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La Cosecha.

Por Amy Hempel.


Traducción por Maori Pérez.

El año en que comencé a decir cigarrillo en vez de cigarro, un


hombre que apenas conocía casi me mata por accidente. El
hombre no estaba herido cuando el otro auto impactó con el
nuestro. El hombre que había conocido por una semana me
llevó en brazos por la calle de una manera que implicaba que
no podía ver mis piernas. Recuerdo haber sabido que no debía
ver, y sabiendo que me habría encantado ver si no fuera
porque no podía. Mi sangre estaba sobre la ropa de este
hombre.Dijo, “estarás bien, pero este suéter está arruinado”.
Grité por miedo al dolor. Pero yo no sentía dolor alguno. En el
hospital, después de inyecciones, sabía que había dolor en el
cuarto – sólo que no sabía de quién era. Lo que le pasó a una
de mis piernas requirió cuatrocientos puntos, los cuales,
cuando me tocó contar la historia, se volvieron quinientos
puntos, porque nada es tan malo como podría ser. Los cinco
días en que no sabían si podrían salvar mi pierna o no
aumenté dos tallas. El abogado fue el que usó la palabra. Pero
no llegaré a eso hasta un par de párrafos más. Estábamos
teniendo esa conversación sobre las apariencias – cuán
importantes son. Cruciales es lo que yo dije. Pienso que las
apariencias son cruciales. Pero este tipo era un abogado. Se
sentó en una silla de vinilo acuoso cerca de mi cama. A lo que
se refería con apariencias fue cuánto de mi pérdida de ellas
valía en una corte. Pude discernir que al abogado le gustaba
decir corte. Me dijo que había tomado tres veces la prueba
final antes de graduarse. Dijo que sus amigos le habían dado
tarjetas de negocio con un bonito relieve, pero estas adorables
tarjetas se suponía que dirían Abogado-afiliado, cuando en
realidad decían Abogado-al-fin. El ya había cubierto la pérdida
de nuestros capitales. “Hay otra cosa” dijo. “Tenemos que
hablar de matrimonialidad”.La tendencia era decir ¿matrimo-
qué?, aunque ya sabía qué significaba al primer momento de
escucharlo. Yo tenía dieciocho años. Dije, “primero, ¿por qué
no hablamos de citalidad?”El hombre de una semana ya se
había ido, el accidente lo llevó de vuelta a su esposa.“¿Piensas
que las apariencias son importantes?”, le pregunté al hombre
antes de que se fuera.“No al principio” dijo.En mi barrio hay un
tipo que era un maestro de química hasta que una explosión
se llevó su cara y dejó lo que había detrás. El resto de él se
viste impecablemente de trajes negros y zapatos lustrados.

