstico, mi experiencia en este

campo le resultará más conveniente. Tome asiento– el doctor mira a Bethel como a todos y

abre su expediente. Habla pausado, pero con claridad y transparencia, lo que le ha ganado

el aprecio de muchos. Es un hombre de aspecto severo, sin embargo, la práctica de la

medicina lo ha moldeado a las circunstancias de sus pacientes. Cuando se requiere calma y

sobriedad, la brinda. Del mismo modo, cuando sus gruesas manos son capaces de irradiar

calidez y consuelo.

–Como sabe, le hemos realizado varias pruebas diferentes, en todas se confirma que

tiene un tumor cancerígeno glótico muy localizado– tal como lo intuía CAB. El médico

sigue explicándole la estrategia que emplearán para eliminarlo. Presta mucha atención, está

dispuesto a seguir viviendo y enfrentarlo como otra batalla más que tiene que ganar.
195

–Requiere un tratamiento urgente, si tenemos suerte, podremos aumentar las

probabilidades de recuperación de sus tejidos, en otras palabras, eliminar las células

malignas. Estamos en el punto en el cual no se debe esperar más. Sin embargo, le pido que

entienda que lo debe seguir fielmente, de otro modo las posibilidades de control

disminuyen en gran medida. Debe comprender que no le permitiré consumo de alcohol de

ningún tipo, ni en pequeñas cantidades ni fumar. Le pido que regrese mañana para explicar

lo que se debe hacer. Por ahora, llene los formularios de los seguros y de la exoneración de

responsabilidades.

Alexis CAB se levanta, le estrecha la mano al doctor, lo cual le causa una extraña

sensación, pues ese gran hombre tiene una piel sedosa y delicada. Este contraste le genera

una contrariedad. Se dirige a la recepción en la cual por unos instantes se vio en un sendero

entre montañas nevadas, y le pide a la secretaria los formularios. Ella los tiene preparados

en una carpeta amarilla. Le anota la cita siguiente en un gran libro de registros. Con una

amable sonrisa se despide de él. La puerta del consultorio se cierra sola, con lentitud. De

pronto CAB está en el pasillo del hospital oncológico y se encuentra caminando hacia su

modesto auto. Su nueva situación no lo deprime, pero tampoco se siente muy animado. Le

acaban de decir, que de no llevarse adecuadamente el tratamiento, morirá de uno de los

males que más deteriora y degrada al hombre. Se marcha pensando, pensando, su suerte.

El cáncer lo ha asustado. Sale al patio de la casa y siente la brisa que llega del océano

Pacífico. En el fondo, la necesita. Requiere de ese Mar del Sur que tantas veces conoció a

lo largo de América. Esta vez, espera que su fuerza le sea transmitida con esa suave brisa

que le trae mensajes distantes. Reflexiona su situación. Para ello, nada como escuchar

aquellas canciones de luchas y de compromisos sociales que siempre le levantaron la moral


196

en los momentos más aciagos. Cierra la ventana, enciende el abanico. Coloca en su

modesto aparato de música el concierto que diese el grupo Inti Illimani a su regreso a

Santiago de Chile en 1988. Ese concierto junto a otro grupo, Illapu, le llena el alma como si

le inyectaran vitaminas, cafeína o algún tipo de sustancia capaz de regenerar sus

esperanzas. Es como si brotaran hacia la luz. En particular la pieza dedicada a Simón

Bolívar lo hipnotiza, le cambia el rostro. Empieza a cantar con fuerza, con intensidad, a

pesar del dolor en su garganta. ―…Simón Bolívar Simón, Simón Bolívar, nació de tu

Venezuela y por todo el tiempo vuela como candela tu voz. Como candela que va,

señalando un rumbo cierto, en ese suelo cubierto de muertos con dignidad…‖ También

escucha a Carlos Mejía Godoy y recuerda a sus amigos los compas nicaragüenses. Ve a Los

de Palacaguina y al mismo Carlos, con su melena, con la picardía propia de los nicas.

Disfruta esas expresiones naturales de la gente centroamericana. En más de una ocasión se

siente como Clodomiro, y lo canta con el corazón las veces que puede, excepto que su voz

no es la del ñajo de Mejía Godoy. ―Clodomiro, Clodomiro ¿para dónde vas tan serio? –

Voy a ver un partidito allá en el cementerio. –Y en asuntos de mujeres, ¿cómo te trata la

vida? –Me defiendo, me defiendo como gato panza arriba‖. Luego de varias veces con

Clodomiro, CAB disfruta con la canción Los Perjúmenes Mujer. No sabe bien qué

significaba aquello de sulibeyar que mencionan en la letra, pero interpreta que es el reflejo

sobre el agua más lindo que una mujer enamorada puede provocar en un hombre, y hacerlo

brillar, como los luceros, como los soles y enceguecer al mundo. A pesar de ser una

canción alegre, con una letra ingeniosa, una estrofa le recuerda a su Adelita. “Tus pechos

cántaros de miel, como reverbereyan, como reverbereyan, tus pechos cántaros de miel‖. Y

de tan alegre, le resulta algo melancólica. Chico Buarque, Elis Regina, Milton Nascimento,
197

Phil Collins, Los Beatles, Pink Floyd, Violeta Parra, Rubén Blades, Alí Primera, El Tri,

Juan Luis Guerra, Oswaldo Ayala, Donovan, Lulú, Eddie Palmieri, John Lennon,

Diomedes Díaz, Black Uhuru, Myriam Makeba, La Lupe, José Alfredo Jiménez, Julio

Jaramillo pasan varias veces por sus oídos esa noche. Cada uno le recuerda momentos de

todo tipo. Extrañamente su felicidad cada vez es menor, y la tristeza se va apoderando de su

cuarto, de las notas y de su alma.

La mañana lo sorprende algo cansado y escuchando aun a sus artistas preferidos.

Decide descansar un par de horas, otra vez visitar al médico quien le dirá cuál tipo de

tratamiento emplearán. Se va quedando adormecido en el sofá medio gastado. Sueña. Se ve

portando fusiles, arrastrándolos por un camino pedregoso. Le duelen los brazos y casi no

puede moverlos. Con cada paso avanzado siente que el bulto de las armas se hace más

pesado. En esa tarea está cuando un resbalón al borde del camino le hace perder el

equilibrio y cae de espaldas. En el aire siente el vértigo de la muerte. Pasan por su vista

escenas que de tan rápidas, no las puede identificar. Se siente mal, nauseabundo. Cae y cae.

El abismo se está terminando, el fondo rocoso se acerca más y más... Tiene miedo, grita,

pero su grito no se oye. Desesperado abre los brazos en cruz como rogando. De pronto, un

estertor lo despierta. Está en el viejo sofá, aun algo alterado. Son las diez, debe apurarse

para llegar a la cita médica.

–Señor Bethel, lo someteremos a Quimioterapia en conjunto con radioterapia. De

esa forma no arriesgaremos sus cuerdas vocales ni otros órganos– le dice el médico. Esta

vez no lo ha hecho esperar. No ha habido ni demoras ni sueños en senderos de montañas.

Solamente sus sobrias palabras y un calendario de intervenciones con dosis ya calculadas.

CAB se retira tal como llegó. Está más tranquilo. Debe mentalizarse para cumplir otra
198

campaña de luchas, lo cual no le resulta novedoso. Él pelea tal como en su diario lo hacen

los pueblos o personajes asediados. Sabe que debe seguir todas las recomendaciones

médicas y se empapa de temas como el poder de la mente sobre la materia, aun así tiene

dudas. Prefiere instruirse sobre la enfermedad y fórmulas alternas para combatirla. Lee sus

apuntes de su diario y está seguro que saldrá victorioso. Arma su propia estrategia basada

en sus propios agentes inmunológicos. Cada noche se concentra en ordenar sus tropas.

Pone a sus células a trabajar frente a las bacterias que lo tienen postrado, a las cuales

identifica por sus colores oscuros y sus formas ovaladas. Las suyas son un ejército bien

formado, alineado, dispuesto a dar de sí, lo mejor. Al enemigo lo ve por los intersticios de

su interior, escondiéndose en las penumbras, huyendo con sus tenazas de cangrejos. Cree

que el tiempo es circular y él reencarna a un gran estratega, quizás Alejandro Magno o

Napoleón. Desde que le diagnosticaron lo del cáncer, habla de Chávez, de su revolución

bolivariana, y lo hace con el mismo carácter egocéntrico del militar venezolano,

triunfalista, arrollador, descalificador. Pero, en otras ocasiones pierde la fe, siente que la

muerte está sentada en su cama, esperando con paciencia, un desenlace a su favor.

Así se le escurren un par de años, entre trabajar como supervisor en una empresa

de metales, escribir memorias en su diario y luchar cada noche contra esos invasores

silenciosos que quieren deshacerlo. El tratamiento estuvo postergado, porque no había cupo

en el hospital. En ese lapso de espera, reflexiona sobre la fe en su propia cura. Finalmente

lo admiten.

–Capitán Bethel, la sesión de la quimio va a comenzar.


199

–Enfermera, acérquese por favor– le aprieta el brazo, con voz quebrada le suplica que

lo acompañe mientras reúne a sus fuerzas y se reorganizan para luchar contra el enemigo de

su voz. Le pide su diario que está en la mesita de noche. Lo toma como si fuese una biblia.

Quiere releer relatos sobre los sandinistas y sentirse feliz por los niños que no murieron en

Estelí, quiere ensanchar su pecho de orgullo por los soviéticos que padecieron hambrunas

de cuero y hueso, pero no claudicaron ante los nazis ni ante Stalin, quiere sentir la fuerza

del odio contra el delator de Cantaura y quiere reivindicarse con la vida, decirle a Allende

que lo acompañaría nuevamente, y que esta vez no le tendría miedo a la muerte, porque ya

la conoce, la respeta y sabe que puede convivir con ella, al menos una vez más.
200

Capítulo V

INFORME Y RETORNOS
201

Terminadas las búsquedas y el análisis, llega el momento de cerrar el caso. Oscar

Klinsman es un hombre de éxitos que alcanza los objetivos de sus planes. Es persistente y

moviliza sus recursos y atributos hacia el logro efectivo de lo que se ha propuesto. Para él,

el caso de Alexis Bethel CAB era uno más, sin embargo, en el transcurrir de la

investigación –y por primera vez en su carrera– se involucra de manera personal, al punto

que sacrifica asuntos con tal de obtener resultados alentadores. CAB –él lo intuye– fue

responsable de múltiples acciones guerrilleras en varios países latinoamericanos. Lo

considera más que un luchador social, un guerrero. Nació soldado y morirá –o murió–

como tal. Los resultados del laboratorio indicaron algo de grasa que a su vez dejaron

plasmadas unas huellas digitales en la tumba del Cementerio Amador, que parecen

concordar con las que los americanos le suministraron. De ser así, su hombre estaría vivo, y

la tumba no sería más que lo que originalmente pensó, un engaño para despistar. Sin

embargo, esta prueba no es lo suficiente como para concluir en esa dirección.

Los testimonios de los autores del atentado a Pinochet dan fe de un extranjero, un

centroamericano, y todo apunta a que es el panameño CAB. Pero, el transcurrir del tiempo

y las circunstancias han contaminado esta tesis, y es probable que lo que queda del FPMR

prefiera descargar responsabilidades en guerreros ficticios. La organización agoniza como

tal, y sus mejores hombres están muertos, retirados en el extranjero o presos. Solo un

entusiasta grupo de activistas se niega a la idea de dejar morir por cansancio esa opción,

que alguna vez sumara las simpatías de miles de chilenos y extranjeros que veían una salida

de fuerza a la dictadura. Tal como el escudo de Chile reza, "Por la razón o la fuerza", la

mayoría de los chilenos optó por lo primero, y fue la alegría y los votos los que destronaron

la fuerza, y con ello, la razón inmediata de ser del FPMR. En esta sección de sus
202

reflexiones, Klinsman recuerda a Neruda, quien enfermo y días tras el golpe de Pinochet,

escribía memorables palabras, con algunas de ellas expresaba su deseo porque aquella frase

fuese cambiada a una única y humana posición ante la sociedad: "Por la razón o la razón".

Klinsman vuelve al asunto de CAB. El gran rescate de la Cárcel de Alta Seguridad de

Santiago en 1996, revive las brasas de esa agonizante hoguera política y al parecer, no cabe

dudas que en ella también participó activamente el panameño. ¿Es suficiente para abrirle un

proceso legal en Chile? Las evidencias no son contundentes y el caso también ha sido

esclarecido por la historia. Pero, la Fundación Pinochet quiere jugar al "ojo por ojo" como

lo hiciera su líder. También quieren que se juzguen a los responsables que aún no han

entrado en los procesos penales, y con mayor énfasis a los extranjeros. Alexis Bethel es el

candidato perfecto para ello, pues su historial está muy vinculado al FPMR y a acciones

militares bien conocidas. Los aportes de sus textos, al cual Klinsman ha llamado su

"diario", le han brindado la oportunidad de conocer detalles y aspectos personales del

investigado. De hecho, algunos datos podrían ser parte de las pruebas en un potencial

juicio, pero la fantasías de otros eventos narrados en el mismo libro, le restan veracidad a lo

que apunta a ser un verdadero hallazgo judicial. Los resultados del programa corrido con

ayuda de los norteamericanos de Harvard le permiten a Klinsman establecer algunas

respuestas de conductas probables, y entre ellas, la de un ataque militar de gran asombro en

la sociedad. El programa señala que por la edad y las probadas conductas de CAB, debe

estar intentando un cierre de su vida con repercusiones que permitan colocarlo en el sitial

que él espera, en materia de la lucha social. Pero, nuevamente la pregunta si está vivo o no,

y a cuál grupo podría estar vinculado sigue latente y sin respuestas claras. El programa

también da altas probabilidades a un ataque, más que una lucha de desgaste, y que quizás
203

esté rondando en la cabeza de CAB la idea de asumir otra causa popular en el continente

para ello.

Klinsman se siente comprometido con la idea de entregar cuanto antes su informe a

la Fundación. Sabe que las conclusiones generadas podrían alertar a las autoridades

militares de la región y quizás sea del interés de la viuda, obtener algún favor político o

alguna ventaja a cambio de dicho documento. Si no fuese tan confidencial, su producto

calificaría para una tesis doctoral en su alma mater, Universidad de Harvard, en la cual

tecnología, gerencia e información se emplean de manera eficiente y exitosa para una causa

distinta a los negocios.

Abre su maletín ejecutivo y lee otra vez esa hoja gastada que está numerada 367. La

relee y piensa que la siguiente hoja es la clave de la investigación. Los universitarios no

quisieron pactar más con él ninguna venta del resto del diario de CAB. Se estruja las ideas

tratando de encontrar una fórmula que le permita conseguir al menos la página 368, en la

cual, de acuerdo a sus propias conclusiones, debería estar una lista de los involucrados en el

atentado, y por el perfil psicológico del panameño, no debería estar excluido. Se le acerca el

fin del período otorgado a los Pinochet. Hasta ahora está en una encrucijada que lo tiene

indeciso: las evidencias señalan circunstancias en las cuales seguramente CAB estuvo

involucrado, entre otras, el atentado al General, actuando como apoyo del Comandante

Ramiro; el rescate de los frentistas de la CAS, en la cual las descripciones y testimonios

apuntan a un comando parecido a CAB, y el asesinato de Jaime Guzmán, en el cual se cree

que el barrendero anónimo no es otro, sino él. Haciendo un resumen de las evidencias no ha

podido ir más allá de las conjeturas. En el Registro Civil aparece una persona identificada
204

como Alex Beltrán Rodríguez, nacido el primero de mayo de 1950 en el Hospital Panamá,

de la ciudad capital. Con esta información y cotejándola con el informe de la CIA sobre

terroristas latinoamericanos de los años ochenta y noventa que le facilitara la embajada

norteamericana, llega a la conclusión que Alexis Bethel CAB es Alex Beltrán Rodríguez.

Viernes. 30 de julio 2010. Semanas después y tras una llamada de la enfermera Dallys del

Hospital Gorgas, Klinsman se presenta al ION. Ella tiene preparado el álbum de los

pacientes que han dejado huellas, especialmente los más locuaces. Aunque los tiene

referenciados por años, algunos espacios están vacíos por fotos que han sido sustraídas o

perdido con el paso del tiempo.

–Buenos días, ¿cómo está? ¿Recuerda lo del asunto de las fotos?

–Por supuesto, aquí le tengo el álbum. ¿Quiere usted mismo revisarlo?

–Genau. Claro. Dígame dónde me ubico.

–Siéntese aquí. Si quiere algo en particular no dude en llamarme. Estaré en la sala

de enfermería– y le extiende una silla de metal frente a una mesa de trabajo en un cuarto

pequeño destinado a la espera de resultados de laboratorio. Una lámpara de sesenta vatios

alumbra permanentemente el rincón de la mesa. Allí tendría el clima necesario para revisar

con calma el álbum de fotos. La mujer se retira con su bamboleo de barco a la deriva, con

su estampa de elefante bondadoso, mientras tararea una melodía cristiana. Oscar abre con

cierta premura el documento y busca rápidamente el año 2001. Se encuentra con numerosos

enfermos en situación similar. Aunque en las imágenes se encuentran rodeadas de

enfermeras e incluso de personal médico de relevancia, en común tienen una mirada de

cierta desesperanza. Cree que es una sutileza, pues tratan de sonreír y mostrarse conformes.
205

En la parte inferior del amarillento documento hay algunos nombres y muchos apodos, algo

que ha descubierto con sorpresa en Panamá: todos tienen uno. No le resulta extraño

encontrar referencias como: Pepe se despide de sus amigos. Diciembre 2001, y sobre esas

palabras una imagen de un hombre delgado, calvo, sin barba ni bigotes, su tez blanca, más

pálida que lo que debe estar, con una túnica que parece de un sacerdote oriental en

penitencia. Un grupo de cuatro enfermeras gruesas, de variados rostros y aspectos le rodean

con un cariño que se adivina, casi maternal. En otra ve a unas gemelas conocidas como

Chana y Juana. Iguales en todo. En esa, el doctor Widenn aparece saludando con cierta

altivez. Ambas hermanas presentan esa misma mirada de animal resignado que se

encuentra en casi todos los rostros de los enfermos irradiados. Las hojas de los niños se las

salta rápidamente. Continúa viendo a los adultos.

En general, cada foto le sugiere la despedida insípida de un soldado que regresa

herido a casa, por lo que se espera que retorne feliz. Ese pensamiento le queda rebotando en

las sienes hasta que con sorpresa identifica algo que le llama la atención. Se levanta. Abre

un poco más la persiana para obtener más luz solar. Quiere estar seguro de lo que ha

identificado. Hay una leyenda que reza, Alexis retorna a su batalla. La acompaña una foto

borrosa en la cual se identifica a un hombre acholado, bajo de estatura, algo fornido aún.

Parece ser lo que busca. Otro asunto lo mantiene alerta. Hay una muchacha orgullosa con

un diploma de bachillerato abrazada a quien parece ser, por su parecido, su padre. Se le

asemeja mucho a Yaffit. Aún asombrado, Oscar llama con urgencia a la enfermera y le

pregunta atolondrado sobre ese día.


206

– La foto la tomó una extranjera, una mujer blanca delgada que llegó a visitar varias

veces al paciente. Era como si hubiese vivido entre panameños por mucho tiempo, pero se

le sintiera su acento foráneo aún. De la muchacha pues, no recuerdo mucho, excepto que

me entristeció verla con el diploma de bachiller. Usted sabe, uno se va endureciendo con la

vida. Nos toca ver escenas desgarradoras. Pero, en ese caso, no era dolor por la muerte

cercana, era una melancolía diferente. Creo que no se veían en mucho tiempo y ella estaba

muy orgullosa de mostrar su logro. Los vi llorar a los tres. Eso le llega a uno, ¿usted sabe?

Parecía que las distancias los habían separado, como si hubiera sido a la fuerza, usted sabe,

cuando uno se quiere y el destino nos separa. Eso es duro de tragar. Lo sé. Lo he vivido.

Por eso le digo que esa gente sufría su distanciamiento. Era obvio que se habían extrañado

mucho. Eso fue triste, muy triste. El paciente llamaba a la señora, Jessi, y a la niña, Yaffit.
207

Pocas veces Oscar pierde el control. En esa ocasión se sentó, aspiró profundo y

agradeció a la enfermera su ayuda. Ella lo notó raro, algo pálido. Quiso estar solo un rato.

La señora no comprendió el por qué, pero lo dejó en el cuarto. Debía volver a la Sala donde

estaba. Antes de irse, el chileno le pidió sacar una fotocopia de la foto. No había más que

esa, y la quería. No hubo problema en dársela, con el obvio compromiso que la devolviese.

Al salir del Hospital, esta vez Oscar prefiere caminar hacia el Cerro Ancón.

Necesita aire fresco y aplomar sus ideas. Se siente burlado, decepcionado. Sin duda todas

las pruebas apuntan a que Yaffit es la hija de su investigado: Alexis Bethel, cuyo verdadero

nombre es Alex Beltrán Rodríguez. Una pregunta le da vueltas y vueltas y no le encuentra

respuesta, ¿Por qué?

Intuye que no hay casualidad entre su encuentro en Santiago y lo obtenido en su

investigación. Pero, ¿por qué? Trata de poner todo en orden. Ya está claro que Alex CAB

Bethel es un prófugo que pudiese estar vivo, y la única persona que puede sacarlo de dudas,

es Yaffit, a quien por ahora no sabe si insultar, besar o gritar.

La subida al punto más alto en la entrada sur del Canal, el emblemático Cerro

Ancón, le hace bien. Unos turistas toman fotos en todas direcciones. Él se limita a sentarse

al lado del monumento a Amelia Denis de Icaza. Lee su poema al cerro. Trata de mantener

su cabeza fría y sobria, pero no es fácil. Ha decidido olvidarse de todo por unas horas. En

otras ocasiones le ha funcionado. A eso llama la “reconexión”. Respira profundo. Ve a un

venado cruzar frente a él. Le sorprende la cantidad de animales que se consiguen en la

ciudad. Varios barcos hacen fila para entrar al Canal. En una esquina, en el suelo, unas

ardillas pelean unas semillas con unos ñeques. Al parecer las ardillas se salen con las suyas.
208

Contempla el Mar del Sur. Se imagina el Casco viejo asediado por piratas que vencen los

muros y asaltan. Se imagina las bases militares con su soldadesca lista para entrar en acción

desde este país ubicado en el centro de América. De hecho, mientras subía, miraba con

curiosidad las ruinas de estructuras de concreto que, según ha leído, guardan túneles y

ascensores dentro del cerro. Todo ello, le va matizando los pensamientos.

Baja algo más tranquilo. Sabe qué hacer, al menos en las próximas horas, aunque en

el fondo, se siente extraviado. Toma un taxi.

Llega al hotel, pero prefiere ir al Casino de al lado, el que lo recibió el primer día.

Una penumbra habitual, llena de misterios, abre sus puertas. Esa oscuridad es cómplice de

traiciones, de amantes anónimas, y es lo que quisiera tener en este momento. Suena un

bolero de Javier Solís.

Me recordarás, me recordarás, porque me has querido…

Pide una botella de whisky. Se prepara un trago doble en las rocas. Su cabeza está

llena de imágenes y momentos, sin embargo, su corazón está vacío. Un vértigo lo arrastra

en una caída que no termina. Yaffit fue su todo durante unos meses, y siente que fue toda la

vida, toda su vida. El primer trago se lo bebe casi todo en un envión. Cierra los ojos. Parece

que duerme. Ahora suena una canción de Myriam Hernández que ya conoce. Con ella

Yaffit cantaba y cantaba hasta terminar exhausta, llorando. Luego le decía que ella portaba

el alma de La Lupe. Nunca le comprendió eso. Tan solo sabía que debía ser algo muy

importante, sentirse tan afligida.

Se me fue con el sol,

sin hablar, sin un adiós,


209

no recuerdo ni su cara ni su voz…

Toma el vaso lo aprieta. Cierra los ojos. Se ve caminando decidido.

–Hola, por favor dígame. ¿Ha visto hoy a Kimberly por aquí?– pregunta de manera

sosa al mesonero. Lo ve, y aunque sabe de quién se trata, suele ser muy discreto. Mueve la

cabeza y la boca en dirección a una mesa solitaria en un rincón. Una figura de una mujer

sentada, lo excita. Se acerca y le habla con decisión. Una voz seductora le responde. Piensa

un poco, está tentado a dejarlo todo así, pero un impulso desconocido en él, lo invita a

seguir el juego.

– Dime, amor. ¿En qué te puedo servir?– responde la melosa morena.

– Soy el chileno que no sabe bailar salsa. ¿Te acuerdas de mí? El del concierto de

Ismael Miranda, aquí, en el hotel El Panamá hace un tiempo. Quiero tener una noche

movida…– solo recordarla, lo va excitando y de pronto está desinhibido, audaz, con ganas

de apretar a esa mujer y pasarla muy bien.

– ¿Movida? ¿Qué significa eso?– le dice con expresión muy coqueta, dulzona, como

es ella, como si susurrara algo tierno al oído, haciéndose la inocente, aunque sabe desde las

primeras palabras lo que quiere ese hombre.

– Bueno tú sabes…música, tragos, alegría…como la que tuvimos hace unas

semanas. Quiero olvidar a alguien, y tú pareces ser la indicada.

– Ahh…tú, niño guapo. Claro, ¡cómo olvidarte cariño! Si tu chequera da para todo

lo que quiero, ¡sí!...jajaja– una risa fresca sin quiebres le confortó, olvidándose un poco del

asunto de Yaffit, que a finales de cuenta, es lo que pretendía con esta nueva aventura.

..se me fue con timidez,


210

con la luz del anochecer,

ahora sé que no le supe comprender…

Abre los ojos. Sigue en el casino, solo, triste. El escenario oscuro. Pide al mozo que

le prepare otro trago, él ya no puede. Ya no acierta nada. Cierra otra vez los ojos y se da

cuenta que no es capaz de levantarse para pedirle nada a nadie, mucho menos a una mujer

que lo consuele, que lo mime, porque está muy dolido. Mira hacia el fondo. No hay nadie

en ninguna silla del rincón.

…se me fue sin avisar,

no le pude acompañar

a su cita con la oscuridad…

Empieza a comprender a Myriam y a su Yaffit. Aunque no la ha terminado, pide

otra botella.
211

Lunes. 2 de agosto 2010. Oscar no ha podido dormir. La ansiedad lo carcome. Anda

malhumorado, pues en el fondo, cree no equivocarse con la identificación de Yaffit como

hija de CAB. Sale apresurado del hotel y se dirige a la Oficina de la entropía, como ha

bautizado al Registro Civil. Ya conoce cómo movilizarse en la caótica ciudad de Panamá,

así que saca la mano, le hace señas a un taxi, sin preámbulos le pide que lo lleve. El

conductor se asoma por la ventanilla del pasajero, medita un par de segundos, le dice “No

voy” y se marcha a la caza de otro cliente. A Oscar esto no le asombra, con algo de

resignación, vuelve a intentarlo. Sabe que los taxistas determinan hacia donde se dirige el

pasajero y no al revés como ocurre en cualquier parte del mundo. Esos autos amarillos

están conducidos por sus dueños en muchos casos, quienes no se consideran en la

obligación de dirigirse hacia el lugar señalado por el cliente, sino, de acuerdo al tránsito y

estado de las calles, al que más le convenga a él. Mientras viaja en uno de ellos, va

pensando, especulando, en los escenarios que se derivan de informaciones positivas con

respecto a Alexis Bethel alias Taxi CAB. En un primer escenario piensa en la posibilidad

que su nombre sea el correcto y no un artilugio, de ser así, la investigación se encamina a

un objetivo claro, comprobar si está registrado como difunto o no. Otra acción inmediata

que se desprende de la existencia de CAB es tratar de obtener direcciones o números de

teléfonos, o de sus familiares. Bajo el supuesto que los obtenga, debe montar una estrategia

para obtener evidencias de su paradero, e iniciar la compilación de entrevistas que indiquen

si estuvo en Chile en 1986, si participó en el atentado, y en otros asuntos. Esta última parte

le resulta también, el reto de su trabajo. Aun teniendo a CAB enfrente y grabando sus

declaraciones, las cuales no está obligado a dar, no resulta obvio que haya cómo obligarlo,

excepto, una orden judicial y su comparecencia ante algún tribunal. Sin duda, ello escapa
212

de los alcances de su investigación, la cual llegará hasta demostrar que CAB vive, y dónde.

El resto lo haría la diplomacia junto con la justicia chilena, empleando todas sus

herramientas. Las evidencias para resolver el caso deben incluir un peritaje caligráfico que

confirme que es autor de un diario donde se describe el atentado, algunas fotos de la época

en las cuales que pueda identificado por parte del resto de fusileros presos que actuaron ese

día y que podrían recibir consideraciones en la reducción de sus penas si colaboran con este

nuevo caso, y por supuesto, una declaración formal de él, admitiendo su participación.

En caso de que no se tenga información sobre él en el Registro Civil, el asunto se

complica, tendría que insistir en hurgar en la izquierda local hasta obtener información

relevante que le permita saber su nombre verdadero y ubicarle. Para ello, sin duda tendrá

que pagar, comprar conciencias, cosa que ha hecho en otras situaciones. La llave mágica

del soborno le ha funcionado muy bien en asuntos legales, así que no tendría

remordimientos en emplearla. Recuerda muy bien que incluyó el nombre de Yaffit en las

opciones de investigación de la Directora. Sin embargo, no quiere que se note su urgente

interés por saber si realmente es la hija de CAB.

Llega al conocido edificio. Como siempre, hay mucha gente alrededor. También

personas que ofrecen servicios en la acera, escribanos, fotógrafos, cuidadores de autos,

limpiabotas, en fin, un mundo gira en torno a la oficina de identificación. Oscar penetra en

ese universo de funcionarios cargando copias, extranjeros tomándose fotos tipo pasaporte,

niños tomados de la mano de sus padres, quienes buscan las cédulas juveniles para el

próximo período escolar. Va preparado para presionar a la Directora con el asunto del

vicepresidente del CLARCIEV, su colega y amigo, Rodrigo Durán. La noche anterior habló

con él. Espera que de acuerdo a los resultados que obtenga, Durán pida al propio Piñera,
213

que se comunique con su homólogo Martinelli, para que se preste la mayor colaboración en

el caso. Este último le debe un par de favores a Piñera y seguramente comprenderá la

necesidad de suministrar información valiosa.

Al anunciarse en la recepción lo hacen pasar sin mayores retrasos. La Directora lo

espera con cierta angustia. Oscar piensa que el cambio quizás se deba a llamadas desde

Chile por parte de su amigo, Durán.

–Le tengo noticias. Se sorprenderá…– empieza sin preámbulos la Directora. Oscar

se acomoda en su silla y espera con cierta paciencia que enmascara su ansiedad.

Lunes, 2 de agosto de 2010. “Bueno, directora, soy todo oídos”– le dice a Sharon Michelle

del Registro Civil, quien a todas luces se muestra más colaboradora que la última vez que

se vieron. Ella nunca supo por dónde llegó la orden, pero fue tajante. Trató de investigar

con su personal y otro de algunas oficinas, y todos coincidieron en que el Presidente en

persona le ordenó al Ministro que se aclarara el asunto de un panameño involucrado en el

atentado a Pinochet en 1986. Nunca se enteró que el amigo personal de Klinsman, su

homólogo chileno Rodrigo Durán llamó en persona a Sebastián Piñera, quien no dudó en

contactarse con el Presidente de Panamá. El resto era de suponer: apuros, tensión, incluso

gritos y amenazas de entrega de información, “que buscaran hasta debajo de las piedras

para explicar el asunto del ñángara…”

La mujer había conseguido información valiosa y se disponía a leerla, a la par que le

entregaba al chileno, un dossier con copias de documentos y fotos. Klinsman estaba

sintiendo aquella cosquilla que precedía a los descubrimientos importantes en los casos de

su carrera. Siempre le recorría un calambre sutil que lo aceleraba y le hacía pensar con
214

prontitud y sagacidad. Esa era su droga, por ello disfrutaba tanto resolviendo sus asuntos.

Se podría decir que ese era el momento cumbre de la investigación, el resto era trabajo

mecánico.

–Le investigué a las dos personas que me pidió: a Alexis Bethel y a Yaffit Sacs.

¿Por dónde quiere que comencemos?– el chileno se queda pensativo. En su afán por

conocer los detalles de la pesquisa de la directora obvió plantearse qué le resulta más

urgente, en su cabeza su lado racional le dice que sin duda alguna lo referente a su trabajo

es lo que más importa, es decir, la identidad real y detalles de dónde conseguir a CAB, pero

por otro lado, cierta curiosidad enfermiza le persigue desde hace tiempo, al punto que le

desvela alguna que otra noche, pues como pocas veces en su vida, está realmente

enamorado, y un halo de misterios, o quizás de dudas, rodea a su Yaffit. Se decide por su

responsabilidad, todo lo relacionado a su caso, porque por eso es que está en Panamá, y

además, el tiempo se le agota. Recuerda que los Pinochet tienen una fecha mortal que se

acerca: 11 de septiembre.

Abre la puerta la asistente de Sharon Michelle, trae consigo dos vasos de agua con

sus respectivas servilletas y los coloca sobre el escritorio de la funcionaria. Cuando se

retira, la directora aprovecha para pedirle un café, y le extiende la invitación al chileno,

quien no acepta, más por apurar el retiro de la asistente que por el asunto del café en sí.

Otra vez solos, la directora retoma sus últimas palabras.

– ¿Por cuál empezamos?

– Sin duda, por el caballero– responde Oscar algo más tranquilo.

– Mire, antes que nada déjeme advertirle que aunque aún no sé detalles de su

persona, veo que esta investigación tiene prioridad para su gobierno, eso lo respetamos,
215

además que lo que le voy a suministrar está sujeto a la mayor confidencialidad. En otras

palabras, no puede divulgarse, de otra forma estaríamos todos en problemas. Supongo que

esto lo entiende muy bien, señor Klinsman.

– Genau, en efecto, es así.

– Bueno, del señor Capitán Alexis Bethel encontramos indicios que ese es un

nombre ficticio, y que por datos de inteligencia suministrados por nuestros “socios” y por la

Oficina de Seguridad del actual gobierno, al comparar la grafología del escrito que nos

suministró, un par de huellas dactilares que pudimos rescatar de ese papel, algunas

imágenes de su juventud en la guerrilla panameña denominada Brigada Victoriano Lorenzo

que acompañó la lucha de los sandinistas contra Anastasio Somoza Debayle, y por las

descripciones de los testimonios en casos judiciales chilenos que nos hiciera llegar desde su

país el colega Durán, hemos concluido que esa persona es Alex Beltrán Rodríguez. Este

señor nació el primero de mayo de 1950 en Panamá. Es portador de la cédula 8 -19-3456.

La última vez que acudió a renovar su cédula de identidad fue en 2004, previo a las

elecciones generales de ese año. Estudió la secundaria en el Instituto Nacional conocido

como el Nido de Águilas en la ciudad de Panamá. En su historial médico tenemos que en

Agosto de 2001 inicia con éxito un tratamiento de quimioterapia–radioterapia para tratar un

cáncer de laringe detectado el año anterior. Podemos darle una copia de la foto de la cédula.

