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Zerwick Efesios
Zerwick Efesios
Max ·Zerwick
Introducción
EL MISTERIO DE LA IGLESIA
La llamada carta a los Efesios pertenece al grupo de las cartas de la cautividad. El estrecho
parentesco, en el contenido y en la forma, con la carta a los Colosenses permite suponer que
fue escrita muy poco después de ésta, probablemente durante la primera cautividad romana
(61-63). El Apóstol se dirige a unos cristianos que no lo conocen personalmente; por eso
los destinatarios de la carta no pueden ser los fieles de Éfeso, donde Pablo había actuado a
lo largo de tres años, sino algunas comunidades de las proximidades de Éfeso, sobre todo
en el valle del Lico, donde, junto a Colosas, tenemos noticias de iglesias en Hierápolis y
Laodicea.
La ocasión de la carta fueron ciertas corrientes espirituales, de talante judaico y
pregnóstico, que ya apuntan en la carta a los Colosenses. Un culto exagerado de las
«potencias» o ángeles ponía allí en peligro la primacía peculiar de Cristo, tanto en la obra
de la creación como en la obra de la redención, y dio al Apóstol la oportunidad de destacar
con nuevas luces esa primacía incondicionada de Cristo. Esto es igualmente válido para la
carta a los Colosenses, pero este pensamiento fundamental alcanza mayor profundidad en la
carta a los Efesios y se concentra principalmente en este círculo de ideas: Cristo, cabeza de
su Iglesia, la única Iglesia compuesta de judíos y paganos, que Él mismo se construye como
cuerpo suyo, a la que se une como a su esposa, y llena con toda la plenitud de su vida
divina, con la cual y a través de la cual inicia su señorío, no sólo sobre la humanidad, sino
sobre el conjunto de la creación. Con razón a la carta a los Efesios se la ha llamado la carta
de la Iglesia. En ella el pensamiento teológico de san Pablo alcanza su apogeo y su más rico
desarrollo. La carta a los Efesios es una nueva visión panorámica de la realidad de la
revelación cristiana, y así representa, para la época tardía de su redacción, lo que la carta a
los Romanos supuso en los primeros tiempos de la actividad teológica del Apóstol Pero, al
lado de estas ideas madres que sobresalen, la carta a los Efesios nos ofrece la posibilidad de
penetrar en el interior de la vida de fe del Apóstol. Si queremos articular de alguna manera
esta vida de fe, nos encontramos, por parte de Dios, ante la común obra trinitaria del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo, y, por parte del hombre, ante la respuesta a esta acción divina
en la fe, la esperanza y el amor. Será útil realizar un breve vuelo de reconocimiento sobre
esta panorámica.
Con esta triple expresión: «Padre, Hijo y Espíritu Santo» empieza ya el primer versículo
del himno introductorio: «Bendito el.. Padre.., que nos ha bendecido con toda bendición
espiritual en los cielos en Cristo»* Todavía más explícita es la expresión de esta acción
trinitaria de Dios en este versículo: «Por medio de Él (Cristo) los unos y los otros tenemos
acceso, en un solo Espíritu, al Padre» (2, 18), y más adelante, refiriéndose a la idea central
de la Iglesia: «En el cual (Cristo) también vosotros sois coedificados hasta formar el
edificio de Dios en el Espíritu» (2, 22). En estos versículos se pone además de manifiesto
cómo san Pablo no trata de la igualdad esencial de las divinas personas desde una
perspectiva teológica, sino desde una visión histórico-soteriológica, refiriéndose a su
posición en la obra salvadora de Dios en pro de la humanidad.
En este aspecto el Padre tiene una primacía. Él, desde la eternidad, ha planeado
amorosamente la obra de salvación, y su propia gloria, «la alabanza del señorío de su
gracia», es el objetivo final de esta obra en toda la eternidad (1, 612.14; 2, 7). Pero unido
estrechamente a Él está el centro de toda esta planificación, actuación y realización: Cristo,
el Señor, el mediador. A ambos se hace alusión, por ejemplo, en la gran visión panorámica
del himno introductorio, donde con ocho versículos densos y llenos (1, 3-10) se presenta al
Padre solo como sujeto operante, al cual le corresponde una actuación octodimensional,
mientras que al mismo tiempo se nombra expresamente seis veces al Hijo, por quien y en el
cual acontece todo esto.
Ante el Padre y el Hijo parece que el Espíritu Santo quede en segundo lugar. Sin embargo,
en nuestra carta se habla de Él quizá con más insistencia que en el resto de las cartas
paulinas, de suerte que se puede decir con razón que un soplo de Pentecostés recorre toda la
carta. Al final del himno aparece el Espíritu Santo como el sello de Dios en los creyentes,
«prenda de nuestra herencia», el gran don del tiempo mesiánico, como lo habían
proclamado los profetas (1, 13-14). Conforme va avanzando la carta, el Espíritu Santo se
nos muestra como aquél, por quien el Padre envía el don del conocimiento de la fe y de la
revelación (1, 17; 3, 5) Él es el que reúne los miembros de Cristo en un solo cuerpo (2, 18);
Él es el alma en este cuerpo (4, 4); Él, el principio impulsor de la construcción del templo
de Dios (2, 2); Él, la potencia fontal del crecimiento espiritual (3, 16); Él también, como
propiedad personal, es el huésped del alma, que hay que procurar no disgustar (4, 30); de Él
deben los creyentes «llenarse», aún más, «embriagarse» (5, 18); Él es el que de la palabra
de Dios hace una espada en la lucha espiritual (6, 17). Así se realiza la construcción
trinitaria de la realidad de la fe, en la que vivimos, y a la que respondemos en la fe, en la
esperanza y en el amor.
Por la fe nos salvamos (2, 8), por la fe habita Cristo en nosotros (3, 17). Esto pertenece al
patrimonio paulino común. Pero lo peculiar de la carta a los Efesios (como en el resto de las
cartas de la cautividad) es la particular insistencia de Pablo en un conocimiento de la fe
cada vez más profundo. Así ya en el himno introductorio (1, 8-9), donde entre las
bendiciones de Dios se nombra en primera línea -juntamente con la elección, la filiación
divina, la redención y la remisión de los pecados- la gracia que se nos da en forma de
sabiduría y comprensión: Dios nos ha ungido con la idea de recapitular todas las cosas en
Cristo como cabeza. Dos veces ora Pablo, en la carta, por sus fieles, y las dos pide para
ellos el conocimiento: un espíritu de sabiduría y de revelación implora para ellos
«iluminados los ojos de vuestro corazón», para que puedan saber en qué consiste nuestra
esperanza (1, 17-19). Lo mismo al principio. Y posteriormente en 3, 16-19, donde los
bienes superiores, como la fuerza del Espíritu, la inhabitación de Cristo, el amor perfecto,
sólo se imploran como presupuestos para un conocimiento perfecto del misterio de Cristo y
de su amor. De este conocimiento espera Pablo que los fieles se llenen de toda la plenitud
de Dios.
Entre los objetos del conocimiento de fe, cuya posesión se implora, ocupa el primer lugar
en la carta a los Efesios -mucho más que en el resto de los escritos paulinos- el bien de la
esperanza, que el Padre ha preparado a sus hijos como «herencia» (1, 18), que ya poseemos
en Cristo, nuestra cabeza glorificada, y cuyo anticipo y garantía lleva ya en sí cada
bautizado en su calidad de templo del Espíritu Santo (1, 14). Es la bienaventuranza en la
presencia de Dios; bienaventuranza cuyo rasgo característico en san Pablo es la propiedad
de ser gustada comunitariamente (1, 18), del mismo modo que nosotros, en una
pregustación común, la vamos conociendo cada vez más aquí en la tierra (3, 18). Cuando
Pablo en nuestra carta habla de la «vocación» del cristiano, siempre aparece en el trasfondo
esta idea fija sobre la «riqueza de la gloria de su herencia» (1, 18; 4, 4). Y así la esperanza,
junto con la Iglesia y la posesión del Espíritu, da a nuestra carta su cuño característico.
En tercer lugar está el amor. Pablo dejaría de ser el mismo de ICor 13, 4-7, si para él, en
esta carta a los Efesios, el amor no fuera también inevitablemente por la humildad, o sea el
olvido de sí mismo (4, 2); renunciar de buena gana a todas las pequeñas exigencias y
pretensiones del yo. Más o menos característico de nuestra carta es, asimismo, la insistencia
con que se recomienda el amor como la fuerza «que trabaja intensamente por conservar la
unidad del Espíritu» (4, 3) y que sabe sacrificarse por la paz, que es Cristo (4, 3; 2, 14).
Éste sería, por así decirlo, el lado negativo: «conservar la unidad del Espíritu» (4, 3). Pero
el amor, en su aspecto positivo, va mucho más allá: es el brote vital en el cuerpo de Cristo,
a través del cual Cristo mismo se va construyendo su propio cuerpo y va haciéndolo crecer
(4, 16). El amor aparece también como la consecuencia y exigencia lógica que resulta de la
verdad central de nuestra carta: todos nosotros somos un cuerpo en Cristo, en unidad
recíproca, y con Cristo, y por Cristo unidos con Dios. El amor para Pablo no es más que
ajustarse a esta realidad envolvente, vivir y realizar esta verdad (4, 15). Incluso las
recomendaciones particulares contenidas en la segunda parte de la carta (4, 25-32) hay que
mirarlas desde este punto de vista, sobre todo lo que Pablo precisa tan cuidadosamente
sobre el amor familiar (5, 21-6, 9). Comoquiera que el débil y el fuerte tienen que actuar
conjuntamente en la vida común de cada día, es fácil llegar a fricciones que pongan en
peligro la unidad en el cuerpo de Cristo. De aquí las apremiantes exhortaciones del Apóstol
a una amorosa sumisión por una parte, y, por otra, a una deferencia afectuosa de la mujer y
el marido, de los hijos y los padres, de los esclavos y los amos...
Estas breves indicaciones pueden ayudar, en la lectura reflexiva de la carta, a reconocer ya
desde ahora sus rasgos fundamentales y a dejarse guiar por ellos.
ENCABEZAMIENTO
1,1-2
SALUDO Y BENDICIÓN
(1/01-02).
1 Pablo, apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios, a los santos (en Éfeso) y fieles en
Cristo Jesús: 2 gracia a vosotros y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor
Jesucristo.
Parte primera
EL MISTERIO DE CRISTO
También los gentiles han sido llamados a la plena salvación de Cristo
1,3-3,21
I. BENDECIDOS CON TODA BENDICIÓN ESPlRITUAL (1,3-14).
3 Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda
bendición espiritual en los cielos en Cristo.
Inmediatamente empieza Pablo con un himno al plan divino de salvación. Y esta obligada
alabanza de Dios nos da qué pensar. María entonó su Magnificat, y lo comprendemos;
Zacarías cantó su Benedictus, y sabemos por qué. Pero aquí no hay ningún pretexto visible
para este himno de alabanza con que empieza nuestra carta. Todo lo contrario: Pablo
escribe en calidad de prisionero. Reflexionemos sobre lo que esto significa: prescindiendo
de todas las privaciones exteriores, con el impulso del Redentor en el corazón, con el
encargo divino de llevar el Evangelio a todo el mundo, con la preocupación por todas las
iglesias que de él necesitan, Pablo está allí detenido día tras día y año tras año, encajonado
entre cuatro irritantes paredes que lo circundan. Y en medio de este dolor y humanamente
hablando- del fondo de la oscuridad se levanta este canto de acción de gracias a Dios.
Ciertamente, le basta el pretexto de una carta a una comunidad lejana y desconocida, le
basta el recuerdo de una fe común, para que su alma se desborde en acción de gracias y en
alegría radiante. Así es el cristiano Pablo, y así se presenta ante sus cristianos: desbordante
de alegría en la fe y de gratitud. Pero esto no es más que el comienzo de aquella plenitud,
de aquella indestructible alegría en la fe, que, descollando de la más simple monotonía y
surgiendo lozana de en medio de las tribulaciones, nos aporta el testimonio deslumbrante de
que nuestro cristianismo es un «mensaje alegre», no sólo en el nombre, sino en la realidad
misma.
«Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo». En sí cabría justificar aquí la
alusión, en la alabanza, a Dios creador. Muy poderosas razones habría para ello. Pero para
Pablo retrocede el Dios creador para dar paso al Dios de la revelación, «el Dios y Padre de
nuestro Señor Jesucristo». ¡Qué nombre de Dios! En el Antiguo Testamento, Dios se llamó
a sí mismo y quiso ser llamado «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob». Ya este título
era una vibrante confesión de fe. Pascal narra cómo en una venturosa noche pascual se le
reveló por primera vez la profundidad y la alegría que llevaba consigo este nombre: «el
Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob». Ello quiere decir que Dios no es el lejano y frío
Dios de los filósofos, sino el Dios de la historia, que desde una infinita lejanía se inclina
sobre los hombres y que en un determinado momento de la historia, en un determinado
lugar de nuestra tierra escoge a los hombres como amigos, hombres cuyos nombres
conocemos: Abraham, Isaac y Jacob. Y en consecuencia este Dios, en una movida historia
de casi un milenio y medio, se ha ido siempre compadeciendo de su pueblo, a pesar de tanta
infidelidad, de tanta apostasía y de tanta traición, en atención a aquellos antepasados, sus
amigos. Necesitamos conocer este trasfondo para valorar lo que para el judío Pablo
significa nombrar a Dios, no ya el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, sino «el Dios y Padre
de nuestro Señor Jesucristo». Es la suma de todo el cristianismo: Jesucristo es nuestro
Señor, nos pertenece. En Él podemos llamar «Padre nuestro» a Dios, en un sentido nuevo
sin precedentes.
«Que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los cielos en Cristo». Así resume
Pablo el contenido total del don con que Dios nos ha agraciado. ¡Extraño concepto! ¿A
quién de nosotros, requerido para ello, se le ocurriría usar una fórmula semejante para
describir brevemente el don divino de la salvación? Pero, precisamente, cuando la fórmula
paulina nos sorprende, cuando su mentalidad religiosa difiere de la nuestra, hay que intentar
acomodar la nuestra a la suya. Pablo llama a la bendición de Dios una bendición
«espiritual». Esta palabra lleva siempre consigo, en san Pablo, una actuación del Espíritu
Santo, ligada a su presencia personal en nosotros. Y así tenemos en esta breve fórmula de
nuestra salvación una alusión a las tres personas de la Santísima Trinidad: el Padre nos
bendice con toda bendición, al darnos su Espíritu Santo, por medio de Cristo Jesús.
Pero ¿a qué viene aquí la sorprendente expresión «en los cielos»? 2 Lo que Pablo quiere
aquí decir está claro en 2,6: Dios «nos ha resucitado con Cristo y nos ha hecho sentar en los
cielos en Cristo Jesús». Esta es la formulación conceptual más fuerte del pensamiento
paulino: la resurrección de Cristo es ya nuestra resurrección, y su señorío es nuestro
señorío. Porque es resurrección y señorío de la cabeza que con sus miembros forma un
cuerpo: el Cristo total. Todo esto está incluido en nuestro texto, cuando Pablo habla de
«toda bendición», con la que Dios nos ha bendecido «en los cielos en Cristo»; todo lo que
en la bendición se nos da está en el orden de la donación divina, que no tiene otra finalidad
que introducirnos en la órbita del señorío de Cristo. Tan vitalmente segura es para Pablo su
esperanza cristiana, que habla de ella como si fuera ya la posesión anticipada de lo que nos
aguarda en el señorío del Padre y del Hijo. Igualmente la alegría de la fe en san Pablo, que
aquí encuentra su obligada expresión, es la alegría de una esperanza desbordante, asegurada
por el don del Espíritu Santo (1,14) y por el señorío de Cristo, nuestra cabeza en el cielo. El
contenido detallado de esta bendición se expone en 1,4-14. En estos versículos se ve un
corazón rebosante de expresiones de acción de gracias. No esperemos un discurso pulcro y
ordenado. No, los pensamientos se llaman unos a otros con la fuerza misma con que unos
empujan a otros. Pero esto mismo es para nosotros un valor positivo, ya que nos muestra el
orden de los valores según la escala vital de la fe del Apóstol y nos describe la auténtica
pista de nuestro itinerario de creyentes.
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2. Muchos exegetas intentan superar esta dificultad traduciendo: «con dones celestiales». Esta traducci6n es
estrictamente correcta, pero la expresión aparece cuatro veces en esta breve carta (1,20; 2.6; 3,10; 6,12) y
siempre en el mismo sentido de referencia local.
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4 Por cuanto nos ha elegido en él antes de la creación del mundo, para ser santos e
inmaculados en su presencia, en amor.
«Nos ha elegido en él antes de la creación del mundo». ¿Quién de nosotros piensa en esta
«elección desde la eternidad»? Para Pablo es el pensamiento que más le estimula: desde la
eternidad yo, cristiano, fui objeto de un amor divino. Ni pensar siquiera en algún mérito
previo por nuestra parte. Aquí reside la pura liberalidad de Dios; y para poderme amar a mí,
no sólo como criatura, sino como hijo, con amor paterno, me ha elegido desde la eternidad
«en Cristo Jesús». Esto quiere decir: desde siempre mi vinculación al pensamiento divino
pasaba por Cristo Jesús y sólo por esta unión con Cristo pude ser digno del amor del Padre.
Esta elección tiene un fin próximo y un fin último. El fin próximo es una verdadera vida
cristiana en este mundo. Con tajante brevedad es definido así por Pablo: «para ser santos e
inmaculados en su presencia». «Santo» significa separado de todo lo profano y consagrado
definitivamente al servicio de Dios. Y precisamente por esta definitiva pertenencia a Dios,
esta vida tiene que ser «inmaculada»; e inmaculada «en presencia de Dios», o sea: no sólo
con conciencia de su presencia, sino con la pureza moral, que solamente es tal a los ojos del
Dios tres veces santo. Pero ¿no quiere esto decir que en la presencia de Dios ni los mismos
ángeles son puros? ¿No es acaso una exigencia extrahumana? Sí, extrahumana; es
«cristiana». ¿O hemos olvidado ya aquello de que hemos sido escogidos a tan alta santidad
«en él», en Cristo? En una palabra «inmaculados», no en virtud de nuestras posibilidades
naturales, sino como la «nueva criatura», que está íntimamente ligada con Cristo, que «se
ha vestido de Cristo», que vive de la vida de Cristo y por eso vive la vida de Cristo. ¿Cómo
no iba a ser santa e inmaculada aun a los ojos de Dios esta vida de Cristo en nosotros y
apropiada por nosotros? Cristo hace nuestra su propia santidad (ICor 1,30). ¿Cómo no iba a
mirar el Padre con infinita complacencia a un ser humano, que se presenta a Él, vestido con
la santidad de su Hijo?
Ciertamente la moralidad de esta vida de Cristo en nosotros queda siempre
desgraciadamente imperfecta. Pero el mismo esfuerzo por la perfección cristiana, por muy
necesario que sea, es de importancia relativamente mínima, comparado con lo que Dios
obra en nosotros: «Cristo en nosotros». Cristo en nosotros: éste es el objeto propio de la
complacencia divina, aun antes que pudiéramos pensar en las consecuencias éticas que de
ahí se derivan.
¿Son muchas estas consecuencias? Sí y no. Según Pablo hay una por todas, el amor:
«santos e inmaculados en amor». En esta breve fórmula de vida cristiana aparece el amor
en toda su imponente y solitaria grandeza. No es una virtud entre tantas. Es la esencia de
todas ellas; es toda la ley 3, y sin él el resto no vale nada (ICor 13,1-3), y con él aun la nada
se torna valiosa a los ojos de Dios; pues es amor derivado de su amor, del amor de aquel
que es el amor 4.
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3. Mt 22,40; Rm 13,10; Ga 5,14; St 2,8.
4. Cf. 1Jn. Muchos relacionan de otra manera este final «en amor», conectándolo con lo siguiente, y lo
entienden del amor de Dios a nosotros. Pero esta fórmula «en amor» aparece cinco veces en nuestra carta y
significa siempre el amor de los cristianos entre si: 3,17; 4,2.15s; 5,2.
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5 El nos predestinó a ser hijos suyos adoptivos por Jesucristo, según el beneplácito de su
voluntad...
Otra vez Cristo está en el centro. Toda la gracia del Padre nos ha venido por su Hijo. No
solamente en el Hijo, porque es el único mediador, el portador de la gracia, sino en un
sentido profundamente más venturoso, porque realmente Cristo mismo es la gracia en
persona. Porque la gracia, de la que aquí se trata, no es otra cosa que «Cristo en nosotros».
Pero aquí aparece como única excepción la expresión en el Amado en lugar de la corriente
«en Cristo». Detrás de esto se esconde un doble pensamiento paulino: con respecto a Dios y
con relación a nosotros.
Con respecto a Dios se subraya el alto precio del favor que -humanamente hablando- nos ha
concedido. Este favor le ha costado nada menos que su propio Hijo, en el sentido de aquel
versículo de san Juan, tan repetido pero tan poco seriamente tomado: «Tanto amó Dios al
mundo, que le entregó a su unigénito Hijo» (Jn 3,16); y lo entregó a manos humanas, que lo
clavaron en la cruz.
Con relación a nosotros esta expresión «agraciados en el Amado» 5 significa sencillamente
lo que ya repetidas veces nos ha dicho: en Él como en el único Amado somos también
nosotros -por nuestra misteriosa vinculación con él- objeto del infinito beneplácito de Dios,
el Padre que ya en nosotros no ve sino los rasgos de su amado Hijo.
¡Cuánta confianza debe alentar en un cristiano que se sabe amado con el amor del Padre a
su propio Hijo!
¿Y nuestros pecados? ¿Quedan ahogados en este mar de gracia y amor? Sí, pero no como si
no fueran tomados en serio; muy al contrario, son considerados con trágica seriedad: «En él
tenemos la redención por medio de su sangre». ¡Sangre! Estamos demasiado
acostumbrados a hablar y a oir hablar de la sangre de Cristo. La sangre, cuando realmente
fluye, estremece profundamente a todo el hombre. Derramarse la sangre es como
derramarse la vida Tenemos que aprender a tomar totalmente en serio a la sangre de Cristo.
Aquí está toda la realidad de la muerte en cruz de nuestro Señor. Tan cruel debe parecernos
a nosotros como realmente lo fue para aquellas santas personas que estaban al pie de la cruz
y para las que el gotear de esta sangre era como un martilleo estremecedor en el alma.
El secreto para renovar cosas ya hace tiempo sabidas y, por lo mismo, inoperantes, está en
la fructuosa meditación de los textos sagrados. Hay cosas que, por demasiado conocidas, no
se «explican». Quizá no necesiten «explicación», pero sí una penetración, cada vez más
nueva, a través de palabras y conceptos hasta llegar a la realidad que las sostiene.
Lo mismo pasa cuando aquí oímos o leemos la palabra «redención». Para Pablo, como para
todo judío piadoso, el concepto de redención estaba estrechamente ligado a la gran vivencia
fundamental de su pueblo: la liberación de la esclavitud de Egipto. El mismo Dios ha
recordado insistentemente en el Antiguo Testamento y le ha hecho recordar a su pueblo la
hazaña salvadora de su omnipotencia, y había una liturgia, sobre todo la fiesta de la pascua,
toda ella dedicada a reproducir vivamente aquella realidad. Esta liberación de Egipto era
solamente una figuración anticipada de la liberación, en cuya plena realidad nos
encontramos ya los cristianos. Ciertamente se impone tomar en serio la esclavitud de la que
nos ha salvado la «redención por medio de su sangre». Pablo nos va a explicar su
pensamiento en este sentido (2,13).
...............
5. La palabra griega traducida por «nos ha agraciado» es un verbo que solamente emplea otra vez en todo el
NT en el pasaje en el que el ángel saluda a María como la «llena de gracia» (Lc 1,28).
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«Según la riqueza de su gracia»: Hay aquí como un doble pensamiento. Por una parte, este
perdón de nuestros pecados es algo tan grande, que absorbe toda la riqueza de la gracia de
Dios. Pero, ahondando más en la profundidad teológica de la expresión, resulta que este
perdón de los pecados no es algo meramente negativo, sino que trae consigo primariamente
la plenitud de la gracia, y tan íntimamente nos transforma que nos convertimos en objeto
del beneplácito de Dios. Y esto tanto más, cuanto que a esta riqueza de su gracia no
solamente está vinculado el perdón de los pecados, sino al mismo tiempo algo
completamente nuevo...
Este es el nuevo favor, añadido a los ya enumerados: Dios nos ha consagrado a nosotros,
sus hijos, en el misterio de su voluntad. Tenemos que saber en qué maravilloso plan divino
de salvación ha de participar nuestra pequeña vida. No podemos entrar en las
particularidades de estos versículos tan densos, siendo así que hay en ellos bastante
oscuridad en todos los aspectos. Pero los puntos capitales son éstos: Pablo vuelve sobre los
tres pensamientos que han dominado hasta ahora en el himno: 1.° el plan de salvación tiene
como punto de partida la sola voluntad gratuita de Dios; 2.° ha sido preparado desde la
eternidad; esta idea se expresa cuando se dice que Dios «predestina» algo, o mejor: se
propone un designio; pero sobre todo 3.° Cristo es también aquí el medio: «en él» ha
planificado Dios, «en él» realizará su plan. Y con esto apunta «la plenitud de los tiempos».
«Plenitud de los tiempos» no es aquí propiamente la venida de Cristo, «cuando se cumplió
el tiempo» (Gál 4,4), sino preferentemente todo el acontecer definitivo desde la primera
venida de Cristo hasta su retorno en gloria. No solamente comienzo, sino realización y
prosecución de los últimos tiempos.
En estos tiempos Dios proseguirá su objetivo de «recapitular todas las cosas en Cristo».
El verbo griego, en sentido estricto, sólo significa «recapitular»6, pero en una carta como la
nuestra, cuyo mensaje específico es Cristo como cabeza de su Iglesia y como cabeza de
toda la creación, es lógico suponer que Pablo escogió esta palabra y le dio un nuevo
sentido, ya que no podría sustraerse a las implicaciones de la palabra «cabeza» incluida en
el mismo verbo «recapitular». Lo que Pablo intenta decir con esto, lo veremos en los
v.22.23 de este mismo capítulo.
