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27 de noviembre de 2018
¡Cuán solitaria yace Jerusalén, antaño tan repleta de gente! Ella, que fue grande entre las
naciones, es ahora como una viuda. (…) Recuerda, ¡Oh, Señor!, lo que nos ha sucedido.
¡Míranos y contempla nuestra desgracia! Nuestras herencias han sido entregadas a
extraños, nuestras casas a los extranjeros. (…) Debemos comprar el agua que bebemos;
hasta la madera tiene un precio. (…) Nos marchamos a Egipto y Asiria para tener algo que
comer. (…) Tú, ¡Oh, Señor!, que reinas por siempre, ¿por qué nos has olvidado? ¿Por qué
nos has abandonado durante tanto tiempo? Vuelve a nosotros, ¡Oh, Señor! Para que
podamos retornar a casa. Devuélvenos a los buenos tiempos. Salvo que tu rechazo sea
definitivo y que permanezcas enojado con nosotros más allá de toda medida. (Libro de las
Lamentaciones, Antiguo Testamento)
Y en mis visiones nocturnas vi a uno como el Hijo del Hombre, que vino de entre las
nubes del cielo. Se acercó al venerable anciano y fue llevado ante él. Y se le dio autoridad,
gloria y un reino. Todas las gentes de todas las naciones y todas las lenguas deberán
servirle: su autoridad es eterna, porque no tendrá fin, y su reino nunca será destruido.
(Libro de Daniel, Antiguo Testamento)
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Jesús decía ser el Mesías. En el cristianismo actual se traduce esta afirmación según lo
que dictan casi dos mil años de tradición y elaboraciones teológicas. El Mesías cristiano es
un intermediario que se entregó al martirio para que el género humano pueda acceder a la
salvación espiritual después de la muerte: «Mi reino no es de este mundo».
En términos de fe, esto puede tener sentido para un creyente actual. En términos
históricos, sin embargo, el concepto de Mesías que se manejaba en tiempo de Jesús era
muy distinto. No existía tal cosa como una tradición cristiana, sino unos mil quinientos
años de tradición israelita-judía. Jesús era un devoto judío y lo que pretendía decir
cuando se presentaba como el Mesías era lo mismo que interpretaban sus
contemporáneos: un rey cuyo reino sí iba a estar en este mundo. El hombre destinado a
vencer a los enemigos de Israel para ocupar el trono donde se habían sentado Saúl,
David y Salomón.
Para entender quién era ese «Rey Mesías» y de dónde había emergido su figura tenemos
que narrar esa tradición judía anterior a Jesús. Cuando Jesús nació, el Israel unido, fuerte
e independiente del que se hablaba en la Biblia era poco más que el recuerdo de un
remoto pasado. Habían transcurrido novecientos años desde su caída. Los libros de la
Biblia hebrea habían sido escritos y recopilados en épocas y circunstancias muy diversas
(entre los siglos X y II a.C.); su mera lectura demuestra que el judaísmo no fue uniforme a
lo largo del tiempo. No contienen una definición única de «Mesías», ni mucho menos una
definición concreta que encaje con la mentalidad judía del siglo de Jesús. Pensemos que
transcurrieron doscientos años entre la redacción del último texto del Antiguo
Testamento (~160 a.C.) y el ministerio público de Jesús (~30 d.C.). En esos dos siglos
habían seguido produciéndose cambios políticos y sociales. Y, por lo tanto, también
cambios religiosos.
Pero el Mesías del que hablaba Jesús no hubiese existido sin aquellos mil años de
nostalgia.
En las postrimerías de la Edad de Bronce la tierra de Canaán era el patio trasero de dos
imperios, que dominaban sus dos mitades. Los hititas habían subyugado el norte de
Canaán; los egipcios, el sur. La región había caído en decadencia. Permanecían muy
activas las ciudades-Estado cercanas a la costa que vivían del comercio, pero el interior
había sufrido un desplome demográfico. Los cananeos habían perdido parte de su
identidad, absorbiendo la enorme influencia cultural y económica de los egipcios.
Otros grupos étnicos subsistían en la región, como los filisteos y los israelitas, que usaban
el término «Israel» para referirse a su propio pueblo, pero que carecían de un territorio
propio. Los israelitas habían sido esclavos de los egipcios hasta no mucho tiempo atrás.
