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Jacq Christian - Mozart 02 - El Hijo de La Luz
Jacq Christian - Mozart 02 - El Hijo de La Luz
descubre la aventura espiritual y la vida secreta de uno de los mayores genios de la Historia. A
través de esta obra se nos muestra un fresco de la Europa ilustrada, donde los poderes reales y
eclesiásticos persiguen a los Illuminati y las logias afines, intentando anular, así, sus avanzadas ideas
liberales.
Primero una sinfonía, después una serenata… Mozart no deja de componer, como si de ello
dependiera su existencia. Pero la libertad que manifiesta disgusta profundamente a su mecenas, el
príncipe-arzobispo de Salzburgo, que sólo tolera la obediencia.
Por su lado, Thamos, el fiel compañero del artista, intenta con algunos amigos formar una
verdadera logia capaz de transmitir los ritos masónicos inspirados en los Grandes Misterios egipcios
a su protegido. Y no lo hace sin peligro, pues al poder instituido no le gusta lo que le parecen los
inicios de una revolución.
Sin embargo, Mozart no renuncia nunca y se convierte en Aprendiz masón a los veintiocho
años. La Luz está en él.
Christian Jacq
Mozart 02
Título original: Mozart. Le Fils de la Lumière
MOZART
Se reviste al iniciado con ropajes luminosos. Todo lo que en él era desorden se ordena.
DIONISIO EL AREOPAGITA
1
Miss Pimperl, una hembra de fox-terrier, brincó hacia la puerta del gran apartamento de los
Mozart y comenzó a ladrar como Leopold nunca la había oído.
Un coche acababa de detenerse ante la hermosa mansión burguesa donde la familia de músicos
se había establecido en 1773.
—¡Wolfgang ha regresado! —gritó su hermana Nannerl, una joven de veintisiete años, austera y
que sentía verdadera devoción por su padre.
Leopold abrió, Miss Pimperl bajó la escalera y corrió al encuentro de Wolfgang Mozart, un
hombre bajo de pelo claro y ojos vivos y saltones. Le lamió largo rato las mejillas, satisfecha al
recuperar a su preferido, ausente desde hacía tanto tiempo.
Algunos centenares de caricias más tarde, el joven músico pudo por fin besar a su padre y a su
hermana, que casi derramaba lágrimas.
Para Wolfgang, que pronto cumpliría los veintitrés años, aquel regreso a su ciudad natal, a la
que detestaba, significaba fracaso y encierro. Exigida por su padre, la estancia en París, tan odioso
como Salzburgo y mucho más sucio, había sido una lacerante desilusión a la que se habían añadido
otras desgracias: la muerte de su madre, enterrada lejos de su país, y la pérdida de su primer gran
amor, la cantante Aloysia Weber, con quien esperaba casarse. Alegando un exilio demasiado largo, lo
había despachado de un modo humillante.
Hoy regresaba al punto de partida, de nuevo un lacayo sometido al yugo del príncipe-arzobispo
de Salzburgo, el conde Jerónimo Colloredo, un tirano sin corazón al que llamaba «el gran muftí».
¿Se reduciría Wolfgang, ahora, a un mediocre fabricante de música ligera, destinada a distraer
a su eminencia y a la alta sociedad?
No, puesto que viajes y pruebas le habían hecho madurar. Mantenía intacta la confianza en sus
posibilidades creadoras, tras tantas horas pasadas aprendiendo a dominar todos los estilos y, según
su propia expresión, a «meterse en la música». Dolorido, no bajaría los brazos y probaría su valor.
Y, además, su despierta primita, la Bäsle, pondría alegría en casa de los Mozart, donde tanto
pesaba la ausencia de Anna-Maria. Muy aficionada a los juegos de palabras escabrosos y a las
bromas escatológicas, como la difunta y Wolfgang, lo había acompañado durante la última parte de su
trayecto y pensaba disipar la tristeza que presidiría el reencuentro.
—Un capón, uno de los platos preferidos de mi hijo —respondió el dueño de la casa.
—He hecho que subieran a tu habitación un viejo clavicordio y un armario nuevo —le anunció
Leopold a su hijo—. Estarás bien ahí, espero, y trabajarás cómodamente. Mañana mismo, el
príncipe-arzobispo te nombrará oficialmente organista de la corte y de la catedral de Salzburgo, con
un salario anual de cuatrocientos cincuenta florines[1].
—¡Tengo sed! —recordó la Bäsle, decidida a evitar los temas enojosos—. ¿Queréis que
describa a ese gran burgués de Augsburgo, tan hinchado de puro pelo por sus excesos con la
charcutería?
Ni siquiera Nannerl, más bien afectada, pudo contener una ligera sonrisa.
Alrededor del capón y de un vino tinto, bastante fuerte, cada cual disfrutó el calor de una
familia unida, que ahora miraba hacia el futuro.
Gracias a los salarios del padre y del hijo y a los honorarios de la hija, profesora de piano, al
clan Mozart no le faltaría nada.
Sencillamente, había que olvidar los sueños de gloria y ponerse a los pies del gran muñí sin
rechistar.
A través de Thamos, rey de Egipto, texto que evocaba la cofradía de los iniciados, Wolfgang se
había aproximado al gran secreto. Y nunca renunciaría a descubrirlo.
—¿Y las mozas? —murmuró al oído de Wolfgang—. A fin de cuentas, no vas a limitarte a esa
bribona de Bäsle.
—Aloysia Weber, una maravillosa cantante que va a hacer una buena carrera. Su voz es capaz
de expresar todos los sentimientos.
—No hables así de Aloysia. Una mujer debe ser libre de elegir, aunque ésta me haya hecho
mucho daño.
—Dicho de otro modo, ¡todavía estás enamorado! Debes retomar el asedio a la fortaleza.
—¡Peor para ella! En Salzburgo no faltan las muchachas hermosas. Te presentaré a algunas
jóvenes, muy agradables y simpáticas.
—¡Vamos, Wolfgang, vamos! ¿No pensarás pasar tus días componiendo música religiosa y
diversiones para Colloredo?
—Si es necesario…
—No hay prisa alguna, me falta experiencia aún. Imagínate que me caso con la mala y pierdo
así la buena.
Con la muerte en el alma, Thamos había abandonado su país para buscar a aquel ser
excepcional y preparar un medio favorable para su iniciación a los Grandes Misterios, en cuyo
transmisor se convertiría a su vez.
Wolfgang Mozart era el Gran Mago, y la francmasonería el único medio capaz de elevarlo
hacia la Luz.
Mozart era también un joven de veintitrés años cuyo genio permanecía encerrado aún en una
ganga de sentimientos, ambiciones y decepciones. ¿Bastarían para romperla su pureza, su voluntad y
su deseo de conocimiento?
Por lo que a la francmasonería se refería, dividida en varias ramas más o menos hostiles unas
con otras, ¿sabría superar las convenciones, el folclore y las vanidades de sus dirigentes para formar
un verdadero receptáculo iniciático? Thamos había puesto carne en varios asadores y recorría
Europa para examinar de cerca cualquier iniciativa individual o colectiva, en busca de hermanos o
de logias capaces de formar al Gran Mago.
En Reval, localidad cercana al mar Báltico, el egipcio asistía a la creación de la logia Isis,
bajo el impulso de un curioso personaje de treinta y seis años de edad, el conde Alejandro de
Cagliostro, pseudónimo de Joseph Balsamo. Iniciado en Londres[6] en 1777, en una logia formada
por zapateros, canteros y peluqueros, afirmaba que «toda luz procedía de Oriente y toda iniciación de
Egipto».
Cagliostro, que prolongaba la enseñanza del alquimista Paracelso, afirmaba conocer el secreto
de las hierbas, de las piedras y de las palabras mágicas, y poseer un elixir de salud.
—¿Dónde está?
—Yo soy noble y viajero. Actúo y la paz regresa a los corazones, la salud a los cuerpos, la
esperanza y el valor a las almas. Todos los hombres son mis hermanos, todos los países me son
queridos. Los recorro de modo que, en todas partes, el Espíritu pueda descender y abrirse camino
hacia nosotros.
—Tuve la gracia, como Moisés, de ser admitido ante el Eterno. Pero al no poder mantener ese
tesoro sólo para mí, he decidido compartirlo. Hoy, mi país es aquel en el que fijo momentáneamente
mis pasos. En realidad, no soy de ninguna época ni de ningún lugar. Fuera del tiempo y del espacio,
mi ser espiritual vive su eterna existencia.
—Poner en marcha un nuevo rito al que se adhieran todos los francmasones que busquen la
verdad. Debo partir, otras ciudades me aguardan.
Al componer una misa para la coronación de la Virgen[7] de la iglesia de Maria Plain, Wolfgang
se volvía una vez más hacia la figura de Nuestra Señora y le pedía que lo ayudara a salir algún día de
su prisión salzburguesa. La obra, potente, que otorgaba a la orquesta un lugar importante, fue
interpretada en la catedral de Salzburgo y no se ganó la crítica del príncipe-arzobispo.
Thamos, por su parte, se concentró en el comienzo del solo de la soprano en el Agnus Dei:
anunciaba una visión futura que el Gran Mago llevaría a la perfección[8].
—Hermano mío —dijo Carlos de Hesse al Gran Maestre de la Estricta Observancia templaria
—, he recibido en el castillo de Göttorp a un personaje extraordinario: el conde de Saint-Germain.
Pretende tener varios centenares de años de edad y no conocer la muerte gracias a un elixir
alquímico que sólo él es capaz de fabricar. De modo que le he abierto las puertas de mi laboratorio,
donde los anteriores experimentadores han fracasado. Tal vez éste lo logre.
—Y, sin embargo, cristianos y judíos permanecen separados, y estos últimos ni siquiera son
admitidos en nuestras logias.
—¡Lamentable error!
—Tal vez podamos enmendarlo. Dos hombres excepcionales solicitan hablarme de un notable
proyecto.
3
Joseph Anton, conde de Pergen, era un fiel servidor de la emperatriz María Teresa, enemiga
jurada de la francmasonería. Por orden suya, había creado un servicio secreto que luchaba contra
aquel pulpo, que, desde su punto de vista, atacaba las bases de la sociedad, de la moral y de la
religión, y tenía como objetivo oculto la conquista del poder.
Anton debía mostrarse extremadamente prudente, pues actuaba sin consultar con el ministro del
Interior. El conde, hombre de expedientes, seguía las huellas de la evolución de las órdenes y las
logias gracias a una organización de confidentes supervisados por su mano derecha, Geytrand, un ex
francmasón. Tras haber traicionado su juramento y a sus hermanos porque no le concedían un ascenso
lo bastante rápido, éste ya sólo pensaba en destruirlos.
Joseph Anton, que detestaba el verano, la luz y el calor, cerraba las contraventanas de su
despacho, corría las cortinas y trabajaba día y noche a la luz de las lámparas.
Chorreando sudor, con los tobillos hinchados, Geytrand odiaba, también, ese período del año y
aguardaba con impaciencia el regreso del frío.
—Señor conde, tengo ya la certeza de que el duque de Brunswick, Gran Maestre de la Estricta
Observancia templaria, y su ayudante Carlos de Hesse llevan a cabo una nueva ofensiva.
—No, las hostilidades parecen haber cesado. Se trata de una nueva orden masónica, los
Hermanos de Asia, cuyo carácter subversivo me parece innegable.
—¿Quién es su responsable?
—Intocables, pues —deploró Joseph Anton, que había sufrido ya un penoso fracaso al atacar
directamente a francmasones de alto rango.
En sus filas figuraban numerosos nobles y notables capaces de zurrarle la badana exigiendo el
fin de sus investigaciones. Ciertamente, María Teresa lo protegía, pero ¿acaso el verdadero dueño
del imperio, José II, se mostraría también hostil a la francmasonería?
—Uno de los fundadores de los Hermanos Iniciados de Asia[11], consejero del rey de Polonia,
está muy vinculado a Juan el Evangelista. El otro os sorprenderá. Se llama Hirschfeld.
—¿Un judío?
—Un especialista en el Talmud y en una enorme obra esotérica, el Zohar o Libro del
esplendor, que revela los secretos de la Cábala judía.
—¿Informaciones fiables?
—¿Tus fuentes?
—Uno de los lacayos del duque de Brunswick, especialmente dotado para escuchar detrás de
las puertas y generosamente pagado, y uno de los hermanos de esa nueva orden masónica. Ve con
malos ojos su verdadero objetivo: la reconciliación de judíos y cristianos en el seno de una misma
religión.
—¡Qué locura! Esos francmasones son más perniciosos aún de lo que creía.
—Que todos sus miembros sean fichados y vigilados. No permitiremos que destruyan nuestra
sociedad, mi buen Geytrand.
Dotada de una reducida orquesta, la apacible sinfonía en si bemol mayor[12] había tranquilizado
a Leopold. Ninguna tensión, nada dramático, una agradable ductilidad. En cambio, la nueva
serenata[13] lo sorprendió, a causa de varios detalles insólitos, chocantes incluso.
—Porque aspiro a tomar uno de esos coches y abandonar Salzburgo. Mi primer movimiento
rechaza el yugo de Colloredo, y lo describo tal cual es al afirmar, durante el alegro, mi voluntad de
combatir.
—No aprecio a esa burguesa ni esa música —le dijo a su padre—. Mientras permanezca
encerrado en Salzburgo, no la compondré más.
El primero era un mineralogista destinado a la universidad de Viena, Ignaz von Born, de treinta
y siete años de edad. Tenía el rostro alargado, una gran frente y los ojos negros, y era también el
alquimista y el francmasón con el que contaba Thamos para insuflar en una o varias logias un
verdadero espíritu iniciático a partir de la tradición que el egipcio iba revelándole poco a poco.
El segundo invitado era el barón Gottfried van Swieten. De cuarenta y seis años y origen
holandés, hijo del médico personal de la emperatriz María Teresa, este brillante diplomático
destinado en París, Londres y, luego, Berlín había sido nombrado en 1777 prefecto de la biblioteca
imperial y real, donde ocupaba un apartamento oficial.
Entre Ignaz von Born, austero, profundo y silencioso, y Gottfried van Swieten, vividor y
voluble, a la corriente más condescendiente le costaba pasar. Sin embargo, Thamos pretendía
asociarlos para que edificaran el templo y participaran, cada cual según su propio genio, en la
iniciación del Gran Mago.
El primero lo sabía todo del segundo, y a la inversa. La preocupación fundamental del trío era
saber si existía una cabeza pensante, agazapada en alguna parte de Viena y encargada de perseguir a
los francmasones.
—No he obtenido de ello información alguna digna de fe —declaró Von Born—. Todas las
logias de Viena están vigiladas de una forma más o menos estrecha, pero nadie ha oído hablar de otro
responsable, salvo el ministro del Interior.
—He tenido ocasión de entrevistarme con el jefe de la policía —precisó Gottfried van Swieten
— y hemos compartido nuestra desconfianza con respecto a la francmasonería. Según él, la
emperatriz María Teresa se ocupa personalmente de ese caso. ¿Lo habrá entregado a un hombre de
confianza, y cómo desenmascararlo? Hacer demasiadas preguntas levantaría sospechas.
—Ni el hombre ni el músico están listos aún —respondió el egipcio—. Tanto por su parte
como por la nuestra, queda mucho trabajo por hacer.
4
—Los actores no son muy buenos —murmuró Wolfgang—, pero el texto es arrebatador. Me
evado de Salzburgo por unas horas.
—Me gustaría presentarte a Böhm, el director de la compañía. Te tiene reservada una sorpresa.
El joven, intrigado, acompañó al egipcio hasta el despacho del director, que lo recibió
calurosamente.
—¡Ah, señor Mozart, qué gusto conocerlo! Uno de mis amigos, el barón Tobias von Gebler, me
habló de un drama por el que ya no siente interés; se trata de Thamos, rey de Egipto. Os deja plena
libertad para desarrollarlo y ponerle música. Por mi parte, me gustaría montar la obra. ¿Os interesa?
Contactado por su hermano Thamos, que había vuelto a ver y convencido a Von Gebler, el
francmasón Böhm se alegraba de añadir a su repertorio un drama musical alemán.
Por lo que a Wolfgang se refería, se sentía movido por una formidable energía y veía la
posibilidad de realizar su gran proyecto. Como obertura de la obra, su sinfonía en mi bemol
mayor[15]. Luego reharía la orquestación, reformaría los coros ya compuestos y añadiría, por lo
menos, uno nuevo, en vez del final instrumental, para dar a la obra más amplitud y majestuosidad.
—Cuando queráis.
De la biblioteca de su mansión, Thamos sacó una novela del abad Jean Terrasson, titulada
Séthos. Wolfgang la devoró en una sola noche y degustó, así, la atmósfera del Antiguo Egipto.
Luego, en compañía de su mentor, bogó hasta la ciudad santa de Heliópolis, donde oficiaban
los sacerdotes y las sacerdotisas del sol. El sumo sacerdote, Séthos, se disponía a coronar faraón al
joven Thamos.
—Thamos es una trasposición de Tutmosis, «El que ha nacido de Thot», el dios de los sabios y
los escribas. Redactó un libro que revelaba la ciencia de la iniciación de la que el señor de mi
monasterio, el abad Hermes, fue el último depositario.
—¿Os la transmitió?
—La unidad, número de Dios, nos es incomprensible. Cuando nace la dualidad, matrimonio y
separación al mismo tiempo, la creación se desarrolla. La primera forma perceptible es el triángulo
formado por la gran diosa Isis, su esposo Osiris y su hijo Horus. Cuando un creador actúa según el
Tres, asimilándolo a lo más íntimo de su pensamiento, prolonga la obra primordial.
—Tres bemol, tres acordes, tríos encadenados, tríos vocales… ¡Tengo muchos modos de dar
vida a ese número!
—A veces no soy yo el que hace música, sino que la música me hace a mí. Entonces, la
corriente mana y nada podría detenerla.
—¿La de Heliópolis?
—La ciudad sagrada corre grave peligro, a causa de una revolución fomentada por el cruel
Ramsés. Ha destronado al sabio faraón Menes, al que todos creen muerto. En realidad, se oculta bajo
el nombre de Séthos, el sumo sacerdote, y debe coronar a Thamos, hijo de Ramsés.
—El joven es puro, recto y generoso, ¡exactamente lo contrario que su innoble padre! Desea
casarse con una muchacha maravillosa, Sais, enamorada de él. Pero Sais tampoco es la que se cree.
Durante la revolución, según la versión oficial, Tharsis, hija del faraón Menes, habría perecido en
las llamas. En realidad, ha sobrevivido y ha tomado el nombre de Sais, lo que su padre ignora.
—El pueblo, que añora al prudente Menes, comienza a rugir contra la tiranía y no aprueba la
coronación de Thamos. Si la hermosa Tharsis viviera aún, se convertiría en reina. La situación
parece tanto más comprometida cuanto Mirza, la gran sacerdotisa del templo, se revela perversa y
maléfica. Informada de la verdadera identidad de Sais, confía el secreto al infame Pheron, un traidor
que aparenta ser el mejor amigo de Thamos mientras prepara su perdición. Mirza, que desea impedir
a toda costa la boda de Thamos y Sais, que formarían una pareja real prendada de la justicia, concibe
un espantoso proyecto: arrojar a Sais en brazos del traidor para que sea coronado en lugar de
Thamos.
Wolfgang descubrió la galería de la morada reservada a las vírgenes del sol. Allí, contempló a
la maravillosa Sais y experimentó el profundo amor que Thamos sentía por ella. Los sentimientos de
la muchacha eran igualmente intensos, pero deseaba consagrarse a la iniciación, al culto de la luz y a
la práctica de los misterios.
—Esa actitud se adapta a los designios de la gran sacerdotisa Mirza —observó el egipcio—.
Al permanecer con sus hermanas, Sais no se encontrará con Thamos y el matrimonio no se celebrará.
—Mirza se atreve a decirle a Thamos que Sais ama al traidor Pheron —se indignó Wolfgang—.
El príncipe, desesperado, da pruebas de una rara nobleza y acepta renunciar a aquella con la que
tanto deseaba casarse. A Sais, como a cualquier otra mujer, le toca elegir su destino.
—A pesar de su sufrimiento, Thamos incluso acepta consagrar esa unión —precisó el egipcio
—. Sólo cuenta la felicidad de su amada.
Wolfgang entró en el templo de los fieles del sol, donde el traidor Pheron, mancillando la
palabra dada, se atrevía a jurar por la divinidad, ante su «gran amigo» Thamos, que le sería siempre
fiel.
—La gran sacerdotisa Mirza anuncia a Sais que muy pronto reinará. La muchacha se reserva la
opinión para cuando llegue el momento, el poder no la atrae en absoluto. Pero el traidor Pheron no
quiere ni oír hablar de ello. Si, por ventura, Sais se negara a desposarlo, se apoderaría del trono por
la fuerza.
—Sais implora al alma de su padre, al que cree muerto, que la guíe. Escuchada su plegaria,
decide no reinar en lugar de Thamos y permanecer en el templo con sus hermanas.
Thamos, rey de Egipto, cuarto acto
—El tiempo de las revelaciones prosigue —indicó Wolfgang—. A Thamos, el sumo sacerdote
Séthos, alias Menes, le comunica que Sais es su hija.
—Las fuerzas de las tinieblas no renuncian. Mirza y Pheron proyectan asesinar a Thamos
durante la ceremonia.
—Un coro mixto, muy solemne, celebra la omnipotencia de la divinidad —decidió el músico.
—Flautas mágicas… Sí, anuncian la coronación del joven faraón. Séthos-Menes enciende la
llama y derrama en ella incienso. ¿Quién va a oponerse a esa coronación?
—Thamos se arrodilla ante ella y le jura obediencia. Pheron hace a la futura soberana la
pregunta decisiva: ¿con quién piensas casarte?
—Con nadie —responde ella—. Me he consagrado al culto del sol. Y si debiera casarme, lo
haría con Thamos.
—Pheron, el traidor, grita que es una traición —se indignó Wolfgang—, y da a sus aliados la
señal del asalto.
—En ese instante, Séthos se quita el manto de sumo sacerdote y aparece como el faraón Menes.
Todos se inclinan, incluso los rebeldes. Mirza se clava un puñal, Pheron es detenido. El rey permite a
su hija casarse con Thamos.
—Se desencadenan rayos y truenos —indicó el músico—. Matan a Pheron, que seguía
blasfemando. Para finalizar el drama, el solo de bajo del faraón, en armonía con el coro, proclama:
«Hijos del polvo, temblad y estremeceos». Y el sonido de las flautas mágicas devuelve la paz y la
alegría.
5
Finalmente llovía y la mañana era muy fresca. Gracias a la muerte del estío, Geytrand renacía,
con tanta más fuerza cuanto los últimos informes de sus confidentes eran como para alegrarles.
—La Estricta Observancia templaria está en mala posición —le anunció a su patrón, Joseph
Anton—. Como suponíais, la encarnizada lucha entre el duque de Brunswick y el de Sudermania
perjudica a toda la orden. Los hermanos caballeros se lamentan y reprochan al Gran Maestre que no
cumpla sus promesas. El último intento de conciliación ha terminado en fracaso. Cada cual mantiene
sus posiciones, no hay contacto alguno entre suecos y alemanes.
—No es imposible, señor conde, pero luchará hasta el final. Prudente, congela durante tres
años las iniciaciones en la cumbre para no introducir lobos en el aprisco. Así, permanece rodeado de
fieles y controlará a los dignatarios. Mejor aún: ya no prevé crear logias en Alemania, y no seguirá
armando caballeros en Viena.
—Sin embargo, no debemos bajar la guardia. Puede tratarse de una jugarreta o una artimaña. El
Gran Maestre y su compadre son tozudos. No renunciarán a sus poderes ni a la expansión de la
orden. Que nuestros confidentes no bajen la guardia.
El duque de Brunswick sentía el peso de sus cincuenta y ocho años, tan gravosos frente a las
vigorosas treinta y cinco primaveras de su mano derecha y confidente, Carlos de Hesse.
—Nos amenaza una escisión, pero me niego a abandonar. Nuestro ideal no puede desaparecer a
causa de las ambiciones de un príncipe sueco.
—Os apruebo sin reservas, Gran Maestre, y tal vez tenga una pista. Parece ser que en Lyon, la
capital de nuestra segunda provincia templaria, hay mucha actividad. El hermano Willermoz ha hecho
largas y pacientes investigaciones que le habrían permitido obtener la piedra filosofal y el
conocimiento de ciertos misterios. Olvidemos Austria y Alemania y volvámonos hacia la capital de
los galos.
«¿Por qué el Superior desconocido, ese tan clarividente egipcio, no regresa a aconsejarme?»,
se preguntaba Femando de Brunswick.
Provistos de una orden de detención en toda regla, los policías se presentaron en el domicilio
del abad Lorenzo da Ponte, a quien le habían prohibido ya enseñar en diciembre de 1776, y
considerado culpable de predicar peligrosas ideas revolucionarias al afirmar que el hombre sería
más feliz en estado natural que en el seno de instituciones sociales en exceso constrictivas. En
resumen, el abad predicaba la destrucción de la Iglesia y de la sociedad.
En efecto, aquel mismo día, Lorenzo da Ponte, que en realidad se llamaba Emmanuele
Conegliano y era de origen judío, cruzaba la frontera austríaca para ponerse a salvo. Gran mentiroso
ante el Eterno, infatigable mujeriego que no vacilaba en abandonar a un hijo no bienvenido, se había
decidido a salir de Venecia, donde, a causa de sus repetidas fechorías, no se sentía ya seguro. Por lo
demás, las autoridades querían condenarlo al destierro «por adulterio y concubinato públicos»,
actividades que habían provocado ya su expulsión del seminario de Treviso.
Todo aquello no impedía al buen abad poseer una buena cultura literaria, leer con asiduidad a
Dante, Petrarca y Tasso, y presumir de poesía componiendo versos más bien hueros aunque
correctamente escritos. En los salones de alto copete obtenía buenos éxitos improvisando sonetos o
pequeñas odas sobre un tema cualquiera.
Tras ello, le levantaba las faldas a alguna dama encantada por su talento y vivía a sus expensas
antes de pasar a otra.
Hoy, esa existencia dorada concluía. A sus treinta años, a Da Ponte no le gustaba en absoluto el
exilio forzado que lo obligaba a vagabundear por los caminos en busca de un buen empleo.
Apuntaba, pues, a la corte de Viena donde, según los rumores, un buen libretista tenía muchas
posibilidades de tener éxito. Y el abad creía en su talento como autor. Redactaría con rapidez, y por
encargo, los textos que reclamaban los compositores de ópera. ¿La concurrencia? Acabaría con ella.
Decidido a olvidar Venecia, Lorenzo da Ponte avanzó orgullosamente hacia la capital del
imperio austríaco.
—¿Buena o mala?
—Para tu antigua amada, excelente. La señorita Aloysia Weber acaba de ser contratada en la
ópera alemana de Viena, donde se ha instalado su familia.
—Aloysia es una maravillosa cantante. Dirige su vida como quiere y le deseo mucho éxito y
felicidad.
—Tal vez la amaré mucho tiempo, siempre incluso. Es la primera mujer que despertó en mí ese
sentimiento, dulce y poderoso a la vez, tierno y violento, calmo y ardiente. Gracias a ella, mi alma se
abrió a esta realidad maravillosa.
—Pues intenta conocerla mejor tratando con otras muchachas. A menos que desees reconquistar
a Aloysia…
—En ese caso, no te hagas mala sangre y aprende a distraerte. ¡No me digas que Thamos, rey
de Egipto te roba todo tu tiempo!
—Pues es cierto. Cumplo del mejor modo posible mis obligaciones de músico-lacayo para
consagrarme a esta obra, cuyo libreto me apasiona. Estoy muy lejos de percibir todos sus aspectos,
pero estoy convencido de que la música me abrirá muchas puertas y me arrastrará hasta el corazón
del pensamiento de los sacerdotes del sol.
—¡Las tuyas me bastan y me sobran! Cuando tengas las respuestas, me lo cuentas. ¿No es ése el
privilegio de la amistad?
6
—¡Alteza, éxito total! He encontrado a un ser excepcional que me ha iniciado en una logia de la
Rosacruz. Evoca a los espíritus y los hace presentes en la tierra.
—¿Su nombre?
—Hay que seguir, aunque acercándoos a los espíritus y a la Rosacruz, la vía templaria no lleva
a ninguna parte.
—Envío una circular a todos los capítulos de la Estricta Observancia —decretó— para
recordarles que yo, el Gran Maestre, poseo conocimientos secretos. Para elevarse hasta ese saber,
los hermanos tendrán que mostrarse virtuosos y respetar más la moral. En adelante, el rango
jerárquico ocupado por un francmasón dependerá de su grado de iniciación a esta ciencia esotérica.
Esta vez, el barón de Hund, fundador de la Estricta Observancia templaria, estaba realmente
muerto.
Joseph Anton leyó lentamente la «circular Brunswick» que Geytrand acababa de entregarle.
—También otros creen en Cristo, en Mahoma o en no sé qué dios —murmuró Anton—. ¿Será el
tal Waechter uno de los Superiores?
—Según Femando de Brunswick, sí. Pero de acuerdo con algunos rumores, su circular se está
recibiendo bastante mal. Muchos hermanos esperaban la resurrección de la orden caballeresca de la
que obtendrían ventajas materiales. Puesto que el duque ha amenazado con dimitir si no se lo
escuchaba, los dignatarios lo apoyan. Sin él, todo el edificio se derrumbaría. Pero, ante las críticas y
las reacciones negativas, el Gran Maestre ya comienza a retroceder.
—En resumen —concluyó Joseph Anton—, estamos abocados a discusiones sin fin.
—Con un poco de suerte, la orden se derrumbará como un castillo viejo y arruinado, barrido
por los malos vientos.
—No cuentes con eso, Geytrand. Suponiendo que Brunswick haya sido realmente
desestabilizado, muy pronto recuperará el equilibrio y tomará de nuevo el mando de la embarcación
con su habitual firmeza.
A regañadientes, el fox-terrier tuvo que abandonar su lugar, y Wolfgang se reunió con su grupo
de amigos músicos. Tocaron una sinfonía concertante[16], donde el violín y la viola ocupaban los
primeros papeles. A la espera de la representación de Thamos, rey de Egipto, esa obra se había
impuesto a su espíritu.
La sabia utilización de los silencios ponía de manifiesto los impulsos melódicos que
conmovieron a Anton Stadler.
—Pero qué has compuesto, Wolfgang… ¡Me asombras! ¿Eres realmente un hombre normal?
Dadas las graves dificultades que encontraba el Gran Maestre Femando de Brunswick, los dos
rosacruces de oro más activos, Wöllner y Bischoffswerder, decidieron dar un gran golpe. Durante
una Tenida de la logia madre[17] de los Estados prusianos, a la que asistían Thamos, conde de Tebas,
y varios visitantes notables, el venerable Wollner tomó la palabra en un tono de extrema gravedad.
—¿Continuará, sin embargo, esta logia formando parte de la Estricta Observancia? —preguntó
Thamos.
—Imposible —respondió Wöllner—. Nuestra logia madre y todas sus hijas abandonan la orden
templaria y se unen a la Rosacruz de Oro.
Joseph Anton pasaba la Nochevieja solo, limitándose a un vaso de vino tinto y a un pedazo de
pavo frío. El período de fiestas le exasperaba. Puesto que no creía en Dios ni en el diablo, y menos
aún en la bondad humana, no soportaba aquella orgía de religiosidad y los festejos forzosos durante
los que los peores enemigos fingían entenderse mientras duraba un banquete.
La Estricta Observancia templaria había sido causa de numerosas noches en blanco, tan
peligrosos parecían sus proyectos políticos. Poner en pie una milicia de caballeros ávidos de
reconquista, ¿no suponía querer derribar el trono imperial?
Favoreciendo la entrada en las logias de algunos jesuitas, que se guardaban mucho de revelar
su pertenencia, Anton deseaba, a la vez, recoger el máximo de informaciones y pervertir el espíritu
masónico, orientando a los hermanos hacia un catolicismo teñido de misticismo y de ceremonias
ocultas, dicho de otro modo, hacia la Rosacruz de Oro que triunfaba hoy en Berlín.
Una hermosa victoria del conde de Pergen, cuya estrategia consistía en dividir y enfrentar a los
movimientos masónicos para impedir una eventual unidad, fuente de un temible poder.
La guerra estaba muy lejos de haberse ganado, pues, a pesar de sus éxitos, no podía mostrarse
en el proscenio. Oficiosamente alentado por la emperatriz María Teresa, le inquietaban las
tendencias liberales de José II. ¿Sabría reconocer sus méritos y comprender la importancia de su
misión?
Sonaron las doce campanadas de medianoche y comenzó un nuevo año. Mientras los jaraneros
se abrazaban deseándose salud y felicidad, Anton clasificaba sus expedientes. Ningún francmasón
iba a escapar de él, sobre todo en Viena.
7
La compañía de Böhm, que pasaría aún algunos meses en el principado, ensayaba El rey Lear
de Shakespeare. Wolfgang llamó al director cuando salía del teatro.
—En efecto, señor Mozart, en efecto. Pero el proyecto resulta más complejo de lo previsto y…
—¡No os burléis de mí! El texto y la música están a vuestra disposición, yo estoy preparado
para dirigirla y vuestros actores están acostumbrados a aprender obras más largas y difíciles.
—En Salzburgo sólo somos huéspedes de paso, y debemos tener la aprobación de las
autoridades para montar cualquier obra.
—El drama habría sido representado ya, al menos parcialmente y sin éxito alguno, y vuestra
música no le ha gustado al príncipe-arzobispo. De modo que es mejor no insistir.
—No me dejan otra opción —declaró Böhm, desolado—. Me habría gustado tanto satisfaceros
y obtener un gran éxito.
Informado de los sinsabores que estaba viviendo la Estricta Observancia templaria, Jean-
Baptiste Willermoz escribió a Femando de Brunswick y a Carlos de Hesse, dos grandes señores a
quienes admiraba por sus títulos y su posición social.
Gracias a su saber oculto, el místico lionés le aseguró a Carlos de Hesse que un ángel protector
permanecía continuamente a su lado y que produciría ruidos sobrenaturales cuando aprobara su
conducta.
Luego precisó: «La francmasonería no tiene esencialmente más objetivo que el conocimiento
del hombre y de la naturaleza; basada en el templo de Salomón, no puede ser ajena a la ciencia del
hombre, puesto que todos los sabios que han existido desde su fundación han reconocido que el
famoso templo sólo existió, a su vez, en el universo para ser el arquetipo universal del hombre
general en sus estados pasado, presente y futuro».
Muy pronto, los discípulos del comerciante lionés reinarían sobre la francmasonería y la
devolverían a Cristo salvador.
Anton Stadler intentó en vano alegrar la comida del vigesimocuarto aniversario de Wolfgang.
Nannerl estaba tan funesta como de costumbre, y el propio Leopold deploraba la tristeza de su hijo,
incapaz de componer. Ni siquiera Miss Pimperl conseguía ya distraerlo.
Rechazando una suculenta tarta de manzana, Wolfgang recorrió al azar las calles nevadas y
desiertas que formaban los corredores de una cárcel de la que jamás saldría.
—¡Jamás!
—La obra no ha muerto. Al profundizar en ella, has franqueado una nueva etapa hacia el templo
que tu música comienza a evocar. Ninguna de tus percepciones te será inútil.
—¡Colloredo me amordaza!
—Destruir su poder no será fácil, lo admito. Puesto que los misterios egipcios no gustan,
cambiemos momentáneamente de estrategia.
—¿Otro proyecto?
—Un himno a la libertad, en forma de fábula que recupere temas de moda y no escandalice a
Colloredo.
—Decídete entonces.
—La historia de una mujer injustamente encarcelada y que quiere recuperar la libertad.
Wolfgang esperaba trabajar de nuevo con Thamos, pero fue Johann Andreas Schachtner,
escritor y trompetista de cuarenta y nueve años, quien se presentó en su casa con un libreto de ópera
bajo el brazo.
Schachtner se había interesado ya por Bastián y Bastiana y había traducido al alemán La finta
giardiniera. Ignoraba que El serrallo[18] derivaba de un relato del francmasón Lessing, Nathan el
Sabio, en el que desarrollaba ideas abordadas en los trabajos de la logia.
—¡Con mucho gusto! Me ayudará a olvidar el invierno para transportamos a Oriente, a casa del
sultán Solimán, un implacable tirano. Sin dejar de gemir por su suerte, sus esclavos parten piedras.
Entre ellos, un cristiano, Gomatz. Desesperado, agotado, se adormece ante los ojos de la hermosa y
hosca Zaida, cristiana y futura favorita del serrallo. La muchacha deposita su retrato junto al
durmiente.
—Ruge la tormenta —precisó el compositor—, y los soldados del sultán capturan de nuevo a
nuestros héroes.
—Zaida intenta enternecer al monstruo, en balde. Ante tanta crueldad, clama su sed de libertad
y su amor por Gomatz. Morirán con la cabeza bien alta.
—Revelando que son su hijo y su hija. El sultán les concede la vida y la libertad.
Finalmente, el profesor Adam Weishaupt, de treinta y dos años de edad, veía cumplirse su
sueño. La orden secreta de los Iluminados de Baviera ya no era una utopía, puesto que hoy contaba
con setenta miembros de notable importancia cuya autoridad intelectual gravitaría sobre la evolución
de las mentalidades y de la sociedad.
En este terreno, al jurista Adam Weishaupt le faltaba, cruelmente, la competencia. Por eso se
dirigió a un afamado especialista en rituales masónicos, el barón del Imperio Adolfo von Knigge.
Originario de Hannover, desprovisto de tierras y fortuna pese a su pomposo título, aquel joven de
veintiocho años, protestante liberal, era a la vez dramaturgo, poeta y hombre de negocios.
Adam Weishaupt se presentó y agradeció al barón Adolfo von Knigge que hubiera aceptado
verle en secreto.
—Porque dirijo una orden masónica, los Iluminados de Baviera, desconocida por las
autoridades y la policía.
—¡Peligrosa iniciativa, profesor!
—Si se desea cambiar el mundo y servir a la humanidad, hay que saber aceptar riesgos.
—No siempre, hermano mío. Sin embargo, es la única vía que me parece digna de interés,
puesto que los sistemas filosóficos ordinarios no me convencen. En religión, floto entre la fe y la
incredulidad, pues las distintas doctrinas están vacías de sentido. Sin embargo, cualquier revolución
brutal sería condenable. No supondría progreso alguno si los hombres, a causa de sus pasiones,
siguen siendo lo que hoy son. Sólo la mejoría intelectual y moral de la humanidad modificará la
situación.
—Algunos jesuitas, infiltrados en las logias, intentan pervertir a los francmasones llevándolos
hacia la Iglesia de modo insidioso.
—Es cierto —reconoció el barón Von Knigge—, especialmente los círculos de la Rosacruz de
Oro.
—Los Iluminados de Baviera quieren detener esta deriva, sin escandalizar a sus hermanos,
aunque proponiéndoles un nuevo camino.
—Ofreciendo nuevos rituales más ricos y profundos que los de la Estricta Observancia.
—¿Están ya redactados?
—En esbozo —reconoció Weishaupt—. Pero solo no conseguiré llevar a cabo esa tarea.
Solicito vuestra ayuda y vuestros consejos.
—Sed claro, hermano mío: ¿deseáis que escriba los rituales de la orden de los Iluminados de
Baviera?
—Acepto.
9
La nueva misa breve[21] de Wolfgang se adecuaba a los límites de tiempo impuestos. Sin
embargo, su Benedictus, que mostraba una revolución muy poco religiosa, no complació en absoluto
al príncipe-arzobispo. Afortunadamente, el Agnus Dei, aunque cercano al estilo de una ópera[22],
presentaba una dulzura tan seductora que la cólera del dueño de Salzburgo se esfumó.
—De todos modos debería desconfiar —le recomendó Anton Stadler a Wolfgang—. Colloredo
no es del todo estúpido y acabará advirtiendo que tu música manifiesta tus sentimientos hostiles. Y
algunos de nuestros queridos colegas no dejarán de dar la alerta.
A comienzos de una luminosa primavera, Wolfgang olvidó al gran muftí y dio los últimos
retoques a sus Vesperae solemnes de confessore[23], en cuyo corazón brilla un fragmento
excepcional, el Laudate Dominum, para voz de soprano y coro.
Thamos el egipcio no había oído nunca antes un canto tan puro, capaz de expresar la aspiración
del alma a lo divino y el diálogo entre el individuo y la comunidad de las estrellas.
El Gran Mago se consolidaba día tras día y, esta vez, rozaba lo sublime. Al escuchar este
pasaje, todo el ser era transportado a otro mundo. Y esta alabanza al Señor se elevaba al nivel de un
ritual.