Lo que bajo Cristo (cabeza) tiene que reunirse se expresa bíblicamente así: «todo lo que
hay en los cielos y en la tierra», o más brevemente: todo, el todo. En la carta a los
Colosenses destaca más vivamente esta verdad cuando se dice de Cristo: «Todo fue creado
por y para él.... y todo tiene en él su subsistencia» (1,16-17). Este es también el misterio de
la voluntad de Dios, su plan eterno: Cristo tiene que ser la cabeza de todo.
Tiene que darle sentido y existencia, unidad y cohesión. Dios nos ha comunicado este
misterio suyo, y esto es para Pablo una gracia, que se coloca en primera línea con la
predestinación eterna, con la filiación divina, con la redención y el perdón de los pecados.
Con este conocimiento del sentido del mundo, Dios nos ha dado «toda clase de sabiduría e
inteligencia». Sabiduría, con la que se aclaran todas las cosas en su sentido profundo; e
inteligencia, que descubre el recto camino de la vida. Tenemos que cooperar con la gran
obra de Dios. Y del pequeño mundo de nuestra vida, del pequeño reino de nuestra alma y
de todo lo que allí acontece, hemos de hacer un trasunto de lo que debe ser el gran mundo:
dejemos que Cristo sea en nuestro pequeño mundo la cabeza vitalizadora de todo, que dé
sentido a todo, que lo encauce todo y que sea el vínculo que a todo le dé cohesión.
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6. La palabra «recapitular» corresponde etimológicamente al original.
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Para Pablo, la naciente cristiandad, como en general la humanidad, se divide en dos grupos
principales: «nosotros», es decir, los creyentes que procedentes del pueblo escogido han
llegado a la fe, y «vosotros», los creyentes venidos de la gentilidad.
Los judíos no están en el mismo nivel que los demás pueblos. Como pueblo escogido por
Dios están -vistos a la luz de la revelación- por encima de todos los demás. Pablo lo sabe y
lo reconoce. Pero precisamente por ello se esfuerza en subrayar, con la mayor urgencia
posible, que este privilegio hay que agradecerlo únicamente a la libre elección realizada por
la gracia de Dios. De aquí la reiteración de las expresiones paulinas: «predestinados»
hubiera sido ya bastante; pero no, añade aún esto: «según previo decreto del que lo hace
todo conforme a la decisión de su voluntad». Aquí se especifica a Dios precisamente por su
incondicionada libertad, por aquello que lo manifiesta esencialmente como Dios.
Así como Dios es la fuente de la elección de su pueblo, así también Él mismo -su gloria- es
su último fin. Aquí tenemos, referido solamente a Israel, el principio fundamental del
Apóstol: todo de Dios solo, y a Dios solo toda la gloria.
Y Cristo de nuevo aparece como el mediador: el versículo empieza con la expresión «en él»
montada al aire, indicando con ello la ligación con la expresión «en Cristo», que da sentido
a todo el conjunto. La elección de Israel era solamente un capítulo de este plan divino, en
cuyo centro está Cristo. En él fue elegido Israel, en él tiene toda la razón de su existencia,
hacia él ha dirigido su esperanza, como el mismo Pablo confiesa: «Nosotros..., los que
antes ya teníamos puesta la esperanza en Cristo». Y así Israel estaba ya en Cristo, aun en su
patria espiritual, incluso antes de que él viniese a este mundo.
Pablo abruma con la exuberancia de su expresión. Pero este llamarse los pensamientos unos
a otros, casi pisarse y dar vueltas alrededor de una misma frase, replegada a su vez sobre sí
misma, corresponde a su propia situación de espíritu. Lo que aquí Pablo quiere decir antes
que nada es esto: también vosotros habéis recibido el gran don de Dios, el Espíritu Santo,
cuya efusión fue prometida desde antiguo para los tiempos venideros del Mesías. Con este
pensamiento central se unen estos otros dos: el recuerdo del camino, que ha llevado a
recibir el sello del Espíritu y que ya era una gracia de Cristo: o sea, el haber oído la palabra
de la verdad y el haberla recibido con un corazón fiel; y, en segundo lugar, la alusión al
final venturoso, para el que han sido sellados por el Espíritu. Todo esto se apretuja en un
solo versículo, tanto más cuanto que Pablo no se dispensa de subrayar cómo todo esto -la
proclamación de la palabra, la aceptación de la fe y la sigilación en el Espíritu- fue un
acontecimiento logrado «en él».
El Evangelio se llama aquí: «la palabra de la verdad, la buena nueva de vuestra salvación».
Ambas palabras sonaban muy bien en el mundo de Pablo: «verdad» tenía que ver con
«sabiduría», y «salvación» con «felicidad». Entonces como hoy, más que hoy, en todas
partes se pronunciaban con elogio estas expresiones: «palabras de la verdad» y «caminos de
salvación». Podemos imaginarnos lo que esto significó cuando en medio de esta confusión
irrumpió Pablo -prejuzgado ya en la opinión pública como judío y, como tal, de poca o
ninguna representación- con la pretensión de ser un enviado del verdadero Dios, y con una
audacia y una confianza que no son de este mundo, predica sin más la verdad y la
salvación: con su palabra, con toda su vida, que es «el incienso ofrecido por Cristo a Dios,
tanto para los que se salvan como para los que se pierden: para éstos es un olor mortal que
mata, para aquéllos un olor vital que vivifica» (2Cor 2,15s). De esta poderosa conciencia de
la misión habla Pablo, cuando a su predicación la llama solamente «la palabra de la verdad»
y «la buena nueva de nuestra salvación». Él mismo se reconoce como Apóstol de aquellos a
los que no ha predicado (como aquí), pero que «oyeron» el mensaje y pertenecen a la órbita
de su actividad misionera. En definitiva, lo que aquí nos enseña Pablo es la conciencia de
misión, conciencia cristiana que supera y sobrevive al mundo.
«Después de haber creído»: esto dice san Pablo, que traducido a nuestro lenguaje es: se han
hecho cristianos por la fe y el bautismo. Y así han sido sellados «con el Espíritu Santo de la
promesa». Lo que aquí choca un poco es la manera como Pablo habla de la tercera persona
de la Santísima Trinidad, que es también Dios juntamente con el Padre y con el Hijo y que
aquí se le nombra como un «sello», lo cual nos sugiere más bien una propiedad de Dios.
Pablo habla del Espíritu Santo, como una cosa, un instrumento de Dios: es sello por el
hecho de habitar personalmente con todo su poder y magnificencia. ¿Se han trocado los
papeles? El templo es para Dios, no Dios para el templo; y aquí el huésped divino es
donado a lo mejor de su templo, para que lo santifique, lo conserve, lo purifique y lo haga
agradable al Padre.
Esto es lo maravilloso del amor divino: el hombre, esencialmente ordenado sólo a Dios
como último fin, se convierte ahora -en el plan de salvación- en el medio, el centro de
atención de las tres divinas personas. Y en este caso el amor aporta realmente cierta
plenitud. Pablo, en su forma de hablar, toma este amor completamente en serio: como Dios
actúa sólo el Padre; el Hijo es hombre y mediador, aún más, el precio con que Dios
adquiere lo que ya era suyo; y el Espíritu Santo es la garantía personal de nuestra
pertenencia a Dios. Por eso Pablo no ora como nosotros: «Gloria al Padre y al Hijo y al
Espíritu Santo», sino que usa la fórmula de la antigua Iglesia (anterior al arrianismo):
«Gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo». Las luchas sostenidas en pro de la
verdadera divinidad de Cristo y del Espíritu Santo nos han aportado una preciosa claridad y
seguridad; pero ahora, dotados ya de esta seguridad, debemos volver a Pablo, para
comprender más profundamente la maravilla del amor, que hizo de Cristo un hombre y
mediador, y del Espíritu Santo un sello y garantía de nuestra salvación.
Pero este sello, el Espíritu Santo, en su calidad de sello de nuestra pertenencia a Dios, no es
algo que descansa y termina en sí mismo, sino que es una fuerza operante. Así fue
prometido por los profetas para los tiempos del Mesías, y el mismo Pablo se refiere a ello,
cuando lo llama «el Espíritu Santo de la promesa». Pedro, en su discurso de pentecostés,
citaba al profeta Joel: la efusión del Espíritu es el signo de la irrupción de la era mesiánica
(Act 2,17-21). Pero mucho más significativo es el célebre texto de Ezequiel (36,26s): «Os
daré un nuevo corazón, y pondré en medio de vosotros un nuevo espíritu, ...y pondré el
espíritu mío en medio de vosotros, y haré que guardéis mis preceptos y observéis mis
leyes». Así pues, lo que el «Espíritu de la promesa» como «sello» de nuestra pertenencia a
Dios obra en nuestros corazones, no es más que un gozoso y espiritual acceso a la voluntad
y al mandato de Dios.
«Prenda de nuestra herencia» es llamado el Espíritu Santo. Su presencia, por muy digna de
altísima estima que sea, no se resalta como un valor en sí, sino con relación al fin, para el
que se nos da. «Prenda» o «señal» es el pago parcial que se entrega como prueba de que la
suma total será satisfecha. Esta se llama «nuestra herencia» y nos recuerda de nuevo
nuestra filiación divina, de la que ya se ha hablado (1,5). «Y si hijos, también herederos:
herederos de Dios, coherederos de Cristo» (Rom 8,17). La herencia será el mismo Dios en
su gloria. Y como quiera que la prenda es de la misma naturaleza que la suma total, resulta
que la prenda es ya Dios mismo, aunque todavía encubierto: el Espíritu Santo. Merece la
pena penetrar un poco en la profundidad de este pensamiento: Dios «adquirió» para sí a
Israel y a la Iglesia, y, en consecuencia, nosotros nos podemos sentir seguros, agarrados a la
mano protectora del Padre todopoderoso.
Pero ¿cómo se explica que aquí se hable, con tanta naturalidad, de la redención como de
algo futuro? ¿No se nos ha dicho ya en el himno que «hemos sido agraciados en el Amado,
en él tenemos la redención por medio de su sangre» (v. 6.7)? He aquí la propiedad de la
existencia cristiana tal como la presenta san Pablo: las grandes realidades de nuestra fe son
ya presencia, fundamental y radicalmente, según su esencia; y, sin embargo, vamos camino
de su consumación. Tenemos el cumplimiento de lo prometido, pero no la plena
consumación. Estamos redimidos, tenemos en Cristo la redención, pero sólo en el día del
Señor alcanzará su máxima virtualidad. Como cristianos pertenecemos a dos mundos. Esta
es la dificultad de nuestra existencia cristiana, pero al mismo tiempo es nuestro consuelo.
«Para alabanza de su gloria». Acabamos de ver cómo la sigilación con el Espíritu Santo
tiene por finalidad «nuestra redención». Pero el hombre -como hemos visto- no puede ser al
mismo tiempo el último fin del hombre y último objetivo propio. Por eso al terminar
subraya Pablo por tercera vez la gran verdad: como Dios es la fuente de todo, también es el
fin último de todo. Y así nuestro himno no podía terminar sino con estas palabras: «para
alabanza de su gloria».
............................
15 Por eso, por lo que a mí toca, habiendo oído hablar de la fe que hay entre vosotros en el
Señor Jesús, y del amor a todos los santos, 16 recordándoos en mis oraciones, no ceso de
dar gracias por vosotros.
Aquí empieza propiamente la carta con esa característica acción de gracias que encabeza
casi todos los escritos de san Pablo. El hecho de que esta acción de gracias esté ligada al
himno anterior con la expresión «por eso» aporta una nueva luz a la comprensión de la
carta: mientras más claro brilla en lo precedente la actuación de Dios, más hondamente
deben sentir Pablo y sus lectores cuán grande es aquella fe y aquel amor con que los
destinatarios se entregan al plan de Dios y se muestran dignos de su gracia y bendición.
Pablo ha oído hablar de su «fe en el Señor Jesús». Esta expresión «en el Señor Jesús» no es
propiamente el objeto directo de la fe: creer en el Señor Jesús, sino que es el fundamento en
que se apoya la vida de fe: «en él».
El amor en segundo lugar, aunque propiamente se trata de lo mismo: «La fe, que actúa a
través del amor» (Gál 5,6). «Amor a todos los santos», o sea algo muy distinto y superior a
la simple amabilidad humana. Es un amor que en cada bautizado ve a un verdadero
hermano en Cristo. Es hermano, porque en el bautismo ha nacido del mismo seno materno
y está unido con los que lo aman por la única y misma vida de Cristo. Y así amar es
realmente lo mismo que creer. Cierto que no todo era perfecto en aquellas comunidades,
pero para Pablo cualquier demostración de fe y de amor era ya obra de Dios. Esta
característica paulina, creada por el Apóstol como encabezamiento de las cartas, cristalizó
en una fórmula habitual: Pablo ve lo bueno, siempre y primero lo bueno, aun en medio de
lo imperfecto; todo esto es un don de Dios... Por eso la acción de gracias...
Pablo pide para los suyos un conocimiento creciente en la fe. El fundamento de esta
especial confianza, con la que ora, se expresa en la forma como habla de Dios, del cual
espera el cumplimiento de su petición. Para él, Dios es aquí «el Dios de nuestro Señor
Jesucristo, el Padre de la gloria». Ya el himno introductorio había empezado así: «Bendito
sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo». Muchos comentaristas creen que hay que
pulir un poco la frase, quitando el artículo (el Dios) y traduciendo: «Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor...» Pero aquí, en nuestro pasaje, no evitan la presunta dureza, que
para nuestra sensibilidad entraña el que Pablo hable de «el Dios de Jesucristo». Por lo tanto,
no hay que pulir nada, sino aprender cómo Pablo toma completamente en serio -a pesar de
ser un perfecto conocedor de la divinidad de Cristo 7- su calidad de hombre y mediador. El
texto medular es sin duda ITim 2,5, ya que ningún teólogo occidental se hubiera atrevido a
formular así: «Hay un solo Dios, y hay también un solo mediador entre Dios y los hombres,
el hombre Cristo Jesús». Pablo subraya en forma típicamente oriental la verdad parcial, que
en aquel momento le interesa, con una agudeza y decisión que nos llena de asombro; y deja
al lector el campo abierto para acudir a otros textos que exponen con la misma claridad la
otra cara de la verdad.
«El Dios de nuestro Señor Jesucristo» es para Pablo ante todo el Dios al que Jesucristo,
como criatura y hombre, se ha dirigido y ha orado. Pero hay más aún: con esta expresión se
trata de aumentar al máximo la confianza del orante. Por eso ora al Dios, en el que
Jesucristo nos ha enseñado a ver nuestro Padre. Al Dios, que nos ha dado su propio Hijo:
«¿Cómo no nos va a dar, juntamente con Él, todo lo demás?» (Rom 8,32). Sobre todo, al
Dios, ante el cual «nuestro Señor Jesucristo» realmente nos pertenece, y a cuyo lado está
como mediador nuestro, y por eso puede decir: «Cuando pidiereis algo al Padre en mi
nombre, os lo concederá» (Jn 16, 23; cf. 15,16). Pablo llama a Dios «el Padre de la gloria».
Esta expresión semítica es equivalente a esta otra: «el Padre en su gloria», o aquí en este
caso: «el Padre por causa de su gloria». Esto quiere decir que Pablo ve aquí una garantía de
que Dios está dispuesto a escuchar. El concepto hebreo bíblico de gloria de Dios, al que
Pablo se refiere, dice mucho más que la simple noción de gloria. La palabra kabod significa
primeramente gravedad, peso, plenitud y, por consiguiente, riqueza. Pablo se dirige aquí al
Dios rico, ya que se reconoce a sí mismo como pobre e indigente. Es el creyente que se
dirige a Dios, a quien considera tan soberanamente rico en su felicidad divina, que la hace
desbordar como un don de amor y de gracia.
Esto significa kabod, pero también quiere decir «gloria» y se refiere con ello a un Dios que
busca su gloria y la encuentra en el don. Cuando el hombre del Antiguo Testamento pide
que Dios «glorifique» o «santifique» su nombre, quiere decir con ello que Dios debe
mostrarse, por medio de su actuación socorredora, dador, salvador, benévolo (Ez/39/25-29).
En este sentido ora Jesús: «glorifica tu nombre», y desde el cielo viene la respuesta: «Lo he
glorificado y lo glOrificaré de nuevo» (Jn ]2,27s). En este sentido nos ha enseñado Jesús a
orar: «Santificado sea tu nombre», o sea primero y ante todo Dios mismo. Y cuando se
dirige a Dios como el «Padre de la gloria», quiere con ello referirse a Dios, 1.° como
soberanamente rico, 2.° como aquel que busca y realiza su gloria, «para alabanza de su
gloria» (v. 6.12.14), y juntamente con esto está, 3.° tácitamente incluida la promesa de que,
cuando Dios se glorifica en nosotros, no debemos retener nada en nosotros, sino que en
acción de gracias y alabanza debemos hacer revertir a Él toda la gloria 8.
Sb/Ef/01/17:El objeto de la oración es: «espíritu de sabiduría y de revelación». «Espíritu de
sabiduría», o sea una sabiduría como don y realización del Espíritu. «Sabiduría», en la
antigüedad, significaba un saber vital. Y así Pablo pide que nuestra fe (y naturalmente
Dios) se convierta realmente en una fuerza impulsora de nuestra vida; que domine todo
nuestro pensar y nuestro hacer, nuestros méritos y nuestros deseos. Y así hay una acción
recíproca, pues el obrar produce un conocimiento más profundo. Nada hace a la fe más viva
que el hecho de vivirla (cf. Jn 7,17).
Y «de revelación». Igualmente se trata aquí de un don del Espíritu (kharisma), que el
mismo Apóstol se atribuye (ICar 14,6), lo presupone en los otros (ICor 14,26) y en nuestro
texto lo desea a sus fieles. Se trata aquí no de una revelación y conocimiento de nuevas
verdades, sino de un descubrimiento subjetivo de la verdad conocida ya en la fe, de una
interiorización más profunda y más vital. Partiendo de la misma raíz -«revelar» o
«desvelar»-, es como si se levantara un velo o cayera una cortina o -por decirlo así- como si
amaneciera en nuestro interior. Era ya algo «sabido», y sin embargo es como si abriéramos
los ojos por primera vez.
Ambas cosas -el espíritu de sabiduría y de revelación- deben servir al «conocimiento de
él». Naturalmente sólo puede significarse aquí un conocimiento profundo. La palabra usada
es explicada una vez por el mismo Pablo en el sentido de «toda la riqueza de la plenitud de
la inteligencia» (Col 2,2), lo que viene a significar: toda la riqueza de una inteligencia que
produce una profunda plenitud interior.
CON-D:Ahora bien, en el lenguaje bíblico «conocer a Dios» no quiere decir nunca (como
entre los griegos) conocer la existencia o la esencia de Dios. Se refiere fundamentalmente a
conocer la actuación de Dios, los caminos de Dios, la voluntad de Dios. Y esto no con una
concepción fría y objetiva, sino con un conocimiento que es más propiamente
«reconocimiento» y comprensión amorosa 9. Y así aquí el «conocimiento de Dios» es
solamente una fórmula abreviada de todo lo que a continuación se presenta como objeto del
conocimiento: la actuación de Dios, sobre todo respecto a nosotros.
...............
7. Cf. Flp 2,7.11; Col 1,15; 2,9; Rm 9,5.
8. Compárese cómo el pensamiento en la gloria de Dios empuja ya a Pablo en su momento de orar: 3,16; Col
1,11.
9. Cf. Jr 2,8; 9,5; 22,16.
...............
...18 iluminados los ojos de vuestro corazón, para que sepáIs cuál es la esperanza de su
llamada, cuál la riqueza de la gloria de su herencia entre los santos.
«Iluminados los ojos de vuestro corazón»: Cuando un semita habla de «corazón», quiere
con ello significar la sede de todas las facultades superiores, muy principalmente del
conocimiento. Pero para él, mucho más que para nosotros, conocer, sentir, querer e incluso
actuar forman un todo indivisible. Y así, a través de este rodeo, es correcta nuestra primera
y espontánea manera de entender la expresión de ojos «del corazón», refiriéndola a la
verdad profunda, que realmente no se da sin una colaboración activa del corazón, es decir,
sin amor.
¿Y qué tienen que conocer? Pablo ha oído hablar de la fe y del amor de los destinatarios de
la carta, y da gracias por ello. Pero ahora pide que se les conceda el pleno conocimiento de
la esperanza. La esperanza cristiana tiene en nuestra carta un papel preponderante. Ya al
principio del himno introductorio, produciéndonos no pequeña sorpresa, ha colocado en el
cielo «toda la bendición espiritual» con la que Dios nos ha bendecido. Y de esto mismo se
trata aquí nuevamente en primer lugar y con más detalles. Pero no se trata de las cosas que
hay que conocer, y que de hecho son archisabidas por el más simple de los creyentes; no se
trata propiamente de un saber, sino de un comprender hondamente, de un juzgar y valorar
en lo profundo del alma, de un dejarse aprehender por lo inefable, que se nos ha dado y que
nos aguarda.
Pablo habría podido decir: «cuál es la esperanza de nuestra llamada, cuál la gloria de
nuestra herencia». Sin embargo, dice: «cuál es la esperanza de su llamada y cuál la riqueza
de la gloria de su herencia». Es una pequeña diferencia, pero tiene su importancia: ¡qué
esperanza no será aquella a la que Dios mismo nos ha llamado, y qué herencia aquella que
es también herencia de Dios! Esto equivale a tomar a Dios mismo como punto de
comparación y de medida. Obsérvese la gradación, claramente perceptible en los dos
miembros de la frase, gradación que en el tercero se desarrolla aún más: así el pensamiento
de Pablo avanza y se robustece.
«...entre los santos». Para Pablo la gloria, hacia la que vamos, es una gloria esencialmente
comunitaria, y en esto precisamente consiste su felicidad. Con esto se confirma
maravillosamente aquello de que una alegría participada es una doble alegría. Así como en
la misma vida terrena de la Iglesia, piensa Pablo menos en los individuos que en el
conjunto, de la misma manera para él la felicidad del cielo es esencialmente un coro de
muchas voces llenas de júbilo.
...19 y cuál la extraordinaria grandeza de su poder con respecto a nosotros los que creemos,
según la medida de la acción de su poderosa fuerza, 20 que desplegó en Cristo
resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en los cielos, 21 por encima
de todo principado, potestad, y virtud, dominación y todo nombre que se nombre no sólo en
este «eón», sino en el venidero.
La tercera cosa, cuyo conocimiento pide el Apóstol, es para él tan grande, que no encuentra
suficiente una insistente acumulación de expresiones para referirse a «la extraordinaria
grandeza de su poder con respecto a nosotros los que creemos»; grandeza que se refiere a lo
que el poder omnipotente de Dios ha hecho en Jesucristo. Pero ¿cómo se pueden unir estas
cosas? ¿Cómo es posible que la acción de Dios, realizada de una vez para siempre en su
propio Hijo, sea la medida de su «poder con respecto a nosotros los creyentes»? Aquí
recurre de nuevo el pensamiento fundamental de 2,5ss: lo que el Padre ha hecho a Cristo, lo
ha hecho a nosotros los creyentes: pues al ser bautizados en la muerte y resurrección de
Cristo hemos recibido una comunidad de vida y de destino, que únicamente puede
producirse por la unidad vital de la cabeza y los miembros. Sólo desde esta perspectiva se
comprende que Pablo mida con la glorificación de Cristo la fuerza que Dios ha de
demostrar -por no decir que ya ha demostrado- con respecto a los creyentes.
Otra observación: aquí no se nos enseña nada nuevo; sólo se nos recuerda algo ya supuesto
previamente. El lector podrá quizá sorprenderse por la redundancia del lenguaje usado por
Pablo. Pero debemos recordar que para la sensibilidad religiosa del Apóstol la resurrección
del Señor y nuestra propia resurrección -futura, pero ya fundamentalmente comenzada- era
un pilar inamovible en su vida de fe. «Sentarle a su derecha en el cielo» es una expresión
bíblica para indicar con ella que Cristo, por su glorificación, ha sido introducido en el
ámbito del pleno señorío divino.
Algo extraño nos resulta leer aquí que la primacía de Cristo es concebida como una
supremacía sobre todas las potencias angélicas. Por primera vez se nombran en la carta
estas potencias, y volverán a aparecer hasta ser presentadas como potencias hostiles (6,11s).
De estas potencias se habla muy frecuentemente en las dos epístolas gemelas -a los
Colosenses y a los Efesios-, precisamente porque en la región de Éfeso se había iniciado un
falso culto a los ángeles y a las potencias, para menoscabar la validez universal de Cristo en
el plano de la salvación. Pablo habla aquí desde el punto de vista de sus adversarios, sin
tomar quizá posición respecto a la existencia de estas potencias. Mucho menos piensa en
clasificarlas o en exponer una angelología. La multiplicidad de jerarquías angélicas le viene
muy bien para destacar, con una plenitud literariamente expresiva, el único pensamiento
verdaderamente importante, o sea que Jesucristo, el glorificado, en todo caso domina todo
lo que hay y puede haber en la tierra y en la eternidad; lo conocido y lo desconocido, o sea
«todo nombre que se nombre»: cualquiera que fuese el sonido pomposo que intente cubrir
personalidades misteriosas: «principados, potestades, virtudes, dominaciones».
No creamos que, por tratarse de algo extraño y propio de aquella época, podamos
dispensarnos de la aplicación de este texto a nuestra condición actual.
¿Es realmente Cristo el único señor en nuestra vida? ¿No hay cosas y personas, que se
interponen entre Cristo y nosotros e impiden que «resulte Él el primero en todo»
(/Col/01/18b), como le corresponde? Ciertamente nosotros no admitimos que estas
potencias sean en nuestra vida más poderosas que Cristo, pero ¿no lo son cada vez más en
realidad?
22 Y lo puso todo debajo de sus pies, y a él lo dio, como cabeza sobre todas las cosas, a la
Iglesia, 23 que es precisamente su cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todos (o: que
lo domina todo en su plenitud).