Según la tradición, Moisés los había liberado y conducido hacia la «tierra prometida»,
Canaán. Allí ya no eran esclavos, pero tampoco disponían de un Estado propio. Se
preocupaban mucho, eso sí, por mantener su propia identidad. Cuidaban la genealogía,
evitaban el mestizaje en lo posible, y hacían de sus mecanismos de transmisión cultural
un elemento central de la vida cotidiana.
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El statu quo de todo el Mediterráneo cambió de golpe en torno al año 1200 a.C. Fue un
repentino caos conocido como «Colapso de la Edad del Bronce Final», provocado por
sequías, epidemias y las invasiones de los hoy ignotos «Pueblos del Mar» que arrasaron
las ciudades litorales en el Mediterráneo oriental. Es muy posible que el colapso fuese
provocado por un cambio climático que, después de arruinar varias cosechas seguidas,
provocase el desplazamiento violento de poblaciones enteras y agitase a los pueblos
navegantes del avispero mediterráneo, empujándolos a la invasión y el saqueo. Las
consecuencias del colapso fueron dramáticas para casi todas las grandes potencias.
Babilonia y Micenas quedaron sumidas en un periodo de retroceso económico, social y
cultural. Lo mismo les sucedió a egipcios e hititas, que perdieron la capacidad de seguir
controlando Canaán. Las ciudades-Estado cananeas sucumbieron a la crisis generalizada,
mientras filisteos e israelitas tomaban el relevo por separado. Hacia mediados del siglo XI
a.C., los israelitas tuvieron por fin vía libre para crear su propio Estado en Canaán, el
Reino de Israel. Por situarnos, por entonces apenas había en las colinas de la futura
ciudad de Roma un puñado de villorrios sin nombre habitados por pastores.
El rey Saúl fue el fundador del reino. Le siguió David, el más grande los monarcas
israelitas. Después reinó Salomón, el constructor del primer Templo de Jerusalén, donde
la casta sacerdotal custodiaba objetos de gran importancia religiosa como el Arca de la
Alianza y la antigua Menorá, un candelabro de siete brazos (el candelabro de la Janucá,
creado siglos más tarde, tendría nueve brazos). El Arca simbolizaba el pacto entre el
pueblo de Israel y su dios. Contenía las tablas de la ley que, según la tradición, el propio
Dios había entregado a Moisés. El pueblo israelita debía cumplir esas leyes a cambio de
gozar de los bienes de su «tierra prometida», ya convertida en su propio reino, y la
protección divina frente a los enemigos exteriores.
La Alianza, cuyas promesas habían sido todas satisfechas, formaba parte de un nuevo
modelo de religión que iba a probarse revolucionario. En principio, la religión de los
israelitas había sido muy parecida a las de pueblos vecinos, como demuestra el hecho de
que incluso en el Antiguo Testamento, redactado más adelante, encontramos relatos que
están inspirados por mitos foráneos. ¿Cuándo dejó de ser la religión israelita igual a las de
su entorno? Se suele decir que el punto de corte fue la adopción del modelo monoteísta.
Existen, sin embargo, muchos indicios de que la religión israelita mantuvo durante
mucho tiempo un modelo de henoteísmo o monolatría, en el que, sí, había un dios
supremo, pero se reconocía la existencia de muchas divinidades inferiores.
El verdadero cambio revolucionario llegó con una nueva concepción del universo.
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Los diez mandamientos (1956). Imagen: Paramount Pictures.
El bien y el mal
El celo que los israelitas habían demostrado a la hora de conservar su identidad en mitad
de periodos de esclavitud, servidumbre o desarraigo, así como el empeño en la
conservación de sus valores, habían sido premiados con la ansiada consecución de un
reino propio.
En las antiguas religiones politeístas los dioses no eran la esencia primordial del universo.
La verdadera esencia primordial del universo era el ámbito de lo metadivino, algo, una
sustancia o concepto, que estaba más allá de los propios dioses. La esencia primordial
podía cambiar su presentación de una cultura a otra: podía estar hecha de agua, luz,
oscuridad, éter, o de conceptos más abstractos como destino y tiempo. Pero, en todas
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ellas, era la materia prima de la existencia. Lo metadivino era el bosón de Higgs del
politeísmo, la partícula elemental: todo lo que existe ha nacido de la esencia primordial
metadivina.
