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TRANSLÚCIDA
(Del lat. translucĭdus)
Dicho de un cuerpo que deja pasar la luz, pero que no deja ver nítidamente los objetos.
ANGAHUÁN
Pude quedarme hasta que el último pasajero descendió del viejo camión. Me resultaba
tan cómodo, tan familiar que buscaba permanecer en él todo el tiempo que se pudiera.
Sabía que afuera había un clima muy distinto al del interior. Los vidrios empañados
ayudaban a guardar el calor que nos cobijó a los pasajeros durante la media hora que
duró el trayecto desde Uruapan.
Cuando finalmente puse pies en tierra, lo que primero observé fue un tendajón a unos
pasos de la improvisada parada de camiones. Noté, con extrañeza, que había poca
gente caminando por esas calles de Angahuán. Tal era el nombre de la comunidad a la
que visitaba con motivo de las festividades al santo patrono Santiago Apóstol. En
Morelia me informaron que se trataba de un festejo de gran influencia en la región y
que la gente acudía por multitudes a presenciarla. Con esa idea en la cabeza abordé
temprano el Volvo 9700 que me llevó de Morelia a Uruapan, y tras mi llegada el DINA
500 modelo 81 del que estaba descendiendo y que me trasladó, junto con otros
pasajeros -personas y animales- hasta la comunidad purépecha de Angahuán, tierra
caliente de la intrincada sierra michoacana.
Tras saludar a estos caballeros dirigí mis pasos al interior. Al fondo del deprimente
local pude ver a una señora de avanzada edad sentada apaciblemente, casi dormida,
sobre una diminuta silla de madera. Le pedí un refresco, pues era la única bebida a la
venta que pude ver. Con un ligero movimiento de cabeza la señora asintió. Tomé una
botella de la pila de cajas llenas de coca colas que ocupaban casi toda la pared junto a la
entrada. Ver aquella abundancia de refrescos en una tienda tan humilde fue el primer
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indicio que tuve, desde mi llegada, de que habría una fiesta. Por lo demás, el pueblo se
notaba quieto y pensé si así sería siempre. Más aún, yo parecía ser la única persona
ajena al devenir del lugar, el único visitante.
Con mi coca cola en la mano salí al quicio de la miscelánea para continuar observando
la calle y a quienes por ahí pasaban. Mi observación se vio de pronto interrumpida por
una voz que me preguntó:
-¿Viene a la fiesta?
Volví la mirada hacia esa voz. Los señores me veían fijamente y en silencio esperando
una respuesta, y sin lograr identificar al autor del cuestionamiento, respondí:
-Así es… me contaron que es una fiesta muy grande la que hacen aquí.
-Pues si –dijo uno de ellos al tiempo que encendía un cigarro- es la más
importante de toda la región. ¿Es usted prensa?
-¿Cómo dijo, perdón?
-¿Qué si es usted de la prensa? –aclaró de inmediato otro de ellos.
-No… solo turista y fotógrafo aficionado.
-Mmm… de esos vienen muchos, ¿verdad tú? –le dijo al más joven. Éste solo
respondió asintiendo con la cabeza.
-Oiga, ¿aquí dónde podría hospedarme esta noche y la de mañana?
-En casa de Petronio –dijeron los cuatro casi al unísono.
Me explicaron cómo llegar a la casa, y tras conversar durante un rato más, terminé de
beber mi refresco. Entré una vez más para dejar el envase en el mismo sitio de donde
lo tomé y me despedí con un apretón de manos de cada uno de los señores.
Casi oscurecía cuando encontré el enorme caserón de color verde esmeralda que me
habían descrito mis “guías” de la miscelánea. Se ubicaba justo en la esquina de una
larga y solitaria calle en la que no había muchas casas sino terrenos que se abrían
espacio hacia el campo abierto, dos milpas y una especie de bodega que, según supe
después, era un amasijo.
Las banquetas eran inexistentes. La calle quedaba más bien trazada por una vereda
allanada e irregular en su anchura. Más allá de la esquina que conformaba la posada, a
unos treinta metros corría un riachuelo cuya trayectoria delimitaba uno de los flancos
del pueblo. El alumbrado público era casi nulo, pues a lo largo de aquella calle solo
había un poste de luz. Algunas casas encendían focos al exterior de sus fachadas y con
ello ayudaban a iluminar un poco el paso de quienes caminaban por ahí.
