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EL ARTE DE ESPERAR
Entre el júbilo y el estupor, Koshmar y su pueblo se alojaron en la
gran ciudad de
la raza perdida de los ojos-de-zafiro.
Aun en ruinas y decrépita, Vengiboneeza seguía siendo un lugar de
esplendor que
escapaba a toda imaginación. Su situación era privilegiada, en una
cuenca protegida
flanqueada al noreste por una cordillera de montañas doradas y
cobrizas; y al sudeste
por la densa selva que la tribu acababa de cruzar. Al oeste se
extendía un lago oscuro,
o quizás un mar, tan ancho que resultaba imposible vislumbrar la
orilla opuesta. De
Poniente soplaban constantes vientos cálidos que traían humedad del
mar. Las lluvias
eran frecuentes, y la vegetación, exuberante. Era invierno, la
estación de los días
cortos, y al parecer también la temporada lluviosa. En realidad, era
una época de
lluvias muy abundantes. Pero de día el aire era templado y en
contadas noches hubo
escarcha. Y aun en esos casos, sólo fue unas pocas horas antes del
alba. Cuando los
días comenzaron a alargarse, se percibió un inconfundible
incremento de ritmo en el
crecimiento, y el clima se volvió aún más tibio. Todo era muy
distinto a esos
primeros meses de desolación posteriores a la Partida del capullo,
cuando cruzaron la
planicie yerma y reseca por el corazón del continente. Nadie
albergaba la menor
duda: el Largo Invierno había terminado.
Vengiboneeza se extendía por todas partes, era un mundo vasto e
inabarcable en
sí mismo, que existía bajo un silencio, imponente. Desde el borde
del mar hasta el
extremo de la jungla y las laderas silvestres de la montaña, la ciudad
desierta se
diseminaba en todas direcciones, sin organización aparente, sin un
diseño inteligente.
En algunas zonas las calles se alineaban formando grandes avenidas
que descubrían
la visión magnífica de las montañas al fondo, o bien el mar. En otras,
había redes de
pequeñas callejuelas que se enroscaban unas sobre otras en una
especie de secreto
desesperado y huidizo. También se alzaban altos muros dispuestos
en ángulos
extraños para impedir el acceso directo a las plazas que se escondían
tras ellos. En
muchos puntos se erguían torres inmensas, que generalmente
formaban unos grupos
de diez o veinte, pero a veces —Y en estos casos se trataba de las
más grandes— las
torres se erigían en grandiosa soledad por encima de un conjunto de
edificios bajos y
achaparrados con cúpulas de losas verdes.
Algunas zonas de la ciudad, especialmente en las áreas limítrofes
con el mar,
estaban en ruinas. Otras, la mayoría, no.
El Largo Invierno había dejado menos cicatrices aquí que en las
planicies
desprotegidas del este, pero con todo, las huellas asomaban por
doquier. El mar había
subido más de una vez durante los años invernales para barrer con
poder devastador
las zonas bajas. Sobre los altos muros se dibujaban antiguas manchas
grises de agua
salobre, y en los balcones de los tres primeros pisos de los edificios
se extendía un
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remolino de escombros arenosos formando una alfombra natural.
Sobre los tejados
llanos de las casas bajas se acumulaban de forma dispersa y
fragmentada huesos de
animales marinos. También resultaba evidente que en cierta época
los edificios de las
laderas más elevadas fueron aplastados por el avance y el
plegamiento de lenguas de
hielo procedentes de las pendientes. Y en muchas partes de la ciudad
parecía como si
la tierra misma hubiera irrumpido desde las profundidades: el
pavimento mostraba
desplazamientos verticales, y las construcciones se alzaban en
ángulos precarios o
yacían derrumbadas en fragmentos dispersos o restos de metal
iridiscente.
—Lo prodigioso —decía Torlyri— es que algo haya podido
sobrevivir después de
setecientos mil años...
—Lo han cuidado —aventuraba Koshmar—. Deben de haberlo
cuidado...
