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El Chef Multimillonario y Un em Leslie North
El Chef Multimillonario y Un em Leslie North
MCCLELLAN
Todos los derechos reservados. Publicado en el Reino Unido por Relay Publishing. Queda prohibida
la reproducción o utilización de este libro y de cualquiera de sus partes sin previa autorización escrita
por parte de la editorial, excepto en el caso de citas breves dentro de una reseña literaria.
Leslie North es un seudónimo creado por Relay Publishing para proyectos de novelas románticas
escritas en colaboración por varios autores. Relay Publishing trabaja con equipos increíbles de
escritores y editores para crear las mejores historias para sus lectores.
Diseño de portada de Cover Art by Mayhem Cover Creations.
Traducción de: Martina Engelhardt
Corrección de: Guillermo Imsteyf
www.relaypub.com
SINOPSIS
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
E lafiladísimo
chef Arthur McClellan podía blandir un cuchillo deshuesador
sin que se le moviera ni un pelo. Podía sumergir la mano en
agua hirviendo para probar el punto de la pasta sin pestañear. Se sentía a
gusto usando el fuego y el calor y, a veces, hasta usaba antorchas llameantes
para darle el toque perfecto a un plato. No había nada en una cocina que
pudiera asustarlo. Excepto la niñita que lo estaba mirando en ese momento.
Art bajó la vista para mirar a la pequeña intrusa y luego echó un vistazo a la
puerta que daba al salón donde, en ese preciso momento, ya estaba en
marcha la fiesta de casamiento que definiría su carrera. Solo tenía algunos
segundos para servir el siguiente plato, una tarea que, por lo general, le
tocaba a su asistente. Pero ese casamiento era un evento decisivo para su
vida profesional y, por eso, quería controlar absolutamente todos los
detalles. Al menos tendría que haber contratado a alguien para impedir que
entraran a la cocina.
—¿Estás perdida, chiquita?
—¿Está preparando la comida?
La pequeña tenía puesto un vestido acampanado de color blanco que la
identificaba como la niña de las flores. Incluso para Art, la niña era muy
linda... pero estaba estorbando.
—Sí, estoy preparando la comida. Y los niños no deben estar en la cocina.
Ve con tu mamá.
De pronto, la niñita pestañeó y se le cayeron unas lágrimas.
—No puedo comer nada —sollozó.
Arthur desvió la mirada de la encimera, donde había estado midiendo con
precisión cucharadas de crema para ponerle a la sopa de drupa, y la
observó.
—¿Cómo que no puedes comer nada?
—Tengo hambre, pero mi mamá dice que no puedo ensuciar el vestido —
respondió ella, mirándolo con sus grandes ojos. Sí, la niña era linda, de un
modo extraño, casi como una alienígena, pensó Art—. Y toda la comida
que usted sirve ensucia. Está llena de… esa cosa con salsa. —La niña
arrugó la nariz y se acomodó el vestido, desanimada.
Esa «cosa con salsa» era una reducción de médula que Art había tardado
más de veinte horas en preparar. Miró de reojo la bandeja repleta de platos
perfectos de sopa fría y luego volvió a mirar el vestido de la niñita.
—Pero la p… —Se contuvo para no maldecir frente a ella—. Bueno,
siéntate. Te voy a preparar algo de comer que no ensucie, ¿sí?
La niña sonrió de oreja a oreja, dejando al descubierto un hueco adorable
donde deberían estar sus paletas. Bueno, era linda, concluyó Art. Y al
menos era educada.
—Gracias.
—¿Hay algo que no te guste? —Los niños siempre eran quisquillosos a la
hora de comer, por eso nunca preparaba comida para niños si podía evitarlo.
—El brócoli, la mayonesa y las papas fritas —dijo ella, contando con los
dedos.
—¿A qué niño no le gustan las papas fritas? Bueno, supongo que sería
mejor preguntarte qué te gusta. —Art abrió la cámara frigorífica y continuó
—: ¿Comes huevo?
—¡Sí!
—Te voy a preparar un omelette. Eso no ensucia, ¿no?
—Tendré cuidado —respondió ella, acomodándose el vestido otra vez.
—Muy bien. Un omelette entonces…
—¿Con jamón?
—Tengo jamón de Parma cortado en fetas finas para la próxima entrada. —
Le había costado cientos de dólares importar ese jamón.
—Bueno —dijo ella e hizo una pausa—. ¡Gracias! Me gustan tus tatuajes
—anunció, antes de salir de la cocina dando saltitos.
Arthur se miró el brazo lleno de tatuajes que le había valido la reputación
de chico malo entre los chefs de moda. Una niña de siete años con un
vestido de volados acababa de decirle que le gustaban. Hizo una mueca, se
arremangó y se puso a preparar el omelette.
