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Mami, me costó mucho encontrar este libro (lo

estuve buscando desde antes de tener una


Kindle), sé lo mucho que significa este libro
para ti y me puse de propósito regalártelo en
un ejemplar más accesible desde hace tiempo,
nunca pensé que lo encontraría en línea, en
fin, espero lo disfrutes y recuerdes siempre
que no importa donde estemos, no importa si
seguimos cerca o no, las lecciones de vida, el
amor, el cariño, la lealtad y el amor de Dios
junto con sus cuidados siempre nos mantendrá
unidas (no solo a nosotras dos sino a las
cinco)gracias por tantas lecciones, cuidados y
cariños, espero poder hacerte feliz con este
detalle.

Te amo mucho, tu Estrellita Marinera.


Capítulo 1

El micro marchaba ya a las afueras de San Carlos


de Bariloche, hermosa ciudad de los Andes argentinos
junto al lago Nahuel Huapí. Poco a poco desaparecían
los clásicos chalets tipo suizo, para dejar paso al paisaje
patagónico-andino: allá los elevados picos coronados de
nieve y más acá la abundante vegetación de las laderas:
bosques de hayas y pinos.

El zumbido monótono del motor parecía


adormecer a los pasajeros, que bien envueltos en
mantas y tapados guardaban el mayor silencio mientras
los ojos se cerraban perezosamente. Marthita Spendi se
acurrucó más en su asiento y tragó saliva repetidas
veces, como queriendo ahogar el nudo de llanto que le
cerraba la garganta. Miró furtivamente a su compañera
de asiento, que parecía dormir, y luego volvió a cerrar los
ojos en los que ya ardían las lágrimas. Pero no ... no
debía llorar... ya era una niña grande de catorce años...
¡sería una vergüenza hacerlo! Además, hacía sólo dos
días que se había separado de su familia. Sólo dos días...
pero... Martha carraspeó y comenzó a buscar en los
bolsillos de su campera de cuero hasta que encontró una
caja de “chiclets”, se puso tres en la boca y volvió a
envolverse bien en su manta.

Trató de distraerse mirando una vez más sus


botitas charoladas que asomaban bajo su abrigo. ¡Qué
lindas eran! Nunca había tenido un par así y ¡cuántas
prendas lindas tenía! ¡Cuánta ropa nueva! Cuántas
cosas habían sido para ella desde aquel día... Hacía un
mes que el doctor Enrique habló detenidamente con sus
padres y con ella.

Martha recordaba todo perfectamente. El doctor,


viejo amigo de la familia la había atendido siempre y ella
le tenía gran confianza. Las palabras que él pronunciara
aquel día volvían con claridad a su mente: “Vengo
tratando a Martha desde que nació. Siempre ha sido una
chica sana y fuerte hasta que comenzó a dar el estirón
de la adolescencia. Empezó a debilitarse como todos a
su edad, pero el ‘atracón’ de estudios terminó en lo que
debía terminar tamaña imprudencia a su edad y estado.
Y aquí la tenemos a la niña cansada física y mentalmente
-- agotada. Con inyecciones y pastillitas poco
conseguiremos y ha llegado la hora de hacer algo... de
hacer lo necesario para reponerla. Martha debe cambiar
completamente de ambiente, por lo menos por un mes.
Es absolutamente necesario que no toque un solo libro
de estudios y que se distraiga en tareas que no exijan
esfuerzo mental. Necesita mucha distracción, paseos,
deportes, etc.”

Luego habló exponiendo su plan, diciendo


finalmente: “Debemos hacer cuanto esté a nuestro
alcance para mandar a Marthita al Sur. Sería un cambio
completo. Allí podrá distraerse ampliamente con el
cambio de paisaje y me gustaría que aprendiera un poco
de esquí. Es un buen ejercicio y excelente distracción. Sí,
sí, realmente tenemos la oportunidad por las barbas y
sería muy triste dejarla escapar, porque bien se sabe que
es calva, ¿no?
Sí, el doctor Enrique tenía razón. La oportunidad se
presentaba como pocas. La señorita Erica Lestka,
profesora de gimnasia de Martha y enfermera del doctor
había seguido y planeado junto con él todo lo referente a
la niña. Erica había estado muchas veces en el Sur,
practicando los deportes de invierno. Tenía alojamiento
y pensión gratis en el refugio-hotel del Sr. Herman
Winelmann, viejo amigo de sus padres, de modo que con
esa influencia logró fácilmente que el Sr. Winelmann
acordara de buen grado dar alojamiento gratuito a
Martha. “Nada me cuesta hacerlo”, había dicho en una
carta. “Tendré sumo placer en complacer su pedido, Srta.
Erica”.

En ese momento el coche dio un barquinazo y


Martha salió bruscamente de sus cavilaciones. Miró a su
alrededor y por algunos segundos casi se divirtió
observando a un grueso señor sentado en la otra fila, a
quien el sacudón acababa de despertar y que se hallaba
ahora rezongando patéticamente. Pero pronto volvió a
dormirse y Martha siguió recordando todo lo ocurrido
últimamente.

Sus padres habían consentido el plan del doctor.


¿Qué no harían por la salud de su hija? Pero... el viaje
desde Buenos Aires (donde vivían) hasta Bariloche
costaba mucho, así como el equipo de ropa que
necesitaba comprar. Además había que pensar en pagar
a la profesora de gimnasia y ellos no tenían el dinero
suficiente. El señor Spendi era pastor evangélico y su
sueldo alcanzaba a penas para gastos familiares. El
problema se presentaba infranqueable y en su
preocupación toda la familia se dirigió a Aquel cuya
voluntad es la mejor.

Martha dejó de mascar su “chiclet” mientras


recordaba con reverencia la maravillosa contestación de
Dios a aquella oración. Primero, la Srta. Erica declaró
rotundamente que no quería nada por sus servicios. “¡No
faltaría más!” dijo. “Gracias a Martha me gano un mes de
vacaciones gratis, ¿y voy a cobrar? No, no, yo lo único
que quiero es llevarme a Martha conmigo”.

La familia Spendi agradeció a Dios por esto.


Faltaba ahora el dinero para el viaje y las ropas. Pero
Dios jamás contesta a medias. Pocos días después un
matrimonio muy rico de la congregación vino a hablar con
el pastor y su señora. Dijeron que sentían algo en el
corazón, un deseo grande de ayudar en todo lo
necesario. Manifestaron al fin su decisión de pagar todos
los gastos y cosas que aún faltaban. Desde ese día
comenzaron los preparativos. Martha volvió a mascar su
“chiclet” porque el llanto amenazaba nuevamente al
recordar aquellos últimos días: las miradas tristes y
tiernas de su madre, los consejos de su padre, las
bromas y risas con que sus dos hermanas mayores
trataban de mitigar el dolor de la separación.

Al fin llegó el día de la partida. La excitación


nerviosa la hacía reír cuando subía por primera vez al
inmenso avión de Aerolíneas Argentinas que la llevaría a
Bariloche junto con Erica. Cuando el aparato comenzó a
moverse, se aferró a la ventanilla y sonrió a los suyos.
¡Triste sonrisa! ¡Valiente sonrisa que se derritió en
lágrimas cuando ya ninguno de sus familiares podía
verla! Sí, se había conservado sonriente hasta el fin y se
felicitaba, pero... ¡qué duro! ¡Qué duro separarse de sus
queridos!

—Oye, Marthita. ¿Estás despierta?

Martha se sobresaltó. Era su compañera Erica


que la llamaba. Se enjugó una lágrima que le resbalaba
por la mejilla y se volvió frotándose los ojos. —Sí, sí—
contestó tratando de sonreír—. Estoy más o menos
despierta: presente en cuerpo y ausente en espíritu. —
¡Vamos! —exclamó Erica—. No me digas que ya
extrañas a mamá. ¿Es la primera vez que sales sin ella?

—No... mejor dicho, sí, es la primera vez que dejo


a mi mamá y a todos por tanto tiempo, y tan lejos —
respondió Martha tristemente—. Usted, Erica, puede
imaginarse lo feo que es, pero se que necesito esto. Me
va a hacer bien aprender a ser un poco independiente.
Además, si es por mi salud, debo hacerlo.

—¡Has hablado como lo que eres! —dijo Erica


sonriendo—. ¡Mucho valor, Martha! Un mes se pasará
pronto, y cuando vuelvas, bien repuesta y fuerte, te vas
a felicitar de este pequeño sacrificio. Recuerda lo que te
dijo el doctor: “Más vale un corto sacrificio que un largo
arrepentimiento”. Ahora lo que debes hacer es olvidarte
de todo lo pasado, de los estudios y exámenes con sus
dolores de cabeza, ¿eh?.

—Sí, sí —contestó Martha— me olvidaré de todo.


¡Ah! ¡Qué felicidad ha de ser despertarse a la mañana
con el pensamiento de que no hay que estudiar! Mire, me
traigo un cuaderno para hacerme un diario de todo este
mes. Quiero describir todo, todo, desde el paisaje hasta
las personas. A mis compañeras les haré unas cartas
dignas de un: “¡Muy bien, señorita!” de parte del profesor
de castellano.

—¿Has visto? —dijo Erica riendo—. ¡Con todos


los planes que tienes se te va a pasar el mes volando!

La carita de Martha volvió a ensombrecerse


mientras decía: —No lo crea. Estos dos días desde la
partida ya me parecen demasiado largos.

—¡Oh! Ya verás que no —contestó Erica


sonriendo comprensivamente.

La corneta estridente del micro sobresaltó a los


despiertos y despertó a los dormidos. Martha se apresuró
a mirar por la ventanilla. El coche penetraba en un
angosto camino que conducía a una casa de madera,
una especie de hostelería cuya chimenea humeaba
lentamente. Más allá se veían algunos otros edificios,
muchos pinos y el suelo cubierto de una capita blanca.
Pero los pasajeros ya estaban demasiado ocupados en
acomodar sus enseres y prepararse para descender.

—Abrígate bien, Martha —advirtió Erica a tiempo


que se envolvía el cuello con una gruesa bufanda. La
niña asintió en silencio. Procedió a subirse el cierre de la
campera, metió los extremos de sus pantalones de lana
en las botas, y luego de acomodarse el cuello de piel se
colocó su gorrita. Erica mientras tanto bajó los bolsos del
porta-paquetes y dobló las pesadas mantas. Lanzando al
aire otros estridentes cornetazos, el micro aminoró la
marcha hasta detenerse frente a la hostería, que
ostentaba en un cartel el título de: “Mi Cabaña”.

Martha sonrió otra vez al observar al señor


grueso que se abría paso mirando a todos con cara de
“pocos amigos”. Al fin le tocó a ella el turno de bajar y lo
hizo dando un suspiro de alivio. Erica bajó
inmediatamente y entregándole los bolsos y las mantas
le dijo que los llevara adentro mientras ella se ocupaba
de sacar las otras valijas. Martha, un poco aturdida, iba a
penetrar en “Mi Cabaña” pero se detuvo en la puerta
porque el ambiente estaba algo cargado de humo y no
podía ver bien.

—¿Qué desea, niña? —dijo una voz a su lado.


Volvió la cabeza y se encontró con un hombre de aspecto
rudo que la miraba somnoliento desde una mesa.

—¿Este es un bar? —preguntó la niña, a la vez


que se encendían varias luces que, alumbrando la
habitación, le permitieron ver varias mesitas con sillas y
al fondo un mostrador con una máquina de café que
humeaba.

—Agarre mesa pronto, niña. Mire que ya las


están ocupando a todas —advirtió el hombre,
poniéndose en pie.

Martha se apresuró a seguir el consejo y lo más


rápido que pudo arrastró los bolsos hasta una mesita
redonda que se hallaba cerca de un tabique pegado al
mostrador. Acomodó los bolsos en un rincón, luego se
dejó caer en una silla y, apoyando los codos sobre la
mesa, se dedicó a observar lo que pasaba a su
alrededor. En un extremo del bar podía ver al señor
grueso que, sentado muy orondo, encendía un soberbio
toscano. En otra mesa se encontraba una aristocrática
señora con sus dos hijas. Las tres lucían hermosos
tapados de piel y eran bastante antipáticas. Luego
estaban dos matrimonios ya maduros sentados en una
mesa doble. Ambos señores fumaban y las dos señoras
conversaban. Más allá estaba sentado otro matrimonio
más joven: él, delgado y enjuto con cara de intelectual, y
ella, sofisticada y nerviosa, fumaba tanto como su
esposo.
“¡Qué gente antipática!” pensó Martha. “Me
parece que son todos ricachones aburridos que no saben
qué hacer para distraerse”.

En ese momento llegaba Erica.

—¡Qué lugar lindo elegiste! —exclamó al


sentarse—. Tomaremos algo caliente y nos vamos
enseguida para allá, ¿sabes? Así tenemos tiempo de
acomodar la ropa antes de mediodía. Son las diez y
media ya.

—El hotel queda acá cerca, ¿verdad? —dijo


Martha, pero calló de repente y prestó atención con
curiosidad. Una enojada voz de muchacho llegaba desde
atrás del delgado tabique de madera: "¡Bah! Ya leí todo
el registro del hotel. En este micro llegan tres o cuatro
viejos locos, una familia... ¡ah! y esa profesora de
gimnasia amiga de papá con su alumna".

Erica y Martha se miraron, divertidas.

—Mi padre es el alemán más cabeza dura que


conozco —seguía el invisible rezongón—. ¡Ya estoy
harto de todo! ¡Lo que es de esas cuatro locas de la pieza
1, engreídas y estúpidas!...
—¿Te refieres a las hijas del Sr. López Cobo? —
interrumpió otra voz masculina más grave y acentada—.
Y sin embargo la más chica, esa quinceañera llamada
Mónica...¡ejem! ¿Qué te parece, querido Ronny?...

—¡Cállate! —el iracundo Ronny soltó una


maldición— ¡Estoy cansado de verla! ¡Bah! ¿Qué
quieres? ¡Es como todas: engreída, tonta, artista y
pintarrajeada! ¡Vaya al diablo! En mis dieciséis años de
vida he llegado a la conclusión de que si este hotel fuera
para hombres solos sería mucho mejor. Y a propósito,
¿cuándo vamos a probar el nuevo rifle?

El otro soltó una carcajada. Martha y Erica


también reían.

—¡Bueno! —dijo esta última—. ¡Mira qué


bienvenida nos deparó el refugio Winelmann. Ese Ronny
(el enojado) es el hijo del Sr. Winelmann. Lo vi una vez
desde lejos. Bien, así que ¿pedimos dos tazas de café o
algunas masas?

Erica se levantó para ir al mostrador y Martha


miró hacia el tabique. Una cabeza rubia se asomaba y
pronto apareció de espaldas a ella, un muchacho alto y
fornido. Mientras Martha pesaba si sería ése el enojado,
el muchacho volvió a sentarse y su cabeza desapareció
tras el tabique. Martha no quería escuchar, pues sabía
que era de poca educación hacerlo, pero no pudo evitar
oír lo que decía la inconfundible voz del "enojado".

—Sí, ésa debe ser la profesora. ¿Qué te parece,


eh, Peter? Te paraste como un resorte.

Martha sonrió y luego se distrajo en otros


pensamientos. Cuando llegó Erica comenzaron a hacer
planes para excursiones, ejercicios, etc. Habían pasado
más de cinco minutos y Martha decidió ir a ver qué
pasaba con el café y de paso pedir agua para tomar unas
pastillitas. Al llegar al mostrador se encontró con que el
mozo no era otro que el hombre de cara somnolienta que
encontrara al entrar.

—¡Oiga, señor! —le dijo, sonriéndole—. Por


favor, cuando nos lleve el café, ¿puede también llevarnos
un vaso de agua?

El hombre, atareado en la máquina de café, le


señaló una bandeja servida. —Eso es lo de ustedes —le
dijo—. Llévelo, niña. Acá cada uno se lleva lo que pide.
Vuelva después a buscar el agua.
Martha miró la bandeja, le tomó el peso, y ante la
horrorosa idea de verse en el suelo con el café
derramado, se volvió para hacer señas de auxilio a Erica.
Iba ya a agitar una mano en el aire, cuando sus ojos
tropezaron con el tabique y dos personas. Reconoció al
instante a Peter, el muchacho que se había parado al
pasar Erica. El otro seguramente sería Ronny, el
enojado. Pero no reparó mucho en él, y sin más agitó el
brazo. Erica la vio y se levantó. Martha se volvió hacia el
mozo para reclamar el agua, de modo que cuando sintió
el roce de la bandeja sobre el mostrador, dijo sin mirar:
—Tenga cuidado, Erica. Es bastante pesada.

—No se preocupe, señorita, a mí no se me va a


caer —respondió una profunda voz masculina.

Martha se volvió sobresaltada. ¿Podría ser? Si,


era el mismo. No había duda, era Peter que con la
bandeja en las manos la miraba sonriendo divertido.

—¡Oh! Per... perdone —tartamudeó


confundida—. Pero esa bandeja es nuestra...

El alto Peter se inclinó para estar más a su altura.

—Ya sé —contestó—. Pero yo te la llevaré, si


quieres.
—¡Ah! Si es así, sí... Pero no debería molestarse
—dijo Martha apresuradamente.

—¡Niña! Ya le damos el agua —anunció el mozo


en esos momentos—. Señorito, ¿puede usted
alcanzarla?

Martha se volvió. El “enojado” había abandonado


su puesto junto al tabique y se hallaba ahora detrás del
mostrador llenando un vaso, mientras la miraba fijamente
con la cabeza algo inclinada.

—¿Esa señorita es su profesora de gimnasia? —


preguntó de pronto.

—Sí, —contestó Martha.

—Yo la conozco; estuvo antes aquí. Sírvase, acá


está el agua. ¿Tiene miedo de volcarla? ¿O es lo
suficiente liviana para usted? —La voz del muchacho
sonó irónica—. Si quiere, puedo llevársela.

—Gracias, la llevo sola —contestó Martha.

—Muy bien, —asintió el muchacho,


encogiéndose de hombros tranquilamente. Martha dio
media vuelta y se dirigió a su mesa. Peter ya se había
presentado a Erica.
—Mi alumna —dijo ésta señalando a Martha.
Peter achicó los ojos mientras se inclinaba con un poco
de exageración.

—Sí, sí, ya alcancé a verla —dijo riendo y


estrechando con efusión la mano de la niña. Luego se
volvió hacia Erica—. Muy bien, ahora que he cumplido
con el encargo de mi tío de encontrar a ustedes, me
retiro. Les llevaré el equipaje al hotel. Son aquellas
valijas de cuero, ¿verdad?

—Sí, sí, son aquellas —contestó Erica—. Muchas


gracias, Winelmann. —Peter hizo una inclinación y se
alejó.

—¿Es Winelmann también? —interrogó Martha


luego.

—Sí, es sobrino del Sr. Herman, el que conozco


yo. Es muy atento, ¿verdad? El Sr. Herman los mandó a
él y a Ronny a buscarnos. Así que nuestro equipaje ya
estará en las piezas. ¡Qué suerte!

—¿Qué piezas tendremos?

—No sé. Habrá que preguntar al Sr. Hans, el


administrador.
Siguieron conversando. Martha se sentía algo
mejor ahora que se distraía un poco. Di vez en cuando
suspiraba hondo y su mente volaba otra vez allá a su
casa, llevando también su corazón.

El café estaba caliente y profesora y alumna


bebían con lentitud, observando por momentos lo que
pasaba a su alrededor o charlando. Al fin terminaron.
Erica fue a pagar y poco después salieron de “Mi
Cabaña”.

Afuera reinaba un ambiente frío y calmo. A unos


doscientos metros de la hostería se levantaba un sólido
edificio de dos pisos y un chalet de medianas
proporciones, ambos rodeados de un cerco de cipreses
altos y erguidos.

—¡Allí tienes el “Refugio Winelmann” —señaló


Erica sonriendo.

—¿Es ese más grande? ¡Es hermoso! —Martha


moró todo, sorprendida—. ¡Cuántos pinos! ¿Es un
bosque?

—¿Enfrente del hotel? No, es nada más que un


montecito —contestó Erica—. Más allá en la montaña
hay un bosque inmenso de pinos, abetos, etc. Son
árboles hermosos, ¿no es cierto?

—¡Me gustan muchísimo! —declaró Martha con


entusiasmo—. Me hacen acordar la casa de mi abuelita
allá en Córdoba.

En ese momento llegaron frente al edificio.


Penetraron por una puerta de hierro entre dos altos
pilares y avanzaron por un sendero bordeado de cipreses
bajos, que conducía a la puerta principal del hotel. Al
entrar, notaron que un ambiente cálido reinaba en el
salón que se extendía a ambos lados de la puerta. Un
ventanal a la derecha y otro a la izquierda de la misma,
arrojaban luz sobre las mesas que se hallaban
perfectamente distribuidas. Era el comedor,
seguramente, y Martha pensó que le gustaría comer en
una mesa al lado del ventanal.

Frente a la puerta de entrada y a unos doce


metros de la misma, que era el ancho del salón, había un
mostrador de madera lustrada, que tenía un cartel de
vidrio: “Administración.” Allí se dirigieron Erica y Martha.

—¿Las señoritas Lestka y Spendi? —preguntó en


duro castellano el administrador—. Piezas 18 y 19. Ya
está allí el equipaje. —Así diciendo, señaló inclinándose
las escaleras, también de madera lustrada, que subían a
pocos pasos de la derecha del mostrador.

Erica agradeció y siguió a Martha, que ya había


comenzado a subir. Al dejar el último tramo, se
encontraron en un pasillo ancho y largo con puertas a
ambos lados.

—¡Piezas 18 y 19! ¡Acá están! —anunció Martha,


y sin demorar más, abrió la puerta No. 18 y penetró en
una amplia habitación individual, llena de alfombras y
muy confortable. Se comunicaba con la habitación No.
19 por medio de un corto pasillo. Martha corrió hacia allá
atropellándose con Erica que venía a su encuentro.
Ambas rieron. Ya estaban en sus habitaciones. Pronto
abrieron las valijas y comenzaron a instalarse cada una
en la suya.

—Serás mi hogar por un mes, —murmuró Martha


y sus ojos se llenaron de nostalgia otra vez—. ¡Qué
estarían haciendo a esta hora allá en casa papá, mamá
y las chicas?
Capítulo II

Ya habían pasado casi once horas desde la


llegada. Eran las nueve de la noche y Martha se
preparaba para acostarse. Erica terminaba algunos
arreglos en su habitación mientras planeaba
mentalmente el programa de gimnasia y demás
tratamiento de su alumna.

Martha se encontraba profundamente pensativa


mientras se descalzaba las botas y se ponía unas
chinelas celestes.

“¿Qué es esto?” se preguntó distraída al


encontrar un papel bien doblado en la punta de su chinela
izquierda. Lo sacó, lo miró con curiosidad y al
desdoblarlo una sonrisa iluminó su carita. Era una nota
de su hermana mayor y comenzó a leerla con avidez:
“¡Hola, Martingala! ¿Viste qué buenas ideas tengo? Te
envolví yo las chinelas con la nota, porque sabía que las
desenvolverías recién la primera noche que estuvieras
en el “Refugio Winelmann”. Y como tengo más
experiencia que tú, sé que esta primera noche allí te
sentirás un poco solitaria. ¿Verdad, hermanita? Pero lo
cierto es que no estás sola. Te acompañamos nosotros
acá con nuestro pensamiento y oración, y allá muy
cerquita te acompaña el mejor Amigo, ¿cierto? El Señor
estará al lado de tu cama esta noche. Así que si se te
ocurre extrañar o llorar un poquitín, acuérdate de contarle
a El todo lo que te pasa.

“Bueno, hermanita mía. ¿Qué tal tus botas de


charol? Dales mis más respetuosos saludos. ¿Y tus
muchos zoquetes nuevos? Acuérdate de lavarlos de vez
en cuando, ¿no? No salgas con el cabello suelto cuando
hay viento porque vas a perder tu belleza, ¿eh? ¿Y qué
me dices del viaje en avión? ¿No te dio vértigo? ¿Qué
veías desde las alturas? ¿Cómo es Bariloche? ¿Cómo
es todo el refugio? ¿Lindo? ¿Feo?

“Muy bien, con estas preguntas ya tienes tema


para escribir cuanto antes una larga carta. Ahora, ‘arroró
mi nena’ ¡Que duermas bien! Sueña con los angelitos
(como yo), je-je. Recibe cariñosos pellizcones, abrazos y
besos de tu respetable hermana: Miriam.”

“P.D.: En el bolso más pequeño encontrarás un


frasquito con ... ¡tu querida crema Pons! Con lo cual
soñaste ‘revolcarte’ . Es un regalo exclusivamente mío
para que lo uses cuando se te pone colorada la nariz.
Cariños a Erica.”

Martha quedó un momento sonriendo con el


papel en las manos. Luego se puso en pie
apresuradamente y, tomando una bolsa de goma, cruzó
el pasillito hasta la otra habitación.

—¡Adelante, señorita! —dijo alegremente Erica—


. ¿Qué la trae por aquí?

—Encontré una nota de Miriam adentro de una


chinela. Le manda a Ud. Muchos cariños —contestó
Martha sonriendo—. Además, vengo porque necesito
agua caliente para los pies y la del baño está apenas
tibia.

—¡Ah! bueno, pediremos agua a la


administración. Yo también necesito. Mira, —Erica
señaló su mesa de luz—, ese teléfono que está allí es
interno. Levanta el tubo y te contestarán de abajo. Pide
el agua.

Martha se acercó al aparato y al levantar el tubo,


—¡Hable! —rugió una voz al otro lado del hilo—.
Perdone, señor —se apresuró a contestar Martha—,
necesitamos agua caliento y la del baño está tibia.

—¿Para la bolsa de los pies?

—Sí, señor. ¿Podría Ud. por favor ...?

—¿Piezas 18 y 19? —volvió a interrumpir la voz.

—Sí, señor —contestó Martha amablemente.

—Bueno, baje Ud. con las bolsas, que le daremos


el agua en seguida.

Martha colgó, y tomando la bolsita de Erica, salió


de la habitación al corredor grande. Caminó
apresuradamente hasta las escaleras sin hacer el menor
ruido con sus chinelas. Pero los escalones de madera
comenzaron a crujir a cada paso y el silencio reinante
parecía ampliar el ruido. Martha recordó de pronto una
poesía que hablaba de un castillo misterioso:

“Afuera se queja el viento con sus lúgubres


silbidos.

Parecen seguirme siempre personajes


misteriosos,
y al pisar las escaleras me horrorizan sus
crujidos.”

Sonrió involuntariamente. Al llegar abajo se


encontró en el gran salón-comedor envuelto en el
silencio de la penumbra. Miró hacia el mostrador de la
administración, de donde provenía la luz de un pequeño
velador, y se acercó. Lo primero que vio fueron dos pies
calzados con zapatos mocasines y medias rojas
cruzadas sobre el pequeño escritorio. Al llegar más cerca
distinguió el humo vacilante de un cigarrillo sostenido por
una mano que se movía displicente. Martha se detuvo
indecisa. ¿No sería mejor ir a buscar a Erica? Dio una
mirada a su alrededor. Todo estaba demasiado oscuro y
tranquilo. Sintió un leve ruido en la escalera, y al volverse
sobresaltada, se le resbaló una bolsa que fue a caer
pesadamente al suelo. El corazón le dio un vuelco, tomó
la bolsa en el momento en que los zapatos mocasines
desaparecían de sobre el escritorio y una cabeza se
asomaba. Martha reconoció inmediatamente el perfil de
Ronny “el enojado” y casi sintió alivio.
Sintiendo deseos de reír y huir al mismo tiempo,
se acercó definitivamente al mostrador. El muchacho
levantó la pantalla del velador y la luz dio de lleno en la
cara de la niña.

—¿Viene Ud. a buscar el agua? —preguntó


sumamente serio.

—Sí...

—Tendrá que esperar un momento; recién di la


orden a la cocina —dijo el muchacho lentamente—.
Quédese, si quiere.

—¿Demorará mucho? —preguntó Martha con


cierta impaciencia.

Ronny entrecerró los ojos y lanzando una


bocanada de humo tomó el teléfono. —¡Hola! —dijo
secamente—. ¿Falta mucho para el agua? ¿Cómo?
¿Eres tú, Peter? ¿Qué haces allí? —Inmediatamente
Ronny comenzó a hablar en alemán.

Martha, que se encontraba apoyada mirando la


exótica pantalla del velador, torció la cabeza y miró al
muchacho con atención. Él desvió en seguida la mirada
y se pasó una mano por los cabellos. El desequilibrado
adolescente corazón de Martha dio un latido de más al
darse cuenta que Ronny era todo un Adonis, de cabellos
dorados un poco desordenados y con el clásico mechón
rebelde sobre la frente. Tenía un perfil casi perfecto, nariz
recta y labios un poco infantiles quizás, pero
despreciables y cínicos con ese horrible cigarrillo.

Tan enfrascada estaba Martha en enumerar


literalmente las facciones del muchacho, que cuando se
hallaba tratando de dar un calificativo a las manos, fue
bruscamente sobresaltada por un súbito silencio y el
ruido del timbre al ser colgado el tubo. Un poco sonrojada
levantó la vista y se encontró con los ojos grises,
escudriñadores y reflexivos de Ronny.

—El agua estará aquí dentro de un minuto. ¿No


fuma? —Así diciendo, el muchacho volvió a poner los
pies sobre el escritorio y le extendió una cigarrera.
Martha lo miró con desprecio.

—No fumo, gracias a Dios —contestó


firmemente.

El muchacho la miró esbozando una sonrisa por


primera vez.
—¿Qué dice? —exclamó—. ¿Que gracias a Dios
no fuma? Entonces yo fumo, gracias a ...

—Usted fuma, gracias al diablo —replicó Martha


con calma. Ronny lanzó una carcajada espontánea.

—Bueno, no pensaba eso yo. Pero si es así,


agradezco de todo corazón al señor diablo —dijo, y
acomodándose mejor, tomó el cigarrillo y entrecerrando
nuevamente los ojos aspiró con lentitud, y con la misma
arrogancia y soltura de un viejo hombre de mundo, dejo
escapar el humo con indolencia.

Martha sintió en su interior desvanecerse toda


admiración que sintiera por el muchacho.

“Y si aún me gusta este horrible depravado, soy


la más tonta que existe,” dijo para sí con severidad.

—¿Qué le pasa? ¿Está enojada? —preguntó


Ronny en esos momentos.

Martha se dio cuenta que tenía el ceño fruncido y


se apresuró a sonreír. —estaba pensando, —comenzó a
decir.

—¡Piense no más! —le interrumpió el muchacho


encogiéndose de hombros tranquilamente.
Martha sacudió sus cabellos hacia atrás y se dio
vuelta lentamente hasta que quedó de espaldas al
antipático Ronny.

Poco después un hombre se acercaba desde un


extremo oscuro del salón. Llegó y colocó sobre el
mostrador un recipiente humeante, y diciendo algunas
palabras un poco inteligibles, se alejó con una
inclinación. Ronny se puso en pie, tiró el cigarrillo, y con
un gesto casi caballeresco tomó las bolsas y comenzó a
llenarlas en silencio.

—Bueno, sírvase —dijo al entregarlas ya


tapadas—. Tenga cuidado que no se les caigan.

—¡Gracias! —contestó Martha—. Perdone y


¡buenas noches!

—Buenas noches —respondió el muchacho—.


Que sueñe con el diablo —agregó en voz baja.

Martha apresuró el paso y subió la escalera casi


corriendo. Luego de entregar la bolsa a Erica, la saludó
y fue a su habitación. Se desvistió apresuradamente, y
apagando la luz grande, encendió un pequeño velador
en su mesita de luz. Acostada boca arriba, con las manos
bajo la nuca, recorrió con una mirada toda su habitación.
Al lado derecho de su cama se hallaba la puerta al pasillo
que comunicaba con la otra habitación. Estaba cerrada.
También lo estaba la otra puerta que daba sobre el
corredor grande. Martha volvió la cabeza hacia el lado
izquierdo, y sus ojos tropezaron con la amplia ventana de
oscuras cortinas y la pequeña mesa-escritorio de color
claro. Allí ya había alineado ella sus libros en su
bibliotequita portátil y había colocado dos porta-retratos:
uno con la fotografía de sus padres y otro con la de
Miriam y Betty (sus dos hermanas). Los miró a todos con
cariño, sonriéndoles como si la estuvieran viendo.
Pestañeó ligeramente y dio un hondo suspiro. Era la
primera noche que dormiría sola y lejos, completamente
lejos de su hogar.

Volvió a suspirar y tomó su Biblia de sobre la


mesita. Iba a abrirla, pero de pronto se quedó quieta, muy
quieta, y miró hacia la ventana. Había sentido un ruido.
¿Serían ilusiones? Prestó atención, pero sólo oyó
algunas voces y pasos provenientes de abajo y la música
lejana de una radio. “¡Vamos! Si el Refugio Winelmann
es tranquilo.” Martha se reprochó a sí misma por
miedosa, y tomando decididamente la Biblia, al abrió
donde tenía un señalador. Era en el libro de 1º Samuel,
y la historia del pueblo israelita la absorbió por más de
media hora. Luego, antes de apagar la luz, tomó otra vez
la nota de Miriam y procedió a releerla con más
tranquilidad: “... Como tengo más experiencia que tú, sé
que esta primera noche allí te sentirás un poco solitaria,
¿verdad, hermanita?”

Aquí fue interrumpida la lectura. Martha dio un


salto en la cama. No, ¡esta vez no se había equivocado!
¡Había oído un ruido de verdad! Se quedó inmóvil,
escuchando.

—¿Quién es? —preguntó a media voz, pero no


oyó nada. Las voces y la música de la radio habían
cesado, quizás más de un cuarto de hora antes. Sólo se
sentía el silbido irregular del viento. Esperó unos
momentos más. Sintió un leve crujido, y “¡Tac ...tac-tac!”
el golpe casi rítmico se dejó oír en la ventana.

Martha contuvo la respiración; parecía el llamado


de una mano sobre los vidrios. Miles de pensamientos
acudieron a su mente. Recordó un artículo que leyera en
una revista, que era el relato verídico de una casa en que
de noche se sentían ruidos misteriosos. Pensó también
que podría ser un animal. Pero sobre todas las cosas
sentía que le envolvía una completa sensación de
soledad. Trataba de reprocharse y calmarse. Pero veía
que estaba allí sola... en una habitación extraña...
impersonal...

Habían pasado dos minutos. Sintió


inteligiblemente un crujido que parecía provenir de las
escaleras, y en seguida el misterioso “tac-tac-tac” en la
ventana. Se metió bien abajo en las cobijas, mientras una
sola palabra cruzaba por su mente horrorizándola:
¡espiritismo! ¿Si el alemán Winelmann fuera espiritista?
¿No había oído ella decir que donde reinaba esa secta
demoníaca, muy fácilmente se sentían ruidos
inexplicables?

Martha temblando trató de apartar este


pensamiento, miró ansiosa los retratos de sus familiares,
y los ojos se le nublaron de lágrimas mientras que,
conteniendo los sollozos, murmuró angustiosamente:
“¡Mamá! ¡Mamita!”

¡Oh! ¡Siquiera estuviera la mamá para refugiarse


en sus brazos! Pero estaba muy lejos, terriblemente
lejos, y ella acá sola, ¡tan sola! ¡y esos ruidos horribles!
Martha trataba de no llorar fuerte y de no
moverse. Arrugó más en sus manos la carta de Miriam,
y de pronto recordó un párrafo que leyera en ella: “... Muy
cerquita tuyo te acompaña el mejor Amigo, ¿cierto? El
Señor estará al lado de tu cama esta noche.”

“Muy cerquita, al lado de mi cama,” murmuró para


sí. Dos lágrimas le corrían lentamente por las mejillas.
Miró a su alrededor dando un suspiro. Pero quedó tensa,
con los ojos agrandados e incrédulos, las cortinas se
movieron y se sintió el rítmico “tac-tac-tac”.

Instintivamente, Martha tomó su Biblia, la abrió y


saltó de la cama.

“¡Fui una miedosa! El Señor está a mi lado. Algo


haré”.

Se detuvo para secarse las lágrimas que le


empañaban los ojos, y en ese momento la ventana crujió
y una ráfaga de aire frío penetró en la habitación.

Para Martha ver la ventana entreabierta y


abalanzarse hacia ella con la Biblia en alto fue todo uno.
Y de pronto recordó todo. Recordó que Erica había
abierto las ventanas y seguramente olvidó cerrar ésa.
“¡Tonta! ¡Soy más que tonta!” exclamó riendo
ahora sin poder contenerse, mientras cerraba bien la
ventana. Luego se dejó caer en una silla, rendida por un
súbito cansancio y relajamiento. Notó que aún tenía
apretada en un brazo su Biblia abierta y se apresuró a
mirar qué había encontrada al azar: “Jehová es mi luz y
mi salvación. ¿De quién temeré? Jehová es la fortaleza
de mi vida. ¿De quién he de atemorizarme?”

Martha levantó la vista y sonrió sorprendida.


¡Maravillosa coincidencia! ¡Maravilloso libro que siempre
tenía un mensaje para la necesidad más urgente del
alma!

Leyó con agradecimiento todo el Salmo 27, y


poco a poco dejó de temblar. Se acostó, apagó la luz, y
luego de unos momentos de silenciosa oración, se
acomodó bien para dormir. Un nuevo crujido la
sobresaltó.

“¡Señor! ¡Padre! Haz que no tenga miedo,” oró al


instante casi en voz alta. “Haz que no piense más en eso
de espiritismo. Yo sé que nada me puede pasar porque
soy tuya. Perdóname por ser tan tonta y por haberme
olvidado hace un momento que tú estabas conmigo.
Cuando estaba asustada, en vez de pensar en ti llamé a
mamá. ¡Qué mal hice! Tú eres más poderoso que mamá,
y amas a tus hijos más que cualquier madre del mundo.
Padre, yo soy hija tuya. Van más cerca, Señor. Me siento
muy sola. Extraño a todos... a mamá... ¡Tengo tantas
ganas de llorar! Padre, ayúdame a apoyarme más en ti.
¡Qué hermoso sería poder verte, para dormirme en tus
brazos, bien tranquila! Pero te doy gracias porque,
aunque no te veo, sé que estás acá muy cerca de mi
cama cuidándome”.

Martha quedó un momento callada mientras se


enjugaba algunas lágrimas. “Jehová es mi luz y mi
salvación”, se repitió. “Y en este mes aprenderé que El
es mi todo: mi familia, mi Amigo, mi Apoyo. El Señor es
mi luz. ¿Qué sería de mí si no conociera al Señor? ¡Qué
horrible! ¿Qué hubiera hecho esta noche? Seguro me
hubiera muerto de miedo. ¡Ah! ¡Qué lindo que el Señor
está cerca! Yo soy tonta y todavía tengo un poquito de
impresión, y ganas de llorar y ver a todos: a mamá, a
papá, a las chicas. Pero El está acá cerca. No debo ser
tan débil”.

Martha se arropó mejor, y poco a poco sus ojos


se cerraron vencidos por el sueño. En las mejillas pálidas
se secaban las últimas huellas de lágrimas, y el
corazoncito que luchaba contra la pena y el miedo tuvo
su tregua de descanso.
Capítulo III

El señor Herman Winelmann se hallaba sentado


cómodamente en el confortable living de su casa
construida al lado del hotel. Era un chalet tipo suizo, que
parecía más bien una cabaña de dos pisos.

—Oye, Ana: dentro de un momento llegará Erica


—dijo de pronto dirigiéndose a su esposa. La mujer
levantó la vista.

—¿Erica? —repitió con indiferencia— ¿Viene con


su alumna?

—No sé. ¿So la conoces a la niña? —El Sr.


Herman se detuvo para encender un cigarrillo—. La vi.
esta mañana; es bastante pálida pero no tiene aspecto
de enferma. Bueno, está nevando bastante. Mañana
comenzarán los esquiadores a...

—Allí viene Erica! —le interrumpió su mujer


poniéndose de pie. Luego de alisarse los cabellos con las
manos abrió la puerta a tiempo que llegaba Erica.

—¡Oh, señora! ¿Cómo está Ud.?


—Bien, gracias. Me alegro de verla, Erica.

Ambas mujeres se saludaron cordialmente y


pronto se encontraban conversando, bien instaladas en
el living.

—¿Por qué no vino la niña? —interrogó de pronto


el Sr. Herman.

—¿Martita? ¡Oh! Ella decidió quedarse. Está muy


entusiasmada escribiendo cartas —contestó Erica.

—Necesita mucha distracción, ¿verdad? —


preguntó la Sra. Ana, luego de encender su cigarrillo—.
¿Le dijo Ud. Que puede ir a la biblioteca a leer y escuchar
discos?

—Sí, y le entusiasmó grandemente la idea. Le


encanta la música y la lectura. Yo creo que hoy mismo
irá un momento. Y a propósito de distracciones, ¿le
parece, Sr. Herman, que mañana podrá salir a pasear
por los alrededores?

La conversación siguió su curso hasta convertirse


en un animado intercambio de opiniones sobre política,
etc.
Mientras tanto, en la habitación 18 del hotel,
Martha, sentada frente a la mesa-escritorio bajo la
ventana, miraba a través de los vidrios mordiendo la
lapicera distraídamente. Al fin bajó los ojos y siguió
escribiendo. Dispuesta a terminar su primera carta a su
familia que llevaba ya cuatro hojas escritas. “Bueno,
ahora seguiré describiendo a todas las personas por
orden de aparición: Peter, come dijo, es muy alto, rubio,
simpático. (¿Qué te parece, Betty?) Ronny también es
alto y rubio, pero creo que no tiene más de 15 ó 16 años.
Es antipático y tiene unos ojos que parecen de ‘acero
inoxidable.’ Anoche me gustó un poco, pero cuando le vi.
fumar tantísimo, me dio repulsión y miedo. ¡Pobre vicioso
tan joven! El Sr. Herman también es alto (todos son altos
acá), rubio y algo calvo. Tiene ojos iguales a Ronny pero
más feos. Es muy observador y me dijo que estaba muy
contento de conocerme. Y la demás gente todavía no la
conozco bien. Me dijo Erica que hay una chica de mi
edad, pero yo no la vi.

“Me da mucha lástima ese señor delgado con


cara de intelectual que tiene una señora muy fumadora.
¡Pobre hombre! Parece muy gran señor, pero creo que
es un amargado. La señora rica y sus dos hijas (las de
tapado de piel) se hicieron muy amigas de Erica. A mí me
dicen ‘chiquita’ y cuando supieron que papaíto era
ministro evangélico, me miraron de pies a cabeza y
dijeron; ‘¡ahhh!’ Los dos matrimonios viejitos casi
siempre están en Mi Cabaña tomando café con ‘fernet’ y
jugando a las cartas. El señor gordo que fuma toscano
se llama Sonrici. Esta mañana yo bajaba corriendo y lo
atropellé, y entonces me dijo: ‘No es nada, querida; no es
nada’. En fin, el ambiente y la gente en general son un
poco agriados y bastante antipáticos, pero yo les sonrío
a todos. Yo quiero brillar para el Señor y siempre tengo
en cuenta ese corito:

Sonreíd aunque nada digáis,

Alumbrad, por doquiera que vais;

Sonreíd, aunque mal todo veis,

Alumbrad dondequiera estéis.

“Bueno, queridos: papi, mami, Miriam y Betty,


esta carta lleva ya cinco hojas, y por ser la primera está
bien. Contesten pronto por favor. Escriban mucho, ¿eh?
Miren que estoy solita. ¡Cómo me gustaría tener un piano
para tocar y cantar! Sería tan hermoso, pero creo que no
hay ninguno por acá. Igual canto sola, despacito. Oren
mucho por mí. Saludos a todos mis amigos y a todos los
que pregunten por mí. Para Uds. Todos los besos y
cariños míos.”

Martha, doblando cuidadosamente la carta,


preparó el cobre con la dirección, luego se levantó.
“Ahora, ¡a la biblioteca! ¿Habrá gente? ¡Oh! ¡con las
ganas que tengo de escuchar música! ¿Pueda se que no
haya nadie! Me llevaré mi diario por las dudas y también
puedo echar un vistazo a los libros. Señor, tú puedes
hacer que no haya nadie. Entre esa gente me siento
chiquita y sola como una ovejita perdida, Y si hay,
ayúdame a ser valiente y a brillar para ti, portándome
como una hija tuya”.

Martha dio un suspiro y se miró en el espejo del


toilet: pollera tableada marrón, pulóver cuello alto celeste
y saco azul marino.

“Sí, estoy bien”.

Tomó su cuaderno y su lapicera y mientras


bajaba las escaleras cantaba a media voz:
Señor Jesús, te ruego el cuidado

que nadie, sino tú, darme podrá...

Al llegar al salón comedor se dirigió directamente


a la administración, donde se hallaba Hans escribiendo a
máquina.

—Buenas tardes —dijo al verla—. ¿Qué desea la


señorita?

—Aquí traigo esta carta, y también quisiera que


me indicara dónde queda la biblioteca.

—Muy bien, señorita. Mañana a primera hora


llevaremos la correspondencia a la ciudad. —Hans se
levantó, salió de detrás del mostrador por una puertita y
le hizo seña a Martha que lo siguiera. Cruzaron el salón
a lo largo y luego de abrir una puerta que daba un pasillo,
el administrador hizo una inclinación mientras señalaba
una puerta cerrada al otro extremo. Luego dio media
vuelta y se alejó taconeando dignamente.
Martha comenzó a caminar casi de puntillas.
¡Qué silencio! ¿No habría nadie en la biblioteca? Llegó a
la puerta que se le indicara y se detuvo. Escuchó. ¡Ni un
ruido!

“¡No hay nadie” pensó profundamente satisfecha.

Abrió la puerta y se encontró en una habitación


cuyas paredes laterales estaban ocupadas por grandes
bibliotecas con puertas de vidrio. Más allá descubrió el
tocadiscos al lado de una ventana.

Penetró definitivamente, y ... ¡oh, desgarradora


desilusión! Allí cerca de una de las grandes bibliotecas,
había un escritorio, y detrás de él, Ronny. De los cinco
mullidos sillones sólo había dos desocupados. Martha
sintió deseos de salir corriendo y volver a la solitaria paz
de su habitación.

Una de las ocupantes de los sillones levantó la


vista y la miró con curiosidad y asombro. Martha cerró la
puerta tras sí y se detuvo indecisa mirando las grandes
bibliotecas mientras pensaba en un plan de escape.

Ronny no habló, y con ojos calculadores


comenzó a escudriñarla cuando se hallaba de espaldas
a él. Otros ojos con la misma expresión se fijaban en
Martha. Eran los de la adolescente que, desde que la vio
entrar, olvidó el libro y reclinada en su sillón pensaba y
meditaba: ¿Quién será ésta? ¡Vaya!, ¡es bastante linda!
Cabello largo, castaño, ojos también castaños. Pero es
muy pálida. Debería pintarse las mejillas, aunque no
debe tener más de 12 años...”

—¿Desea un libro? —la voz autoritaria de Ronny


rompió el silencio reinante.

Martha se dio vuelta.

—¿Qué ... qué libros tiene? —preguntó a tiempo


que descubría en un sillón de espaldas a ella el anguloso
perfil del flaco señor “cara de intelectual”.

—Hay cuentos, historia, geografía, novelas —


contestó Ronny ahogando un bostezo.

—¿De qué autores? —Martha dio un suspiro, ya


tristemente resignada a quedarse.

El muchacho tomó una carpeta y se la extendió


diciéndole: Aquí tiene el índice.

Martha se sentó en el sillón desocupado al lado


de la chica que tanto la miraba y comenzó a buscar
nombres de autores y títulos.
—Oye, Mónica, —dijo de pronto una joven que
había permanecido engrascada en la lectura—. ¿Leíste
“El Honorable Jim?”

La aludida Mónica, que no era otra que la


observadora de Martha, se volvió vivamente. —Sí, lo leí,
y si quieres mi opinión te diré que el protagonista tan
sombrío me recuerda mucho al ... señor Ronny —dijo
mirando al muchacho provocativamente. Este levantó la
vista y con una leve inclinación de cabeza masculló un
seco: “¡Gracias, señorita!”.

Mónica soltó una carcajada y se puso de pie,


estirando sus largas piernas enfundadas en unos negros
y estrechos pantalones.

—¡Ay! ¡No sé qué daría por bailar un momento!


—exclamó sacudiendo su cabellera rojiza—. ¿Qué te
parece si escuchamos un poco de música? —agregó
dirigiéndose a la joven. Esta asintió y levantándose se
dirigió a la discoteca.

Martha alzó la cabeza con interés.

—¿Tú también tienes ganas de bailar? —le


preguntó al instante Mónica.
—¿Yo? ¡No! No bailo. Sólo me gusta mucho la
música —contestó Martha.

—Dime, ¿de dónde eres? ¿Cómo te llamas? —


Mónica se cruzó de brazos artísticamente.

—Me llamo Martha Spendi, y vengo de Buenos


Aires.

—¡Ahhh! ¡Tú eres la chica que vino con la Srta.


Erica! ¡Me parecía! ¿Cuántos años tienes?

—Catorce.

—¿Catorce? —Mónica la miró sorprendida—.


¡Vaya! Creí que no tendrías más de 12. Yo tengo 15 y
parezco mucho mayor que tú. Me llamo Mónica López
Cobo y aquella es mi hermana Susana. ¿Así que no
bailas?

—No, no me gusta y no sé —contestó Martha.

—¿No te gusta bailar? —exclamó Mónica


mientras movía los pies al compás de un vals que ya
vibraba en el tocadiscos—. Mira, si quieres te enseño.
¡Es hermoso!
—No, gracias —Martha contestó amablemente,
pero irguió con dignidad su cabeza—. No me gusta el
baile. —El señor “intelectual” le echó una mirada por
encima de sus gafas, Susana la recorrió de pies a cabeza
de un solo frío vistazo, y Mónica se alejó encogiéndose
de hombros.

Martha siguió repasando la carpeta. Pero


realmente miraba sin ver, pues estaba sumida en sus
pensamientos. “¡Qué gente! ¿Cómo se podrá brillar acá?
Bueno, yo creo que de cualquier modo siempre si
queremos hay oportunidades”.

¡Plaff! Un súbito pesado ruido la sobresaltó. El


señor “intelectual” murmuró algo visiblemente fastidiado.
El voluminoso libro se le había caído al suelo. Un solo
pensamiento cruzó por la mente de Martha; “¡Una
oportunidad! ¡No la tengo que dejar escapar!”. Se levantó
como un resorte, se apresuró a recoger el libro y ... el
corazón le dio un vuelco al descubrir que era ... la Biblia.

—¡Oh! ¡la Biblia! —La exclamación salió tan


espontáneamente de labios de la niña que el enjuto
señor la miró sorprendido.

—Sí, sí. ¿La conoces? —preguntó con voz ronca.


—¡Claro! ¡Cómo no la voy a conocer! —contestó
sonriendo Martha—. Yo la tengo y la leo siempre. Es un
libro maravilloso, ¿verdad, señor?

—Sí. Sí. ¡Cómo! ¿Has dicho que la lees siempre?


—preguntó el hombre, sorprendido.

—Sí, señor. La leo siempre —repitió Martha,


mientras sentía que el corazón le latía con fuerza.

—¡Vaya! ¡Vaya! Eres una niña juiciosa, pero ...


¿Entiendes algo de la Biblia? —interrogó nuevamente el
hombre.

Martha, antes de contestar, tomó asiento en una


silla frente al sillón y al lado del escritorio. Luego dijo
tranquilamente: —Señor, la entiendo. Si no, no la leería.

—Pero, ¿quién te dijo que la leyeras? ¡Qué cosa!


¡Una niña leyendo la Biblia! ¡Vaya! ¡Es interesante!
¿Hace mucho que la lees?

—Desde que sé leer. Y antes me la leían mis


padres.

—¡Ahhh! ¡Comprendo! Seguramente eres


evangelista, y los evangélicos ¡les leen la Biblia hasta a
las gallinas! —Así diciendo el hombre soltó una seca
carcajada.