En efecto, eso parecía. En muchos puntos se advertían señales de
reparación e
incluso de reconstrucción a gran escala, como si los guardianes de la
ciudad hubiesen
esperado que los ojos-de-zafiro regresaran en cualquier momento y
se hubieran
esforzado por mantener el lugar en buenas condiciones. Pero
¿quiénes eran los
guardianes? No se veían mecánicos, ni artefactos de ninguna clase;
el lugar parecía
desierto a no ser por los tres custodios gigantes que permanecían
invariablemente
sentados ante el portal sin abandonar jamás sus puestos.
—Busca en las crónicas —le ordenó Koshmar a Hresh—. Dime
cómo se ha
conservado la ciudad.
Indagó con toda la diligencia de que fue capaz. Pero aunque
descubrió mucho
sobre la fundación y la gloria de Vengiboneeza, no halló ningún
indicio sobre su
preservación. Por lo que había leído, bien podía ser que los
fantasmas de los ojos-de-
zafiro hubieran merodeado invisibles por entre las calles, reparando
lo que fuera
necesario.
Al principio, la tribu no se aventuró a los sitios más recónditos de la
ciudad.
Koshmar los condujo hacia el interior para que se sintieran lo
bastante lejos de las
criaturas de la selva, pero no tanto como para que se perdieran por
entre el laberinto
de calles en ruinas. Más tarde habría tiempo para arriesgarse a tales
empresas. Ahora,
en los días misteriosos e iniciales, lo principal era tener paciencia.
Habían mostrado
la perseverancia de vivir setecientos mil años en un solo capullo, en
la ladera de una
montaña. La misma Koshmar no se caracterizaba por ser una mujer
de paciencia
destacable, pero se esforzaba constantemente por dominar el arte que
toda cabecilla
debía poseer: el arte de esperar.
Escogió una zona cerca de la entrada del sur, que no se encontraba
muy
deteriorada. Allí, una estupenda torre hexagonal de muchas ventanas,
construida en
pulida piedra púrpura, dominaba un disperso grupo de pequeños
edificios con tejados
verdes. Luego distribuyó a la tribu en lo que estimó una repartición
sensata. A cada
una de las parejas de progenitores le asignó una casa propia. Los
guerreros fueron
destinados a un lugar donde pudieran vivir en grupo, de tal forma
que se ejercitaran
en la lucha entre ellos y desgastaran parte de la energía que de otro
modo acabaría
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provocando problemas. Los miembros de mayor edad fueron
distribuidos en grupos
de tres o cuatro para que se cuidaran mutuamente, y todos los niños
se alojaron juntos
en una casa junto a la de las obreras sin pareja. Koshmar y Torlyri
ocuparon el
edificio más cercano a la gran torre. Ésta se convertiría en el templo
de la tribu, Y
más tarde podría servir de faro que los guiara hasta su zona cuando
atravesaran la
ciudad, ya que al parecer no había punto en todo Vengiboneeza
desde donde no se
divisara.
Koshmar nunca se había sentido tan feliz. Cada día había un
problema que
resolver, un decreto que promulgar, una decisión que tomar.
En el capullo, a me nudo se había mostrado inquieta e insegura. Su
poderosa
vocación de liderazgo se había visto frustrada muchas veces. Desde
la niñez había
sido educada para las funciones de cabecilla, y ejercía sus poderes
con fortaleza y
contundencia. Pero había sido una líder sin ninguna empresa que
dirigir. La vida en el
capullo había sido demasiado fácil. Ella cumplía con su papel en
todos los ritos,
dictaba sentencia cuando surgía alguna disputa o reyerta, actuaba
como consejera de
los débiles y pacificadora de los fuertes y obcecados. Ésas eran las
circunstancias en
el capullo, y en eso consistía el papel de la cabecilla.
Pero había visto cómo transcurrían los días sin un verdadero
propósito, y su final
se le presentaba con cierta inquietud que hasta le causaba dolor. A
los treinta años
seguía sintiéndose vigorosa como una joven, pero sabía que no había
forma de evitar
que se aproximara el límite de edad. La ley era tajante. Sólo el
cronista podía vivir
más allá de los treinta y cinco años. Las cabecillas no entraban en la
excepción.
Koshmar había imaginado a menudo cómo se sentiría cuando tuviera
que traspasar la
salida, vigorosa o no, para hallar la muerte en el mundo exterior.