Se trata de Cristo, elevado sobre todos los cielos y potencias. Para expresar esto, nuestro
pensamiento se va instintivamente a consideraciones y expresiones topográficas.
Esto tiene una consecuencia: mientras más alto y elevado pensemos a Cristo, más lejos se
nos irá. Sin embargo, ocurre todo lo contrario: precisamente por su elevación hace posible
aquella realidad misteriosa de la unificación corporal -en un sentido «pneumático» (lCor
15,44)- de la cabeza y los miembros. Así se explica que Pablo haga bajar de nuevo a Cristo
desde su altura celestial a nuestro nivel y nos lo muestre -con gran sorpresa nuestra-
presente en una zona definida de su universal dominio; ciertamente, en una zona vital: la
Iglesia, de la que él es la cabeza.
Cristo, cabeza de la Iglesia he aquí un concepto empleado ya por Pablo en sus cartas a los
Corintios y a los Romanos, donde se puede ver el desarrollo sucesivo de la idea. Pero en las
cartas de la cautividad (a los Colosenses y a los Efesios), escritas más tarde, este
pensamiento llega a ser dominante. La imagen de cuerpo se ha ido formando poco a poco;
la Iglesia como cuerpo de Cristo, teniendo a Cristo por cabeza, es la presentación más
perfecta de esta concepción. Así ha enseñado el Apóstol, a lo largo de su vida, a sentir y a
ver a la Iglesia. El texto, que comentamos, es uno de los testimonios más expresivos al
respecto.
La conexión con lo anterior se obtiene a través de la cita bíblica de 1,22: «Y puso todo
debajo de sus pies» (/Sal/008/07). Literalmente el salmo se refiere a la metáfora de un rey
que manifiesta su victoria poniendo el pie sobre el cuello del enemigo vencido. Con esto se
completa lo que en 1,19-21 se dice sobre el poder y la altura del Señor glorificado. Este
señorío se expresa de una manera condensada en la pequeña palabra «todo». Todo, el
conjunto total, en todas las zonas y regiones, sobre todo en el mundo invisible del espíritu,
lo ha sometido Dios a él. Es la misma expresión de la carta a los Hebreos: «Dios lo ha
sometido todo a él y no ha dejado nada que no se lo haya sometido» (2,8). En este pasaje se
amplía y se ilumina de nuevo la soberanía universal de Cristo en conexión con la
Iglesia.
Dios «lo dio como cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia». Esto quiere decir, en primer
lugar, que esta soberanía sobre todas las cosas la ejerce Cristo como cabeza de la Iglesia. La
Iglesia no está al margen del «todo» -de toda la realidad del mundo-, pero tampoco se
reduce a ser una parte de este conjunto cósmico, separada de él o incluida en él; sino que,
por el contrario, Cristo es cabeza de toda la realidad cósmica por ser cabeza de la Iglesia.
Su soberanía sobre todas las cosas la ejerce como cabeza de la Iglesia. Iglesia y mundo, la
superioridad espiritual de Cristo y su «soberanía» cósmica, son una misma cosa.
Pensamiento atrevido y robusto, en cuya profundidad hay que sumergirse para captar toda
su fuerza...
Dios ha hecho a Cristo no solamente Señor del universo, sino que le ha dado esta tarea en
calidad de cabeza de su cuerpo, la Iglesia. Este misterio penetra nuestra carta desde el
principio hasta el fin. En esta imagen se concentra la perspectiva de una verdad que iremos
considerando cuidadosamente en conexión con otros pasajes de la epístola. Con ello
también se dice que cabeza y cuerpo, Cristo e Iglesia forman una unidad indisoluble. Los
miembros de un cuerpo y su parte principal, la cabeza, son una unidad. El que está en la
Iglesia y fue llamado a ella y en ella bautizado, pertenece a Cristo tan íntimamente como la
mano o el corazón a su propio cuerpo. Una separación de la Iglesia, incluso un interior
alejamiento de su fuerza vital y del fuego de la gracia, es siempre también separación y
alejamiento de Cristo...
Aún más: la metáfora significa que la Iglesia está sometida a Cristo como a su cabeza. La
cabeza ejerce la soberanía; los demás miembros obedecen. De la cabeza proceden la
dirección y la guía. Y así como Dios ha dado al Señor el universo como ámbito de su
soberanía, así también lo ha puesto al frente de la Iglesia. El camino hacia esta altísima
gloria y dignidad pasó por la humillación. De la gloria a la humillación y de la humillación
a la gloria: éste es el camino del Redentor. Él es el Señor propio de la Iglesia, y toda la
dirección que en ella se realiza en palabra y obra por parte de los obispos y el papa, no es
más que una realización de la cabeza invisible. A él, Señor y soberano del universo,
ofrecemos nuestro acatamiento y nuestra humilde obediencia... La metáfora dice todavía
más: toda vida y crecimiento de la Iglesia viene de Cristo. La gracia, la vida, que circula
por el cuerpo, son vida y gracia de la cabeza. Allí está la fuente, el origen, el «sacramento
primario». El que entra en el torrente circulatorio de esta vida, o sea en la Iglesia, será
constantemente alimentado, fortalecido, fecundado y vivificado por esta cabeza, para crecer
en todos sentidos en servicio de los otros, para edificación y plenificación, cada vez mayor,
de todo el cuerpo...
En una palabra: la lglesia como cuerpo visible es la manifestación de la cabeza invisible, o
sea «Cristo visible» en este mundo. Y siendo la Iglesia el cuerpo de Cristo, tiene la misma
tarea que hubo de cumplir el cuerpo físico de Cristo en su vida terrena: ser instrumento
visible para introducir en el mundo invisible. En los miembros y en el organismo visible de
la Iglesia en el mundo se debe ver y experimentar lo que es su misterio íntimo, únicamente
accesible a la fe. Un miembro en la Iglesia, un hombre «en Cristo» y la Iglesia como
totalidad: he aquí la personificación y la presencia visible del Señor invisible. Pero esta
soberanía de Cristo no puede vivirse en un contexto de poder o de juego de fuerzas
políticas, sino como soberanía sobre el mal en sus múltiples formas. ¡Qué tarea y
responsabilidad para cada miembro de la comunidad y para toda la Iglesia! Al lado de esta
definición de la Iglesia hay una segunda, que no es nada fácil de entender: (la Iglesia), «que
es precisamente su cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todos». ¿Qué significa esto:
la Iglesia es la plenitud de Cristo? Se podría entender así: la Iglesia es su «plenitud»,
porque es llenada por Cristo, regalada y gobernada por él. Pero también así: la Iglesia es su
«plenitud», porque ella misma le da a él toda su plenitud, haciendo de Cristo un Cristo
perfecto. Ambas interpretaciones dan un sentido profundo y contienen verdad. Pero la
cuestión es saber lo que san Pablo quiso realmente decir.
La segunda explicación parece estar más cerca del concepto «cuerpo de Cristo»: la Iglesia
es llamada aquí «plenitud» en concepto paralelo con «su cuerpo». La cabeza sin los
restantes miembros no forma un todo completo e incluso necesita de ellos para alcanzar la
plenitud corporal; igualmente la lglesia, como cuerpo, forma juntamente con la cabeza el
Cristo total 10. Así lo han entendido muchos padres en la antigüedad, y muchos
comentadores modernos.
La primera explicación, no obstante, parece más acertada: en Cristo se contiene la plenitud
de la Iglesia, plenitud que se deriva de aquel que lo llena todo en todos (los miembros).
Aquí resalta más la posición supereminente de Cristo. En la carta a los Colosenses se dice
expresamente en dos pasajes que en Cristo habita la plenitud (de Dios): «...pues en él tuvo a
bien recibir toda la plenitud» (1,19), y más adelante: «pues en éste reside toda la plenitud de
la deidad corporalmente» (2,9). Así aparece Cristo como cabeza de la Iglesia, lleno de toda
la riqueza y fuerza vital de Dios, de una manera incomparable y única. En calidad de tal, es
él también la plenitud de la Iglesia, que participa de esta riqueza y es llenada por él hasta el
tope; a esto se refiere Pablo cuando sigue adelante en el pasaje últimamente citado: «...y
vosotros habéis sido llenados en él» (Col 2,9), en él tenéis la capacidad de participar en esta
completa plenitud divina.
¡Qué maravillosa visión de la Iglesia! Tres grandes círculos de ideas se entrecruzan: Cristo
plenitud, Cristo cabeza de la Iglesia, Cristo cabeza del universo: su dignidad de Dios, su
significación para la Iglesia y su posición soberana en el universo están íntimamente
ligadas entre sí. De este modo, nuestra Iglesia corporal en nuestro pequeño mundo viene a
ser como una plataforma, de la que parte Cristo y de la que se sirve para llevar a su plenitud
a toda la creación y realizar de ese modo el «misterio de su voluntad», o sea: «recapitular
todas las cosas en Cristo, las que están en los cielos y en la tierra, en Él» (1,10).
Así pues, todo el universo está proyectado hacia Cristo, pero la Iglesia es como el espacio,
en el que se ejerce propiamente la soberanía de Cristo, se reconoce y se proclama. Nada que
signifique progreso -material, social, científico o cultural- puede permanecer extraño a esta
misión consagradora de la Iglesia. Y ningún miembro de la Iglesia puede sustraerse a tener
una parte, por modesta que sea, en esta inmensa tarea.
Un cristiano no puede menos de actuar como tal en el pequeño mundo que está a su
alcance: ahí debe realizar la soberanía de Cristo (Col 1,18). Y así cada pequeño mundo se
convierte en un foco de irradiación, y con la fuerza de irradiación concentrada de todos
estos pequeños mundos se va realizando la penetración de Cristo en todo el universo.
...............
10. «Plenitud», así entendida, impulsa a entender lo siguiente de Cristo, «que en todo
extremo es llenado en todo» (pasivo) o «que en todo extremo se llena en todo» (medio).
(_MENSAJE/10.Págs. 5-53)
Los diez versículos siguientes podríamos llamarlos con razón «la pequeña carta a los
Romanos». El mensaje fundamental de la carta a los Romanos puede resumirse así: 1.°
Extensi6n del pecado a toda la humanidad, paganos y judíos; 2.° la salvación por la pura
gracia de Dios en Cristo Jesús; 3.° atribuida por medio de la fe; 4.° a la exclusiva gloria de
Dios. Esto es precisamente lo que encontramos aquí condensado en los diez versículos de
los que nos vamos a ocupar inmediatamente.
...1 Y a vosotros, que estabais muertos por vuestras culpas y pecados, 2 en los que a la
sazón caminabais según el eón de este mundo, según el príncipe de la potestad del aire, el
espíritu que actúa ahora entre los hijos de la desobediencia...
Según Pablo la humanidad se divide en dos grupos, por muy desiguales que sean en número
y magnitud: judíos y gentiles. No se trata de un nacionalismo de vía estrecha, en el que
hubiera caído el judío Pablo. Es Dios el que ve así a la humanidad, Dios para quien no
cuenta el número y la masa. Por su elección especial y por el misterio de su misión este
pequeño pueblo escogido por Dios sirve de contrapeso al mundo pagano, por innumerables
que sean sus pueblos. Esta división fundamental sirve de base a Pablo para diferenciar a
judíos y gentiles.
Pero, mientras en la carta a los Romanos, Pablo describe minuciosamente el estado de
pecado entre gentiles y judíos, aquí se contenta con destacar en ambos el fundamento y la
fuente de su antigua esclavitud respecto al pecado.
Los étnicocristianos estaban en otro tiempo al servicio de poderes enemigos de Dios.
Eran, por decirlo así, ciudadanos pleno iure en el reino del príncipe de este mundo,
instrumentos arbitrarios de su odio profundo hacia Dios, aspecto éste del pecado que, a
pesar de olvidarse frecuentemente, merecería una reflexión muy seria.
Con un lenguaje, para nosotros desacostumbrado y condicionado por la época, se dice aquí
de Satán que actúa en el eón de este mundo. La palabra «eón» tiene muchas significaciones:
eternidad, época histórica, espacio histórico, espacio aéreo. Aquí hay que suponer una
significación especial, que no podemos explicar con plena seguridad.
Con esta palabra se indica algo que nosotros llamaríamos, de manera muy imperfecta, el
espíritu del tiempo; pues en el concepto «eón» se contenía, para el mundo de los
destinatarios de la carta, algo de eterno, personal e incluso divino. Cuando aquí se trata del
eón del mundo o, más bien, del mundo como eón, no es el mundo como realidad visible, ni
tampoco se insinúa una especial significación o perspectiva del universo. Es un uso,
totalmente particular, de la palabra «mundo», considerado como un ser soberano por sí
mismo, que se basta a sí mismo y que, por ello, prácticamente se enfrenta con Dios. «Eón
de este mundo» quería, por tanto, decir: un poder satánico y antidivino que empuja a
considerar al mundo como Dios y a adoptar ante él la actitud consiguiente.
SAS/AIRE:Por debajo de él está realmente, como fuerza propiamente impulsora, Satán,
«el príncipe de la potestad del aire». El aire (incluso el cielo), concebido como la zona
inferior de la atmósfera, era considerado como la zona residencial de los malos espíritus.
Esta situación «elevada» los coloca en una actitud superior, y, en su calidad de invisibles e
inalcanzables, los hace doblemente peligrosos. Tienen un señor que manda sobre ellos. Es
Satán. Podemos podar esta concepción del follaje mítico de la época, y nos encontramos
ante una gran verdad: Dios tiene en Satán un adversario (aunque en plano inferior), y este
adversario tiene poder en el mundo, y en la guerra entre Dios y Satán se trata precisamente
de los hombres.
Todavía queda una tercera denominación: «del espíritu que actúa ahora entre los hijos de la
desobediencia...» Es el mismo Satán, aunque no deja de ser extraño que, por las exigencias
gramaticales, haya que igualarlo con el aire, de cuyo dominio se venía hablando.
El príncipe de este mundo domina y define el aire, es decir, la atmósfera en que los
hombres viven.
Esta atmósfera es su arma eficaz y peligrosa, y sabe muy bien servirse de ella. Es el aire, al
que los «hijos de la rebelión» se entregan incondicionalmente. Es el aire, en el que la
cristiandad de origen pagano tiene que vivir. Es esa atm_sfera, con la que el «príncipe de
este mundo» presenta al hombre la realidad como eón, como algo soberano que sólo
obedece a su propio mecanismo de leyes y viene finalmente a reemplazar al mismo Dios. El
hombre, que incurre en ello, se pone como fin y meta de su vida a este mundo satánico, así
entendido. Introduce el pecado y el mal en su propio corazón, que llegan a tomar
incremento y a poner un dique al primitivo impulso del hombre hacia el bien. Y así al final
viene éste a convertirse en esclavo del príncipe de las tinieblas y cosecha la muerte («que
estabais muertos por vuestras culpas y pecados»). Éste es el pasado tenebroso que los
étnicocristianos no deberían olvidar; el oscuro subsuelo, sobre el que puede proyectarse la
luz de la salvación con redoblada fuerza, fuente de una duradera y siempre renovada alegría
y de un agradecimiento desbordante.
3 Entre los cuales (¿los pecados o los hijos de la rebelión?) también nosotros todos
vivíamos entonces según las concupiscencias de nuestra carne; cumplíamos los deseos de la
carne y de los impulsos y éramos, por naturaleza, hijos de ira exactamente como los otros.
Otra vez vuelve el Apóstol a la raíz del pecado. Pero aquí, como se trata de los que antes
eran judíos, no predomina la perspectiva del engaño seductor del mundo y de los poderes
satánicos que se sirven de aquél. Pues el judío conoce los caminos de Dios, conoce su
voluntad expresada en la ley. Mas bien sucumbe a las fuerzas subsidiarias, que para el
mundo y Satán representan las tendencias íntimas del hombre, y que aquí se llaman «las
concupiscencias de nuestra carne».
CARNE: Pero para Pablo el concepto «carne» tiene mayor extensión de lo que nosotros a
primera vista entendemos, cuando hablamos de los pecados de la carne. Carne es para san
Pablo todo el hombre, en cuanto que -abandonado a sus propias fuerzas-, como hijo y
heredero del primer padre caído, «está inclinado al mal desde su juventud» (Gén 6,5).
¿Dónde está la debilidad radical de este hombre? Sencillamente en que, por su propio
natural, no es consciente de su absoluta e impensable dependencia de Dios. Y así tiene
siempre la tentación de convertir al propio yo en medida, instrumento y meta de todo su
pensar, su querer y su hacer. Por eso podemos definir la «carne» en sentido paulino como el
egoísmo natural del hombre caído. Y siendo esta adhesión al yo la infraestructura de todo
pecado, será bienvenido todo lo que nos pueda ayudar a buscar sólo a Dios y a Cristo y a
servirlos en nuestra vida.
«...por naturaleza, hijos-de-ira» significa aquí claramente la imposibilidad natural de evitar
el pecado y escapar a la ira de Dios con las solas fuerzas de la naturaleza caída. Y si,
siguiendo más adelante, nos preguntamos cómo se ha llegado a este «estado natural»,
tendríamos que recurrir a la doctrina del pecado original. En una palabra, gentiles y judíos,
toda la humanidad, están sin salvación bajo el dominio del pecado. Pero ¿es correcta esta
descripción? Prescindiendo de la Inmaculada, ¿no nos da la Escritura testimonio de la santa
vida de una Isabel, de un Zacarías, de un Juan Bautista? Y el mismo Pablo ¿no escribe
sinceramente que, cuando era fariseo, vivía «irreprensible» en la observancia de la ley
divina (Fil 3,6)? ¿Cómo considera ahora a todos las demás hijos de ira, que han vivido
«según las concupiscencias de la carne»? La respuesta es ésta: aquí, como más
expresamente en la carta a los Romanos, parece como si Pablo, para probar la universalidad
del pecado humano, sacara un argumento de la experiencia y de la historia.
Pero un «argumento» así no es naturalmente posible, y en el fondo Pablo no se demora
mucho en ello. Él parte siempre de la revelación. Por ella sabe que sólo en Cristo Jesús está
la salvación para todos. No hay ningún camino, fuera de Él, que lleve a la salvación.
Por eso concluye lógicamente: luego todos están necesitados de redención, luego «todos
han pecado y están privados de la gloria de Dios» (/Rm/03/23). Esta es la verdad revelada
que Pablo aquí -y mucho más en la carta a los Romanos- amplía retóricamente, al describir
a todos como esclavos del pecado. Aquí, como muchas veces en la Sagrada Escritura, hay
que distinguir entre la verdad que el hagiógrafo quiere expresar, y la manera como lo hace.
Pablo ha señalado el fondo tenebroso. Esto lo hace adrede. Cree que es muy importante que
a sus fieles les quede muy grabada en la conciencia su situación inicial, una situación
humanamente sin perspectiva. Y es muy comprensible: sin conciencia de pecado no hay
necesidad de salvación, sin necesidad de salvación no hay alegría de redención, sin alegría
de redención no hay verdaderamente un alegre mensaje.
Si con nuestra palabra y nuestra vida no traemos a los hombres alegría, paz, felicidad, le
falta entonces a nuestro cristianismo y a nuestro mensaje fuerza de penetración. Esto
explica por qué san Pablo insiste tanto en nuestra situación inicial, humanamente hablando,
desesperada; y esto con razón tanto mayor cuanto que anteriormente ha hablado con
entusiasmo de las vicisitudes del gran don que Dios nos ha hecho en Jesucristo.
La situación inicial de paganos y judíos ha quedado descrita: perdición sin remedio. Ahora
viene el viraje repentino: «Pero Dios...»: sí, sólo Él puede aquí ayudarnos y lo ha hecho
realmente. Pero téngase en cuenta cómo cada palabra del Apóstol subraya el carácter
marcadamente gratuito de esta intervención divina: «Dios, que es rico en misericordia»,
«por el mucho amor», «muertos como estábamos». No es ésta simplemente una muerte que
consiste en la falta de vida; sino una muerte que consiste en la separación de Dios, en la
enemistad con Él. Es la misma idea expuesta en la carta a los Romanos: «Dios nos
demuestra su amor en el hecho de que Cristo murió por nosotros cuando aún éramos
pecadores... Cuando aún éramos sus enemigos, nos ha reconciliado por la muerte de su
Hijo» (/Rm/05/08s).
A decir verdad, en nosotros no había nada que pudiera «estimular» el amor de Dios. Pero
así es precisamente el amor de Dios: no necesita, como el amor humano, el aliciente de la
amabilidad del objeto. El amor de Dios crea la amabilidad de su objeto. Uno no es amado
por Dios porque sea amable, sino que es amable porque es amado por Dios. «Nos ha
vivificado con Cristo». Al pronunciar estas palabras, de tal manera se apretujan en la mente
de Pablo las impensables hazañas de Dios (encarnación, crucifixión, resurrección y el
bautismo cristiano como participación de todo esto), que llega como a perder el hilo de su
pensamiento. Tiene que interrumpirse (cosa en él frecuente), pero aquí con una llamada de
atención incidental (cosa en él muy rara): lo que bulle en su interior pugna por salir fuera, y
no puede menos que sacudir la atención de sus lectores, para empujarlos hacia el objetivo,
en que para él descansa todo: «por gracia habéis sido salvados».
«Salvados». Hay que haberlo vivido. Hay que haber sido literalmente arrancado de una
muerte segura, para comprender en la más íntima fibra del propio ser lo que significa
«salvado», aun cuando no fuera más que en esta pobre y corta existencia terrena. Si
queremos que la palabra de Dios se convierta para nosotros en una vivencia, hemos de
intentar bucear en la escuela de las experiencias de la vida, con las que los conceptos
descarnados e incoloros adquirirán una nueva luz. Éste es el caso de la vivencia de la propia
salvación. La vida está llena de parábolas, y Jesús con su lenguaje parabólico nos ha
enseñado a valorar la vida de cada día a la luz del mensaje de Dios.
Esto por lo que se refiere a la expresión «salvados». Pero el énfasis particular de la llamada
incidental del Apóstol no está ahí, sino en la expresión «por gracia». Esto es lo que
preocupa a Pablo en primer plano. Es el pensamiento fundamental y orientador de su ya
larga lucha por un Evangelio liberado de la ley. «...y nos ha resucitado con él y nos ha
hecho sentar en los cielos, en Cristo Jesús». He aquí una audaz e inaudita visión de la
realidad cristiana, de la que hemos tenido ya ocasión de hablar. Nuestra cabeza está elevada
sobre todos los cielos a la derecha del Padre, nuestra cabeza, cuyos miembros somos
nosotros y que con ella formamos un cuerpo, aún más un hombre («uno», Gál 3,28). En ella
también hemos sido glorificados. Hay algo que nos separa de esta realidad fundamental,
siendo así que nuestra efectiva participación en la gloria de Dios es todavía una mera
esperanza; pero tenemos la garantía del Espíritu Santo, poseído ya por nosotros, y que es la
«prenda de nuestra herencia» (1,14). Esto, para la fe de san Pablo, quiere decir ser cristiano.
b) Para alabanza de la gloria de su gracia (2,7).
...7 para mostrar en los siglos venideros la extraordinaria riqueza de su gracia por su bondad
hacia nosotros en Cristo Jesús.
8 Por la gracia habéis sido salvados mediante la fe; y esto no proviene de vosotros: es don
de Dios, 9 no de las obras, para que nadie se gloríe.
Otra vez el pensamiento dominante: «por la gracia». Sin embargo, aquí Pablo añade
«mediante la fe». ¡Finalmente tenemos al menos algo de parte del hombre: la fe! Es verdad,
pero en definitiva ¿qué es creer sino renunciar a sí mismo y dejar que entre Dios? Creer no
significa propiamente «hacer» algo; no es una «obra» del hombre. Creer quiere decir
recibir, aceptar, lo que Dios da; aceptar en cierto sentido con los ojos cerrados. Porque creer
implica renunciar a querer ver con los propios ojos y decir que sí en consecuencia; creer es
ver con los ojos de otro, con los ojos de Dios que revela.
Aún más: si alguno pensara que esta «renuncia», esta disponibilidad, pudiera concebirse
como una «prestación» del hombre, Pablo le sale al encuentro cortando también esta
posibilidad de «gloriarse»: «Y esto no proviene de vosotros; es don de Dios». Pablo se
refiere sin duda a la fe. Y añade -refiriéndose a toda la obra de salvación, o mejor a toda la
adquisición de la salvación- «no de las obras, para que nadie se gloríe». Aquí está Pablo de
cuerpo entero, como aparece en las «grandes» epístolas: el celoso abogado del «a Dios solo
la gloria», el abogado de Dios frente a las pretensiones, que el hombre (el puro hombre)
pudiera o quisiera hacer valer frente a Dios.
¿Qué es este «gloriarse», que hay que excluir a toda costa? Es aquella postura íntima del
hombre que quiere afirmarse a sí mismo, vivir no de lo que recibe, de la gracia de otro, sino
de lo que él mismo crea, sabe y es. Es el hombre que tiene tendencia a la propia gloria,
desde que los primeros padres quisieron ser «como Dios», crear por sí mismos su felicidad
y no tener que deberle nada a nadie. Esto es lo que hace el judío educado en la escuela de
los «escribas y fariseos»: se inclina meticulosamente sobre la ley, la cumple con grandes
sacrificios, y así viene a ser él mismo el que gana la salvación. Ya puede presentarse ante
Dios, referirse a su palabra y hacer valer sus propios derechos. Pablo sabe todo esto muy
bien; él mismo lo ha vivido intensamente. Aquí no hay lugar para la salvación mediante
otro. Este es el trasfondo que explica por qué Pablo arremete con tanta pasión contra ese
gloriarse del hombre.
«...no de las obras». Por «obras» entiende Pablo lo que el hombre hace siempre por sí e
independientemente de la gracia de Dios. Y por muy pequeño que fuera el paso que diera
en dirección a Dios y a la salvación, tendría ya de qué «gloriarse» ante Dios; pensamiento
intolerable para Pablo. Sería sencillamente destruir, aunque fuera en pequeña medida, la
gracia de Dios y la cruz del Señor, «que me ha amado y se ha entregado por mí» (Gál 2,20).