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VERDE ESMERALDA
Fui directamente a la entrada y toqué fuertemente al ancho portón de madera cuyo
impecable arreglo y cuidados, también notorio en ventanas, fachada y paredes, me
hacían sospechar que me encontraba ante la casa más prominente de Angahuán.
Salió a abrir una joven delgada y seria, Meche, que era parte del servicio de la casa
junto con dos chicas más que después conocí. Le expliqué mi necesidad de alojamiento
y antes de que terminara mi perorata, me abrió de par en par la puerta para ordenarme
que me dirigiera a la puerta del fondo, que ahí me informarían.
Con absoluta curiosidad caminé por el largo pasillo que conducía al fondo del caserón.
Fui encontrando, primero un pequeño patio con jardineras y una fuente, después un
tramo largo y oscuro con habitaciones a ambos lados y finalmente otro patio con
macetones llenos de flores y jaulas en abundancia con toda clase de pájaros trinadores.
-Ni me diga nada –exclamó- viene a la fiesta y busca donde quedarse a dormir
¿verdad?
-Sí señor.
Ése fue el inicio de una larga conversación, que más bien se tornó en entrevista tipo
interrogatorio sobre mi vida y mi procedencia. Hizo una copia de mi credencial de
elector y me entregó la llave de una habitación. No sin antes aclararme que, accedía a
hospedarme en su casa porque le inspiraba confianza…
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RINCÓN
Percibí un aroma a madera de cedro en cuanto abrí la puerta. Busqué el interruptor y
al encender me impresionó lo impecable, pulcro y ordenado que se encontraba todo.
En ese espacio de aproximadamente cuatro por cuatro metros se hallaba la cama a la
izquierda de la puerta. Era tamaño individual con una cabecera grande tallada en
madera con motivos florales. Junto a la cama, al fondo se esquinaban una mesa
rectangular y una silla. Sobre la mesa reposaba una lámpara que no encendía, una
jarra de plástico vacía y dos vasos de vidrio boca abajo sobre una carpeta tejida.
De frente a la entrada, ocupando casi la totalidad del muro se hallaba la ventana que
ocultaban unas sencillas pero impecables cortinas. A la derecha otra puerta
comunicaba con el baño. Tras observar por completo la habitación, no salía de mi
asombro. Nunca creí encontrar tales comodidades. Para rematar, a un lado de la
entrada del baño había una cómoda que parecía hecha a la medida para ese rincón y
que se encontraba ornamentada con chapas y cerrojos dorados sobre herrajes negros.
En ese momento caí en la cuenta de que me encontraba hospedado en una casa que
claramente contrastaba con la sencillez y porque no decirlo, humildad con que lucía el
resto de las casas del pueblo. En ese caserón todo parecía nuevo o recién arreglado.
Todo se encontraba limpio y en perfecto estado: muebles, pisos, adornos. En su interior
no solo era agradable y bien arreglada, sino incluso, diría, casi lujosa.
Era otra de las chicas que ahí trabajaban, Renata, que me preguntó de parte de Don
Petronio si lo acompañaría a merendar.
-Si gracias, dile, por favor, que en un minuto estoy ahí.
Antes de que se fuera le pedí que me indicara donde podía encontrar la cocina. Me
explicó que Don Petronio me esperaba en el comedor, no en la cocina, y me indicó
como llegar. Era en el tercer nivel de la casa.
LUZ
Tras la merienda, Don Petronio y yo hicimos una larga sobremesa platicando sobre un
montón de asuntos irrelevantes, lo que me obligaba a pensar en varias maneras de
concluir la conversación lo más pronto posible. Cuando por fin tuve la ocasión, me
excusé retirándome de la mesa y despidiéndome de mi anfitrión.
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-Joven, joven…
Me detuve y di media vuelta para encontrarme con Rocío que venía a alcanzarme. Era
la mayor de las chicas que servían en la casa. Tenía 20 años, espigada y de expresión
triste.
-Tenga esto… enciéndala antes de acostarse.
Puso en mis manos una veladora mientras me daba ciertas recomendaciones.
- ¿Por qué? ¿Te la dio Don Petronio?
-No. Se la damos nosotras para que lo proteja en la noche, está bendita… para
que le ilumine el sueño. Récele algo.
PRIMER ENCUENTRO
Me sobresaltó la fuerza con que golpeaban a mi puerta. Me levanté a toda prisa de la
cama, abrí con rapidez la puerta. Casi al mismo tiempo encendí la luz, solo para
percatarme que no había nadie ahí. Se me enchinó la piel. Nadie pudo haber tenido
tiempo de correr a esconderse entre el último golpe a la puerta y el instante en que la
abrí. Cerré la puerta y miré instintivamente la veladora recordando las
recomendaciones de Rocío cuando me la dio. Eran las 2:26.