Ahora todo eso había cambiado. Lo esencial era que vivieran hasta
donde les
alcanzaran las fuerzas y que quienes pudieran engendrar nuevos
hijos lo hicieran con
entusiasmo.
Al principio, algunos de los miembros de la tribu no lo
Comprendieron. Anijang,
el más anciano, poco después de llegar a Vengiboneeza se acercó a
Koshmar.
—Hoy es el día de mi muerte. ¿Qué debo hacer, ir a la selva solo? —
preguntó.
—¡Anijang!, se ha terminado el día de la muerte —contesto
Koshmar, riendo.
—¿No hay más día de la muerte? Pero si tengo treinta y cinco años...
He llevado
la cuenta con sumo cuidado. —Exhibió una raída cinta de cuero
marcada con cuñas
—. Hoy es el día.
—¿No te sientes fuerte y saludable?
—Bueno... —Se encogió de hombros. La espalda de Anijang se veía
vencida y el
pelaje comenzaba a mostrar canas, pero a Koshmar le pareció
bastante enérgico.
—No hay razón para que mueras hasta que no llegue tu momento de
forma
natural. Ya no estamos en el capullo. Ahora hay sitio para todos,
mientras sigamos
con vida. Además, te necesitamos. Aquí hay trabajo para todos
nosotros, y en el
futuro habrá todavía más que hacer. ¿Cómo podríamos prescindir de
ti, Anijang?
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La mirada melancólica y desencantada del hombre la sorprendió.
Entonces
Koshmar comprendió que se había preparado desde hacía mucho
tiempo para aceptar
la muerte en paz, y que era incapaz de acoger con agrado o siquiera
de entender esta
postergación. Para él, para este hombre común, para este simple
trabajador de
inteligencia lenta, vivir treinta y cinco años era suficiente. No veía
razón para seguir
existiendo. Para él la muerte sólo era un sueño interminable,
placentero, merecido.
—¿No me marcharé? —preguntó Anijang.
—No debes irte. Dawinno lo prohíbe.
—¿Dawinno? Pero si es el Destructor...
—Es el dios del Equilibrio. Igual quita que concede. Te ha otorgado
la vida,
Anijang, y la tendrás durante los muchos años que te esperan por
delante. —Lo atrajo
hacia ella, aferrándolo de los brazos con firmeza—. ¡Alégrate,
hombre! ¡Alégrate! —
¡Vivirás una larga existencia! ¡Ve, busca a tu compañero de
entrelazamiento, celebra
este día!
Anijang se alejó con paso vacilante. Parecía no comprender, pero
estaba dispuesto
a aceptar.
Koshmar sabía que muchos otros se sentirían igualmente confusos.
Habría que
zanjar esta cuestión mediante un decreto.
Discutió largo rato con Torlyri, planeando lo que debía hacerse. Les
resultó tan
difícil que tuvieron que recurrir al entrelazamiento para obtener la
profundidad de
pensamiento necesaria. Luego, Koshmar convocó a la tribu para
explicarles la nueva
situación.
Les explicó que era un error creer que los dioses habían deseado la
muerte
prematura para ellos. Les recordó las enseñanzas con que habían
sido educados. Los
dioses sólo habían exigido que el Pueblo viviera dentro del capullo
de forma
ordenada hasta que llegara la época de la Partida. Ya que los dioses
amaban la vida,
había sido importante que de forma regular la tribu incorporara
nuevas vidas, pero
como no podía expandirse libremente en el capullo y los alimentos
eran limitados, los
dioses les habían ordenado mantener la población en equilibrio. Así,
sólo podían vivir
treinta y cinco años, y luego debían marcharse del capullo para
enfrentarse a su
destino con el fin de que otra nueva vida pudiese incorporarse a la
tribu. Por cada
niño, una muerte. Nadie, dijo Koshmar, había cuestionado nunca la
necesidad y la
sabiduría que subyacía en esta realidad.