Dado el diagnóstico oportuno y el bajo grado de avance de su cáncer, se le pudo extirpar sin

problemas. La imagen del 2004 muestra a un hombre ya recuperado, sin embargo, no

regresó a los controles, y por tanto, no se sabe si el cáncer volvió. En su perfil psicológico

tenemos que es un hombre de carácter fuerte, introvertido, de decisiones firmes, ante todo,

valiente, muy callado, lo cual no se debe traducir en timidez, y creo que lo más resaltante
216

que encontré en esta descripción es que tiene proyecciones en su vida que lo vinculan de

manera permanente con el servicio a los demás, es decir, un hombre entregado a sus

convicciones sociales. Otros aspectos de su carácter son la seguridad en sí mismo y su

lealtad. Con respecto a las características físicas que completan su imagen nos mencionan

en el documento que es un hombre de un metro setenta y cuatro de altura, fornido, de unos

setenta kilogramos de peso, aspecto indígena, cabello lacio negro, sin barba ni bigotes. No

tiene cicatrices visibles, ni ausencia de dedos, manos o pies. En el año 2004 tenía cincuenta

y cuatro años, y tal como aprecia en la foto ampliada de nuestros archivos, no tiene canas ni

arrugas en el rostro. De los servicios de inteligencia norteamericanos hemos sabido sus

actividades políticas más notorias desde cuando se le empezó a seguir. También suponen

que muchas otras no fueron registradas ni conocidas por esos mismos servicios. Estudió en

la Universidad de Panamá entre los años 1968 y 1970. No terminó sus estudios

universitarios, sino que formó parte del Partido del Pueblo y gracias a ello, obtuvo una beca

gestionada ante la Universidad Técnica del Estado de Chile para estudiar ingeniería naval.

En ello colaboró la relación entre Cleto Moure de Panamá ligado al mencionado Partido del

Pueblo y Volodia Teitelboim del Partido Comunista de Chile. Alex Beltrán Rodríguez se

suma al PCCH y específicamente a las Juventudes Comunistas, y se convierte en un

militante de rigor y disciplina. Es poco lo que se sabe tras el golpe militar de Pinochet de

1973 con respecto a nuestro investigado. Luego hay un vacío. Se cree que viajó a

Argentina. Reaparece en agosto de 1978 entre los integrantes de la Brigada Victoriano

Lorenzo que comanda el médico panameño Hugo Spadafora. Tras el triunfo sandinista, se

le identifica con guerrilleros que apoyaron a los Miskitos. Después se desconoce su

paradero, algunos creen que se sumó a la contra guerrilla nicaragüense ARDE que dirigía el
217

Comandante Cero, Edén Pastora. Otra información menciona una corta estadía en Panamá

y una hija concebida con una exiliada chilena, de nombre Jessica Sacs Leighton. Hago un

paréntesis en esta parte, para pedirle que me recuerde más adelante que le suministre más

información sobre esta persona–. En ese momento, un súbito impulso, imperceptible para la

funcionaria, recorrió la espalda del chileno, un signo inequívoco de una intuición, algo que

nunca le falla. Siguió prestando atención al interesante reporte de la directora, el cual

superaba por mucho sus expectativas–. Volviendo a Beltrán, se sabe que se sumó al FPMR

de Chile en 1985 tras el cruel asesinato del guerrillero Hugo Spadafora bajo el régimen de

Noriega. A partir de esta parte de su historia, hay un vacío grande. Se desconoce su

paradero, e incluso si participó oficialmente en actividades de ese grupo armado. De

acuerdo a una entrevista que sostuve con un funcionario del gobierno americano, no es

común que se ignoren datos del investigado de manera súbita, en su experiencia esto solo

ocurre cuando el agente es muerto y por razones de seguridad de su familia, no es

reclamado; o cuando también por obvias razones de seguridad de contraagentes, se le

protege al no registrar datos de sus acciones–. La directora hace una pausa. El chileno se

acomoda en su silla, estira el brazo y sujeta el vaso de agua, se la bebe con lentitud, como

quien no quiere.

Abajo, el caos usual de esa entidad pasa ajeno a la sesión que mantienen ambos. La

Directora se levanta, se asoma a la ventana, descubre que hasta ahora, la reunión con el

chileno ha representado un oasis en su cotidianidad. Se vuelve a sentar, se reacomoda y

reinicia el relato del informe. El investigador toma notas de aspectos claves que le

interesan, como siempre, lo hace en alemán y con letra menuda.


218

– Como podrá ver, la información es detallada y estimo que le resultará muy útil– le

dice la panameña, esperando algún tipo de reconocimiento.

– Bueno, hasta ahora es así. Sin embargo, usted comprenderá que la necesito

impresa y en formato digital y debo sumarla a un análisis muy minucioso, por tanto, no

puedo adelantarle más que no sea mi agradecimiento por el esfuerzo dedicado a nuestra

solicitud. Sin duda, al llegar a la habitación del hotel, me pondré en contacto con su colega

Durán y seguramente él le hará saber a nuestro mandatario que su país está colaborando

con nosotros.

– ¿Qué supo de la enfermedad del señor Beltrán?– añadió el investigador.

– Mire, no está en este informe, pero le pedimos al director de nuestra Oficina de

Seguridad, que como sabe, se encuentra en la Presidencia de la República y tiene la

facultad de averiguar la vida de cualquiera, que investigara en los hospitales públicos

primero, y en los privados después, si tenían a algún paciente de cáncer con este perfil entre

sus pacientes desde el año 1985 hasta la actualidad. Y sorpréndase...en 1995 un hombre con

las características de Beltrán fue referido de la Clínica Génesis de Juan Díaz al Instituto

Oncológico Nacional-ION. El doctor entrevistado, Luis Ramos, dijo que "hay dos cosas

que no olvidaré de ese día: era 24 de diciembre, día de Navidad y por tanto difícil para

entregar un diagnóstico de cáncer a un paciente; y la mirada extraña de ese sujeto...".

Aunque no supo definirla bien. Se registró esa vez con el nombre de Alexis.

– Interesante– mencionó el investigador– Continúe por favor.

– En los registros del ION no se encontró nada parecido a Alex Beltrán, pero sí un

Bethel como usted me refirió. Era un hombre de características similares al individuo

buscado que llegó a inicios de 2001 con un cáncer incipiente en la garganta. Tras la espera
219

del cupo, en 2003 se le internó para un tratamiento de quimioterapia–radioterapia. Su

doctor fue el prestigioso galeno Widenn y él declaró que su paciente era muy raro, de una

conducta fuera de lo común. No se deprimió tanto como ocurre con el noventa por ciento

de los enfermos de cáncer. Recuerda que leía y escribía mucho, y guardaba con recelo un

viejo cuaderno de tapas duras, y un par de libros–. Tanto la directora como el chileno

intercambiaron miradas de complicidad. Sin duda, estaban tras la huella correcta.

– ¿Y qué fue de ese paciente? ¿Murió?

– En este sentido, tenemos otro vacío. Nuestros sabuesos no pudieron ir más allá.

De acuerdo al doctor Widenn, "…se piensa que terminó adecuadamente el tratamiento, tal

como queda en los registros del Instituto, pero no asistió a las citas de control. Esa conducta

evasiva es común en pacientes que se sienten curados y creen que no habrá marcha atrás

con su enfermedad, pero algunos se equivocan. Pero, después es muy tarde para rectificar, y

a esos, los vemos años después, dentro de un ataúd".

La directora hace una pausa. Se siente algo liberada después de referirle todo lo que

obtuvo al investigador. Oscar sabe que, con respecto a CAB, no es mucho más lo que

obtendrá de la atareada funcionaria.

– Bueno, parece que ha sido extenuante para usted este asunto. Le agradezco lo que

ha hecho. Le haré saber a nuestro mandatario todo su esfuerzo y cooperación. Seguramente

lo agradecerá al suyo. Lo conozco bien. Ahh…me pidió que le recordara lo relativo a la

señora Jessica, la mujer de Alexis.

– Ahhh...claro, casi lo olvidaba, menos mal que le pedí que lo recordara, como ve

empiezo a tener a mi alemán cada vez más cerca.

– ¿Disculpe?
220

– Es un chiste malo, me refiero al Alzheimer y al olvido– mientras dice lo de la falla

de la memoria, empieza a buscar entre los papeles que tiene sobre su escritorio. Se

confunden antecedentes de extranjeros con documentos del ministro, o anotaciones de su

puño y letra sobre una presentación del CLARCIEV, con notas del presupuesto que irán a

la Asamblea de Diputados. No encuentra el expediente sobre Jessica. Le pide disculpas al

chileno, pero requiere unos minutos para encontrar tan importante asunto. Él comprende y

se llena de paciencia. Ella la va perdiendo poco a poco. Finalmente llama con voz grave a

su asistente.

– ¡Eulaisys! ¡Eulaisys!, ¿usted me tomó algún expediente de mi escritorio?

– No doctora, de ninguna manera.

– ¿Y recuerda de qué se trata?– preguntó curioso el investigador.

– Bueno, es que la señorita Yaffit Sacs, nacida en 1985 en la ciudad de Panamá es

hija de Jessica Sacs Leighton, una chilena de padres adinerados, residenciada en el país,

que fue inicialmente exilada durante la dictadura de Pinochet.

– ¿Entonces?

– Que esta joven Yaffit aparece en nuestros archivos como hija reconocida por Alex

Beltrán Rodríguez, el que usted conoce como Alexis Bethel.

Klinsman se despide, y sale muy contrariado de la oficina.


221

5 de Agosto 2010. Era extraño que antes no se le hubiese prestado atención a ese tipo de

bala, que según el informe forense, provenía de una tercera arma. Con las copias de los

expedientes y los testimonios que llevó en su laptop a Panamá, Oscar pudo revivir en su

cabeza el asesinato del Senador Guzmán ocurrido en 1991 y que estremeció a la nueva

democracia en manos de Patricio Alwyn. Uno de esos documentos claves eran las

declaraciones del "Negro" Palma, ante el subcomisario Jorge Barraza de la Policía de

Investigaciones. En esas 59 fojas, Oscar encontraría datos fundamentales para su caso. Ató

cabos con el texto que obtuvo del diario de CAB y el asunto parecía estar claro: el comando

panameño participó como personal de contención del atentado. Él fue el autor de los

disparos adicionales. Ahora tenía que reunir las evidencias tangibles.

Santiago. 1991

Los Comandantes Ramiro, Salvador, Eduardo y el "Chele" van armando el atentado. Están

concentrados frente a un mapa de Santiago trazando rutas y especulando itinerarios. Por

la manera colectiva de tomar decisiones, le piden a dos compañeras de alto nivel que se

sumen a las discusiones. Lo hacen, y es asunto de algunas horas para que entre los cinco

ratifiquen nuevamente la decisión tomada meses atrás, de un ajusticiamiento popular en la

figura de un ideólogo del régimen: el Senador Guzmán.

Se levanta el Comandante Ramiro y pregunta al resto por los ejecutores. "¿A quién

se le asigna la nueva tarea?"–. Se requiere un equipo comando de cuatro, dos que

dispararán, un conductor y otro que protegerá el escape. Los perfiles son claros: valientes,

expertos en armas cortas, serenos. Todos concluyen que esta labor es para un joven como

el Negro, quien estará apoyado con otros tres comandos: su compañero el Comandante
222

Emilio, Marcela y por recomendaciones de Ramiro, a CAB, quien en esta operación

denominan "el Cholo".

Los convocan, sin explicar aún detalles de la operación, los interrogan. Todos están

dispuestos al ajusticiamiento, pero el Negro, no está de acuerdo, considera que no es

conveniente, prevé consecuencias políticas y militares sobre el FPMR que lo hacen dudar,

sin embargo, es un militante y hará lo que le pidan si el grupo lo ha decidido, como en

efecto ha ocurrido. No hay más que discutir.

Practican el plan casi un mes antes, memorizando horas, calles, secuencias,

ensayándolas, una y otra vez. Algunos cambios de planes repentinos harían que el Negro,

quien no estaba de acuerdo con el asesinato, y que había condicionado su participación en

la operación a no disparar, sino a apoyar, formara parte ejecutora del crimen. Marcela

cuidaría y conduciría el vehículo de la retirada, y CAB, portando una pistola, apoyaría la

contención.

Dos muchachos universitarios esperan fumando en las escaleras a la salida de la

Facultad de Derecho de la Universidad Católica ubicada en el Campus Oriente. Un auto

con una chica al volante está estacionado frente a la universidad. Cerca de allí, un

limpiador parece hacer su tarea. Guzmán sale de clases a las 6:25 pm. Despide a un grupo

de estudiantes de su cátedra de Derecho Constitucional, quienes hasta los últimos minutos

de la clase, le consultan temas y asignaciones académicas. Luego de un tiempo, se dispone

a bajar al primer piso. Un presentimiento de que algo no anda bien, le obliga a regresar

luego de observar a los dos hombres en la escalera. Le pide a su secretaria que se

comunique con el conductor y guardaespaldas para que lo venga a buscar.


223

–Que suba Luis– le dice a la señora en el salón de los profesores. Extrañada

porque nunca le ve en esa actitud de desconfianza, hace la tarea. Juntos bajan al

estacionamiento. El conductor le abre cortésmente la puerta, Guzmán ingresa y mira hacia

todos lados. Está nervioso. Hace unos días le persigue una sensación de vulnerabilidad.

Para Luis, todo parece estar en orden, sale de la universidad y toma a la derecha como

suele ocurrir. Al llegar a la esquina, la luz roja peatonal se enciende para permitir el paso

de un muchacho. Guzmán lo ve y reconoce que es unos de los de la escalera. Otro viene

cruzando la calle. El barrendero deja sus utensilios. Se toma la cintura, como si portara

una pistola. La chica del auto Opala deja de acicalarse en el espejo. Tres disparos a través

del vidrio frontal impactan mortalmente sobre el Senador. Llegan otros más de lado, desde

el vidrio del copiloto. El auto sale disparado. El barrendero dispara dos veces sobre el

vidrio trasero, ignorando que el político ya va rumbo a la muerte. Unos últimos tiros al

aire denotan rencor y cierta arrogancia. En la mano del Senador creador de la UDI, un

crucifijo apretado no será suficiente para impedir que sus órganos colapsen. Mientras los

comandos corren al auto de la chica, un carabinero que escucha las detonaciones, corre

también hacia ellos, pero no les da alcance. Se ha cumplido con el ajusticiamiento.

Por el apuro y las presiones políticas, fue necesario concluir rápidamente el caso, e

incluso capturar y acusar por error a otra persona ajena al atentado, hasta que por fin, se

pudo girar órdenes de detención sobre los ejecutores del FPMR. Pero, tan sólo un personaje

de la historia no olvidó tan rápidamente lo de las balas adicionales, ni la descripción que

hiciera del barrendero el oficial de carabineros. Fue el investigador Álvaro Sanetti

Petrocelli, quien proveniente de una larga preparación profesional en Argentina, llevaba


224

consigo la mística, la minuciosidad, de figuras legendarias de novelas policiacas, como

Hércules Poirot, Dupin o más aún, como Sherlock Holmes, a quienes había mitificado y

colocado en un pedestal personal. Sanetti fue pronto removido del caso porque sus

observaciones no apuntaban en la dirección que esperaba el gobierno.

Para el año 2010, Sanetti está jubilado, sin embargo, nunca deja cabos sueltos, y sus

notas sobre el asunto las mantiene en un cofre de documentos en casa. Aunque su pasión

detectivesca no fuera apreciada suficiente por sus superiores en aquellos violentos años,

más de algún periodista acucioso sí lo había hecho, lo había entrevistado y plasmado en

diarios como el detective modelo chileno.

Oscar consigue su dirección de correo y le escribe, luego le llama por teléfono, y

por último en un repentino viaje a Santiago, lo entrevista. Para el detective Álvaro, la

presencia de un hombre bajo, fornido, vestido de barrendero era importante para adjudicar

todas las responsabilidades. Hasta entonces solo se habló de dos ejecutores, no se mencionó

más a la chica del auto ni al hombre de cabellos lacios y piel morena que aparentaba

limpiar en ese momento, quien también disparó al coche de Guzmán. Por la descripción,

Klinsman piensa que CAB estuvo allí, y de ser cierto, se mantiene su nueva tesis de la

complicidad penal.

Una vez que Oscar encontró índices de la presencia de CAB en el asesinato de

Jaime Guzmán Errázuriz y verificó el vínculo amistoso entre él y el Comandante Ramiro,

no le resultó difícil pensar no solo que el comando panameño había tenido una

participación activa en esa acción, y por tanto, se convertía en un elemento de peso en la

investigación de la Fundación Pinochet, sino que ya no se trata tan solo de haber atentado

contra el General, sino de complicidad en el asesinato y acto terrorista con muerte, para el
225

cual las normas internacionales son claras. Habría acumulación de ambos casos y hasta se

podría solicitar a la Interpol, la captura del panameño a través de un llamado "rojo" que

permita ubicarlo dondequiera.

Estos indicios cambian el rumbo de la investigación. Con la lectura minuciosa del

parte 89 de la Brigada de Homicidios de la Policía de Investigaciones en el cual se inculpa

a Olea Gaona como autor material del asesinato, Oscar inicia un nuevo camino, tras haber

llegado a uno sin salida, en el cual CAB no sería más que una marioneta dentro del FPMR

que trabajó como tantos militantes, bajo las órdenes de superiores, sin poder de decisión y

bajo el mandato de la obediencia debida. También supo por la Resolución de Alfredo

Pfeiffer y la ratificación de la Corte de Apelaciones de Santiago, que en 1993, Olea Gaona

era finalmente sobreseído del cargo de homicidio de Guzmán, que había sido o una pantalla

para esconder a los verdaderos autores o un grave error judicial.

Ese mismo año, a través de una entrevista de Chilevisión, el Comandante Ramiro

había propuesto canjear todos los detalles de la muerte del Senador de la UDI, incluyendo

las responsabilidades personales de la alta dirigencia, por su vuelta a Chile. El caso fue

reabierto.

Panamá, lunes 9 de agosto 2010. Al chileno aún le quedan muchos cabos sueltos, uno de

ellos es la participación de CAB en el asesinato de Guzmán en 1991, otro es saber si está

muerto o no. De lo primero no hay mucha información en Panamá. La única que tiene

proviene de lo obtenido en Chile a partir de declaraciones algo confusas. De lo segundo,

hay un asunto que debe conocer, y es la posibilidad de que a pesar que se haya curado por
226

la radioterapia, su cáncer haya reaparecido y quizás, muerto. Quizás el doctor Widenn

pudiese ayudarle a establecer algunas probabilidades de que esto haya o no ocurrido.

Decide visitar al médico.

15 de Agosto 2010. En la parte del diario de CAB que le vendieron, el investigador chileno

también descubre un texto, el cual parece tocar asuntos históricos recientes de Panamá.

CAB escribe sobre su intento de acabar con la corrupción que se traga los dineros públicos

y lo hace a través de un cuento en el cual es protagonista. En su ficción, siente indignación

por el asunto de la corrupción en el gobierno. El robo de las piezas de bronce del Despacho

de la Primera Dama en 2008 y la obvia negligencia en la administración de bienes del

Estado, están en el marco de dicho texto. Su historia está contenida en los que parecen ser

los últimos escritos de su diario. De esto puede deducir que si CAB está vivo, no está

inactivo.

La segunda gran inferencia que encuentra en el texto es la vigencia del momento en

el cual él mismo se inserta en la historia local y probablemente en la más reciente.

Conocedor de los hechos más relevantes de los últimos años en el país, Klinsman identifica

inmediatamente la intención de denuncia del texto de CAB. El escándalo de los bronces

sustraídos ocurre en agosto de 2008. Esa fecha es importante para la investigación del

chileno. El chileno lee con detenimiento el cuento nuevamente, casi se lo ha aprendido. Lo

primero que concluye es que hasta ese año, CAB estaba vivo, de otra forma no podría haber

descrito todo aquel asunto de las estatuas de los niños. Revisa otra vez el texto. Trabaja

sobre el texto escaneado en la computadora. Sigue tomando notas y generando inferencias.

Descubre el buen sentido del humor y el sarcasmo como vía de la denuncia. Este dato le
227

resulta novedoso. Siempre pensó en CAB como un hombre muy serio y quizás amargado

por tantas adversidades. Piensa y por ello toma notas de esos datos, que algunos de sus

personajes se llaman como en su cuento, y que tal como le enseñó la Negra Isidora el

primer día, en Panamá todos se conocen y dar con esos personajes es asunto de tiempo y

paciencia.

Otra característica que se desprende de sus notas es la constante disciplina mostrada en sus

relatos, siempre está a cargo de alguna tarea asignada por algún superior y él o sus mejores

personajes, con la obediencia debida, ejecutándola. Todo esto hace pensar al investigador

que CAB es un hombre de firmes convicciones que obedece mandatos dictados por alguien

sobre él, que no escatima esfuerzos en la realización de sus objetivos, militares o no, y que

ni sus personajes, o probablemente ni él mismo, desmayan en iniciar campañas, que por

definición, ya están perdidas. Llama la atención que en los relatos siempre hay honestidad e

incluso, tanta que CAB aparece en posturas cobardes. En su análisis, este elemento puede

deberse a una excesiva autocrítica que de forma permanente le exige dar más y más de sí.

Es una debilidad manifiesta y exagerada que pretende el efecto contrario, es decir, la

proclamación de la lealtad y el arrojo tras un periodo de reflexión profunda. Así entiende

CAB al “nuevo hombre” que planteó el Ché, de quien es fiel seguidor, crítico a más no

poder. Por tanto, no se engaña con la fácil conclusión de que se trata de un hombre cobarde,

por el contrario, es de una valentía de temer.

Uniendo los datos obtenidos. Oscar trata de estructurar una matriz que le permita

poner en claro los antiguos comportamientos de CAB y las circunstancias respectivas.

También trata de definir las variables y sus parámetros para correr un programa que le
228

permita predecir su nuevo proceder ante, al menos, tres escenarios. Consulta a un colega de

Harvard que lleva una línea de investigación sobre comportamiento humano, acerca de su

aproximación al asunto de CAB. De hecho, su amigo Paul Michel es un permanente

escritor de la prestigiosa revista Harvard Business Review, en la cual enfoca y analiza la

conducta de los clientes en los negocios, y trata de establecer vínculos sencillos con

trabajos científicos confiables. De acuerdo a su colega Michel, la predicción de cualquier

conducta humana parte de un postulado sencillo: el hombre es impredecible, por tanto,

cualquier aproximación debe hacerse desde esta óptica, trabajando con modelos basados en

el azar y en las probabilidades. Comprender los comportamientos humanos requiere de un

conocimiento profundo de las formas cómo las personas se relacionan, cómo generan un

grupo y luego, cómo se organizan, bajo qué esquema ocurre esto. Hay una frase que el

chileno recuerda de su amigo, y se le instala en la mente como si tuviese un pegamento

mágico: no se trata de conocer conductas estudiando algoritmos, sino hombre y

algoritmos. Y eso es lo que ha tratado hasta ahora, conocer al hombre que investiga.

Oscar le entrega la información de CAB a su colega y un reporte cronológico de los hechos,

así como las evidencias de las circunstancias. Michel suspira, agrega que es un caso muy

interesante, por tanto, sin duda sacará tiempo y esfuerzo para levantar escenarios y

probabilidades de la conducta futura de su investigado. A ello añade el chileno la necesidad

de la confidencialidad, y por la confianza que le guarda Michel, explica las consecuencias

de los hallazgos, de su Informe final, el cual sin duda, va más allá de una simple demanda

de un gobierno a otro. El chileno ha levantado un expediente histórico para cada caso de los

descritos en los documentos de CAB, y ha investigado a profundidad con las escasas

herramientas que dispone. Su conclusión inicial es que los nombres y datos de los hechos
229

descritos son reales, y ello lo conduce a pensar que si el resto del diario está escrito

siguiendo ese patrón, debe contener información muy relevante sobre su participación en

los eventos terroristas de Chile que la familia Pinochet le endilgan.


230

10 de septiembre de 2010. El investigador privado Oscar Klinsman Poblete ha

terminado su informe final, lo ha codificado tal como se lo ha pedido el representante de la

Fundación Pinochet. Será fácil para sus miembros, y en especial a la viuda, entender que,

aunque encontró elementos importantes que vinculan a Alex Beltrán Rodríguez alias CAB

Bethel a casos de asesinatos e intentos de asesinatos, secuestros y sobre todo, al de Pinochet

del año 1986, no cuenta con evidencias sólidas que puedan llevar el asunto a una demanda

de las consecuencias que ella espera. Tampoco está claro si vive. Él intuye que aún lo está,

y que pronto necesitará "entrar en acción" en algún atentado o causa de relevancia. Omite

por completo el asunto de la interferencia de su hija. Frente a la computadora y tras enviar

la versión digital, decide despedirse de Panamá. Arregla maletas y toma un taxi que lo

llevará primero al Chorrillo, luego al aeropuerto.

Camina como el primer día, por el centro de la vereda del Cementerio Amador. Se

dirige con cierta parsimonia a la tumba que está identificada como la de Bethel. Se

arrodilla, deposita un ramo de flores en honor al hombre que ha sabido dedicar su vida a las

causas imposibles, al guerrero que aún anda herido buscando refugio, en fin, a un

adversario que le supo ganar la partida, pues lo atacó en el alma. Tras un minuto de

reflexión, se levanta. Se siente observado, tal como en algunas otras ocasiones en Viña y en

Panamá. Gira su cabeza de periscopio y ve en una esquina, a un hombre de cabello lacio,

porte fortachón, de unos sesenta a setenta años. El hombre lo mira sin alterarse. Se

reconocen. Saben por qué están allí esa mañana. El militar se despide del chileno con un

lento saludo castrense. Oscar sabe que ha agradecido el honor de las flores y quién sabe si

hasta lo de su informe, porque no le cabe dudas de que no se trata de él actuando en

solitario, sino de una red que funcionó muy bien desde el primer día. Ahora lo comprende
231

todo. Al menos eso cree. Desde el vendedor en el Festival de Viña, hasta las coqueterías de

Yaffit, incluso ahora está seguro que le revisaron su maleta perdida, y que le copiaron

archivos de su computadora. Quizás su informe final ya lo leyeron los colaboradores de

Bethel antes que la viuda de Pinochet. Lo ve caminar lentamente hacia un auto modesto y

reconoce en el volante a una chica de ojos oscuros, tez canela y cabello negro, que está

seguro que no olvidará nunca más, porque le robó su corazón. De pronto en su cabeza

suena Berlioz, y siente consigo a Fausto, quien está por bajar a los infiernos, por no causar

dolor a su Margarita. Au revoir, mon amour. El auto se aleja y él lo ve irse. Lo sigue con

una mirada larga como el horizonte del Mar del Sur. En esos cortos instantes recuerda

algunos de los episodios de su vida con Yaffit. Los encuentros en su apartamento, las

exquisitas noches de amor y placer junto a la mujer que más ha deseado en la vida.

Recuerda los boleros que ella le cantaba a media luz. Algo se le descuelga de su pecho,

necesita sentarse en el borde de la acera. La ve alejarse para siempre junto a su padre.

–Yaffit, ¿qué música te lleva al llanto?– le pregunta Oscar como si se tratara de un

disparo a quemarropa. Ella se toma su tiempo y medita la respuesta. Ambos sentados

cómodamente en la alfombra del apartamento. La luz tenue y una vista nocturna de

Santiago son el escenario perfecto para una velada romántica. Ella parece hacer un recuento

en su cabeza, y empieza a tararear bajito una melodía. La ve con devoción. Intuye que tuvo

una infancia de música popular tropical que él no conoce, y sin saber por qué, siente celos

de algo invisible. Hasta cree arrepentirse de semejante pregunta. De pronto ella empieza a

cantar una parte de una canción muy vieja que al parecer, le sale de lo profundo. Levanta la

voz con maestría. Tan solo la mira y no quiere interrumpir ese momento de magia. Le
232

recuerda la vez que la conoció y la historia de su nombre inserta en la leyenda árabe de una

adivinanza. Esta vez, una lágrima solitaria se resbala por su cara de la chica, dando

evidencia clara, que no miente, por el contrario, que vive esas palabras, esa música, y lo

hace con la emoción de un amor perdido. Se detiene y espera un momento antes de

responder.

–Son muchas, muchas…pero hay dos en especial– dice luego de la estrofa de la

canción que más le agrada–. Esta la recuerdo de mi padre y las miles de veces que la

colocaba cuando rememoraba sus viejos tiempos. Jamás te olvidaré, te lo puedo jurar.

Hasta que llegue el fin, jamás te olvidaré...Por siempre esperaré, que vuelvas a mí...Y

hasta que llegue el fin, jamás te olvidaré

– ¿Quién la cantaba?

– Chucho Avellanet. Mucho tiempo después supe que era él. No lo conocía. Su

versión es tan triste que pocas veces puedo escucharla toda–. Se acerca para abrazarla un

poco, ella sutilmente se separa. Él ha abierto una puerta que no cerrará tan fácil, y además,

parece que no tiene lugar en ese viaje al pasado. Lo sabe ahora. No le queda más remedio

que entrar en ese mundo, su mundo, aunque sea, de forma oblicua, tangencial. Y en el

momento oportuno. Ahora ella está sola, junto a él.

– ¿Y otra?– le pregunta aceptando que quizás él mismo deba explorar en sus

recuerdos a alguna melodía amorosa que le delate sus intimidades infantiles. Sin esperar,

Yaffit entona una vieja canción de La Lupe, la extravagante cubana que sacudió los

rincones con su latin soul. Esta vez sin llanto, pero con el mismo sentimiento a flor de piel,

se estira y se lanza a cantar gesticulando el dolor de la caribeña.


233

–Con el llanto en los ojos y las manos sin destino, te vi partir.

Destino cruel que así mató todo el amor que nos unió.

Adiós, que triste fue el adiós que nos dejó al partir ya sin voz de llorar…– toma una

servilleta como micrófono y semeja a La Lupe, quiebra la voz con tristeza. Canta al suelo

mirando sus pies, no a Oscar. El chileno siente celos otra vez, no sabe de qué, pero está

molesto. No lo quiere mostrar.

– ¿Quién fue que así mató nuestro destino sin razón?

¿Por qué vivir así? ¿Por qué tanto dolor?

Adiós, que triste fue el adiós, amor.

¡Qué enorme soledad me quedó sin ti!

Mientras sigue masticando su bolero triste, Oscar le hace señas que ya recuerda una.

Quiere sacarla de su estado de sentimiento profundo, en el cual él no cuenta. Supera la pena

que le provoca cantarle a capella a su amante. Quizás sea la única vez que lo haga. La

primera frase la recita tal como hiciera en 1967, el venezolano Cherry Navarro.

– Aleluya. Estas son las cosas que me hacen olvidar...

Una lágrima en la mano,

un suspiro muy cercano,

una historia que termina,

–,aleluya…

Va gesticulando como si en efecto fuera el propio Cherry en persona. Lo hace con

devoción y no cabe dudas de que esa canción le fascina y que tiene un hondo significado en
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su vida. Ese estilo lo tenía guardado de su infancia, de hecho, se sorprende a sí mismo con

su performance.

–Unos pasos sin destino por cuarenta mil caminos,

un acorde disonante, nueve infiernos sin el Dante,

unas flores en mi tumba, siempre, nunca, nunca, nunca,

aleluya…

– ¿Dónde conociste esa canción?– el chileno se encoje de hombros, miente un poco.

No está seguro de quién la canta. Simplemente la recuerda como una importante en su

adolescencia. La parte que más le gusta es la estrofa que dice lo relativo al cierre de las

heridas. Y él la canta sin pensarlo.

Una llaga que se cierra, una herida que se entierra,

unos labios temblorosos, unos brazos calurosos,

dos palabras en la arena una ola se las lleva…

Es el turno de Yaffit. Escoge otra canción que la mata cuando la oye. Unas trompetas y

unos violines llorones anuncian la llegada de un bolero ranchero que se derrama en forma

de un dolor almibarado sobre la joven, cada vez que la escucha. A su lado sienta a Javier

Solís con su sombrero charro y sus bigotes bien recortados. Lo mira. Él le canta con

tristeza, pero con intensidad, en una voz que parece no tener piedad, pero sentida.

Después de tanto soportar la pena de sentir tu olvido,

después que todo te lo dio mi pobre corazón herido,

has vuelto a verme para que yo sepa de tu desventura,

por la amargura de un amor igual al que me diste tú.


235

– Esa canción me recuerda a mi abuela en su casa de barro y pencas en las llanuras

de San Carlos. Quizás debas ir allá cuando viajes a Panamá. Es un lugar caluroso con

aspecto desértico y que cada tanto te regala ríos donde sumergirte para aplacar el calor. Ella

vivía con unas hermanas en un ranchito, de donde no quiso salir jamás. Allá nos enviaban

en verano a todas las nietas. Nos hartábamos de caña dulce, ciruelas traqueadoras, mangos

perfumados, corríamos a caballo, nos bañábamos en las quebradas cercanas. Eran aguas

cristalinas que cantaban mientras nos sumergíamos en los pozos transparentes. Nos

secábamos al sol y volvíamos a los juegos. Lindos recuerdos, lindos. Por ahí rondan los

fantasmas de mis primeros amores, mis primeros besos bajo la sombra de un enorme

mango cargado de olores y humedad. Mi abuela fregando los platos con su estropajo,

nosotras como abejas rondando los néctares de su amor tierno. A pesar de su cuido férreo,

nos robábamos besos furtivos con los muchachos de la zona.

– ¿Estro.., qué?

– Estropajo, una vaina de una enredadera que sirve para lavar en el campo, en lugar

de esponjas, se usa eso. ¿Y tus canciones, tus recuerdos, qué?

– Bueno los míos son más urbanos, siempre relacionados a las casas afrancesadas de

Santiago. Quizás por eso son más tranquilos, más simples. No tienen ese sabor dulzón ni

tropical de los tuyos. Los míos huelen a polvo de repisas de madera vieja, a eucalipto en los

inviernos y a frazadas guardadas, esperando a que regrese el frío. Mis canciones son de dos

temporadas. Las del invierno son así, saturadas de un olor a casa cerrada, un sabor frío. Las

del verano son de movimiento, son coloridas. Las que mejor recuerdo son las canciones que

están plasmadas de paredes de ese caserón donde vivíamos. Posteriormente nos mudamos a

Viña. Allí el mar y los productos de las pesca me cautivaron por años. Aún hoy cuando
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compro mariscos, me traslado a los días en que mi Tata me llevaba de la mano y me

mostraba ese paraíso de conchas rugosas medio vivas, con su olor de sodio y cloruros.

– ¿Tata? Así le decían a uno de mis bisabuelos. Es curioso, ¿no?

– ¿Sabes? Nunca había hablado de esto con ninguna mina. Mis recuerdos son muy

míos, ¿me entiendes? Pero, tú eres diferente. A ti te los fío todos. Es más, te dedico otra de

mis canciones de siempre, aunque ésta es más reciente que las tuyas. Es de Los Prisioneros,

unos gallos bien rebeldes.

No te pares frente a mí con esa mirada tan hiriente. Puedo entender estrechez de

mente, soportar la falta de experiencia,…, Si vivimos de cariño y besos, no me digas

de odios y traiciones…

Odios y traiciones, Odios y traiciones...La canción y el recuerdo de aquella noche se

congelaron en esas palabras: odios y traiciones. Se levanta, mira hacia el cielo y el sol

parece quemarle las pupilas. Respira hondo. Sabe que debe retomar su camino, continuar;

encuentra fuerzas en la idea de cambiar de lugar, irse lejos como estaba pensado. Excepto

que se va solo, para vivir solo, o al menos un tiempo. Recuerda los trenes de olas frente al

horizonte en Viña del Mar. Quiere irse ya.