—¿Hola? ¿Todo bien por aquí?
Arthur puso los ojos en blanco. Cuando terminara la boda, y el dueño de
Canal Sabor —que, casualmente, era el padre de la novia— quedara
impresionado con su trabajo y le ofreciera el programa de televisión que
Arthur venía pidiéndole hacía tiempo, lo primero que iba a hacer en su
nuevo puesto era exigir que pusieran un candado en la puerta de la cocina.
—Sí, todo bien —respondió, sin levantar la vista del recipiente donde había
puesto los dos huevos. Un omelette de queso de cabra y cebollín era
perfecto para una niña, ¿no?
—¿Necesitas ayuda?
—Para nada.
—Entonces, ¿por qué todavía no salió el próximo plato?
Arthur vertió los huevos en la sartén caliente y esperó a que se asentaran.
—Porque no sabía que tenía que ser cocinero de comida rápida —gruñó.
La voz se echó a reír. Un sonido musical y melodioso que llevaba todo el
día escuchando.
—¡No es así!
Arthur dio vuelta el omelette, lo dejó asentarse treinta segundos más y lo
dobló con el relleno dentro, asegurándose de cerrar bien los bordes para que
la niña pudiera comerlo sin ensuciarse el vestido. Lo sirvió en un plato y
volteó hacia la intrusa.
—Llévaselo a la niña de las flores —ordenó.
La organizadora de bodas tenía los ojos más grandes y azules que Arthur
había visto en su vida y, cuando le dio el plato, se pusieron aún más
grandes.
—¿Estás preparando… omelettes?
—Fue un pedido especial.
La mujer agarró la agenda violeta que tenía bajo el brazo y se puso a leer
una hoja que había abrochado dentro.
—No hay omelettes en el menú —comentó con nerviosismo.
Art puso los ojos en blanco.
—Cassie…
—Cassandra.
—Como digas. ¿Me puedes ayudar?
Ella se movió de un lado a otro mientras observaba a Art con la misma mala
cara que había tenido todo el día. Arthur había oído hablar de Cassandra
Kelly, la célebre organizadora de bodas, antes de que empezaran a trabajar
juntos en ese evento. Suponía que una mujer tan exitosa como ella —
siempre tenía clientes y la agenda ocupada— se desenvolvería con la
soltura de una reina en los eventos que organizaba. No había esperado
encontrarse con una mujer diminuta, parecida a un hada, de mirada
preocupada y con el hábito nervioso de mirar su agenda cada cinco
segundos.
—Llevas esa cosa para todos lados como si fuera tu Biblia.
—Lo es.
—Entonces, ¿qué es eso? —preguntó él, señalando la agenda a lunares que
tenía bajo el otro brazo—. ¿Una nueva traducción?
Ella se ruborizó.
—No es asunto tuyo, pero aquí pongo mis visualizaciones.
Él ladeó la cabeza hacia ella.
—Tus… ¿qué?
—Mis sueños. Planes para el futuro. Listas con los pasos que debo seguir
para lograrlos. —Se llevó la agenda al pecho y la apretó fuerte antes de
mirarlo con expresión alarmada—. Tengo agendas para todo, por eso sé que
no deberías estar preparando omelettes.
—Ya sé que no lo dice en ninguna lista —bromeó él—, pero no pasa nada.
A veces hay imprevistos y una niña tiene hambre. ¿Vas a dejar que una niña
pase hambre?
—Eres…
Sin decir nada más, Cassandra le arrebató el plato de la mano y, con un
resoplido de exasperación, salió de la cocina. Art se permitió mirar con
admiración su figura alejándose antes de volver a las entradas, que habían
quedado relegadas. Una sopa fría de fruta hecha de drupas locales, con
crema fresca y una guarnición de fresas y albahaca. Cada plato tenía que
tener la misma presentación, con las fresas cortadas en forma de corazón
encima de la sopa. Arthur frunció el ceño mientras las acomodaba. Estaba
tan concentrado en asegurarse de que cada plato fuera perfecto que no
escuchó el sonido de la puerta abriéndose hasta que golpeó contra la pared.
—Bueno, el omelette ya fue entregado, y lo primero que hizo fue dejarlo
caer sobre su falda —dijo Cassandra con un atisbo de humor—. Pero por lo
menos tiene algo que comer. No va a pasar hambre... —Entrecerró los ojos
y agregó—: A diferencia del resto de los invitados. Tienes una demora de
ocho minutos. —Miró el delicado reloj que tenía en la muñeca y frunció el
ceño—. Nueve minutos.
—Terminaría más rápido si no me interrumpieran a cada rato. —Arthur
acomodó la última fresa—. Ya está. Listo. Llama a los camareros.
Cassandra se inclinó hacia adelante e hizo una mueca.
