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Hola, bienvenido a la Fonda Filosófica mis queridos comensales.

Cómo
muchos de ustedes sabrán, tuve que cortar mi viaje de año sabático. En noviembre
del año pasado las revoluciones sociales en Chile y en Bolivia y otras partes
detuvieron mi viaje, y ahora el coronavirus. Estuve en Sucre, Bolivia cuando me di
cuenta que una tras otra universidad e incluso ciudades estaban cerrándose y que si
no regresaba a casa muy pronto me quedaría atrapado en el extranjero durante
quien sabe cuantos meses. Pues logré salir en uno de los últimos vuelos que salió del
país y nunca he sentido tanto gusto estar en mi querido país adoptivo.
Y ahora, cómo todos ustedes, estoy encerrado en casa. Tengo muchas ganas
de volver a hacer vídeos de la Fonda, una serie sobre Sartre, o Spinoza, o sobre la
fenomenología. Tengo muchos temas en la lista. Sin embargo, quiero empezar con
el tema que nos une a todos ahorita – el virus que nos tiene encerrados y ansiosos. El
año pasado, muchos de ustedes me escribieron para pedir mi opinión sobre lo que
muchos estaban llamando “la primavera latinoamericana”, es decir, las protestas en
Chile, Ecuador, Bolivia, Venezuela, y otros países. Empecé a preparar algo pero lo
abandoné porque por mucho que leyera y pensara no lograba tener claridad sobre
el fenómeno, y no quería decir alguna estupidez a medias. Pero ahora creo que
puedo decir algo medio inteligente al respecto. Sigue siendo un fenómeno
complejo y no tengo una respuesta cabal y pertinente, pero con esto del coronavirus
he visto la manera de responder a los dos fenómenos. Ese día en Sucre, Bolivia,
cuando me di cuenta de que tenía que regresar cuanto antes a México, se me vino a
la mente unas palabras de Jean Jacques Rousseau. En su Discurso sobre el origen de
la desigualdad habla en alguna parte de la posibilidad de conmiseración y simpatía
entre las personas. Dice que sería más fácil en el Estado de Naturaleza que en el
Estado Civil en el que impera la razón.
Dice: “En efecto: la conmiseración será tanto más enérgica cuanto más
íntimamente se identifique el animal espectador con el animal paciente. Ahora bien;
es evidente que esta identificación ha debido de ser infinitamente más estrecha en el
estado de naturaleza que en el estado de razonamiento. Es la razón quien engendra
el amor propio, y la reflexión lo fortifica; ella repliega al hombre sobre sí mismo; ella
le aparta de todo lo que le molesta o le aflige. Es la filosofía quien le aísla; por ella
dice en secreto, a la vista de un hombre que sufre: «Muere si quieres; yo estoy
seguro.» Sólo los peligros de la sociedad entera turban el sueño tranquilo del filósofo
y le arrancan del lecho. Se puede degollar impunemente a un semejante suyo bajo
sus ventanas; no tiene más que taparse los oídos y razonar un poco para impedir a la
naturaleza que se subleva dentro de él identificarlo con aquel a quien se asesina”.
Lo que llama la atención ahí es la frase “Sólo los peligros de la sociedad entera
turban el sueño tranquilo del filósofo”. ¿Por qué la primavera árabe hace varios años
no condujo a una liberación general en el Medio Oriente, y por qué las protestas en
Quito y en Santiago de Chile el año pasado no han dado paso a una transformación
de la sociedad? Bueno, en Chile, cómo consecuencia de las protestas, va a haber un
plebiscito sobre la cuestión de una reforma constitucional y a lo mejor eso conduzca
a cambios importantes. Pero en general, vemos que la gente protesta, se queja, y no
cambia nada. Pues el problema, al menos uno de los más importantes, es que la
protesta es aislada, y el sistema económico que, en mayor parte causa los problemas
sobre los que se protesta, es un fenómeno global. Así que, una protesta hoy en
Santiago es insuficiente porque la gente en Seattle, en Johannesburgo, y en París,
están más o menos bien - “Muere si quieres; yo estoy seguro”. Pues cuando un
fenómeno cómo el coronavirus afecta a todo el mundo, cuando un pobre campesino
mexicano se encuentra en la misma situación existencial que el actor Tom Hanks, el
Príncipe Carlos, y el primer ministro de Inglaterra, es decir, cuando se peligra la
sociedad entera, es posible que nuestro individualismo y egoísmo dé paso a una
conmiseración con el otro, y un darse cuenta de que el sistema tiene que cambiar.