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Lleva un maletín al campus universitario. Qué acogedora – su
familia, dijo la gente – hasta que la esposa se llevó a los niños
y se mudó de la casa. En el solarium, una mujer me enseñó
una foto. Dijo, “así es como mi hijo solía verse”. Pasé mis
tardes en Diálisis. Les daba igual cuando una silla reclinable
estaba libre. Tenían televisores pantalla ancha de color,
mejores que los que hay en Rehabilitación. Los miércoles por
la noche veíamos un show donde mujeres en ropas caras
aparecían en espléndidos sets y prometían arruinarse las unas
a las otras. A uno de mis lados había un hombre que sólo
hablaba en números telefónicos. Le preguntarías como se
siente y el diría “924-3130”. O diría “757-1366”. Tratamos de
adivinar que era lo que significaban estos números, pero nadie
lo daría por seguro. Hubo a veces, al otro lado, un niño de 12
años. Sus pestañas estaban gruesas y oscurecidas por
medicación de presión arterial. Él era el siguiente en la lista de
trasplantes, tan pronto como – la palabra que usaban era
cosecha – tan pronto como el riñón fuera cosechado. La madre
del niño rezaba por conductores ebrios. Yo rezaba por
hombres que no fueran discriminadores. ¿No somos todos,
pensaba, la cosecha de alguien?La hora terminaría, y una
enfermera de piso me llevaría en ruedas hasta mi cuarto. Ella
diría, “¿por qué ver esa basura? ¿Por qué no mejor me
preguntan cómo estuvo mi día?”.Pasé quince minutos antes de
irme a la cama apretando horquillas de goma. Uno de los
medicamentos estaba haciendo que mis dedos se
endureciesen. El doctor dijo que me lo daría hasta que no
pudiera abotonarme la blusa – un modo de expresarse con
alguien en un vestido largo de algodón.El abogado dijo,
“trabajo de caridad”.Se abrió la camisa y me mostró donde
una acupunturista le había aplicado jarabe de cola, enterrado
cuatro agujas y dicho que la verdadera cura era el trabajo de
caridad.Dije, “¿Cura para qué?”.El abogado dijo, “Inmaterial”.
Tan pronto como supe que estaría bien, me sentí segura de
que estaba muerta y no lo sabía. Me movía a través del tiempo
como una cabeza cortada que termina una oración. Esperaba
el momento que me despertara de mi vida aparente. El
accidente ocurrió al atardecer, así que en ese momento era
cuando más me sentía así. El hombre que conocí la semana
pasada me llevaba a cenar cuando sucedió. El lugar fue en la
playa, una playa en una bahía en la que puedes mirar las luces
de la ciudad, un lugar donde puedes observarlo todo sin tener
que ponerle atención. Un buen tiempo después fui finalmente
a esa playa. Yo conduje el auto. Era el primer buen día de

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playa; vestí pantalones cortos. Al borde de la arena me desaté
las vendas elásticas y vadeé hacia la espuma. Un chico en un
traje mojado miró mi pierna. Me preguntó si un tiburón lo
había hecho; había vistazos de grandes blancos por esa parte
de la costa.Le dije que sí, que un tiburón lo había hecho.“¿Y
vas a volver a entrar?” preguntó el chico. Yo dije “Y voy a
volver a entrar”. Dejo mucho afuera cuando digo la verdad. Lo
mismo pasa cuando escribo una historia. Voy a empezar ahora
a contarte qué es lo que he dejado fuera de “La Cosecha” y
quizás empiece a preguntarme porque tuve que dejarlo fuera.
No hubo otro auto. Sólo hubo un auto, el que me impactó
estando en la parte de atrás de la motocicleta del hombre.
Pero piensa en las incómodas sílabas cuando dices
motocicleta. El conductor del auto era un periodista. Trabajaba
para un periódico local. Era joven, un graduado reciente, e iba
en camino a una reunión para cubrir una protesta. Cuando
digo que en ese entonces yo era una estudiante de
periodismo, es algo que podrías no haber aceptado en “La
Cosecha”. En los años que siguieron, esperé por el nombre del
reportero. Él rompió con la historia del templo en People que
resultó en el viaje de Jim Jones a Guyana. Luego, cubrió a
Jonestown. En el cuarto ciudadano del San Francisco
Chronicle, mientras el número de víctimas mortales ascendía a
novecientos, los números fueron posteados como donaciones
en una noche de promesas. En algún lugar de los cientos, un
letrero fue pegado a la puerta que decía JUAN CORONA,
CHÚPATE ESA. En la sala de emergencias, lo que le ocurrió a
mi pierna no requirió cuatrocientos puntos sino un poco más
de trescientos. Exageré incluso antes de empezar a exagerar,
porque es cierto – nada es nunca tan malo como podría serlo.
Mi abogado no era ningún afiliado. Era uno de los socios en
una de las firmas más viejas de la ciudad. Él nunca se habría
abierto la camisa para revelar el sitio de la acupuntura, que es
algo que él nunca habría tenido. Matrimonialidad era el título
original de “La Cosecha”. El daño hecho a mi pierna fue
considerado cosmético aunque aún, después de quince años,
me cuesta arrodillarme. En un arreglo fuera de corte antes del
juicio, me dieron cien mil dólares. El seguro del auto del
reportero subió doce dólares por mes. Se había sugerido que
me frotara la pierna con hielo, para resaltar las cicatrices,
antes de que me subiera la falda tres años después para la
corte. Pero no había hielo en los cuartos del juzgado, así que
no tuve oportunidad de pasar o fallar esa prueba de ética. El
hombre de una semana, a quien pertenecía la motocicleta, no