Sigue parado en el Cementerio Amador. Despierta de su sueño, se da cuenta que al

calor sofocante y húmedo de la ciudad, le corresponde una vida que le resulta muy colorida,

pero extraña, demasiado rápida y desordenada para su gusto. Esta urbe continúa con sus

ruidos, con sus voces anunciando lotería “Lleve el quince, lleve el quince….", como

burlándose de él y su destino. Siente que no pertenece a estos suelos tropicales; que sólo lo
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será, cuando acepte la entropía y el caos natural, los gritos y la espontaneidad excesiva, los

colores llamativos de los hombres, mujeres y la Naturaleza...sólo así podría sumarse a esa

vorágine diaria que permite sobrellevar la vida aquí. "Lleve números bajitos. La suerte está

de su lado, no se lo pierda…”. Dos Diablos Rojos van haciendo regatas en las calles

angostas de El Chorrillo y con sus bocinas de barco trasatlántico, alterando a la gente; “La

suerte es loca, y a cualquiera le toca…el quince, el quince” Arnulfo Arias va gritando, de

calle en calle mientras corre como loco, que no torturen más a Britton en el penal de Coiba.

Oscar está sudado, lo oye como el resto de la gente, con indiferencia. Ya está acostumbrado

a ello. Recuerda que se marcha, y aunque no pretende regresar, sabe que perdió la ocasión

de visitar a Noriega, o al menos su casa, que según supo, la piensan demoler para que se

olvide pronto esa parte de la historia, porque acá parece ser portátil y ligera. El sol está

inclemente. Se seca el sudor de la cara, da una última ojeada a su alrededor con ánimo de

no olvidarlo, levanta la mano, detiene un taxi, una ola de calor le abofetea el rostro y casi es

una alegoría de su estadía en Panamá. Le pide al conductor que lo lleve al aeropuerto. Una

cierta amargura le arruga la cara.


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Diciembre 2010. Alexis CAB vaga por la peatonal. Va sin rumbo y algo pensativo. Sabe

que su mundo no es éste. No es esta ciudad ruidosa, de gente deshumanizada, de jóvenes

extraviados en pandillas que solo buscan el poder que dan las drogas, de niñas calientes por

sexo prematuro hipnotizadas por el consumismo, la corrupción de los gobernantes, pero la

de todos. Lo que más lo asquea es la normalidad con que la gente acepta esa condición de

país.

El laberinto al cual pertenece, se cae a pedazos, y no es Panamá, no es Santiago de

Chile, no es Caracas, ni lo es Managua. No se atreve ir a Cuba. Y no le convence la narco–

guerra de Colombia. Como en otras ocasiones, está confundido. Después de lo del chileno,

perdió contacto con su hija Yaffit. El trauma de haberse enamorado de verdad del joven

investigador chileno, tuvo su precio. Él trata de entenderla. Sabe que su última despedida,

lo será por mucho tiempo. De su madre, Jessi, tampoco sabe nada. Y está seguro que no lo

quiere ver. Lleva otra vida, una diferente, con sueños, con alegrías, quizás con otro hombre.

Son las diez de la mañana y las palomas revolotean buscando maíz que suele

repartir todos los días, Chucho el piedrero. Se adivina extravío en la cara de Alexis. Se

sienta en un banco de concreto que hizo la Alcaldía. Recibe los rayos del sol, que más que

entibiarle, le queman, le tuestan. Así es su Panamá. Se levanta acalorado y decide pasar por

el Hotel Ideal, seguro conseguirá a un colega periodista que desde hace treinta años se

refugia allí, alegando persecución policial. Su periódico, El retorno de Quasimodo, no son

más que cuatro cuartillas engrapadas, que hace más de ocho meses no publica. Mientras

camina los cuatrocientos metros que lo separan del escondrijo de Sucre, lee en un titular

menor de La Estrella de Panamá: Howard Hunt preparaba la muerte de Torrijos. Un


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escalofrío le recorrió la espalda. Cada vez que aparece en su historia algún asunto de la era

de Torrijos, Alexis se pone nervioso, y en ocasiones, paranoico. Los fantasmas que lo

acosan, se desatan, y no le dan tregua. Sabe mucho de los detalles de los envíos de drogas

en la época de la guerra contra Somoza. También sabe que no todas las heridas están

cerradas, y que hay varias promesas sin cumplir por parte de gente pesada, gente de pocas

sonrisas.

Acelera el paso. Sube las escaleras del viejo hotel. Consigue a su amigo debajo de

una nube de humo azuloso. Su mirada vacía, sin contenido. Difícil saber si es desesperanza

o cansancio.

–Carlitos. ¿Cómo estás, compadre?

–En esta esquina, Alex. Pensando vainas. Pensando vainas.

–Oye, por cierto. ¿Quién anda detrás del asunto de Hunt y el atentado a Torrijos?

¿Por qué no me averiguas con tus contactos?– Sucre lo ve. Lo ausculta como si fuese una

tortuga que decide ver mundo. Sus ojos vidriosos hablan por sí solos. Van diciendo, ¿de

quiénes me hablas? ¿De los muchachos? Se te olvida que solo quedan tres, y no salen de La

Mayor. Están borrachos casi todos los días, y ni recuerdan por qué existen. Sucre

permanece en silencio. Aspira largamente lo que le resta al cigarrillo, y lo expira hasta

envolverse en la nube que encontró Alexis al entrar al cuartucho. Él comprende. Se retira

saboreando su indiscreción, su ingenuidad. Se arrepiente de ser tan enajenado. Baja las

escaleras de madera. Los crujidos y la oscuridad lo conducen a otra casa, a otro tiempo.

Pero, se impone. No quiere más divagaciones. Su sangre desconfiada de cholo panameño le

advierte que quizás es mejor irse del país por un tiempo, o quizás, para siempre.
240

Sin duda su viaje a Managua es un escape, una huida, otra más. Le acosan los vivos, los

muertos, en fin, el miedo. Sabe que los chilenos lo buscan y desconfía de Klinsman. Espera

que el informe deje tranquila a los Pinochet. Aunque, algo en el fondo le dice que seguro

volverán por él. También sabe que los asuntos oscuros de las drogas y armas en la época de

Torrijos y Noriega, así como su muerte en sí, lo involucran, y huye porque teme una

venganza tardía.

Camina con una mochila de lona que lleva algunos libros, ropa, y parte de su diario.

Recorre, quién sabe si por última vez, la avenida peatonal, aquella que cuando pequeño era

el centro comercial de la ciudad de Panamá. Ahora, muchos años después, sigue

manteniendo el bullicio y el desorden, aunque sigue repleta de comerciantes, su actividad

económica es baja. Le sigue resultándole un lugar atractivo, donde es posible sentarse y dar

de comer maíz a unas palomas, mientras unos jóvenes artistas, bañados en sudor y pinturas,

imitan a Marceau.

Se marcha otra vez, y se podría decir que ha pasado más tiempo itinerante, que

estable en algún lugar. Vaga con parsimonia hacia la Calle 17 donde a las once saldrá

rumbo a Managua. El enorme Ticabus rojo, azul y blanco, le trae a la mente, las múltiples

veces que salió apresurado, hacia algún destino. Casi siempre con lo puesto o disfrazado.

Esta vez no lleva disfraz alguno, es él, cansado y sin sueños. Lo conduce la inercia de la

supervivencia. Al llegar a la CSS, se instala frente a una vendedora de billetes de lotería.

Escoge un número, el que nadie quiere, el que según la vendedora ha dicho antes, podría

regalárselo, si no fuera porque debe rendir cuentas de sus ventas en un par de horas.
241

–Deme el cero cero cero cero–.Le extiende un billete de dólar, gastado y casi roto.

La vendedora lo ve a los ojos y baja la mirada. Alexis camina hacia la calle Ancón de

donde partirá. Ifigenia Ortiz, la vendedora se persigna, y murmulla un Padrenuestro. Su

hija, quien tiene otro tablero de billetes, la mira y pregunta. Ifigenia responde.

–Ese hombre lleva la muerte tras de sí. No lo sabe, y no hay manera de que la

ahuyente. Que Dios lo proteja, aunque se ve, que ya está escrito.

Alexis llega al local de Ticabus. Se extraña al ver sólo unos vehículos pequeños y

un par de buses estacionados. Nada parecido a una terminal. No encuentra a nadie

despidiéndose, ni algún grupo de pasajeros cargando sus maletas, buscando asientos,

comprando comida a última hora, tal como lo vivió tantas veces.

–No señor, eso cambió hace mucho tiempo. Debe ir a la Terminal de Pasajeros de

Albrook. Allá sale el autobús, por cierto, como su boleto es de clase turística, sale a las

once de la noche. Está a tiempo.- le informó amablemente el vigilante del lugar.


242

Quizás sea él mismo con su falta de definiciones, su desesperanza, el que no encuentra

comodidad en ninguna parte. En el pequeño cuarto que la doña Eulogia Cuadra le alquilara,

tiene un escritorio de madera barata, una silla también modesta, una ventana que mira a un

patio interior, y un baño con ducha, lavamanos y servicio higiénico. La cama es sencilla.

No hay cuadros, excepto un viejo y descolorido afiche de unos perros jugando cartas. Ese

es su mundo. En un rincón acumula algunos libros. Una pirámide de textos muy diversos,

que son el ícono de lo que ha vivido recientemente. El ruido de la calle se filtra en el cuarto

y es fácil sentir la ciudad desde su escondrijo. Aun así, es un refugio oscuro que le viene

acorde a esta etapa de su vida.

Lleva el día revuelto con imágenes que lo abruman y se le insertan en la rutina.

Recuerda muy bien viaje a Managua. Un gran letrero verde ubicado a mano derecha que

reza solitario, Bienvenidos a Nicaragua, le informa lo que ya sabe: Rivas a 37 Km, Granada

a 103, y Managua a 147. La calle de tierra, con charcos de agua de la lluvia reciente, le

indica que algunas cosas no han variado, el muro de colores alternos blanco y azul, la

misma caseta desteñida en medio de enormes camiones varados como ballenas, los

funcionarios adormecidos por el calor, y la gente que camina en dos direcciones, con su

carga de esperanzas y bultos, unos, y enseres y baratijas a la venta, los otros.

Toma un vaso de plástico verde. Destapa una botella de ron venezolano Santa

Teresa, que le regalara su compadre Gilberto Arismendi, un dirigente sindicalista petrolero

venido a menos, que cada año pasa por Managua a revisar la situación de los amigos, y

hacer uno que otro negocio raro con el gobierno sandinista. Se sienta con cierta parsimonia

en el borde la cama. Ya se ha acostumbrado a beber sin hielo. Mira el contenido, y se lo


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empina de un solo empujón. El calor del líquido le recuerda un volcán a la inversa.

Volcanes, volcanes. Esta tierra estrecha llena de volcanes, de furia, de lava- piensa y bebe.

Recuerda muchos volcanes en su vida. En Los Andes. En Centroamérica. En México. Pero

la primera imagen que lo impactó, fue el Paricutin. Esa imagen de la tierra emergiendo en

el patio de una casa, donde unos campesinos mexicanos tenían un maizal raquítico, casi

agonizante y seco, se le grabó desde que la vio por primera vez en un volumen de la

enciclopedia británica en la biblioteca. Tenía apenas doce años. Estudiaba primer año en el

Instituto Nacional.

Tanto lo impresionó, que se aprendió el relato de Paula y Dionisio Pulido, quienes

pasaron de ser unos invisibles campesinos michoacanos, a celebridades buscadas para

contar de viva voz, lo acontecido con esa montaña gris. El resto lo imaginó, y lo hizo parte

de su historia, aunque no coincidieran en tiempo ni espacio. Eso no importaba. Sin saber

por qué, pasó de pensar en el episodio del volcán en 1943, a su mujer, la chilena Jessica, la

madre de su única hija.

– Ese es un problema tuyo, uno serio. Te lo pasas perdiendo el tiempo, recordando

historias que no has vivido. Estás engañado desde el fondo, Alexis. Esas cosas no son

simples, tienes que ver qué haces con tu vida de fantasías…–. Eran palabras que le

escuchaba en innumerables ocasiones. Casi dardos, condenándolo por imaginarse en medio

de batallas y luchas añejas, o en acontecimientos memorables de la Naturaleza, como el del

volcán que nació de la nada. No comprendía que era su forma de vivir realmente. Incluso

no terminaba de entenderla, pues, al inicio, cuando se hicieron pareja, ella le pedía que le

contara de su mundo de aventuras en el planeta paralelo, en el cual se sumergía. Él,

receloso, accedía la mayoría de las veces. Pero, el tiempo erosionó la ternura y la paciencia.
244

Ya no había historias, sino reclamos. No llegaba dinero ni para los asuntos más básicos, y

ella se fue hastiando. Se sumaron las distancias y las melancolías. Y no solo era ella. Alexis

estaba destruyéndose por dentro. Su inactividad, su papel pasivo ante lo que ocurría, lo fue

mermando. Se hicieron comunes los gritos. Los llantos. Ella callaba cada vez más. Y él tan

solo salía molesto a caminar sus angustias por la ciudad. Hasta que la frustración le condujo

a tomar la decisión política, y personal, de unirse al FPMR. Entonces fue asunto de unos

meses, para que llegara la idea de separarse. Todo ello, en 1984, justo después de que nació

su hija Yaffit. Toda fantasía quedó sepultada por la brutal realidad, bajo toneladas de

recuerdos polvorientos. Ahora un trago de ron, lo conduce a ese sótano de eventos locos.

Con la mirada perdida sigue su recuento, que cada vez, y con los años, es más impreciso.

Incluso, feliz.

Dionisio lo mira y le pregunta por qué no se acerca a quemar esa basura que tanto ensucia

el patio. Sin mencionar palabra, toma un saco viejo, y con la escoba reúne en medio de una

nube de polvo, cuatro latas, dos botellas y muchas ramas con hojas secas. Alexis está

acompañado por Fidelio, hijo menor de Dionisio, y por Catalina, una linda cholita de ojos

taciturnos, a quien nunca le escuchó decir nada. La noche anterior, Paula, su mujer, había

despertado sudando por la angustia de saber que el demonio rondaba los suelos de la casa.

Unos temblores, seguidos de aullidos de rocas, como gritos profundos, parecían advertir

que eso de quemar hojas y ramas en la rajadura del suelo, no le agradaba. Llevaba varias

noches escuchando los gruñidos de la bestia. No le había dicho nada a su marido, por temor

a sus burlas. Pero, lo de anoche fue escandaloso y obvio.


245

– Te lo dije, pero eres muy terco, Dionisio– reclamaba Paula envuelta en llanto– ese

diablo nos va a matar por lo de la basura. ¡Te lo dije! Pero, no me haces caso nunca.

– Cálmate mujer. Si el fuego atrae el fuego, ¿por qué le ha de molestar unas llamitas

de unas ramas secas? Pon a los muchachos a rezarle a la virgen de Guadalupe, ella no falla.

Eso lo aprendí de mi abuela, y nunca le tuvo miedo a nada, porque nunca estuvo sola, la

palabra siempre le acompañó– le decía en la oscuridad de la madrugada, a una Paula casi

histérica y nerviosa por los profundos lamentos del subsuelo. Con una vela encendida,

levantó a los hijos, que ya estaban despiertos y esperándola. Pronto, al pie de la cama, una

hilera de cuatro chiquillos y ella, mascullaban en murmullos súplicas a la virgen, para que

calmara a ese monstruo hediondo a azufre, a pecado. Él tan solo meditaba el asunto. El

cansancio y las horas vencieron a los piadosos. Pero, Dionisio seguía meditabundo.

La madrugada dio paso al silencio de la tierra, al canto de gallos afónicos y al

alboroto de unas gallinas flacas que escarban desde temprano. Con ojos cansados, acuosos,

Dionisio se acerca al patio a ver la raja del maizal, como la llama desde aquel día en que la

apertura de metro y medio, surgió de la nada. Camina tranquilo, pero desconfiado. Lleva su

machete apretado en la mano izquierda. Es zurdo, y eso le ha valido en más de alguna

ocasión, para espantar con su abanico de sablazos, a aquellos que lo han desafiado. No le

gusta matar, pero si debe hacerlo, lo hará. Se detiene ante el camino. Toma con la mano

derecha la cruz de madera que le cuelga en el cuello y la besa. Reinicia la caminata. Va en

dirección al hueco. Camina con decisión entre los moribundos maíces. Desde lejos, y sin

que lo sepa, Paula lo espía por una rendija de la puerta de madera. Va llegando. Da los

últimos pasos. Se detiene. El olor a azufre y a huevos podridos lo envuelve, y le hace

vomitar. Se limpia con la manga. Espera que se despeje la polvareda.


246

– ¡Diablo maldito! ¡Sal de tu cueva! Que ni yo ni la Virgen te tenemos miedo.

Un movimiento del suelo le hace trastabillar. Los pájaros se callan, y algunos prefieren

volar desesperados, en silencio. Se recupera. Vuelve a blandir el machete en el aire,

amenazante, con sus venas inflamadas de coraje.

– ¡Diablo, escucha! ¡Acá no te queremos, y por mi madre que seguiré quemando la

basura donde me plazca!

Una columna de polvo muy fino se cuela por las rajaduras, que se empiezan a

extender como raíces demoníacas. El color amarillento de la nube que viene soplando desde

abajo lo obliga a correr. La mujer llorando de temor, aprieta a sus hijos, mientras estos

rezan sin parar, avemarías, padrenuestros y credos. Pasaron horas sin salir de la casa,

escuchando los lamentos de los infiernos. A las cuatro, bajo una tarde calurosa, nuevamente

Dionisio se satura de los horrores de esos gruñidos y decide encarar a los demonios. Esta

vez, con una cruz más grande, como de metro y medio, vestido de camisa blanca y pantalón

blanco, el mismo que usa de año en año en Semana Santa, decide peregrinar con cantos de

alabanzas, que hace años no entona, hacia el hueco de Lucifer. Llegando al sitio, un trueno

parte al mundo. Los cielos límpidos, azules. Y luego, otro, como si fuera una tormenta sin

nubes ni lluvias, solo un sol ardiente.

– ¡Vengo a echarte, Satanás!– un nuevo estruendo sacude los confines, y con los

ojos fijos en el hueco, levanta la cruz a los cielos, pidiendo ayuda. Esta vez, sale una

columna de gases fétidos, amarillentos, y se levanta la tierra con su lomo erizado, como si

fuera un gato a punto de arañar. El hueco empieza a crecer bajo sus pies. Dionisio corre

ante el nacimiento de la montaña. Paula y sus hijos corren también hacia el pueblo. Los

ruidos mantienen a los vecinos cobijados en la iglesia, la cual fue abierta a la fuerza, pues el
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padre Antonio tan solo viene cuando hay muertos o nacimientos. Las mujeres y sus hijos se

acercan al altar. Arrancan un rezo simultáneo, en coro. Un Cristo agonizante, flaco, de

madera reseca, las mira indiferente desde arriba. En la puerta, los hombres siguen alertas

con sus machetes afilados. Más de uno recuerda la última borrachera. Otro, la escabullida

de noche a la Casa de la luz roja. Se arrepienten. Sobre sus cabezas, un letrero olvidado

reza: San Juan Parangaricutiro. Toneladas de cenizas flotan por los aires, y el volcán, como

una gran espinilla de la tierra, escupe lavas candentes, que con la noche, parecen artificios

de las entrañas. Los habitantes se van agotando de a poco. Tan sólo algunas beatas

murmullan, como abejas, una y otra vez, plegarias a la virgen y a cuanto santo recuerdan.

Por ahora, el Paricutin sigue escupiendo sus candentes vísceras, emponzoñando el aire y la

oscuridad, con su hediondez de animal podrido.

Alexis vuelve a su cuarto, al ron Santa Teresa, olvida de a poco aquellos días. Su

larga caminata desde Paricutin a Uruapan, y los más de trescientos kilómetros hacia la

ciudad de México. Ya ni sabe si estuvo allí, y empieza a creer que Jessica tenía razón. Vive

fantasías que termina por creer. Se recuesta contra la pared, y se sirve otro trago sin hielo.

Quiere pensar en cualquier cosa, pero es la chilena la que se entromete en su cabeza, y no

quiere irse. Le parece verla soñando, en su casa en Juan Díaz, sentada en la mecedora de

mimbre que heredaran de unos vecinos, tranquila, pensativa, con sus cabellos colgando

como cintas de color caoba, mientras el grupo Illapu la hipnotiza desde un aparato de

sonido, con sus quenas melancólicas y sus zampoñas milenarias. La música se va callando

en la pampa chilena y en su cabeza. La pierde en momentos en que asa unas empanadas de

pino, que tanto adora. La mujer se va destiñendo, hasta no ser más que un recuerdo fugaz.
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CAB levanta la mirada, recoge el libro que lee por tercera vez en su vida:

Siddhartha de Hesse. Guarda la botella. Decide a ahuyentar de una vez por todas a su ex

mujer. Se tira en la cama. Tantea bajo la cobija otros dos libros.


249

Capítulo VI

LA TESIS DOCTORAL
250

“…Lo que tenía que decir

lo dije. Me lo han ordenado la

rabia y el orgullo. La conciencia

limpia y la edad me lo han permitido.

Pero ahora tengo que volver

al trabajo y no quiero ser molestada.

Punto y final.”

Mi patria, mi Italia

(Oriana Fallaci)
251

– ¿Tú crees que le debo escribir al poeta Ernesto Cardenal? Seguramente es una

persona muy ocupada, quién sabe si hasta aislada del mundo. No sé. No sé. No me atrevo…

– le dice Andrea Fortunatti, una joven comunicadora social que está trabajando en su tesis

doctoral en la Universidad Nacional de La Plata, a su amiga Nora Zimmerman.

– Me parece que debes perder el miedo y meterte de lleno en ese proyecto de

investigación. Mira que la Agencia está a la espera de tu doctorado. Creo que el poeta

comprenderá tu situación. Escríbele. Lo peor que te puede ocurrir es que no te responda. Y

la verdad, no habrás perdido mucho. Andrea, en la vida hay que arriesgarse para volar alto,

y tú lo deseas, así que no lo pienses tanto– le replicó de manera firme mientras le sujetaba

el brazo, imprimiéndole una tenacidad que no le resultaba extraña de Nora.

– Ahora, hablemos de tu estrategia inicial. Por tanto, te tengo varias preguntas. ¿No te

sirven los canales regulares del gobierno nica, de su embajada? ¿Por qué al poeta Cardenal?

¿No es muy indirecto?– dice con curiosidad su amiga.

– No sé si los canales de gobierno son útiles cuando se trata de investigar razones que

aún no parecen estar claras entre los mismos nicaragüenses. ¿Qué por qué el poeta

Cardenal? Porque los curas revolucionarios no mienten. Y él debe saber mucho de ese

asunto. O al menos, puede decirme quienes saben.

Frente a la contundencia de la respuesta, Nora no insistió. Era claro que su amiga

estaba convencida de ese siguiente paso, aunque no lo demostrara del todo. Sus dudas,

aparentemente ingenuas, eran una invitación a una reafirmación. Desde que la conoció supo

que era una alumna brillante, pero que cada tanto requería de algún "sí, estás en lo

correcto". Y este era uno de esos momentos.


252

– Ah, claro, claro. Bueno, hablando de otro asunto, ¿qué pasó con las solicitudes de

trabajo en las otras agencias de prensa? ¿Te han dado esperanzas?

– Bueno, les envié mis papeles a muchas. Espero que me respondan pronto. Pero, tú

sabes que esto suele ser así. Les escribes y te entrevistas con mil, para que un par te

responda.

Ambas atravesaban etapas importantes en sus vidas. Nora estaba embarazada y en

semanas sería madre, mientras que Andrea había decidido sumar un peldaño en su carrera

académica, el doctorado, para lo cual debía investigar un tema profundo y publicarlo. Su

mentor le había guiado de forma pragmática por el camino del análisis lógico y ella había

asimilado no solo esa perspectiva de la vida, sino, el afán de conocimientos que a sus

ochenta años aún lo desbordaba. Contagiaba a sus discípulos con preguntas curiosas,

desestabilizadoras, que generaban situaciones difíciles, para las cuales Andrea, solía estar

preparada. Y cuando no, se comprometía a desentrañar. No era raro que al día siguiente lo

interceptara en algún pasillo, y le dijera a manera de secreto, con amabilidad, pero con

contundencia, la respuesta obtenida. Lo recuerda bien. Un hombre de carácter recio,

callado, obsesivo. De él logró poner en orden sus ideas de a dónde dirigirse, qué camino

tomar, y ante todo, pensar, pensar, y saber que esa propiedad es única de hombres y

mujeres. –Esa es la parte complicada– solía decir– pero, la más satisfactoria en todo reto

periodístico.

Andrea usualmente vestía unos jeans algo flojos, una camisa desenfadada, holgada.

No era enemiga de las modas, pero no destinaba mayores esfuerzos en lucir chic. Poco o

nada se maquillaba. Aunque sus largos cabellos castaños le daban un aire muy juvenil,
253

como de verano permanente, solía de vez en cuando, cortárselos y dejarlos a la altura de su

cuello. Entonces, Lucila como una quinceañera volátil, energética. Era delgada. Con una

mirada inquisidora que desarmaba. Unos ojos grandes, expresivos y una nariz perfilada,

pequeña, algo respingada, le proyectaban como una niña traviesa y caprichosa. Sobresalían

de su esbelta silueta unos senos prominentes que bailaban al ritmo de su andar.

Cuando estuvo claro el tema de su tesis, lo primero que hizo fue ubicar por internet la

dirección del poeta nicaragüense. Una carta concreta, elegante, con un vocabulario

adecuado fue el primer contacto. El sacerdote aun con sus noventa años a cuestas, responde

a quienes le escriben. Lo hace con modestia y en ocasiones, deja inquietudes científicas en

sus cartas. Es parco, pero conciso. Aún esconde en sus palabras cierta gallardía y

romanticismo que ya no se acostumbran. Es un enamorado de la vida. Guarda la esperanza

de despertar la curiosidad, especialmente entre adolescentes y gente sencilla.

Le preguntó acerca de su investigación y de sí misma. Sus palabras fueron más que

dicha para Andrea, quien no salía del asombro. Respondió de inmediato. Y otra nota llegó.

Y otra, y otra. En la última, Ernesto Cardenal le invitaba a visitar Managua donde trataría

de ponerla en contacto con actores de la Revolución de 1979. Ellos sin duda, le ayudarían a

localizar información valiosa, alguna “que no había sido publicada por nadie aún”.

Lo recordaba en aquella escena tantas veces repetida en la televisión, cuando el Papa

Juan Pablo II en 1983 lo increpó de manera firme, definitiva, en la pista del aeropuerto de

Managua. Cardenal, sumiso aunque sonriente, recibió los regaños con estoicismo. Parecía

que la llamada “Teología de la Liberación” llegaba a su fin. La mirada directa y diagonal

del Papa hacia Cardenal y el dedo del Pontífice riñéndole: “Usted tiene que arreglar sus
254

asuntos con la iglesia”, le dio la vuelta al mundo, como si aquella escena desarticulara para

siempre las contradicciones sociales y los planteamientos de los jesuitas. El avión del

pontífice partió dejando tras de sí, algo más que humos y confusiones. Los jesuitas

nuevamente estaban cuestionados y limitados a los preceptos de una iglesia anacrónica que

defendía la modestia, la solidaridad, la generosidad de Jesús, pero lo hacía encerrada en su

trampa de cómodos dogmas anquilosados. Cardenal obedeció sumiso lo que a todas luces

era una contradicción religiosa.

Hasta esos días, el devenir de ese país centroamericano había sido objeto de muy

poco interés para Andrea, su novio Vittorio, o Nora o cualquiera de los estudiantes de su

entorno. Nicaragua era una "revolución bonita" en la distancia. Pasada la efervescencia

inicial, las alegrías y las marchas de respaldo, se ahogaba como tantos otros países, en

deudas y medidas económicas que asfixiaban la realidad. Y por tanto, nada se sabía de sus

asuntos internos, de los sabotajes de la derecha, de los intentos de frenar el cambio. De la

Contra, de la injerencia norteamericana y sobre todo, de las grandes carencias con las

cuales arrancaba la Revolución.

Para los estudiantes argentinos de la Universidad Nacional de La Plata, era más un

asunto académico donde se disputaban planteamientos políticos y sociales, que calles sin

acueductos, con campos arrasados, escasez de alimentos, desplazados retornando con los

pies hinchados, suelos chuceados con bombas sin detonar, viviendas destruidas, escuelas

sin docentes, y miles de voluntarios queriendo cambiar la ignorancia y la pobreza. Otro de

los grandes dilemas era que recibían un país en guerra, con todas sus falencias, con
255

múltiples tareas y con las mismas personas para hacerlas. Un ejército sandinista de

guerreros, y un gobierno que inicia con somocistas como fuerza vital, a falta de otra gente.

Ahora, a tantos años de aquello, de manera apresurada, ella se ilustra sobre la historia

nicaragüense contemporánea, sobre la literatura y la poesía de ese cura canoso, de lentes y

ojos transparentes, que con sus palabras, con su estampa de octogenario rebelde, señala una

postura en la vida. Andrea carga consigo un par de sus libros. Muchas de sus poesías las

tiene subrayadas. Adora el tono coloquial y sencillo de sus versos, la manera espontánea y

directa de plantar banderas en la realidad, en el amor. Sobre todo, la claridad diáfana de su

ética. Encuentra en sus versos, galanterías que ya no se dicen, que no se oyen, que ya no

existen, pero que rondan en sus poemas como aroma de café matutino. Sueña con haber

sido una de las damiselas a las cuales alguna vez rozó con sus delicadas palabras. Le

encanta ese hombre sabio, amigo de Merton. Ha prestado atención a un poema en

particular, que le llega hondo por aquello de haberse separado de Vittorio recientemente. Se

ve retratada en esas frases. Y es él quien pierde. Eres tú, Vittorio. No supiste llegar adonde

con tanto esfuerzo llegué yo. No recuerdas las veces que amanecí esperando de ti una flor,

una caricia tibia. No entendiste cuando rompí todas las cartas que guardaba con tesón para

un futuro ilusorio, porque tus palabras empezaban a sonar vacías, huecas. No me

comprendiste cuando airada, pedía tus manos con el ánimo de sostenerlas entre las mías.

Siempre estabas distraído. Ese despiste te lo perdonaba, creía que algún día cambiarías.

Pero, ilusa, nunca pensé en tu olvido como una actitud frente al amor. Una forma material

sin alma te estaba tragando, y en ese deglutir, me disminuía cada vez más. Incluso hasta

desaparecer de tus días. Tan solo quedó marcharme. Insisto en que no era olvido lo tuyo,

era indiferencia, dejadez, desamor. Eso es diferente a caminar sonámbulo. Tu pérdida no la


256

entendí, aunque la sentí muy profundo. No sé cuándo cambiaste. Me heriste de muerte.

Vittorio. Aun no te enteras, por más que te lo haya explicado mi cuerpo.

Andrea sigue con el libro del poeta abierto, pero su cabeza solo deletrea seis versos,

como si fueran parte de una dulce venganza que algún día ejecutará. En tu cara Vittorio.

Así será. Y que me perdone Cardenal, pero ahora ese poema es mío.

Al perderte yo a ti tú y yo hemos perdido:

yo porque tú eras lo que yo más amaba

y tú porque yo era la que te amaba más.

Pero de nosotros dos tú pierdes más que yo:

porque yo podré amar a otros como te amaba a ti

pero a ti no te amarán como te amaba yo.

Está sentada en la plaza frente a la entrada del edificio del rectorado de la universidad.

Medita sobre las muchas veces que caminó por las calles cercanas a la UNLP hasta llegar al

número 676. Sabe que le agobian las rutinas. No podría laborar en una oficina con horarios

rígidos. Observa a tantos estudiantes en los alrededores. Ella ya empieza a extrañar esas

caminatas. Se siente próxima a iniciar otra etapa en su vida. Mientras se traga ese paisaje a

bocanadas, con cierta desesperación, porque el tiempo no perdona, porque ella ya está

saliendo de un cascarón, reflexiona. Aguarda por Nora. Un libro de Cardenal sigue siendo

su amigo cuando la espera es larga, y esta podría serlo. Desde hace un tiempo, lee también

a otros nicaragüenses, Alegría, Belli y Ramírez. Empieza a sentir mucha curiosidad por ese

país centroamericano. Recuerda cada tanto uno de los consejos de su mentor: cuando

sueñes con tu problema, estarás preparada para encontrar sus soluciones. Ella empieza a
257

soñar Managua, sus conflictos, su tropezada historia. Y sin duda, está ansiosa por resolver

el camino que le llevará a su tesis doctoral. Consiguió un par de publicaciones en inglés

sobre la dinastía de los Somoza. Una de ellas es una tesis de maestría realizada por un

estudiante hindú en la Universidad de Ohio: Anupama Gopa Patel. Le asesoraron docentes

preocupados por el hallazgo de verdades en el análisis académico, y el producto fue

revelador: The Somoza Regime. Nicaraguan politics.

Nora la ve a lo lejos. Sabe que demorará unos minutos en alcanzarla. Se mueve

lentamente, como un velero humilde que oscila para allá, para acá. Su barriga de varios

meses de gestación la obliga a un nuevo ritmo, a una lentitud a la cual ya está

acostumbrada. Sin duda, le alegra saber que su amiga está excitada con su proyecto. Tenía

meses deprimida, estancada. Hoy brilla con la alegría que solo puede explicar el saberse

despierta a la vida.

Va llegando de a poco a la cita. Andrea reflexiona sobre las razones y la ética. No

comprende la codicia exacerbada y ansias mesiánicas de los Somozas. Comprende que en

su análisis, debe ser objetiva y por tanto, desarrollar la capacidad de escuchar y leer, sin

apasionarse por alguna postura. Entenderlos es fundamental para entender la historia de

Nicaragua, así como es necesario indagar en los factores externos que apoyaron a sus

gobiernos. Los gringos, los cubanos, la Guerra Fría…Levanta el rostro para sentir la brisa.

El sol. Se quiere acariciar con el astro rey. Abre los ojos. Allí está su universidad, lugar

donde se enamoró, discutió, se entristeció. Ahora toca partir dejando algo de sí en esas

paredes. Ve la entrada de las tres altas puertas de madera, rememora los trámites y el primer

día de clases. No sabe aún por qué, pero siente distante aquel momento. Es un pasado
258

lejano. Se recoge su largo cabello, se recuesta mejor en la silla. Sigue reflexionando. El

reloj de esa casa enorme que fue su segundo hogar, que alguna vez fue un banco, señala las

once de la mañana. Hay una fresca primavera que sopla los rostros. Se ha detenido en

disfrutar de los detalles de la fachada. Quizás antes, el apuro y los entuertos académicos no

le permitieron esa oportunidad. Revisar los detalles había sido uno de los legados que

aprendiera de su mentor.

– Detalles, Andrea, detalles. No los olvides. En ellos reside la diferencia de un buen

comunicador a otro cualquiera que tan solo repite la realidad como un loro…– le respondió

el maestro mentor, mientras leía una nota de prensa en la cual se informaba de la nueva

aventura de su amigo Pedro J. Jiménez, un español flemático, amante de las libertades y el

periodismo–. Mira esta nota– y le extendió la misiva de su colega– en ella verás lo que los

valores representan para un profesional de la palabra. Ese es un amigo mío. Lo considero

un profesional de altura. Lee.

Andrea lo hace a media voz. "Querido Pasqualini, como sabes, no me ando por las

nubes. Renuncié a El Mundo y arrancamos la tarea difícil de organizar un nuevo

periódico. Se llama El Español. Será como el que alguna vez fundara Blanco White para

defender nuestra libertad; como el que lograra en 1935, Borrego; como el que impulsaba

Maura con el cual pretendía hacer 'La revolución desde arriba'; o como el de Luis

Bonafoux, cuando clamaba por una Revolución desde abajo". Amigo, esta era requiere

buena gente. Hay mucho por hacer aún…te repito mi frase favorita, bueno, la de Marceau.

―Los actores, al igual que los periodistas, somos los historiadores del ahora‖. Saludos.