Martha se irguió en una actitud seria y


responsable.

—Señor, —dijo serenamente—, yo soy cristiana


evangélica y Ud. Tiene razón al querer decir que le
damos la Biblia a todos. Pero Ud. sabe que la Biblia es la
Palabra de Dios, y un mensaje de Dios debe ser leído por
todos.

—¡Ajá! ¡Ejem! —carraspeó el hombre—. La


Palabra de Dios —repitió lentamente. Luego murmuró
algo ininteligible y de pronto lanzó una carcajada burlona,
fuerte, impersonal. Martha sintió que le temblaban las
rodillas. Miró ligeramente a Ronny que observaba la
escena con cierto interés, luego a las hermanas López
Cobo, que seguían poniendo ruidosos discos son
preocuparse de los demás. En seguida volvió la mirada
hacia el hombre que meneaba la cabeza, riendo aún.

—¿De ... de qué se ríe, señor? —le preguntó


suavemente.
—¡La Biblia! ¡La Palabra de Dios! —Masculló el
hombre irónicamente—. ¡Vaya! Me has hecho reír, niña.
¡Dios! ¡Ja-ja!

—¿Qué? ¿No cree Ud. en Dios? —preguntó


Martha.

El hombre se encogió de hombros y se inclinó


hacia adelante. Los hundidos ojos parecían dos chispas
en medio de sus facciones agudas.

—Mira, niña... —dijo roncamente—, Dios es un


Ser Superior y sólo las mentes superiores pueden
alcanzar a entenderlo. La Biblia, niña es un libro
inescrutable que parece sencillo pero esconde
profundidades que sólo podemos vislumbrar los que nos
hemos pasado la vida estudiando, ¿entiendes? La Biblia
es un libro que puede ayudar en algo a la ciencia, pero
no es la Palabra de Dios. Si lo fuera, no haría falta más;
su sola lectura nos acercaría a El.

—¡Y bueno! —intervino Martha—. Eso es lo que


hace la Biblia. La Biblia misma ha convencido a muchos
otros de la existencia de Dios. ¡Es un libro tan distinto de
los otros! Uno que lo lee siente que esas palabras
penetran hasta lo más hondo del corazón. Y mire, señor,
¿Ud. cree que un autor humano, por más grande que
sea, pueda escribir un libro que haya cambiado millones
de vidas y que, a pesar de que fue tan perseguido,
siempre sigue existiendo y extendiéndose mucho más
que cualquier otro? Ningún autor puede hacer eso, sólo
Dios.

—¡Ah! ¡No, no! El viejo cuento de que la Biblia es


la Palabra de Dios ha engañado a millones de ignorantes
que la leen con fervor comprendiendo a su manera lo que
dice. Todos los evangelistas y demás religiosos son unos
pobres alucinados. Creen que tienen a Dios. ¡Pobre
gente! Dios no se encuentra así no más. La Biblia es igual
que un libro de cuentos fantásticos. Los milagros y
prodigios que cuenta entusiasman a los ignorantes,
como las historias de hadas entusiasman a los chiquillos,
y entonces se creen que ya tienen en las manos la
Palabra de dios. ¡Ah, niña! Veo que eres inteligente. Yo
te daría libros mejores y te quitaría esa Biblia, que ya te
habrá llenado la cabeza de alucinaciones. ¡Mírame a mí!
Estoy buscando a Dios. Antes creía, como tú, que en las
religiones y en las Biblias lo encontraría. Pero me he
superado, me he metido en la mente ciencias superiores.
¿Entiendes? Y algún día no muy lejano, podré tomar a
Dios por las barbas y decirle:— “¡Al fin! ¡Eres grande,
pero te alcancé!” —El hombre volvió a reír
estruendosamente.

Martha se estremeció. “¡Oh, Señor! ¡Ayúdame!


¿Qué le digo ahora? Parece un poseído” —pensó
mirando desconcertada el rostro encendido del hombre.

Ronny reclinado sobre el escritorio escuchaba


ahora atentamente y sin disimulo. Peter, que entraba en
ese momento se acercó en silencio. Martha, pálida y
erguida parecía una pequeña estatua. Cuando cesaron
las carcajadas, su vocecita se dejó oír un poco
temblorosa, pero llena de sinceridad.

—Mire, señor. Ud. nunca, nunca encontrará a


Dios de esa manera. Ud. está equivocado. Acuérdese lo
que le pasó a Satanás, cuando era el ángel Lucifer y trató
de alcanzar a dios haciéndose grande. La mente de Dios
es infinita. En cambio la nuestra es finita. ¿Ud. cree que
la inteligencia del hombre, por más grande que sea,
pueda siquiera compararse con la de Dios? La Biblia dice
que lo loco de dios es mucho más sabio que cualquier
ciencia de los nombres. ¿Cómo hará Ud. para alcanzar a
Dios, entonces, si lo más tonto que pueda tener Dios es
mil veces más sabio que toda la ciencia superior que Ud.
tenga?

Martha calló medio aturdida al darse cuenta de


todo lo que había dicho. Peter y Ronny se miraron
admirados.

—Mira, —dijo lentamente le enjuto señor—. Sé


que los religiosos creen que el sabio y el ignorante por
igual pueden alcanzar a Dios por la fe. Admito que lo loco
de Dios sea más sabio que la más alta ciencia humana.
Y esto ayuda a mis ideas, porque si hay una fruta en un
árbol alto, estará más cerca de ella el que se suba a una
escalera, ¿verdad? Siendo así, ¿quién está más cerca
de alcanzar a Dios? ¿El pobre ignorante o el sabio que
sube, se supera, hasta que Dios mismo premia su
esfuerzo dándose a conocer? ¿Crees que Dios, que es
todo sabiduría, puede darse a conocer a pobres necios?
¿Crees que si quisiera podría hacerlo? ¡No! Pues de la
misma manera que el día y la noche no pueden verse
juntos así la sabiduría no puede jamás, ¿oyes? ¡jamás
verse con la ignorancia! Así que si queremos alcanzar a
dios, tenemos que subir, superarnos, adquirir sabiduría,
como dicen los Proverbios filosóficos en la Biblia.
Hubo un momento de silencio. El hombre
encendió un cigarrillo. Martha estaba profundamente
pensativa. Peter y Ronny la miraron expectantes. —
Bueno, señor, —dijo de pronto—, la verdad es que estoy
un poco aturdida. Pero le voy a decir algo. Por ejemplo,
yo tengo dos animalitos. Yo los crié y naturalmente los
quiero. Uno de ellos es más vivaracho, más inteligente, y
el otro más retraído. Yo quisiera hacerles comprender
que los quiero y deseo ser su amiga. Yo sé que ellos
nunca llegarán a tener mi inteligencia, por más que se
esfuercen, primeramente porque yo soy superior a ellos,
y por más que hagan siempre serán animales, aunque
uno sea más sabio que el otro. Pero lo principal es que
yo no tengo interés en que ellos alcancen mi sabiduría.
Yo quiero que comprendan mi cariño. ¿Qué haré,
entonces? ¿Esperaré que ellos se superen y me
alcancen? ¿o les demostraré mi cariño hacia ellos para
que me quieran y confíen en mí? —Martha calló un
momento respirando hondo y Ronny miró a Peter y
arqueó las cejas.

—Bueno, —siguió la niña con suavidad—, lo


mismo pasa con dios. El nos creó y nos ama. El quiere
que nosotros nos demos cuenta de esto y también lo
amemos. Dios es infinitamente sabio El sabe que por
más que hagamos, nunca alcanzaremos su grandeza.
Sin embargo El quiere que le conozcamos. ¿Qué hará,
entonces? ¿Sentarse y esperar que nos superemos y
alcancemos? No ... porque El sabe bien que esto es
imposible. Dios, que sabe unir su sabiduría con su gran
amor, dio el primer paso para alcanzarnos a nosotros (así
como yo les demostré a mis animalitos primero, que los
quería). Dios demostró desde el principio su amor al
mundo, sin hacer distinción de sabio o ignorante, rico o
pobre. Su más grandísima demostración de amor a
nosotros fue que el mismo Hijo de Dios dejó su grandeza
y bajó a la tierra, vivió acá entre los hombres, la mayoría
ignorantes, se rebajó hasta la condición de un hombre, y
después murió en una cruz por nosotros. Dios quiere que
comprendamos esta prueba de su amor. No quiere que
nos rompamos inútilmente la cabeza para alcanzar su
sabiduría. La Biblia dice que “De tal manera...”

—Sí, sí —interrumpió el hombre alzando una


mano. Está muy linda y genial tu ilustración. Según tu
opinión basta creer y aceptar el amor de Dios para
alcanzarlo. ¡Muy fácil! ¿Eh? ¡Muy cómodo! ¡Ja! Recibir
un caramelito de manos de un rey, sin siquiera haber
pisado el umbral de su palacio, ¿eh? ¡Ah! ¡Pobre niña! —
agregó palmeando la mejilla de Martha. Eres inteligente,
pero no sabes que Dios no quiere holgazanes. Si
queremos a Dios tenemos que buscarlo. Hay que
superarse, trabajar con todas las capacidades y energías
tenidas. ¡No! No me digas nada. No quiero discutir
contigo, pequeña. No temas, ya alcanzaré a Dios.
¡Horrible enigmático! Parecería que cuanto más estudio
más lejos se va. Pero “si no hay lucha no hay victoria”.
¡Ya lo alcanzare, ya pronto! —Así diciendo soltó su
sardónica carcajada y se levantó. Tiró la Biblia sobre el
escritorio y luego calló. Su rostro estaba crispado y los
ojos sombríos. Se volvió hacia Martha y la tomó por la
barbilla.

—Perdona, niña, —dijo casi en voz baja—. No


puedo hablar de estos temas sin violentarme. Sigue
creyendo en las hadas, pequeña; sigue creyendo que
tienes a Dios. Siquiera esa alucinación trae alegría. Ya
cuando seas grande, te darás cuenta que dios no es tan
fácil. Y entonces comenzará la búsqueda, las tormentas
de la incesante búsqueda, la desesperación, la ... —Aquí
se detuvo, hizo una mueca esbozando una sonrisa—.
Bueno, mejor que no rompa tu sueño de cristal. Te
agradezco tu atención y tus palabras. Eres una niña muy
juiciosa y me alegro que no te gusta esa porquería —
añadió señalando el tocadiscos de donde provenía un
estridente jazz. Luego se alejó sin que Martha tuviera
tiempo de abrir la boca. La puerta se cerró tras él y
Martha, inmóvil, sentía un nudo de pena en la garganta.
Se dio vuelta distraídamente y se encontró con una
simpática y paternal sonrisa de Peter, que dijo en
seguida, —¡Bien; no cualquiera le contesta así al viejo
loco de Porterdín!

—¿Se llama Porterdín? ¡Es un pobre hombre


atribulado! —respondió Martha seriamente.

—Ud. señorita, le contestó muy bien,


francamente bien —intervino Ronny con algo de
amabilidad. Luego los tres callaron. Martha estaba
pensativa. Peter se sentó descuidadamente en un sillón
y luego de un momento, —¿Te gusta la música, Martha?
—preguntó.

—¡Muchísimo! Pero no tanto ésta —contestó la


niña dando un suspiro.
—Comprendo. ¡Es una lástima que te ganaron de
mano! Pero esta noche te lo reservo, si quieres. Así
podrás escuchar lo que gustes.

—Gracias, pero me acuesto en seguida después


de cena y no podré venir. Mañana, quizás si ...

—¿Tan temprano te acuestas? —exclamó Peter,


extrañado.

—Sí. Vine en tratamiento de reposo completo y


debo dormir mucho.

—¡Oh! ¡Seguramente! —afirmó el muchacho con


aire profesional—. Si es un tratamiento así... ¡Hummm!
¿Qué has hecho para agotarte? ¿Comiste poco para
guardar la línea, como hacen las chicas de tu edad?

—¿Yo? ¡No! —contestó Martha riendo—. Lo que


pasa es que quise estudiar de más. Quería hacerme dos
años en el verano y este invierno entrar a 5º año. Mis
padres no querían, porque estaba un poco débil, pero yo
estaba tan empecinada que me fui a la casa de mi
abuelita y me puse a estudiar y estudiar. Sabía
quedarme hasta las dos de la mañana.
—Cabeza dura, ¿eh? —recriminó Peter
severamente—. No debiste hacer eso, niña caprichosa.
¡Fue una estupidez de las más grandes!

—Ya lo sé, —dijo pestañeando con fuerza—. Fue


una estupidez. Pero ya la estoy pagando bastante cara,
y estoy arrepentidísima. Pero ¿qué voy a hacer ahora?

El tono de la niña y los grandes ojos castaños por


los que cruzaba una sombra de tristeza ablandaron a
Peter quien se apresuró a decir:— ¡Vamos! ¡No es para
tanto! Si es cierto que cometiste una tontería, ahora
debes olvidarte de todo y hacer bien tu tratamiento para
reponerte. Seguramente necesitas mucha distracción,
ejercicios, diversiones, ¿verdad? También aprenderás a
esquiar. Verás que lindo es todo por acá. Te gusta mucho
la nieve, ¿verdad? —preguntó sonriendo con
complacencia al ver a la niña que no quitaba los ojos de
la ventana, a través de la cual se veían caer los blancos
copitos acunados por la brisa.

—¡Oh! ¡Sí! ¡Es hermosa! —exclamó Martha con


entusiasta admiración—. Si Ud. supiera cómo me gusta!
Allá en Buenos Aires no cae nieve nunca. Por eso esta
mañana me pasé las horas mirando nevar desde mi
ventana. ¡Es tan lindo! Por momento me parecía ver salir
de entre los pinos a Papá Noel y su trineo. —Martha
seguía mirando admirada hacia afuera—. Yo sólo había
visto nieve en las tarjetas de Navidad. ¡Oh! ¡Cuántas
vueltas dan los copitos! ¿verdad? Fíjese, esta mañana
seguí con la mirada un copito grande que venía bajando.
Tuve tiempo de ponerle nombre, dio como dos volteretas
antes de caer del todo abajo. —Martha se volvió, y se
encontró con dos pares de ojos grises que la observaban
con simpatía.

—Eres una exquisita admiradora de la naturaleza


—declaró Peter—. ¿Cómo se llamaba el copito?

Martha se sonrojó vivamente, vaciló unos


momentos y al fin dijo con timidez: —Se llamaba Sr.
Sonricci. Era grande y me hizo acordar de él.

Peter y Ronny soltaron una estruendosa


carcajada.

—¡Qué original! —exclamó Peter divertido—. ¡Sr.


Sonricci! ¡Qué ideas! ¡Vamos! ¿Por qué te pones tan
colorada?

—No sé, pero me arrepentí de haberlo dicho —


contestó Martha avergonzada, mientras Peter soltaba
otra carcajada—. Mi mamá no quiere que me ría de la
gente.

—¡Bah! ¡Eso no es reírse por maldad! Cuando le


escribas a tu mamá le cuentas lo del copo “Sonricci” —
dijo Peter indulgente.

—Le escribí hoy, pero me olvidé de ponerle eso,


pero ya lo contaré en otra carta. Esta ya era muy larga:
¡cinco hojas!

—¡Cinco hojas! —exclamó Ronny con una


sonrisita irónica—. Seguro que le contaría hasta la
cantidad de baldosas que hay en la vereda.

—¿Y por qué no? —replicó Martha, mirando al


muchacho con cierta frialdad—. ¡Es mi mamá! Y a ella le
interesa todo lo que me rodea.

Ronny desvió la mirada, y Martha sintió un poco


de lástima y remordimiento. Si no había juzgado mal, el
rostro del muchacho se había contraído en una expresión
de dureza ... o amargura....
Capítulo IV

En la casa de los Winelmann todo estaba en


silencio. Sentado su sillón frente a la estufa, fumando con
displicencia su inseparable cigarrillo, el Sr. Herman
sostenía un partido de ajedrez con su señora. Más allá
se encontraba Ronny ocupado en examinar y poner en
condiciones su equipo de esquí. Se detuvo un momento
en su tarea para tirar una colilla de cigarro y encender
otro.

—¿Cuántos cigarrillos has fumado en el término


de 15 minutos? —gruñó su padre en duro alemán.

—No más que tú —contestó el muchacho en el


mismo tono.

—¡Insolente! —recriminó la Sra. Ana—. ¿Cuándo


aprenderás educación, Rolando?

—Si llamas educación el hablar amablemente,


seguramente no la aprenderé con ustedes —replicó
Ronny mirando con frialdad a sus padres.

—¡Jaque al rey! —anunció roncamente el Sr.


Herman. Ana se mordió un labio, y alisándose con una
mano sus cabellos demasiado rubios para ser naturales,
se ensimismó nuevamente en el juego.

—¡Ayyy! —el gemido partió involuntario de los


labios de Ronny. Un cuchillo fue a parar cerca del diván
y el muchacho se levantó con una mano bañada en
sangre.

—¿Qué te hiciste? —interrogó el Sr. Herman sin


desviar la vista del tablero.

—Me corté; ¿no lo ves? —Ronny masculló una


maldición mientras trataba de detener la sangre con un
pañuelo.

—¡Dios mío! —exclamó la Sra. Ana con voz


aguda—. ¡Vete en seguida de aquí, Rolando! ¿No ves
que estás ensuciando todo con sangre? ¡Linda
ocurrencia de venir a arreglar equipos a la sala! ¡Vete, he
dicho!

—Sí, me voy, y que me parta el más re-maldito


rayo, ¿no? —El muchacho desapareció dando un
portazo y las piezas seguían moviéndose
indiferentemente sobre el tablero. Pasó más de media
hora en silencio y los esposos Winelmann seguían
enfrascados en la partida.
—¡Está cada vez peor esta criatura! —exclamó
de pronto la Sra. Ana —. Rebelde y hosco. A nosotros no
nos puede ni ver. ¡Cuándo será el día que podamos
mandarlo a vivir su vida y dejarlo libre! ¡Estoy harta de oír
sus protestas y aguantar sus miradas llenas de odio! ¿O
te crees que es muy bonito estar en el papel de madre
aborrecida? Si él me odia, sufrimos ambos.

—Deberías tener paciencia —contestó el Sr.


Herman—. Ronny tiene un carácter difícil y mucho más
ahora en la adolescencia. Sin embargo nos respeta aún,
a pesar de sus insolencias. Lo que pasa es que desde
que no lo dejamos ir a Buenos Aires, se ha cerrado
herméticamente. Mi deseo sería mandarlo ¡y listo! Pero
recuerda, Ana, han pasado dos años. Ronny tiene ya 16,
y Pablo acecha.

—¡Pablo no puede hacer nada; Ronny ni sabe


que él existe! —intervino la Sra. Ana nerviosamente—.
Es que nuestro querido Rolando es rebelde y malo.
¡Siempre lo ha sido!

—¡Gracias por el calificativo, madre! —dijo


burlonamente Ronny que entraba en esos momentos
pálido y despeinado.
—¿Por qué traes esa cara? —interrogó el Sr.
Herman secamente.

—¡Es la única que tengo! —replicó el muchacho


con violencia.

—¡Rolando! —el Sr. Herman golpeó la mesa con


el puño y sus ojos adquirieron la dureza del acero.

El muchacho miró a su padre, a ese rostro que


parecía de piedra. ¡Bien lo conocía él! Esa expresión
cortante había sido como una sombra negra en su niñez
y como una pesadilla ahora en la adolescencia— una
pesadilla que no podía sacudirse de encima. La dura
disciplina, la fría inflexibilidad de su padre, era algo a lo
que estaba ya acostumbrado. Por eso sólo atinó
morderse los labios y contestar con voz ronca:

—Fui a Peter. Tuvo que ponerme algunos puntos


en la herida, y no es lindo que a uno le cosan la carne.
Eso es todo.

—¡Eso no es todo! —replicó el Sr. Herman


fríamente.

Ronny levantó la vista, sorprendido, pero


inmediatamente su expresión se trocó desafiante y
abriendo el cierre de la chaqueta con su mano sana sacó
un sobre de un bolsillo interior.

—Sí, hay algo más —dijo lentamente.

—¡Deja eso ahora! —interrumpió su padre—. No


me importa la correspondencia. Quiero hablar contigo,
¿oyes? Deja esa carta allí.

—Espera, es una carta muy interesante —Ronny


se la extendió señalándole el remitente y clavando su
padre una mirada escudriñadora. El Sr. Herman iba a
hablar pero cerró la boca. Un observador más
experimentado que Ronny hubiera notada algo más que
perplejidad en la expresión del hombre. Hubo un
segundo de sepulcral silencio. Pero inmediatamente le
Sr. German carraspeó y puso con descuido el sobre en
su bolsillo.

—¡Nada importante! —dijo luego indiferente.

—Pues yo recién me entero que existe un tal


Pablo Winelmann en Buenos Aires —apuntó Ronny con
énfasis.

—¿Qué? —La Sra. Ana dio un brinco en su


asiento. Una extraña palidez cubrió el sofisticado rostro
y una mirada fuerte de su esposo la hizo volver a la
normalidad. Pero Ronny ya interrogaba:

—¡Tú lo conoces! ¿Quién es?

—Es... un hombre —contestó vagamente la


señora.

—¡Qué hombre ni que hombre! —estalló Ronny—


. ¡Vamos! ¿Quién es Pablo Winelmann? ¿Es algún
hermano tuyo, o...?

—¡Basta! —rugió el Sr. Herman con mal


contenida violencia—. Pablo Winelmann es un hermano
mío con el cual jamás estuve de acuerdo. Por lo tanto no
pensé que te interesara conocerlo.

—¡Y vive en Buenos Aires! —exclamó Ronny con


la expresión característica de quien está “atando
cabos”—. ¿Es por eso que no me quieren dejar ir allá?
¿De modo que por una estúpida enemistad con ese
Pablo pretenden arruinarme el porvenir? ¿Tienen miedo
de...?

—¡Calla! —le interrumpió su padre


autoritariamente—. ¡Ya te estás pasando la medida,
Rolando!
Hubo otro momento de silencio hasta que volvió
a quebrarlo la voz del hombre. Ahora hablaba con su
acostumbrada displicencia.

—El nombre de Pablo es una mancha para los


Winelmann. Es un ser apasionado que no sabe medir ni
sus sentimientos del mal ni del bien. Es un loco. Su
esposa tuvo que abandonarlo. No sé qué querrá decirme
ahora, después de tantos años que no sabemos nada
uno del otro. —Así diciendo, el Sr. Herman abrió
tranquilamente el sobre.

—Pero está en Buenos Aires, y ... —comenzó a


decir Ronny.

—Si está allá, es por casualidad —interrumpió su


padre—. Pablo es un vagabundo que va de acá para
allá. ¿Entiendes, testaruda?

—Pues si no tienen miedo que me encuentre con


esa oveja negra, ¿qué , entonces? —replicó Ronny con
los ojos chispeantes—. Mira, estoy harto de este
estúpido lugar. ¡Quiero irme, aunque sea a Chile! ¡Me
ahogo en este rincón del diablo! Si algo me interesó de
ese Pablo, fue la idea de que fuera un tío con quien
podrían dejarme sin miedo de que me come el “cuco”.
Pero no hablaré más de él, si no quieren. Sólo exijo que
me expliquen de una vez por qué diablos no me dejan
salir de acá.

El Sr. Herman, que se había puesto de pie,


avanzó hasta donde estaba su hijo. Se inclinó hacia él:
—Escúchame bien, Rolando David —dijo con voz baja y
cortante—. Hemos aguantado tu madre y yo bastante ya,
y esta es la última vez que repetimos la explicación.
Nuestras razones para no dejarte salir son múltiples.
Entre ellas, nuestro deber de padres. Eres menor de
edad y ¿qué pretendes? ¿Quieres estar libre, lejos de
nuestra vigilancia para seguir el camino de tu tío Pablo?
Sí, allí lo tienes a ese inservible, lleno de vicios y
suciedades. Quiso el destino que supieras algo de él hoy,
para poder decirte ahora que ese Pablo era como tú. Sus
padres fueron flojos y le cedieron en sus altanerías. Lo
dejaron ir a estudiar. Sí, ¡allí lo tienes al estudioso! Pero
tú no seguirás su camino, ¿oyes? ¡Tú te quedarás acá
con tus padres! He dicho que no te irás, ¡y no te irás! ¡Ya
lo sabes! No saldrás de acá hasta el año que viene,
cuando salgamos todos para Estados Unidos. Si tu
deseo es estudiar, allá tendrás tiempo de hacerlo.
Además, tienes libros excelentes y completos en la
biblioteca, si quieres. De modo que no me molestes más.
¡No quiero saber más nada de este asunto! ¿Oyes? —El
Sr. Herman echó una última mirada fría y terminante a su
hijo y salió rápidamente de la habitación.

Ronny se levantó como un resorte, pero la mano


de la Sra. Ana lo sujetó por un brazo.

—¡Suéltame! ¡No me hables! ¡No me digas más


nada! Me estuve conteniendo por pura consideración,
pero no aguanto más. ¡Maldito sea el día en que nací! Y
ustedes, mis propios padres, nunca han considerado
nada de mí. Sólo me han impuesto disciplina, como si en
vez de hijo fuera un soldado. Y así han hecho nacer el
odio. ¿Me oyes tú? ¡Los odio!

—¡Rolando! ¿Mides tus palabras? ¡Rebelde


como un demonio! —la Sra. Ana clavó sus manos en los
hombros del muchacho—. Si te tratamos con disciplina,
¡tuya es la culpa!

—¡Suéltame! ¡Déjame en paz! —masculló Ronny


con el rostro tenso—. No me quieren comprender. ¡Y que
el diablo los ...!

No pudo seguir, una sonora bofetada cayó en su


mejilla. Trastabilló y se apoyó aturdido en la estufa. Hubo
un momento de silencio. La Sra. Ana se mordía los labios
y al fin: —¿A ver? ¡Haz la prueba! Di todo tu odio de una
vez. —La voz de la mujer sonó fría, sarcástica—. ¿Qué
esperas?

Ronny la miraba en silencio, en sus ojos claros la


rebeldía desaparecía bajo un velo de dolor.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Por Dios! —exclamó


amargamente.

—¿Qué? ¿Qué vas a decir? ¡Grita ahora! ¿Se te


acabó la valentía? —terció la Sra. Ana secamente.

—Pero... ¿Es que nunca...? ¿Jamás eres capaz


de comprender, mamá? Estoy cansado de gritos, de
reproches y disciplina. Y me has pegado. Mamá, si algún
día me has de demostrar que me quieres siquiera un
poco, hazlo ahora. Trata de ayudarme un poco. ¿Por
qué, por qué te empeñas en ser incomprensiva? Tú eres
mi madre, pero por qué no me escuchas entonces como
una madre? Yo te diría todo lo que quiero y ...¡oh, mamá!
Si tu quisieras...

La Sra. Ana miró desconcertada al muchachito


que parecía sólo un niño suplicante. Vació un momento,
pero en seguida adquirió su actitud inflexible.
—¡Ahhh! —dijo burlonamente—. ¿Cambiaste de
táctica? ¿El lobo se puso piel de oveja? Nunca te vi tan
manso, Rolando. Pero sé que sabes representar buen
los papeles que te convienen. Pero escucha esto por
última vez: debo quererte, como una madre quiere a su
hijo, pero eres un carácter malo y rebelde y es mi deber
de madre enseñarte a ser más humilde y respetuoso. Lo
aprenderás acá, ¿entiendes? acá con tus padres. Y
ahora vete. Vete y no pienses volver hasta que no pidas
disculpas por las insolencias que has dicho a tus padres.

—¿De modo que no puedo hablar más?

—¡No! Ya te he dicho todo. Ya sabes...

—Muy bien. —Ronny se quedó un momento en


silencio, con los labios fuertemente apretados, mirando
al suelo. De pronto levantó la vista. Una mezcla de
amargura e ironía brillaba en su mirada—. Ana y Herman
— dos extraños, nada más que eso para mí, —murmuró.
Su voz sonaba extrañamente firme, y a la vez los labios
le temblaban como a un niño.

La mujer se puso en pie. —¡Rolando! No dig...

—¡No soy tu hijo ni tampoco de Herman! Ustedes


son extraños para mí. No tengo la suerte de tener padres,
no hogar. Muchas gracias por haberme criado
“cariñosamente” hasta ahora. —Así diciendo, Ronny
abrió la puerta para irse. Se detuvo un momento y miró a
aquella mujer, su madre, con una expresión indefinible.

Pero la Sra. Ana sintió que una sensación extraña


le recorría la columna. —¡Ronny! ¿Dónde vas? ¡Rolando!
—Fue un grito casi histérico, pero el muchacho ya había
desaparecido. La Sra. Ana se dejó caer en un sillón.
Encendió un cigarrillo, luego otro, y otro, hasta aplacar
sus nervios. Total: de una cosa estaba segura, Ronny no
se iba a matar, y por lo demás ¿qué pudiera hacer? ¡El
era responsable!

Sólo Martita Spendi vio salir a Ronny a todo correr


de adentro de la casa. Pero no se le ocurrió pensar
adónde iría. Estaba demasiado ocupada en leer la carta
de su mamá que había recibido. ¡Ah! Pero, ¡qué ruido
había allí en la biblioteca! Y no tenía ganas de ir a su
pieza tampoco. Miró afuera y una idea luminosa le hizo
saltar el corazón. —Erica, —dijo acercándose a su
profesora—, mire, no cae nieve. Recibí carta de mamá y
me gustaría ir a leerla allá arriba cerca del bosque. ¿Me
deja?
—Ya sabes que cuanto más ejercicio hagas,
mejor —contestó Erica consultando su reloj—. Pero ya
son las cinco y media, un poco tarde para un día tan gris.
Y no puedo acompañarte. Le prometí una partida de
bridge a la Sra. Martínez. ¡Si hubiera alguien que te
acompañe!

—Si Ud. no puede venir, nadie —declaró


rotundamente Martha—. Volveré en seguidita, ya verá.
¡Déjeme!

—Bueno, bueno —asintió Erica, dando un tirón


de orejas a su alumna—. Vete si tanto lo deseas. Vuelve
en seguida, ¿sabes? Ponte las botas de nieve y abrígate
bien. Dile a Hans que te preste un bastón y ¡oye!: si está
muy resbaloso el camino del bosque, no subas, ¿sabes?

—¡Sí, sí! ¡Gracias, muchísimas gracias! —Martha


besó con efusión a su profesora y salió corriendo. Poco
después, luego de algunas caídas y resbalones, llegó al
destino ayudada por un bastón. Dio un largo suspiro y,
luego de limpiar un tronco caído, se sentó dispuesta a
descansar. Estaba allí, a la entrada de un bosque de
pinos, al que se llegaba subiendo una cuesta alta pero
no muy empinada. El bosque, típicamente andino, se
extendía en la ladera de la montaña, perdiéndose allá
lejos. ¡Oh! ¿Qué sería internarse en él, caminar en medio
de esos gigantes nevados? Martha apartó la vista y miró
hacia abajo. Sobre la nieve se notaban las huellas de sus
botas que iban a perderse allá en el pequeño valle junto
a una casilla de madera rodeada de un cerco de cipreses.
Era la habitación donde se guardaban enseres
deportivos. Más allá el terreno ascendía suavemente
hasta un nuevo grupo de coníferas y abedules, detrás del
cual se encontraban los edificios del refugio Winelmann.
Martha, desde su puesto, veía asomar las chimeneas
humeantes tras las copas frondosas de los árboles. La
paz y el silencio reinaban allí. La maravillosa quietud
blanca de la nieve hacía que el alma se sintiera invadida
por algo sublime y puro.

Martha leía la carta de su mamá. La ávida


emoción se reflejaba en sus ojos y coloreaba sus mejillas
con un tinte rosa. Era una carta larga, ¡tan llena de cariño!
Le parecía que no leía, sino que escuchaba a su mamá
hablándole desde el papel.

“Estamos orando por ti. ¿Cómo es eso que me


dices extrañarnos muchísimo?, pero yo estoy contenta
también que estés allá. ¡Verás cuántas cosas lindas
aprenderás! Yo, cuando tuve que quedarme un mes sola
cuando papito se enfermó y fue al hospital, antes que
nacieran todas ustedes, al principio me pasaba el día
llorando; pero poco después encontré el texto: ‘Echa
sobre el Señor tu carga, y El te sustentará’. Entonces
empecé a hacer una cosa. Como estaba siempre sola,
hablaba con el Señor; siempre le contaba todo lo que
sentía. Llegué a apreciar tanto Su compañía que una vez
que estaba por salir hasta le digo casi sin darme cuenta;
‘Señor, cuida un momento la casa, que ya vuelvo’. Ves,
el Señor es un Amigo a quien podemos contarle todas
las cosas. Por ejemplo, cuando te gustó Ronny, sé que
luchaste sola. ¿Por qué? ¿No hubiese sido mucho más
lindo decir; ‘Señor, me gusta Ronny; ayúdame a no
perder la cabeza’? Enseguida te hubieras sentido mejor”.

Martha sonrió. ¡Oh! ¿cómo sabía mamá que esas


palabras eran justamente las que ella necesitaba?

¿Pero decirle al Señor hasta eso de Ronny? ¡Y


bueno! ¡Mamá tiene razón! Claro, si el Señor es el mejor
Amigo, es lógico que le cuente todo, todo.

Quedó otro momento pensativa y luego siguió


leyendo: “Me alegro que sonrías a todos. Muy bien, mi
hijita. Sonreír es una manera de demostrarles a los otros
la paz y la felicidad que hay en nuestro corazón, ¿cierto?
Así que ¡a sonreír al gordo Sr. Sonricci, a las señoras de
tapados de piel, al Sr. Winelmann, a Ronny y Peter, a
todo el mundo! ¡Adelante, Martita! ¡A no desanimarse! Si
la gente es antipática, piensa esto, que si fueran felices
en su corazón no serían así. Trata de mirar más allá de
la cara, como dice papá, y verás un alma llena de
pecados, sin paz, sin felicidad, un alma oscura.

“Otra cosa quiero decirte sobre esto y es: que


debes tener presente siempre que el Señor te puso allí
con propósito. Piensa que eres la única, quizás, que
tienes la suerte de conocer al Señor y de tenerlo en tu
corazón. Eres entonces el único corazón iluminado en
medio de todos los demás en tinieblas. Así que: ‘Brilla en
el sitio donde estés,’ y acuérdate bien de lo que dice la
estrofa de este himno: ‘Nunca esperes el momento de
una grande acción, ni que lejos pueda ir tu luz. En la vida,
a los pequeños actos atención’. ¿Pequeños actos, eh?
Recuerda bien que; ‘Una sola sonrisa sincera, una sola
palabra dicha con amabilidad, son como un rayito
caluroso de sol que derrite el hielo.’”
“Entonces ¡a luchar, hijita! ¡A brillar como una
lámpara bien despabilada! Demuéstrales a esos
antipáticos que tu corazón rebosa de paz y alegría. Sé
una fuente de bendición para esas almas.”

Martha levantó los ojos empañados y miró hacia


el cielo como queriendo seguir con la vista a su oración
que se elevaba en silencio desde su corazón: “¡Oh,
Señor! ¡Gracias por la carta de mamá! ¡Ayúdame a
luchar! ¡Ayúdame a brilla en este rincón del mundo!
Señor, yo quiero trabajar contigo para alumbrar con tu luz
a las almas oscuras. Yo soy muy tonta y no sé... También
extraño a mamá y me siento sola. Pero si tú me ayudas,
Señor...”

Martha siguió meditando en silencio, hasta que el


crepúsculo gris de aquella tarde comenzaba a caer.
Hans, que se hallaba revisando la casilla de deportes, se
sorprendió al oír una vocecita dulce que cantaba algo
desconocido:

¡Brillando, brillando!

¡Brillando, brillando!
Quiere Jesús que yo brille.

Brillando, brillando,

Yo brillaré para El.

Hans se asomó a la puerta, y alcanzó a distinguir


mejor las palabras:

Quiere Jesús que sea amable

con cuantos llegue a ver

para que vean qué alegres

sus ...

—¡Adiós, señor! —Martita cortó el canto para


saludar amablemente y se sonrojó al darse cuenta que
Hans la había estado escuchando.

—¡Adiós, niña, adiós! —el ceremonioso


administrador se inclinó y él también sonrió como
contagiado.
Capítulo V

—Martha, necesito hablar contigo —dijo Peter


una hermosa mañana cuando la niña se dirigía a la
biblioteca.

—¡Cómo no! —contestó ella sonriendo—. Pero


pronto, porque tengo que ir a esquiar.

—Ven, ¡es algo importantísimo! —Así diciendo,


Peter la empujó suavemente por el hombro mientras
carraspeaba misteriosamente.

La llevó hasta la biblioteca y de allí la condujo a


un pasillo frío y oscuro y se detuvo frente a una puerta
cerrada.

—¡Muy bien! ¡Cierra los ojos! No debes ver nada


cuando yo abra, —dijo muy seriamente.

—Pero... pero...¿qué pasa? —Martha lo miró


desconcertada. El muchacho la tomó de la mano y le
ordenó imperiosamente cerrar los ojos. Chirrió la puerta
y penetraron en un lugar de ambiente extraño. Martha
casi miró, pero Peter, que adivinó su intención, le ató un
pañuelo grueso sobre los ojos y se lo anudó bien.
Cruzaron al parecer un salón largo, subieron unas
estrechas escalinatas de madera, y Martha se dio cuenta
que se hallaba arriba de un escenario.

—¡Muy bien! —anunció Peter con voz grave—.


¡Aquí estamos! Espera un momento. Cuando cuente
hasta tres, te sacas el pañuelo. ¡A ver!... ¡Hop!.... ¿uno...
dos...tresss!

Martha se quitó el pañuelo de un solo tirón y


quedó petrificada. Tenía ante sí un monumental piano de
cola. Era hasta sublime ver ese teclado brillante que
parecía invitarla. Se frotó los ojos y se palpó el corazón
que parecía saltarle en la garganta.

—¡Toca! ¿Qué esperas? —dijo Peter riendo


divertido.

—Pero... ¿quién le dijo? ¿Quién fue? ¿Es suyo el


piano? ¡Qué hermoso! ¡Maravilloso! ¡Oh, nunca
imaginé!...—Martha tenía las mejillas encendidas y los
ojos le brillaban de entusiasmo.

—Toca, y luego conversamos —dijo Peter


haciendo un guiño.
Martha se acercó tímidamente y se sentó en el
taburete tapizado. Puso las manos temblorosas sobre el
teclado y probó algunos arpegios, pero no podía
acordarse de nada. En ese momento parecía que jamás
hubiera tocado un piano, y ... ¡rara casualidad! Lo único
que recordaba era uno de sus himnos preferidos: “Señor
Jesús, te ruego el cuidado”. Sin vacilar más, comenzó a
tocarlo, y cuando terminó vio que Peter sonreía
ampliamente, y ...

—Toca nuevamente el coro —dijo acercándose


más al piano.

Martha lo tocó, y Peter lo cantó.

Conmigo está, preciso su poder,

Pues Satanás, quisiérame vencer.

Conmigo está, en sombra o clara luz,

En vida o muerte, ¡oh, conmigo está!

—¿Lo ... lo conoce Ud.? —balbuceó Martha en el


colmo de la sorpresa.
—¡Seguro! Si no, no lo cantaría —contestó
Peter—. Y eso es lo que quería decirte. Yo soy
evangélico, Martha, soy creyente. No te lo dijo antes
porque quería estar bien seguro de que tú también lo
eres. Claro que me he ensuciado bastante en el mundo,
¿sabes? Pero gracias al Señor, estoy volviendo otra vez.
En Buenos Aires, cuando fui otra vez al templo (después
de varios años que no pisaba) estaban cantando este
himno. ¡Vamos! ¡No me mires con esa cara!

—Es que... ¡Dos sorpresas tan grandes! ¡No


puedo creerlo! —murmuró Martha mirando admirada al
muchacho—. ¿Y el Sr. Winelmann también es?

—No, ellos no —contestó Peter meneando la


cabeza—. Mi tío es una piedra. Son “protestantes” (por
no ser nada) pero... Mira, creo que Ronny es ateo,
rebelde. No sé todo lo mal que va ese muchacho, pero...
en fin... Tienes que ir a esquiar ahora. Pero ya sabes, el
piano está a tu disposición. Es propiedad de mi tío, pero
sólo se usa cuando hay fiestas. Así que él está muy
contento que alguien lo aproveche. Erica me dijo que te
gustaba tanto tocar y yo mismo te oí suspirar por uno un
día.
—Mire, ¡no es imagina Ud. , no puedo decirle
cuánto se lo agradezco! —exclamó Martha rebosante de
alegría. Su corazón saltaba y repetía como un estribillo:
“¡Gracias, Señor, gracias!”

Poco después soportaba, casi con alegría, las


miradas entre compasivas y burlonas de Mónica López
Cobo, que pasaba zumbando a su lado con agilidad
envidiable y luego le preguntaba: —¿No te animas a
esquiar tan ligero como yo? ¡Vamos! ¡Es que eres tontita!

Y Martha persistía heroicamente en su duro


aprendizaje y Erica la animaba sin cesar.

—Bueno, descansa un momentito. Has trabajado


muy bien. Vamos adelantando. Les tengo prometida una
carrerita a las chicas. Voy en seguida. Así que ¡prepárate
para ver una avalancha! —Erica se cargó los esquíes al
hombro y poco después subía montaña arriba por el
cable carril.

Habían pasado algunos minutos, y poco después


Martha observaba admirada uno de los espectáculos que
quedarían grabados siempre en su memoria. Desde allá
arriba venía deslizándose el grupo de hábiles
esquiadores. Reconoció la chaqueta de Erica en punta,
seguida muy de cerca por una silueta masculina de
campera de cuero marrón. Ese era Ronny, y la
esquiadora más próxima a él, Mónica, seguramente.

Martha sintió una punzada en el corazón. “¡Si yo


pudiera esquiar como ellos! ¡Soy tan torpe! ¡Oh, qué salto
dio Ronny! ¡La pasó a Erica! ¡Mmm! ¡Qué agilidad! ¡Si yo
pudiera!” Martha suspiró y evocó el piano para
consolarse. Así comenzó a repasar mentalmente todas
las piezas musicales que conocía hasta que, de pronto...

—¿Qué hace allí, sola? —la voz autoritaria de


Ronny la sacó de sus pensamientos.

—¡ES una nenita que tiene miedo de caerse! —


gritó Mónica sentándose en el suelo.

—Nadie se mató hasta ahora; no tenga miedo —


agregó Ronny secamente.

“¡Tontos! ¡antipáticos!” pensó Martita con


amargura. Pero luego decidió “brillar” con una sonrisa
amable.

—Ya sé. Pero sería más que imprudente si me


lanzara sola sin saber esquiar —dijo—. Sólo sé
deslizarme un poco y sacar algunas curvas.
—¿Quiere venir conmigo? Yo soy instructor. —
Así diciendo Ronny se dejó caer descuidadamente
dando un resoplido.

—¡Bah! ¡No querrá ir! —interrumpió Mónica


poniéndose en pie—. ¡Vamos, señor instructor!
Acompáñeme a otra carrerita.

—Vaya sola. No tengo ganas de ir —contestó


Ronny despectivamente, mientras con cuidado se
sacaba los guantes y comenzaba a desenvolver su mano
vendada.

—¡Dios mío! ¡Qué antipático eres! ¡Ahhh!


¡Perdona! ¿Te duele la mano? —Mónica se arrodilló al
lado del muchacho—. ¿Quieres que te ayude? ¡Ayyy!
¡Cómo tienes! ¡Mmm! ¡Pobrecito! Dame, que yo te
ayudo.

—Vaya tranquila, señorita. No necesito nada —


masculló Ronny, apartando con evidente fastidio las
manos de Mónica.

—No seas así. Otro en tu lugar hubiera aceptado


mi ayuda —murmuró con voz dulce y sugestiva, tomando
nuevamente la mano del muchacho.
—Otro... pero yo, soy yo. Vaya tranquila, que no
me moriré sin despedirla —replicó Ronny malhumorado.

Mónica enrojeció y se puso en pie diciendo con


altanería: —Eres bastante mal educado, pero si crees
que mendigo tu compañía, vas mal. ¡Me voy con Peter!

—¡Enhorabuena! —murmuró Ronny


levantándose. Dirigió una mirada a Martha y esbozó una
sonrisa. Luego se alejó silbando con la despeinada
cabeza bien erguida.

Martha también se puso en pie y estiró un poco


los brazos.

—¡Has visto ese Ronny! —exclamó Mónica en


esos momentos—. ¡Qué muchacho! ¿Por qué no
aceptaste cuando te invitó a esquiar con él? ¡Eres tonta,
mi hijita! ¡es un excelente tipo cuando quiere!

—¡Hola, hola! ¿Qué tal? —saludó Peter que


llegaba.

—¡Mira! Aquí hay otro instructor —dijo Mónica


tirando de la bufanda del muchacho.

—¡A eso vengo! —dijo éste inclinándose—. Erica


está ocupada allá arriba masajeando un codo a una
hermana tuya, Mónica. Así que me encargó a su
pequeña alumna. Ven, Martha. —Peter extendió su
mano a la niña, le ayudó a cargar los esquíes en el cable
carril (también subió Mónica) y comenzaron a ascender.

A Martha le encantaba subir cómodamente en el


carrito. Pero cuando tenía que descender sin más apoyo
que dos bastones de esquí... ¡hmm! Y esa mañana era
la primera vez que se lanzaba desde cierta altura
deslizándose por la nieve esponjosa blanca. ¡Oh, era
hermoso y emocionantísimo!

El cable carril se detuvo. No estaban muy altos.


Peter se volvió hacia Mónica. —Lárgate tú primero. —le
ordenó mientras ayudaba a Martha a colocarse los
patines.

—¡No! ¡Yo quiero ir con ustedes! Quiero ver cómo


patina Martha —replicó la pelirroja altaneramente.

—No seas caprichosa, chiquita. Quiero que haya


cancha libre para Martha, ¿entiendes? —Peter hizo una
sonrisa capaz de marear una santa y dio un suave
empujoncito a Mónica, quien dándose por satisfecha
comenzó el descenso.
—Bien, ahora nosotros, Martita. Te molesta
Mónica, ¿verdad? Es muy ágil y se complace en hacer
sufrir a los principiantes. Pero ya ves que la espanté.
Conmigo no tendrás miedo, ¿verdad? —Así diciendo
Peter dio un pellizco a la mejilla de la niña y luego dio la
orden de partida: —¡Descenso directo! ¡bien! ¡Cuidado a
la derecha! ¡Mantén los patines más separados! ¡Sigue,
sigue! ¡Bien! ¡Viva! ¡Fue un desliz perfecto! —Peter
seguía de cerca al a niña gritándole sus órdenes
animosamente.

Cuando llegaron abajo, Martha tenía las mejillas


arreboladas y el corazón agitado. Siguieron luego con
diversos ejercicios de esquismo. Peter resultó casi mejor
que Erica en lo alegre y buen compañero. Martha terminó
la mañana cansadísima pero feliz. Ya no le parecía tan
difícil todo.

A la hora del almuerzo comió con buen apetito,


para alegría de Erica. Luego se acostaron un momento y
se quedó dormida. Soñó que estaba tocando el piano.
Llegó la tarde y después del habitual paseo, Martha
volvió rebosando entusiasmo, tamborileando ya los
dedos en el aire. Corrió a cambiarse y bajó antes que
Erica, en busca de Peter. Se lo encontró en el camino
cariacontecido.

—Hoy limpian el salón. No podrás tocar. Mira, lo


siento en el alma.

—¡Ohhh! ¡Qué horror! —Martha lo dijo con tanto


sentimiento que Peter no pudo menos que reír.

—¡Vamos! Mañana te desquitarás, niña.

—Y bueno. —Martha se resignó suspirando y fue


a la biblioteca. Quizás allí podría escuchar música.

Ronny se hallaba trepado en una escalera de


mano revisando libros en los estantes altos. A Martha no
le importó la presencia del muchacho. Era tan indiferente
y ajeno a todo, que sólo parecía un mueble más. ¡Qué
suerte! No había más gente, de modo que cuando llegara
Erica estarían solas para escuchar música a gusto.
¡Ahhh! Sería la primera vez que lo harían, puesto que
siempre estaba allí Mónica tratando de animar al
“melancólico bibliotecario”. Apenas llegó Erica, ambas
abrieron el tocadiscos y se pusieron en la tarea de
hacerlo marchar. No habían pasado dos minutos cuando:
—Pero ¡esto no va! —exclamó Martha
decepcionada al tratar en vano de hacer girar el plato.
Erica lo observó, tocó aquí y allá, lo movió con la mano,
pero sin ningún resultado.

—¡Está atascado! ¿Se habrá roto? —dijo con


disgusto—. ¿Qué pasa con esto, Ronny?

—¿Eh? ¡Ah! Se rompió anoche, Srta. Lestka —


contestó el muchacho con una leve inclinación. Martha
se lamentó patéticamente: —¡Todo me falla hoy! ¡Qué
lástima!

—Paciencia, querida. ¿Qué le vas a hacer? —dijo


Erica consoladora—. Mañana tendrás tu piano. Siéntate
tranquila y lee algo interesante. ¡Hay tantas cosas lindas
en esta biblioteca!

Martha volvió a resignarse religiosamente, pero


estaba tan aburrida. Erica había arrimado un sillón a la
ventana y allí estaba leyendo muy entretenida. Pero ella,
hundida también en un sillón, miraba sin ver las páginas
de un libro mientras con la imaginación vagaba entre
pianos, sinfonías, etc. Al fin se distrajo en sus propios
pensamientos y estaba tan ensimismada que no advirtió
que dos ojos grises semientornados la observaban
detenidamente facción por facción. Habían pasado cinco
minutos.

—Señorita, ¿puede decirme qué libro sacó? —La


voz de Ronny desde el escritorio la volvió bruscamente a
la realidad.

—Sí, cómo no. —Martha se levantó y llevó el


libro, el muchacho lo examinó, anotó algo en un
cuaderno y luego le extendió una lapicera.

—Tiene que firmar —dijo a tiempo que se


levantaba y le ofrecía el asiento—. Y haga una firma clara
que no quiero descifrar jeroglíficos.

—Haré lo mejor posible —contestó Martha


suavemente—. Tiene mucho trabajo, ¿verdad? ¡Es una
biblioteca grandísima!

—¡Aja! Ahora firme acá rápido que estoy apurado


—masculló Ronny.

“Antipático, ¿eh?” —pensó Martha—, y firmó


calladamente. El muchacho miró con ojos críticos y le
extendió otra planilla con brusquedad. “Brilla en el sitio
donde estés” Martha se repitió la frase, hasta que al fin
pudo decir simpáticamente: —Es lindo este trabajo,
¿verdad? A mí siempre me gustó ser bibliotecaria.

—¿Eso puede decir que le gustaría ayudarme?


—inquirió Ronny apoyando un codo sobre el escritorio.

—¡Oh! ¡Claro que sí! Si necesita ayuda, estoy a


sus órdenes, —contestó Martha mirando con entusiasmo
la inmensa biblioteca.

—Ah, ¿sí?. Ya se me ofrecieron varias —replicó


el muchacho acentuando burlonamente las palabras.

“¡Ganso engreído!” —Martha casi no dijo, se


mordió la lengua, pero su actitud muda y digna dio a
entender algo de lo que pensaba. Esperó un momento,
terminó de firmar, y luego dijo con la mayor serenidad: —
Y bueno, si Ud. dijo que estaba apurado... —pronunció lo
último con su habitual tono ingenuo y luego se levantó
sonriendo.

—¡Holaaa! —saludó estruendosamente Peter


entrando como una tromba—. ¿Cómo andáis? ¿Qué
cuenta la bella niña? ¡Ah! ¡Perdone Srta. Erica, no la
había visto! ¡Buenas tardes! Oye, Ronny, te sacaré todos
los libros de anatomía que tengas.
—En mala hora has venido —contestó Ronny—.
Los libros que buscas están en el estante 20, arriba. ¡Allá
los veo! De paso, mira si no hay un libro verde y alto, un
Tesoro de la Juventud. Se me han perdido cinco tomos.
No sé si se los llevó Dios o el diablo.