Pero en su misericordia, los dioses los habían hecho partir hacia el
exterior, y las
viejas estructuras ya no eran válidas. El mundo se extendía inmenso,
la tribu era
pequeña y la comida se obtenía con facilidad. Ahora el deseo de los
dioses era que
fueran fértiles y se multiplicaran. La muerte llegaría cuando los
dioses así lo
dispusieran, y sólo entonces. Era una época de vida, de regocijo, de
crecimiento de la
tribu, dijo Koshmar.
—Entonces, ¿cuánto tiempo hemos de vivir? —preguntó Minbain—.
¿Viviremos
para siempre?
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—No —replicó Koshmar—. Sólo el tiempo natural, sea cual fuere.
—Bueno —objetó Galihine— Pero ¿cuánto será?
—El mismo tiempo que han vivido los cronistas —respondió
Koshmar—, ya que
sólo ellos han vivido hasta el límite natural.
Pero los rostros seguían mudos.
—¿Cuánto es eso? —insistió Galihine.
Koshmar miró a Hresh.
—Dime, niño, ¿cómo se llamaba el historiador que custodió el cofre
antes que
Thaggoran?
—Thrask —contestó Hresh.
—Thrask, eso es. Lo había olvidado, pues yo era muy joven cuando
falleció. En
la época de Thrask, casi ninguno de vosotros había nacido, pero sí sé
que vivió hasta
que fue viejo y la espalda se le encorvó, y el pelaje se le volvió
blanco. Ése es el
momento natural...
—Hasta ser viejo y andar encorvado... —murmuró Konya,
estremeciéndose—
No sé si me gustará eso.
—¡Para los guerreros —exclamó Haniman dando muestras de
inesperado
atrevimiento—, el tiempo natural llegará mucho antes, Konya!
La reunión acabó entre risas. Koshmar vio que la inquietud era
mayor de lo que
había previsto: para algunos, comprendía, la muerte significaba una
liberación, y no
una brutal interrupción de la vida como le parecía a ella.
Aprenderían. Llegarían a
entender las nuevas costumbres. Y aunque ellos se debatieran contra
las nuevas ideas,
con los más jóvenes no ocurriría lo mismo, y a los hijos de sus hijos
les costaría creer
que alguna vez la tribu estuvo sujeta a un límite de edad y a un día
de la muerte.
Pero Koshmar comprendió que no bastaba con abolir la muerte:
también tendría
que alentar la vida. Y así fue como decidió revocar las restricciones a
la concepción
con otra de sus nuevas leyes. Decretó que la procreación ya no
estaba limitada a un
par de parejas de la tribu, ni a un hijo cada vez que hiciera falta
reponer la pérdida
causada por alguna muerte. A partir de entonces, cualquiera que
superase la edad del
entrelazamiento podría concebir hijos en el número que quisiera. No
era sólo un
derecho, sino también una obligación. La tribu era demasiado
pequeña. Eso debería
cambiar.
Poco después nuevas parejas llegaron hasta ella solicitando los ritos
de
aparcamiento. Los primeros fueron Konya y Galihine, y luego Staip
y Boldirinthe.
Entonces, para sorpresa de todos, Harruel se presentó con Minbain,
quien ya había
engendrado a Hresh de su unión con Samnibolon. Mucho tiempo
atrás, Samnibolon
había muerto de una fiebre. ¿Realmente quería Minbain ser madre de
nuevo?
Koshmar se preguntó si alguna vez habría existido en la tribu una
mujer que hubiese
parido dos hijos y, además, de dos padres distintos. Pero recordó por
enésima vez que
habían entrado en una era distinta. ¿Acaso no había dicho ella misma
que todos
aquellos que pudieran tenían la obligación de procrear? Entonces,
¿por qué no
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Minbain, si todavía estaba en edad fértil? ¿Por qué no cualquiera de
ellos?
¿Por qué no tú, Koshmar?, preguntó inesperadamente una voz desde
sus adentros.
Era una idea tan insólita que se le escapó una carcajada. Soy la
cabecilla, se
respondió, tras intentar imaginarse tendida en un lecho, con el
vientre protuberante y
un grupo de mujeres apiñadas a su alrededor para aliviarla mientras
un bebé luchaba
por abrirse camino desde sus entrañas. En cuanto a eso, no podía
siquiera imaginar el
contacto con unos brazos masculinos, el roce de unas manos viriles
sobre los senos,
de unas manos de hombre abriéndole los muslos. O... ¿cómo les
gustaría hacerlo? La
mujer vuelta contra el suelo, y el peso del hombre descendiendo
sobre ella desde
atrás...