Lo que se peligra ahora es la salud y la vida de mucha gente, pero quizá más
peligroso es seguir adelante con la mentalidad de aguantar esto hasta que se acabe
y que haya una vacuna para que las cosas regresen a cómo eran antes. Vemos esta
mentalidad en el uso de una curiosa palabra que, al menos aquí en México, se usa
para referirse a esta pandemia - a saber - “contingencia”. Uno dice, por ejemplo,
“Debido a la contingencia, los servicios se suspenderán hasta próximo aviso”, o algo
así. Ahora bien, algo que es contingente se da aleatoriamente, por casualidad, y no
por necesidad. Entonces en este sentido, el Covid-19 es una contingencia, pero el
peligro es en ver el mundo social, cultural, político y económico en el que el virus
aparece como natural, normal y hasta necesario. Eso parece ser la implicación. Si el
virus es una contingencia, entonces el mundo que habitamos antes de que
apareciera no es contingente, sino natural o normal. No, pues no! Todo el mundo
humano es contingente, incluyendo sus sistemas políticos y económicos. Aunque las
circunstancias sean estremecedoras y trágicas, existe una oportunidad real de
cambiar profundamente la contingencia de nuestra vida en común, oportunidad que
no hay que perder porque hay otras amenazas que van a azotar el mundo entero,
como el cambio climático, la automatización de muchos trabajos que van a dejar
millones sin empleo y el uso de antibióticos para alimentar al ganado, lo cual trae
cómo consecuencia que los que tenemos dejen de funcionar en un futuro no lejano.
Estos retos, entre otros, requieren de un cambio no sólo de partidos políticos, no sólo
de sistemas económicos, sino de nosotros mismos, de esa mentalidad que dice
“Muere si quieres; yo estoy seguro”.
Hace unos días busqué mi copia de La Peste de Albert Camus, que nunca
había leído. Pues ya lo terminé y me ha impactado, especialmente una parte donde
un personaje que se llama Tarrou habla de sus motivos para quedarse en la ciudad a
combatir la peste, en vez de escaparse. Quisiera leer unos largos pasajes, y lo
importante es notar que los que padecen la peste no son únicamente los pacientes
en la cama sufriendo en el hospital, sino todos nosotros.

Dice el texto: “Al fin comprendí, por lo menos, que había sido yo también un
apestado durante todos esos años en que con toda mi vida había creído luchar
contra la peste. Comprendía que había contribuido a la muerte de miles de hombres,
que incluso la había provocado, aceptando como buenos los principios y los actos
que fatalmente la originaban. . . . Yo les decía que los grandes apestados, los que se
ponen las togas rojas, tienen también excelentes razones y que si admitía las razones
de fuerza mayor y las necesidades invocadas por los apestados menores, no podía
rechazar las de los grandes. Ellos me hacían notar que la manera de dar la razón a los
de las togas rojas era dejarles el derecho exclusivo a sentenciar. . . . Hace mucho
tiempo que tengo vergüenza, que me muero de vergüenza de haber sido, aunque
desde lejos y aunque con buena voluntad, un asesino yo también. Con el tiempo me
he dado cuenta de que incluso los que eran mejores que otros no podían abstenerse
de matar o de dejar matar, porque está dentro de la lógica en que viven, y he
comprendido que en este mundo no podemos hacer un movimiento sin exponernos
a matar. Sí, sigo teniendo vergüenza, he llegado al convencimiento de que todos
vivimos en la peste y he perdido la paz. Ahora la busco, intentando comprenderlos a
todos y no ser enemigo mortal de nadie. Sé únicamente que hay que hacer todo lo
que sea necesario para no ser un apestado y que sólo eso puede hacernos esperar la
paz o una buena muerte a falta de ello. Eso es lo único que puede aliviar a los
hombres y si no salvarlos, por lo menos hacerles el menor mal posible y a veces
incluso un poco de bien. Por eso me he decidido a rechazar todo lo que, de cerca o
de lejos, por buenas o por malas razones, haga morir o justifique que se haga morir.