Esa esencia no es buena ni mala, es moralmente neutra. Por ello, las religiones politeístas
describen un universo amoral donde el bien y el mal combaten desde el principio de los
tiempos, ya que la esencia primordial no se encarga de propiciar un equilibrio. Así, en el
politeísmo, el ser humano es el testigo indefenso y la víctima sufridora de la eterna lucha
que protagonizan dioses, demonios y otras criaturas que viven en esferas superiores, pero
cuyas acciones tienen demoledores efectos sobre el ámbito terrenal habitado por los
humanos. ¿Cómo puede el hombre protegerse de estas guerras que están más allá de su
alcance? Por un lado, puede intentar deducir qué dioses (o demonios) están en auge,
quiénes están «ganando la guerra» en cada momento, para ofrecerles un sacrificio y rogar
por su favor. La otra alternativa es intentar acceder a la esencia primordial mediante
procedimientos rituales, por lo general envueltos en el secretismo; cuando un ser humano
ha accedido a la esencia primordial y ha obtenido algún tipo de poder de ella, puede
imponer su voluntad sobre la naturaleza sorteando la necesidad de hacer la pelota a los
dioses para que sean ellos quienes actúen en su favor. En tal caso, el ser humano está
usando la magia. La magia es el mecanismo que permite, aunque sea de manera limitada
y momentánea, que un humano tenga poderes propios de un dios, recurriendo a la única
sustancia superior a los propios dioses, la esencia primordial del ámbito metadivino.
Si la esencia primordial no parece tener voluntad propia ni preferir el mal o el bien, ¿por
qué crea, por qué de ella surgen cosas? La respuesta politeísta es que toda creación es un
acto de reproducción sexual. La única manera conocida de crear vida es la unión de
elementos masculinos y femeninos: hombre y mujer, agua y tierra, etc. En la esencia
primordial, de alguna manera, siempre están presentes ambos elementos, que pueden
llegar a interaccionar de manera automática como en la reacción de dos elementos
químicos. De la unión espontánea (o, más adelante, dirigida) entre ambos principios,
masculino y femenino, emergía el universo y todo lo contenido en él. Los dioses, nacidos
de la esencia primordial, habían obtenido sus poderes de ella. Los humanos, creados por
los dioses, tendrían solo aquellas capacidades que los dioses hubieran querido darles,
salvo que consiguieran recurrir a la magia.
Si Dios representa el bien absoluto y él es el origen de todo, existe una moral absoluta. La
moral ya no es el producto de una guerra caprichosa entre fuerzas del bien y del mal.
Contradecir o sortear la voluntad de la divinidad deja de ser un mecanismo de defensa
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legítimo y se convierte en un acto perverso, una desobediencia hacia el bien absoluto. El
ser humano ya no puede, ni debe, recurrir a la magia. No hay forma de obtener poder
legítimo que no provenga de Dios. Tampoco se debe rendir culto a deidades inferiores, las
cuales también deberían evitar contradecir a Dios. Lo que el ser humano debe hacer es
respetar la naturaleza moral del universo cumpliendo las leyes que su creador ha dictado.
Una idea derivada de este nuevo modelo de esencia primordial divina era que la creación
del universo había sido un acto puro de la voluntad de Dios sin la necesidad de unir
principios contrapuestos. En otras palabras: un verbo. Dios actúa mediante el verbo decir:
«Y dijo Dios, hágase la luz, y la luz se hizo». Cuando Dios dice algo, esto se hace realidad,
no necesita más. Como Dios carece de género y no hay en él componentes masculinos ni
femeninos, la contraposición de principios es innecesaria. En religiones anteriores, como
la egipcia, existían antecedentes del verbo como acto creador, pero siempre estaban
complementados por la sexualidad. La cosmogonía israelita eliminó casi por completo la
conjunción de lo masculino y lo femenino como complemento al verbo (no del todo, pues
quedaron rastros mitológicos de la creación sexual en la mitología). Tomemos por
ejemplo el caso de Adán y Eva: cuando el Dios de la Biblia crea a la primera mujer, lo hace
extrayendo una costilla del primer hombre. En ese acto no hay oposición entre lo
masculino y lo femenino; tampoco subordinación, como indica el que Dios tome una
muestra del costado del cuerpo del hombre y no de la parte inferior. Adán y Eva han sido
creados horizontalmente porque lo masculino y lo femenino son, en el universo ideal de la
cosmogonía israelita, dos muestras de la misma sustancia, no dos sustancias
complementarias. Esto refuerza la idea de unión, de unidad y de mismidad a la que, al
menos sobre el papel, aspiraba aquella religión.