Johann Joachim Christoph Bode, Venerable adjunto de la logia Amalia de Weimar, se alegraba
de proceder a la iniciación de un célebre escritor de treinta años, Johann Wolfgang von Goethe.
Autor de Las desventuras del joven Werther, era también dramaturgo, poeta, jurista, químico y,
desde 1775, consejero político y económico del gran duque de Weimar.
Dada la ausencia del Venerable vitalicio, Von Fritsch, Bode cumplió con ardor esa función.
Goethe apreció la ceremonia y no lamentó haberse comprometido en el camino de la francmasonería.
Agradeció a Bode que hubiera sabido despertar su interés por esa escuela de pensamiento, heredera
de las antiguas iniciaciones y zócalo de una filosofía nueva que el mundo necesitaba.
Como Bode, Goethe temía graves convulsiones políticas y sociales que arruinaran Europa y la
sumieran en horribles conflictos. Era, pues, preciso modificar las mentalidades y llevar a cabo las
reformas indispensables para evitar semejante desastre.
¿No sería la francmasonería una de las fuerzas capaces de conducir ese justo combate y hacer
que la luz triunfara sobre las tinieblas?
—Cuando un hombre de acción toma por su cuenta una utopía, se convierte en una máquina de
guerra. Y la francmasonería podría unir a pensadores y activistas, a imagen de Goethe, político y
escritor a la vez. Quiero toda la información que puedas conseguir sobre esta logia de Weimar.
—Esperémoslo, Geytrand.
Wolfgang, despechado, confió su malestar a tres breves canciones sobre poemas de Johann
Timotheus Hermes.
—No confundamos el poder de los gobernantes con la verdadera grandeza —le recomendó
Thamos a Wolfgang, caminando a su lado—. Expresar soledad, sufrimiento y decepción te libera,
pero me gusta sobre todo tu conclusión: no encerrarte en la mediocridad. Si confortas tu magia,
romperá todos los cepos.
—Te equivocas. Al igual que Thamos, rey de Egipto y Semíramis, es el preludio de una gran
ópera.
—Nos rigen dos tiempos: el que se nos impone desde el exterior y el que nosotros moldeamos.
Cuando se reúnan, conocerás intensas alegrías, siempre que no cedas ni una pulgada de terreno a la
abulia. De lo contrario, serás sólo una brizna de paja.
—Eso es.
—La soledad terminará, y tu esperanza se verá coronada por el éxito. Trabaja sin descanso,
pues nada de lo que hayas preparado se habrá perdido.
Thamos, que se preguntaba sobre las cualidades iniciáticas y las verdaderas intenciones de
Cagliostro, acudió a la capital de Alsacia para asistir a una Tenida dirigida por el extraño personaje
que alardeaba de haber seducido a uno de los altos dignatarios franceses, el cardenal de Rohan. El
prelado estaba convencido de que Cagliostro sabía fabricar oro y se lo proporcionaría en caso
necesario.
Luego ordenó que entrara una joven, Colombe, y un muchachito, Pupille, a quienes pidió que
leyeran el mensaje de los ángeles y los profetas. Entraron luego en contacto con el alma de los
muertos queridos por las personas presentes.
—A vos, y sólo a vos, puedo deciros la verdad: recojo fondos para desarrollar mi red de
logias. El cardenal de Rohan acaba de concederme, por lo demás, nuevos subsidios. El día en que
revele mis verdaderos secretos, vos estaréis presente y comprenderéis el sentido de mi Búsqueda.
Hombre de teatro de la cabeza a los pies, Emmanuel Schikaneder era, a la vez, director de
compañía, actor, cantante, director de escena, coreógrafo e, incluso, compositor cuando las
circunstancias lo exigían. Con veintinueve años de edad y aspecto floreciente, ostentaba una
abundante cabellera negra. Su gruesa mandíbula y su mentón con hoyuelo revelaban una
determinación a toda prueba.
Quería conquistar la ciudad con una obra burlesca, La alegre miseria o los tres aprendices
mendigos, y representaba en ella el primer papel, llorando alegremente por su suerte.
—¿Sois actor?
—Vos nos traéis una bocanada de aire fresco, señor Schikaneder. ¿Aceptaríais cenar en mi
casa?
—¡Con mucho gusto! Mi esposa Éléonore, una excelente actriz, os contará mil y una anécdotas.
El jovial actor resultó ser un excelente lanzador de dardos y, encantado con aquella nueva
amistad, regaló unas entradas a la familia Mozart para toda la temporada salzburguesa.
¿Quién podía ser el autor de semejante traición, sino una de las criaturas del duque de
Sudermania, furioso al no poder obtener el poder absoluto y que prefería sabotear el navio?
Tras haber consultado con Carlos de Hesse, el Gran Maestre decidió reunir a sus hermanos en
un convento, en Wilhelmsbad, con el fin de salvar la orden, gravemente amenazada. Para preparar los
debates de aquella asamblea, planteó varias cuestiones a todas las logias: en primer lugar, ¿tiene la
orden verdaderos superiores? ¿Quiénes son? ¿Dónde residen? ¿Se vincula a una sociedad más
antigua y, en ese caso, a cuál? ¿Desciende de la Orden del Temple?
En segundo lugar, ¿cómo deben organizarse del modo más apropiado el ceremonial y los
rituales?
En tercer lugar, ¿puede restaurarse económicamente, con toda seguridad, la Orden del Temple?
En cuarto lugar, ¿el objetivo asignado a la orden debe ser público o interior? ¿La beneficencia,
el apoyo mutuo entre hermanos y la educación de los hombres para el Estado pueden constituir los
objetivos exteriores que justifiquen la existencia de la sociedad?
En quinto lugar, ¿existen algunos conocimientos cuyo único depositario sea la orden?
Como su ángel custodio no se manifestó en modo alguno, Carlos de Hesse se preguntó sobre el
fundamento de esa pasmosa andadura.
—Al advertir vuestra sinceridad, los Superiores desconocidos acudirán en nuestra ayuda —
estimó Femando de Brunswick.
11
—¿Casarte, tú?
—Claro, puesto que soy un muchacho honesto. No tenemos dinero, pero seremos muy felices y
fundaremos una familia numerosa[28].
—¡Magnífico programa, Anton! Me satisface que por fin tomes el buen camino.
—También a mí —suspiró Stadler—. ¡Son tan complicadas las mujeres! Al menos, ésta sabe lo
que quiere. Y, además, una buena noticia nunca llega sola. En la corte han reconocido mi talento
como clarinetista, y pronto obtendré un puesto oficial.
—¡La Estricta Observancia templaria ha muerto! —canturreó Geytrand, cuyo siniestro rostro
expresaba una alegría malsana—. Como respuesta al panfleto que revelaba sus bajezas, he aquí la
increíble respuesta del Gran Maestre: ¡un cuestionario a las logias que demuestra su total
desconcierto!
—Esa gestión provoca tales remolinos que el convento de Wilhelmsbad, si es que se celebra,
no se reunirá de inmediato —añadió Geytrand—. Y un nuevo seísmo afecta a la orden templaria: la
dimisión del duque de Sudermania y de todos los hermanos suecos que se niegan a mezclarse con
escándalos.
—Yo soy menos optimista que tú, pues Brunswick y su cómplice Carlos de Hesse tienen
caracteres bien templados y lucharán hasta el final. Nunca encontrarán un ejército como la Estricta
Observancia. Tal vez sólo esté atravesando un mal momento, tal vez salga más fuerte y unida después
del convento. He vuelto a leer los rituales templarios y los considero amenazadores. ¿Acaso el nuevo
caballero no se entrega al simulacro de un crimen, no entra en la logia blandiendo una «cabeza
coronada», no quiere vengar a Jacques de Molay decapitando a Felipe el Hermoso y a todos los
malos reyes, no predica la igualdad entre los hombres y no reclama la atribución de la soberanía a
los pueblos? Sobre todo, no bajemos la guardia y que tus confidentes sigan movilizados.
Anton Stadler, encantado de participar en ellas, se sintió turbado al comunicar a Wolfgang una
noticia que podía entristecerlo.
—¡No, oh, no! A menos que consideres el matrimonio como una enfermedad.
—¿Aloysia, casada?
Tras aquellas obritas, Wolfgang cortó definitivamente el tenue hilo que lo unía aún a Aloysia.
Su primer gran amor ya era sólo una sombra, perdida para siempre en las brumas del olvido.
Karl Theodor, presunto heredero del trono de Baviera, conseguía sus fines. Tras un largo
período de inestabilidad que amenazaba con desembocar en un mortífero conflicto entre Austria y
Prusia, reinaba sobre Munich y pensaba de nuevo en hacer que floreciera la vida artística, a pesar de
las objeciones de su consejero y confesor, el jesuita Frank, que deseaba verlo más consagrado a la
devoción y a la plegaria.
Recibía, pues, a varias personalidades para recoger sugerencias. Aparecía como un príncipe
liberal, deseoso de mejorar la cotidianidad de sus súbditos ofreciéndoles excelentes espectáculos.
—Sabiendo hasta qué punto es valioso vuestro tiempo, ¿puedo permitirme exponeros un
proyecto?
—Os lo ruego.
—El próximo período de carnaval podría incluir una ópera de gran calidad que sedujera a esta
magnífica ciudad.
—¿No se adecuaría eso a las circunstancias? Un buen tema, una música amplia y rigurosa os
darían más fama que una farsa o una ópera bufa.
—Queda poco tiempo para carnaval. ¿Qué compositor sería capaz de llevar a cabo semejante
proyecto?
—Vuestra proposición me interesa, señor conde, pero aún debo hacer algunas consultas.
Tomaré mi decisión tan pronto como me sea posible.
—¿Conocéis a Varesco?
—¿Quién es?
—Un músico de la corte de Colloredo. ¿No hay expediente sobre él, ni rumores desastrosos?
Frank el confesor era también uno de los confidentes de Geytrand, encargado de hacer la lista
de los francmasones y recoger toda la información posible sobre ellos. Dotado de una excelente
memoria, podía citar sus nombres y grados.
El conde Jerónimo Colloredo no había cambiado nada. Gélido, cortante, no se anduvo con
fórmulas de cortesía para anunciar su decisión a Mozart, su lacayo-músico.
—El príncipe-elector de Baviera, Karl Theodor, desea que compongáis una ópera, con ocasión
del carnaval de Munich. El libreto es obra de mi capellán Varesco, que os entregará el texto. Partís
hoy mismo y os concedo seis semanas de ausencia para que dirijáis los ensayos y ofrezcáis al
príncipe-elector una música satisfactoria, al estilo de la música italiana. Intentad no decepcionarme.
Jean-Baptiste Varesco aguardaba a Wolfgang. El capellán, de espíritu más bien lento, había
tenido la suerte de recibir un texto bien compuesto, retomando un libreto de Antoine Ganchet
utilizado ya por Campra[32].
—La trágica historia del rey de Creta, Idomeneo. De regreso de la guerra de Troya, debe
asegurar la supervivencia de su pueblo sacrificando a su hijo.
—¿Heroínas?
Por primera vez, Wolfgang iba a partir solo de viaje, pues su padre no estaba autorizado a
acompañarlo.
Fue recibido con los brazos abiertos por sus amigos de la orquesta de Mannheim, ahora
instalados en Munich. A su cabeza estaba Christian Cannabich, que le condujo a un confortable
alojamiento, en la Burggasse.
¡Por fin, éste regresaba sano y salvo tras haber participado en la guerra de Troya! Pero sólo
sobreviviría a la tempestad haciendo un solemne voto dirigido a Neptuno: sacrificar al dios a la
primera persona con la que se encontrara al posar de nuevo el pie en el suelo de su patria.
Suerte cruel, la víctima expiatoria no era sino su propio hijo, Idamante. El rey ordena, pues, al
infeliz, ignorando la promesa de su padre, que abandone para siempre Creta en compañía de la
sombría y torturada Electra, enamorada del príncipe y celosa de Ilia.
¡Las fuerzas sobrenaturales se muestran superiores a las tretas de los humanos! Un monstruo
que surge de las olas amenaza con aniquilar la isla de Creta. Frente a su aterrorizada población, el
rey Idomeneo confiesa la verdad. Y todos exigen que mate a su hijo para apaciguar la cólera divina.
Dispuesto a morir, Idamante ataca al monstruo… ¡Y acaba con él! ¿Un final feliz? No, pues esa
victoria no anula el voto. Entonces, la valerosa Ilia quiere ocupar el lugar del hombre al que ama.
Esta vez, la tragedia parece inevitable.
«Un dios puede cambiar, por sí solo, la faz del mundo —afirmaba el libreto—, y el rigor se
esfumará ante la clemencia». Admitiendo el triunfo del amor, Neptuno libera al rey Idomeneo de su
promesa, pero pone una condición: que renuncie al trono en favor de su hijo Idamante, que se casa
con Ilia, ante la desesperación de Electra, loca de dolor.
El amor puro, el sacrificio de uno mismo, el respeto a la palabra dada, el poder de lo divino…
Todos estos aspectos entusiasmaban a Wolfgang. Y qué extraña conclusión: un padre digno, que ama
a su hijo, se ve condenado a sacrificarlo; pero la voluntad divina modifica el destino y hace triunfar
al hijo, obligando así a abdicar al padre. Por un instante, por un corto instante, Wolfgang pensó en
Leopold, luego volvió al trabajo, encantado de poder expresar mil sentimientos a través de una ópera
«seria», a cuyos personajes daría vida.
Wolfgang fue recibido por el conde Seeau, confirmado en su puesto de intendente del teatro y
de la música. Aquel perfecto hipócrita, que antaño lo había despedido como a un don nadie sin
porvenir, se mostró sonriente y cortés.
—Encantado de volver a veros, Mozart. Por lo que se dice, dais plena satisfacción al príncipe-
arzobispo Colloredo, cuyos excelentes gustos en materia de música todos conocen. No os ocultaré
cierta inquietud: tenéis muy poco tiempo para componer ese Idomeneo que nuestra ciudad desea
escuchar en el período del carnaval.
—¿Acaso los deseos del príncipe-elector no son órdenes? El tema me gusta, no me importan
los plazos.
—Perfecto, me tranquilizáis.
Era evidente que el conde Seeau sólo pensaba en su propia reputación. Si se producía un
retraso, el príncipe-elector Karl Theodor no dejaría de reprochárselo.
Con ojos risueños, Wolfgang vio alejarse al cortesano, que se pasaría el resto del día haciendo
correr chismes y sembrando otros. Por fortuna, técnicos y decoradores convertían la Ópera de
Munich en una capital musical, donde la partitura de Idomeneo brillaría con todo su fulgor.
Wolfgang respiraba, lejos de Salzburgo. La víspera, se había encontrado con los cantantes,
cuyo nivel le pareció satisfactorio, a excepción del viejo tenor Raaff, cuyo papel daba título a la
obra. Además, había que modificar varios pasajes del libreto, que cojeaba aún.
13
Me satisface teneros aquí —le dijo el príncipe-elector Karl Theodor a Mozart—. ¿Progresáis
de modo satisfactorio?
—No temáis. Tengo la cabeza despejada y me alegra mucho trabajar. —Un hermoso tema, ¿no
es cierto?
—Siempre que el libreto se mejore, pues el capellán Varesco no comprende las exigencias de
la música.
—Algunos.
«Decididamente —pensó Emmanuel Schikaneder—, el tal Mozart trabaja muy bien. La melodía
prometida ha llegado a tiempo. Es un hombre de palabra, ¡cosa rara hoy en día!».
Nacida durante las borracheras en compañía de los actores del grupo, estaba sazonada con una
burbujeante comicidad para que los espectadores no ingirieran un estofado indigesto o recalentado.
—Como podéis ver, ese tipo de espectáculo no gusta demasiado en nuestro principado.
—Debo comprender…
Único dueño, ahora, del Imperio austríaco, José II no manifestó emoción alguna. Hacía mucho
tiempo ya que la vieja dama, demasiado apegada a la Iglesia, no gobernaba en realidad, aunque
conservase la capacidad de bloquear reformas indispensables.
De rostro muy largo, con las mejillas llenas de arrugas, austero, ahorrador, vestido con
sencillez, el emperador reunió a sus ministros.
—Las grandes cosas deben hacerse de golpe —declaró—. Cualquier cambio, antes o después,
suscita controversias. El mejor modo de hacerlo es informar al público de sus intenciones desde el
comienzo y, una vez tomada la decisión, sin escuchar opinión contraria alguna, llevarlas a cabo
resueltamente.
La firmeza del tono y la claridad de las intenciones sorprendieron, era evidente que el reinado
de José 11 no estaría marcado por la indolencia.
—¿Cuál será nuestra línea política, majestad? —preguntó el decano de los dignatarios.
—Se resume en pocas palabras: el Estado debe asegurar el mayor bien al mayor número.
Confirmar la abolición de la esclavitud y la servidumbre, mejorar el sistema penal, asegurar la
igualdad ante el impuesto, limitar los poderes de la nobleza y la Iglesia, suprimir los monasterios y
los conventos que no cumplan función social alguna, favorecer la tolerancia y la libertad de
pensamiento: he aquí las medidas urgentes que se adoptarán por medio de ordenanzas.
—El mundo cambia. No admitirlo y negarse a las reformas llevaría al imperio a su ruina.
Adelantémonos y probemos al pueblo que gobernamos en su favor y no por nuestra vanagloria o
nuestro beneficio personal.
El primer discurso de José II no dejaba duda alguna: al afirmarse liberal, el emperador abría
de par en par las puertas a todas las ideas, ¡incluso a la francmasonería!
Anton contempló con amargura las pilas de expedientes pacientemente acumulados. Tanto
trabajo inútil, tantos esfuerzos vanos, tantos descubrimientos condenados a desaparecer… No se
resignaba a quemar las hojas cubiertas de una pequeña y prieta caligrafía, precisa y sin interrupción.
No había rastro de pasión o arrebato, sólo una meticulosidad científica que excluía la vaguedad y el
error.
Sin embargo, era preciso destruir las pruebas de su actividad, ilegal ahora.
—¡Pues no!
Al finalizar el primer ensayo del primer acto de Idomeneo, con una orquesta reducida, la
satisfacción fue general. Instrumentistas y cantantes apreciaron la música de Mozart, que sufría un
catarro.
—Mi resfriado y mi bronquitis se agravan —le confesó al tenor Raaff—. Más nos caldeamos
cuando el honor y la reputación están en juego. Nos lanzamos a fondo, aunque mantengamos la sangre
fría.
De hecho, el director de orquesta manifestaba tanto ardor que todos le seguían los pasos, hasta
superar sus límites técnicos. Sólo el viejo Raaff siguió solicitando cambios, consciente de que
apenas podía seguir el ritmo.
—¿Una guerra?
—Un luto demasiado largo no proporciona tanto provecho al muerto o a la muerta como
perjuicios a un gran número de vivos. El día 8, ensayo de los dos primeros actos.
A causa del retraso atribuible a un copista demasiado lento, el segundo ensayo había sido
aplazado. Aunque resfriado y bronquitis comenzaban a atenuarse, otra calamidad amenazaba a
Wolfgang: ¡el gran muftí! Las seis semanas concedidas por Colloredo terminarían muy pronto. Ahora
bien, el estreno de la ópera se había fijado para el 20 de enero del año siguiente. Por consiguiente,
era imposible regresar a Salzburgo en la fecha prevista.
—El príncipe-arzobispo y esa puntillosa nobleza me resultan cada día más insoportables —
confió Wolfgang a Raaff, satisfecho por fin con su papel.
—Evita expresar en voz alta ese tipo de opiniones —le recomendó el tenor—. Si deseas una
hermosa carrera, no critiques a los que nos dirigen. Sin ellos, se acabó el teatro, se acabó la
orquesta, se acabaron los cantantes y se acabó, incluso, el trabajo.
Wolfgang, siempre tan dinámico, arrastró a los músicos a un torbellino dramático donde, sin
embargo, ninguna línea melódica quedó desnaturalizada.
—Magnífico —afirmó Karl Theodor—. Nadie imaginaría que en una cabeza tan pequeña se
ocultase algo tan grande. Sobre todo, Mozart, no os relajéis.
—¿Deseabais verme con urgencia, conde de Pergen? —se sorprendió el emperador José II.
—La emperatriz María Teresa me había puesto a la cabeza de un servicio secreto encargado de
vigilar las logias masónicas. Con un abnegado colaborador y una red de confidentes pacientemente
tejida, he conseguido elaborar unos detallados expedientes que están a la disposición de vuestra
majestad.
—María Teresa era muy creyente y detestaba la francmasonería, pues sospechaba que quería
derribar los tronos. Puesto que tanto habéis trabajado, ¿cuáles son vuestras conclusiones?
—Afortunadamente, no; pero hay otros peligros, el principal de los cuales me parece la
aparición de una nueva orden que reúne a francmasones e intelectuales, los Iluminados de Baviera.
El delgado informe que acababa de recibir Anton, justo antes de esa entrevista decisiva, le
había helado la sangre. Esta vez, el peligro se agravaba. Y debía convencer a José II de no tratarlo a
la ligera.
—Todavía no, majestad. Este movimiento sigue siendo muy hermético. Necesitaría tiempo y
destreza para desvelar todos sus secretos. Lo único cierto es que las logias masónicas no dejan de
conspirar.
—¿Acaso la francmasonería no predica una fraternidad que mucha falta hace a los humanos?
Demasiado autoritarismo e injusticia pueden llevar a la revuelta y al caos. Escuchemos al pueblo y
no cerremos nuestro espíritu a las nuevas ideas.
Era evidente que algunos francmasones bien situados influían en el emperador, rogándole que
no ejerciera contra ellos represión alguna.
El enorme trabajo de Joseph Anton no había servido de nada. Tendría que exiliarse a
provincias y roerse las uñas asistiendo a la decadencia del imperio, minado por las utopías
masónicas.
—Dicho eso —prosiguió José II—, pretendo gobernar sin debilidad y combatir cualquier
ideología que amenace los valores fundamentales sobre los que hemos edificado nuestra grandeza y
nuestra prosperidad. Por eso vais a proseguir vuestras investigaciones, señor conde, y seguiréis
llenando vuestros expedientes con la más extremada discreción. No toleraré incidente alguno.
Dependeréis sólo de mí y guardaréis absoluto secreto.
—No cometeré ningún error, majestad, y seréis el soberano de Europa mejor informado sobre
los verdaderos objetivos de la francmasonería.
15
Mi cabeza y mis manos están tan entregadas a ese tercer acto que nada de milagroso habría
en que yo mismo me transformara en acto tercero —escribió Wolfgang a su padre—. Me da por sí
solo más trabajo que una ópera entera. Pues prácticamente no hay escena que no sea
extremadamente interesante. Nunca me visto antes de las doce y media del mediodía, porque debo
escribir y, por tanto, no puedo salir.
Esa fiebre creadora encadenaba al joven. Por fin estaba dando lo mejor de sí mismo, con la
certeza de que sus esfuerzos desembocarían en la representación de una ópera. Comprendía mejor,
ahora, por qué habían sido necesarios tantos viajes y fracasos formadores. Dolorosas a veces, esas
múltiples experiencias le habían enseñado el tan difícil arte de la dramaturgia cantada y la necesidad
de expresar el carácter de cada personaje. Ciertamente, los de Idomeneo, ópera seria, al responder a
antiguos criterios, parecían algo rígidos, pero él les insuflaba el máximo de vida.
Y Wolfgang recibió una excelente noticia: dada la muerte de la emperatriz María Teresa,
Colloredo acudía a Viena para presentar sus condolencias al emperador y, sobre todo, asegurarle su
absoluta fidelidad. El gran muftí no quería ser olvidado ni perder una onza de sus prerrogativas.
El cepo se aflojaba.
—He examinado cuidadosamente vuestra partitura, Mozart. Me parece bien, a excepción del
excesivo uso de los trombones.
—¿Excesivo?
—¿Perdón?
—Con un administrador, no con un músico. No os toca juzgar los colores que deben darse a una
orquestación, en función del texto de la escena y de la presencia de una o varias cantantes. Cuando
hago intervenir trombones, lo hago porque son necesarios para entender la obra.
Ofendido, el conde Seeau se prometió a sí mismo que aquel insolente nunca ocuparía el menor
puesto en la corte de Karl Theodor.
—¡Si supierais qué contento estoy! El 13, ensayamos el tercer acto, y el 18, los recitativos.
Pasado mañana, día de mi aniversario, ensayo general.
—¿Problemas graves?
—¡Una infinidad! He tenido que luchar contra las convenciones de la ópera, la mediocridad de
algunos cantores, las insuficiencias del libreto, los defectos de la puesta en escena, la estupidez del
conde Seeau y cien obstáculos más. El más molesto ha sido confiar el papel de Idamante, hijo del rey
Idomeneo y joven príncipe viril, a un castrado desprovisto de técnica y talento. Como héroe y futuro
soberano de Creta, un verdadero petardo. Por desgracia, no queda otra solución. En cuanto vuelva a
representarse la ópera, lo sustituiré por un valeroso tenor.
—Espero que no te hayas enfadado con nadie.
—¡Claro que no! Por pura economía, os alojaréis en mi habitación del hotel. ¡Me alegro tanto
de volver a veros!
Leopold estaba encantado de asistir al éxito de su hijo. Idomeneo marcaría, tal vez, el inicio de
la brillante carrera que él había imaginado. Salzburgo, ciertamente, era sólo un callejón sin salida,
pero también un tranquilizador refugio. Un buen puesto en la corte de Munich, cuya reputación
musical merecía respeto, sería una verdadera alegría.
—Hermosa música, aunque algo estirada —murmuró el conde Seeau al oído de su vecina, una
pretenciosa que presumía de su infalible gusto.
—Es normal, querido amigo. Imaginadlo, una ópera de viejo estilo con un libreto aburrido. Es
imposible interesarse por esas marionetas cuyas emociones son tan convencionales que nos dejan
fríos.
—¿Ah, cuáles?
Esa crítica radical se propagaría con la rapidez del relámpago. Al mediocre músico
salzburgués le caería encima el Todo-Munich y nunca más tendría la ocasión de representar allí una
de sus obras, suponiendo que compusiera otras…
16
—¡De modo que mis informes eran exactos! Ese místico francés escribe sus propios rituales y
recluta sus propios adeptos al margen de la Estricta Observancia.
—Es cierto, pero parece avanzar por el buen camino, pues se aparta del aspecto caballeresco y
predica un cristianismo esotérico.
Femando de Brunswick no protestó. Desde hacía algún tiempo, pensaba, como su hermano
Carlos, que el alma de la francmasonería era cristiana y no templaria.
—La nueva orden de Willermoz son los Caballeros bienhechores de la Ciudad Santa —recordó
Carlos de Hesse—; nada tienen de amenazador y no quieren librar más combate que el de la
conversión total de su alma a Cristo. He aquí por qué quería presentaros al conde Von Haugwitz,
cuya profesión de fe os interesará.
Con veintinueve años de edad, aquel político era a la vez creyente y libertino. Iniciado en
Leipzig, miembro del Rito sueco y de los altos grados templarios, cedía a impulsos de éxtasis
místico.
—Con Von Haugwitz —precisó Carlos de Hesse—, pensamos crear una logia secreta[35] donde
moldearemos la nueva doctrina cristiana cuyo estandarte será la francmasonería.
Sin embargo, en el fondo de sí mismo, una duda se negaba a extinguirse: ¿por qué el conde de
Tebas, uno de los Superiores desconocidos, no reaparecía? ¿Acaso desaprobaba esa orientación?
—He oído la voz de mi ángel custodio —afirmó Carlos de Hesse—. No nos equivocamos.
—Yo, no. El conde Seeau, sin duda. Y él es quien decide la programación de las óperas.
Wolfgang asintió con la cabeza. Por lo demás, había modelado un kyrie en re menor[37], para
obtener un puesto de compositor de música religiosa en Munich.
—Gracias por vuestro aliento. Perdón por tener que abandonaros, pero he prometido terminar
un cuarteto[38] para un amigo, el oboe Ramm.
Oboe, violín, viola y violoncelo mezclaban sus voces de un modo íntimo y grave, unas veces,
alegre y casi frívolo, otras. Después del agotador trabajo de Idomeneo, Wolfgang deseaba encontrar
un marco más íntimo y, sobre todo, arrastrar a su padre y a su hermana a las locuras del carnaval
muniqués, olvidando las preocupaciones del mañana.
Cuando se disponía a partir hacia Viena, el príncipe-arzobispo Jerónimo Colloredo recibió una
carta de José II, a quien se disponía a rendir homenaje: «El imperio sobre el que reino debe ser
gobernado según mis principios: los prejuicios, los fanatismos, lo arbitrario y la opresión de las
conciencias deben ser reprimidos, y cada uno de mis súbditos debe establecerse en las libertades que
le son nativas».
Colloredo aprobaba las reformas del emperador. Había llegado el momento de elegir el camino
del progreso, siempre que no se cediera nada en lo tocante a la autoridad. ¿Quién discutía la suya,
aparte del joven Mozart, siempre deseoso de abandonar Salzburgo y conocer aventuras sin futuro? Se
pasaba de la raya constantemente, sólo hacía lo que le placía y sólo llegaba a fracasos perjudiciales
para la reputación del principado.
Según los últimos rumores, Idomeneo no sobreviviría al invierno. Y Mozart habría perdido su
tiempo escribiendo una obrita olvidada en seguida, en vez de trabajar para la corte del príncipe-
arzobispo.
En adelante, Colloredo ya no toleraría la menor calaverada. Había logrado que el padre pasara
por el aro, lo haría con el hijo. Ningún músico debía olvidar que era, en principio, un doméstico
obligado a obedecer las exigencias de su señor. De lo contrario, sería la anarquía.
—Sí, eminencia.
—Al igual que otros muchos soberanos, José II no percibe aún todos los vicios que preñan la
francmasonería. He aquí el documento que me ha entregado, una carta de la reina de Francia, María
Antonieta, a su hermana María Cristina: «Os preocupáis demasiado de la francmasonería por lo que
se refiere a Francia; está muy lejos de tener, aquí, la importancia que puede tener en otras partes de
Europa, por la simple razón de que todo el mundo lo es; sabemos así lo que allí ocurre; ¿dónde está
el peligro, pues? Tendríamos razones para alarmamos si fuera una sociedad secreta política; el arte
del gobierno estriba, por el contrario, en dejar que se extienda, y no es más de lo que en realidad es,
una sociedad de beneficencia y de placer; comen mucho, hablan y cantan, lo que hace decir al rey que
la gente que canta y bebe no conspira; no es en absoluto una sociedad de ateos declarados, puesto
que, según me han dicho, Dios está en boca de todos; se hace mucha caridad, se educa a los hijos de
los miembros pobres o fallecidos, casan a sus hijas; no hay mal alguno en todo ello.
La opinión de la condesa tuvo muy poco peso ante el veneno destilado en la corte por el conde
Seeau y la intransigencia moral del padre Frank, el confesor jesuita de Karl Theodor.
—Orden de Colloredo —anunció Leopold a su hijo—. Debes dirigirte a Viena sin pasar por
Salzburgo. Nannerl y yo regresamos de inmediato. Sobre todo, no tardes. El príncipe-arzobispo es
cada vez más autoritario y no soporta la menor insubordinación.
Wolfgang obedecería, pero, antes de abandonar Munich, quería tocar con sus amigos de la
orquesta una obra en la que trabajaba desde hacía meses y que le interesaba especialmente, una
serenata[40] para dos oboes, dos clarinetes, dos fagots, cuatro cornos, dos cors de basset y un solo
instrumento de cuerda, el contrabajo. Era la primera vez, por consejo de Thamos el egipcio y de
Anton Stadler, que Wolfgang utilizaba el cor de basset en fa. Su sonoridad le abría un mundo nuevo
que sintió íntimamente ligado a la gravedad y a la serenidad de los iniciados en los misterios.
La partitura, que interpretaron trece solistas en perfecta armonía, dejó estupefacto a Thamos
desde los primeros compases. Durante casi una hora, alternaba la gravedad, la sonrisa, la madurez, la
juventud de ánimo y los impulsos contenidos. Colores y melodías desplegaban una riqueza nunca
alcanzada. Aquella maravilla —que se iniciaba con un movimiento lento, ofrecía un adagio digno de
figurar en un ritual de iniciación y superaba las formas y las convenciones con sus siete movimientos,
entre ellos una romanza y un tema de seis variaciones— permitía florecer la creatividad de
Wolfgang.
Como iniciador, Thamos no tenía derecho a desvelar los sentimientos a su discípulo, que, al
alcanzar aquella cumbre, demostraba definitivamente su calidad de Gran Mago.
—Partimos juntos hacia Viena —le dijo a Wolfgang—. Allí se producirán importantes
acontecimientos.
—No en lo que me concierne —deploró el joven—. Yo regreso al rango de los lacayos del
gran muftí.
—Colloredo…
—Colloredo ya no está en sus tierras, en Salzburgo, sino en Viena, la capital del imperio, una
gran ciudad de la que no es el dueño.
El hermano Johann Joachim Christoph Bode dio un gran golpe al publicar un texto destinado a
ilustrar a los francmasones sobre el modo en cómo los jesuitas pervertían la iniciación.
Sin darse cuenta de ello, los francmasones le hacían el juego a la Iglesia y reconstituían la
orden jesuítica, cuya desaparición era sólo aparente. Peor aún, la Estricta Observancia templaria,
dirigida por fervientes creyentes, quería devolver todo su poder a la fe católica.
Por consejo de Thamos, conde de Tebas, Angelo Soliman presentaba un nuevo adepto de
excepcional envergadura, el mineralogista Ignaz von Born.
De acuerdo con las recomendaciones del propio Thamos, Von Born no reveló que animaba una
logia de investigación en Praga desde hacía varios años. Fue así recibido como Aprendiz, sabiendo
que sería ascendido rápidamente a los grados de Compañero y de Maestro para orientar los destinos
de la Verdadera Unión, que reunía a escritores, científicos y demás notables, católicos unos y
protestantes otros.
Recibido con «todos los honores de nuestra orden real», según palabras de Soliman, Ignaz von
Born dio las gracias a sus hermanos y les prometió participar activamente en la búsqueda simbólica
para levantar una logia en la que la iniciación fuera la primera y constante preocupación.
—La violencia de sus ataques contra la Iglesia y los jesuitas le valdrá numerosos enemigos.
—Sin duda, pero no le falta valor ni lucidez. Mientras la francmasonería no escape de las
influencias exteriores, y especialmente del poder de las religiones, no tomará su verdadero impulso.
—¡Ni mucho menos, hermano mío! Llenas de creyentes, se muestran muy conformistas aún.
Espero que Ignaz von Born nos saque de este agujero.
Primeros imperativos: concierto en la Casa Alemana aquel mismo día, a las cuatro de la tarde,
y al día siguiente en casa del príncipe Galitzin, diplomático de gran fortuna con el que el gran muftí
contaba para forjarle una excelente reputación.
Las comidas, a mediodía en punto, fueron penosas pruebas. Wolfgang debía hacerlas en
compañía de dos cocineros y un pastelero que pasaban todo el tiempo profiriendo groserías. Como
músico, obedecía las órdenes de un aristócrata brutal, el conde de Arco, «maestre de las cocinas».
¿Acaso las producciones musicales no se asimilaban a platos digeribles?
Wolfgang comía sin decir palabra. Se le hacía insoportable verse humillado de ese modo. «El
señor arzobispo tiene la bondad de glorificarse con su gente —le escribió a su padre—. Les roba sus
beneficios».
Desde su última entrevista con Thamos, había un proyecto que obsesionaba al compositor:
organizar conciertos para su propio beneficio. Y, para escapar de la asfixiante atmósfera del palacio
del gran muftí, Wolfgang acudió a casa de Mesmer. Instalado ahora en París, el magnetizador ya no
regresaría a Viena, pero su familia recibió al visitante con gran amabilidad. Le aconsejaron que fuera
a ver a algunos nobles enamorados de la buena música, comenzando por el conde Thun y su esposa,
grandes aficionados a las novedades.
—He aquí la lista de los miembros de la nueva logia vienesa, La Verdadera Unión, señor
conde.
—El mismo.
—¡Es un protegido de la difunta emperatriz María Teresa! Qué bien ocultaba su juego. ¡Y he
aquí cómo se infiltran en nuestro país los francmasones!
—Según mi informador, muy pronto será una de las figuras principales de esta logia, a la que
piensa poner a trabajar. Su discurso y su actitud han escandalizado a varios hermanos, poco
acostumbrados a estudiar los símbolos y los rituales.
—Parece mejor informado, aún, que de ordinario, Geytrand. ¿Acaso algún hermano traiciona a
esta logia desde su fundación?
—En efecto.
—¿Y su nombre?
—Es un mulato que ha sufrido muchas humillaciones y sólo piensa en vengarse de la humanidad
entera.
—Es cierto, pero sin darle un lugar preponderante. Desde su punto de vista, las logias no
actúan lo suficiente. Él desea una verdadera revolución. Además, es venal y necesita mucho dinero.
—Vigila a Ignaz von Born sin que él lo advierta —ordenó el conde—. Sobre todo, nada de
meter la pata. Si desconfía, abandona. El emperador no nos perdonaría que importunáramos a un
brillante universitario vienés. He aquí, precisamente, el tipo de personaje que me hubiera gustado ver
lejos, muy lejos. Todos alaban su rigor y su inteligencia, y goza de reputación a nivel internacional.
Si tiene éxito, dará a esta logia un brillo que atraerá a otros intelectuales.
Provisto de una recomendación de la familia Mesmer, Wolfgang fue a casa del conde Franz-
Joseph Thun-Hohenstein. El conde, de cuarenta y siete años, francmasón de la logia La Verdadera
Unión y hermano de Thamos, que le había hablado mucho de Mozart, era un adepto del espiritismo,
el magnetismo y todas las ciencias ocultas. Su esposa, María Wilhelmine, muy cultivada y ex alumna
del gran músico Joseph Haydn, tenía un célebre salón en el palacio Ulfelde, propiedad familiar
cercana a la Minoritenkirche.
—Esta casa está abierta para vos —le dijo con una agradable sonrisa—. Si lo deseáis, podéis
venir todos los días.
—Tendréis que dar academias[42] para seducir a los vieneses —decretó la condesa—. Para
empezar, podríais intervenir en el espectáculo de beneficencia que organiza la Sociedad de Músicos.
Colloredo no os prohibirá participar en una buena obra.
Puesto que ya no soportaba a sus compañeros de almuerzo, cada vez más groseros, Wolfgang no
había comido nada e iba de un lado a otro por la antecámara del gran muftí, aguardando su respuesta.
Finalmente, el conde de Arco salió del despacho de su eminencia.
—Se trata de un concierto caritativo en el que sólo sería un músico entre muchos otros.
—El príncipe-arzobispo conoce perfectamente la vida artística vienesa. Como doméstico que
pertenece a su séquito, debéis someteros a sus dictados. Que paséis un buen día, Mozart.
—Lo haremos pasar por el aro, y seguirá comiendo de mi mano. Sin el salario que le pago, se
convertiría en un mendigo. Su padre no aceptará semejante decadencia y sabrá convencer a su hijo de
que se muestre dócil.
—Eso temo.
—¡Habla, entonces!
—Muchos melómanos desearían una actitud algo más dúctil de vuestra parte, y querrían
escuchar a algunos de vuestros músicos en algunas academias que permitieran a los aficionados
descubrir la riqueza artística de la corte de Salzburgo.
—Él y otros. ¿No os parece que así quedaría realzado el prestigio de vuestra eminencia?
—Ni hablar de ceder en lo del concierto de mañana. Mozart creería que retrocedo. ¿Cuál será
la próxima ocasión?
—Lo pensaré.
Viena, 24 de marzo de 1781
Al leer la ordenanza de José II, Joseph Anton no creyó lo que estaba viendo: el emperador
prohibía a cualquier asociación, religiosa o civil, reconocer la autoridad de superiores extranjeros y
pagarles cánones.
Eso concernía a las órdenes monásticas, pero también a las logias de la Estricta Observancia
templaria y del Rito sueco, implantadas aún en Viena.
El liberalismo demostrado por José II era acompañado por el ejercicio de un fuerte poder
central, decidido a controlarlo todo.
20
Durante aquella academia que se daba en beneficio de las viudas y los huérfanos de los
médicos vieneses, en presencia de ciento ochenta oyentes, Wolfgang dirigió una sinfonía, tocó
algunas variaciones para piano[44] e improvisó largo rato.
—La interpretación de Mozart gustó mucho —confirmó el maestre de las cocinas—. Pero sólo
se trataba de un acto benéfico, y la concurrencia habría aplaudido cualquier cosa.