No, no. Eso no era para ella. Ser cabecilla ya representaba una carga
suficiente.
¿Y por qué no Torlyri?, preguntó la misma voz traviesa.
Koshmar contuvo la respiración y se agarró el costado, como si la
hubieran
golpeado en el estómago. ¿La buena y afable Torlyri, su Torlyri?
Pero Torlyri era la
madre de toda la tribu, ¿verdad? No tenía necesidad de engendrar
hijos propios.
¿Acaso tendría tiempo para la crianza de los hijos? Si tenía tanto que
hacer...
Pero la imagen no se apartaba de su mente: Torlyri en brazos de
algún guerrero
cuyo rostro no llegaba a ver. Torlyri jadeando y suspirando. Torlyri
agitando el
órgano sensitivo como lo hacían durante la cópula. Torlyri abriendo
los muslos...
No. No. No. No.
¿Por qué no?, volvió a preguntar la voz.
Koshmar apretó los puños.
Son nuevos tiempos, sí, se dijo para sus adentros. Pero Torlyri es
mía.
—¿Qué querían decir esas cosas como ojos-de-zafiro cuando
afirmaron que
éramos simios y no humanos? —preguntó Tamiane.
—Nada —respondió Hresh— Fue una mentira idiota. Sólo trataban
de
menospreciarnos.
—¿Y por qué iban a hacer algo semejante?
—Porque nosotros tenemos vida —dijo Hresh—. Y ellos son seres
que jamás han
vivido, creados por una raza que ya no existe.
—Nos llamaron simios. Sé lo que es un simio. Maté a dos que te
atacaron en la
selva. Y al entrar en la ciudad, maté a muchos más. Ojalá los hubiera
aniquilado a
todos... ¡bestias inmundas, tiramierda! ¿Qué son esos monos, que al
parecer
pertenecen a nuestra especie? —comentó Harruel.
—Animales —contestó Hresh—. Sólo animales.
—Y nosotros, ¿también somos animales?
—Nosotros somos seres humanos —afirmó Hresh.
Lo declaraba como si no hubiera lugar a dudas. Pero en realidad no
tenía ninguna
certeza, sino una oscura ciénaga de confusión.
Ser humano, pensaba, era algo grande y glorioso. Era ser un eslabón
en una
infinita cadena de logros que descendía desde las épocas más
remotas del mundo. Ser
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un mono, o incluso pariente de simios, era apenas mejor que ser una
de esas estúpidas
criaturas chillonas y de olor nauseabundo que sacudían los órganos
sensitivos... no,
se corrigió, las colas para colgarse de las copas de los árboles, fuera
de los límites de
la ciudad.
Entonces, ¿somos monos o humanos?, se preguntaba Hresh.
En las crónicas, en el Libro del Camino, decía que al final del
invierno los
humanos saldrían de sus escondrijos y viajarían hacia la derruida
Vengiboneeza, y
que allí conseguirían cuanto necesitaran para recuperar el poder
sobre el mundo. Eso
era lo que decía el texto, tal como lo entendía Hresh. Y entendía que
las crónicas se
referían al Pueblo, mientras que el Libro del Camino hablaba de los
«humanos».
Pero ¿sería así? Las crónicas no estaban escritas en las palabras
simples del
lenguaje cotidiano, se componían de conceptos y pensamientos
encapsulados a los
cuales el lector tenía acceso por medio de las facultades mentales.
Eso daba lugar a
un gran margen de error en la interpretación. Lo que afloraba desde
la página de
pergamino a sus dedos, y de los dedos a la mente cuando estudiaba
el Libro del
Camino, era un concepto que parecía significar el Pueblo, es decir,
aquellos-para-
quienes-ha-sido-escrito-este-libro. Pero también podría significar
seres-humanos-
distintos-del-Pueblo. Cuando Hresh examinó los textos más de cerca
halló que la
única lectura incuestionable decía que quienes-se-consideraran-a-sí-
mismos-seres-
humanos irían a Vengiboneeza al final del invierno para reclamar los
tesoros de la
ciudad.