—¿Un “tesoro de la juventud”? ¡Allí lo tienes! —


exclamó Peter señalando a Martha y riendo a mandíbula
batiente al verla ruborizar

Ronny no se dignó mirarla y carraspeó muy serio.

—Yo creo que me va a ayudar a buscar los tomos


que faltan —dijo— ¿no es así?

—¡Ah, bueno! Estoy aburrida, así que haré algo


—contestó Martha. Luego agregó tímidamente: —Si me
quiero subir a la escalera, ¿puedo?

—¿Y cómo no vas a poder? ¡Mira! ¡Toma mi


ejemplo! —Diciendo y haciendo, Peter subió en dos
zancadas, y parándose en peligroso equilibrio, cayó al
suelo y salió rodando espectacularmente, para asombro
de Martha y gran risa de Erica y del muchacho, que
levantándose como un elástico, se acomodó sin
protocolo alguno en un sillón con sus libros.
—Bueno, ¿empezamos? Ud. revisa toda esta
biblioteca y yo la otra. Tenga cuidado con las puestas,
son corredizas. —Ronny afirmó bien la escalera y Martha
se acomodó en lo alto. Miró hacia abajo.

—¡La pipa! ¿y si me caigo? —Lo dijo en voz baja,


pero Ronny la oyó y se volvió. Martha casi se cae de
veras. El muchachito sonreía amplia y simpáticamente
por primera vez. Parecía un chico alegre y travieso así.

—Si tiene miedo, bájese, no sea que por mi culpa


le pase un accidente —dijo con asombrosa cortesía.

—¡No, no! ¡Déjeme! A mí me gusta estar acá,


aunque me muera de miedo —contestó Martha riendo.
Ronny sonrió otra vez y luego se encaramó a la otra
escalera y comenzó su trabajo.

—¿Qué le ha pasado a este pájaro? —se


preguntaba Martha extrañada, y de pronto recordó
admirada lo que le dijera su mamá: “Una sola sonrisa
sincera, una sola palabra dicha con amabilidad, son
como un rayito caluroso de sol que derrite el hielo.”
¡Bueno!¿Habría conseguido ella derretir un poco del
antipático hielo de los Winelmann?
“Si lo conseguí, fue el Señor Jesús quien me
ayudó a ser amable y alegre,” se dijo, “Pero Señor,
ayúdame a estar en guardia; haz que no me ‘duerma
sobre las hojitas de laurel’. Ahora tendré que aprovechar
esto para ‘brillar’ más intensamente. Pueda ser que no
se hiele otra vez éste. ¡Qué cosa! ¿Has visto, Señor, qué
bien sabe sonreír? ¡Pobre! ¿Será tan poco feliz que
sonríe tan escasamente? Martha interrumpió su
‘conversación espiritual’ al ver un libro verde y alto.
Alcanzó a leer Tesoro de ... y enseguida gritó triunfante:

—¡Lo encontré! ¡Acá hay uno! ¿Cómo lo saco?


¿Cómo se abre esta puerta? ¡Rápido, que lo pierdo!

Peter y Erica suspendieron sus lecturas y la


miraron riendo, Ronny saltó de arriba de su escalera,
tomó la puerta por una manija rara y la empujó. Todo el
vidrio se corrió con gran estruendo y velozmente hasta el
otro extremo del mueble. Martha, que se había
ruborizado al darse cuenta de su espontáneo y no muy
suave grito, sacó el libro y lo entregó. Al cabo de tres
minutos ya estaba otra vez buscando libros “altos y
verdes... altos y verdes...”
Pasaron 25 minutos silenciosos, y Martha tuvo
que bajar porque ya había revisado toda la estantería
alta. Encontró otro de los tomos y Ronny un tercero. Sólo
faltaban dos.

Ronny terminó infructuosamente de recorrer toda


la biblioteca de su lado. Entonces pasó a ayudarle a la
niña.

Martha se hallaba con cabeza y manos dentro de


un extremo de la biblioteca. De pronto Ronny, que se
hallaba en el otro, lanzó una exclamación en alemán y
luego en castellano: —¡Bendito sea! ¡Aquí están los dos!

Se sintió el chirriar de las vidrieras. Martha


alcanzó a sacar las manos y torcer la cabeza, pero
desgraciadamente una parte de su pollera y un rulo de
sus cabellos quedaron aprisionados por la hermética
cerradura. Martha tiró en vano. La pollera no salía y el
cabello... bueno, no era muy lindo tironearlo.

—¡Mire lo que pasó! ¡Vengan a sacarme de acá!


—exclamó lastimosamente.

Peter soltó una carcajada. Erica hizo lo mismo y


Ronny trató de quedarse serio mientras corría a tirar de
la manija con todas sus fuerzas.
—¡Al diablo! ¡Se cerró mal! —exclamó.

—¡Qué calamidad! ¡Madre mía! —vociferó Peter


cómicamente, acercándose de un salto. Erica se
apresuró a ayudar a Martha a tirar de la pollera.

—No, no, así no —dijo Peter—. No va a salir.


Estas puertas se cierran herméticamente. Hay que abrir
la cerradura. ¿Tiraste todo lo posible, Ronny?

—¡Como un burro! Pero te digo que se cerró mal,


la cerradura está torcida. ¡A ver! Pruebe Ud. señorita.
Empuje la manija todo lo que pueda. Yo le ayudaré.

Ronny y Martha lucharon un momento pero lo


único que consiguieron fue que Martha se hiciera mal en
la cabeza. Sin embargo, Ronny creyó ver que la
cerradura se movió. Peter fue en busca de una lima y una
sierra, pero al tratar de usarlos chocaron con el
inconveniente de que Martha estaba con la cabeza casi
pegada al marco, de modo que no podía introducir nada
allí sin el inminente peligro de seccionarle una oreja o la
nariz.

—Tendremos que tirar. ¡No hay nada que


hacerle! —declaró Peter. Los cuatro se miraron en
silencio. De pronto Peter se quitó el cinturón y lo ató a la
manija.

—¿Te tira mucho el cabello cuando empujas? —


preguntó.

—Un poco. Pero peor es tener que quedarme


aquí —contestó Martha suspirando.

—Bueno, tira del cinturón, Ronny. Yo empujo con


ella de acá. —Peter apoyó la mano en la manija y
comenzó el forcejeo. Erica sufría al ver a la pobre Martha
inmovilizada, con la carita aprisionada entre el mueble y
el brazo de Peter.

Se sintió un crujido. —¡Viva! ¡Está cediendo! —


anunció el muchacho animadoramente. —Bueno, ahora
empujas sola, ¿eh Martita? Creo que casi te rompo la
cabeza. Te metiste en un verdadero aprieto esta vez.
¿Quieres que tire yo, Ronny?

—No, deja, con un solo tirón más cederá. —Peter


y Erica se retiraron un poco para observar mejor la
maniobra. Ronny se enrolló el cinturón en la mano e
inmediatamente hizo una seña a Martha. Hubo un
momento de silencio expectante, y de pronto ... ¡Trac!
¡Crashshsh!
La vidriera pareció volar al otro extremo del
mueble. Ronny trastrabilló y cayó volteando una silla y
Martha quedó tirada graciosamente sobre la alfombra.
Se miraron los cuatro y una carcajada general llegó hasta
el comedor e hizo correr al viejo Hans, que se asomó
perplejo.

—¿Qué ha pasado?

—Nada, nada. Vaya tranquilo, que esto no va a


aumentar ni un centavo las cuentas —contestó Ronny
sacudiéndose la ropa.

Poco después sonó el timbre para la cena.

Mónica se sorprendió al ver a Ronny tan extraño


conversando animadamente con Erica y Peter, y se
alarmó cuando vio que Martha, que venía bajando de la
escalera, fue recibida con alegres carcajadas por los tres
¿Qué pasaría?
Capítulo VI

Martha se encontraba sentada frente a la ventana


de su habitación, mirando distraída el humo de la
chimenea de la hostería. Tenía ante sí la Biblia abierta y
volvió a leer aquel versículo en Isaías 58:10 que la tenía
pensativa: “Y si derramares tu alma al hambriento y
saciares el alma afligida, en las tinieblas nacerá la luz”.

“Bueno, yo me acuerdo de una predicación de


papá sobre esto. A ver: Una persona que no tiene al
Señor Jesús en su corazón es un alma ‘hambrienta’ de
paz, ‘afligida’ por el pecado, un alma perdida. Yo, que
tengo a Jesús, soy feliz, tengo paz y luz. Debo ‘derramar
mi alma’, es decir, amar mucho a esas otras almas
hambrientas, afligidas y perdidas en las tinieblas del
pecado. Si yo me preocupo en hablar del Salvador, de
brillar acá, entonces en las tinieblas de las almas
perdidas del refugio Winelmann nacerá mi luz, la luz del
Señor en mí, y puedo con mi luz algún perdido rescatar.

—¡Martha! ¿Se puede....? ¿Permiso?

—¡Oh! ¡Hola! —Martha se puso de pie


sorprendida al ver entrar a Mónica.
—Vengo a buscarte —anunció la pelirroja
echando una ojeada a su alrededor.

—¿Sí? ¿Qué pasa? —inquirió Martha, mientras


en su interior pensó irremisiblemente: “¿por qué no se irá
a molestar a otro lado?”

—Estoy aburrida y tengo ganas de pasear, pero


las chicas no quieren salir. Te vine a buscar. —Mónica
se sentó descuidadamente sobre la cama y señaló los
porta-retratos con la cabeza preguntando: —¿Esas son
tus hermanas?

—Sí, la mayor, Miriam y la otra, Beatriz (Betty)

—Y esos son tus padres, ¿verdad? ¿Es cierto


que tu papá es pastor o, qué sé yo, evangelista?...

—Sí.

—¡Qué raro! ¿Tú también eres evangelista,


Martha?

—Sí, cristiana evangélica.

—Y, ¿qué creen ustedes? ¿Qué hacen? —


Mónica formuló la pregunta sin mucho interés.
—Nosotros creemos en Dios: Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Creemos en la Virgen y en todos los
santos, pero no los adoramos porque...

—¡Bueno! —interrumpió Mónica levantándose—.


No importa, yo creo que no hay mucha diferencia con el
catolicismo.

—Sí que hay — replicó Martha firmemente.

—Bueno, bueno. Pero a mí ¡no me hablen de


religión! ¡Estoy hasta acá! —Mónica se puso una mano
sobre la nariz, luego agregó altaneramente—, ¿Quieres
decirme de qué se reían Peter, Ronny y tu profesora
ayer?

—¿Ayer? ¡Ah! Pasó un accidente en la biblioteca


—contestó Martha riendo. Luego contó todo lo ocurrido.
Pero parece que a Mónica no le causó gracia.

—¿Y Ronny te pidió que le ayudaras? —preguntó


enseguida.

—No. A mí me gusta ese trabajo, se lo dije, y él


estaba muy apurado. Entonces le ayudé —contestó
Martha sencillamente.
—Ten cuidado con ese muchacho. Conmigo
también fue simpático al principio. Pero es un lunático. —
Así diciendo, Mónica se arregló el cabello ante el
espejo—. ¿No tienes novio?

—¿Novio? —exclamó Martha.

—Sí. ¡Oh! ¡Ya veo que no! —dijo Mónica riendo—


. Eres ingenua, ¿sabes? Yo ya tuve como diez, por lo
menos. El primero, cuando tenía doce años. Nos
peleamos porque yo no quise prometerle “fidelidad
eterna”. ¡Ja-ja-ja! El último que tengo se llama Kenneth.
Es un inglés flacucho, alto, con lentes. ¡Pobre tipo! No
miraba a ninguna chica y yo jugué una apuesta de cien
pesos a que me lo conquistaba en menos de dos
semanas. ¡Y la gané! ¡Lo hubieras visto; me adora como
a Dios! ¿Te imaginas cómo nos divertimos con las
chicas? Ahora desde que me vine, no sé qué hará el
pobre. De las tres cartas que me escribió no le contesté
ni una. Total, ahora que me gané la apuesta, ya no me
interesa. —Mónica reía muy divertida.

A Martha le parecía mentira que una chica casi


de su misma edad fuera así, y sufría al pensar en el pobre
Kenneth tan cruelmente engañado, y Mónica riendo
como si tal cosa. ¡Qué mala y antipática era! ¿Qué decirle
a una chica así?

—¿Y tú? ¿No has tenido novio? ¿Algún


amiguito? —Mónica hablaba en forma mordaz e
inquisidora.

—Yo no —contestó Martha muy seria—. Cuando


tenga un novio, será de verdad y me casaré con él.

—¡Ja-ja-ja! —rió Mónica divertida—. Eres muy


seriecita, Martha, pero no eres práctica. Mira, es mejor
probar con muchos. Así vas conociendo cómo son los
hombres para no equivocarte después. Luego llegará el
“príncipe azul”, un “buen partido”, y te casas. Mientras
tanto, has aprovechado el tiempo divirtiéndote un poco.

—No estoy de acuerdo contigo —replicó Martha,


mientras en su interior oraba para saber qué decir—. Yo
creo firmemente que Dios tiene preparado un esposo
para mí, si es su voluntad que me case, y sé que el
muchacho que Dios me prepara será el único que me
hará feliz y el único a quien querré mucho. Por eso no
necesito ir “probando”. Confío en Dios y no tengo miedo
de equivocarme.
—¡Idea religiosa! —exclamó despectivamente
Mónica—. ¿Pero no me vas a decir que nunca te gustó
un muchacho?

—¡Oh! ¡Eso es otra cosa! —contestó Martha—.


Gustarme... hay varios que me gustan, y más en esta
edad, como me dice siempre mi mamá. Pero eso de
novios, no. No necesito esa clase de “diversión” porque
soy lo suficiente feliz como para vivir de acuerdo a mi
edad y no adelantarme en busca de cosas que no me
corresponden. Me parece que el noviazgo es algo
demasiado sagrado para jugar con él.

—¡Bah! ¡Ideas religiosas! —volvió a exclamar


Mónica burlonamente—. Dime, ¿te gusta Ronny? ¿O
eres tan seriecita que no te fijaste en él?

—¿Ronny? Es muy lindo. Físicamente me gusta,


pero pienso que es muy fumador. Además, yo jamás
podría confiar en un tipo así. Sé que no tiene las ideas
que yo tengo, y....

—¡Ahhh! —interrumpió Mónica—. Tú quieres uno


que no fume, que no tenga vicios, que sea responsable
y tenga tu religión.

—¡Exactamente! —contestó Martha sonriendo.


—¡Todo un santo! ¿Piensas prenderle velas toda
la vida? Mira, todavía no sabes mucho del mundo.
Hombres sin vicios, no sé dónde los vas a encontrar, y
religiosos ¡menos! Y los que hay, mi hijita, ¡te los regalo!
¡Son más aburridos que una ostra! ¡Bueno! Te espero
abajo, ¿oyes?

Mónica se dirigió a la puerta, y haciendo una


artística inclinación, se fue.

Martha quedó parada en medio de la habitación


pensativa. Se sentía incómoda y disgustada. No tenía
deseos de acompañar a Mónica.

“Con ella me siento como si fiera una tonta”, dijo


casi en voz alta, “Y es tan mundana. Yo no sé qué decirle
a chicas así. Se ríe de todo lo que le digo de Dios”. “Mira
más allá de la cara, más allá de la cara”, este
pensamiento le martillaba la mente mientras se ponía las
botas para nieve. ¡Oh! Era difícil a veces mirar “más allá
de la cara”, pensar en amar al alma perdida que se
escondía tras el rostro altanero de Mónica. Sin embargo
era la vedad. Mónica era a los ojos de Dios nada más
que una pobre alma perdida, hambrienta, afligida, un
corazón como tantos, sumido en la oscuridad del pecado.
Martha seguía reflexionando, mientras se peinaba el
desordenado flequillo y se colocaba una chaqueta roja
con el capuchón.

“¡Martha Spendi!” dijo a su imagen reflejada en el


espejo, “no seas mala y egoísta! ¡No te creas una víctima
porque estés lejos de tu casa en medio de gente
antipática! ¡Ah, sí! Brillar para el Señor nada más que con
tu ángel bienhechor. Y la pobre Mónica, loca y mundana
¡no! ¡Ya te achicas y no brillas, como si en el día del juicio
el Señor no te fuera a preguntar: ‘¿Qué hiciste para
salvar el alma perdida de Mónica?’” Martha se miró
severamente, y tragándose el desgano y disgusto, bajó a
encontrarse con Mónica. Salieron a la fría intemperie
blanca de esa tarde andina.

—Me voy a ir pronto, ¿sabes? —anunció Mónica


cuando dejaron atrás el refugio.

—¿Sí? ¿Cuándo?

—Mira, no sabemos, pero yo creo que ya la


semana que viene, y ¡en buena hora! Ya me estoy
aburriendo acá. No hay cine, no hay baile. ¡Bah! Y son
todos más aburridos que no sé qué. Peter es muy
simpático, pero como todo buen futuro doctor, se lo pasa
tragando libros. Ronny es el único más interesante, pero
según con la luna que esté. Nos peleamos por eso,
¿oyes? Antes éramos muy amigos, salíamos siempre
juntos y nos divertíamos bien. Pero súbitamente era tan
despectivo y tonto que me cansé.

—¿Y adónde te vas? —preguntó Martha.

—Volvemos a Mendoza, a casa —contestó


Mónica con indiferencia —. Ya estuve desde el principio
de Mayo paseando y ya se acaban las vacaciones. ¿Y
tú? ¿Cuánto tiempo te quedas?

—Hasta el fin del mes, y más quizás.

—¡Puff! ¡Te vas a aburrir!

—¿Yo? No. No me aburro.

—¡Ah, claro! Si todos los días son como ayer en


la biblioteca —dijo Mónica, dando un respingo—. Quizás
Ronny se enamore de ti. A él le gustan las chicas serias.
¿Sabes, chiquita?

—No hables así —dijo con seriedad—. Yo soy


muy chica para esas cosas y aparte de lo imposible de lo
que dices, yo pienso que si pasaría eso, se me arruinaría
la alegría y la paz. ¿A ti te parece que una chica sólo
puede divertirse cuando tiene un novio?

—Un novio, no, pero un muchacho tan buen


mozo como Ronny, sí —contestó Mónica mordazmente.

—Pues estás equivocada. Yo francamente


compadezco a esa clase de chicas que sólo son felices
cuando tienen cine, baile y muchachos para divertirse.
¿No te gustaría ser tan feliz en tu corazón como para no
necesitar nada de eso para estar alegre? —Martha lo dijo
sonriendo, mientras el corazón le latía furiosamente.
¡Debía aprovechar esa oportunidad de hablar de la luz
que ella tenía! ¡Y qué lucha! Mas cuando Mónica lanzó
una carcajada burlona y le palmeó la mejilla diciéndole:
—¡Oh! ¡Ya veo que no has salido de la inocente niñez!
Debes ser un poco más moderna, tontita. No sé qué vas
a hacer en la vida si sigues con tus ideas tan santas...

—Puedes decir lo que quieras, pero yo soy feliz


en mi corazón. Yo sé que aunque sea niña, joven o vieja,
siempre seré feliz como ahora. Mi felicidad sería firme y
duradera. Las diversiones al fin cansan y con la vejez se
terminan. Pero mi felicidad está en Dios que es eterno,
en El que me la asegura acá y allá en el cielo
eternamente.

—¡Bah! ¡bah! —interrumpió Mónica con


desprecio—. Cada cual con su idea. A mí me gusta la
mía, y tú, sigue con las tuyas —por lo menos hasta que
seas un poco menos inocentona, ¿oyes? ¡No hablemos
más de esto!

Siguieron caminando, Martha en silencio,


pensativa, y Mónica tarareando un “jazz”. Se dirigían otra
vez hacia el hotel. Erica las vio juntas desde su ventana
en el segundo piso y no pudo menos que sonreír al
observarlas bien: Mónica, alta y espigada caminaba con
la expresión típica de quien se cree que está en un
escenario, con su nariz en lo alto y una sonrisita de
superioridad en los labios pintados. Martha, más
pequeña, sencillamente, más niña, sin pintura ni artificio.
Estaban amontonando nieve para hacer un muñeco y se
podía oír su conversación:

—¡Eh! ¿Te has dormido? —gritó Mónica—. ¿Qué


haces?
—Estoy mirando esto —contestó Martha, que se
hallaba más allá, inclinada sobre el suelo, observándose
los guantes llenos de nieve.

—¡Vaya! ¿Qué has visto? —siguió la pelirroja,


hiriente—. ¿Algún santito religioso?

—No. ¡Vieras qué regio! ¡Qué preciosa es la


nieve! ¿Nunca la miraste de cerca?

—¡Bah! ¡No seas cursi! Sigamos amontonando.

—¡Ah! ¡Cómo me gustaría tener un microscopio!


¿Nunca viste las figuras hermosas de la nieve?

—Quizás. Bueno, ¿vienes?

—Espera un ratito —Martha se había arrodillado


en el suelo y con un palito deshacía cuidadosamente un
poco de nieve sobre su mano.

—¿Es la primera vez que ves nieve? ¡Gran cosa!


Eres tan ingenua que me pones nerviosa. ¿Oyes?
¡Vamos! —Mónica con evidente fastidio se acercó a la
niña y con un gesto brusco le sacó las manos de la nieve
y el palito saltó por el aire.
—¿Vienes o no? —dijo luego cruzándose de
brazos.

Martha se puso en pie y se sacudió la ropa. —


Voy, ya que me destruiste el laboratorio —contestó
tranquilamente—. ¿Así que no te interesan los tesoros
de la nieve?

Mónica se encogió de hombros despectivamente


y siguieron trabajando en silencio. Plantaron un palo muy
ramificado como eje, y comenzaron a amontonar nieve y
a darle forma. Martha empezó a canturrear quedamente
al principio, pero luego, entretenida en el juego, elevó la
voz hasta que se encontró distraída cantando con
soltura:

“Cual las aves cantan su canción

Y los ángeles loando están,

Cual las flores su perfume dan,

Yo también cantaré mi canción”.


Mónica la miraba de reojo e inmediatamente, y
con súper-evidentes intenciones de hacerla callar, se
puso a cantar ella con toda su voz:

“Sufro al pensar que el destino logró


separarnos,

Guardo en el alma recuerdos que no


olvidaré,

Sueños que juntos forjaron tu alma y la


mía

En las horas de dicha infinita que añoro

En mis noches que no han de volver”.

Y la voz de Martha quedó tapada...

El muñeco iba tomando forma. Erica observaba y


escuchaba todo desde su ventana. Y había alguien más
que desde un ventanal del piso bajo seguía la escena,
estudiando atentamente todo con sus ojos
alemanamente semi-entornados.
Martha se había alejado un poco, mientras
Mónica amontonaba más nieve hasta formar la cabeza.
Poco después volvió y puso un palito en la boca del
muñeco.

—¡Saca eso! ¡No seas tonta! —exclamó Mónica


arrancándolo de un solo tirón—. ¡Vamos a ponerle un
cigarrillo de verdad!

Martha dio un cómico profundo suspiro de


resignación y se sacó su gorrita de piel. —¿Algo más,
señora? —preguntó inclinándose.

—¡Graciosa! —terció Mónica. Luego, con un


gesto de superioridad sacó un cigarrillo, lo prendió, lo
puso en la boca del muñeco, y quitándole la gorra a
Martha se la colocó en la cabeza.

—¿Ves qué bien? —dijo riendo—. Este es un


mamarracho mezcla de Ronny y tu, por el cigarro y la
gorra. ¿Qué más quieres? Te uní con él.

Esta vez Martha no contestó, y ninguno de los dos


observadores pudo vislumbrar la lucha en su corazón
para poder al fin tomar una actitud amable.
—Mira —dijo Mónica de pronto—, una rama del
eje sobresale por la cintura. Vamos a sacarlo. Tú
sostienes el muñeco y yo la quiebro.

—¡Humm! Me parece mejor que la dejemos. Mira


que se nos vendrá todo abajo —advirtió Martha.

—¡Pero no! ¡Vamos! ¡Sostén un poco! — Mónica


tomó la rama que sobresalía y Martha se apresuró a
apoyar.

—¡Uhh! ¡Es dura, pero hay que quebrarla! —la


pelirroja presionó con ambas manos.

—¡Cuidado! ¡Se cae! —gritó Martha.

—No, ya la quiebro —Mónica hizo otro esfuerzo


y aflojó de golpe. Pero el pobre muñeco ya se
derrumbaba y quedaba sin cabeza ni tórax.

—¡Lo soltaste! ¡Mira lo que has hecho! —gritó


Mónica enrojeciendo mientras trataba de impedir el
desmoronamiento.

—Fuiste tú. Te avisé y no hiciste caso —contestó


Martha sacudiéndose la nieve y riendo sin poder
contenerse—. ¡Vamos! ¡No te enojes! ¡Esto es divertido!
—¡Bah! —Mónica se encogió de hombros, y al fin
sonrió al ver a Martha que tirando nieve por el aire
desenterraba su gorra. Erica reía más allá arriba y una
sonrisa también se esfumó tras el humo del cigarrillo del
otro observador.

Caía el crepúsculo y las dos chicas volvieron


adentro.

Martha dio un suspiro de alivio. Por fin había


tregua en la lucha sostenida para brillar con una chica
antipática.

“Es difícil, pero me siento satisfecha”, pensó


mientras se preparaba para bajar al comedor. Se
sentaron en su mesa de siempre al lado del ventanal.
Cuando les sirvieron la comida, Martha inclinó un
momento la cabeza en reverencia. Erica quedó quieta
también. Sabía que la niña siempre daba gracias a Dios
antes de comer y esta actitud llegaba a su corazón hasta
tal punto que muchas veces llegó ella también a inclinar
la cabeza. Era un pequeño acto que Martha hacía, una
pequeña luz que comenzaba a dar sus pequeños pero
positivos resultados.
Capítulo VII

Desde el sábado venía llegando gente al Refugio


Winelmann. El día domingo amaneció sereno y frío.
Martha se vestía convenientemente para sus ejercicios
matutinos. Seguramente esa mañana habría muchos
esquiadores. Habían llegado un grupo de jóvenes muy
alegres que en seguida trabaron amistad con las chicas
López Cobo y Martínez. Parece que los Winelmann
habían organizado un baile y llegaban sus amistades.

Martha se extendió un poco de crema en la nariz


y luego de acomodarse su gorra salió. Cruzó el
bosquecillo de pinos y abedules. Dos muchachos
desconocidos que allí estaban la saludaron
respetuosamente. Llegó a la casilla, donde la esperaba
Erica, y poco después se encontraban subiendo por la
ladera. Aquí y allá, por toda la montaña aparecían
esquiadores que pasaban, iban y volvían zumbando
vertiginosamente.

Varias muchachas nuevas solicitaron la ayuda de


la profesora Lestka, de modo que Martha andaba
completamente sola por primera vez. Aunque le
temblaba el corazón al principio, fue perdiendo miedo y
al fin lo hacía con gran entusiasmo. Estuvo largo rato
esquiando hasta que al fin se cansó y con el
consentimiento de Erica se retiró del área de esquismo.
Se quitó los patines y con gran satisfacción se entretuvo
durante cerca de media hora mirando el espectáculo.

—¡Buen día! ¿Vamos a esquiar? —dijo alguien a


sus espaldas. Martha se volvió sorprendida. Ronny hizo
una leve inclinación y descargó sus esquíes.

—Bajé hace un momento y estoy cansadísima —


contestó ella, dando un suspiro.

—Ya veo que sólo le tienes confianza en Peter —


dijo Ronny burlonamente—. Yo creí que después de lo
sucedido en la biblioteca el otro día éramos amigos.

—¿Amigos? —exclamó Martha sin darse cuenta.

—¿De qué te asustas? ¿Me crees tan ermitaño


que no soy capaz de amar, de la amistad? Y te tuteo
porque para mí eres nada más que una nena. Mira, te
observé durante estas dos semanas desde que llegaste.
Eres.... en fin, no eres como Mónica y otras. ¿Entiendes?
Y decidí que seas mi amiga.
—¿Por qué? —a Martha se le escapó la
pregunta.

—Porque Peter se lo pasa estudiando, y aunque


a mí me gusta la soledad, no conviene que piense tanto
en ciertas cosas porque acabaría por matarme. ¡Bueno!
No me voy a poner a contarte penas seguramente, pero
me gustaría que me perdieras el miedo. —Ronny calló y
encendió un cigarrillo.

Martha estaba desconcertada y no se le ocurrió


nada que decir. Sin embargo no estaba cómoda allí.

—Bueno, Martha, ¿quieres que demos una


vuelta? —preguntó Ronny, y su voz se le antojó a la niña
un poco autoritaria.

—¿Adónde? Esquiar no; estoy cansada —


contestó tratando de ocultar su indecisión.

—¿Nunca entraste en el bosque? Ven, te


enseñaré algo interesante. —El muchachito se caló la
gorra sobre sus revoltosos cabellos rubios y le extendió
un bastón para la nieve. Ella lo recibió seria y pensativa.
Mientras iba caminando en silencio, miles de
pensamientos cruzaban por su mente. Hasta la vanidad
se alzó diciéndole: “¡Cómo se morirá de envidia Mónica
si me ve!” Pero Martha alejó este pensamiento, pues otro
mayor la preocupaba: ¿cómo brillar?, y en el fondo de su
corazón se puso a orar: “¿Cómo me porto, Señor? ¿Qué
hago? Si este Ronny se dio cuenta que soy una hija tuya,
que soy distinta, si ha visto la lucecita tuya en mí, ¡me
alegro, Señor! ¡Gracias, Señor! Pero cuídame de no
hacer imprudencias. ¡Oh, guárdame, Padre!”

Seguían caminando en silencio. Martha seguía


pensando: “delincuencia juvenil”. Esta frase que muy a
menudo pronunciaba su padre con tristeza, siempre
conmovía su corazón. ¡Delincuentes! ¡Pobres jovencitos
llenos de dolor, maldad y desgracia! ¿Y si Ronny llegara
a ser un delincuente? Martha miró de soslayo al
muchachito, observó ese perfil firme, casi perfecto,
empañado por el humo de un odioso cigarrillo y se
estremeció. ¿Antipático? Sí lo era con esa mirada fría y
arrogante. Pero mirando más allá de la cara (como decía
papá) la actitud de Ronny ¿No era siempre sombría,
quizás amargada? “Más allá de la cara” habría un alma
triste, obscura de pecado, hambrienta de paz.

—Llegamos. ¿Quieres visitar el bosque? —El


muchachito se detuvo mirando a la niña como queriendo
adivinar sus pensamientos.
—Da miedo. Nunca entré —contestó Martha,
sentándose en el tronco caído.

—¡Qué miedo ni qué nada! Ven conmigo. Te


enseñaré una cabaña que construí en el corazón del
bosque.

—No. Perdone... dijo, perdona, pero estoy muy


cansada.

—Mentira. No estás cansada —replicó Ronny


fríamente—. Lo que pasa es que tienes miedo. ¿Es así,
Martha? Erica me estuvo hablando mucho de ti y sé que
necesitas distracción y te gusta pasear. Ella se alegró
mucho cuando le dije que conozco lugares hermosos
sonde llevarte, y yo también estoy harto de ese bullicio
allá, ¿entiendes? Yo sé que eres una niña buena,
ingenua y serás una buena compañera en los paseos.
¿Más explicación? Así que, si quieres venir, vienes, y si
no, quédate.

—¡Oh, sí! Me gustaría mucho ir, pero me siento


cansada en serio. Si quieres llevarme otra vez, iré con
mucho gusto, te prometo. Debe ser hermoso, ¿verdad?
¡Cómo me gustaría que viera todo esto mamá!
—¿Mamá? —Ronny se encogió de hombros—.
¿No puedes estar sin pensar en mamá?

—La extraño mucho —murmuró Martha, bajando


la vista— a ella, a papá, a todos.

—¿Era una carta de tu madre la que estabas


leyendo un día acá? —preguntó Ronny. Martha lo miró
extrañada.

—¿Qué? ¿Ud. me vio? —balbuceó comenzando


a ruborizarse.

—Sí. Ese día vine al bosque para no insultar


demasiado a un hombre y a una mujer. Yo estaba allá
tras esos pinos pequeños y te vi cuando llegaste. Te
pusiste a leer y después bajaste cantando. Parece que la
carta era muy emocionante, a juzgar por tus ojos. —
Ronny acentuó las palabras con burla.

—¡Oh! ¡Ud. es malo! ¡No se da cuenta lo que es


para mí una carta de mamá ahora que estoy tan lejos! No
me importa que se ría si me vio llorar. ¿Acaso Ud. no
extrañaría a su mamá? —Martha dijo todo estoy muy
seria, luego agregó sonriendo— claro, ustedes los
alemanes son muy fríos.
Ronny, que la observaba fijamente al principio,
ahora miraba al suelo.

—¿Tanto la quieres a tu madre? —preguntó sin


levantar la vista.

—¡Qué pregunta! —exclamó Martha riendo. Pero


algo en la actitud del muchacho la sobrecogió. ¡Qué raro
era! Por momentos tan altanero y ahora, allí, apoyado
contra un pino, con las manos hundidas en los bolsillos,
la cabeza gacha, parecía un niño a quien acababan de
castigar. Martha sintió la necesidad de decir algo alegre:

—¿Sabe que tengo un chichón en la cabeza? Me


lo hice con lo de la biblioteca.

—Fue algo nunca visto —respondió Ronny con


vaguedad—. Dime, ¿vas al baile esta noche?

—¿Al baile? No, yo no.

—Es que deberías ir si necesitas distracción. ¿O


es que lo consideras algo diabólico como el cigarrillo?

—¿Diabólico? Y ... según. Pero le diré una cosa:


yo, aunque extrañe a mi familia, lo mismo soy feliz. Mi
distracción preferida es pasear y admirar estas
hermosuras durante el día. A la noche me acuesto
temprano, y si Ud. supiera ¡qué tranquilidad y bienestar
siento! Es el momento más quieto. Entonces anoto en mi
diario todos los pensamientos que se me ocurren.
Después leo la Biblia (esto es lo mejor) y cuando empiezo
a tener sueño, apago la luz y duermo benditamente. Ya
ve, tengo un programa nutrido y sano y el baile no me
hace falta.

—Tienes una mente infantil, o un espíritu especial


—dijo Ronny pensativo—. Más bien, un espíritu especial,
creo. Mira, está empezando a nevar. ¿Quieres que
volvamos? Se va a poner frío y te hará mal.

—Sí, doctor —contestó Martha alegremente, y


Ronny esbozó una sonrisa, la primera en toda la
mañana. Cuando Martha resbaló y cayó riendo en la
nieve, él sintió como un rayito de sol en su espíritu y rió
también, no pudiendo resistir a las contagiosas
carcajadas de esa niña. “¡Qué extraño! Pensar que era
una adolescente igual que Mónica, y tan distinta”.

Habían pasado las horas en ese día. Eran ya las


seis de la tarde. Martha se sentía sola. No podía tocar el
piano porque lo estaban afinando para esa noche. Toda
la gente andaba por el salón comedor y la biblioteca.
Fumaban, bebían, escuchaban ruidosa música, y en
medio de todo se oían las carcajadas a veces artificiales
de las mujeres. Erica, conocida de muchas de ellas,
señoras de aristocracia, se veía obligada a atender sus
conversaciones y partidos de bridge. El grupo de
galantes jóvenes y coquetas muchachas en el que se
encontraba Mónica, no prestó atención a la pobre
Martha, que fue introducida allí por capricho de la
inquieta pelirroja. Pero le fue fácil escapar de ellos. Ahora
se encontraba sola, vagando por la biblioteca, mientras
pensaba con nostalgia en su hogar, en las reuniones que
sin duda se estaban realizando. Podía imaginarse bien
todo: el salón amplio bien iluminado, Miriam tocando el
armonio y sonriendo a todos, Betty sentada en el primer
banco en medio de los chicos para mantenerlos en
orden, mamá con su trajecito negro (el dominguero) en
los últimos asientos, atenta a acomodar y a dar una
sonrisa de bienvenida a los que llegaran, y papá allá en
la plataforma, Biblia en mano, con la venerable cabeza
gris inclinada a menudo en silenciosa plegaria, mientras
esperaba el momento de la predicación. Podía ver con
claridad en su mente el dinámico y entusiasta Roberto (el
novio de Miriam) dirigiendo los himnos con expresión
jubilosa, marcando el compás con ambas manos. Y le
parecía oír el canto de la congregación unánime y
vigorosa. ¡Oh, cuánto daría por estar allá sentada, ya sea
con Betty, con las demás chicas o con mamá! Pero no.
¡Qué lejos estaba de ese ambiente tan querido! Martha
paseó su mirada por esa gente acá alrededor de ella,
gente mundana, indiferente, superflua, y tuvo que dar
vuelta la cara hacia la biblioteca para ocultar dos
lágrimas desoladas que asomaron a sus ojos. Hizo un
esfuerzo para contenerlas mientras se repetía
incesantemente: “No estoy sola. El Señor está conmigo.
Debo ser fuerte. Estoy rodeada de almas perdidas en la
oscuridad. Debo brillar, sonreír, alumbrar”.

Las horas pasaron más lentamente esa tarde.


Cenaron. Reinaba gran bullicio y movimiento en el hotel.
Erica, comprensiva, no insistió en que Martha la
acompañara al baile, y luego de asegurarse de que la
niña no necesitaba ninguna atención, se fue. A las nueve
y media de la noche, no quedaba nadie más en el
comedor y la biblioteca. Todos se habían concentrado en
el inmenso salón brillantemente iluminado y ataviado.
Martha sintió cierto alivio y al cabo de un
momento, consciente de que nadie la oía se puso a
cantar, al principio con voz un poco velada:

“¿Cómo podré estar triste?

¿Cómo entre sombras ir?

¿Cómo sentirme sola y en el dolor vivir?

Si Cristo es mi consuelo, mi Amigo


siempre fiel,

Si aún las aves tienen seguro asilo en El”.

Y luego, poco a poco se fue afirmando más:

“¡Feliz cantando alegre

Yo vivo siempre aquí!

Si El cuida de las aves

Cuidará también de mí”.


A medida que se desvestía seguía cantando
como una alondra. ¡Qué lindo! ¡Cómo le gustaba cantar
y qué contenta se iba sintiendo!

“Brilla en el sitio donde estés.

Brilla en el sitio donde estés;

Puedes con tu luz algún perdido rescatar

Brilla en el sit...”

—¡Ztriingg! ¡Zztringg!... —el timbre del teléfono


en la pieza de Erica cortó el concierto de Martha, que
corrió a los tropezones en la oscuridad a levantar el tubo.

—¡Hola! ¡Hable!

—¿Eres tú, Martha? —contestó la voz grave de


Peter.

—Sí. ¿Qué pasa?

—Nada, señorita. Sólo quería saber si estás con


vida.
—¡Ah! Gracias. Creo que estoy bien. Y Ud., ¿no
fue al...?

—¿Al baile? —Peter soltó una carcajada—. ¡Qué


cosas preguntas, hermanita!

—¡Oh! ¡Perdone! ¿Está usted en la


administración?

—Sí, “señorita usted”, “miss usted”. ¿Cuándo


aprenderás a tutearme?

—No sé. No me animo al verlo tan alto y alemán.

—¡Qué ocurrencia, niña! —exclamó Peter—.


¿Está bien tu salud mental? ¡Ahhh! ¿Sabes que el viejo
Porterdin me preguntó por ti? Dijo que hacía mucho
tiempo que no veía a “esa niñita tan inteligente y
simpática”. ¿Oyes? ¿O te has muerto?

—Sí, oigo. Yo tampoco lo vi a él y me gustaría


poder hablarle otra vez. ¿Dónde se esconde?

—¿Dónde se esconde? Mira: detrás de un


toscano, una botella de “Wiskey” y un mazo de cartas. O
si no, tras libracos inmensos con hojas que huelen a
vejestorio. Pero hace unos días se fue. No llores; volverá
a fin del mes.
—Gracias por la información —dijo Martha
riendo—. Pero ¡qué lástima!

—No importa, Martha, considérate contenta que


ya aprovechaste una oportunidad para hablar con él.
Bueno, ¿qué piensas hacer ahora?

—¿Yo? Estoy lista para dormir, pero todavía no


me había acostado.

—¡Qué lástima no haber llamado más tarde para


hacerte levantar castañeteando los dientes de frío!

—¿Qué?

—Nada, —murmuró Peter con voz queda—. Si


vieras lo que estoy viendo, ¡se te seca la garganta!

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—Pasa el elegante viejo Hans de puro frac, y una


flor en el ojal. —Peter ahogó una carcajada y luego habló
en voz más alta—. Bueno, señorita, no la molestaré más.
¡Ah! Olvidé decirte que esta tarde hubiera querido cantar
himnos contigo, pero tenía que atender a unos
mequetrefes idiotas que lo pasaban hablando cosas
insulsas. Bien, Martha. ¿No tienes miedo?
—No.

—Muy bien, entonces, ¡buenas noches! El Señor


te bendiga.

—Gracias, igualmente. ¡Buenas noches, Peter!


—Martha colgó y corrió a acostarse tapándose hasta las
orejas. ¡Qué bueno y fraternal era Peter! ¡Lástima que
estuviera siempre tan ocupado! Martha se puso a escribir
una larga carta para su familia. Después de haber hecho
una reunión solitaria en la que cantó himnos, leyó la
Biblia y escribió una pequeña “predicación” en base a lo
leído. A las 11 dejó de escribir y se dispuso a dormir, pero
no tenía ni una pizca de sueño, ¡y esa música del salón...!

—¿Qué podré hacer? Siento ganas de hacer algo


fuera de lo común. Señor Jesús, me gustaría salir a
pasear, con esta luna fantástica y la nieve, pero me da
frío, y un poquitín de miedo.

Martha saltó de la cama, se puso el pomposo


deshabillé que le prestara Erica, se calzó las chinelas y
se miró en el espejo. Se sentía poseída de aquella
cosquillita extraña en el estómago que la incitaba a
buscar alguna aventura. Betty le decía en esos casos
que estaba atacada de “adolescentitis”. Sea lo que sea,
Martha había salido furtivamente de su habitación y se
encontraba ya deslizándose rumbo a la escalera. Bajó
hasta la mitad, aprovechado un momento en que la
música taparía los crujidos de la madera. Se detuvo y
observó. El salón comedor estaba vacío, sumido en la
penumbra que apenas disipaba el pequeño velador de la
administración. No vio a nadie allí. Se sintió otra vez la
música fuerte, como si se hubiera abierto una puerta.
Martha se levantó un poco el deshabillé y se apresuró a
bajar otros dos escalones.

¡Proomm! Se sintió un portazo y todo quedó otra


vez demasiado silencioso. Martha se paró en seco,
esperó, escuchó. ¡Horror! ¡Sintió ruido de pasos que se
acercaban! No tuvo tiempo de pensar nada ni de
moverse. Vio una mujer alta y elegante que se paró cerca
de la administración e inmediatamente detrás de ella
llegó un hombre también alto. Martha no lo podía
distinguir bien, pero le pareció que era el Sr. Herman. En
realidad, sólo veía la silueta de la pareja.

Pueda ser que se vayan pronto, pensó


ansiosamente. ¡En buen lío me he metido si se quedan!
¡Oh! ¿Habré hecho mal en dejarme dominar por la
“adolescentitis”? Quedó inmóvil escuchando. Hablaban
en alemán. La voz del hombre la impresionó. Parecía
hablar con desesperación contenida, en tanto que la
mujer contestaba como burlándose. Por momentos
decían frases sueltas en castellano, pero Martha no
alcanzaba a entender bien, hasta que: —Las cartas de
Carlota, ¿no podrás entregárselas, Pablo? —dijo la
mujer, acentuando las palabras con burla—. ¿Oyes? Te
lo repito en todos los idiomas.

El hombre sacó algo de un bolsillo, ¡y de pronto,


en un abrir y cerrar de ojos...! Martha quedó inmóvil con
los ojos muy abiertos. ¡El hombre había caído
desplomado al suelo! La mujer ahogó un grito, recogió
apresuradamente unos papeles que habían caído y salió
corriendo, seguramente en busca de ayuda. Martha
aprovechó a su vez para correr escaleras arriba y en un
segundo estuvo otra vez en su cama.

—¿Qué le habrá pasado a ese hombre que se


desmayó? Y eso de las cartas de Carlota. Será un lío de
novios, seguramente. ¡Qué alto el hombre! Linda pinta.
¡Qué rubia la chica! Lástima que tenga voz un poco
gruesa. ¡Qué plato! ¡Si hubiera podido verles bien la cara!
¿Quiénes serán? Ella le dijo a Pablo, “¡pobre Pablito!” Se
ve que es débil o tomó demás. ¡Bueno! Mañana le
escribiré a Betty contándole de mi ataque de
“adolescentitis” y el asunto este del novio desmayado.
Capítulo VIII

Ronny no había vuelto a su casa desde aquel día


en que vio romperse sus esperanzas y ambiciones de
adolescente contra la dura inflexibilidad de sus padres.
Algo más profundo se había roto en él ese día.

Experimentó un alivio amargo cuando se desligó


de su hogar y fue a vivir solo en una habitación del hotel.

Había pasado la semana desde el domingo del


baile y ya era sábado. Esa tarde Ronny decidió ir a “Mi
Cabaña” a tomar algo fuerte, fumar y jugar a los naipes
con el viejo Sonricci. Entró en la hostería con aire
despreocupado, iba sumido en sus pensamientos más
buenos, pero pensó una maldición al ver a Mónica con
sus hermanas y demás muchachas que rodeaban a
Peter coqueteando y charlando. Admiró la entereza de
su primo, que sabía mantenerse en su dignidad sin dejar
de ser amable, pero juzgó que a “esas loras” era
necesario cortarles por lo sano y decirles claramente que
dejaran de tirar el anzuelo, que los alemanes no se
pescan así no más. En ese momento llegó hasta él la
carcajada teatral de Mónica, y en seguida se encontró en
sus pensamientos comparándola con otra risa, alegre y
espontánea. Se dirigió a la mesa tras el tabique,
haciéndose sordo a un llamado de Mónica.

—¿Qué hace acá, jovencito? —tronó una voz a


sus espaldas. Se volvió rápidamente y se enfrentó con
su padre.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó fríamente.

—Sólo preguntarte qué le has dicho a tu madre el


otro día.

—Ella sabe.

—Sí, y yo también. —El Sr. Herman hizo una


pausa como para que Ronny tuviera tiempo de recordar
todo—. Sé también que ahora soy “Herman” a secas
para ti y tu madre “Ana”, dos extraños, ¿no?

—¡Sí! —replicó Ronny, adquiriendo una actitud


tensa y sombría.

—Y bien, “Ana” está enferma, ¿oyes? —El Sr.


Herman se acercó y Ronny se encogió de hombros—.
No sé lo que pasará. Tuvo una crisis nerviosa después...
¿Me escuchas, Rolando? Te estoy hablando de tu
madre.
—Habla —masculló el muchacho con voz ronca.
El Sr. Herman carraspeó y lo aferró de un hombro.

—Debes ir a verla, ¿entiendes? —dijo


firmemente—. Tu deber de hijo es ir y pedirle perdón.

Ronny miraba al suelo, con los labios fuertemente


apretados. Parecía tener una terrible lucha dentro de sí.

—¿Ella te pidió que yo vaya? —murmuró al fin.

—No. Pero debes ir, debes ir, —El Sr. Herman


miró a su hijo duramente y luego se alejó sin decir más.

Ronny quedó un momento quieto, como clavado


en ese lugar sin poder moverse. De pronto salió
apresuradamente y una vez fuera corrió. Llegó hasta su
casa y traspuso el umbral que días antes dejara con la
determinación de no volver jamás. Subió sin ruido las
escaleras alfombradas y se detuvo frente a la puerta
semi-cerrada. Respiraba agitado.

—Me repugna humillarme así, pero quiero probar,


por última vez... —murmuró, y dando tres leves golpes
en la puerta entró.

—Mamá —llamó en voz baja. El cuerpo que yacía


inmóvil en la cama se movió, pero no hubo respuesta.
Ronny se acercó lentamente y llamó otra vez: —Mamá.
—Las sábanas fueron quitadas por una mano blanca y el
rostro de la Sra. Ana apareció pálido y descompuesto.
Por un momento ambos se miraron en silencio. Al fin,
Ronny habló con voz ronca: —Mamá, vine a pedirte
que...

—¡Vete! No me molestes tú. ¡Vete! —interrumpió


la enferma histéricamente.

—Pero... es que vengo a....

—¡No me importa! ¡No quiero ver a nadie! —La


Sra. Ana señaló la puerta. Y como el muchacho no se
moviera de su sitio, tomó con rapidez febril un vaso y lo
arrojó contra él. Ronny permaneció inmutable mientras el
recipiente se hacía añicos a su lado. Pero luego
retrocedió y salió de la habitación con el rostro pálido y
contraído.

—¡Basta! ¡Es lo último! —masculló. Luego agregó


algo entre dientes, quizás una maldición que se ahogó
como un sollozo en su garganta. Salió afuera, y se detuvo
al escuchar el sonido de un piano. Iba a ir al bosque, pero
se quedó.
Martha, ajena a su invisible escucha, se hallaba
gozando profundamente en su “edén” musical, allá en el
salón desierto. Ponía su corazón en cada nota y se sentía
feliz, tan feliz y llena de bríos que lo expresaba cantando:

Firmes y adelante, huestes de la fe,

Sin temor alguno que Jesús nos ve...

Estuvo tocando y cantando durante diez minutos


más y luego cerró el piano y bajó corriendo y saltando.
Realmente se sentía como un soldado valiente, lista a
brillar para el Señor, con el corazón alegre y deseosa de
alegrar a todo el mundo. Llegó a la biblioteca y Erica le
dio permiso para salir a dar un paseíto diciéndole:

—Si encuentras algún Winelmann, dile que te


lleve a ver la cabaña. Pero no quiero que subas sin nadie
al bosque, ¿oyes?

—¡Viva la libertad, el aire libre y la nieve! —


exclamó Martha con júbilo mientras subía a abrigarse.
Bajó tarareando y una vez fuera se puso a silbar. ¡Ahhh!
¡Qué hermoso estaba todo! La niña se detuvo jadeante y
embelesada junto a la casilla de deportes y contempló
aquellas montañas inmensas y blancas, el bosque allá
como un templo a la naturaleza, los pinos como
columnas fuertes y erguidas manteniendo
orgullosamente en sus ramas la frágil maravilla de la
nieve. ¡Oh! ¡Era sencilla y completamente hermoso!
Martha giró sobre sí misma y quedó sorprendida al ver a
Ronny apoyado en la puerta de la casilla.

—¡Oh! —exclamó la niña sonriendo—, ¡no lo


había visto! ¿Qué hace acá? ¿Se dio cuenta de lo
hermoso que se ve todo? ¿O es que a ustedes los
alemanes no les interesa nada? —Martha rió
alegremente y miró al muchacho. El sin sonreír la miraba
con expresión indefinida.

—Usted... tú, eres muy alegre, Martha —dijo de


pronto—. No sé qué tienes, pero francamente a veces te
envidio.

Martha le sonrió compasiva. ¡Pobre chico!

“¡Oh, Señor!” oró en su corazón, “debo hablarle a


esta alma obscura y triste. ¡Ayúdame Señor!” —¡Yo
tengo el secreto de la felicidad! —dijo en voz alta,
animosamente—. Si quiere, vamos a la biblioteca y se
lo...

—¡No, por favor! —interrumpió Ronny casi con


violencia—. ¡Quiero mucha quietud! Oye, ¿vamos al
bosque?

—¿A ver la cabaña? —preguntó Martha.

—Sí. Peter está allá estudiando. Vamos. Si no


aprovechas esta oportunidad... Acuérdate que
prometiste ir... Mira, si vienes harás un bien...

—¿Peter está allá? —Martha vaciló un momento


y al fin exclamó —¡Bueno, vamos!