—Tal vez, tal vez… Sin embargo, mi doméstico no está autorizado a alardear así.
En ese mismo instante, Wolfgang le escribía a Leopold: «Imaginad lo que podría hacer yo,
ahora que el público me conoce, si diera un concierto por mi cuenta. Realmente, sólo nuestro patán
puede prohibirlo».
Wolfgang se alegraba ante la idea de participar en la importante academia del 8 de abril que
organizaba, en su casa, la condesa Thun. El emperador José II asistiría, y el joven pensaba
convencerlo de su talento, con la esperanza de obtener un puesto en la corte.
Cuando se levantaba de la mesa, sin haber pronunciado la menor palabra, el conde de Arco le
impidió el paso.
—¿El 8? ¡Imposible!
Ir a casa de la condesa Thun suponía injuriar a Colloredo. Si el emperador se ponía del lado
del príncipe-arzobispo, el salzburgués se vería obligado a abandonar Viena. ¿No se condenaría,
privado de empleo, a la miseria?
Una vez más, cedió. Y el 7 de abril, desde las once hasta medianoche, compuso una sonata para
violín y piano[45] sin haber tenido tiempo de poner por escrito la parte del piano, por lo que la
tocaría, pues, de memoria.
—Os hemos echado mucho en falta —le dijo la condesa Thun a Wolfgang—. Como había
prometido, el emperador honró el concierto con su presencia y dio cincuenta ducados a cada uno de
los músicos.
«Cincuenta ducados, la mitad de mi salario en Salzburgo», pensó el compositor, dolido por
haber perdido semejante oportunidad.
—Un generoso gesto por parte de José II —prosiguió la condesa—, pues lleva a cabo una
política de austeridad, incluso en el terreno artístico. Economizar, ésa es su palabra favorita. A su
entender, María Teresa concedía demasiadas pensiones a mucha gente desprovista de cualquier
talento. ¡Incluso los viejos caballos cobraban un retiro! En adelante, cada florín será controlado, y
nadie dilapidará el dinero público.
—En efecto, mi joven amigo. Los titulares se agarrarán a sus prerrogativas y no dejarán que
nadie rompa su estrechísimo círculo. Si deseáis permanecer en Viena, tendréis que imponeros por
vuestros propios méritos.
Ella sonrió.
—¡Nos hemos librado, por fin, de ese arribista! —exclamó Carlos de Hesse.
Y aquel día, durante el almuerzo en casa de unos amigos, los Auernhammer, cuya hija de poco
agraciado físico era su alumna, el músico encontró a Gottlieb Stephanie, apodado el Joven, inspector
general del teatro alemán de Viena, que presumía de ser escuchado por José II.
—Un poco.
—El príncipe-elector de Baviera me encargó un Idomeneo, rey de Creta, que fue representado
en Munich durante el último carnaval.
—Preferentemente en alemán.
—Al emperador le gustaría disponer, por fin, de una hermosa obra en nuestra lengua. Hasta
hoy, sólo hemos tenido obras cómicas francesas y óperas bufas italianas. Nuestro talentoso Salieri
compuso, en efecto, El deshollinador, que se estrenará el 30 de abril en el Burgtheater, pero se trata
de una gran farsa. Su majestad desea algo más serio, aunque sin caer en lo austero.
—No es imposible.
—¡Ya basta! No os pago para que hagáis filosofía de pacotilla. Preparaos para abandonar
Viena.
—La fecha no ha sido fijada aún —señaló Colloredo—. En cuanto haya tomado mi decisión, os
será comunicada.
Abandonar Viena, regresar a Salzburgo, volver a la prisión, aburrirse allí para siempre
mientras que un libretista iba a permitirle, tal vez, componer una obra y que sus nuevos amigos, como
la condesa Thun, lo ayudaban a asentar una naciente reputación.
Era evidente que su porvenir estaba allí y en ninguna otra parte. Pero ¿desobedecer a
Colloredo no lo condenaría a la ruina? Lamentablemente, Thamos no estaba a su lado para
aconsejarle.
La única solución era ganar tiempo, implantarse más en Viena, intentar que se concretaran
algunos proyectos.
—Un fracaso total —le confesó a Thamos el egipcio—. El edificio vuelve a la administración,
la orden se disuelve. Sin embargo, creía que nuestro folleto sobre las iniciaciones a los antiguos
misterios de los sacerdotes de Egipto modificaría profundamente la francmasonería.
—Para mí, sí. Ninguna de mis iniciativas se ha visto coronada por el éxito. La biblioteca, el
gabinete de historia natural y el laboratorio de alquimia han permanecido desesperadamente vacíos.
Sin embargo, aquí lo teníamos todo: la protección del emperador, magníficos locales, los libros
necesarios… ¡Y he aquí el resultado! Nuestra sociedad es incapaz de interesarse por lo esencial y
situar la iniciación en el centro de sus preocupaciones.
—Si persistís, conde de Tebas, os deseo buena suerte. Pero no lo conseguiréis. Yo me retiro al
silencio y la soledad.
—Dos buenas noticias —le anunció Geytrand a Joseph Anton—. En primer lugar, la ruptura
definitiva entre el duque de Sudermania y la Estricta Observancia templaria, ausente en adelante de
todos los Estados austríacos; luego, la extinción de la Orden de los Arquitectos Africanos, en Berlín.
—Esa orden contaba sólo con un pequeño número de miembros, y los francmasones de los
demás ritos la desdeñaban. El regreso a la nada de esos Arquitectos Africanos no tendrá ninguna
trascendencia. ¿Se prepara el convento de Wilhelmsbad?
—Soy yo.
—Su eminencia te ordena que te marches inmediatamente. No quiere verte más en su casa.
Se presentaban varias soluciones. El músico eligió la más sencilla, es decir, el Ojo de Dios, la
morada burguesa cercana a la iglesia de San Pedro que tenía la señora Weber. Residía allí en
compañía de las tres hermanas de Aloysia, que salían cuando el expulsado llegaba.
—Sin duda.
Fue Constance Weber, tímida y reservada, la que recibió al músico. Con diecinueve años de
edad, tenía un rostro fino, una nariz puntiaguda y una boca pequeña. Le deseó la bienvenida al
visitante, con su voz dulce y distinguida.
—Voy a buscarla.
—¡Largaos, entonces!
Temblando, Wolfgang corrió hasta su nuevo alojamiento y redactó un informe del drama para su
padre.
Era imposible decir una palabra —explicó—, la cosa brotaba y estallaba como si de fuego
se tratara. Estoy todavía lleno de cólera, ¡ha puesto mi paciencia a prueba durante tanto tiempo!
Hoy ha sido para mí un día de alegría. Ahora comienza mi felicidad, y espero que también la
vuestra.
Aquella misma noche, Wolfgang fue víctima de una violenta fiebre. La emoción había sido tan
intensa que temblaba como si fuera a expulsar el alma.
—Vengo a presentar mi dimisión —declaró con gravedad—. A partir de este instante, ya no soy
un doméstico de Colloredo, sino un hombre libre.
—¡Vamos, vamos, Mozart! ¡No os lo toméis así! Os equivocáis comportándoos de modo tan
agresivo con su eminencia, cuya cristianísima bondad os lavará de esa deplorable falta. En el futuro,
permaneced tranquilo.
—Imposible.
—Porque necesito el consentimiento por escrito de vuestro padre. Sólo sois un niño grande e
irresponsable, dispuesto a estropear vuestra existencia por una estúpida cabezonada. Volved a verme
con ese documento o, mejor aún, cuando hayáis cambiado de opinión.
Wolfgang almorzó en casa de la condesa de Thun, que lo alentó a no seguir sometiéndose a las
exigencias de Colloredo. El músico, inflamado, exageró un poco al escribir a su padre: «Todo Viena
está al corriente de mis aventuras. Toda la nobleza declara que no debo dejarme engañar más».
Incapaz de componer, aguardando con impaciencia la aprobación paterna que lo liberara, por
fin, del príncipe-arzobispo, Wolfgang recorrió las calles de la ciudad. Forzosamente, Leopold
comprendería su actitud y le concedería la indispensable autorización. ¡Por fin su hijo emprendería el
vuelo!
—Esta noche —precisó la apaciguadora voz de Thamos el egipcio— intenta dormir un poco.
—¡No podéis imaginar la violencia de la entrevista con el gran muftí! Ese tipo asqueroso es el
súmmum de la vanidad. Ahora, ya no tengo dudas. La puerta de la cárcel se abre, por lo que tomo mi
libertad y no me echaré atrás.
—Mi adolescencia termina, comienza mi vida de hombre. Viena ha olvidado al niño prodigio,
yo también. O soy capaz de imponerme como músico independiente o no merezco la oportunidad que
el destino me ofrece.
23
En ninguna de las líneas de vuestra carta reconozco a mi padre. ¿Y tendré que hacerme
considerar como un cretino y al arzobispo como un noble señor? Si es una satisfacción verse
liberado de un príncipe que no os paga y os toca constantemente las narices, entonces, sí, es
cierto, estoy satisfecho. Me he visto obligado a dar ese paso decisivo y ahora no puedo retroceder
ni una pizca. Mi honor debe estar por encima de todo.
El profesor Adam Weishaupt se felicitaba por haber reclutado al barón Adolfo von Knigge, que
se consagraba con constante ardor al desarrollo de la orden secreta de los Iluminados de Baviera.
—Hoy por hoy —declaró el barón—, contamos con más de cien miembros y estamos
implantados, además de en Baviera, en Suabia, Baja Sajonia, en el Alto y el Bajo Rhin, incluso en
Viena. Es sólo el principio, pues muchos francmasones comienzan por fin a separarse de la Iglesia y
a combatir la reptante influencia de los jesuitas. Con razón, reprochan a los católicos reservar mejor
suerte a un asesino, a un libertino o a un impostor creyente en la transustanciación que al hombre
honesto y virtuoso que tiene la desgracia de no comprender cómo un trozo de pasta puede ser, al
mismo tiempo, un trozo de carne. El tiempo de tales supersticiones ha pasado ya, y nosotros,
Iluminados y francmasones, debemos preparar el nacimiento de una era en la que la luz del
conocimiento reemplace las tinieblas de la creencia. Adam Weishaupt se sentía optimista, pero
deseaba ir mucho más allá.
—¿No crees, hermano mío, que los emperadores y los reyes protegen y alientan ese
oscurantismo?
—Hay que condenar a los malos gobernantes, sean reyes o plebeyos —estimó Von Knigge—, y
sobre todo provocar una evolución de la moral. Esa inmensa tarea tal vez requiera millones de años.
Os lo repito, cualquier revolución violenta llevaría al desastre. No servirá de nada derribar los
regímenes instituidos mientras no cambie el corazón de los hombres.
Millones de años, una evolución moral… Weishaupt, por su parte, deseaba una acción política
y cortante, pero prefirió callar sus verdaderos designios, puesto que necesitaba a Adolfo von Knigge
y a la francmasonería.
Von Knigge ignoraba que Adam Weishaupt controlaba la Orden de los Iluminados de Baviera
con mano de hierro, utilizando el aislamiento, la delación y el espionaje.
Poniendo en marcha la Cantera, ese dominio absoluto se haría más difícil. Sin embargo, era
preciso reclutar y convencer a muchos espíritus brillantes e influyentes para que se adhirieran a un
movimiento espiritual, intelectual y social cuyo objetivo era la felicidad de la humanidad.
—Espartaco, Bruto, Filón, Luciano, Avaris… ¿Es una nueva locura masónica? —preguntó
Joseph Anton a Geytrand, que acababa de entregarle una curiosísima lista de hermanos.
—Se trata de los nombres en clave de varios Iluminados de Baviera, tras los que se ocultan
altas personalidades. Se reúnen en Atenas, en Eleusis, en Heliópolis o en Egipto, también nombres en
clave de ciudades de Alemania, de Austria incluso, que no he conseguido aún descifrar. Todo eso
sigue siendo muy misterioso, y sólo tengo algunas migajas de información. Estos Iluminados forman
una sociedad secreta casi hermética. Al desarrollarse, forzosamente nos proporcionará charlatanes y
traidores.
—La mayoría parecen ser francmasones, y varias logias comienzan a hablar de su movimiento,
que sacaría a los hermanos de su sopor.
—Tengo dificultades para definirla, tan enmascarados avanzan los Iluminados; critican a la
Iglesia y reconocen la existencia de un cristianismo esotérico.
—En apariencia.
—¡Eso no me conviene! Si a José II le agradan, me impedirá que les ataque. ¿No hay ninguna
declaración francamente subversiva para hincarle el diente?
—Sigamos de cerca ese caso, Geytrand. Estos Iluminados me parecen más peligrosos que los
adeptos a la Estricta Observancia templaria. Tal vez algunos no se limiten a neblinosas teorías
intelectuales y extrañas creencias.
24
Aún bajo el efecto de su violento altercado con Colloredo, Wolfgang se refugió en casa de la
condesa Thun, que no dejó de prodigarle consuelo y aliento.
Atrapado en un torbellino, el músico conoció a Joseph von Sonnenfels y al barón Gottfried van
Swieten, muy distinto el uno del otro.
Profesor de ciencias políticas en la universidad de Viena, primer jurista austríaco que defendió
las tesis de la filosofía de las Luces y director del periódico Der Mann ohne Vorurteile (El hombre
sin prejuicios), Joseph von Sonnenfels había obtenido la abolición de la tortura en 1776. Por orden
del emperador, se había empeñado en promover el Burgtheater, el teatro nacional alemán. El
eminente universitario, que era francmasón, pertenecía también a la Orden de los Iluminados de
Baviera, con el nombre en clave de Fabio.
—Mi amigo Franz-Joseph Thun me ha hablado mucho de vos, señor Mozart. Al parecer, ya no
soportáis la tutela del príncipe-arzobispo.
—Los grandes prelados suelen ser pretenciosos y, cuando se mezclan en política, se vuelven
del todo odiosos. Comparto vuestro sentimiento y apruebo vuestra andadura. El autor de Idomeneo
no debe permanecer encerrado en Salzburgo.
—Está llena de promesas. Sobre todo, seguid adelante. El conde Thun me mantendrá al
corriente.
Joseph von Sonnenfels dejó a Mozart con el barón Gottfried van Swieten. Metido en carnes, el
prefecto de la biblioteca imperial era una curiosa mezcla de bonhomía y severidad.
—Me satisface volver a veros. ¿De modo que partís a la conquista de Viena?
—No tengo tanta ambición, barón; simplemente me gustaría vivir aquí de mi música.
—Soy consciente de ello, pero este destino no me asusta, mientras que la prisión salzburguesa
me condena a una muerte lenta.
—El destino… Toma a veces caminos sorprendentes. Me gusta mucho la música y aprecio a
autores poco conocidos por los vieneses. Si os instaláis en la capital, tal vez vengáis a tocar a mi
casa.
Gottfried van Swieten seguía sintiéndose escéptico, pues el Gran Mago no tenía el aspecto que
esperaba. Aquel hombrecillo nervioso, con los ojos siempre alerta, ¿era realmente el ser excepcional
capaz de dar un nuevo aire a la iniciación masónica? Tal vez Thamos el egipcio se equivocaba
estrepitosamente.
Un sorprendente ascenso alegraba a Van Swieten: por sus buenos y leales servicios, el
emperador acababa de confiarle una nueva función que ya levantaba muchas envidias: la de
presidente de la Comisión de Estudios para la Educación y la Cultura o, dicho de otro modo, jefe de
la comisión de censura de todas las publicaciones.
Apartaría los panfletos antimasónicos y permitiría que se imprimieran textos que difundían las
ideas de las logias, siempre que respetasen el Estado y sus leyes.
¿Le permitiría este puesto encontrar, por fin, al responsable de la persecución a los
francmasones, colocado a la cabeza de un servicio tan secreto que no se filtraba información alguna?
Y ¿existía realmente este servicio?
La difunta María Teresa soñaba con cerrar las logias y había ordenado, ciertamente, a algunos
policías que rellenaran expedientes, en manos ahora de José II, cuyas tendencias liberales se oponían
a semejantes manejos. Pero el emperador seguía siendo el emperador, y probablemente no desdeñaba
tan valiosas informaciones.
Poco a poco, con extremada prudencia, el hermano Van Swieten proseguía sus investigaciones.
Tras tan fuertes palabras, esperaba el explícito acuerdo de Leopold que le permitiera romper
por fin sus cadenas. Así pues, acudió confiado al palacio de Colloredo, donde encontró al conde de
Arco.
—No es eso lo que dice en su misiva. Al contrario: me pide que os haga cambiar de parecer.
Por consiguiente, rechazo vuestra petición.
—Conozco bien a los vieneses, Mozart. Son versátiles y sólo les gusta la novedad y el gusto
del día. Sus favores no duran. Tal vez obtengáis un pequeño éxito que os embriague. Luego, os
olvidarán y os sumiréis en la miseria. En Salzburgo, como vuestro padre, llevaréis una vida honesta y
tranquila. Presentad vuestras excusas a su eminencia, y todo volverá a su lugar.
—¡Ni hablar! Mi padre acabará por aceptar mi voluntad y vos os veréis obligado a aceptar mi
dimisión.
Esta vez, la entrevista fue tan breve como violenta. Hastiado, el maestre de las cocinas le
despidió definitivamente «con una patada en el culo, por orden de nuestro príncipe-arzobispo», como
escribió de inmediato Wolfgang a su padre, con la esperanza de poder patear las nalgas de aquel
noblecillo que se cruzaba en su camino. Wolfgang no trabajaría nunca más para Colloredo, aunque
éste no le comunicaba su despido de la debida forma.
«Yo, que ahora tengo que componer constantemente —concluyó—, necesito la cabeza serena y
un espíritu de trabajo».
25
La matrona pareció satisfecha. Un músico independiente, sin empleo fijo, podía convertirse en
un inquilino indeseable. Pero ella oía hablar muy bien de aquel hombrecillo tan serio.
Cuando se dirigía a su nueva habitación, más bien agradable, la hermosa Constance lo saludó.
—Sólo el corazón ennoblece al hombre. Aunque no sea conde, tal vez tengo en mí más honor
que muchos condes. Lacayo o noble, el que me insulta es un canalla.
Feliz al saborear por fin la libertad, Wolfgang ignoraría ya para siempre a Colloredo y al conde
de Arco. En un estilo galante, escribió seductoras variaciones sobre melodías francesas, La Bergére
Celimene[47], «Helas, j’ai perdu mon amant»[48] y una marcha de Les mariages samnites de
Grétry[49].
Ciertamente, Thamos criticaría ese regreso a la ligereza, pero ¿acaso no necesitaba complacer,
primero, a los vieneses para asegurarse la independencia económica?
—La gran aventura comienza, Wolfgang. Debes crearte tu propio camino hacia el templo,
moldear tu destino de hombre y de músico.
Durante sus numerosos viajes, Wolfgang no había tenido muy a menudo ocasión de apreciar la
naturaleza. Esta vez, se tomó el tiempo de contemplarla, de recorrer el vasto jardín, de sentarse a
orillas del estanque y meditar en la gruta artificial, donde pensó en el delicioso rostro de Constance
Weber, animado por unos ojos negros llenos de chiribitas. No tenía la belleza ni la prestancia de su
hermana mayor, Aloysia, pero su delicadeza le encantaba.
Varias veces durante aquel mes de julio, Wolfgang regresó a aquel lugar, «solemne y muy
agradable», como le dijo a su padre. Durante algunas jomadas soleadas, se relajó y ya no sintió
angustia alguna por el porvenir.
Wolfgang compuso dos sonatas para piano y violín[51] más bien febriles y agitadas, en las que
predominaba el sentimiento de una lucha consigo mismo y con el mundo exterior.
Su padre tenía que darle tiempo para instalarse en Viena y arar su surco. El éxito no llegaría en
un día.
Y, sobre todo, ¿por qué sospechar que se había instalado en casa de los Weber para seducir a
una de las tres hijas que vivían con su madre? La mayor, Josepha, le disgustaba; la menor, Sophie,
era sólo una chiquilla; Constance, la del medio, no pensaba en absoluto en el matrimonio.
Además, Wolfgang no estaba enamorado de ella. Bueno, al menos, no del todo. Fuera como
fuese, no tenía la intención de desposarla. Lo único importante era aquella ópera alemana cuyo
libreto aguardaba.
—He aquí el texto prometido —declaró Gottlieb Stephanie el Joven, imbuido de su función de
inspector del teatro alemán de Viena—. Le he hablado a su majestad de él, y aprueba el tema:
Belmonte y Constanza, o El rapto del serrallo. En pocas palabras, una muchacha noble, Constanza,
es prisionera de un sultán, al igual que su sirvienta inglesa, Rubia, y Pedrillo, el lacayo del hombre al
que ama, Belmonte. Éste intenta liberarlos, pero el tirano y el guarda del serrallo velan. Dejaré que
descubráis los efectos teatrales.
Wolfgang permaneció en silencio.
Constanza… Como Constance Weber y como la alta virtud del Sueño de Escipión, Constancia,
superior a Fortuna.
—Procurad escribir una música que esté a medio camino entre lo serio y la bufonada. El
emperador no desea una gran farsa, pero no le gustaría aburrirse escuchando un drama sombrío.
Stephanie tosió.
—Tendremos la alegría de recibir en Viena al gran duque Pablo de Rusia, hijo de Catalina II y
futuro zar. Con ocasión de su visita, el emperador desea hacerle escuchar nuevas óperas, entre ellas
El rapto del serrallo.
—A mediados de septiembre.
—La prima donna Caterina Cavalieri cantará el papel de la heroína, Constanza. Pese a su leve
sobrepeso está, a los veintiséis años, en la plenitud de sus facultades, y puede interpretar con brío las
arias más difíciles. A pesar de sus cuarenta y un años, Valentin Adamberger será un soberbio
Belmonte, enamorado y valiente como debe ser. El célebre Ludwig Fischer se encargará del
horrendo Osmin, cómico y odioso a la vez. La hermosa y vivaracha Theresa Teyberg encamará a
Rubia y Johann-Emst Dauer compondrá un divertido Pedrillo. No podríais encontrar un reparto
mejor.
Stephanie no exageraba.
El compositor tomó el libreto bajo el brazo y corrió a buscar un piano. No tenía un segundo que
perder.
Wolfgang tocó al piano la obertura de El rapto del serrallo, el coro del primer acto y algunas
melodías, sin olvidar algo de música «a la turca», un estilo convencional practicado a menudo en
Viena que deseaba olvidar que, en 1683, los turcos habían estado a punto de tomar la ciudad.
—¡Un milagro! —exclamó el compositor—. Este Rapto se parece tanto a Zaida que ya tengo
muchos fragmentos listos.
—La pareja formada por Constanza y Belmonte me encanta —reconoció Wolfgang—. Juntos
afrontan terribles pruebas, incluso la muerte. Ni siquiera las peores amenazas les asustan, pues su
recíproca fidelidad resulta inquebrantable.
—¿Por qué no? Se le opondrá el guardan del serrallo, Osmin, colérico, obtuso, violento,
esclavo de su propio fanatismo hasta el punto de resultar lamentable.
—Éste es el comienzo de la primera melodía de Belmonte: «Oh, cielo, satisface mis deseos:
¡devuélveme el reposo! Demasiado he soportado ya los sufrimientos, oh, amor. Proporcióname la
alegría y llévame a mi objetivo».
—Ella merece del todo su nombre —precisó Thamos—, pues se atreve a resistir con peligro
de su vida.
—Tras haber sido presentado al pachá, el gran arquitecto Belmonte consigue introducirse en el
palacio gracias a Pedrillo. Pero Osmin piensa librarse de ese visitante, al que detesta. ¡Y he aquí
nuestro primer acto!
Para Federico Guillermo II, que debía convertirse en rey de Prusia, era la gran noche. Al
permitir a la Rosacruz de Oro conquistar las principales logias alemanas, en detrimento de la Estricta
Observancia templaria, iba a obtener la recompensa tan esperada: ponerse por fin en contacto con los
espíritus.
Los dos patrones de los rosacruces, Wöllner y Bischoffswerder, se presentaron ante el castillo
de Charlottenburg acompañados por un hombrecillo gordo precisamente cuando estallaba una
violenta tempestad. Los relámpagos cruzaron el cielo negro como la tinta.
El mago, saludado por el resonar de un trueno más violento que los demás, se lanzó a una serie
de hechizos cuyos resultados sobrepasaron las esperanzas del futuro soberano.
—En cuanto reine —le dijo Federico Guillermo II a Wöllner—, os nombraré ministro de los
Cultos. Bischoffswerder, por su parte, será mi ministro de la Guerra[52].
—Desgraciadamente, no, señor conde. Según el criado que me sirve de confidente, la escena
ocurrió tal como acabo de contároslo.
—Los dos manipuladores, rosacruces astutos y convincentes, supieron encontrar los puntos
adecuados.
Anton estaba atónito. ¿Cómo podría caer tan bajo uno de los futuros dirigentes de una gran
potencia?
—Escuchó las voces de Leibnitz, un pensador aburrido y sin importancia, y de Marco Aurelio,
un emperador romano que creía en la sabiduría pero que no se hacía demasiadas ilusiones con
respecto al género humano. ¡Podría haber sido peor! Si los futuros espíritus con los que Federico
Guillermo II va a comunicarse son Nerón, Calígula o Atila, se convertirá en un incendiario, un loco
de atar o un rayo de la guerra.
El día 7, Wolfgang ya había hecho escuchar a la condesa Thun las primeras melodías de El
rapto del serrallo. Aquel día, ella tuvo el privilegio de saborear la totalidad del primer acto.
—El 15 de septiembre se acerca y aún tengo que componer dos actos, sin estar satisfecho con
el libreto. Pero me falta tiempo para modificarlo.
—¿Aun asaltado por una pretendiente de la que, al parecer, estáis locamente enamorado?
Wolfgang se ruborizó.
—No… no os comprendo.
Demasiado gorda, embutida en sus ropas de lujo, soltando un chorro de su voz en cuanto tocaba
de prisa, lenta de espíritu, la señorita Auernhammer no era, realmente, el tipo de Wolfgang.
—Sabed, condesa, que no experimento para con ella sentimiento alguno. Sus inventos me
disgustan sumamente, pues aprecio mucho mi reputación.
—Necesito mayor espacio para trabajar a mi aire. Debo terminar muy pronto una ópera que me
dará a conocer como compositor.
Ella estaba arrebatadora, con su fino rostro y sus pequeños ojos negros.
—¡Sin duda! Caminar me relaja. ¿Os apetecería explorar los jardines de Viena?
El local que Thamos había encontrado le gustó mucho a Wolfgang. Varios intelectuales
francmasones se alojaban en el edificio, en especial un judío, Isaac Amstein, especialista en la
Cábala, heredera en parte de las enseñanzas esotéricas del Antiguo Egipto.
El contacto con Wolfgang fue inmediato. Varias veces tuvo ocasión de recoger las palabras de
aquel experto en los números sagrados.
—Al comienzo —reveló el cabalista—, cuando se manifestó la voluntad del Rey, grabó unos
signos en la esfera celeste. Estos signos se convirtieron en potencias creadoras. Para vos, músico,
son las notas y las melodías que permiten llegar hasta el centro de la llama y encontrar la Sabiduría,
el punto primordial[54].
—Al buscador de iniciación le incumbe ser siempre, al mismo tiempo, macho y hembra. Así, la
Presencia divina no lo abandona nunca. En el hogar, la mujer hace perdurar esa Presencia.
—Las estrellas del firmamento son las guardianas del mundo —prosiguió el cabalista—. Cada
objeto tiene una estrella que le está asignada y lo protege. Lleva a cabo la función de un elixir de
vida y nos conduce hacia la sabiduría de Oriente. Al igual que el vino debe verterse en una jarra para
que se conserve, la verdad debe envolverse en una vestidura exterior, compuesta por fábulas y
relatos.
Mientras meditaba las palabras del sabio, Wolfgang fue a almorzar a casa de la condesa Thun.
—Malas noticias —le anunció ésta sin ambages—. La visita del gran duque Pablo de Rusia ha
sido aplazada hasta noviembre.
—Mucho mejor, así tendré tiempo para modificar el libreto y profundizar en las situaciones
dramáticas.
—Ya están murmurando contra vos —deploró la condesa—. Una gran ópera, en Viena,
compuesta por un artista tan joven…
—Mi marido, mis amigos y yo misma os ayudaremos con todas nuestras fuerzas.
Aunque no gozaba de una salud de hierro, Wolfgang disponía de una buena energía que le había
permitido vencer la viruela, un comienzo de neumonía, algunas gripes y bronquitis, y luchar contra
los reumatismos. A diferencia de muchos artistas de costumbres ligeras, a los que condenaba
acerbamente, no sufría enfermedad venérea alguna, llevaba una vida sana y no escuchaba las
insinuaciones de su padre, tan dispuesto a creer las habladurías referentes al seductor de su hijo.
De modo que le recordó la realidad: «La gente puede escribir hasta que los ojos se les salgan
de las órbitas, y vos podéis escucharlos tanto como queráis. No cambiaré ni un ápice mi actitud y
seguiré siendo, como de costumbre, el más honesto de los muchachos».
Porque había conquistado su independencia, lo acusaban de acostarse con todas las cantantes
para arruinar así su reputación. ¡Un músico libre sólo podía ser un libertino! Y él, que soñaba con
una boda marcada por el sello de una absoluta fidelidad, él, que sólo había vivido un gran amor
desgraciado, él, que colocaba a la mujer en un pedestal y la respetaba más que nadie, se veía
degradado al rango de un miserable mujeriego.
¡Qué difíciles de soportar eran la injusticia y la maledicencia! Por fortuna, estaban los paseos
con la dulce Constance.
—No me echaré atrás, Constance, pues me he jurado tener éxito en Viena y no traicionarme a
mí mismo.
—El mío era un buen hombre al que añoro mucho. Tanto él como yo nos sentimos muy
afectados por la conducta de Aloysia para con vos.
—¿No la detestáis?
—¡Sed vos misma! Cada voz es única, el compositor debe ponerlas de manifiesto.
—No sé mentir.
Como había prometido, Cagliostro invitó a Thamos, conde de Tebas, a vivir el nacimiento del
nuevo Rito egipcio que iba a conquistar la francmasonería.
Esta vez, ni Colombe ni Pupille para descifrar el mensaje de los espíritus en el agua pura, sólo
un calco de los rituales de los Caballeros bienhechores de la Ciudad Santa y de las invocaciones del
místico lionés Jean-Baptiste Willermoz, con el que Cagliostro se carteaba.
El hombre, obra perfecta de Dios en los orígenes, había abusado de su poder sobre los ángeles
y el conjunto de los seres vivos. De modo que el Señor lo castigaba haciéndolo mortal. ¿Cómo
escapar a esa siniestra suerte, salvo por la iniciación que le devolviera su perdida dignidad?
El Rito de Cagliostro pretendía regenerar a los iniciados haciendo que absorbieran un elixir y
unas gotas blancas a las que añadía un bálsamo. Luego, aprendían la ciencia de los Números,
heredada de Pitágoras.
—Mi revelación debe ser progresiva, ya que la mayoría de los seres son esclavos del
materialismo.
—Quedaréis asombrado.
28
Antes de reanudar el trabajo con el libreto de El rapto del serrallo, intentando convencer a
Stephanie de que procedieran a varias modificaciones, Wolfgang puso los puntos sobre las íes con su
padre. Aunque «la ópera se alargaba», él no era en absoluto responsable de ello. Debido a las
circunstancias políticas y mundanas, aquel retraso le permitía ajustar el texto «hasta el grosor de un
cabello», tratando por ejemplo de un modo adecuado los arrebatos del violento Osmin, el guardián
del serrallo, «pues el hombre que monta en tan violenta cólera excede cualquier regla, cualquier
mesura, cualquier limite. Ya no se reconoce. Y es preciso que también ella, la música, no se
reconozca. Sin embargo, las pasiones, violentas o no, nunca deben ser expresadas hasta suscitar
disgusto. Y la música, incluso en las más terribles situaciones, nunca debe ofender el oído, sino
encantarlo y seguir siendo siempre música».
Tras su última serenata[55], popular y vigorosa, que fue interpretada tres veces al aire libre sin
ofender el gusto vienés, Wolfgang escuchó la Ifigenia de Gluck, el músico de moda. Aquel día era su
santo y se dirigió a casa de la baronesa Martha Elisabeth von Waldstätten, una mujer original de
treinta y siete años, separada de un consejero de Estado. Era rica, vivía en un gran apartamento en el
360 de Leopoldstadt, y deseaba ayudar al joven Mozart a conquistar Viena.
Utilizando a veces un lenguaje muy crudo, que recordaba a Wolfgang al de su primita de
Augsburgo, la baronesa se mostraba voluble, excéntrica y anticonformista.
—¿Cuál?
Tras una larga jornada de trabajo, Wolfgang se sentía agotado. Cuando estaba desnudándose,
oyó los primeros compases de su serenata en si bemol mayor.
Se asomó a la ventana y divisó un conjunto de pobres diablos, músicos callejeros, que tocaban
su obra de modo agradable y le deseaban así una excelente fiesta.
—Los asuntos del duque de Brunswick siguen sin funcionar —anunció Geytrand a Joseph
Anton—. Ahora le discuten incluso en Brunswick, en sus propias tierras.
—Tan seria que transfiere el gobierno de su provincia templaria a Weimar, donde tiene apoyos
sólidos. El Gran Maestre vacila y, con él, toda la orden.
—Con todos los respetos, señor conde, acabáis de utilizar una expresión masónica.
—Las respuestas de las logias tardan en llegar al Gran Maestre, y nada parece decidido aún.
—Naturalmente, pero no estoy satisfecho con ella. Las informaciones me llegan con
cuentagotas y me parecen dudosas. Debo reforzar la organización y hacerla fiable.
—Brunswick es una gran fiera herida y, por tanto, muy peligrosa. Quiero saberlo todo sobre sus
reales proyectos. Y no olvidemos a su comparsa, Carlos de Hesse. De momento, permanece en la
sombra aguardando su hora. Si su queridísimo hermano Femando acabara cayendo, él tomaría el
relevo.
—Según mis informaciones —precisó Geytrand—, Carlos de Hesse sería un verdadero místico
que querría hacer de la Estricta Observancia la nueva iglesia, fiel al mensaje de Cristo.
—En este caso, le espera un buen trabajo y nosotros corremos el riesgo de tener que
enfrentamos con un temible fanático. La única iglesia buena es la de los creyentes ordinarios que no
se hacen pregunta alguna, respetan las costumbres y sólo se preocupan de su salud.
29
—Mi pobre Mozart, no tengo ni un minuto para mí. Una visita de semejante importancia, ¿os lo
imagináis?
—El rapto del serrallo puede representarse en su actual estado, pero me gustaría hacer varias
modificaciones.
—Tenéis tiempo de pensar en ello. El emperador desea hacer escuchar a su ilustre huésped
unas óperas algo… serias. Hemos pensado pues en Grétry y, sobre todo, en nuestro gran Gluck, cuyos
numerosos éxitos han conquistado todos los espíritus. Sus obras encantarán sin duda al gran duque.
—¿Y… el Rapto?
En vez de desalentarse, Wolfgang decidió aprovechar ese retraso para transformar el texto en
un fiel servidor de la música.
Al día siguiente, 23, dio un concierto con la ayuda de la sudorosa Josepha Auernhammer, que
seguía envolviendo a su profesor con lánguidas miradas, aunque sujetaba su lengua. Juntos, tocaron
un concierto para dos pianos[56] y una sonata en re mayor[57]. Aquellas brillantes partituras
complacieron a la concurrencia, entre la que se hallaba la condesa Thun y el barón Van Swieten.
—¡Al contrario! No esperaba este período de respiro que me permite reflexionar y avanzar. El
rapto del serrallo ya no será la obra de Stephanie, sino la mía.
—José II, no. Comprendo que prefiera a un músico tan célebre como Gluck. Luego llegará mi
tumo. Y no lo decepcionaré.
—¡Estoy segura!
—La vuestra más aún, Wolfgang… ¡Oh, perdón! ¡No era mi intención mostrarme tan familiar!
Y no aguardó su consentimiento.
Fue un beso furtivo y conveniente, pero mucho más fogoso que un simple gesto de amistad.
—Constance…
—¿Sí, Wolfgang?
—Constance, yo…
El músico, aturdido, sin comprender lo que le sucedía, caminó al azar y estuvo a punto de
chocar con Thamos.
—Pareces perdido en tus pensamientos, Wolfgang.
—El Rapto se ha retrasado, lo sé, pero no temas un nuevo fracaso. Según mis contactos en la
corte, la obra se representará, aunque aún no se haya fijado una fecha precisa.
—Antes voy a presentarte a unos amigos que desempeñarán un papel importante en tu carrera.
—¿Intérpretes?
—No, editores. Hay que pensar en publicar tus obras para que pasen a la posteridad. En esta
profesión hay muchos incapaces y muchos ladrones. Los hermanos Artaria, en cambio, te tratarán
correctamente.
La familia Artaria, originaria de la región del lago de Como, había llegado a Viena en 1769 y
había abierto un floreciente comercio en la Michaelerplatz, cerca del Burgtheater. Francesco y Cario,
francmasones, recibieron con calidez a Mozart y aceptaron publicar varias de sus sonatas para piano
y violín, confiriéndole así un estatuto de profesional digno del interés de los vieneses. No la gloria
aún, pero sí una etapa importante. Además, el autor recibiría algún dinero, ese dinero indispensable
para su independencia, tan lejos de Salzburgo y de Colloredo.
Nannerl se percató de las intenciones de Wolfgang, insinuadas con medias palabras en su carta:
«El secreto descubierto sólo es aceptable si se considera como una obra italiana, pues la
condescendencia de la princesa para con el lacayo es del todo inconveniente y contraria a lo natural.
Lo mejor, en esta obra, es ciertamente el secreto al descubierto, es decir, el modo en como los dos
amantes, misteriosa y sin embargo públicamente, se hacen comprender el uno al otro».
De modo que eso era el amor. No un fuego devorador, como el sentido por Aloysia, sino una
llama apacible, alimentada por la ternura y la complicidad. Constance le proporcionaba el equilibrio
y la calma, le dejaba el espíritu libre para componer. Entre ellos no había competición,
enfrentamientos ni tormentas, sólo una comunión profunda, enriquecida día tras día.
Ahora, sabía. El destino le concedía un amor verdadero y razonable, más allá de la frivolidad y
de las pasiones destructoras. Por eso Wolfgang caminaba con paso firme hacia la morada de los
Weber, donde lo recibieron Constance, visiblemente tensa, su madre y su tutor, un tipo frío y
desagradable a quien el músico detestaba.
—Constance y yo nos amamos. Deseo casarme con ella, señora Weber, y os pido oficialmente
su mano.
—El matrimonio es un asunto muy serio —intervino el tutor—. Una muchacha corre grandes
riesgos y debe ser protegida. ¿Estáis de acuerdo, Mozart?
—Por supuesto.
—Exijo vuestra firma al pie de un contrato que os comprometa de modo irreversible. En caso
de renuncia, pagaréis daños y perjuicios.
30
—Acepto y firmo.
Constance la arrancó de las manos de su madre y, luego, desgarró el papel en mil pedazos.
—¡Calla, pequeña idiota! —se encolerizó la madre—. Las palabras se las lleva el viento. Tal
vez este músico se limite a seducirte y, cuando haya obtenido lo que desea, te abandone. Con un
contrato en la debida forma quedarás protegida.
Wolfgang nunca abofetearía a una mujer, aunque la abominable señora Weber tal vez no
mereciera ese calificativo.
—Mamá —gritó Constance—, sois odiosa y grotesca. No me quedaré ni un minuto más en esta
casa.
Constance se equivocaba. Martha Elisabeth von Waldstätten besó a la muchacha, que lloraba, y
le ofreció una habitación donde podría recuperarse.
—Os quedaréis aquí tanto tiempo como sea necesario, y Wolfgang vendrá a consolaros.
Sabiendo que su amada estaba segura, Wolfgang se apresuró a escribir a su padre sopesando
cada uno de sus términos, para no contrariarlo. Tenía que presentar su proyecto de matrimonio sin
poner de manifiesto en exceso a su prometida, para no correr el riesgo de despertar la crítica y hacer
que lo trataran de soñador.
Os he descubierto mi deseo, permitidme también que os descubra mis razones, que están muy
bien fundadas. La naturaleza habla en mí con tanta fuerza, y más tal vez, como en grandes y
vigorosos patanes. Me es imposible vivir como la mayoría de los jóvenes de hoy. En primer lugar,
tengo demasiada religión, y, luego, demasiado amor a mi prójimo y sentimientos demasiado
honestos para seducir a una muchacha inocente; finalmente, demasiado horror y asco, repulsión y
temor a las enfermedades, y demasiado amor por mi salud como para acostarme con una zorra.