La mejor sabiduría del Apóstol está inspirada por el amor, y por un amor ardiente. Y su
confesión de fe es ésta: «Iniciativa de Dios es vuestra existencia en Cristo Jesús, el cual -
por iniciativa también de Dios- se ha convertido en nuestra sabiduría, nuestra justicia,
nuestra santificación y nuestra redención; y así, como dice la Escritura, "quien se gloría,
gloríese en el Señor"» (ICor 1,30s; cf. Rom 3,27). Así pues, la fe no es una «obra» en el
sentido paulino de la palabra, sino un don de Dios.
10...en efecto, de Él somos hechura, creados en Cristo Jesús para las buenas obras que Dios
preparó de antemano para que en ellas nos ejercitásemos.
Todavía no hay bastante. Todo hasta ahora ha girado en torno a la idea de que sólo a la
gracia de Dios podemos agradecer nuestra salvación. Hasta aquí se trata solamente de la
«primera» salvación, la llamada a la fe y su realización en el bautismo. Pero ahora se
amplía el horizonte, y el mismo principio «la salvación por la gracia» se aplica a toda la
vida del bautizado; y por fin se habla de las buenas obras del hombre. Pero la introducción
de este discurso sobre las buenas obras sigue la misma linea: «De Él somos hechura,
creados para las buenas obras, que Dios preparó de antemano». Aun con toda nuestra vida
cristiana somos los nuevamente creados en Cristo Jesús, y nuestras buenas obras son obras
de la gracia. Parece como si Pablo concibiera la vida del cristiano como un caminar a través
de unos raíles previamente preparados. Detrás de esta violenta concepción podemos rastrear
quizá cierta angustia, que domina al Apóstol, cuando habla de las buenas obras; angustia
frente a la posibilidad de que este camino se pudiera todavía convertir en aquel gloriarse del
hombre, que destruye la gracia de Dios.
«...que Dios preparó de antemano». Aquí tenemos una expresión singularmente fuerte, tras
la cual se oculta un insondable misterio: el misterio de la concurrencia de la libre voluntad
del hombre y de la acción de la gracia divina. Las escuelas teológicas, dentro de la Iglesia,
han luchado mutuamente con intención de esclarecer el misterio; pero el resultado ha sido
prácticamente nulo. Hay dos verdades seguras: 1ª. Dios es la causa universal; 2ª. el hombre
es libre y responsable. Dos verdades que, dentro de la Iglesia, nadie pretende negar. Pero el
acento se puede poner más sobre una que sobre otra, como realmente acontece en las
«escuelas» de los dominicos y de los jesuitas. El protestantismo acentúa la actuación
universal de Dios hasta negar la libertad. Nosotros los católicos nos inclinamos más hacia
lo contrario, y llegamos, al menos en la práctica (no en teología), a la proximidad de una
doctrina errónea que ha sido condenada solemnemente por la Iglesia.
Hay muchos, en efecto, que presentan así la colaboración entre la gracia y la libertad: yo
pongo la buena voluntad y Dios añade su gracia; y así se llega a la buena obra.
Exactamente éste es el error común, pues en este caso tendría el hombre la iniciativa. Pero
realmente la iniciativa la tiene siempre y en todas partes Dios. San Pablo escribe
inequívocamente a los filipenses: «Dios es el que obra entre vosotros el querer y el obrar»
(/Flp/02/13). Es lo mismo que se dice en nuestro texto: «Creados para obras buenas a las
que Dios nos preordenó».
Tomar en serio esta verdad sería sin duda una manera de acercarnos a nuestros hermanos
protestantes, precisamente en algo que los afecta muy íntimamente. Su lema fundamental es
éste: la gracia sola, y por ello la fe sola, para que toda la gloria sea para Dios solo. Nadie
niega que con este lema nos encontramos en el núcleo de la revelación cristiana (eso sí, la
expresión «sola» puede ser entendida heréticamente y de hecho lo ha sido). La teología
católica hace plena justicia a esta doctrina de la revelación. Pero quizá queda demasiado
teórica; es como si tuviéramos miedo del misterio de la gracia.
Realmente, no podemos negar tampoco que es muy fácil entender mal esta doctrina y caer
en el quietismo o fatalismo que deja que todo siga, sin hacer uno nada por ello. Pero lo
admirable es que Pablo está muy lejos de pensar así. Todo lo contrario: con franca audacia,
aparentemente paradójica, propone precisamente a los filipenses esta causalidad universal
de Dios como motivo y aguijón para una acción marcadamente personal: «Trabajad con
temor y temblor en la obra de vuestra salvación, pues Dios es el que obra en vosotros el
querer y el obrar, para que podáis complacerle» (/Flp/02/12b-13).
Para resumir podemos dejar esto por sentado: 1.° Dios obra en nosotros la buena voluntad;
2.° este obrar de Dios en nosotros tiene como finalidad (y resultado) el poderle agradar; 3.°
esta causalidad universal de Dios puede y debe servirnos de motivo para obrar nuestra
salvación «con temor y temblor», o sea con santo ahínco y al mismo tiempo con plena
seguridad de estar obrando nuestra salvación. Es como si el Apóstol quisiera precavernos
de una sola cosa: ¡no frustréis la obra de Dios en vosotros! Este sería, según Pablo, el caso
de los que se descuidaran en el esfuerzo moral. Así pues, ya sabemos lo que significa haber
sido creados «en Cristo Jesús para las buenas obras, que Dios preparó de antemano para
que en ellas nos ejercitásemos.»
.......................................
11 Por eso, acordaos que entonces vosotros, los gentiles en la carne, los llamados
incircuncisos por la sedicente circuncisión, hecha con la mano en la carne, 12 estabais a la
sazón sin Cristo, privados de la ciudadanía de Israel y extraños a las alianzas de la promesa,
sin tener esperanza y sin Dios en el mundo.
13 Pero ahora, en Cristo Jesús, vosotros, los que una vez estabais lejos, os habéis puesto
cerca en la sangre de Cristo. 14 Pues El es nuestra paz, el que de dos pueblos ha hecho uno
solo, puesto que ha destruido el muro de separación, la enemistad; 15a en su carne ha
abolido la ley de los mandamientos formulados en ordenanzas...
Lejos-cerca. Es curioso observar que Pablo no cita el punto de referencia para esta lejanía y
cercanía, sino que simplemente dice «lejos» y «cerca», refiriéndose sin duda al texto de
Isaías: «Paz a los que están lejos y a los que están cerca, dice el Señor» (Is 57,19). En este
pasaje del profeta se hace referencia a los miembros del pueblo escogido, tanto alejados de
Dios como cercanos a él. Para Pablo aquéllos son los gentiles y éstos los judíos. La lejanía
es, pues, aquella triste situación pretérita que Pablo ha descrito, que los étnicocristianos
nunca deberían olvidar (2,12): La lejanía de Dios, de la esperanza, de la promesa, de la
soberanía de Dios como espacio vital, de Cristo, que es el que nos aporta tantos beneficios.
Al tratar ahora de la cercanía y de la lejanía de Dios, podremos comprender lo que hay de
doloroso en la palabra «lejos» y lo que hay de alegremente hogareño en la palabra «cerca».
Lo primero que salta a la vista son las derivaciones de esta lejanía, sobre todo la lejanía del
pueblo de la elección concebida como separación en una enemistad profundamente
arraigada. Así se comprende que la vuelta de lo lejano a lo cercano se conciba como una
coalición de gentiles y judíos en un nuevo pueblo de hermanos. A esto se ha llegado por la
sangre de Cristo, «en Cristo Jesús». Cristo es en el nuevo orden de cosas algo así como el
espacio de la cercanía de Dios. El congrega a los miembros de su cuerpo, ya que sólo en
calidad de miembros se pertenecen unos a otros y pueden formar un cuerpo vivo.
Este ensamblamiento de gentiles y judíos en Cristo es la abrumadora realidad que ha tocado
hondamente la sensibilidad de Pablo. A partir de aquí, es como si no pudiera nunca cesar de
celebrar este misterio (2,11-22) y de alabar la gracia, a él concedida, de anunciar y realizar
este misterio (3,1-13).
«EI es nuestra paz»: así resume Pablo el tema que va a desarrollar. Sigue una serie
complicada de imágenes, que en parte parecen extrañas al asunto, y de pensamientos, que
se entrecruzan, no haciendo con ello nada fácil la explicación. No obstante, el pensamiento
principal -la paz entre judíos y gentiles- prosigue siempre limpiamente su camino.
En primer lugar se habla de lo que separa, o sea de lo que el pacificador tiene que quitar
para de los dos separados hacer uno solo. Se habla de un muro de separación, que, en
realidad, es una «enemistad». Se habla finalmente de la ley, con sus múltiples ordenanzas, y
que es considerada como el fundamento de esta enemistad, y que, por lo tanto, tiene que ser
desplazada.
Que esta enemistad era una realidad, lo atestiguan innumerables textos antiguos. El judío
no podía experimentar sino repugnancia frente a los incircuncisos. Sólo Israel había sido
escogido, y sólo él se había mantenido puro, al menos fundamentalmente, frente a las
abominaciones del mundo pagano: idolatría, lujuria y derramamiento de sangre inocente.
Frente a este mundo pagano, corrompido y corruptor, no había más que una defensa: la
separación, la separación exterior e interior; y una parte de esta separación era precisamente
la execración de este mundo. Para llegar aquí estaba sobre todo la expresa voluntad de
Dios, la ley, que con sus innumerables ordenanzas (principalmente sobre lo puro y lo
impuro) absorbía de tal manera la vida del judío observante que hacía imposible una
convivencia con el no judío.
Así se comprende también que este desprecio, esta acentuada actitud de privilegio entre los
pueblos, fuera correspondido con un fuerte odio por parte de los gentiles. En un mundo que
bajo el influjo de la filosofía estoica tendía precisamente a una común convivencia humana,
el judío, en su orgullosa singularidad, fue considerado como el «enemigo del género
humano» (Tácito) y tratado como tal. La ley era el baluarte que separaba. Una vez caída la
ley, la separación y la enemistad se suprimían.
J/LEY: Pero la ley venía de Dios y tiene como finalidad vincular al hombre con Dios por
medio del amor y de la obediencia. ¿Cómo podría suprimirse la ley, sin que en su lugar
reinara la anarquía? Dios encontró el camino. Suprimió la ley, haciendo que su Hijo la
cumpliera a satisfacción una vez por todas, no ya en sus prescripciones menudas, sino en
aquello que era el sentido y la intención de la ley: la obediencia y el amor. Así ocurrió,
hallando su máxima expresión en la crucifixión del Señor. Esto es lo que se quiere decir,
cuando en nuestro texto se escribe: «En su carne ha abolido la ley», o sea la ley formulada
en ordenanzas y prescripciones, no su sentido íntimo y duradero. Y Cristo ha cumplido esta
ley como segundo Adán, o sea para toda la humanidad. De ahora en adelante ya no hay más
que un camino para ir a Dios: entrar (por la fe y los sacramentos) en el cumplimiento de la
ley de Cristo, en su obediencia y su muerte por amor, consiguientemente, en su
resurrección y gloria. Esto, por otra parte, es suprimir la ley, pero de la manera más digna
de Dios y más feliz para la humanidad.
Aquí se trata de una nueva creación. Y esta nueva creación se rea}iza en Cristo. Él es el que
reúne en sí los dos bandos, para hacer de ellos «un solo hombre nuevo».
Verdaderamente es ésta una obra unificadora, que sobrepuja infinitamente a todo lo que
suene a paz, reconciliación y amor. De esta manera la paz y el amor quedan anclados en
bases firmes y seguras, como solamente podría hallarlas la sabiduría de Dios, efectuarlas la
omnipotencia de Dios y hacerlas realidad el amor de Cristo. ¡Los hermanos, antes
enemigos, y ahora «un hombre nuevo» en Cristo! ¿Qué de extraño tiene que venga la paz a
dominarlo todo? Por eso añade Pablo, como una especie de resonancia que repite el tema
dominante: «hacer la paz». El «hombre nuevo» es Cristo resucitado por el Espíritu (Rom
1,4), que ha cambiado su «cuerpo de carne» en un «cuerpo espiritual» (lCor 15,46), y lo ha
capacitado para permanecer él mismo y poder, no obstante, agregarse la multitud hasta
formar un solo cuerpo.
«...y reconciliar con Dios a unos y a otros, en un solo cuerpo mediante la cruz». Este «un
solo cuerpo» no puede ser más que el cuerpo crucificado de Jesucristo. En Él han muerto
judíos y gentiles, porque el que pendía de la cruz incluía como segundo Adán a toda la
humanidad. En un primer momento los hombres pertenecen a Cristo, segundo Adán, sólo
«de derecho». Para llegar a la unidad con Él, la unidad que salva y que dispensa amor, basta
corresponderle libre y espontáneamente en la fe y en el bautismo. Pero ello es ya posible, y
precisamente para todos. Esta es la buena nueva de paz que hay que proclamar en el
mundo.
... 17 y viniendo proclamó paz a vosotros los de lejos, y paz a los de cerca; 18 porque, por
medio de El, unos y otros tenemos acceso, en un solo Espíritu, al Padre.
Aquí uno se pregunta algo asombrado qué se quiere indicar con este «venir» y hasta qué
punto Cristo ha «proclamado» la paz. Ahora bien, Él, que era el autor de la obra, también la
ha proclamado, si no ya desde el principio, al menos después por su Espíritu. Los Hechos
de los apóstoles narran cómo el mundo pagano empezó a tener entrada en la Iglesia, sin
necesidad de pasar por la ley. Esto por una parte. Pero Cristo era el «mensajero del gran
designio» (Is 9,5) mediante sus enviados: «enviados de Cristo» los llama san Pablo (2Cor
S,20). Es interesante observar que aquí a Cristo se le ve desde lejos en sus enviados -o
mejor dicho a través de ellos- y por este cauce se recibe su mensaje.
Una vez más resume Pablo en qué consiste la paz de la que viene hablando: «porque, por
medio de Él unos y otros tenemos acceso, en un solo Espíritu, al Padre». Esta es la paz
entre judíos y gentiles: el destino común es el único Padre, el nuevo camino común es
Cristo solo, el Señor; la fuerza común es el Espíritu Santo, que, en su calidad de amor de
Dios, derramado en nuestros corazones, nos hace accesible el camino. ¿Y qué significa
esto, sino el acceso a la vida trinitaria amorosa de Dios mismo? Y esto se realiza (a base de
la eterna procedencia del Hijo respecto del Padre) precisamente en esta vuelta del Hijo al
Padre en el Espíritu Santo; vuelta, en la que ahora la humanidad toma parte
misteriosamente. Pero es muy interesante observar que aun este altísimo misterio no se trae
aquí a colación por sí mismo, sino como causa de la paz entre gentiles y judíos. Lo mismo
pasó antes con la reconciliación del mundo con Dios, ese punto capital de todo el
acontecimiento salvador; no se trataba del tema por sí mismo, sino en tanto en cuanto se
llevaba a feliz efecto en un cuerpo, y tenía así una eficacia aglutinadora. Con mucha
frecuencia las expresiones paulinas teológicamente más importantes se deben, no a una
intención doctrinal premeditada, sino quizá a una intención secundaria del autor.
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19 Así pues, ya no sois extranjeros ni meros residentes, sino que sois conciudadanos de los
santos y familiares de Dios, 20 edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas,
siendo su piedra angular Cristo Jesús, 21 en el cual toda construcción, bien ajustada, crece
hasla formar un templo santo en el Señor, 22 en el cual también vosotros sois coedificados
hasta formar el edificio de Dios en el Espíritu.
1 Por este motivo, yo, Pablo, prisionero de Cristo Jesús por vosotros los
gentiles... 2 Si es que habéis oído hablar de la economía de la gracia de Dios, a
mí concedida con respecto a vosotros: 3 cómo por una revelación se me ha dado
a conocer el misterio secreto (como os lo expuse antes en pocas palabras), 4 con
respecto a lo cual, mientras vais leyendo, podéis percataros de mi penetración en
el misterio de Cristo: 5 misterio que en otras generaciones no fue dado a conocer
a los hombres, como ahora ha sido revelado a sus santos apóstoles y profetas
según el Espíritu: 6 que los gentiles son coherederos, miembros de un mismo
cuerpo y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús...
Al llegar Pablo a estas alturas de su magnífica descripción de la obra salvífica de Dios,
desemboca en una oración por sus fieles pidiendo que puedan profundizar en el
conocimiento de la grandeza de lo que Dios les ha dado a través de Cristo. Es el mismo
tema de 1,18ss. Empieza con una fórmula, no muy corriente, pero cada vez más solemne,
que significa algo así como «por lo cual». Este comienzo es importante, pues su reaparición
en 3,14 demuestra que allí se inicia la oración que se proponía en nuestro pasaje (3,1) y
que se interrumpe súbitamente con un pensamiento interpuesto al que Pablo se aplica y
desarrolla a lo largo de doce versículos.
Para recalcar su proyectada oración ante sus lectores, subraya Pablo quién es el que
aquí ora: «Yo, Pablo, prisionero de Cristo Jesús por vosotros los gentiles.» Sí, él es
prisionero de Cristo Jesús. Aunque los guardias sean soldados romanos y unas cadenas de
hierro aprisionen su libertad, él sabe muy bien -y ello le consuela profundamente- que el
que en realidad lo ha aprisionado y al que él le ha entregado toda su libertad, es Cristo. Y si
Cristo ahora quiere que esté atado y preso exteriormente, también sabe que esto sirve para
la salvación de los gentiles, tarea que Cristo le ha encomendado.
Esto es lo que Pablo quería añadir. Se estaba hablando de la vocación de los gentiles,
pero en esta organización de la gracia de Dios, Pablo ocupa un lugar como ningún otro. El
es el instrumento elegido, por el que Dios llama a los gentiles. Los destinatarios de la carta
no conocían personalmente a Pablo, pero habrían oído hablar de aquel por medio del cual
les había llegado el feliz mensaje y la salvación.
Don de la gracia es para Pablo su vocación. Por eso no se cansa de agradecer una y
otra vez lo que él subraya fuertemente como una «gracia» (3,7s). Gracia, o sea algo
inmerecido, que procede de la libre elección de Dios y de su profunda misericordia.
Fundamento de todo su apostolado entre los gentiles es la revelación del misterio, que le
ha sido hecha. El «misterio» ya lo hemos encontrado en 1,9. Allí se trataba del «misterio de
la voluntad de Dios», consistente en recapitular el universo en Cristo: Todo «lo que está en
los cielos y lo que está sobre la tierra», y aquí en la tierra precisamente el mundo de los
gentiles. Esto para Pablo es equivalente a la búsqueda de la salvación no por la ley de los
judíos, sino por la fe.
Que a Pablo le haya sido dada por la revelación una comprensión del plan salvador de
Dios, lo pueden averiguar los lectores por lo que hasta ahora ha venido diciendo en elogio
de este mismo plan de salvación 13.
El descubrimiento del misterio es la gran gracia de la actualidad. El misterio era
desconocido por las generaciones precedentes, al menos con la claridad «como ahora ha
sido revelado a sus santos apóstoles y profetas». Naturalmente Pablo pertenece también al
grupo de estos «santos apóstoles» 14. Aquí «santo» posee el sentido primitivo de la
palabra: entresacado, escogido para una obra especial en el servicio de Dios.
Más consideración merece el hecho de que aquí Pablo asigna, con toda naturalidad, a la
pluralidad de apóstoles y profetas lo que pretendía tener como un privilegio único: o sea, el
ser los receptores inmediatos de esta revelación divina. Ahora hay muchos, y el misterio se
les ha «revelado», y precisamente «en el Espíritu». Pero un poco después aparece como si
fuera él el único enviado para los paganos.
Esta conciencia de su misión que tiene el Apóstol puede parecer tanto más extraña,
cuanto que se piensa en tantos otros que juntamente con él trabajaban en la misión de los
gentiles. Igualmente la revelación del misterio no puede considerarse como una cosa
especial y decisivamente única, ya que de hecho ha sido hecha «a los santos apóstoles y
profetas». Lo que a Pablo le da la conciencia de ser el apóstol de los gentiles, es lo singular
de su vocación y el consiguiente éxito, único en su especie, con el cual Dios lo ha
confirmado en esta vocación a través de los años, día tras día. Como tal apóstol de los
gentiles, en la forma en que se ha ido haciendo sucesivamente, habla Pablo: no como el
único, sino como el que ha recibido para ello más gracia que los demás. Pero hay más: a
partir de su segundo viaje misionero se quedó totalmente solo, recorriendo el vasto
itinerario bajo la dirección del Espíritu. Trabajaba solamente donde ninguno antes que él
había predicado. Nuevas tierras para Cristo iba buscando con su celo incansable, con la
plena conciencia de ser realmente el enviado de Dios, el instrumento de su gracia. Aunque
tras él hubieran venido muchos maestros y «pedagogos», aquellos cristianos sólo tenían un
padre, Pablo, que por primera vez les había transmitido la verdadera vida (ICor 4,15). Para
ellos sabía Pablo que era el «apóstol de los gentiles». En nuestro caso se extiende esta
conciencia aun a aquellos que por primera vez fueron ganados para el evangelio mediante
alguno de sus discípulos, como mano larga del Apóstol (Col 2,1).
Finalmente se dice clara y llanamente en lo que consiste el misterio, que a Pablo y a «los
santos apóstoles y profetas» se les ha revelado en el Espíritu: «Los gentiles son
coherederos, miembros de un mismo cuerpo y copartícipes de la promesa en Cristo Jesús».
De esto se ha venido tratando previamente. Y tan notable es la cosa, que el Apóstol se
siente empujado a exponer la misma verdad en un aspecto siempre nuevo: ha quedado
suprimida toda diferencia y separación. Los antiguos judíos y los antiguos paganos, al
entrar en el único cuerpo de Cristo que los comprende a ambos -la Iglesia-, han sido
colocados en absoluta igualdad de derechos; idea que subraya, repitiendo, en el texto
griego original, tres veces el prefijo syn (= con).
«Coherederos» son los gentiles en su calidad de hijos del único Padre y hermanos de
Jesucristo. Igualmente participan en la promesa que fue dada al pueblo escogido (hasta tal
punto, que ello constituía su propia razón de existir como tal pueblo). Y todo esto, porque
ahora los gentiles son «miembros de un mismo cuerpo», como los israelitas. Pablo lo
expresa con el término griego synsoma. Tuvo que crear esta palabra: la cosa totalmente
nueva que quería decir, necesitaba un nombre nuevo.
...............
13. Claramente se alude a 1,3-14; y después, en sentido estricto, al capitulo 2.
14. En la designación «santo» no hay que intentar escuchar la voz «insidiosa» de una segunda generación que
mira hacia atras. Poco despues el mismo Pablo se llama a si mismo el menor de todos los «santos».
...............
...(los gentiles son coherederos...) 7 por medio del evangelio, del cual yo he sido
constituido ministro según el don de la gracia de Dios, a mí concedida según la acción de
su poder: 8 a mí, el menor de todos los santos, se me ha dado esta gracia: anunciar a los
gentiles la insondable riqueza de Cristo, 9 y hacer patente cuál es la dispensación del
misterio escondido, desde la eternidad, en Dios, que creó todas las cosas; 10 para que se
dé ahora a conocer a los principados y potestades en los cielos, por medio de la Iglesia, la
multiforme sabiduría de Dios 11 según el designio eterno que ha realizado en Cristo Jesús,
Señor nuestro, 12 en quien, mediante la fe en él, tenemos la seguridad y el acceso en
confianza. 13 Así que os ruego no decaigáis de ánimo en mis tribulaciones por vosotros, ya
que ésta es vuestra gloria.
«Ministro (del evangelio) según el don de la gracia de Dios, a mí concedida según la
acción de su poder». Pablo intenta expresar con una rara acumulación de detalles lo que a
primera vista nos parece a nosotros sencillo. Pero la manera como Pablo se expresa,
demuestra que esta vocación suya a la proclamación del evangelio entre los gentiles
significa para él algo imponderable, algo grande que apenas se puede explicar. Ve en ello
primeramente un don gratuito de Dios, y al intentar valorar este don lo hace con la misma
expresión prolija que en 3,2: «Don de la gracia de Dios, a mí concedida.» A través de estas
palabras podemos rastrear, la honda sensibilidad que las ha inspirado.
«...concedida según la acción de su poder». Siempre que en san Pablo aparece esta
palabra «poder» (dynamis), es que está cerca la idea de la resurrección. Así ocurrió en
1,l9s: debemos reconocer «cuál es la extraordinaria grandeza de su poder... según la
medida de la acción de su poderosa fuerza que desplegó en Cristo resucitándolo de entre
los muertos». Y este poder de Dios, que resucita a Cristo de entre los muertos, se llama
sencillamente en aquel texto «la extraordinaria grandeza de su poder con respecto de
nosotros, los que creemos». La fuerza, que ha resucitado a Cristo de entre los muertos,
sigue actuando al crear una vida de resurrección en los que por la fe y el bautismo en la
muerte y resurrección de Cristo han entrado en el ámbito de esa muerte y resurrección. Y
como esto se realiza por la fe -por el evangelio-, puede muy bien Pablo decir de este
evangelio que es «el poder (dynamis) de Dios para salvación de todo el que cree,
empezando por el judío y acabando por el gentil» (Rom 1,16). Así se comprende lo que
Pablo quiere decir, cuando de una manera sorprendente afirma que el servicio del
evangelio como gracia de Dios se le ha comunicado «según la acción de su poder». El
Apóstol se ve a sí mismo, por su vocación a la proclamación del evangelio, comprometido
en aquel gran movimiento de la acción poderosa de Dios, que resucitó a Cristo de entre los
muertos, que hizo de este mensaje una fuerza de Dios, para la salvación de todo el que
cree, y que finalmente lleva adelante esta salvación en la gloria. Esto significa el Apóstol
cuando escribe que se le ha confiado la proclamación como una participación en la fuerza
poderosa de Dios, que produce la vida de resurrección. Ante la magnitud de esta vocación,
Pablo se siente pequeño.
