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Echeverría menciona que se debe distinguir entre los procesos de innovación y los resultados.
Además, identifica cuatro tipos de innovación: de producto, de proceso, organizativas y de
marketing. Rescata lo dicho por la OECD y el Eurostat para definir innovación: introducción de
un nuevo producto, proceso o método de comercialización y organizativo. Sin embargo, para
Rogers una innovación es una idea, práctica u objeto que es percibido como nuevo por un
individuo o por otra unidad de adopción y su difusión es el proceso mediante el cual una
innovación se comunica a través de ciertos canales entre los miembros de un sistema social.
De hecho, la aparición de la radio, la televisión e internet han traído innovaciones
comunicacionales y sociales. Empero, no todas las innovaciones son intencionales con metas
predeterminadas: hay innovaciones naturales con procesos complejos. Asimismo, hay que
diferenciar la novedad y sus aportes, los beneficios y lo perjudicial, es decir, una ontología y una
axiología de la innovación.
Además, la innovación es un proceso que implica pluralidad de agentes y acciones, así
como contextos y entornos concretos. Este proceso puede tener su origen en alguna idea
innovadora, pero hay que diferenciar la invención de la innovación. Las ideas nuevas pueden
aportar una propuesta innovadora, pero eso no es suficiente para que haya innovación: a veces
una idea vieja trabajada de una manera nueva puede generar innovación. Incluso, otras
innovaciones surgen por imitación. Por ello, la filosofía de la innovación ha de estar basada en
una epistemología evolucionista.
Olivé inicia este apartado haciendo una revisión de la democracia, la cual se extendía a países
“atrasados” y expertos ofrecían su ayuda para la implementación de la misma. Sin embargo,
había hay dos a destacar: una enfocada hacia el gobierno abierto e inclusivo y otra regida por un
bien común e instituciones enfocadas a sostener ese sistema. Esta última buscaba ser la
consultora de las democracias incipientes. Frente a esto, las naciones democráticas “avanzadas”
no habían previsto los peligros del avance en biotecnología.
Y es que, a partir del 11 de septiembre del 2001, se observó que la “evaluación experta
del riesgo” y la “percepción pública del riesgo” no son tan diferentes: todo riesgo real es un
fenómeno percibido, pero su naturaleza depende del mundo objetivo y de los sujetos que lo
perciben. Así, cada agente justifica y legitima su percepción del riesgo: según la posición social y
cultural. Sin embargo, el autoengaño al percibir riesgos es posible y un ejercicio crítico racional
puede demostrar la inexistencia de algún supuesto riesgo. Por ende, no hay una única manera
correcta de evaluar y gestionar el riesgo.
Dicho lo anterior, se deduce que tanto la identificación como la gestión del riesgo atañe a
todos, es decir, la concepción pluralista aplicada al proceso del riesgo exige que la toma de
decisiones resulte de un proceso de diálogo, ventilándose abiertamente los intereses y fines de
todos los sectores involucrados, a fin de alcanzar consensos. De esta manera, se defendería el
ideal de democracia con fundamentos éticos.
Ahora bien, riesgo se define como una situación en la cual se pone algo valioso en juego.
Surge a partir de decisiones humanas, sea por actuación u omisión. Por ende, un riesgo supone
una elección y una responsabilidad y en democracia, traería consigo una justicia social. Además,
el riesgo sólo existe para quien se percate de él, empero, existen algunos riesgos omnipresentes y
su distribución conduce a conflictos que plantean profundas cuestiones de justicia social.
El problema en la estimación del riesgo se debe a que ningún estándar de minimis ofrece
la misma protección para todos, pero, si se rechaza el estándar de minimis, es difícil determinar
las condiciones, por ejemplo. Entonces ¿Qué sucedería con los grupos vulnerables? El minimis
obliga a elegir entre protección promedio y protección igualitaria, entre eficiencia y la ética. Así,
los métodos que se usan con frecuencia para evaluar el riesgo involucran juicios de valor.
Pero dado que no hay una única solución a un problema de qué tan eficiente es un sistema
técnico, sino que la evaluación depende de quien la hace, se debe involucrar a quienes serán
afectados por la tecnología aplicada. Así, en el conjunto de resultados se tendrá la variable según
los intereses de los afectados. La eficacia, entonces, es relativa, más, adquiere la categoría de
objetiva una vez que se establecen fines.
En consecuencia, el conocimiento en general, el conocimiento científico en particular, y el
conocimiento sobre riesgos tiene que ser público ya que no lo produce un solo individuo.
Además, todas las personas son agentes racionales y autónomos que les permite elegir y decidir
por sí mismas el plan de vida más adecuado para sí. Así se traza la diferencia entre una
tecnocracia y una democracia privatizadora del conocimiento.
Por otra parte, las controversias, en cuanto a la consolidación y desarrollo del
conocimiento y de la ciencia, permiten la generación de razones para buscar acuerdos. Además,
se puede partir de una base de acuerdos, pero deben estar dispuestas a su modificación basadas en
decisiones óptimas, la participación responsable, así como la confianza en la ciencia y tecnología.
Para lograr la confianza es importante la transparencia de las comunidades científicas y
tecnológicas en cuanto a metodologías y procedimientos, implicaciones y consecuencias.
Así, la justificación ética de la participación pública en el proceso del riesgo se basa en el
intento de reconocer a los ciudadanos como seres racionales pertenecientes a ciertas
comunidades, etnias y regiones, con una identidad cultural propia.