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era un hombre casado. Pero cuando pensaste que tenía una
esposa, ¿no era yo responsable de lo que sucedía? ¿Y no se
me venía encima?Después del accidente, el hombre se casó.
La chica con la que se casó era una modelo de pasarela.
(“¿Piensas que las apariencias son importantes? Le pregunté al
hombre antes de que se fuera. “No en un principio”, dijo).
Aparte de ser una belleza, la chica valía millones de dólares.
¿Habrías aceptado esto en “La Cosecha” – que la modelo fuera
también una heredera?Es cierto que íbamos camino a comer
cuando ocurrió. Pero el lugar donde podías observarlo todo sin
tener que prestarle atención no era una playa en una bahía;
fue en la cima del Monte Tamalpais. Teníamos la cena con
nosotros al aproximarnos por el ondulante camino montañoso.
Esta es la versión que tiene cabida para una ironía perfecta,
así que no te incomodes cuando diga que por los próximos
meses, desde mi cama de hospital, tuve una espectacular vista
de la mismísima montaña. Habría escrito la siguiente parte en
el cuento si alguien la hubiera creído. ¿Pero quién lo habría
hecho? Yo estuve ahí y no lo creí. En el día de mi tercera
operación, hubo un intento de escape en el Centro de
Ajustamiento de Seguridad Máxima, adyacente a la Sentencia
Perpetua, en la prisión de San Quentin. “Hermano Soledad”
George Jackson, un hombre negro de veintinueve años, sacó
una pistola calibre .38, gritó “¡Hasta aquí!” y abrió fuego.
Jackson fue asesinado; también lo fueron tres guardias y dos
“otorgadores de escalón social”, presos que les llevan a otros
prisioneros sus comidas. Otros tres guardias fueron
apuñalados en el cuello. La prisión está a un paseo de cinco
minutos en auto del hospital Marin General, así que ahí es
donde los guardias heridos fueron llevados. La gente que los
llevó eran tres tipos de policías, incluyendo Patrulleros de
Carretera de California y Sheriffs del Condado de Marin,
altamente armados. Habían policías en el techo del hospital
con rifles; estaban en los pasillos, invitando a pacientes y
visitantes a volver a sus cuartos. Cuando fui llevada en silla de
ruedas hacia fuera de Recuperación más tarde ese día,
vendada de la cintura a los tobillos, tres oficiales y un sheriff
armado me registraron. En las noticias esa noche, hubo un
seguimiento del disturbio. Mostraron a mi cirujano hablándole
a reporteros, indicando, con un dedo en la garganta, cómo
había salvado a un guardia cosiendo de oreja a oreja. Esto lo
vi en televisión, y porque era mi doctor, y porque los pacientes
de hospitales son ensimismados, y porque estaba dopada,
pensaba que el cirujano estaba hablando de mí. Pensé que

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estaba diciendo, “Bueno, está muerta. Se lo estoy anunciando
a ella en su cama”. El psiquiatra que vi por derivación del
cirujano dijo que el sentimiento era bastante común. Ella dijo
que las víctimas de traumas que aún no han asimilado el
trauma creen que están muertas y que no lo saben. Los
grandes tiburones blancos en las aguas cerca de mi casa
atacan de una a siete personas al año. Su principal víctima es
el buzo de abalón. Con los bistecs de abalón en treinta y cinco
dólares el kilo y subiendo, el Departamento de Pesca y Juego
espera que los tiburones no muestren ni un rastro de
disminución.

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