«A mí, el menor de todos los santos, se me ha dado esta gracia: anunciar a los gentiles la
insondable riqueza de Cristo». Frase desligada, que es más bien un grito de admiración
que una simple expresión. «A mí, el menor de todos». De nuevo a Pablo se le queda
pequeño el diccionario: forma con un superlativo otro grado superior, como si dijera: «a mí,
el más pequeño de entre los más pequeños de los santos». Recordemos cómo en otros
pasajes Pablo, ante la extraordinaria grandeza de la gracia de Dios, experimenta su nada,
su real indignidad tan profundamente, que llega a compararse con un aborto: «Por último,
como a un aborto, se apareció a mí también» (I Cor 15,8). Su anterior condición de
perseguidor de la Iglesia pesa sobre el recuerdo de Pablo aun en pleno altamar de su
actuación apostólica. Por eso continúa: «pues yo soy el menor de los apóstoles, y no soy
digno de llamarme apóstol, porque perseguí a la Iglesia de Dios.» Pero mientras más
bajamente piensa de sí mismo, mayor es la consideración que tiene de lo que la gracia de
Dios opera en él: «...pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no se ha
frustrado en mí; antes al contrario, he trabajado más que todos ellos, no precisamente yo,
sino la gracia de Dios conmigo» (ICor 15,10). Así ahora también se siente pequeño ante la
magna gracia de su vocación, que al anciano Pablo le parece todavía como recién
estrenada.
Cuando además Pablo subraya con un pronombre demostrativo la gracia (esta gracia),
quiere con ello subrayar su admiración por la gracia de «anunciar a los gentiles la
insondable riqueza de Cristo». Dos grandes amores encuentran aquí su expresión: el amor
a los gentiles y el amor a Cristo.
«A los gentiles», expresión subrayada que se convierte en el punto culminante de todo el
párrafo. «Anunciar» se refiere plenamente a la proclamación de la buena nueva, y esta
buena nueva no sólo tiene a Cristo como objeto, sino que es portadora de Cristo mismo, y
produce la unión con Él. Ahora bien, Cristo es rico y hace rico con lo que tiene y mucho
más con lo que es, consigo mismo. Pablo sabe algo de esta riqueza, que es Cristo. La ha
vivido y la continúa viviendo, no como Ios demás, sino en una singular profundidad de
experiencia espiritual; por eso puede salir confiadamente al paso a los corintios, que se
consideraban extraordinariamente ricos en los dones del Espíritu: «Gracias a Dios, yo hablo
en lenguas más que todos vosotros» (ICor 14,18). Pero él se sabe en posesión de los otros
dones del Espíritu: «Supongamos, hermanos, que yo me presente entre vosotros hablando
lenguas: ¿qué provecho os aportaría yo, si mi palabra no contuviera un descubrimiento, un
conocimiento, una predicación o una enseñanza?» (lCor 14,6). Todo esto son los dones
que afirman o presuponen un conocimiento profundo e inspirado por el Espíritu,
especialmente el don de la «revelación», que es como una dotación de san Pablo para la
obra de su evangelización; podemos lógicamente calcular lo que significa para él una
riqueza de Cristo «insondable»: algo que, por mucho que se comprenda, queda aún sin
comprender, sustrayéndose a la experiencia. Pero dejemos estas consideraciones: lo
interesante sigue siendo el hecho de que el Apóstol debe llevar esta buena nueva a los
gentiles.
«...y hacer patente cuál es la dispensación del misterio escondido, desde la eternidad, en
Dios, que creó todas las cosas». No se trata de una segunda tarea, a la que Pablo hubiera
sido llamado. La conjunción copulativa «y» corresponde a una expresión de equivalencia:
«o sea». Precisamente se manifiesta a todos este plan salvífico, porque el Apóstol proclama
a Cristo ante los gentiles, no de cualquier forma, sino con aquella fuerza de la gracia que
produce la fe, la unión con Cristo y la salvación. Así es como se realiza el plan salvífico de
Dios en el mundo pagano.
Todavía se añade intencionadamente que este plan salvífico ha llevado una existencia
oculta desde la eternidad, o sea «en Dios, que creó todas las cosas». Pablo tiene una viva
sensibilidad para esta preexistencia en el pensamiento eterno de Dios. Así lo hizo al
principio al presentar la bendición de Dios, diciendo que Dios nos había escogido «antes de
la creación del mundo» (1,4). Y de la misma manera que coloca el plan de Dios en los
fundamentos de la eternidad, igualmente lo ve realizarse en los «siglos venideros: Dios ha
llevado a cabo la obra, «para mostrar en los siglos venideros la extraordinaria riqueza de su
gracia» (2,7). Y así ve el Apóstol la obra de salvación situada entre dos eternidades, que le
confieren la plena validez de su posición central.
«...en Dios, que creó todas las cosas». Se ha querido ver aquí con razón un ángulo
polémico contra corrientes de tipo gnóstico. Aquellos movimientos espirituales dividían el
mundo en dos partes: el mundo de los sentidos y el mundo de las ideas; el espíritu y la
materia. Y así llegaron a despreciar al Dios creador como Dios creador de la materia,
oponiéndole el Dios bueno, el Padre de Jesucristo. Contra estos conatos de desvincular
entre sí la obra de la creación y la obra de la salvación viene esta parte adicional de la
frase: el misterio de nuestra redención estaba escondido «en Dios, que creó todas las
cosas». También para nosotros es esto una advertencia, para que no separemos tanto
cuerpo y alma, naturaleza y sobrenaturaleza, creación y redención, sino que, al contrario,
los envolvamos en la misma mirada, tomando ante ellos la justa postura.
Si esta manera de entender este pasaje es correcta, debemos en todo caso contar con
que Pablo, más de lo que pudiéramos comprobar, habla en un determinado ambiente
espiritual que no podemos reconstruir para nuestro uso, a no ser parcial e hipotéticamente.
Y, sin embargo, no podemos prescindir de conocer este ambiente espiritual, porque es
precisamente el que determina el lenguaje del Apóstol, y en él sus palabras encuentran
pleno eco, produciendo la impresión adecuada. Así, por ejemplo, es posible que, cuando
Pablo habla de eones, los primeros destinatarios de la carta hayan entendido otra cosa
distinta y más profunda de lo que nosotros decimos con el simple concepto de «eternidad»,
o cuando lo traducimos «épocas históricas».
«.. . para que se dé ahora a conocer a los principados y potestades en los cielos, por
medio de la lglesia, la multiforme sabiduría de Dios, según el designio secular que ha
realizado en Cristo Jesús, nuestro Señor». Los «principados y potestades» hicieron ya su
aparición en 1,21: Cristo ha sido puesto encima de ellos, los cuales, con todo su poder, han
sido sometidos a Él. Otra vez en 6,12 se habla de ellos como de potencias enemigas:
«Nuestra lucha no va contra carne y sangre, sino contra los principados, las potestades....
contra los espíritus malos que están en los espacios celestes». Pablo, utilizando la lengua y
el estilo de su tiempo, describe lo que no está condicionado por el tiempo: existen Satán y
su mundo de espíritus, que con un odio irreconciliable luchan contra Dios y su ungido,
Cristo, que los ha vencido en la cruz, despojándolos de su poder. Así ve Pablo a estos
«principados y potestades».
Pero entre los destinatarios de la carta en la provincia de Éfeso dominan otros puntos de
vista. Hay «principados y potestades» buenos o malos, pero al fin y al cabo son lo que su
nombre dice, «principados y potestades», con los que hay que estar bien. De aquí el culto a
los ángeles y a las potestades, que toma cuerpo y deja a Cristo en la sombra, cuando no lo
pone en duda. En la carta a los Colosenses, Pablo ha tomado posición a este respecto, y
debemos agradecer a aquella doctrina desviacionista acerca de Cristo, los mejores pasajes
de san Pablo sobre la absoluta soberanía de Cristo en la creación.
En la carta a los Efesios sólo se habla de estos principados y potestad es de una manera
accidental, como es el caso del pasaje que comentamos. Aquí reaparecen los principados y
potestades, de los que los cristianos desviacionistas esperaban sabiduría y gnosis,
penetración en los misterios del mundo celestial y en los caminos que llevan a la salvación
(Col 2,3s.8); pues bien, helos aquí desprovistos del más leve barrunto sobre el verdadero
plan de salvación: el misterio de Dios. Ahora tienen que oír la predicación apostólica y
aprender de la Iglesia, formada por la unión en Cristo de gentiles y judíos como «cuerpo»
suyo y «plenitud» en este mundo, y en la que siempre será proclamado el mensaje de
salvación del evangelio. Allí es donde tienen que mirar para saber, aunque sea a
regañadientes, lo que se llama «sabiduría de Dios», rica y «multiforme».
«Multiforme» se refiere a una sabiduría que, al no llegar a su objetivo por un camino,
emprende otro, todavía mejor, para así conseguir su meta con más brillantez. Y así fue
realmente: «Puesto que el mundo no reconoció a Dios en la sabiduría de Dios (manifestada
en la creación), quiso él salvar a los creyentes mediante la predicación de la locura (de la
cruz)» (lCor 1,21). Al esplendor de la creación sucede la cruz, a la sabiduría humana la fe.
Pero esta fe une con Cristo y nos hace ser en Cristo «poder de Dios y sabiduría de Dios»
(lCor 1,24). Ciertamente aquí piensa Pablo preferentemente en Cristo que es «nuestra
paz». Paz de los hombres entre sí, judíos y gentiles hechos un cuerpo en Cristo, y en este
cuerpo de Cristo la plenitud de la vida divina: así ven los principados y potestades -que
como potencias espirituales carecen de toda vinculación exterior- a la Iglesia de Cristo y en
ella la «multiforme sabiduría de Dios».
«En Cristo Jesús, Señor nuestro». ¿Cómo sería posible que Pablo pudiera nombrar a
Cristo sin añadir algo de lo que es para nosotros? Por eso continúa: «En quien, mediante la
fe en él, tenemos la confianza y el libre acceso.» La Iglesia es, en su calidad de cuerpo de
Cristo, el ámbito de la cercanía de Dios. Esto significa «tener acceso». Y como esto
acontece «en Cristo», conectando con su santidad y confiando en él solo, la actitud lógica
de los cristianos es una confianza sin límites ante Dios y, por tanto, ante este mundo y esta
vida, donde «a los que aman a Dios, todo les sirve para el bien» (Rm 2,28) y donde los
sufrimientos sólo son el camino de la gloria (2Cor 1,7; Act 14,22).
Ahora Pablo se dirige a sus lectores, haciendo hincapié en su condición de prisionero:
«Así que os ruego no decaigáis de ánimo en mis tribulaciones por vosotros, ya que ésta es
vuestra gloria» Sólo le faltaba añadir lo que había dicho en su carta a los Colosenses:
«Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros...» (Col 1,24).
Demos ahora una mirada retrospectiva a este último pasaje: Pablo, a partir de 2,1, ha
celebrado el «misterio de Cristo», que en definitiva es el mismo Cristo. Es como si
sorprendiéramos la alegría de su corazón por la grandeza de este misterio y por ser él su
proclamador; nada tiene esto de extraño, ya que se trata de la riqueza insondable de Cristo.
«Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria», así ha compendiado este misterio en Col
1,27. Pero si queremos ser justos con Pablo, no debemos pasar por alto que a él el misterio
se le presenta desde una perspectiva concreta y determinada, o sea: Cristo redentor
también de los gentiles. Esta perspectiva de la obra de redención es algo que agobia
completamente a Pablo, algo que apenas puede comprender y que lo llena de asombro y
de alegría sin límites. Siente necesidad de explicar esta alegría por una cosa que a
nosotros, los que nacimos después, nos parece obvia y natural: la completa igualación de
los gentiles con el pueblo escogido. Lo que el mismo Pablo, en el mejor de los casos, sintió
en un tiempo, lo podemos colegir quizá por un texto del rabí Aquibá, una de las más
ilustres figuras del primitivo rabinismo (murió mártir en el año 135 con el mandamiento del
amor de Dios de Dt 6 en los labios). En una interpretación del pasaje del Cantar de los
Cantares donde se habla de «mi amado», dice: «Cuando los pueblos de la tierra oigan esto,
dirán a los israelitas: Queremos ir con vosotros, queremos ir con vosotros en su busca. Pero
los israelitas le responderán: No tenéis ninguna parte con nosotros. Mi amado es para mí y
yo para él.»
Estos mismos sentimientos debió de haber tenido Pablo en su calidad de judío. ¡Qué
camino el recorrido hasta llegar al momento en que la igualdad de los gentiles con los
judíos constituía la alegría de su corazón! De milagro podríamos calificar este cambio. Sin
duda, Dios infundió en su instrumento escogido, juntamente con la vocación al apostolado
con los gentiles, una desbordante alegría en su corazón. La alegría agradecida, que a
nosotros nos puede parecer tan inconcebible, es la medida de este amor. Es como una
encarnación del amor de Dios mismo a los paganos, o mejor: sólo puede ser el mismo
Jesucristo, que en Pablo, su instrumento, ama a estos gentiles. Pablo había escrito una
vez: «Dios me es testigo de cuantos deseos tengo de estar con vosotros en las entrañas de
Cristo Jesús» (Fil 1,8). Esto, correctamente traducido, equivaldría a «en el corazón de
Jesús», o sin metáfora: «en el amor de Cristo Jesús». Así se explica que este texto de la
carta a los Efesios se utilice en la fiesta litúrgica del corazón de Jesús. Concretamente para
nosotros significa que se trata de una gracia, por la que debemos esforzarnos y que, una
vez que apunta tímidamente, la debemos cultivar: el amor al mundo pagano, que todavía no
sabe nada de la riqueza de Cristo. ¡Y ojalá este amor procediera también de un intimo
agradecimiento por estar ya nosotros en posesión de él!
.....................................
Con un solemne «por este motivo» reanuda Pablo la fórmula de transición de 3,1. Ya allí
había querido hablar de su oración por el conocimiento de los creyentes. Pero se interpuso
la larga interrupción sobre su participación en el «misterio de Cristo» con vistas al mundo
pagano. Por muy grande que sea lo que Pablo ha realizado hasta ahora, no basta con una
simple exposición; aquí se requiere mucho más que la mera inteligencia. Para salir al
encuentro de este misterio de Dios no hay más remedio que recurrir al Espíritu y a la gracia
de Dios. Por eso el Apóstol ora, sin acudir a la intercesión, de suerte que se tiene la
impresión de que, al lado de su predicación, ve también en esta intercesión orante una
tarea que también le es propia.
14 Por este motivo, hinco mis rodillas ante el Padre del cual 15 toda paternidad
en los cielos y en la tierra toma su nombre, 16 para que os conceda, según la
riqueza de su gloria, que se robustezca poderosamente en vosotros el hombre
interior, por la acción de su Espíritu; 17 que Cristo habite, mediante la fe, en
vuestros corazones, y estéis arraigados y cimentados en el amor, 18 para que
podáis corresponder con todos los santos, cuál sea la anchura y longitud, la
altura y la profundidad, 19 y conocer el amor de Cristo, que excede todo
conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios.
El comienzo es solemne: «Por este motivo, hinco mis rodillas... » Esto para Pablo y para
cualquier judío era inusitado, puesto que el israelita oraba de pie a su Dios. Debe haber
aquí una intención más profunda que el simple orar, para que Pablo adopte espiritualmente
esta postura de postración.
Pablo se dirige al «Padre del cual toda paternidad en los cielos y en la tierra toma su
nombre». En último término, es completamente seguro que aquí se menciona a Dios como
origen de toda otra «paternidad», como Padre por antonomasia. Pero la palabra griega
utilizada en el Nuevo Testamento no significa paternidad en abstracto, como equivalente a
la cualidad de padre, sino en concreto, como referido a una pluralidad de seres
procedentes de un padre común. Por tanto, «paternidad» significa aquí familia, tribu,
pueblo, o sea cualquier comunidad natural de hombres. Una acepción parecida hay que
darle en el mundo de los espíritus con sus múltiples jerarquías. Estas «paternidades o
familias» de espíritus «en los cielos» se nombran aquí primero, como réplica al falso culto
de los ángeles, que amenazaba a la pureza de la fe de los lectores. Dios es el Padre a
quien debe referirse también el origen de toda familia celestial.
Pero también las familias de la tierra, pueblos y naciones, todos tienen en Dios el único
Padre, no sólo el pueblo escogido. Y Dios se ha mostrado como Padre de los pueblos
precisamente porque ha llamado a estos pueblos (en lenguaje judío, los gentiles) a la
salvación en Jesucristo. Esta idea aflora también cuando Pablo se dirige en su oración al
Padre, del que toda familia en el cielo y en la tierra «toma su nombre», o sea -atendiendo a
la expresión semítica- su existencia concreta.
Finalmente se habla aquí otra vez del Dios Creador, como en 3,9. No hay por qué
recriminar nada al Creador del mundo y a la obra de la creación: es el mismo Dios el que ha
creado al mundo y lo ha redimido en Jesucristo.
«Para que os conceda según la riqueza de su gloria...» Otra vez aquí, como antes en
1,17, aparece esa llamada, llena de confianza, a la gloria de Dios. Es, como vimos ya, la
llamada a la riqueza de Dios, que, por su abundancia, tiende a comunicarse. Y, en
consecuencia, una llamada al Dios, que «santifica su nombre» precisamente porque, con
su ayuda y donación, se inclina a su pueblo, que, por su parte, lo glorifica por ello
agradecido.
«...que se robustezca poderosamente en vosotros el hombre interior, por la
acción de su Espíritu». ¿Qué es el «hombre interior»? En 2Cor 4,16 se opone
expresamente a «hombre exterior»: «Aun cuando nuestro hombre exterior (en el servicio
del evangelio) llegue a arruinarse, sin embargo, nuestro hombre interior se va renovando
progresivamente». Es el hombre nuevamente creado en el bautismo, el «hombre en
Cristo», que en lPe 3,4 se designa como «el hombre oculto en el fondo del corazón». Es la
obra del Espíritu, y así se comprende que el solicitado robustecimiento «del hombre
interior» sólo puede obtenerse «por la acción de su Espíritu».
Pero hay más: Pablo habla del «hombre interior», no como una realidad lograda, sino
como una meta hacia la que se va. El «hombre interior» es, en este caso, como un fruto de
madurez, la «edad plena de Cristo» (4,13), en cuanto que se va realizando en los
individuos. Este es el objetivo del «hombre nuevo», tal como ha sido querido por Dios: no
es precisamente el hombre fundamentalmente nuevo creado en el bautismo, sino el
«hombre nuevo», revestido «de la verdadera justicia y santidad» 16.
«...que Cristo habite, mediante la fe, en vuestros corazones». Los antiguos sabían muy
bien qué significa «habitar»; y los contemporáneos lo han vuelto a aprender. No es lo
mismo que «tener una casa», o sea pasar la vida en cualquier ambiente que lo resguarde a
uno. Habitar sólo se puede en un ambiente que sea adecuado al propio ser. Y tanto más
podrá uno habitar realmente -o sea, sentirse a gusto en casa-, cuanto mayor sea la
posibilidad de realizar los más pequeños detalles, si no como obra propia, al menos
pasados por una opción personal. Ahora bien, cuando Cristo va a ocupar una morada, lleva
consigo todo lo esencial y hace al hombre interior «cristiforme». Pero esta cristificación,
fundamental y esencial, tiene que llevarse a buen término, por parte del hombre, aunque
naturalmente con la acción del Espíritu y la fuerza del divino huésped. Esta reflexión pone
de manifiesto que el «habitar» puede tener grados, hasta alcanzar la meta de perfección, a
la que aquí se alude 17.
«...arraigados y cimentados en el amor». La doble expresión y la forma verbal del
perfecto (lo ya logrado) hacen pensar de nuevo en un estado de perfección, objeto de la
oración de Pablo: el estado perfecto en el amor, en el amor a toda costa y en toda la línea,
en el amor que es ese cimiento y tierra abonada, donde se puede uno mantener y desde
donde se puede crecer. Ambas imágenes, una de la construcción y otra de la agricultura,
no se corresponden mutuamente, pero Pablo tiene necesidad de ambas: de la tierra
abonada y fértil y del cimiento inconmovible.
...............
16. 4,24; cf. Col 3,9s. Esta significación se confirma por la inesperada forma temporal griega de «robustecer»
(aoristo), que no se refiere a un acontecimiento durable, sino a una acción singular, como es sencillamente la
consecución de un objetivo.
17. Otra vez aquí sorprende la forma verbal griega de un acontecimiento más bien instantáneo. Nos
hubiéramos visto tentados de traducir: «que Cristo tome residencia en vuestros corazones». Sin embargo, esto
ya les había acontecido a los destinatarios de la carta hace tiempo, desde el día de su bautismo. Pero la alusión
a una residencia permanente no está literalmente en la forma verbal. Así pues, lo único que nos queda es
pensar en una meta final de esta inhabitación y, por tanto, en una consumación de la fe, que produce esta
inhabitación.
...............
El objeto de este conocimiento es doble: primero -de forma para nosotros enigmática- «la
anchura y longitud, altura y profundidad», sin que se diga a qué o a quién pertenecen estas
dimensiones. Y después, en estrecha conexión con esta comprensión de las mencionadas
dimensiones, se añade: «y conocer el amor de Cristo, que excede todo conocimiento».
«La anchura y la longitud, la altura y la profundidad». ¿Qué es esto que hay que
«comprender» y con lo que está en estrecha relación -en un plano superior- el
conocimiento del amor de Cristo? Algunos han puesto en pie de igualdad ambos objetos de
conocimiento, refiriendo las dimensiones al amor de Cristo. Pero esto hace violencia al
texto, que claramente los distingue. Otros han pensado en el universo, pero el conocimiento
del universo puede tener una significación soteriológica para los gnósticos, pero no para los
cristianos. ¿Será quizá como la comprensión total del plan de salvación? De ser así, ¿por
qué no se dice expresamente? ¿Quizá porque se considera una cosa obvia? No obstante,
lo que aparece es como si esta expresión fuera perfectamente conocida por el que escribe
y por los lectores, igual que la expresión contigua «el amor de Cristo».
Hemos de distinguir entre lo que Pablo quiere decir y la expresión metafórica con la que
lo dice. Según todo lo anterior, lo que Pablo quiere decir no puede ser otra cosa que el
«misterio de Cristo», y precisamente bajo aquella perspectiva que domina toda la perícopa
(2,1ss): no simplemente Cristo, sino Cristo para los gentiles.
Aunque la cuestión del origen de esa fórmula quede oscura, lo importante es que Pablo
debió de significar con ella lo que había escrito sobre la reconciliación de gentiles y judíos
en el único cuerpo de Cristo 18. Sería la comprensión total de esta obra de redención, la
que hallara su expresión en dicha fórmula. Realmente, ¿no tiene esta reconciliación con el
mundo pagano una «anchura», ya que abarca a todo el conjunto de las naciones? ¿No
tiene una «longitud», que se hunde en la eternidad, en la que estaba escondido en Dios
este plan (3,9)? ¿No tiene una «profundidad» sin fondo en la lejanía y abandono de Dios,
desde la que se salva la humanidad (2,1.2.11.12)? ¿No tiene una «altura», para la que
prepara a este conjunto de pueblos? «Por encima de todo principado y potestad», donde se
asienta Cristo, Señor del mundo, cabeza de la Iglesia (1,20-22).
Finalmente, si aquí se hace alusión a la obra unificadora de Cristo, tal como el Señor la
ha realizado en la cruz, se comprende fácilmente que el Apóstol, en estrecha conexión con
ello, hable del amor de Cristo. Precisamente en nuestra carta este «amor de Cristo»
aparece como el amor de la entrega de sí mismo por nosotros y por la Iglesia (5,2.25).
Así pues, comprender el «misterio de Cristo» en toda su grandeza es tanto como conocer
el amor de Cristo. El verbo «comprender» (3,18) se emplea en el sentido de poseer
íntimamente una cosa. Aquí se hace equivalente de «conocer». Pero esta palabra
«conocer», como vimos, dice a los semitas mucho más que a nosotros. Conocer, para ellos,
no se refiere sólo a aquella zona superior de nuestro ser que llamamos inteligencia.
Conocer es en el lenguaje de la Sagrada Escritura algo que compromete a todo el hombre y
lo penetra totalmente.
Finalmente, aquí se dice que este amor de Cristo «excede todo conocimiento»,
y no obstante el Apóstol ora para que tengamos de él conocimiento. Es lo mismo que si
dijera: el amor de Cristo sólo lo conoce el que, en la tentación de comprenderlo, se da
cuenta de que es incomprensible e insondable. Un objeto de creciente asombro, que nunca
se agotará a lo largo de una eternidad.
...............
18. Solamente podemos exponer algunas hipótesis para explicar cómo Pablo ha llegado a presentar
sencillamente este misterio como la «anchura y longitud, altura y profundidad». San Agustín explicó esta
fórmula
aplicándola a la cruz de Cristo. H. Schlier sospecha que hay que buscar las raíces de esta expresión por otro
camino. Así en las actas de san Andrés se habla de la «cruz que abarca todas las dimensiones y que une entre
sí al cielo y a la tierra como instrumento salvador del Altísimo». De aquí hay un paso a la presentación de
Cristo como el «hombre» que abarca al mundo entero en la cruz omnicomprensiva. La idea en sí es muy
aceptable, pero presenta el inconveniente de que en nuestra perícopa 2, 14-16 el pensamiento central propio se
refiere al cuerpo crucificado de Cristo que reúne en «un solo hombre nuevo» al mundo pagano y al mundo
judío y, además, que Cristo ha reconciliado en un solo cuerpo, por la cruz, con Dios a ambas partes de la
humanidad.
Pero, por muy antiguos que sean los testimonios aducidos para explicar nuestro texto, tienen que ser más
antiguos que el mismo Pablo, y la idea subyacente tendría que ser suficientemente conocida en aquellas
regiones de Asia Menor, cuando Pablo utilizaba una fórmula que podría ser comprendida sin más.
...............
