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EL HUMANISMO MÉDICO (De “La medicina y usted” de Louis Dalmas)

Hace veinticinco siglos florecía en el rincón sudeste del Asia Menor una bonita ciudad llamada Cnido. En
frente, no muy lejos de la costa, se hallaba una pequeña isla del archipiélago de las Espóradas, llamada Cos.
Fue allí donde nació la medicina moderna. La familia de los Asclepíades, a los que la tradición hacía
descender del dios Esculapio, había fundado escuelas médicas en Cnido y en Cos.
Cosa curiosa, Cnido y Cos, separadas apenas por unas horas de barca, instruidas por maestros de la misma
familia, eran rivales en la teoría y la práctica del arte de curar; su rivalidad fue hasta tal punto inteligente y
profética que marcó con huella imborrable la evolución de la medicina durante siglos, y su influencia sigue
siendo viva y dominante en nuestros días.
Dos tendencias profundas se enfrentaban. En Cnido se describían las afecciones, se clasificaban los
síntomas, se estudiaba la medicina a través de los problemas generales de las enfermedades; en Cos, se
observaban los pacientes, se prestaba atención a casos determinados, se estudiaba la medicina a través del
problema particular del enfermo.
De Cnido salieron los estudios de conjunto que fundaron la ciencia médica, como los de Sydenham que
distinguía especies de enfermedades, del mismo modo que hay especies animales o vegetales; como los de
Morgagni, que inauguró la era moderna de la anatomo-patología, esto es, el vasto inventario de las lesiones;
como los de Pasteur, Koch y otros investigadores, que construyeron la bacteriología con un cúmulo de
descubrimientos extraordinarios, tales como los de las sulfamidas y los antibióticos, y todas esas armas
formidables que oponen a cada enemigo patógeno una defensa verdadera en cualquier circunstancia. La
enfermedad es una entidad por sí misma, se caracteriza por síntomas que son siempre los mismos para todos
los hombres y se la combate por agentes terapéuticos que en todas partes son los mismos.
De Cos, en cambio, salieron todas las teorías acerca del “terreno” particular del enfermo, las doctrinas
humorales, la homeopatía, los trabajos sobre diátesis y enfermedades funcionales, y la actual ciencia de las
reacciones, de las sensibilizaciones, de las respuestas a las agresiones. Sin duda la enfermedad se reconoce
por signos que la definen o por los gérmenes que la propagan, pero se manifiesta en seres humanos diferentes,
y es de mayor importancia conocer el conjunto formado por la enfermedad y las reacciones propias de cada
paciente, antes de examinar la afección sola, aislada de su contexto humano, pues, según la fórmula célebre,
no hay enfermedades, sino hombres enfermos.
En el curso de los siglos, la medicina ha oscilado entre Cnido y Cos. Unas veces el interés se concentró
sobre lo que era necesario hacer a cada determinado paciente para vencer su desequilibrio particular; otras, el
interés se concentró sobre la necesidad de conocer las leyes generales de los procesos morbosos, sin las cuales
no era posible construir una ciencia ni saber, por lo tanto, qué debía hacerse con un enfermo determinado.
Fue así como durante el siglo XIX la mayoría de los hombres de ciencia se desentendió, con toda razón, de la
vaguedad de las doctrinas vitalistas y humorales, para entrar de lleno en la redacción del catálogo minucioso
de los agentes patógenos y sus efectos. A las inciertas especulaciones sobre el “terreno” de la enfermedad, la
ciencia prefirió el estudio positivo de las bacterias o de las lesiones, y se propuso analizar en todos sus
pormenores cuanto ocurría en el caso de una u otra enfermedad.
En la actualidad, después de años de análisis, la medicina necesita de nuevo de la síntesis. La medicina
empieza de nuevo a insistir sobre “el hombre enfermo”; vuelve a considerar el “terreno”, esto es, el organismo
y sus funciones; acepta el concepto de que la enfermedad no puede existir por sí misma, en forma abstracta,
sino que se da en cada individuo como una combinación de agentes agresivos y de reacciones.
Pero este “retorno a Cos” no es una marcha atrás. Quienes pedantemente afirman que se han perdido siglos,
para volver al punto de partida, demuestran no comprender el progreso. Éste no niega nunca lo que le ha
precedido, sino que lo adapta y perfecciona; reduce a sus justas proporciones las hipótesis que suscitaron
entusiasmos exagerados y modas pasajeras; rinde justicia a los maestros, inocentes de los excesos en que
incurren sus discípulos 1, y, sobre todo, al recoger todos los nuevos conocimientos, amplía y profundiza los
anteriores.

1. Así, por ejemplo, suele reprocharse a Pasteur el haber encerrado la ciencia del siglo pasado dentro de las
investigaciones de carácter analítico. En realidad, fueron sus sucesores los que, a raíz de los extraordinarios
descubrimientos bacteriológicos de Pasteur, se lanzaron a una explicación general de todas las enfermedades por el
mecanismo germen-órgano (o tejido). Pasteur, por su parte, insistió en llamar la atención sobre lo que él denominó la
“autofarmacología”, esto es, sobre los extraños poderes del organismo para elaborar en su interior las sustancias que
requiere, y puso en un mismo plano las investigaciones bacteriológicas y las inmunológicas (sueros, vacunas,
anticuerpos, etc.), o sea, las consagradas a los agentes infecciosos y las consagradas a las propiedades de cada
individuo. Sus sucesores, en cambio, entusiasmados con las primeras, relegaron a un segundo plano las segundas.

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