Puedo jurar, por lo demás, que nunca he tratado con mujeres de esa clase. Me atrae mucho más,
por mi naturaleza, la vida tranquila y el hogar que el ruido; puesto que desde mi infancia nunca
he tenido la costumbre de velar por mis cosas, lavado de la ropa, cuidado del vestido y todo lo
demás, no puedo imaginar nada más necesario que una mujer. Os lo aseguro, cuántas veces habré
hecho inútiles gastos porque no atiendo a nada. Estoy del todo convencido de que con una mujer
—y con la misma renta que tengo para mí solo— me las arreglaría mejor. Y, al mismo tiempo, se
reducirían los gastos inútiles. Es cierto que la cosa ocasiona otros, pero los conocemos, pueden
adaptarse y, en una palabra, llevar una vida regular. A mi entender, un soltero sólo vive a medias.
¿El objeto de mi amor? Constance Weber. La mayor de las hermanas Weber, Josepha, es
perezosa, zafia, falsa y solapada. Aloysia es falsa, malevolente y coqueta. Sophie, la menor, es
demasiado joven para ser algo. Es sólo una criatura, buena pero demasiado aturdida. Dios le
conserve la seducción. La de en medio, en cambio, mi buena, mi querida Constance, es la mártir y,
tal vez por esta razón, la más generosa, la más despierta, en una palabra, la mejor de ellas. No es
fea, aunque tampoco es hermosa. Toda su belleza está en sus dos ojos pequeños y negros y en su
buen aspecto. No tiene ingenio, aunque sí bastante sentido común para cumplir con sus deberes de
esposa y madre. Sabe llevar una casa y tiene el mejor corazón del mundo. La amo y ella me ama
también a mí.
Luego se preparó para un extraño duelo, impuesto por el emperador para divertir al gran duque
Pablo de Rusia: enfrentarse al piano con el virtuoso Muzio Clementi. A sus veinte años, éste daba
pruebas de una increíble velocidad.
La noche del combate, Wolfgang prefirió jugar con otros registros: la inventiva, la expresión y
la sensibilidad. Mientras su adversario se lanzaba a una carrera desenfrenada que dejaba estupefacta
a la concurrencia, Mozart improvisó una deslumbrante serie de variaciones, alternando movimientos
lentos y rápidos.
No se proclamó vencedor alguno, y el emperador entregó cincuenta ducados a cada uno de los
dos pianistas. Al menos, haberse enfrentado con aquel mechanicus desprovisto de alma le había
procurado una buena suma, a la espera de que se representara El rapto del serrallo.
Constance se tranquilizó. Pensándolo bien, no había sido una Navidad tan mala.
31
En los aposentos de la gran duquesa, esposa de Pablo de Rusia, Joseph Haydn[58] hizo escuchar
sus últimos cuartetos de cuerda. Entre la concurrencia se hallaban Thamos y Mozart, que estaba
admirado. Haydn, que se acercaba a los cincuenta, estaba en plena posesión de su arte.
Aquella noche, Wolfgang no se atrevió a abordarlo. Dejó que descansara en él aquella música
que integró en su propia creación.
—Ya es hora de que te conozcas bien a ti mismo gracias a una antiquísima ciencia, la
astrología. He aquí tu carta astral.
Ante una botella de tokay, Thamos le reveló al músico las fuerzas y las debilidades que los
dioses habían decidido para él.
—Tres puntos esenciales deben subrayarse: un signo del zodíaco dominante, tu ascendente y el
que preside tu tema.
—Del abad Hermes, que lo recibió de los sabios egipcios. Permite a cada ser descubrirse, no
en los estrechos límites de su individualidad, sino en función de sus relaciones con las potencias
celestes. El Gran Arquitecto del Universo se compone de doce signos del zodíaco y simboliza así la
perfecta armonía. Nosotros, los humanos, sólo somos una expresión parcial, más o menos
discordante.
—Negativo o positivo, no significa nada. El cielo te ofrece un material cuya naturaleza debes
percibir para utilizarlo del mejor modo. El Sol, Mercurio, Venus y Saturno habitan en Acuario, ¡es
decir, cuatro planetas! Un verdadero revoltijo que te convierte en un soberbio representante de este
signo.
—El sentido de los ritmos, de las resonancias y del flujo creador brotan de las dos vasijas del
dios Hapu, el genio de la crecida del Nilo. Aporta abundancia y prosperidad. Nunca te faltará la
fuente de vida, nunca carecerás de inspiración, siempre que consumas la unidad de tu ser, sin
concesiones, y permanezcas en la vía donde te construyes alrededor de un eje.
Thamos sonrió.
—Pero es necesario llegar hasta el final de tu Búsqueda y adaptarte a las constricciones sin
perder tu espontaneidad.
—La insolencia, la cólera y las pasiones te condenarían al abismo, si tu energía estuviera mal
controlada. Pero el signo de tu ascendente, Virgo, punto del zodíaco situado en el horizonte a la hora
de tu nacimiento, te procura una notable ayuda, a costa de una empecinada labor. No tendrás un
minuto de descanso hasta tu último aliento y no te extraviarás por caminos transversales. La precisión
y el sentido del trabajo bien hecho te convierten en lo contrario de un soñador. Nada de vaguedad,
partituras tiradas a cordel en las que cada nota está en su justo lugar. No soportas la imperfección,
hasta el punto de herirte a ti mismo. Procura no ser susceptible, aunque la crítica, tan a menudo
estúpida y ciega, hiera tu sensibilidad. Los celosos y los estériles no dejarán de atacarte, olvídalos y
prosigue tu camino.
—Sólo en parte, pues tu planeta dominante te permitirá escapar de ellos, un planeta que el
astrónomo Herschel acaba de descubrir y al que ha llamado Urano. Como algunos pueblos de la
Antigüedad lo habían descubierto ya, su campo de acción no nos es desconocido.
—¿Qué alberga?
—Una formidable energía que pasa por fases de extremada intensidad. Por eso tu destino no
será lineal ni tranquilo. La tensión, la exaltación y las emociones intensas serán tu pan de cada día.
Fuerza y dificultad al mismo tiempo, tu lucidez te hará ver el mundo y a los hombres tal como son, y a
veces te desesperarás. Ni tibieza ni indiferencia, sólo un sentido de lo absoluto que te causará
muchos sinsabores, puesto que no tienes sentido alguno de la diplomacia. No imitarás a nadie, no te
parecerás a nadie y te batirás ferozmente para preservar tu independencia. Nadie conseguirá
someterte. Y proporcionarás a nuestra humanidad tantas innovaciones que tardará varios siglos en
asimilarlas. Ciertamente, sufrirás profundos desgarros, pues el poder de este planeta contradice el
sentido de la mesura impreso en el signo de Virgo.
—¡De nuevo el filo de la espada!
—Tu casa lunar te promete importantes creaciones, cuyos resultados, benéficos, durarán mucho
más allá de tu propia existencia. A pesar del éxito, mantendrás una verdadera distancia contigo
mismo y no te engañarán tus propios dones. Sin embargo, solo, no alcanzarás tus objetivos. Te será
necesario otro para concretar tus aspiraciones.
—Dada la presencia de Venus en Acuario y su armónico vínculo con Marte, este amor será
duradero.
Tenéis que reconciliaros con vuestra madre, hija mía —le aconsejó la baronesa Waldstätten a
Constance Weber—. Semejante situación no puede durar para siempre.
—¡Me pegará!
—¡Me encerrará!
—Él os acompañará a vuestra casa y calmará el fuego. ¿Qué madre no sería feliz volviendo a
ver a su hija?
La gestión de Wolfgang y Constance se vio coronada por el éxito. Pese a su aire gruñón y a una
palabra dificultada por el abuso del alcohol, la viuda Weber pareció contenta de recibir a su hija y
aceptó besarla.
Atrapado en la tormenta, Wolfgang había olvidado mandar a su padre los tradicionales votos de
Año Nuevo. Su carta del 9 de enero era explícita: «Sin mi queridísima Constance, no puedo ser feliz
y estar satisfecho. Y sin vuestra satisfacción, sólo lo sería a medias. Hacedme, pues, del todo feliz».
La tan esperada respuesta de Leopold fue cortante e hirió profundamente a su hijo. La madre
Weber y su siniestro «hombre de leyes» debían ser condenados a barrer las calles con un cartel al
cuello en el que se leyera «seductores de juventud». Ni hablar de casarse con una muchacha Weber,
arruinar la reputación de los Mozart y arruinarse a secas.
¿Cómo reaccionar ante una oposición tan resuelta y colérica? Wolfgang amaba a Constance,
Constance lo amaba a él y no renunciaría a esa boda. Pero no deseaba pelearse con Leopold, que
siempre había deseado su bienestar, incluso de una manera algo torpe.
Ciertamente, el éxito de este nuevo sistema ritual era limitado, y el número de hermanos seguía
siendo reducido. Pero la llegada de dos grandes señores tal vez favoreciera su expansión.
—Nuestra orden está en peligro. Llegan ataques de todos lados y debo buscar apoyos, como el
de los Hermanos Iniciados de Asia.
Thamos no se hacía muchas ilusiones sobre el porvenir de esa insólita orden. A ella se
adherían muy pocos judíos, que preferían seguir su tradición sin mezclarse con los cristianos. Y la
gran mayoría de éstos seguían mirando a los judíos con suspicacia. Ese intento masónico habría
servido, al menos, para abrir algunos espíritus, entre ellos los de ambos dirigentes de la Estricta
Observancia. ¿Sacarían a la orden templaria del agujero donde estaba hundiéndose? Thamos
aguardaba la respuesta a esta pregunta antes de concretar la orientación del Gran Mago, que, en lo
inmediato, debía resolver sus problemas sentimentales y dar sus primeros pasos de músico
independiente.
Por dieciocho ducados al mes, Wolfgang daba clases a tres alumnos, tarea que le parecía
especialmente penosa pero que le permitía subsistir. Un mal menor, pues detestaba enseñar.
Puesto que la señora Weber no le cerraba su puerta, veía a menudo a Constance y comprobaba
así la solidez de sus sentimientos. ¿Por qué se mostraba tan intransigente Leopold? Wolfgang no
quería casarse con la familia Weber, sino con Constance, muy distinta de su madre y sus hermanas.
Prioritariamente, Wolfgang apuntaba a la corte del emperador José II. Pensaba también en las
del príncipe de Liechtenstein y del archiduque Maximiliano Franz, futuro príncipe-elector de
Colonia.
Wolfgang, que había sido invitado junto con Thamos a cenar en casa de su amigo judío, sintió
de buenas a primeras que la velada iba a ser enriquecedora. El cabalista puso una vela en el centro
de una mesa baja y le preguntó al músico con voz apacible:
—Si el hombre adopta la rectitud, la jomada llega a su justo lugar. De lo contrario, se une a la
dispersión exterior y lo acosa. Si el hombre se revela justo, la jomada es su buena compañera. De lo
contrario, se convierte en su adversario y faltará en el número total de los días cuando comparezca
ante el Omnipotente. ¡Ay del hombre que no haya conservado los días necesarios para ser coronado
en el otro mundo![61].
Wolfgang, impresionado, miraba la extraña llama que cambiaba sin cesar de color y adoptaba
formas de una fascinante belleza.
—Al contemplar ese aspecto del fuego secreto, sientes el mundo inefable donde la Causa de las
causas engendra la vida —indicó el cabalista—. Su fuente, la Corona, es un manantial de luz que
nunca se agota. ¿Acaso no fuimos creados para servirla?
Aquella noche, Wolfgang recibió la mejor parte de la enseñanza de los Hermanos Iniciados de
Asia, sin sospechar que la percibía más que muchos adeptos.
—El día de tu aniversario estamos citados en casa de Van Swieten —dijo Thamos—. Te ha
reservado un regalo excepcional.
El barón Gottfried van Swieten habló en voz baja con su hermano Thamos.
—No, pero por muy liberal y reformista que sea, el emperador es un verdadero jefe de Estado
y no hay nada que escape a su control. No dejaría que se desarrollara una francmasonería cuyos
objetivos él ignorase.
—¿Ninguna hipótesis sobre la identidad del hombre puesto a la cabeza de ese ejército en la
sombra?
—Sigo buscando —aseguró Van Swieten, a quien su mayordomo anunció la llegada de Mozart.
—Este lugar está abierto para mis amigos músicos todos los domingos a mediodía —precisó
Gottfried van Swieten—, y en adelante seréis bienvenido aquí, mi querido Mozart. Escucharemos
vuestras nuevas obras y tocaremos las de dos grandes genios a los que venero: Haendel y Bach.
—Hace más de treinta años que ha sido olvidado por completo. Tuve la suerte de descubrir
cierto número de sus obras, entre ellas, El clave bien temperado y El arte de la fuga, sonatas en trío
y varias otras maravillas. ¿Os gustaría descifrar alguna de esas partituras?
Wolfgang, intrigado, tocó uno de los preludios y fugas de El clave bien temperado.
Desde los primeros compases, se abrió un universo ante él. Fue como un nuevo nacimiento, una
transfusión de sangre[62], el paso a otra dimensión cuya existencia el joven ni siquiera imaginaba.
No se trataba sólo de un encuentro con un arte de inaudito rigor, del que emanaba, sin embargo,
una sensibilidad que llegaba a lo más profundo del alma, sino sobre todo de la comunión con un
genio que había alcanzado la esencia misma de la música.
Trastornado, al borde de las lágrimas, Wolfgang se preguntó si todavía era posible componer.
¡No, no había que reaccionar así! Al contrario, le tocaba asimilar aquellas fantásticas riquezas,
compartir el ser de Johann Sebastian Bach y prolongarlo sin imitarlo.
Jean-Baptiste Willermoz estaba exultante. Según las últimas cartas de Femando de Brunswick y
Carlos de Hesse, los dos jefes de la Estricta Observancia templaria estaban desamparados.
Especialmente halagado al recibir las confidencias de tan grandes señores, cuyos títulos y fama le
impresionaban, el rico comerciante se felicitaba, sin embargo, por tenerlos en la palma de su mano.
Él, el plebeyo lionés, iba a decidir el destino de los dos príncipes alemanes.
La estrategia del Gran Maestre y de su adjunto le parecía caótica. Cuando tenían en sus manos
las mejores cartas, se empecinaban en perder. ¿Por qué desestabilizar a los hermanos caballeros
negando cualquier filiación con la Orden del Temple, la propia base de la cofradía, y enviarles un
cuestionario que demostraba que el Gran Maestre en persona sucumbía al desconcierto?
La única solución era imponer un nuevo sistema masónico capaz de obtener la adhesión del
máximo número de hermanos. Jean-Baptiste Willermoz tenía la clave del éxito.
Su conclusión resumía sus largos años de búsqueda: «El único hombre que conoció y practicó
la verdadera ciencia masónica es Jesucristo».
34
—¿Cómo puedes resistirte al hechizo del clarinete? No existe sonoridad más cálida y más
mágica. Entretanto, vamos a celebrarlo y a beber por cuatro. Luego, te venceré a los bolos, puesto
que hoy es mi día de suerte.
Wolfgang expuso a su hermana Nannerl su diario empleo del tiempo. Así, ella intercedería ante
su padre y le explicaría que su hijo trabajaba hasta deslomarse para lograr una plaza en Viena.
Se levantaba a las seis. A las siete, completamente vestido, Wolfgang escribía hasta las nueve,
luego enseñaba hasta la una. Almorzaba solo en su casa o acudía a una de las numerosas invitaciones
que le dirigían. En función de las circunstancias, se sentaba a la mesa hacia las dos o las tres. Si no
daba ningún concierto, componía de las cinco a las nueve, luego se dirigía a casa de los Weber para
hablar con Constance, antes de regresar al trabajo, de las once a la una de la madrugada.
Ese ritmo infernal le confería un perfecto equilibrio. Sintiéndose recto, esperaba que esas
jomadas le fueran contabilizadas como benevolentes por el Altísimo.
Aquella noche, la señora Weber tardó en abrirle la puerta. Tuvo que llamar con fuerza para que
apareciese, por fin, una cara rojiza, visiblemente achispada.
—¿Qué quieres?
—Ver a Constance.
—Lo bastante.
—Con todos los gastos que tenemos, nunca se gana bastante. ¡Yo tengo que cuidar a tres hijas!
—Está enferma.
—¿Qué tiene?
—Una enfermedad.
—¿Quién la cuida?
La borracha vaciló.
—La existencia se me hace imposible —reconoció ella—. Mi madre bebe demasiado. Cuando
está ebria, monta en cólera y dice barbaridades. Luego vuelve a ser amable, casi dulce. La amo y la
detesto al mismo tiempo. Desde la muerte de mi padre, su estado ha empeorado.
Tras haber Compuesto una melodía para soprano, Der Liebe himmlisches Gefühl[63], Wolfgang
pasó por casa de la baronesa Waldstätten, que, fiel a su reputación de buena persona, había acogido a
la joven Auernhammer, cuyo padre acababa de morir. Desamparada, la alumna de Mozart, todavía
enamorada de su profesor, estaba falta de afecto.
—Teniendo éxito en vuestro concierto de esta noche y seduciendo a toda Viena. ¿Qué tocaréis?
—Un concierto para piano en re mayor, escrito en 1773[64] y cuyos dos primeros movimientos
he conservado. El tercero me parecía demasiado complejo, así que lo he sustituido por un rondó[65]
muy vivo en el que intento unir el humor con el virtuosismo.
Wolfgang no se equivocaba.
—¡Otro dignatario de primer orden! —se lamentó Anton—. La francmasonería gana terreno día
tras día.
—Sí y no —lo tranquilizó Geytrand—, pues esa logia es presa de unos sobresaltos que podrían
desembocar en una especie de explosión. La violencia de Bode disgusta a muchos hermanos,
cansados de su grosería y de sus incesantes ataques contra los jesuitas. Aunque esté destinado a la
dirección de la más antigua logia de Alemania[66], el tal Bode parece muy dotado para sembrar la
discordia.
—Según el hermano Angelo Soliman, que sigue tan venal, el mineralogista Ignaz von Born será
Venerable de la logia La Verdadera Unión. Como estaba previsto, su ascenso ha sido muy rápido y
llevará a cabo su programa: poner a trabajar a los hermanos, hacerles redescubrir el sentido de lo
simbólico y edificar una verdadera iniciación.
—No circula chisme alguno sobre él —deploró Geytrand—. Moralidad impecable, trabajador
infatigable, científico estimado por sus colegas… Se le respeta, se le admira y se le teme.
—Von Born no se limitará a dirigir una logia vienesa —profetizó Joseph Anton—. Tal vez se
convierta en nuestro principal enemigo.
35
Tras promulgar un decreto referente a la libertad de trabajo, el emperador José II, cuya
voluntad reformadora no se agotaba, estudiaba un expediente urgente consagrado a los problemas del
campesinado, mientras se dirigía a los campos más cercanos a la ciudad. Todos los vieneses
conocían su carroza verde lacada, con doble tiro.
Vestido con sencillez, al emperador le gustaba pasear, encontrarse con sus súbditos y
escucharlos. Unos falsos rumores anunciaban malas cosechas y un aumento de los impuestos, por lo
que José II tenía que disipar los temores.
De modo que su carroza se detuvo en medio de un campo a cuyo alrededor se habían reunido
muchos curiosos.
José II descendió, alerta, y caminó hacia un arado abandonado en el centro del terreno.
Y una frase corrió por todos los labios: «¡El emperador es el dios de los campesinos!».
En el umbral de la morada de Dom Pernety había numerosos baúles. El mago, con sesenta y
seis años de edad y muy demacrado, apilaba sin cesar libros encuadernados en bolsas de cuero.
—Abandono definitivamente Berlín para regresar a Aviñón con mis fieles Iluminados —reveló
Dom Pernety—. La santa Palabra me ordena actuar así, y siempre la he obedecido.
—Se prepara una terrible revolución a causa de la bajeza de las iglesias —profetizó el mago
—, culpables de haber traicionado el mensaje de Cristo. El terror y la desolación caerán sobre
nuestro mundo corrupto.
—Nada tendrán que temer quienes crean en la inmortalidad del alma, rindan culto a la Virgen y
obedezcan la santa Palabra.
—¿No es preciso regresar al camino de Cristo y fundar la nueva iglesia que respete por fin sus
enseñanzas?
Tras abandonar el lecho de una hermosa mujer, Von Haugwitz había pasado por un confesonario
antes de asistir a la convocatoria de los dos dirigentes de la Estricta Observancia. Si obtenía el
perdón de sus pecados, podría entregarse de nuevo a los placeres de la carne sin dejar de alabar al
Señor.
—Sin embargo, no deseamos renunciar a las experiencias alquímicas, pues el propio Cristo
simboliza el oro supremo.
—Mis discípulos[68] son hostiles a esas prácticas ocultas —se indignó Von Haugwitz—. Sólo
la devoción permite obtener los favores del Omnipotente.
—Para que permanezcamos unidos en el seno de la misma orden —prosiguió Carlos de Hesse
—, he propuesto a Willermoz un acuerdo secreto entre él mismo y nosotros tres, aquí presentes. Así,
orientaremos el próximo convento masónico en la buena dirección.
—¿Cómo habéis osado? Yo no me someteré a nadie, ¿me oís?, ¡a nadie! Cristo es mi único
maestro, sólo de él recibo órdenes. A partir de este instante, abandono esta francmasonería
subversiva y peligrosa. En adelante, la combatiré sin descanso.
—¡Gran noticia, señor conde! —exclamó Geytrand—. El convento masónico organizado por la
Estricta Observancia se iniciará a mediados de julio. Todos los dignatarios han dado su conformidad
al Gran Maestre y anunciado su llegada. Los debates durarán varios días, varias semanas incluso.
—Dadas las querellas entre corrientes masónicas, podemos esperar un buen caos.
—En Berlín acaba de aparecer un folleto titulado La Rosacruz al desnudo. Acusa a los
rosacruces y a los templarios de ser unas marionetas de cuyos hilos tiran los jesuitas.
—El tal Cagliostro piensa fundar en París una logia que adoptará las formas de la alta
francmasonería egipcia —añadió Geytrand.
—¿Algo serio?
—Una simple adaptación de ritos ya conocidos, con algunos añadidos de magia. El cardenal de
Rohan y algunas personalidades de la corte estarían interesados. A fuerza de jugar con fuego, ese
Cagliostro puede quemarse los dedos.
—¡Mejor así! Recoge el máximo de elementos sobre los participantes en el convento de
Wilhelmsbad y aumenta las primas a nuestros confidentes. Quiero conocer todo lo que se dice y las
decisiones adoptadas.
36
En la capital de los Habsburgo reinaba la confusión. Durante un mes, el papa Pío VI viviría en
sus muros y haría Érente al emperador José II. De sesenta y cinco años de edad y más bien lento de
palabra, el jefe de la Iglesia católica había considerado indispensable este viaje para defender
personalmente su punto de vista ante el dueño del Imperio austríaco. Y pensaba prevalecer poniendo
en la balanza el peso de su autoridad.
—He hablado de justicia, Santísimo Padre, y nadie está fuera de ella, ni la Iglesia ni el Estado.
—De todos modos, cerrar monasterios y colocar al clero bajo el yugo del poder temporal…
—Sean cuales sean las instituciones religiosas, deben cumplir una función social y no
prevalecer sobre el gobierno de un país. Por eso tomo unas medidas que la población aprecia.
—Hagámosles unos regalos —propuso la muchacha—. ¿Cuáles son los gustos de tu padre?
—¿Y a tu hermana?
—Yo misma los haré. Podemos añadir una pequeña cruz, prueba de que nos casaremos en la fe
del Señor, y un pequeño corazón atravesado por una flecha que evoque nuestro amor.
—¡Tu alma es buena y generosa, querida! Gracias a ti, nuestra felicidad será también la de
nuestras familias.
La iniciativa se vio coronada por el éxito, puesto que la rígida Nannerl, convertida en
confidente y consejera de Leopold, aceptó responder poniendo por escrito algunas banalidades.
Ante la nueva carta de su padre, que le recomendaba hacerse contratar por la corte de Viena
fueran cuales fuesen las condiciones, Wolfgang respondió: «Es preciso que José II me pague, pues
sólo la felicidad de ser suyo no me basta. Si el emperador me da mil florines y un conde dos mil,
presentaré mis cumplidos e iré a casa del conde sin lugar a dudas».
El emperador concedía más consideración a Gluck y a Salieri que al joven Mozart, notable
pianista y agradable compositor, aunque sin mucha notoriedad pública.
Llamaron a la puerta.
—¡Aloysia!
—Parto hacia una larga gira por el extranjero. ¿Aceptas ofrecerme una brillante melodía que
realce mi voz?
—¡Por supuesto!
«Nehmt meinen Dank»[69] gustó mucho a la cantante. Besó a Wolfgang en las mejillas y huyó
con la partitura.
Le sucedió el cartero, que traía una triste noticia: el 1 de enero, Johann Cristian Bach había
muerto en Londres. «Una desgracia para el mundo musical», murmuró Wolfgang. Nunca olvidaría la
amistad y el aliento del hijo de Johann Sebastian, cuyo genio iluminaba ahora su búsqueda.
Wolfgang no se limitaba ya a interpretar a Bach en los conciertos del domingo, en casa de Van
Swieten, sino que ahora intentaba una experiencia particularmente difícil: asimilar su ciencia y su
estilo, incorporarlo a su propio lenguaje.
Las obras que elaboró, una adaptación de cinco fugas para cuarteto de cuerda[70] y cuatro
preludios para trío de cuerda[71], no estaban destinadas al público. Con humildad y paciencia,
consciente de que necesitaría un largo período de maduración, Mozart se puso al servicio de Bach y
le rogó que lo formara. Inicios de fugas inconclusas y esbozos de temas se sucedieron como fórmulas
de laboratorio.
Al salir de Viena, el papa Pío VI rumiaba su fracaso total. A pesar de varias entrevistas y
múltiples advertencias, el emperador José II no había cedido ni una sola pulgada de terreno. E
incluso susurró al oído de Su Santidad que, al contrario que la llorada emperatriz María Teresa, el
nuevo dueño del Imperio austríaco permitía prosperar logias masónicas en las que se emitían
críticas, apenas veladas, contra Roma y el sucesor de Pedro. ¿Acaso algunos hermanos no evocaban
la necesidad de resucitar la Iglesia de Juan, fiel a la enseñanza iniciática de Cristo, muy alejada de la
doctrina católica oficial?
Sin duda, José II no tardaría en enfrentarse a dificultades que lo harían menos liberal y lo
convencerían para que diera marcha atrás.
Entretanto, Pío VI estaba de muy mal humor, y el exagerado homenaje del príncipe-arzobispo
Colloredo, con quien se cruzó en Baviera, el 25 de abril, no lo calmó. Adepto de Rousseau y de
Voltaire, partidario de las reformas de José II, aquel prelado tan satisfecho de sí mismo jugaba con
varias barajas.
37
¡Qué horrenda tontería acababa de cometer! Por sus estúpidas sospechas iba a perder a su
futura esposa.
Desamparado, le escribió de inmediato: «¡Ve, por esto, cuánto te amo! No me comporto como
tú, yo pienso, reflexiono y escucho los sentimientos. Quiero poder decir de ti: he aquí la amada
virtuosa, celosa de su honor, razonable y fiel, del honesto y benevolente Mozart».
Dos veces se abrió la puerta y salieron por ella algunos inquilinos, que lo saludaron.
Ella sonrió.
De regreso a su casa, compuso una fantasía para piano en re menor[73], trágica al comienzo,
alegre al final.
Rubia, la sirvienta inglesa de Constanza, la heroína encarcelada en el serrallo del pachá Selim,
rechazaba las proposiciones del odioso Osmin, el guardián del harén. Temeraria, ella le recordaba
que a una mujer no se la seducía por la fuerza. Y Wolfgang hacía que la hermosa inglesa proclamase
su regla de vida: «Un corazón nacido para la libertad nunca se deja tratar como esclavo, y aunque
haya perdido su libertad, conserva aún el orgullo y se ríe del universo».
No contenta con rebelarse así contra la desgracia y la servidumbre, Rubia se reía en las narices
de Osmin y se prometía, incluso, intervenir para que el pachá lo castigara. Y si era necesario, le
sacaría los ojos al torturador.
Ópera alemana, medio cantada, medio hablada, ese Singspiel adoptaba un extraño aspecto.
Afortunadamente, el pachá admiraba el firme carácter de Constanza e ignoraba los proyectos de fuga
de Belmonte, decidido a salvar a su amada, su sirvienta Rubia y su servidor Pedrillo, que conseguía
emborrachar a Osmin. El mahometano descubría el maravilloso sabor del vino, sin advertir que
contenía un narcótico.
¡Las dos parejas se reunían por fin! Pero Belmonte y Pedrillo eran presa de una angustia:
¿habrían cedido Constanza y Rubia a sus carceleros?
Ambas mujeres se indignaban: «¡Es insoportable que los hombres alberguen dudas sobre
nuestro honor y nos miren con suspicacia!». Apesadumbrados, los dos enamorados se arrepentían y
pedían un perdón que sus amadas tenían la bondad de concederles.
—Muy conmovedor, Mozart —estimó la condesa Thun—. ¡Se diría que habéis vivido esta
misma situación!
Wolfgang se abstuvo de hacer cualquier comentario.
Puesto que el cielo lo permitía, Wolfgang y los demás invitados almorzaron en el jardín de la
condesa Thun. Por la noche se celebró el ensayo para el gran concierto del día siguiente, que, gracias
a la intervención de Thamos y del francmasón Adamberger, futuro intérprete de Belmonte, sería
organizado por Martin, un buen profesional.
Colocada bajo la égida del Concierto de los Diletantes, una asociación de músicos en la que
predominaban los francmasones, aquella academia al aire libre permitiría a Wolfgang ser escuchado
por un vasto público, culto y popular a la vez.
—Los espíritus os son muy favorables —reveló el conde Franz-Joseph—. Hará buen tiempo, el
público será numeroso y estaréis en una excelente forma.
—Creed en los espíritus, Mozart. A mí no me decepcionan nunca. Ya veréis, todo irá bien.
—Todo está listo por fin —confirmó Adamberger—. Los músicos son de calidad, los
instrumentos han sido probados.
Wolfgang pensó en los momentos felices vividos en Mannheim, en compañía de los miembros
de una orquesta excepcional. En Viena, el nivel era también alto; pero, esta vez, pesadas
responsabilidades gravitaban sobre los hombros del compositor.
—Sin duda alguna, puesto que el emperador sigue siendo favorable a ello. Sobre todo, no
cedáis en vuestros esfuerzos.
—Por fin —confió Wolfgang a Thamos— salgo de los salones y voy al encuentro de la gente
modesta.
En el programa figuraban una sinfonía del barón Van Swieten, la elegante y fácil Sinfonía
parisina[74], y un concierto para dos pianos[75], alegre y brillante, que tocaría en compañía de
Josepha Auernhammer, su enamorada alumna.
Una organización perfecta, unos músicos excelentes y un público arrobado: aquella academia
al aire libre fue un éxito total, y el nombre de Mozart comenzó a correr de boca en boca.
38
Por fin el tercer acto de El rapto del serrallo —exclamó la condesa Thun, encantada de recibir
a Wolfgang y a Constance, siempre tan enamorados—. Estoy impaciente por saber cómo terminará
esta historia. ¿Las dos parejas, Constanza y Belmonte, Rubia y Pedrillo, escapan a la muerte?
—Creen haberlo conseguido, pero Osmin, el guardián del serrallo, los alcanza y los devuelve
al pachá Selim.
—La horca. Entonces, Belmonte revela que su padre, un grande de España llamado Lostados,
pagará un enorme rescate para liberarlo.
—Constanza no teme el fatal desenlace —afirmó Wolfgang—, puesto que Belmonte está a su
lado. «¿Qué es la muerte?», se pregunta. «El camino del reposo. A tu lado, amado mío, es el preludio
de la felicidad».
—Deberá su salvación al amor que el pachá siente por ella y al que renuncia cuando admite
que Constanza y Belmonte están unidos para siempre. De modo que afirma: «Es un placer mucho
mayor responder a una injusticia que se ha sufrido con un beneficio, más que devolver vicio por
vicio». Y los cuatro supervivientes concluyen: «Nada es más vil que la venganza. En cambio, ser
humano y bueno, perdonar de modo desinteresado, sin resentimiento, en eso es en lo que se
reconocen las grandes almas. Quien no lo acepta sólo merece el desprecio».
—Tenéis un corazón puro, Mozart —consideró la condesa Thun—. Que el destino lo preserve
de heridas demasiado graves.
—El rapto del serrallo está terminado —indicó Constance—, y me sé de memoria las
principales melodías. ¿Cuándo la veremos por fin en un escenario?
—Entre bastidores corren los peores rumores sobre vuestra prometida —reveló la condesa—.
Pero el emperador está tan contento de tener por fin una obra alemana, hablada y cantada a la vez,
que los ensayos no tardarán en comenzar. Incluso puedo daros una fecha concreta: el 3 de junio, en el
Burgtheater.
Sin creer lo que veía y oía, Goethe soportaba el violento altercado entre Bode y un dignatario
acerca del objetivo real de la francmasonería.
—La indignidad consiste en inclinamos ante los dogmas católicos negándonos a pensar por
nosotros mismos —prosiguió Bode—. ¿Hombres libres, los francmasones? ¡Menudo chiste!
—La logia Amalia de Weimar acaba de cerrarse —anunció Geytrand a Joseph Anton—. No se
ha fijado fecha de reapertura.
—¡Ese excitado es un verdadero Atila! Deseemos que visite el máximo de logias. Después de
su paso, ya sólo quedarán ruinas.
—Todos los francmasones esperan con impaciencia el convento de Wilhelmsbad —precisó
Geytrand—. Los participantes tendrán que definir la naturaleza y los objetivos de su orden.
—Fernando de Brunswick quiere restaurar el Temple, que se agrieta por todas partes. A mi
entender, no se tratará de una reunión más, sino de un verdadero cambio.
—Tú, querida Constance, cantarás la parte de soprano; tú, amigo Jacquin, la de bajo, y yo, la
de tenor.
El trío interpretó la obra burlesca de Wolfgang, La pequeña cinta[77], que evocaba un pedazo de
tela perdido que dos esposos buscaban explicando su doloroso problema a un amigo comerciante,
que podía procurarles tanta como quisieran. Afortunadamente, los enamorados encontraban su
valioso bien.
Thamos el egipcio había encargado a su hermano Jacquin que distrajera a Wolfgang, que tenía
los nervios a flor de piel. Aun convencido de haber escrito una ópera agradable y seria, a la vez,
¿cómo reaccionarían los melómanos y la crítica?
—¡Claro que no! Antes de fin de año, estaremos unidos ante Dios.
—¿Prescindirás de su consentimiento?
—Si se obstina, sí. Y pronuncio un solemne voto: si Leopold nos recibe en Salzburgo como
marido y mujer, haré que se cante allí una misa en tu honor.
39
Mientras proseguían los ensayos de El rapto del serrallo, uno de los admiradores de Mozart,
Johann Valentín Günther, lo invitó a cenar en compañía del tenor Adamberger y del libretista
Stephanie.
Günther, secretario del gabinete secreto del emperador para asuntos de la Guerra, era uno de
sus amigos íntimos. Su apoyo ayudaría a Wolfgang a imponerse.
—¡En presencia del futuro héroe, Belmonte, no podría desear nada mejor! Trabajamos en un
ambiente excelente, nadie quiere pisar a los demás.
—Una especie de milagro —observó Adamberger—. Por lo general, las divas se tiran del
moño. La música de Mozart apacigua las tensiones y nos da ganas de celebrarla superando nuestras
mezquindades.
Apenas la abrió un criado cuando varios policías entraron en la casa; su jefe se plantó ante
Günther.
—¡Menuda estupidez!
—Vuestra amante, Eleonora Eskeles, hija del gran rabino de Bohemia y de Moravia, os ha
arrancado informaciones ultraconfidenciales. Demostrada vuestra complicidad, el emperador os
pone en arresto domiciliario.
—Ni soñarlo.
—¡Soy inocente y protesto vigorosamente contra semejante injusticia! Los policías obligaron a
Mozart, a Adamberger y a Stephanie a salir del apartamento.
—Nuestro amigo Günther ha sido imprudente —juzgó Stephanie—. ¡La seductora lo ha llevado
al desastre!
—Uno de los íntimos del emperador fue detenido anoche —le comunicó Geytrand a Joseph
Anton.
—¿Otros invitados?
—¿Francmasón, también?
—No.
Por lo que pudiera ser, Joseph Anton abrió una nueva carpeta con el nombre de Mozart.
¡Qué honor, para un comerciante, ser considerado así por dos ilustres señores! El verdadero
salvador de la francmasonería era él, Willermoz, y sabía cómo hacer que se doblegaran los dos
aristócratas: prometiéndoles sus rituales secretos sin dárselos nunca.
—Los debates pueden ser tormentosos —estimó el Gran Maestre— y, juntos, debemos adoptar
una línea de conducta que nos permita salvar la Estricta Observancia.
—Puesto que concluimos una alianza, sabré imponer mi autoridad y reducir al silencio a los
contestatarios.
—¿Habrá que abandonar cualquier práctica alquímica? —se inquietó Carlos de Hesse.
El duque y el príncipe bebían las palabras de Willermoz. Aunque los hermanos creyeran que
Brunswick seguía siendo Gran Maestre, el místico lionés ostentaba el poder real y dirigiría el
convento en la buena dirección.
Dentro de unos días, como mucho de algunas semanas, su triunfo sería total.
40
En cuanto se abrió el convento, dos Iluminados de Baviera iniciaron las hostilidades. Ante los
delegados llegados de toda Europa y que representaban múltiples tendencias, Adolfo von Knigge
afirmó: «Este mundo no está hecho para filosofar, sino para actuar», y Von Dittfurth atacó con rara
violencia a los místicos cristianos, culpables de desnaturalizar la Estricta Observancia. ¿No era
preciso, a fin de cuentas, oponerse a los poderes y a los privilegios de los aristócratas, hacer que
estallara una sociedad inmóvil, promover un humanitarismo igualitario y librarse de las
supersticiones religiosas?
Estos discursos fueron muy mal acogidos, salvo por Bode. De nuevo, éste acusó a los jesuitas
de haber echado mano a la francmasonería.
Tras aquella primera escaramuza, que generó un clima espantoso, Bode se acercó a los
Iluminados y decidió adherirse al movimiento que correspondía, de lleno, a sus ideales. La
revolución estaba en marcha.
—Al parecer, el Gran Maestre no ha apreciado mucho las declaraciones de los contestatarios.
—¡Se equivoca gravemente! La Estricta Observancia está lista, sólo los Iluminados darán a la
francmasonería un verdadero impulso y el lugar que merece. Venid, pues, con nosotros.
Thamos escuchó atentamente a Adolfo von Knigge, el autor de los rituales de los Iluminados, y
se dieron cita para que pudiera descubrirlos.
—No hay entendimiento posible con Willermoz, los rosacruces y demás cristianos más o menos
disfrazados. Por su culpa estamos empantanados.
—¿Llegaréis hasta la ruptura?
Bajo la autoridad de Femando de Brunswick, que no había sido atacado personalmente aún, se
reanudaron los debates.
Wolfgang había tomado tintura de ruibarbo con alcohol de éter para los espasmos. Pero dicho
remedio no evitó que dejara caer la partitura del primer acto de El rapto del serrallo en un charco de
lodo, cuando acudía al Burgtheater para dirigir la primera representación de su ópera[78].
El compositor no pensaba en los valiosos cien ducados que la obra iba a suponerle, sino en las
múltiples conspiraciones que pretendían derribarlo. El propio emperador había tenido que calmar a
ciertos oponentes. Cuando el hombrecillo, pálido y enclenque, de ojos brillantes y nariz larga y
fuerte, hizo resonar los primeros compases de El rapto del serrallo, se zambulló en la música.
Aquella noche se jugaba la carrera y, más allá del éxito, su libertad de creador.
Mediado el primer acto se oyeron algunos silbidos; discretos primero, fueron aumentando. Pero
finalmente brotaron los bravos y acabaron prevaleciendo.
—Demasiado hermoso para nuestros oídos, mi querido Mozart, y demasiadas notas —comentó
José II, que honraba la velada con su presencia.
Todos aguardaban con impaciencia la opinión de los críticos que el conde Karl Zinzendorf,
observador de la vida cultural vienesa, resumió en una frase: «Esta música es un revoltijo de cosas
robadas». ¿Mozart? Un desvalijador cuya ópera era una lamentable imitación de estimables
composiciones, como las de Gluck.