Como sucede en todas las religiones cuyo esqueleto mitológico contiene gran elaboración
intelectual o complejidad esquemática, estos principios cosmogónicos eran distorsionados
en las creencias populares cotidianas. Yahvé no tenía rostro ni género, pues no era
humano. En la tradición, sin embargo, podía aparecer con forma humana. Podía crear
solo con el verbo, pero a veces lo hacía uniendo principios masculino y femenino (como
en el acto de crear mediante el modelado del barro). Y aunque no debía haber otras
deidades dignas de adoración, la religión israelita aún tardaría en ser monoteísta. La
Biblia hebrea también carecía de opuestos significativos a Dios y la figura de Satán, tan
importante en el cristianismo, no cumple el mismo papel en el Antiguo Testamento (la
serpiente del Edén descrito en el Libro del Génesis no es una representación satánica, por
ejemplo). Aun así, en los textos aparecen demonios y los israelitas podían seguir creyendo
en viejas ideas como las posesiones diabólicas y las luchas eternas entre el bien y el mal.
Los israelitas, pues, tardaron en adoptar de lleno todas las novedades revolucionarias de
su nueva cosmogonía. ¿Qué sentido tenía a la aparición de este nuevo concepto de un
Dios omnipotente y bondadoso, cuando los caóticos sistemas bélicos de los revoltosos
dioses de los politeísmos parecen encajar mejor con las turbulencias del mundo antiguo y
las inseguridades de sus habitantes? Parece que los israelitas se sentían recompensados,
que el Reino Unido de Israel debió de ser un periodo de gran bonanza, al menos en
comparación con el resto de un mundo mediterráneo que trataba de reponerse del caos
reciente. Los israelitas, que habían vagado sin tierra durante siglos, se sintieron lo
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bastante privilegiados como para imaginar que habían sido elegidos por un dios más
poderoso que los dioses de sus esclavizadores. Un dios que había decidido que los
israelitas tuviesen su propio reino y que ese reino perdurase en el tiempo como
demostración empírica de su propio poder superior. Siempre, claro, que sus creyentes se
hiciesen merecedores de su protección.
Mapa mostrando los reinos de Israel (azul) y de Judá (naranja), antiguas fronteras levantinas y
ciudades como Damasco y Gerasa en torno al siglo IX a. C. Imagen: Richardprins / Kordas (CC).
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El Reino Unido duró apenas ciento veinte años. Como decía más arriba, su cohesión era
frágil. En el año 931 a.C. murió Salomón y las tribus del norte del país se negaron a
aceptar a su hijo Roboam como nuevo monarca. Israel quedó dividido en dos nuevos
reinos: Samaria en el norte y Judá en el sur.
Samaria fue independiente durante otros doscientos años, hasta que fue anexionada por
el imperio asirio en el 720 a.C. Muchos de sus habitantes fueron deportados y
esclavizados mientras llegaban colonos asirios ansiosos por establecerse. Los samaritanos
originales quedaron diluidos en una mezcla étnica y cultural entre israelitas y asirios. No
queda mucho rastro de lo que había sido Samaria antes de aquellas invasiones y
repoblaciones, aunque se cree que algunos de sus textos sagrados llegaron a Judá junto
con los refugiados que huían de las invasiones; algunos de aquellos textos de Samaria
pudieron entrar, aunque de manera indirecta, en la Biblia hebrea.
En cuanto al reino de Judá, fue más longevo y duró cuatrocientos años. En él empezó a
tomar forma el judaísmo de los siguientes siglos cuando, en el año 622 a.C., el rey Josías
decidió centralizar la religión israelita, prohibiendo realizar sacrificios a Dios en
santuarios locales o itinerantes, así como la exposición de ídolos (cualquier deidad
extranjera) en el Templo de Salomón. Bajo Josías, Israel empezaba por fin a parecerse al
reino de una sola fe, un solo dios y un solo templo que generaciones posteriores
confundirían, erróneamente, con el Reino Unido de David y Salomón.
El sueño del Judá unificado de Josías también fue breve. Terminó un siglo después de sus
reformas, por causa de otra invasión extranjera. El rey babilonio Nabucodonosor II
conquistó Judá, asaltó Jerusalén y destruyó el Templo de Salomón en el año 589. Como
había ocurrido en Samaria dos siglos antes, muchos israelitas fueron objeto de cautiverio,
forzados a abandonar su tierra como exiliados o esclavos. Todas estas deportaciones
fueron el inicio de la «diáspora», la diseminación de israelitas hacia otros territorios del
Mediterráneo. Todo resto político del antiguo reino de Israel había desaparecido. Por
entonces se empezó a conocer a los nativos del extinto Judá como Yehudim, «judíos». La
brutal llegada de Nabucodonosor fue incluso peor para los filisteos, que habían
mantenido su propia federación independiente con éxito, pero que ya no sobrevivieron al
asalto babilonio. Los filisteos vieron su identidad diluida entre los invasores, como les
había sucedido a cananeos y samaritanos antes que ellos. Su más visible legado sería darle
a la antigua región de Canaán un nuevo nombre: Palestina, la «tierra de los filisteos».