Pedro.
259

– ¿Tienes idea qué edad tiene Pedro? Te respondo de inmediato. Es muy joven,

tiene la edad necesaria para no morir…y sabe que la vida es corta, que no hay tiempo para

arrepentimientos banales. ¿Recuerdas el enredo de los terroristas GAL, la ETA y Felipe

González en España? Quizás no, pero te digo que ese hombre fue el que destapó aquello. Y

casi le cuesta todo.

– Toma– y extrae de su biblioteca un grueso informe: The Presidency of James

Carter and Central America, 1977–1981–. Ahora solo necesitas tiempo y energías. Y tú

cuentas con ambas. Feliz viaje. Regresa con tu tesis, con la verdad en la mano y con las

respuestas que da la vida al investigador.

Ella sigue anclada frente a la U. Disfruta el momento. Los rayos del sol caen

diagonalmente desde el tope de la edificación, dándole un aire de lumbre celestial a la

estatua de bronce que saluda a cientos de estudiantes y docentes cada día. Esa efigie que

permanece incólume, estática, y que ha estado presente en la vida de tantos universitarios,

ahora la aprecia diferente. Tiene el tiempo para detallarla. La imagen severa de un abuelo

sentado que aconseja proviene de una luz que baja diagonal del cielo y le da un contraluz a

Joaquín González, generando un símbolo paternal en momentos en los cuales ella

reflexiona sobre su futuro inmediato. Ve los tres altos ventanales del frente. Se cuela entre

ellos, el director de su tesis, a quien considera un sabio perdido en el siglo XXI. No puede

imaginar su paso por la U, sin la presencia omnívora de su tutor.

Le devuelve la carta al profesor. Él la mira, no agrega más. Sabe que la alumna ha

captado el mensaje. Andrea baja la vista. Afuera, en la entrada, la estatua del ministro sigue
260

inmóvil. Ofrece su mejor rostro, a pesar del tiempo y los acontecimientos, a los nuevos

estudiantes de la Facultad. El anciano la recibe, la dobla y guarda. Sabe también que

Andrea ha digerido nuevamente otra lección. A lo largo de su preparación comprenderá

mejor el significado de aquella simple noticia personal. Ella se sienta. Tiene un aire de

preocupación. Ya absorbió lo del compromiso con la sociedad, lo de la verdad, y en

especial, la rectitud. Sabe el poder que tienen las palabras bien manejadas. Quiere aprender

más de ese pequeño y canoso hombre que está frente a ella.

– Profesor Pasqualini, antes de marchar, quiero hacerle una consulta. Usted también

nos ha enseñado sobre la importancia de la síntesis. ¿Cómo ahora nos pide detalles? ¿No es

contradictorio?

– No. No lo es. Los detalles te darán las certezas. Luego deberás comunicar lo

importante, y mantendrás contigo esas reservas concretas que te servirán para respaldar tus

palabras. Recuerda, detalles, Andrea, detalles– y se marcha presuroso sin despedirse de la

muchacha, como acostumbra, como lo ha hecho en los últimos cinco años de la vida de la

chica.

Unos despreocupados estudiantes conversan con un profesor en las escalinatas de la

universidad. Sigue con cuidado lo que ocurre en su entorno. Un mensajero llega y estaciona

su moto frente a los escalones. El reloj sigue avanzando. No le importa mucho. No tiene

otra ansiedad que no sea mostrarle a Nora, la carta de Cardenal.

Piensa concentrada en lo que ha sido su vida en el último mes. Un proyecto de tesis.

Una sugerencia de su mentor. Un entusiasmo desbordado al saber que develaría el misterio


261

de un hecho violento que cambió vidas y la ruta de la historia en Centroamérica. Que

lograría conocer a comandantes y combatientes que le darían información fundamental. En

fin, su futuro inmediato se vería colmado de emociones. Por otra parte, la separación

sufrida de Vittorio, su novio, le dio nuevos aires y esperanzas para iniciar algo, un proyecto

que la sacara de la modorra en la cual se había sumergido. Y para ello, nada más acertado

que compartirlo todo con Nora.

La ve llegar con su andar de tortuga vacilante. Sabe que luego del nacimiento del

hijo, sus vidas serán otras. Ya no se verán como las recién egresadas profesionales del

periodismo. Los lugares comunes seguirán siendo eso, comunes, y nada más. Los edificios,

los pasillos, los vendedores de libros usados donde tantas horas pasaron ambas

seleccionando textos o leyéndolos hasta encontrarles el gusto. O recibiendo una charla

literaria del vendedor, quien además, resultaba un agradable hombre maduro.

Llegarán al nuevo edifico Kirchner. Subirán los dos pisos acostumbrados. Se

asomarán a las ventanillas de los salones, y nadie reconocerá a esas dos señoras que

curiosas, ojean los pasillos. Los docentes más arrugados y olvidadizos las recordarán luego

de algunos minutos de haberse saludado. Su mentor no estará, dirán que ya se retiró y

Andrea lo sentirá profundamente. Era una de esas personas a las que querría ver para

explicarle que ya es una mujer seria, dedicada a las publicaciones profundas y de

referencia. Para informarle que sus enseñanzas no “cayeron en saco roto”, como lo decía

cada tanto. Caminarán bajo el cálido sol de enero. Encontrarán todo medio vacío. Los

mismos perros que hurgaban en las basuras, más viejos y blancuzcos. Algunos nuevos

árboles y otros que ya no están. No conocerán al nuevo Decano. Los seminarios tratarán
262

asuntos contemporáneos, más arrimados a los adelantos de la tecnología y los cambios del

Hombre. Sin prisa se dirigirán hacia Medicina. Se sentarán en una banca a esperar el tren

universitario. Mientras llega, recordarán el día en que leyeron la carta de Cardenal en la que

le sugería que fuera a Managua.

– ¡Nora, mira!– le muestra la carta como un trofeo de guerra. Ambas ríen con una

alegría que brota a borbollones desde muy adentro.

– Siempre supe que lo lograrías.


263

Sus familiares siempre fueron muy liberales con ella y su hermano. Aunque la distancia

entre Buenos Aires y La Plata no era tanta, se fueron acostumbrando a los espacios y

libertades que resultan del vivir solos. Cada tanto se hablaban por teléfono. Los viejos

lograron también tener teléfonos celulares y se enviaban mensajes familiares. Apenas supo

que se iría con una media beca en búsqueda de informaciones de su tesis, llamó a sus

padres para contarles de su nueva aventura intelectual.

– Ché, beba, quizás te ganés el Premio Walsh – le dijo la madre.

– Mamá, ¿cómo crees?

– ¿Por qué no hija? Vos sos talentosa y sé que lo harás muy bien. Recuerda que tu

norte es encontrar la verdad detrás de las máscaras. Y de esa actitud, cosecharás tus propios

logros.

– Claro, pero no ando pensando en premios ni nada de eso. El asunto es hacer una

buena tesis que me abra las puertas de una agencia de noticias o de una empresa editorial.

Bueno, no sé. Algo así. Por cierto vieja, ya he mandado mis papeles a varias a ver qué pasa.

Puse tu teléfono por si acaso no me localizan mientras esté fuera.

– ¡Animate! Bueno, corrijo, ¡atrevete! Porque animada estás– ambas sonrieron de la

ocurrencia.
264

Un frugal desayuno en una mesa modesta de madera ligera es el escenario para que

dos amigos compartan una de sus acostumbradas tertulias. En el taller de escultura de

Cardenal, y frente a un gran número de proyectos a medio andar, en su mayoría, siluetas de

aves que miran al cielo, cactus redondeados, conejos pequeños que irradian inocencia,

gaviotas en maderas variadas; se reúnen a disfrutar de un encuentro dominical más, que con

el pasar del tiempo se ha convertido en una agradable rutina. El último domingo de cada

mes se hablan para reiterar quién traerá el pan, el queso, y quien el vino, aunque de

antemano ya sabe cada uno lo que le corresponde.

Después de bendecirla, Ernesto Cardenal desvela una cesta de mimbre y toma una

rodaja de pan casero preparado por él mismo. Invita a su amigo a hacer lo mismo. Es pan

integral. Lo mira con detenimiento mientras comenta en voz baja a Sergio Ramírez sobre

cómo Neruda descubría en los elementos más comunes de la vida, la alegría de vivir.

– Las aves para Pablo lo eran todo. Sintetizaban la maravilla de la Naturaleza. Mira

Sergio, fue gracias a una de sus frases que descubrí esa fascinación por las cosas simples,

por las aves, por los olores del campo y gracias a ese misticismo minimalista, también

encontré un mundo que desconocía. Los pájaros nos circundan, nos dan vueltas, nos

gobiernan el paisaje– y se sonríe pícaro– hasta nos cagan, y nosotros desconocemos la

maravilla de las formas de sus alas, la lógica de sus plumas, sus ligerezas que con

movimientos gráciles les permiten volar, flotar o simplemente permanecer ignorantes de la

gravedad, en una danza de hojas que caen.

– ¿Y recuerdas la frase?

– Claro. Bueno, fueron muchas en realidad. ¿Recuerdas el libro de los dibujos de

algunos de sus amigos? Artes de pájaros. Allí hay dos poemas que me cautivaron. En la
265

parte que describe los pájaros reales, porque está en dos, como sabes, hay un ritmo de aves

volando:

¡Oh plumas destinadas

no al árbol, ni a la hierba, ni al

combate,

ni a la atroz superficie,

ni al taller sudoroso,

sino a la dirección y a la conquista

de un fruto transparente!

– Ese poema es largo, lleno de sabias palabras. Así era Neruda, ¿no?– unta un poco

de mantequilla derretida por el calor de la mañana, y empieza el ritual de saborearlo.

Ramírez, pausado, también rememora al poeta chileno.

– ¿Ernesto, y te acordás de esta parte?– y con lenta y baja pronunciación, le recita

algunos versos.

Yo que aprendía volar, con cada vuelo

de profesores puros

en el bosque, en el mar, en las quebradas,

de espaldas en la arena

o en los sueños.

Me quedé aquí, amarrado a las raíces,

a la madre magnética, a la tierra,

mintiéndome a mí mismo
266

y volando

solo dentro de mí,

solo y a oscuras.

Asiente con un movimiento leve. Un silencio natural se instala entre ambos y se prolonga

mientras con calmada inercia, ambos degustan el pan, el vino y la mantequilla. También

degustan los versos, se los comen con delicadeza, como quien camina entre filigranas de

azúcar. Continúa Sergio hurgando en sus recuerdos y las palabras más icónicas del chileno.

– En la sección de Pajarantes hay uno que es genial, como todo lo que hacía Pablo, el

Tintitrán. Y me gusta porque a veces me siento como esa ave llovida de la cabeza del

poeta:

Es transparente el Tintitrán,

no se ve contra los cristales

y cuando vuela es invisible:

es una burbuja del viento,

es una fuga de hielo,

es un latido de cristal.

– Amigo, no eres el único Tintitrán en esta tierra. Somos al menos dos–. Con mirada

profunda, el sacerdote escucha y tras una breve pausa le comenta que a Neruda le mantenía

permanente la invitación de ir al lago de Managua a ver garzas.

– Yo le decía siempre: "Pablo, vos no conocés una garza nica. Esas duermen con los

ojos abiertos para evitar que las capturen los chigüines de Somoza..."– Y se reía de la frase,
267

porque a ello dio una respuesta clara el poeta chileno– "Ernesto, es que las nieves

centroamericanas me derretirían mis garzas chilenas...". Me bromeaba –toma un trago de

vino. Y con ello ha terminado su desayuno. Ramírez se sonríe.

– ¿Y las garzas que vos hacés tienen relación con el poema de Pablo?

– No, realmente ese poema es simple, sin gracia. Por eso le invitaba a que viniera a

conocer las nuestras. Quería que viera como una garza blanca es una flecha, un dardo que

apunta desde el sol, para atravesar los alambres de plata que, azarosos, les pican las

uñas...pero Dios se encargará de mostrarle desde arriba esa maravilla de estas costas y

lagos.

El tiempo hace mella en la salud del poeta, su cansancio físico lo invade en

momentos inoportunos. Le pide a Sergio que le ayude a ir a su despacho. Allí podrán

continuar la charla.

– Sergio, vamos a mi estudio– sugiere. Ambos saben las razones del cansancio físico

del sacerdote. Sus noventa años lo han encontrado lúcido, pero con un cuerpo agotado.

Caminan con lentitud. El viejo va muy encorvado, apoyado en un bastón y en el brazo de

Sergio. El despacho es una habitación pequeña con una cama sencilla y una hamaca

colocada a lo largo. Un estante de madera con algunos libros y una amplia ventana. Se

recuesta en la hamaca. Sergio en la silla mecedora de mimbre. Sobre la cabecera de la

cama, un Cristo de madera oscura vela los sueños. Del otro lado de la cama, un aire

acondicionado de pared que pocas veces es encendido.

Bajo el brazo de Sergio, con la botella de vino chileno, también vinieron esa mañana

los periódicos del día. El primero en ser abierto es La Prensa. Reposan en una tablilla, El
268

Nuevo Diario, Trinchera, La Jornada, La Bolsa de Noticias, y Hoy. Le comenta a Ernesto

sobre el asunto del Canal de Ortega, e inmediatamente arruga el entrecejo. Es un tema

espinoso que molesta ambos.

– Aun no salgo del asombro de lo que es capaz el humano. Esta pareja se ha

adueñado de Nicaragua, y ahora no le bastan los millones de la Piñata, sino que quieren

partirnos en dos, a manos de los chinos. Sergio, la América toda estará dividida en dos otra

vez– ambos escritores se mecen con suavidad, con parsimonia. El leve crujir de las patas de

la silla de mimbre es el único sonido que está presente. El taller del sacerdote está en el

centro de Managua, pero misteriosamente, en él cunde el silencio, y un aire de solemnidad

flota acallando los pasillos durante el día. En la noche, una algarabía de grillos y ranas dan

un aire rural al entorno. Disfruta de la contemplación en el pequeño jardín del frente de la

casa. "es una suerte escuchar a los animales conversar todas las noches"– menciona cada

tanto con interés científico.

En una repisa de madera, reposan entre otros, tres tomos de El Mundo de los

Animales, una serie de diez revistas Scientific American, Nature, Das Capital, A Draft of

XVI Cantos de Ezra Pound, Las Aves de Panamá de ANCÓN, Aves de Nicaragua, Manual

de la Buena Cocina, Evangelio del Cristo cósmico de Leonardo Boff, Entre todos los

Hombres de Frei Betto, la Isla Mágica de Rogelio Sinán, un CD con el video El Origen del

Hombre de National Geographic, dos CDs de Leonard Cohen, otro de cantos gregorianos y

una enorme Biblia de Pomaire, de portada repujada en una lámina de cobre.

– Bueno, Ernesto, vos sabés lo que pienso de esa locura. En el partido están actuando

con lo que pueden para denunciarla. Esa fantasía de los Ortega destruirá nuestro país. Al

igual que muchos, tampoco salgo del asombro lo mucho que cambió Daniel. Y los otros
269

que le acompañan también. Cambiaremos a los yanquis por los chinos– sigue leyendo

algunas noticias escondidas entre los grandes titulares. Dobla La Prensa, se levanta, da una

vuelta y se dirige hacia los libros como movido por una fuerza inercial. Se detiene unos

segundos en cada título. Mientras, sigue conversando con el poeta. Toma la Biblia con la

cubierta de cobre y la examina con detenimiento. No es la primera vez que lo hace.

– Dios no lo permitirá. Yo oro para que despierte y nos mire un rato. Mis plegarias

van cargadas de duras realidades, de esperanzas de gente pobre, a la cual no le podemos

fallar más; y Jesucristo lo sabe. Se dará cuenta que hay que parar a esos locos que

pretenden solo la destrucción. Aún tenemos una revolución por delante, Sergio. No

debemos permitir el mamotreto de los Ortega. Ya es tiempo que rebroten los principios

sandinistas. Que renazca la ética. Que nos enfilemos a una revolución de amor. Con el

nuevo Canal de Panamá ampliado, sin contar que llevan más de hace cien años por delante,

cómo se les ocurre que los dueños de naves se arriesgarán a cambiarse a un experimento

chino que aún ni sabemos en qué consiste. Esos cambios no se dan así no más. Las fuentes

de agua dulce serán destruidas, y el equilibrio ecológico del lago y su entorno también.

Nadie puede prever lo que ocurrirá con ese sistema natural. Lo que está claro es que

cambiará mucho. Y alcanzar un nuevo equilibrio, puede tomar siglos nuevamente. Y la

gente, los pescadores que dependen del lago. ¿De qué vivirán? Sólo veo un oscuro camino

en esa idea del Canal. Lo de los puertos y la vía de trenes es otra cosa, pero no creo que los

chinos quieran meter su dinero sólo en ello, sin el mentado canal.

– Correcto. Tenés razón. Y no hemos hablado de las tierritas de las familias. Mirá, ya

es tiempo que despertemos. Al Canal chino, yo tampoco le veo ninguna utilidad, ni

productividad, ni viabilidad. Lo que nos puede hacer grandes es la educación de la gente,


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no esas monstruosidades de concreto.– Sergio sigue con los dedos los sobre relieves de la

lámina repujada– nuestra gente no se merece a ese clan que ha desvirtuado tanto esfuerzo

histórico.

– ¿Sabés?– y tomando el libro con la cubierta de cobre dirige una mirada algo triste al

poeta.

– Esta biblia me recuerda a Rogelio, creo que él fue quien te la regaló en Santiago de

Chile. Fue en 1972 cuando fuiste a su apartamento.

– Sí, fue así. ¡Qué vida tan corta la de tu hermano! Tenía mucho que dar aún. Bueno,

estará haciéndolo en alguna parte que le tenga el Señor. Aún lo recuerdo, con su enorme

cuerpo de gigante inocente, caminando con su barba de filósofo griego, y diciéndome por

qué debíamos visitar a los pueblos del mundo, y mostrarle la belleza de nuestra Revolución.

Claro, lo de la Biblia fue mucho antes. Esa vez en Santiago, me llevó al Mercado de La

Vega. La gente, los productos del mar, los vegetales y el incesante bromear de los

vendedores, la alegría de esa gente humilde me recordaron el Mercado de Arguelles del

poema de Neruda.

Todo

eran grandes voces, sal de mercaderías,

aglomeraciones de pan palpitante,

mercados de mi barrio de Argüelles con su estatua

como un tintero pálido entre las merluzas:

el aceite llegaba a las cucharas,

un profundo latido

de pies y manos llenaba las calles,


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metros, litros, esencia

aguda de la vida,

pescados hacinados,

contextura de techos con sol frío en el cual

la flecha se fatiga,

delirante marfil fino de las patatas,

tomates repetidos hasta el mar.

También me dio a probar mote con huesillo. ¿El vaso con melocotones? Lo vendía un

señor en un carrito ambulante. Le gustaba mucho a los chilenos esa bebida. ¿Lo recuerdas?

– Claro. Aunque te soy sincero, no me gustaron. Quizás más que el sabor, el aspecto,

o el nombre: huesillo…No sé. La semilla del melocotón siempre me trajo a la mente un

cerebro preservado en formol. Vos, sabés. Vainas de uno…– sigue tanteando ciegamente

las líneas de la placa de cobre; un copihue y una pareja danzando una cueca son el fondo

rojizo donde resalta la palabra Biblia. Ernesto se estira en la hamaca. Se ajusta los lentes.

Mira a Sergio con sus ojos transparentes, y le informa de la tesista argentina.

– Por cierto, me escribió una muchacha periodista para que la ayudemos con su tesis

doctoral. Ella es de la Universidad Nacional de La Plata. La remite el profesor Pasqualini.

¿Lo conoces?

– No lo recuerdo. ¿Y eso?

– Pues ella quiere que le orientemos sobre la gente y los detalles de la muerte de

Somoza.

– ¿Sí? ¿Cómo llegó a ti? ¿Y por qué?


272

– Pues que la chica me ha contactado por la página facebook. Como sabes, Luz

Marina me revisa esa página todos los días. Se llama Andrea Fortunatti. Ha intercambiado

varias comunicaciones con nosotros. Le he dicho que más que yo, tú podrías ayudar. Lo

que requiere es que le presentes a algunos de los comandantes que aún saben del asunto.

Me parece importante que se investigue y se publiquen los detalles. Que se sepa la verdad.

Hay mucha incertidumbre sobre ese atentado. Ella vendrá a Managua el próximo mes.

¿Podrás atenderla?

–Por supuesto, aún se reúnen algunos de los muchachos en Managua. Se los

presentaré. El resto, pues será su propia investigación. Ese asunto espinoso podría ser

desvelado con pormenores. Nunca me agradó la idea de que se pensara que todos

queríamos la muerte por la muerte. Tú sabes que no era así. Queríamos justicia. Eso sí. Sin

embargo, no me quedó claro si los que lo mataron realmente estaban actuando en defensa

del nuevo gobierno, y evitando que el tirano volviese, o desatando la ira contenida, y

ajusticiando por mano propia.– Se detiene serio en este punto. Cardenal no opina.

Ramírez toma la botella de vino y dos copas que Luz Marina ha dejado preparadas

sobre un mantel de hilo blanco. En la bandeja reposa la botella descorchada. Le alarga una

al sacerdote y ambos brindan por la bendición de estar vivos y saludables. Luego de un

breve trago, acostumbran oler el vino, un Merlot de sabor suave, fino, muy aromático que

les recuerda el Valle del Maipo, cerca de Santiago de Chile.


273

Andrea decide descansar una noche en Panamá. El largo viaje desde Ezeiza la obliga

a dormir en la ciudad del Canal. Al levantarse temprano el martes, continúa hacia Managua.

Le agrada ver el istmo centroamericano desde el aire. Una cintura verde, estrecha, llena de

vida e historias. Llena de misterios. ¿Cómo en esa franja tan angosta se han definido tantos

asuntos importantes para la humanidad? Recuerda una publicación del Instituto

Smithsoniano en el cual se expone por qué el cierre geológico de esa zona causó un cambio

de corrientes marinas que a su vez, modificó el clima del planeta. Se acabaron las

glaciaciones. Se extinguieron los grandes animales. Y ella, en breve, tendrá la oportunidad

de caminar por esas mismas arcillas milenarias donde alguna vez hubo caballos con

mandíbulas de camellos, palmeras diluvianas o tigres de monstruosos colmillos. O ir más al

norte y simplemente, caminar por los senderos donde alguna vez Sandino condujo a su

gente, imponiendo respeto frente a los poderosos. Siente que su trabajo de investigación

ayudará un poquito a develar respuestas del atentado a Somoza y con ello, a consolidar la

historia sabida o a descubrir una nueva.

El avión corre por la pista hasta detenerse frente al andén. Antes de terminar el

proceso, los pasajeros se van levantando, recogiendo sus pertenencias, a pesar de las

advertencias de las azafatas. Andrea permanece sentada. No es amante de multitudes. Es la

primera vez que viaja a Managua, en realidad, a Centroamérica. Está muy emocionada con

la visita, con el inicio de campo de su tesis, y con los aires calurosos pero renovadores, que

van inundando sus nuevos días. Lleva poco equipaje, no es mujer de exagerar. Está algo

agotada por la extensa jornada.


274

Está en la fila de migración. Escucha un alboroto que viene bajando como un

tsunami. El nerviosismo se va trasladando como una corriente eléctrica que pronto llega a

ella en forma de multitud que corre hacia las puertas. Por los altavoces se escuchan

instrucciones entrecortadas que las sirenas no permiten comprender. Un hombre vestido

con uniforme corre con una mujer desmayada en sus brazos. Otro corre con una oficial de

policía que va sangrando por los oídos. Ingresan al aeropuerto unos hombres con armas de

guerra vestidos de negro, miras telescópicas, lentes oscuros y rostros cubiertos. La gente

atropella a los taxistas en las salidas. Andrea se pega a la pared. Se agacha. Se escurre

nerviosa, invisible. Quiere pasar desapercibida. Trata de comprender lo que ocurre. Los

soldados se dispersan como hormigas. Gritan a todos que se lancen al suelo. A los de las

puertas, que escapen hacia unos autobuses que dejaron enfrente. Una brigada de voluntarios

de enfermería llega con botiquines y máscaras. Se ubican en una esquina fuera del alcance

de los francotiradores. Las alarmas vibran en su aullar desesperado. El aeropuerto parece un

campo de guerra. Hay ruidos e histeria. Tras unos segundos de tregua, traen a dos enormes

perros belgas expertos en detectar explosivos. Los sueltan. Andrea no sabe cómo

desaparecer. Se aprieta las rodillas y llora por los nervios. Los perros corren a lo largo de la

aduana y brincan sobre dos hombres armados de chaquetas de cuero. Con los hombres

girando en el suelo y los animales furiosos destrozando las protecciones de cuero, termina

oficialmente un simulacro nacional contra el terrorismo decretado por el Presidente Ortega.

Un alto oficial llega a la escena de los hechos con un cronómetro en la mano.

– ¡Oficiales, retirada! Misión cumplida en dos minutos y medio. Evacuación ordenada y

heridos atendidos de manera correcta– reportó por teléfono a algún alto oficial.
275

Tras unos segundos más de caos, se va calmando la situación, la policía sandinista

cortésmente llama a todos a volver a sus puestos de trabajo, a las filas de aduana y de

migración. Las preguntas van y vienen. Una persona de alto nivel administrativo que sabe

el origen de todo el desorden, va explicando que se trata de un simulacro de emergencias

por ataque terrorista. Hay quejas de todos lados. La mayoría opina que “esto no se le hace a

un turista recién llegado”. Otros dicen de manera comprensible que es así cómo funcionan

los simulacros, sin avisos previos. El desorden habitual del aeropuerto va llegando en la

medida en que se apaciguan los ánimos.

Andrea se incorpora. Se limpia la cara. Seca las lágrimas y trata de calmarse. Camina

temblorosa aun. Presenta sus papeles en la ventanilla. Los sellan. A la salida del aeropuerto

lee en grandes letras doradas: Aeropuerto Internacional Augusto César Sandino. Nicaragua

Libre. Aunque sigue molesta con lo ocurrido, un sentimiento de alegría le llena el alma.

Casi ha olvidado la desagradable situación anterior. Hubiese preferido otra bienvenida.

Antes de viajar, y como parte de su trabajo, leyó a profundidad la accidentada historia

centroamericana, y en particular, la más reciente de Nicaragua, la cual pasa por la figura de

Sandino varias veces. Unas hermosas flores blancas adornan las orillas del estacionamiento.

– Señor, ¿me puede decir cómo se llaman esas flores?

– Por supuesto, niña. Esas son unas Sacuanjoche. Permítame regalarle una– el taxista

toma una hermosa flor blanca y se la coloca en el cabello. Con una espontánea sonrisa se

olvida definitivamente del asunto del terrorismo, del susto inicial, del mal rato. Managua se

reivindica con ella y Nicaragua recibe su primera sonrisa.


276

El mismo taxista que le regaló la flor, un hombre maduro y servicial, con aspecto de

abuelo gentil, la conduce al hotel Mozonte en el Residencial Bolonia cerca de la rotonda El

Güegüense.

– Muchas gracias, señor.

– De nada, niña. Tenga mi tarjeta por si quisiera algún transporte en la ciudad.

Llámeme con confianza. Mi nombre es Joaquín Cuadra Valladares, para servirle.

La casa le agrada, es una antigua vivienda bien remodelada que fue en alguna época,

la embajada de Francia. Aún mantiene un aire de elegancia y donaire. Lo que la convenció

de las opciones que estudió, fue la posibilidad de estar cerca de algún parque. En su ciudad,

es imprescindible sentarse a descansar a media tarde en verano bajo la sombra de algunos

árboles y tomar fuerzas para continuar la jornada hasta la noche.

– Buenos días. ¿Tiene reservación?

– Sí, me llamo Andrea Fortunatti.

– Correcto. Le hemos asignado la habitación quince en la planta baja, frente a la

piscina.

– Muchas gracias, pero ¿podría cambiarme a alguna donde pueda tomar el sol?

– Con gusto, le reasignaré la veinte. Esa tiene un balconcito que resulta adecuado

para ello.

– Perfecto. La tomo.

Andrea abre su pieza y la recibe una corriente fría, confortable, proveniente de un aire

acondicionado encendido, que la invita a descansar unos minutos. El clima de Managua en


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abril es seco y caluroso. A pesar del cansancio, decide dar una vuelta por los alrededores.

Pide por teléfono que le den un mapa del área, se viste cómodamente. Se ducha y sale

airosa, emocionada, a caminar en torno al hotel.

Unos árboles en las cercanías le orientan hacia el Parque de las Madres. Camina unos

trescientos metros hasta encontrarlo. Se sorprende que aunque hay algunos árboles muy

verdes, el suelo está desnudo, polvoriento. Se imaginaba un prado. Aun así, se sienta a

digerir su primer día en esa ciudad histórica. Se pregunta de forma reiterada el origen de

todos los nombres de las calles, de las plazas, los monumentos. (Detalles, Andrea, detalles)

Cuando el taxista la llevó al hotel, ya había iniciado su captura de información popular,

como le llama. Por él supo que la rotonda de El Güegüense es orgullo nacional. Es un

homenaje a la primera obra de teatro nica de origen náhuatl, y que resultó una sátira de los

españoles, aunque ellos se riesen a carcajadas por cuatro siglos, sin comprenderla a

profundidad, sin saber que se burlaban de ellos mismos.

Esto lo sabía de sobra Cuadra Valladares, el conductor, el hombre cariñoso de la flor

blanca, a quien designó su “conductor personal”. A un sobrino suyo de la Parroquia de San

Sebastián en Diriamba, le corresponde en cada enero, vestirse de Capitán Alguacil Mayor

en esas fiestas patronales donde se presenta El Güegüense.

– Si quiere le puedo organizar una visita a esa Parroquia. No es lejos de aquí. Está al

sur.

– Muchas gracias. Por ahora tengo otros planes. Joaquín, no comprendo bien. ¿Qué es

el Güegüense?

– Es el pueblo sabio, amiga. Es un anciano que burla a las autoridades españolas,

entre otros a mi sobrino, quien es el Alguacil Mayor. Ese viejo sabio representa lo que
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somos. En Nicaragua hemos vivido tantos años gracias a esa astucia, a esa picardía, ha sido

la manera de sobreponerse a las circunstancias. Aquí niña, no sólo los volcanes y los

terremotos nos azotan, también los malos mandatarios. Y por ello es importante ese Macho

Ratón, como le llaman algunos. Gracias a él, nos podemos reír de nuestros días y de ellos,

sin que lo sepan.

El taxista la deja en el Parque de las Madres. Si requiriese sus servicios, lo llamará.

Por ahora quiere beberse sola la ciudad, al menos esa parte de ella.

Luego de sentarse y descansar un buen rato a la sombra de los árboles y tomar con los

ojos cerrados, el sol directamente como quien no lo ve desde hace mucho, Andrea se

encamina a la Rotonda. Al llegar, fuera de ver autos circulando alrededor de ella, como si

se tratase de la falda de una bailarina de flamenco que gira y gira, encuentra a tres enormes

personajes teatrales de concreto blancuzco. No hay paso peatonal para llegar a ellos.

Pareciera que no se pensó que alguien quisiera visitar al Güegüense. Atraviesa la Pista

Benjamín Zeledón. Quiere vivir de cerca esa leyenda, aspirar ese conocimiento ancestral

del Macho Ratón. Un sol inclemente cae rectilíneo, con intensidad, sobre la ciudad. No le

importa mucho. En el centro de la rotonda hay tres hombres congelados bajo el calor

centroamericano, que se solidificaron en un diálogo teatral que ocurrió en el siglo XVI.

Uno de ellos inclinado, con el lomo de una lagartija, parece dar explicaciones a los otros

dos, sin duda, los españoles. Camina por el engramado tratando de descubrir y recordar la

historia teatral que le explicó el taxista. Mira de cerca al hombre con lomo de animal e

intuye que en esa expresión de locuacidad, se halla la sabiduría que le ha permitido a los

nicas, sobrevivir inteligentemente. Da vueltas en torno a los tres hombres. La rotonda está

sola, y se la traga a bocanadas.


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El mapa que le entregaron en el hotel le señala que está a unas cuadras del Parque de

la Laguna de Tiscapa, un cráter de un volcán extinto. Nada más atractivo para ella que

saber que alguna vez en la loma adyacente a ella estuvo hasta 1972, año del terremoto que

destruyó Managua, la casa de gobierno. A ese lugar irá caminando y sintiéndose como una

esponja que va absorbiendo los días, las horas, el aire de la tierra de Sandino. Camina por

las orillas de la pista Zeledón. El sudor y los labios resecos le recuerdan un poco el norte de

Argentina en verano. La resequedad le convierte la piel de su rostro en un cuero tieso y

carrasposo. No son más de dos kilómetros de distancia y siente que las piernas ya no le dan

más. Nunca ha sido buena para caminar, menos bajo el ardiente sol de mediodía en

Managua. Desde lejos observa la silueta de Sandino en el Parque histórico, lugar donde

estuvo asentada la Casa Presidencial desde el cual imperó Somoza García, el viejo. Pasa

por detrás del Hospital militar y tras esforzarse en una última colina, llega a la base de la

espigada figura de Augusto César, una enorme sombra oscura que sin duda es su estampa.

Unos guías le dicen en inglés a unos turistas suecos que “…la laguna de Tiscapa en los

años ochenta, era un delicioso balneario. Hoy como pueden observar, las aguas verdosas no

están aptas para la recreación. Es un ecosistema cerrado que está muy contaminado”.

Se asoma y observa un gran agujero verdoso. Se imagina bajo ella, lavas ardientes

que con su furia de naranja y zumos ácidos van carcomiendo rocas y paredes hasta explotar

con una fuente de trozos de tierra fundida. Las altas columnas de lava se elevan al cielo

nicaragüense con la furia terrestre, con las amarguras del planeta. Con sus miles de grados

centígrados, los pedazos de rocas convertidas en masillas, van lloviendo como en un

apocalipsis final. En Argentina nunca estuvo tan cerca de los interiores del planeta. Acá es
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tangible y su expresión destructiva es tan real, que aún hay zonas de la ciudad, según le

escuchó a los guías, casas destruidas y abandonadas desde el terremoto de 1972. "¿Como

las que vimos ayer'", preguntó una señora que tomaba fotos, “no, a esas las destruyó la

guerra”.

Muchas leyendas rondan las noches de la laguna. Las más recientes están vinculadas

a los quejidos y lamentos de los hombres torturados en los sótanos y cárceles de los

alrededores de la Casa Presidencial. Otros hablan de una antigua historia quiché, una

historia de amor. Uno de los muchachos le cuenta a la sueca que preguntó primero, cómo se

escapó un tío suyo durante el terremoto, y cómo voluntariamente regresó tres días después

para evitar que le dieran cacería como a tantos otros que aprovecharon las circunstancias de

la Tierra para escapar. "La muerte por el terremoto era mil veces mejor, que la muerte en

manos del tirano", decía.

“Las puertas quedaron abiertas, los soldados corrieron, escaparon como reptiles. Unos

gritaban que las aguas saltarían hirvientes, que los sancocharían vivos. Otros tiraban las

armas, equipos y pesos. Corrían desesperados. De pronto, los presos se encontraron libres,

asustados, por el movimiento telúrico y por las represalias posteriores de los soldados. Sin

duda, esa noche los diablos visitaron ese lugar y sus alrededores".

– El tanque viejo que ven allí, lo envió Benito Mussolini al dictador, como muestra

de hermandad con el pueblo italiano– señaló otro de los muchachos– En los años ochenta,

se llevaron a cabo actos culturales y deportivos. Luego vino el abandono. Hoy Sandino

cuida a los managuas y su cráter– terminó de manera parca.