Viena, 19 de julio de 1782
Impulsado por Wolfgang, el equipo volvió al trabajo. La partida aún no estaba perdida.
Pese a su fatiga y a sus angustias, compuso una extraña serenata[79] para octeto de viento, con la
particularidad, única en este tipo de obras, de que respondía al tono grave de do menor. El rigor de
Bach se afirmaba en ella, antes de que estallara la alegría final.
Y, además, el joven no podía rechazar la apremiante demanda de su padre, que reclamaba una
sinfonía con ocasión de los festejos que celebrarían el ennoblecimiento del burgomaestre Sigmund
Haffner.
Aquel regreso a Salzburgo, aunque sólo desde el punto de vista musical, fastidiaba a Wolfgang,
pero seguía esperando obtener el consentimiento de Leopold para poder casarse con Constance y se
doblegó, pues, a sus exigencias.
¿Comprendería por fin su padre que su hijo lo amaba y lo respetaba, hasta el punto de no
casarse sin su acuerdo?
41
—He comprado a dos delegados cuyos informes comparo. Desde el primer día, los
enfrentamientos fueron violentos.
—De momento, sí. Los Iluminados de Baviera cometieron el error de desvelar, de buenas a
primeras, sus posiciones radicales, que toparon con la mayoría de los hermanos.
—El convento nos permitirá progresar. Ya puedo citar los nombres de Adolfo von Knigge y de
Von Dittfurth.
—Bode está dispuesto a abandonar la Estricta Observancia para ayudar a los Iluminados a
desarrollarse —precisó Geytrand.
—El peligro se concreta, pero es necesario reforzar el expediente antes de presentarlo al
emperador. Exigirá pruebas y documentos irrefutables antes de atacar a esos intelectuales que sueñan
con cambiar el mundo.
—¡No puedo seguir en casa de mi madre! Vuelve a estar borracha y amenaza con pegarme.
—Resistiremos.
—Ya no tendrás que esperar mucho más —prometió Wolfgang—. Mañana mismo escribiré de
nuevo a mi padre para suplicarle que me dé su conformidad.
Las representaciones del 27 y del 30 no habían sido perturbadas por la pandilla de oponentes a
Mozart. El rapto del serrallo se convertía en un éxito, y su autor accedía al rango de compositor
respetado.
En cambio, la última carta de su padre lo hirió profundamente. Por un lado, seguía negándole su
consentimiento; por el otro, apenas reconocía su éxito vienés.
Retomando la pluma, le reprochó a Leopold su indiferencia y su frialdad. Luego, por última
vez, imploró que le permitiera unirse en matrimonio con Constance Weber, añadiendo que, de todos
modos, aquella boda se celebraría.
Wolfgang no podía hacer esperar más a su prometida, cuya situación era insostenible. ¿Por qué
su padre impedía su felicidad y no se alegraba del creciente éxito de El rapto del serrallo?
El músico no osaba pensar en una envidia profesional. Apartando esa horrenda idea de su
mente, se dirigió a casa de la baronesa Waldstätten para anunciarle a Constance que muy pronto
vivirían juntos, a plena luz, como marido y mujer.
El día 2 volvió a representarse el Rapto, que fue muy aplaudido. Wolfgang y su prometida
recibieron la comunión en los teatinos[82], tras haberse confesado. El 3, Mozart mandó a su padre el
final de la sinfonía Haffner y firmó su contrato de matrimonio. El 4, la pareja entró en la catedral de
San Esteban para celebrar allí su unión ante Dios.
—Piensa sólo en nuestra alegría, querida. Estamos hechos el uno para el otro y Dios, que lo
ordena todo y, por consiguiente, también esto, no nos abandonará.
Constance, Wolfgang y sus testigos no pudieron contener las lágrimas. Ambos esposos eran
conscientes de comprometerse a formar una familia.
¿Dónde estaba éste en momentos tan importantes? Wolfgang lo habría elegido, de buena gana,
como testigo, pero sin duda el egipcio tenía algo más importante que hacer. ¿Conversaba con los
sacerdotes del sol, contribuía a moldear una sabiduría sin la que el mundo sería inhabitable?
Constance era feliz. Sus hermosos ojos negros expresaban una confianza y una ternura que
Wolfgang jamás traicionaría. Gracias a ella, llevaría una vida tranquila y armoniosa, lejos de los
excesos de la pasión, tan perjudicial para la verdadera creación. Trabajar con ahínco resultaba
indispensable, el exceso y los tormentos no llevaban a ninguna parte.
¿Sabría unir su canto interior al rigor de Johann Sebastian Bach, el impulso hacia la luz al
dominio de cada nota? Constance comprendía su ideal y lo compartía. Ponderada, razonable, le
concedía un inestimable presente: la paz del alma y del corazón, indispensable para el equilibrio
gracias al cual edificaría su obra.
42
Aquélla era la mañana más feliz de su existencia, y aquella felicidad no tenía nubes, pues, la
víspera, había recibido por fin el consentimiento de su padre, muy impresionado por la ayuda y la
protección que procuraba a la joven pareja «la alta y buena dama Waldstätten», de la que Leopold
oía hablar muy bien. Puesto que una baronesa de Viena aprobaba el matrimonio, él deponía las
armas.
El Rapto no era un final, sino un punto de partida. Sabiéndose capaz de dominar el tan
complejo arte de la ópera, deseaba encontrar el camino del templo de los sacerdotes y sacerdotisas
del sol. Pero ¿cómo lograrlo, sin la ayuda del egipcio?
—No, saboreo la suerte que tenemos de vivir juntos. Y voy a dar gracias a Dios cumpliendo mi
promesa: ofrecerte una misa. Se tocará en Salzburgo cuando mi padre y mi hermana nos reciban.
La sinfonía Haffner sorprendió a Leopold, que esperaba una obra galante y absolutamente
divertida. Pero su hijo había cambiado mucho. En numerosas ocasiones, la obra rompía el yugo de
las convenciones.
Aquí y allá, algunos accesos de revuelta contra aquel detestado Salzburgo y sus bien pensantes,
tan aferrados a su rutina. El andante parecía casi apacible, pero el presto recuperaba el canto de
victoria del guardián del serrallo, Osmin, perfecta encamación del gran muftí Colloredo. Ilusoria
victoria, puesto que al final era derribado y ridiculizado.
—Tu hermano no es ya el mismo —le dijo Leopold a Nannerl—. Espero que consiga
controlarse y se introduzca en la buena sociedad.
—Esa Constance ejerce sobre él una mala influencia. Nunca deberíais haberles dado vuestro
consentimiento. Wolfgang habría renunciado a ese desastroso matrimonio.
Wolfgang se levantó sin hacer el menor ruido y redactó una nota que colocó junto al lecho:
«¡Buenos días, mujercita mía! Deseo que hayas dormido bien, que nada te haya molestado, que no te
cueste levantarte, que no te resfríes, que no debas enfadarte con los criados. Reserva los enojos para
cuando yo regrese».
Qué felicidad dar un paseo a caballo hasta los arrabales de Viena a las cinco de la madrugada.
Wolfgang aprovechaba aquel estío encantador y el inmenso espacio de creación que se abría ante él.
El reconocimiento de Gluck lo entronizaba como un auténtico compositor, y sus detractores ya no
levantaban la voz, a excepción de la crítica «autorizada». Tendría que aprender a soportar la envidia,
la maldad y la estupidez de individuos estériles cuya única ocupación consistía en denigrar la obra
de los demás.
Lo verdaderamente importante era expresar con música las armonías celestiales que evocaba la
Cábala y que los iniciados a los Grandes Misterios conocían.
Pero el barón seguía sin encontrar la menor pista que llevara al servicio secreto encargado de
espiar a los francmasones. Ni el jefe de la policía ni el ministro del Interior parecían conocer su
existencia. Naturalmente, podían mentir con esa seguridad de los políticos que ni ellos mismos
sabían dónde estaba la verdad.
Nadie parecía poner en peligro la existencia de las logias vienesas, preservadas de las
convulsiones que intentaría apaciguar el convento de Wilhelmsbad, del que Van Swieten esperaba
decisiones positivas.
Tal vez ese servicio secreto, tan invisible, sólo existiera en sus pesadillas.
—Hermosa velada mundana, ¿no es cierto? Sólo nos falta la música de Mozart.
—El éxito de El rapto del serrallo me alegra en alto grado. Helo aquí reconocido como uno de
nuestros más brillantes músicos.
—José II practica una política de economía y se niega a cargar el presupuesto del Estado —
recordó Van Swieten.
—Cuando se tiene la suerte de conocer a un ser excepcional, ¿no es prioritario ocuparse de él?
Al emperador le falta lucidez, se rodea de hombres mediocres y deja escapar a la gente de talento. Al
final, esa ceguera lo llevará a una catástrofe. ¡Quien desdeña a un Mozart no puede gobernar
correctamente un imperio!
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A partir de la cuarta sesión del convento se planteó una cuestión fundamental, sometida a las
reflexiones de los delegados: ¿quiénes somos y cuánto tiempo hace que existimos?
—Yo también —se adhirió Willermoz, encantado con el giro que tomaban los acontecimientos.
—Hemos escuchado los discursos de los Iluminados de Baviera —recordó el Gran Maestre—.
Sus objetivos no son los nuestros, sus ideas no han sido aceptadas.
Viena, 20 de agosto de 1782
El día 18, en el jardín del Augarten, habían tocado una transcripción para viento de El rapto
del serrallo que no había sido hecha por Mozart. ¿Había que rebelarse o felicitarse por aquel
entusiasmo popular?
—Esta noche representan de nuevo mi ópera en el Burgtheater. Anteayer, los paseantes del
Augarten se detuvieron para escucharla. ¡Regalos del cielo! Antaño, yo era prisionero de un tirano y
estaba condenado a desecarme en Salzburgo. Hoy, del pasmarote al aristócrata, Viena escucha mi
música. ¿De qué voy a quejarme?
Cuando se abrió la nueva sesión del convento, todos supieron que la decisión principal se
había tomado: la reforma de los místicos lioneses sería, en adelante, la referencia impuesta a todos.
Puesto que el Superior desconocido, Thamos el egipcio, no había emitido objeción alguna,
Femando de Brunswick siguió adelante. Encargó a cuatro hermanos que redactaran un proyecto de
«Código general de la orden» y les concedió un año de plazo. Y Willermoz escribiría los textos de
las nuevas ceremonias celebradas en las logias de la Estricta Observancia.
—No tengo nada en común con ese hatajo de creyentes cuya cabeza ha sido deformada por los
chismes de los jesuitas —le dijo Bode a Thamos—. No van a preparar rituales masónicos, sino
parodias de misa. Créeme, hermano, sólo los Iluminados nos sacarán del agujero.
Jean-Baptiste Willermoz triunfaba. Prudente, aguardaba sin embargo el fin del convento para
estar seguro de su victoria total.
—No partáis antes de la nueva visita a Viena del futuro zar. Su llegada será la ocasión para una
gran actividad musical. Esta vez, el gran duque Pablo escuchará El rapto del serrallo.
—Dicho de otro modo, es imposible abandonar Viena en lo inmediato… Por lo demás, cierta
aprensión me retiene de ir a Salzburgo.
—¿Qué teméis?
Cuando acababa de representarse, otra vez, El rapto del serrallo el día 27, con un constante
éxito, Wolfgang esbozó tres sonatas para violín y piano[85] —la segunda dedicada a su «queridísima
esposa»— y un adagio para los mismos instrumentos[86].
—Difícil tarea —confesó su marido—. Bach no se deja asimilar como un alimento vulgar. Pero
lo conseguiré.
—De acuerdo —dijo Wolfgang—, pero a condición de que reunamos a nuestros amigos y
hagamos una excelente comida.
Leutgeb comprendía muy bien aquel lenguaje. Copiosamente regada, la noche fue muy
divertida. De ella salió un quinteto para corno y cuerda[87] y un concierto[88] que el instrumentista
interpretaría sin dificultad alguna.
A Constance le gustaba ver cómo Wolfgang se divertía y propagaba una franca alegría, sin dejar
de pensar en una obra rigurosa inspirada en Johann Sebastian Bach. Estaba, a la vez, aquí y allá; era
terrestre y celestial.
En aquella última jomada del convento todos los participantes experimentaban la sensación de
un terrible fracaso.
—Acaba de entablarse una conjura contra el orden social —le dijo a Thamos el marqués
Chefdebien, representante de los Filaletes—. Y Francia será su primera víctima.
—Sólo en apariencia. Por lo demás, sólo siguen el curso de una corriente de ideas cuya fuerza
aumenta cada día. La Estricta Observancia, en cambio, no ha sabido llevar a la francmasonería más
allá de sus debilidades y sus contradicciones.
El Gran Maestre tenía rostro de vencido. Desde hacía veinte años, Femando de Brunswick
intentaba edificar un sistema internacional que hubiera dominado la totalidad de las logias europeas.
Hoy, no es más que un nuevo Rito cristiano[89] en formación, cuyo garante sería un místico francés,
Willermoz.
Ante la sorpresa general, el gran vencedor del convento mostraba un aspecto desalentado. De
pronto, el peso de las responsabilidades le parecía excesivo. ¿Conseguirían, él y sus discípulos,
construir el edificio ritual que de ellos se esperaba e imponerlo al conjunto de los países antaño
unidos a la Estricta Observancia?
Thamos no había recogido nada constructivo para la iniciación del Gran Mago. Sin embargo,
continuaría siguiendo la evolución de los Iluminados de Baviera, que pensaban abrirse al mundo
exterior.
—¿Volveremos a vemos?
—La iniciación reposa en la calidad de los ritos y el poder espiritual que transmiten —afirmó
el egipcio—. Sin una herramienta de valor, siempre mejorable, se cae en la creencia, el decoro y la
vanidad.
—No será ése nuestro caso —afirmó Carlos de Hesse, acudiendo en ayuda del Gran Maestre
—, pues Cristo nos guiará.
Viena, 12 de septiembre de 1782
—¡Una verdadera explosión! —se felicitó Joseph Anton ante los informes de sus confidentes
sobre el convento de Wilhelmsbad—. La Estricta Observancia templaria está muriéndose. Aunque su
agonía dure largos años, aunque Femando de Brunswick y Carlos de Hesse se aferren a sus
prerrogativas, la orden ya sólo es una cáscara vacía donde se agitan algunas marionetas. Ellos
mismos han saboteado su barco cortando cualquier amarra con la tradición templaria y confiando al
francés Willermoz el cuidado de preparar un nuevo rito fuertemente teñido de cristianismo.
—Es un rico comerciante, un místico que muestra sus acciones caritativas pero que no desdeña
a las mujeres, imbuido de la superioridad que le confieren sus contactos privilegiados con Dios,
orgulloso de tratar con los nobles y muy turbado ante su aparente victoria.
—No lo creo, está muy aferrado a su título de Serenísimo Gran Maestre. Pero me parece roto y
cederá la dirección de los jirones de la orden a Carlos de Hesse, más joven y más dinámico. Éste
tiene la convicción de que la francmasonería es un camino privilegiado hacia Cristo.
—Eso son, más bien, buenas noticias —reconoció Anton—. ¿Y las malas?
—Lo más duro está aún por hacer, por tanto —advirtió Joseph Anton—. Erradicar la
francmasonería no va a resultar fácil, pues los elementos más temibles avanzan enmascarados, como
el tal Johann Valentin Günther, a quien el emperador ha desterrado, mientras su amante, la judía
Eskeles, es extraditada a Berlín.
—José II apreciaba mucho al secretario de su gabinete secreto. De modo que está haciendo una
profunda investigación. Pero me siento intrigado, Geytrand. Justo antes de su arresto, el francmasón
Günther había invitado a sus hermanos Adamberger, el cantante, y Stephanie, el libretista. El cuarto
comensal era Mozart, el compositor, del que sabemos que no pertenece a la cofradía. De todos
modos, su presencia en esta curiosa cena me parece sospechosa.
—Lo he verificado de nuevo, señor conde. Ese joven no tiene nada de conspirador. Su único
deseo consiste en imponerse en Viena gracias a algunos aristócratas influyentes.
—Esperémoslo así.
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Quisiera poseer todo lo bueno, lo puro y lo hermoso —exclamó Wolfgang antes de besar
apasionadamente a Constance.
—Tu Rapto será representado en toda Europa —predijo su esposa—. Ganaremos mucho dinero
y nos instalaremos en un apartamento mayor.
—Hoy recibimos a una multitud de amigos y festejamos nuestra felicidad. ¿Hay en el menú
trucha de los Alpes ahumada?
La comida fue pantagruélica y el vino corrió a chorros. Como no existía festejo sin música,
Wolfgang compuso varios cánones, comenzando por «Bei der Hitz»[90] y acabando por uno de los
textos que estaban de moda en Viena, «Leck mir am Arsch fein recht»[91], que los comensales
cantaron a coro hasta desgañitarse.
Tras la comida en casa de la baronesa Waldstätten, Wolfgang y Constance tuvieron una charla.
—¡Nada, nada en absoluto, al contrario! Esta nueva felicidad corona las demás.
—Vamos, se lo escribiré yo, aunque a mi manera. A nuestra buena baronesa, que tanto aprecia
las bromas picantes, no le gustaría una carta convencional. Voy a informarle, así, de tu embarazo:
«Queridísima, buenísima, hermosísima, de oro, plata y azúcar… Mi esposa tiene antojos, y sólo de
una cerveza preparada a la inglesa. Si vuestra gracia pudiera hacer que me entregaran una jarra, os lo
agradecería».
Al examinar sus cuentas, el matrimonio Mozart advirtió, no sin amargura, que el autor de un
éxito musical recibía muy poco dinero. En catorce días, el teatro ganaba cuatro veces más que el
compositor de una ópera aplaudida por un público numeroso.
—No hay que estar dando la lata —estimó Wolfgang—, pero tampoco debo parecer un tonto
que deja que los demás saquen provecho de mi trabajo, que me ha costado muchas fatigas y
pesadumbres, y renunciar a todos mis futuros derechos.
—Negociando mejor los contratos, obteniendo remuneraciones más justas por parte de los
editores y asegurando la posteridad de la obra. El combate será duro y difícil, pero lo ganaré.
A Wolfgang le había decepcionado la última decisión de José II: nombrar al mediocre Summer
profesor de piano de la princesa Elisabeth, un cargo que él esperaba. Para el emperador, aquel
desconocido presentaba una enorme ventaja: ¡su escaso salario!
¿No estaba Leopold, por fin, orgulloso de su hijo, que el 8 de octubre había dirigido una
versión de El rapto del serrallo para clarinete en honor del gran duque Pablo de Rusia y de su
esposa? Además, acababa de componer unos conciertos para piano[92] que se mantenían en el centro,
entre lo demasiado difícil y lo demasiado fácil, para domesticar al público vienés con la ayuda de
una pequeña orquesta o, incluso, un simple cuarteto de cuerda que respondiera al solista.
Desgraciadamente, Wolfgang debía retrasar más aún su viaje a Salzburgo, pues la temporada
musical comenzaba en Viena. En pleno ascenso, no podía permitirse el lujo de una ausencia. Aunque
aquella justificación tuviera gran parte de verdad, el compositor seguía temiendo ser detenido por los
esbirros de Colloredo, capaz de destruir su carrera.
Sin embargo, quería ver de nuevo a su padre y a su hermana, presentarles a la maravillosa
Constance y añadir aquella felicidad familiar a todas aquellas de las que ya gozaba desde hacía unos
meses. ¡Qué razón había tenido abandonando Salzburgo y probando suerte en Viena!
Pero debía reanudar aquellos vínculos y enfrentarse de nuevo a su ciudad natal, en cuanto se
sintiera capaz de hacerlo.
¿Qué le habría aconsejado Thamos, ausente desde hacía tanto tiempo? Por un instante,
Wolfgang pensó que desaprobaba su conducta, demasiado mundana a su entender, luego volvió a
componer hermosa música para los oídos vieneses. Sobre todo, no aflojar y seguir conquistándolos.
El Venerable Maestro Ignaz von Born tomó una decisión revolucionaria: reunir todos los meses
a los Maestros Masones que realmente deseaban conocer los secretos de la iniciación poniendo
manos a la obra.
Los candidatos fueron escasos, pues no todos, ni mucho menos, deseaban llevar a cabo una
investigación profunda sobre los símbolos que los rodeaban sin que percibieran su significado. La
mayoría de los francmasones no iban a la logia para realizar prolongados esfuerzos. La paciencia de
Von Born se vio recompensada, sin embargo, puesto que una élite comenzó a asumir sus deberes.
Aquella noche, cada hermano leyó su trabajo, que el resto de los Maestros escucharon con
atención. Thamos estableció una síntesis, añadiendo elementos esenciales en los que nadie había
pensado. Un redactor se encargó de preservar las ideas que servirían de base para la próxima
Tenida.
Aquel método inédito conquistó algunos espíritus, aptos para progresar, y alejó a los
conformistas satisfechos con lo ordinario de las logias, donde se entablaban relaciones participando
en banquetes.
—Existe un núcleo de iniciables —confió Ignaz von Born a Thamos—. No importa su pequeño
número. Lo importante es su compromiso, su rigor y su solidez. ¿Qué ha producido el convento de
Wilhelmsbad?
—Un desastre. En adelante, nuestra única oportunidad de iniciar al Gran Mago consiste en
edificar una o varias logias vienesas dignas de ese nombre.
—Ésa es su nueva prueba —indicó el egipcio—. Si esta gloria lo embriaga, lo alejará del
templo y se reunirá con la cohorte de marionetas que se alimentan de su propia vanidad.
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Ignaz von Born toma inquietantes iniciativas —le reveló Geytrand a Joseph Anton—. Según mi
informador, el hermano Angelo Soliman está reuniendo a un pequeño número de maestros
incitándolos a descifrar el lenguaje de los símbolos.
—¡De ningún modo, señor conde! Von Born es un idealista que cree realmente en la dimensión
espiritual de la francmasonería, más allá de ideologías y doctrinas.
—Si este grupúsculo se consagra a la búsqueda esotérica, ¿por qué amenaza al poder
establecido? Ignaz von Born me tranquiliza, y le deseo un éxito pleno y total. Sobre todo, que confine
a los francmasones en sus logias y los ate a sus símbolos.
—No creo que este paso sea insustancial. Podría formar espíritus fuertes, rebeldes a cualquier
autoridad.
Joseph Anton no desdeñó la observación de Geytrand, que no podía confesarle hasta qué punto
lamentaba no participar en semejante aventura. Y su amargura le dictaba aquella conducta: destruir
las logias deseosas de vivir los grandes misterios.
—Sigue al tal Ignaz von Born pisándole los talones —ordenó Anton—. Si da un paso en falso,
avisaré al emperador.
—¡Soy feliz teniéndoos en mi casa! —le dijo a Wolfgang con una amplia sonrisa—. Vuestro
Rapto del serrallo es una maravilla, y vais a ofrecemos muchas obras magníficas, ¡estoy seguro!
Ahora guardaremos silencio y os escucharemos.
Tantas melodías cantaban permanentemente en la cabeza del compositor, a quien no le costó en
absoluto desarrollar unas variaciones de tanta riqueza que el auditorio quedó subyugado. El apoyo
incondicional del príncipe Galitzin consagraba a Mozart como uno de los compositores favoritos de
los vieneses.
En un rincón de una de las once grandes estancias del palacio, Wolfgang descubrió a dos
hombres discutiendo: el influyente intendente de espectáculos y… ¡Thamos!
—Venid, querido Mozart —recomendó el egipcio—. El conde Franz Xaver Rosenberg Orsini
desearía hablaros de un proyecto.
—¿No os apetecería, por casualidad, escribir una ópera italiana? —preguntó el intendente—.
Tras el éxito de vuestra ópera alemana, una obra como ésa os ganaría un público más amplio aún.
Tras las banalidades de costumbre referentes a la vida mundana, el conde Rosenberg Orsini se
encargó de los notables.
—Vuestras ausencias me turban. No dudéis de que busco el camino que lleva al templo de los
sacerdotes del sol.
—Aquí, en Viena, se decide tu destino. De momento, no te las arreglas tan mal. Fundar una
familia y convertirte en un músico apreciado son arduas tareas que exigen mucha energía.
—Sólo la música me guía, bien lo sabéis, y no caeré en la trampa de una gloria pasajera.
Tras el cierre de la famosa logia Amalia, ¿cómo iban a reaccionar sus ilustres miembros, como
Goethe, tan orgulloso por haber sido ennoblecido el 10 de abril y tratar con la aristocracia, o como
Bode, una de las figuras punteras de la Estricta Observancia templaria, moribunda tras el convento
de Wilhelmsbad?
Thamos esperaba que algunos hermanos aprovecharan aquella peripecia para reconstruir el
templo librándose de las escorias del pasado.
Se desilusionó.
«Para obtener el éxito —afirmó Wolfgang en una carta dirigida a su padre—, hay que escribir
cosas tan comprensibles que un cochero podría luego cantarlas, o tan incomprensibles que gusten
precisamente porque ninguna criatura razonable puede comprenderlas», y se mantuvo en la línea de
conducta ya expresada: no preocuparse por la alabanza ni la condena de nadie, y confiar sólo en sus
sentimientos. Le habría gustado escribir, pero no con su nombre, un librito de crítica musical con
algunos ejemplos. Pero no, ¡tenía una idea mejor!
Con un nuevo concierto para piano[93] terminado ya, Wolfgang volvió a pensar en su última
entrevista con Thamos. Basta ya de brillo, basta ya de seducción. Como nueve años antes, confió sus
exigencias al cuarteto de cuerda[94], eligiendo la tonalidad de sol mayor, que lo hizo muy sombrío. En
Salzburgo, había descartado ese género musical. Escuchar las recientes obras de Haydn le había
incitado a regresar a él, con su propio lenguaje que había madurado ya.
Desde el comienzo, Wolfgang divisó un largo y laborioso esfuerzo. Detalle insólito, tachó
mucho, se corrigió, volvió hacia atrás y alimentó su música con sus propios interrogantes.
¿De qué le servirían el éxito y la fortuna si Thamos no le abría la puerta del templo?
¿Conseguiría hacer de su obra, de su vida y de su búsqueda espiritual una verdadera unidad?
Pese a previsibles dificultades, el compositor decidió modelar una serie de seis cuartetos que
dedicaría a Joseph Haydn. Puesto que no se trataba de un encargo y quería explorar múltiples
senderos, Wolfgang se tomaría el tiempo necesario. A lo largo de los siguientes meses, el arte del
cuarteto le serviría de guía hacia un nuevo horizonte, desprovisto de concesiones.
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El embarazo de Constance iba a las mil maravillas. Feliz porque iba a dar la vida muy pronto,
la joven se alegraba de los éxitos de su marido, que ahora tenía cuatro alumnos ricos.
La víspera, una nueva representación de El rapto del serrallo, que había sido incluida ya en el
repertorio. Y Wolfgang preparaba una suscripción referente a sus tres últimos conciertos para piano,
con la esperanza de obtener una hermosa suma.
Mozart alcanzaba todos sus objetivos: una creciente notoriedad, la independencia financiera y
crear a su antojo. Sin embargo, parecía atormentado.
—¿Qué te preocupa?
—¡Salzburgo, siempre Salzburgo! Aún no estoy preparado para regresar. He aquí lo que Le he
escrito a mi padre para tranquilizarle sobre mi determinación y mi compromiso de ofrecerte una obra
que se interprete durante nuestra estancia allí: «Verdaderamente he hecho en mi corazón esta promesa
y espero, verdaderamente, cumplirla. Cuando la hice, mi mujer estaba enferma aún, pero puesto que
yo estaba firmemente dispuesto a desposarla en cuanto hubiese sanado, podía fácilmente prometerlo.
Como prueba de la realidad de mi voto, tengo a medias la partitura de una misa».
Luego Wolfgang volvió al trabajo y compuso una melodía dramática[95]: «Mia speranza
adorata! Ah, non sai; qual pena sia».
—¡Oh, no! —exclamó Wolfgang—. Yo te amo a ti y a nadie más. Aloysia me hizo sufrir mucho
y ya no siento nada por ella, ni afecto ni odio, sólo estima por una excelente cantante capaz de
interpretar correctamente melodías difíciles.
Sin embargo, los textos[96] alababan el ejemplo de Jesús, valiente hasta el punto de sacrificar
su vida por su ideal. Y la ceremonia concluía con una imitación de la Cena, donde los hermanos
comulgaban comiendo pan y bebiendo vino.
Inquieto ya, Bode lo estuvo mucho más al descubrir un grado reservado a los verdaderos
Iluminados: ¡el Sacerdote![97]. Las enseñanzas dispensadas en los Pequeños Misterios los
tranquilizaron, pues estigmatizaban la religión cristiana y el dogmatismo, rechazando la tiranía de las
iglesias, fueran cuales fuesen, denunciaban las supercherías impuestas por las creencias y abogaban
por el libre ejercicio de la razón. El hombre podía levantarse de su caída y edificar, en la tierra, un
reino celestial del que estarían excluidos los déspotas, que debían desaparecer sin violencia.
Cualquier revolución política era vana y destructora, afirmaba Von Knigge. Sólo las escuelas
secretas de Sabiduría harían grandes a los hombres y les permitirían tomar, realmente, el destino en
sus manos. Entonces, el mundo albergaría a seres sensatos y conocería por fin la felicidad.
Luego Bode fue encadenado e introducido en la logia como un esclavo fugado, solicitando ser
liberado del Estado, de la religión y de la sociedad. Su única exigencia: la libertad. Gracias a la
iniciación, se convertía por fin en un hombre y ya no hacía distinción entre los reyes, los nobles y la
gente sencilla. El verdadero «Príncipe[98]» abolía las castas.
Suscribía plenamente esas ideas y pensaba propagarlas con su jacundia habitual atrayendo al
máximo de hermanos hacia los Iluminados, la única rama masónica capaz de modificar la realidad.
Durante un banquete que reunía a los iniciados, Adam Weishaupt reveló sus proyectos.
Weishaupt fingió aprobar esa línea dura, aun sabiendo que era mejor adaptarse a las
circunstancias y ganarse la confianza de algunos grandes señores.
—Una vez afirmado el ideal —observó el egipcio—, es conveniente darle la herramienta ritual
capaz de concretarlo. Supongo que se trata de los Grandes Misterios, donde se desvelará el
esoterismo de la orden.
—¡Me falta mucho aún! Hoy lo urgente es reclutar el máximo de hermanos, tanto entre los
profanos que formaremos en las canteras como entre los francmasones que serán admitidos,
directamente, en los grados superiores.
—¿Y no son urgentes también los grados de Mago y de Rey? Según la tradición iniciática, es
conveniente comenzar la obra por arriba y por lo esencial.
—De momento, con el pleno acuerdo de Weishaupt, nos preocuparemos de reforzar la orden,
darle fundamentos sólidos y conquistar la francmasonería. Cuantos más Iluminados haya, más se
impondrán nuestras ideas.
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—¡Seguro! —afirmó Wolfgang—. A los vieneses les gustan las ideas originales.
—Un baile en nuestra casa, de las seis de la tarde a las siete de la mañana siguiente, tal vez,
¡pero hacerles pagar una entrada de dos florines!
—La suma cubrirá los gastos de organización. Ya verás, beberán y comerán mucho.
—La futura mamá está espléndida. ¡Qué divertido es pasar en vuestra casa una noche loca!
La siguieron Aloysia y Joseph Lange, el barón Wetzlar, propietario del edificio y admirador del
músico, el tenor y francmasón Adamberger, el libretista Stephanie el Joven y muchos otros conocidos
de los Mozart que no querían perderse la pequeña fiesta.
Cuando la atmósfera se había desenfrenado, Thamos hizo una discreta aparición. Pese a que
había abusado levemente del ponche, Wolfgang conservaba cierta lucidez.
—Hace tiempo, mucho tiempo, fui joven también, y no te reprocho que vivas la vida a manos
llenas.
El día que cumplió sus veintisiete años, Wolfgang siguió trabajando en el primero de los seis
cuartetos que había decidido componer para sí mismo, sin saber que algún día serían interpretados en
público. No le importaba, pues quería explorar un nuevo paisaje sin preocuparse por las reacciones
de un auditorio.
Haciéndolo visible por medio de las notas, divisaba su solemnidad y su importancia. Incluso en
la alegría del final[100], sintió una presencia. Su voz, lejana, se hacía casi audible.
Inglaterra seguía atrayéndole, pero no pensaba en ese viaje inmediatamente, pues debía seguir
abriendo su surco en Viena. Puesto que nadie le confiaba un buen libreto en italiano y su propia
búsqueda no tenía éxito, Wolfgang comenzó a escribir una nueva ópera alemana[101], según una
comedia de Goldoni cuyo primer acto estaba ya traducido. Un nuevo éxito lo consagraría como
especialista del Singspiel, el drama alemán hablado y cantado a la vez que el emperador José II
había deseado durante tanto tiempo.
Chambelán palatino, consejero privado, embajador del príncipe-elector ante la corte imperial,
el barón Otto von Gemmingen, originario de Mannheim, fundó en Viena su propia logia masónica,
Beneficencia[102], con la ayuda de Ignaz von Born y de Thamos, conde de Tebas. Reuniendo sólo a un
pequeño número de hermanos, permitiría experimentar los rituales que preparaban, desde hacía
varios años, el mineralogista y el egipcio.
—El Gran Mago se acerca a la puerta del templo —indicó Thamos—, y debemos seguir
trabajando sin descanso. Me gustaría que antes viviera una fase preparatoria.
—¿Por qué no utilizar la Cantera de los Iluminados de Baviera? —sugirió Otto von
Gemmingen, que, en Mannheim, había propuesto a Mozart que pusiera música al Semíramis, un
drama de resonancias iniciáticas.
—Por impulso del profesor de ciencias políticas Joseph von Sonnenfels —precisó Von Born—,
los Iluminados tienen cada vez más influencia en nuestras logias, pero temen las intervenciones de la
policía y se refugian tras el secreto masónico. Librar un combate contra la injusticia, la tiranía y el
corsé de las creencias religiosas atrae a cierto número de hermanos.
—He hablado con los dirigentes de los Iluminados —reveló Thamos—, y sigo preguntándome
por su sinceridad y sus objetivos reales, tanto más cuanto la cima de su edificio ritual no ha sido aún
concretada. Sin embargo, no me opongo a un contacto del Gran Mago con los responsables de una
Cantera.
—Para no correr riesgo alguno —preconizó Von Born—, evitemos Viena. Puesto que el barón
Van Swieten no ha obtenido información alguna sobre el eventual servicio secreto que parece espiar
a los francmasones, será mejor otra ciudad. Salzburgo parece la más adecuada, pues allí varios
Iluminados animan una logia desconocida todavía por las autoridades: La Previsión[103].
—No es su ciudad preferida —recordó Thamos—, pero debe ir próximamente para ver a su
padre y a su hermana.
—En cuanto conozcamos la fecha —prometió Otto von Gemmingen—, haremos lo necesario.
—Sobre todo, tomemos el máximo de precauciones —recomendó Von Born—. Cualquier error
tendría consecuencias catastróficas.
—El Gran Mago es menos frágil de lo que imaginamos —indicó Thamos—. Muchos le
consideran un músico ligero y mundano, sin advertir su verdadera naturaleza. La Cantera le ofrecerá
un marco de reflexión y le permitirá leer numerosas obras. Las convertirá en su miel, pero será sólo
una etapa antes de la verdadera iniciación.
—Si los Iluminados toman el camino de la política —avanzó Otto von Gemmingen—, se
arriesgan a enfrentarse a grandes problemas, y con ellos toda la francmasonería.
—Weishaupt, su fundador, parece tirar de un lado, y el redactor de los rituales, Von Knigge, del
otro. Muy pronto sabremos si este enfrentamiento, acallado aún, termina con una reconciliación o una
ruptura.
49
La jornada había comenzado muy mal, puesto que Johann Thomas Trattner, impresor-librero y
marido de una de las alumnas de Mozart, exigía que le devolviera un préstamo. Como sufría un
pequeño apuro financiero debido al coste de la copia de sus tres conciertos para piano, cuya
suscripción, de tarifa demasiado elevada, era un fracaso, Wolfgang fue a casa de la baronesa
Waldstätten, que le concedió de inmediato su ayuda.
Ante tanta buena voluntad, Wolfgang aceptó. Se trasladaría a la mañana siguiente, día en que el
Burgtheater volvía a representar El rapto del serrallo.
Tal vez la cofradía de los sacerdotes y sacerdotisas del sol le abrirían, pronto, una nueva
puerta. Como el egipcio le había predicho, ninguna de sus obras pasadas sería inútil. Poco a poco, el
trabajo realizado iba tomando sentido.
Johann Joachim Christoph Bode triunfaba. No sólo implantaba en Weimar una pequeña
«colonia» de Iluminados, sino que reclutaba también a dos ilustres adeptos, el duque Carlos Augusto
en persona y su ministro escritor, Goethe. El primero se llamaba Esquilo y el segundo Abaris.
Naturalmente, Bode les prometió que accederían rápidamente a los grados superiores, y se lanzó a un
discurso que exaltaba la grandeza del hombre libre y la necesidad de modificar las mentalidades
acabando con las esclerosis del pasado.
Goethe y el duque Carlos Augusto aceptaban la crítica de cierta iglesia y de cierta aristocracia
descarriada. Luchar contra la ignorancia, combatir la corrupción y la incompetencia les parecía
necesario, siempre que el combate se librara en el terreno de las ideas y que no se utilizara la
violencia.
Bode no deseaba nada más. Fascinado por la personalidad de sus augustos interlocutores, les
aseguró que ése era el pensamiento de Adam Weishaupt, el fundador de la Orden de los Iluminados, a
quien esperaba un brillante porvenir.
Carlos de Hesse decidió hacer una peregrinación a Ingolstadt para hablar con el profesor Adam
Weishaupt, cuyas cualidades alababan algunos francmasones. Según sus informadores, el fundador de
esta nueva rama masónica no se oponía al cristianismo.
Si los Iluminados, en pleno desarrollo, querían aliarse con la Estricta Observancia, Carlos de
Hesse contemplaría ciertas concesiones sin alterar la vía mística que llevaba a Jesucristo.
Al principio, el príncipe creyó que el ritual iba en esta dirección. Luego, cuando le fueron
comunicados los «Pequeños Misterios», comprendió que el verdadero objetivo de Weishaupt era la
destrucción de la Iglesia.
—Hermano mío…
—Sobre todo, no me llaméis así, pues nada tenemos en común. Yo soy discípulo del Señor y
conduzco hacia Él una orden que respeta sus mandamientos. ¡Vos sois secuaz de Satán! La Estricta
Observancia combatirá con todas sus fuerzas a los Iluminados.
A Weishaupt no le alegraba ese fracaso. Le habría gustado hacer de Carlos de Hesse uno de sus
aliados privilegiados, su portavoz incluso. Consumada la ruptura, tendría que resignarse a presenciar
la agonía de la francmasonería templaria, anticuada y corroída por las creencias cristianas.
Wolfgang tuvo por fin ocasión de hablar largo y tendido con Joseph Haydn, que acababa de
superar los cincuenta pero seguía siendo un músico-lacayo al servicio del príncipe Esterházy.
—Os felicito por vuestro valor, Mozart. Ser independiente siempre me ha parecido imposible.
—Vos tenéis la suerte de servir a un buen dueño que os concede muchas libertades. Yo era
esclavo de un tirano. Si no hubiera roto mis cadenas, habría muerto para la música.
Wolfgang habló de sus proyectos, a excepción de los seis cuartetos que iba a dedicar a Joseph
Haydn. Los dos músicos almorzaron juntos, bebieron un excelente vino blanco en perfecta armonía
con una trucha de los Alpes ahumada y bromearon al evocar a los hipócritas cortesanos y a los
intérpretes ineptos.
Entre ellos nació una amistad profunda, basada en la recíproca estima y el amor por una música
capaz de elevar el alma. Sentían las mismas exigencias creadoras y el mismo deseo de modelar obras
rigurosas y cinceladas, al modo de un artesano que conseguía unir el espíritu y la mano.
La víspera, Wolfgang había escuchado un cuarteto de cuerda tocando su partitura burlesca para
una pantomima de carnaval[105], mientras se disfrazaba de Pantalón y daba la réplica a Aloysia
Lange, vestida de Colombina y seducida por Arlequín. Como de costumbre, el baile de máscaras
organizado en la gran sala del Reducto reunía al Todo-Viena, y la gente se divertía sin contenerse.
Aquella mañana, un decreto imperial disipó brutalmente los ecos de la fiesta: la Ópera alemana
de Viena quedaba disuelta. Dicho de otro modo, se había acabado lo de componer un Singspiel y lo
de tratar un argumento al modo de El rapto del serrallo. Wolfgang tiró a la papelera su proyecto, muy
avanzado ya.