Este conocimiento del amor de Cristo tiene una finalidad: «que seáis llenos para toda la
plenitud de Dios». Así termina nuestro pasaje con un pensamiento de desconcertante
magnitud. La «plenitud de Dios», que reside en Cristo, tiene que penetrar en nosotros y
llenarnos 19, y esto precisamente porque el amor de Cristo nos penetra. ¿A qué viene todo
esto? Para hacernos de alguna manera comprensibles estas palabras, algunos han querido
ver en la «plenitud de Dios» la «plenitud de la edad de Cristo» (4,13), en cuanto se le ha
señalado por parte de Dios una medida determinada. ¿Pero es concebible que Pablo llame
a esto «toda la plenitud de Dios»? El pensamiento de la plena edad de Cristo puede
representar aquí cierto papel, pero propiamente aquél es un estado final, en el que toda la
plenitud de Dios, que habita en Cristo, se abre totalmente camino como plenitud de su
Iglesia (1,23). ¿Qué puede significar esto para los individuos?
Lo que aquí quiere decir es esto más o menos: cuando realmente nos percatamos de la
dimensión de la obra salvífica de Cristo, que abarca el mundo y la eternidad, y de Ia íntima
fuerza que la mueve -el amor de Cristo-, entonces comienza para nosotros la plenitud de
Dios.
El pensamiento ¿no se nos va, sin querer, a san Juan? «El que me ve a mí, ve al Padre»
(Jn 14,9). El logos encarnado es la revelación del Padre, y este Padre se revela en Cristo
como amor. Percatarse de este amor personal y divino, presente en nosotros por la
inhabitación de Cristo, es lo que se quiere decir con la expresión: «para que seáis llenos de
toda la plenitud de Dios». Y al precisarse más concretamente: «para toda la plenitud de
Dios», se quiere indicar el movimiento hacia un estado final perfecto. Pero ¿qué significa
este crecer y madurar, si ya en el portador de la plenitud de Dios -en Cristo-, y por él en
nosotros, habita sustancialmente esta plenitud?
Lo que se subraya es que esta plenitud penetre cada vez más viva y profundamente en
nuestra conciencia y se manifieste en una vida llena de Dios.
De todas formas, en esta perícopa quedan todavía muchas cosas oscuras. En estos
últimos versículos Pablo, planea a una altura que nos deja muy atrás, nos desconcierta y
nos causa asombro, pero al mismo tiempo nos llena de una profunda alegría al hacernos
creer confiadamente lo que no entendemos. No olvidemos que aquí habla el hombre de los
carismas extraordinarios, que le fueron comunicados abundantemente para la proclamación
del mensaje de salvación. Los carismas son como la anticipación del final de los tiempos.
¿Qué de particular tiene que Pablo parezca hablar de la actualidad y, sin embargo,
describa el estado perfecto, a cuyo encuentro camina esta actualidad? Él habla de lo que
posee; si no, se encerraría en su oración. Quiere a los suyos allí donde él está llevado por
el Espíritu.
...............
19. Cf. 1,19; 2,9.
...............
4. GLORIA A DlOS
(3/20-21).
20 A aquel que, por encima de todo, puede hacer mucho más de lo que
pedimos y concebimos, según el poder con que actúa en nosotros, 21 a él la
gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, por todas las generaciones de los siglos de
los siglos. Amén.
Con un himno de alabanza y de acción de gracias había empezado esta tercera parte de
nuestra carta, y con una solemne alabanza de Dios se termina. En doble gradación se hace
resaltar la fuerza de escuchar y atender que tiene Dios, infinita, superior a lo que
pudiéramos pedir o pensar. En parte porque el mismo Pablo queda anonadado por lo que
espera para sus fieles; y en parte quizá porque el Apóstol tiene conciencia de haber rezado
anteriormente de una forma casi paradójica, para obtener un conocimiento que no hay ni
puede haber: conocer lo «que excede todo conocimiento», un conocimiento que agota para
nosotros, por así decirlo, «toda la plenitud de Dios». Así se comprende que la capacidad
que atribuye a Dios de escucharnos y atender nuestra oración la describa no menos
infinita.
«...según el poder con que actúa en nosotros». Es como si dijera: «Por encima de todo lo
que podemos imaginar apoyados en la fuerza, que experimentamos actuando en nosotros».
Pero ¿no es demasiado atrevido este pensamiento? ¿No es quizá otra vez el carismático
Pablo el que aquí habla, usando el plural «nosotros» para referirse a sí mismo y a sus
propias experiencias? Sin embargo, lo más probable es que la expresión «según el poder»
se refiera a Dios, que «por encima de todo puede actuar» con aquella fuerza, que ya está
operando en nosotros.
De este poder (dynamis) se habló ya (3,16), y con ese motivo recordábamos que
dynamis en san Pablo debe entenderse de ordinario en el sentido de la vida de
resurrección bajo la acción del Espíritu. En 1,19 era el poder de Dios, que ha resucitado a
Cristo y que allí Pablo llamaba «su poder respecto a nosotros los que creemos». Y así
como en 2,7 se decía que Dios nos ha resucitado juntamente con Cristo, «para mostrar en
los siglos venideros la extraordinaria riqueza de su gracia por su bondad hacia nosotros»,
así ahora también aquí la actuación de su «poder» se presenta como motivo para la gloria
eterna de Dios: «A él la gloria... por todas las generaciones de los siglos de los siglos.
Amén».
Esta gloria a Dios se le da «en la Iglesia» y «en Cristo Jesús»; o sea, en la Iglesia, que
está «en Cristo Jesús» y a él le debe su «ser en Cristo». Ella debe ser para todas las
generaciones venideras la gloria de Dios -irradiada a este mundo, la bandera desplegada
para todos los pueblos a través de todos los siglos de la historia. ¡Qué comprensión de la
Iglesia y qué responsabilidad para todos sus miembros! Así se da un paso hacia la segunda
parte de nuestra carta, parte dedicada a exhortaciones prácticas derivadas de aquella
perspectiva.
(_MENSAJE/10.Págs. 81-106)
Parte segunda
VIVIR LA VERDAD
4,1-6,22
Según la costumbre paulina, a la parte doctrinal de sus cartas sigue una parte exhortativa.
Pablo llega a tratar todos los temas posibles, para exhortar o para precaver: la mentira, la
impureza, la avaricia, todas las «obras de las tinieblas». Esto vale para todos. Después se
dirige a cada uno de los estados de vida, y tiene una palabra de exhortación para el marido
y la mujer, para padres e hijos, para esclavos y amos. La exhortación del Apóstol es
variada,
como lo pueden ser los diversos modos de vida cristiana, aunque relativamente corta con
relación a cada uno de ellos.
...1 Así pues, yo, prisionero en el Señor, os exhorto a portaros de una manera
digna de la vocación a que habéis sido llamados, 2 con toda humildad y
mansedumbre, con paciencia, soportándoos unos a otros en amor 3
esforzándoos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz.
2. EL FUNDAMENTO (4,4-6).
4 Un solo cuerpo y un solo Espíritu, así como también fuisteis llamados a una
sola esperanza, la de vuestra vocación. 5 Un solo Señor, una sola fe, un solo
bautismo. 6 Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa a través
de todos y habita en todos.
Su interés por la unidad del Espíritu lo amplía aquí Pablo con una grandiosa y
ascendente plenitud retórica de pensamientos muy movidos. En tres escalas tripartitas
coloca Pablo su idea sobre la unidad del cuerpo en el Espíritu, pasando por la unidad del
Kyrios, hasta llegar a la unidad de Dios.
Ya sabemos que este cuerpo de Cristo es la Iglesia 20, que se nombra aquí en primer
lugar, aun antes que el Espíritu, sencillamente porque se trata de su conservación. Quizá
también porque la alusión a un organismo vivo pone al descubierto el contrasentido de todo
aquello que puede actuar en este cuerpo para herirlo, desgarrarlo o matarlo.
«...un Espíritu», que es como el alma de este cuerpo, lo crea propiamente como esencia
viva y lo mantiene en cohesión como fuente de vida, principio constructivo de la residencia
de Dios (2,22). Es un espíritu personal, al que no se puede contristar (4,30). Es el Espíritu,
que es la garantía de nuestra esperanza «prenda de nuestra herencia» (1,14). Esta es
quizá la causa por la que Pablo no sigue inmediatamente así: «una esperanza», sino que
vincula esta esperanza al Espíritu Santo: «fuisteis llamados a una sola esperanza, la de
vuestra vocación». No guardar la unidad del Espíritu es lo mismo que pecar contra la
realidad en que el cristiano debe vivir, contra el único cuerpo, contra el único Espíritu y
contra la gran esperanza.
«Jesucristo es el Señor». Esta era para los primeros creyentes la jubilosa confesión que
los convertía en cristianos.
A ello se refiere lo que san Pablo escribe a los filipenses: «Por lo cual Dios... le concedió
un nombre que está sobre todo nombre, para que... toda lengua confiese que... Jesucristo
es el Señor» (2,9-11). Él es nuestro Señor, la cabeza, cuyos miembros hemos llegado a ser
nosotros por «una sola fe»; «es don de Dios» (2,8) y por «un solo bautismo», en el que
hemos recibido el sello divino del Espíritu Santo (1,13)... y hemos sido incorporados a la
muerte y resurrección de Cristo (2,5.6)..., adheridos conjuntamente a un solo cuerpo (lCor
12,13) y hechos «uno» (Gál 3,28) en Cristo Jesús, todos nosotros. ¿Cómo, pues, un
desprecio de esta unidad no iba a ser un pecado contra ella, de la misma categoría que no
creer en «un solo Señor» y en «un solo bautismo»?
Lo último en la escala ascendente y lo primero en la jerarquía de origen es el Padre. No
se le nombra aquí, en comunidad trinitaria, con el «único Señor» y con el «único Espíritu».
Está solo, en su imponente altura y majestad. Por el contrario, el eco trinitario, que tampoco
falta aquí, divide solamente las formas de su actuación. Literalmente dice: «Un Dios y
Padre de todos, el sobre todos y por todos y en todos». En el texto original no se puede
distinguir si es «todos» o «todo»; pero, tratándose de la unidad de los creyentes, habría
que pensar preferentemente en «todos».
«Un solo Dios» no se refiere aquí primariamente a Dios en contraposición a los otros
dioses, sino más bien a la fuerza unificadora que realiza esta unidad de Dios. Pero ahora
entra aquí el nombre de Padre, que pone en la unidad de Dios como vínculo unificador la
nota cálida de lo personal, de la relación vital de un Padre con sus muchos hijos. Y se trata
de este Padre que ama a todos, cuando completamos el texto original así: reina «sobre
todos», dominando, vigilando, cuidando. Actúa «a través de todos»: ninguno de sus hijos
vive para sí, todos están de alguna manera al servicio de su amor paternal, en calidad de
instrumentos suyos. Y finalmente: habita «en todos». Nuestro amor al prójimo recae en él,
se vuelve a encontrar en él, de la misma manera que partió de él, «derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo» (Rom 5,5).
Aquí encuentra su última causa el interés por conservar la unidad del Espíritu; causa que
igualmente comprende, como último motivo, todo lo anterior; pues la inhabitación de Dios
«en todos» se realiza felizmente ahora en Cristo, el único Señor, y por el único Espíritu
Santo.
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20. 1.t3; cf. 4,12ss; 5,23.30.
......................................
11 Y él dio, por una parte, los apóstoles: por otra, los profetas; por otra, los
evangelistas; por otra, los pastores y 12 para la organización de los santos en
orden a la obra del ministerio, la edificación del cuerpo de Cristo; 13 hasta que
todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a la
madurez de hombre perfecto, la mayoría de edad de la plenitud de Cristo.
Aquí hay dos cosas que chocan un poco. Primeramente el hecho de que como dones no
aparecen aquí, como se hubiera podido esperar según 4,7, las diversas gracias, que a
cada uno se le distribuyen, sino los portadores de dones: apóstoles, oradores inspirados (=
«profetas»), misioneros (= «evangelistas»), pastores y doctores, como si todo el hombre
fuera un puro servicio y, por lo tanto, un puro don. En segundo lugar, según aquella
expresión «a cada uno de nosotros» (v. 7) se hubiera esperado que se trataba de todos los
miembros del cuerpo de Cristo. Pero ahora aquí aparecen solamente los que en la Iglesia
se llaman autoridades. Ellos son en primer lugar los «dones» del Cristo resucitado. En
primer lugar, pues en seguida reaparecen todos, ya que estos servicios fundamentales han
sido donados para «la organización de los santos en orden a la obra del ministerio, la
edificación del cuerpo de Cristo» 21.
Y así tenemos ambas cosas: la clara división entre los que tienen cargo y dignidad en la
Iglesia -ya sea por encargo ordinario o por donación extraordinaria-, y aquellos para los
cuales existen esos dones del ministerio: la Iglesia «discente», la gran masa de los
«santos». Pero no es el individuo en sí el que es objeto de este «cuidado pastoral», sino
que este mismo individuo por su parte debe también contribuir a la construcción del cuerpo
de Cristo: habilitarlo para que en la Iglesia haya ministerios y servicios. Ellos preparan al
miembro pleno de Cristo «para la obra del ministerio», para una actuación, y esta actuación
es una continua construcción. Todo crecimiento en la gracia, en llevar la cruz, en el trabajo
y en la oración, es construir; todo esfuerzo por la perfección es construir, y así debe ser
considerado desde una perspectiva total. Toda formación del ambiente es construir. ¡Qué
diferente, no obstante, entre sí cada una de estas posibilidades de la vida humana!
«Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios».
Aquí surgen dos preguntas: 1ª. ¿Qué se entiende por «todos»? Si se refiere a todos
nosotros los creyentes, entonces no se podría pensar en un crecimiento hacia fuera. ¿O
«todos» comprende a los creyentes y a los que han de serlo? 2ª. ¿Qué se quiere decir con
«la unidad de la fe» y «el conocimiento del Hijo de Dios» como un estado final que hay que
alcanzar («hasta que..»)?
Con la «unidad de la fe» hay que lograr el estado de «hombre perfecto», «la mayoría de
edad de la plenitud de Cristo». Y esto, según se detalla en 1,14, tendrá como consecuencia
la firmeza en medio de un mundo lleno de tentaciones; pero, por otra parte, no tiene nada
que ver con el crecimiento exterior de la Iglesia. La firmeza sólo puede ser la consecuencia
de una profunda vida de fe. A esto se refiere también la «unidad en la fe», que constituye al
«hombre perfecto» y encamina a «la mayoría de edad de la plenitud de Cristo».
Pero ¿por qué Pablo llama a esta profundización en la fe «la unidad de la fe y del
conocimiento del Hijo de Dios»? Recordemos la «unidad del Espíritu», cuya conservación
con tanta insistencia recomendaba el Apóstol al principio de este capítulo (4,3). En este
caso la «unidad de la fe» no se referiría directamente a la igualdad en la fe, sino a la
comunidad, cada día más numerosa, de los creyentes; comunidad que, cuanto más íntima
es, más profunda es la fe y más vivo el conocimiento. Y precisamente se trata del
conocimiento del Hijo de Dios: conocer verdaderamente al Hijo de Dios es conocerse a sí
mismos como hijos en el Hijo, ser conscientes de nuestra común filiación divina y de la
consiguiente fraternidad que nos une a todos en Cristo Jesús: todos nosotros, por muchos
que seamos, somos «uno solo en Cristo Jesús» (Gál 3,28).
Esto ya lo somos por el bautismo, pero no en estado de «hombre perfecto», ni de la
«mayoría de edad de Cristo», que el mismo Cristo desarrollará en nosotros. Así se
corresponden mutuamente la «unidad de la fe», «ser uno» en una fe profunda, y el
«hombre perfecto», no la perfección del individuo, sino de la totalidad. Finalmente, «la
mayoría de edad de la plenitud de Cristo» es la Iglesia, que Cristo rige por completo.
...............
21. Este texto, atendiendo a la relación de las diversas proposiciones entre sí, puede entenderse de manera
que la tarea de construcción del cuerpo de Cristo esté asignada solamente a los poseedores de un
ministerio o de un don determinado. En este caso habría que leer: «dio apóstoles... para la organización de
los santos, (esto es) para la obra del ministerio servicio, (o sea) para la construcción del cuerpo de Cristo».
Pero si ya se trata de «organización», lo más obvio es entender el «para» siguiente como determinación de
este acoplamiento.
...............
...15 sino que, viviendo según la verdad, en amor crezcamos, en todo aspecto,
con vistas a aquel que es la cabeza, Cristo.
Ahora Pablo, al final, subraya otra vez la idea de que Cristo, como cabeza, es la fuente
de todo crecimiento en la Iglesia. Cristo es aquel «del cual todo el cuerpo recibe unidad y
cohesión», pero no inmediatamente, sino a través de toda clase de junturas, articulaciones
y ligamentos. Lo que aquí se designa figuradamente como «junturas» o ligamentos
encuentra su aclaración en el genitivo que se añade: «junturas de sostenimiento» (esta
última palabra, originariamente significaba el dinero reunido para pagar los gastos del coro
en el teatro griego). Este sostenimiento recíproco de miembro a miembro es el modo con
que Cristo mantiene a su cuerpo en cohesión; Cristo realmente, aunque cada uno presta su
ayuda. Pero el individuo lo hace «según la fuerza y en la medida» de la gracia, que Cristo le
suministra para ello.
La adición «según la fuerza y en la medida de cada miembro» recuerda claramente 4,7 y
reanuda la idea allí desarrollada: «A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la
medida del don de Cristo». En ambos pasajes se habla de la diferente «medida» con que
cada una tiene que contribuir a la obra total.
Por esta alusión, para Pablo indudablemente importante, a 4,7, la perícopa se ha
alargado más de la cuenta, de suerte que involuntariamente cambia el sujeto: al principio el
sujeto era «todo el cuerpo», pero ahora es Cristo: Cristo «realiza el crecimiento del cuerpo
para su propia edificación en amor». Otra vez aparece aquí el amor en su singular postura,
solitaria y, a pesar de ello, abarcadora. Y lo que aquí queda claro es que en el fondo es el
amor de Cristo lo que opera en el amor recíproco de los miembros. Incluso vuelve a hacer
resaltar el Apóstol que precisamente el amor es la fuerza constructiva decisiva en el cuerpo
de Cristo; para ello vuelve de nuevo a la idea de 4,15: «viviendo en amor según la verdad,
crezcamos, en todo aspecto, con vistas a aquel que es la cabeza, Cristo.»
.............................
La parte parenética empezó con un apremiante ruego a guardar la unidad del Espíritu, y,
para fundamentar este ruego, se ha extendido hacia el trabajo de edificación en este único
cuerpo de Cristo. La longitud de este trozo -dieciséis versículos- demuestra que se trata de
una exigencia fundamental del Apóstol. Ahora, antes que Pablo pase a las exhortaciones
particulares, sigue una sección, que trata esencialmente de la situación y tarea del
cristiano, contraponiendo el actual estado cristiano al pasado pagano.
«...que, por lo que se refiere a vuestro anterior género de vida, tenéis que
despojaros del hombre viejo». Es tan fundamentalmente nueva la vida cristiana, que Pablo
puede hablar, no ya de «despojarse» de este o aquel vicio, sino de todo el hombre viejo, y,
a su vez, de «ponerse» el «hombre nuevo».
Pero ¿no ha acontecido esto ya en el bautismo, según Pablo? «Todos los que por el
bautismo habéis sido incorporados a Cristo, os habéis revestido de Cristo» (/Ga/03/27).
Aquí tenemos una común expresión paulina, según la cual se presenta una cosa que tiene
que acontecer como si ya hubiera acontecido. En la carta a los Colosenses se encuentran
unidos ambos conceptos: «Dejad a un lado, también vosotros, la cólera, la animosidad...,
despojándoos del hombre viejo con sus acciones... y revistiéndoos del nuevo, que se
renueva... según la imagen del que lo creó». Y más adelante igualmente: «revestíos,
pues..., de entrañas de misericordia», lo cual se refiere a la conducta moral, que
corresponde al ser según la gracia (Col 3,8-12). Lo mismo en nuestro pasaje: lo que Dios
graciosamente ha grabado en nosotros de la vida divina -la imagen de su Hijo-, eso mismo
tiene que expresarse en la vida cristiana en forma de semejanza con «la imagen del Hijo de
Dios» (Rom 8,29). El ser tiende a la participación, la fuerza a realizarse, la vida a ser
vivida.
Este ser, esta fuerza, esta vida tienden a ir desarrollando la virtualidad de revestirse
realmente de aquel «hombre nuevo», del que ya inicialmente el cristiano se había
revestido.
El despojarse del hombre viejo -dice Pablo- no debería costar demasiado, ya que éste
lleva a la muerte y a la corrupción: el «hombre viejo, que se va corrompiendo al ritmo de
las concupiscencias de la seducción». Las concupiscencias son seductoras, porque parecen
prometer la plenitud de vida, pero realmente su promesa es un puro espejismo, ya que al
final desembocan en la muerte.
«...para renovaros en el espíritu de vuestra mente y revestiros del hombre nuevo». Aquí
también como preámbulo para el revestirse del hombre nuevo se exige una renovación «en
el espíritu de vuestra mente» (= la facultad de pensar). Aquí hay mucha oscuridad. ¿Se
trata del Espíritu Santo? En este caso, ¿en qué sentido es el Espíritu de la mente? ¿Hay
que entender este genitivo como puramente explicativo? Entonces se trataría del mismo
pensar -de la mente-, pero en el lenguaje paulino el «espíritu» -el pneuma- siempre está
sometido al influjo del Espíritu Santo, y, por lo tanto, se trata de un pensar «cristiano», de
la mentalidad del creyente. Esta es la que tiene que renovarse constantemente, abriéndose al
influjo del Espíritu y dejándose captar por él.
Aquí no tenemos más que el reverso de lo que Pablo ha calificado de vida pagana: en
primer lugar la «vacuidad de su pensamiento». Esto es lo que constituye la vida pagana
como tal. Así pues, al sustituir esta vida por otra cristiana, debe verificarse una auténtica
inversión de mentalidad. En el lugar de la «vacuidad de su pensamiento» tiene que entrar
una mentalidad que contenga una realidad. Y como quiera que esta realidad es la misma
realidad de la fe, esta renovación de la mente sólo puede realizarse en el Espíritu.
Es alentador observar cómo Pablo es plenamente consciente de que
en la vida cristiana no se trata sólo de un impulso inicial, de una conversión de una vez
para siempre, sino que debemos perseverar en la decisión, en la constante vuelta hacia
Dios, y que, sobre todo, nuestra mentalidad de creyentes (como fuente de nuestro obrar)
necesita de una constante renovación. Esta es la raíz bíblica de la necesidad de la
meditación, de la familiaridad con la palabra de Dios, de la vida consciente en una
atmósfera espiritual. Aquí es donde se monta la guardia para mantener el derrotero de la
nave (que por sí solo no se mantiene), y tanto más firme tiene que estar la mano sobre el
timón, cuanto más fuertes son los vientos y más frecuentes las corrientes que combaten la
dirección emprendida (cf. 4,14).
Cuando ya está asegurado este fundamento de la mentalidad de la fe, se llega
propiamente a «revestirse del hombre nuevo». Todo esto requiere una nueva actitud; por
eso resulta raro que aquí no se emplee una forma verbal de duración y repetición (como
«renovarse»), sino una forma que expresa un acontecimiento único. Esto puede tener
conexión con la significación de la metáfora «vestirse», o sea una actividad transitoria,
cuya finalidad es el hombre «vestido»; lo que emerge es precisamente el resultado final.
H-NUEVO: El «hombre nuevo» es, en el lenguaje paulino, el hombre «en Cristo»,
«nuevamente creado en Cristo para las buenas obras» (2,10), «el hombre interior» (3,16),
cuya fuerza es el Espíritu de Dios, el hombre, en quien Cristo habita por la fe (3,17). Aquí
se describe como creado según Dios, o sea, con frase de la carta a los Colosenses:
«según la imagen de su Creador» (3,10). Pero quizá deberíamos entender el verbo «crear»
literalmente como «fundar», «fundamentar». De esta manera se perfila en nosotros la
semejanza de Dios en Cristo, para poderla realizar «en verdadera justicia y santidad», o
sea en aquella justicia y santidad que corresponde a la verdad, a una existencia derivada
de Dios.
................................
Propiamente este título no es adecuado, ya que Pablo cada vez añade lo que
específicamente diferencia al amor.
28 El que roba, que ya no robe más; sino, por el contrario, que trabaje
haciendo el bien con sus propias manos, para que tenga algo que compartir con
el necesitado.
Uno se admira quizá de que con tanta naturalidad se acepten como miembros de la
comunidad ladrones, acostumbrados ya desde antes a vivir sin trabajar, y que, al hacerse
cristianos, acepten también considerar esto como inmoral. Esto es ciertamente
sorprendente, pero mucho más lo es la natural confianza con que Pablo le hace al ladrón
de antaño esta propuesta: no sólo no debe servir a nadie de carga (ITes 4,12), sino que
tiene que ganarse el sustento con sus propias manos (esto aquí no se dice expresamente),
tiene que producir «algo» -en el orden de la posesión e incluso de la prosperidad-; y esto,
no solo para que él lo pase bien, sino para poderlo compartir con los que están
necesitados. ¡Qué optimismo! ¿Cuántos hay entre nosotros -que nunca fueron ladrones-
que trabajen para esto?
29 Todo lo que sea palabra mala no salga de vuestra boca, sino la buena, para
que pueda edificar la indigencia, y procure gracia a los que oyen.
Esto es una palabra buena la que construye, la que, aun de esa manera tan oculta como
se detalla en 4,16, constituye un «servicio», del que Cristo se vale para construir y hacer
crecer a su cuerpo. Cuando Pablo habla de la palabra «buena» y constructiva, como de
una gracia para los oyentes, debemos descubrir en ello estos dos pensamientos: una
gracia de miembro a miembro, pero que fluye del amor de Cristo. He aquí cómo una
palabra buena en el solo plano humano toma proporciones más amplias, con perspectiva
cristiana, en el espacio de lo sagrado y de lo divinamente grande.
Lo que al Espíritu Santo aflige es precisamente lo que rompe la paz y daña a la alegría.
Todo esto pertenece al hombre viejo; que todavía no ha muerto del todo; al hombre que se
encastilla y se hunde en su propio yo. Se enumeran los sentimientos interiores: acritud,
animosidad, ira, y sus expresiones exteriores: griterío, insulto. Todo esto tiene una raíz, que
está en la maldad. De ahí la exhortación: «Apartad de vosotros... juntamente con toda clase
de maldad».