– ¿A los managuas?

– Sí, a nosotros.
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La sueca, coqueta, le lanza una mirada sugerente al guía, y le pregunta algo en voz

baja. Él sonríe. Le responde casi al oído, que... de noche se tiene prohibido circundar las

áreas boscosas de la laguna. “Pero, las normas en este país, son para romperlas”– y le

devuelve la coquetería con el guiño de un ojo.

Andrea mira su reloj. Es tiempo de regresar al hotel. Unos muchachos escandalosos

pasan gritando mientras cuelgan de unos cables a varios metros de altura. Es un tour que

atraviesa sobre un costado del cráter. Sonríe, y empieza el retorno.

– Buenas tardes. Me llamo Andrea Fortunatti. ¿Es usted el escritor Sergio Ramírez?

Su número telefónico me lo dio el poeta Ernesto Cardenal.

– Correcto. Soy Ramírez, y ya me explicó Ernesto el propósito de su visita. Por su

acento, usted debe ser la periodista argentina.

– Así es.

– Podremos encontrarnos hoy mismo para tratar de ubicar a algunos hombres

importantes que podrían ayudarle en su tesis. Dígame en qué hotel se encuentra.

– Estoy alojada en el Hotel Mozonte en el Residencial Bolonia.

– Bueno, la recogeré a las siete de la noche y la invitaré a cenar a un lugar donde creo

que estarán algunas de esas personas.

Decide ducharse y esperar al escritor. Tiene suficiente tiempo, así que se lo toma con

calma. Es temprano. Se ve al espejo. Encuentra a una mujer joven de ojos inquietos, ojeras

leves, que le imprimen un aire de lejanía, soledad, quizás de cierta capacidad para

sumergirse en sí misma sin que el exterior la venza, o la altere de manera profunda. Se


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siente sensual y sabe que su figura junto a su refinada inteligencia suelen ser atractivas.

Reconoce en ella a la niña que un día fue, a la adolescente soñadora y enamoradiza,

caprichosa. A la profesional del periodismo, a la amante itinerante y a la mujer engañada.

Recuerda con amargura lo último. Ha tenido relaciones con hombres complicados, porque

así es ella también. Regresa a la imagen. Viste una camisa negra sin mangas. Adora la

comodidad de sentirse libre, lejos de amarres o cinturones. Se acerca. Mira sus pupilas

como si no fueran suyas. Como si se estuviese examinando desde otro cuerpo. Como si

quisiera saber quién es, qué hay dentro de esos ojos infantiles. Entra en un mundo de

sombras. Está pegada a su imagen. Ojos contra ojos.

– Andrea, dígame qué tiene en su pupitre. ¿Qué esconde allí?– dice con severidad la

maestra Pochi, una anciana odiada, poseedora de un tono de voz muy agudo, chillón, como

una flauta desafinada. Desde el escritorio y con sus gritos histéricos suele alterar los nervios

de todos en la clase. Infunde terror. Cada uno conoce lo malvada que puede ser, si se lo

propone. En otras ocasiones los ha castigado colectivamente o de forma personal. Se

levanta y con paso ceremonioso, se acerca a su puesto. Afuera está gris, como si el cielo

estuviese afligido. En la mañana, un frío inusual barrió la ciudad, dejándola acurrucada y

envuelta en lanas.

– Nada maestra– la docente se acerca suspicaz a revisar, lo que a todas luces es, una

página escrita y dibujada por la niña. Se la arrebata, la inspecciona, y con desdén recita de

manera burlona, con su atiplada voz, versos que había escrito esa madrugada. Andrea,

impresionada por el aspecto sombrío del día que iniciaba, sintió la necesidad urgente de

buscar un lápiz, garabatear las palabras y un par de dibujos, que le llovían desde su cerebro.
283

Su hermano dormía aun. El papel lo guardó en el bolsillo superior de su abrigo. Ya tendría

tiempo para releerlo. Y nada mejor que durante la aburrida hora de moral y cívica que

dictaba la vieja Pochi.

Bajo el cielo gris de la ciudad,

Saldré a las calles grises,

Caminaré con soledad,

Porque es un día triste.

Andrea avergonzada, trata de minimizarse. Promovidas por las burlas de la vieja, las

miradas de rechazo se multiplican. Las siente aguijoneándole el cuerpo. Solo dos de sus

compañeras no gritaron, ni se mostraron de acuerdo con la humillación promovida por

Pochi. De reojo, logró darse cuenta de quiénes se solidarizaron con su silencio. Una de ellas

es Nora Zimmerman.

– Escribir versos es una debilidad. ¿Cierto? – casi gritaba la vieja con su pito

desafinado y estridente.

– Sí, Maestra

– ¿Cierto?

– ¡Cierto, maestra! – el coro termina de hundir el rostro de Andrea entre sus manos.

Las lágrimas se le agolpan y siente el calor de sus mejillas que arden como hormigas. El

recuerdo de aquella escena no la abandona nunca. En el recreo, Nora la toma del brazo, se

lo aprieta y le exige que no llore, que la bestia es la maestra, que sus versos nadie se los

robará ni los destruirá, porque ya nacieron en su corazón. Le sujeta el brazo y la mira a los

ojos.

– Andrea, mírame.
284

– Estás en lo cierto–. Se abrazan, y ambas lloran.

Con once años de edad, empezaba la aventura de leer, de ojear los libros que

encontraba en el estante. Empezó con los de anatomía que su tía Monique había dejado

olvidados por algún tiempo en casa. A nadie molestaba que la niña los tomara y revisara,

una y otra vez, como si cada nueva ocasión fuera la primera. El asombro de las

interioridades humanas le divertía. Las asociaba a formas de animales o plantas. Les

bautizaba con nombres salidos de su imaginación. La página 345 tenía a una mujer abierta

en dos de manera simétrica. Mostraba la enmarañada red de nervios, y a la foto la llamó:

telaraña de Eva. El texto de medicina era por fuera era marrón, de tapas duras, pesado y

algo viejo. Su simpleza, y hasta su olor a biblioteca de madera, lo protegieron por mucho

tiempo de su curiosidad. A un rostro de hombre con los detalles de los músculos faciales le

llamó Cara mundi. A un dibujo del cerebro, Coliflor. Luego de revisarlos y auscultarlos,

los libros eran regresados a sus guaridas en la esquina del cuarto de sus padres, donde

estaba empotrado el estante que atesoraba lo mejor de la casa. El orgullo de sus padres.

Una tarde de otoño, cuando cursaba séptimo grado, se acercó como siempre a los

libros, sus amigos, y decidió indagar en la segunda tablilla. Arrimó una silla, empezó de

izquierda a derecha. Pasó por alto algunos de títulos largos y sin ilustraciones. Fue, luego

de leer las palabras Anatomía comparada, que descubrió el mejor material. Entre otros, el

antiguo manual de disección de Beaunis y Bouchard, el cual contenía un material ilustrativo

que la mantendría por meses, interesada en conocer los cuerpos, los órganos, y sus detalles.

Todo ello en figuras monocromáticas, hasta que descubrió el Manual de Orts de 1969. ¡Ese

era el que esperaba ver algún día! A partir de entonces, adoraría aquellos de páginas

brillantes, con fotos, dibujos, esquemas a colores del sistema nervioso, de los huesos o del
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sistema digestivo. El tomo I era el mejor: aparato locomotor y musculatura. Todo lo que

veía le recordaba los huesos de los pollos de los asados y las sopas de la tía. Aunque nadie

dijera nada, sentía que su madre se preocupaba por saber qué ojeaba la niña. Una noche

escuchó una conversación entre sus padres.

– Ese asunto de revisar los libros de Monique me tiene algo nerviosa. Es tan pequeña

aún. ¿Crees que esté bien que vea los cuerpos desnudos? ¿No será mejor que se los

expliquen en la escuela?– preguntaba la madre.

– ¿Y cómo no? La beba ya está creciendo. Dejala no más.

– Es que no sé... Hay algo que me dice que no está bien.

– Después vendrán las preguntas. Y tendremos que responderle…

– Mirá, no seas…ya te dije que la piba está creciendo y debe saber lo que deba saber.

Y lo que no sepa con los libros, lo investigará. De esa manera se hará adulta. Encontrará la

forma de conseguir la verdad de las cosas.

– Bueno, no sé. Tú siempre de alcahuete. Si hay problemas, te encargas.

– Cálmate mujer. Andreíta encontrará por sí sola, las verdades de la vida.

Las verdades de la vida. Nuevamente en el espejo, la frase de su padre la recorre toda

a sus veintiocho años. Siempre ha buscado la esencia de las cosas, tal como lo mencionó. Y

por ello está en Managua. En un hotel, que es más una casa, sigue frente al espejo,

reiterándose en su aventura por saber qué ocurrió aquel día en La Asunción, los detalles, las

confidencias, todas las razones detrás de aquella explosión. Está en el inicio de un camino

que le resultará complicado, fascinante. Quizás también le resulte un largo respiro que

oxigene la deteriorada relación amorosa con Vittorio. Se aleja del espejo, y se reconoce
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como la curiosa, la rebelde periodista de la Universidad Nacional de La Plata. Suena

estridente el timbre del teléfono.

– Señorita Fortunatti, la esperan en recepción.

Reconoce al novelista apenas lo ve en la entrada del hotel. Viste una camisa manga

corta de cuadritos, un reloj de pulsera de cuero y pantalón caqui. Es serio y de pocas

palabras. Luego del saludo formal, conversan de manera algo escueta. Andrea sabe que es

pausado y breve. Ella respeta sus silencios. El trayecto al restaurante es corto, tan solo unas

cuadras. Al llegar al Restaurante Don Cándido un hombre muy amablemente le abre la

puerta del auto. Ingresan a una sala amplia con ventanales de madera al estilo tradicional de

las haciendas de café o algodón. Un letrero en la entrada recomienda cortes de carne de

primera, y las imágenes de parrillas le recuerdan los asados da su patria. Se sientan en un

tranquilo rincón donde la privacidad parece ser lo importante, pero desde donde se pueda

tener una visión panorámica de la sala. Sin mayores preámbulos, toman las cartas de menú.

Con caballerosidad, Sergio le invita a escoger los vinos. Ella poco o nada sabe de ello, tan

sólo una frase que alguna vez le retuvo a Vittorio: a carnes rojas, un vino fuerte. Con el

listado de vinos en sus manos, le repite la frase al mesonero quien sonríe, y le recomienda

un Merlot chileno 2013, año seco en el sur. Ella intuye que eso significa, uva dulce y buena

para un buen vino fuerte...

Mira a Ramírez quien apenas mueve la cabeza levemente en señal de aprobación. De

plato fuerte, nada como un buen corte Angus, especialidad de la casa– le sugiere el

mesonero.
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– Andrea, si me permite, déjeme ordenar unas entradas nicaragüenses– ella algo

apenada por tanta cortesía, se siente halagada y asiente con timidez.

– Claro, por supuesto.

Sergio le pide al mesonero que traiga dos platos de Güirila con queso y Chiltomas

asadas. De plato principal ambos acordaron unos churrascos medio término. Cuando ya

estuvieron listos los encargos y el mesonero se marchó presuroso, Sergio comentó sobre el

asunto de la tesis.

–A ver Andrea, explíqueme bien lo de su investigación.

–Pues es simple. Pero, ante todo, déjeme agradecerle su amable voluntad de

colaborar. El asunto es que para mi tesis de doctorado, el profesor Andrés Pasqualini, mi

tutor, me recomendó varios temas. Uno de ellos estaba vinculado con algún tema histórico

de relevancia que tuviera repercusiones políticas amplias y que fuera un misterio aún no

resuelto. Entre otros me presentó el atentado de Somoza en Paraguay. Según él mismo me

confesó, la participación de ex miembros del Ejército Revolucionario del Pueblo de

Argentina fue obvia, sin embargo quedaron muchas incógnitas. Nunca apareció el cadáver

de Oyarzum a pesar que las autoridades paraguayas lo mostraron en fotos a la prensa. No

estuvo claro si el recién gobierno sandinista giró la orden de ejecutarlo, o fue la CIA, o

alguno de sus socios millonarios. También se comenta que Somoza tenía ya planeada una

contraofensiva desde Honduras para arrebatar el poder al FSLN. ¿Fue la novia venezolana

la que entregó a Oyarzum? ¿Quién era ella? Se habla de complicidades. Somoza tenía una

fortuna, una gran fortuna de miles de millones, ¿querían los sandinistas ese dinero para

reactivar el país? ¿O para su propio beneficio? ¿Sabía Stroessner del atentado? ¿Estuvo su

yerno involucrado? En fin, como ve hay mucha tela que cortar. (Detalles, Andrea, detalles).
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Ramírez escucha pacientemente. Parece absorber todas y cada una de las palabras de

la argentina. Tras unos segundos de silencio, continúa con algunas preguntas.

– ¿Por qué menciona que hay incertidumbres? Me parece que los hechos hablaron

solos. Somoza es el claro ejemplo de aquella máxima que reza: "Quien a hierro mata, a

hierro muere..." en Nicaragua le habrían juzgado por los miles y miles de casos de abusos,

asesinatos y muchos otros crímenes. La pena que habría recibido, superaría los quinientos

años de prisión. Aunque no estoy de acuerdo con el terrorismo, y mis acciones así lo

demuestran, creo que el destino de ese dictador habría sido la cárcel hasta su muerte o la

muerte en la cárcel, porque tenía enemigos en todos sitios. No hubo familia nicaragüense

que no tuviera un muerto, preso, exiliado o torturado por el régimen militar. ¿Dónde estaría

lo novedoso de su investigación?

– En la verdad.

Traen el vino y las entradas. Postergan por unos instantes la conversación. Ambos se

deleitan con los buenos sabores de la comida de Don Cándido, quien en persona sale a

saludar al escritor.

– Caramba, Don Sergio. ¡Qué honor tenerlo por aquí!

– Pues sí hombre. Te presento a Andrea Fortunatti, una periodista argentina que nos

visita.

– Mucho gusto, Cándido Pérez para servirle.

– Cándido, le tengo una pregunta. ¿Habrá visto por aquí al señor Bethel?

– Pues, él acostumbra venir los viernes que es cuando tenemos música en vivo.

¿Recuerdas el grupito que tocaba boleros? Al hombre le encantan. Suele sentarse en la


289

mesa que está al fondo, al lado del escenario. Hoy quizás no lo vean. Si regresan mañana,

es probable que lo encuentren.

– Muchas gracias por la información. Seguramente vendremos.


290

La noche del viernes comenzó con ajustes en los micrófonos, cables y equipos de

sonido. Otra vez Andrea y Sergio se encontraron con la idea de contactar a Alexis Bethel

alias CAB, un capitán panameño que luchó en el Frente Sur Benjamín Zeledonio en la

guerra contra Somoza. Allí conoció a Oyarzum, uno de los ejecutores del atentado, y con

quien hizo química, gracias a su afición a la lectura de textos filosóficos y de historia.

Mientras el grupo afina los instrumentos, los comensales se preparan a escuchar la

sesión de boleros de los viernes. A ella le resulta novedoso. No conoce muchos boleros y le

parece música de sus abuelos. Alguna vez escuchó a su nona tarareando uno de Leo Marini.

Por lo demás, no reconoce a esa música como un patrimonio de sensualidad, confesión y

dolor. Otra cosa sería, si fueran tangos, o milongas.

Como entradas, dos sendos Ratatouille con dos copas de Carmenere chileno dieron

inicio a una locuaz sesión en la cual Ramírez cuenta a Andrea, algunos de los errores y

aciertos de la revolución. En una pausa, la chica se distrae un poco, eleva la copa y mira a

través de ella. El color carmesí típico y el olor a frutas le hacen soñar con su nuevo reto

académico. A través de ese color llamativo, se ve cargando en su computadora personal,

información clave que la conduce a razones políticas profundas, emanadas de los dirigentes

de la Revolución. A ellos los ve acordar detalles y estableciendo una red de

comunicaciones con algunos grupos subversivos de América Latina. Piensa en la

posibilidad de que hombres que odiaban al Tachito, hayan conspirado en conjunto. Le

vienen a la cabeza: Rómulo Betancourt, Carlos Andrés Pérez, López Michelsen, Rodrigo

Carazo, Omar Torrijos y los cubanos. Ahh...los cubanos.


291

Unos pimentones rellenos, tortillas asadas y dos buenos trozos de Sirloin llegan para

ser acompañados con dos copas de vino Cabernet Sauvignon Concha y Toro.

– Brindemos– le invita el escritor. Ella distraída no lo ha escuchado. Nuevamente

insiste.

– Andrea, brindemos por su investigación– ella reacciona apenada, su visión se

esfuma. Los conspiradores se borran y frente a ella, el rostro serio, pero sincero de quien

fuera uno de los artífices del primer gobierno sandinista.

– Muchas gracias por su ayuda. Brindo por esa suerte.

Como suele hacer, ella absorbe muchos datos, los cuales al llegar al hotel, escribirá

con fidelidad en una libreta de apuntes que le acompaña desde hace años. Bajan la

intensidad de las luces. Desde el rincón del trío, se escucha una guitarra que empieza a

llorar tristezas, unas maracas marcan el ritmo lastimero de ese llanto. Un teclado pequeño

completa el juego de instrumentos. En este último, Jorge García, suele sumar tambores,

campanillas y trompetas cuando amerita. Una voz profunda y firme entona, remedando a

José Feliciano.

Yo nunca pude ver, ni siquiera al nacer

Un pedacito de cielo.

No se cómo es el sol, ni del campo el verdor,

la luna, los luceros…

Algunas voces en la oscuridad hacen coro a la canción.

–Sergio, ¿qué habían pensado ustedes con respecto a una vuelta militar del dictador?
292

– Mire Andrea, estábamos muy ocupados en la reconstrucción nacional y sabíamos

que lo que venía era el sabotaje norteamericano. Había mucha oposición a Carter por parte

de la derecha republicana. Decían que íbamos a ser otra Cuba. También había una unidad

interna, aquí en Nicaragua, que se resquebrajaba a gran velocidad. Con todo por hacer, no

estábamos enterados de lo que hacía el dictador, excepto por la poca información que nos

hacían llegar los cubanos. Stroessner lo había recibido, y por cierto, le cobraba la estancia.

El dictador tenía mucho dinero, podía pagar eso y mucho más. Hasta donde supimos,

seguía haciendo negocios de toda índole, incluso en La Asunción. Y ese dinero en su

mayoría había sido robado al pueblo nicaragüense por esa familia de asesinos. Así que le

sugiero que se informe, y averigüe a través de su investigación, de dónde sacó su fortuna el

Tacho. De esa forma empezará a entender la ira contenida, la amargura silente.

Comprenderá el por qué la gente salió a celebrar el día de su muerte.

También nos informaron, incluso él mismo había declarado, que los gringos le habían

dado la espalda, y quizás fue así. Por años fueron ellos los que lo sostuvieron en el poder,

no sólo de Nicaragua, sino de Centroamérica. Decidía lo que se hacía en toda la región. Era

su aliado número uno. Era su marioneta por estas tierras.

El mundo y su maldad, me quieren destrozar y robarme la calma…

Así que no me extraña que los opositores a James Carter pudiesen estar tras los

intentos del dictador, de volver al poder. Ellos se entendían bien. Pero, los gringos son así,

desechan a su gente cuando ya no le sirven. En los últimos días antes de su huida, la

inteligencia cubana había interceptado un telegrama en el cual el embajador gringo en

Nicaragua, Lawrence Pezzullo, le escribía al Departamento de Estado que Somoza


293

negociaba su salida, que su renuncia era un hecho. Aun sabiendo que tenía sus días

contados, quería dejar un sucesor, proteger a su familia, proteger a la Guardia Nacional y

que le cuidaran sus negocios. Nosotros queríamos capturarlo vivo para juzgarlo, aunque

había un sector del Frente que no estaba dispuesto a nada que no fuera la justicia popular. Y

eso, seguramente se traducía en un veredicto inmediato, y en un fusilamiento. Había mucho

rencor y odio represado. Todo a punto de reventar. La guerra terminó de caldear a los

hombres y mujeres de esta golpeada franja de tierra– Andrea termina un trago de vino que

le supo amargo, quizás porque se había entibiado algo, o quizás por las verdades que

empezaban abundar en esa mesa. Un hombre bajito con camisilla blanca entra silencioso y

se coloca en el rincón de la música. Tiene un libro consigo. Resulta extraño verle leer

donde está situado: al lado de los músicos. Sin embargo, se le ve concentrado, ajeno a lo

que ocurre a su alrededor. Lo atiende con diligencia, un mesonero. Le lleva un trago de ron

en las rocas, como indicativo que lo conoce muy bien.

Pero por más que intenten no pueden ya romper

la inmensa paz de mi alma,

En Julio de 1979 ya se tenía más de un mes de negociaciones con los gringos y Somoza,

nada. No se va. Nosotros avanzamos. Vamos tomándonos el país desde el norte. En el sur,

la situación militar es muy difícil. Los enfrentamientos son duros, sangrientos. La Guardia

Nacional no respeta a niños o mujeres. Con tanques entran en las ciudades destrozando

todo. Otro telegrama interceptado dice que Tacho busca dilatar las negociaciones de su

renuncia. Ya ha aceptado irse, pero a cambio quiere más garantías. ¡Las quiere

directamente de la voz de Jimmy Carter!

– ¡Qué soberbio!– interrumpió la chica.


294

– Supongo que usted se conoce de sobra lo que le estoy contando– agrega Ramírez y

continúa su relato. El hombre taciturno que se sentó al lado del escenario, mira de reojo al

escritor. Eso lo nota la joven periodista. Sergio, de espaldas a ese lado, percibe cierta

inquietud, pero no se detiene en su recuento, que parece más una confesión guardada por

años, que una descripción del clima de guerra que se vivió.

Más yo sé que al final de esta senda fatal, siempre tendré el consuelo…

De esos días de apremio, dolor y angustias, hay un texto que se grabó en mi memoria,

y es la nota que emitió el Departamento de Estado el 14 de Julio, y que el mismísimo Cyrus

Vance, el Secretario de Exteriores, le entregó a Lawrence Pezullo, haciéndole prometer que

se la daría de mano al dictador: “Yo lo invito a organizar su partida sin demora. Lo

recibiremos en Estados Unidos, tal como el Embajador lo indicó. Su continua demora solo

prolongará el conflicto, el derramamiento de sangre y compromete nuestra habilidad para

tratar de lograr un resultado moderado”– el escritor hace una larga pausa. El bolero apunta

a su final, y las cuerdas con su dolor agridulce se preparan para un solo del cantante.

–Para nosotros, ubicados en San José de Costa Rica y para la dirigencia dentro de

Nicaragua, es obvia la salida del monstruo. Pero, no menos importante es detener la guerra

a la brevedad. En su desesperación, los somocistas agreden al pueblo de manera mortal,

salvaje. Son los estertores de la bestia que muere. Bombardean ciudades, barrios. Los

francotiradores matan a cualquiera sin importarles edad o sexo. Eso debe acabar. A través

de la OEA y mediante fuertes comunicados a través de Radio Sandino, instamos a los

mandos medios a deponer armas, y a los soldados somocistas, a reconocer en nosotros, a

sus hermanos. A pesar de los abusos y de la mala fama de la Guardia Nacional, para
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obtener ingresos, muchos chavales se ven obligados a formar parte de ella, básicamente de

la EEBI. Allí aprenden a cometer actos indescriptibles, inhumanos, a cambio de un buen

salario. Toda esa locura y muerte debe terminar con urgencia. Es momento de empezar a

asegurar el triunfo, pero a manejar un proyecto de paz y democracia en un nuevo gobierno

de unidad nacional. Por eso formamos la Junta de Reconstrucción Nacional.

– Un proyecto loable. Sergio, respóndame una duda. Yo leí que el gobierno de Carter

había pedido cambios a Somoza un año antes y que él no los implementó. Que por su falta

de compromiso, los norteamericanos le dieron la espalda. Pero que fue un acto cobarde, la

muerte de un periodista norteamericano en Junio, Bill Steward, a manos de la Guardia

Nacional lo que terminó de convencer al Presidente y a los políticos de allá. De otra forma,

quizás no habrían permitido el levantamiento popular. ¿Es cierto?

–Andrea, recuerde que los gringos permitieron años y años, décadas de muerte, y

nunca les preocupó. Los Somozas les representaban control y negocios en Centroamérica.

Pero, como todo proceso histórico basado en contradicciones, algún día hacen crisis y se

resuelven. La Revolución tomó Managua el jueves 19 de julio de 1979, ese fue el Día de la

Felicidad para toda Nicaragua. Fue la respuesta al proceso de opresión de tantas

generaciones. Los gringos no querían que el pueblo tomara las calles y se hiciera su propio

norte. Ellos andaban buscando un Gobierno de Sabios.

– ¿Cómo es eso? ¿Una Junta de Intelectuales o qué?

Y allá en la eternidad al fin podré mirar mi pedacito de cielo.

…mi pedacito de cielo…

– Bueno, algo así. En realidad son varios los intentos para que no se dé la

Revolución. Hay un tal Brzezinski, asesor de Carter, quien ve factible desde Washington
296

hacer un gobierno intermedio con los somocistas y la Guardia Nacional– Ramírez se sonríe.

Calla unos segundos y continúa– Ellos siempre ven nuestro futuro muy fácil. No sólo es la

Guardia Somocista la que se opone, los gringos están nerviosos. No quieren un gobierno de

unidad nacional, porque saben que los nicaragüenses han despertado. Ven la realidad

diáfanamente. Saben también, que el dictador es historia, agua pasada bajo el puente. Al

final, y muy tarde ya, Tachito en su huida, coloca a Urcuyo como Presidente interino, pero

esa decisión no es más que un pobre maquillaje, que lo único que hace es evidenciar la poca

seriedad de las medidas solicitadas por Washington, y la derrota inminente del régimen. Ya

nadie les cree. Nuestro pueblo no aguanta más. Esto es incontenible. Es asunto de horas la

caída de aquel andamiaje de terror. Décadas de oprobio y abusos no se pueden aguantar con

un simple dique de madera y cal.

Toma un largo descanso. Se sirve más vino. Le ofrece también a la periodista. Lo

bebe con pausas y continúa.

–Con respecto al periodista Bill Steward, pues, fue muy lamentable lo que pasó. Sin

embargo, esa era una muestra más de lo que ocurría aquí hacía cuarenta años. Esa era la

Nicaragua bajo la bota atroz de esa dinastía. La muerte y el dolor estaban instalados en

nuestra tierra desde décadas atrás. Miles morían y los gringos no hacían nada. Por el

contrario, daban soporte al dictador. Pero fue la muerte de un periodista, uno solo de los

suyos, lo que destapó esa cruel realidad.

– He leído que el propio dictador no confiaba en su Guardia Nacional. Pensaba que lo

matarían si no había el apoyo norteamericano. ¿Era paranoico? ¿Había traidores en su

círculo más cercano? ¿Habrían estado de acuerdo con sacarlo del poder, y quedarse algunos
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militares más moderados? (Detalles, Andrea, detalles). ¿Por qué la idea de la muerte del

dictador y no un secuestro para devolverlo a la justicia nicaragüense?

–Con mucho respeto le digo, señorita, que está haciéndome preguntas para las cuales

en su mayoría, no tengo respuestas. Creo que en ellas reside la clave de su grado de doctor

en Comunicación Social.

–Eso es correcto. Pero, discúlpeme usted a mí ahora, y es que la pregunta más

importante aún no se le he mencionado–. Sergio se acomoda un poco. Piensa que ha sido

claro, sin embargo la argentina insiste en comunicarle sus dudas.

–En alguna publicación barata de esos años agitados, que obtuve en digital en la

biblioteca de la universidad, leí que Somoza, además de ser un duro dictador, también tenía

fama entre las mujeres de personajes importantes, y que esa característica de "hombre

mujeriego–irrespetuoso" no fue producto del azar, sino de eventos bien fundamentados– el

escritor la mira fijamente, presta mucha atención a una tesis que parece ser la primera vez

que escucha.

– Uno de esos eventos le valió su muerte. Según la publicación, Somoza o su hijo, no

lo sé, se involucró con la amante del yerno de Stroessner, Humberto Domínguez Dibb, una

hermosa mujer quien además, había sido reina de belleza del Paraguay: Marina Ángel

Marquínez.

Ramírez queda algo sorprendido, o fascinado. Como escritor sabe que ese asunto es

justo el tipo de casos que un hombre como él novelaría. Una historia obsesiva de amantes,

excesos, muertes y negocios con dinero de otros, que termina con un asesinato. Recuerda

cuando la escritora nica-salvadoreña Claribel Alegría le preguntó algunos detalles de la


298

dictadura somocista, para plasmarlos en un libro que publicara junto a su esposo Darwin

Flakoll. Sintió la misma incomodidad de ahora.

– Mucha información sobre el régimen dictatorial y sus ejecutores proviene de los

chismes de la gente, es difícil discriminarlos y saber con objetividad dónde comienza y

dónde termina la exageración y la realidad.

Solamente una vez

amé en la vida, solamente una vez y nada más.

El escritor le insiste a Andrea en sumergirse en lo más profundo de la historia

nicaragüense para poder comprender mejor y tener mayores elementos de juicio en su

investigación sobre el asunto de Somoza.

–Por supuesto, lo he hecho. Pero como usted sabe, la información confiable apenas va

emergiendo en textos de historia. Los Somozas no habían permitido que se escribiese la

verdad de todo ese periodo.

–Tiene usted toda la razón. Es así de simple.

–Me gustaría que mientras esperamos a nuestro contacto, me hable del día anterior a

la huida del dictador. Usted formó parte de la Junta de Gobierno de Reconstrucción

Nacional, y estoy segura que me dará elementos valiosos– el escritor entiende el

compromiso en el cual está inmerso. Hace muchos años que no es político, y que por el

contrario, ha intensificado su legado literario y periodístico. Así que rememorar esos días

lleva un esfuerzo especial, que quizás no quiera hacer en ese momento y en ese lugar. Se
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toma su tiempo en responder. El mesonero les cambia las copas y les descorcha otra botella

de vino.

–Mire, esta parte de la historia son los estertores del régimen inhumano que desangró

mi país por décadas. Prefiero mencionarle, por considerarlo de mayor utilidad, algunos

antecedentes básicos para que usted se interne en el asunto y pueda estructurar las razones y

causas que habían en el momento en que ajusticiaron al dictador. En mayo de 1977,

Humberto redactó un documento que llamó Plataforma General Político Militar de lucha

del FSLN. En él desglosa líneas básicas de acción y principios políticos con los cuales se

buscaba acercar a los sectores opuestos a la dictadura, y crear mayores fórmulas de

oposición.

Algunos fuertes aplausos rompen el diálogo de Sergio y Andrea. El grupo musical

agradece las muestras de aprecio por la canción y empiezan otra. El hombre de la camisilla

blanca se levanta y se acerca a la mesa. Saluda a Sergio con familiaridad. Le acompaña una

aureola de cierta melancolía, de madera vieja, que parece ser propia del lugar.

– ¡Caramba hombre, tanto tiempo!– dice con calmada efusión.

– ¿Qué tal? Sentate pues. Andás callado. Contáme, ¿cómo estás? – el escritor le estira

una silla. Antes de la respuesta de Alexis, Sergio le presenta a la chica.

– Andrea te presento a Alexis Bethel, conocido por sus amigos como CAB.

– Andrea, lindo nombre. Mucho gusto. Bueno, ya sabes mi nombre– dijo en actitud

galante, algo artificial, que inicialmente molestó un poco a la argentina. Más tarde

comprende que el hombre de sesenta y cinco años, tan solo trata de ser bien recibido.
300

–Mirá, Bethel. Esta joven periodista fue remitida a Ernesto, y él a mí, para que la

orientes en cuanto a información detallada del atentado del Tachito en Paraguay. Le servirá

para estructurar un libro que será su tesis doctoral–. El panameño mira con una mezcla de

recelo y lejanía mientras el escritor termina de presentar a la argentina. Desde joven ha

desconfiado de todo, y quizás esa ha sido su manera de sobrevivir. Sin embargo, que la

referencia proviniese de esos dos amigos es suficiente para que sus niveles de suspicacias

bajen un poco.

Aunque me cueste la vida,

sigo pensando en tu amor,

te sigo amando,

voy preguntando dónde poderte encontrar…

A su vez, el escritor observa algo curioso el libro que carga.

– ¿Y qué lees, hombre? – extendiendo la mano para recibir el libro. Lo ojea.

– Bueno, leo sobre el budismo tántrico. Me gusta. Me ha ayudado en mi vida a

entender nuestra existencia. Y quizás, nuestro destino– Sergio aprueba con un leve gesto, y

se lo devuelve.

Las luces están bajas otra vez. Las guitarras van dando paso a la voz melosa del

cantante. Para CAB, este ese es el ambiente generoso y sensual en el cual se le habla bajito

y acaricia a una dama. En su caso, ficticia. Su esposa, una francesa residenciada en Panamá

desde los años setenta, se separó de él veinte años atrás. Su única hija trabaja como

planificadora urbana en la Alcaldía de la ciudad de David. Poco se ven. Él buscó en

Managua, su razón de vivir. La Revolución fue su enamorada y obsesión. Aun añora los
301

ideales con los cuales se movieron cientos de jóvenes en América Latina hacia Nicaragua, a

forjar “una revolución bonita y justa”. Sin embargo, en algún momento se destiñeron los

sueños, se trocaron como cambian de amantes los hombres inmaduros, sin dolor ni

remordimientos. Muchos de los altos dirigentes sandinistas se enloquecieron con las

riquezas y negocios fáciles que abandonaron los somocistas. Se dio “la piñata sandinista”, y

CAB, hombre de ideales, prefirió escapar de aquello. Acompañó a algunos excomandantes

en la idea de revertir lo que se estaba torciendo. Se unió a la lucha en el ARDE junto a

Hugo Spadafora, el médico guerrillero panameño. Pero, de las locuras, inconsistencias e

indefiniciones de Edén Pastora, también huyó. No aceptaba tan fácilmente que la CIA

metiera sus narices. Se sentía culpable de haber montado a los comunistas en el poder,

desvirtuando la lucha sandinista. Entonces acompañó al médico, a organizar y a defender a

los miskitos, “lo único puro que queda en Nicaragua…” le decía a CAB. Luego vendría el

sabotaje gringo y las causas nobles se confundieron con el narcotráfico, el contrabando de

armas, la traición y de nuevo, la guerra. Noriega desde Panamá permitía el funcionamiento

del Cartel de Medellín, y con esas drogas, financiaba armas para la lucha. Pero, la guerra es

confusa. Todo se mezcla, el sabotaje y otra vez, la muerte absurda. El resultado fue el

olvido y la frustración. Fue perseguido por la gente de Noriega, y al igual que Hugo, le tocó

vivir en la clandestinidad en Costa Rica. Luego de desmontado lo de Noriega y tras la

invasión de los gringos, regresa a Panamá. Permanece escondido unos años. Tiempo

después regresa a su Nicaragua, Nicaragüita. En donde de vez en cuando, debe mirar a

todos lados para asegurarse que no hay quien lo sigue o quien buscará matarlo.
302

En su vida de luchador en el Frente Sur, se le conoce por su afición a la lectura de la

historia y textos budistas. En ello coincide con Oyarzum, un guerrillero argentino que no

conoce el miedo. No es extraño verlos discutiendo de las enseñanzas orientales, del Zen o

de los episodios sangrientos de Las Cruzadas, o de cualquier episodio de luchas de pueblos

heroicos.

Luego de ser invitado a la mesa de Andrea y Sergio, el mesonero, le traslada su trago

de ron Flor de Caña. Ya el grupo canta la última canción de esa noche. Es algo tarde. El

escritor hace silencio, dando oportunidad a que el exmilitar se incorpore a la conversación.