Apagué el interruptor y regresé a la cama. Hasta ese momento noté lo silencioso del
lugar y pensé que con toda seguridad alguien habría escuchado el tremendo ruido que
provocaron esos golpes en mi puerta.
Poco a poco fui cediendo ante el sueño hasta que caí dormido…
Me incorporé hasta quedar sentado sobre la cama. No quería hacer el menor ruido. En
ese estado de alerta permanecí por un largo rato. Durante esos angustiosos minutos no
alcancé a percibir ningún sonido. Pero tenía la sensación de no estar solo en la
habitación.
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Recargué mi espalda en la cabecera y así, en esa posición, permanecí hasta que sonó la
alarma que había programado en mi teléfono. Eran las 4:20. Con toda precaución y
miedo me levanté para iniciar el día con un buen baño de agua helada.
Acostumbrado a la vida de la ciudad, me alisté como para no regresar en todo el día, sin
entrar en la consideración de que el pueblo era pequeño y que, sin importar donde
estuviera, me encontraría a muy corta distancia de la casa como para poder regresar en
cualquier momento con facilidad.
Llegué a tiempo a la iglesia. Lo suficiente para presenciar el desfile por el atrio hasta el
altar de todas esas damas, niñas con sus madres, haciendo la ofrenda floral al santo
patrono de su comunidad.
Desde ese momento no me soltó hasta que llegamos a su casa. Me explicó por el
camino que al siguiente día tendríamos otra jornada de festejos integrada por una misa
a las seis de la mañana, las danzas de los Negritos que es una tradición purépecha
ancestral, cohetones, una verbena y quema de castillos.
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Comenzamos a comer, no sin antes presentarme con todos sus familiares y amigos.
Pasaba de las diez de la noche y Don Carlos, sus dos hijos varones y uno de sus
sobrinos, me acompañaron hasta la casa de Don Petronio, que en su exterior se
iluminaba por cuatro focos, incluyendo dos en el zaguán.
Me despedí de ellos con todo mi agradecimiento a la vez que los deseos de buena
suerte de su parte para esa noche. Toqué el portón y después de un rato salió Rocío a
abrirme. Al entrar la saludé y me detuvo para decirme que por órdenes de Don
Petronio habían pasado mi mochila a otra habitación. Que si no me molestaba. Le dije
que no había problema, y al preguntar por él me contestó que ya se había retirado a
dormir. Caminamos por el pasillo y me ofreció un café de olla, mismo que acepté con
mucho gusto. Llegamos a la cocina, donde ya se tomaban uno Meche y Renata. Fue ahí
donde tuvimos la ocasión de presentarnos y platicar un rato. Les dije que me había
parecido ver a Renata en la procesión, pero las tres se apresuraron a aclarar que no
podía ser, que Don Petronio no las dejaba salir sino hasta el fin de fiesta y eso sería
hasta pasado mañana.
- ¡Qué lástima! – dije. ¿Por qué?
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Continuamos conversando, pero a ellas les interesaba saber que había visto en las
festividades. Les enseñé algunas fotografías de las que tomé ese día y hasta dejaron
que les tomara unas cuantas a ellas. Esa charla en la cocina contribuyó a cambiar la
percepción que tenía de ellas. Por primera vez las vi sonreír. Me contaron que Rocío de
20 años y Meche de 14 venían de Paracho y eran primas, mientras que Renata de 18
venía de un pueblo llamado Nueva Italia. Que sus familias habían hecho un acuerdo
económico con Don Petronio para que trabajaran para él a cambio de que ellos
recibieran el beneficio económico. Por supuesto pasó por mi mente la idea de que sus
respectivas familias las habían vendido. Y así se los dije. Conjetura con la que ellas
estuvieron de acuerdo. Ninguna de ellas tenía más de dos años trabajando ahí, tenían
techo, comida y vestido a cambio de su trabajo, pero nunca habían recibido ni un peso
como producto del mismo. Tenían un solo día de descanso al mes además de que
estaba estrictamente prohibido tener novio. Solo podían hacer amistades que el mismo
Don Petronio aprobara. Él se había convertido en su patrón, su padre, su dueño, su
capataz… su verdugo.