—¿Qué es eso? Parece barro.
Arthur sintió una oleada de calor en la nuca. Había reprimido su mal humor
todo el día, pero eso ya era demasiado. Era el momento perfecto para perder
la compostura y, quizá, tirar toda la bandeja llena de sopa de «barro» al
piso. O sobre la recatada blusa rosa de la organizadora. Sin dudas, no sería
la primera vez que hiciera algo así. Pero tenía que controlarse. Había
demasiado en juego como para dejar que sus insultos lo afectaran.
—¿Te parece?
—No es lo que esperaba de un chef con tu…
—¿Experiencia?
Ella se pasó la lengua por los dientes.
—Iba a decir… reputación.
—¿Esperabas pedazos de carne clavados en un pincho?
—Pensé que era tu estilo distintivo.
Tenía razón. El rol de chico malo que soltaba insultos mientras asaba cerdos
a la parrilla era el lugar al que él mismo se había confinado hacía mucho
tiempo. Llevaba tanto tiempo interpretando ese papel que le costaba
distinguir dónde terminaba el personaje y dónde empezaba su verdadera
personalidad. Esa boda, y lo que esperaba que surgiera de ella, debía ser el
pasaje para salir de la trampa que él mismo se había creado.
—Mi estilo es ser buen cocinero. Igual que tu estilo es ser buena…
¿visualizando?
Ella puso los ojos en blanco.
—Mi estilo es conseguir que mis clientes tengan la boda de sus sueños. Y la
novia no te contrató para que sirvieras platos de una cosa que parece
barro… Ni siquiera sé qué es eso.
—Te voy a decir lo que es: algo increíble —dijo él. Se le acercó y, para su
asombro, ella no retrocedió—. Te hago una pregunta. ¿Alguna vez probaste
mi comida?
Ella entrecerró los ojos y negó con la cabeza. Arthur quedó sorprendido. La
mayoría de las mujeres que conocía se apresuraban a halagarlo por la
comida que habían probado en alguno de sus restaurantes o le rogaban que
les cocinara algo. Esta mujer, en cambio, no solo no había probado su
comida, sino que ni siquiera parecía tener ganas de hacerlo. Y, aunque la
había pescado mirándole los brazos varias veces, no se había dejado distraer
por su apariencia, lo cual le resultaba seductor, de un modo extraño y
molesto. Se inclinó un poco más; estaba tan cerca de ella que casi podía
sentir el aroma de su piel. Era tan correcta y elegante, un tentempié perfecto
que le hubiera encantado devorar de un solo bocado.
—O sea que la estás juzgando sin probarla —susurró, mientras pensaba que
a él no le molestaría probar también—. Dime, Cassie, ¿te parece justo?
—Cassandra —lo corrigió ella, algo agitada—. Señorita Kelly sería más
apropiado. Y estoy haciendo una dieta baja en carbohidratos, chef
McClellan.
—Mmm, qué lástima. —Arthur le recorrió el cuerpo con la mirada para
evaluar sus curvas. A su parecer, no le vendrían mal algunos carbohidratos,
aunque solo serían la cereza de un postre bastante apetecible de por sí—.
Pero hoy es día de permitidos, porque no voy a dejar que salgas de esta
cocina hasta que pruebes lo que llamaste «barro». —Inclinó el plato hasta
que cayó un poquito de sopa en la cuchara y le ordenó—: Come.
Ella miró la cuchara y negó con la cabeza.
—La fruta de este plato todavía estaba en el árbol hoy a la mañana —dijo él
en voz baja, poniendo la cuchara a centímetros de su boca. El modo en que
Cassandra la miraba lo hizo sentirse excitado. Se aclaró la garganta—.
Maduraron al sol y las coseché con mis propias manos. Estaban tan jugosas
cuando seleccioné las mejores frutas que casi me explotan en la mano.
Al oírlo, a ella se le escapó un leve gemido.
—Es el sabor de la naturaleza —continuó él, apoyándole la cuchara en el
labio inferior—. Un sabor dulce y fresco. Pero también salvaje… —
Cassandra abrió apenas la boca—. Y real.
Ella envolvió la cuchara con los labios. Arthur contuvo la respiración y,
mientras ella masticaba, se imaginó los sabores bailando en su boca y su
lengua contoneándose para extraer aquel jugo maravilloso. Luego, tragó la
sopa, soltando un gemido que lo volvió loco.
—Por Dios, qué delicia —dijo, mirándolo maravillada.
Y él cedió a la tentación.
—Tienes algo... ahí. —Se acercó y le rozó apenas los labios. Luego, lamió
la pulpa de fruta que le había quedado en la comisura, y ella apretó su
pecho contra el suyo—. Y si te gustó… —le recorrió el rostro con los labios
hasta llegar a su oído y susurró—: y te quedas con hambre, luego puedes
venir a buscar más.