Una vez más, la condesa deploró la falta de carácter de José II, demasiado influenciable. ¿Por
qué prestaba oídos a los mediocres y a los aduladores?
50
El torbellino proseguía. Un nuevo éxito en la academia del 12, en casa del conde Johann
Nepomuk Esterházy, un francmasón al que Thamos aconsejaba que recibiera a Mozart y lo observara.
Y, además, los maravillosos domingos en casa del barón Gottfried van Swieten, para descubrir a
Haendel y a Johann Sebastian Bach.
—¡Mi peinado!
Las cabezas pensantes de la Orden de los Iluminados de Baviera querían conocer a varios
maestros de las logias de la ciudad de Frankfurt, que respetaban hasta entonces los ritos y los
reglamentos ingleses.
Acompañado por el barón de Imperio Adolfo von Knigge, por el profesor Joseph von
Sonnenfels y por el tribuno Bode, Adam Weishaupt presentó a los hermanos un proyecto de futuro,
indispensable para el desarrollo de la francmasonería. ¿Acaso un pensador y un político de la
importancia de Goethe no acababa de ser iniciado a los ritos de los Iluminados, sin los que las logias
se encerraban en un pasado ya muerto?
Las logias de Frankfurt, último bastión sometido a la influencia inglesa, aceptaron fundar la
«Alianza ecléctica», que preservaba su independencia y les permitía, sin embargo, adoptar la
jerarquía secreta de los Iluminados.
Mañana, los Iluminados reinarían en Europa. A partir de las logias se preparaba una toma del
poder de la que Weishaupt esperaba que no fuera acompañada por efusión de sangre. Pero los
príncipes y los arzobispos, expulsados muy pronto de sus palacios, ¿sabrían abdicar evitando la
violencia?
Wolfgang esperaba ser contratado por la corte de Viena, pero el emperador se limitó a enviarle
veinticinco ducados. Sin embargo, el 30 de marzo, José II estuvo de nuevo presente en la academia
de la cantante Theresa Teyber y pidió a Mozart que tocara de nuevo su concierto en do[111].
—¡Se han iniciado las hostilidades! —anunció Geytrand a Joseph Anton—. Me preguntaba
cuánto tiempo permanecerían los francmasones inertes ante las conquistas de los Iluminados de
Baviera. Los rosacruces de Berlín han lanzado la ofensiva, con la ayuda de uno de los suyos, el
propio Federico Guillermo II.
—Los rosacruces denuncian la doblez de los Iluminados y pretenden revelar sus objetivos
reales publicando circulares que los acusan de apoyar las teorías de Voltaire y de Helvetius, de
exigir una ilusoria libertad para todos, de socavar los fundamentos de la religión cristiana y abogar
por el advenimiento de una francmasonería universal cuyo centro operacional estaría en Austria. Al
finalizar este proceso, los Iluminados proclamarán la unidad de la nación alemana y la gobernarán a
su antojo.
—Interesante detalle —precisó Geytrand—. El jefe de los Iluminados parece residir en Viena.
—¿Cómo se llama?
—El mismo.
—Francmasón y jurista de primera línea, muy escuchado por el emperador. Intocable, pues.
Obtuvo la abolición de la tortura en 1776, devolvió su vigor al Burgtheater desdeñando las burdas
farsas del escenario y defendió, en sus publicaciones, las tesis de la filosofía de las Luces. Intocable
y temible.
—Vigílalo, pero con mucha discreción. Si armara un escándalo, nuestro servicio se vería
desmantelado.
—¿Reaccionará a tiempo?
—Le entregaré varios informes de tono muy moderado, para que no me acuse de excesivas
sospechas. Poco a poco, irá desconfiando de esos intelectuales demasiado influyentes y del ejército
que pretenden reunir.
51
Mientras la última producción de Antonio Salieri, La scuola dei gelosi[113], obtenía un gran
éxito y demostraba a los vieneses la superioridad de la ópera italiana, Wolfgang y Constance se
mudaban a un apartamento mayor, en el primer piso de la Burgischen Hause, en el 244 de la
Judenplatz.
El embarazo de Constance avanzaba sin problema alguno y a la joven le gustaba mucho aquel
nuevo alojamiento. Su marido se preocupaba con ternura por su salud y ambos esposos paseaban, de
buena gana, por el Prater, donde asistían a números de animales adiestrados. Recorrían con paso
tranquilo la gran avenida de castaños que desembocaba en un semicírculo del que salían cinco
avenidas más pequeñas. Al menor signo de fatiga de la futura mamá, se sentaban en una taberna, y
sólo Wolfgang jugaba a los bolos con algunos aficionados.
A Constance le gustaba ver cómo su marido se tomaba algún tiempo, aunque seguía
componiendo interiormente, incluso cuando caminaba o se distraía.
—¿Tendremos suficiente dinero para pagar el alquiler y llevar el tren de vida adecuado a tu
rango? —se preocupó la muchacha.
—Por consejo de algunos amigos, he escrito al editor parisino Sieber y le he ofrecido mis tres
últimos conciertos para piano por treinta luises y mi serie de seis cuartetos por un mínimo de
cincuenta.
—Si malvendo mis obras, perderé la consideración. Y si este editor no acepta mis condiciones,
ya encontraré a otro.
Constance aprobó el punto de vista de su marido. A fin de cuentas, Mozart no era un cualquiera.
—He hojeado cien libretos, si no más —le confesó Wolfgang a Thamos—, pero no he
encontrado ni uno solo digno de interés. Estoy tan desesperado que le he pedido a mi padre que se
dirija al mediocre Varesco. Si se produce un milagro, tal vez se le ocurra una idea.
—Vamos a organizar ese milagro —decretó el egipcio.
—Os recuerdo que el emperador ya no quiere Singspiel, sino una ópera italiana. Ha caído bajo
la influencia de Antonio Salieri, cortesano perfecto y compositor banal.
—El abad Lorenzo da Ponte será nombrado libretista de los teatros imperiales. «Noble figura,
buen aire, órgano dulce y suave, poco fasto, sencillo», dice de él el emperador. Completamente
conquistado, al igual que Salieri.
—Hay que probar suerte. Mañana se celebrará una cena en casa del barón Wetzlar. Allí
conocerás a ese curioso abad, capaz de hechizar a los grandes de este mundo. El emperador y Salieri
ignoran la verdadera personalidad de Da Ponte. Pese a su título y sus buenas maneras, es un
aventurero, un mentiroso y un mujeriego que estuvo a punto de ser encarcelado en Venecia, a causa de
sus calaveradas y su crítica del orden social. No tiene genio alguno, pero no carece de talento y tiene
sentido del drama musical.
El barón Wetzlar, un rico israelita y gran admirador de Mozart, estaba encantado de recibir en
su casa a aquel músico con un gran futuro y a Da Ponte, el nuevo libretista de los teatros imperiales.
Como esperaba el conde de Tebas, aquel encuentro podía favorecer una fructífera colaboración.
—Vuestro Rapto del serrallo fue un hermoso éxito, pero la ópera en lengua alemana no tiene
porvenir. Nosotros, poetas y músicos, debemos satisfacer los gustos del público vienés. ¿Qué
preparáis?
—Estoy sobrecargado de trabajo. Salieri, Martini y otros me piden sin cesar nuevos proyectos,
y ya no sé de dónde sacar tiempo. Sin embargo, puesto que me caéis simpático, os prometo que
pensaré en ello.
«Vanas promesas», pensó Wolfgang. La colaboración con Da Ponte terminaba antes de haber
comenzado.
El editor Artaria acababa de publicar dos sonatas para piano a cuatro manos[114], pero la
pequeña alegría no ahogaba la inquietud que Wolfgang sentía ante la idea de dirigirse a Salzburgo. En
primer lugar, había que esperar el parto de Constance, ya muy cercano; luego, como le escribió a su
padre, seguía temiendo ser detenido por orden del gran muftí Colloredo, pues «un meapilas es capaz
de todo».
Fue entonces cuando el patán Joseph Leutgeb, afamado cornista de cincuenta y un años y
propietario de una quesería en Viena, irrumpió en casa de los Mozart.
—¡Vamos, no se lo niegues a un viejo amigo! Estoy seguro de que encontrarás en tu cabeza una
pequeña joya, hoy mismo. Luego iremos a tomar un trago a tu salud. Cuando se está enfermo, no hay
que abandonarse, sobre todo.
Sabiendo que aquel tipo truculento no lo dejaría en paz, Wolfgang se encerró en su habitación y
le pidió que esperara sin hacer ruido.
Unas horas más tarde, el concierto para corno[115] estaba terminado. Algunos acentos heroicos
para poner de manifiesto al intérprete, vigor, pero también una seductora línea melódica.
Wolfgang cogió unos lápices de color azul, rojo y verde y escribió la dedicatoria: «Mozart se
ha compadecido de Leutgeb, asno, buey y tonto».
52
A las dos de la madrugada, Constance sintió los primeros dolores del parto. A las cuatro,
Wolfgang mandó a buscar a su suegra y a una comadrona.
La obra le habitaba: sombría, violenta, febril a veces, expresaba una encarnizada lucha contra
la ansiedad y las tinieblas, revelaba un deseo de libertad, sin la certeza de obtenerla.
Wolfgang no hablaba con nadie, ni siquiera con su padre, de aquellos dos primeros cuartetos de
un conjunto que, tal vez, lo llevaba hacia el templo. Sólo Thamos conocía su existencia y lo alentaba
a proseguir.
La señora Weber, conmovida, besó a su yerno, que acudió a la cabecera de su esposa, feliz y
relajada.
—Te propongo un homenaje a nuestro abuelo Reimund, al que añadiremos Leopold, puesto que
mi padre quiere ser el padrino.
Aquel mismo día, Reimund Leopold fue llevado a la iglesia para ser bautizado, y la joven
pareja agradeció a Dios que le concediera su bendición.
Un incidente reciente irritaba al compositor. Aunque Aloysia Lange hubiera cantado dos
melodías[117] compuestas para ella e intercaladas en una ópera de Anfossi[118], su amigo Adamberger,
en cambio, no había podido interpretar la suya[119] a causa de una furtiva intervención de Antonio
Salieri. ¿Por qué aquel cortesano lleno de celo, rico y célebre, la tomaba con él y se mostraba, a la
vez, mezquino y envidioso?
Wolfgang soñaba con una ópera, hasta el punto de modelar aquellas melodías para insertarlas
en la obra de un colega. ¿A quién dirigirse para obtener, por fin, un libreto apasionante, gracias al
cual poder expresarse plenamente?
—El abad Da Ponte quisiera hablar con vos —le avisó su asistenta.
—Me pedisteis una idea, querido Mozart. ¡Aquí está! He tenido que tomar un poco de mi
valioso tiempo, pero he encontrado un tema agradable: Lo sposo deluso, El esposo decepcionado.
Evoco la rivalidad entre tres mujeres que desean al mismo amante. Excitante, ¿no? Esta ópera bufa
encantará a los vieneses. Bueno, tengo prisa. Os dejo este esbozo, lo estudiáis y lo discutimos. Hasta
pronto.
Ni la historia ni el modo en como estaba tratada interesaron a Wolfgang. ¡Ésa era, pues, la
inspiración de Da Ponte! Decepcionado, le escribió a su padre: «Me disteis, sobre la ópera, un
consejo que yo mismo me había dado ya. Puesto que trabajo lentamente, de buena gana, y me gusta
dominar mi tema, no he querido comenzar demasiado pronto. Un poeta acaba de proporcionarme un
libreto que tal vez acepte, si él consiente en adaptarlo a mi conveniencia».
—Aún dudo.
—¡Hay que partir, Wolfgang! Le has confirmado nuestra llegada a tu hermana, he colocado a
nuestro hijo con una nodriza y el equipaje está listo.
—Salzburgo… Me trae tantos malos recuerdos, tanta tristeza, y además está ese príncipe-
arzobispo, que va a encarcelarme.
—Afirma que el gran muftí no intervendrá. Pero ¿tiene base alguna tanto optimismo?
—Partamos, entonces.
A un lado, Wolfgang y Constance. Al otro, Leopold y Nannerl. El hielo era tan grueso que nadie
se aventuraba a romperlo. El odio y el despreció de Nannerl impedían a Constance pronunciar la más
mínima palabra. Los mudos reproches de Leopold obligaban a su hijo a callarse.
La vieja Miss Pimperl, que dormía veinte horas al día, desbloqueó la situación. En el colmo de
la felicidad, la hembra de fox-terrier saltó a los brazos de Wolfgang para explorar los bolsillos de su
levita, buscando tabaco español.
—Papá —dijo Wolfgang con voz temblorosa—, ésta es mi esposa. Soñaba con besaros, y
también a mi queridísima hermana.
Finalmente, padre e hijo se dieron un largo abrazo, contentos de volver a verse. Luego,
Leopold aceptó besar a su nuera, mientras Nannerl permanecía distante, decidida a no dirigir nunca
la palabra a aquella intrigante. ¿Acaso el principal culpable de aquella mala boda, que mancillaba el
nombre de los Mozart, no era su propio hermano?
53
Leopold estaba muy orgulloso de haber organizado una reunión de trabajo con su hijo y el
capellán Varesco, el libretista de Idomeneo, rey de Creta.
—Wolfgang se ha convertido en un compositor aguerrido, muy apreciado por los vieneses. Tras
el éxito de El rapto del serrallo, busca una buena historia para ponerle música.
—El título resume ya mi obra —precisó Varesco—: La oca de El Cairo. Sorprendente, ¿no?
—He aquí el drama que obtendrá, sin duda alguna, el favor de un amplio público: el marqués
don Pippo, viudo, encierra en la torre de su castillo a su soberbia hija Celidora, muy deseada, y a su
servidora Lavina, con quien el aristócrata piensa casarse y a la que pone así al abrigo de las
tentaciones. Buen comienzo, ¿no?
—Pues aguardad, no se han terminado las sorpresas. Don Pippo ha firmado un contrato con
Biondello, enamorado de su hija Celidora. Sólo será suya si consigue penetrar en la torre en el plazo
de un año. Fabuloso, ¿no?
—Biondello sale de ella, gana la apuesta y se casa con la hija del marqués —afirmó Wolfgang.
—Pura intuición.
—¡Me niego!
—Sed comprensivo —pidió Leopold—. Una ópera de éxito descansa en la colaboración del
compositor y el libretista.
—Esa Oca de El Cairo… ¡Es una verdadera tontería! Ni un solo espectador va a creérselo.
—No te muestres demasiado intransigente, Wolfgang. Mejorando la intriga, sin duda podrás
sacar algo de ahí.
El compositor Michael Haydn, uno de los buenos amigos salzburgueses de Mozart, tenía mala
cara. Lívido, encorvado, enfebrecido, había perdido toda su alegría de vivir.
—Tenía que entregar al príncipe-arzobispo seis dúos para violín y viola. Terminé cuatro antes
de ponerme enfermo. Le presenté mis excusas de inmediato, rogándole que me concediera un plazo.
—Ha exigido la entrega inmediata de los otros dos, pero soy incapaz de proporcionárselos. De
modo que ha suspendido mis honorarios y ahora estoy sin un céntimo.
—De ningún modo, puesto que le entregarás hoy mismo las obras prometidas.
—¿Lo… lo harías?
Utilizando un lenguaje de fuga donde afloraba la ciencia de Johann Sebastian Bach, aun
respetando el estilo ligero que tanto apreciaba Colloredo, Wolfgang escribió los dos dúos para violín
y viola[120] que Michael Haydn llevó al palacio del príncipe-arzobispo.
54
Esta vez, señor conde, es la desbandada —se alegró Geytrand—. La Estricta Observancia
templaria está al borde del abismo. Ya no llegan aportaciones, las logias se separan o se vuelven
francamente hostiles, y ni siquiera hay ya altos dignatarios para simular la existencia de una
jerarquía.
—Todavía no, pero está sumido en una profunda depresión. La obra de su vida se derrumba
ante sus ojos.
—Se niega a bajar los brazos y sigue creyendo en la intervención de Jean-Baptiste Willermoz y
sus Caballeros de la Ciudad Santa.
—No, que yo sepa. Debe de estar trabajando en la redacción de nuevos rituales que, si alguna
vez ven la luz, llegarán demasiado tarde.
—No nos alegremos demasiado pronto —advirtió Joseph Anton—. Tal vez el duque de
Brunswick esté gravemente herido, pero ni Carlos de Hesse ni Willermoz renunciarán a sus
ambiciones.
—Sean cuales sean sus tendencias filosóficas, cualquier francmasón es peligroso. La Estricta
Observancia parece debilitada, lo acepto, pero no relajemos la vigilancia. Puede renacer aún de sus
cenizas y reanudar la ofensiva.
A Wolfgang le encantó conocer al profesor Joseph von Sonnenfels y discutir largo rato con él.
Hablaron primero del Burgtheater, que se había convertido en una hermosa sala de teatro donde se
representaban obras de calidad. Abordaron luego la política liberal del emperador José II, que
ambos aprobaban sin reserva alguna.
Puesto que Mozart permanecería aún cierto tiempo en Salzburgo, el profesor de ciencias
políticas le presentó a algunos amigos, sin indicarle que pertenecían a una logia de los
Iluminados[121].
—En el mayor secreto —reveló—, reflexionamos juntos sobre los problemas de nuestra época
y nos indicamos, unos a otros, los libros importantes, como los de Herder, Wieland o Lessing.
—Por supuesto. Entre nuestras obras de referencia figuran el Sethos del abad Terrasson y el
opúsculo consagrado a los sacerdotes del Antiguo Egipto, Crata Repoa, sin olvidar El asno de oro
de Apuleyo, que evoca la iniciación a los misterios de Isis. Llamamos a nuestra asamblea la Cantera.
Dados vuestros conocimientos, Mozart, vos ya no sois un Novicio, sino un Minerval, a quienes
simbolizamos con un pájaro con cabeza de hombre[122]. A nuestro modo de ver, lo importante es salir
de las tinieblas de la ignorancia y propagar la luz del saber, aunque eso tope con el poder instituido,
con la aristocracia imbuida de sus privilegios y con la Iglesia, aferrada a sus dogmas.
Aunque no apareciese, Thamos el egipcio sin duda estaba en la base de aquella nueva etapa de
su Búsqueda. Indirectamente, le procuraba los alimentos intelectuales que necesitaba para descubrir
el camino del templo.
Aquel día había muchísima gente en la iglesia de San Pedro, donde iban a tocar la Gran misa
en do menor[123] de Mozart. No se parecía a nada de lo conocido y tal vez no podría haber sido
interpretada en la catedral, feudo de Colloredo.
Wolfgang había descartado algunas partes de la misa tradicional, especialmente el Credo, cuyas
palabras ya no correspondían a su andadura espiritual[124].
Antes de entrar en la iglesia, pensó en su última entrevista con sus nuevos amigos del Minerval,
que, amenazados por las investigaciones policíacas, pronto abandonarían Salzburgo. Como él, se
felicitaban por las decisiones de José II: abolir el trabajo forzoso en los dominios agrícolas,
establecer el matrimonio civil facilitando divorcios y nuevos matrimonios. Además, el 3 de
septiembre, el Tratado de Versalles había puesto fin a la guerra de Independencia americana.
Reconociendo la existencia de los Estados Unidos, Inglaterra consagraba un impulso hacia la libertad
en el que participaban muchos idealistas próximos al Minerval.
—No temas, todo irá bien. Ya ves, he cumplido mi promesa: nos hemos casado y he compuesto
para ti esta misa, cuya parte para soprano cantarás tú, aquí, en Salzburgo, mi antigua prisión.
Cuando Constance interpretó el Et incarnatus est con todo su corazón, Wolfgang se estremeció.
Lo que se encarnaba, en aquel instante, era un momento de frágil felicidad, tan frágil que era preciso
percibir su menor vibración y no olvidarla jamás.
Muchos oyentes, entre ellos Nannerl, se sintieron escandalizados por el carácter muy poco
religioso de la obra, que se desmarcaba excesivamente de las reglas habituales. A causa de esa tal
Constance, a la que seguía sin dirigir la palabra, Wolfgang iba por el mal camino.
La vieja Miss Pimperl gemía de tristeza. ¿Por qué Wolfgang, su preferido, volvía a marcharse?
Durante su breve estancia en Salzburgo la había acariciado a menudo, y ella había vuelto a jugar
incluso.
—Os lo prometo.
La joven pareja llegó a Linz, donde los aguardaba el viejo conde Thun, que los invitó a
alojarse en su palacio. El 30 de octubre anunció a Mozart que organizaba un concierto para el 4 de
noviembre, cuyo ensayo tendría lugar el día 3 por la noche.
—Probémoslo.
Irritado por los aduladores salzburgueses, tan dispuestos a incensar cualquier nueva bobada
vienesa, Wolfgang le escribió a su padre para indicarle que detestaba el halago en todas sus formas:
«Las golosinas y los lametones no son siempre agradables. Sólo a los tontos y a los asnos puedes
imponerte de ese modo. Yo soportaría mejor a un patán que no se ruborizara aliviándose ante mí que
dejarme atrapar por tan falsos arrumacos».
Luego, comenzó a trabajar día y noche, y creó una obra grave, meditativa y altiva, no
desprovista de optimismo, en la que pasaba revista a ese extraño período que le parecía una puerta
entre dos mundos. Así nació la sinfonía Linz[125], de unos cuarenta minutos de duración.
Ante la gran satisfacción del conde Thun, fue interpretada el 4 de noviembre. ¿Cómo había
conseguido Mozart, en tan poco tiempo, componer una obra maestra tan larga y sólida?
Los Mozart dejaron el equipaje en su apartamento y, luego, acudieron a casa de la nodriza para
recuperar a su hijo.
—Venimos a buscar a Reimund —dijo Constance, impaciente por cogerlo en sus brazos.
—Señora Mozart, señor… tengo que comunicarles una noticia triste, muy triste.
—¿Acaso…?
—Murió, señor.
—¡Muerto…! ¿Cuándo?
—El 19 de agosto. Unas convulsiones de inaudita violencia. El médico no pudo hacer nada.
Preferí no avisarles para no turbar su viaje.
A pesar de la violencia del golpe, Wolfgang mantenía una extraña serenidad, pues sabía que la
muerte no equivalía a la nada. Reimund Leopold no había tenido tiempo de conocer las alegrías y las
penas de la vida terrenal, había regresado al misterio de donde procedían todos los seres.
Aquella misma noche, Wolfgang escribió una púdica carta a su padre: «Por lo que se réfiere al
pobre muchacho, gordo y querido hombrecito, los dos estamos muy apesadumbrados».
Ignaz von Born, autor de una feroz sátira[126] contra la religión oficial, donde definía a los
monjes obtusos como una especie a mitad de camino entre el mono y el hombre, acudió a Praga para
entrevistarse allí, en secreto, con algunos hermanos deseosos de fundar una nueva logia de
investigación.
Las entrevistas tuvieron lugar en una de las casitas construidas para los alquimistas, detrás del
palacio de Hradschin, por orden del emperador Rodolfo II.
Aunque el barón Van Swieten no hubiera obtenido prueba alguna de la existencia de un servicio
secreto encargado de espiar a los francmasones, Von Born seguía mostrándose muy desconfiado. Y se
hacía constantemente una terrible pregunta: ¿existían confidentes en el propio seno de las logias?
De todos modos, Viena no escaparía a los controles de la policía del emperador. Si José II
seguía en la vía del liberalismo, entretanto, Von Born seguiría preparando el recibimiento del Gran
Mago. No obstante, era mejor tener en Praga una posición de repliegue.
Así, fueran cuales fuesen los acontecimientos y la evolución de la situación, Thamos y Von
Born dispondrían de un templo seguro.
—Un extraño tipo pregunta por ti —le anunció Constance a Wolfgang—. Al parecer, es grave.
—Voy a ver.
—Exacto.
—Él sí os conoce. Durante vuestra estancia en París, el mes de octubre de 1778, contrajisteis, a
través de nuestro banco, una deuda de doce luises de oro.
—En realidad, yo no era responsable de ese viaje. Debéis dirigiros, pues, a mi padre, Leopold
Mozart, vicemaestro de capilla del príncipe-arzobispo Colloredo, en Salzburgo.
—¿Es solvente?
Atenazado aún por el deseo de crear una nueva ópera, Wolfgang escribió para el mismo
Adamberger una melodía trágica[129] que evocaba la angustia de Temístocles, solo y abandonado en
el fondo de una mazmorra. Rebelde, maldecía su destino y sólo encontraba cierta esperanza al pensar
en la mujer amada. Una segunda melodía[130], para bajo esta vez, era más sombría aún: el
remordimiento desgarraba a Sebastes porque había traicionado al rey Jerjes. Incluso liberado y
absuelto de cualquier sospecha, el culpable nunca se lo perdonaría.
Ninguna debilidad para consigo mismo, el permanente deseo de abandonar todas las cárceles
en las que la suerte intentaba encerrarlo, la voluntad de ver la verdadera luz: los sentimientos que
animaban a Wolfgang no le daban reposo.
—¿Por qué estás tan tenso? —se extrañó Adamberger—. El éxito debería alegrarte.
—¡No te das cuenta de tu nueva fama! El público quiere verte y oírte, a ti.
—Hagamos la prueba: mañana por la noche, en el mismo lugar, el mismo concierto, pero sin ti.
Un eco del pasado alegró la fiesta de Navidad. De paso por Viena, el conde Von Sickingen
visitó a Mozart y lo felicitó cálidamente. Ministro del Palatinado destinado en París, francmasón,
hermano y amigo del barón Otto von Gemmingen, había ayudado al joven Wolfgang a soportar su
penosa estancia en la capital francesa durante la que había fallecido su madre.
Juntos, Wolfgang y su huésped tocaron al piano la partitura de Idomeneo que Leopold acababa
de mandarle a su hijo. Pero la obra que encantó a Constance fue una fuga[131] en la que su marido
demostró su dominio de la ciencia del contrapunto. Esta vez, las enseñanzas de Johann Sebastian
Bach habían sido asimiladas. Sin desnaturalizar la fluidez del estilo mozartiano, le daba fuerza y
solidez.
—Todavía no.
—¡Oh, varios! Ante todo, vamos a trasladamos. Esta vez se tratará de un alojamiento lujoso,
tan propicio al trabajo como a la vida familiar. Allí nos aguardan hermosos días.
56
Cara a cara, junto a una gran chimenea que dispensaba un agradable calor, el Gran Maestre
Femando de Brunswick y su adjunto Carlos de Hesse vivían las últimas horas de un año horrible.
—¿Siguen siendo tan malas las noticias? —preguntó el Gran Maestre, envejecido y fatigado.
—Pronto estaremos arruinados, hermano mío. He consagrado buena parte de mi fortuna, como
vos mismo, al desarrollo de nuestra orden, y hemos fracasado.
—La tradición templaria ha muerto, lo admito, pero la aportación de Willermoz aún puede
permitimos salvar la Estricta Observancia.
A las siete, Wolfgang había terminado de arreglarse. Para su vigésimo octavo aniversario, en
vez de hacer que le empolvaran simplemente los cabellos, había pedido al peluquero que se los
rizara, los peinara hacia atrás y los recogiera en una coleta.
Desde una de las ventanas de su nuevo apartamento, observaba el Graben, la plaza principal de
Viena, siempre animada. Cuatro mil carrozas y coches de tamaños diversos pasaban todos los días
por allí.
Vivir en el tercer piso de aquella vasta mansión[132] representaba una gran satisfacción, tanto
más cuanto el propietario, Thomas von Trattner, librero-editor, había aceptado rebajar el alquiler
semestral de setenta y cinco a sesenta y cinco florines. Aspecto fundamental, el edificio contaba con
una sala en la que Wolfgang pensaba dar conciertos privados y de pago, que le permitieran asumir sin
dificultades sus cargas. Y, en su pianoforte construido por Anton Walter, compondría por la tarde y
por la noche, tras las lecciones y las interpretaciones públicas que le imponía su condición de
músico independiente.
—Estoy encinta.
Una tomó la forma de un elegante concierto para corno[133], cuyo movimiento lento era una
apacible romanza; la otra, la del tercer cuarteto[134] de la serie de seis, que quería dedicar a Joseph
Haydn.
Pese a profundas meditaciones, casi ansiosas, la obra afirmaba una esperanza, como si el alma,
tras haber dudado largo tiempo, cruzara por fin el umbral de un mundo nuevo. A diferencia de los dos
primeros cuartetos, éste tenía un verdadero final, con acordes marcados.
Un concierto agradable por un lado, su música interior por el otro, en busca de la Luz… El
compositor no se sentía por ello desgarrado. Esta diversidad vibraba en él, se sabía capaz de
conciliar los contrarios a condición de no traicionar nunca su sentido de lo auténtico.
Decididamente, La oca de El Cairo, aquella enorme bestia de madera o cartón piedra puesta en
mitad de la escena con el héroe en su interior, no le inspiraba. No era un tema digno de suceder a El
rapto del serrallo, sobre todo en la insoportable forma del libreto de Varesco.
Wolfgang se volvió hacia otras lecturas, que le proporcionaban Thamos y el Minerval. Terminó
la obra de Friedrich Christoph Oetinger, La metafísica en relación con la química, cuyo título
ocultaba el contenido, a saber, la filosofía hermética de los rosacruces, que evocaba, especialmente,
la acción de la música sobre el alma. Ahora, descubría con pasión las investigaciones de Giovenale
Sacchi, Del número y de las medidas de las cuerdas musicales, así como de sus correspondencias
y, sobre todo, las de Pierre-Joseph Roussier, Paralelismo entre el sistema de los egipcios y el de los
modernos. En este último, el autor establecía equivalencias entre las notas, las tonalidades, los
planetas y los signos del zodíaco.
Aquel día, Wolfgang puso punto final a un brillante concierto para piano en mi bemol mayor[135]
donde brillaba su elocuencia, sin perder su habitual elegancia. Escrita para una pequeña orquesta, la
obra comportaba incesantes modulaciones, alternando momentos de inquietud y apacibles melodías.
Por lo que se refiere al rondó final, adecuadamente rápido, no olvidaba unir el canto del solista con
el contrapunto que recordaba la benéfica influencia de Bach.
Y, sobre todo, Wolfgang intentó cierto número de experiencias a partir de cálculos cabalísticos
que garabateó en una de las páginas del manuscrito[136] utilizando, especialmente, la figura
geométrica del «cuadrado largo», generadora de múltiples armónicos.
Entonces tomó una decisión de autor responsable y de marido serio: tener dos cuadernos, uno
dedicado a la vida de la casa y el otro a sus obras.
¡Qué impaciente estaba por encontrar, al caer la noche, su tintero, su pluma y su papel pautado!
Para tranquilizar a Leopold, inquieto todavía sobre el porvenir profesional de su hijo y por la
continuación que debía darse a El rapto del serrallo, no vaciló en desvelarle sus convicciones: «Mi
música ya hecha duerme y descansa en paz. En todas las óperas que, en nuestra época, puedan
representarse antes de que termine la mía, ni una sola se parecerá a una de las mías, estoy muy
tranquilo».
Durante una recepción que dio el príncipe Dimitri Galitzin, Thamos tuvo ocasión de hablar con
Gottfried van Swieten.
—Porque José II, como buen jefe de Estado, tiene siempre a mano varias barajas.
—Si ha tejido una red de confidentes, está llenando carpetas, permanece agazapado en las
tinieblas y sólo actúa sobre seguro.
—Eso me temo.
—Os aguardábamos —dijo Thamos—. A partir de esta noche, con vistas al próximo carnaval,
unamos nuestras fuerzas recabando la cooperación del príncipe Galitzin para lanzar la carrera de
Mozart e imponerlo definitivamente en Viena.
Wolfgang se preguntó si podría aguantar mucho tiempo el ritmo infernal que había adoptado
desde el comienzo de la cuaresma. El 1 de marzo, el 5, el 8, el 12 y el 15, conciertos en casa del
conde Esterházy; el 4, el 11, el 18 y el 19, en casa del príncipe Galitzin, sin olvidar, el 17, su primera
academia por suscripción en la sala Trattner. Todas las veces, un público entusiasta y una buena
entrada de dinero. «De este modo —le confiaba a Constance—, no me oxidaré».
A pesar de esa intensa actividad como intérprete, Wolfgang no dejaba de componer, pues los
oyentes reclamaban algo nuevo. Así, el 15 de marzo, había tocado un concierto[138] «que te dejaba
empapado», tal era el virtuosismo que exigía. El solista, orgulloso y conquistador, daba una vigorosa
réplica a una poblada orquesta.
Aquella noche, en casa del conde Esterházy, que estrenaba un concierto en re mayor[139] que
provocaba, también, chorros de sudor. La misma conquistadora alegría que en la obra precedente,
con el mismo ardor. El compositor y el intérprete se ganaban los corazones, Wolfgang se embriagaba
con su éxito.
—¿Por qué no tocáis más de prisa aún? —le preguntó uno de aquellos críticos hastiados y
desdeñosos que no se asombraban ante nada.
—Los acróbatas creen que la velocidad produce fuego. Pues bien, cuando no hay fuego en una
composición no vas a hacer que surja aunque la toques al galope. Es mucho más fácil tocar con
rapidez que lentamente. En los pasajes arduos, puedes dejarte algunas notas sin que nadie lo advierta.
Pero ¿es eso música hermosa?
—Hicimos bien abandonando Salzburgo, tú y yo. Nunca he dudado de tu talento, por lo que tu
éxito no me sorprende. De todos modos, me pregunto si vas a salir vivo de este carnaval.
—¡La tuya, sin duda! No puedo decirte hasta qué punto soy feliz cuando toco tu serenata en si
bemol mayor[140]. Los vieneses ronronean de felicidad. Cuando tengas un momento, volveremos a
hablar del clarinete.
—De ningún modo, pero habría que mejorar su capacidad expresiva. Sólo tú puedes percibir
sus inmensas posibilidades, apenas explotadas. Tan cercano a la voz humana, llega a lo más profundo
del ser. Por desgracia, ya tengo varios hijos que alimentar y carezco de los medios financieros
necesarios para una verdadera investigación. ¿Me ayudarás?
—Cuenta conmigo.
El 24 de marzo, Wolfgang había dado su segunda academia por suscripción con, como momento
principal, el concierto en re[141]; el 25, concierto en casa de Galitzin; el 26, en casa de Esterházy; el
27, en la sala Trattner, participación en la academia del pianista Richter; el 29, concierto en casa de
Esterházy; el 31, tercer y último concierto por suscripción; y aquella noche, un enorme programa en
el Burgtheater, donde dirigiría las sinfonías Haffner y Linz y tocaría el concierto en re mayor, sin
olvidar varias arias y un quinteto para piano, oboe, clarinete, corno y fagot[142], estrenado la víspera.
Wolfgang no volvería nunca más a semejante conjunto, pues aquel milagro no se reproduciría.
¿Era una culminación o un falso límite que debía superarse?
El músico había soñado con el éxito y la gloria, sobre todo para asegurar su independencia.
Alcanzado el objetivo, no se limitaba a ello, puesto que aquel éxito no le abría las puertas del
templo. Finalmente, aquel enloquecido período concluía. Un último concierto en casa del conde
Palffy, el 9 de abril, y el compositor podría descansar.
Los dos primeros movimientos del concierto en sol mayor[143] estaban terminados cuando
Wolfgang pasó ante una pajarería y oyó un jilguero[144] que cantaba una melodía que grabó en su
memoria, exclamando: «¡Qué hermoso es!».
En cuanto regresó a casa, anotó los cinco primeros compases de un rondó con variaciones muy
impulsivo que coronó su nueva obra, en la que la alegría alternaba con pasajes casi melancólicos.
Sin embargo, como habría asegurado la sabiduría popular, ¿acaso no lo tenía todo para ser
feliz? Incluso un pájaro le ofrecía algo con lo que alimentar su inspiración, a él, al músico de moda
del que Viena no quería prescindir.
Al conde de Pergen no le llegaba la camisa al cuerpo. ¿Por qué quería hablar con él José II?
Según los últimos rumores, se mostraba cada vez más favorable a la francmasonería,
indefectible apoyo de su política. Aunque una bula papal de 1731 la hubiera condenado, en Austria
no había sido publicada. En sus Constituciones de 1717, el pastor Anderson escribía: «Si el
francmasón comprende bien el arte, nunca será un ateo estúpido ni libertino sin religión».
—La Iglesia es hoy incapaz de defender los valores espirituales y morales que nuestra
sociedad necesita —declaró el emperador—. Por eso la francmasonería nos es útil, siempre que esté
estrechamente controlada. De modo que vuestra paciente labor merece mi gratitud.
Si no hubiera estado en presencia de José II, Anton habría soltado un enorme suspiro de alivio.
—Que vuestra majestad me permita alertarlo contra la expansión de los Iluminados de Baviera,
que tienen hoy más de dos mil quinientos miembros.
—¿No pertenecen a ese movimiento personalidades tan conocidas como Herder, Goethe o Von
Sonnenfels?
—En efecto, majestad. Muy pronto os procuraré una lista completa de los intelectuales que se
ocultan tras extraños pseudónimos. He descubierto que Grecia equivale a Baviera, Atenas a Munich,
Eleusis a Ingolstadt, la ciudad del fundador, Adam Weishaupt. Por lo que se refiere a Egipto, es el
nombre en clave de Austria.
—¿Qué teméis?
—Lo dudo mucho, conde de Pergen. Si así fuera, impediríamos que se consumara. Exijo
informes detallados sobre la actividad de las logias vienesas y el contenido de los discursos que allí
se pronuncian.
—¿Disponéis de confidentes que trabajen con celo, entre los que figuren falsos hermanos?
Tras las últimas entrevistas con algunos hermanos muy bien situados, el emperador proclamó el
nacimiento de una Gran Logia de Austria cuya Gran Maestría confió a un dignatario inofensivo, el
conde Johann Carl von Dietrichstein-Proskau, de cincuenta y seis años de edad, y la Gran Secretaría
al mineralogista Ignaz von Born. Ambas personalidades, honorablemente conocidas, sabrían dirigir
apaciblemente esa nueva institución, que contaba con siete provincias. Austria contaba con diecisiete
logias, ocho de ellas en Viena; Bohemia, con siete; Galitzia, con cuatro; la Lombardía austríaca, con
dos; Transilvania, con tres; Hungría, con doce, y los Países Bajos austríacos, con diecisiete.
—Bonita jugarreta —apreció Joseph Anton—, muy bonita. He aquí a los hermanos enmarcados
en la «Orden Real de la Francmasonería». Este reconocimiento oficial es un verdadero cepo del que
no serían conscientes de inmediato. Y el emperador les reserva otras sorpresas.
—¡Al contrario, mi buen amigo, al contrario! Cuando los hermanos más peligrosos descubran
que ya no disponen de ninguna libertad de maniobra, intentarán formar logias disidentes. Así pues,
deberemos aumentar la vigilancia.
—El estricto respeto de la carta fundacional de la Gran Logia de Austria y la puesta a punto de
un reglamento interior que se imponga al conjunto de las logias. Naturalmente, le será comunicado.
—Ahora, al menos, la situación mejora, y trazaremos con seguridad nuestro camino, lejos de
las tendencias místicas y ocultistas. Esta misma noche, en la reunión de los Venerables,
examinaremos esta carta.
—El emperador quiere controlarlo todo —estimó—. Ya no nos dejará en paz y tomará otras
medidas que reducirán nuestra libertad hasta aniquilarla.
La carta del emperador reconocía la soberanía de la Gran Logia de Austria y la de cada logia
perteneciente a esa nueva estructura.
Cada una de ellas podría celebrar sus rituales, alimentados por los signos, jeroglíficos y
símbolos de la orden, siempre que no tuviera más objetivo y más actividad que la beneficencia en su
sentido más amplio.
Tras las fórmulas oficiales se ocultaba la voluntad de José II de controlar a los dirigentes,
incluso de descartar a los candidatos o revocar a los electos para sustituirlos por hombres fieles al
poder.
La discusión de los principios generales, que cada logia debía incluir en su particular
reglamento, fue objeto de controversia.
—Ante todo —recordó Von Gebler—, proclamemos la necesidad de la beneficencia, esa virtud
tan apreciada por el emperador. Sólo ella nos ofrece la capacidad de luchar contra los males que
oprimen a la humanidad.
—Eso implica liberamos de todas las formas de creencia y de tiranía —añadió Von Born—. La
beneficencia también consiste en hacer el bien, en actuar bien y, por tanto, en celebrar rituales
precisos y correctamente ajustados.