Sin embargo, uno podía considerarse humano sin serlo en realidad...
Los artefactos con forma de ojos-de-zafiro dicen que somos monos,
o
descendientes de monos. Koshmar replica con ira que somos
humanos. ¿Quién tiene
razón? ¿El Libro del Camino dice que nosotros vendremos a
Vengiboneeza o se
refiere a ciertos «ellos» misteriosos?, se preguntó Hresh.
El resto del Libro del Camino parecía dirigirse al Pueblo. Era su
propio libro,
escrito por ellos mismos. Para ellos mismos. Cuando el Libro del
Camino dice
«humanos», sin duda debe estar refiriéndose a nosotros. Pero ¿dice
«humanos»
realmente?, se torturaba Hresh. ¿O ésa era sólo la lectura que el
Pueblo había hecho
del vocablo por haberse considerado humanos durante tantos siglos a
pesar de que en
realidad no lo eran?
La confusión lo extraviaba.
Se preguntó: ¿acaso importa realmente si somos humanos o no?
Somos lo que
somos, y nuestra esencia esta lejos de ser desdeñable.
No. No.
Él sabía mejor que nadie qué eran los simios de la selva. Los había
mirado a los
ojo, y allí había visto su cualidad bestial. Lo habían aferrado del
cuello con una
poderosa cola peluda casi hasta matarlo. Había oído su parloteo
incoherente. Los
odiaba con todas sus fuerzas; y con todas sus fuerzas oró por que los
artefactos
hubieran mentido, por que no hubiera ni el más remoto parentesco
entre su pueblo y
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los simios de la jungla.
Se dijo férreamente que él y su pueblo eran seres humanos, tal como
afirmaba
Koshmar. Pero deseó estar tan seguro como ella. Deseó contar con
alguna prueba.
Hasta entonces, tendría que vivir entre la duda y el tormento.
El Pueblo compartía la ciudad de Vengiboneeza con otras criaturas
más pequeñas,
algunas de las cuales causaban no pocos problemas.
De vez en cuando entraban los monos de la jungla, bailoteaban sobre
las altas
cornisas de los edificios adyacentes y arrojaban objetos a los que
estaban abajo:
guijarros, excrementos, unas diminutas moras de superficie urticante
que dejaban la
piel ardiendo como una brasa. Por todas partes se escondían unas
serpientes con un
manto verde detrás de la cabeza, enroscadas entre las rocas con aire
aletargado, pero
con frecuencia dispuestas a silbar, erguirse y morder. La niña Bonlai
y el joven
guerrero Bruikkos cayeron víctimas de su veneno, y la enfermedad
les hizo padecer
varios días entre la fiebre y el dolor, a pesar de los medicamentos y
conjuros que
Torlyri les prodigó.
Un día, Salaman se hallaba merodeando entre dos edificios de
alabastro de
construcción triangular y tejados a dos aguas, detrás de la torre
principal, cuando
encontró una losa en el suelo sobre cuya superficie se incrustaba un
aro de metal.
Cometió el error de tirar de él. La losa se levantó con facilidad, y de
inmediato
emergió desde el interior una horda de criaturas brillantes e
iridiscentes, de un tono
azul tornasolado, no mayores que un pulgar. Procedían de las
profundidades de la
tierra. Teman unos ojos enormes, encendidos como feroces rubíes.
Sus mandíbulas
diminutas y poderosas cortaban como hojas afiladas. Salaman
recibió una docena de
mordeduras que lo dejaron sangrando por todas partes. Aulló de
dolor, y sus gritos
atrajeron a Sachkor y a Moarn, y entre los tres pudieron librarse de
la plaga. Pero
para entonces, las bestezuelas se habían expandido por doquier. Con
todo, tenían el
cuerpo blando y para aplastarlos bastaba con un buen escobazo.
Acabar con todos
exigió una hora de trabajo a cargo de media docena de miembros de
la tribu. Durante
la noche, invisibles recolectores cogieron los cientos de cuerpos
pulposos de la plaza
y al amanecer no quedaba un solo resto de los animales.

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