Mira su reloj, y supone que lo más sensato es que ellos se encuentren con calma otro día, en

una sesión de trabajo. Él ha cumplido con el encargo de su amigo Ernesto Cardenal. Quizás

es momento de retirarse. Y así lo hace.


303

Tres días después de la presentación entre la argentina y Alexis, una segunda jornada,

esta vez de trabajo, va conformando el plan de información que está pautado por la

periodista. Para evitar distracciones, se eligió un lugar tranquilo, lejos de ruidos y

obstáculos. Ella planteó que fuera en la Laguna de Tiscapa. Alexis no lo objetó. Se sentaron

en torno a una mesa en el mirador. Un radiante sol le da al día un aire de primavera seca, un

clima parecido al de su tierra natal.

– A ver señorita, empecemos por conocernos.

– Me gustaría, con todo respeto, que me explique quién es usted y el asunto de su

doctorado.

– Con mucho gusto. Mi pasaporte dice que nací en Salta, obviamente soy argentina.

Tengo veinticinco años. Me gradué de Comunicadora Social en la Universidad Nacional de

La Plata. Mi tutor de tesis doctoral es el conocido periodista Andrés Pasqualini. Cuando

obtuve mi grado, me plantee un peldaño más. En mi familia nadie ha llegado allí. Mis

padres son parte de una modesta familia campesina que emigró en los años sesenta a La

Plata. Mis abuelos quedaron allá, ellos son italianos y llegaron después de la guerra. Mi

carrera se ha hecho con mucho esfuerzo de todos. Somos muy unidos.

– Salta, la tierra de César Isella.

– ¿Quién?– CAB sonríe. Ya entiende que su amiga no es militante de izquierda.

– No importa. Bien ¿Y cuántos hermanos son?

– Somos dos. Mi hermano Alberto se fue desde temprano a vivir a Buenos Aires, y

nos vemos cuando podemos. Aunque siempre llama a los viejos y está pendiente de ellos.

–Háblame del asunto de la tesis– empieza a tutearla con una confianza que al

principio, alerta un poco a la argentina.


304

Andrea entra en detalles de su plan de tesis, Alexis la observa contemplativo. La

chica le recuerda de alguna manera a su hija. Ella abunda en datos y fechas de entrega de

informes de avances, compromisos académicos, consejos de Pasqualini y en su idea de

estructura de la investigación. Sin embargo, lo más obvio es que para que toda su

investigación tenga sentido, debe conocer datos y fechas, nombres y lugares de lo elemental

del atentado. Ante todo, las razones y los ejecutores. Y si puede, evidencias. “Una

periodista profunda debe soñar con las preguntas de su trabajo hasta quedar exhausta…”, le

había dicho en algún momento Pasqualini. Ella aún no estaba en esa etapa de enajenación.

Apenas comprendía lo que había ocurrido en los años setenta en Nicaragua.

–Alexis, ¿usted conoció a Oyarzum? Me han dicho que eran amigos, que ambos eran

buenos lectores. Me puede hablar de él– Andrea rompe con el ritmo de asuntos

intrascendentes para ir al grano de su nuevo camino.

– Sí, Claro. Nos conocimos en San José de Costa Rica en Octubre de 1978. Yo

llegaba con el grupo de combatientes panameños de la Brigada Victoriano Lorenzo a cargo

del Comandante Ramón; para nosotros, sus amigos, el médico Hugo Spadafora Franco. La

lucha en Nicaragua era un compromiso moral de todo latinoamericano. Y de esa forma

respondimos, dando nuestra cuota de sacrificio. Por cierto, llegaron combatientes y

voluntarios de todas partes del continente. Fue lindo ver tanta gente dispuesta a morir si

fuera necesario, tan solo por un ideal. Los Somozas habían sido un extremo en la relación

de poder del imperio norteamericano con nosotros. Ellos los permitieron a su gusto, luego

se habían tapado los ojos ante el horror y la muerte, e incluso, me atrevo a firmar que lo

habían propiciado y fomentado. Recuerde que no era la única vez que metían sus manos

aquí. Siempre quisieron estas tierras para sus propios proyectos, entre otros, el famoso
305

canal entre océanos. ¿Sabe que quisieron anexar esta tierra como una estrella más de su

bandera en 1856? ¿Le suena el nombre de William Walker? ¿Un gringo que se

autoproclamó Presidente de Nicaragua? Esa vez también funcionó la solidaridad entre

hermanos. Tanto Costa Rica, El Salvador y Honduras decidieron echar a los filibusteros de

Walker y acabar de raíz con la locura del gringo de sumar una estrella más a la bandera del

imperio. Aunque hay que reconocer que esa solidaridad mencionada, tuvo mucho que ver

con los ingleses y el mismo interés de mantenerse cerca de un posible canal. También con

los problemas que le causaron a Vanderbilt, las aventuras de Walker.

– ¿Y quién era Vanderbilt?

– Un gringo más…, un interesado en nuestras tierras y dueño del ferrocarril que

cruzaba pasajeros de un océano a otro.

Tú deberías empezar por comprender esa parte de la historia, porque mucho de lo que

hoy ves, se deriva de ella. El interés de gringos e ingleses en este istmo era simple: un paso,

un canal para su comercio y control militar. Mucho tiempo después, durante la Guerra Fría,

los intereses seguían siendo los mismos: control militar del paso entre océanos y extracción

de nuestras riquezas.

–Pero, hábleme de Oyarzum.

–Mire, hagámoslo al revés. Dígame qué sabe de él, y yo le complemento–. Andrea

comprendió que para un exmilitar, resultaba muy difícil dar detalles de su gente, sus

operaciones, en fin, dar detalles. Antes de la entrevista, ya Alexis CAB Bethel, había

indagado con sus fuentes, lo referente a la argentina. Sabía que no había peligro al revelar

información. Lo de la tesis era cierto, y no había nada de qué preocuparse. Aun así, por su

modo de ser, era reservado, silente. También sabía que develar detalles de la muerte de
306

tirano sería una manera de mostrar al mundo el horror por el cual murieron miles de

nicaragüenses durante décadas a manos del clan Somoza. Ya no existía el ERP. El pelado

Gorriarán había sido capturado en México en 1995, y enviado a Argentina para ser juzgado.

En efecto lo condenaron a cadena perpetua. Pero tras apelaciones y protestas jurídicas,

había salido de la cárcel por un indulto, en mayo de 2003. Había muerto en 2006 en un

hospital del gran Buenos Aires. A tantos años de aquello, ni los hijos y sobrinos del tirano

querrían levantar polvos para justificar nada. También había una razón política: hallar

culpables de la muerte de Tachito, no haría bien a ninguno de los gobiernos involucrados.

– Bueno, de Hugo Oyarzum, el Capitán Santiago, he podido informarme de su

militancia muy comprometida con el ERP. Incluso de sus acciones militares, y su fuerte

convicción política. Desde la época de Perón, se sabía de su accionar en el campo militar.

Tuvo serias derrotas. La del combate de Manchalá, en el año 1975, en el que una columna

del ERP fue derrotada por el Ejército argentino. Atacarían el comando del Operativo

Independencia, que estaba en Famaillá, en Tucumán. De aquel combate, el Capitán

Santiago salió herido en una pierna. Algunas fuentes señalan que esa lucha fue el detonador

para que el Ejército desarrollara de manera definitiva, su política antiterrorista, y el centro

clandestino de detención de la Escuela Diego de Rojas. Era el alma y líder de la guerrilla

rural en Tucumán. ¿Es así?

–Eso es cierto. Una vez me mostró la enorme cicatriz que le quedó de aquello. ¿Has

visto imágenes de él?

–Realmente no. Sólo una descripción que lo hacían singular, su altura y el color

rojizo de su cabello. Medía un metro noventa. Pero, volviendo a su accionar político y


307

militar, también supe que esa batalla en Tucumán estuvo bajo su mando. Y no sé si es una

percepción, o requiero de mayor información, pero sus derrotas fueron contundentes.

– Bueno, joven periodista. Sé muy bien que su tarea estará centrada en la muerte de

Somoza, pero debo aclararle que conversé muchas noches con Hugo sobre las pérdidas, y

en especial, la de Monte Chingolo, en 1975. En cada caso, sin duda, hay explicaciones bien

documentadas. Por ejemplo, en el caso de Monte Chingolo, que resultó la muerte del ERP,

había un delator. Piense en lo que eso significa. Aunque algunos guerrilleros aconsejaron a

su conductor, Mario Roberto Santucho, que abortara la operación, pero no hizo caso. El

resultado fue una aplastante victoria del gobierno. Imagine que está en una emboscada bien

montada del Ejército argentino y su rifle no funciona. Ahora imagine que lo mismo le pasa

a sus compañeros. Eso fue una matanza. Los pocos que huyeron fueron extraídos casa por

casa de una población cercana al cuartel. Arriba, desde los helicópteros se giraban

instrucciones y se informaba para que ninguno escapara vivo. Los aviones disparaban para

aterrorizar a las familias y expulsar a los guerrilleros. El saldo fueron decenas de muertos.

Al Oso, el delator, se le encontró muerto tiempo después en el barrio Flores. Ocurrió en

enero de 1976. Él informaba detalles al Coronel Carlos Antonio Españadero–. En esta parte

del relato, Alexis toma un respiro. Aprovecha para pedirle una pausa a la argentina, y se

levanta para ir al baño. Ella hace lo mismo. Al regresar, ya él, está esperándola. Sin mediar

palabras, reinicia la declaración.

– Usted se preguntará qué pasó en esa operación con mi amigo Hugo. Pues a él le

encargaron volar los puentes de acceso sobre el Riachuelo, y mantener posiciones en el

lado sur del cuartel. Para ello, fue asignado a la Compañía Juan de Olivera. Creo que eran

nueve puentes. De esa forma, aislarían al Batallón 601, y se apoderarían de toneladas de


308

armas y municiones. Pero, la delación y el saboteo de las armas los llevó a todos a una

muerte segura–. La periodista, emocionada por el cariz que ha tomado la conversación, lo

interrumpe por unos instantes.

– Tuve acceso a un informe interno del ERP en el cual se hacen autocríticas, y se

establecen responsabilidades. En él se menciona que fue infantil y poco estratégico lanzarse

contra el Ejército argentino, cuando además, se tenían indicios de delación.

– Es cierto, pero también lo es el análisis de la situación social y política del

momento. Una victoria habría significado un tremendo respaldo a las acciones que se

planificaban contra el malgobierno de Isabel Perón y López Rega. Tiempo después la CGT

convocó a una gran huelga que fue exitosa. La Presidenta atacaba a sus propias bases

obreras, y por primera vez en la historia de ese país, se declaraba una huelga masiva

durante un gobierno peronista. Esos son los errores de algunos gobernantes. Este es un

simple ejemplo. Pero, claro, hemos dejado de lado a Hugo. Él cumplió su tarea. Los

puentes fueron controlados. Aunque hubo uno, en el que se colocó combustible y se

prendió fuego para evitar el paso de tropas. Al cabo de unas horas, ya casi de noche, los

militares, empleando grandes camiones, lograron pasar hacia Lanús. Hugo debió replegarse

con su gente. Después de esa derrota, el ERP decidió el exilio de sus mejores cuadros.

Muchos partieron a Europa, ese fue el caso de mi amigo–. Ella sigue tomando notas

apresuradas. Información que deberá cotejar con sus fuentes, e ir construyendo el

andamiaje de hechos y evidencias que la conducirán a demostrar lo acontecido en 1980 con

la muerte de Somoza. Saber de Kike Gorriarán es fundamental. Pero, se ha llegado el

mediodía, y parece que la fatiga les llega también a ambos.


309

– Andrea, esta tarde debo hacer algunas diligencias. ¿Le importaría que siguiésemos

mañana?

– Con gusto. Hasta ahora me ha resultado muy importante todo lo que me ha dicho, y

tendré trabajo para varias horas, así que no hay problemas. Prefiero dejarle descansar un

poco también– se sonríe cortésmente.

Se levantan. Ella le da dos besos en las mejillas como se acostumbra en Argentina. Él

siente un fresco aroma a flores en su piel. Le estrecha la mano, y la siente sedosa. Un taxi

llevará a Alexis a su hostal, don Joaquín lo hará por Andrea. La laguna de Tiscapa parece

una gran esmeralda oscura en el centro de una gran circunferencia. El sol de mediodía

agrede los ojos, y la vida continúa su ritmo en Managua.


310

Otra mañana de domingo reúne a los amigos. La cercanía de ambos no solo es

intelectual, sino física. Son vecinos. Sergio y Ernesto se sientan con calma, con la lentitud

placentera que dan los años bien vividos. Un pan hecho en casa y que aún humeante, es

colocado en medio de una mesa cubierta con un mantel blanco de lino, mantequilla,

algunos cereales y leche. Los diarios de ese día completan la escena. Nuevamente es Sergio

quien se aproxima a la casa del poeta. Suelen intercambiarse pequeñas sorpresas, regalos.

– Mirá Sergio, esto es para ti. Un amigo me ha hecho llegar este ejemplar de la revista

Romance editada en México en 1940 – le extiende con delicadeza una publicación de

tamaño tabloide, amarillenta y pegada en la mitad con cinta adhesiva. Toda la revista está

colocada por páginas en unos sobres de plástico que la preservan. Sin duda, Ramírez no

sale del asombro y deleite al revisar el material que le regala su amigo Cardenal.

– ¡Caramba! Pero, esto es una joya.

– Correcto. Tomala para tus trabajos de literatura.

–Aquí veo que escribían Octavio Paz, Neruda, Rómulo Gallegos. Mira qué curioso,

un aviso de la Editorial Espasa Calpe Arg., S.A. anunciando la nueva publicación de Ortega

y Gasset, El Libro de las Misiones. Otros de Unamuno. Exposición de artistas españoles en

la Casa de la Cultura Española. Qué cosa tan curiosa…escucha Ernesto, "…el arte de

construir Relojes de Sol sin tener el menor conocimiento de gnomónica…", "De la nada a

millonarios" de José Revueltas.

–Acá hay un aviso de Venezuela que me trae recuerdos de la gente de Bolívar. Te la

leo. "Venezuela. Ciclo de Conferencias. La comisión literaria de Ateneo de Caracas

proyecta llevar adelante la realización de una serie de conferencias venezolanas, cada una

de las cuales versará sobre uno de los Estados del país, ya en un aspecto general, ya sobre
311

algunas de las fases más sobresalientes del mismo. Cada una de estas conferencias estará

a cargo de un escritor nativo de las respectivas entidades federales. Por otra parte, ya han

sido señalados algunos de los conferencistas: Ramón Díaz Sánchez, por Carabobo;

Manuel Rodríguez Cárdenas, por Yaracuy; J. M. Rondón Sotillo, por Sucre; Luis B. Prieto

F., por Nueva Esparta; Luis Peraza, por Portuguesa; Ibrahim García, por Falcón."

Me llena de curiosidad esta noticia, porque para esa fecha, abril de 1940, yo ni había

nacido y vos tendrías unos quince años, y había gente valerosa hurgando a los pueblos

desde la cultura, promoviendo raíces. A algunos de ellos los leí mucho después, incluso a

otros tuve el honor de tratarlos.

– ¿Alguna vez fuiste al Ateneo?

– Sí, hombre. ¿Cómo no? Al Ateneo de Caracas lo conocí como un centro

multicultural donde se reunían los bohemios, los escritores, y sobre todo, los artistas del

teatro. Era una hermosa casona de varios niveles, enclavada en el centro de Caracas, a

orillas del Museo de Bellas Artes. Bueno, en ese entonces ya le llamaban Galería de Arte

Nacional. En uno de mis viajes, me encontré a Miguel Ángel Otero Silva allí. Bajamos a

tomarnos un café, que se prolongó por tres horas. Esa vez me relató la larga historia de ese

centro que comenzó en un pequeño local en la esquina de Marrón. María Teresa Castillo

fue el motor de ese oasis durante tantos años.

– ¿Y cuándo te encontraste con Otero Silva?

– Cerca del año ochenta. Ya se le veía cansado, agotado. Su hijo ha continuado al

frente del diario El Nacional. Como todos los medios de prensa, ha tenido serios problemas

de insumos, tintas, papel, y presiones de control estatal. En eso, se parece a la situación de

control de Ortega aquí.


312

Mientras Sergio continúa escudriñando la publicación, Ernesto se ha quedado soñando o

recordando pasajes con algunos intelectuales y luchadores latinoamericanos. Parece

aletargado, pero quienes lo conocen saben que su cabeza está lúcida, creando, buscando

razones, recordando.

– Otero Silva me autografió su libro Fiebre, el original. El de 1971 fue revisado por

él mismo. Le hizo algunas correcciones y eso le acarreó problemas. Aun lo guardo entre

mis pequeños tesoros. Por cierto, a Beltrán Figueroa también me lo presentaron. Un

educador muy progresista. Muy oriental, él. Hablaba con ese acento acelerado de los

margariteños. Grandes hombres, grandes luchadores. ¿Lo conociste?

– En una ocasión en los años setentas. Me correspondió representar a nuestro

gobierno en una gira de búsqueda de apoyo político y económico, y en Caracas asistí a una

reunión de gente de izquierda. Por supuesto estaba él. Es curioso, ¿sabes? Este hombre

funda en 1967 un partido llamado Movimiento Electoral del Pueblo que es un ala

progresista de Acción Democrática, más bien, una ruptura. De hecho, eran y siguen siendo

socialistas moderados. Hay quienes me han contado bien esa parte de la historia política

venezolana. Entre otros, mi querido amigo Alí Rojas. ¿Lo conoces Ernesto?

–La verdad es que no lo recuerdo. Pero continúa. Está muy interesante tu relato.

– Bueno, según Alí, a Luis Beltrán Prieto Figueroa le correspondía ser el candidato

de AD para 1968. La izquierda venezolana estaba dividida, unos en la montaña y el resto,

tratando de obtener espacios políticos en democracia. Para que lo veas más claro, por

ejemplo, Leoni, mantenía al Partido Comunista de Venezuela (PCV), en una situación muy

excluyente. Aunque ya se habían retirado de la lucha armada, no podían participar en las


313

elecciones bajo ese nombre. Y mucha gente valiosa estaba en esa organización. Entre otros,

Otero Silva. Y era probable que se acercaran o votaran por Prieto. El asunto es que dentro

de AD había fuerzas negras que no querían a Beltrán Figueroa ni a Paz Galarraga en las

elecciones. Y estos, a un año de esos comicios, se retiran llevándose a miles de seguidores.

Buscan apoyo para constituirse en una alternativa electoral y convocan a otras fuerzas

políticas como el MIR, que también había sido parte de una ruptura previa de AD, con

URD que la lideraba Jóvito Villalba, con el PRIN y el FDP. Este último lo manejaba Jorge

Dáger. Aunque con el transcurrir del tiempo, el mismo Dáger buscó apoyo del Almirante

Wolfang Larrazábal, y lo lanzaron como candidato en 1963.

– ¿Ese no fue uno de los que derrocó a Pérez Jiménez en 1958?

– Claro, él mismo.

– ¿Y quién era Dáger?

– Realmente no lo sé. En su momento era un socialista que era el Secretario general

de ese partido, que por cierto, había salido del MIR. Fueron aquellos que no aceptaron la

tesis de la lucha armada contra Bethancourt. También estaba el PRIN.

– ¿Esos también eran adecos?

– Bueno, creo que sí, porque en general, todos ellos habían salido de ese gran

partido.

– Lo presidía gente que ya se había separado de AD por discrepancias con Rómulo

Bethancourt en 1962. Y como sabes, Rómulo era un hombre de conducta rectilínea, muy

anticomunista y terco. Mira, Ernesto, aquí hay un asunto interesante. Yo siempre he

mantenido la tesis de los sistemas políticos. Algo así como ver y comprender nuestros

países y realidades desde una óptica global, entrelazada. No paisito por paisito. Tú conoces
314

bien el caso cubano. Debes recordar que para esos años sesenta, en América Latina había

efervescencia, y los gringos no querían otra Cuba, así que el modelo a apoyar era el de la

democracia al estilo venezolano. Y en eso coincidían con Rómulo. Era en Venezuela donde

se conectaban las dos tendencias adversas de la guerra fría: la lucha armada comunista y el

apoyo norteamericano. Los seguidores de Cuba en Venezuela libraban sus batallas en el

campo, en las universidades, e incluso en las ciudades. Y los gringos apoyaban a

Bethancourt con aquello de la instauración de la democracia como modelo. Sin embargo,

nosotros los nicas no podemos olvidar que en ese mismo período, esos mismos gringos

fomentaban e impulsaban dictaduras sangrientas de derecha, incluyendo a los Somozas.

– Tienes mucha razón, Sergio. No debemos olvidarlo. Por cierto, vos serías un

chaval cuando eso, pero no sólo eran los acontecimientos políticos los que rodearon a

Bethancourt. En un desfile militar en 1960, le hicieron un atentado que casi lo mata.

– Sí, eso fue durante el desfile de la Batalla de Carabobo en el Paseo de Los

Próceres. Tengo una foto que se publicó del auto en llamas y del otro, en el cual viajaba el

Presidente.

– El que estaba detrás de ello era Rafael Leonidas Trujillo, el dictador dominicano,

ese monstruo. Estos hombres se odiaban a muerte, literalmente hablando. Para mí nunca

quedó claro el origen de ese odio.

– Bueno, mira que el mismo Alí me contó en detalles lo del atentado.

– Contame a ver si es lo que conozco del asunto.

– Parece que todo comienza en 1929 cuando Trujillo era Director de la Policía

dominicana y Bethancourt, estando en República Dominicana, dicta unas conferencias en

contra de la dictadura de Juan Vicente Gómez, y le corresponde a la policía dominicana,


315

expulsarlo de la isla. En 1948 cuando Rómulo denuncia en la OEA a la dictadura de

Trujillo, éste se prometió acabar con el venezolano. Promovió varios atentados, uno de

ellos en San José de Costa Rica. Lo que recuerdo de la historia de Alí es que Bethancourt

en 1960, había pronunciado un discurso emotivo y airado el día anterior a lo de la

celebración de Los Próceres, en el cual decía que "se me quemen las manos si me he

enriquecido con los dineros del Estado…"

–Ese día, el viernes 24 de junio de 1960, a pesar de estar indispuesto de salud, el

Presidente decide rendir honores y demostrarle a los militares que una dudaban de él, su

entrega a las labores gubernamentales. No cometería el desaire de no acompañar a los

generales ese día. Su gobierno era endeble aún. A pesar de sus dolencias del hígado, y

contrario a las sugerencias de su médico, a las nueve de la mañana viaja en un lujoso

Cadillac negro. Va sentado en el asiento posterior. Le acompaña a su lado, y en un extremo,

Dora, la esposa del general Josué López Henríquez, Ministro de la Defensa, quien se

encuentra sentado enfrente al Presidente, en una silla que mira hacia atrás. En el puesto del

copiloto, su edecán, Coronel Ramón Armas Pérez, y el conductor, Azael Valero. Se trata de

una caravana de cuatro vehículos: el presidencial, dos escoltas y el del Ministro de Defensa.

Todos van rumbo al Paseo de Los Próceres en El Valle. En la avenida que los encamina al

lugar, hay un Oldsmobile verde estacionado junto a la vereda. El vehículo cargado en

dinamita y en termita, es un polvorín. Un hombre en un cerro enfrente vigila con unos

binoculares poderosos. Al paso del auto del Presidente, levanta la mano haciendo una

indicación. Su cómplice aprieta desde una camioneta panel cercana, un interruptor

electrónico que envía una señal de microondas, detonando los explosivos. El auto verde

estalla en mil pedazos. Los vidrios salen diseminados. Los postes del alumbrado se
316

disparan. La explosión expulsa el vehículo presidencial varios metros hacia el centro de la

avenida. El Cadillac del Presidente está en llamas. Los ocupantes del primer auto de la

caravana no sufren ningún daño. El denso humo negro alerta a todos. Corren al vehículo

guardias y militares. En medio de los gritos, Rómulo y el General luchan por escapar.

Juntos abren una puerta del auto. Sacan a la dama. El conductor escapa también del fuego.

Se encuentran muertos por el impacto, el coronel, y el Jefe de la Casa Militar.

– Decime Sergio. ¿Y cómo se supo que era Trujillo el autor del atentado?

– Cuando la noticia que el atentado había fracasado, Yáñez Bustamante se entrega a

la PTJ, y delata a sus cómplices. Declara que el que activó el detonador a control remoto

fue el coronel dominicano Luis Cabrera Sifontes, quien huía del país cuando lo detuvieron.

En sus declaraciones acusó al cerebro de la operación, a John Abbes García, Jefe de la

Policía Secreta dominicana. Incluso se menciona que fueron interrogados y dieron los

detalles de la operación. Por cierto, de alto nivel de coordinación y con equipos de primera.

Bethancourt se salvó por un milagro, al menos él mismo así lo contó. Se lo adjudica a su

pipa ensalmada en Curiepe. Otro hecho relevante fue que La Voz dominicana, una radio,

había dado la noticia del atentado y de la muerte de Betancourt a las 9:10 am, hora

venezolana. El hecho fue anunciado como cumplido 18 minutos antes, cuando nada había

sucedido. Y por cierto, decían que Rómulo Bethancourt había muerto.

– Lo absurdo de toda esta situación es que producto del atentado, no solo se le

queman las manos, y se hace famosa la foto en que aparece con ambas vendadas, sino que

esto trae consecuencias en unos casos, y levanta suspicacias en otros. Como consecuencia

de las denuncias venezolanas en la OEA en agosto, hay cambios en Dominicana. Hasta

Somoza, Duvalier y Stroessner firman en respaldo. No aceptan que un mandatario mande a


317

matar a otro en su propio país. Tan sólo un año después, Trujillo muere abaleado en una

calle de Santo Domingo por sus propios oficiales.

– No comprendo. ¿Quieres decir que Bethancourt estuvo vinculado a su muerte?

– Bueno, no me atrevería afirmarlo. Creo que nadie lo haría. Pero, razones tenía. Por

otro lado, la confianza en el régimen fue obvia. La gente decía que, la cachimba, la pipa de

Rómulo estaba protegida, ensalmada. Que era inmortal. Para la iglesia católica, el asunto

era de otra naturaleza. Este Presidente era muy conflictivo. Se requería un cambio político.

Por ello, la iglesia venezolana, muy conservadora, impulsa de alguna manera, la alternativa

del partido COPEI, de ascendencia demócrata cristiana. De hecho, Rafael Caldera, queda

segundo en los comicios de 1963. De modo que era asunto de tiempo que ganara la

Presidencia. Y eso ocurre en 1968.

– Mira Sergio. ¿Y vos pensás escribir una novela de esto?

– No, al menos no por ahora. Estoy trabajando en otros temas.

– Por cierto, ¿Y cómo queda lo de la muchacha argentina que hará su doctorado en

lo de la muerte de Somoza?

– Ella está en contacto con Alexis Bethel. ¿Te acuerdas? Uno de los generales

extranjeros del Frente Sur. El hombre está dispuesto a guiarla, y que el resto sea su trabajo

de investigación. Esa tesis será esclarecedora. Sin duda, un valioso documento histórico.

También le recomendé que visite nuestra biblioteca y conozca bien la historia de los

últimos cincuenta años. Solo así comprenderá todo lo ocurrido.

Ernesto está meditabundo. Asiente con un movimiento sutil. Su amigo sabe que

ambos están de acuerdo. Un silencio los acoge, y como muchas veces, ambos disfrutan ese

momento sagrado.
318

Andrea se levanta con el entusiasmo de visitar la Biblioteca de la UCA, José Coronel

Urtrecho. Está convencida que debe ir a pie, y así disfrutar de la ciudad, conocerla de la

manera más sencilla y barata. Pregunta en la recepción y le recomiendan que tome un taxi.

– No está tan cerca como usted cree. Mire tendría que caminar unos tres kilómetros.

Pero no son fáciles.

– A ver explíqueme, por favor, y yo decido cómo me voy.

– Bueno, debe caminar por esta calle, El Palmar, unas dos cuadras. Llega a la Pista

Zeledón, allí frente al Pricesmart debe tomar a la izquierda y caminar hasta llegar a Velosa,

allí dobla a la derecha por la Avenida 6 suroeste, luego la 19 y la camina unas cinco

cuadras hasta cruzarse con la Avenida Bolívar. La reconocerá por una gran ferretería que

hay que se llama Suminsa. Allí comienza la parte más larga. Casi tres kilómetros hasta

llegar al cruce de la Pista La Resistencia. También la llaman Juan Pablo II. Cuando dobla a

la derecha en esa esquina le quedan unas…

– Me convenció. No siga, por favor. Llamaré a don Joaquín.

En el trayecto a la UCA, la periodista le formula algunas preguntas a don Joaquín Cuadra

Valladares, el conductor del primer día. En su afán de conocer rápidamente y a fondo la

historia del país, no escatima esfuerzos en obtener información de variadas fuentes. Y los

taxistas siempre han sido una de ellas.

– Don Joaquín, ¿estuvo cerca de la guerra cuando derrocaron a Somoza?–. Muy

suspicaz el taxista la ve por el retrovisor, se adivinan sus pensamientos. Han pasado

muchos años de aquel evento, sin embargo, muchas heridas quedaron abiertas. Todavía hay
319

temor en algunas personas que creen que el discurso actual de Ortega revive los años del

somocismo. Cuadra no responde de una vez. Se toma su tiempo.

– Mire señorita, aquí se ha satanizado todo lo que hicieron los Somozas. Ahora es lo

mismo con los bienes públicos, y no pasa nada. Yo tengo 66 años de edad. Cuando cayó

Tachito, yo tenía treinta y servía como subteniente en la Guardia Nacional. Como soy de

Somoto, un caserío, digo yo, otros lo llaman pueblo, que queda en Madriz, al norte de aquí,

al inicio el asunto me atrapó cerca de mi casa, pero después nos rotaban. De esa forma debí

pelear en el Frente Sur y en Estelí, más al sur. Y claro que conozco bien el asunto. Cuando

la Revolución, yo abandoné las armas. Pero fue por poco tiempo.

– Si tiene tiempo, yo le puedo explicar cómo estos sinvergüenzas sandinistas se han

apoderado de todo, y se han vuelto millonarios a costa del pueblo nica. No en vano

llamamos "la piñata sandinista", al carnaval con que se repartieron todo, incluso tierras,

mujeres y casas.

Yo lo vi y lo viví en 1987. Los que conformamos en aquel entonces la "contra"

luchábamos por una Nicaragua libre. Sabíamos que los comunistas iban a destruir la patria,

porque así pasó en Cuba y en todos los lugares donde se han metido.

– ¿Entonces usted fue contrarrevolucionario?

– Correcto, si lo quiere llamar así. Nosotros no fuimos obligados a luchar. Lo

hacíamos porque sabíamos lo que se venía. Y no nos equivocamos. Esos comunistas son

ateos. No creen en Dios. Y por eso, no le tienen miedo al castigo divino. No saben que se

quemarán por siempre en las llamas de Satán. La Biblia lo dice a través de Juan 3:36, "…El

Padre ama al Hijo y ha entregado todas las cosas en su mano. El que cree en el Hijo tiene
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vida eterna; pero el que no obedece al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios

permanece sobre él…"

– Mire, llegamos a la biblioteca. Es probable que no encuentre ningún libro que le

hable bien de los Somozas, pero, en este momento ya hay muchos compatriotas que se

están arrepintiendo de traer a los comunistas al poder–. Andrea le paga al conductor y

camina pensativa. El taxista se marcha con el rostro amarrado. No cabe dudas de que en

Nicaragua, el asunto de la revolución y los Somozas, aún es un tema delicado.

Andrea ingresa a la biblioteca y trata por sus propios medios de encontrar literatura

sobre lo ocurrido. Empieza a percibir que Don Joaquín tiene algo de razón. Solo consigue

textos que están abiertamente en favor de la revolución. Por razones metodológicas, debe

revisar y citar fuentes de cada lado del conflicto. La asistente la ve deambular por los

pasillos, y en más de una ocasión le ofrece su guía. Ella insiste en su propia intuición.

Encuentra un folleto algo viejo y deteriorado que reproduce entrevistas de la

televisión española a miembros connotados de la era Somoza. Incluso, a Anthony Somoza,

hijo de Luis, hermano del dictador, quien explica desde Florida en los EEUU, los aciertos

de los gobiernos del clan.

Siente las palabras de aquel hombre, sinceras, aunque parcializadas. Le dan vueltas y

vueltas en la cabeza. Ella supone que nunca admitiría los desastres que fueron los robos

descarados, las muertes, el terror desatado por años, las componendas de sus familiares.

Contra ello expone en su favor, con lucidez, medidas sociales y políticas razonables, como:

el derecho al voto de la mujer, la derogación del Tratado Chamorro Bryan, el seguro social,
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la ley del salario mínimo y el Código del Trabajo. Se sienta en la alfombra del pasillo con

el folleto en las manos. Imagina. Se ve entrevistándolo. Ella sentada en un estudio de

televisión, y él desde Florida en una pantalla digital moderna.

– Mire, ha habido décadas de desinformación con respecto a las bondades de los

gobiernos de mi padre, mi tío y mi abuelo. Quisiera regresar cuando sea oportuno a

Managua, y demostrar que así fue. Yo conozco a los jugadores de ese lugar muy bien,

conozco sus esqueletos, le tengo el pulso a ese pueblo, que es un pueblo altamente noble.

– Quiero a mi patria encaminada desde donde la dejó mi padre. Él era un demócrata.

No el hombre impositor que se ha querido vender. Él era un hombre de producción agrícola

e industrial, que dedicó un tercio de su tiempo a esas actividades. Creó empleos. No como

los políticos de ahora que se aprovechan de los cargos y viven de eso. Es mentira que

Nicaragua fuera “la finca de los Somozas”, eso era una exageración de los locos comunistas

que llegaron después. Mi padre fue un hombre de conciencia social, al cual la patria llamó

varias veces. Nunca aspiró a ser presidente. Fue un llamado del país, que nunca negó. Eso

es ser un patriota. No voy a seguir insistiendo en ello.

Andrea siente que se le suben a la gargantas muchas preguntas. La primera está

relacionada con los sentimientos de los derrotados.

– ¿Siente revanchismo? ¿Rencor?

– Al igual que mi padre, soy muy cristiano, y el pecado no está en mis horizontes. No

mataría por rencor.

Cierra el folleto. Tiene muchos textos en la mesa de la biblioteca. Le pide a la

asistente que le permita fotocopiarlos todos. Ella algo desconcertada, le explica que debe

llenar formas, pagar el costo de las copias, y recogerlas en quince días. Andrea comprende
322

que ese es el sistema, y que aunque quisiera los libros en menor tiempo, no tiene otra

opción. Y procede a la solicitud de las copias.

La asistente sella las planillas y le confecciona el recibo de pago. Ella toma un texto

de Claribel Alegría y Darwin J. Flakoll. Lo abre y lo ojea rápidamente. Lee algunos

párrafos. Poco a poco se va sumergiendo en las interioridades de la historia nica, tal como

se lo recomendaron su tutor Pasqualini y Sergio Ramírez.


323

Es 14 de julio de 1979. Por un lado ve a unos preocupados guerrilleros moviéndose

con sigilo. Hablando apurados. Temiendo que estén en tiempos claves para tomar las

mejores decisiones. Uno de ellos, vestido de verde, con un arma en el hombro, habla al

teléfono. Otro más adusto, conversa con una mujer de cabello corto y mirada firme. Sin

duda están en la pirámide de mando.

