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INTRODUCCIÓN
Resulta patente que el Evangelio de San Juan es distinto de los Sinópticos y sobre esta
diferencia, singularmente los especialistas en Sagrada Escritura, han debatido mucho,
dando lugar a lo que se conoce como “la cuestión joánica”.
El Cuarto Evangelio al hablar del milagro pone el acento más que en el hecho prodigioso
en sí, en el significado del mismo. Mientras Mateo, Marcos y Lucas se centran en los
milagros como anuncio de que la llegada del Reino de Dios ha llegado con Cristo, Juan
se sirve de ellos para que vean a Jesucristo como la Luz, la Vida y la Resurrección que
salvará a los que crean en Él.
En los Sinópticos, los milagros anuncian la llegada del Reino invitando a la conversión,
a aparcar una visión materialista de la vida y sustituirla por elevada y cristiana. En este
Evangelio, Jesús es el Esposo (2, 29), la Luz del mundo (9, 5), el Pan de vida (6, 48), la
Resurrección y la Vida (11, 25). Pero en uno y otro Evangelio se anuncia lo mismo aunque
de modo distinto.
Schnackenburg afirma, al referirse al Evangelio de Juan, que los cuatro evangelios sin
tener las mismas palabras tienen las mismas enseñanzas aunque con una “octava más
alta”. Se trata de lo que Cristo hizo y enseñó pero desde una perspectiva diversa.
Ya se sabe que oír hablar de milagros, como prueba de una intervención de Dios en
nuestro mundo, despierta en muchos parecido escepticismo que la creencia en brujas,
fantasmas y demonios, algo propio de una mentalidad mitológica, residuo de una época
ya superada. Hay también quien sostiene que no cree en los milagros relatados en los
evangelios, no porque se haya demostrado que los evangelios no merecen crédito, sino
que los evangelios son puras leyendas precisamente porque narran milagros. Hay en
algunos como una fobia al milagro.
Los siete milagros que narra San Juan han sido presenciados por él, dudar de la sinceridad
del evangelista manifiesta la misma mala intención que se le atribuye al apóstol pero que
no puede probarse. Dudar de la veracidad de alguien es fácil. Lo que ya no es tan fácil es
presentar pruebas.
Es una monstruosidad sicológica e histórica servirse del hecho de que los Evangelios son
una profesión de fe común y que el de San Juan ha sido escrito para despertar la fe en
Jesucristo, para insinuar que los relatos milagrosos son pura invención.
Un criterio seguro para conocer si Jesús es dueño de un poder divino (perdonar los
pecados), se encuentra en la curación de un paralítico. A los que negaban que Él pudiera
algo que sólo puede hacer Dios, les dijo: “¿Qué es más fácil decirle al paralítico: Tus
pecados te son perdonados, o decirle: Levántate, toma tu camilla y anda? Pues para que
sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados –se
dirigió al paralítico-, a ti te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Y se levantó,
y al instante tomó la camilla y salió en presencia de todos…quedaron admirados y decían:
Nunca hemos visto nada parecido”.
En el evangelio de San Juan, los milagros tienen, junto al hecho prodigioso, una
dimensión salvífica que puede despertar la creencia en Dios. No aparecen tanto como
manifestación del poder de Jesús, que también, sino como signo de que la mano de Dios
está detrás. No es un prodigio asombroso sin relación alguna con nuestra salvación, es
una acción salvadora de Dios que interviene en la historia de modo inequívoco.
El Evangelio de Juan suelen dividirlo los estudiosos en dos grandes apartados: 1)”El
Evangelio de los Signos” y 2) el “Libro de la Gloria”. El primero abarca del capítulo 2 al
12, y el segundo relata la Pasión, Muerte y Resurrección, y la Subida a los Cielos, que
suponen el signo por excelencia. Se diría que San Juan quiere que se aprecie en toda la
actuación de Cristo una dimensión significativa, como un símbolo que apunta a una
realidad más rica de la que se puede ver a simple vista.
Se suele hablar de siete signos que están recogidos entre los capítulos 2 al 12. 1) La
conversión del agua en vino en las Bodas de Caná de Galilea. 2) La curación del hijo de
un funcionario real. 3) La curación de un paralítico. 4) La multiplicación de los panes y
peces. 5) Jesús caminando sobre las aguas. 6) La curación del ciego de nacimiento. 7) La
resurrección de Lázaro. Al final de su Evangelio se narra la segunda pesca milagrosa. Los
milagros tenían la misión de preparar el camino a la fe en Dios. Jesús se revela igual a
Dios en los milagros como en la palabra. Su palabra y sus milagros forman un todo
inseparable, se apoyan y se fundan uno en otro. Son como el sello que Dios pone a su
testimonio, no son sólo ayudas venidas del cielo en los apuros terrenos; son además
revelaciones del poder de Dios, y, en cuanto tales, son a la vez testimonios divinos a favor
de sus palabras.
De ahí que San Juan concluya su Evangelio con esta declaración: “Muchos otros signos
hizo también Jesús en presencia de sus discípulos, que no se han sido escritos en este
libro. Sin embargo, estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo
de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre”.
San Juan, autor del cuarto evangelio, manifiesta con admirable concisión el propósito que
lo mueve a escribirlo. Como dialogando figuradamente con sus futuros lectores, les
explica que las señales milagrosas hechas por Jesús y recogidas en este libro se han escrito
“para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida
en su nombre.»