2
E lCassandra
padre de la novia se sonó fuerte la nariz con un pañuelo bordado.
hizo una mueca de desagrado cuando él dobló el pañuelo, lo
guardó en el bolsillo y le extendió la mano, pero se tragó el asco y le
estrechó la mano. Podía lavarse las manos más tarde, y el momento era
demasiado importante como para dejarlo pasar.
—Señor Gibbs —le dijo afectuosamente mientras él le estrechaba la mano
con ganas—, espero que todo haya sido de su agrado hoy.
Jerome Gibbs, el dueño de Canal Sabor y de sus múltiples filiales,
incluyendo Revista Sabor y la línea de utensilios de cocina Creadores de
Sabor, hizo una mueca y asintió.
—Bueno, no me agrada mucho el gusto de mi hija en hombres, pero ya no
tiene sentido quejarse de eso. —Recorrió el salón con la mirada. Había un
par de borrachos bailando en la pista iluminada con luz tenue—. Pero, en lo
que respecta al evento que organizó, señorita Kelly… —Asintió otra vez y
le brillaron los ojos, aún llenos de lágrimas—. Sí, diría que fue muy de mi
agrado.
—Gracias, señor —respondió ella.
Esperó, conteniendo la respiración, mientras el señor Gibbs se secaba los
ojos de nuevo. Entonces, asintió por tercera vez.
—De hecho, señorita Kelly, espero volver a trabajar con usted muy pronto.
Cassandra soltó una bocanada de aire, pero se las arregló para mantener la
compostura. Asintió, le dio las gracias y se marchó con elegancia. Logró
contener su entusiasmo el tiempo suficiente para llegar a la cocina, donde
había escondido una botella de champán con la esperanza de escuchar lo
que acababa de escuchar. ¡Jerome Gibbs quería trabajar de nuevo con ella!
¡Con ella! ¡Eso solo podía significar una cosa!
—¡Lo logré! —chilló Cassandra ni bien estuvo sola. Vitoreó, levantó las
manos en el aire y dio unos saltitos en círculos como una loca antes de
juntar las manos y llevárselas al pecho—. Lo logré.
Suspirando contenta, caminó hacia el refrigerador.
—¿Qué cosa lograste?
Su cuerpo reaccionó antes de que su cerebro tuviera tiempo de hacerlo. Un
escalofrío le recorrió toda la columna y, de golpe, el recuerdo del sabor
salvaje y real de la naturaleza le inundó la lengua. La boca se le llenó de
saliva y tragó para evitar babear. Pero tuvo que contener la baba otra vez
cuando se dio vuelta y vio a Arthur McClellan.
Sus jeans —no pantalones de vestir ni pantalones de cocinero, sino jeans—
eran demasiado ajustados para ser cómodos. Su camisa estaba demasiado
desabrochada para ser decente. Sus ojos tenían un brillo demasiado pícaro
para ser seguros. Sus tatuajes eran demasiado para confiar en él. Y su
cuerpo… y su comida… todas eran señales de alarma. Enormes señales que
le gritaban que se alejara de él. Conocía su reputación y sabía que se la
había ganado y, por naturaleza, ella siempre seguía el camino más seguro.
Pero también sabía que, esa noche, su carrera había dado un giro
inesperado. ¿Quizá podía alejarse del camino aburrido por una vez? Se echó
el pelo hacia atrás. Era un viejo tic que había surgido como un modo de
ganar tiempo cada vez que se quedaba pensando, pero ahora no podía parar
de hacerlo cada vez que se ponía nerviosa. Y Art McClellan la ponía muy
nerviosa.
—Me viste —le dijo con timidez mientras abría el refrigerador. No iba a
revelarle a un tipo como Art que estaba bastante segura de que Jerome
Gibbs tal vez, no cien por ciento, pero casi, casi seguro, acababa de
ofrecerle tener su propio programa en Canal Sabor. Ya se imaginaba su
risita irónica y no iba a dejar que ese imbécil le arruinara la felicidad—.
Logré que la boda Gibbs-Mitchell saliera a la perfección y creo que eso
amerita un festejo, ¿no te parece? —continuó. Miró el refrigerador y frunció
el ceño.
—¿Buscabas algo?
—Eh…
—¿Te llevaste una botella del bar y quisiste esconderla?
Cassandra cerró el refrigerador y se dio vuelta. Art levantó un vaso que
estaba apoyado sobre la encimera.
—¿Salud?
—¿Te lo tomaste?
—Estoy tomando whisky con hielo, no te preocupes. Tu champán robado
está aquí.
Art se echó a reír y sacó una botella de su espalda con gesto divertido.