Ronny suspiró con alivio y poniéndose


descuidadamente la gorra y los guantes se dispuso a
salir.

—Te gustará mucho —dijo— y me alegro que


esté Peter. Creo que esto te convenció de ir.

—Pero, ¿qué dice? —Martha arrugó la nariz—.


¿Ud. se cree que yo le tengo horror a Ud.? ¿Por qué?

—Yo no sé por qué —contestó Ronny esbozando


una sonrisa —pero me parece adivinar. Te crees que soy
una “barra de hielo” incapaz de todo buen sentimiento.
En cierto modo tienes razón de tenerme miedo también.

—Yo no te tengo miedo. Y para que veas, te tuteo


y ayúdame a subir esto si no quieres verme abajo.— Así
diciendo Martha tendió su manita enguantada en busca
del bastón, pero Ronny la tomó con su mano firme,
sonriendo como un chico sorprendido.

Comenzaron a caminar así de la mano hacia el


bosque.

—¡Qué cosas hermosas hace Dios! ¿Verdad? —


exclamó Martha de pronto—. Qué raro que haya ateos
en el mundo; claro que, bien lo dice la Biblia, solamente
el tonto no cree en Dios.

—¿La Biblia? Dime, ¿tú siempre estás leyendo


ese libro? —interrogó Ronny.

—¡Oh! ¡Claro! —contestó Martha. (“¡Qué


oportunidad!” pensó para sí. “¡Ayúdame, Señor!”) — Si
yo no leyera la Biblia, no me verías tan feliz. Yo no era
feliz cuando vivía como todos, sin pensar mucho en Dios
ni en nada de sus cosas, a pesar de que siempre
escuchaba hablar de El. Pero un día me sentí tan
desdichada por algo que había hecho que corrí a buscar
la Biblia y me puse a leer y leer. ¿Sabes? Yo sentía que
era mala y lo que me entristecía eran mis pecados que
llevaba en el corazón y en la conciencia. En la Biblia
encontré textos que me dieron la solución. ¿Quieres que
te los diga?

Ronny asintió con la cabeza y Martha, llena de


entusiasmo y alegría prosiguió: —Mira, el primero que
me tocó el corazón fue lo que dijo el Señor Jesús: “Venid
a mí todos los que estáis trabajados y cargados, que yo
os haré descansar”. Con esto me di cuenta a quién ir con
mis pecados. Después de leer toda su historia tan
hermosa, su muerte en la cruz por mí, y encontrar el texto
ese que dice: “Si confesamos nuestros pecados, El es
fiel y justo para que nos perdone”, no sé qué pasó, quizás
a ti te parezca una tontería, pero me tuve que arrodillar
una noche al lado de mi cama y le pedí a Dios que me
perdonara. Abrí mi corazón al Señor Jesús para que El
me lo limpiara. Cuando me acosté de nuevo era otra. Te
aseguro que sentí un alivio tan grande en mi corazón,
tenía ganas de cantar, de saltar, ¡qué se yo! Y desde
entonces soy feliz y tengo paz como ves. ¡Es tan lindo
sentir que Dios nos ha perdonado!
Ronny asintió con la cabeza pero no dijo nada.
Martha dejó que reflexionara y se sentía tan contenta que
no pudo resistir la tentación de silbar un corito.

—No se... no puedo terminar de admitir —dijo de


pronto Ronny, pensativo—. Yo veo que siempre estás
contenta y te ríes con alegría, no por arte, como algunas.
Pero dime la verdad, ¿siempre estás así alegre?

Martha sonrió. —Bueno —dijo— no te creas que


mi vida es un caminito de flores. Es como todas, con
penas y dificultades. Ahora mismo, recién me estoy
sobreponiendo a la pena de tener que estar
completamente separada de mi casa. Pero desde ese
día en que acepté a Jesús como mi Salvador supe
también que había encontrado mi refugio para toda la
vida. La Biblia me enseñó que únicamente el corazón
que ha sido lavado por la sangre de Jesús, puede tener
comunión con Dios. Y sé que puedo hablar con Dios en
cualquier momento y lugar. El me escucha porque mi
corazón está limpio, gracias al Señor Jesús. Tengo en el
Señor un Amigo a quien puedo contar todas mis cosas.
El es digno de toda mi confianza y yo la he depositado
en El.
—Tú hablas con Dios así como hablamos con
cualquiera, ¿verdad? Tú tienes una fe y confianza muy
grandes en Dios. —Ronny miró a la niña como ansioso—
. ¿Y es eso todo el secreto de tu felicidad? A ver, déjame
enumerar: primero, tienes el perdón de tus pecados;
segundo, depositas tu fe ciegamente en Dios, y...

—¡Un momento! —intervino Martha—. No confío


en Dios “ciegamente”. Tengo bases bien fundadas para
confiar en El. La Biblia es su Palabra y allí veo reflejado
su carácter, su fidelidad y amor ¡todo! No confío en algo
fantástico, sino en un Dios vivo, real, que se da a conocer
por su Palabra. Conozco bien el lugar donde deposité mi
corazón.

Ronny dio un profundo suspiro y luego se volvió


a la niña.

—Parece increíble que tú tengas a Dios tan


cerca, porque, según lo que dijiste, para ti Dios es algo...
¿cómo te diré?... algo tan real, casi familiar. ¿No es así?
En cambio, para mí... —Ronny se encogió de hombros—
, Dios y la China es lo mismo. Y te diré una cosa: no
puedo lograr interesarme del todo en ese Dios. Me
parece muy bien tu creencia, pero yo mismo... ¡bah!, no
movería un dedo para estar en tu lugar.

—¿Sí? —Martha se detuvo un momento en la


entrada del bosque—. Sin embargo me dijiste que a
veces envidiabas mi felicidad.

—Bueno, eso es cierto —admitió Ronny


lentamente—, pero no creo que sólo se encuentre la
felicidad verdadera leyendo la Biblia y creyendo como tú
crees. Mira a Mónica, es una chica bochinchera y alegre
(aunque generalmente no se ríe francamente como tú),
pero no me dirás que es una entristecida, y sin embargo
ella se burla de la religión, etc, etc.

—Sí, ya sé. Estuve hablando hace poco con ella


y llegamos a la conclusión que si no tiene: cine, bailes,
diversiones y novios, se aburre. Y una persona aburrida
no tiene nada de feliz. Ella es feliz si lo que la rodea
exteriormente es alegre. En cambio nosotros, los que
tenemos al Señor en nuestro corazón y en nuestra vida,
somos felices interiormente, sea lindo o no lo que pase a
nuestro alrededor. ¿Entiendes? Dios no es aburrido, y los
que lo tenemos a El, tampoco lo somos. ¿No es lógico?
—Viéndolo así resulta lógico, —contestó Ronny
con una sonrisita—. Pero... no me tomaría el trabajo de
averiguar si es cierto o no. ¡No hay nada que hacerle!
Dios no me interesa y ¡no me interesa!

—¿Y eres feliz, y tienes paz? —Martha pronunció


la pregunta suavemente, pero al muchacho le cayó como
una bomba.

—¿Feliz? ¿Paz? —repitió como para sí. Quedó


un momento en silencio, y al fin movió negativamente la
cabeza.

—¿Has visto? —siguió Martha—. No se puede


ser verdaderamente feliz lejos de Dios. Jesús nunca
hubiera dicho, “Venid a mí,” si hubiera visto que la gente
podía ser feliz y tener paz sin El.

—¿Cómo es? A ver, repite eso de Jesús otra vez


—dijo Ronny sin levantar la vista. Martha repitió el texto:
“Venid a mí, todos los que estáis trabajados y cargados,
que yo os haré descansar”.

—Es muy lindo. Es como un agua fresca —


murmuró Ronny un poco ronco—. Trabajados y
cargados.... se refiere a un espíritu cansado, hastiado de
la vida. ¿Verdad?
—Sí, es un llamado a los corazones cargados de
pecado, sin paz —contestó Martha, y luego, armándose
de coraje, añadió: —Es un llamado para ti, Ronny
Winelmann.

—¿Para mí? —el muchacho se volvió y la miró


con una mezcla de ironía y amargura—. Y sí, si es un
llamado a una persona hastiada, seguro que será para
mí.

—¿Y qué haces que no contestas? —dijo Martha


carraspeando para ahogar un nudo de emoción en su
garganta.

—No sé. ¿Qué debo hacer? —la voz de Ronny


sonó un tanto alterada.

—Creer, abrir tu corazón al Señor, aceptarlo


como tu Salvador. Pedirle a El con tus propias palabras
que te perdone y le llene de su paz y su luz. Si quieres,
podrías hacerlo ahora mismo. El Señor está a nuestro
lado y su invitación está en pie. —Martha calló. Ronny
caminaba silencioso con la frente arrugada, pensativo
como en lucha contra algo en su interior. De pronto se
volvió.
—Martha, me hacen bien tus palabras, tu
compañía. No sé por qué te digo esto, no soy
sentimentalista, pero siento que estoy mejor. —Ronny
sonrió y encendió un cigarrillo—. Tienes el don de ser
como un sedante que calmas el dolor de las heridas.
Mira, ya estamos llegando a la cabaña. Quisiera seguir
conversando sobre esto, aunque ha me has dicho
bastante, como para pensar todo un día. Por hoy no
quisiera escuchar más, si no, creo que tendré que dejar
de fumar, arrepentido, y eso no me convence.

—No hablaremos más si no quieres —dijo


Martha—. Pero en estos asuntos del alma es peligroso
esperar.

—Ya sé. No creas que es la primera vez que


escucho algo de esto. Pero nunca lo oí de esta manera.
Ya te dije, fue como una agua fresca, un bálsamo que te
agradezco mucho, y lo pensaré. —Ronny quedó
nuevamente en silencio y Martha comprendió que el
muchacho luchaba para no ceder, quería seguir
ignorando a Dios. Y Martha oraba en silencio con el
corazón lleno de alegría y fervor. ¡Había “alumbrado” un
alma! Le pareció que todos los pinos la saludaban
contentos y de pronto descubrió allá, escondida entre un
laberinto de pinitos una cabaña de troncos, pequeña y
rústica. Se adelantó a Ronny para verla bien.

—¡Ohhh! ¡Qué bonita! ¡Qué linda! ¡Parece una


casita de cuentos! ¡La casa de la bruja! —exclamó
abriendo mucho los ojos. Y en ese momento crujió la
puerta y apareció Peter tronando: —¿Qué hacéis acá,
grandísimos fulleros? Habéis venido a perturbar la paz
del bosque?

Martha y Ronny soltaron una carcajada.

—¡Bruja! ¡Eres una bruja! —exclamó Martha


palmoteando—. Estás en tu papel.

—¡Pasad! Os engulliré en escabeche—. Peter


hizo una mueca horrible, y abrió la puerta
completamente.

—¿Qué tal, tragalotodo? —preguntó Ronny con


cierta frialdad mientras se sentaba en uno de los asientos
de la habitación.

—¡Bah! Ya sé que lo único que te interesa es


saber si tengo café. Sí, tengo, pero desgraciadamente
poseo una sola taza, y primero tomará la gentil dama que
nos visita. —Así diciendo, Peter hizo una cómica y
profunda reverencia, con el consiguiente rubor de
Martha.

Transcurrieron luego minutos de animada


conversación, mientras la cafetera hervía en la estufa y
la única taza era usada y lavada por tres veces
consecutivas.

—¿Sabes que la laguna está helada, Ronny? —


dijo Peter de pronto.

—¿Una laguna helada? —exclamó Martha


asombrada.

—sí. ¿Te gustaría verla?

—Pero... ¿una laguna helada... con hielo? —


volvió a preguntar Martha, para gran risa de los
muchachos.

—¡Vamos, chiquita! —dijo Peter divertido—,


tienes que ir a verla. ¿La llevas, Ronny?

—Si quiere, ¡cómo no! —contestó el muchacho


arrojando con displicencia el humo de su cigarrillo—. ¿Tú
no vienes?
Peter vaciló un momento y Martha puso una
carita de ruego, que lo decidió.

—Bueno, —dijo poniéndose en pie—, los


acompañaré. ¿Vamos?

Martha dio un salto y se tomó de la mano que le


ofrecía Peter. Ronny la miró burlonamente. Comenzaron
a caminar. A Martha le parecía estar soñando entre esas
imponentes hermosuras del bosque nevado.

—Te gusta, ¿verdad? —dijo Peter, que hasta


entonces había respetado el silencio contemplativo de la
niña—. ¿Sabes que por acá pasa Papá Noel cuando está
por salir a hacer su recorrido en Navidad?

—¿Si? —Martha soltó su alegre carcajada


mientras imaginaba la escena fantásticamente.

—¡Ah! ¡Qué hermoso! —dijo con entusiasmo—.


Ya me dan ganas de cantar “Noche de Paz”.

—¿Quieres que la cantemos? —propuso Peter—


. Yo cantaré el tenor.

Martha aprobó entusiastamente y se volvió hacia


Ronny tendiéndole la mano libre—. Tú también debes
cantar, así completamos el trío. Canta la melodía y yo le
hago el contralto.

Ronny tiró su cigarrillo y asintió. Tomaron los


tonos y cuando Peter dio la señal arrojando una bola de
nieve contra un pino, comenzaron a cantar. Martha se dio
cuenta que ambos muchachos entonaban muy bien y
tenían voces graves. Estaba tan contenta que sentía que
el corazón le bailaba de alegría. Se sentía en su
ambiente.

Llegaron a un claro del bosque, justo cuando


entonaban las últimas notas.

—¡Aquí estamos! —anunció Peter—. Atrás de


aquella barrera de cipreses está la “laguna helada con
hielo”. ¿Los espero de vuelta en la cabaña, o bajan
directamente al hotel?

—Bajamos directamente. Es más corto por acá —


contestó Ronny—. Gracias por tu compañía, primo.

—Bueno, cuida bien de Martha y que se


diviertan—. Así diciendo Peter se alejó silbando y pronto
se perdió de vista. Martha, guiada por Ronny, llegó hasta
la laguna y se quedó con un extasiado “¡Ahhh!”,
observando lo que parecía un pequeño lago de cristal
puro. Los pinos de la orilla eran bajos y frondosos. El
cielo parecía de un azul brillante y allá, tras las ramas
erguidas, el pálido sol doraba las nubes. Hasta la misma
nieve parecía tener reflejos azules y dorados.

—Esto es paz. Aquí se olvidan un poco las cosas


feas de la vida —dijo Ronny irguiendo su cabeza
descubierta, mientras su dorado mechón revuelto le caía
sobre la frente —. Esto te hace bien. ¿Verdad, Martha?
¿Estás contenta de haber venido? ¿Me perdiste el
miedo?

Martha lo miró, vio que apenas alcanzaría el


hombro del muchacho con su nariz, pero se sintió mayor
que él, mientras le contestaba: —Yo no te tengo más
miedo, Ronny. Tan acostumbrado estás a que te
desconfíen?

—Mira, Martha: yo no conozco lo que tú conoces,


un hogar , una madre y un padre comprensivos —dijo el
muchacho sombríamente.

—Pero Dios te ama —contestó Martha—. Y yo


también te quiero como amigo.

—Ya sé, Martha. Eres la única. Peter es muy


bueno, pero él me tacha como todos de “rebelde” y
“perverso”. Yo no pretendo ser un “niño modelo”, pero
creo que hasta el diablo tiene quien le aprecia. Tú has
sabido ser amiga de este diablo, Martha. —Ronny sonrió
y miró detenidamente a la niña, que tenía los ojos
brillantes, las mejillas arreboladas. El cabello suelto,
apenas enrulado en las puntas, parecía más castaño
resaltando sobre el capuchón rojo echado hacia atrás, y
ese flequillo revuelto y corto se asemejaba a una bebita.
Ella miraba el horizonte con esa expresión sonriente y
límpida que tanto le había llamado la atención desde que
la conociera.

—Fíjate, el cielo se está poniendo rojo allá —dijo


el muchacho con desusada suavidad.

—Sí —contestó Martha—. ¡Qué lindo! Nunca


imaginé estas hermosuras. ¿Viste que el cielo parece
transparente? Me gustaría tener una máquina fotográfica
en colores para captar este momento.

—Sí, pero yo preferiría una máquina de tiempo


para eternizarlo, Martha.

—¿Qué? —Martha se volvió asombrada, pero fue


tarde. Se encontró presa, oprimida en los brazos de
Ronny que murmuró algo a su oído mientras la
estrechaba contra su pecho.

—No... no —balbuceó aterrorizada. Pero los


labios del muchacho la obligaron a callar besándola
como un fuego en sus mejillas y en sus labios. Martha no
sintió más. Quedó inmóvil, los ojos como nublados,
indefensa, incapaz de pensar o de moverse como si todo
fuera un sueño, una horrible pesadilla.

—Pequeña querida, ¿por qué dices que no? Te


quiero, Martha. Eres la única a quien quiero en la vida.
Me decías que los alemanes somos fríos. Pero estoy
cansado del frío, y tú me encendiste un volcán. Hazme
feliz, Martha, tesoro. ¿Me escuchas? ¿Qué te pasa,
querida? —Ronny la apartó un poco, suavemente por los
hombros, y de pronto Martha reaccionó y se desprendió
desesperadamente de los brazos del muchacho. Echó a
correr cegada, no por lágrimas, porque no podía llorar.
Sólo parecía que todos los pensamientos amargos y
turbulentos pasaban como una vertiginosa película por
sus ojos y luego se volcaban en su corazón arrasando
con todo lo puro y bello que hubiera en él.
Capítulo IX

—No cenaré esta noche, Erica. Me siento mal;


estoy cansada y me duele la cabeza. Sólo quisiera dormir
mucho. —Martha habló desviando la mirada. Erica la
observó afligida. La niña estaba pálida, callada, y por
momentos quedaba lejana, como abstraída en un
pensamiento fijo. La vio llegar así esa tarde después del
paseo y Ronny explicó que Martha se había caído al
correr por el bosque.

—Bueno, te tomas en seguida un calmante y una


taza de té bien caliente, ¿oyes? Luego te acuestas y
duermes tranquilita, y mañana te levantas a la hora que
quieras. Ahora sube a tu pieza que yo te llevaré todo,
¿eh? —Erica acarició la manita temblorosa de Martha y
luego se alejó.

—Sr. Hans —dijo al administrador—, ¿por favor,


puede avisar a la cocina que preparen una taza de té
bueno?

—Sí, cómo no —el viejo Hans hizo una


inclinación y tomando el teléfono ladró una orden en
alemán.
Martha subía las escaleras lentamente, como si
le pesaran las piernas. La confusión en sus
pensamientos seguía. Aún no había considerado nada
de nada. Sólo anhelaba estar sola, lo más lejos posible
de todos.

Le pareció una eternidad la media hora en que


Erica le sirvió el té y la masajeó con talco. La arropó bien
en la cama, corrió las cortinas gruesas y luego de
saludarla cariñosamente salió cerrando bien las puertas.
Entonces Martha dio un suspiro de alivio. ¡Por fin, sola!
Y al fin las lágrimas contenidas tanto tiempo comenzaron
a fluir amargas e incontenibles mientras que la escena
inesperada y odiada de esa tarde volvía a invadirla como
una negra nube que terminaba cruelmente con su pureza
de niña. Sentía que ya no volvería a ser como antes, que
un velo caía sobre la etapa quizás más feliz de su vida,
su despreocupada y querida condición de niña. Pero todo
había terminado esa tarde cuando aquel adolescente
irreflexivo profanó e hirió toda la profunda dignidad de
sus catorce años límpidos e inocentes.

“¡Oh! ¿Por qué? ¿por qué?” A Martha le faltaban


lágrimas para llorar todo lo que sentía en el corazón “¡Es
horrible! ¡horrible!” Era como un fuego que arrasó con
todos sus valientes propósitos de “brillar”. Estaba todo
estrellado, fracasado, ¡sí, fracasado!

“¡Tonta!” se repetía amargamente. “Eso soy, una


tonta. Sí, sonrisas, amabilidad, palabras suaves. ¿Para
qué? Para dejarse tomar como un ángel bobalicón. ¡Oh!
¿Por qué no me habré muerto allí mismo? ¿Por qué?
¡Son todos odiosos, malos! ¡No quiero verlos nunca más!
Todos unos demonios perros y yo una pobre sonsa”.
Martha hundió la cara en la almohada para ahogar los
sollozos que la sacudían toda. Quería orar, pero algo en
su interior se rebelaba, tenía el alma demasiado
resentida. Sintió que lo único que la sostendría, durante
los ocho días que restaban de estadía allí, sería la
perspectiva de volver a casa. ¡Ahhh! ¡Volver a casa!
Olvidar todo y a todos los de acá. No verlos más, ¡nunca
más! ¡nunca, nunca! Martha se estiró en su cama. Dio
vueltas por más de tres cuartos de hora hasta que al fin,
bajo los primeros efectos del calmante fue aflojando la
tensión nerviosa poco a poco. Relajó los músculos y
quedó adormecida, abandonada, sin fuerzas. Hasta las
lágrimas sucumbieron, los párpados cayeron vencidos
por un sueño pesado, y la cabecita se dobló como una
débil planta bajo un balde de agua fría.
A las diez en punto de la noche, Erica entró de
puntillas en la habitación, se acercó a la cama, pasó una
mano por la frente de la niña y luego de taparle mejor, se
retiró.

“Basta que no se enferme, pobre Martita.¡Qué


mala cara traía esta tarde. Ronny también, es la primera
vez que lo veo preocupado por alguien”. Erica seguía
pensando. No podía dejar de encontrar algo enigmático
en todo esto. Sin embargo, ¿qué podría haber pasado?
Seguramente se asustó al caerse y ya se pasaría todo.

La noche transcurrió como siempre, sólo que


cuando el reloj del comedor dio la una con una
melancólica campanada, recién se cerró una ventana en
una habitación del hotel. Su ocupante aplastó con el pie
distraídamente una colilla de cigarrillo y luego se acostó.
Pero sus pensamientos vagaban inquietos y ni aún todo
su orgullo germánico podía alejar cierta sensación
semejante a la que siente aquel que contempla una
inocente y gentil mariposa aplastada por su propio pie.

Las dos, las tres, las cuatro... el día domingo


comenzaba a amanecer, hasta que al fin el timbre
llamando al desayuno anunció las ocho de la mañana.
Martha se sentó sobresaltada en la cama y prendió el
velador. ¡Era hora del desayuno y todavía no se había
vestido! ¡Qué manera de dormir!

—Quédate en cama, Martita —dijo Erica


asomando por la puerta—. Es un día muy frío, así que es
mejor que te quedes por lo menos hasta la tarde,
¿sabes? Duerme todo lo que quieras, total, siempre hay
café caliente. ¡Hasta luego!

—Gracias, Erica. —Martha quedó sola, se


restregó los ojos somnolienta, miró su imagen reflejada
en el espejo del toilette y arrugó la frente. ¡Qué cara!
Estaba pálida y ojerosa. Su naricilla siempre blanca o
rosada se veía hoy roja, los ojos hinchados y el cabello
desgreñado y suelto. No parecía la misma. La boca,
antes siempre alerta a sonreír, hizo una mueca de
disgusto.

“Parezco una payasa. ¡Qué me importa! Ojalá me


vean así todos. Pero suerte que no me tengo que
levantar, así no veo a gente odiosa”. Martha se acostó de
nuevo, apagó la luz y la habitación quedó nuevamente a
obscuras. ¿Apagar la luz? Martha no pudo (por más que
quiso) librarse de la parábola tan visualmente
demostrada: apagó la luz y todo quedó oscuro. El velador
dejó de brillar porque alguien había tocado la perilla. ¿No
estaría por hacer ella lo mismo que el velador? Ese
Ronny había tocado la perilla de su orgullo y dignidad, la
había ofendido, y ella dejaba ahora de brillar, apagaba su
luz, y las almas del refugio Winelmann seguirían en la
oscuridad. Martha sintió una punzada en el corazón, pero
nada más. En seguida se apoderó de ella aquella escena
del día anterior e inmediatamente brotaba de su corazón
herido la amargura, el orgullo enfurecido, y sobre todo
una sensación de fracaso, desgano e impotencia.

“¡No, no! No puedo hacer nada. No tengo ganas


de ver a nadie. ¡Ojalá me enfermara toda la semana, así
no me levanto! Sólo quiero irme a casa para siempre, y
los de acá, por mí pueden irse todos a freír pepinos”.
Martha daba vueltas y vueltas en la cama. Se
desconocía, pero no podía contenerse. Era como si una
bomba de hiel le funcionara en el corazón.

“Ojalá se vayan todos los Winelmann al infierno”,


dijo casi en voz alta. Entonces se asustó un poco. Jamás
había deseado ella el infierno a nadie. Prendió la luz y
tomó la Biblia. Se dio cuenta que no la había leído desde
ayer a la mañana. Buscó con ansias un salmo consolador
y leyó y leyó y penetró Erica trayendo el desayuno en una
bandeja. Martha suspiró con alivio y se sintió abrigada
con su deshabillé azul, tomando el café caliente y viendo
cómo Erica trasladaba con pericia de electricista el
teléfono a su pieza.

—Te lo traigo, así puedo hablarte de abajo por si


necesitas algo, ¿sabes? —Así diciendo, Erica colocó el
aparato, luego de diversos arreglos de cables, sobre la
mesita de luz. En seguida corrió las cortinas y Martha vio
a través de los cristales, el cielo gris y exento de sol.
Sintió otra vez que su corazón estaba así.

—¿Como te sientes, Martha? Dormiste bien


anoche?

—Sí, dormí como un tronco. Hoy estoy mejor,


pero me duele un poco el brazo. —Martha mostró su
mano izquierda con un raspón y un poco hinchada. Erica
la examinó.

—Le pedí algo a Peter —dijo—. Está muy afligido,


y él mismo vendrá a verte. Estás muy pálida, Martita, ¡tan
bien que ibas! ¿Qué te pasa?

Martha pestañeó ligeramente mientras


contestaba:
—No sé. No me siento bien y será por eso que
estoy triste.

—¡Oh! ¡Vamos! Ya pasará todo. Cualquiera


puede caerse como tú, —exclamó Erica
animosamente—. Esta semana vamos a sacar
fotografías. Ya recibí los rollos ayer. ¿Qué te parece?

—¡Qué lindo! —la carita de Martha mostró un


poco de animación.

¡Zztringg! El timbre del teléfono sobresaltó a


ambas. Erica atendió.

—¡Ah! ¿Es Ud. Peter? Sí, sí, Martha está acá. El


teléfono está en su pieza. ¿Cómo? ¡ah, sí! Está en cama.
Sí... ¡Oh! ¡Pobre Sra. Ana! Sí, cómo no. Bien, hasta
luego, Peter. —Erica colgó y se volvió sonriendo.

—El “doctor” Peter quiere verte —dijo—. Vendrá


en cuanto se desocupe. Tiene que atender a la Sra.
Winelmann.

—¿Está enferma? —preguntó Martha—. Yo


todavía no la conozco.

—¿No? Es una señora rubia, alta. Ahora está con


una especie de crisis nerviosa. Es muy delicada y parece
que se asustó mucho cuando se desmayó un hombre
con el que estaba hablando.

—¿Qué? ¿Se desmayó un hombre que hablaba


con ella? —preguntó Martha sorprendida, mientras
recordaba lo visto desde la escalera aquella noche.

—Sí, la noche del baile parece que estaba


conversando con un hombre que de pronto cayó
desplomado. No se sabe quién es. El Sr. Herman y Hans
lo llevaron inmediatamente a Bariloche y de allí, según
contó el Sr. Herman, lo trasladaron a Buenos Aires.
Parece que era un hombre un poco demente. Erica se
interrumpió al oír tres golpes suaves en la puerta. Dejó la
bandeja de Martha sobre una silla y luego fue a abrir. La
alta figura de Peter apareció y su cabeza rubia se inclinó
galantemente:

—¡Buen día! ¿Qué tal esa enferma?

—Allí la tiene Ud., doctor, pase.

—¿Doctor? ¿recién dentro de un año y medio,


eh?

Peter sonrió y penetró en la habitación mirando a


Martha con cierta preocupación.
—¿Qué le ha pasado?

—Nada, un tropezón cualquiera da en la vida —


contestó Martha tratando de ser alegre. Peter se acercó
y, con su espontáneo y tranquilo gesto profesional le
tomó el pulso.

—Fiebre no tiene —dijo Erica—. Aunque anoche


me pareció que sí.

—¿Sí? ¿Y el brazo? ¿Cuál es? ¿Qué le pasó? —


Peter dejó a un lado una pequeña caja que había traído
y sentándose en una silla cerca de la cama examinó el
brazo herido—. Ud., Srta. Erica, ¿le hizo algo?

—Sí, anoche le di unos masajes arriba, lo tenía


algo acalambrado. Tiene la mano un poco hinchada hoy.
Creo que se le ha formado un hematoma. ¿Ve Ud. ?

—Ajá, ajá —asintió Peter mientras presionaba en


distintos lugares la mano y l brazo de Martha—. Sí, sí,
tiene un pequeño hematoma cobre la muñeca.
Seguramente se le dobló la mano mal al caer. Con calor
y masajes suaves andará bien, ¿verdad?

—¿Trajo la pomada que le pedí para la herida de


la mano? —preguntó Erica.
—Sí, acá está. Se la dejo, es muy buena.

—¿Puede Ud., Peter, por favor desinfectarle y


vendarle un poco ahora? Yo debo ir en seguida a dar una
clase de esquismo a las chicas. —Erica consultó su
reloj—. No quisiera ir, y menos estando Martita enferma,
pero me escaparé lo más pronto posible.

—Vaya tranquila, Erica. Yo cuidaré bien de


Martha, —dijo Peter sonriendo.

—Gracias. —Eric se colocó un abrigo y salió.

Peter curaba la mano herida en silencio y Martha advirtió


que una arruga le surcaba la frente.

—¿qué te pasa, doctor? —le preguntó luego de


un momento.

Peter levantó la vista y aunque sonreía, sus ojos


escudriñaban a la niña. —A mí no me pasa nada, —
dijo—. En cambio, a ti sí. ¿Verdad?

—¿A mí? — Martha concentró la mirada en su


mano—. ¿Qué quieres que me pase?

—Y... te caíste. ¿Cómo hiciste? ¿Qué pasó?

—Me caí simplemente —contestó Martha.


—¿Cuando volvían?

—Sí.

—¿Y qué hizo mi primo Ronny que no te sostuvo?

—El iba más atrás. —Martha dio un suspiro,


deseosa de que el muchacho cambiara de tema. Pero
Peter, luego de un momento de silencio en el que terminó
de vendar cuidadosamente la mano, dejó a un lado su
botiquín y, arrimando más la silla, dijo en tono de fraternal
autoridad sin soltar la mano de la niña:

—Bueno, ahora conversaremos. Quiero que me


cuentes todo lo que pasó.

—Pero... ¿Y qué quieres que te diga? Corrí,


tropecé, me caí sobre un tronco y nada más.

—Oye, hermanita. ¿Por qué corriste? —Peter


clavó su mirada profunda en los ojos de Martha, quien
con desesperado esfuerzo logró sonreír.

—¿Está prohibido correr? —preguntó levantando


su nariz
—¡Vamos! Te pregunto ¿por qué motivos
corriste? ¿Te asustaste de algo? ¿Jugaste una carrera?
¿O qué?

Martha sintió que un nudo de desolada angustia


le cerraba la garganta. ¿Había adivinado algo Peter?
¿Por qué preguntaba tanto? ¡Oh! ¡Siquiera ella pudiera
mentir! Pero no. Esperó un momento para poder hablar,
pero lo mismo su voz sonó temblorosa.

—Corrí porque tenía ganas de llegar pronto —dijo


y su voz se quebró.

Hubo un momento de silencio. Peter vaciló un


instante, pero de pronto tomó a Martha por la barbilla y la
obligó a levantar la vista. Dos lágrimas corrían por las
mejillas encendidas.

Habló suavemente mientras tomaba entre las


suyas ambas manos de la niña. ¿No tienes confianza en
mí? Somos hermanos, somos los dos del Señor. Yo sé,
o adiviné en seguida que algo pasó además del golpe.
La cara de Ronny estaba tensa y tú... Bueno, escucha,
Martita, tú sabes bien cuánto te quiero. Siento la
responsabilidad de cualquier cosa que te pase, ante
todos y ante nuestro Dios. Yo deseo y debo protegerte.
Martha escuchaba en silencio, conteniendo
valientemente los sollozos. ¡Qué bueno era Peter! Ella
sentía el profundo deseo de desahogarse, y estaba
segura que él comprendería al instante y sabría ser un
apoyo consolador. Pero no. ¡Oh, no! Martha se dio
cuenta que no podía contarle nada. Se sentía demasiado
humillada y herida, y de pronto su orgullo se levantaba
como una cortina impenetrable: “¿Qué le importa a Peter
lo que me pase? ¿Qué se cree? ¿Que soy una nena?
¡No señor! ¡no quiero contarle! Él también es un
Winelmann y los Winelmann no tienen porque meter la
nariz en mis asuntos”.

Martha alzó la cabeza y se enjugó las lágrimas


con las manos, que retiró bruscamente de las de Peter.

—No hay nada, nada —dijo—. Me duele la mano,


y lo demás que pase... es mío...

Peter la miró sorprendido y a Martha se le tiñeron


las mejillas de vergüenza. Pero no, ¡no diría nada!

—Bueno, Martha, perdóname. No quise


entrometerme en asuntos que no me corresponden. Sólo
deseo ofrecerte mi mano de hermano y amigo. Hubiera
querido que te desahogaras. Ya sabes que eres para mí
una hermanita y me duele profundamente verte así,
sufriendo sola.

—Ya sé. —Martha no se atrevía a levantar la


mirada.

—Tranquilízate, Martha. Ya vendrá la calma a lo


que pase. Que el Señor te bendiga. —Peter se inclinó
con cariño.

—Gracias —murmuró Martha con voz ahogada


mientras el muchacho se retiraba. Al cerrarse la puerta
tras él, otra vez le invadió el salado mar de lágrimas. ¡Oh!
¡Por qué se enredaba todo ahora? ¿Cuándo terminaría
esto, entonces? ¡Qué hermoso sería dormirse o
desmayarse y despertar recién en casa, rodeada de
papá, mamá, Miriam y Betty!

Martha sentía ahora dolor y vergüenza por


haberle contestado así a Peter. ¡Pobre Peter! el que
venía con toda la buena voluntad, con todo el cariño de
hermano, pero...

“¡No quiero contarle! ¡No quiero que sepa


nadie acá! Y demasiado han visto mi cara, que según
parece, era la de un muerto en pena. ¿Qué pensarán
Erica y los demás que me vieron ayer? ¡Oh! ¡Qué
vergüenza! ¡Qué fracaso! Haber luchado todo el tiempo
para hacerles ver la alegría y la luz de mi corazón... y
ahora esto. No seré más como antes, y la gente se va a
dar cuenta. Di un paso en falso, que Dios me perdone.
Fracasé y sólo deseo irme lo más pronto posible”.
Martha se restregó los ojos y la frente como queriendo
apartar todos los pensamientos que la molestaban.
Buscó un libro y se puso a leer. Pasó así casi una hora
bastante entretenida hasta que al fin sonó el teléfono a
su lado. La voz alegre de Erica le llegó desde el otro lado
del hilo:

—¿Qué haces, Martha? ¿Te sientes mejor?

—Sí, gracias. ¿Y Ud. Erica?

—¡Oh! Está el día ideal para esquiar. ¡Hubieras


visto los saltos y proezas de Ronny! Nos dejó
boquiabiertos a todos. Parece un resorte endiablado.
¿Te curó Peter?

—Sí.

—¿Estás aburrida?

—No. Estoy leyendo. ¿Y Ud. Erica? ¿No va a


esquiar más?
—Sí, vuelvo ahora. Sólo me hice una escapada
para saber cómo estás y si necesitas algo.

—¡Oh! No se preocupe. Estoy muy bien.

—Bueno, hasta luego, entonces.

—¡Hasta luego!

Martha siguió leyendo. Se sentía mejor, más


aliviada, y ante todo se alegraba de estar sola. Pasaron
veinticinco minutos de perfecta quietud. La estridente
campanilla del teléfono volvió a sonar. Martha se alegró.
¡Era tan lindo hablar tan cómodamente reclinada entre
almohadas!

—¡Hola! ¡Ah! ¿Eres tú, doctor Peter?

Hubo un silencio de varios segundos en el otro


lado de la línea y luego la voz que vibró en los oídos de
Martha, le provocó el vuelco de algo cosquilleante en el
estómago.

—No, no es Peter. Soy yo.

—¿Qué? ¿Quien? —Martha formuló la pregunta


inútilmente, pues esa voz le producía algo así como
vértigos desde ayer.
—Soy Ronny. Te estoy hablando directamente
desde mi habitación. Así no hay temor de intrusos. Me
escucharás, Martha, ¿verdad?

—Sss...sí...

—Tenemos que aclarar esta situación... yo


especialmente. He reflexionado. Sé que obré como un
torpe ayer. Pero no podemos, no puedo hablar así por un
hilo. ¿Estás muy mal? ¿Cuándo te levantarás?

—No sé.

—Por favor, Martha, debemos hablar.


¿Escuchas?

—Sí.

—No con gusto, ¿verdad? Perdóname, Martha.


Fue una locura lo de ayer. Te explicaré. —La voz de
Ronny sonó enronquecida. Pero Martha, que había
mantenido el tubo alejado de su oído, lo alejó aún más.
Todo su ser parecía gritar rebelándose amargamente
contra esa vez que preguntaba ahora:

—¿Me escuchas, Martha? Que...


—¡Tringg! Sonó el aparato al ser colgado el tubo.
Martha sin vacilar más había cortado la comunicación sin
decir palabra. Con su mano aún temblorosa se refregó el
oído como para borrar todo lo escuchado.
Capítulo X

Era la tarde de ese domingo gris y casi todos los


huéspedes estaban en “Mi Cabaña”, pues el Sr. Herman
pasaba hermosas vistas de Alemania y Europa en
general con su complicada máquina proyectora.

La biblioteca estaba sumida en el mayor silencio.


Ronny se había acomodado en su sillón, con su
acostumbrada posición (los pies sobre el escritorio).
Paseó su mirada en derredor. Estaba todo vacío,
silencioso. Encendió un cigarrillo y comenzó a fumar
tranquilamente. Tenía ante sí un libro grande que
hojeaba al parecer con indiferencia. De vez en cuando se
detenía en alguna página y la leía rápidamente, hasta
que al fin se detuvo, dejó el cigarrillo a un lado y
acercando más el libro comenzó a leer con más interés.

En “Mi Cabaña”, la gente estaba muy entretenida


y Peter aprovechó para escabullirse. Una vez afuera,
estiró los brazos desperezándose y echó a correr hacia
el hotel. Dio unas cuantas vueltas por la cocina, la
administración y el comedor y al fin se dirigió a la
biblioteca.
Evidentemente la alfombra amortiguó sus pasos,
pues al llegar a la puerta pudo ver a Ronny leyendo,
ajeno a todo. Se detuvo y quedó como clavado en su
sitio. ¿Podría ser? Miró bien. Ese libro, tapas negras,
canto dorado, tamaño muy particular. ¡Sí! ¡No había
duda! Era la Biblia. ¡Ronny leyendo la Biblia!

Peter miró incrédulo a su primo y luego decidió


retirarse en silencio. Pero su mano golpeó
involuntariamente contra el marco y Ronny levantó la
cabeza sobresaltado.

—¡Oh! Eres tú.

—¿Qué tal? Me aburrí allá en la hostería y me


vine —dijo Peter entrando con aire despreocupado.

Ronny puso un brazo sobre el libro y luego, con


un gesto de indiferencia lo dejó caer sobre el escritorio.

—Yo también estoy aburrido como un maldito —


dijo entre dientes.

—Sal un poco afuera; haz algo —contestó Peter


dejándose caer despatarradamente en un sillón.

—¡Bah! No seas tarado. Estoy harto de todo y de


todos —masculló Ronny haciendo ademán de bajarse.
—¿Adónde vas? ¿No podrías quedarte a
conversar? —Peter lo detuvo con un gesto—. Tenemos
que hablar seriamente y lo más pronto posible.

—¿Qué? ¿Mi madre sigue mal? Pues ya sabes


que de ella sería mejor si no me hablaras. —Ronny miró
hacia afuera con expresión indefinida.

—¿Por qué? ¿Qué pasa con tu madre?

—¿Qué pasa? No sé, pero sospecho.

—¿Sospechas? —exclamó Peter, aunque sin


mucho asombro. ¿De qué?

—Mira, mis padres son misteriosos como el


mismo diablo. Pero yo, ya no soy un bebé y hay ciertas
cosas que no se pueden pasar por alto.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, —Ronny esbozó una sonrisa


irónica— lo que pasó esa noche del baile.

—¿El hombre que se desmayó? —Peter se


encogió de hombros—. ¿Qué sospechas sacas de eso?

—Nada, seguramente. Si aquí todo es misterio.


Pero por algo será que mi padre, con su acostumbrada
“diplomacia” impidió que yo le viera siquiera una uña al
hombre. Nadie lo pudo ver porque lo llevaros en seguida
al auto. ¿Por qué tanta ocultación? Y mi madre. ¿Desde
cuándo se asusta al ver un desmayado? ¿Te acuerdas
el año pasado cuando casi me mato al caer de la
montaña con ese trineo? Tenía una herida impresionante
en el cuello. Gracias al diablo o a Dios no perdí el
conocimiento, me llevaron a casa todo ensangrentado y
ella, apenas me curaron y quedamos solos, al verme vivo
me pegó un buen sermón y listo. ¿Una madre muy
“amorosa”, eh? Y ahora, sólo porque se desmayó un
hombre está con “crisis nerviosa”, dolores espantosos de
cabeza y la mar en coche. ¡Eh! ¡Vamos! ¡Abre el ojo,
chico!

Ronny rió secamente, luego agregó: —Pero en


fin, nunca fue mi madre muy sensible, y eso es lo que me
llama la atención. Pero ante todo es preciso que sepas
que ningún lazo me une a nadie acá y yo tengo mi
decisión hecha: aclarar un misterio y desaparecer de acá
para siempre.

Hubo un momento de silencio. Ronny siguió


fumando con indiferencia y Peter lo observaba pensativo.
—Pero no has aclarado al fin cuáles son tus
verdaderas sospechas —dijo de pronto.

—Ni lo aclararé tampoco —replicó Ronny—. Sólo


agregaré algo. Escúchame bien. En todo estoy hay algo
que mis padres ocultan celosamente. Buena parte de
este misterio me toca a mí, pues estoy sometido a una
vigilancia demasiado irrazonable. ¿Sabes? Y estoy
atando cabos y cabos y al fin encontraré la punta. —Así
diciendo, Ronny se caló la gorra y bajó un pie.

—Espera —intervino Peter—. Todavía no hemos


terminado. Mi opinión sobre tus...

—¿Conoces a Pablo Winelmann? —le


interrumpió Ronny bruscamente.

—¿Pablo Winelmann? —Peter alzó una ceja


extrañado—. ¿De dónde sacaste ese nombre?

— ¡Ajá! Otro misterio —masculló Ronny,


poniéndose en pie con una sonrisa burlona.

—No te entiendo —declaró Peter—. ¿Quién es


Pablo Winelmann?

—¿Qué sé yo? Mejor dicho, es un señor


“misterix” también.
—¿Cómo? No te vayas. Espera un momento. —
Peter detuvo otra vez a Ronny.

—No quiero hablar más de este asunto —


contestó el muchacho con fastidio—. Mira, todos estos
misteritos me hacen arder la sangre. Me está corriendo
el odio por las venas.

—Cuidado, Ronny —dijo Peter con calma—. El


odio no trae ningún provecho. Deberías pensar un poco
en Uno que es el Príncipe de paz.

—En Dios, en Jesucristo —interrumpió Ronny


con una mezcla de burla y amargura—. Ya sé. Ya me lo
han dicho, así que no gastes lengua en repetirlo. Y
hazme el favor de cambiar completamente de tema otra
vez que nos veamos. ¡Hasta luego!

—Espera un momento, hay algo más que decir —


dijo Peter alzando una mano con firmeza.

Ronny volvió la cabeza. —¡Basta! Ya hablamos


suficiente —replicó terminantemente.

—Bueno, sobre este tema no hablaremos más si


no quieres. Pero ya que estamos en tren de charla,
quisiera preguntarte algo sobre Martha.
—¿Martha Spendi? —exclamó Ronny, clavando
en su primo una mirada que echaba chispas—. ¿Y qué
tengo que ver yo?

—Mucho. Tú lo sabes, Ronny. Mucho —contestó


Peter tranquilamente—. Siéntate, si es que eres capaz
de hablar de hombre a hombre sin ningún rodeo.

—No hay inconveniente. —Ronny tiró la gorra


sobre el escritorio y volvió a su posición inicial—. ¿Qué
pasa con la piba? —agregó glacialmente.

—Mira, sé que algo ha pasado entre tú y Martha


ayer en el paseo —comenzó Peter.

—¡Eh! ¡No digas! ¿Te lo contó un pajarito? —le


interrumpió Ronny bostezando.

—Casualmente tengo ojos y seso, y viéndole la


cara a Martha no ha sido tan difícil darse cuenta de que
algo anduvo mal —siguió Peter con acentuada lentitud—
. Esta mañana fui a verla. Hablamos un poco.

Hubo un instante de silencio. Ronny, con la


cabeza un poco echada hacia atrás, entrecerró los ojos
enigmáticamente.
—¿Y qué? —dijo al fin—. ¿Te dijo algo ella para
afirmar tus geniales sospechas?

—No. Tiene un espíritu demasiado sensible. Está


demasiado herida —contestó Peter con firmeza.

—¿Oh, sí? ¿Lloró conmovedoramente?

—No, sólo se le cayeron dos o tres lágrimas. Y


una chica como ella no se trastorna así por un simple
golpe.

—¡Muy buena tu filosofía! —terció Ronny,


encogiéndose de hombros.

—Bueno, basta. Ya estamos con rodeos, ¿eh,


Ronny? Di de una vez qué ha ocurrido, o por lo menos...

—¿Que? ¿Tanto te afecta lo que le pasa a


Martha? —Ronny habló con violencia contenida—.
¿Tienes miedo que yo, el ogro del infierno, llegue a
quemarla con mi presencia maléfica? Estás listo, nene.
Ya lo he hecho. La abracé y la besé. ¿Oíste? ¿Qué te
parece? Y lo haría con gusto otra vez. ¿Te horrorizas?
—Ronny calló y clavó una mirada arrogante en su primo.
Pero Peter no dio la más mínima muestra de asombro o
escándalo; al contrario, estaba tan sereno como siempre.
—No tengo por qué horrorizarme —dijo
extendiendo su mano amistosamente—. No nos
empeñemos en ser enemigos. A firmar la paz y tratemos
el asunto con calma.

Ronny lo miró sorprendido, luego meneó la


cabeza.

—No, Peter —murmuró—. Sé bien el concepto en


que me tienes y no te culpo. Te aprecio, pero más de lo
que dije no estoy dispuesto a decir.

—El concepto que me formé de ti está cambiado,


Ronny.

—No importa —interrumpió el otro poniéndose en


pie—. No necesito compasión ni ayuda por ahora.

—Espera. —Peter también se puso en pie—. No


es compasión barata lo que siento por ti. Tampoco
pretendo ayudarte, pues este asunto debes arreglarlo tú
solo. Quise aclarar este enigma por muchas cosas. Sólo
quisiera pedirte una cosa. Escúchame bien. Martha es
una chica sensible, ingenua. Es una niña y tú lo sabes
bien. No juegues con ella, Ronny; no seas canalla. Es lo
mismo que si hubieras oprimido con manos tiznadas un
poco de nieve pura, y lo único que conseguiste es que se
te escape deshecha y herida.

—No juego con ella, tenlo por seguro. Seré


cretino, pero no hasta ese extremo. —Ronny, con las
manos en los bolsillos, la cabeza erguida y la expresión
sombría se dirigió hacia la puerta—. Sé cómo es Martha
Spendi. La conozco mejor que tú —agregó con
superioridad.

—¿Por qué le hiciste eso, entonces? —Ahora


eran los ojos de Peter los que chispeaban. Ronny lo miró
con una sonrisa burlona, como diciendo; “¡Eres un tonto!”
Pero no habló y sin más desapareció dando un portazo.

Peter quedó pensativo, adusto, apoyado en el


escritorio.

“¿Qué ha hecho este insensato? Espíritu


adolescente, inexplicable. ¡Qué tipo! Lo peor que pudo
haber hecho con una chica como es Martha. ¡Pobre, tan
niña! ¡Cómo se sentirá ultrajada, ensuciada! Pero...
Ronny... Recién ahora comprendo, tonto de mí, recién
ahora. Sí, es rebelde y duro, pero ¿qué otra cosa podría
ser teniendo unos padres y un hogar que parece de
hierro y hielo?”
Peter meneó la cabeza inclinada, luego se
enderezó. Miró la Biblia que había quedado sobre el
escritorio. ¡Ronny había leído la Biblia, después de
haberla despreciado tantas veces con indiferencia! “¡Sí!
¡Aquí pasa algo, alguien que influye en este muchacho!
Y es ella, con su dulzura, su suavidad. Ha acertado.
Ronny necesita afecto, y nadie se lo ha dado acá. Yo la
dejé sola con Ronny porque vi que era una influencia
bienhechora para él.”

Peter miró distraídamente su reloj, pero las


manecillas señalando las 7 lo obligaron a salir de sus
pensamientos. Cruzó la habitación a grandes pasos y
salió. Poco después se hallaba subiendo la alfombrada
escalera en la casa de los Winelmann. Entró en la
habitación de la Sra. Ana y se acercó al lecho.

—¿Cómo se encuentra, tía? —preguntó en


alemán.

La enferma, por toda respuesta sacó un brazo


arremangándose la bata hasta arriba del codo. Peter
preparó la inyección, observando de reojo a su paciente.
Luego se sentó en un taburete cerca de la cama y ajustó
un lazo de goma en el brazo de la Sra. Ana, que
permanecía con el rostro vuelto y semi-cubierto por la
sábana. La aguja fue clavada en la vena con un
movimiento rápido y magistral. Peter terminó de colocar
la inyección y luego dio una vuelta alrededor de la cama
para ver la cara de su tía.

—¿Puedes dejar de molestar, Peter? Si ya


terminaste, vete —se oyó la voz de la enferma por
primera vez.

—Debo enterarme cómo marcha Ud. —dijo Peter


amablemente—. ¿Duerme mucho? ¿Qué tal su apetito?

—Mientras me dejen tranquila, estoy bien —vino


la contestación secamente.

—Usted debería levantarse.

—No quiero. Estoy bien acá.

—No debe encerrarse en Ud. misma. Salga un


poco afuera; converse con alguien.

—Estoy cansada. Déjame en paz y vete de una


vez —replicó la Sra. Ana tapándose la cara con evidente
fastidio—. Estoy harta de todos ustedes.
—No. Escúcheme Ud., tía. Le diré unas pocas
palabras más —la voz de Peter sonó con un acento
cariñoso—. Ud. no es feliz, su corazón está atormentado
y esa es su única y grave enfermedad. ¿Por qué n...?

—¡Te he dicho que te vayas! No quiero oírte —


interrumpió la enferma con brusquedad.

—Sí, me iré en seguida. Pero antes terminaré de


decirle esto. —Peter tomó tranquilamente por las
muñecas a su tía y siguió hablando—. Hay un solo
especialista que puede curar su corazón. Es Dios, que la
ama, Dios lento para la ira y grande en misericordia y
perdón. Vaya a El.

—¿Te crees que estoy al borde de la tumba para


que me prediques tanto? Estoy bien, bien. Lo único que
quiero es que me dejen tranquila. —Su rostro estaba
crispado. Peter se puso en pie, apagó el velador y corrió
las cortinas. La habitación quedó obscura. Con su
pequeña linterna de bolsillo encendida, quedó parado,
observando con atención a la enferma. Pasaron cinco
minutos en que ella se movió continuamente entre
hondos suspiros, pero al fin quedó quieta.