– Hemos enviado mensajes a Somoza en los cuales le decimos que el pueblo

nicaragüense merece justicia, que renuncie, que se entregue a un juicio justo. No solo se

burla, sino que desconoce su situación militar, la cual me recuerda los últimos momentos de

Hitler en Berlín, cuando insiste en girar órdenes absurdas a sus generales, ignorando que no

hay manera de defender sus posiciones ante el avance indetenible de los aliados,

gobernando ejércitos ficticios.

– El embajador gringo recibe cada vez mayor presión de Washington exigiéndole a

Somoza que se marche. Tenemos buena información que señala que toda acción de

negociación, que no sea su renuncia, ya es tardía. Dora, su salida es inminente. Aun así,

persiste en que EEUU le garantice el destino de su familia, sus negocios, la Guardia

Nacional y su Partido Liberal. Los gringos no se comprometen a tanto, tú lo sabes,

escuetamente pueden tan solo recibirlo a él y a sus más cercanos familiares.

También ve al dictador con uniforme de batalla y portando su arma reglamentaria,

Somoza revisa la situación del Frente Sur. Sin duda es lo que más le preocupa. Pierde

posiciones a pasos acelerados. Comprende que la guerra se mudó de las montañas a las

ciudades, y que la complicidad de la población hace imposible que pueda ganar terreno.

Ordena bombardear los pueblos donde la guerrilla tiene dominio. Aun con tanques y
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aviación trata de revertir los logros del FSLN, pero le resulta muy complicado. Los

sabotajes y el pueblo armado con todo tipo de artefactos, le están haciendo perder en todos

lados.

– General, tenemos un mensaje urgente– dijo con aspecto grave su ministro de

guerra– le pido dos minutos para informarle esta novedad–. Somoza con una gorra militar,

un radio en la mano, y frente a dos generales discute cambios en la estrategia con la cual

está dando batalla en el Frente Sur. Mira a los ojos de su subalterno y da un par de pasos

atrás. El general le dice de manera muy cautelosa que el embajador Pezullo lo cita

nuevamente a una reunión de trabajo. Quiere verlo en dos horas en la embajada. Somoza

sabe que es su última oportunidad de alcanzar un arreglo con los gringos, sobre su salida, su

sucesor, las garantías a su familia en Miami, y un par de asuntos económicos.

– ¡Shit, holly shit! Está bien. Respóndale que allí estaré, pero tan solo cuento con

media hora para él.

– Correcto, mi Comandante Presidente. – Sonó las botas de guerra y se alejó

presuroso. Aunque al dictador se le ve preocupado por la situación en el avance de las

tropas sandinistas, quiere mayor compromiso de los norteamericanos. Exige una salida,

"honrosa y temporal". Sabe que lo acosan por todos los flancos, que las tropas están a un

punto de "ataque sobre Managua" y lo quieren vivo para juzgarlo. Ya no se preocupa de sus

soldados como hace meses, ni está altanero con su tropa, se le ve cansado y casi derrotado.

Algunos militares cercanos perciben ese cambio, y huelen el engaño, la huida, en la cual

seguramente ellos no están incluidos. Empieza una conspiración de algunos altos oficiales

que temen lo peor, la derrota de la Guardia Nacional.


325

Días antes, la OEA emite una declaración conjunta en la cual le piden que entregue el

poder y se evite más derramamiento de sangre. Los norteamericanos insisten en ese

instrumento diplomático para hacer presión. Cada vez que le informan del asunto, no sólo

arruga la cara de ira, sino que explota maldiciéndolos. Sabe que son los mismos que tiempo

atrás lo recibían con honores.

– ¡Carter, Son of a bitch! ¡Cyrus, Carter, Pezullo, Christopher son unos hijos de la

gran puta!– grita con frecuencia en el Bunker. Los que están cerca de él, bajan los rostros y

quieren desaparecer. Cuando ocurre, nadie respira. Es capaz de mandar a fusilar a

cualquiera.

– ¡Qué plebiscito, ni qué mierda! ¡A estos comunistas hay que aplastarlos! Para eso

entrenamos tanto jodido soldado, para que esos cabrones desaparecieran. ¡Pero son como la

mala hierba! ¡Shit! ¡Shit! ¡Shit!– Los gritos van y vienen. Cuando lo hace en inglés, le da

mayor énfasis a sus palabras. Las lanza como cuchillos en todas direcciones. Quienes lo

oyen tan solo se resguardan de ellas.

Otra vez siente un malestar en la garganta, lo que le recuerda aquel julio de 1977

cuando una afección cardiaca casi lo sorprende en la ducha. Aquel susto terminó en un

hospital en Miami donde fue atendido con diligencia. Esta vez la ira le ha subido la presión

y la garganta seca no es más que el producto de la angustia y las maledicencias de la

mañana. Aquella vez, dos años atrás, previendo un desenlace fatal, Tachito designó a su

hermanastro, General José Somoza, como encargado de mantener el gobierno y llamar a

elecciones si fuera el caso. El legado de aquella crisis de salud es una estricta dieta que lo

mantendría delgado, y unos días de reposo en la hermosa mansión de Montelimar. Aquella

enorme casa que le confiscaron los Somozas a unos alemanes durante la Segunda Guerra,
326

desde donde se puede ver el mar. Septiembre de 1977 lo recuerda por unas medidas de

aperturas a la prensa escrita que debió decretar. Octubre de ese año empieza con dos

ataques casi suicidas de unos muchachos del llamado FSLN, uno en el Cuartel de San

Carlos en la frontera con Costa Rica y otro en Masaya. Esa noticia lo tranquiliza, pues lo

único que le transmite es la debilidad de unos locos que piensa combatirle. Para el pueblo

nicaragüense, es el inicio del fin. El coraje y entrega mostrados por esos jóvenes, es el

detonante que enciende el despertar de Sandino.

– Oye, tú. Tráeme un trago, estoy seco– el ministro de guerra sale apenado a resolver

la exigencia del tirano, quien vuelve a tomar los mapas del sur, y analizar la situación

militar.

– ¿Explícame por qué mierda estoy con ustedes discutiendo de estrategias militares,

cuando los que nos combaten son una cuerda de chavales cagados? ¿Cómo llegamos a esto?

¡Pieces of shit! Díganme.

Dos generales se acercan nuevamente al mapa y le explican la situación. Somoza

sigue indignado. No entiende cómo se pasó de los dos atentados de 1977, a una guerra en la

cual debe definir estrategias y acciones para aplastar la insurrección.

– ¿Qué pasó con la gente de la EEBI? ¿Para qué mierda les pagamos más que a los

demás? Llámame a Anastasio. Esos cabrones ya deberían estar en Rivas. ¿Mandaron las

armas los judíos?– nadie responde a las preguntas del General. Todos bajan la cabeza.

– ¿Por qué no han acabado con esos morteros de 82 mm y cañones de 75 mm que

tienen los locos esos en Peñas Blancas y Sapoá? ¿Es que ustedes no saben que esa es la

puerta del río Ostayo? ¿Y que de Costa Rica se meterán como ratas a jodernos?
327

– ¿Por qué creen esos yanquis que los hemos apoyado por décadas? ¿Para qué? ¿Para

que nos dejen plantados cuando los necesitamos? Ya se olvidaron de las veces que los

acompañamos en su política exterior. ¡Se olvidaron de Bahía Cochinos, Coño! ¡De nuestro

apoyo a lo de Guatemala!–. Se queda callado unos minutos. Medita. Sabe que no debe

perder el control. Eso es parte de su sólida formación en armas recibida en West Point de

donde se graduó en 1946, pero la indignación puede más. Se siente traicionado. Sin saber

por qué, recuerda el día en que le impusieron el grado de Coronel. También le llega el

momento en que se gradúa de bachiller en el Instituto Pedagógico de Managua. Se

reconoce como un imberbe que luego sería más gringo que los propios gringos, tal como lo

había deseado. De eso hace mucho tiempo.

De sus ataques de neurosis pocos saben. Lo creen excentricidades monstruosas

derivadas del poder. Por ello, nadie osa verle a los ojos. Solo su hermano Luis es capaz de

volverlo a su sitio en medio de sus episodios. Es conocida la vez en que gracias a él,

Tachito se abstuvo de dar la orden de destruir León, porque era la ciudad donde habían

asesinado a su padre. También era sabido el poco o ningún respeto por su gente, tal como

quedó claro cuando se apropió de los dineros internacionales que llegaron a Nicaragua tras

el terremoto de 1972, y que engrosaron sus cuentas personales. Por ello, más que respeto,

irradiaba terror.

Ve a lo lejos el río Hudson en New York. Es uno más de los cadetes de la larga fila

gris que portan un emblema que reza: Deber, Honor y Patria. De pie, sin moverse, y en una

estricta postura de saludo militar, espera el instante final de la ceremonia, la cual llega sin

protocolos. Al igual que todos, lanza su sombrero al aire. Ríe como el resto, le cruza el

pecho una banda blanca que es distintivo de ese elegante uniforme. En ese momento, se
328

imagina que la banda tiene los colores de la bandera de su país, blanco y azul, pero es un

pensamiento fugaz que se escapa en medio del alboroto y la celebración, porque se siente

muy gringo, mucho más que algunos de sus compañeros de armas. Desde la amplia pradera

inundada de cadetes que revolotean felices por la grama, da vuelta la mirada y reconoce la

monolítica edificación de tres niveles que durante varios años de su vida, fue su centro.

Aquella "enorme caja de piedra" como la bautizó, le sirvió de hogar para aprender

estrategias de combate, armas, tácticas de guerra y estratagemas para defender la patria.

– Presidente– le dice con suavidad su asistente– él sigue en New York. Sigue en el río

Hudson y entre sus compañeros de armas. Escucha un rumor que insiste en los mismos

sonidos, como si fuera lluvia que arrecia. Despierta de sus visiones y encuentra a su

asistente a su lado.

– Presidente, es hora de ir a la embajada. Nos espera Pezullo.


329

Capítulo VII

LA MUERTE RONDA
330

"...el muerto oye al médico declarar su defunción.

Acompañado por ruidosos zumbidos,

le parece atravesar un túnel sombrío y encontrarse

entonces fuera de su cuerpo, si bien tiene la impresión

de tener un cuerpo liviano, inmaterial, desde el cual

puede observar cuanto ocurre en torno a su cadáver.

Seres inmateriales como él vienen a su encuentro,

resplandecientes de amor y de armonía,

en una deslumbrante luz sobrenatural."

Bardo–Thodol

El Libro Tibetano de los Muertos

(Padmasambhava)
331

Andrea tiene una grabadora pequeña. Al principio, a Alexis, le resulta difícil aceptar que lo

graben. Pero, con la chica empieza a ser flexible. En esta entrevista, ya ella no toma notas,

simplemente graba la conversación, la cual transfiere en las noches a sus apuntes.

–Andrea. Como sabes, yo no participé de este asunto, aunque sí estuve de acuerdo cuando

ocurrió. Mis amigos, Hugo, bueno, Comandante Santiago, que en paz descanse, y Gorriarán se

encargaron de la ejecución de una decisión tomada de manera colegiada. También jugaron un

papel importante, los hermanos Sanchiz: "la Cachorrita" y Ruperto. También Claudia Laredo. En

total sumaban ocho comandos.

– ¿Colegiada? ¿Cómo se puede tomar la decisión de matar a alguien y llamarle "una

decisión colegiada"?

–Es simple. Se tenía muy buena información proveniente de Argentina, en la cual se

advertía de un giro político importante: Somoza estaba decepcionado del papel que los

norteamericanos jugaron en su derrota. Como militar y ácido anticomunista, decidió que el rol de

balance en América lo jugaran Argentina y Nicaragua, una vez él, recuperase el poder. Con

apoyo de asesores argentinos y el gobierno de Honduras, se había montado una base de

operaciones. Preparaban una fuerte incursión a Nicaragua. El dictador no quería abandonar la

idea de volver a gobernar con mano de hierro. Peor aún, convencido de que Carter era un traidor,

y que conseguiría soporte de la derecha norteamericana, ahora tenía aspiraciones continentales.

Más aún, afirmaba que la CIA había renunciado a desplazar a los comunistas bajo el gobierno de

Carter, y que él sí lo haría, al menos en Centroamérica. Ya se tenía detalles de las operaciones de

gente como el Coronel "Balita", un conocido torturador, que adiestraba a la contra en suelo

hondureño.

–Pero, todo indica que fue un acto de venganza.


332

–Querida Andrea, te he explicado que había razones más profundas que un acto de

ajusticiamiento. Aunque, sin dudas, se lo merecía–. La argentina lo ve con cierta suspicacia. Él

empieza a adorar esos ojos inquisidores. Ella lo nota y se ruboriza. Baja la mirada, y sigue con

otras preguntas.

– ¿Cuándo ocurrió todo ello?

–Mira, la Revolución triunfa en Julio de 1979. Inmediatamente los somocistas se

reagrupan, y empiezan acciones contrarrevolucionarias. Durante todo el año, no cesaron los

sabotajes y las escaramuzas. Por su lado, como te mencioné, Somoza desde el sur del continente,

organiza su contraataque. Pero, fue en Los Gauchos, en julio de 1980, sentados conversando en

torno a una botella de ron, que se hizo un balance de lo que ocurría. Fue en esos días en que se

supo de la decisión de detener lo que se veía venir por parte de la derecha internacional.

– ¿Es decir, tu sabías de la operación? – Alexis se queda algo meditabundo. No quiere que

se sepa tan fácil, que sus lazos con altos dirigentes del ERP eran tangibles y muy reales.

– Hay asuntos que obviamente no te puedo revelar. Sigamos.

– En los primeros meses de 1980, ya había algunos compañeros que estaban operando en

Paraguay, buscando información exacta de la rutina del dictador. Preparando los detalles de la

acción. Los principales eran tres. Y la información venía de allá, de La Asunción. Por cierto, es

primera vez que la refiero a alguien. Ya no es un secreto, y no hará daño a la historia que se sepan

algunos detalles.

– ¿No me terminaste de decir por qué fue "colegiada"?

– ¿Me tuteaste? – y una amplia sonrisa le iluminó la cara. La periodista, ligeramente

nerviosa, oculta el desliz. Resulta obvio que está algo abochornada. Pero, continúa restando

importancia al asunto.
333

– Insisto en que no comprendo lo de la decisión. ¿Quiénes la tomaron? ¿Una organización

política? ¿Varias? ¿El FSLN estaba de acuerdo?–. Alexis parece algo dubitativo, o quizás sea una

estratagema para evitar la respuesta, que por demás, es delicada. Mira con calma como quien ve

al horizonte. También mira a su alrededor, es una costumbre que nunca dejará de lado. Regresa a

la mesa del patio interior de la casa de alquiler de doña Cuadra. Se ve uno de los volcanes con su

permanente columna de cenizas diminutas. La casa guarda cierta calidez, una protección de lugar

íntimo. En todo el tiempo de la entrevista, nadie ha llegado o salido. Y es que la casa de los

Cuadra, es un hostal de un par de habitaciones. Doña Eulogia es una mujer de ochenta, altiva y

portadora de donaire aristocrático. Su casa, es como ella. El patio interior es pequeño, pero muy

agradable: una fuente pequeña surte de aguas que junto con un móvil de cristal le imprimen al

sitio, una calma de santuario. Alexis se reacomoda en la silla de mimbre. Sigue callado, y Andrea

comprende que por hoy, no habrá más información histórica. Con el ánimo de "dejar que todo

fluya" como le decía una amiga, se queda también inmóvil, meditabunda. Le vienen desfilando

de a poco, ideas y palabras, que le acompañan como perros lazarillos: Detalles, Andrea, detalles.

No los olvides. En ellos reside la diferencia de un buen comunicador…

Alexis no quiere importunar a Andrea, aunque por dentro, quisiera verse abrazado a ella.

Sería feliz, como en años no lo ha sido, si se viese en un gran espejo, y se reconociera junto a la

argentina. Apretados como un par de amantes que regresa luego de una separación. Cierra

ligeramente los ojos. No escucha sino el rumor del agua y los cristales rozándose. Tampoco

quiere que se dé cuenta que ha estado enamorándose de su juventud, de sus cabellos, pero, de sus

ojos inquietos. Y ante todo ello, le basta con haberla tenido enfrente, curiosa, incrédula.

Por ahora, preferiría sumergirse en su habitación, e imaginarla toda, y en medio de su

fantasía, apretarla y besarla. Y no en la rigidez de las formas sociales que le impiden cortejarla.

Andrea intuye que la sesión terminó. Se levanta con sutileza, le toma la mano, y le agradece sus
334

recuerdos. Él la mira, y sin soltar esos finos dedos de seda, baja la cabeza asintiendo. La ve

marcharse con su mochila al hombro, y su cabellera recogida, debido al calor de Managua. Entra

nuevamente a su habitación, y se pregunta, si en el fondo debe responder quién ordenó la muerte

de Somoza.

Alexis Bethel estudia a los budistas, y se encomienda a la perfección. En esta etapa de su

vida, relee a Siddhartha, hasta saberlo de memoria. El enamoramiento de Andrea le ha llevado a

divagaciones existenciales. Tiene sesenta y cuatro años, una vida de luchas, encuentros y

desencuentros. Su familia, tan solo lo fue por algún tiempo. Luego, sus luchas políticas y

militares, lo alejaron de cualquiera posibilidad de mantener una. Y aunque extraña esa idea, en

esta etapa, no se ve iniciando todo de nuevo. De hecho, su hija Yaffit, quien lo visita cada dos o

tres años, es casi de la edad de la periodista argentina.

En ocasiones se siente ligero, volátil, con la energía de un toro, como para enfrentarse al

mundo y sus prejuicios, para luchar contra los celos traicioneros, para evitar las explicaciones y

salir tomados de la mano, con la cara al sol, orgulloso de su nueva vida. En otras, como hoy, está

tan derrotado, que sale a caminar los pueblos cercanos de Managua, buscando un "no sabe qué".

Se escabulle. Busca refugio en algunas calles. En caseríos pequeños. Parece un mendigo. En sus

horas de meditación, escapa de su cuerpo para observar a "su" Andrea, para dialogar de historia

con su amigo muerto, Hugo alias Santiago, para imaginar otra vida. Tiene algunos meses que no

sabe nada de Yaffit. Ella le quiere e idolatra, pero su mundo se aleja cada vez más del suyo. Sabe

que lo de Klinsman le dolió. En el fondo sabe que la lanzaron a un sacrificio para el cual creía

estar preparada. Pero, se enamoró como nunca de un hombre joven e inteligente, al cual,

probablemente no olvidará nunca.


335

Por su parte, Andrea se ha sumergido en las historias fascinantes de CAB, y su atracción

le ha cegado de tal forma, que ha olvidado de que en La Plata está su novio, o mejor dicho, su ex

novio. Durante su estancia en ese país centroamericano, ni lo recuerda. Tan solo lleva en la

cabeza al extraño hombre de luchas que tiene mucho que decirle aun. Lo ha visto de reojo, y sabe

que le agrada. Pero, cada tanto, siente que no debe llevarse por el impulso de tener un amorío con

una persona que al final sufrirá cuando todo termine. Por razones diferentes, ambos sienten

remordimientos, y en las últimas ocasiones, los dos parecen notarlo. Con sus apuntes, grabadora

y otros enseres a cuestas, sale del hostal. Mira a ambos lado de la calle, siente que transpone un

mundo por otro. En su cabeza hay dos fuerzas contrapuestas: la fascinante historia de la muerte

del tirano, y un viejo y contradictorio guerrero al cual empieza a amar.


336

Es tarde en la noche. Han estado conversando de todo lo que se les ocurre. Sin duda, están

enamorados y mostrándose entre ellos. La argentina sabe que Alexis la desea, está dispuesta a

irse esa noche con ese hombre que la mantiene soñando. No solo dispuesta, sino que si él no toma

la iniciativa, lo hará ella. Pues, lo desea. Lo quiere abrazar, mimar, besar, como a nadie antes.

– Anoche soñé contigo. La mayoría de las veces no recuerdo los sueños. Son como

fantasmas que se escurren apenas abro los ojos. Te veía alrededor de una fogata en una sabana

africana. No hacía frío. Un leopardo rugía cerca y no le dabas importancia.

– ¿Yo? Soy el ser más cobarde de la Argentina. Alex, sin duda era un sueño. ¿Y qué más

ocurrió?

– Bueno, yo me senté a tu lado. De pronto, ya no eras tú. Era un animal con uñas como

garfios que abrió sus fauces, y cuando estaba por morderme, me desperté.

–La verdad es que no soy buena en esas artes de interpretación de sueños. Ni siquiera se

me ocurre qué decirte. Hay gente que tan solo con algunas descripciones te arman una historia

coherente, que hasta te convence. Pero, soy el otro extremo. No se me viene nada a la mente. Lo

más que te diría es que soy una fiera que te quería comer…pero, tampoco. No le hago daño a

nadie. Me cuesta matar una mosca. Te preguntaría, ¿alguna vez sentiste miedo en alguna de las

incursiones en que estuviste?

– Claro que sí. En muchas ocasiones. El miedo a la muerte se transforma en miedo al

dolor, y por último, cuando estás cerca de ella, miedo a lo desconocido. Es una transición de

sentimientos. En la última etapa, hasta quieres rezar vainas que habías olvidado. Yo interpreto de

esta forma mis miedos. En la mayoría de las acciones, siempre ha habido situaciones de riesgo.

Balas que te barren los oídos, estallidos que revientan cerca, autos que se vuelcan y tú, adentro,

como una maraca. Pero, el mayor riesgo es de los adversarios, porque ellos te quieren causar

dolor. Llevan saña en los ojos, y su miradas frías no conocen piedad.


337

– Con los enemigos, ustedes hacen lo mismo, ¿o no? – Alexis calla. No está molesto, sino

indiferente. Hasta se diría que está pensativo. Pareciera que nunca se había detenido en pensar el

grado de dolor que causaba a sus contrarios. De pronto, se da cuenta que es posible que sea así.

Igual, pero del otro bando. Que esta situación es como un espejo, y él empieza a darle la vuelta y

mirar el revés.

Andrea lo ve distante. Lo quiere de vuelta y le pregunta nuevamente.

– ¿Qué quieres hacer antes de morir?- Alexis la ve y reflexiona.

– Quisiera llevarle una flor a la tumba de dos personas a las cuales admiro con cierta

devoción.

– ¿Quiénes son?

– A Shaka y a mi amigo Hugo Oyarzum– la argentina queda algo desconcertada. Cree

comprender lo del Comandante Santiago. Pero, ¿Quién es Shaka? No quiere herirlo, pero

tampoco demostrar su ignorancia con respecto a Shakazulu, aquel personaje que derrotó con

piedras y palos al ejército inglés, y que creó su propia nación: Zululand. Recuerda que una de las

pasiones de su amigo es la historia de pueblos heroicos. Le sugiere que se vayan a su hotel. Está

cerca. Él acepta.

Tres días después, Alexis recoge a Andrea. Le ha prometido un “viaje histórico”. La lleva

a Estelí. El auto en el que van se lo ha prestado uno de los “muchachos” que aún lo reconocen.

Salen de Managua temprano hacia Tipitapa. Desayunan poco. El viaje continúa por la vía a

Ciudad Darío y luego a Matagalpa. Allí descansan de las dos horas de trayecto.

– Andrea, te invito un café de altura. Lo cosechan por aquí mismo.

– Por supuesto.
338

Alexis lleva a la argentina a las montañas cercanas en la Selva Negra, en el departamento

de Matagalpa, donde unas cabañas tipo bungalow suizo en medio de la niebla y la oscuridad,

sirven de paraíso a ambos. El frío y las bellezas del lugar les hacen evadirse de la realidad. Viven

una luna de miel.

La siguiente noche, unidos como adolescentes, se llevan unos quesos y vinos a la cabaña.

Se cuentan historias y anécdotas. Él evita el tema de la guerra, las acciones militares. Ella está

apasionada con las historias de los pueblos liberados que tanto le gustan. Alexis le promete

contarle la historia de Shaka. Y también, las conversaciones de la filosofía budista que mantuvo

con Hugo. Pero, ella espera con paciencia ambos, que en la vida de CAB parecen ser

inseparables, y al parecer, dolorosos. No lo apresura. Sabe que lo hará en el momento oportuno.

Mientras, no paran de hablar. Simplemente, quieren estar juntos.

El vino entibia sus cuerpos. Se van apretando en un largo y lento beso. Apagan las luces,

y en las tinieblas, se palpan encontrándose otra vez. Sus voluptuosidades son recorridas palmo a

palmo. Se enroscan en la cama, y giran en un ovillo de pieles y brazos. Van respirándose las

oquedades. Ella sostiene en sus manos su espada, la lame, la aspira, la absorbe una y otra vez,

arriba y abajo, gime de placer como una gatita hambrienta. Se da vueltas y se abre ante él como

una bisagra dorada. A pesar de sus años, Alexis está firme, denso. Su cuerpo es pesado, más no

obeso. Se enfila sobre el cuerpo anhelante. Pero, no está listo. A pesar de su entusiasmo, no

funciona. Su pene empieza a decaer. Flácido. Él arremete con más besos. Intenta otra vez. Nada.

Una extraña culpabilidad lo avergüenza un poco. No es un hombre de acciones fallidas. Sin

palabras, Andrea se lo sostiene como a un pajarito que cae del nido. Pero tan solo logra

comprobar que esa noche, no habrá más que caricias. Alexis no puede penetrarla. Se siente

impotente por primera vez en su vida. Se besan, se arremolinan. Él usa sus manos, sus dedos, y la
339

hurgan hasta hacerla gemir de placer. Ella excitada lo toca con delicadeza. Se lo sujeta con

caricias, y aunque estuvo erecto algún momento, perdió tensiones, perdió su rigidez. Lo intenta

varias veces más, hasta que ambos comprenden que no ocurrirá. Andrea no le presta mucha

atención. Está satisfecha. Supone que hay ocasiones en que no hay más que mimos. No le

importa mayormente esa noche. Se abrazan y para ella, es suficiente. La cobija les abriga las

pocas horas que les restan hasta el amanecer. Se enroscan en un remolino de piel y lana. Y se

duermen bajo la música del bosque nuboso de Matagalpa. A él le resulta complicado dormir con

alguien, ya se había acostumbrado a su soledad, a sus espacios. Su insomnio también se lo debe a

no haber podido amarla como esperaba. Amanece. Está agotado, somnoliento.

– Andrea, ven. Mira– le muestra por la ventana un manto blanco, una neblina espesa que

parece algodón. En medio, unos rayos oblicuos su cuelan para señalar unas plantas muy verdes,

casi esmeraldas. La escena parece una postal. La periodista, con la cobija envolviéndola como si

fuese Venus de Milo, mira absorta, asombrada, maravillada.

– Así es Nicaragua. Una belleza en medio del desconcierto.

Ella comprende que se trataba de un hombre de más de sesenta y cinco años que empieza

a decaer, que su actividad sexual está en declive. Pero, le importa su cariño, su madurez. Por su

parte Alexis, está meditabundo. Reflexiona sobre la aventura con la argentina y coloca los pies en

la tierra. Esa chica es un sueño que termina. Tal como terminó la “revolución bonita”. Su destino

no está vinculado a una joven mujer, que casi tiene la edad de su hija, por más que pensara en el

uso de hormonas o medicamentos. No. No se trata de aquello, lo cual podría resolverse de alguna

manera. Es darse cuenta de que su vida está decadente, que vive con muy pocos recursos,

incluyendo las ayudas que de vez en cuando le llegan de Yaffit, de los pequeños trabajos

esporádicos, académicos casi siempre, y de ayudas caritativas de algunos de sus amigos


340

nicaragüenses, exguerrilleros o filántropos de la izquierda, porque no encuentra lugar en la

sociedad. La impotencia de esa noche le sirve para ver con claridad, lo que de alguna manera

previó cuando empezó a enamorarse de Andrea, que ella se iría en algún momento, y que debería

estar preparado para la desilusión. Ya parecía llegar el fin del trabajo de ella en Nicaragua, de su

viaje, y del amor que se dedicaron. Para ello, no estaba muy preparado. Porque cuando lo

conoció, aún no determinaba qué seguiría en su vida. Ya estaba viejo para emprender hazañas

guerrilleras, por otro lado, en el fondo, no compartía mucho lo que veía en Venezuela ni en la

misma Nicaragua, donde el clan cercano a Daniel y él mismo, se enriquecieron vorazmente,

eliminaron a cualquier adversario, y se dedicó a reinar con su esposa. Eso lo frustraba. No veía

diferencias en esa conducta, a la del tirano Somoza. Todo este tiempo, fue una gran excusa en su

vida. Andrea fue un accidente caído del cielo. Y ese paréntesis, se cerraba. Volvía a las

divagaciones de meses atrás, y a la falta de un norte claro, diáfano.

La mañana avanza, se disuelven las penumbras. Se marchan a Estelí por el camino largo:

Jinotega y Moropotente. CAB quiere que Andrea conozca unos de los pueblos donde se libró la

guerra calle por calle, casa por casa, donde los jóvenes levantaban barricadas de la nada, y con

ladrillos defendieron la patria. Donde en un encierro de las tropas de la Guardia Nacional,

mujeres y niños escaparon en las narices de los soldados. Ella está entusiasmada por la gira.

Luego de transitar por una carretera de montaña, plena de reservas forestales, y disfrutar

de un clima fresco, llegan a al valle de Estelí. Alexis conduce directamente a un lugar que le trae

recuerdos, el Hotel Los Arcos, ubicado a en una esquina, cerca de la Catedral. Ambos se desean

acostarse un rato, estar juntos, disfrutar de las libertades de un viaje sin agendas ni horarios.

Después de registrarse, les conducen a una modesta habitación en un segundo piso. Andrea

disfruta de los arcos internos de la construcción y su pileta en el medio, rodeada de plantas

tropicales, de hermosas flores. Está feliz. Por ahora, los muertos pueden esperar– piensa. Luego
341

se recrimina por algo así. Sabe que Alexis quiere que viva la historia, para que comprenda mejor

su trabajo de investigación. Pero, empieza a saturarse de la guerra. Lo prefiere a él.

– Andrea, Shaka es Hugo.

En la Batalla de Isandlwana, el ejército del imperio británico huye de las lanzas de las

tropas de Shaka, un negro tan grande y fuerte, como astuto. En eso se parece a mi amigo. Cuando

conocí a Oyarzum, supe que seríamos amigos para siempre. Cuando nos despedimos en esta

misma tierra ajena, pero querida, yo le regalé un tesoro. Un libro que me acompañó siempre. Y

para mi sorpresa, él me tenía otro.

– ¿Cuáles fueron?

– Calma. Ya te digo, porque ambos los tengo en la cabeza. Le dí una fotocopia del libro

de Frances Colenso, History of the Zulú War and Its Origin. Hugo me regala Bardo thodol, El

libro tibetano de los muertos. En momentos de bromas yo lo llamaba de manera sarcástica, Buda,

en lugar de Capitán Santiago. Y él me decía, Shakazulu.

– Pero, ¿por qué Buda y por qué Shakazulu?

– Es una larga historia. Ambos admiramos al guerrero africano que se enfrentó a las tropas

inglesas y los venció con piedras y flechas. Y los dos creemos que el paraíso es un lugar apacible

donde el equilibrio de las fuerzas permite el respeto por toda forma viva.

Siguen en la cama donde se sienten cómodos. Las horas siguen siendo un botín que saben

apreciar. Ambos intuyen que un viaje como este no se repetirá, y se sacian una y otra vez, de sus

cuerpos, de sus palabras, de sus miradas. Shaka y Buda esperan sentados en el sofá de la

habitación, para entrar en la conversación cuando el amor los agota.


342

La huida de Nicaragua se precipita. Andrea desea terminar con todo pronto. Él lo comprende muy

bien, aunque no lo mencione. La periodista está sentada frente a CAB. Mantiene el ceño fruncido.

Escucha los detalles de lo ocurrido a Somoza. En su estrategia está investigar y constatar todo

aquello que le devele, verificar las fuentes, contrastar argumentos, hechos, fechas, detalles.

Generar preguntas y buscar la manera de responderlas. Ha leído sobre la historia de la dictadura,

tal como se lo recomendó Ramírez. Ahora comprende mejor lo acontecido. Su tesis ayudará a

esclarecer la muerte del dictador, pero más aún, a cerrar con información objetiva, una etapa de la

historia de Nicaragua.

Se han citado en el hostal de doña Cuadra. Una pequeña mesa es el escenario de la

conversación. Un pequeño patio interior adornado con flores da un aire andaluz a la casa. Tienen

la libertad de entrevistarse en su cuarto, pero ambos, sin proponérselo, lo evitan. Los dos saben

que los deseos están muy superficiales, y sería muy fácil que pasaran el día completo retozando

entre sábanas. Ella quiere avanzar con su trabajo. Él lo comparte, no quiere ahondar la sima

donde caerá cuando Andrea se marche.

– Capitán, explíqueme bien su versión del atentado. Alexis se recuesta un poco en la silla.

Le ha llamado Capitán. Ningún tuteo. Solo, Capitán. Mira hacia el cielo, auscultando recuerdos.

La chica sabe que lo que escuchará viene de fuentes de confianza del militar, pero que él mismo,

no estuvo vinculado a ese evento. El militar complace a la periodista. Lo hace lentamente,

reviviendo la historia a través de su encuentro con Gorriarán, el Comandante Ramón.


343

Para Ramón conseguir un auto adecuado, o una imagen acorde con el papel que le correspondería

jugar, era asunto rutinario. Para el atentado a Somoza, el argentino se decidió por una camioneta

azul, y por armas obtenidas en el mercado negro. En Ciudad del Este, logró contactarse con unos

árabes palestinos que le vendieron un fusil de precisión M–16, un lanzagranadas ruso RPG 2 y un

FAL argentino de 30 cartuchos. Otros asuntos no menos importantes de logística y finanzas

fueron resolviéndose. Un ingeniero electrónico chileno, les configuró un radio walkie–talkie

capaz de interceptar la radio del Mercedes blanco del dictador. A la operación primero la

llamaron, Reptil. Luego, tras una divagación y algo de humor, prefirieron bautizarla como Hey,

en honor al cantante Julio Iglesias y su éxito musical del momento. Al final le agradecerían que

en su nombre se lograra el alquiler de una vivienda ubicada en la avenida por donde pasaba

Somoza todos los días.

–Compañeros, al asesino de tantos nicaragüenses, mujeres y niños, le daremos cacería en

Septiembre, fecha en la cual se conmemora un aniversario más de la independencia chilena y la

heroica muerte de Salvador Allende. Así rendiremos tributo a nuestros hermanos caídos por la

dictadura. Y la Operación Hey, la celebraremos cuando el dictador pase muerto frente a nosotros.

CAB recuerda la larga conversación con su amigo Enrique Gorriarán, que como un sueño,

se hace recurrente. Unos tragos de ron van entonando las gargantas y mejorando la memoria. Es

una tarde soleada en las afueras de Managua. Un lugar modesto, vulgar, de carácter bullicioso. Es

el sitio perfecto para que el argentino se vaya decantando en informaciones a su compañero

panameño. La botella de Flor de Caña es testigo de tal conversación.

– Ummm. ¡Qué bueno es este 18 años!– se saborea Enrique. Unos hielos tintinean en el

fondo del vaso. Alexis toma la botella y le sirve un trago generoso. El argentino enciende un

cigarrillo. Le gustan sin filtros, y de olor penetrante, fuerte. Saca el último de la cajetilla. Mira a
344

su alrededor sutilmente. Alexis le comprende, un guerrillero siempre está alerta, y él lleva

muchos años huyendo.

– Tranquilo, Kike. Aquí estamos bien– comenta CAB.

– Por cierto, te traje un regalito– y extrae un puro envuelto en una bolsa plástica. Se trata

de un Tripa Larga de Torcedor armado en Estelí.