Cassandra intentó mostrarse ofendida, pero lo cierto era que estaba aliviada.
Aliviada y aterrada a la vez. Porque sabía que, si quería tomar una copa, iba
a tener que tomarla con él. Se lamió los labios y, por dentro, dio otro paso al
costado del camino más seguro.
—¿Le robaste una botella de whisky a Gibbs? —le preguntó con una mirada
reprobatoria.
—Estaba siguiendo tu ejemplo —respondió él y movió la botella de
champán a modo de invitación—. Yo también tengo ganas de celebrar,
linda.
Sintió un escalofrío, como si una corriente eléctrica le atravesara el cuerpo,
al oírlo llamarla así, incluso aunque le resultara ofensivo como profesional.
—Bueno, compartamos.
—Entonces, acércate un poco —propuso él. Le dio unas palmaditas a la
encimera e hizo una pausa—. Espera. ¿El champán no tiene carbohidratos?
Ella se echó el pelo hacia atrás e intentó arrebatarle la botella. Él se echó a
reír y se alejó y, de golpe, Cassandra quedó muy, pero muy cerca de Art
McClellan. La corriente eléctrica que sentía en el cuerpo se intensificó.
—Bueno —repuso ella, mientras recorría cada uno de sus peligrosos rasgos
con la mirada—. ¿No dijiste que hoy era día de permitidos?
Él esbozó una sonrisa salvaje, como la de un depredador, y Cassandra
volvió a sentir ese impulso eléctrico. Le recorrió toda la columna y se
detuvo en la parte más baja de su vientre, donde latía furioso. Estuvo a
punto de gemir cuando Art agarró la botella con una sola mano y la
descorchó.
—¿Tienes un vaso? —preguntó él.
—Uso el tuyo.
—Está sucio —le advirtió él.
Cassandra se lamió los labios otra vez. Art tenía razón. Estaba sucio. Él era
sucio. Era todo lo contrario a los príncipes perfectos con los que salía
siempre. No tenía ni uno solo de los atributos que ella buscaba en un
hombre. El número uno era ser un caballero de verdad que la tratara como a
una princesa. Art la miraba como si quisiera tratarla de un modo que nadie
se atrevería a tratar a una princesa. Y hoy, solo hoy, ella quería lo mismo.
—Día de permitidos —repitió Cassandra. Agarró el vaso y lo sostuvo frente
a él para que le sirviera champán. Él lo llenó hasta el borde y se quedó
mirándola mientras ella lo bebía de un trago. La sensación cálida le invadió
el cuerpo y la hizo sentir más intrépida y atrevida. Lo miró a los ojos y
sonrió—. ¿Recuerdas lo que me dijiste? ¿Si me quedaba con hambre?
Cuando él recorrió la tela de su blusa con los dedos, Cassandra se
estremeció. Art se bajó de la encimera, se dio vuelta y se abrió paso entre
sus piernas. Le agarró un muslo y lo levantó hasta la altura de su cintura.
Ella jadeó al sentir su miembro, tan duro que parecía a punto de romper
esos malditos jeans.
—Te dije —dijo él, desabotonándole la camisa y dejando al descubierto el
encaje blanco de su sostén— que podías venir a buscar más. —Le
desabotonó otro botón y la miró a los ojos—. ¿Entonces, linda? ¿Quieres
más?
Cassandra cerró los ojos y se imaginó saliendo del camino más seguro y
adentrándose en el bosque oscuro que había más allá. Parecía peligroso e
impulsivo. Y correcto.
—Sí —le dijo al chico malo que tenía entre las piernas—. Quiero más.
3
R esultó que la novia era famosa. O, por lo menos, eso había deducido
Arthur a partir de su actitud. Tenía el teléfono sobre las rodillas y, cada
cinco minutos, le llegaba una notificación y miraba de reojo la pantalla.
El novio también era famoso; famoso por sacarle fotos a la novia, al
parecer. Agarró el teléfono con un movimiento experto y le dijo:
—La luz está ideal, amor.
Ella adoptó una postura perfecta, con la cabeza hacia atrás, que
seguramente se veía genial en la foto, pero que, para Arthur, la hacía ver
desquiciada. Era el primer día de filmación y ya se sentía como si estuviera
en un mundo fantástico y surrealista. Estaban sentados en una mesa enorme
en la playa. No era una mesa plegable ni una mesa de picnic, sino una mesa
como para dar un banquete, digna de cualquier palacio europeo. Tenía un
mantel blanco que ondeaba al viento, y la marea creciente hacía que se
inclinara hacia un lado, poniendo en peligro todos los platos que Arthur
había servido con tanto cuidado esa mañana.
Los productores habían afirmado que era la perfección absoluta. Arthur solo
quería volver a la casa antes de que se los llevara la marea, pero no podía
hacerlo hasta que el novio dejara de sacar fotos y prestara atención a la
comida.