1 Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos amados: 2 y andad en amor, como
Cristo os amó y se entregó él mismo por nosotros como ofrenda y víctima a Dios
en olor de suavidad.
Con nuestro perdón podemos imitar a aquel que nos ha perdonado: Dios. Y esto lo hemos
de hacer como hijos queridos. Efectivamente, mirar al padre para imitarlo es lo que
demuestra la buena calidad de hijo. Sin querer, nos acordamos del punto culminante del
sermón de la montaña: «Sed perfectos, como vuestro Padre del cielo es perfecto» (Mt 5,48),
y, según Lucas, todavía más cerca de nuestro contexto: «Sed misericordiosos, como es
misericordioso vuestro padre» (Lc 6,36). Pero sobre todo esta concepción se expresa en el
mandamiento: amad a vuestros enemigos «para que os mostréis verdaderos hijos de
vuestro Padre del cielo» (Mt 5,44s).
Esta vida con la mirada puesta en el Padre es también la imitación de Cristo, en un
sentido que, por otra parte, practicaba también Jesús como Hijo en una forma singular:
«Nada puede hacer el Hijo por sí mismo, como no vea al Padre hacerlo; porque lo que éste
hace, eso igualmente hace también el Hijo» (Jn 5,19). Así el hombre Jesús vivía lo más
profundo de la «imitación de Dios», aunque en la Sagrada Escritura apenas se habla de
«imitación», sino más bien de «obediencia» y de cumplimiento de la voluntad paterna.
De la imitación del Dios perdonador se extiende la consideración a toda la anchura de la
vida cristiana, que de nuevo se designa con la palabra «amor» y se fundamenta en el
modelo de la entrega amorosa de Cristo. Que la expresión «en amor» realmente comprende
toda la anchura de la vida cristiana, se desprende del hecho patente de que esta fórmula es
frecuentísima a lo largo de la carta a los Efesios. No solamente se habla de «soportarse en
amor» (4,2), sino que se dice que la vida se vive «en amor» (5,15); ciertamente, el último
fundamento es Cristo mismo, que edifica su cuerpo «en amor» (4,16), en nuestro amor, en
cuanto que realmente actúa en amor recíproco de los creyentes y por éste. Siempre nos
tropezamos con el amor fraterno. Así hemos entendido al principio en el mismo sentido la
primera actitud y hemos visto que el fin próximo de nuestra elección es precisamente «que
seamos santos e inmaculados en amor» (1,4).
Prototipo de este amor es el amor del crucificado. Esto quiere decir que el amor es
sacrificio, servicio, entrega de sí mismo hasta la inmolación: en este sentido es modelo y
medida el sacrificio amoroso de Cristo: «Amaos unos a otros, como yo os he amado» (Jn
15,12). De aquí la consecuencia sencillamente contundente y de inmediata eficacia, que los
discípulos sacaron del amor: «Él ha dado su vida por nosotros. Y nosotros debemos dar
nuestra vida por los hermanos» (IJn 3,16). No al azar usa Pablo para significar la muerte de
Cristo en la cruz expresiones tomadas de la terminología sacrificial del Antiguo
Testamento,
como «entrega», «sacrificio», «a Dios en olor de suavidad». Y así la marcha del
pensamiento en estos dos últimos versos se reduce a esto: la imitación de Dios es una
consecuencia natural de la imitaci6n de Cristo, y ésta para Pablo consiste no en esta o en
aquella virtud, sino en llevar hasta el fondo la perfecta repetición del sacrificio vital de
Cristo, y de ese otro sacrificio que día tras día se renueva en las manos del sacerdote y
que debe continuar en la vida de todos los que juntamente ofrecen y juntamente son
ofrecidos.
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Pablo toma ahora un nuevo rumbo. Esta vez pone en el centro el vicio capital del
paganismo, la lujuria, y sigue con el tema en los próximos cinco versículos.
Por «fornicación o cualquier clase de impureza» se entiende todo un sector humano que
puede afectar a la vida cristiana: desde el pecado de obra hasta la conversación frívola y la
concupiscencia interior, como se deduce del texto paralelo de la carta a los Colosenses:
«fornicación, impureza, pasión, deseo malo» (3,5). De nuevo aparece aquí la codicia al lado
de la impureza, como ordinariamente ocurre en san Pablo. En el citado texto de Colosenses
se continúa así: «y la sed de lucro, que es una idolatría». Esta condenación de la codicia
como culto idolátrico falta en nuestro texto, pero aparece inmediatamente (5,5), cuando
junto al «lujurioso» y al «impuro» está el «codicioso», «que es un idólatra». Debido a esta
estrecha vinculación conceptual entre fornicación y codicia, algunos han intentado ver, en
la palabra griega, algún vicio que tenga que ver con la vida sexual, uniendo ambos
conceptos en uno, como puede verse en 4,19; donde el término original que aquí
traducimos por «codicia», se tradujo por «frenesí». En ambos casos el Apóstol aplica el
término a expresar el deseo desmedido, ya de poseer riquezas, ya de gozar. Sin embargo,
para ser justos con el lenguaje propio del Apóstol, hay que dejar a cada vicio en lo que es:
la fornicación y la codicia; pero teniendo en cuenta que para Pablo lo decisivo entre ambos
es la codicia: codicia en el gozar o codicia en el tener. Ésta es la que esclaviza al hombre
de igual manera. El objeto de su codicia será su «dios» (Fil 3,19). Y si solamente es la
codicia la que se llama idolatría y no la fornicación, esto se debe a que el codicioso es más
dueño de sí mismo y realiza sus actos con más consciente reflexión e incluso con frialdad
de cálculo.
Estas tres cosas -fornicación, impureza, codicia- «ni siquiera se nombren entre vosotros».
El «ni siquiera» muestra claramente que el Apóstol tiene conciencia de lo exagerado de la
expresión. Por ello son lícitas las traducciones con un toque de exageración: «ni por
asomo...», «ni una sola vez deben ser oídas» o «...conocidas por su nombre». Deberá
entenderse que tales cosas no deben ocurrir nunca entre vosotros.
Como fundamento de esta exhortación añade simplemente: «como corresponde a
santos». Entre los cristianos surge una honda y viva conciencia de que el bautizado en
Cristo y sellado, como una propiedad sagrada, por el Espíritu Santo, pertenece tan
íntimamente a Dios en la esfera de lo sagrado, que todo lo que de profano y antidivino
introduzca en esta esfera equivale a un robo divino y a una profanación del templo. En la
primera carta a los Corintios se hace también referencia a los pecados de la carne y a la
profanación del cuerpo humano, utilizando para ello un lenguaje bastante fuerte (lCor
6,12-20).
Otra nueva trilogía añade Pablo, y parece corresponder literalmente a la anterior.
Después de haber dicho: «fornicación, impureza o codicia», añade ahora: «groserías,
estupideces y bufonadas». No está claro qué se entiende por «grosería»: si una conducta
desarreglada o una conversación sucia; algo análogo ocurre con las expresiones
siguientes. En todo caso, esta segunda trilogía debe pertenecer al ámbito de la primera,
que se reanuda otra vez en el versículo siguiente (5,5): «fornicario, impuro, codicioso».
De las conversaciones sucias ha hablado ya Pablo en 4,29: «Todo lo que sea palabra
mala no salga de vuestra boca». Pero allí predomina la atención al prójimo, y así lo
contrario de la mala conversación es la buena conversación, que aporta utilidad a los que
escuchan. Aquí, por el contrario, a la conversación sucia se opone la acción de gracias: se
trata, pues, de la conducta moral del individuo.
Pablo parece sentir muy hondamente el abuso de los dones divinos, como son las
valiosas capacidades humanas. Esto puede valer sobre todo con respecto a la lujuria y a la
codicia, y se pone aquí de relieve, al tratarse de una cosa tan grave como es el abuso del
lenguaje humano, que nos capacita para la pública alabanza divina, pudiendo realizar con
ello su más noble y alta tarea. Verdaderamente, ¿quién hubiera imaginado poner la
alabanza y la acción de gracias como reverso de las conversaciones sucias?
ACCION-DE-GRACIAS: Es sorprendente que aquí surja de pronto la acción de gracias.
Ésta es para Pablo la postura fundamental del cristiano. Compárese el texto
correspondiente de la carta a los Colosenses en que habla de esta acción de gracias: los
cristianos deben estar «arraigados y sobreedificados en él (= Cristo) y asidos a la fe...
prodigando la acción de gracias» (Col 2, 7). Tomemos también Col 3,15 con la exhortación
ex abrupto: «y poneos a dar gracias», y tantos otros pasajes 24, y con todo esto podemos
realmente decir: la acción de gracias a Dios es una actitud esencial, tan importante para el
Apóstol, que, encaje o no, la urge constantemente.
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24. Cf. sobre todo 1Ts 5,18.
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...5 Pues tened esto bien entendido: ningún fornicario, impuro o codicioso, que
es un idólatra, tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios. 6 Nadie os engañe
con palabras vanas: pues por estas cosas viene la ira de Dios sobre los hijos de
la desobediencia. 7 No tengáis, pues, nada común con ellos.
Aquí surge una consideración -no muy frecuente en san Pablo, como motivación moral-
sobre las consecuencias, no tomadas en serio suficientemente, de una vida inmoral: la
exclusión del reino y de la herencia de Dios 25.
Del «reino de Dios» se había hablado ya en la carta a los Colosenses, cuando se decía:
Dios «nos liberó del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino del Hijo de su amor»
(1,13). Aquí también aparece el «reino de Dios» como el ámbito de la soberanía «de su
Hijo
muy amado» (cf. 1,6). Pero Dios es el que nos ha «redimido» y nos ha trasladado a este
reino de su Hijo, como es también Dios el que «lo puso todo debajo de sus pies» (Ef 1,22).
En este sentido hay que entender el «reino de Cristo y de Dios». En este ámbito de la
soberanía de Cristo, tenemos parte en el reino de Dios, ahora ya de manera inicial y
fundamental, aunque todavía oculta (Col 3,3s). Pero lo que ahora está oculto y más tarde
se descubrirá en gloria, no es otra cosa en definitiva sino la vida de Cristo en nosotros. De
ambos anuncia Pablo que serán excluidos los pecadores. No heredarán el reino de Dios,
porque ya ahora no tienen tampoco ninguna participación en él. Así es como Pablo expresa
la realidad de lo que en el lenguaje de la teología (con mucha menos fuerza) se llama el
«estado» o la «pérdida de la gracia santificante».
«Nadie os engañe con palabras vanas: pues por estas cosas viene la ira de Dios sobre
los hijos de la desobediencia». Hay, pues, otras voces, que proclaman que la lujuria y la
codicia no tienen importancia. No la tiene en sí, pues se trataría simplemente de la forma
como la naturaleza del hombre se desarrolla; y tampoco la tienen por las eventuales
consecuencias: «Comamos y bebamos, pues mañana moriremos» (ICor 15,32). El mismo
Pablo les da la razón a estas voces del mundo, «si realmente los muertos no resucitan».
Las «palabras vanas» son palabras detrás de las cuales no hay ninguna realidad, sino un
pensamiento que se pierde en el vacío 26. Este es el pensamiento que «el príncipe de la
potestad del aire, el espíritu que actúa ahora entre los hijos de la rebelión» (2,2), exige con
todos los medios a su alcance; el espíritu, que presenta el mundo como un ser autónomo,
como si fuera un fin para sí mismo, igualmente que el hombre. «Nadie os engañe», advierte
el Apóstol, pues son voces de sirena, tanto más peligrosas cuanto más propenso es el
hombre a aceptarlas.
«...estas cosas», que el mundo toma tan a la ligera, son aquellas por las cuales «viene la
ira de Dios sobre los hijos de la rebeldía». El que endereza su vida en esta direcci6n, se
desvía automáticamente del reino de la luz, en cuyo ámbito salvador había entrado, para
caer de nuevo en el poder de las tinieblas y sufrir consiguientemente la condena que sobre
estas cosas recaerá. «No tengáis, pues, nada común con ellos»: tan grande es el peligro
que los amenaza.
Al mismo tiempo, esta ira de Dios no es solamente futura, sino que ya está actuando
desde ahora. Pablo describe esta situación en la carta a los Romanos: «por eso Dios los ha
entregado», a saber, en su propio ser y en sus concupiscencias, hasta desembocar en una
esclavitud peor y más vergonzosa (cf. Rom 1,21-32).
El Apóstol se está refiriendo claramente a la concepción libertaria en asuntos morales,
sobre todo en lo concerniente al sexo. Se trata del libertinaje moral 27. Éste puede dar
origen a una postura tanto moral como inmoral, según como se tome. Una interpretación
gnóstica de lo espiritual puede llevar a considerar a la materia como algo que marcha solo e
independiente: ella puede seguir el camino que quiera; lo que cuenta es el espíritu.
A un resultado parecido puede llevar una falsa comprensión de la postura del Apóstol
frente a la ley y a las «buenas obras». La justificación por la fe sola podría ser mal
entendida así: mientras menos obras, mayor es la fe (antinomismo). Lutero experimentó las
consecuencias de su paulinismo unilateral en la vida moral del pueblo creyente, y sufrió
bastante por ello. ¿Qué reacción produce en nosotros la insistencia incansable con que la
Iglesia, a contrapelo de la incomprensión del mundo, nos predica que la lujuria, la
impureza,
la codicia son cosas por las que aviene la ira de Dios sobre los hijos de la rebeldía»? ¿No
tenemos la tentaci6n de echar en cara a la moral católica (moral del sexo, del matrimonio)
que nos propone concepciones ya anticuadas? Habrá que recomendar a veces un
desplazamiento del acento, pero lo que esta moral dice, debe permanecer intocable. La ira
de Dios viene, y viene por estas cosas: «No tengáis, pues, nada común con ellos.»
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25. Cf. para esto también 1Co 6,9; 15,50; Ga 5,21.
26. Además de 4,17.
27. Habría que comparar los vivos coloquios con esta gente en la primera a los Corintios
(6,12-14: 10,23).
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8 Pues antaño erais tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor; andad, pues,
como hijos de la luz, 9 pues el fruto de la luz consiste en toda suerte de bondad y
de justicia y de verdad. 10 Discernid lo que es agradable al Señor...
LUZ/HIJOS: Pocas veces amenaza Pablo con el castigo de Dios, como en el pasaje
precedente; lo normal en él es que haga derivar la vida moral del cristiano del mismo ser
cristiano. Así también aquí. Empieza subrayando, por medio de un tiempo pasado («erais»),
que ya no son lo que eran. No solamente se ha verificado un cambio de ambiente, sino que
ellos mismos, que eran tinieblas, se han convertido en luz. Ha surgido una nueva creación:
«Andad, pues, como hijos de la luz...» «Hijos de la luz» se llaman los cristianos ya en la
primera de las cartas paulinas: «Todos sois hijos de la luz e hijos del día» (lTes 5,5). Este
empleo de «hijos» es una expresión semítica para indicar la íntima pertenencia, y será muy
útil recordar su origen: el hijo se parece al padre. Con la vida y la existencia recibe también
una mentalidad y un estilo de vida. Su procedencia es visible. Lo mismo ocurre aquí.
Proceder de la luz, ser luz uno mismo: esto impone una responsabilidad. La luz debe
alumbrar, y esta iluminación consiste en todo lo que pueda llamarse «bondad» y «justicia»
y
«verdad».
Se trata de las tres expresiones más comunes para indicar la perfección moral. Cada una
de ellas bastaría ya para abarcar el conjunto. La verdad es la vida que corresponde a la
realidad 28. Cuando esta realidad íntima, este ser del cristiano que lo impulsa a su propia
afirmación se comprende y se realiza como voluntad de Dios, como ley, entonces lo que
antes se llamaba «verdad», ahora se llama «justicia». Finalmente, la expresión «bondad»
se refiere de nuevo a la rectitud, con un subrayado al amor y a la misma bondad. Y así
estas tres cosas son realmente, no «frutos», sino, como expresamente se dice en nuestro
texto, «el fruto» de la luz.
«Discernid lo que es agradable al Señor». Se trataba del «fruto» de la luz. Pero este
«fruto» tiene una peculiaridad: no crece por sí mismo en la bondad del árbol, que lo
sostiene; sino, al contrario, tiene que intentar la forma de mantenerse, tiene que optar, tiene
que discernir lo que es «acepto al Señor». Así pues, la medida de esta opción no es
agradarse a sí mismo o a los otros, sino sólo al Señor.
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28. Además de 4,15.
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...11 y no comulguéis con las obras infructuosas de las tinieblas; antes bien,
ponedlas en evidencia; 12 pues las cosas que ellos realizan en oculto, resulta
vergonzoso aun el decirlas; 13 pero, una vez puestas en evidencia todas ellas,
por la luz quedan al descubierto: pues todo lo que queda al descubierto es luz. 14
Por eso dice: «Despiértate tú, que duermes, y levántate de entre los muertos, y
Cristo brillará sobre ti.»
«...las obras infructuosas de las tinieblas». Aquí no se habla de los «frutos» de las
tinieblas, como antes se ha hablado de los «frutos» de la luz, ya que sería demasiado honor
el uso de esta metáfora. El Apóstol habla sólo de «obras» de las tinieblas y añade que son
«obras infructuosas». Desde una perspectiva humana, pueden ser grandes realizaciones y
proezas, pero, dado que proceden de las tinieblas, sólo tinieblas propagan, y todo supuesto
logro es apariencia engañosa. Que aquí se hable de obras «infructuosas» demuestra que,
al hablarse antes del «fruto» de la luz, no se pensaba solamente en su procedencia de la
luz, sino en su calidad de «fruto» beneficioso para los demás. Procediendo de la luz, él
mismo difunde luz.
«...una vez puestas en evidencia todas ellas, por la luz quedan al descubierto: pues todo
lo que queda al descubierto es luz». Partimos del presupuesto de que esta traducción no es
muy clara y mucho menos el texto original; lo único posible, pues, es intentar sacar el
sentido general partiendo de lo que es seguro, o sea: se nos exige «poner en evidencia»
(5,11b), y al final (5,13b) se indica expresamente la finalidad que se intentaba: «pues todo
lo que se pone en evidencia es luz». Y este objeto es luz precisamente porque al poner en
evidencia queda al descubierto por la luz. Si esta manera de entenderlo tiene sentido,
lógicamente con la expresión quedar al descubierto por la luz o llevar a la luz no se quiere
decir simplemente que la conversación «convincente» del cristiano abre la oculta vergüenza
a la luz del día, poniendo así al descubierto todo su alcance. Efectivamente, ¿quién se
atrevería a decir que la vergüenza, por el hecho de haber sido interpelada, se convierta
precisamente en luz? Por tanto, parece que la expresión, excesivamente abreviada, se
refiere a un poner en evidencia de cuyo resultado la luz -Cristo- aparezca victorioso,
conduciendo a la conversión. En esta perspectiva se presenta a Cristo como luz (5,14b).
Ciertamente, todavía nos resulta oscuro por qué Pablo pudo formular todo el pasaje en el
sentido de que «todo lo que es puesto en evidencia, por la luz queda al descubierto». En
todo caso, este sentido es exigido por la explicación que a continuación se añade: «pues
todo lo que queda al descubierto es luz». Que Pablo realmente piensa en la conversión de
los pecadores, queda definitivamente claro por la cita final:
«Por eso dice: "despiértate tú, que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo
brillará sobre ti".» Se sospecha que esta estrofa pertenece a un himno cantado en la liturgia
bautismal y en el que se apostrofaba al neófito. Éste sabía que, con el bautismo, entraba en
una vida nueva, que se diferenciaba de la existencia anterior como el claro despertar del
sueño sepulcral, como la vida resucitada de la muerte, y que todo esto se vivía en un nuevo
mundo, a la luz de un nuevo sol, Cristo.
15 Mirad, pues, con cuidado cómo andáis, no como necios, sino como sabios,
16 aprovechando el tiempo, porque los días son malos. 17 Por eso no os volváis
insensatos, sino comprended cuál es la voluntad del Señor.
La conjunción «pues» puede muy bien referirse a la experiencia de iluminación que trae
consigo el bautismo, y de la que se acaba de hablar. Una vida nueva en una nueva luz, es
verdad; pero hay que realizarla con conciencia y responsabilidad. Ya anteriormente se
proponía la tarea de decidirse conscientemente a «lo que es acepto al Señor». También
aquí ahora el primer pensamiento apunta a una recta comprensión de lo que concretamente
es la voluntad del Señor. De aquí la apremiante exhortación: «mirad con cuidado». La cosa
no es tan simple. Hay fuerzas de dentro (2,3) y fuerzas de fuera, que están operando para
oscurecer la luz, turbar la mirada e impedir o dificultar la recta opción.
Y ya no deben vivir como «necios», puesto que han dejado de serlo al recibir en sí
abundantemente la riqueza de la gracia de Dios como suma de toda sabiduría e inteligencia
a través de la revelación del misterio de la voluntad de Dios (1,8s). Por el contrario, deben
vivir como «sabios». Hay que estar atentos a esta vida, ya que en ella está la verdadera
sabiduría. Esta no consiste en una descuidada e irreflexiva improvisación al día, sino en un
consciente «aprovechar el tiempo». La palabra griega kairos dice más que «tiempo»: se
refiere al contenido de este tiempo, a la situación que este tiempo trae consigo, a las
posibilidades que ofrece. Y «aprovechar el tiempo» quiere decir sacar ventaja de estas
posibilidades con vistas al fin último, entresacando de cada situación lo mejor.
Esto es sabiduría, y sabiduría urgente, «... pues los días son malos». En la tradición judía
y después en el Evangelio, domina la idea de que los últimos tiempos, en su calidad de
dolores de parto de un nuevo mundo, traen consigo dolores, necesidades y angustias de
toda clase. El maligno es el que con la última proclama de su ya decadente soberanía hace
que estos días sean «malos». Este mal, que tan amargas consecuencias puede traer,
significa para el hombre impugnación, tentación y peligro. Ver a todo trance la cruz en este
mal, ver en esto, que lleva a la aniquilación, el camino para la vida, no puede realizarse sin
la ayuda de la sabiduría. El Apóstol exhorta instantemente. De aquí la repetición: «no os
volváis insensatos». ¡Sólo la voluntad de Dios! Conocerla es lo contrario de la insensatez.
La voluntad de Dios es decisiva para todo lo que hay que hacer, permitir o padecer. ¿A
dónde irá el cristiano por este conocimiento de la voluntad de Dios y por la disponibilidad
para cumplirla, y cómo podrá afianzarse en ella?
5/21
21 Someteos los unos a los otros en el temor de Cristo.
(21 Someteos los unos a los otros en el temor de Cristo.) 22 Las mujeres sométanse a los
propios maridos, como al Señor. 23 Porque el marido es cabeza de la mujer, como también
Cristo es cabeza de la Iglesia, su cuerpo, del cual es también salvador. 24 Ahora bien, como
la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo.
Las mujeres deben estar sometidas a sus maridos, como al Señor. Esta conjunción «como» -
según el uso del griego- tiene un empleo de analogía de proporción, que aquí está
condicionada por la frase «en el temor del Señor»: la mujer se somete al marido
precisamente porque, actuando así, se somete al Señor.
«Porque el marido es cabeza de la mujer, como también Cristo es cabeza de la Iglesia, su
cuerpo, del cual es también salvador.» El matrimonio debe imitar la relación de Cristo con
su Iglesia. Así como Cristo es la cabeza de su Iglesia, así también el marido lo debe ser de
su mujer. Con la palabra «cabeza» se quiere indicar ante todo la postura de señor y amor.
Cristo es ciertamente, en su calidad de cabeza de la Iglesia, mucho más que eso 29: es
fuente de su vida, fundamento y fin de su crecimiento, cosa que no lo es el marido con
respecto a su mujer.
Ciertamente Pablo quiere limar esta actitud dominadora del marido, excluyendo toda clase
de egoísmo y de abuso de suficiencia. Por eso añade esta sorprendente perícopa: «Cristo,
salvador de su cuerpo». La autoridad del marido debe estar toda ella dirigida a la
«salvación» de la mujer, en la misma medida en que Cristo adopta esta actitud con respecto
a su Iglesia 30.
Así ve Pablo esta relación por parte del marido. Ahora intenta colarse en la perspectiva de
la mujer. «Ahora bien, como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus
maridos en todo». Indudablemente, al formularse la proposición fundamental por partida
doble, se quita la posibilidad de todo equívoco. Al marido atribuye el Apóstol el papel
moderador y directivo del matrimonio, mientras que a la mujer la considera como
subordinada. Y esta relación vale «en todo», o sea en todas las circunstancias de la
convivencia del matrimonio.
Lo nuevo que hay aquí es la perspectiva religiosa. A ambas partes se exhorta a vivir esa
ordenación a partir de la fe. El marido debe entender su papel directivo como un camino
para la salvación, según el modelo de Cristo; y la mujer debe prestar su obediencia como si
fuera un servicio de sumisión hecho directamente a Cristo.
Una verdad religiosa valedera y permanente debemos verla en el hecho de que la vida
común en el matrimonio se considera como realización de la fe y de la vida de la gracia.
Pero la comparación que Pablo toma de la relación de los sexos y de los cónyuges,
debemos entenderla en su condicionamiento histórico y temporal. Corresponde
generalmente a la precaria posición de la mujer en el mundo antiguo, y especialmente a la
educación rabínica del propio Pablo. Ciertamente en aquel tiempo se abría ya paso una más
alta e igualitaria estima de la mujer. En el mismo Jesús aparecen, como podemos fácilmente
reconocer, ciertas cosas francamente claras: el hombre y la mujer son, por su propia
creación, del mismo valor esencial a los ojos de Dios. Esto, sin embargo, no había sido
llevado completamente a la vida práctica en la época apostólica. Pero los versículos
siguientes demuestran que Pablo estaba ya en esa dirección.
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29. Para 1,22 y 4,16.