Peter salió de la habitación silencioso.


Todas las luces del comedor estaban
encendidas. La gente comía con tranquilidad, y por
momentos sólo se oía el ruido de los cubiertos. El Sr.
Herman se paseaba inquieto de la puerta de entrada
hasta la administración y viceversa. Nadie reparó en su
actitud excepto Martha, que para evitar de hablar o
pensar mucho lo seguía con la mirada desde su mesa.
Cuando entró Peter, el Sr. Herman se acercó a él y
comenzaron a hablar en voz algo baja. Martha seguía
observando, vio que en un momento Peter se encogió de
hombros desconcertado y luego se fue. El Sr. Herman se
acercó a Hans y comenzó a hablar con rapidez y
seguramente intercalaba todo con algunas maldiciones,
a juzgar por su expresión. Martha terminó de tomar su
tacita de café, y luego se levantaron. La niña siguió a su
profesora en medio de las mesas y se detuvo también
junto al mostrador de la administración. Erica saludó al
Sr. Herman y éste se volvió muy amable, preguntando:
—¿Cómo están ustedes, señoritas?

—Muy bien. Pero ¿cómo está su señora?

—¿Ana? —el Sr. Herman carraspeó y luego


adoptó un aire serio—. Ella no está muy bien. El doctor
Barich la visitó ayer. Recomendó mucho cuidado. Pero,
en fin, creo que ya pronto estará bien. ¿Y la niña? ¿Cómo
está? —preguntó clavando en Martha sus ojos
escudriñadores.

—Muy bien —contestó Erica satisfecha—. Ya


tiene más color y aumentó de peso.

—Ajá, se ve mejor, ¿eh? Yo me alegro. Muy linda,


muy simpática. —El Sr. Herman esbozó una sonrisa,
pero Martha permaneció seria y erguida, mirando con
rencor esos ojos grises tan parecidos a los de Ronny.
¡Mmm! Martha reprimió un gesto de desprecio, luego
pidió permiso y se retiró.

Subía las escaleras lentamente y bien erguida.


¡Qué satisfacción haberle mostrado a un Winelmann que
ella también sabía ser fría, orgullosa y digna!

—No soy una tontita sonriente, fácil de engañar


—murmuró con firmeza—. ¡Ya lo verán!
Capítulo XI

“Lunes, 30 de mayo”.

“¡Lunes! Creo que será el último lunes que estoy


acá. ¡Qué felicidad! Una semana más de estadía y
después... ¡A casa! ¡Qué lindo! ¡Qué regio! ¡Viva la
pepa!”

Martha escribió todo esto con verdadera alegría


en el diario. Pero verdaderamente no estaba feliz del
todo, pues en el fondo de su corazón la molestaba
profundamente esa raicita de amargo rencor, un brote de
oscuridad.

Tomó la pluma y agregó algo más con letra


apresurada: “¡Puff! ¿Por qué no será hoy mismo el día
de irme? No quiero pensar nada. No soy la misma;
cambié completamente. Y todo culpa de aquella tarde
horrible y de ese ganso Ronny, que no quiero ni ver de
lejos siquiera. ¡Qué sé yo, qué-sé-yo lo que tengo! Me
siento tonta y los de acá me dan fobia. No puedo
sonreírles. No me da gana de ser amable, mucho trabajo.
¡Bah! ¡Qué sé yo! Tengo un lío en la cabeza.”
Martha dio un hondo suspiro y cerró el cuaderno.
Eran casi las once y media y hacía mucho frío. El cielo
estaba cubierto de densas nubes. Seguramente se
preparaba una nevada, y Erica había amanecido con
resfrío. Martha había quedado libre de ejercicios esa
mañana antes de las 10, y con gran satisfacción se fue
al piano a tocar y tocar por una hora seguida.

—¿Me acompañas a la biblioteca, Martha? —


Erica se asomó sonriendo.

—Sí, como no —contestó Martha en seguida—.


¿Se siente mejor?

—Sí. Espero que para esta tarde estaré


completamente bien. Quiero que vayamos a dar una
buena caminata. Hace mucho que no damos un lindo
paseo y nos hace falta. —Erica pellizcó
significativamente las mejillas un poco pálidas de su
alumna—. ¿Qué te pasa? Mira que si bajas de peso en
esta semana o andas con ojeras y pálida, no nos vamos,
¿eh?

—¡Ah! ¡No, no! —exclamó Martha—. Me portaré


bien. Engordaré y andaré rosada, pero con tal que no nos
demoremos.
—Muy bien. —Erica soltó su breve y alegre
carcajada.

En ese momento llegaron abajo y se dirigieron a


la biblioteca, y de pronto, al abrirse la puerta, Martha se
detuvo en seco.

“¡Tonta! ¡Más que archi-tonta!” se dijo con


profundo desprecio. Sí, allí estaba Ronny, ¡la última
persona a quien deseaba ver en el mundo!

Erica entró, pero Martha se apresuró a


retroceder.

—¡Sr. Hans! Llega la correspondencia —gritó


alguien en el comedor. Martha casi saltó de alegría.

—Hoy tiene que llegar carta de casa —dijo


apresuradamente a Erica y luego salió corriendo a toda
velocidad.

—Sr. Hans, ¿hay cartas? —preguntó jadeante,


acercándose al mostrador de la administración.

—Sí. Un momento, señorita. Ya veremos si hay


algo bueno para Ud. —contestó el viejo Hans, pasando
los sobres uno a uno con una calma que exasperaba a
Martha.
—¿Hay algo, Hans? —preguntó en ese momento
la voz grave del Sr. Herman que se acercaba. El
administrador tomó dos sobres que habían quedado a un
lado y se los entregó. El Sr. Herman los miró, y al querer
ponerlos apresuradamente en el bolsillo, uno cayó al
suelo, pero él no se dio cuenta porque se hallaba
hablando, al parecer dando una orden en alemán a Hans.
Martha se inclinó a recoger el sobre y sus ojos tropezaron
distraídamente con la dirección. Estaba dirigido a Ronny
y el sello era de Buenos Aires.

—Sírvase, señor —dijo poniéndolo arriba del


mostrador. El Sr. Herman la miró sorprendido pero
inmediatamente agradeció con toda entereza y se retiró.
Hans siguió revisando con lentitud. Martha suspiraba
impaciente.

—¿No hay nada, Sr. Hans? —preguntó al fin.

—¿Algo para mí, Hans? —preguntó una voz, y


Martha quedó dura, tensa, inmóvil y erguida.

—No, Sr. Rolando, nada para Ud. —dijo el


administrador (y a pesar de toda la rabia, Martha no pudo
dejar de notar la mentira)—. Para Ud. sí, señorita, hay
dos. Aquí tiene.
—Gracias —Martha las tomó ávidamente y
comenzó a retirarse rasgando los sobres con impaciente
satisfacción.

—Buen día, Martha —la voz de Ronny sonó a sus


espaldas—. ¿Ya sanaste?

Martha sintió como una garra amarga que le cerró


la garganta, hizo una levísima inclinación con la cabeza
a guisa de contestación, y luego apresuró el paso y en
un santiamén llegó arriba y se encerró en su habitación.
Con manos que temblaban sacó las cartas. Toda la
familia le había escrito. En un sobre venían las cartas de
Miriam y Betty y en el otro las de papá y mamá.

Comenzó a leer con avidez las cartas de las


chicas. Miriam, con su estilo tan peculiar derrochando
signos de admiración, puntos, comas, puntos
suspensivos, etc., le relataba con lujo de detalles una
conferencia de evangelización en pleno centro, y hasta
le ponía que “el pastor que predicaba llevaba casi
siempre una corbata roja-amoratada ¡como la nariz de
don Camilo cuando se emborracha!”

Betty, por su parte, le contaba un poco de todo, y


entre otras cosas “la noche fatal para Miriam” (o sea, el
domingo último a la noche). “Primero, al cruzar la calle se
le torció el pie (andaba con zapatos nuevos de taquito
alto) y se cayó justo en frente de la garita del policía.
¡Muerto de gusto el tipo porque pudo ayudar a levantarse
a nuestra hermanita! Cuando llegamos al templo, se fue
a sentar al armonio. ¡Qué calamidad! Le habían puesto
sin querer un taburete que tenía una pata semi-rota y de
pronto (suerte que todavía no había mucha gente) se
sintió un ruido horroroso, y no sé qué pasó, la cosa es
que nuestra querida hermanita desapareció detrás del
armonio para aparecer en seguida hecha un tomate. De
más está decirte que el único que aguantó la risa y fue a
ayudarle, fue Roberto”.

Martha rió de buena gana y siguió leyendo,


viviendo cada detalle que se le relataba. Estas cartas
traían el hogar a esa pieza que se le antojaba fría e
impersonal. Cuando terminó de disfrutar detenidamente
las cartas noticiosas y alegres de Miriam y Betty, tomó el
otro sobre y se acomodó mejor para poder absorber bien
las cartas de papá y mamá. Papá le contaba cómo
seguía Bucky (el perrito mascota de Martha). También le
enumeraba algunos libros nuevos que había comprado
para la biblioteca que ambos tenían en común. Al fin
terminaba con su acostumbrado, “Bueno, hija” (una frase
tan cariñosa y natural en él), “debo dejarte porque tengo
que ir a visitar el hijo de doña Asunta. Está muy mal, un
joven como él, borracho y vicioso, tenía que terminar en
algo así. Fue atropellado por un ómnibus. ¡Pobre
muchacho! Espero poder hablarle del Señor, ante que
sea demasiado tarde. Después tengo que preparar el
mensaje para la reunión de jóvenes. Creo que, si Dios
quiere, predicaré sobre 1º Timoteo 4:12: ‘Ninguno tenga
en poco tu juventud, pero sé ejemplo de los fieles en
palabras, en conversación, en caridad, en espíritu, en fe,
en limpieza’. Recuérdame en tus oraciones. Quiero hacer
un llamado especial a los jóvenes en esta reunión. Se
necesita juventud valiente, que no sea desertora y
apagada, que siga al Señor brillando y luchando ‘con y
por El’, pase lo que pase. Espero que pronto estés con
nosotros, ¿no? Entonces te diré, hasta pronto.”

Martha puso la carta a un lado, pero “desertora,


desertora”, la palabra le martilleaba incesantemente,
inexplicablemente. Apenas la leyó, fue como si un dedo
la hubiera señalado.

“Desertora. ¿Qué tiene de raro eso?” Martha hizo


una mueca de disgusto y sacó la carta de su mamá. “Yo
no soy desertora. Papá se refiere acá a los jóvenes que
se van al mundo. A mí no”.

Abrió la carta de su mamá y comenzó a leerla.


Por un momento se olvidó de sí misma y leyó con
verdadero agradecimiento las palabras llenas de
animación. Pero sin embargo no la llenaban de
entusiasmo como antes. La mamá decía: “¿Sigues con
la lucecita bien despabilada, siendo un brillante rayito de
calor en la oscuridad y el frío?” Martha se encogió de
hombros, tratando de ignorar la punzada acusadora en
su corazón. Abrió la Biblia para leer la cita que al pie de
la carta le mandaba su mamá: Mateo 5:14-16: “Vosotros
sois la luz del mundo, una ciudad asentada sobre un
monte no se puede esconder. Ni se enciende una
lámpara y se pone debajo de un almud, sino sobre el
candelero y alumbra a todos los que están en casa. Así
alumbre vuestra luz...” Martha no leyó más. “¡Desertora,
desertora!” Parecía que de todos lados le gritaban,
“Desertora”.

“¿Desertora de qué? ¿de qué?”

Allí tenía delante la respuesta: “...se enciende una


lámpara y se pone debajo de un almud.” “¡Escondiste la
lámpara! Dejaste de sonreír, dejaste de ser amable,
guardas rencor, dejaste de brillar. ¡Desertora, desertora!”
Martha se agarró la cabeza y apretó los puños.

“¡No soy desertora!” gimió casi en voz alta. “Si yo


lo amo al Señor y yo sé que El me comprende. Yo creo
que el Señor no quiere que yo pierda mi dignidad por ser
amable. No hay que ser tonta. Yo no voy a permitir que
me crean una santita boba también. Además, siempre fui
amable. Yo hice mi parte. Ahora la responsabilidad es de
otro. Yo no me arriesgo más. Soy muy tonta... ¡bah! ¡qué
sé yo! ¡Ni yo me entiendo!”

Martha se puso en pie. Todo le parecía feo y


fastidioso y hasta le daba tedio orar o leer la Biblia. No
tenía ganas de nada. Cuando sonó el timbre para el
almuerzo dio un suspiro de alivio y bajó
apresuradamente. Erica la vio llegar con las mejillas
arreboladas y el ceño fruncido.

—¿Qué pasa, Martha? ¿Malas noticias? —le


preguntó sonriendo.

—No. Al contrario. Nos esperan pronto, así que


debemos ir, ¿eh?
—¡Tanto apuro, hija! Yo creí que ya no
extrañabas tanto.

—Bueno, extrañar, siempre extrañé. Este lugar


me gusta mucho y es muy lindo vagar todo el día sin
tener responsabilidades. Pero cada vez que recibo
noticias se me suben más las ganas de estar allá. —
Martha suspiró así se entretenía par no pensar.

—¿Se le pasó el dolor de cabeza? —preguntó


cuando estaban comiendo el postre.

—Algo. Ahora me tomaré un sello anti-gripal por


las dudas y esta tarde andaré nueva. —Erica revisó los
bolsillos de la chaqueta y luego se puso en pie—. ¡Me
olvidé de traerlos!

—¡Vamos! —exclamó Martha— si yo también me


olvidé de traer mis vitaminas. Quédese, Erica, yo voy a
buscarlas. ¿Dónde están sus sellos?

—Sobre la mesa de luz —contestó Erica


sentándose otra vez.

Martha se alejó entre las mesas y la profesora


sonrió al verla tan ágil y fuerte. En realidad, estaba
mejorada la niña y daba gusto verla tan erguida y rosada.
Comenzó a subir la escalera y Erica apartó un poco la
mirada de ella al oír el ruido de la puerta principal. Vio
entrar a Ronny todo despeinado y con expresión de
cansancio.

Erica lo observó, el muchachito dio una ligera


mirada a su alrededor, y de pronto miró hacia la escalera.
En un santiamén cruzó a grandes pasos el salón y en dos
saltos desapareció de la vista, cubriendo ágilmente los
escalones que subiera Martha. Erica quedó sonriendo
intrigada.

Martha sintió pasos a su espalda pero siguió


subiendo, sin sospechar. Vio que una varonil bota pisó el
mismo escalón que ella.

—¿No quieres escucharme? ¿O es que sólo tú


tienes el derecho de ser comprendida? —murmuró algo
ronca la voz de Ronny.

Martha sintió que se le aflojaban las rodillas; sintió


que el corazón le latía furiosamente; sintió que no podía
ni quería hablar.

—¡Por favor! ¡Por lo que más quieras! —siguió


Ronny con voz grave y baja—. No seas así. ¿Y no me
quieres perdonar? Hazlo por Dios, por tu Dios, Martha.
Tú sabes bien que a nadie puedo rogar de esta manera.
Mucho me cuesta rogar, pero a ti no, porque lo hago en
virtud de mi verdadero arrepentimiento por lo que hice.
Ten por seguro que es así. Si no, no lo haría.

Martha se volvió y lo miró. Pero no podía hablar...


¡jamás!... ¡ni verlo siquiera!

—¿Me perdonas? ¿Somos amigos? —exclamó


Ronny mientras sus ojos sombríos adquirían una chisma
de animación.

Martha se dio cuenta que debía decir algo. Irguió


la cabeza y —Creo que ya basta de este asunto —dijo
con una sequedad que a ella misma le asombró.

—¿Qué quieres decir? —Ronny la miró


perplejo—. Tenemos que hablar más, Martha. Quiero
explicarte todo lo que pasa. ¿Me escucharás, verdad?

—¡No!

—¿Nooo? —Ronny se paré en seco—. ¿No


quieres hablar nunca más?

—Nnn... no.
—¿No? —Ronny bajó la cabeza esta vez—.
Francamente no creí... no pensé que fueras así. Creí que
sabrías perdonar.... y comprender, Martha. Es verdad
que ...

—Mira —interrumpió Martha apresurando el


paso— no te preocupes más por este asunto. Ahora ya
está hecho.

Ronny quedó parado en medio del pasillo


mirando la puerta que se cerraba tras Martha. Poco
después ella oyó pasos que se alejaban lentamente
como cansados.

“¡Oh! ¡Dios mío!” Martha oprimió las manos


contra su pecho como queriendo contener algo amargo
que la invadía. “Me mostré digna. No crea que soy presa
fácil,” murmuró con voz ahogada. “Bueno, ya acabó el lío.
No tengo que preocuparme más”.

Tomó las pastillas allí mismo para ahogar algo


que le cerraba la garganta. Pero junto con el portazo que
había dado, sintió que un caos terminó de invadir su
corazón. Y ya no había paz, ni luz, ni felicidad, y este
sentimiento no podía ahogarlo con pastillas.
Capítulo XII

La noche cubrió serena allá arriba el cielo lleno


de nubes y la tierra acá abajo, blanca de nieve. En medio
de los negros nubarrones se abrió paso la luna, que fue
a alumbrar el sueño de las casas sumidas en el silencio.
Era la media noche, y ninguna luz se veía en el refugio,
excepto en una ventana del segundo piso en la casa de
los Winelmann. Allí se dejaba ver un débil resplandor a
través de las cortinas, pero cerca de la una de la
madrugada la luz se apagó silenciosamente.

Pasaron los minutos uno a uno. Cuando el reloj


dejó oír una soñolienta campanada, salió una sombra de
entre los cercanos pinos y comenzó a avanzar
lentamente hacia el hotel. Iban quedando huellas sobre
la nieve y la silueta se deslizaba sin ruido. Llegó hasta el
cerco de cipreses y se detuvo. Alzó un brazo hacia la
casa de los Winelmann y se sintió una voz queda, ronca
y monótona que comenzó a hablar en alemán.

—Todo se sabrá. Todo se sabrá. El Altísimo


vengador y justo está conmigo. Llegó la hora de la
venganza, hoy, primero de junio, a quince años de aquel
día. ¡Acabó vuestro poder, Ana y Herman! ¡Ja-ja-ja-jaaa!
¡Malditos! En presencia de Dios, en presencia del espíritu
de Carlota, en presencia de vosotros, todos los espíritus
que pobláis la potestad del aire. ¡Consumo la obra que
juré hacer! Consumo la venganza para siempre. Amén y
amén.

La voz se apagó. El hombre bajó el brazo


lentamente y penetró por la puerta de hierro. Caminaba
ahora apresuradamente y sin querer hacer el menor
ruido se deslizó pegado casi a la pared del hotel. Cuando
llegó junto a una ventana lateral se detuvo.

—Es acá —murmuró—. Lo vi anoche saltar por


acá.

El hombre encendió una pequeña linterna y sacó


de su bolsillo un papel que dobló repetidas veces. Luego
alumbró la ventana y buscó con paciencia hasta
encontrar una hendija, por donde hizo penetrar el papel.

—Muy bien. Aquí tienes un mensaje, muchacho.


Que el Señor Todopoderoso te unja par que consumas
la obra. Amén y amén.

El hombre guardó la linterna en su grueso


sobretodo y se retiró otra vez sigilosamente. Estuvo
dando vueltas y observando detenidamente la casa de
los Winelmann y luego se alejó en silencio y desapareció
otra vez como una sombra misteriosa en medio de la
noche.

A las siete de la mañana ya humeaban las


chimeneas y se notaba movimiento en las casas. El Sr.
Herman salió afuera y luego de hacer varios ejercicios
respiratorios dio un corto paseo por los alrededores.
Caminaba con la cabeza baja, pensativo, como alejado,
muy alejado de allí.

Adentro de la casa, la Sra. Ana se levantó un


momento envuelta en su deshabillé y luego de descorrer
un poco las cortinas, se dirigió a un pequeño escritorio
de caoba. Miró la fecha en el almanaque: 1º de Junio, y
una sonrisa amargamente burlona se dibujó en su rostro.
Luego sacó una llave pequeña que colgaba de su reloj
pulsera y abrió un cajón. Con sus manos delgadas y
nerviosas, cargadas de anillos, sacó dos sobres
arrugados y amarillentos. Se sentó en el sillón y los miró
detenidamente. Estaban sellados.

—Pero son míos, —murmuró— y no los soltaré


jamás. Son la única prueba que tenía Pablo. ¡Pobre
Pablo! No le queda otro remedio que morirse desarmado,
y allá lejos, en Buenos Aires. —La Sra. Ana sonrió otra
vez, guardó los sobres y cerró el cajón con dos vueltas
de llave. Se levantó y se dirigió otra vez a la cama. En
sus ojos brillaba una luz extraña, como extraviada.

Las siete y media. Ronny abrió los ojos, miró


soñoliento su reloj y saltó de la cama. Parado sobre la
alfombra se desperezó estirándose cuan largo era y
bostezando sin recato alguno. Salió al pasillo con una
toalla al hombro. A los diez minutos volvía con el cabello
húmedo completamente desordenado y la nariz un poco
colorada. Se encontró con Peter en el mismo estado.

—¡Hola! ¿Qué tal?

—Bien.

—Lacónica respuesta.

—Ajá —Ronny siguió su camino sin detenerse.

Llegó a su habitación y se vistió. Abrió la ventana


de par en par, miró distraídamente un pequeño papel
doblado que cayó al suelo y luego saltó por la ventana y
salió. Comenzó a caminar con las manos en los bolsillos,
la cabeza un poco echada hacia atrás y la mirada perdida
allá en las cumbres de los Andes, que tenían una
tonalidad rosada-violácea, como envueltas en un tul
etéreo. Todo era paz y silencio a su alrededor. Ronny se
paró, contempló un instante aquella tranquila belleza,
luego se encogió de hombros:

—Todo lindo... de lejos —masculló mientras


emprendía otra vez el regreso. Casi involuntariamente
elevó la mirada hacia la ventana de la habitación de la
Sra. Ana al pasar, y la vio asomada pálida y demacrada.
Ella hizo una mueca (que quizás quiso ser una sonrisa).
Ronny inclinó la cabeza y apretó la mandíbula. Ese rostro
le hacía doler otra vieja amargura en el alma.

—¿Qué has estado haciendo anoche hasta la


una de la madrugada? —la voz de la mujer sonó áspera
y cortante.

—¿Qué? —Ronny se volvió sorprendido y la miró


con frialdad.

—¿Qué? —remedó la Sra. Ana—. No te hagas el


inocente, Rolando. Anoche apagué la luz tarde y me
quedé mirando un poco por la ventana. Pasaron algunos
minutos y te vi, te deslizabas como un ladrón pegado a
la pared. Llegaste a tu ventana y prendiste una linterna.
Luego me imagino que habrás saltado o encontrado
alguna llave escondida para entrar por el frente, pero no
te miré más, por...

—Pero — interrumpió Rolando con visible fastidio


—¿estás segura que no soñabas?

—No trates de disimular. Te vi con mis propios


ojos. ¡Desvergonzado! ¿Qué has estado haciendo?
¿Dónde estuviste? —La Sra. Ana se inclinó más hacia
afuera—. Desde hoy desocupas esa habitación y vuelves
acá. ¿Entiendes?

—Pero ¿qué enfermedad te atacó ahora? ¿No


basta con la crisis nerviosa? Anoche yo estuve en mi
cama desde las nueve. Y si no me crees, lo mismo da.
—Ronny echó una mirada desafiante a su madre, que
cerró la ventana de un golpe, luego se dirigió de nuevo a
su habitación. Saltó adentro a tiempo que penetraba
Peter por la puerta.

—¡Qué cara alterada, primo! —exclamó este


último amistosamente—. ¿Qué pasa?

—¡Bah! ¡La de allá! —contestó Ronny señalando


su casa por sobre el nombre—. Se asomó a la ventana
para gritarse las estupideces más grandes que oí decir.
Dime: ¿el ataque de nervios altera la cabeza?

—¿Qué te ha dicho?

—Mira, tú sabes muy bien que anoche me acosté


temprano. Pues bien, me preguntó adónde estuve
anoche porque ella “me vio a la una de la mañana
deslizándome como un ladrón pegada a la pared hasta
mi ventana”. —Ronny hizo una mueca semi-burlona,
luego agregó—: Si mi madre está loca, es lo único, el
broche de oro de todo.

—¿Qué quieres decir? ¿Tan mal te va? —inquirió


Peter con simpatía—. ¿Quizás... algo más con Martha?

—¿Martha? —Ronny miró hacia afuera y por un


instante quedó callado, con la mirada endurecida—.
¿Ves aquellas montañas? —dijo luego con voz ronca—.
Muy hermosas y suaves de lejos, pero son igual que
todas, ásperas y peligrosas, traicioneras. Martha Spendi
.... ¡allí la tienes!... así es.

—Vamos, Ronny —Peter apoyó una mano en el


hombro del muchachito—. No sé lo que te hará pensar
así. Pero sea lo que sea, no la juzgues aún. En tu manera
de pensar no comprendes (o no quieres comprender)
que lo que hiciste fue un golpe demasiado grande para
esa niña. Déjala reaccionar, que se reponga un poco.

—¡Que haga lo que quiera! Estoy harto de todos.


—replicó Ronny palpando su ropa en busca de
cigarrillos.

—¿Y cómo fue lo de tu madre? —Interrogó Peter


pacificadoramente.

—Está loca ella o lo estoy yo. ¿Tienes fósforos?


—Ronny encendió su cigarrillo y se puso a fumar
lentamente.

En ese momento sonó el timbre para el


desayuno. Los dos muchachos salieron de la pieza en
silencio y fueron a desayunarse a la cocina, en una parte
muy reservada y bien dispuesta.

Ronny tomó su desayuno sin hablar una palabra,


mientras leía una revista aeronáutica. Luego salió y Peter
lo vio poco después caminando pensativo hacia el
bosque.

“¡Pobre Ronny! ¡Pobre!” Peter meneó la cabeza


mientras se encerraba en su habitación para comenzar
los estudios del día.
Eran cerca de las once de la mañana, y Martha
se preparaba para salir. Erica había amanecido bien y se
propuso aprovechar el día.

—¿Estás lista? —preguntó, colgándose al cuello


una máquina fotográfica.

—Sí. ¿Vamos? —Martha terminó de colocarse


los guantes.

Al salir afuera, se encontraron con las cuatro


hermanas López Cobo y las dos Martínez.

—¿Piensa sacar fotos? —gritó Mónica al


instante—. Nosotras también, porque nos vamos esta
tarde.

—¿Se van? ¿dónde? —preguntó Erica,


sorprendida.

—A casa —contestó Susana dando un suspiro—


. ¿Ustedes se quedan mucho tiempo más?

—Creo que no aguantaremos hasta el lunes —


Erica sonrió, mirando de reojo a Martha.
—¿Qué? ¿No se quiere quedar más? —interrogó
Mónica riendo—. ¡Nenita! Seguro que extrañas a la
mamá.

—¡Y al papá también! —replicó Martha


acentuando las palabras.

—¡Eh! ¡No te enojes! —exclamó Mónica un tanto


sorprendida—. ¿Qué te pasa?

—Nada.

—Pues te veo rara. —Mónica calló y luego


agregó en voz baja, burlonamente—: ¿Hace mucho que
no hablas con Ronny? ¿Estás sufriendo los pinchazos
del primer amor?

Martha sintió que una ola de rabia, rebeldía y


orgullo le subió a la cara en forma de rubor: se mordió los
labios con furia.

—¿Ronny Winelmann? —dijo


despectivamente—. Pues bien sabes que no me interesa
en absoluto.

—¡Bah! No digas eso —susurró Mónica en tono


confidente—. Es algo visible que tú y Ronny... en fin...
—¿Te has vuelto loca? —interrumpió Martha
conteniéndose a duras penas—. Sabes muy bien que
soy cristiana evangélica y en cambio Ronny Winelmann
no, y es un fumador... y.... y mil otras cosas que
aborrezco.

—¡Oh! Será como dices, pero no puedes negar


que Ronny y tu marchan a paso redoblado. Si no,
explícame por qué el lunes a mediodía, Ronny, que
acababa de entrar al comedor (echo un galán volteador
digno de una pantalla de cine), apenas te vio subiendo la
escalera, salió como un rayo detrás suyo. Sin duda
Ronny haría eso para preguntarte si sacaste libros de la
biblioteca, ¿no? —Mónica escudriñaba a Martha con una
mirada fulminante—, ¿Sabes qué dijo mi hermana? Dijo:
“A Ronny le gusta esa chica”. ¡Y para que mi hermana lo
diga! ¿Qué me dices de estas evidencias(aparte de otras
que sé)?

—Que son más que tonterías —replicó Martha


luchando para hablar naturalmente—. ¿Por qué te
empeñas en arreglarme con Ronny Winelmann? Es... es
el que menos me gusta en el mundo.
—¡Chiquita! Entonces eres anormal —declaró
Mónica soltando una carcajada. En ese momento
llegaban a la casilla de deportes y cada una se cargó su
equipo de esquí. Luego subieron hasta los primeros
pinos del bosque. Allí se sacaron varias fotografías.

Cuando fueron a esquiar, llegó el viejo Hans a


ofrecer sus servicios y con las dos máquinas (una de
Erica y otra de las López Cobo) fue satisfaciendo
pedidos.

Por fin llegó la hora del almuerzo. Martha dio un


suspiro de verdadero alivio. ¡Sentía tantos deseos de
llorar y desahogarse! Mónica le había hostigado
cruelmente toda la mañana, y ella le había contestado
siempre de forma cortante.

“Debía defender mi dignidad”, se dijo para acallar


una voz que gritaba en su interior: “¡Desertora! ¡Apagaste
la luz, desertora!”

“¡No, no! ¡Esa Mónica es odiosa! ¡Todos son


odiosos!” Martha corrió escaleras arriba, se peinó y
arregló apresuradamente, y bajó.

Durante el almuerzo habló poco. A la hora de la


siesta se acostó un momento y luego se puso a leer. Eran
aproximadamente las tres, cuando oyó que alguien
llamaba a la puerta. Se levantó apresuradamente y
arreglándose un poco fue a abrir.

—¡Hola! Vengo a despedirme. —Era Mónica, que


apareció muy acicalada—. Nos vamos ahora en la rural
del Sr. Herman.

—¿Sí? Pasa un momento. —Martha se hizo a un


lado.

—Bueno, pero ya me voy —dijo Mónica


sentándose en la cama—. Venía a decirte que te admiro.

—¿Por? ... —Martha la miró sorprendida, y la


pelirroja sonrió mordazmente mientras contestaba.

—Porque supiste conquistar a Ronny y yo no


pude, aunque lo intenté de todas maneras, te confieso.
Guárdalo bien, hija, has conseguido algo que no se ve
muy seguid...

—¡Calla, por favor! Si has venido sólo a decirme


eso... —Martha se detuvo a tiempo y dejó sin pronunciar
el “¡vete!”. luego agregó—: Me molesta tanto que me
digas esas cosas. No puedo oír nombrar más a ese
Ronny. ¿Entiendes? Yo no lo quiero, y si tú lo quieres,
¡mejor!

—Bueno, bueno —interrumpió Mónica—. Me


había olvidado que eres tan inocente y santita que no te
fijas en los muchachos. Bueno, me voy. ¿Vendrás el año
que viene?

—No. —Martha daba vueltas en sus manos un


tratado que hablaba de la felicidad verdadera y una lucha
sin cuartel estallaba en su corazón. Sentía que debía
dárselo, pero todo su ser rebelaba y temblaba.

—¿Quién sabe? Quizás tenga el placer de verte


otra vez —dijo Mónica con un dejo de ironía—. ¿Te
acuerdas de la conversación que tuvimos aquel día
cuando salimos a pasear?

—Sí...

—Pensando, se me ocurrió que sería interesante


volver a vernos dentro de unos años y ver quién es más
feliz, si tú con tus ideas religiosas, o yo, con las mías más
modernas y prácticas—. Mónica soltó una carcajada y
extendió su mano a Martha.

—¡Hasta nunca, chiquita!


—Adiós, Mónica. Espero verte algún día. —
Martha tenía el tratado en la mano izquierda y la levantó
temblando—. Oye, te quería decir...

—¿Qué? —Mónica volvió la cabeza desde la


puerta—. ¿Vas a confesarme alguna verdad?

—No.... nada, nada —Martha sintió un vuelco en


su corazón, y de pronto su mano izquierda volvió a
bajarse y el tratado cayó al suelo como derrotado.

Poco después Mónica y sus hermanas viajaban


rumbo a Bariloche.

“¡Desertora! ¡No fuiste capaz!” la acusación


gritaba dentro de Martha, pero ella se sentía sin fuerzas
para hacerle frente. El tratado fue recogido del suelo y
una lágrima cayó sobre él. No era una lágrima
precisamente de arrepentimiento, porque aún bullía la
lucha dentro, pero Martha no podía, no quería buscar la
causa de su infelicidad.
Capítulo XIII

“Este papel llegará a tus manos a la una de la


madrugada de este día 1º de junio. El Dios de los
ejércitos, vengador todopoderoso, ha movido el reloj del
tiempo y tú, Rolando David, debes saber el secreto que
por dieciséis años se te ocultó. Yo, Pablo Winelmann,
con la misión de revelártelo, te conjuro mañana, junto a
la cabaña del bar, a la hora en que más almas vuelan a
la inmortalidad y en que los espíritus del demonio luchan
en el aire con los del bien.

El Dios altísimo te ha ungido por vengador.


Amén.”

Este papel temblaba en las manos de Ronny, que


lo miraba perplejo y confundido. Eran las diez y media de
la noche. Al ir a cerrar la ventana levantó el papel para
limpiar con él su lapicera, y al desarrugarlo quedó el
mensaje ante sus ojos atónitos. Lo leyó varias veces.
Hasta le daba trabajo entender el alemán fluido en que
estaba escrito.

“Pero esto... esto es inexplicable”. Ronny se


detuvo. Los pensamientos pasaban vertiginosamente
por su cabeza. “¡Pablo! ¡Pablo Winelmann! ¿Quién es?
¿Será posible? ¿No será una broma de Peter? No, no
puede ser”. Ronny se acercó al pequeño velador
prendido en su mesa, y volvió a leer el papel.

“¡A la una, a la una de la madrugada! ¡Ah!” El


muchacho se puso en pie de un salto.

“¡A la una! ¡Lo que dijo mi madre! ‘Alguien que se


deslizaba pegado a la pared, como un ladrón’, y vino
hasta mi ventana. ¡Es él, Pablo! (A menos que yo esté
loco). Es evidente, pero inexplicable. Un secreto que por
16 años (mi edad) se me ha ocultado. ¿No decía yo?
Debe ser algo que me ocultan ellos, mis padre, y... ¡Voto
a Satanás! O por los clavos de Cristo, se esto es verdad
aclararé de una vez ese maldito misterio”. El rostro del
muchacho iba transformándose a medida que
reflexionaba. De pronto se apoderó de él una excitación
semejante a la de aquel que, en medio de una noche de
tempestad, ve una luz repentina y avanza hacia allá, no
sabiendo si es un refugio o una centella traidora.

Ronny, extrañamente impresionado, en silencio y


alumbrado por una vela, bajaba a un sótano en el pasillo.
Poco después volvió a su habitación y cerró la puerta tras
él. Se acercó a la mesa y comenzó a revisar con sumo
cuidado un revólver.

“Por las dudas”, murmuró mientras lo cargaba.


Miró su reloj. “Las once. Faltan dos horas. Pues me
imagino que ‘la hora en que las almas pasan a la
inmortalidad’ debe ser la una. Pablo también vino a la
una. Veo algo demasiado raro en esto. Quizás sea un
tipo demente”. Ronny acarició nervioso el revólver
colgado de su cinturón.

Los minutos pasaron lentamente y el muchachito


no podía dominarse más. Una especie de fiebre brillaba
en sus ojos claros cuando a media noche, dejando la luz
prendida, abandonó su habitación y caminando
silenciosamente por los pasillos y salas, salió por la
puerta principal.

La luna se ocultaba tras los nubarrones densos y


Ronny dio una vuelta alrededor del hotel y de su casa,
para cerciorarse de que no había ninguna luz prendida
salvo la de su habitación, que apenas se filtraba al
exterior.

“¡Magnífico! ¡Ideal!” murmuró observando cómo


la oscuridad se cernía por todos lados. Comenzó a
caminar lentamente, llegó a la puerta de hierro, la abrió
con sumo cuidado y salió. Se cerró la campera de cuero
y se subió el cuello de piel. Mientras se dirigía hacia “Mi
Cabaña” encendió un cigarrillo.

Miles de pensamientos le pasaban por la mente.


Se apoyó contra la pared más oscura y esperó. Tenía
una mano apoyada en el cinturón sobre el revólver, y el
cigarrillo colgaba de sus labios un poco irónicos.

Doce y cuarto... doce y media. Pasaban los


minutos. Ya llegaba el momento señalado, pero para
Ronny parecía no llegar jamás. Al fin, pudo ver las agujas
de su reloj que llegaban a la una. Tiró el cigarrillo y
avanzó unos pasos escudriñando la oscuridad. No se
sentía ningún ruido. La luna se había ocultado
completamente. Ronny prendió su linterna y alumbró un
poco, pero sólo vio la tranquila quietud blanca de la nieve.
Dio una vuelta alrededor de la cabaña, volvió otra vez a
su puesto y esperó. Pasaron cinco minutos. El muchacho
encendió otro cigarrillo y luego volvió a caminar
alrededor. El frío comenzaba a hacerse sentir y para
contrarrestarlo siguió caminando. Los minutos seguían
pasando demasiado rápidos para Ronny, que dudaba.
¡La una y media! El rayo de la linterna volvió a alumbrar
los alrededores. De pronto Ronny se encogió de
hombros y soltó una breve carcajada.

“¡Pavada linda he hecho esta vez!” masculló. “Yo


creo que Peter me jugó una broma de las buenas. ¡Bah!
Mejor será que me vaya a dormir. Ya me parecía que
esto era demasiado extraño para ser verdad. ¡Maldito
Peter y estúpido yo! Me merezco una regia pulmonía”.

Ronny guardó la linterna porque la luna volvía a


aparecer y emprendió el regreso. Caminaba lentamente
con la cabeza erguida. Tenía la mirada fija en una
ventana del segundo piso en el hotel.

“Hasta ella era algo demasiado bueno para ser


verdad”, murmuró con amargura. Tiró con furia el
cigarrillo, y súbitamente se paró en seco y giró sobre sí
mismo. ¿Alguien había pronunciado su nombre? No.
Esperó en silencio, y de pronto se oyó nítidamente una
voz grave y gutural que parecía venir de la cabaña: —
Rolando.

Ronny quedó tenso. Casi involuntariamente llevó


la mano al revólver, y luego avanzó sigilosamente hacia
la cabaña. Volvió a detenerse al oír otra vez la voz: —
Rolando, Rolando David: ¿no has venido? —La frase fue
dicha en alemán. Ronny contuvo la respiración al divisar
algo que se movía a la sombra de la cabaña, y...

—¿Eres tú, Pablo? —preguntó en el mismo


idioma, y aunque no quiso, la voz le salió con un leve
temblor.

—¡Rolando! ¿Dónde estás? Fue un grito


ahogado, desgarrador, y la sombra avanzó tambaleante.
Ronny no vaciló más y fue a su encuentro. Pronto
quedaron frente a frente, ambos callados e inmóviles. La
luz de la luna alumbró un rostro desencajado de hombre,
de ojos desorbitados que parecían deslumbrarse de algo
increíble.

—¿Eres tú, Pablo Winelmann? —Ronny tomó al


hombre por un brazo y lo sacudió y de pronto lo vio
reaccionar.

—¡Rolando! ¡Pequeño Rolando! Es cierto... —la


voz se quebró en un sollozo y Ronny se vio aprisionado
en unos brazos como garras que lo apretaban
desesperadamente.

—Sí, soy yo, ¿y tú? ¿Eres Pablo? No te violentes.


Leí... leí el mensaje y vine.
—¡Oh! ¡Señor Dios de los ejércitos, vengador y
justo! ¡No me engañes! ¡Quince años he esperado este
momento! ¡No me engañes! Y si esto que tengo en mis
brazos no es un espíritu maldito, ¡que hable! ¡que me
diga que es él, Rolando!

—¡Y claro que sí! —replicó Ronny con energía—


. Soy yo, Rolando, en carne y huesos, y si no me sueltas
pronto te pego. Me estás quebrando un brazo. No seas
loco. ¿Quieres un cigarro?

—¿Un cigarro? ¿Fumas? ¿Ya fumas? —El


hombre lanzó otra exclamación y de pronto aflojó los
brazos y comenzó a reír, a reír hasta las lágrimas. Ronny,
reprimiendo su impaciencia lo arrastró casi hasta un
tronco que se hallaba más allá de la cabaña, a la sombra
de dos pinos inmensos. Lo hizo sentar y le ofreció
cigarrillos, pero el hombre estaba como en éxtasis y
parecía rezar convulsivamente.

—Bueno... ¡habla! ¡Habla por favor! —Ronny no


podía dominarse más. Todo le parecía ahora un sueño,
y algo como un fuego lo roía por dentro.

El hombre había quedado callado mirándolo


incesantemente.
—¿Cuán es el secreto? ¿Cómo llegaste acá?
¿De dónde vienes? —apremió el muchacho con
violencia.

—Rolando, no hay duda. Eres tú. —el hombre


habló con voz ahogada, extrañamente cambiado. Ahora
parecía un hombre que ha llegado a la cumbre de su vida
y se siente agotado, agobiadamente satisfecho—.
Siéntate, Rolando. Es una historia larga y cruel. Siéntate,
muchacho.

Ronny obedeció en silencio. Pablo dejó caer la


cabeza sobre el pecho y parecía meditar profundamente.
Parecía un gigante vencido. Cuando al fin levantó otra
vez la cabeza, comenzó a hablar con una extraña calma:

—Yo soy Pablo, hermano menor de tu padre


Herman. Salí de Alemania, vagando por el mundo
durante seis años. Luego vine acá a la Argentina y
esperé otros siete años. Estaba esperando que tú
crecieras y tuvieras la suficiente edad para comprender.
En ese tiempo (hace dos años) me fue imposible verte.
Tu padre me lo impidió, me hizo internar en un hospital
de enfermos mentales. ¡Enfermo mental! —el hombre
soltó una seca carcajada—. Sí, estaba loco. Estoy loco.
¿Entiendes? ¡Oigo voces que me llaman desde el infinito!
Y la culpa es de Herman maldito y de su mujer. Pero esta
vez no me pueden detener. Me escapé de la cárcel
donde tu padre me hizo meter hace poco. Obré con
precisión. Me ayudaron los espíritus del bien. Escribí una
carta para ti... varias cartas que seguramente jamás
llegaron a tu poder. ¡ja-ja-jaaa! Así lo despisté a Herman.
Mientras llegan las cartas él cree que estoy allá... y estoy
acá... y te tengo... ¡Triunfé! ¡Maldito Herman, maldita
Ana! ¡Ja-ja!

—¿Qu.. Qué quieres decir? ¿Qué te han hecho


mi padre y mi madre? ¡Habla, pronto, di todo de una vez!
—Ronny volvió a sacudirlo con ansiedad.

—¡Tu padre, sí, pero tu madre, no! ¡Ana no es tu


madre! ¿Entiendes? ¡No es tu madre esa maldita! ¡No es
tu madre! —el hombre se había puesto de pie con los
brazos en alto.

—¿Que Ana no es mi madre? ¿Qué? ¿Qué


dices? —Ronny lo miró incrédulo.

—Ana no es tu madre, Rolando. Ana es... era...


mi esposa. —Pablo cayó otra vez sobre el asiento,
mientras Ronny lo miraba sin poder articular palabra. Y
de pronto, en medio del silencio y la oscuridad, surgió
una historia guardada celosamente a través de los años:

—Hace dieciséis años vivíamos allá en Alemania,


en Frankfurt, tu padre Herman y yo. Ambos estábamos
casados, yo con Ana, y él con una mujer hermosa y
digna, pero demasiado buena y dulce para él, Carlota.

—¿Mi... mi madre? —Ronny estaba tenso. El


hombre asintió en silencio y luego prosiguió:

—Sí, tu madre, Carlota. Yo estaba casado con


Ana, que era también una mujer hermosa, pero su
corazón es perverso. ¡Maldita sea! Ella siempre codició a
Herman. Cuando él se casó con Carlota, yo... yo creí que
lo había olvidado y le pedí que fuera mi esposa. Aceptó.
Marchaba todo muy bien. Ambos trasnochábamos de
fiesta en fiesta. Yo era actor de cine y teníamos dinero a
raudales, en tanto que Herman luchaba contra la
pobreza. Carlota estaba siempre enferma y tú eras
pequeño. La situación de Herman era muy apretada.
Entonces Ana aprovechó. Ella, a quien yo quería con
locura. Yo quería a un sepulcro blanqueado. ¡Eso es lo
que tú crees que es tu madre!
El hombre lanzó una blasfemia y su voz comenzó
a elevarse, como una sentencia de ultratumba.

—Herman, despreciable, necio, maldito; su fin


será amargo. Bien lo dice el Dios de los ejércitos en las
Escrituras: “La mujer mala, rindiólo con la mucha
suavidad de sus palabras, obligóle con la blandura de
sus labios... Vase en pos de ella luego, como va el buey
al degolladero... y como el loco a las prisiones para ser
castigado.. Como el ave que se apresura al lazo y no
sabe que es contra su vida, hasta que la saeta traspasó
su hígado”. Así pasará, así pasará.

El hombre calló un momento y miró a Ronny, que


tenía la cabeza escondida entre las manos.

—Muchacho, —siguió con voz más queda—, esta


es tu historia. Herman y Ana acordaron venirse a
América para casarse. Pero Herman le tenía apego a ti,
y ella, Ana, con toda la perversidad de su corazón decidió
traerte, quitarte del dado de Carlota, tu madre buena.
Con un indigno abogado a quien sobornó con dinero,
arreglaron los divorcios silenciosamente. ¡Traidores
malditos! Ana fue una noche a visitar a Carlota y te pidió
“por un día” para llevarte “a pasear”. Tu madre, una
santa, accedió y con sus propias manos inocentes
preparó un poco de ropa. Mientras lo hacía, le contó que
estaba esperando un niño, un hermanito para ti, y
Herman no lo sabía y pensaba decírselo esa noche como
una sorpresa. ¡Pobre Carlota! Esa noche esperó en
vano. Tu padre y Ana estaban ya fuera de la frontera
contigo. Yo estaba en Berlín ignorando todo. Cuando
volví, encontré a Carlota, tu madre, desesperada. Habían
pasado tres semanas y había llegado una carta de
América explicando todo. ¡Entonces sí! ¡Entonces
comprendí mi error! Fui al juez. No había nada que hacer.
No me creían, no tenía abogado; ellos sí. Fui a la policía
de la capital, pero en ese tiempo los comunistas estaban
apretando su cortina de hierro. No puede hacer nada.
¡Malditos sean todos! Me vine para acá como un loco.
Soy loco, enloquecido de furia y dolor. Tu madre también.
Ella perdió el niño; tu hermano murió sin ver la luz. Ella,
tu madre, está loca también. Está como una piltrafa de
miseria. Se pasa el día en una iglesia rezando por ti,
rezando como una loca desde hace quince años. ¡Pobre
desgraciada sin esperanza! ¡Y todo por culpa de tu padre
y de esa mujer! Todo fue por...
—¡Basta! ¡Basta, animal! ¡No hables más! Esto
es demasiado. —Ronny se había puesto de pie y tomó al
hombre por los hombros con fuerza convulsiva—. ¡No es
verdad! ¡No puede ser verdad! Tú estás loco, Pablo.
¿Qué pruebas tienes?

—Carlota, antes de enloquecer, escribió una


carta para ti —replicó el hombre débilmente.

—¿Dónde está? ¡Dámela! —ordenó Ronny,


enronquecido por la emoción.

—No las tengo. Las perdí. No sé dónde están. —


El hombre comenzó a reír y a llorar histéricamente, sin
control —. ¡Me llaman! ¡Oye! Los espíritus del infinito me
llaman. Déjame ir.

—¡No! ¡No te irás! Te mato. —Ronny encañonó


el revólver contra el pecho de Pablo—. ¡Dame las cartas!
¡Dame algo! Quiero saber si es verdad, o me volveré loco
yo también. ¡Vuelve en ti! Estás loco. Dame alguna
prueba. No puedo, no puedo creerte. —Ronny sostenía
el revólver firmemente.

El hombre se secó las lágrimas con las manos y


comenzó a buscar en los bolsillos de su ropa. Sacaba
boletos, papeles, pequeños objetos, fósforos, hasta que
al fin lanzó una exclamación. Ronny se acercó más con
su linterna. La oscuridad era completa. El cielo se había
cubierto densamente. El muchachito tendió su mano,
que, temblando de excitación, recogió una foto que le
extendía Pablo.

—¿Quién es? ¿Es .... es mi madre? —Ronny se


olvidó del revólver, que cayó al suelo, y se sentó sin
apartar sus ojos de un rostro de mujer, dulce y hermoso,
que parecía sonreírle a él directamente desde el retrato.
El muchacho la miraba deslumbrado, ansioso.

—Yo... yo la he visto antes —murmuró


entrecortadamente—. Es un rostro que he visto. Lo
recuerdo, como en sueños. ¿Es ella, Pablo? ¿Es...
mamá?

—Lee, lee atrás —balbuceó Pablo, y luego se


dobló hacia adelante sin fuerzas, exánime, pero Ronny
no lo levantó. Se hallaba haciendo esfuerzos por leer la
inscripción semi-borrada por los años.

Era una letra de formas alargadas. Comenzaba


diciendo: “Querido Herman”. Luego la letra era ilegible,
borroneada. Se entendían cosas sueltas: “nuestra
felicidad”, “hijito”, “Dios bueno”. La frase de despedida no
se entendía, y más abajo el tiempo había respetado la
firma sencilla clara: “Carlota”.

—¡Es mi madre! ¡Es ella! ¡Júralo por algo! ¡Por


algo que te mate si no dices la verdad! —Ronny sacudió
al hombre, que permanecía en silencio abandonado
sobre la nieve.

—¡Maldición! ¿Qué le pasa ahora? ¡Pablo!


¡Pablo! —el muchacho, sin soltar la foto, se arrodilló junto
al hombre y le tomó la cabeza entre las manos. Lo
acomodó mejor hasta dejarlo apoyado contra el tronco.

—Se ha desmayado —Ronny miró al hombre y


luego se puso en pie—. Desmayado, como la noche del
baile, ¿eh? No me dejaron ver aquella vez, y después mi
padre dijo que era un demente. ¿Más pruebas? ¡Ja! ¡Se
descubrió el misterio de la crisis nerviosa! ¡Buen susto se
habrá llevado! —Ronny sentía que la mente le trabajaba
como una máquina. Salió corriendo y luego de cinco
minutos de lucha logró abrir la ventana de “Mi Cabaña”,
saltó adentro y sacó una botella de wiskey. Tomé él
varios tragos e inmediatamente saltó afuera. Alumbró
con la linterna al hombre que yacía inmóvil.
Eran las dos y media de la mañana y el frío se
hacía cada vez más intenso. Ronny arrodillado al lado de
Pablo trataba de hacerlo reaccionar. Le echó la cabeza
hacia atrás y logró hacerle tragar un poco de bebida,
luego comenzó a moverle con energía brazos y piernas.
Trabajaba con ansiedad febril. Al fin se detuvo cansado.
Volvió a alumbrar el rostro pálido del hombre, que esta
vez parecía reaccionar, abrió los ojos, movió la boca,
pero no articuló sonido. Ronny le dio a beber otro poco
de licor.

—¿Qué pasa, Pablo? ¡Vamos! ¡Reacciona! Te


llevaré a mi habitación. Debes contarme más de... de mi
madre.