—¡Bueno! —exclamó la novia, muy animada, después de que el novio le
hubiera sacado unas mil fotos en la misma pose—. No puedo creer que
estemos aquí. —Miró a Arthur y a Cassandra, y volvió a mirar a Arthur—.
¡Y no puedo creer que tú seas el chef de nuestra boda! ¡Tú!
Lo miró expectante. Arthur tragó saliva, nervioso. ¿Qué se suponía que
tenía que responderle? El chico malo que llevaba mil años interpretando le
hubiera sacado el teléfono de la mano, le hubiera exigido que le prestara
atención y, quizás, hasta hubiera hecho un comentario desubicado sobre las
otras fotos que debía tener en su teléfono. Esa hubiera sido la forma más
fácil de lidiar con la situación, pero era todo lo contrario de la imagen
«reformada» que estaba intentando mostrar.
—Eh, bueno, yo tampoco puedo creerlo. Es un honor.
La novia y el novio se miraron, y él se inclinó hacia adelante.
—Lo que Kendra está tratando de decir es…
—No me digas lo que estoy tratando de decir, Rory. ¡Por Dios! Siempre
haces lo mismo.
Kendra sollozó, pero igual se veía muy linda, y Rory se disculpó de
inmediato, la cubrió de besos y murmuró palabras tiernas en el tono de voz
justo como para que lo captaran los micrófonos.
Arthur miró a Cassandra con impotencia, y ella sonrió y se le acercó.
—Tienen mucha suerte de contar con un chef como él —dijo. Su sonrisa era
tan radiante que competía con el sol caribeño—. Y les preparó un menú
increíble. Aquí tienen algunos platos para probar. —Cassandra juntó las
manos y se puso de pie—. Ya vuelvo, ¿sí? Ustedes prueben la comida y
díganme qué opinan.
—¿Adónde vas? —la increpó Arthur, más bruscamente de lo que hubiera
querido. Pero no le gustaba para nada la idea de que Cassandra se fuera. Se
sentía más tranquilo con ella a su lado, como si tuviera menos chances de
meter la pata.
Ella lo fulminó con la mirada.
—Ya vuelvo —repitió y, tras sonreír, fue deprisa a la casa.
Kendra y Rory miraron a Arthur con actitud expectante, y él levanto el
primer plato. Para él, la comida era arte. Con ingredientes frescos y de
estación como los que había en esa isla, era como Miguel Ángel con un
trozo de mármol. Un escultor de arte comestible. Podía hablar de comida
aunque Cassandra no estuviera ahí, pero igual hubiera preferido tenerla a su
lado. ¿Tendría náuseas? ¿Las náuseas matutinas también podían ser a la
tarde? Con una punzada de culpa, se dio cuenta de que aún no le había
preguntado cómo se sentía. El que es idiota una vez, es idiota siempre,
pensó con amargura.
Cuando notó su mirada taciturna, Kendra lo miró sonriente.
—Seguro odias levantarte temprano y tuviste que madrugar para cocinar
todo esto —le dijo.
Sonaba como si le estuviera dando pie para responder. Arthur miró al novio,
que también lo miraba expectante.
—¿Y quién dice que dormí anoche? —replicó con el ceño fruncido, y
entrecerró los ojos.
Kendra soltó un gritito de sorpresa y miró contenta a Rory, que asintió
entusiasmado. De pronto, Arthur entendió que les había dado lo que
querían. El chico malo.
—¿Quieres un poco de café? —preguntó Rory—. Tengo algo para darte
energía.
Sacó una petaca y la sostuvo frente a Arthur, al tiempo que levantaba las
cejas. Arthur suspiró. Todos pensaban que era un fiestero y un borracho.
Era agotador tener que seguirle el ritmo a su personaje.
—No, gracias. ¿Pueden probar la comida antes de que se llene de moscas?
Kendra soltó un grito ahogado y el camarógrafo se apresuró a filmar su cara
de horror. Arthur apretó los puños y echó un vistazo hacia la casa, buscando
a Cassandra. Aliviado, vio que ya estaba volviendo, y se veía hermosa con
ese vestido blanco y largo que ondeaba al viento. Si se sentía mal, no se le
notaba para nada. Se veía igual de descansada y hermosa que cuando se
habían despertado esa mañana…
Se obligó a pensar en otra cosa. Despertarse en la misma habitación que
Cassandra sin poder tocarla había sido una tortura. Se había quedado tanto
tiempo bajo el chorro de agua fría de la ducha que casi no había llegado a
maquillarse antes de filmar.
—¡Ah! —exclamó Cassandra mientras se acercaba a la mesa—. ¿Todavía
no empezaron?