Se hizo un silencio sepulcral, incómodo, como esas ausencias de sonido que presagian
un terrible suceso. Esta vez no hubo miradas fugaces entre ellas, solo agacharon la
cabeza y enmudecieron. Tomé mi cámara y me puse de pie para tomar rumbo a mi
habitación. No volví a escuchar ni sus voces o ningún otro sonido que saliera de la
cocina.
SEGUNDO ENCUENTRO
Un frío estremecedor recorrió mi habitación. Helado. La profunda oscuridad
prevaleciente en él acrecentaba el misterio, la incertidumbre…el miedo.
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Me puse de pie, accioné el interruptor, pero no encendía la luz. Ahora, con mayor
fuerza que antes, sentía que había alguien más ahí, que no estaba solo. Tomé mi
teléfono y encendí su luz. Eran las 3:23.
Recorrí rápidamente con esa pequeña luz toda la habitación. No había nada, ni nadie
más.
Me senté en la cama deseando que solo fuera mi mente sugestionada la que estuviera
haciéndome esa mala pasada.
Hubo un momento en el que no pude aguantar más y, haciendo uso de toda la valentía
que pude reunir, me dirigí a la puerta con la intención de abrirla de un jalón y
descubrir, fuera lo que fuera, quien estaba del otro lado.
Antes de que pudiera tomar la chapa para hacerla girar, la puerta se abrió rápidamente.
Esto me impresionó de tal modo que me hizo caer de espaldas contra la cama. Al caer,
casi tropezar, apagué involuntariamente la luz de mi teléfono. Me hallaba en la más
absoluta oscuridad. Intenté encender de nuevo la luz de mi teléfono, pero antes de que
pudiera lograrlo, volví a sentir ese aire helado que me había despertado minutos antes.
Levanté la mirada hacia el pasillo, afuera de la habitación. Entonces la vi…
Era alta, resplandeciente, como una sombra blanca de humo…sin rostro, etérea, vacía,
fugaz… translúcida.
Hubo un momento en el que me pareció que se acercaba a mí, que avanzaba, pero un
estruendo, como un portazo, provocó que se esfumara. Así nada más, se desvaneció.
Con el desvanecimiento vino la calma. La profunda tristeza que me había provocado se
fue junto con ella.
Me puse de pie y mientras lo hacía se encendió la luz sobresaltándome una vez más.
No hice ningún intento por asomarme al pasillo y averiguar que había provocado ese
sonido; tan solo me limité a cerrar mi puerta y, tras dudarlo un poco, terminé por
apagar la luz.
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Me sentía cansado, pero no podía dormir. Me encontré dando vueltas de un lado a otro
de la cama intentando conciliar el sueño. Eran las 4:15 y aún despierto. Así me llegó la
hora de levantarme y salir a enfrentar la segunda jornada de festividades.
Me apresuré a salir, y al igual que el día anterior, sin el menor deseo de recordar lo
sucedido.
SEGUNDA JORNADA
Dirigí mis pasos a la iglesia con tiempo de sobra para llegar a la misa de la seis.
Mientras caminaba, en medio de esa oscuridad previa al amanecer, que parece siempre
el momento más sombrío, no pude evitar rememorar lo sucedido. Me estremecía evocar
las sensaciones que me causó: dolor, angustia y una tristeza infinita.
Esta vez no pude entregarme tan plenamente, como el día anterior, al gozo de todas las
festividades. Al fotografiar solo buscaba imágenes casi mecánicamente, sin siquiera
hacer uso de mi creatividad, ni mi contemplación, como siempre.
Aun así, hice acto de presencia en todos los eventos efectuados ese día, la misa
temprano, la danza de los Negritos y los cohetones. A pesar del ir y venir de todo ese
día, cuando llegó la tarde no tenía apetito. Dejé de negarlo y comencé a asumir el
hecho de que me había afectado demasiado la aparición nocturna en mi habitación. Y
me apesadumbraba tener que pasar una noche más ahí.
Esperé a que llegara la noche para fotografiar la quema del castillo y diera comienzo el
consabido baile sonidero.
ATORMENTADO
Un poco antes de llegar al zaguán de la casa, consulté la hora. Eran las 11:27. Cuando al
fin estuve a punto de llamar al portón, algo llamó mi atención en dirección al río.