—Todos los hermanos deben participar activamente en los trabajos —respondió Von Gebler—
y, por tanto, poseer una de las cualidades siguientes: o gozar en el mundo profano de suficiente
consideración, por nacimiento o por rango, para tomar bajo su protección la virtud oprimida y la
buena causa en general; o disponer de bienes materiales en un marco de orden y de vida familiar para
estar en condiciones de prestar ayuda si es necesario; o poseer los conocimientos y el talento
indispensables para corregir las ideas erróneas, combatir los prejuicios perjudiciales y proclamar
las verdaderas luces.
—Antaño, las logias de constructores de catedrales estaban formadas por artesanos —recordó
Von Born—. No existe razón alguna para negarle la entrada al templo a nadie, siempre que el
postulante cubra sus necesidades, no sea un peso para sus hermanos y sienta verdaderos deseos de
ver la luz.
Nadie protestó.
—En cambio —prosiguió el Gran Secretario—, debemos desconfiar de los nobles pagados de
sí mismos y de sus privilegios. Pongámosles larga y lúcidamente a prueba, y neguémosles la
participación en nuestra fraternidad si manifiestan excesiva altivez y vanidad. Quienes desprecian al
buen y simple burgués porque no tiene antepasados con título no merecen cruzar la puerta del templo.
Tampoco lo merecen los aristócratas que tratan mal a sus criados o a sus súbditos, se muestran
crueles y duros con ellos o se enriquecen de modo innoble y se comportan como seres viles. Para un
francmasón, virtud y rectitud no deben ser palabras vanas.
—Todos esos preceptos estaban contenidos en la Regla de los templos del Antiguo Egipto —
recordó Thamos—. Ponerlos en práctica es una necesidad cotidiana sin la que la iniciación sólo
sería un espejismo.
—Nos dirigimos así hacia la verdadera beneficencia —insistió Von Born—. No se trata sólo
de ayuda pecuniaria, sino de una asistencia de otra naturaleza, de una ayuda de orden espiritual y del
don del conocimiento que permite cruzar las sucesivas puertas que jalonan el camino iniciático.
—Siempre que sean del todo tolerantes y que no intenten propagar en la logia sus creencias —
respondió Von Born.
Nadie discutió las opiniones del Gran Secretario, que no disgustaban a Von Gebler. El
vicecanciller podría, pues, tranquilizar al emperador y garantizarle la adhesión de las logias a su
política.
Un único problema: la partitura de piano estaba casi vacía, pues no había tenido tiempo para
anotar la música, y la tocaría, pues, de memoria y sin ensayo alguno.
La obra comenzaba por un largo movimiento lento durante el que dialogaban el hombre y la
mujer, la voluntad de conquista y la sensibilidad. ¿Cómo conciliar esos aparentes contrarios, salvo
gracias al ardor de un alegro que superara las oposiciones? El andante devolvía a la meditación y a
la duda, casi dolorosa, disipada por el rondó final, celebración de la alegría de vivir.
El emperador, que había oído sorprendentes rumores, lo comprobó por sí mismo. Pasmado,
advirtió que Mozart descifraba páginas en blanco.
Por lo que se refiere al pianista holandés Richter, que observaba los dedos del intérprete, no
pudo contener su amargura.
—Dios mío, cómo debo yo torturarme hasta sudar para no obtener éxito alguno. Y para vos,
amigo mío, para vos es sólo un juego.
—¡Oh! —exclamó Wolfgang—, yo también tuve que torturarme para no tener que hacerlo
ahora.
Tras la academia que él mismo había organizado el 8 de mayo en casa de los Trattner, sus
propietarios, Wolfgang recuperó por fin el aliento. Seguía levantándose, sin embargo, entre las cinco
y las seis, y mantenía su ritmo de trabajo aun concediéndose, todas las mañanas, un delicioso paseo
con Constance por el jardín del Augarten.
El embarazo iba bien, y su amor, tierno y cómplice, florecía al hilo de los días.
—No sabe preparar el fuego ni hacer café. Su única tarea consiste en poner los platos en la
mesa del comedor. Cuando me ayuda a ponerme un vestido o a quitármelo, se queja de exceso de
trabajo. Se gasta todo el salario en comprar vino y cerveza. Ayer, la encontré borracha como una
cuba en su cama. Había vomitado tanto que tuve que cambiar las sábanas y el colchón. ¡Esto no
puede seguir así! Despidámosla y sustituyámosla por otra.
—¿Pero?
—Si yo fuera un hombre al que le gustara hacer infeliz a la gente, la despediría de inmediato.
Seamos benevolentes conservándola tanto tiempo como sea posible.
Pensándolo bien, Wolfgang se había mostrado ingrato y lo lamentaba. De modo que acudió a la
pajarería con la esperanza de que el creador de los primeros compases del rondó del concierto en
sol mayor[146] no hubiera encontrado comprador.
Por suerte, el jilguero estaba aún allí.
Wolfgang no discutió.
—Seremos buenos amigos —le prometió a su nuevo compañero—. ¿Cómo voy a llamarte…?
¡Ah, ya lo tengo: Star! ¿No eres acaso una estrella que ilumina nuestros días gracias a tu notable
talento?
Wolfgang no incluyó en su catálogo las ocho variaciones «Comme un agnello»[147] que acababa
de componer sobre una melodía de Buen hombre de Sarti, que estaba de paso en Viena, y se dirigió a
Döbling, en la campiña vienesa. Durante una academia, tocó su quinteto para piano e instrumentos de
viento[148], mientras su anfitriona, la brillante Barbara Ployer, interpretaba el concierto en sol[149].
Bien pagada, aquella interpretación aumentaba su cotización, apreciable ya.
Este éxito financiero tranquilizaba a Wolfgang y le daba alas. ¡Qué felicidad ofrecerle a
Constance una vida confortable, sin preocupaciones materiales! Nunca hubiera imaginado semejante
posición cuando arruinaba su talento como músico-criado al servicio del gran muftí Colloredo. La
audacia le había sentado bien, y nunca retrocedería, aunque seguía soñando con un puesto estable en
la corte de Viena, siempre que recibiera una excelente remuneración y gozara del máximo de libertad
creadora.
En Artaria aparecieron tres sonatas para piano[150] y, en otra editorial, Torricella, tres obras
más[151] que consolidaban su renombre de músico vienés de moda.
El francmasón, amigo y hermano de Ignaz von Born, habló de la lengua de los símbolos, de la
importancia de la tradición iniciática y de la presencia de los espíritus que animaban todas las
formas de vida, desde las estrellas hasta los minerales.
Esas perspectivas impedían a Wolfgang dejarse embriagar por su éxito. Más allá de las
satisfacciones materiales, ¿acaso la puerta del templo no estaba próxima y lejana a la vez?
—¿A qué viene esa cólera, hermano? —preguntó Bischoffswerder, uno de los jefes de la
Rosacruz de Oro, tan bien situados que influían en las más altas autoridades.
—Los Iluminados de Baviera, a los que pertenezco, quieren destruir los poderes establecidos y
la sociedad —respondió Utzschneider—. Hay que impedirles hacer daño.
El traidor omitió añadir que deseaba vengarse porque acababan de negarle un ascenso.
—He tomado notas con toda discreción —reveló Utzschneider—. Os entrego un expediente
explosivo que contiene las declaraciones de varios dignatarios y revela las verdaderas intenciones
de los Iluminados. Os toca actuar de prisa y con fuerza.
¡Los rosacruces de oro de Berlín no podían esperar semejante regalo! El documento fue
transmitido de inmediato a su principal apoyo, Federico Guillermo II. Pero éste, negándose a
intervenir en su territorio y a ponerse en evidencia, confió el trabajo sucio al príncipe-elector de
Baviera, Karl Theodor.
El jesuita Frank, consejero político y confesor de Karl Theodor, se frotaba las manos. Gracias
al expediente de Utzschneider y a los complementos de los rosacruces de oro de Berlín, había
convencido a su ilustre patrón de que tomase una decisión tan radical como explosiva.
El edicto de Karl Theodor prohibía formalmente cualquier sociedad secreta en los Estados
sometidos a su jurisdicción. Considerándose investido de una misión sagrada consistente en salvar a
la Iglesia, el príncipe-elector ponía fin a las actividades de sectas subversivas y temibles, a la
cabeza de las cuales figuraban los Iluminados de Baviera y las logias masónicas, sin nombrarlos por
ello.
Frank esperaba una reacción violenta, sobre todo por parte de los Iluminados. Lo que llevaría a
Karl Theodor a utilizar la fuerza e incitaría a los tribunales a dictar penas de cárcel.
Fuera como fuese, aquel decreto los hacía pasar por el aro y detenía en seco su crecimiento. La
Iglesia podía felicitarse por aquel éxito, que sería seguido por muchos otros si el emperador José II,
a su vez, percibía el peligro y adoptaba las medidas necesarias.
El jefe de los Iluminados de Baviera, Adam Weishaupt, y su mano derecha, el barón Adolfo
von Knigge, volvieron a leer el decreto, palabra por palabra.
—Hay que saber hasta dónde quieren llegar Karl Theodor y sus aliados. Finjamos, pues,
obedecerle pronunciando una aparente disolución de nuestra orden y pidiendo a todos sus miembros
que guarden silencio. Tal vez esta actitud muestre al príncipe-elector que ha obtenido una gran
victoria.
—Sólo un mal rato que pasar, suponéis… ¡Yo no lo creo! —objetó Von Knigge—. Esta
declaración de guerra tendrá consecuencias. El oscurantismo religioso desea destruir nuestro
movimiento utilizando la tontería y la cobardía de los príncipes que desean conservar su trono a toda
costa. Yo me niego a bajar los brazos. Estoy de acuerdo en que guardemos un relativo silencio, si las
logias siguen reuniéndose en secreto. Además, fundaremos sociedades de lectura, abiertas a todo el
mundo, en las que difundiremos nuestras ideas. Ni siquiera Karl Theodor podrá tacharlas de secretas.
—Mi amigo Frank ha actuado de un modo magnífico —estimó Geytrand—. He aquí que los
Iluminados han sido heridos en pleno corazón, y además, en su propio feudo, Baviera.
—¡Nadie va a engañarse!
—Las altas personalidades, incluso los magistrados, que pertenecen a la orden, retardarán o
bloquearán la aplicación de esta ley afirmando que la francmasonería no lleva a cabo acción ilegal
alguna y no amenaza ningún trono.
—Puesto que es, efectivamente, una sociedad secreta, los tribunales la prohibirán.
—Sería demasiado sencillo, mi buen Geytrand. Los francmasones encontrarán mil y una
maneras de escapar a la sanción.
—Frank quiere acabar con ellos y Karl Theodor sigue ciegamente sus directrices.
—En pleno ascenso, los Iluminados no renunciarán a imponerse. Sin duda fingirán que se
doblegan para contraatacar mejor. La guerra no ha hecho más que empezar.
61
Tras su paseo a caballo, hacia las siete, Wolfgang dividía su tiempo entre las composiciones y
las lecciones. Para descansar, le gustaba jugar al billar mientras discutía con Constance. Había
comprado una hermosa mesa cubierta de un soberbio tapete verde, doce tacos y cinco bolas. Una
linterna y cinco candelabros iluminaban la superficie de juego.
Aquella noche, el matrimonio Mozart recibió a varios cantantes, entre ellos Michael O’Kelly y
la joven soprano, de diecinueve años, Nancy Storace, acompañados por su enamorado Stephen, un
violinista impetuoso y celoso. Le preguntaron a Constance por su salud antes de alabar los méritos de
Inglaterra y jugar una partida de billar, vaciando algunas botellas.
El pájaro Star saludó aquellas diversiones cantando una hermosa melodía que Nancy Storace
repitió.
Geytrand puso en la mesa de Joseph Anton la edición, en Torricella, de dos sonatas para
piano[152] y una sonata para piano y violín de Mozart[153].
—Es extraño —dijo Geytrand—. ¿Se habrá permitido el editor esta audacia sin el explícito
acuerdo del autor?
—Dicho de otro modo, no hay nada que pruebe que Mozart esté vinculado de un modo u otro a
la francmasonería.
—Nada —concluyó Anton—. Sin embargo, su nombre aparece con demasiada frecuencia. Así
pues, me interesaré más por él.
En Perú, un arqueólogo descubría los restos del reino de las amazonas. Mientras un
meteorólogo proseguía con sus investigaciones, un enamorado perdido sólo pensaba en su amada.
Sobre las bases más bien flojas de ese libreto de Petrosellini, Wolfgang comenzó una
ópera[154].
Aburriéndose a sí mismo, al escribir una música vacía de sentido, lo dejó muy pronto.
Wolfgang no esperaba ya aquella visita. Nombrado poeta oficial de la corte con un salario de
seiscientos florines gracias a la ayuda de su protector, Salieri, el libretista le explicaría
probablemente que estaba desbordado.
—No estoy acostumbrado a ser convocado como un vulgar lacayo —le dijo a Adam Weishaupt
—, y ya no soporto vuestro comportamiento. ¿Debo recordar que soy el redactor de los rituales de la
Orden de los Iluminados?
—¡Poniéndome sin cesar palos en las ruedas! —protestó Von Knigge—. Vuestro sectarismo y
vuestra ciega crítica de la religión son obra de un espíritu obtuso, incapaz de percibir la importancia
de los ritos y del esoterismo. Sólo los misterios egipcios nos llevarán al conocimiento, y vos no les
atribuís consideración alguna.
—Todo lo que hacen los Iluminados me concierne. Criticar a su jefe, oponerse a él, insultar su
soberanía y atreverse a denigrarlo ante los demás hermanos son faltas imperdonables. Vos las habéis
cometido, barón, y ya no sois digno de pertenecer a la orden.
—He redactado una acusación, que he firmado yo mismo y varios altos dignatarios, acusándoos
de oportunismo. Si lo negáis, seguiremos adelante. Mucho más adelante. Os aconsejo, pues, que
dimitáis, aceptando tres compromisos formales: guardar secreto, abandonar vuestras funciones y
retirar todos los agravios que me habéis hecho.
—Sois un triste señor y un temible manipulador. Quiera el cielo que vuestra despreciable
aventura termine mal.
El jefe de los Iluminados se libraba por fin de aquel espiritualista que comenzaba a resultar
molesto. Ciertamente, le faltaban los rituales de los Grandes Misterios. El resultado de sus esfuerzos,
una revolución política y social, le haría olvidar ese inconveniente.
El marido no era el único que se sentía decepcionado. Tras haber compuesto una obertura, dos
coros y dos melodías para Lo sposo deluso[155], Wolfgang, irritado, lo dejó.
¡Lamentable libreto! ¿Cómo tratar semejante tema en estilo bufo y hacer divertida a una heroína
ofendida e infeliz? Ennegrecer así a los personajes femeninos le disgustaba sobremanera. Y ninguno
tenía carácter suficiente.
Desde sus contactos con los Iluminados de Salzburgo y sus lecturas de obras esotéricas,
Wolfgang necesitaba profundidad, no las diversiones irrisorias del abate Da Ponte. Abandonó, pues,
aquel pobre proyecto, convencido de que no seguiría tratando con aquel taimado cortesano,
demasiado próximo al mediocre Salieri.
Una triste noticia, procedente de Salzburgo, se añadió a aquella decepción: Miss Pimperl, la
hembra de fox-terrier, acababa de morir. ¡Cómo le habría gustado mimarla hasta el último instante,
evocando sus mil y un recuerdos! Wolfgang era su preferido, percibía la menor emoción de Miss
Pimperl, y su complicidad les ofrecía maravillosos momentos de felicidad.
Wolfgang escribió a su hermana para felicitarla por su matrimonio, previsto para el día 23. El
feliz elegido se llamaba Johann Baptist von Berchtold zu Sonnenburg. No era un jovenzuelo, sino un
viudo de cincuenta años, padre de cinco hijos, magistrado y administrador judicial de su ciudad. A
sus treinta y tres años, la severa Nannerl se instalaría con su viejo marido en la casa natal de su
madre, en Saint-Gilgen.
Por su parte, Wolfgang, que no tenía el menor deseo de asistir a una ceremonia siniestra, se
limitaría a mandar esa carta convencional. Entre su hermana y él se abría un infranqueable foso, que
ni él ni ella deseaban llenar.
Pensó en su padre, ahora solo en su gran apartamento de Salzburgo. Leopold, que estaba
decidido a no volver a casarse, había perdido a su hijo y confidente, y Nannerl también lo
abandonaba. Afortunadamente, le quedaba su puesto de vicemaestro de capilla y sus alumnos, a los
que se consagraba con paciencia y un apreciado sentido de la pedagogía. ¿Le concedería Dios la
gracia de mimar a uno o varios nietos?
Afortunadamente, el joven doctor Barisani, cuyos méritos alababa todo Viena, aceptó acudir
junto a su cama y le prodigó sus cuidados. Dada la gravedad del resfriado, le predijo a su enfermo
varias semanas difíciles y le pidió que se cuidara.
Sin embargo, el 25, Wolfgang ya había terminado una improvisación sobre una melodía de
Gluck, tocada el 23 de marzo de 1783 ante el emperador, y sacó de ella diez variaciones para
piano[156]. Extraído de Los peregrinos de La Meca, el texto divertía mucho al convaleciente: una
especie de derviche pasaba por ser un hombre santo de ejemplar autoridad ante un populacho crédulo
mientras llevaba una existencia disoluta y saboreaba los inagotables placeres de la carne.
Los alegres arpegios del pájaro Star saludaron el buen humor de su dueño, y Constance se
tranquilizó al ver que su marido recuperaba tan pronto las ganas de vivir. Sin embargo, debería
seguir un régimen y no excederse. Dado su demencial empleo de tiempo durante la estación musical,
Wolfgang había sobrepasado sus límites y había puesto en peligro su salud.
La criada salzburguesa Liser Schwemmer seguía siendo perezosa e ineficaz, por lo que
Constance, a un mes del parto, contrató a otra sirvienta. Todos los días, la señora de la casa
distribuía las tareas para evitar conflictos. Y la joven salió más que airosa de ese difícil ejercicio.
Cuatro habitaciones principales en el primer piso, ciento setenta metros cuadrados, pleno
confort… Constance se frotó los ojos.
—¿Y el alquiler?
—¡Es muchísimo!
—Tranquila, podemos permitírnoslo. ¿Acaso este tipejo no merece vivir en un lugar hermoso?
—Que Dios le dé una larga y hermosa existencia —murmuró el músico besando al bebé, que le
ofreció una amplia sonrisa.
—Mi clavecín quedará instalado esta misma tarde —precisó Wolfgang—. Aquí afluirán mil
ideas y trabajaré con toda tranquilidad.
La primera obra que Wolfgang terminó en su nuevo y prestigioso domicilio fue un concierto en
si bemol para piano y orquesta[158], destinado a una virtuosa ciega, Maria-Theresia von Paradies.
Si los dos movimientos rápidos, el primero y el tercero, hacían que destacaran las dotes de
intérprete proporcionándole una partitura alegre, voluble y risueña con ciertos momentos de ternura y
ensoñación, el andante con variaciones en sol menor era una larga meditación de Wolfgang sobre el
sentido de su propia existencia. Al intentar domar la impaciencia y la rebeldía, manifestaba una
aparente calma sin disimular la profunda duda que lo obsesionaba: ¿andaría algún día por el camino
que llevaba hacia la Luz?
Un grito estallaba en la orquesta, se planteaba una pregunta brutal: ¿qué deseas realmente?
¡Nunca renunciaría a luchar! Así pues, recuperaba la tranquilidad vinculada a esta certeza, pero sin
embargo terminaba esas dolorosas variaciones con la duda inicial.
Dirigiéndose con Constance a casa del barón Van Swieten, como todos los domingos, esperaba
descubrir nuevas obras de Johann Sebastian Bach.
La víspera, el barón había creído descubrir por fin unas pistas serias que lo condujeran al
cazador de francmasones. Tras la verificación, se trataba sólo de un policía encargado de llevar
expedientes referentes a los cortesanos relacionados con el Ministerio de la Guerra.
Junto al clavecín estaba Thamos, más impresionante aún que de costumbre. Van Swieten
presentó a Constance a los demás invitados, dejando al egipcio cara a cara con el músico.
—¡Es una maravilla! Joseph Haydn y algunos colegas vendrán muy pronto para tocar música de
cámara. Vos estáis permanentemente invitado, por supuesto.
—Tras todos estos años de búsqueda, de éxitos y fracasos, tras tus contactos con francmasones
de diversas tendencias, tras numerosas lecturas, ¿deseas proseguir solo tu camino o intentar cruzar la
puerta del templo?
—¿Qué respondes?
Puesto que Thamos no le había concretado la naturaleza de la prueba que iba a sufrir, ignoraba
cómo prepararse para ella.
Aquella espera era, a la vez, esperanza y angustia: esperanza de descubrir un nuevo universo y
ver por fin la luz; angustia de ser rechazado para siempre. Pues no habría segunda oportunidad.
Esperar sin fecha precisa… ¡qué suplicio! ¿Pero no sería ése precisamente el comienzo de la
prueba?
Willermoz tenía todas las cartas en sus manos. Le bastaba con mostrarlas para ganar
definitivamente la partida.
Un solo hermano dudaba de aquel triunfo: él mismo. Había leído los primeros ensayos de los
íntimos a quienes había confiado la redacción de los nuevos rituales, y había quedado cruelmente
decepcionado.
¿Por qué no rendirse a la evidencia? Los lioneses nunca conseguirían cumplir sus
compromisos. Su victoria en Wilhelmsbad resultaba inútil y estéril, puesto que eran incapaces de
explotar su ventaja. Cazar en el territorio de los alemanes sólo produciría disgustos. Mejor sería
mantenerse en su dominio reservado.
Willermoz decidió olvidar la promesa que le había hecho a Femando de Brunswick. El Gran
Maestre se las arreglaría sin él.
—El conde Fénix desea veros —le avisó uno de sus discípulos—. Vive en el hotel de la Reina,
Quai Saint-Clair, y afirma poseer informaciones esenciales.
—Yo, Cagliostro, voy a fundar aquí una logia de mi Rito egipcio. Ayudadme a reclutar adeptos
y os comunicaré mis secretos.
—¿Cuáles son?
—Ni pensarlo, puesto que soy el Gran Copto, el superior de todos los francmasones. Si
conocéis los Grandes Misterios, expresaos sin temor.
—Comprendo vuestras exigencias, hermano mío, pero admitid las mías. Nuestro buen
entendimiento supone confianza y mutuos dones.
Cagliostro reflexionó.
—¡Sois francmasón, hermano mío! Ejerced, pues, un sentido crítico. —Cagliostro, os hundís en
el error, y probáis así vuestra impostura. En realidad, no poseéis secreto alguno y extraviáis los
espíritus al alejarnos de Nuestro Señor Jesucristo.
—Hacéis mal riéndoos de mi saber, Willermoz. ¡Vos sois el impostor! Engañáis a vuestros
hermanos haciéndolos esclavos de una religión obtusa.
—Ese miserable discurso pone de manifiesto vuestra mediocridad. Sabed, señor, que puedo
pronunciar conjuros contra los perversos de los que formáis parte. Pagaréis caras vuestras innobles
palabras, os lo prometo.
Cagliostro se envaró.
—Vuestras amenazas me resultan indiferentes. Sobre todo, no intentéis lanzar contra mí vuestra
magia negra, pues volvería a vos y os estallaría en la cara.
Cuando sus huéspedes ya se habían despedido, Wolfgang cerraba las contraventanas interiores
de su apartamento y descubrió, en la calle, la silueta de Thamos el egipcio.
—¡Por supuesto!
—En ese caso, trata de descansar un poco. La prueba decisiva tendrá lugar esta misma noche.
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Un hombre de edad al que no conocía vendó los ojos de Wolfgang, lo cogió de la mano, lo
introdujo en una sala que le pareció muy amplia y lo ayudó a sentarse en una silla.
—Profano —dijo una voz severa—, os acoge un templo. Aquí están reunidos algunos hermanos
en busca de la Luz y el conocimiento. Quieren sondear vuestro corazón y vuestro espíritu para saber
si realmente deseáis compartir su Búsqueda. Os ruego, pues, que les respondáis sinceramente. Tras
esta prueba, adoptaremos una decisión por unanimidad. O nuestros caminos se separarán o seréis
admitido entre nosotros. Y ese juicio será inapelable. He aquí la primera pregunta: ¿qué es la
iniciación?
A su alrededor, ninguna energía negativa, sólo seres que lo escuchaban con atención y, lejos de
juzgarlo, intentaban comprenderlo y saber si lograría seguir la senda iniciática.
—Os agradecemos que hayáis aceptado hablar sin ambages —concluyó la voz grave—. Vamos
a acompañaros hasta el exterior. Dentro de algún tiempo os haremos saber el resultado de nuestra
votación.
Ayudaron a Wolfgang a levantarse y a salir de la sala. Luego, el mismo hombre de edad le quitó
la venda y, sin decirle una sola palabra, le abrió la puerta de la morada en la que había sido
convocado.
Llovía.
Wolfgang no regresó directamente a casa, pues sentía ganas de vagabundear por las calles de
Viena.
—¡Tienes los ojos enrojecidos, pero estás muy pálido! —advirtió Constance, inquieta—. ¿Te
encuentras mal?
—¡No puedes imaginar el peso de la incertidumbre! Ser el último en saber es una verdadera
prueba.
Wolfgang improvisó al clavecín. Seducido por una melodía, el pájaro Star la cantó.
—Voy a pasear.
Puesto que no lograba concentrarse y no podía estarse quieto, el compositor pensaba caminar
hasta agotarse.
—¿Tenéis… el veredicto?
—¿Queréis… comunicármelo?
—En realidad, Wolfgang, mis hermanos me han confiado el deber de anunciarte el resultado de
sus deliberaciones.
Puesto que el rostro de Thamos permanecía indescifrable, el compositor temió lo peor.
Wolfgang era incapaz de expresar lo que sentía. Se trataba de una alegría desconocida, tan
poderosa que tenía la impresión de emprender el vuelo por encima de las montañas.
—Si supierais…
—Lo sé, Wolfgang. También yo he vivido este momento. No olvides nunca su sabor. Aunque los
iniciados sean a menudo decepcionantes, la iniciación, en cambio, no te decepcionará nunca. Ahora
queda por cumplir una última formalidad: tu carta de candidatura.
Thamos sonrió.
Como tal, enviaba las convocatorias a los hermanos, anotaba en cada Tenida los nombres de
los presentes y de los ausentes, redactaba los informes administrativos destinados a la Gran Logia de
Austria y recibía las cartas de candidatura.
Aquella mañana, leyó la de Wolfgang Mozart, músico de profesión. Hoffmann había oído
hablar del autor de El rapto del serrallo, que no poseía cuartel de nobleza alguna y no figuraba entre
las personalidades notables de la corte. En resumen, un recluta sin gran interés para la pequeña logia
La Beneficencia, cuya orientación disgustaba a Hoffmann.
Por impulso del Venerable a quien influenciaba Ignaz von Born, se interesaba en exceso por el
estudio de los símbolos.
Hoffmann, en cambio, buscaba a amigos bien situados. Además, no soportaba las críticas
contra las instituciones ni que se cuestionaran ciertos valores. Esa masonería estaba yendo por mal
camino y lo denunciaba confiando en un ex hermano, Geytrand.
De acuerdo con la costumbre, tenía que transmitir la candidatura de Mozart a las demás logias
de Viena, para obtener su aprobación. A veces, algún hermano manifestaba su oposición. Se le pedía
entonces que formulara sus argumentos cuya solidez se verificaba.
Pero aquel trabajo lo aburría. Que su sucesor, nombrado muy pronto, se encargara del asunto
Mozart.
65
Wolfgang compuso el cuarto[160] de los seis cuartetos que pensaba dedicar a Haydn, mientras
aguardaba la fecha de su iniciación. Afirmando su voluntad de conquista y descubrimiento en el
movimiento inicial, consagró el adagio a una meditación sobre la profunda transformación de su
existencia. ¿Acaso no se trataba de una especie de muerte benéfica, del paso de un mundo tenebroso
a un universo cuya luz era inaccesible a la mirada del profano? Con un ritmo de danza, el final
expresaba la intensa alegría de quien muy pronto cruzaría la puerta del templo tras haber temido que
se cerrara definitivamente.
El 17 de noviembre, El rapto del serrallo sería representado por primera vez en Salzburgo.
Wolfgang sentía aquel acontecimiento como un exorcismo, una victoria definitiva sobre Colloredo y
la tiranía cuyas cadenas había roto. No creyendo en el azar sino en la organización de lo real por un
arquitecto divino, el compositor vinculaba aquel pequeño placer suplementario a la inmensa
felicidad que viviría dentro de poco.
Puesto que quedaban por resolver varias cuestiones esenciales, los Filaletes abrieron su propio
convento, hasta el 26 de mayo, esperando acoger un máximo de delegados de todas las logias
europeas.
Con gran desesperación de los iniciadores de la reunión, se aportaron pocas respuestas claras.
A los Filaletes, que se interesaban por la alquimia, la magia y la teosofía, les habría gustado ponerse
a la cabeza de un gran movimiento filosófico y levantar una orden iniciática capaz de modificar
profundamente las mentalidades.
Como advertía aquella logia, considerada excéntrica, la sociedad francesa estaba surcada por
otras corrientes de ideas distintas de la búsqueda esotérica. La crítica del poder, de la nobleza, de la
Iglesia y de sus privilegios iba aumentando, y muchos francmasones se interesaban más por ella que
por el mundo de los símbolos.
Pese al doloroso fracaso del convento de París, varios hermanos exigieron nuevos debates.
—La situación de los Iluminados no mejora —estimó Geytrand—. Según mis últimas
informaciones, Berlín se alinea con Munich y les declara la guerra. Los rosacruces de oro los acusan
de injuriar a los príncipes y atacar la religión. A causa de sus posiciones filosóficas y políticas, toda
la francmasonería corre el riesgo de ser considerada como una secta revolucionaria, especialmente
peligrosa.
—Silencio absoluto.
—¡Muy inquietante! Habría preferido una lucha abierta, apasionadas querellas y vencidos de
ambos lados.
—Los rosacruces de oro no son tan nocivos como los Iluminados —consideró Geytrand—. Su
misticismo cristiano socava los fundamentos de la francmasonería.
—Esperémoslo así. En todo caso, los Iluminados regresan a sus cubiles. Los empecinados no
abandonarán sus opiniones ni sus proyectos. Resultarán por ello más perniciosos.
Wolfgang trabajaba en un concierto para piano[161] cuyo primer movimiento gustaba mucho al
pájaro Star. La música, llena de determinación, era a la vez alegre y de suprema elegancia. Daba
ganas de descubrir el mundo, de creer en el hombre, de olvidar sus bajezas y pensar que el futuro
sería mejor.
—El procedimiento administrativo ha terminado —le reveló éste—. Ninguna logia vienesa se
opone a tu admisión.
El hombre que se alejaba con paso tranquilo había cambiado su vida. Sin él, habría seguido
siendo un músico ordinario, sumido en las querellas de un medio mediocre donde el ideal no
ocupaba lugar alguno.
Wolfgang corrió hasta su despacho para componer allí el final de su concierto. En vez de un
movimiento lento, habitual entre los dos movimientos rápidos, escribió un alegreto poético y
profundo, a la vez que expresaba la intensidad de su emoción.
Constance, el niño, el pájaro Star y la servidumbre escucharon aquel canto de increíble pureza.
El alegro final se convirtió en una realidad muy concreta, alimentada por un dinamismo que lo
arrastraba todo a su paso.
En aquel instante, Constance supo que no tenía por esposo sólo a un hombre de talento, sino a
un genio capaz de penetrar el misterio de la vida. ¿Sabría comprenderlo y amarlo en su justa medida?
66
Como la costumbre requería, el músico, inscrito en el registro con el número veinte, sería
iniciado con un «gemelo», en ese caso un religioso, Wenzel Summer, capellán en Erdberg. Se
esperaba que aquella alianza simbólica apartaría, tanto del uno como del otro, los maleficios del
destino.
Thamos el egipcio recibió a Wolfgang. De acuerdo con las exigencias del abad Hermes, había
llevado al Gran Mago hasta el umbral de aquel templo, donde, gracias a las investigaciones y a la
formulación ritual de Ignaz von Born, a partir del Libro de Thot, Mozart recibiría una auténtica
iniciación.
Sin embargo, la misión del egipcio no había terminado. Tras aquella recepción en la logia,
muchas pruebas aguardaban a Wolfgang. ¿Conseguiría dominar las herramientas puestas a su
disposición, traducir en música la tradición iniciática y crear una lengua sagrada accesible a todos,
más allá de sí mismo y de su época?
Thamos introdujo a Wolfgang en una pequeña estancia con los muros cubiertos de tapices
negros e iluminada por una sola vela.
El Novicio tuvo la impresión de encontrarse en el interior de una gruta. Se sentó en una piedra
cúbica, ante un altar en el que figuraban diversos símbolos.
Junto a la vela, un cráneo. La luz y la muerte, la luz o la muerte… El «hombre viejo», fuera cual
fuese su edad, debía desaparecer y dar paso a un ser nuevo.
El reloj de arena y la hoz cruzados se referían a la inexorable medida del tiempo y a la acción
de Saturno, que separaba lo esencial de lo inútil. ¿No se había extraviado Wolfgang por cien caminos
transversales? ¿No había cedido a la tentación de la superficialidad?
En las paredes, algunas fórmulas: «Conócete a ti mismo», «Si la curiosidad te ha traído aquí,
vete» y el término alquímico V. I. T. R. I. O. L.[162], en el que cada letra era la inicial de una palabra
latina y cuyo conjunto se traducía por: «Visita el interior de la Tierra, rectifica, y encontrarás la
piedra oculta».
Sobre un gallo, cuyo canto saludaba el renacimiento de la luz victoriosa sobre las tinieblas, se
desplegaba una banderola que mostraba dos palabras: «Vigilancia» y «Perseverancia».
La puerta se abrió.
¡Qué breve había sido aquella meditación! A Wolfgang le habría gustado pasar largas horas en
aquel lugar e impregnarse más aún de aquella Tierra matricial donde se preparaba el renacimiento.
—Lo deseo.
—Tendrás que afrontar temibles pruebas. Plenamente consciente del peligro, ¿deseas sin
embargo proseguir?
—Lo deseo.
Wolfgang comprendió que sus «metales» no se limitaban a un reloj, una petaca, joyas o demás
objetos metálicos. Se le arrebataban sus rigideces, sus prejuicios y sus trabas para volver a crear un
ser nuevo, liberado de sus cargas. Pero aquella ausencia de armadura lo hacía frágil y lo exponía a
las agresiones exteriores. ¿Tendría fuerzas para resistirlo? Fuera la hermosa ropa, abandonadas las
elegantes vestiduras que tan bien ocultaban el cuerpo y el alma, permitiendo disfrazarse y presumir
en la sociedad donde reinaban la hipocresía y las convenciones.
Thamos le dejó la camisa, pero la abrió de modo que dejara al descubierto el corazón.
Desnudó también la rodilla derecha, revelando así el ángulo de Pitágoras, y el pie izquierdo; luego le
ató la pierna para obligarlo a cojear. Finalmente, le puso una cuerda alrededor del cuello y le vendó
los ojos.
Llamaron tres veces a una puerta, que se abrió con estruendo. Apretando con fuerza la mano de
Thamos, Wolfgang fue obligado a avanzar. De pronto, la punta de un objeto metálico tocó su pecho.
—¡Retirad esa espada! —ordenó el egipcio—. Este Novicio no amenaza la existencia de esta
respetable logia.
—¿Qué desea?
Había conquistado su libertad. Y, ante Dios, podía jurar que su conducta era irreprochable.
—Pensad bien en la gravedad de vuestra andadura. Os exige valor y voluntad. ¿Seréis capaz de
hacerlo?
—Lo seré.
—Persisto.
—Que se efectúe el primer viaje durante el que el Novicio sufrirá la prueba del aire.
Se produjo un gran tumulto. Para el oído del músico, una abominable cacofonía de la que acabó
emergiendo la potencia del viento. ¿No evocaba aquel huracán los tumultos interiores que era preciso
vencer cotidianamente?
Un velo se desgarró y se abrieron las puertas celestiales. Una ráfaga arrastró el pensamiento de
Wolfgang hacia los cuatro Orientes, respiró un aire nuevo, principio de las mutaciones que vivía un
iniciado. Gracias a él, la energía creadora se hacía consciente.
El camino fue largo y penoso. Gracias a su guía, el neófito sorteó muchos obstáculos. Y cuando
la tormenta se apaciguó, tuvo la sensación de disponer de una nueva fuerza.
Siguió un segundo viaje, correspondiente a la prueba del agua. Nada de tormentas ya, nada de
violencia, sólo ruidos extraños que se deslizaban por las olas y liberaban el alma de sus cargas
profanas. El progreso fue menos difícil, a pesar de las trampas de las que escapó el viajero gracias a
la vigilancia de su guía. El Novicio ya no era esclavo de un mundo inmóvil. Se movía en el seno de
profundos remolinos, nadaba en un océano sin límites, en el origen de toda vida.
Wolfgang percibió el momento en que la luz nacía en el corazón del agua primordial y animaba
las múltiples formas de vida.
Quedaba un último viaje, que correspondía a la prueba del fuego. Aunque el recorrido
pareciera desprovisto de obstáculos, Wolfgang sintió el peligro. Danzando por los caminos del
viento, una llama consumía el aire y el agua, llenando el espacio con su pensamiento. Llevaba al
Novicio hacia las puertas de la región de luz donde los iniciados que habían pasado al Oriente eterno
permanecían en compañía de los dioses.
Aquella llama devoraba al curioso y al indigno, pero hacía crecer el deseo de iniciación.
Wolfgang supo que iba a superar una etapa decisiva. O se consumía o intentaba cruzar un río de fuego
para descubrir allí la fuente de la creación.
Apretando con más fuerza aún la mano de Thamos, pasó por las llamas purificadoras. La puerta
del Oriente se abrió.
Thamos llevó al Gran Mago hasta el altar del Oriente. Le hizo hincar en el suelo la rodilla
izquierda y puso su mano derecha sobre las Tres Grandes Luces de la francmasonería iniciática, la
Regla, la Escuadra y el Compás.
Luego, el egipcio colocó en la mano izquierda del Novicio un compás abierto y apoyó una de
sus puntas en su corazón.
Y Wolfgang, frase tras frase, pronunció el solemne juramento: «Yo, Mozart, por mi libre
voluntad, en presencia del Gran Arquitecto del Universo y de esta respetable logia de francmasones,
juro no revelar jamás los Misterios que me son transmitidos. Prometo amar a mis hermanos y
socorrerlos si es necesario. Preferiría ser degollado antes que romper este juramento. Que el Gran
Arquitecto del Universo me ayude y me preserve del perjurio».
—Puesto que el Novicio es considerado digno de ser admitido entre nosotros —ordenó la voz
firme—, que le quiten la venda, que vea y medite.
68
Nada de luz cegadora, sino la penumbra. Nada de hermanos benevolentes, sino amenazadoras
armas.
—Descubre la Luz en las tinieblas —le recomendó Thamos—. Debes saber que, desde ahora,
la traición es parte integrante de la Tradición. Consciente de las pruebas impuestas al iniciado en
busca del conocimiento, ¿confirmas tu juramento?
—Lo… lo confirmo.
Wolfgang, trastornado por aquella visión que permanecería grabada en lo más profundo de su
ser, escuchó las palabras del Venerable, que le reveló el significado de aquel momento
extraordinario. Le dio las claves para la consumación de la Gran Obra alquímica, para que la vida
brotara más allá de la nada.
Recibió la Luz nombrándolo Aprendiz, digno de participar en la cadena de unión que enlazaba
a los iniciados pasados, los presentes y los que estaban por venir.
Luego, Wolfgang fue confiado al Segundo Vigilante, encargado de revelarle los secretos de su
grado, consistentes en un signo, una andadura y una palabra sagrada que no podía pronunciar a solas.
Gracias a la intervención de un hermano, consiguió ensamblar la palabra quebrada y «crear
símbolo».
En aquel año de verdadera luz 5784, así fechado en la francmasonería porque su origen se
remontaba a la más remota antigüedad, la iniciación de Wolfgang Mozart fue inscrita en el Libro de
Arquitectura de la logia.
Antes del banquete, el nuevo Aprendiz, en el colmo de la emoción, recibió el abrazo fraterno
de Thamos.
—Sólo es el inicio del camino, hermano Wolfgang. Ahora, podremos construir mejor juntos.