—Nos estábamos conociendo —bromeó Arthur. Ahora que había vuelto
Cassandra, se sentía mucho mejor—. Estaba por presentarles los tres
amuse-bouche. El primer plato aprovecha al máximo la riqueza de los
productos regionales. Tosté las frutas hasta caramelizar el azúcar para darle
una nota umami…
—¿Qué es eso? —preguntó Kendra, arrugando la nariz mientras agarraba
un trozo de fruta del plato y lo sostenía frente a ella.
—Carambola —explicó Arthur—. Cosechada esta mañana.
—Parece un marisco.
—Pero no lo es —respondió Arthur, ya fastidiado.
—¿Nunca probaste carambola? —intervino Cassandra. Miró de reojo a
Arthur antes de sonreírle a la novia, que tenía expresión recelosa—. Tiene
un sabor cítrico muy suave.
—No quiero que los invitados piensen que les estoy sirviendo unos
tentáculos asquerosos —protestó Kendra.
—No van a pensar eso, porque no son tentáculos. —Bastaba con un solo
codazo para que la mesa se diera vuelta, pensó Arthur. Sus días de voltear
mesas se habían terminado, pero quizá podía hacer una excepción.
—No importa. —La mano tibia de Cassandra sobre su rodilla lo sacó de sus
ensoñaciones—. Porque hay otras opciones. ¡Miren! —Señaló una arboleda
a lo lejos—. Son árboles frutales, ¿no, Arthur?
—Sí, es mango —respondió él de mala gana.
—¿Podrías preparar el mismo plato con mango? —le preguntó sonriendo, al
tiempo que le daba un codazo—. Eres bastante creativo, ¿no?
Él miró su sonrisa expectante y negó con la cabeza.
—Bueno —masculló, aunque más no fuera que para verla sonreír.
Esperaba que, cuando se terminara la debacle sobre la carambola, las cosas
fueran mejor encaminadas. Pero, para cada idea que él y Cassandra
proponían, Kendra y Rory tenían una objeción. Los cuchillos eran
demasiado livianos. Las servilletas eran color marfil en vez de blanco nieve.
Kendra se echó a llorar cuando la asistente de Cassandra le mostró los
centros de mesa que habían traído en avión y se quejó de que eran
demasiado grandes y los invitados no iban a poder ver la mesa principal.
Arthur se preguntó si Kendra no estaría «creando drama» con fines
televisivos y estaba a punto de acusarla cuando Cassandra le volvió a
apoyar la mano en la rodilla.
—Necesito retirarme un segundo —le dijo. Parecía cansada—. ¿Podrías
encargarte?
Mientras la miraba ir deprisa a la casa, Arthur contuvo las ganas de
seguirla. Había estado trabajando por dos, respondiendo a todas las
objeciones y proponiendo ideas nuevas sobre la marcha. Era impresionante.
—Y… ¿están contentos ahora? —les preguntó a Kendra y Rory.
Ellos se miraron.
—Yo estoy… bien —respondió Rory dubitativo—. ¿Y tú, amor?
Ella frunció el ceño, furiosa.
—No, ¡esto no es lo que quería! —Se levantó y le hizo un gesto de «corte»
al camarógrafo. Cuando él dejó de filmar, Kendra fulminó a Arthur con la
mirada—. Contratamos a Arthur McClellan, no a este… —lo señaló—
¡pusilánime! Eres aburrido. No quiero un chef aburrido.
Sin más, se fue dando pisotones. Rory miró a Arthur, se encogió de
hombros y fue corriendo tras ella. Confundido, Arthur se puso de pie, justo
en el instante en que la arena suave y blanca cedió y la mesa entera cayó al
agua. Entonces, se echó a reír.
—¿Qué pasó? —Cassandra llegó corriendo como pudo, aunque sus tacones
se hundían en la arena húmeda—. ¿Qué hiciste?
—¿Yo? No hice nada. Échale la culpa a la madre naturaleza y al
movimiento de las olas. —Arthur se echó a reír otra vez, pero se puso serio
al ver que ella lo estaba mirando furiosa. Miró de reojo al camarógrafo, que
estaba agachado filmando los restos del banquete, y agarró a Cassandra del
brazo—. ¿Vamos a caminar? —le propuso, para alejarse de las cámaras.
Después de caminar algunos cientos de metros, respiró hondo.
—Gracias por ayudarme con todo eso —le dijo sin mirarla—. La estaba
pasando muy mal, como te habrás dado cuenta. —Soltó una risita—.
¿Recuerdas que dije que no preferiría hacer este programa con nadie más?
No tenía idea de hasta qué punto era cierto.
Se dio vuelta a mirarla, sintiéndose muy satisfecho por lo dulce, respetuoso
y cambiado que estaba, pero, del otro lado, solo encontró furia.