De entre la boca de lobo en que se convertía aquel paraje por las noches, alcancé a
distinguir algunos pequeños destellos de luz, como si fueran diminutas estrellas
refulgentes entre los árboles que se alzaban a la orilla del riachuelo. Pensé que se
trataría de personas con velas o linternas, pero no alcanzaba a distinguir a nadie. Si lo
fueran, se les vería el rostro, pensé. Permanecí en esa contemplación durante algunos
minutos sin lograr aclarar qué origen tenían esas luces.
Toqué al portón. Escuché pasos que corrían acercándose. Renata abrió de golpe. Estaba
pálida, más de lo común, y se notaba apurada.
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Renata cerró el portón y corrió por el pasillo hasta perderse entre el primero y segundo
patio, en una de las habitaciones. Me apresuré a alcanzarla. Se escuchaban voces y
pasos. Cuando llegué inmediatamente entendí lo que sucedía.
Las tres chicas pasaban apuros intentando levantar del piso a Don Petronio que yacía
tirado al pie de la cama. Entre los cuatro lo cargamos y lo acostamos. Estaba
inconsciente. Las chicas se apresuraban a traer alcohol, sales de amoniaco, y ni con eso
reaccionaba. Me temí lo peor. Tomé la muñeca de su brazo izquierdo y le busqué el
pulso. Me alivió sentir que si lo tenía.
Finalmente reaccionó cuando Rocío le colocó sobre la frente y pecho fomentos de agua
fría. Abrió sus ojos que se notaban hinchados y llorosos. Intentó incorporarse, pero fue
inútil, no le fue posible. Me acerqué a preguntar si se sentía mejor y respondió
pidiéndome que saliera de ahí.
Me disponía a dormir cuando un leve toquido sonó a mi puerta. Era Meche que me
venía a preguntar si se me ofrecía algo de la cocina, pues ellas ya estaban por retirarse
a descansar. Le dije que no cenaría nada y le agradecí su atención. Obviamente le
pregunté por su patrón.
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EL ENCUENTRO FINAL
Conforme han pasado los años el recuerdo se ha tornado en sueño, llegando a pensar
que lo sucedido en mi habitación esa última noche fue tan solo una onírica sugestión
alimentada con las historias escuchadas y la percepción que me había construido sobre
el fallecimiento de la esposa de Don Petronio.
Dormía boca abajo y al girar de posición tuve un fugaz despertar. Abrí brevemente los
ojos y permanecí boca arriba por un instante. Un frío en el ambiente de la habitación
me alertó e intenté mirar entorno.
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Ahí estaba…
…la veladora daba una luz muy tenue, pero el humo blanco que componía la silueta de
esa aparición parecía brillar. Tampoco podía hablar… mucho menos gritar solicitando
la presencia de alguien. Prevalecía más fuerte que antes la sensación de vacío,
desesperanza y tristeza que causaba su presencia. Nunca después me he vuelto a sentir
así.
Flotaba sobre el piso y en ocasiones parecía cambiar de forma, pero nunca de tamaño.
Por primera vez noté un sonido, una especie de jadeo que asemejaba un ronquido casi
imperceptible. Podía ver su figura reflejada en el espejo ubicado detrás de ella… era
alucinante.
Se acercó lentamente hasta que llegó a poco más de un metro de mí. Ahí permaneció
inmóvil por unos instantes. Esa figura que solo estaba compuesta por humo, cambiaba
de forma levemente y, por su apariencia, podría parecer que en cualquier momento se
la llevaría una ventisca.
Con ella se fue toda la angustia que trajo. Enseguida me puse de pie y encendí el
interruptor. No me sentía bien…
Mi pecho palpitaba provocándome un dolor intenso que se extendía por todo el torso,
de tal manera que caí tumbado sobre la cama.
Al ver en riesgo mi salud y hasta mi propia vida intenté tomar mi teléfono para llamar
a mi familia, pedirles auxilio, avisarles… con bastante dificultad logré sujetarlo, pero
mi vista se nublaba, mis ojos se cerraban, aunque hacía esfuerzos para que no fuera
así. Al tomar el teléfono alcancé a ver la hora. Eran las 5:47.
Antes de que pudiera llamar a alguien mis ojos se cerraron definitivamente y las
fuerzas me abandonaron por completo; me dormí, o caí desmayado, supongo.
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NO ME VOY SOLO
Un delgado rayo de luz solar me deslumbró. Ante la conciencia del tiempo transcurrido
y el resplandor de la mañana iluminando la ventana, me incorporé y busqué mi
teléfono. Eran las 11:26.
Me sentía bien, con plenitud de descanso y sin ningún dolor ni malestar. Había
conseguido dormir y descansar lo suficiente para sentirme despejado de mente y
cuerpo.
