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Hola, ¿cómo estás? Espero que bien.

Te quiero contar algo relacionado con mi labor


cotidiana.

La invasión de la Rusia de Putin a Ucrania me sorprendió trabajando varias horas por


día como periodista en televisión y radio. De pronto, me encontré hablando de oblasts y
de misiles nucleares. El periodista generalista responsable le tiene que poner el cuerpo a
todo: un día es la pandemia y los planes de vacunación, al siguiente ver cómo se impide
que se propague un incendio en un campo y después averiguar cuándo la península de
Crimea quedó en manos de los rusos. Y ahí está uno al aire, tratando de memorizar
“Lugansk” y “Donetsk”, sabiendo que los errores quedan grabados y que allá en las
redes hay un tribunal tan extenso como implacable dispuesto a crucificarte ante el
menor titubeo. Lo sé porque pertenezco a él.

Así las cosas, el periodista generalista responsable, a quien las circunstancias lo llevan a
una zona informativa donde no hace pie, toma la decisión de leer todo lo que se pueda,
estudia mapas, revisa la biblioteca a ver si algún libro echa luz, escucha otros programas
y presta atención a las entrevistas. Y aplica la regla de oro: que su proporción de
preguntas supere en mucho a sus afirmaciones.

Con esa preparación precaria, predispuestos a escuchar, nos enfrentamos en estos días a
una serie de expertos en relaciones internacionales, la nueva camada de especialistas
que llenó las horas de televisión reemplazando a epidemiólogos y toxicólogos. Con
buena predisposición, estos profesores se pararon frente a mapas y gráficos y no sólo
mostraron la zona específica de los combates sino la ubicación de los países de la
OTAN, cómo fueron cambiando con el tiempo, la desaparición del Pacto de Varsovia, la
entrada al Mar Negro, los orígenes de Rusia en Kiev, las ambiciones zaristas, la
naturaleza doble o inexistente del pueblo ucraniano, etc.

Sus exposiciones fueron siempre fascinantes. Sumaban dos cosas: la confianza que da el
haber dado clases durante años y el hecho de que su conocimiento está hecho de
simplificaciones. No estoy rebajando su experticia –de hecho, la cantidad de datos que
manejan me parece deslumbrante– sino que necesariamente los expertos en política
internacional reducen grandes extensiones de tiempo y espacio a unas pocas frases.
“Desde la caída del Muro, Rusia ha visto cómo la OTAN ha ahogado su sueño imperial
dejándolo sin estados buffer” es una frase que podrían haber dicho y que en 110
caracteres resume decenas de miles de kilómetros cuadrados, centenares de millones de
personas y siglos de historia. Entre esa necesaria jibarización y la personalización de los
países, que pasan a tener recuerdos, deseos y pulsiones secretas, el análisis tiende a
tratar los eventos internacionales como si se tratara de una partida de TEG, en donde
fichas y dibujos reemplazan a personas y vidas.

Tuve durante varios días el mismo proceso: durante la noche, participando en los
medios, escuchaba una serie de exposiciones lúcidas y firmes que trataban de explicar
los motivos detrás de la decisión de Putin al punto de convertirla en algo razonable. Esto
se evaporaba a la mañana siguiente cuando, al leer los medios informativos y ver las
imágenes del desastre, los ucranianos dejaban de ser una pieza de un tablero y se
convertían en seres sufrientes, cuya vida cotidiana había sido arrasada junto con varios
de los edificios en donde vivían, para no hablar de las vidas perdidas. La racionalidad
impuesta a los procesos internacionales de manera tan esquemática necesitaba de alguna
manera borrar los matices y las incomodidades que genera la realidad. Y esa realidad
era gente común sufriendo un golpe cruel y totalmente inesperado.

Sin mucho esfuerzo se puede relacionar esta limitación que tiene el punto de vista
profesional con la ejercida por los “expertos” durante la pandemia. El área de su
experticia era todo: había que bajar el número de contagios de una única enfermedad y
no había ninguna otra cosa que importara. El resultado fue desastroso no sólo en
términos de calidad de vida sino también en términos de comunicación. Quedó
establecido que el experto tiene la palabra final en su tema, que es un tribunal
inapelable. Creo, por el contrario, que sólo una cultura generalista, no estrecha, puede
tener una mirada más humana que evalúe costos y beneficios de cada acción. Como el
epidemiólogo que sólo piensa en “su” virus, el especialista enamorado de la palabra
“geopolítica” tiende al mismo grado de abstracción que deshumaniza.

En estas cosas pensaba cuando un amigo de Twitter (@ColucciLuis) recordó una


entrada memorable del Borges de Adolfo Bioy Casares, una entrada de 1956, en donde
el escritor recordaba una anécdota formidable. Si de simplificaciones se trata, esta
parece mucho más sensata:

Al comienzo de la Segunda Guerra, cuando Inglaterra defendía sola al mundo libre, nos reunimos
en el restaurant chino La Pagoda, en Diagonal y Florida, para firmar un manifiesto en favor de los
aliados. Esa mañana, los primeros en llegar fuimos Borges, Petit de Murat, Martínez Estrada y yo.
Entre Borges y yo explicamos nuestro propósito. Martínez Estrada dijo que él quería hacer una
salvedad o, por lo menos, un llamado a la reflexión. Nos preguntó si no habíamos pensado que tal
vez hubiera alguna razón, y quizá también alguna justicia, para que unos perdieran y otros
triunfaran, si no habíamos pensado que tal vez de un lado estaban la fuerza, la juventud, lo nuevo
en toda su pureza, y del otro, la decadencia, la corrupción de un mundo viejo. Yo pensé que con
un personaje así no se podía ni siquiera discutir y, mentalmente, lo eliminé de la posible lista de
firmantes. Me equivocaba. Petit de Murat se levantó y dijo que para nosotros el asunto era más
simple: «De un lado está la gente decente, del otro los hijos de puta». «Si es así —contestó
Martínez Estrada, tomando un color que pasó de grisáceo a amarillento— firmo con ustedes
encantado» y, ante mi asombro, subimos a las oficinas de Argentina Libre y estampó su firma en
nuestro manifiesto.

Y muchas veces, no siempre, es así de simple. De un lado está la gente decente y del
otro lado los hijos de puta. El de la invasión de Ucrania es uno de esos casos.

Nos encontramos en dos semanas.

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