—¡Ya veis, Wolfgang, los espíritus os son favorables! Nuestras logias no están sólo reservadas
a los grandes señores. En ellas encontraréis altos funcionarios, científicos, militares, eclesiásticos,
escritores, comerciantes, lacayos y muchos otros. Sin la francmasonería, esta gente tan distinta nunca
se hubiera conocido. Al tratarse, respetando sus personalidades, ¿no se convierten en más tolerantes
y, por tanto, más inteligentes?
Divertidos por la franqueza con que hablaba el conde Thun, Adamberger, intérprete del papel
de Belmonte, el protagonista de El rapto del serrallo, y Fischer, el del horrendo Osmin, felicitaron a
Mozart, presa de la emoción. Los siguieron el libretista Stephanie el Joven, miembro de la logia de
Las Tres Águilas, los editores del músico, Torricella y los hermanos Artaria.
—Tal y como exige nuestro juramento, guardé el secreto. Y, sobre todo, no quería influirte. En
cambio, me he mostrado favorable a tu candidatura.
—Yo también —precisó Karl Thomas von Trattner, el esposo de una de las alumnas de Mozart
y padrino de su hijo.
Miembro de la logia La Palmera, el librero-impresor había sido uno de los caseros del músico.
De modo que todos aquellos hombres, con los que tan a menudo trataba y a los que creía
conocer bien, pertenecían a la francmasonería.
Su mirada desagradó a Wolfgang, pero quiso olvidar aquella mala impresión, debida sin duda a
la emoción y al cansancio. Por definición, todos los hermanos eran seres de valor.
Durante los ágapes, el hermano Friedrich Hegrad se dirigió al «gemelo» de Mozart, el vicario
Wenzel Summer, y recordó la posición de su logia con respecto a la Iglesia:
—¿Qué no vamos a esperar de vos, hermano, educador del pueblo y apóstol de la Verdad? Con
qué ardiente celo, con qué rara modestia, con qué prudencia e inteligencia os veo trabajar por la
felicidad de vuestros hermanos, los hombres. Y también os veo confundir a quienes desconocen su
misión, como el arzobispo Migazzi y los malos monjes, que deshonran sus órdenes respectivas y sólo
se ocupan de su interés personal. Los sacerdotes son los que ejercen el mayor poder sobre los
hombres, más que los propios monarcas, pues quien tiene el corazón actúa más que quien esclaviza el
cuerpo. Usaréis este poder para honor de la humanidad, y enseñaréis la principal virtud, el amor
fraterno. Daréis así prueba de que no sois esclavo del título de sacerdote, sino que os preocupáis por
hacer mejores a los hombres al enseñarles que el único y verdadero servicio de Dios consiste en un
corazón puro y noble, la bondad, la dulzura de carácter, la tolerancia y la beneficencia.
Puesto que el arzobispo Migazzi no valía más que el gran muftí Colloredo, a Wolfgang le gustó
aquel discurso. En cambio, el del Venerable Otto von Gemmingen lo dejó perplejo:
—La francmasonería pretende mejorar el bienestar social. En una palabra, debe ser
enteramente práctica. Cualquier especulación que persiga ideas sin finalidad, se pierda en
abstracciones excesivamente espirituales y se agote en el terreno de conocimientos desprovistos de
aplicación sería del todo contraria al objeto de la francmasonería. No nos transforma en hombres
nuevos, no nos hace adquirir ningún carácter místico. Deseamos elevamos por encima de nuestra
propia insuficiencia y de nuestra debilidad para mejorar como seres humanos. La francmasonería
depura los sentimientos, atiza el amor de la humanidad, la beneficencia y la rectitud. Alienta a cada
uno de sus miembros a la virtud, les inculca el deber de emplear sus fuerzas físicas y morales con
vistas al bien de la humanidad, corre en ayuda de la inocencia oprimida, ofrece asistencia y consuelo
al desgraciado. Pone así en práctica innumerables medios y procedimientos para actuar y mostrarse
útil al género humano[163].
69
Como le resultaba imposible dormir tras semejante acontecimiento, Wolfgang invitó a Thamos
a beber un ponche y no dudó en interrogarlo.
—¿Por qué el Venerable minimiza el papel de la espiritualidad? ¡El ritual de iniciación dice
todo lo contrario!
—Aplicas ya el primer consejo: vigilancia. Otto von Gemmingen se parece a la mayoría de los
hermanos, que sólo ven en la francmasonería un movimiento humanista. No es despreciable,
ciertamente, pero el objetivo de la iniciación se sitúa mucho más allá. Nacido en el Oriente eterno, el
arte regio de los francmasones es rebajado con demasiada frecuencia por los humanos a su mediocre
nivel. Sólo la piedra es franca, libre de todo defecto, y no el individuo.
—Los Antiguos nos pedían que actuáramos como actúan los dioses, que siguiéramos sus
huellas y celebráramos los ritos para que el poder creador permanezca en la tierra. Las creencias
esclavizaron la conciencia al imponer verdades reveladas que nos alejan del conocimiento. Al cruzar
la puerta de una logia, aun imperfecta y compuesta por humanos limitados, te vinculas a la Tradición
iniciática, la propia esencia de la vida, más allá de nuestras breves existencias temporales. El
hombre es sólo la sombra del Hombre, el Ser varón y hembra con las dimensiones del cosmos. Para
percibir su realidad, sigue la vía alquímica de las transmutaciones cuyos primeros elementos te han
sido enseñados en la gruta primordial.
Los dos hermanos hablaron durante toda la noche. Wolfgang tenía todavía mil preguntas por
hacer, deseoso de aprender la lengua de los símbolos y de familiarizarse con el templo, a la vez
abierto al cosmos y cerrado como un atanor alquímico.
Joseph Anton estaba muy inquieto. Sin embargo, la vigorosa cruzada llevada a cabo contra la
francmasonería por el arzobispo de Viena, Anton Migazzi, debería haberle alegrado. ¡Finalmente, la
Iglesia tomaba conciencia del peligro! Los espías que el prelado había introducido en las logias le
indicaban las violentas críticas de los francmasones a su persona, pero también a los sacerdotes, a
los monjes de corto entendimiento y a las creencias ciegas.
Por desgracia, Migazzi topaba con la política liberal y progresista del emperador. Y José II no
perdonaba que el arzobispo hubiera hecho que el papa fuera a Viena para intentar que el soberano se
mostrara más a favor de la Iglesia católica.
El emperador y el Santo Padre, que no habían obtenido nada, se habían detestado cordialmente,
y José II seguía cerrando conventos y transformándolos en instituciones caritativas.
¿Acaso el emperador no fabricaba un monstruo que sería muy pronto incontrolable, pese a la
fundación de la Gran Logia de Austria, aparentemente fiel y obediente? Sintiéndose alentado, ¿no
invadirían los hermanos, más aún, el campo político para sembrar allí sus devastadoras ideas?
Geytrand mostraba un rostro más siniestro todavía que de ordinario.
Joseph Anton descubrió el Diario para los francmasones, reservado a los hermanos pero cuya
influencia se extendía más allá de las logias.
—Ignaz von Born, ayudado por el profesor Joseph von Sonnenfels. Ha confiado la dirección
del diario a un poeta, Blumauer. Tirada: mil ejemplares. Los temas que se tratan proceden de los
trabajos efectuados en la logia de Maestros que anima el mineralogista.
Se demoró en un largo estudio firmado por Ignaz von Born y consagrado a los misterios
egipcios. El autor afirmaba allí el origen egipcio de la francmasonería y, retomando elementos del
Libro de Thot que le había entregado Thamos, trataba del saber y de los deberes de los antiguos
iniciados que habían inscrito su sabiduría en monumentos como las pirámides.
—Henos aquí, muy lejos de la política y del humanismo —observó Geytrand.
Geytrand compartía el análisis de su superior y lamentaba así mucho más haber abandonado
una francmasonería en la que aparecían semejantes perspectivas. Destruiría lo que ya no podía
poseer.
—Irá llenándose, señor conde, pues Wolfgang Mozart acaba de ser nombrado Aprendiz
francmasón en la pequeña logia La Beneficencia.
70
Primero, descubrió la logia, una vasta sala rectangular iluminada por una araña suspendida de
una cuerda, algunos candelabros a modo de apliques en las paredes y palmatorias en el Oriente,
donde el Sol, al norte, y la Luna, a mediodía, flanqueaban el Delta. El primero encamaba la claridad
en el corazón de las tinieblas, inicio de la obra alquímica, la segunda la acción justa en el momento
justo, y el tercero el pensamiento temario, herramienta utilizada por el Gran Arquitecto para modelar
el Universo.
Ignaz von Born, el Venerable[164], impresionó a Wolfgang. Con el rostro alargado, una frente
ancha y los ojos negros, el Maestro de la logia tenía más empaque y autoridad que el propio
emperador. En su bandeja, la espada iluminadora con la que nombraba a los iniciados y el mazo del
constructor que contenía el rayo.
El día y la noche, la palabra y el silencio, y todas las demás oposiciones… ¿Acaso el deber del
iniciado no consistía en superar la dualidad y conciliar los contrarios?
El músico vivió por primera vez un Inicio de los Trabajos que evocaba el nacimiento de la luz
y la creación del mundo, asistió luego a la recepción de Anton Apponyi y contempló, con los ojos
abiertos de par en par, las etapas de su propio recorrido.
El hermano Franz Saurau recibió al nuevo aprendiz aconsejándole que no prestara interés
alguno a las ventajas del nacimiento, que no se felicitara por la riqueza y los títulos, debidos a las
circunstancias y no al mérito, y que no se dejara impresionar por las amenazas y las intrigas de
profanos poderosos pero cuyo pensamiento no fuese heredado.
Poeta y secretario del teatro de la corte, Johann Baptist Alxinger se alegró de conocer al autor
de El rapto del serrallo y le deseó que escribiera lo antes posible una obra en la que participarían
algunos hermanos, cantantes o músicos.
Luego se manifestó Angelo Soliman, que alardeó de haber presentado la candidatura de Ignaz
von Born en la logia de la que se había convertido en Venerable. A Wolfgang no le gustó en absoluto
el modo en que aquel hermano se ponía así de manifiesto. Prefirió intercambiar algunas palabras con
Johann Michael Puchberg, comerciante de tejidos. Era miembro de la logia La Palmera y había sido
nombrado Tesorero de La Verdadera Unión.
—También vendo los más hermosos guantes que pueden encontrarse en Viena —añadió
Puchberg—, y estoy seguro de que van a gustarle. ¡Ah, mi querido Mozart, la vida no es siempre
divertida! Yo me limitaba a mi empleo, en casa de un excelente patrón, fallecido en 1777. Para salvar
su tienda, me convertí en gerente y el destino quiso que me casara con su viuda. Heme aquí
propietario y lleno de preocupaciones. Afortunadamente, en la logia encuentro a gente agradable y
olvido mis pesadas responsabilidades. Lo mismo ocurrirá con vos, ¡ya veréis! La francmasonería es
una institución maravillosa que debería existir en todos los países del mundo. Gracias a ella, los
hombres se vuelven menos egoístas y aprenden a ayudarse mutuamente. En todo caso, si algún día
tenéis preocupaciones, no vaciléis, sobre todo, en solicitar mi ayuda. Puesto que la riqueza es un don
de Dios, hay que darle gracias ayudando a los hermanos.
—Con vuestra ascendente gloria, todo Viena estará muy pronto a vuestros pies.
Wolfgang descubría a hermanos muy distintos unos de otros, y esa diversidad le pareció
apasionante.
Thamos entregó al músico el ejemplar del Diario para los francmasones en el que habían
publicado el estudio sobre los misterios egipcios.
—Leyendo este texto encontrarás muchos elementos que ya te han servido y que seguirás
utilizando.
—Te queda mucho por descubrir, hermano mío —precisó Von Born—. Acceder a los Grandes
Misterios exige un considerable esfuerzo que muy pocos son capaces de llevar a cabo.
71
Constance y el pájaro Star advirtieron la transformación de Wolfgang. Una nueva luz animaba
su mirada.
—La puerta del templo se ha abierto —le reveló a su esposa— y he comenzado a recorrer un
larguísimo camino.
Mucha gente importante y algunos grandes señores eran francmasones, reveló. En la logia,
olvidaban títulos y privilegios y se convertían en hermanos. Y él, un simple músico, era su igual.
Cada cual tenía su lugar, en función de su edad masónica y de su grado simbólico.
Con ocasión de una breve estancia de Joseph Haydn en Viena, Wolfgang no pudo evitar
hablarle de lo esencial.
—¡Mejor aún!
—En Viena se habla mucho de esa sociedad secreta. Según distintos rumores, es probable que
el emperador apruebe su existencia ya que se muestra favorable a su política liberal y no ahorra
críticas contra una Iglesia cerrada a cualquier progreso.
—La iniciación va mucho más allá de esos problemas temporales —afirmó Wolfgang—. Lleva
hacia la luz y hacia el conocimiento, abre el espíritu a realidades insospechadas.
—Se convierte en eso, si dejas de ser ciego para contemplar el universo de los símbolos y
hablar el lenguaje de la fraternidad.
—Sin la iniciación, ciertamente. Incluso con ella es un ideal difícil de alcanzar. Pero la logia
nos despoja de nuestros artificios y nuestros disfraces. ¿No es un músico, también, un constructor al
servicio del Gran Arquitecto del Universo?
—Será tarea fácil, pues todos os aprecian y os admiran. Os bastará con presentar la
candidatura.
—No es una sumisión, sino una elevación. En vez de encadenamos al modo de los prejuicios,
las creencias y las convenciones, los ritos nos liberan.
—¡Qué satisfacción para un músico-lacayo, que es lo que he sido toda mi existencia! ¿Habéis
conocido a los grandes de este mundo?
—Al contrario, puesto que son conscientes de su imperfección y se reúnen, precisamente, para
combatir juntos. Pero todo eso es una nadería ante la iniciación y las inmensas perspectivas que nos
abren.
—He tenido la suerte de conocer a seres excepcionales y de poder actuar, ahora, con ellos,
fraternalmente. ¡Este año me ha procurado tanta felicidad! De vez en cuando, siento vértigo.
—Mi lugar de trabajo está lejos de Viena… ¿Son frecuentes las reuniones?
—¿Cuál me aconsejáis?
—¡Debo pensarlo! Gracias por vuestra confianza y vuestra amistad, Mozart. Me llegan al
corazón.
Su padre y Joseph Haydn. Wolfgang no lamentaba haberse confiado a esos dos seres a quienes
quería.
72
El barón de Hund, fundador de la orden, era tratado de estafador y mentiroso. ¿Qué querían
esos francmasones, tan estúpidos que creían en una leyenda caballeresca? ¡Recuperar los territorios
de los templarios y reconstruir su inmensa fortuna! De hecho, los ingenuos hermanos habían
entregado sumas enormes a sus dirigentes sin recibir nada a cambio, y ahora se veían estafados y
decepcionados.
¿Los secretos? ¡Una monumental superchería! ¿Y quién era Fernando de Brunswick, el Gran
Maestre? Un mediocre militar severamente derrotado en 1760, durante la guerra de los Siete Años, y
un déspota aferrado a sus títulos rimbombantes, sin la menor visión de futuro.
Frente a esa tempestad, el ángel custodio de Carlos de Hesse le había recomendado dirigirse a
Estrasburgo para solicitar allí la ayuda de los discípulos de Willermoz, iniciados en los ritos del
místico lionés, y unirlos a su causa.
El príncipe alemán fue bien recibido, pero las declaraciones del dignatario local lo dejaron
pasmado:
—Nuestro maestro Willermoz nos ha revelado que una muchacha, Marion Blanchet, observada
de cerca durante diez días y diez noches, le ha descrito la existencia postuma de su madre, de sus tres
hermanos y de sus tíos. ¡Todos expían sus faltas en el Purgatorio! Le ha indicado el número de misas
y de plegarias necesarias para suavizar su castigo. Por consiguiente, de acuerdo con las directrices
de Willermoz, buscamos sonámbulos que nos pongan en contacto con los espíritus.
Carlos de Hesse quedó mudo. No sería aquí donde iba a obtener un apoyo activo para la
Estricta Observancia.
Viena, 31 de diciembre de 1784
Mientras Geytrand se disponía a entrar en el edificio donde trabajaba Joseph Anton, observó,
por segunda vez, que un hombre de mediana edad estaba mirando al porche.
Estaban espiándolo.
Apretando las mandíbulas, indiferente a la nieve y al frío, se ocultó tras una calesa y observó al
que espiaba.
Media hora más tarde, éste abandonó su puesto y se alejó con lentos pasos.
Geytrand lo siguió.
Gracias a los copos, cada vez más espesos, no corría el riesgo de ser descubierto. ¿Era aquel
curioso un francmasón, enviado por su logia para identificar a quienes espiaban a los miembros de su
orden? En ese caso, iría a presentar su informe a algún alto dignatario, tal vez al propio Ignaz von
Born, a quien el conde de Pergen podría, pues, acusar de atentado contra la seguridad del Estado.
Conocía muy bien el edificio oficial cuya puerta cruzó el espía: la sede de la policía.
Joseph Anton no lo celebraba. Detestaba los festejos obligatorios y los abrazos forzosos, por lo
que prefería clasificar sus fichas y poner al día sus expedientes. Sólo aquel trabajo constante le
permitía explotar del mejor modo los informes acumulados sobre la francmasonería.
—¿Los francmasones?
—No, el emperador.
—Un espía nos vigilaba. Lo he seguido hasta la sede de la policía, donde ha informado de su
misión. ¿No deberíamos trasladarnos inmediatamente? Esta noche, nadie lo advertirá.
Ambos hombres transportaron los archivos hasta una de las mansiones del conde de Pergen que
éste dejaba sin ocupar en previsión de un incidente de ese tipo.
Sólo se cruzaron con dos borrachos que les desearon un feliz año nuevo. Al amanecer, tras
varias idas y venidas, los esenciales documentos estaban seguros.
—Prepáranos un café muy cargado —le ordenó Anton a su mano derecha—. Añadiremos unas
gotas de un excelente aguardiente de ciruelas para calentamos.
—Lo ignoro.
—¡Ni vos ni yo lo creemos! El poder se inclina ante los francmasones, que exigen nuestra
cabeza.
Joseph Anton expuso con calma los hechos, ante la estupefacción del emperador.
—Alguien actúa sin mi autorización —declaró, irritado—. Esperad un momento, voy a aclarar
la situación.
—Excelente iniciativa.
—Concededme un título y una función bastante visible. Los espíritus suspicaces caerán en la
trampa y desaparecerá cualquier curiosidad malsana.
A Constance, a Wolfgang y al pájaro Star se les habían pegado las sábanas. Todas las noches,
el músico recordaba su ceremonia de iniciación y se identificaba con los cuatro elementos. Recorría
el cosmos de la logia y se metamorfoseaba allí, contemplando espléndidos paisajes.
El jilguero desgranó una dulce melodía para despertar a la casa. Constance besó al adorable
Karl Thomas, que sonreía satisfecho.
—¡Al contrario, me felicita por ello! El trato con los grandes señores le parece excelente, en la
medida en que me ayuden a asentar mi reputación en Viena.
—Hay que comprender a mi padre: a él sólo le interesa mi éxito profesional. Ah, no… sólo no.
La filosofía masónica no le disgusta. Detesta la gazmoñería y se interesa por todas las formas del
progreso, y querría saber algo más sobre mi logia.
—Un hijo iniciando a su padre… ¡qué hermoso sueño! No estamos todavía ahí. Responderé
detalladamente a sus preguntas.
—No lo creo.
—Tiene mal carácter, lo admito; pero sigue siendo mi hermana mayor. Juntos, recorrimos
Europa.
—Te envidia. A causa de tu genio, su mediocre talento de pianista se esfumó. Antes o después
te hará pagar esa humillación.
—¡Más aún!
Las comidas festivas habían hecho aumentar de modo visible la panza del barón Gottfried van
Swieten, que no tardaría en seguir un régimen. Al saber la iniciación de Mozart, se había felicitado
por el largo trabajo llevado a cabo por Thamos y Von Born para conducir al Gran Mago hasta el
templo donde descubriría las claves de un nuevo florecimiento.
El barón seguía preguntándose por las verdaderas intenciones del emperador. Si su hostilidad
al arzobispo de Viena, a la Iglesia esclerotizada y a los monasterios inútiles seguía siendo resuelta,
su posición con respecto a la francmasonería permanecía en la ambigüedad. ¿Le era realmente
favorable o se limitaba a utilizarla como uno de los instrumentos de su política del que se libraría
después de usarlo?
Durante el almuerzo con un alto funcionario, Van Swieten obtuvo unas inesperadas
confidencias.
—¡Afortunadamente! Como os estaba diciendo, el jefe de policía ha sido llamado al orden para
que cesen esas ridiculas investigaciones. Los francmasones aprueban sin reservas la política de José
II y lo ayudan a luchar contra todos los oscurantismos. ¡Perseguirlos sería un error trágico!
Van Swieten procuró pasar a otros temas, como si aquel incidente no le interesara en absoluto.
¿Acababa de identificar el barón al alma maldita que, agazapado en las tinieblas, espiaba a la
francmasonería y deseaba su destrucción?
74
Geytrand detestaba al francmasón Angelo Soliman, pero le pagaba lo bastante como para
obtener informaciones de primera mano.
Ambos hombres se encontraban en una casita de las afueras de Viena que el conde de Pergen
alquilaba con un falso nombre.
—Tranquilizaos, nadie sospecha de mí. ¿Acaso no soy uno de los mejores amigos y apoyos de
Ignaz von Born, nuestro gran patrón? Recibo mil confidencias y soy considerado el mejor de los
hermanos.
Llegado desde hacía dos horas, Geytrand se había asegurado de que nadie espiara el edificio.
—¿El nacimiento de la Gran Logia de Austria es apoyado por la mayoría de los francmasones?
—No estoy convencido de ello —respondió Soliman—. Muchos consideran demasiado rígida
esa estructura administrativa en manos del poder.
—En apariencia, sigue el juego. Pero ¡sólo en apariencia! Para no despertar sospechas de los
espías del arzobispo, no coloca todos sus huevos en el mismo cesto.
—Ninguna logia le parece realmente segura, ha distribuido a sus fieles y puesto en marcha
varios temas de trabajo. Observa la evolución de los distintos talleres antes de elegir uno para
encabezar la investigación. La creación de esa Gran Logia contraría sus planes, puesto que el
emperador tendrá que estar permanentemente informado de las actividades masónicas.
—El Gran Secretario es un hombre frío y retraído. Si le hiciera preguntas directas, desconfiaría
y yo perdería su confianza.
—Quiero saber lo que preparan.
—¿Habéis leído su artículo sobre los misterios egipcios? ¡Un trabajo notable! Ésta es la
dirección que piensa tomar: olvidar las tonterías humanistas y la apología de la beneficencia para
tomar resueltamente el camino del esoterismo, de lo simbólico y de la iniciación.
—¿Quién va a seguirlo?
—Von Born forma parte de los Iluminados, al igual que varios hermanos influyentes. Aun
aprobando la política de José II, piensan ir más lejos, mucho más lejos.
—¡En absoluto! A esa gente le horroriza la sangre y la violencia. Desean poner de manifiesto el
mérito individual y el valor intrínseco de un ser, olvidando los privilegios otorgados por el
nacimiento y la fortuna. ¿No se anuncia este programa tan temible como una insurrección armada?
Modificar las ideas corrientes y las opiniones consolidadas supone cambiar el mundo.
Geytrand se crispó.
—Según los rumores, vos mismo habríais sido francmasón y destinado a las más altas
funciones. Pero cuando algunos hermanos advirtieron vuestra devoradora ambición, arrojasteis el
delantal al suelo del templo y dimitisteis, jurando que la francmasonería pagaría muy cara esa falta
de estima.
—Yo también.
—Es inútil que nos insultemos, nos parecemos como dos hermanos gemelos. Sólo nos
diferencia el color de la piel. ¡Ah, un detalle más! A partir de hoy, mis tarifas aumentan.
Viena, 3 de enero de 1785
El barón Gottfried van Swieten no debía dar ningún paso en falso. Primero, examinó el
conjunto de publicaciones sometidas a la censura con la esperanza de encontrar algún texto
antimasónico firmado por el conde de Pergen.
En balde.
—¿Pergen? El nombre me dice algo… Un alto funcionario sin mucha personalidad, íntimo de la
difunta emperatriz. Desde la muerte de María Teresa, ha desaparecido.
Van Swieten avanzaba. María Teresa detestaba a los francmasones y empleaba, sin duda,
hombres en la sombra, con el encargo de informarla sobre este creciente peligro. Sin ocupar
funciones oficiales, el conde de Pergen proseguía, probablemente, su oscura tarea al servicio del
emperador.
El chambelán recibió muy amablemente al barón y le ofreció un excelente café. Hablaron del
tiempo, de las dificultades de circular por la capital, de las indispensables medidas de economía y
de algunas figuras del Estado.
—Hace ya mucho tiempo que no he visto al querido conde de Pergen —soltó Gottfried van
Swieten—. Al parecer, ya no tiene función oficial.
—¡Desengañaos, barón! Tras una larga travesía del desierto, acaba de ser nombrado presidente
del gobierno de la Baja Austria. Volveremos a verlo, pues, en la corte cuando su pesado trabajo
administrativo se lo permita. Es un alto funcionario perfecto, que obedecerá sin discutir las órdenes
del emperador, gozará de una vida apacible y de apreciables ventajas materiales, luego se retirará a
sus tierras, satisfecho del deber cumplido.
La pista seguida por Van Swieten terminaba. Un personaje tan a la vista no podía ser el patrón
de un servicio secreto que actuara en la sombra. En el fondo, el emperador manipulaba a la
francmasonería con mucha habilidad y su policía le procuraba las informaciones que deseaba.
Relajado, el barón tranquilizaría a Ignaz von Born y a Thamos el egipcio. No existían demonios
ocultos en las tinieblas que se empecinaran en destruir la francmasonería.
75
Durante una modesta y poco costosa recepción dada en el castillo de Schönbrunn, el emperador
felicitó a varios altos funcionarios por entregarse al servicio público, entre ellos el conde de Pergen,
y les recomendó que redujeran más aún sus presupuestos, evitando todo gasto inútil. Así, el Estado
sería más fuerte y serviría mejor a la población.
Sin ponerse en evidencia, Joseph Anton intercambió algunas banalidades con fíeles cortesanos
antes de ser abordado por el profesor Leopold-Aloys Hoffmann, el ex Secretario de la logia La
Beneficencia que acababa de acoger a Mozart.
—Tomad la francmasonería —murmuró Hoffmann—. Se cree que es una sociedad que respeta
las leyes y la religión, pero nos equivocamos gravemente.
—¿Estáis seguro?
—¡Pues yo la conozco muy bien! Publica un diario oficialmente destinado a sus miembros, pero
que propaga sus ideas en el exterior. Pues bien, el director de ese periódico, Blumauer, ¡es ateo! Tras
la palabra «Dios», los francmasones sólo ponen el vacío; ese vacío en el que caerá toda nuestra
sociedad si toleramos semejantes actitudes.
A Joseph Anton, que conocía la pertenencia masónica de Hoffmann, le divertía esa toma de
posición contra sus propios hermanos.
—No imaginaba semejantes infamias. Además… ¿no cometéis una imprudencia al revelarlas?
—Intento en vano alertar a las autoridades, pero ¡nadie me cree! Antes o después, reconocerán
que yo tenía razón.
Hoffmann se alejó y se dirigió a otro cortesano al que importunó como a los precedentes.
Traidor y charlatán, deseaba demostrar su importancia, sin convencer a nadie. Joseph Anton,
concienzudo, tomaría nota de sus declaraciones añadiendo el comentario de «verifíquese».
—Sean cuales sean los inconvenientes de la oficial Gran Logia de Austria —dijo el barón
Gottfried van Swieten a Thamos y a Von Born—, hay una cosa clara: no existe servicio secreto
encargado de espiar a los francmasones.
—Sus investigaciones resultan limitadas, puesto que el emperador ve con buenos ojos la
evolución de las logias vienesas. ¿Acaso no se han separado de las corrientes místicas y templarías?
—No comparto ese optimismo —intervino Ignaz von Born—. Nuestros vínculos con los
Iluminados son bien conocidos, y éstos acaban de ser condenados por el príncipe-elector Karl
Theodor.
—Una condena teórica —estimó Van Swieten—. Siguen reuniéndose e incluso han formado
sociedades de lectura abiertas a todo el mundo. Nadie acabará con un movimiento de semejante
magnitud.
—Desde la ruptura entre Weishaupt y Von Knigge, se agrieta desde el interior —recordó
Thamos—. El jefe de los Iluminados es un intelectual y un político, no un iniciado. Separándose de
cualquier espiritualidad, se desecará y sufrirá los rayos del poder.
—Como no la conoce desde el interior —consideró Von Born—, no puede tener una visión
exacta de ella. Temo la intervención de hermanos oportunistas cuyo único objetivo sea ascender en
grado y ejercer una miserable autoridad.
—No olvidemos a los charlatanes y a los traidores —recomendó Thamos—. En todas las
épocas y en todos los lugares, los ambiciosos, los amargados y los decepcionados intentan destruir lo
que adoraron. Los peligros internos no son menos temibles que los ataques procedentes del exterior.
Eso sí, queda fuera de toda duda la interrupción del proceso referente al Gran Mago.
—Sólo nuestros hermanos nos reconocen como tales —recordó Von Born—. Dada la situación
y la personalidad de Mozart, pronto pasaremos a la próxima etapa.
Provisto de un rimbombante título y de una misión oficial, gozaba de una cobertura perfecta.
Algunos fieles colaboradores llevaban a cabo las tareas administrativas que él supervisaba, al
tiempo que proseguía con su cruzada antimasónica.
En el silencio de una gélida noche, tomó sus principales expedientes y se sumió en algunos de
ellos.
Ignaz von Born, Gran Secretario de la Gran Logia de Austria y Venerable de La Verdadera
Unión. Mineralogista de renombre, favorable a los Iluminados de Baviera, un verdadero jefe y el más
peligroso de todos los francmasones. Reputación perfecta, existencia ejemplar, moralidad a toda
prueba… ¡Sombrío cuadro!
Von Born tenía, por fuerza, algo que reprocharle. Joseph Anton lo descubriría…, o al menos se
lo inventaría.
A pesar de sus títulos de chambelán palatino y consejero áulico, a Otto von Gemmingen le
faltaba envergadura. Lleno de humanismo, creyendo en la bondad universal y en la mejora de la
sociedad, encamaba al francmasón ingenuo, filósofo de pacotilla.
El barón Tobias von Gebler parecía más complejo. Apasionado por los misterios egipcios,
había apostado por la francmasonería antes de apartarse de ella y regresar, luego, deseando
someterla a la autoridad superior de José II, para asegurar su perennidad. Fatigado, escéptico, ¿creía
él mismo en la utilidad de su andadura? Nada debía temerse de aquel viejo caballo que estaba ya de
regreso.
Wolfgang Mozart, músico independiente, una de las diversiones de moda, simple aprendiz…
¿Por qué perder el tiempo con un expediente tan nimio? Un francmasón ordinario, en busca de
relaciones bien situadas que lo ayudaran a hacer carrera.
Joseph Anton estuvo a punto de clasificarlo en la categoría de los mediocres, pero su olfato se
lo impidió.
¿A qué venía aquella vacilación si ese artista menor no figuraba entre las cabezas pensantes de
la francmasonería?
Su nombre había aparecido ya varias veces, y Anton no desdeñaba nunca sus intuiciones.
Mozart ocupó, pues, su lugar entre los agitadores que debían vigilarse.
76
El Aprendiz Mozart saboreaba la solemne Tenida con los ojos muy abiertos y aguzando el oído.
Sentado entre Ignaz de Luca, futuro biógrafo de Joseph Haydn, y el escritor Johann Caspar Riesbeck,
que criticaba la miseria reinante en Hungría, vivió la Apertura de los Trabajos de la logia como un
nuevo nacimiento.
Por encima de los hermanos, la bóveda celeste con su geometría de constelaciones donde
resonaba la música de las esferas. Actuaban, sin embargo, «a cubierto», pues el templo estaba
herméticamente cerrado después de que los metales hubieron sido despojados y purificados. Al no
residir ya en el mundo profano, los iniciados se convertían en la tripulación de una barca comunitaria
que navegaba más allá de lo visible.
Por lo alto de los muros corría una cuerda que formaba, en varios lugares, unos nudos llamados
«lagos de amor». Focalizando la energía celestial, evocaban la medición de una tierra que la práctica
de los ritos había hecho sagrada y la eterna unión de las palabras de luz. Aquella cuerda no ataba,
sino que liberaba.
Con los demás aprendices, Wolfgang se sentaba en la columna del Norte. El Norte, la región
menos iluminada del espacio sagrado. ¿No había que buscar allí la luz secreta, base y materia prima
de la Gran Obra alquímica?
En el Oriente, el Delta animaba la logia haciendo que brillara el pensamiento del Gran
Arquitecto del Universo.
Para el músico, un descubrimiento esencial. Edificar una obra no consistía en divulgar las
propias pasiones, muy limitadas, en intentar prolongar la creación del constructor de mundos,
actuando a cada instante. Explotarse a sí mismo, ponerse sin cesar en primer plano y preocuparse
sólo de la mejora personal suponía traicionar la iniciación e internarse en un callejón sin salida.
—Venerable Maestro, es asegurarse de que está protegida, tanto exterior como interiormente.
El Protector exterior guardaba la puerta del templo para impedir, a riesgo de su vida, que
entraran los profanos. Él debía avisar a sus hermanos en caso de peligro. Por lo que se refiere al
Protector interior, comprobaba la calidad de cada iniciado y su capacidad para participar en los
trabajos.
—Venerable Maestro, asegurarse de que todos los que componen la asamblea son
francmasones.
—Hacedlo, hermanos Primer y Segundo Vigilante, cada cual en vuestra columna, y dadme
cuenta de ello. De pie y, cuando dé la orden, de cara al Oriente.
Tras el golpe de mazo del Venerable, los hermanos se levantaron y, mientras los Vigilantes
pasaban, adoptaron la postura correcta. Ya no había condes, barones ni plebeyos, no había edad
profana, fortuna ni títulos, sólo hermanos.
Puesto que cada uno estaba en su justo lugar, fue posible iluminar los tres pilares y luego trazar
el «cuadro de la logia», donde figuraban los elementos necesarios para una construcción iniciática.
Thamos había insistido para que, de acuerdo con la tradición egipcia, se dibujaran en un suelo
puro y blanco. En demasiadas logias se limitaban a desenrollar un tapiz cubierto de signos inmóviles,
lo que arrebataba cualquier significado a aquel momento fundamental de la Apertura de los Trabajos.
Participar en un ritual daba una energía tan potente que hacía desaparecer la fatiga y las
preocupaciones. Tras el banquete, Thamos y Wolfgang dieron un paseo. Cielo despejado, temperatura
gélida.
—Porque era preciso estar listo, tanto por tu parte como por la nuestra. Tu precocidad musical
era, al mismo tiempo, una ventaja y un inconveniente. Vas tan de prisa que convenía formarte
lentamente. Por lo que se refiere a la francmasonería europea, es un edificio frágil. Ya se han
cometido muchos errores.
Las cartas de Wolfgang y de Leopold, de las que se conserva una parte, son una fuente de
información que hemos utilizado muchísimo, especialmente para poner en boca del músico palabras
que aparecen en estos escritos.
Existen varias ediciones parciales de esta correspondencia y una edición completa, Mozart:
Briefe und Aufzeichnungen (edición de W. A. Bauer y O. E. Deutsch), de la que G. Geffray ha
traducido al francés para Flammarion lo más interesante en una edición de 7 volúmenes. Para este
primer volumen he consultado sobre todo Correspondance, I, 1756-1776, París, 1986;
Correspondance, II, 1777-1778, París, 1987, y Correspondance, III, 1778-1781, París, 1989. En
castellano existen varias antologías, como la de Miguel Saenz para El Aleph Ediciones, la de Jesús
Dini para Muchnik Editores, o la de Michael Rose y Peter Washington para Acento Editorial.
AUTEXIER, Philippe A., La lyre maçonne. Mozart, Haydn, Spohr, Liszt, Éditions Détrad,
París, 1997.
AUTEXIER, Philippe A., Mozart et Liszt sub rosa, Centre Mozart, Poitiers, 1984.
EINSTEIN, Alfred, Mozart, son caractére, son oeuvre, Gallimard, París, 1954 (versión
castellana de Hugo Grünbaum, Mozart, Espasa-Calpe, Madrid, 2006).
HAVEN, Marc, Rituel de la maçonnerie égyptienne, Éditions des Cahiers Astrologiques, Niza,
1948.
HOCQUARD, Jean-Victor, Mozart, l’amour, la mort, Séguier, París, 1987 (versión castellana
de Mauro Armiño, Mozart. Una biografía musical, Espasa-Calpe, Madrid, 1991).
MASSIN, Jean y Brigitte, Mozart, Fayard, París, 1970 (versión castellana de Isabel Asumendi,
Wolfgang Amadeus Mozart, Ediciones Tumer, Madrid, 1987).
NETTL, Paul, Mozart and Masonry, Philosophical Library, Nueva York, 1957.
ROBBINS LANDON, Howard Chandler, Mozart, l’âge d’or de la musique à Vienne, 1781-
1791, J.-C. Lattès, París, 1989.
ROBBINS LANDON, Howard Chandler, Mozart et les Franc-Maçons, Thames & Hudson,
Londres y París, 1991.
SADIE, Stanley, Mozart, Norton and Company, Londres, 1980 (versión castellana de Pablo
Sorozábal, Mozart, El Aleph Editores, Barcelona, 1985).
WYZEWA, Théodore de, y SAINT-FOIX, Georges de, W. A. Mozart. Sa vie musicale et son
oeuvre, Bouquins, París, 1986.
El interés de Christian Jacq por la egiptología comenzó cuando tenía trece años y leyó los tres
volúmenes de Historia de la Civilización Egipcia Antigua de Jacques Pirenne.
Casado joven, a los 17 años, aprovechó su viaje de bodas para realizar su primera gira por
Egipto, visitando el sitio arqueológico de la antigua Menfis.
Antes de los veinte años Christian ya había producido toda una serie de poemas y cuentos
ambientados en el Antiguo Egipto. Su primer ensayo, dedicado naturalmente a esa civilización,
aparece a finales de los años 60. Se trataba de un análisis sobre los vínculos entre el Antiguo
Egipcio y la Edad Media.
En esas fechas, inicia estudios superiores, comenzando la carrera de filosofía, pero su pasión
por Egipto le llevó a centrarse en la arqueología y egiptología, doctorándose en esta disciplina en la
Universidad de la Sorbona en 1979, con la tesis doctoral titulada Le Voyage dans l’autre monde
selon l’Egypte ancienne, editada posteriormente como libro en 1986.
Su carrera oficial de escritor se inicia a los 21 años. Escritor prolífico ha publicado más de
cien libros y ha sido traducido a multitud de idiomas. Por lo que, necesariamente, la bibliografía al
pie de esta texto es incompleta.
Sigue dos líneas narrativas: una como novelista y ensayista histórico y otra como autor
moderno de novelas policiacas.
Respecto a la primera línea, la mayor parte de su producción literaria tiene como escenario al
Antiguo Egipto, estrechamente relacionada con la posterior evolución de su religión, tradición y
misterios que son perpetuados mediante diversos tipos de sociedades (masónicas, gnósticas,
rosacruces, templarios, etc). Afirma que el cristianismo es directo deudor de muchos mitos,
tradiciones y rituales egipcios. Se pueden distinguir varias subdivisiones en esta temática:
Ensayo: Disfruta de una sólida reputación académica. Ha publicado numerosos artículos sobre
egiptología y gran cantidad de ensayos académicos. El Egipto de los faraones fue galardonado con
el premio de la Academia Francesa. Destacan entre otros ensayos: Las egipcias, Sabiduría viva del
Antiguo Egipto, El saber mágico en el Antiguo Egipto, Poder y sabiduría en el Antiguo Egipto, El
origen de los dioses.
Christopher Carter - Série «Les Enquêtes de lord Percival» o «Une enquête de lord
Percival», (7 libros).
J. B. Livngstone - Série «Les Dossiers de Scotland Yard», (44 libros). En 2011 inició la serie
«Les Enquêtes de l’inspecteur Higgins», (9 libros), firmada ya con su nombre en la que existen
reediciones de la serie anterior y obras inéditas.
Debido a su éxito comercial, Jacq decide dejar París y trasladarse con su mujer a Ginebra
(Suiza), a un tipo de casa-biblioteca colmada de millares de libros, dónde dedicarse a crear
ambiciosas obras en varios volúmenes.
Bibliografía
El egiptólogo, 1987
Karnak/Luxor, 1990
Tutankamon, 2009
El misterio de las Jeroglíficos, 2010