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La Historia, antídoto contra los irresponsables. Versalles, 1919: Un siglo después.

El próximo 28 de junio se cumplirán cien años desde que en la famosa Sala de los
Espejos del Palacio de Versalles se firmara el Tratado que, tras poner fin a la Primera
Guerra Mundial, establecía las condiciones que los vencedores habían dispuesto para
con los vencidos. Éste, epílogo de una serie de Tratados previos individualizados,
únicamente vino a suscribir una serie de imposiciones planteadas por las potencias
vencedoras (Francia e Inglaterra, básicamente) donde, culpabilizando al adversario del
estallido del conflicto (Alemania), se estipulaban una serie de pagos en concepto de
compensaciones económicas de guerra.

Pronto, me temo, empezarán a sucederse las conmemoraciones y el recuerdo de un


suceso que se dirá puso fin a la Guerra permitiendo recuperar una Paz ansiada tras más
de cuatro años de conflicto. Nada más lejos de la realidad, pues el Tratado de Versalles,
es el punto de partida de ese periodo que conocemos como “Entreguerras”, donde lejos
de consolidarse la Paz, osciló de manera continuada hacia una nueva Guerra. Hacia un
nuevo desastre. Éste vería nacer el Fascismo y el cierre de la mayoría de los
Parlamentos.

Echando la vista más atrás y situándonos en 1914, donde, tal y como de manera
generalizada conocemos, el asesinato del Archiduque Francisco Fernando de Austria en
Sarajevo el 28 de junio iniciaría una escalada de tensiones que, dada las alianzas
militares tejidas con anterioridad, darían como resultado el inicio de un conflicto bélico
que se establece a nivel mundial. La Guerra, que en palabras del historiador americano
Fritz Stein supone “la primera calamidad del Siglo XX: la calamidad de la que surgieron
todas las demás calamidades” ha generado miles de páginas donde especialistas, de
maneras diferentes, han tratado de analizar cuáles fueron los orígenes de la contienda,
así como las causas de un conflicto que previsto corto y victorioso sería largo y
desastroso para todos.
“Nunca seré capaz de comprender como ocurrió” le comentaba la novelista Rebecca
West a su marido cuando ambos se asomaron al balcón del Ayuntamiento de Sarajevo
en 1936. No era que hubiera pocos datos disponibles, sino que había demasiados,
reflexionaba la escritora. Sin embargo, a título personal, hay una cuestión que considero
fundamental si queremos, no solo aproximarnos a los acontecimientos, sino tratar de
extraer un aprendizaje del trágico episodio: la irresponsabilidad colectiva ante un
conflicto que difícilmente, dados los avances tecnológicos, podía no ser devastador.

La Guerra, lejos de ser una tragedia fortuita, algo ajeno y sin responsables tiene una
autoría colectiva. Los líderes y la propia sociedad de manera generalizada, traspasando
las propias fronteras, por activa o por pasiva asumieron una realidad que devino en
desastre. Por lo tanto, ésta no podemos interpretarla, tal y como se hizo en Versalles
como si de una obra de Agatha Christie se tratara, donde al final descubrimos al
culpable con una pistola humeante en la mano, de pie ante un cadáver en el invernadero.
En esta historia, por el contrario, no hay ninguna pistola humeante, o mejor dicho, hay
una en la mano de todos y cada uno de los personajes principales.

La I Guerra Mundial, llamada así tras el estallido de la Segunda, más dramática y


mortífera, ejemplifica una insensatez pues, como sonámbulos, “vigilantes pero ciegos,
angustiados por los sueños, pero inconscientes ante la realidad del horror que estaban a
punto de traer al mundo” se comportaron los líderes en 1914, tal y como afirma Clark
en Sonámbulos. Pero no solo ellos, la sociedad europea, embriagada de nacionalismo y
motivada por el rencor y la osadía de creerse invencible, aupó y acompañó a sus jefes.
Son ampliamente conocidas las imágenes donde las multitudes, con flores y banderas,
acuden a despedir a los soldados antes de embarcarse rumbo a la Guerra.
Es generalizado por lo tanto el apoyo a una Guerra que vino a acelerar los tiempos, pues
del caballo a la aviación y de la bayoneta al armamento químico, quebrarían los
esquemas previos y dejaría tras de sí un continente devastado. Flores, quizá anunciando
de forma inconsciente la destrucción que se avecinaba. Banderas que tradicionalmente
sirven para enfrentar. Irresponsabilidad de todos, incluso de los partidos socialistas que
apoyaron los presupuestos de Guerra.

1914 no cabe duda de que es un hito donde esa irresponsabilidad llevó a la sociedad a la
autodestrucción. Nada volvería a ser como antes. Sin embargo, 1919 es una extensión
de los errores precedentes. La Gran Guerra se llevó por delante los viejos esquemas de
los Imperios autocráticos, lo cual podría haber permitido la fructificación de un
escenario propicio para el entendimiento y la extensión de derechos al colectivo. Sin
embargo, las potencias vencedoras quisieron materializar la victoria que devendría en
venganza e hicieron responsable a Alemania. La cual por cierto terminaría de pagar en
2010.
No obstante, no fueron los únicos que pagaron. La Guerra había borrado del mapa a una
generación de jóvenes que, entre flores y banderas, habían sido enviados al matadero.
Una generación que lejos de volver victoriosa por Navidad, volvería, quien lo hiciese,
devastada y trastornada.

1919 no supo, esta vez a través de los –ir-responsables políticos de Versalles, leer las
causas que cinco años antes habían llevado a Europa al desastre. En 2019 no solo se
tendrá la osadía de conmemorar el desastre de 1919, sino que vemos como se acentúan
algunos de los elementos que trajeron el horror. Quizá ya no veamos flores, pero sí
banderas con ese propósito excluyente e irresponsable que suele acompañar a quienes
las agitan con fuerza. Éstas si no sirven para unir son, en el sentido etimológico de la
palabra, inútiles. Los líderes irresponsables, los de 1919 y los de hoy, también.

La Historia no se repite ni como farsa ni como tragedia, pero tal y como decía Gramsci,
instruye. El problema, continua el sardo, es que no tiene alumnos.
Debemos estar prevenidos ante quienes agitan los odios y para ello, el mejor antídoto es
un buen conocimiento del pasado. Aprender y enseñar. Dar la batalla contra los que
odian.

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