– Amigo. ¡No tienes idea cuánto extrañé estos tabacos centroamericanos! Te lo agradezco.

Sin duda, es una joya, y lo fumaré en esta velada, en honor a Hugo y a otros.– Una tos repentina,

profunda, le interrumpe. Alexis nota que no es un ahogo normal. Sin querer importunarlo, lo mira

con preocupación, y le pregunta por su salud.

– Mirá, che, siempre he pensado que la muerte nos llega saludables o no. No me he sentido

muy bien que digamos, parece que es la presión alta, pero, ésta– y señala su sien izquierda– ésta

brilla hasta ahora. De resto, pues hago ejercicios cada mañana para no perder condiciones.

Termina el cigarrillo con un par de bocanadas, y con sus profundos ojos azules, se apresta a

relatar lo ocurrido aquel 18 de septiembre en la Avenida España de La Asunción.

– ¿Te acordás del Gordo? ¿Farfán? Pues estuvo con nosotros desde el principio en la

operación. A ambos no indignaba que el Tacho fuera tan cínico y cara dura. A un año de la

revolución y el cabrón seguía como si nada, operando sus negocios millonarios con la plata de los

nica. Al Frente le convenía sacar del medio a ese hijo de puta. Eso todos lo sabíamos. Los

cubanos nos habían informado del reacomodo de fuerzas en Honduras y de su idea de retornar al

poder. Tenía el apoyo de mucha gente aún. Bueno, vos sabés lo que costó en el sur, mover a los

somocistas. No eran unos campesinos con escopetas; los gringos y los israelitas los habían

preparado muy bien, y si nos descuidábamos, nos hacían la guerra de nuevo. Como en efecto

ocurrió. Así que fue unánime la decisión de acabar con el dictador. Muchas muertes y mucha

humillación sufrida por los nicaragüenses eran suficientes para la acción.


345

– Pero, ¿entonces es cierto que fue solo el ERP el que manejó todo desde el principio? – un

silencio típico en las conversaciones con Gorriarán se instaló entre los dos. La botella seguía

bajando, como lo hacía el sol en ese rincón del mundo.

– Comprenderás CAB que algo así no puede ser muy popular. Incluso, hasta unas semanas

antes, solo tres sabíamos los detalles de la operación. Los compañeros conocían que se trataba de

del pez gordo, pero el momento adecuado era asunto de estrategia, y esa, esa la manejábamos

solo tres: Hugo, el Gordo y yo.

– Los ches– le recuerda Alexis el apodo que tenían en el Frente sur.

– Correcto, nosotros, los ches.

– Vos sabés que después de la operación, algunos nos fuimos a La Plata, entre otros

Oswaldo. Celebramos con un asado la muerte del cerdo tirano. Un churrasco…madre mía. Una

belleza.– El líder del ERP aspira con intensidad lo que le resta al puro, se toma el último trago de

la botella, y su mente escapa a ese momento.

Se coloca unos audífonos. Oswaldo sintoniza la transmisión de onda corta de Radio Habana

Cuba, en la cual se informa del asunto de la muerte de Somoza. El resto de los comandos debe

estar en las casas de seguridad asignadas. Sólo falta Hugo: "…Por su parte, el único caído del

comando sandinista–erpiano fue el Capitán Santiago, de nombre Hugo Oyarzun, quien volvía al

domicilio del barrio San Vicente, para retirar armas y unos 4 mil dólares. Ahí fue interceptado,

herido de bala y llevado a Investigaciones, donde murió en tortura. El cuerpo sin vida fue

mostrado a la prensa, por Pastor Coronel, Jefe del Departamento de Investigaciones, quien

informaba a periodistas que había muerto en un fuego cruzado, mientras éste presentaba claros

rastros de tormentos en el tórax y en la cabeza. Se desconoce dónde lo enterraron."

Oswaldo aprieta el rostro. Vuelve con el plato del churrasco. El Comandante Ramón

comprende que algo terrible sucede. Y le oye decir tan solo una palabra: Santiago.
346

Al igual que aquella vez, se toma un par de minutos para salirse de ese recuerdo amargo, y

vuelve con su adarga al brazo como el Quijote, a la conversación con Alexis. Ambos se ven

agotados, especialmente el panameño. Para el argentino, el cansancio está más vinculado a su

deterioro de salud, que a una pérdida de la esperanza o la fe en una verdadera revolución

continental. Cuando habla con sus amigos, sus ojos azules, penetrantes, desnudan cierto tono

irónico. Así es. Pero, con CAB, es distinto, es como si le removieran ataduras y quedara suelto, al

aire, sin temores. El panameño le sirve de espejo, una pantalla donde cada tanto, refleja su rostro

y hace un balance personal. De alguna manera, es su terapia. Ve en CAB al revolucionario

frustrado, desesperanzado, sin norte, y se promete a sí mismo, no llegar a ello. Se ve muriendo en

alguna toma de algún Palacio presidencial, seguido de miles de combatientes, quienes de manera

marcial, toman estaciones de radio, cuarteles, juzgados, instituciones, radios, televisoras, y

proclaman al mundo una nueva era. Una época sin hambre, plena de gente solidaria y amable,

amantes de la Naturaleza, y respetuosos de mujeres y niños. Por ello, se sigue encontrando con

CAB, para tantear su futuro, o al menos, para no acercarse a ese espectro fracasado que le

representa el panameño. Aun así, ninguno de los dos se cuida del sentido de las palabras, porque

salen espontáneas, sinceras. Son directos. A CAB, los encuentros esporádicos con el argentino le

sirven para revivir su fe. Ve en ese hombre al combatiente que nunca claudicó. Al hombre de

convicciones firmes y de andar estratégico por la vida. Incluso lo respeta por su jerarquía militar,

y cada tanto, le pide consejos personales.

– Che, todavía no sabemos qué pasó con Hugo. Los planes eran claros: había que huir a

Argentina por el río Paraguay o salir a Brasil al día siguiente. Él no estuvo a la hora acordada– le

decía el argentino a Alexis, mientras vaciaban poco a poco la botella de ron. Enciende

nuevamente el cacho del puro nica que le regaló el militar.


347

– Siempre estuve seguro de que era el mejor combatiente con que contábamos. Luego de la

operación, nos reunimos algunos a revisar todo el asunto, a evaluar, y aunque especulamos un

poco, por metodología, buscamos fisuras o delaciones, o fallos en el sistema de escape, pero, tan

solo encontramos lo que nunca debió ocurrir: una novatada. Podía pasarle a cualquiera, menos a

Hugo.

– Pero, aun no me dices qué ocurrió.

– Che, con calma pibe. Aun duele. Todos llegamos a la conclusión de que el único factor

que nunca dominó Santiago, fue el amor. Por su corazón pasaban cosas que su mente no

controlaba. Era así. Al final y revisando los detalles de lo poco que sabemos, establecimos que en

su huida, su compañera venezolana, Coromoto, lo obligó a quedarse un rato con ella en el cuarto

de ambos, hacer el amor, prometerse lealtad, hasta quedar exhaustos. Vos sabés que después lo

que vendría sería largo, y la chica, pues no lo vería por mucho tiempo. Y lo que debió ser un

escape rutinario, se modificó, y horas más tarde, ya no habría cómo solucionarlo. Primero, lo

dejamos en el cementerio de la capital, desde allí salió con Oswaldo hasta Itá enramada, sabés, el

puerto paraguayo frente a Pilcomayo en Argentina. Al día siguiente debía encontrarse con Ana.

Eso no ocurrió. ¡No entiendo por qué regresó, carajo! Tan solo le esperaba la muerte. Los

paraguayos lo cazaron como a un animal encerrado. Lo encontraron en Lambaré. La Policía

paraguaya lo había identificado la misma noche del atentado, a través de un video de una cámara

de seguridad. El resto lo podés imaginar. Agentes de seguridad rodearon la casa e iniciaron el

operativo de captura, él saldría en medias saltando por los techos, aun medio adormecido. Se

formaría un tiroteo en el cual quedaría herido de un balazo en un tobillo, como Aquiles en la

mitología griega. Lo demás es obvio, gritos, torturas, y luego la muerte inevitable. Nunca

supimos dónde lo enterraron. Eso es un misterio.


348

– Triste lo de Santiago…– pide otra botella de 18 años, la abre, salpica el suelo en honor a

los caídos, y sirve con generosidad ambos vasos– Cuéntame del asunto de la operación.

Enrique se sonríe un poco. Parece que hay cierta complicidad en ambos al entender que

esa acción militar, fue una jugada de ajedrez que llegó a un Jaque Mate victorioso, y eso, en sus

vidas, pocas veces ocurre. Especialmente en la de Enrique, quien fue responsable de muchas

muertes por acciones audaces, sin futuro.

Indignados por la vida del sátrapa, que como sabes, lo hizo con la fortuna que le robó al pueblo

nica, y por los planes de retomar el poder, supimos que esta acción no debía fallar. Nos fuimos a

Colombia a entrenarnos con los chicos de la FARC. Allá repasamos bien los equipos más

adecuados para que tuviésemos éxito, en particular, los RPG. Luego mandamos a varios

comandos a La Asunción.

– Alexis, de lo que te pueda contar, resaltan situaciones tan extrañas como el día que

estuvimos buscando con Claudia, la dirección exacta de Somoza. No teníamos ni puta idea de

donde vivía. A ella, siempre genial, se le ocurrió preguntarle a un taxista por un salón de belleza

que estaba en los alrededores de la casa de un tal Somoza. ¿Y qué crees? Como el hombre

tampoco sabía, se le ocurrió a su vez, preguntarle a unos policías de la delegación cercana a dicha

residencia. La pobre Claudia se iba a morir, Me confesó que por dentro, estaba nerviosa. Se había

entregado casi voluntariamente a los servicios de Stroessner. Los policías tan solo señalaron

donde quedaba, y el asunto no pasó de eso.

– Estuvimos desde abril recabando información. Decidimos, Hugo y yo, que lo mejor era

alquilar una residencia en la "boca del lobo". Y fuimos a una que alquilaban muy cerca del

objetivo. Nos hicimos pasar por los representantes del cantante Julio Iglesias, y que se iba a

filmar una película allí, por tanto, que se requería privacidad y confidencia total. El dueño
349

entendió y lo aceptó. Pero nos impuso una condición, que por cierto, aun no le cumplimos,…y es

que el hombre quería que cuando el cantante llegara, le firmara un autógrafo. Claro, también lo

hizo porque le pagamos muy bien. Le dimos una guita de mil quinientos dólares por mes. Y

fueron tres. Te imaginás…Eso era una fortuna. En aquella época, era mucho dinero en La

Asunción.

– Cuando ya teníamos lo de la casa resuelto, entonces pasamos a comprar el kiosco de

enfrente, desde donde vigilaríamos al dictador. Oswaldo se leía todos los diarios y revistas, y

pronto fue el más conocedor de lo que acontecía en Paraguay, hasta de los chismes y de la prensa

roja. El hombre empezó a vivir una realidad paralela a la nuestra. Era un vendedor amigable y no

levantaba sospechas. Así fue como le montamos guardia al cabrón de Somoza. Tomamos nota de

todos sus horarios y construimos su rutina. La estudiamos con minuciosidad. De esa manera,

teníamos muy seguro el asunto de los autos que empleaba, las rutas y los horarios, que por cierto,

los cambiaba con regularidad. En medio de su azar, teníamos algunas certezas. Por ejemplo,

cuando salía en el Mercedes blanco, lo hacía por la Avenida Generalísimo Franco.

La noche cae lentamente. Los dos amigos siguen conversando en un rincón del modesto

restaurante. Piden otra botella. Los vasos con sus campanas de hielo, siguen escuchando detalles

de la operación Hey u operación Reptil como la llamaron al inicio.

– Por la revolución posible. ¡Salud!

– Que así sea, aunque no la veamos llegar.

– Bueno, sigue tu relato. ¿Qué pasó el día D?

– En efecto, esa mañana nos levantamos temprano. Cebamos un mate. Nos miramos y

conversamos sobre el porqué de la operación. Todos tranquilos, bien coordinados. En fin, nos

tocaba tan solo esperar. Era el 17 de septiembre de 1980. Habíamos planificado todo para el 18,
350

pero decisiones de última hora nos impulsaron a adelantarlo un día. Recordamos la consigna de

Santiago: “iniciar sin levantar sospechas, ejecutar la acción sin que te capturen, y salir sin dejar

huella. “ Nos juramos lealtad, y tomamos nuestros equipos.

Sabíamos que el cerdo, a quien en esta operación lo llamamos Eduardo, se había instalado

en una mansión en la calle Mariscal López y Motta. Esa casa había sido empleada por la

embajada de Suráfrica, y vos sabés lo que pienso del Apartheid. Bueno, el asunto es que vivía allí

con Dinorah, con dos hijos del General José, su medio hermano, y varios asistentes. El cabrón, en

tan poco tiempo, ya había comprado más de 25,000 hectáreas de tierras en Paraguay, se daba la

vida de un playboy, con dinero del pueblo nica, enamorando las mujeres de los militares locales y

jodiendo a cualquiera que le estorbara. En el asunto estaríamos el Comandante Santiago, el

Gordo, Oswaldo desde el kiosco de diarios, tres combatientes más y yo, que en esta ocasión era el

Comandante Ramón. Habíamos buscado la manera de monitorear la rutina de Eduardo. Lo

hacíamos desde un supermercado, dos estaciones de servicio y además, un recorrido a pie que nos

tomaba tres cuartos de hora. Te juro flaco, que no se nos iría vivo. Esta vez no fallaríamos.

Oswaldo había desarrollado tal confianza con los policías del lugar, que les hacía ofertas por las

revistas pornográficas que le compraban. Era un hombre de confianza de los pacos. No

sospechaban que desde el kiosco, ubicado más o menos a dos cuadras de la casa del tirano, le

teníamos tan chequeado. Por nuestra parte, debíamos movernos con mucho sigilo, porque el lugar

era un serpentario. Teníamos un poco más lejos, al Alto Mando militar de Stroessner, la

embajada yanqui, y todos mantenían custodios durante el día.


351

Habíamos preparado todo el equipo. Nos alistábamos a la ejecución del dictador. Antes de

salir de la casa, revisamos el plan. Recordamos a los más cercanos y las causas de nuestra lucha

armada.

– Todo está listo, Ramón– me dijo Santiago.

– Bueno, esperemos la señal de Oswaldo. ¡Cada uno a sus puestos, compañeros!

A las 10:10 am, Oswaldo manda la señal. El cerdo sale en su Mercedes sedan blanco, de

placa 177561, por la avenida Generalísimo Franco. Por cierto, otro hijo de la gran puta. Le

conducía Cesar Gallardo, un fiel escolta. Nosotros tres esperamos en la camioneta. Después

supimos que otro acompañante venía atrás.

– ¡Blanco, blanco! – dice Oswaldo. Son las 10:25am.

– ¡Vamos carajo! Le toma unos minutos llegar aquí. Solo son siete cuadras.

– Es el sexto automóvil en el semáforo que ahora está en rojo– reitera.

La luz cambia a verde. Pasan cuatro autos, el Gordo acelera. Atraviesa la camioneta frente a

una Combi Volkswagen. Detrás viene el Mercedes. Este frena con un aullido. Salimos al paso

desde varios frentes. Lo bloqueamos. Son las 10:30 am. Santiago brinca por el lado izquierdo. El

Gordo, por el lado derecho. Yo estoy apostado en la casa de Julio Iglesias. El Mercedes me queda

enfrente. El auto no es blindado. Eso lo supimos después. Por esa razón llevamos el RPG. Aún

recuerdo la cara de espanto del conductor. Y es al primero que le disparo. Yo tengo un fusil M16.

Empiezo a cubrir a Santiago, quien está a mis espaldas. Debe accionar el proyectil, y tan solo

escucho un clic. Volteo y lo veo colocando otro. El primero falla. Disparo sin parar. Se me van

las 30 municiones del cargador. Santiago corre a mi izquierda, a la casa. Acciona el RPG, y es un

rayo que va hacia el auto. Estalla. Estalla en pedazos. El Gordo mantiene a raya a los escoltas del

Ford Falcon rojo que siempre cuidan al dictador. Estos se encuentran detrás del muro de la casa

de enfrente. Con la explosión, la escolta no dispara más. Todos huimos. Salimos tal cual lo
352

habíamos planificado. El auto del tirano arde. El conductor quedó a muchos metros de allí. Hay

dos masas destrozadas en el asiento de atrás. Mientras nos alejamos los cuatro, oímos las sirenas

llorar histéricas. Nuestra camioneta azul se detiene a los pocos metros. No funciona bien, se

apaga. No enciende. Así que aun con las capuchas puestas tenemos que secuestrar un Mitsubishi

Lancer que nos sacara de allí. Nos fuimos repartiendo de acuerdo a lo convenido.
353

Capítulo VIII

EL DESTINO INCLEMENTE
354

Por eso niña te pido,

que no me guardes rencor,

yo no puedo darte amor,

ni vos podés darme olvido.

Yo sé que en cualquier descuido,

me iba a bolear contra el suelo,

y aunque me ofrezcas consuelo,

yo no lo puedo aceptar,

puedo enseñarte a volar,

pero no seguirte el vuelo.

(Alfredo Zitarrosa. Milonga para una niña)


355

Es verano de 2015. Oscar recorre nuevamente las avenidas de su vecindario cerca de la

Cordillera en Santiago. Regresa de una intensa sesión en el gimnasio. Está algo más canoso,

especialmente en las sienes. Suena una llamada telefónica, y detiene el auto, tal como hizo en

2010. Es Piñera. Le propone que se encuentren en un almuerzo, pues le tiene un trabajo, uno que

le llevará a acompañarlo por segunda vez, a la Presidencia de Chile. Oscar acepta ir. Y tal como

ya le ocurrió, se apresura a bañarse y cambiarse. En el camino de vuelta, sin quererlo, rememora

algunos momentos difíciles del asunto de Yaffit. Se ve abordando en Tocumen. Sigue sintiéndose

desgraciado, engañado. Ingresa al avión. Se acomoda, y sin demoras pide un trago de whisky. Se

dispone a olvidar, y cree que puede lograrlo.

El avión aterriza sin contratiempos en Pudahuel. Sigue muy contrariado por lo de Alexis

Beltrán Rodríguez, pero mucho más, por la traición de su hija. Abre la puerta del apartamento.

Trae consigo una maleta y su computadora. Las tira sobre la cama. Todo parece estar en orden.

Lo primero que hará mañana, será cambiar las cerraduras. No quiere dejar asuntos de seguridad

pendientes. Otra medida será la modificación de todas las contraseñas de sus aparatos y sus

cuentas electrónicas. Se toma una ducha. Cuando levanta la toalla que está doblada, encuentra un

CD y una nota. Reconoce la letra de Yaffit, e intuye de qué se trata. No la lee, y el CD lo tira a la

basura. Se pierde de leer unas cortas y muy sinceras palabras de la chica.

– Oscar, no sé cómo explicarte que todo, créeme, todo, lo hice por mi padre, a quien admiro

profundamente. Nunca estuvo pensado que encontraría a la persona maravillosa que eres tú. Esa

parte de este enredo no fue planeada por nadie. Se trataba de salvar a mi papá de un problema

enorme, sabes que la derecha lo expondría internacionalmente, y eso no es lo justo. ¿Que hubo

engaños? Sí, y muchos. Pero, en medio de esa cortina de falsedades, lo único que siempre brilló

desde que te vi en Viña, fue mi amor por ti. Ojalá leas estas palabras, y alguna vez nos podamos

encontrar para decírtelas en persona. Te pido perdón. Perdón. Perdón. No lo he solicitado a nadie
356

en toda mi vida, y esta vez, lo hago con mucha humildad. Créeme, por favor. Te seguiré amando,

aunque me odies. Seré tuya mientras los recuerdos vivan en mi corazón. Tu Yaffit.

PD. La canción de Rubén y Ana dice algo de nuestro desencuentro: Tu mejor amiga. Al

final toca la percusión, gente de la Banda de El Hogar, a quienes conozco. Te amo. La otra es una

que cantó Daniel Santos: Perdón. “…Angel adorado, dame tu perdón”


357

En su habitación de hotel, Andrea recibe una llamada importante. La Gerencia de Agence

France Presse ha contactado a su tutor y éste, a la familia Fortunatti. Gracias a las redes sociales,

finalmente dan con ella en Managua. La oferta es clara, un cargo inicial en el equipo

latinoamericano de investigación de la agencia, en París. Primero debe entregar la tesis doctoral,

para lo cual cuenta con dos meses. Le tienen varios temas para investigar, pero recuerda uno en

particular: Balance político y social de los gobiernos dictatoriales en América Latina en el

periodo 1960-1990. Acepta de manera inmediata. Al terminar la llamada, salta, canta y decide

terminar su investigación en Managua. Andrea quiere concluir su historia. Tiene abundante

información. La asistente de la biblioteca le ayuda a clasificar la información, y por unos dólares

más, logra llevársela también en digital. Ya tiene la estructura de su trabajo doctoral, y las

evidencias de sus hipótesis, es asunto de tiempo frente a la computadora, y eso lo hará en La

Plata.

Su partida debe ocurrir en breve. Ya cuenta con información económica y financiera que le

permite sustentar que Somoza y sus allegados movilizaron suficientes recursos para una

contraofensiva militar, que estaba en ejecución un plan para asentarse de manera firme con

inversiones agrícolas en Paraguay, y que una conveniente alianza política con el gobierno

argentino para el respaldo que necesitará, una vez retome el poder en Nicaragua, está andando.

Los siguientes cuatro días los dedicará a organizar todo. Un gerente de banco, a quien parece

agradarle, ofrece darle copias de documentos que heredó, en los cuales queda claro que el

dictador movilizó cerca de 500 millones de dólares a través del Whitney Bank of Miami; e igual

suma en el Healed Bank y en el Miami Bank. Que además realizó transferencias importantes

desde las Bahamas al Banco Ambrosiano en los días previos a su derrocamiento y durante su

peregrinar posterior. Que existían nexos muy cercanos con militares hondureños. Que la CIA
358

había solicitado a Noriega en Panamá, el sabotaje a los puertos nicaragüenses empleando fuerzas

panameñas.

Busca y encuentra el teléfono del escritor Ramírez. Lo llama para despedirse. Él, muy

agradecido por las muestras de gratitud que reiteradas veces le repite la argentina, se ruboriza

algo, y con cortas y precisas palabras, también se despide. Por no encontrar el teléfono de

Cardenal, le pide que le agradezca también en su nombre, le dice que no olvidará a Nicaragua, no

solo por el asunto de la tesis, sino porque deja parte de su corazón en esta parte del istmo

centroamericano, en su gente, en los que viven en ella, y porque aquí aprendió algunas lecciones

que le dio la vida. Sergio le comprende. Imagina lo que ha ocurrido.

Su salida de Managua es una carrera. Quiere marcharse ya. Es contradictorio, pero la

asaltan dos fuerzas, la de quedarse para siempre en estas cálidas tierras, y la de alejarse de una

vez, y retomar su vida en La Plata, o donde sea, lejos de la historia de guerra, sufrimiento y

liberación. En la medida en que arregla su equipaje, clasifica los libros y el material de la tesis, se

le aparecen en sus pensamientos, su novio Vittorio y su amiga, Nora Zimmerman, de la cual sabe

que ya es madre de una hermosa niña. Aún no sabe qué ocurrirá cuando lo vea, pero intuye que

seguirá sola su camino. Lleva mucho dentro de sí, suficiente para cargar consigo misma, sin él y

sin Alexis. Se mira en el espejo y reconoce que la Andrea que vuelve a La Plata, es otra. Con una

visión del mundo que incluye otras latitudes, otras personas. Siente a Vittorio, como un ancla en

su futuro. Será duro explicarle que seguirá su propio camino. No se siente culpable, porque no los

hay.
359

Alexis sabe que también se acerca el final de su historia de amor. Escoge una despedida

icónica frente al lago donde se conocieron en los primeros días. Le toma la mano, y la elocuencia

está en los sonidos de las aves que les rodean, en el zumbido del tránsito, en el rumor de la

ciudad. No hay mucho que decir. Andrea ahoga unas lágrimas. Prometió no llorar, pero no se

puede resistir, aunque lo hace en silencio. Sabe que el hombre que deja, es un lobo solitario, que

además, está extraviado, perdido. Incluso, lo siente morir. Intuye que ella lo olvidará pronto, pero

no ocurrirá igual en él. Y eso le causa pesar. No le gusta generar dolores a nadie, y lo hará. No es

mucho lo que pueda decir o hacer, sino partir, como siempre estuvo claro.

– Andrea, hoy entiendo a los zulúes más que nunca. Lo comprendo todo. Hoy es el día en

que murió la luna– ella muy extrañada no entiende nada. Sabe que Alexis habla en parábolas

cuando está sentido, y seguramente esa frase está referida a alguna batalla. Y es lo que ocurre

ahora. No pregunta más. Le tocará averiguarlo. Así son las tareas de los periodistas, difíciles. Le

gusta encontrar la verdad, y esta, es una.

– Alexis Bethel– y le toma la otra mano. Lo mira a los ojos, y ve que está muy triste.

– ¿Dónde está la tumba de Shaka? ¿Dónde la de Hugo?– Solo hay silencio. Él le retira

las manos, se levanta, y se marcha sin despedirse.

Sentada en el pasillo de ventana, el avión recorre la pista en dirección sur. Los vientos

tropicales darán paso a otros australes, y en horas estará en Ezeiza. Lleva en su piel la sensación

de haber perdido su brillo, algo, o a alguien. Sin embargo, piensa en su tesis y una sonrisa

inevitable le pinta un rostro de alegría, un esbozo de una meta cumplida. Se despide del Lago de

Nicaragua, que desde lo alto lo ve oscuro, tanto como los misterios que no pudo resolver de las

conspiraciones políticas que rodearon el atentado de ese 17 de septiembre de 1980.


360

Alexis reflexiona. Han pasado cinco años desde que se encontrara con el chileno Klinsman,

el día de su partida. Eso ocurrió en septiembre de 2010, año en que abandonó Panamá y se

refugió en Managua. Lo respeta, el chico llegó lejos. Llegó a preocuparlo seriamente. Lamenta el

dolor que le causó el asunto a Yaffit. Nunca pensó que se fuera a enamorar de Klinsman. Valora

que su hija lo haya escogido a él, y no al “amor de su vida”, como le confesó. Pero, siempre ha

sido un ingrato que se pasea por el mundo arrastrando los sentimientos de sus familiares más

cercanos. Aunque no lo quiera, ha sido un saltimbanqui sin destino.

No ha transcurrido tanto tiempo, pero siente que entre ese día y ahora, hay un agujero, un

vacío negro. Días que pasaron sin dejar huellas. Se siente solo, abandonado. En Managua no haya

destino. Las pocas veces que se acerca a los sitios donde celebró algo con los “muchachos” de la

revolución, tan solo encuentra fantasmas, recuerdos que lo atormentan. Por primera vez en

muchos años, no le entusiasma la lectura de sus héroes sociales. El mundo parece olvidar las

razones de la guerra, los muertos, la causa digna. Nicaragua está diferente. Ortega encarna un

gobierno en torno a su figura, y realiza los cambios que le permiten a él y a su grupo, continuar

cómodamente en el poder. Alexis no está de acuerdo con lo que ve en las calles. La pobreza

continúa. La gente se queja de la complicidad del ejército, de la policía, esa mezcla extraña en

que se han convertido. Se respira impunidad.

Casi ni abre sus textos orientales. Las pocas veces que lo hace, busca en ellos consuelos

para moribundos, porque así se siente. Un muerto que camina aun. La partida repentina de

Andrea terminó de desplomarlo. Sabe que nunca verá la publicación de la muerte del dictador, la

cual estará inconclusa, porque no le dijo todo lo que sabe.

Entre los pocos libros que ha cargado consigo se encuentra el regalo del Comandante

Santiago, El libro tibetano de los muertos. Un tesoro que no deja en ningún lado. A través de ese
361

y otros, aprendió que puede renacer, que su vida no es un desperdicio. Que puede buscar la

perfección del alma, la iluminación. También aprendió que se puede preparar para otra vida,

según el budismo del Tibet, y quiere alcanzar esa iluminación al morir. Considera el libro un

legado, no solo por lo valioso, sino en el mismo sentido que dan los tibetanos a los tesoros, que es

un sistema de transmisión de enseñanzas ancestrales. Alexis cree en ello, de la misma forma en

que creía su amigo. Lee las instrucciones que alguien debería recitarle al oído tras su muerte, pero

sabe que nadie en Managua lo hará. Lo hace él mismo. Aunque no comprende todos los alcances

y detalles de tales directrices, sabe que debe escapar de las proyecciones que le impedirán

alcanzar el nirvana. Las proyecciones, es decir, sus proyecciones, no son más que sus criaturas

generadas por su propia mente kármica. Y a esas, les teme, porque son deidades violentas. Lo

interpreta como sus propios pecados en la Tierra. Y sabe que tiene muchos. El libro es su apoyo

en momentos difíciles. Aprovecha para leerlo, aun haciendo filas o viajando en un auto. O

simplemente en un parque.

Desde la cama ve el blanco cielo del cielorraso de su habitación. En esa pantalla ve avanzar

su vida. O retroceder, como la noche aquella. Se prepara un baño con agua fría. Se quiere sacudir

la modorra, la tristeza, aunque sea bebiendo algo de ron y escuchando boleros. Toma un taxi que

lo conduce al restaurante de Don Cándido. Entra silencioso. Se coloca a un lado de los músicos.

Abre su libro mientras ellos empiezan a calentar su presentación. Busca como un periscopio a los

amigos. Va de mesa en mesa, y no encuentra a nadie conocido. En una mesa distante resalta una

joven esbelta, blanca de cabellera suelta, libre, que conversa con el escritor Sergio Ramírez. Se

admira de la juventud que irradia la chica, de sus ademanes tan resueltos. En un instante le ve el

rostro, le agrada. Un calambre extraño le recorrió la espalda. Una electricidad que hacía mucho

tiempo no sentía. Se levanta y camina a la mesa de ambos. Mira a Sergio y lo saluda.

– ¡Caramba hombre, tanto tiempo!– dice con calmada efusión.


362

– ¿Qué tal? Sentate pues. Andás callado. Contáme, ¿cómo estás? – el escritor le estira una

silla. Antes de la respuesta de Alexis, Sergio le presenta a la chica.


363

Andrea le cambia la vida, su ritmo monótono, aletargado, de ver y vivir el mundo. Lo

obliga a desenterrar lo acontecido en la guerra. Por algunos meses, está a su lado mostrando

detalles, datos de la historia, su lado humano, como lo expone en Estelí, donde casi de manera

dramática, encarna las luchas de los nicas, de los “muchachos”. Y aunque sabe desde el primer

momento en que todo acabará, nunca espera que sea tan difícil. Pero, lo es. La energía de esos

meses es un premio de lotería que llegó sin aviso alguno. Se encandiló. Hoy vuelve a la

oscuridad, a las sesiones aburridas de boleros donde Don Cándido, quizás a la espera de alguno

como él. Hace unos días, mientras caminaba hacia la UCA, creyó reconocer en un mendigo, al

Comandante Cachito. Un hombre aguerrido, obrero en una empresa pesquera, un nica que como

tantos que abandonó todo para ir a los montes a luchar. Se llenó, o le llenaron, la cabeza de

ilusiones, de un mundo nuevo, justo, solidario, digno. Él fue un convencido de que el sueño era

posible. Fue en el Frente Sur donde le conoció. Pero, un evento inolvidable, traumático, lo

hermanó a ese hombre bajito. Pasados apenas unos días desde la victoria, custodiaban una

escuela. No sabían que allí habían escondido los somocistas, unas armas. Fue una noche de

disparos y balas, gritos e insultos. Los contras buscaban sus fusiles. Alexis y Cachito tenían la

mirada de hombres dispuestos a morir por una causa, por un nuevo país. Se defendieron por horas

hasta que las fuerzas sandinistas acudieron en su ayuda.

– ¿Y por qué una escuela? – se preguntaron agotados después de ser auxiliados, hasta que

horas después sacaron dos cajas de fusiles y pertrechos que estaban escondidas.

El mendigo con la mirada perdida ni nota su presencia. Cachito deambula buscando algo

valioso en los basureros. Siempre encuentra algún objeto, o algún trozo de alimento.

Cierra los ojos, los aprieta, y continúa su camino. Va cabizbajo. Derrotado. Esa noche

Alexis no duerme. Se le llena la cabeza de preguntas sin respuestas. Inspira con intensidad y

luego, muy, muy pausadamente expele al aire. Aun así, no encuentra paz.
364

Alexis Bethel alias CAB se está muriendo. Está muy delgado. No retiene alimentos. Su

cáncer volvió de forma despiadada. Él lo sabe, como también sabe que el atentado a Somoza

contaba con el respaldo de Tomás Borge del FSLN. Y que había designado a Cerna como

contacto operativo. Pero, esto no se lo diría a Andrea porque en el fondo, ha entregado todo a las

causas que ha albergado en su interior, a los amores frustrados. Se siente algo egoísta. No quiere

entregar más nada. O quizás sí, a cambio de algo. ¿Amor? ¿Compasión? Ojalá Andrea intuya que

él aún sabe mucho, y viniese en su búsqueda otra vez. Sabe dónde encontrarlo. Managua es

pequeña, y no regresará más a Panamá. Ella lo sabe. Ojalá lo busque, lo encuentre, lo bese y le

pregunte todo aquello que él aún le puede brindar. Así le dirá que se llama Alex Beltrán

Rodríguez. También sabrá que las razones del Comandante Ramón para el ajusticiamiento de

Somoza, como lo de Honduras, eran válidas, como también la mezcla de odio, rencor y sed de

justicia que reinaba en muchos de los combatientes de la Revolución. Así como todos los secretos

del tráfico de drogas en Panamá apoyados por Noriega, para la compra y venta de armas. Se

guarda para sí, que el atentado en sus inicios estaba dirigido al “Chigüín”, el hijo del dictador,

con lo cual le causarían una herida muy profunda al Tachito, porque el pueblo sufrió décadas de

la mano de ese clan. Pero esa opción fue rechazada por encontrarse en suelo norteamericano,

donde los controles son férreos y la posibilidad de un atentado exitoso, remotas.

También se llevará a su otra vida, nombres, muchos nombres. Ya no escribe en su diario, el

cual dejó como legado a los chicos del FER29 en Panamá. Pero recuerda muy bien los nombres

de los chilenos del GAP en La Moneda, los compañeros del FPMR, los del Frente Sur, los del

ERP, a algunos caciques Miskitos y tantos otros que conoció durante su vida. Nunca le contó

cuánto admiraba a Spadafora, ni que gracias a esa admiración, se convirtió en un luchador. No le

diría de la red de comunicaciones entre grupos combatientes de América Latina, como las FARC,

el M19, el ELN de Colombia, el MRTA de Perú, incluso de grupos como la ETA del país vasco,
365

o el IRA de Irlanda. Sabe que gracias a esas redes, y a la colaboración espectacular de su hija

Yaffit, y los cubanos, el investigador Klinsman no supo dar con él, ni con información clave en la

demanda de la viuda de Pinochet. Y esa pequeña victoria la llevará en su pecho hasta que muera.
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Contenido

EL ATENTADO .............................................................................................................................. 4

EL INVESTIGADOR .................................................................................................................... 52

DÍAS DEL CALEIDOSCOPIO ..................................................................................................... 91

SUEÑOS, SUEÑOS SON ............................................................................................................ 159

INFORME Y RETORNOS .......................................................................................................... 200

LA TESIS DOCTORAL .............................................................................................................. 249

LA MUERTE RONDA ................................................................................................................ 329

EL DESTINO INCLEMENTE .................................................................................................... 353

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