Unas palabras de su Primera Carta, son, entre otras cosas, una declaración inequívoca de
que lo que ha escrito en su Evangelio procede de un testigo ocular; un judío buen
conocedor de las tradiciones y expectativas de su pueblo que ha encontrado en Jesús de
Nazaret al Mesías esperado, de quien escribieron Moisés en la Ley y también los
Profetas:“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos a propósito del
Verbo de la vida –pues la vida se ha manifestado: nosotros la hemos visto y damos
testimonio y os anunciamos la vida eterna, que estaba junto al Padre y que se nos ha
manifestado- , lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros
estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo
Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestra alegría sea completa.”
Un aspecto singular de este Evangelio es el interés que muestra por dejar constancia de
la localización de los acontecimientos. Mientras que Mateo, Marcos y Lucas prestan
mayor atención a la actividad desarrollada por Jesús en Galilea, Juan se fija de modo
especial en los hechos que tienen lugar en Jerusalén, al propio tiempo que pone de relieve
que determinadas fiestas del calendario judío parecen marcar los momentos escogidos
por el Señor para entrar en la ciudad: la Pascua; los Tabernáculos; la Dedicación del
Templo.
Los milagros de Jesús son hechos reales pero tienen, especialmente en este Evangelio, un
carácter de signo de una realidad sobrenatural, son catequéticos porque enseñan, con
hechos y palabras, que Cristo es la Resurrección y la Vida; la Luz que ilumina la noche
de este mundo; el Agua Viva, etc. Si Jesucristo es Dios y ha venido a esta tierra con una
misión sobrenatural: la instauración del Reino de Dios, es lógico que sus enseñanzas y
sus obras no sean como las de cualquier ser humano. La novedad de su mensaje,
acompañado a veces de milagros, tiene su explicación en la autoridad incomparable de su
persona.
En el siglo II, Orígenes polemiza con Celso que atribuía a pura hechicería lo que los
primeros cristianos llamaban milagros. No se afirma que Jesús no hubiera existido, ni que
no hubiera realizado prodigios, sino que la naturaleza de ellos era sólo magia. De hecho,
Jesús no quiso que le vieran como un taumaturgo y por eso se apartaba en ocasiones
cuando le buscaban como tal. El sentido de sus milagros era muy diferente al de cualquier
otro taumaturgo: Jesús realiza milagros que implicaban en los beneficiados por ellos un
reconocimiento de la bondad de Dios y una conversión, un acercamiento a su Persona.
Los milagros son llamados por San Juan señales y también signos demostrativos del poder
de Dios que acreditan la misión de Jesús y se enmarcan en el contexto del Reino de Dios.
Con signos y señales Jesucristo inaugura el Reino de Dios que es Él mismo. «Así, en
Caná de Galilea hizo Jesús el primero de sus milagros con el que manifestó su gloria, y
sus discípulos creyeron en él». En primer lugar se trata de un hecho realizado por Jesús.
Segundo, ese hecho constituye una manifestación de su Gloria. Por último, esa
manifestación, al ser contemplada por los discípulos, les conduce a la fe. También cuando
se narra la enfermedad de Lázaro, otro de los signos del Cuarto Evangelio, el Señor
advierte a Marta que si cree verá la Gloria de Dios. Se da, pues, una interrelación entre el
signo y la Gloria.
Esta complejidad del IV Evangelio no significa que sea imposible o muy difícil entender
de inmediato cuanto el Evangelista narra. Esto sería convertir su evangelio en un escrito
esotérico, inteligible sólo para iniciados. Lo que San Juan escribe es claro y sencillo, fácil
de entender. Pero junto a este sentido inmediato y obvio, es preciso pensar en la
posibilidad de que, aunque no siempre, haya una intención más profunda por parte del
autor.
Con el milagro de las Bodas de Caná, por ejemplo, Jesús manifestó su gloria y sus
discípulos creyeron en Él. Comienza un Orden Nuevo. Aquellas aguas destinadas a las
purificaciones de los judíos, ya no sirven para esa finalidad al ser sustituídas por las del
Bautismo, como enseñan los Santos Padres. Y otro tanto se puede decir de la curación del
paralítico. Jesús destacó clara y solemnemente el carácter de signo de ese milagro. Esta
curación milagrosa debía constituir la prueba visible del invisible poder de perdonar los
pecados. Al murmurar algunos escribas: ¿”Por qué habla este así? Blasfema. ¿ Quién
puede perdonar los pecados sino sólo Dios”? Jesús respondió: ¿Qué es más fácil decirle
al paralítico: tus pecados están perdonados, o decirle: Levántate, toma tu camilla y anda?
Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los
pecados, se dirigió al paralítico, a ti te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.
Se levantó, y al instante tomó la camilla y salió en presencia de todos”.
Los milagros, pues, no son una suerte de chantaje que anule la libertad forzándola a creer
en Dios. Con cierta ironía ha dicho Newman: “Lo paradójico del milagro es que cure las
enfermedades, pero no la incredulidad, como sucede tantas veces”. Los milagros de Jesús
tienen una dimensión apologética y salvífica que San Juan resalta especialmente: “Si no
hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed en las obras, aunque no
me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre”.
Una forma de entenderlos sería, a modo de ejemplo, como cuando se ve una bandera. Una
bandera es un signo, un símbolo, que remite a una realidad distinta de ella. Es un paño
con unos colores pero que conduce a quien la contempla a pensar en un determinado país.
El entusiasmo que Jesús despertó entre sus seguidores y la confianza que infundió el
contacto con Él, es inexplicable sin los milagros. Ciertamente, la fe en Dios no la
producen tan sólo los milagros como se ve por la conducta de los sacerdotes del Templo
y los doctores de la Ley. De hecho, cuando nadie puede negar el portentoso milagro de la
resurrección de Lázaro, la conclusión que sacan los judíos es que hay que matar a Jesús
y a Lázaro.