Asomé al pasillo y miré a uno y otro lado. No había nadie a la vista. Y, como casi
siempre en esa casa, no había ruido.
Cuando por fin estuve listo para irme, busqué por toda la casa a Don Petronio. Subí
hasta el tercer nivel, su casa, y no encontré a nadie. Caminé hasta la cocina en la planta
baja y tampoco hallé a ninguna de las chicas. Aunque intrigado por tales ausencias y
pensando ¿dónde estarán todos? ¿Qué habrá podido suceder?, no detuve mi plan de
marcharme inmediatamente.
Con toda la intriga que me causaba la ausencia de las chicas y del señor de la casa, lo
que prevalecía en mi voluntad era la apremiante necesidad de salir a tiempo para
tomar el camión que me llevaría de regreso. Eran las 12:32.
Desde mi ventana cuya vista daba a la acera de enfrente pude ver a Renata y a Meche
caminando a toda prisa en dirección a la casa. Les hice señas para llamar su atención,
pero fue inútil. Se veían preocupadas y no hacían contacto visual con nadie. Daban la
impresión de encontrarse en un aprieto. Su expresión, si bien no era la de unas chicas
que se caracterizaran por ser risueñas, tampoco era de tener esa tensión en el rostro
que reflejara estar pasando por una situación lejana a su cotidianeidad. Sin entrar en
ningún tipo de consideración descendí del camión y corrí detrás de ellas.
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-Lo mismo digo muchachas… cuando desperté no había nadie en la casa ¿dónde han
estado? ¿Qué pasó?
-Ay joven –sollozó Meche- estamos metidas en un problema…
-…un problema muy grande –completó Renata.
- ¿De qué se trata? ¿Cómo puedo ayudarlas?
-Venga con nosotras a la casa. Ahí le contamos.
Sin decir una sola palabra más caminamos, casi trotamos, hasta la casa de Don
Petronio. Renata se apresuró a abrir el portón y entramos rápidamente, como
empujados por una turba furiosa.
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Regresamos a la parada de camiones, pero ya estaba vacía. Sin embargo, las chicas me
explicaron que no había problema, que salía otro para Capácuaro y que ahí podríamos
tomar un taxi colectivo que nos llevara a Uruapan.
Después de esperar más de media hora llegó el susodicho camión que, sin novedad
alguna, nos llevó a Capácuaro, tal como lo dijeron ambas chicas. Una vez ahí, tomamos
un taxi colectivo que nos llevó rápidamente a nuestro destino: la ciudad de Uruapan.
Platicamos de los planes que tenían. Renata quería terminar la escuela primaria y
añoraba con casarse con un buen hombre y tener con él muchos hijos. Meche por su
lado, quería ahorrar lo suficiente para poner su propio negocio de “ropa de moda”,
como ella misma le decía.
Eran dos niñas jugando a ser adultas, pero con el corazón bien puesto en su lugar,
firme y lleno de anhelos. Aun así, despertaba mi ternura escucharlas hablar con tal
ingenuidad y candidez sobre la vida.
Ambas se despidieron con agradecimiento y ternura. El encargado del hotel les entregó
la llave de su habitación y las vi subir las escaleras agitando su mano para despedirnos
por última vez.
EPÍLOGO
Pasé la noche en Morelia y temprano, a la mañana siguiente, fui a comprar un boleto
de regreso a Toluca. El único autobús directo salía a las 4 de la tarde. Ni modo –pensé-.
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Dejaría la habitación del hotel a la una y me buscaría distraer el resto del tiempo hasta
que llegara la hora de irme.
Una breve nota llamó mi atención. Hablaba sobre la fiesta de Santiago Apóstol en
aquel pequeño poblado. Destacaba la noticia, con fecha actual, sobre un suceso
acaecido durante las fiestas. La nota me sobresaltó.
El cadáver de un hombre originario del pueblo había sido encontrado a la orilla del río
cercano a su casa. Mi piel se erizó. Devoraba renglón a renglón el breve texto que
integraba la noticia.
Tal era la información publicada por un diario de Uruapan. No encontré ningún otro
dato al respecto.
Muchos detalles que componen esta historia los fui recordando conforme la iba
escribiendo; los lugares, las personas, el orden de los sucesos. Sin embargo, de lo que
jamás pude, ni podré desprenderme, es del cúmulo de tortuosas sensaciones que me
causó estar ante la presencia de aquella sombra blanca…
FIN.
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