—No... déjame, déjame ir —la voz salió


entrecortada—. Me voy, Rolando. El corazón... ¡ay!... fue
dema...siado grande esto... Te dejo. Ve a verla a tu ...
madre... ¡Véngala!... las cartas....

—¡No! ¡No, Pablo! ¡No te vayas! Toma un poco


más de esto que te hará bien —Ronny pasó un brazo por
detrás de la cabeza del hombre, que rechazó la bebida
con un débil gesto.
—No —murmuró jadeante—. Me voy... ahora que
he...cumplido.... Cree, Rolando... lo que te conté... es la
verdad... pura verdad... No estoy más loco... recién sí...
He maldecido.... he blasfe... mado... y ahora viene.... la
muerte.... He sido un loco.... ¡Mis pecados, mis pecados!
¡Los demonios me llaman! ¡No.... no! —El hombre se
incorporó desesperado y luego cayó otra vez sin fuerzas.
Ronny ahogado por la angustia no hablaba y sólo atinó a
mojarle los labios con licor.

—Me llaman... ellos... ¡No, no! —La voz casi no


se oía, pero la desesperación daba fuerzas a las manos
del hombre, que se crispaban sobre su rostro
lastimándolo—. Dime algo. ¡No quiero... morir! ¡Me pier...
do ... con ellos... para... siempre!

—¡Gran Dios! ¡Se muere en serio! ¿Qué le digo?


Martha, ella podría... pero... no... ¿qué hago?

Un gemido grave se desprendió desde lo más


hondo del pecho de Pablo.

—”Venid a mí, los que estáis atribulados, que yo


os daré descanso” —las palabras entrecortadas del texto
salieron de pronto de los labios temblorosos de Ronny.
—Mi buen padre, es él que me lo dice... desde el
cielo... ya sé.. —el hombre abrió los ojos
desmesuradamente—. Dios... Señor... ten misericor...
dia... de... —la voz se cortó.

—¡No! ¡No te vayas ahora! ¡Eres la persona a


quien más necesito! —Ronny despertaba de pronto del
todo a la realidad. Ese hombre, ese Pablo le había
hablado de aquel ser que dormía ignorado en su
corazón: su madre. ¡Cuéntame de ella! ¡Reacciona,
Pablo, por favor!

—Señor... señ.. —el hombre se llevó una mano al


corazón repentinamente. Un débil temblor sacudió el
cuerpo. Ronny se inclinó sobre el rostro, luego sobre el
pecho del hombre. Pero no había ya aliento y el corazón
se detenía poco a poco, dio un golpe fuerte y luego quedó
quieto para siempre.

Eran cerca de las tres de la madrugada. La


oscuridad densa y sepulcral se veía surcada por
pequeños mensajeros blancos. Caía la nieve lentamente,
y en medio del silencio la figura de un muchachito, un
adolescente, arrodillado junto a un cuerpo inerte, era
sacudida por sollozos incontenibles. Las puertas de la
verdad se habían abierto bruscamente y la luz que
penetraba en la vida de Ronny descubría en él al niño
abandonado, al niño ansioso de cariño, que clamaba
ahora por la madre que se lo podía dar. Pero ella estaba
lejos... quince años... un inmenso mar. Otras tierras,
otros mundos la separaban de él completamente.

—¡Mamá! ¡Oh, mamá! ¡Cuán pobre! ¡Cuán


desgraciado soy! ¡Qué cruel es todo! ¡Perversos! ¡Oh,
mamá! Te vengaré. Me vengaré.
Capítulo XIV

—Las cartas. ¡Las cartas! Ella dice que no las


tiene. Y sin embargo, ¿quién otro pude tenerlas? —
Ronny, con los codos apoyados en las rodillas, sentado
a la orilla de la cama se pasaba las manos por la frente
que ardía.

—Y quizás ella no las tenga —dijo Peter y su ceño


surcado por una profunda arruga se trasuntaba una
dolorosa preocupación. —Es increíble, muchacho, es
increíble. ¿Y tu padre?

—No ha vuelto desde ayer a la mañana. Fue a


llevar a Pablo a la pompa fúnebre.

—Si Pablo supiera que esa noche lo arrastraste


hasta tu casa —dijo Peter pensativo—. ¿Qué hora era?
¿Cómo hiciste?

—No sé. Eran las tres y media. No sé de dónde


saqué fuerzas y habilidad para meterlo sin ruido en el
porche.

Peter escuchaba expectante.


—La puerta del living estaba sin llave. Lo senté
en un sillón y llamé a mi padre y a su mujer.

—¡Qué locura! —exclamó Peter meneando la


cabeza—. En el estado en que está la impresión hubiera
podido matarla.

—Y yo hubiera sido el más feliz del mundo —


interrumpió Ronny fríamente—. Esa noche me dejé el
revólver allá afuera. Si no...

—¡Gracias a Dios que lo olvidaste! ¡Gracias a


Dios! Porque si lo hubieras hecho, serías ahora un pobre
atormentado, enloquecido, y... quizás te hubieras matado
tú también. —Peter hablaba al muchacho con emoción
reprimida—. Reacciona, Ronny. De nada te vale que
hayas pasado estas noches sin dormir. Es peor para ti.

—¡No puedo dormir! ¡Entiéndelo de una vez! —


estalló Ronny poniéndose en pie—. ¡Hasta que no
encuentre esas cartas no dormiré! Sí, yo sé lo que me
dirás: que piense, que mida todas las posibilidades. Pero
ya he pensado y ya he meditado. Ahora que sé que todo
es verdad, que ellos mismos lo confesaron ante el
cadáver... vivo sólo para encontrar las cartas. Y las tiene
ella, no dudo. —Ronny lanzó una maldición y se dispuso
a salir. Peter observó el rostro del muchachito, que
parecía otro: completamente pálido, los ojos bordeados
por un halo oscuro, parecían más grises y hasta
hundidos y los labios adquirían un rictus amargo.

“Ha descubierto un engaño vil, y despertó


bruscamente a la realidad. ¡Señor, guárdalo, porque si tú
no lo detienes...!” Peter apretó los puños y meneó la
cabeza. “Y yo no puedo acercarme a él. Cuántas veces
me arrepentiré de mi ceguera, de no haberlo
comprendido antes. ¡Oh, si pudiera borrar las palabras
de reproche que le dije! No encontró en mí lo que debía
haber encontrado y ahora estoy atado. Después del
Señor, sólo Martha podría hacer algo por él. Pero dudo
que lo haga”. Una sombra de dolor pasó por los ojos de
Peter. “¡Qué triste sorpresa me llevé esta mañana.
Ronny se quiso asir al último rayo de esperanza. Se
acercó donde estaba Martha; y ella... ¡Qué frialdad! ¡Qué
crueldad, diría yo! Ni siquiera sonrió ¡Y cuánto bien
hubiera hecho si lo hacía! Pero no lo hizo y así destruyó
lo único puro y tranquilo que tenía el pobre Ronny.
Hubiera sido mejor que jamás apareciera Martha en la
vida de ese muchacho, porque ahora, en vez de ser un
bien, fue la que dio el último empujón para hundirlo”.
Peter no salió de su habitación esa mañana. Un
médico lo reemplazaba con una enfermera en el cuidado
de la Sra. Ana, que dormía bajo los efectos de drogas.

Todos preguntaban por ella, todos se extrañaban


por su repentino empeoramiento, pero nadie sabía no
sospechaba nada. Una reserva hermética se cernía
alrededor de todos los acontecimientos en la casa
Winelmann. Para todos los huéspedes, el Sr. Herman
estaba en Bariloche por asuntos de negocios. Para los
más observadores, “el muchacho de “Winelmann se
sentía indispuesto” y eso justificaba su extraño aspecto.
Por lo demás, todo seguía su marcha normalmente.

Martha, sentada junto a la ventana en su


habitación, miraba cómo los copos caían lentamente. No
había dejado de nevar toda esa mañana y Erica estaba
en cama luchando con su resfrío.

—Hoy es viernes, y creo que el domingo va la


rural del Sr. Winelmann a Bariloche.

Martha contaba los días con paciencia, mientras


acomodaba sus cosas para ir poniendo en las valijas.
Sentía como nunca unos deseos incontenibles de salir
de allí. Por eso, cuando Erica confirmó que realmente
saldrían de allí el domingo a la mañana, comenzó a
palmotear y saltar.

—¡Qué lindo! ¡Qué hermoso! ¡Voy a preparar más


mis valijas! —exclamó alegremente. Sin embargo, sentía
algo que le impedía ser completamente feliz. Una
constante amargura le laceraba el corazón.

“¡Ya se me pasará todo cuando llegue a casa”. Se


dijo y comenzó a apilar sus libros y papeles para guardar.
Dejó la Biblia sobre la mesita de luz y la miró dando un
suspiro. Francamente, ¡la había leído con tan pocas
ganas esa semana! Apenas que la abría de noche, leía
un salmo corto y la cerraba. “Para leerla sin ganas, es
mejor no leerla”, decía y luego ahuyentaba un poco los
pensamientos molestos.

“Ni ganas de orar me dan. ¡Bah! Parece que las


oraciones chocaran contra el techo y de allí no pasaran.
Y para orar así, más vale que no se haga. ¡Y qué sé yo
si está mal o no! ¡Uff! Tengo la cabeza echa un revoltijo.
Prefiero no pensar nada”.

Pero no podía dejar de pensar, y mientras


doblaba y acomodaba ropa adentro de las valijas,
comenzaban a pasar por su mente todos los
acontecimientos y cosas de su estadía allí: la llegada, la
primera noche, el susto. Luego el aprendizaje de esquí,
un poco duro a causa de Mónica. ¡El piano! ¡Oh! ¡Su
fuente de alegría! Cuando se había sentido triste iba allá
a cantar y a tocar, y salía con nuevos bríos de felicidad.
Pero ahora era inútil, aunque tocara horas enteras. Peter,
todo un hermano mayor rebosando simpatía y cariño, el
Sr. Sonricci, Hans... todos pasaban por la mente de
Martha y de pronto se encontró llorando amargamente.

“¡No sé! ¡No sé qué tengo! No puedo seguir más


así”. —Martha se tomó la cabeza entre las manos. Se
levantó luego y con un desesperado gesto prendió la
radio que le prestara Peter hacía una semana.

“Pueda ser que la música me haga bien”,


murmuró secándose las lágrimas, fastidiada. La lucecita
en la radio pareció extinguirse por un momento y luego
retornó con fuerza. Una voz reposada se dejaba oír sobre
la música suave de un órgano: “En el principio creó dios
los cielos y la tierra. Y la tierra estaba desordenada y
vacía y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo. Y
dijo Dios: Sea la luz: y fue la luz. Y vio Dios que la luz era
buena. Y apartó Dios la luz de las tinieblas....” “¡Una
audición evangélica!” Martha sorprendida, sintió que el
corazón le latía con fuerza. Las notas impresionantes del
órgano se escucharon nítidamente en la melodía de un
himno, y una voz comenzó a cantar con unción:

El mundo perdido en pecado se vio,

Jesús es la luz del mundo;

Mas en las tinieblas la gloria brilló,

Jesús es la luz del mundo.

Vivir en El vuelve la noche en día,

Jesús es la luz del mundo;

Andemos en luz y sigamos al guía

Jesús es la luz del mundo.

Ven a la luz, no quieres perder

Gozo perfecto al amanecer.

Yo ciego fui, mas ya puedo ver,

Jesús es la luz del mundo.


Martha se sentó en una silla con el mentón
apoyado en las manos. Escuchaba primero atentamente,
pero poco a poco se encontró tragando con avidez cada
palabra del predicador. Lo siguió a través de todas las
etapas del mensaje, y fue así como Martha se trasladó al
principio de la creación, cuando el grande y maravilloso
Dios observaba su obra destruida, “la tierra desordenada
y vacía”, “en tinieblas”, y comenzó la obra de
restauración. “Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz. Y vio
Dios que la luz era buena...”

Martha se encontró escuchando algo que


comenzó a obrar como un despertador en su corazón,
mientras el predicador hablaba: “Nuestro corazón está
naturalmente vacío, desordenado, en tinieblas. Dios hizo
al hombre perfecto y le dio un corazón perfecto, lleno de
paz, lleno de luz; pero el hombre pecó y el pecado
comenzó a destruir todo lo bueno y perfecto. Y el corazón
del hombre se fue vaciando, y un caos de tinieblas fue a
ocuparlo. Las tinieblas no son de Dios, porque Dios es
luz. Pero los hombres se hundieron en las tinieblas del
pecado, en el caos y la confusión que sólo viven del
pecado...”
Martha sintió que esas palabras penetraban
hasta lo más íntimo de su corazón. “Las tinieblas, el caos,
la confusión no son de Dios. Dios es luz...”

“Entonces yo ando mal. Sí. Realmente siento una


confusión, un caos dentro de mi corazón. Está como
vacío, desordenado y triste. Y eso está mal, porque todo
eso no es de Dios. Yo... ¿yo me aparté de Dios? Porque
mi corazón está oscuro, y Dios es luz. Entonces yo me
fui lejos de El. Y todo pasó por eso... por lo que ocurrió
aquella tarde. Me quitó todo, pero... “ Martha con los ojos
asombrados seguía reflexionando. Un sencillo mensaje
la estaba haciendo volver a la realidad. De pronto dejaba
de esquivar los pensamientos acusadores y se
enfrentaba con la verdad de su error. Sí, había sido feo
lo que ocurrió aquella tarde del sábado. Pero más feo fue
su orgullo que se levantó hasta el punto de no querer
perdonar. Sí, Martha no había querido perdonar. Se
había olvidado del Señor, su Salvador, que mientras lo
clavaban y ultrajaban con la más vil bajeza en aquella
cruz tosca, clamó: “Padre, perdónalos porque no saben
lo que hacen”.

Martha recordó con dolor ahora las palabras


duras, la actitud orgullosa y fría, las miradas llenas de
rencor y desprecio que había repartido ella por doquier.
Vio de cerca, cara a cara, su nivel espiritual descendido,
su pecado.

“¡Desertora” ¡Fui una desertora! En vez de contar


al Señor todo lo que pasaba, en vez de seguir con su
ayuda brillando y luchando, me aplasté y me volví atrás.
Dejé que el diablo apagara mi luz. ¡Qué mala! ¡Qué mala
soy! ¡Oh, Señor! ¡Perdóname, perdóname, Señor!
¡Cuánto mal habré causado por apagar mi luz! Fui mala”.
Martha dejó correr las lágrimas, pero esta vez procedían
de un corazón arrepentido.

“¡Señor! Arregla el lío que tengo en el corazón.


Perdóname, Señor. Haz también en mí la obra de
restauración, como lo hiciste en el principio con tu
creación. Así, Padre, perdóname, porque me fui a las
tinieblas, y enciende otra vez la luz de tu amor en mí”.

Martha, ahogada por la emoción escuchó el


último canto:

La noche obscura fue, sin ti, Señor,

Y lejos me encontré, sin ti, Señor.


Al pecado seguí, de su placer bebí,

Mas paz no conocí, sin ti, Señor.

Las notas del órgano se extinguieron, la audición


terminaba, pero algo nuevo nacía en el corazón
arrepentido de la niña. Con los ojos aún húmedos,
descargaba toda su preocupación delante del Señor y un
alivio inmenso comenzaba a invadirla.

El orgullo aún gritaba agonizante: “¡No tienes de


que arrepentirte! ¡No seas sentimentalista! ¡Ronny es un
muchacho malo, que si le muestras un poco de perdón y
simpatía volverá a hacer lo mismo!”.

“Esto es lo que pensé hasta ahora”, murmuró


Martha. “Pero está mal. No soy feliz cuando pienso así.
Si no perdono, si soy antipática, si hago todas las cosas
que hice esta semana, el corazón se me pone hecho un
solo caos; y las tinieblas y la confusión no son del Señor.
¡Oh, Señor! Ayúdame tú a perdonar a Ronny, a olvidar la
ofensa.
Ya comenzaba a oscurecer esa tarde, cuando
Erica escuchó con atención. Una vocecita dulce llegaba
desde la habitación contigua.

“¡Martha está cantando! ¡Qué bien! Hace mucho


que no la siento cantar. Será porque nos vamos”.

Erica se equivocaba. Martha no cantaba porque


se iba, sino porque el Señor había restituido, reparado su
corazón y allí donde antes había dolor y rencor brilló la
luz de la alegría y del amor.
Capítulo XV

Sonreíd, aunque nada digáis;

Alumbrad por doquiera que vais;

Sonreíd, aunque mal todo veis;

Alumbrad dondequiera estéis.

Martha, brincando lo más rápido posible, cantaba


con toda su alma mientras atravesaba el parquecito de
pinos y abedules rumbo a la casilla de deportes. Esa
mañana volvía a brillar la sonrisa quizás más que antes
en la carita de la niña, deseosa de reponer los días de
mutismo que había pasado.

En la casilla, Peter, ajeno a todo, arreglaba y


revisaba los equipos deportivos. Este era un trabajo que
le tocaba a Ronny generalmente, pero el muchachito
estaba en cama vencido por la febril preocupación, las
emociones y el cansancio de esas noches sin acostarse.

La arruga que surcaba la frente de Peter, parecía


haberse acentuado más, y el brillo alegre de sus ojos
había desaparecido, para dejar lugar a una sombra de
honda preocupación. Alguien golpeó a la puerta, y el
muchacho, sin levantar la mirada, contestó: “Pase”.
Chirriaron los goznes y enseguida:

—¡Peter! ¡Hola, Peter! Martha avanzó sonriente


con las dos manos extendidas.

—¡Martha! —Peter la miró sorprendido y luego le


tomó con fuerza ambas manos—. ¡Verte otra vez así,
sonriendo! ¿Qué ha pasado? ¡Oh! ¡Ahhh! —De pronto
Peter perdió el entusiasmo y agregó tristemente— Te
vas, ¿no? Por eso...

—¡No, no! —le interrumpió Martha


enérgicamente—. No es por eso. Al contrario, casi que
no me da gana de irme mañana. Pasó algo muy lindo,
¿sabes? Me pasó algo lindo en el corazón. ¿Tienes
mucho que hacer? ¿Puedo contarte ahora?

—¿Contarme? Te escucho —contestó Peter, y


luego de sacudir ruidosamente un cajón, lo colocó boca
abajo y se lo ofreció a Martha.

—¡Vamos! Siéntate. No es muy cómodo, pero


aquí estaremos tranquilos. Yo me acomodaré acá y Ud.,
niñita, me contará hasta lo último que haya pasado. —
Así diciendo, Peter se sentó sobre un tambor de
keroseno y se quedó esperando intrigado. Martha reía
feliz y comenzó a hablar con entusiasmo—: Bueno. ¿Tú
sabes lo que pasó con Ronny aquella tarde?

—Sí...

—Bueno tú te podrás imaginar, para mí fue algo


muy feo. No sé, no puedo explicarlo.

—No lo expliques. Ya sí —intervino Peter con una


amplia sonrisa fraternal.

—Bueno, mejor —siguió Martha—. En una


palabra te diré que fue como un balde de agua fría o un
fuego que me arrancó todo por dentro. Y yo estaba tan,
pero tan ofendida que les tomé rabia a todos. ¡Vieras tú!
Martha siguió contando de la amargura y la confusión
que había sentido toda esa semana en que había dejado
de brillar—. Mira, yo me daba cuenta que andaba mal y
espiritualmente me iba cada vez más abajo. Hasta dejé
de orar y leer la Biblia, porque yo sabía que estaba
pecando, pero no quería admitirlo. Me descentré
completamente. Pero al fin, ayer no aguantaba más.
¡Uno es tan infeliz cuando anda lejos del Señor!
¿Verdad?
—¡Seguro! ¿Y qué pasó después?

—¿Después? —Martha sonrió y contó cómo


había encontrado esa audición, ese mensaje que llegó a
despertarla.

—Y al fin el Señor me acomodó el corazón. Me


perdonó y estoy tan contenta. Ahora perdono a Ronny y
a todos. ¡Es tan lindo sentirse así! ¡Estoy como nueva!

—¡Oh! ¡Gracias a Dios! —exclamó Peter—. Si


supieras qué feliz me hace sentirte hablar así. No te
imaginas, Martha, cómo se sintió en todos lados tu
cambio. Tú quizás no te hayas dado cuenta, pero con tu
sonrisa, con tu carita siempre alegre, eras un rayito de
sol para todos. Y de pronto... te apagaste.

—Ya sé. Ya sé, Peter. ¡Hice tanto mal! Cada vez


que pienso, me horrorizo. —Martha sentía que un rubor
de vergüenza le cubría las mejillas, mientras que le
contaba a Peter, entre otras cosas, su cobardía cuando
no dio el tratado a Mónica.

—¡Oh, Peter! ¿No tienes su dirección? Jamás


estaré tranquila hasta que no le mande ese tratado.
Quiero restaurar en alguna manera el mal que hice, y tú
me tienes que ayudar. Peter, cuando pienso que me
tengo que ir mañana, me desespero. ¿Y con Ronny?
¿Qué hago con Ronny?

—¡Ah, queridísima! Hace un momento estaba


casi desesperado pensando que no había más nada que
hacer. Y de pronto llegas con esto, con tu lucecita
encendida. —Peter sonreía visiblemente aliviado—. Sí,
has hecho mucho mal, Martha. Es una verdad que no se
puede ocultar. Pero ahora, con la ayuda del Señor,
comenzará la obra de restauración. ¿Verdad? Bueno,
ante todo trataremos lo más grave, Ronny.

—Sí, sí. —Martha se acomodó mejor en su cajón.

—Te explicaré principalmente por qué Ronny


procedió así esa tarde. —Peter describió en breves
palabras cómo fue criado Ronny: sin cariño, sin apoyo en
el hogar—. Yo tampoco lo comprendía. Es rebelde y
altivo. Yo sólo veía eso. Lo reprendí muchas veces al ver
cómo sentía tanto fastidio y aversión a sus padres. El
mundo lo reprendía. Fue entonces cuando llegaste tú,
Martha. Sin saber su condición, lo trataste siempre con
amabilidad sincera, genuina, aunque él era tan
antipático.
—Sí —intervino Martha—. Yo trataba de mirar,
como dice papá “más allá de la cara”, es decir, ver en
cada persona inconversa, sea como sea, un alma oscura
y llena de pecados, y yo entonces me hice el lema de
brillar de todas formas.

—¡Eso! Y verdaderamente el Señor te utilizó de


tal manera que Ronny comenzó a cambiar. El se dio
cuenta de ese “algo” distinto que tú tenías. Tú vives
rodeada de cariño, en un hogar cristiano, envuelta en
pureza y felicidad, y te has criado acostumbrada a amar
y ser amada. Por eso quizás te sea difícil comprender
hasta qué punto llegaba al corazón de Ronny tu actitud
natural, siempre alegre, pura, completamente sencilla,
sin fingimiento. Aunque le mostraban simpatía (como
Mónica), no era una simpatía pura, y tú fuiste... bueno,
me entiendes. El encontró en ti la simpatía cristiana que
en toda su vida no había encontrado. Una noche en que
se encontraba muy contento y comunicativo me dijo
refiriéndose a ti: “¡Es un ángel la piba!” y Ronny se adhirió
a ti por eso. Todo el cariño que guardaba sin dueño en
su corazón lo volcó en ti, y él no encontró otra manera
mejor de manifestártelo que como lo hizo. ¿Entiendes?
—Sí, ahora comprendo. —Martha miraba
pensativa a Peter—. ¡Pobre Ronny! ¿Por qué le tratan
tan mal sus padres? ¿La madre también es así mala con
él?

—Ya te dije, no encontró verdadero cariño en el


hogar —contestó Peter inclinándose para patear una
madera.

—Pero la madre... ¿No es una señora rubia? —


preguntó Martha, y sin darse cuenta del silencio de Peter,
prosiguió—: ¿Sabes? Yo la vi la noche del baile. ¡Tan
linda! Tiene un cabello...

—¿Qué noche dijiste? —interrumpió Peter


levantando de pronto la vista.

—Del baile. ¿No te acuerdas que hablamos por


teléfono?

—Sí, ¿y dónde la viste? —Peter miraba fijamente


a la niña, observándola mientras ella le refería su ataque
de “adolescentitis” y todo lo visto desde la escalera.

—Bueno —concluyó Martha—, la cosa es que el


pobre hombre se desmayó y yo me llevé un susto jefe y
me arrepentí mil veces de haber ido.
—¿Y eso no más viste? —interrogó Peter
extrañamente serio.

—Sí.... ¡Ah! Cuando el hombre se desmayó, ella


se inclinó y alzó unos papeles que habían caído de las
manos de él; y por eso te digo que fue la única vez que
vi a la madre de Ronny, y me pareció muy linda. Fíjate
que creí que era una señorita. —Martha soltó una
carcajada.

—¿Y qué hizo la señora con los papeles que


alzó? —Peter sonrió para ocultar su inquietud.

—Bueno, no eran papeles así sueltos. Parecían


más bien sobres —contestó Martha—. Yo creo que los
guardó o se los habrá dado al hombre. Pero yo no vi más.
¿Por qué?

—Bueno.... —Peter se estiró


despreocupadamente—. ¿No interesa esto, verdad?
Volvamos al problema de Ronny, ¿eh?

—Ah sí. Yo estoy tan arrepentida de haberlo


tratado así. Más ahora que sé que en el hogar no tiene
cariño —dijo Martha tristemente—. Mira, algo me dijo él
aquella tarde sobre esto, pero yo no me acordé. Y
después, cuando estaba tan enojada, lo oí una mañana
contestar mal a la madre, y me dio tanta rabia. ¡Qué mala
fui!¡Si yo hubiera sabido que tenía un hogar así!

—Y mejor que no hayas sabido nada —intervino


Peter con firmeza—. Me alegro también que no sepas
otras cosas. Si no, lo perdonarías por compasión al ver
las circunstancias y no hubieras pasado por esa
saludable experiencia de convencerte sola que obrabas
mal y que debías perdonar y olvidar. Lo que vale es que
fuiste movida sólo por el Señor. ¿Entiendes?

—Ahora puedo decirte que tu actitud hirió


sobremanera a Ronny, y él actualmente está pasando
por una crisis, por algunos líos de familia y unas cuantas
cosas juntas que lo han amargado mucho,
completamente. Pero ahora, si tu lucecita empieza a
brillar otra vez, comenzará la obra de restauración,
¿verdad?

—Sí, sí, Peter. Pero si está tan así, yo no sé cómo


hacer. No sé cómo tratarlo ahora.

—¡Vamos, chiquita! —exclamó Peter—. Si el


Señor te ayudó a perdonarlo completamente, y si tú
tienes tantos deseos de rectificar tu actitud, no hay por
qué preocuparse tanto. Debes tratarlo con toda la
comprensión y cariño que tengas por él. Y ante todo, pide
sabiduría al Señor. Porque Ronny seguirá adherido a ti,
más ahora en estas circunstancias si encuentra de nuevo
una lucecita. Necesitarás mucha sabiduría para tratarlo
con amor y a la vez mantenerlo a prudente distancia,
¿sabes?

—Sí, oremos, Peter. No quiero irme mañana. No


tengo tiempo de nada. Le voy a rogar al Señor que me
deje siquiera un día más. —Martha ocultó la cara entre
las manos y Peter inclinó la cabeza. Primero oró la niña,
luego él. Cuando terminaron se miraron sonriendo.

—Bueno, ¡al ataque! —exclamó Martha,


poniéndose en pie—. Voy a buscar la dirección de
Mónica en la guía.

—¡Bravo! Cuando se despierte Ronny te aviso, a


ver si podemos hacer algo, ¿sabes? —dijo Peter—.
Siento el corazón hecho una pluma de livianito. Bueno,
vete, lucecita. Yo te acompaño con mi oración.

—Gracias. ¡Hasta luego, hermanito! —Martha


salió corriendo y otra vez comenzó a cantar:
Puedes en tu cielo alguna nube disipar

Haz a un lado tu egoísmo cruel;

Aunque sólo un corazón pudieras


consolar,

¡Brilla en el sitio donde estés!

—¡Qué contenta va la señorita! —exclamó el Sr.


Sonricci, que venía cruzando el bosquecito junto con
Hans.

—¡Oh! ¿Quieren que les dé el secreto de la


felicidad?

—¡Cómo no! —contestó Hans, siguiendo lo que


él creía que era una broma. Pero Martha sacó unos
folletos de su bolsillo y se los entregó a ambos.

—Aquí tienen. Léanlos y encontrarán algo que es


el secreto de la felicidad —dijo alegremente—. Lo van a
leer, ¿cierto?

—¡Sí, cómo no! ¡Muchas gracias! —Ambos


hombres miraban sorprendidos a la niña, luego
agradeciendo nuevamente se alejaron caminando con
lentitud, porque iban leyendo...
Capítulo XVI

Ronny abrió los ojos y suspiró soñoliento. Miró su


reloj. ¡Las cinco de la tarde! Se incorporó en un codo y
luego de un momento se levantó. Con aquel pijama
celeste que le quedaba un poco corto, y sin importarle su
aspecto, salió con su toalla al hombro dispuesto a
tomarse una ducha. Se pasó una mano por sus cabellos
rubios y desordenados. Parecía casi un niño por
momentos, y Peter así lo pensó al salirle al encuentro en
el pasillo.

—Oye, Ronny, he sabido algo que será tu más


firme base para recuperar las cartas de tu madre.

—¿Qué? ¿De dónde sacaste? ¿Quién te dijo? —


(Fue la frase más larga que pronunciara Ronny en el
término de 38 horas).

—Me dijo Martha, ella ...

—¿Martha? —Ronny apretó los puños y


endureció la mirada—. ¿Cómo sabes? ¿Cómo sabe ella?
—No sabe nada. Sólo mencionamos a Ana y ella
me contó que la noche del baile...—Peter relató
rápidamente todo lo que le dijera Martha.

—Pero ¿y cómo? ¿Dónde está Martha? —Ronny


se colgó la toalla al cuello y su rostro estaba tenso—. ¡No
puede ser! ¿Dónde está Martha Spendi?

—En mi sala de estudios. Pero ¿Qué? ¿Dónde


vas? ¡Ronny! ¡No seas imprudente! Ella no...

—¡Me importa un comino de ella! Sólo quiero


saber lo de las cartas.

Peter se tomó la cabeza y a pasos mesurados lo


siguió tratando de explicarle, pero éste ya había cruzado
todo el pasillo sin escucharlo.

Martha, sentada frente a una inmensa ventana


que daba sobre el patio, miraba admirada los grandes
libros de su amigo en una estantería un poco
desordenada. Dentro de la vitrina había huesos de
distintas formas y dos cráneos. Se levantó para observar
de cerca una víbora disecada y sintió que alguien
entraba.
—¡Buenas tardes! —rugió la voz de Ronny a sus
espaldas.

Martha se volvió y quedó desconcertada, sin


poder hablar.

—¿Qué viste aquella noche del baile? —interrogó


imperiosamente el muchacho, mirándola con
superioridad desde su altura.

Martha lo miró sorprendida y a pesar de hallarse


perpleja, no pudo dejar de encontrar comicidad a la
escena. Por eso inclinó la cabeza y volvió a sentarse para
ocultar sus grandes deseos de reír.

—¡Habla! No te morirás si me diriges una palabra


—masculló Ronny secamente.

Martha levantó la vista.

—Sí. No tengo intención de no hablarte. Sólo que


me asusté y ahora me dio risa —dijo sencillamente.

Peter desde la puerta dio un suspiro de alivio.


Esta vez fue Ronny quien quedó callado escudriñando a
la niña.
—Bueno. ¿Qué tengo que decirte? —interrogó
ella sonriendo.

—Lo que viste desde la escalera —contestó él.


Peter le interrumpió con una advertencia en alemán, pero
Ronny no lo escuchó y repitió la pregunta—: ¿Qué viste?

—¿La noche del baile? Bueno... —Martha, a


pesar de su confusión, iba a hablar pero el muchacho la
detuvo con un gesto.

—Espera —dijo—. No hagas mucha historia


inútil. Dime solamente lo que viste. Y por favor, no
agregues.

—No tengo costumbre de agregar —contestó


Martha con suavidad mirando al muchacho directamente
a los ojos. El pestañeó ligeramente y se sentó en el brazo
del sillón que ocupaba Peter.

Martha comenzó a hablar. No había ya sombras


en sus grandes ojos límpidos, llenos de simpatía. Se
dirigía al muchacho como si nunca hubiera pasado nada
desagradable entre ellos. A medida que escuchaba,
Ronny parecía ir perdiendo esa expresión tensa. Pero
ese rictus de amargura en sus labios se acentuó cuando
hubo escuchado todo.
—Muy bien —murmuró bajando la vista—. Se
acabó entonces mi lucha. Luego tengo que hablar
contigo, Peter —agregó con cierta sequedad.

—Yo me voy. Creo que no me necesitan más. —


Martha se puso de pie.

—Espera un momento. ¡Oh, el timbre! —Peter se


levantó con fastidio y fue a atender el teléfono que
sonaba en la otra habitación. Martha se dirigió a la
puerta.

—Gracias por tu valiosa información y compasión


—murmuró Ronny deteniéndola—. Pero no te esfuerces
en sonreír. Todo acabó. ¿Entiendes? No te sacrifiques
en vano.

—No me sacrifico, ni sonrío por compasión ni por


fuerza —interrumpió Martha firmemente—. Pasó algo
mejor. Dios mi Señor me hizo ver cuan mala y orgullosa
fui al no querer perdonarte.

—¡Ah! Y ahora me perdonas —Ronny soltó una


carcajada burlona—. Ya sabía yo que tu corazón se
conduele de los desdichados como yo.
—¡No! Pero ¿qué quieres decir? —intervino
Martha afligida—. ¿Qué pasa? No es así como...

—¡Calla! No digas nada. Bien sabes tú lo que


pasa. Te agradezco nuevamente tu información, aunque
hubiera preferido no recibirla de ti. Pero este estúpido de
Peter te contó... Bueno, en fin, yo arreglaré cuentas con
é. Te vas mañana, ¿verdad?

—Sí, pero antes quiero decirte que...

—¡No hay nada que decir! —interrumpió el


muchacho con altivez—. Que te vaya bien, Martha.
Adiós. Que seas feliz.

Martha aceptó la mano que se le extendía, pero


no podía hablar. No entendía nada de lo que pasaba. Sin
embargo un nudo de desilusión y pena le cerraba la
garganta. ¿Habría hecho un mal que no tenía remedio?

—Pero no, Ronny... yo... Es muy distinto lo que


me pasó a lo que tú crees —dijo al fin. Pero el muchachito
la miró con ojos que lanzaban chispas, mientras le decía:

—¡Vete, por Dios, Martha! Déjame sólo el


recuerdo de tu dulzura. No quiero ver tus labios
manchados con mentiras piadosas. Vete con Dios, sé
feliz, y si quieres ora o reza por mí. ¡Hasta nunca,
querida! Ronny pronunció lo último con voz ronca y
desapareció apresuradamente por una puerta del pasillo.

—¡Click! Peter colgó el teléfono y volvió. Se


sorprendió al no ver a Ronny, pero no dio importancia al
asunto hasta que vio a Martha que venía a su encuentro
con los ojos un poco llorosos y la expresión perpleja.

—¿Qué pasó? ¿Qué te dijo? —exclamó


tomándola de la mano como para protegerla.

—No... no pasó nada —Martha habló con voz


ahogada—. Sólo que él... no sé... se cree que yo... que
yo le tengo lástima o algo así... que le sonrío por fuerza.
Pero yo no entiendo. ¿Qué pasa? Yo le pregunté. El me
dijo que yo sabía, que tú me habías contado. Pero yo no
entiendo. ¿Qué hay con eso de la noche del baile? ¿Qué
me contaste tú? —Martha calló al ver que Peter inclinaba
la cabeza y la arruga en su frente aparecía.

—No te conté nada de lo que él cree —murmuró


lentamente el muchacho. Se daba cuenta que debía dar
una respuesta, y realmente la verdadera respuesta
hubiera sido contarle la segunda, la más triste parte de la
historia de Ronny. Pero no, ¿Cómo iba a contar algo tan
íntimo a ella, a Martha, una niña? Ronny había obrado
imprudentemente, creyendo que ella sabía. “Pero eso no
me autoriza lo suficiente como para revelar algo tan
reservado por ahora”. Peter miró a Martha, deseoso de
hacer algo para arreglar el asunto. Ella, que lo había
observado, descubrió que algún drama se escondía en
la familia, y poniendo su mano sobre el brazo del
muchacho dijo comprensivamente:

—No importa, Peter. No me cuentes nada. Dile a


Ronny que no sé nada. Yo voy a orar para que se
solucione pronto todo lo que pase.

—Eres un tesoro —murmuró Peter—. Sí, ora


mucho. Pasa algo muy doloroso, especialmente para
Ronny. No te desanimes por su actitud y sigue brillando.
Hay mucha oscuridad aquí.

—Brillemos juntos, Peter —dijo Martha.

—Sí, yo también —asintió el muchacho


pensativo. Luego agregó—: ¿Tienes que irte mañana
necesariamente?

—Sí, ya tenemos los boletos sacados. El avión


sale el lunes. Es increíble, pero ahora deseo quedarme.
Ya se me acaba el día y no hice nada. Y me tengo que ir
mañana temprano. ¡Oh, Peter! ¿Qué hago ahora? —A
Martha se le iban empañando los ojos a medida que
hablaba.

Peter le puso una mano sobre el hombro.

—¡Vamos, Martha! Aún no acabó el día. No te


ahogues en un vaso de agua. ¿No tienes confianza que
Dios pueda obrar aún?

—Sí —murmuró Martha—. Bueno, me voy ahora


a arreglar mies cosas y a orar.

—Muy bien. ¡Animo! —fue la respuesta—. Esta


noche nos reunimos en la biblioteca y después iremos a
cantar un poco.

—¡Oh, sí! Necesito un poco de música. ¡Hasta


luego, entonces! —Martha se alejó.

Erica, bien abrigada, con la nariz un poco


colorada, iba acomodando ropa en sus valijas.

—Buenas tardes. ¿Qué tal, Erica? —Martha entró


y quedó parada mirando los preparativos.
—Muy bien. ¿Y tú? Ya tendrás todo listo. Llegó tu
hora ansiada, ¿no? —Erica levantó la cabeza, pero
quedó sorprendida al ver la carita triste de su alumna—.
¡Cómo! ¿No estás contenta?

—Sí. Pero me da pena tener que irme tan pronto,


ahora.

—¿Verdad? Yo creía que estarías contentísima.


Pero realmente da pena irse, ¿no? ¡Y bueno! Vendremos
el año que viene. ¿Qué te parece?

—Muy difícil —contestó Martha suspirando.

—¿Quién sabe? ¡Ahhh! —Erica se detuvo


agarrándose la cabeza—. ¡Me olvidé saludar a la Sra.
Winelmann! ¿No me harías un favor?

—Sí, cómo no.

—Vete hasta la casa y pregunta si se puede ver


a la señora. Si es así, irá esta noche, ¿eh?

—Bueno. —Martha se abrigó y bajó. Se sentía


triste y desanimada. “He hecho un mal sin remedio y
mañana me voy. ¡Qué semana perdida! ¡Qué
remordimiento!”
Al salir afuera le llovieron pequeños copos
helados. Estaba nevando otra vez. Martha llegó a la casa
de los Winelmann, llamó, esperó un momento y sintió
que la puerta se abría.

—Buenas tardes —el Sr. Herman la miró


interrogativamente.

—La señora ¿puede recibir visitas?

—Sí, pase.

—No, no. Yo sólo venía a preguntar.

—Pase. Está nevando mucho. —El Sr. Herman


se hizo a un lado. Martha entró tímidamente en el living
alumbrado sólo por un velador de pie. El Sr. Herman
cerró la puerta y haciéndole seña que lo siguiera,
comenzó a subir la escalera a paso moderado. Martha se
sentía que el corazón comenzaba a latirle con fuerza.
¿Qué iba a hacer ella allí con esa mujer que no conocía?

“Brilla en el sitio donde estés”. La frase repercutió


en su mente y el corazón le dio un vuelco. “Señor,
¿tendré que hablarle? ¿Qué haré? ¡Oh, Señor!
Concédeme que haga algo, siquiera algo antes de irme.
Si no, no me voy”.
—Aquí estamos —murmuró el Sr. Herman en ese
momento, y golpeando levemente la puerta dijo algo en
alemán. Una voz enojada de mujer le contestó en el
mismo idioma, pero él, abriendo completamente la puerta
hizo pasar a Martha. La mujer desde su cama le echó
una mirada chispeante y Martha, a pesar de sus deseos
de salir disparando, sonrió y se acercó.

—Buenas tardes —dijo—. Como nos vamos


mañana, queríamos despedirnos de Ud.

El Sr. Herman le indicó un taburete cerca de la


cama y luego se fue.

—¿Tu eres la alumna de Erica? —preguntó la


mujer secamente.

—Sí.

—¿Así que se van mañana?

—Sí, señora. Erica vendrá un momento esta


noche, si Ud. se siente bien.

—Sí. —La Sra. Ana hizo una mueca y dio vuelta


a la cara—. Que venga si quiere. —Luego se incorporó
en un codo y extendió su mano descarnada y temblorosa
hacia un vaso. Martha se apresuró a alcanzárselo. La
mujer bebió varios tragos y luego se o entregó otra vez a
Martha, que sintió una extraña impresión al ver la
expresión distante de la enferma.

—Será algún remedio —pensó al poner el vaso


otra vez sobre la mesa.

—¿Se siente mal, señora? —preguntó en tono


suave—. ¿Necesita algo?

—No —contestó la enferma roncamente.

—Permiso. ¡Ah! Está con visitas. ¡Muy bien! —la


joven enfermera se asomó sonriendo—. ¿Durmió bien la
siesta?

—Sí, estoy bien, gracias.

—Muy bien. Estaré abajo, señora. Si necesita


algo, llama —La muchacha desapareció cerrando la
puerta suavemente. La Sra. Ana miró a Martha.

—Oye —le dijo—. ¿Está nevando afuera?

—Bastante. ¿Quiere Ud. que corra las cortinas?

—Sí, abre.
Martha se levantó y las corrió dando un suspiro.
Realmente había demasiada penumbra en la habitación.

—Es muy lindo ver nevar, ¿cierto? Caen con


tanta suavidad los copitos. ¿Los ve bien, señora, o quiere
que corra más?

—Está bien. Ahora siéntate y léeme un poco de


ese libro de poesías, en las página que está marcada. —
La Sra. Ana señaló el libro. Martha se sorprendió al ver
una sonrisa extraña, casi sarcástica en el rostro de la
mujer, pero obedeció en silencio, mientras en su interior
elevaba una ansiosa oración.

Abrió el libro en el lugar señalado y sintió un


temblor involuntario al leer el título: “Poema Negro”. Ella
había oído algo de esa poesía.

—Señora, esta poesía es muy... desesperada —


dijo.

—Léela; a mí me gusta —contestó la mujer


mientras tomaba otro trago del vaso.

Martha sentía miedo. Esa mujer, esa penumbra y


ese poema. Era algo demasiado extraño, demasiado
oscuro. “Señor” oró en su corazón, “Ayúdame a hablar
de ti, a alumbrar de alguna manera.”

—Señora, no me gusta esta poesía. A Ud. le va


a hacer mal —dijo suavemente—. ¿No quiere que lea
otra cosa más linda?

—¿Y qué quieres leer? —murmuró la Sra. Ana en


tono soñoliento.

Martha sintió que el corazón le latía furiosamente.


¡Allí estaba la oportunidad!

—¿Tiene una Biblia? —preguntó.

—¿Una Biblia? —La mujer soltó una débil


carcajada.—. Tengo una que me dio mi sobrino, pero aún
no la he abierto, ni pienso hacerlo.

—¿Por qué? ¡Hay cosas tan lindas! —dijo


Martha—. Mi abuelita, cuando está enferma, yo voy a
leerle...

—Pero yo no soy tu abuelita —replicó la mujer


burlonamente.

—Ya sé. Ud. es más joven también, pero... —


Martha vaciló un momento y luego, conteniendo su
carcajada alegre, preguntó graciosamente—:
¿Juguemos a que Ud. fuera mi abuelita?

La Sra. Ana la miró sorprendida y luego dejó oír


su seca carcajada.

—Eres simpática —dijo—. Me haces acordar


mucho a una hermanita que tengo en Alemania.¡Oh!
¿Quién viene?

La enferma volvió a su actitud extraña cuando


oyó tres golpes fuertes en la puerta.

Martha se levantó, y al abrir sintió que se le


aflojaron las piernas.

—¿Tú? ¿Qué haces aquí? —masculló Ronny,


fulminándola con la mirada. Pero inmediatamente se
rehizo y pasó adentro.

La Sra. Ana se incorporó con el rostro crispado.


Ronny dijo algo en alemán y miró a la mujer con tal
desprecio y autoridad, que Martha se sintió sobrecogida
de una pena inexplicable. ¡Qué triste era todo esto! “¡La
mira como si no fuera la madre! ¡Pobre mujer! Será mala,
pero me da lástima.” Martha comprendió que debía
retirarse. Esperó a que la señora dejara de hablar, luego
se acercó a la cama.

—Bueno, me voy —dijo mientras sentía sobre sí


la mirada profunda de Ronny.

La Sra. Ana le extendió la mano mientras le decía


fríamente: —Muchas gracias. Fuiste muy amable.

Martha tomó esa mano nerviosa entre las suyas


y sintió la angustiosa necesidad de decir algo, pero no se
le ocurría nada, absolutamente nada. Entonces se inclinó
y besó suavemente la mejilla enjuta de la mujer.

—Que el Señor la bendiga. Yo oraré mucho por


Ud. para que se ponga bien —murmuró en seguida, y su
mano se vio retenida sorpresivamente por las de la
mujer. Hubo un instante de silencio y de pronto las manos
de Martha quedaron en libertad y la voz extrañamente
enronquecida de la Sra. Ana murmuró: —Gracias.

Martha se irguió, sonrió a Ronny y se dirigió a la


puerta. El muchacho se adelantó a ella y abriéndola hizo
una leve inclinación de cabeza. Poco después, Martha se
encontraba afuera sin haber visto a nadie más en su
regreso. Cuando llegó al hotel corrió en busca de Peter
para contarle todo.
Eran las seis de la tarde. En el dormitorio de la
Sra. Ana, Ronny, con los puños crispados, repetía una
frase como un latigazo.

—¡Te han visto! ¡Te han visto! ¡Tengo la prueba


que me pedías! Te han visto la noche del baile cuando
se desmayó Pablo. Tú recogiste los sobres que cayeron
de sus...

—¡Basta! ¡Basta! ¡Me has vencido! ¡Me venció


Carlota! ¡No me atormentes más! ¡Toma! —La Sra. Ana
se arrancó el reloj con la llavecita colgada de la malla y
lo tiró violentamente contra el piso—. Y ahora, vete y no
vuelvas más para echarme en cara tu desprecio.

—No te desprecio —murmuró el muchacho,


acercándose a la cama— ¡Te odio! Y a mi padre, sí lo
desprecio como al más vil gusano.

La habitación estaba apenas alumbrada por un


velador, cuando Ronny tiró de un cajón del elegante
escritorio y poco después temblaba en sus manos un
sobre amarillento, son la inconfundible letra alargada:
“Para Rolando David”. Otro sobre quedaba en el cajón,
dirigido a “Herman”. Ronny lo tomó también y poco
después lo arrojaba sobre el escritorio de su padre,
mientras le decía con amargo desprecio: —Aquí tienes,
¡No lo mereces!

Las sombras de la noche fueron cubriendo todo.


Sólo había luz en una habitación del hotel donde un
muchachito leía y releía dos hojas amarillentas, y en la
habitación de la Sra. Ana, donde un joven practicante,
ayudado por una enfermera y un hombre de sombrío
rostro, luchaban con calmantes y distintos medios para
aplacar una crisis histérica de la enferma.

En ambas habitaciones se desentrañaba un


drama que durante más de quince años había quedado
encubierto.
Capítulo XVII

—¡Me quedo! ¡Me quedo hasta la tarde! El Sr.


Hans no puede ir esta mañana. ¡Qué lindo! —Martha se
detuvo al notar el cansancio reflejado en el rostro de
Peter, que se hallaba sentado abandonadamente en un
sillón de la biblioteca—. ¿Qué te pasa? ¿No has dormido
bien anoche?

—No me acosté en toda la noche —contestó el


muchacho.

—¿Qué pasó?

—Mi tía Ana está muy enferma. Anoche necesitó


vigilancia médica y me quedé a atenderla. Oye, Martha,
estoy muy contento que hayas ido ayer. Mi tío Herman
me dijo que te dejó entrar porque como eres una niña
simpática podrías distraer a su señora. Yo creo que Dios
te abrió las puertas.

—Bueno, no hice nada, casi. Me hubiera gustado


poder hablarle, leerle la Biblia.
—¡Vamos! —interrumpió Peter seriamente—.
¿No eres tú la que siempre estás cantando eso de
“Nunca esperes... “? ¿Cómo es?

—¡Bah! ¿No te acuerdas? —rió Martha y luego lo


cantó:

Nunca esperes el momento de una


grande acción,

Ni que lejos pueda ir tu luz;

En la vida a los pequeños actos da


atención,

Brilla en el sitio donde estés.

—Muy bien. Esa era mi respuesta —dijo Peter.

—¡Vaya! Me hiciste acordar a Betty. Te pareciste


a ella.

—¿Betty? —Peter suspiró dramáticamente—.


Bueno, dos personas que se aman se parecen. ¿No lo
sabías?
—¡Peter!¡Qué cosas dices! Sólo la viste en foto.
¿Cómo será cuando la veas personalmente? Porque me
imagino que cuando vayas a Buenos Aires, irás algún día
a mi casa. ¿No?

—Seguro, hija. ¿Para qué crees que tengo tu


dirección aprendida de memoria? —Peter entrecerró los
ojos y observó a Martha.

—Oye, Peter. ¿Y tus padres? ¿Dónde viven? —


preguntó la niña súbitamente.

—¿Mis padres? Son dos viejos paseanderos.


Actualmente están en Perú. Mi papá se llama Günter.
¿Te gusta? Tienes que ir conociendo a tu suegro. Yo soy
hijo único.

—¡Peter! ¿Qué te pasa hoy? —Esta vez Martha


se puso más seria y el muchacho soltó una carcajada.

—Perdona —dijo luego ahogando un bostezo—.


Estoy cansado y me desahogo diciendo lo que se me da
la gana.

—¿Y cómo andan las cosas? —preguntó Martha


casi en voz baja. Peter dio un estentóreo suspiro.
—Ya pasó la principal tormenta —dijo—. Ahora
hay que ver los resultados. Por mi parte he aprendido
grandes lecciones, y caí en cuenta que hasta ahora
mantuve mi luz escondida, egoístamente creyente para
mí solo, sin pensar mucho en los que me rodean.

—Y es tan feo eso. ¿Verdad? Mi papá siempre


dice: “Hay tanta oscuridad en este mundo, que el Señor
busca urgentemente luces grandes y chicas, de todos
tamaños. ¡Lástima que haya tan pocas a veces!”

—¡Ajá! Tengo que hacerte un pedido, Martha.

—¿A mí?

—Sí. —Peter se cruzó de brazos—. Es éste: que


me mandes literatura evangélica de toda clase: tratados,
revistas, libros, etc. Tú me envías una lista de los temas
principales y yo elijo y te mando a pedir.

—¡Oh! ¡Regio! —exclamó Martha palmoteando—


. ¿Vas a hacer obra misionera en grande?

—En todo lo grande que se pueda —contestó


Peter—. He visto que acá tengo muchas oportunidades
que no quiero desperdiciar más. Quiero estar bien
equipado.
—¡Qué hermoso! ¿Sabes, Peter? ¡Estoy que
estallo de alegría! Yo... yo creí que no eras así.

—Es que no era así —declaró Peter con


franqueza—. Antes no brillaba, pero ahora el Señor me
dio varias sacudidas y me despabiló la luz. Bueno —
agregó poniéndose en pie— voy a ver si Ronny está en
condiciones de recibirme.