Yo sé a ciencia cierta que cada uno lleva en sí mismo la peste, porque nadie, nadie en
el mundo está indemne de ella. Y sé que hay que vigilarse a sí mismo sin cesar para
no ser arrastrado en un minuto de distracción a respirar junto a la cara de otro y
pegarle la infección. Lo que es natural es el microbio. Lo demás, la salud, la
integridad, la pureza, si usted quiere, son un resultado de la voluntad, de una
voluntad que no debe detenerse nunca. El hombre íntegro, el que no infecta a casi
nadie es el que tiene el menor número posible de distracciones. ¡Y hace falta tal
voluntad y tal tensión para no distraerse jamás! Cansa mucho ser un pestífero. Pero
cansa más no serlo. Por eso hoy día todo el mundo parece cansado, porque todos se
encuentran un poco pestíferos. Y por eso, sobre todo, los que quieren dejar de serlo
llegan a un extremo tal de cansancio que nada podrá librarlos de él más que la
muerte.”
La peste es un virus biológico, pero también espiritual. Todos somos
apestados porque damos nuestro consentimiento tácito y a veces explícito a un
sistema que oprime, daña y mata a la gente, por lo que hay que luchar no sólo contra
el virus que se detecta bajo un microscopio, sino también contra el que habita en
nuestros corazones. Erradicar la peste del corazón es llegar a la paz. Al final de la
sección donde este personaje dice todo esto sobre la peste, el texto dice: “Cuando
terminó, Tarrou se quedó balanceando una pierna y dando golpecitos con el pie en
el suelo de la terraza. Después de un silencio, el doctor se enderezó un poco y
preguntó a Tarrou si tenía una idea del camino que había que escoger para llegar a la
paz. -Sí, (respondió Tarrou) la simpatía.”
Esto para mí es la moraleja del libro de Camus, solidaridad con el otro,
simpatía, o conmiseración cómo decía Rousseau. Aunque suene un tanto cursi o
ingenuo, este cambio tiene que estar a la base de los cambios políticos como su
fuente y motivación. Hace unos años, la filósofa canadiense Naomi Klein publicó un
libro que se llama La doctrina del shock que habla de cómo los gobiernos sacan
provecho de choques, como el 11 de septiembre en EEUU o ahora el coronavirus
para implementar medidas políticas anti-democráticas, cómo el mayor uso de
tecnología de vigilancia, la ampliación de poderes presidenciales, restricciones sobre
la libertad de movimiento y asociación, etc. En aras de combatir la pandemia, estas
medidas van a implementarse en alguna medida. La única esperanza que tenemos
de parar esas cosas y forjar nuevos sistemas más racionales e igualitarios es la
experiencia y memoria colectiva que está dándose ahora, una experiencia que ojalá
se traduzca en acción política.
Había comentado que tengo una lista muy larga de temas que quiero tratar en
la Fonda Filosófica, pero creo que voy a seguir con Foucault y su libro Vigilar y
castigar, pues la vigilancia de la población por parte de gobiernos y corporaciones es
lo que está en juego de aquí en adelante. Quiero ver, según Foucault, cómo la
vigilancia en contextos penales empezó a jugar un papel en el control de individuos
más ampliamente en el siglo XIX y su desarrollo hasta hoy en día en su concepto de
la biopolítica. Y voy a agregar a ese análisis un escrito fascinante de Gilles Deleuze
sobre la sociedad y el control.

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