30. Así puede entenderse esta expresión («salvador del cuerpo»). Pero es discutible si con ello queda suficien-
temente explicada esta fórmula sorprendente. Pues, aunque para nosotros es tan frecuente tratar a Cristo como
«Salvador» (soter), en el NT es muy raramente designado con este título; en san Pablo, aparte de las tardías
cartas pastorales, solamente aparece en Flp 3,20. Allí es el salvador de los fieles (como Lc 2,11) o el
«salvador del mundo» (como Jn 4,42), resultando completamente única la determinación «salvador de su
cuerpo».
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Así como para las mujeres Pablo solo tenía una exhortación: «Estad sumisas», así para
los maridos no tiene más que una también, fundamental y que lo abarca todo: «Amad a
vuestras esposas». Y otra vez Cristo es el modelo: «como Cristo amó a su Iglesia y se
entregó por ella». Pero aquí también tiene que haber algo más que una simple
comparación. La actuación de Cristo por su Iglesia tiene que constituir la base del amor del
marido por su mujer: porque Cristo se ha entregado por su Iglesia en amor, y el matrimonio
es como la reprodución de la relación de Cristo con su Iglesia, por esto precisamente deben
los maridos amar a sus mujeres, y por su parte comunicar este amor en una entrega
dispuesta al sacrificio.
El fin, al que debe apuntar la entrega de Cristo en la cruz, es precisamente la liberación
del poder de las tinieblas, y del juicio de la ira de Dios, o sea, en una palabra, el perdón de
los pecados (Gal 1,4). Aquí se subraya fuertemente el lado positivo de esta obra redentora:
la santificación 31; y no tanto la santificación de los individuos, cuanto la santificación de
la Iglesia en su conjunto. Esta santificación se logra por el bautismo constante de sus
miembros siempre nuevos. Es al mismo tiempo purificación y santificación.
La expresión «baño de agua en la palabra» es equivalente a lo que la teología llama
«sacramento»: una «materia», el baño de agua, a la que sobreviene la palabra -la fórmula
bautismal- como «forma» que da sentido. «En la palabra» significa según la manera de
hablar semítica «juntamente con», «acompañado de».
Ahora se describen los detalles de la santificación. Cristo se ha entregado en la cruz de
la Iglesia, «para presentársela a sí mismo toda gloriosa». La palabra «presentar» puede
considerarse como expresión técnica del acto de «llevar» a la novia. Así lo emplea también
san Pablo cuando se describe como padrino, que «lleva a Cristo la Iglesia de Corinto como
una virgen pura» (2Cor 11,2). Ahora bien, este «padrinazgo» lleva consigo una tarea de
formar, perfilar, perfeccionar y embellecer, como se pone de manifiesto en la manera como
Pablo, en la carta a los Colosenses, habla de su trabajo apostólico como un «presentar a
todo hombre perfecto en Cristo» (1,28).
En nuestro pasaje se pone de relieve que Cristo es su propio padrino, o sea que él
mismo lleva a la Iglesia como novia gloriosamente. Él mismo es el que prepara a la novia,
el que hace que esté «sin mancha, sin arruga o cosa parecida, sino, por el contrario, santa e
inmaculada».
Pero ¿en qué sentido es realmente la Iglesia tan gloriosa, tan pura, tan inmaculada y
virginal? ¿Se quiere indicar con ello a la Iglesia de los últimos tiempos, completamente
purificada por las bodas eternas del cordero? Ni mucho menos; por el contrario, siendo ya
obra maestra de su esposo, la Iglesia es ya ahora gloriosa e inmaculada. Y lo que después
quedará manifiesto, no será más que la belleza, que ya ahora posee escondida.
Aún más: Pablo piensa en la Iglesia, tal como surge del bautismo: siempre nueva,
radiante y pura. Lo que ella hace por sí misma, no lo dice el Apóstol aquí, ya que está
tratando de la comprensión de la entrega sacrificial y del amor de Cristo.
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31. Purificación y santificación juntamente: Tit 2,14.
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28 Así deben también los maridos amar a sus mujeres como a sus propios
cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. 29 Pues nadie odió jamás a
su propia carne, sino que la nutre y la calienta, como hace también Cristo con la
Iglesia, 30 porque somos miembros de su cuerpo.
«Así deben también los maridos amar a sus mujeres como a sus propios cuerpos.» El
pensamiento no es completamente nuevo, ya que se reduce a destacar una dimensión de
la actuación ideal de Cristo, de la que se dijo algo antes al presentar a Cristo como
salvador de su cuerpo, que es la Iglesia. Aquí emerge claramente la consideración del amor
de la cabeza por su propio cuerpo. Esto es lo que debe también valer para los maridos: «el
que ama a su mujer, a sí mismo se ama.» Esta consideración le sirve al Apóstol de
motivaci6n esclarecedora, que a pesar de la brevedad de su expresión invita a ser llevada a
sus más pormenorizadas consecuencias.
«Nadie odió jamás a su propia carne, sino que la nutre y la calienta, como hace también
Cris?o con la Iglesia.» «Odiar» no hay que tomarlo en el sentido fuerte que tiene la palabra
en castellano: para los semitas «odiar» era lo mismo que «amar menos a uno que a
otro»32. Y así uno «odia» en la medida en que no ama, o que descuida a alguno a quien
debiera amar, tratándolo fría e indiferentemente. Ahora es cuando vendría bien, como un
grado superior, lo que nosotros entendemos propiamente por «odiar»: aversión
propiamente dicha, que desea el mal para los otros. Verdaderamente lo único que hace
falta es que el marido cultive a su mujer, como cada uno se preocupa por su propio
bienestar y su propia salud, evitando el dolor, curando las heridas y eliminando toda
incomodidad.
Otra vez Cristo se presenta como ideal de este cultivo y cuidado de su cuerpo (que es la
Iglesia). Por tercera vez se emplea la expresi6n fundamental y apremiante: «como también
Cristo». Qué quiere Pablo con ese alimentar y calentar, podemos deducirlo de lo que se
dice en 4,16: «...del cual todo el cuerpo recibe unidad y cohesión...» En esa obra de
unificación y de ajustamiento está él presente actuando y procurando únicamente que el
cuerpo crezca y llegue a su madurez en el amor.
Y al tratarse aquí de «alimentar», es posible que se haga alusión al hecho de que Cristo
alimenta a este cuerpo consigo mismo, con su carne y sangre eucarísticas, expresión
visible y tangible de una vida en Cristo, que nos vitaliza y nos mantiene a todos, «pues
somos miembros de su cuerpo».
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32. Cf. Lc 14,26 con eI paralelo Mt 10,37.
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Sin una fórmula de introducción, como es corriente cuando aduce una cita de la
Escritura, Pablo pone por delante el texto del Génesis: «Por lo cual dejará el hombre al
padre y a la madre...» (Gén 2,24). Ordinariamente se entiende este texto del matrimonio
natural. No así Pablo. Él ve ahí expresado un profundo misterio («este misterio es grande»)
y añade la razón por qué lo considera tan grande: «...se aplica a Cristo y a la Iglesia.» O
sea: yo entiendo esta obra de Dios como realizada en Cristo y en la Iglesia. Directamente
se trata de la primera pareja humana. Pero para Pablo Adán es figura de Cristo, el segundo
Adán. Lo que vale para el primer Adán, encuentra en el segundo su sublimación y
cumplimiento. Así entiende Pablo el texto del Génesis: Cristo y su matrimonio con la
Iglesia, y por eso lo presenta verdaderamente como un misterio «grande».
El texto trata también, ciertamente, del matrimonio humano, aunque como dependiente de
aquel fundamental matrimonio de Cristo con su Iglesia, al que se refiere esencialmente
como trasunto suyo. Siendo esto así, el matrimonio humano es algo más que una mera
figura, cuando se realiza entre miembros de Cristo: debe realizar la unión amorosa de
Cristo con su Iglesia. Así pues, el matrimonio no es solamente figurativo, sino que es una
participación real en lo que Pablo llama el gran misterio: Cristo esposo, un solo cuerpo con
su esposa la Iglesia. Esto es lo que hace que el matrimonio sea entendido como un misterio
de participación, un instrumento de la gracia y, por lo tanto, un sacramento. Y el que sea un
trasunto de la unión de Cristo, el esposo, y de su esposa la Iglesia, esto es lo que diferencia
este sacramento de los otros y constituye su cualidad específica.
Desde esta profunda visión del misterio del matrimonio cristiano -ya que se sitúa
solamente en una perspectiva- vuelve Pablo finalmente a su exhortación inicial dirigida a
los
casados. Lo natural sería que después de todo lo dicho la exhortación final empezara con
un «por eso» o «por tanto», en calidad de resultado o de consecuencia. Sin embargo, el
Apóstol comienza con un sorprendente «en todo caso», con que se prescinde de lo que
antecede, como si Pablo quisiera decir: lo hayáis entendido o no, lo decisivo es que obréis
rectamente: «En todo caso, también cada uno de vosotros, que ame a su mujer como a sí
mismo, y la mujer respete a su marido».
(_MENSAJE/10.Págs. 141-166)
2. HIJOS Y PADRES
(6/01-04).
3. ESCLAVOS Y AMOS
(6/05-09).
5 Los esclavos, obedeced a vuestros amos según la carne con temor y temblor,
en la sencillez de vuestro corazón, como a Cristo, 6 no con un servicio
meramente para ser vistos, como quienes agradan a hombres, sino como
servidores de Cristo que hacen la voluntad de Dios con toda el alma, 7 sirviendo
con buena voluntad como al Señor y no como a hombres, 8 sabiendo que cada
cual, conforme al bien que hiciere, recibirá del Señor, sea esclavo, sea libre.
Queda todavía una palabra para los esclavos y los amos, y así con esto se completa el
cuadro doméstico, o sea la instrucción familiar (en el sentido de los antiguos). De los
esclavos sólo exige Pablo una comprensión de su «vocación» desde una altura y
profundidad equivalente al nivel desde el cual los fundadores de órdenes religiosas
exigieron más tarde a sus subordinados voluntarios con respecto a sus superiores puestos
por Dios. Sin embargo, en esta situación hay que hacer serios esfuerzos para admirar la
naturalidad con que Pablo presupone un espíritu de fe en aquellos cristianos, sencillos y
muy poca maduros todavía. Así como la mujer debe ver a Cristo en su marido y sólo así
someterse a él, así también el esclavo debe obedecer a Cristo en su amo, no solamente en
lo bueno. sino en las contrariedades (cf. lPe 2,18). El apóstol pide un santo respeto. Esto
es lo que quiere decir en el lenguaje bíblico la expresión «con temor y temblor», y la
adición
«en la sencillez de vuestro corazón» 36.
Esta «sencillez» hay que tomarla en el sentido estricto de la palabra. Es la postura del
hombre interior, que solamente conoce un único objetivo, al que sirve sin segundas
intenciones con toda su fuerza y con plena entrega. Así también debe el esclavo ver en su
señor sólo a Cristo, al que entrega todo su esfuerzo y actuación. Deben tenerse por
esclavos de Cristo y hacer la voluntad de su señor tan «de corazón» como únicamente se
puede hacer la voluntad de Dios de lo más profundo del alma. Lo contrario de esto sería
servir «para ser visto», es decir, para agradar a los hombres, servir mientras está encima el
ojo vigilante del amo. Estos son los hombres dobles (lo contrario de un corazón sencillo),
divididos entre el servicio ficticio y los deseos del propio corazón. No así el esclavo de
Cristo.
Pablo repite la idea fundamental y reconoce con ello que no es tan simple lo que él exige:
«con buena voluntad» deben servir, porque sirven al Señor y no simplemente a los
hombres. Y aquí vuelve otra vez la idea de la recompensa: en el fondo trabajan para sí
mismos, por mucho que parezcan ser instrumentos de una voluntad extraña. Para ellos vale
igual que para los otros el mismo principio: «Cada cual, conforme al bien que hiciere,
recibirá... »
...............
36. Cf. 2Cor 7,15; Fil 2,12.
...............
b) Amos, pensad en el único amo-verdadero (6,9).
9 Y vosotros, los amos, haced lo mismo con ellos. Dejad de lado las
amenazas, sabiendo que en los cielos está el Señor tanto de ellos como de
vosotros, y en él no hay acepción de personas.
FE/LUCHA LUCHA/BATALLA: Pablo empieza esta sección con una fórmula que nos
sugiere el final («en definitiva»). Por eso su lenguaje toma vuelo: hay que despedirse y
sabe Dios hasta cuándo. «Fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder.» Con toda la
fuerza de Dios quiere el Apóstol que se armen sus fieles. No tienen por delante tranquilidad
y seguridad, sino lucha, y para ella hay que estar armados. Pero la armadura tiene que
venir de Dios, para que todo tenga un final feliz. Si se tratara de una lucha de hombre a
hombre, cabría esperar algo de las fuerzas humanas. Pero es una lucha con adversarios
completamente distintos.
Aquí aparecen otra vez las «potestades», los «principados» y las «dominaciones», de las
que ya se hablaba al principio de nuestra carta, cuando Pablo celebraba la elevación de
Cristo, el resucitado, sobre todas las potencias angélicas (1,21). Pero allí todavía quedaba
en duda de qué clase eran aquellas potencias angélicas. Aquí, por el contrario, se
presentan claramente como potencias enemigas de Dios, que están al servicio de Satán y
por eso se llaman expresamente «espíritus de maldad» 37. Irrumpen contra los adeptos de
aquel que en la cruz las derrotó radicalmente. Y tanto más salvaje es su desesperado
bramido, cuando más corto saben que es el tiempo que les queda y mientras más vano es
su esfuerzo, ya que arremeten contra aquel que los ha dominado de una vez para siempre.
Y en último término, Cristo mismo es la «armadura» de Dios, como puede verse por la
enumeración detallada de sus elementos componentes: coraza, escudo, casco o espada.
La armadura de Dios está preparada, pero hay que ponérsela, y esto es cosa de cada
uno. Por eso se exhorta otra vez: «tomad la armadura de Dios para que podáis resistir en el
día malo -o sea los últimos tiempos, en los que hay que contar con un recrudecimiento de
los enemigos de Dios derrotados 38- y, tras haberlo cumplido todo, quedar dueños del
campo». Quiere decir: después que hayáis vencido a todos los enemigos. O también:
después que hayáis realizado todo lo que estaba en vuestro poder. La victoria es, en
definitiva, de Dios, pero él vencerá una vez más por medio de Jesús y con vosotros.
...............
37. Se trata de la misma potencia angélica, que en un lenguaje metafórico de la época se
llama en 2,2 «el eón
de este mundo», «el príncipe de la potestad del aire». A esta «potestad del aire» se hace
referencia, cuando en
nuestro texto, como también en 3,10, se hace mención del «cielo» como la residencia de
estas potestades
angélicas, que desde ahí irrumpen sobre sus victimas.
38. Para 5,16
...............
Por tercera vez insiste Pablo en la misma exhortación. Por ello se puede rastrear cuán
grande piensa él que es el peligro y cómo teme que se le eche poca cuenta. Son potencias
invisibles que actúan realmente; son maniobra del diablo, que hay que deshacer. Su
manera de luchar se distingue por la astucia y por la insidia. Estas potencias espirituales
son dominadoras «de las tinieblas», que actúan en lo invisible, en lo impalpable, y no hay
nada que más les guste que pasar inadvertidos, y quedar ocultos bajo máscaras de todo
género.
No es correcto preguntarse por qué, en los siguientes versículos, se compara la verdad
con el ceñidor, la justicia con la coraza, la paz con el calzado, la fe con el escudo, la
salvación con el casco y la palabra de Dios con la espada. Pablo sólo piensa en la metáfora
global de la armadura de Dios. En todo caso se trata de dones de Dios al presentar la
verdad, la justicia, la paz y la fe como partes constituyentes de la armadura de Dios.
«...ceñidos con la verdad», se refiere a aquella verdad, de la que se trata en 1,13: «En él,
también vosotros, tras haber oído la palabra de verdad, la buena nueva de vuestra
salvación», aquella verdad, que el cristiano tiene que vivir en el amor como tarea especifica
(4,15).
«...revestidos con la coraza de la justicia». La misma metáfora de la justicia como coraza
aparece también en el Antiguo Testamento 39, pero allí es Dios mismo el que se arma con
su justicia para la lucha. En nuestro texto la referencia bíblica es patente, pero la justicia
significada es completamente distinta.
Aquí se trata de la justicia que Dios proporciona y que es la única que para él cuenta, no
la justicia que se apoya en la propia fidelidad a la ley. Pablo hace esta distinción en la carta
a los Filipenses: «No reteniendo una justicia mía, que proviene de la ley, sino la justicia por
la fe en Cristo, la justicia que proviene de Dios y se apoya en la fe» (Fil 3,9). Y si en la
primera carta a los Tesalonicenses aparece como coraza no la justicia, sino la fe y el amor
(5,8), esto demuestra la libertad con que Pablo utiliza las imágenes y lo poco que hay que
tomarlas al detalle.
«...calzados con la prontitud del evangelio de la paz». Pablo se está refiriendo claramente
a un texto de Isaías: «Bienvenidos sean sobre los mentes los pies del mensajero de paz
que anuncian la paz, que traen la buena nueva, que anuncian la salvación» (Is 52,7). Esta
clara alusión al texto del profeta obliga a entender por prontitud del evangelio no la
disposición a comprender lo que ofrece el evangelio, sino la disposición a proclamar el
evangelio de la paz por medio de la predicación de aquel que es «nuestra paz», porque ha
unido en un nuevo hombre a dos hermanos enemistados y los ha reconciliado con el Padre
(2,14-17). Y tanto más clara es la alusión de Pablo a esta básica institución de la paz,
cuanto más patente está en las palabras de Isaías: «Y él ha proclamado paz a los que
están lejos y a los que están cerca» (Is 57,19).
Esta prontitud para la proclamación del evangelio es en toda la armadura la única pieza
que denota espíritu de ataque y deseo de conquista; todas las demás se refieren más bien
a la defensa. Ello quiere decir que esta paz se considera como un recurso bélico contra las
potencias de las tinieblas. Su tendencia se dirige a la enemistad y a la desavenencia; cada
pieza de paz y de unidad en el mundo humano es para ellos una derrota.
«...embrazando en todo momento el escudo de la fe». La palabra usada para «escudo»
no indica el pequeño escudo redondo, sino el escudo grande que cubre completamente al
guerrero. Con la expresión «en todo momento» se piensa en la significación universal y
básica de la fe. Ello recuerda a 2,8: «Por la gracia habéis sido salvados mediante la fe, y
esto no proviene de vosotros: es don de Dios».
Ahora viene una alusión a la eficacia de las armas: con el escudo de la fe «con el que
podréis apagar los dardos inflamados del maligno». Uno esperaría que el escudo hiciera
rebotar los dardos. Sin embargo, al decir «apagar», Pablo, descuidando la fidelidad a la
metáfora, quiere indicar dónde está el peligro: los dardos pueden estar encendidos, y hay
que apagar el fuego.
La salvación, figurada en el casco de salvación, se refiere al mismo contenido de la
salvación: la esperanza de la salvación completa, a la cual hemos sido llamados. Esto es lo
que a Pablo le preocupa especialmente en esta carta. Recuérdese cómo pedía para las
suyos «iluminados los ojos de vuestro corazón, para que sepáis cuál es la esperanza de su
llamada» (1,18), es decir: la esperanza a que Dios mismo nos ha llamado. Y el mismo
hecho de que toda la exhortación a llevar una vida cristiana está imperada por este pasaje:
«Os exhorto a portaros de una manera digna de la vocación a que habéis sido llamados»
(4,1), demuestra que para Pablo esto significa conducirse como hombres cuya vida entera
está proyectada hacia un encuentro vital con la gloria. Y así realmente la esperanza, la
alegría agradecida del corazón, es una defensa contra la tentación y el ataque, que muy
bien puede compararse con un casco duro y firme.
La espada es la «palabra de Dios», y es el Espíritu el que la convierte en un arma eficaz.
Él ha sido el que nos ha dado la palabra de Dios, él solo puede hacer que se convierta en
una fuerza para nuestra vida. La palabra de Dios es comparada frecuentemente, tanto en el
Antiguo Testamento como en el Nuevo, con una espada 40. San Juan contempla a Cristo
en una grandiosa visión: «...de su boca salía una aguda espada de dos filos» (Ap 1,16), y
en la carta a los Hebreos está el célebre texto: «La palabra de Dios es viva y operante, y
más aguda que una espada de dos filos; penetra hasta el mismo límite del alma y del
espíritu, de las articulaciones y de las junturas, y discierne las intenciones y cavilaciones
del corazón» (4,12).
Para nosotros es «palabra de Dios», ante todo, la Sagrada Escritura. Y si es una espada,
hay que manejarla con la mano; por tanto, se necesita mucha resistencia y un incansable
entrenamiento. La palabra de la Escritura tiene que estar a nuestro alcance, o sea tenemos
que conocerla; tiene que convertirse en una íntima y vital posesión. Con ella conoceremos
las artimañas de Satán, y la correspondiente receta para superar cada una de ellas. El
mismo Señor nos ha dado ejemplo de ello en aquel duelo con Satán del que hablan
nuestros Evangelios (Mt 4,1-11).
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39. Is 59,17; Sb 5,18.
40. Cf. Is 49,2; Sb 18,15s
...............
Pablo envía a Tíquico 41 no como su querido hermano, sino como «el querido hermano»,
pues debe serlo también para los destinatarios. Y ser «un fiel ministro en el Señor», uno de
aquellos en los que Pablo puede confiar que lo arriesgarán todo por la causa del evangelio.
Llevará noticias del Apóstol y con ellas aliento a sus corazones, aliento del que el corazón
cristiano necesita cada vez más; aliento que consuela y exhorta, estimula y anima. El
Apóstol ha hecho en este sentido lo mejor que ha podido en la carta que está para terminar.
Él mismo no puede ir, pero uno de sus colaboradores íntimos, que estaba allí cuando Pablo
estaba elaborando la carta y que quizá la ha escrito al dictado del maestro, como es el caso
de Tercio con la carta a los Romanos, éste añadirá ahora a la palabra escrita algo de viva
voz, en la que vibrará el latido del Apóstol.
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41. Casi con las mismas palabras anuncia también Pablo a los colosenses a este mismo
Tíquico (Col 4,7s).
La casi literal coincidencia de esta presentación de Tíquico es tan grande, que este hecho,
juntamente con las
numerosas semejanzas entre Ef y Col, hacen pensar en una casi simultaneidad de la
redacción de ambas
cartas.
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CONCLUSIÓN DE LA CARTA
BENDICIÓN
(6/23-24).
23 Paz a los hermanos, y amor con fe de parte de Dios Padre y del Señor
Jesucristo. 24 La gracia sea con todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo
en la vida incorruptible.
La carta, como todas las otras, termina con una bendición, pero aquí hay una
particularidad. Ordinariamente hay saludos personales, gestos mutuos de antiguos
conocidos. Aquí falta este conocimiento personal y el deseo de bendición es más bien serio
y contenido, pero realmente esencial y profundo.
A la comunidad le desea paz. Como hemos visto, ésta es la fórmula oriental de saludo.
Este concepto de paz fue madurando en el judaísmo a través de la esperanza en los
tiempos del Mesías, y en el lenguaje de la Iglesia primitiva esta paz de Cristo se densificó
como la salvación cumplida. De esta paz de Cristo -de Cristo, que es «nuestra paz» (2,14)-
ha hablado nuestra carta expresa e insistentemente. Ahora bien, esta paz tiene que actuar
en los hermanos con toda su secuela de bendiciones.
Para eso desea el Apóstol amor con fe. El amor es el que debe «conservar la unidad del
espíritu en el vínculo de la paz» (4,3). Un amor que debe proporcionar la fuerza para
soportar y perdonar (4,2). Un amor que es, en rigor, la fuerza creadora en la construcción y
remate del cuerpo de Cristo 84,16). Pero esto sólo lo puede un amor que crece desde la fe
y en ella encuentra siempre su apoyo; un amor que en el fondo no es otra cosa que la fe
transformada en vida (4,15). Esta fe es un don de Dios (2,8) y no menos el amor, en el que
solamente se realiza el amor mismo de Cristo (4,16). Por eso se dice con razón: «amor con
fe de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo».
Finalmente Pablo, para abarcar de una vez todo lo que puede desear, acude a la gracia,
en la que hemos sido salvados (2,8), que nos conduce en el Espíritu Santo a la redención
definitiva, y que se manifestará finalmente como gloria para honra de Dios (2,7).
Esto es lo que el Apóstol desea para aquellos «que aman a nuestro Señor Jesucristo».
Esto es como un rodeo para decir «cristiano». Este pensamiento final sobre el amor de los
fieles a Cristo tiene un valor especial, ya que es muy raro en san Pablo. Del amor de Cristo
a nosotros están llenas sus cartas. Del amor del Apóstol a Cristo numerosos pasajes de sus
cartas dan testimonio, pero sin que el verbo «amar» se refiera expresamente a Cristo como
objeto del amor (cf. Fil 1,23). Del amor de los fieles a Cristo hay en san Pablo, a más de
este pasaje, solamente el final de la primera carta a los Corintios: «El que no ama al Señor
sea anatema» (16,22). De toda la literatura epistolar del Nuevo Testamento habría que citar
solamente la primera carta de san Pedro. Es el pasaje más cercano al nuestro: «Sin
haberlo visto lo amáis» (1,8).
Ahora queda aquí todavía una palabra final. Lástima que nos resulte oscura: «en la vida
incorruptible». La expresión equivale a vida eterna. En un primer momento, se puede
aplicar a los que aman a Cristo, que según nuestra carta tienen ya parte en la vida eterna y
«...nos ha hecho sentar en los cielos en Cristo Jesús», como Pablo se atreve a decir (2,6).
Pero también se puede aplicar a Cristo, a quien los creyentes aman en su gloria. En ambos
casos tendríamos -muy propio para el final de la carta- un reanudamiento del comienzo,
donde había alabado a Dios porque «nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los
cielos en Cristo» (1,3), a nosotros, sí, pero -no lo olvidemos- «para alabanza de la gloria de
su gracia, con la que nos ha agraciado en el Amado» (1,6).
(_MENSAJE/10.Págs. 166-186)