—¿Qué? ¿Aún no le dijiste? —La carita de


Martha se nubló.

—No pude hablarle todavía. ¿A qué hora te vas?

—Creo que después de mediodía. ¿Qué hago?

—Antes de mediodía sabrá todo —dijo Peter


enérgicamente—. Y tú, vete a tocar el piano. Es lo mejor
que puedes hacer ahora.

—¿De veras? Bueno, iré en seguida. ¡Hasta


luego! —Martha se alejó y un poco después se
encontraba en el inmenso salón. Tocaba sin mirar,
profunda, tristemente, pensativa. “Creo que me iré sin
haber arreglado el mal que hice. Quizá se arregle cuando
yo esté lejos ¡Qué triste lección para mí!”
En el salón solitario flotó su vocecita, un poco
apagada pero llena de sentimiento:

Si fui motivo de dolor, Señor,

Si por mi causa el débil tropezó,

Si en tus caminos yo no quise andar,

Perdón, Señor.

Siguió tocando con suavidad. No sentía fuerzas


para tocar cosas movidas. Uno a uno fueron
resbalándose entre arpegios los himnos más tiernos,
más elocuentes: “Cerca, más cerca, oh Dios de ti”, “Oí la
voz del Salvador”, “Ven, alma que lloras”, y otros. No
estaban tocados artísticamente, no había en ellos la
perfección de la técnica, pero sí la expresión de un
corazón sincero.

Y así también fueron resbalando las horas, una a


una.
El almuerzo ya había terminado, y afuera Hans
revisaba la “rural”. Luego bajó un nutrido equipaje y lo
acomodó adentro.

Erica había ido a saludar a las señoras conocidas


y Martha se hallaba sola en su habitación, que le parecía
vacía y desolada. Cerró las puertas del placard, también
vacío, y dio una mirada a su alrededor. A esa habitación
que por un mes había sido su íntimo refugio, que había
presenciado sus luchas y victorias. A aquella ventana
que había visto sus lágrimas la primera noche y luego
sus ojos admirados siguiendo los copitos níveos. A
aquella mesa vacía sobre la que tantas veces reposara
su diario íntimo, sus cartas, los retratos de sus seres
queridos. A la mesita de luz, la amplia cama, todo vacío,
cargado de recuerdos. Martha sentía un nudo en la
garganta. Al fin había llegado a querer esa habitación.
Tomó los bolsos de sobre la cama, y al salir miró todo por
última vez, y suspirando hondo cerró suavemente la
puerta. Bajó despacio las escaleras que a modo de
despedida parecían crujir más que nunca. Caminando
luego apresuradamente, recorrió el corredor, llegó a la
biblioteca y luego pasó el salón. Allá arriba, sobre el
escenario vio el piano, mudo, abandonado, y par él hubo
una sonrisa triste. Recorrió el trayecto de vuelta y en el
comedor se encontró con el Sr. Herman, que le sonrió
amablemente.

—Bueno, Sr. Herman, me despediré de Ud.

—Adiós, señorita. Fue un placer tenerla. La


esperamos el año que viene.

—Gracias por todo, Sr. Herman. ¡Adiós! —Martha


cruzó la puerta principal y salió afuera. Erica debía estar
esperándola en Mi Cabaña. Se encaminó hacia allá
mirando la montaña nevada, los pinos...

—¡Martha! ¡Martha! —La voz de Peter la hizo


detener. El muchacho llegó corriendo y en la mano traía
una ampolla de inyección.

—Estoy apuradísimo. Yo quería ir hasta


Bariloche, pero no puedo. Mira, me vine con la inyección
en la mano.

—¡Oh, Peter! ¿Se arregló algo? —Martha habló


con voz ahogada.

—¡Peter! ¡Rápido! —gritó una voz desde la casa,


y el muchacho apretó la mandíbula con furia.
—Debo irme volando. Te escribiré en seguida.
Has sido una bendición, Martha. ¡Adiós hermanita!

—¡Adiós, Peter queridísimo! —Martha le echó los


brazos al cuello y lo besó. El sonrió con cariño y luego se
alejó corriendo ágilmente hasta que desapareció dentro
de la casa.

—Mi hermano mayor —murmuró Martha con los


ojos ya nublados por las lágrimas. Luego siguió
caminando. Una ansiedad le quemaba en el corazón.
¿Qué habría pasado con Ronny? “Quizá esté en el bar”,
pensó. Pero se desvaneció su esperanza al entrar a Mi
Cabaña. Allá en una mesa el Sr. Sonricci con otros dos
caballeros bebía y conversaba. Más acá varias mujeres
se entretenían con grandes catálogos de modas y
paisajes. Erica se hallaba conversando con el mozo,
aquel hombre de cara soñolienta a quien Martha varias
veces había dado tratados. Se acercó a ellos.

—¿Así que se nos va la niña? —dijo el hombre


con simpatía. Martha asintió con la cabeza y en ese
momento sintió que alguien la tomaba del brazo. Se dio
vuelta y se encontró con la cara redonda del Sr. Sonricci,
que estaba allí sentado cerca.
—¿Se va Ud., chiquita? —preguntó sin sacarse
de la boca su eterno toscano.

—Sí, señor —contestó Martha —. Me voy ahora.

—¡Es una lástima! ¿Vendrás el año que viene?

—Creo que no.

—¡Oh! Es otra lástima. Bueno, espero que le vaya


bien, entonces. —El Sr. Sonricci estrechó con sus manos
regordetas las de Martha, y los otros dos señores
sonrieron amablemente.

—¡Señoritas! Ya está la rural acá enfrente —


anunció Hans desde la puerta—. Suban, que yo ya
vuelvo en seguida.

Erica y Martha, luego de saludar a todos, salieron


afuera.

—Bueno, —dijo Erica— acomódate que yo voy a


buscar el paquete que dejé adentro.

Martha subió y se acomodó en el confortable


asiento, luchando contra el pesar que le cerraba la
garganta como una garra. Miró a través de la ventanilla y
dio un suspiro.
“Bueno, se acabó todo. A casa ahora. Total, Peter
me escribirá y me contará cómo pasan las cosas acá. Así
que, a poner el alma en paz y saborear la llegada a casa.
¡Cuántas cosas tengo que contar! ¡Qué lindo! Pero... “
Martha volvió a suspirar hondamente. “¿Qué habrá
pasado con Ronny? Me pesa aún el remordimiento en el
corazón. ¿Será posible que no crea en mi cambio?
¿Habré hecho un mal sin remedio? ¿Y para qué me
quedé esta mañana inútilmente?

—Bueno, acá estoy —dijo Hans, que en ese


momento se sentaba en el volante—. ¿Y la Srta. Letska?

—Fue al bar a buscar algo. Pero parece que se


entretuvo.

—Bueno, voy a darle una mirada al motor. —


Hans volvió a bajarse y pronto quedó escondido tras la
tapa del motor.

Martha miraba el bosque, allí en la montaña,


mientras tamborilleaba distraídamente los dedos sobre el
respaldo del asiento. Un aire frío le soplaba desde la
ventanilla semi-abierta y extendió la mano para cerrarla.
Pero fue detenida por otra mano que la abrió del todo.
Martha se volvió rápidamente.
—Martha, gracias que te quedaste un poco más.
Si no, no hubiera tenido tiempo para saber la verdad. —
Ronny le sostenía la mano, que Martha retiró sin
brusquedad mientras le decía:

—Me alegro... me alegro mucho.

—Perdóname, Martha —murmuró el muchacho.


Creí que tú sabías una historia y que me tenías sólo
compasión. Gracias porque me perdonaste. Gracias... a
tu Dios.

—Puede ser tuyo, Ronny —interrumpió Martha.

—Ya sé. No hablemos de eso. El tiempo apremia


y quiero decirte...

—Bueno, ¿Vamos? —Erica, que se acercaba


apresuradamente, extendió su mano a Ronny—. Que te
vaya bien.

—Gracias, señorita. ¡Buen viaje!

Erica se acomodó en el asiento y Hans puso en


marcha el motor. Martha se volvió y extendió su mano
por la ventanilla abierta. Ronny se la estrechó con fuerza.
El vehículo comenzó a moverse.
—¡Que Dios te bendiga, Ronny!

—Gracias, Martha. Te debo aún una explicación


que te daré por carta, porque no te veré más. —La última
frase se perdió en el aire. La rural ya se alejaba y la
cabecita de Martha desapareció de la vista cuando la
ventanilla se cerró.

Ronny dejó que el viento lo despeinara. Allí,


parado, con el cuerpo erguido y los ojos claros, en los
que se cernía esa sombra enigmática, parecía una
hermosa estatua que entreabrió los labios para decir un
último adiós profundo y significativo que nadie oiría en
esa tarde gris.

—Se fue, como una estrella fugaz que nunca se


volverá a ver. Sólo queda conmigo Dios, su Dios, pero no
mío.
Capítulo XVIII

Martha abrió los ojos y arrugó la frente, mientras


se incorporaba en un codo. Miró a su alrededor con un
aire de perplejidad y una alegre carcajada sonó a su lado,
mientras otra voz preguntaba:

—¡Eh! ¿No sabes dónde estás?

Martha sintió que la invadía una inmensa alegría


y sin abrir los ojos estiró los brazos y se sintió estrechada
en otros.

—¡Ay, hermanitas mías! —exclamó riendo—. Me


parece mentira veros otra vez.

—¡Seguramente! ¡Ya nos olvidaste, hermana


infiel! —contestó Miriam que la tenía abrazada.

—Allá con Peter, Ronny, Hans, don Sonricci y


demás compañía se olvidó de sus humildes hermanas —
siguió Betty, acercándose plumero en mano.

—¡Baaahhh! Si me siguen peleando, me vuelvo.


—Martha con los ojos chispeantes de felicidad se sentó
en la cama—. ¿Y qué me dicen del sueñito que me eché
al diario? ¡Son las once de la mañana!

—Y allá, ¿a qué hora te levantabas? —preguntó


Miriam mientras le ayudaba a vestirse.

—¿Allá? A las siete y media, sin obligación,


señorita.

—¡Madre mía! ¡Qué desastre! —exclamó Betty—


. ¿Y hacía mucho frío?

—Había que andar muy abrigado.

—¿Y cómo aprendiste a esquiar? —interrogó


Miriam—. ¿Nunca te caíste?

—¿Te enseñaba bien Erica —interrumpió Betty—


. ¡Ah! ¿No te daba miedo? Para mí que...

—¡Baaastaa! —gritó Martha tirando un zapato


para arriba—. ¡Ustedes me aturden! Ya les voy a contar.

—¿Qué pasa acá? —una señora de rostro noble


y agradable se asomó sonriendo.

—¡Mamita! —Martha saltó descalza y se arrojó a


los brazos de la señora—. ¿Estoy acá?
—¡Ya lo creo! —contestó riendo la señora—. Y...
¡a ver! ¡Párate allí! Estás grande.... alta.

—¡Está hecha una gordísima Sonricci! —declaró


Miriam tirándole los zapatos.

—Lo peor es que vuelve con unos bríos que nos


va a tirar la casa abajo —dijo Betty—. Hacías mucho
ejercicio?

—¡Uff!

—¡Vamos! ¿Cómo era? ¡Cuenta algo! —Miriam


la sacudió un poco.

—Bueno, déjenla respirar —intervino la mamá—.


Vamos, Marty, arréglate un poco y ven a la cocina a
comer siquiera una fruta.

Una vez en la cocina, Martha, atragantándose


con la banana que comía, contaba y contestaba todo lo
que le preguntaban sus hermanas. Su mamá y su papá
escuchaban más que todo, y en sus rostros se traslucía
una profunda ternura y satisfacción.

Martha iba de un lado a otro respirando alegría y


bienestar. A la tarde, cuando llegó el Dr. González se
hallaba riendo a mandíbula batiente, junto con Miriam y
Betty.

—¡Qué alegría! ¡Qué bochinchera se ha venido


Martha! —exclamó el doctor, que quedó muy satisfecho
al notar la mejoría de la niña.

Al fin terminó el día alegremente. El Sr. Spendi se


marchó a Don Bosco a atender una reunión, y Martha,
aprovechando el momento quieto de las devociones en
el dormitorio, salió en silencio y se dirigió a la habitación
de sus padres. Allí, sentada sobre la alfombra, al los pies
de su mamá, que se hallaba en un sillón, comenzó a
referirle sus luchas y experiencias. No omitió detalle
alguno en el incidente con Ronny, y por el rostro materno
pasó una ola de aflicción y profunda preocupación.

—¡Fue terrible esa semana! —Martha apoyó la


cabeza en la falda de su mamá—. ¡Apagué tanto la luz!
Mamá, ¿te parece que me porté muy mal? ¿Será muy
malo lo que me hizo Ronny?

—¡Pobre muchacho! —dijo la señora, meneando


la cabeza—. Se portó muy mal, pero como te explicó
Peter, fue su natural manera de reaccionar. Comprendo
lo que habrá sufrido, Marty mía, pero has hecho muy mal
en no contarme por carta.

—¡Ay, mami! ¡Me pareció tan horrible! Yo prefería


contártelo así —contestó Martha, dando un suspiro de
alivio—. ¿Te parece muy horrible, mamá?

—No, no tiene nada de horrible, aunque sí un


poco violento. Pero no te dañará más moralmente si
olvidas esa escena y no le prestas más atención, ¿eh?
No es muy bueno que le pase eso a una niña. —La Sra.
Spendi sonrió acariciando los cabellos de su hijita—. Fue
un error que no le contaras a Peter. El hubiera podido
aconsejarte bien. Pero lo principal es que el Señor te
despertó, ¿verdad? Y ahora ya estás sobre aviso para
cuando el diablo quiera hacerte guardar rencor y apagar
la luz.

Madre e hija siguieron hablando extensamente, y


al fin esa noche, cuando los ojos ya se le cerraban,
Martha terminó su oración diciendo, “Te doy gracias una
vez más, Señor, por mamita, por todo lo buena que es
ella”.

El día miércoles comenzaron a llegar las


amiguitas a ver a Martha. Más tarde vino Erica a dar un
vistazo y luego se quedó allí a tomar el té. Martha estaba
tan entretenida que se sorprendió en un momento de
quietud al darse cuenta que en todo el día había pensado
muy poco en el Refugio Winelmann.

Esa misma noche, en confidente tertulia, Martha


contó a Miriam y Betty lo que la noche anterior había
contado a su mamá. Pero esta vez la conversación se
alargó hasta la una y media de la mañana.

—Has tenido una experiencia que yo, con mis 23


abriles nunca tuve —dijo Miriam seriamente—.
Realmente ese Ronny se portó como un gran
maleducado.

—¡Tipo vivo! —masculló Betty que aún no se


había repuesto del disgusto que sentía por o ocurrido—.
¡Si lo tuviera cerca ahora mismo lo sacudo!

—A mí me da mucha pena —intervino Miriam,


más dispuesta a perdonar—. Es un chico sin cariño,
pobrecito. No seas mala, Betty. Yo si lo tuviera cerca lo
abrazo.

—Sea lo que sea, se portó malísimamente mal —


declaró Betty.
—Bueno, pero se arrepintió —contestó su
hermana— y sufrió mucho, ¿verdad, Martha? ¿Y qué te
dijo Peter que pasa ahora?

—Dijo que no podía contarme. Pero parece que


es algo grave, muy doloroso especialmente para Ronny.

—¿Has oído, Betty? ¡Pobrecito lindo! —intervino


Miriam enfáticamente.

—¡Hum! Debe pasar algo con la madre, esa Sra.


Ana y la noche del baile —dijo Betty—. ¿Y por qué no te
contó nada ese gansopolis de Peter?

—¡Vamos! ¡No digas eso! —exclamó Martha


riendo—. Mira que tu destino son sus fuerte brazos. Allí
irás.

—¿Yo? —Betty soltó una escandalosa


carcajada—. No hay peligro que me quiera ahorcar con
un alemán. En cambio tú, sí, irás a los hercúleos brazos
de....

—¡Ja-ja! No esquives el tema —replicó Martha—


. Peter no tiene nada de alemán. Es un criollo rubio. ¡Es
incomparable!

—Amén —contestó Betty lacónicamente.


—Bueno, chicas. ¿Qué les parece si dejamos de
mover la lengua y dormimos? —intervino Miriam
bostezando—. Tengo muchas ganas de conversar, pero
acabo de escuchar el reloj dando la una, y mañana es
día de reuniones y vamos a andar con caras de cafetera,
¿eh?

—Very well —asintió Betty.

—Muy bien —agregó Martha—, y por quince


minutos nadie habló.

—Pensándolo bien, me dan pena los Winelmann


—dijo Betty de pronto—. Hiciste bien en besar a la Sra.
Ana, ¡pobre! Y Ronny también me está conmoviendo el
corazón.

—¿Quién sabe qué pasará allí? —murmuró


Miriam.

—Debemos orar mucho por ellos —dijo Martha


suspirando.

—Sí —afirmó Miriam—. Que el Señor obre en


esos corazones atribulados.

—¡Pobre gente! —exclamó Betty—. Pensar que


hay tantos así como ellos, hastiados, sin paz. ¿Qué
hacemos nosotros para llevarles la luz y la paz del
Señor?

Hubo otro instante de silencio, luego se oyeron


tres “buenas noches” y todo quedó ahora en quietud.
Afuera silbaba el viento entre los árboles, un viento sur
frío y cortante, que ponía una nota lúgubre en las calles
de la gran ciudad.

A la una y media de la madrugada, un informe


meteorólogo anunció que una tormenta de nieve se
desataba en la zona sur de la República, siendo más
intensa en los territorios cordilleranos de Neuquén. Y otra
tormenta arreciaba allá en el sur, en el corazón de un
muchacho. Con el rostro escondido entre las manos, los
codos apoyados sobre las rodillas, Ronny esperaba
tenso que de un momento a otro golpearan a su puerta
llamándolo para dar el último adiós a Ana.

—Se ha ido intoxicando poco a poco con algo que


tomaba —le había dicho Peter con el rostro sombrío—.
Ahora quiere vivir, está arrepentida, pero es tarde. Ha
ingerido demasiado y su organismo débil no va a resistir.
Creo que no pasará esta noche.
Las horas pasaban así en angustiosa
expectativa.

—¡Oh! ¡Que no muera! ¡Que no muera, oh gran


Dios! —Ronny levantó la cabeza y su rostro estaba
desfigurado por la angustia—. Debo perdonarla y no
podré jamás. Si vive, podré dejarla en paz, porque me
iré. Pero si muere, debo perdonarla, y la odio, ¡la odio!
Tú también, mamá, me pides algo imposible.

Ronny tomó entre sus manos aquellas dos hojas


amarillentas que estaban ya ajadas por su uso. Aquel
“Querido hijito” estaba ya grabado como por fuego en su
corazón. Aquellas palabras llenas de ternura en las que
se volcaba por entero el corazón sangrante de una
madre, de su madre, habían llegado a ser como parte de
su aliento, de su vida. Leyó otra vez uno de aquellos
párrafos conmovedores: “Rolando, pequeño Ronny, me
han desgarrado el corazón, me han quitado un pedacito
en el que se encontraba todo mi ser. Al quitarte de mi
lado, nos robaron a los dos: a mí, mi todo; y a ti, mi
pequeño, el amor y el cuidado de una madre. Sólo me
sostiene Dios, Rolando; búscalo de todo corazón. En El
hallarás tu apoyo, tu Salvador, tu fiel Amigo y tu Guía.
Acuérdate de tu Creador en los días de tu niñez, tu
juventud, pues no hay ideal más alto a seguir, sino Dios.
No hay vida más feliz que aquella que sigue en por del
Señor. Confía en El, hijo mío, en el Padre amante que
nos une a través del océano y de las distancias más
grandes. Ahora, hijito, ya sabes la verdad de tu vida. Será
para ti una dura sorpresa tal como la herida que aún
permanece abierta en mi corazón. Pero una cosa más
quiero decirte: el único bálsamo que alivia esas heridas
es el perdón. Perdonando sólo con la ayuda de Dios a
Herman y a Ana, he logrado aliviar mi pena. Perdónalos,
Ronny, así como Dios también nos perdonó y dio su
único Hijo por nosotros. Perdona a papá que te ama en
el fondo de su corazón. Perdona a Ana; ella ha tenido
una triste niñez, ha sufrido mucho en la vida y su corazón
se endureció a golpes. Perdónala, ella te ha cuidado y
tomó en cierto modo mi lugar.”

—¡no! —Ronny apartó violentamente la carta de


su vista—. Ana ha usurpado miserablemente tu lugar.
Nunca recibí de ella una pizca de espíritu de madre. No
fueron nunca para mí los cuidados de una madre. Me
robaron la madre. ¡Cretinos! ¡No! ¡No puedo perdonarlos!
¡Es demasiado!
“Perdonando sólo con la ayuda de Dios a Herman
y a Ana.” La frase parecía golpear las sienes de Ronny.
—¡Dios! ¡Dios! ¡Siempre Dios! ¿Es que nunca se puede
hacer nada sin Dios? ¿Y dónde estás, Dios, que aún no
fulminaste a esos dos gusanos? —Ronny con los puños
crispados había hablado en voz alta. Luego dio un hondo
suspiro—. Ese Dios, el dios de Martha. Ella también me
perdonó porque Dios le ayudó. Yo mismo clamé a Dios
aquella noche cuando se moría Pablo, y me acordé de
aquellas palabras de Cristo. Pero esta vez, aunque
clame a Dios o venda mi alma a Satanás, no cambiaré,
no puedo perdonar, y no creo que Dios pueda
cambiarme. —Ronny se levantó y abrió la ventana de un
tirón. Dejó que el aire frío y los copos de nieve lo
castigaran. Ya no quería ni podía pensar más, sólo
esperar....

Y allá arriba, en aquella habitación en


penumbras, alumbrada sólo por un pequeño velador,
pasaban también los minutos implacables. El Dr. Barich,
sin apartar su mano del pulso de la enferma, miró a Peter
significativamente. El muchacho apretó los labios y se
acercó más.

—¿Se nos va, doctor? —murmuró.


—De un momento a otro —contestó el médico
casi sin mover la boca.

Peter tocó el hombro del Sr. Herman, que


dormitaba en un sillón cercano, y luego se dirigió a la
puerta. Pero fue detenido por un casi imperceptible
silbido del Dr. Barich. Peter se acercó apresuradamente
al notar que la enferma se movía. Se inclinó hacia ella.

—¿Quiere algo Ud., tía?

—Rolando.... Traigan también a Carlota...

Peter salió velozmente. Caminaba a ciegas en


medio de la oscuridad.

Ronny, allá abajo, apoyado en el marco de la


ventana, sentía que la nieve le resbalaba por el rostro,
por las manos. Todo él estaba cubierto de pequeños
copos helados. Pero no sentía nada, hasta que de pronto
unos golpes presurosos contra la puerta lo sobresaltaron.

—¡Ronny! ¡Vamos! Te llama.

—¡No! ¡No! ¿Por qué diablos? —Fue un grito que


partió apasionadamente de labios del muchacho.

Peter lo tomó por un brazo.


—Vuelve en ti, hombre. ¡Vamos! Todo está
tranquilo allá arriba. Es el último peldaño, muchacho. Ya
pasa tu tormenta. Es mejor así, que Ana muera en paz.
Perdónala. Ella se ha arrepentido.

—Sí, cuando ve de cerca la muerte, recién piensa


en sus perversidades. —Ronny dio una mirada
desesperada a la carta de su madre allí sobre la cama, y
cerró la ventana de un golpe—. Ve tú adelante, Peter, y
déjame solo. Iré en seguida, pero déjame solo un
instante, por lo que más quieras.

Peter asintió en silencio y apresuró el paso,


mientras una oración ferviente ardía en su corazón.
Ronny lo vio alejarse y luego, alzando su mirada al cielo,
con los puños fuertemente apretados dejó que un gemido
escapara de su pecho:

—¡Oh! Si existes, si eres bueno, si alguna vez vas


a ayudar a alguno... acá estoy. Si perdonas, dame que
yo también lo haga. ¡Oh, gran Dios, y tú, Cristo! Si algún
día habréis de ayudarme, hacedlo ahora!

Todo era silencio en derredor, todo quietud y


oscuridad. Sólo había luz en aquella habitación allá
arriba donde la muerte se cernía implacable, hasta que
al fin, a las dos de la madrugada, terminó su obra. Un
hombre cayó sin fuerzas en un sillón, y allí quedó
completamente ausente, abatido, como si todos los años
de su vida le vencieran. Un joven y un facultativo
cambiaron una mirada por sobre el cuerpo que
descansaba sin vida sobre el lecho, y un muchachito
salió en silencio de la habitación.

Seguía soplando el viento frío por las calles de


Buenos Aires. Allá en el sur seguían cayendo los copos
furiosamente. Seguía la tormenta, pero en medio de ella
una figura se detuvo cerca de un árbol.

La voz de Ronny se oyó algo apagada. —Dios...


Siempre tú... sólo tú... Dios de mamá... de Martha... y mío
también.
Capítulo XIX

—¿Sabes que estoy preocupada? Hace dos


semanas que estoy acá y todavía no recibí noticias de
Peter. —Martha, que se preparaba para ir al gimnasio, se
ató pensativamente las zapatillas.

—Quizás estén cortadas las comunicaciones por


el temporal de nieve —dijo Betty, que estaba escribiendo
más allá—. Bueno, hoy todavía no llegó el cartero.

—Yo no sé. ¿Habrá pasado algo? Es raro, Peter


me dijo que me escribiría en seguida. Mira, no sé por qué,
me parece que ocurrió algo.

—¡Bah! No hagas caso a los presentimientos —


dijo Betty—. Las señoritas de 15 años como tú deben...

—¡Cállate! —interrumpió Martha, tapándose los


oídos—. Parece mentira que yo tengo 15 años y 6 días.
Pero en fin, ¿qué voy a hacerle? Bueno, me voy. Pueda
ser que cuando vuelva encuentre alguna carta. ¡Hasta
luego!

—¡Chao! Saludos a Erica.


Martha salió muy deportiva con su falda-pantalón
azul y su remera blanca.

—Hoy me tomaré el tranvía para ir más lerdo.


Creo que es un poco temprano. ¡Ah! Allá va Nora. —
Martha apresuró el paso y alcanzó a una jovencita que
iba vestida igual que ella. Se saludaron efusivamente.
Siempre se encontraban para ir al gimnasio y eran
amigas íntimas.

—¡Qué linda estás, Martha! —exclamó la chica


entusiasta—. ¿Recibiste noticias de ... allá?

—No —contestó Martha con tristeza.

—¡Oh! Yo creo que Ronny no se hará esperar


mucho —dijo Nora, y ambas sonrieron.

—¿Qué te pareció el mensaje de Roberto en la


última reunión de jóvenes? —preguntó Martha de pronto.

—¡Hermoso! Me vino justo, y me quedó grabada


esa frase: “Brillando en todo tiempo y en todo lugar,
alumbrando en casa y fuera de casa”. —Nora dio una
mirada a su alrededor—. ¿Cómo se podrá brillar para el
Señor en la calle?
—¡Qué idea! ¿Quieres que probemos? A ver,
vamos a poner en práctica el mensaje de Roberto. —
Martha levantó una mano para enumerar—. Primero.
¿Qué era?

—Mostrar en todas las actitudes... —comenzó


Nora—. ¡Ah, sí! Ya me acordé. Mostrar amor, templanza,
alegría. ¿Cómo? Siendo amables, portándose con
templanza.

—Tener siempre a flor de labios una sonrisa


sincera, una palabra de aliento, evitar de rezongar y ser
“cara larga” —siguió Nora—. Luego obrando, ¿cómo?

—Bueno —intervino Martha—, son innumerables


como dijo Roberto, las maneras de brillar, pero la clave
es preguntarse a cada instante: “Me estoy portando
como una digna hija del Rey de reyes?

—Sí, verdaderamente. —Nora se detuvo un


momento y buscó en su bolso hasta que encontró varios
folletos.

—Mira —dijo—, me los traje porque me he


propuesto firmemente dar siquiera uno hoy.
—Un mensaje de luz para algún alma, ¿no?
Dame algunos que yo también quiero alcanzar un
poquito de luz a alguno.

Nora dio la mitad de sus tratados a Martha y


siguieron caminando.

—¡Adiós preciosas! ¿No necesitan compañía?


¡Ahhh! ¡Santa María! ¡Qué pimpollos! —Un grupo de
muchachos parados en una esquina se inclinaron
galantemente y los consabidos piropos llovieron sobre
las dos chicas que tomadas de la mano siguieron como
si no oyeran. Cuando llegaron a la otra vereda, ambas se
miraron y rieron.

—¡Qué atrocidad! —exclamó Martha—. ¿Y cómo


habrá que brillar en estos casos? Si uno les sonríe lo
toman a mal. Y eso de pasar seria, con la nariz para
arriba, en ciertas ocasiones no me convence del todo.
Ellos también tienen un alma perdida y nuestro deber
sería alcanzarles el mensaje.

—Les hubiéramos dado tratados —dijo Nora—.


Bueno, pero ahora no nos vamos a volver. ¿Te parece
bien que les demos tratados? Sería una buena manera
de taparles la boca, ¿no?
—Sí, me parece bien —contestó Martha
pensativa—. Claro que hay que ser prudentes.

—Y darles el folleto, orando mientras tanto y


pensando en su alma, y no tanto en si es lindo o feo —
dijo Nora, dando un suspiro—. ¿Quieres que probemos,
Martha?

—¡Vamos!

—Mira. El próximo chico que nos diga algo, ahí


no más nos paramos, y en forma amable y seria le damos
un tratado. —Nora hablaba con entusiasmo y Martha la
secundaba.

En ese momento llegaron al lugar donde debían


tomar el tranvía y se detuvieron. Siguieron charlando sin
novedad hasta que llegó el tranvía. A una señora se le
cayó la cartera al querer subir con dos niños, y Nora se
la levantó, mientras Martha desde arriba ayudaba
cordialmente a subir los niños.

Más adelante cedieron su asiento a dos ancianos,


y poco después Martha ayudó sonriendo a una nena a
bajar la ventanilla, y Nora disculpó amablemente a un
hombre que le había pisado sin querer. Y así transcurrió
el trayecto, atendiendo a los pequeños actos para brillar.
Cuando bajaron, se miraron riendo alegremente.

—¡Qué experimentos interesantes! ¿no? Yo


nunca creí que se podría brillar de tantas maneras en un
tranvía destartalado —dijo Nora.

—¿Viste cómo nos miraba con simpatía esa


señora? ¡Qué lindo! Se ve que se dio cuenta que
teníamos algo distinto, ¿cierto? ¡Qué satisfacción tengo!
¡Qué feliz se siente uno cuando hace algo, aunque sea
muy pequeñito para alumbrar a todos, ¿no?

—Sí —contestó Nora—. Y oye, ¿Sabes lo que


estoy pensando? Me acuerdo que muchas veces me he
reído a carcajadas fuertes y he dado volteretas y saltos
por la calle (me refiero a ahora, actualmente, con mis 16
años) y veo que francamente no es un comportamiento
digno de una hija de Dios. La gente que me ve va a
pensar que soy una loca común. Claro, tampoco quiero
andar con cara larga. ¡No faltaba más! Ni tampoco voy a
andar toda tiesa y almidonada. ¡No señor! Pero se puede
ser alegre y libre sin hacer lío y groserías. ¿Verdad?

—¡Claro que sí! Estamos de perfecto acuerdo —


asintió Martha.
En ese momento llegaron al gimnasio y allí ya
había otro grupo de chicas listas para los ejercicios. Poco
después llegó Erica y comenzó la clase en un amplio
patio embaldosado al aire libre y al sol.

La clase duró una hora, y al fin, luego de


arreglarse un poco, todas las chicas fueron saliendo a la
calle bulliciosamente. Martha y Nora pronto se
encontraron y fueron juntas a tomar el tranvía.

—Vienen llenísimos a esta hora. Mira, son las


once y media. Pueda ser que consigamos pronto uno. —
Nora se recostó cansada contra el poste indicador y
Martha dio un suspiro.

—Todavía no hemos repartido ni un tratado —dijo


de pronto Nora.

—Cierto. ¿Quieres que le dé uno a ese vendedor


que está ahí? —Martha miró furtivamente aun kiosco de
golosinas—. Le compraré una caja de chiclets y de paso
se lo doy.

Nora asintió y se acomodó mejor para ver la


maniobra de Martha.

—Una cajita de “Adams”, por favor, de menta.


—¿Chica?

—Sí.

—Ochenta centavos, señorita.

Martha sacó su monedero y un folleto.

—Ochenta. Y esto es para que lea Ud., señor.

—¿Qué es eso?

—Mire, es algo muy importante. Habla de Dios,


del mensaje que Dios tiene para cada uno de nosotros.
¿Sabe? ¿Lo va a leer?

—¡Ah! Sí, sí, señorita. Lo voy a leer. —El hombre


miró sorprendido a Martha, ella lo saludó sonriendo y se
apresuró a tomar el tranvía que en ese momento llegaba.

—¡Mira, lo está leyendo! —exclamó Nora,


estrechando con efusión la mano de Martha, que sonreía
feliz.

El corto viaje transcurrió sin novedades mayores,


hasta que las chicas descendieron en una esquina donde
tres o cuatro estudiantes charlaban y reían (lógicamente,
con estruendo). Al verlas, se volvieron con galantes
intenciones. Martha miró a Nora, quien con mucha
decisión sacón sus folletos.

—¡Ahhh! ¿Cómo no enfermarse del corazón? —


exclamó un mozalbete, y en seguida lo secundaron los
otros.

—¡Adiós morocha!

—¡Quién fuera papelito para viajar en tus manos!


¿Adónde van?

—¡Al cielo! Y si Uds. quieren, también pueden ir


—contestó Nora decididamente—. Y aquí tienen estos
folletos para que sepan el camino.

Los muchachos quedaron un tanto sorprendidos.

—¿Qué es esto? ¿Para qué lo quiero? Yo la


quiero a Ud. —dijo uno riendo.

—Esto es algo que debe leer —contestó ella


seriamente.

—¡Ah! ¡Son evangelistas! —dijo otro—. Muy bien,


muchas gracias. ¡Lean, muchachos, que les va a hacer
bien!
Las niñas se retiraron con una inclinación de
cabeza, y ellos contestaron con un decente: —¡Buenos
días, señoritas!

Martha dio un suspiro de alivio.

—Dio resultado, ¿viste? —dijo Nora riendo.

Al fin se pusieron serias. Ambas siguieron


comentando sus experimentos y un poco más tarde se
despidieron alegremente. Martha entró corriendo a su
casa.

—¿Hay cartas para mí? —gritó en seguida.

Miriam le extendió un sobre.

—¡De Peter! ¡Viva! Ya me parecía que hoy iba a


llegar. ¡Qué regio! —Martha rasgó el sobre
apresuradamente y se sentó en el sofá a leer. Miram la
observaba complacida.

—¡Viva! ¡Volvió el viejo Porterdin y Peter le


habló...¡Eh! ¿Cómo? —Martha calló. Miriam notó que la
expresión de su hermanita iba cambiando, hasta que al
fin vio temblar el papel en sus manos.

—¿Qué? ¿Qué ha pasado, Martita?


—¡Oh, no! ¡No puede ser! —balbuceó al fin la
niña, soltando un sollozo. Miriam se apresuró a sentarse
a su lado y rodearla con sus brazos. Martha le entregó la
carta.

—Lee. Ha muerto Ana. Y Ronny... Ronny


también...

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? —Miriam sintió que


también se le anudaba la garganta.

—No sé. ¿Donde están mamá y los otros? —


Martha se levantó cegada por las lágrimas y corrió en
busca de los demás miembros de su familia, que pronto
estuvieron reunidos en el hall, escuchando a Betty que
leía la carta con voz un poco ahogada:

“Ana murió en la paz del Señor. Los últimos días


siempre me pedía que le leyera ‘el Libro’. Tú le hiciste
mucho bien aquel día que la visitaste. La misericordia de
Dios la hizo volver a la realidad de su pecado.
Verdaderamente sentí alivio al verla partir en paz. Fue
mejor para ella y para todos”.

Peter se expresaba con naturalidad y en pocas


palabras contó la historia de Ronny, del engaño en que
había vivido el muchacho, de su madre allá en Alemania,
de las cartas. “Te cuento todo porque él pensaba
escribirte desde Alemania cuando encontrara a su
madre. Quería revelarte así todo completamente”. Betty
se detuvo y carraspeó para recuperar la voz.

“De la muerte de Ronny no entraré en detalles,


puesto que ya habrás leído las noticias del accidente en
los diarios. Fue terrible. Jamás imaginé que todo
terminara así. Realmente tenemos que pasmarnos ante
los misteriosos caminos de Dios. Pero sólo podemos
agradecer a El, porque su misericordia alcanzó a tiempo
a Ana y creo que a Ronny también. El pudo perdonar a
Ana aquella noche. Después me dijo que sólo Dios le
había ayudado a hacerlo. Para mí fue asombroso ver su
cambio. Al día siguiente me pidió la Biblia diciéndome:
‘Mi madre me dijo que buscara a Dios y creo que acá lo
encontraré’. Poco después (un día o dos) salió para
Bariloche con todo su equipaje, y de allí iría a Buenos
Aires para luego volar a Alemania.

“Tío Herman ya cerró el hotel. Se irá a Alemania.


Está sumamente avejentado y desde la muerte de Ronny
lo he visto llorar dos o tres veces. ¡Cuántos golpes
necesitó para ablandarse! Todo el refugio se ha
convertido en un desolado ‘valle de sombra de muerte’.
No hay más nadie. Estamos tío Herman y yo. Lo demás
está terriblemente vacío. En medio de esta oscuridad tan
abrumadora estoy apreciando cada vez más la presencia
confortable de Aquel que está por sobre todas estas
miserias humanas”.

“Y ahora, Martha, agradezco una vez más a Dios


por haberte traído acá. Has sido el instrumento, la luz que
vino a alumbrar a Ronny a tiempo. Que este pensamiento
te ayude (nos ayude) a brillar con más intensidad y
alcanzar la Luz a cuantos nos rodean, pues no sabemos
cuánto más tiempo van a vivir. ‘Así que, hermana mía
amada, está firme y constante, creciendo en la obra del
Señor siempre, sabiendo que tu trabajo en el Señor (aquí
con los Winelmann) no fue en vano’ (1º Corintios 15:58).
‘Y sabemos que todas las cosas ayudan a bien a los que
amamos a Dios’. Confiamos en que, tanto Ana como
Ronny, están allá, lejos de esta tierra donde tanto
sufrieron ‘y limpiará Dios toda lágrima de los ojos de ellos
y la muerte no será más y no habrá más llanto ni clamor
ni dolor’”.

Betty dejó de leer porque ya no podía ver ni


hablar. Martha, apoyada en su madre, lloraba como una
niña. La señora dejó correr libremente sus lágrimas y
Miriam escondía las suyas tras el hombro de Betty. El Sr.
Spendi, con la cabeza inclinada, esperó un momento
luego habló con calma:

—Bueno, esto es triste, pero es hermoso. Martha,


tienes una estrella en tu corona. Si Ronny buscaba a
Dios, podemos estar seguros que lo halló porque el
Señor dijo: “Me buscaréis y me hallaréis”. La Sra. Ana
también está en el cielo. Agradezcamos al Señor.
Oremos.

Toda la familia inclinó la cabeza y el Sr. Spendi


oró con sencillez: “Padre, te damos gracias por tu amor,
por tu gran misericordia que alcanzó a la Sra. Ana y a
Ronny antes que pasaran a la eternidad. Señor, que esto
nos ayude a luchar con más anhelo para alcanzar el
mensaje de salvación a todos los que nos rodean.
Acompaña a Peter y al Sr. Herman con tu bendición y
consuelo. En el nombre de nuestro Salvador, amén”.

Todos quedaron un momento en silencio.

—Iré a ver si el diariero tiene diarios atrasados.


Creo que el accidente de Ronny debe haber ocurrido
hace una semana por lo menos. —Martha se levantó, y
luego de lavarse la cara y tomar agua, fue con Betty a un
kiosco vecino que aún permanecía abierto.

Después de 15 minutos volvían lentamente


leyendo, impresionadas, el aviso: “Espectacular
accidente ocurrido en las inmediaciones de San Carlos
de Bariloche. Ha dejado como saldo 5 muertos y
numerosos heridos. Un micro que viajaba a las afueras
de la ciudad rumbo a una población vecina, perdió
estabilidad a causa de la nieve estacionada en la
carretera y se desbarrancó por una cercana pendiente.
La violencia del vuelco despidió inmediatamente a uno
de los pasajeros que viajaba cerca de la puerta, sobre el
cual cayó el vehículo.”

Martha se salteó la nómina de pasajeros hasta


que al fin se detuvo, y sosteniendo apenas el papel en
sus manos sin fuerzas, leyó en voz alta a Betty: “Se ha
identificado el cadáver que quedó aprisionado bajo el
vehículo. Se trataba de Rolando David Winelmann,
menor de 16 años, de nacionalidad alemana, que pronto
realizaría un viaje a su país natal. Se pudo identificar el
infortunado joven (que quedó prácticamente destrozado)
gracias a una campera de cuero que llevaba, prenda que
tenía grabadas sus iniciales y que fue reconocida por su
padre y un primo, que acudieron a la morgue para buscar
el cadáver de su familiar. La tragedia causó honda
consternación.”

Martha apartó de su vista el diario y se apoyó en


el brazo de su hermana para no caer. No podía hablar, y
cuando al fin lo hizo fue un gemido que partió de sus
labios:

—¡Ronny! ¡Oh, Ronny! ¡Qué fin horrible! ¿Por


qué, Señor?

—Bueno, El sabe por qué lo hizo. Ahora Ronny


está allá a su lado. Piensa qué hermoso será para él. —
Betty introdujo suavemente a su hermanita dentro de la
casa.

Martha no se encontraba con ánimos para comer


y le fue concedido permiso para retirarse a una
habitación sola con su Biblia. Allí se desahogó bien.

—¡Oh, Señor! Te agradezco ahora de todo


corazón aquella tarde que fui con Ronny al bosque.
Ahora veo que era mi última oportunidad de hablarle de
ti. Y cuán amargamente me arrepiento más que nunca
de no haberlo perdonado antes. —Martha siguió orando
y leyendo la Biblia, el único Libro que podía llevar la paz,
el consuelo y la esperanza en circunstancias como estas.
Se cerraban las puertas del destino tras otra etapa de su
vida, y tras ellas quedarían tan sólo los recuerdos de dos
tumbas, pero el consuelo y la esperanza invadían ya su
corazón cuando salió de aquella habitación.

—Todo terminó ya, pero voy viajando hacia


donde están Ana y Ronny. Allá los veré en perfecta
felicidad. Gracias, Señor.
Capítulo XX

Y la vida siguió su curso. Muchos capítulos más


podrían escribirse para contar cómo pasaron los años de
Martha, que era ahora una hermosa jovencita de 18
años. Pero no era necesario escribir capítulos enteros
para decir que la niña convertida en joven no cambió en
ningún momento el lema de “brillar por el Señor en todo
tiempo y lugar”. En toda la casa sonaba su vocecita, que
había ganado mucho en melodía y firmeza:

Brilla en el sitio donde estés,

Brilla en el sitio donde estés;

Puedes con tu luz algún perdido rescatar,

Brilla en el sitio donde estés.

Aquel día triste en que recibió la noticia de la


muerte de Ronny fue para ella más que un golpe, un
poderoso estímulo espiritual que la decidió más que
nunca a alcanzar el mensaje de luz a cuantos le
rodeaban. Varias veces invitó a Erica a una serie de
reuniones especiales que se realizaban en un salón del
centro, y una de esas noches tuvo la inmensísima alegría
de ver a su profesora pasar adelante aceptando
emocionada la invitación que el predicador hacía de
recibir el perdón del Señor.

Y así pasó muchas otras experiencias lindas, y


también feas. Hubo alegrías y penas, pero “todo ayudaba
a bien”, y la familia del pastor Spendi vivía feliz
trabajando con bríos en la obra del Señor. Y así entramos
a un nuevo episodio.

¡Zztriingg! ¡Ztrinngg! El timbre de la calle hizo


saltar a Betty de arriba de una silla. Se pasó una mano
por los cabellos y fue a abrir. Un joven alto y elegante se
inclinó galantemente.

—¡Halo, Miss Betty! ¿Qué anda haciendo?

—¡Oh! Pasa. Si sabía que eras tú, no dejaba de


colgar mis cortinas. ¿Cómo estás?

—Muy bien, como siempre que vengo acá.


¿Sabes que tus sedosos cabellos están revueltos como
un nido de monos?
—¡Oiga, Dr. Peter Winelmann! ¿Piensa quedarse
allí sin pasar? Pues yo no tengo tiempo que perder,
¿oyó?

—Bueno, entraré. ¿Qué voy a hacer? Me


convencieron tus suaves maneras. —Peter siguió a la
linda joven al interior de la casa y poco después se
hallaba sentado cómodamente en el living.

—¡Hola Peter! ¿qué haces acá? —Martha lo


saludó alegremente y fue a sentarse en un sillón frente a
él.

—Aquí estoy, escapando de un día agotador en


la clínica —contestó el muchacho—. Estuve ayudándole
al Dr. González en una operación espeluznante.

—Oye. ¿Y tu consultorio particular? —preguntó


Betty.

—Progresa a paso redoblado. Mis “papis” me


pagan todo y creo que dentro de un mes estará listo.
¿Vieron alguna vez dónde está? Es un chalet fantástico,
tipo suizo, de dos pisos. En planta baja estoy instalando
mi consultorio. ¿Qué os parece? Está en José Mármol, a
20 minutos de tren desde casa, y yo, que voy en mi
flamante Ford del 42, hago el recorrido en 5 minutos.
—¡Exagerado! —exclamó Betty—. ¿En cinco
minutos?

—¡Exactos! Y si iría contigo la haría en dos, para


hacerte dar vértigos y después consolarte. —Peter soltó
una estruendosa carcajada y las mejillas de Betty se
colorearon.

—¿Sabes una cosa, Martha? ¿A que no adivinas


con quién me encontré en plena calle? —Peter se
acomodó mejor en el diván y se puso serio—. ¡Cáete de
espaldas! ¡Con el viejo Porterdin!

—¿Porterdín? ¿Dónde? ¿Cómo está?

—Cerca de Constitución, y está flaco como


siempre. Me reconoció en seguida. Se estuvo acordando
de otros tiempos, de ti, de los Winelmann. Ahora vive en
Florida con su señora. Hace poco fueron a Bariloche.
Visitaron el refugio. Está cerrado. Sólo va Hans de vez
en cuando a arreglar algo. Probablemente iré el lunes a
visitar a Porterdín. Insistió muchísimo. La segunda vez
que vaya te llevaré. ¡Cómo se va a emocionar el viejito!

—¡Oh, sí! Yo quiero verlo. Me tienes que llevar.


¡Como me hace recordar cuando yo estuve allá! Parece
mentira que ya pasaron tres años y medio, ¿verdad?
—Y que sucedieron tantas cosas —intervino
Peter pensativo.

—Sí. —Martha dio un hondo suspiro—. ¿Nunca


tuviste noticias del Sr. Herman?

—No. Yo le escribí a Frankfurt, a la dirección que


me había dejado Ronny también. Yo debía escribirle
primero para darle mi nueva dirección. Pero me vino la
carta de vuelta con un sello de correo que decía:
“Desconocido”. Así que no sé nada de él. Espero que
haya podido encontrarse con Carlota y que sean felices
otra vez. Confío en el Señor que sea así.

—¿Quién sabe lo que habrá sido para esa madre


ver llegar al esposo, con la noticia de que el hijo ha
muerto? —murmuró Betty.

—Bueno, ahora ya pasó y el Señor nos ha dado


el consuelo y muchas cosas lindas y alegres, ¿eh? —
Peter miró a Martha cariñosamente y sonrió a Betty—. Y
ahora pensemos en la reunión de mañana a la noche.
¿Qué cantará el coro, señorita directora?

—Mañana —Betty se levantó y sacó un himnario


de sobre una biblioteca— cantará “Más cerca, oh Dios,
de ti” y con solista, “Tras la tormenta surge un arco”.
¿Conforme?

—¡Ahhh! Me olvidé que tengo que ir a la reunión


de comisión de la sociedad de jóvenes. —Martha se
levantó de un salto—. ¿Qué hora es?

—Las seis y media —contestó Peter.

—¡Oh! ¡Y es a las siete! ¡Voy volando!

—¡hasta luego! —Martha salió corriendo hacia el


dormitorio y poco después volvió lista para salir. Con las
mejillas arreboladas llegó justo a tomar el ómnibus en la
otra esquina.

Llegó a la casa del Dr. González (donde se reunía


la comisión) y ya estaban allí todos. Los saludó con un
alegre, “Buenas tardes”.

—Siéntate aquí, Marta —dijo Guillermo, hijo del


doctor, y le ofreció un asiento a su lado.

Martha se sentó y el joven, como presidente de la


sociedad, comenzó la reunión con un corto devocional.
Luego pasaron a tratar el asunto que los reunía. Tenían
que organizar una reunión de jóvenes y las ideas y
diversos propósitos fueron planteados y discutidos con
entusiasmo.

—¡Muy bien! —intervino Guillermo—. Hay tantas


ideas y cosas que sería mejor anotarlas. Así que mi
secretaria —aquí se volvió hacia Martha con una
inclinación de cabeza — ella va a anotarles todo.

—¡Vamos, Guillermo! —intervino Nora riendo—


Martha es secretaria de la sociedad y no tuya.

Una carcajada general acogió sus palabras.


Guillermo miró a Martha, que estaba un poco ruborizada.

Así pasaron los minutos en cordial intercambio de


ideas, y al fin quedó organizado satisfactoriamente.
Todos se fueron retirando, y Martha y Nora quedaron
últimas para terminar el acto junto con Guillermo.

—Bueno, espérame un momento, Martha. Nos


iremos juntos. —Nora se levantó—. Tengo que hablar un
momento con tu mamá, Guillermo.

—¡Oh, sí! Pasa, Nora. —Guillermo también se


levantó, llevó a la joven hasta una sala de recibos donde
estaba la Sra. González, y luego volvió al living.

—¿Falta mucho? —preguntó cordialmente.


Martha terminó de poner su firma y luego cerró el
cuaderno dando un suspiro exagerado.

—¡Terminé! —dijo—. Sólo falta tu firma.


¿Demorará mucho Nora?

—No sé. Ya sabes que cuando mi mamá charla...


—Guillermo sacudió una mano en el aire—. Pero si
demora, mejor para nosotros. ¿Verdad?

—No sé. —Martha bajó la vista. Realmente no


tenía muchos deseos de estar con Guillermo.

—¿”No sé”? ¿Todavía estás con tu “no sé”? —El


joven clavó sus ojos en Martha—. Hace un mes que
oramos. ¿Tanto tarda el Señor en darte la respuesta?

—¿Tú ya la tienes? —replicó Martha alzando la


vista. El joven se sentó frente a ella y habló firmemente.

—Te quiero con todo el corazón. Ya lo sabes. He


orado mucho antes de decírtelo, y después, mucho más.
Le he pedido al Señor que si no has de ser para mí, que
de alguna manera me saque este sentimiento. Pera al
contrario, te quiero cada vez más y creo que el Señor
quiere que seas mía.
—Cuidado, Guillermo. No hay que apurarse a
decir que esto o aquello es la voluntad del Señor. —
Martha hablaba con calma—. Si tú, como me dijiste, me
has querido desde que éramos chicos, naturalmente no
dejarás de quererme en un mes. Quizás tus sentimientos
estén en conformidad con el Señor, y los míos anden
divagando. Pero sea lo que sea, creo que debemos orar
más y esperar.

—Pero, ¿tú qué sientes? Francamente ¿no me


quieres? ¿Te parece que el Señor no me ha destinado
para ti? —preguntó Guillermo con un dejo de ansiedad
en la voz.

