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Job 6

Encontramos tres divisiones en este capítulo:

1. Desesperación (vs. 1-7). Job se defiende de los reproches y acusaciones de Elifaz diciendo que si
sus quejas y su tormento fueran puestos en una balanza, se vería que sus palabras del capítulo
4 eran pocas al lado del sufrimiento de su cuerpo y espíritu (v. 4).

2. Desconfianza (vs. 8-13). Es cierto que piensa en Dios, pero sin confiar en la persona a quien ora.
Pide la muerte (v. 9). También empieza a justificarse diciendo que nunca ha “escondido las
palabras del Santo” (v. 10). Más adelante este argumento será usado con mayor insistencia. El
problema es que Job trata de justificarse a expensas de la justicia de Dios.

3. Desilusión (vs. 14-30). Ahora se dirige a sus amigos. Buscaba comprensión y simpatía en ellos,
pero no se la dieron. Lo que le ocurre en tiempo de calor a un caminante sediento, que llega a un
arroyo conocido y lo encuentra seco (vs. 15-19), es lo que le pasa a Job con sus amigos. Si en vez
de dirigir la mirada a ellos hubiera puesto los ojos en el Amigo que ama en todo tiempo, aun en
tiempo de angustia (Pr. 17:17), Job no se hubiera sentido defraudado.

Job 7:1-21

PRIMERA RESPUESTA DE JOB (Continuación)

En el capítulo anterior Job se dirige a sus amigos. Aquí habla con Dios. Primero señala la brevedad
de la vida: es como los días de un jornalero, más veloz que la lanzadera del tejedor; es un soplo,
una nube que se desvanece, es breve y llena de dolor. Luego hace dos preguntas: ¿Por qué me
trata Dios así? Si he pecado, ¿por qué no me perdona?

Ve a Dios como un enemigo que lo martiriza en forma tan despiadada y constante, que ni siquiera
tiene tiempo de tragar saliva (v. 19). En vez de pedir ayuda y buscar reconciliación sólo dice:
“Déjame” (v. 16). ¡Tal era su desesperación y abatimiento!

Observemos que al hablar del pecado y del perdón no confiesa su propio pecado (esto no lo hará
hasta el final del libro), sólo admite la posibilidad de haber pecado. ¡Pobre Job! Dice que Dios es el
“Guarda de los hombres” (v. 20), pero está pensando en un carcelero o un verdugo, no en el
guardador que vemos en el Salmo 121, que cuida con el cariño de un padre, con la ternura de una
madre o como la gallina cuida a sus polluelos (Mt. 23:37; Lc. 13:34).

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