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falta de aprecio por la vida humana. Según la tradición religiosa israelita, la vida humana
era sagrada porque era la creación cumbre de Dios. La historia bíblica de Caín y Abel
contenía la enseñanza de que, en la práctica, todo asesinato era un fratricidio. Incluso el
que se producía entre extraños.
El castigo divino en forma de invasiones y esclavitud reforzó entre los judíos la idea de
que necesitaban cumplir con mayor celo la ley de Moisés. Podían y debían mejorarse a sí
mismos para volver a ser dignos de la confianza de Dios. El Templo, que ya no existía
como edificio, adquirió un carácter espiritual: los santuarios locales no reaparecieron,
pero no era necesario. Cada individuo o cada comunidad podía convertirse en un templo
metafórico en el que demostrar fidelidad a Dios. Esto impulsó la aparición de
congregaciones en las que se estudiaba y se discutía la ley para ayudar a que los creyentes
se convirtiesen en mejores personas. Estas congregaciones terminarían siendo conocidas
como «sinagogas», del griego συναγωγή, «asambleas» o «lugares de reunión». Serían la
base del judaísmo rabínico en el que se formó Jesús medio milenio más tarde.
Su imperio fue dividido en cuatro partes. Palestina quedó en la línea divisoria entre dos de
aquellas nuevas potencias helenizadas, por lo que quedó transformada en escenario de
disputas y dominios extranjeros. Entre los siglos VI y IV Judá se convirtió en Yehud, reino
satélite del imperio persa aqueménida fundado por Ciro el Grande. Esto, se convirtió
una bendición. A diferencia del brutal Nabucodonosor, Ciro era muy tolerante en lo
religioso y gracias a él se impulsó la construcción del Segundo Templo de Jerusalén, lo
devolvió a los judíos su lugar sagrado y permitió a los sacerdotes recobrar su antigua
importancia. Por todo esto, Ciro se convirtió en un caso excepcional de extranjero a quien
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el Antiguo Testamento reconoce como «Mesías». El título, como veremos, no tenía las
connotaciones proféticas que siglos después se atribuirían a Jesús, sino que era más bien
una forma de reconocimiento regio para personajes dignos de particular reverencia.
La helenización de las clases altas, entre las que se incluían los saduceos que conformaban
la cúpula sacerdotal de Jerusalén, generaba crecientes roces con los conservadores
rabínicos de las regiones rurales. Apareció una facción religiosa disidente cuyos miembros
eran conocidos como fariseos, «los que se han separado». Se oponían con fiereza a la
helenización del judaísmo. Las tensiones religiosas se unieron a las tensiones políticas y
nacionalistas, hasta que en el siglo II a.C. se produjo una revuelta contra la dominación
helenística. La revuelta, liderada por Judas Macabeo y hoy recordada en la celebración
de la Janucá, triunfó, consiguiendo el autogobierno de Judea frente a los griegos
seléucidas que habían estado dominando el país. La nueva monarquía de los Macabeos,
conocida como dinastía asmonea, impuso una visión del judaísmo oficial que encajaba
mejor con las ideas de los fariseos.
En el año 37 a.C., toda Palestina entró de facto a formar parte del imperio. El senado
romano sancionó el nombramiento de Herodes el Grande como rey vasallo de
Palestina. Herodes murió en el año 4 d.C. (hacia la época en que nació Jesús) y Palestina
quedó dividida de nuevo. Su hijo Herodes Antipas se convirtió en rey de Galilea todavía
como vasallo de Roma, mientras que Judea fue convertida en una provincia imperial bajo
el gobierno directo de un prefecto romano (como sabemos, Poncio Pilato ocupó ese
cargo entre los años 26 y 36 d.C.). Todo esto permitió que las élites locales helenizadas
recobraran el poder institucional religioso, dada su afinidad cultural con los romanos,
cuyas élites también se educaban en griego y con temarios muy parecidos a los que
estudiaban los hijos de los palestinos ricos.
(Continua aquí)
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