Martha lo miró. Sentía que una lucha terrible se


entablaba en su corazón. ¿Por qué no quererlo? ¡Tan
bueno, tan espiritual! Fuerte y varonil. Si él decía que la
quería, podía estar segura que era así verdaderamente.
Ella también, en el tiempo de sus 16 a 17 años le parecía
que lo quería. Pero.... siempre ese “pero” inexplicable se
alzaba en su corazón.

—Mira, Guillermo —dijo al fin en voz alta—. Te


diré francamente lo que siento. Me atrae tu personalidad,
tu carácter. En fin, me gustan decididamente. Sé que me
quieres, no puedo dudarlo, y sé que eres capaz de hacer
completamente feliz a la chica que sea tuya. Por
momentos deseo con toda mi alma corresponderte. Ora
al Señor que me ayude, que me enseñe si estoy
poniendo impedimentos a nuestra felicidad. Pero no
puedo. Es algo inexplicable. Ni yo sé por qué, pero no te
amo como para seguirte hasta el casamiento.

—Pero ¿qué? ¿Qué es? ¿No puedes encontrar


el motivo? —Guillermo ahora no ocultaba su ansiedad—
. ¿Quizás quieras a algún otro?

—No. De eso puedes estar seguro —contestó


Martha firmemente.

—¿Crees que el Señor tiene otro para ti? —


preguntó otra vez Guillermo.

—No sé. Eso sí que no sé. Quizá sí, y quizá me


quede soltera. Todo puede ser.

—Bueno, parece que llega Nora. —Guillermo dio


una ligera mirada de fastidio—. Pero debemos seguir
esta conversación otra vez. Debemos aclarar bien todo.
¿No te parece?
—Estoy anhelando hacerlo —contestó Martha—.
Mientras tanto oremos, Guillermo, y cuidemos que
nuestros sentimientos no predominen en la oración. Que
digamos “Sea hecha tu voluntad”, y estemos dispuestos
verdaderamente a ello.

—Sí, Martha, aunque se nos rompa el corazón.

—No, Guillermo. El Señor siempre tiene lo mejor


para aquellos que le obedecen fielmente. —Martha se
puso de pie al sentir que se abría la puerta.

—¿Vamos, Martha? Creo que se nos hizo tarde


—dijo Nora apareciendo.

—Sí, vamos. Espero no quedarme sin cena.


Bueno, Sr. Presidente, ¡hasta mañana!

—Adiós, secretaria. Saludos por tu casa. Por la


suya también, señorita tesorera. —Guillermo abrió la
puerta caballerosamente.

Poco después ambas chicas viajaban rumbo a su


barrio.

—Te dijo algo, ¿verdad? —preguntó Nora ya en


el ómnibus.
—Sí, otra vez —contestó Martha—. Yo quisiera
no pasar nunca esas conversaciones con él.

—¿Por qué? ¿No lo quieres?

—Mira, no me lo preguntes. En el fondo de mi


corazón hay algo inexplicable que me impide quererlo.
ES como si quisieras levantarte de una silla y te tiraran
del vestido.

—¿Esperas otro?

—Quizás espere tácitamente a otro, pero no sé a


quién. —Martha soltó una alegre carcajada.

—¡Oh! ¡Eres una chiquilina! —exclamó Nora—.


Pero no tienes por qué afligirte. El Señor guiará todo.

—Claro que sí —contestó Martha—. Su voluntad


es lo mejor. Mira a Miriam. Ella está segura que Roberto
era el muchacho que el Señor tenía para ella y ya ves, es
de lo más feliz y enamorada, y eso que hace dos años
que se casó.

—¡Ay, sí! Y tu sobrinito Raulito, ¡es amoroso,


precioso! —dijo Nora efusivamente—. Oye... Y Peter con
Betty... ¿Qué hay?
—Nada. No hay que adelantarse. El único que se
adelanta es Raulito que ya le dice “tío” a Peter.

—Eso puede interpretarse de dos maneras. —


Nora miró a Martha significativamente y ella rió de buena
gana.

—¿Por mí? ¡No te preocupes! —dijo—. Sólo será


mi cuñado.

—No sé. Francamente me parece que ese


Peter... —Nora guiñó un ojo con picardía.

—¡Bah! No digas locuras, Norita. ¡Hasta mañana!

—¡Hasta mañana!

Las chicas se despidieron hasta el día siguiente.


En efecto, el día domingo volvieron a encontrarse en el
templo.

“Más cerca, oh Dios, de ti quiero morar,

Aunque sobre una cruz me haya de alzar”.


Las voces del coro se elevaban paulatinamente y
toda la congregación escuchaba con reverencia.

—No llores, Raulito. ¿Qué te pasa? —Martha


acunó en sus brazos el pequeñín y lo paseó otro poco. A
causa de una leve ronquera no había podido estar en su
puesto en el coro, y hacía un momento que había salido
del salón con su lloroso sobrinito. Se hallaba ahora con
él en un banco de piedra cerca del templo. El aire cálido
de octubre hacía agradable ese rincón sombreado.

—Mamá —balbuceó el chiquito entre hondos


suspiros.

—Ya vendrá. ¿No quieres a la tía Martha?

—Mapa, ía Mapa —Raulito se acurrucó en los


brazos de “Mapa” y siguió suspirando otro poco.

—No tiene que llorar el nene allí en el templo. El


nene es malo —dijo Martha.

—Nene mao —asintió concienzudamente Raulito


apoyando su cabecita en una mano de Martha. Ella lo
acomodó mejor y lo dejó que se durmiera. Desde allí se
oía claramente la voz del Sr. Spendi predicando. Martha
notó que la gente que pasaba por la vereda casi
invariablemente echaba una mirada al templo.

“¡Pobre gente! Pero hay algunos que miran con


más interés. ¡Cuántos cultos en ese día y en esta misma
hora estarán abiertos, y en cuántos lugares se predicará
el mensaje de salvación! Es lindo pensar en que el Señor
puede estar obrando en algún corazón ahora, y que
pronto habrá fiesta en el cielo por algún pecador
arrepentido.”

Martha levantó la vista al oír entre otros ruidos de


la calle una motocicleta que se detuvo de pronto junto a
la vereda. Vio que su ocupante, un joven (a juzgar por su
silueta fuerte y erguida) miraba el templo atentamente.

“¿Quién será?” Martha pensó casi instintivamente


en Guillermo, que esa noche no había asistido al templo.
“Pero no. ¿Cómo podría ser él?” Trató de verlo mejor,
pero no pudo distinguirlo bien a causa de que se hallaba
en una parte sombreada. En ese momento se oía la voz
profunda y melodiosa de Roberto cantando:

Tras la tormenta surge un arco,


Y tras la noche brota luz.

Tras el dolor y la tristeza

Resurge el rostro de Jesús.

Y luego todo el coro se le unió:

Elevo un himno de alabanza,

de adoración al Dios y Rey.

Martha se dio cuenta que el joven de la moto


estaba escuchando.

“¡Oh, Señor!” oró en su corazón, “¿será un alma


atormentada? Voy a invitarlo a pasar”.

Se levantó con suavidad, cuidando de no


despertar a Raulito dormido en sus brazos, y se acercó a
la puerta de la verja. Pero en ese momento rugió el motor
y la motocicleta salió perdiéndose en seguida en el
tráfico.
—¡Qué lástima! ¿Habré hecho mal en venir? —
Martha volvió otra vez a su asiento y durante le resto de
la reunión su corazón se elevó a cada momento en muda
oración por el “joven de la moto”.
Capítulo XXI

—¡Ay, Miriam! ¿Me dejas llevar a Raulito al


parque? Mira, es un día hermoso y esta tarde no tengo
nada que hacer. —Martha, que había ido a pasar el día
a la casa de su hermana, se asomó a la cocina para
hacer el pedido.

—¿Al parque? Bueno, te lo agradecería —


contestó Miriam, que estaba batiendo una torta—.
Cámbialo un poco y llévalo.

—¡Gracias! ¡Qué regio! —Martha salió corriendo


en busca del pequeño. Lo llevó al dormitorio y en pocos
minutos lo dejó hecho un primor. Ella misma se puso un
vestido azul eléctrico que le sentaba muy bien. Saludaron
a Miriam y salieron tía y sobrino a cual más contento.
Conversando a media lengua Raulito recorrió las cuatro
cuadras en brazos de Martha y llegaron a la entrada de
un hermoso parque.

—¡Aquí estamos! ¿Viste cuánto sol hay acá?


Ahora vamos a ver el agua, el pastito, los pajaritos....

—Aba, patito, paaíto —repitió el chiquitín.


—También veremos flores. ¿A ver? Flo-res.

—Oo-res.

—¡Muy bien! —Martha rió de buena gana, y puso


al niño en el suelo para que caminara. Comenzaron a
recorrer un sendero de arena a orillas del lago que se
extendía sereno y sombreado por frondosos árboles. La
brisa fresca soplaba suavemente en el rostro.

—¡Este es un oasis! —exclamó Martha sin


dirigirse a nadie.

Pero alguien le contestó: —Más cuando sucede


un casual encuentro tan feliz.

Martha se volvió rápidamente, y para un cierto


disgusto interior vio a Guillermo que llegó a su lado
diciendo alegremente.

—¡Qué casualidad! Esa es la ventaja de vivir en


el mismo barrio de Miriam. Recién llegas, ¿no? Yo estoy
acá estudiando desde las cuatro.

—Buena idea —contestó Martha—. Sigue


estudiando no más. No te entretengas.
—¡Faltaría más! Si me permites te acompaño —
replicó Guillermo, y su sonrisa era tan simpática que
Martha accedió.

—Bueno, es para aclarar, ¿verdad? —dijo con


sencilla franqueza.

—Ni más ni menos. —Guillermo le miró un tanto


asombrado—. Yo pensaba que hablaríamos el sábado
después de la reunión de jóvenes, pero ésta es una
oportunidad mejor, ¿eh? ¿Recuerdas la última vez que
hablamos? Fue a principios de Octubre.

—Sí.

—Bueno, ahora estamos a principios de


Noviembre. ¿Ha pasado suficiente tiempo, o prefieres
esperar más? —Guillermo la miró directamente a los
ojos.

—No. Ya pasó lo suficiente —contestó ella. Hubo


un momento de silencio.

—Úpa, íla —pidió Raulito extendiendo los brazos.

Martha lo levantó.
—No, dámelo a mí. Ven, Raulito. —Guillermo
tomó al pequeñín en sus brazos y siguieron caminando
lentamente por el senderito enarenado.

Mmm. Fíjate en esa pareja. ¡Qué bonita el ella! —


comentó una muchacha a su compañera, ambas
sentadas en la otra orilla del lago.

—Ajá. Mira, ese color de vestido me encanta.

—No, es muy chillón.

Y así siguieron los comentarios decididamente


femeninos por su agudeza. Y mientras tanto, Martha,
Guillermo y Raulito, ajenos a todo, seguían recorriendo
el parque.

—¿De modo que crees que no es la voluntad del


Señor? ¿Ya solucionaste ese algo inexplicable? —La voz
de Guillermo sonaba levemente enronquecida.

—Sí, mientras más oraba, más me daba cuenta


que no podía ser. Como te dije, por momentos anhelé y
oré poder corresponderte, pero el Señor contestó
claramente que no. Muchas veces he oído esa frase:
“Cuando estemos en la voluntad del Señor, hay perfecta
paz y tranquilidad en todo sentido”. Yo no tenía paz
cuando trataba de quererte. Ahora que he dejado de
luchar, tengo paz, Guillermo, estoy tranquila. El Señor
tiene algo distinto para mí y para ti. —Martha calló porque
un nudo de pena le cerraba la garganta al ver el rostro
sombrío del muchacho que caminaba a su lado cabizbajo
y silencioso.

—Bueno, Martha —dijo al fin—. No quiero


discutir, ni hay por qué hacerlo. Tampoco se te oculta que
tengo el corazón roto. Sólo quiero decirte que siempre te
querré.

—Como hermana y amiga —intervino Martha


suavemente.

El muchacho la miró y un rictus de dolor le curvó


los labios.

—¿Nada más? —murmuró roncamente.

—El Señor te ayudará a hacerlo, como me ayudó


a mí a solucionar mi problema. El tiene algo mejor para
ti. Recuerda que “tras la tormenta surge un arco”.

—Te agradezco, Martha, pero creo que la


tormenta va a durar bastante. —Guillermo puso a Raulito
en el suelo—. Aún espero que cambies. Yo creo todavía
que el Señor te destinó para mí.

—Cuidado, cuidado. No acomodes la voluntad de


Señor a tus sentimientos, sino acomoda tus sentimientos
a la voluntad del Señor —dijo Martha con suavidad.

—Sí, que el Señor me ayude, porque si estoy


equivocado me pegaré un buen golpe antes de
convencerme. —Guillermo extendió su mano y Martha se
la estrechó en silencio. Ni una palabra más fue
intercambiada y el muchacho se alejó apresuradamente.
Martha dio un hondo suspiro de alivio y de dolor.

—¡Oh, Señor! ¡Haz que Guillermo no sufra tanto!


Yo sé que Tú tendrás algo mejor para él, que tu voluntad
es la mejor. Haz, Padre, que sea feliz, que se serene y
encuentre paz. Tú solo puedes ayudarlo.

—ía, upa —los bracitos del pequeño se


extendieron otra vez.

—Vamos a sentarnos un ratito. ¿Quieres? —dijo


Martha tomándolo de la mano.

Fueron hasta un banco a la sombra de un añoso


nogal y se sentaron. Raulito se puso a jugar con un autito
que traía. Martha echó la cabeza hacia atrás y cerró los
ojos. En realidad seguía orando de todo corazón por
Guillermo.

Podía oír el “brrr” de su sobrinito jugando cerca


de ella y de vez en cuando las pisadas de alguien que
pasaba por el camino más allá.

—ía, nono.... nono —dijo Raulito apoyando su


cabecita en las rodillas de Martha.

—No, la tía no está haciendo nono —dijo ella


suspirando.

—Ne-ne ...nono —dijo el chiquito tratando de


treparse por la amplia pollera de su tía.

Martha lo tomó en sus brazos y comenzó a


arrullarlo. Raulito cerró los ojos igual que ella y trató de
seguirla en el canto:

Cristo ama niños como yo, yo, yo,

Cristo ama niños como yo, yo, yo,

A niños como yo en su falda El sentó,


Cristo ama niños como yo.

—¿Viste qué lindo? ¿Otra vez?

—Ota... ve —contestó Raulito.

—Ahora canta tú solo. ¿A ver? —Martha quedó


silenciosa escuchando embelesada la vocecita del
pequeño tratando de cantar. Alguien pasaba por el
sendero y ella sonrió divertida sin abrir los ojos.

—Su niño es hermoso, señora —dijo una voz que


vibró en sus oídos sobresaltándola. Abrió los ojos, y de
pronto le pareció que todo el parque, los árboles, el lago,
comenzaban a girar vertiginosamente a su alrededor. Se
puso en pie como una autómata olvidándose de Raulito,
que fue a caer en los brazos de un muchacho alto, que
se inclinó hacia ella.

“¡No! ¡no puede ser! Los mismos ojos, la misma


boca, los mismos cabellos”. Martha no podía articular
palabra y hacía esfuerzos por recobrar la serenidad.

—¿Qué pasa, señora? ¿Se siente mal? —


preguntó el recién llegado.
—N.... no, no... pero.... Ud..

—Vamos, Martha, siéntate que pareces una


muerta. —El joven dejó a Raulito en el suelo y la tomó
por un brazo obligándola a sentarse. Entonces recién...

—¡Ronny! —El grito ahogado escapó trémulo de


los labios de Martha, y el joven le tomó ambas manos
estrechándoselas con fuerza.

—Sí, soy yo. Soy yo, Martha.

—Pe... pero tú estás muerto. Te aplastó el


ómnibus aquella vez... o... yo estoy loca —Martha lo
miraba incrédula, casi con temor, y él soltó una
carcajada.

—ío Pete, ío Pete —dijo Raulito tocando con


insistencia al muchacho.

—No, querido, no es el tío Peter —Martha se


acordó súbitamente de su sobrinito, y pestañeando
contra dos lágrimas inexplicables que le quemaban los
ojos, lo tomó otra vez en sus brazos, estrechándolo con
fuerza como temiendo que todo fuera un sueño y el niño
se desvaneciera de un momento a otro.
—¿Tío Peter? —Aquellos escudriñadores ojos
grises se posaron interrogativamente en Martha—. ¿Qué
parentela se ha formado?

—No sé. No sé nada. ¿Quién eres tú? ¿Cómo


estás acá? ¿Eres Ronny Winelmann? —Las preguntas
se agolpaban alocadamente y los pensamientos se
entretejían furiosos en la mente de Martha, que no podía
quitar los ojos de esa imagen en persona, de aquel
muchachito que conociera en un tiempo, y que había
muerto hace años.

—Soy yo, sí. Soy Ronny en carne y hueso.


¡Despierta de una vez! No vengo del mundo de los
muertos. Yo no iba en ese ómnibus. —El muchacho
sonreía con aquella sonrisa que tan pocas veces había
lucido allá en medio del frío espiritual y material del
refugio Winelmann.

—Pero, ¿cómo fue? ¿Dónde estabas? ¡Dime


algo! Yo creí que habías muerto. ¿No eres algún
hermano de Ronny?

—Ronny no tiene hermanos. ¿No te contó Peter?

—Sí, sí. Perdona, estoy como en sueños. ¿De


dónde vienes ahora?
—Hace un mes que llegué de Alemania. Fui a
buscar a mi madre y la encontré. Volví a la Argentina en
busca de otra persona y también la encontré tar... —
Ronny echó la cabeza un poco hacia atrás y dejó que su
mirada se perdiera allá en el lago. Luego siguió hablando
suavemente—. Yo no viajaba en aquel micro aquella vez.
Fue una equivocación de las más grandes, pero en cierto
modo natural. La campera era mía. Me la habían robado
esa noche en un hotel. Al día siguiente yo tomé un avión
temprano para Buenos Aires y se ve que el pobre infeliz
ladrón tomó el micro, pero le salió fatal.

—Pero, ¿y cómo? ¿Tu padre no sabía acaso que


viajarías en avión? —preguntó Martha, que aún seguía
pensando si no estaría soñando. Pero la voz de Ronny
sonaba demasiado real:

—¿Mi padre? ¡Oh, Martha! Habían sucedido


tantas cosas juntas. El había cerrado ya el hotel y se
estaba preparando para irse. No hablé con él sobre mi
viaje. El estaba semi-trastornado. Sólo Peter sabía que
me iba a Alemania, y él me facilitó el dinero que me
faltaba. Yo pensaba hacer el recorrido hasta Buenos
Aires por carretera. Cambié de idea en Bariloche.
Gracias a Dios conseguí boleto y tomé el avión,
salvándome quizás de una muerte segura en ese micro.

—Pero... ¿y el que te robó la campera no sabía


que tu viajarías —Martha se detuvo y voltó una carcajada
al darse cuenta de la tontera que había preguntado.

—¿Cómo iba a saber si no me conocía? Claro


que fue imprudente el pobre. Es que quizás tenía frío. —
Ronny miró detenidamente a Martha con una cierta
profunda ternura, como viendo en ella sólo a aquella niña
alegre y libre que conociera. Luego miró a Raulito, que
en ese momento murmuró, “Mamá, mamá” y una sombra
de dolor pasó por su mirada. Abrió la boca para hacer la
pregunta que le quemaba en los labios, pero calló al oír
a Martha otra vez preguntando.

—¿Y cómo ? ¿En ninguna manera podías


comunicarte con Peter desde Alemania?

—Yo le había dejado a él una dirección que


mamá me daba en su carta. El debía escribirme primero,
pues como venía a vivir a Buenos Aires yo no sabía su
dirección. Pero como él creyó que estaba muerto, no
escribió.

—Pero él escribió a tu papá.


—¿Sí? Seguramente la carta se demoró y llegó
tarde. En una semana desalojamos la casa; era muy
vieja y había que demolerla. Y así, ninguno de los dos
supimos la dirección de Peter y quedamos
incomunicados con la Argentina.

—¿Y tú no tenías mi dirección?

—Sí, pero en la campera que me robaron. ¡Qué


juego! ¿no?

—¿Qué dijo tu papá cuando te vio vivo? ¿y tu


mamá? —intervino Martha con ansioso interés.

Ronny volvió a sonreír con esa sonrisa que


parecía iluminarle el rostro.

—Fue algo incomparable, Martha. ES imposible


de describir. Papá se arrodilló llorando como un chico y
clamando: “¡Hijo de mi alma! ¡Perdón! ¡Bendito sea el
Señor que tuvo misericordia de nosotros!” Y mamá... ella
se desmayó al verme la primera vez. Pero cuando volvió
en sí, tenía el rostro de un ángel. ella me esperaba
siempre. Tú sabes... una madre... Tú podrás
comprender. —Ronny se detuvo un momento No quería
formular la pregunta. ¿Para qué? Si allí la veía casada,
con un hijito de ella. ¡Esperar cuatro años para llegar
demasiado tarde! Ronny quedó en silencio y los
recuerdos volvían como verdugos a su mente. Aquella
niña que lo había encaminado hacia la Luz, hacia su
Señor, allí estaba, ya una joven con un hijo en brazos.

—Bueno, seguramente tendrás que volver con el


nene —Ronny se levantó—. Por favor. ¿Puedes darme
la dirección de Peter? Le daré una sorpresa
espeluznante. Apenas llegué lo busqué y no di con él.
Fue en seguida a Bariloche y encontré a Hana que casi
se muere al verme. Abrimos otra vez el hotel. Necesito
dinero. Volveré a Alemania cuanto antes. A ti te vi una
noche en un templo.

—¿Eras tú, el de la moto? —Martha sin darse


cuenta apoyó su mano en el brazo del muchacho, pero
en seguida la retiró sonrojándose levemente. El sonrió:

—Sí, era yo. Pero no podía detenerme más. Iba


a tomar el avión para Bariloche. Anoté la dirección del
templo. Ayer volví del refugio y pensaba ir al templo el
domingo para encontrarme con ustedes por fin. Estoy en
un hotel a media cuadra de acá, y vine al verte entrar.

—¡Qué casualidad! Mi hermana vive a cuatro


cuadras de acá. Así que me viste entrar con mi sobrinito?
—Martha miró cariñosamente a Raulito y por eso no
pudo ver la expresión de Ronny cuando exclamó:

—¿Tu sobrinito? ¿No es tu hijo?

—¿Mi hijo? —Martha soltó una alegre


carcajada—. ¿Parezco una señora? ¿Tan vieja estoy?

—¡No! ¡No mi cora...! —Ronny se detuvo a


tiempo y se echó a reír también—. ¡Qué confusión! Te vi
aquella noche con el nene, y hoy otra vez, y lo llevaba
ese joven que iba contigo. Creí que era tu esposo.

—No, no —Martha se puso en pie—. Este es


Raulito, mi sobrinito y el joven es Guillermo, un amigo,
nada más.

—Muy bien. Dame a Raulito, yo lo llevaré.


¿Vienes conmigo, Raulito? —Ronny le extendió los
brazos y el chiquito se lanzó a él muy contento.

—Iremos a dejar el nene y luego te llevo a la


clínica de Peter. ¡Qué regio! ¿Te imaginas el susto y la
grandiosa sorpresa que se llevará? ¡Viva! —Martha
palmoteó con entusiasmo, y un fotógrafo ambulante gritó
efusivamente:
—¡Señora, señor! ¡Perpetúen este momento feliz!
Veo que la hermosa señora está contenta. Posen un
minuto y tendrán un recuerdo para toda la vida, con el
hijito pequeño. Nada más que $10, las tres fotos.

Ronny reía sin poder contenerse, y Martha se


apresuró a decir, ruborizada:

—Señor, no somos esposos. El nene es mi


sobrino.

—¡Ah! ¡Perdonen, disculpen! Ya me parecía que


la niña era muy mocita. Pero no importa. Tres lindas fotos
con el amigo y el sobrinito. Sólo $10, y un hermoso
recuerdo de una linda tarde en el parque.

—No, no. Estamos apurados. Quizás otro día, sí.


¡Buenas tardes, señor! —Ronny le palmeó el hombro
sonriéndole. Sentía deseos de sonreír a todo el mundo.
Capítulo XXII

—Hace más de un mes que está Ronny con


nosotros y todavía me parece mentira —exclamó Peter
mientras su madre le acomodaba una flor en el ojal.

—Es verdad —contestó ella—. ¡Qué feliz Navidad


tendremos, hijo mío! Pienso que quizás sea la última que
te arregle así la flor.

—¿Por qué? ¿Por... Betty?

—Sí, por ella. ¡Tan hermosa por dentro y por


fuera! Hijo, ella será la que te coloque la flor la Navidad
próxima. Pero soy feliz al saberlo. Has elegido bien, muy
bien. La hija de nuestro pastor es la nuera con la cual
soñé. —La señora se enjugó una lágrima y Peter la
abrazó riendo.

En ese momento entró Ronny y se plantó delante


de su tía pidiéndole el “visto bueno” sobre su
indumentaria: Traje gris, camisa blanca y corbata roja.

La señora miró a los dos muchachos con orgullo


y luego se fue para terminar su propio tocado.
—¿Las corbatas rojas le gustan a Nora? —
preguntó Peter. Ronny contuvo una carcajada y asintió.

—Sí, a ella le gustan las corbatas rojas.

—¡Ah, esa Nora! —dijo Peter meneando la


cabeza.

—¿Qué? ¿No te gusta? Mira que es una regia


chica —replicó Ronny entrecerrando los ojos
enigmáticamente.

—¿Y qué te parece Martha? —Peter escudriñó a


su primo, que se encogió de hombros diciendo con una
sonrisa:

—¡Ah, eso pregúntaselo a Guillermo!

Flotaba en el aire un ambiente festivo. Las calles


de Buenos Aires estaban tan llenas de luces y gente que
mareaban. En todas las casas se podían oír sonidos de
preparativos de fiesta.

Martha observaba su vaporoso vestido de


organza rosa que le sentaba delicadamente bien. Pero
en realidad no estaba pensando mucho en el vestido.
Betty, que ya estaba lista, vestida de organza celeste,
comenzó a peinarla.
—¡Qué hermosa es la Navidad! —exclamó de
pronto Martha—. ¡Cómo habrá sido aquella noche en
Belén!

—Sí, ¿Y los pastores? ¿Te imaginas lo que habrá


sido ver de pronto esa luz y esos ángeles cantando? —
Betty se detuvo un momento para mirar el cielo por la
ventana.

—¡Qué sería verlos ahora!

—Algún día los veremos —dijo Martha con los


ojos iluminados.

Betty siguió peinándola y las dos guardaron


silencio por un momento.

—¡Qué buen bajo resultó Ronny para el coro!


Tiene una voz magnífica, ¿verdad? —dijo Betty de
pronto.

—Sí, se acompaña bien con el soprano de Nora


—contestó Martha sonriendo. Betty se detuvo otra vez.

—Pero ¿qué significa esa frase? Tiene un


significado más profundo, ¿verdad?
—Yo no lo dije con más significado, pero
realmente lo tiene —contestó Martha observándose un
rulo.

—¿Te parece que Ronny y Nora pueden llegar a


algo? —preguntó Betty pensativa.

—No sé. No me aventuro a juzgar. Son muy


buenos amigos por ahora.

—¿Y Guillermo?

—¿Y Guillermo? —Martha dio un suspiro—.


¿Qué sé yo? Creo aliviadamente que ya no sufre más
por mí.

—¿Y tú? ¿Por quién sufres? —Betty levantó con


sus manos la cara de su hermanita. Parecía realmente
una muñeca, pero un poco pálida.

—¿Vamos, chicas? ¿Ya están listas? —la Sra.


Spendi se asomó alegre—. Papá nos está esperando.

Martha se levantó y fue hasta el dormitorio a


buscar un pañuelito. Se detuvo un momento en la
penumbra de la habitación para orar: “¡Oh, Señor,
ayúdame! Tú sabes lo que me pasa. Arregla todo tú, no
según mi voluntad sino la tuya, que es lo mejor. Confío
en ti, Señor, sólo en ti. Ayúdame a portarme como es
digno de una hija tuya. Que esta Navidad sea de
bendición especial para cada uno de nosotros. En el
nombre de Jesús. Amén”.

Noche de paz, noche de amor,

Todo duerme en derredor;

Entre los astros que esparcen su luz,

Bella anunciando a niñito Jesús,

Brilla la estrella de paz.

Las voces del coro llenaban el templo y poco a


poco se iluminaba en la plataforma el cuadro vivo: el
pesebre con el niño, la virgen sonriendo suavemente, los
pastores adorando. Toda la vieja y maravillosa historia,
envuelta en una luz celeste muy tenue, conmovió a la
congregación entera. Los corazones de todos se
elevaban en muda alabanza y adoración.
Erica miró a su flamante esposo que le sonrió
jubiloso. Más atrás, el Sr. Proterdín daba hondos
suspiros

—Dios, maravilloso Dios. Parece que ahora estás


más cerca —murmuró en voz baja. Su esposa sacó un
perfumado pañuelo y pestañeó ligeramente.

El coro cantaba ahora con suavidad y una luz


blanca comenzaba a iluminar el pesebre.

Noche de paz, noche de amor,

Ved que bello resplandor

Luce en el rostro del niño Jesús,

En el pesebre del mundo la luz,

Astro de eterno fulgor,

Astro de eterno fulgor.

Martha sentía que le embargaba la emoción y


apenas pudo terminar de cantar.
La predicación vibrante, llena de fervor, se dejó
oír en esa Navidad llegando hasta los corazones. El Sr.
Spendi parecía un joven por su fervor y firmeza allá
adelante, y cuando invitó a la congregación a ponerse de
pie para cantar, todos lo hicieron con entusiasmo, y el
himno se elevó unánime y jubiloso:

Tú dejaste tu trono y corona por mí,

Al venir a Belem a nacer,

Mas a ti no fue dado el entrar al mesón,

Y en pesebre te hicieron yacer

La media noche fue recibida con las voces de


toda la congregación cantando:

¡Ven a mi corazón, oh Cristo!

Pues en él hay lugar para ti.


Una Navidad pasaba con toda bendición y
felicidad. Los miembros se fueron retirando a sus
hogares todos llenos de alegría.

El Sr. Günter Winelmann y su esposa esperaban


a la familia Spendi en la vereda.

—¡Ahora todo a nuestra casa a comer la torta


dulce! —exclamó ella alborozada.

—Estuvo todo tan hermoso que sería una pena


terminar aquí —agregó su esposo tomando del brazo al
Sr. Spendi, que sonreía feliz.

—¡Venga, venga Ud. conmigo! —La Sra. Spendi


tomó a la Sra. Winelmann y ambas rieron.

—Permítame, señorita —dijo Peter al oído de


Betty tomándola suavemente del brazo, y ella le sonrió
con dulzura.

Roberto con Raulito en brazos caminaba llevando


a Miriam de la mano y Martha a su lado. Ronny venía
más atrás conversando animadamente con Nora,
Guillermo y otros jóvenes. Cuando ellos subieron al
tranvía, se apresuró a alcanzar a su tía y a la Sra. Spendi.
Pronto subieron todos un poco ajustados en la estanciera
del Sr. Günter, que estaba estacionada por allí cerca y
en contados minutos llegaron a la amplia casa en la que
encontraron un inmenso árbol de Navidad profusamente
iluminado.

—Lo adornaron Peter y Ronny —dijo la Sra.


Winelmann orgullosamente—. Rompieron bastante
adorno, pero.... pero al fin quedó muy lindo, ¿verdad?

—Vengan, pasen al comedor que ya está todo


preparado —El Sr. Günter condujo con entusiasmo a sus
huéspedes a una mesa engalanada con flores y
candelabros.

Todos se sentaron alegremente. El dueño de


casa pidió la oración de gracias al Sr. Spendi y luego
cantaron todos un himno de Navidad. La cena transcurría
en grata comunión y alegría. En una punta de la mesa
estaban los esposos Winelmann y Spendi, y lo demás
estaba ocupado por la juventud.

Peter llenó su vaso de naranjada y lo alzó sobre


la cabeza de Betty.

—A la salud de mi amiga y mía —dijo riendo.


—Brindo a la salud de mi enemiga —replicó
Roberto haciendo tocar su vaso con el de Miriam. Todos
rieron excepto Raulito que dormía en un diván del living.

—¿Y qué os parece si recordamos a Nora —


Miriam miró de reojo a Ronny, que se apresuró a decir:

—¿Por qué no? ¡Claro que sí! Alcáncenme un


poco de coca-cola, que la beberé a la salud de ella y mía.

Martha que estaba cerca de él se la alcanzó


sonriendo, y Betty pensó para sí: “¡Es admirable esta
chica! Yo sé que lo quiere a Ronny, y él parece que
quiere a Nora, su mejor amiga. ¡Juegos de la vida! Y sin
embargo Martha puede sonreír con tanta sinceridad. Otra
chica en su lugar andaría con cara de víctima. Cierto que
ha puesto el asunto en manos del Señor, y sólo El puede
ayudarla a ser así”.

Eran cerca de la una y media y recién comenzaba


la sobremesa.

—¡Ah! ¿Llora el nene? —Miriam escuchó


atentamente y se estaba por levantar, pero Martha le
ganó de mano. Se puso en pie pronunciando un amable
“permiso” y salió al living.
—¿Qué te pasa, Raulito? —dijo acercándose al
diván.

El chiquito se abrazó a ella señalando el amplio


ventanal por el que entraba la claridad de la luna.

—Es la luna, querido; no hace nada. La hizo Dios


y es muy buena.

—¿Bena?...

—Sí, queridísimo. Duérmete otra vez. —Martha


lo acomodó otra vez en el diván y comenzó a cantarle
suavemente mientras pensaba: “Tú no tienes problemas,
Raulito. ¡Cómo me gustaría tener tu edad ahora! Así sólo
vería en él un amigo mayor. ¡Qué vueltas tiene la vida,
Señor! El habrá sufrido cuando éramos adolescentes.
Ahora sufro yo. Pero espero en ti, Padre. Tú sabes lo que
es mejor para mí.

Arroró mi niño,

Arroró mi sol,

Arr
—Es hermoso su niño, señora.

Martha levantó la cabeza sobresaltada. La misma


frase que le dijera en el parque, y la misma voz.

—¡Shht! ¡No hables fuerte, que está


durmiéndose! —dijo alzando sus ojos hasta la arrogante
cabeza rubia.

Ronny se inclinó y su mano acarició la cabecita


del niño mientras murmuraba: —¿Será posible que
siempre seas tú el que nos hagas encontrar? —Se apoyó
en la ventana al lado de ella, que dijo sin alzar la vista:

—Hermosa Navidad, ¿no?

—Realmente hermosa. Tengo todo lo que anhelé


tener: una Navidad repleta de bendiciones. Sólo me falta
algo para completar mi felicidad, —Ronny se detuvo un
momento, luego prosiguió— la respuesta de la chica a
quien quiero con todo el corazón. Desde que la vi la amé,
la amé profundamente, con todo mi ser. Esperé para
poder decírselo. Oré como nunca para estar seguro. Y
esta noche decidí hablar, abrirle mi corazón que ella se
ha robado completamente. ¿Crees que ella me creerá?
Martha hizo esfuerzos para contestar en seguida.
El corazón parecía golpearle dolorosamente. Clamó en
silencio por valor y fuerza.

—No sé —dijo al fin—. No puedo saber que


pensará de ti ella.

—¡Vamos! Tú la conoces bien, perfectamente


bien. —dijo el muchacho con voz firme.

—¿Nora? —Martha contuvo un ligero temblor en


la voz—. Sí, la conozco muy bien. Pero yo... yo no sé qué
siente con respecto a ti. ¿Le hablaste directamente a
ella?

—¿A ella? ¿A mi amada? —Ronny carraspeó. Y


luego, con un movimiento rápido, puso un dedo bajo la
barbilla de Martha obligándola a mirarlo—. A ella se lo
estoy diciendo directamente, y ella me sale con su amiga.
¡Qué me importa a mí de su amiga en estos momentos!
Eres tú, Martha, sólo tú a quien amo con todo el corazón.
Desde que te vi allá por primera vez en el bar,
¿recuerdas? Y he vuelto a la Argentina para buscarte a
ti y ofrecerte mi corazón, regenerado ahora, gracias al
Señor. ¿No sabes que quiero que seas mi esposa?
—No, no sé nada —contestó Martha apartando la
mano de Ronny.

—Pero ahora lo sabes, y yo espero tu respuesta


ahora, en esta bendita noche de Navidad.
¿Comprendes?

—¿Y... y Nora? —La pregunta escapó


incontenible de los labios de Martha. Ronny le tomó una
mano reteniéndosela firmemente.

—¿Nora? Es una buena amiga, como Guillermo


lo es para ti, ¿verdad? ¿O... o es algo más?

—¿Guillermo? No, nada más.

—Bueno, Martha, nuestra amiga Nora me ayudó


mucho y me aconsejó bien que esperara y orara. Así te
daba tiempo a ti también para rehacerte de lo de
Guillermo. —Ronny calló otro momento. Su voz sonó
ahora con un dejo de ansiedad—. Delante del Señor,
Martha, querida, te pido que seas mi esposa, que
unamos nuestras vidas. Completa mi felicidad, Martha,
nuestra felicidad. ¿No sientes que el Señor nos une a
través de todos los años pasados? La tormenta de la
adolescencia ya pasó, y ahora ¿Querrás?
Hubo un momento de silencio. Los brazos de
Ronny se extendieron. El niño fue depositado en el sillón.

—Sí... Sí, Ronny —la voz de Martha se ahogó y


dos lágrimas quedaron aprisionadas en la corbata roja
del muchacho.
Capítulo XIII

Martha abrió los ojos y miró extrañada a su


alrededor. Palpó el cubrecama de piel. Miró el piso
también alfombrado de piel.

“¿Dónde estoy? ¿Qué? ¡Ahhh!” una sonrisa de


felicidad le iluminó el rostro y se sentó en la cama
desperezándose.

“¡Estoy en el refugio Winelmann! ¡Casada con


Rolando Winelmann! Parece increíble, francamente,
pero es verdad. ¿A ver? Rememoremos. Primero aquella
inolvidable maravillosa Navidad. Después Ronny fue a
Alemania a terminar sus estudios. Estuvo allá casi tres
años, viniendo en las vacaciones, ¡Y cómo llovían las
cartas durante el año! Al fin volvió hace un mes,
definitivamente hecho un flamante doctor, junto con su
amorosa mamá, mi suegra, y su papá, el Sr. Herman, mi
suegro. Se estableció con Peter en la clínica, y hace dos
días nos casamos. Es decir que nos casamos antes de
ayer, y tengo casi 21 años. Sí, sí. No hay nada que hacer.
Es verdad. Martha saltó de la cama—. Ronny ya se ha
levantado. ¿Qué hora será?”
Se vistió apresuradamente, y mientras se calzaba
sus botitas para nieve rojas charoladas, regalo de los
esposos Peter y Betty, se puso a cantar.

Eran las nueve y Ronny, que estaba hablando


con Hans, sintió que alguien lo tomaba del brazo. Se dio
vuelta con una sonrisa, pero quedó helado al ver un
rostro sofisticado y una sonrisa algo cínica.

—¡Mónica! —exclamó sorprendido—. ¿Qué hace


acá?

—Vine a su hotel, Sr. Winelmann —contestó


ella—. Venga a conversar un poco conmigo. ¿O es que
te has olvidado ya de mí? ¡No me mires con esa cara!
Estoy casada, pero mi querido esposo fue a esquiar, así
que puedo charlar libremente. Al fin y al cabo estoy por
divorciarme. ¿Qué te parece?

—Bueno, siéntese un momento. —Ronny le


ofreció una silla—. Permiso. Voy a llamar a mi... —aquí
se detuvo al ver acercarse a su joven esposa, que miraba
todo como una niña alegre.
Con una inclinación se alejó y fue a su encuentro
envolviéndola con una mirada juguetona y tierna.

—¡Buenas tardes, señora! ¿Estas son horas de


levantarse?

—¡Buenas tardes, señor! —contestó ella


riéndose.

—¿Sabes quién está allí en el comedor? Mónica.

—¿Mónica López Cobo? ¡Qué encuentro! —


Martha se soltó del brazo de Ronny y entró con una
sonrisa.

Mónica la miró fríamente e hizo un gesto de


interrogación a Ronny.

—Es mi esposa —dijo éste, y sus ojos


escudriñaron con picardía la reacción de la pelirroja—.
¿No la recuerda? Ud. la conoce.

Mónica observó a Martha agudamente y se puso


en pie de un salto.

—¡Martha Spendi! ¿Eres tú? —gritó tomándola


por los hombros.
—¡La misma! —Martha rió y la besó
espontáneamente. Mónica la escudriñaba.

—Francamente no creí que fueras tan linda —dijo


sentándose.

Martha también se sentó en frente de ella y Ronny


pidió permiso, retirándose cortésmente.

—¿Así que te casaste con Ronny? —dijo Mónica


acentuando su sonrisa cínica. ¡Y hace años me decías
que jamás te casarías con un tipo así! ¿Qué pasó? ¿Lo
santificaste? ¡No me digas que Ronny está hecho un
religioso!

—No, “religioso” no, pero sí un hijo de Dios feliz y


regenerado —contestó Martha—. El un día se dio cuenta
que era pecador y fue al Señor Jesús, el único que murió
por los pecadores, le pidió perdón y desde entonces es
completamente feliz. Está perdonado por Dios y su
corazón lleno de paz, completamente nuevo. Lo acepte
así, regenerado, distinto a lo que era antes.

—Es decir que su personalidad recia se amansó


y es ahora un tontito bueno. ¡Entonces se arruinó! —
Mónica soltó una carcajada burlona.
—No. No se arruinó. Al contrario, se perfeccionó.
Su personalidad “recia” (como tú dices) perdió sólo
aquello que la hacía odiosa —contestó Martha—. Pero
mejor, pregúntaselo a él directamente. Podrá explicarte.
Ahora me estoy acordando de lo que tú me dijiste aquella
vez que nos despedimos acá. ¿Recuerdas? Dijiste que
sería lindo encontrarnos pasados algunos años y ver
quién ha conservado la pura felicidad, si tú con tus ideas
modernas y mundanas o yo con mis ideas religiosas. Y
bien, ahora nos encontramos. ¿Puedo preguntarte si
eres feliz?

—¿Feliz? —Mónica entrecerró los ojos para


encender un cigarrillo—. Me estoy por divorciar. ¿Qué te
parece? Me casé a los 18 años con un profesor 9 años
mayor que yo.

—¿Ese es el fruto de tus experiencias con


muchos novios, para casarte sin equivocación? —
preguntó Martha directamente.

—Sí, ése fue —asintió Mónica encogiéndose de


hombros—. ¿Y tú? Eres feliz con tu religión y tu Ronny?

—Sí, soy feliz, inmensamente feliz. El secreto de


mi felicidad es que desde el momento que me di cuenta
que era pecadora y dejé a un lado mis fracasados
intentos por ser feliz, acudí al Señor Jesús pidiéndole su
perdón. El me perdonó, yo sentí un alivio inmenso y una
paz inquebrantable, Desde el momento en que acepté al
Señor como mi Salvador personal, El fue mi Amigo fiel a
quien pude recurrir en todas las circunstancias de mi
vida. En su Palabra, la Biblia, encontré la única guía
eficaz para mi vida. Encontré un texto que dice: “Echando
toda vuestra solicitud en El, porque El tiene cuidado de
vosotros”. ¿Qué te parece? Yo me apoyé en El
completamente. ¡Afuera todas las inquietudes y
amarguras! Estoy apoyada en una Roca que se eleva por
sobre las amarguras de la vida. El me guió hasta aquí.
Llegué al casamiento sin temor a equivocarme. Ronny
también tiene su todo en el Señor. Los dos estuvimos
orando, pidiendo su dirección para nuestras vidas. El
Señor contestó uniéndonos con un amor inmenso, puro,
y unidos le seguiremos y serviremos a El para siempre.
Sí, Mónica, soy plenamente feliz con lo que tú llamas
“religión”, que realmente, más que religión, es una vida
hermosa acá y eterna allá en el cielo, la morada de
nuestro buen Señor.
—Sí, ya veo. Tú has triunfado y yo me equivoqué.
Cuando recibí ese folleto que me mandaste apenas me
fui, lo leí y me impresionó. Pero después lo olvidé. —
Mónica hablaba ya sin más asomo de ironía—. Mis ideas
modernas y mundanas me fallaron bastante. Pero soy
joven y espero cosas mejores de la vida.

—No esperes cosas mejores. No las hallarás en


ninguna parte del mundo. Nadie jamás ofreció verdadera
paz y felicidad duradera en el mundo. Sólo Jesús pudo
decir: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y
cargados que yo os haré descansar”. La paz de Dios
sobrepuja todo entendimiento, Mónica, y es el Único que
puede llenar un corazón y una vida de verdadera
felicidad.-

—Parece que es cierto —murmuró Mónica dando


un suspiro —por lo que veo en ti. Mira, me gustaría leer
algo de ese Señor que tanto quieres. Vine acá para
encontrar un poco de tranquilidad; puede ser que eso me
haga bien.

—¡Claro que sí! ¡Espera un momento! —Martha


se levantó y salió. Entró corriendo en la casa
atropellándose a Ronny que la miró perplejo.
—¿Qué te pasa? ¿Te corre alguien? Te estoy
esperando chiquita mía. Tienes que desayunarte para
luego ir al...

—¡Shhht! ¡No me entretengas! ¿Tienes un Nuevo


Testamento?

—¿Estás brillando? ¿Es para Mónica? —Ronny


le alcanzó un pequeño libro a Martha, que antes de
desaparecer otra vez como una exhalación le dijo: —¡Ora
Ronny! ¡Tuve una oportunidad regia!

Ronny la siguió con la mirada, luego se volvió


sonriendo. —Sí, Señor —murmuró—, ayúdala. Que
empecemos así nuestra vida de casados, siendo luces
en medio de la oscuridad. Fue porque Martha brilló para
ti la primera vez que vino, que yo llegué a conocerte y
amarte.

Abrió la ventana, respirando el aire con


satisfacción.

¡Pensar que en esa habitación había reinado


ocho años atrás la muerte y el dolor! Era su casa, la
habitación que fuera de Ana y que tanto odiara él. Los
recuerdos volvían a la mente del muchacho, los días
oscuros de su tormentosa adolescencia, y aquella niña...
su ángel. ¡Cuántas cosas habían sucedido! Y en esa
habitación donde Dios ¡bendito Dios! Había obrado ya en
su corazón haciéndole decir: “Te perdono, Ana”. Y luego
afuera, en medio de aquella memorable tormenta de
nieve. Había caído de rodillas, rendido, buscando a aquel
Dios bueno y maravilloso que había salido primeramente
a su encuentro.

Brilla en el sitio donde estés;

Puedes con tu luz algún perdido rescatar,

Brilla en el sitio donde estés.

Martha entró cantando.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué le has dicho? —Ronny


la tomó de la cintura y la sentó sobre la cama—. ¡Vamos!
¡Cuente!

Martha contó toda la conversación.

—Le dejé el Nuevo Testamento —terminó al fin—


. Se puso muy contenta y lo va a leer. ¡Qué victoria!
Debemos orar mucho por ella, ¿sabes? Está trabajada y
cargada. ¡Pobre Mónica! ¡Qué lindo! Ven, vamos a comer
algo, que estoy deseosa de salir a gozar del aire puro.

Bajaron las escaleras corriendo como dos


chiquillos bulliciosos. El frugal desayuno transcurrió entre
risas y bromas. Al fin estuvieron listos y tomados de la
mano comenzaron a caminar hacia el bosque de pinos.
Ninguno de los dos hablaba. Los recuerdos pasaban
como una película delante de ellos. Llegaron a la entrada
del bosque.

—¡Mira! ¡El tronco! ¿Te acuerdas? —Martha


señaló un viejo tronco de pino, carcomido y lleno de
nieve.

—Sí, aquí te vi llorar con la carta de tu mamá


aquella vez. Yo estaba escondido allá. ¡Llorona! ¿No te
da vergüenza? ¡Mimosa con su cartita de mamá!

—¡Ronny! ¡Eres malo y cruel como siempre! ¿Y


tú? ¡Espía! ¿No te da vergüenza?

—¡No! —Ronny soltó una carcajada, luego


comenzó a hablar al oído de ella, muy despacito, tan
despacito que no se pudieron pescar sus palabras para
ponerlas en este libro. Pero vimos que ella sonreía
dulcemente son su cabecita apoyada en el hombro de él.
Se internaban cada vez más en el bosque, aquel
viejo bosque de pinos nevados.

—Vamos llegando a la cabaña. ¿Te acuerdas?

—Sí, y me da escalofríos. —Martha aminoró el


paso y Ronny le pasó un brazo sobre los hombros. Al fin
se detuvieron con un “¡ohh!” ante la vieja cabaña semi-
destruida, sin puertas ni ventanas y con el techo hundido
en partes.

—¡Qué pena! ¡Oh, si la viera Peter! —exclamó


Martha—. ¡Qué tristeza da esto!

Ronny asintió en silencio, y miró todo como


saludando al pasado.

—Es feo esto. Vamos a la “laguna helada con


hielo” —dijo con una sonrisita enigmática.

Martha lo miró y también sonrió. Pero no dijo nada


y dejó que él la condujera por aquel laberinto de troncos
erguidos.

—Bueno, llegamos. Igual que la otra vez. Sólo


que falta Peter, y tú no tienes más miedo.
—Vamos hasta allá, hasta aquel pino.
¿Recuerdas? —Martha miraba aquello como en sueños.
No se animaba a mirar a Ronny. Parecía que de pronto
se hubieran trasladado al pasado, y ella tenía miedo. El
la miró otra vez; la miró profundamente, entornando sus
ojos grises escudriñadores. Como aquella vez, vio en ella
esa mirada límpida perdida allá en el cielo azul que se
veía entre los pinos.

—Quisiera una máquina de tiempo para eternizar


—dijo de pronto, y la tomó en sus brazos otra vez, como
aquella vez, estrechándola contra su corazón. Ella dio un
hondo suspiro tembloroso y echando un poco la cabeza
hacia atrás dejó que él la besara con ternura.

—Así. ¿Verdad, mi corazón? ¿Es demasiado


vívido el recuerdo? —murmuró a su oído.

Ella apoyó la cabeza en su pecho y miró otra vez


la laguna mientras contestaba.

—No, Ronny. Es distinto. Aquella vez fue horrible;


hoy es hermoso, gracias al Señor.

—Sí, gracias a El, sólo a El, a Dios, nuestro


Señor. Es maravilloso pensar que hace ocho años casi,
en este mismo lugar, con este mismo capullito entre mis
brazos, yo era tan distinto. Era un alma tormentosa, un
fuego sucio que fue a mancharte. Y ahora, tengo el
corazón redimido por El, rebosando paz y felicidad. ¡Oh,
si esa pobre gente mundana supiera que los que aceptan
al Señor en su corazón y en sus vidas son tan felices!

—Nosotros debemos demostrárselo, Ronny —


intervino Martha dulcemente—. Debemos ser luces en
medio de la oscuridad, brillando para el Señor en todo
tiempo y lugar.

—Sí, ese es nuestro lema, ¿verdad? “Brillar”.

—Y tenemos el deseo y la responsabilidad de


brillar, ¿verdad, Ronny?

—¡Ya lo creo! Lo haremos con su ayuda los dos


juntos, querida.

Era cerca de mediodía cuando el viejo Hans


desde la casilla de deportes vio bajar una pareja del
bosque. El, alto y rubio traía abrazada por la cintura a una
joven de cabellos castaños. Dos voces unidas llegaron
hasta Hans, que sonrió satisfecho y dejó de trabajar para
escuchar:
Una voz del cielo se oye resonar:

“Dad la luz, dad la luz,

Muchas almas viven en la oscuridad,

Dadles luz, dadles luz

Dadles luz, la santa y pura luz

De Jesús el Salvador,

Dadles luz, la santa y pura luz,

Alumbrad con fiel amor.

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