—¿Es un chiste? —gritó Cassandra y le dio un empujón—. ¿Ayuda? ¡Yo
hice todo el trabajo!
—Estaba presentando el menú —protestó Arthur—. Yo también estaba
trabajando. ¿Qué demonios? ¡Ay! —gritó cuando ella volvió a empujarlo.
—No, no los escuchaste en lo más mínimo. Este no es uno de tus
restaurantes, donde lo que dices es palabra santa. Estamos planeando una
boda. —Echó la cabeza hacia atrás, se sujetó el pelo y se lo recogió. Arthur
se sorprendió al notar que tenía los ojos llenos de lágrimas—. Y me siento
terriblemente mal por este clima tan húmedo, así que necesito que te
enfoques en tu trabajo.
—Me imaginé que quizá te sentías mal…
—¡Sí! Y así todo sonreí y traté de hacer felices a los clientes, y tú tienes que
hacer lo mismo. Deja de poner excusas y de quedarte callado mientras yo
hago todo el trabajo. No quiero que vuelva a repetirse. ¿Entendido?
Arthur miró a la mujer llorosa, alterada y gritona que tenía en frente, y tuvo
que luchar contra el impulso de acostarla en la arena y hacerla suya en ese
preciso momento.
—Eres de otro mundo, linda —le dijo, fascinado con esos ojos furiosos.
Ninguna mujer se había atrevido a ponerlo en su lugar de esa manera, y ella
ya lo había hecho dos veces—. Todavía no tengo claro de qué mundo, pero
no de este, eso seguro.
Ella entrecerró los ojos.
—Esfuérzate más. Cambia de actitud y ponte a trabajar —le ordenó. Se dio
vuelta y, de golpe, se quedó inmóvil—. Y vete de aquí ya mismo. Voy a
vomitar en esos arbustos y no quiero que me veas. —Lo fulminó con la
mirada—. ¡Ya!
Él obedeció.
7
C assandra miró el inodoro con los ojos entrecerrados y tiró la cadena una
vez más, por las dudas. Como si, al tirar la cadena, su cuerpo entendiera
que ya era suficiente. «Ya terminé de vomitar, gracias. Por favor, vuelve a
funcionar como de costumbre».
Sintió otra oleada de náuseas, fuerte como un puñetazo en el estómago, y se
arrodilló. Cuando había aceptado filmar en un paraíso tropical, no había
tenido en cuenta todo lo que conllevaba la palabra «tropical». Para ella,
«tropical» significaba una brisa suave y agradable, y palmeras.
Desde su ventana, podía ver a la perfección las palmeras, pero no había ni
rastros de la brisa. Solo una humedad opresiva e insoportable que la hacía
sentir más descompuesta de lo que había estado durante las primeras
semanas de su embarazo. Le dio una arcada y se levantó como pudo para
abrir la canilla y sacarse ese sabor horrible de la boca. Mientras se
enjuagaba, cuidando de no tragar nada de agua por las dudas de que su
estómago reaccionara mal, miró su reflejo en el espejo.
Tenía el pelo sudado y pegado a la frente y a la nuca. Tenía ojeras oscuras, y
la piel manchada y demacrada. Se veía espantosa. Cualquier otro día, se
hubiera alarmado y hubiera buscado su base y su corrector de ojeras.
Cualquier otro día, se hubiera aplicado una capa generosa de maquillaje
antes de atreverse a salir del baño y correr el riesgo de cruzarse con un
hombre como Arthur McClellan.
Pero hoy le importaba un bledo. Estaba harta de ese hombre. Menos mal
que era un rebelde y un chico malo. Desde la pelea que habían tenido el día
anterior —Cassandra se sonrojó un poco al recordar cómo había perdido la
compostura—, Arthur había pasado de ser la persona más negativa del
mundo a convertirse en su sombra.
—¿Estás ahí? —De pronto, él golpeó la puerta del baño—. ¿Cassie?
Quieren que hagamos la entrevista y deberíamos ponernos de acuerdo sobre
lo que vamos a decir…
Cassandra puso los ojos en blanco con tanto ahínco que casi vomita otra
vez.
—¿Es broma, Arthur? Estoy ocupada.
—¿Estás vomitando?
—No voy a responderte.
—¿Quieres que te traiga algo?
Cassandra se miró al espejo otra vez y abrió grandes los ojos.
—Por Dios —murmuró y se pellizcó el puente de la nariz—. No sé, Arthur.
¿Quieres traerme algo?
Del otro lado de la puerta, Arthur se quedó callado, confundido.
—Eh… ¿Qué?
Ella alzó las manos en el aire, se mareó y se agarró del tocador de mármol
para no caerse.
—Ve sin mí —le ordenó.
—¿Quieres que haga la entrevista sin ti?
—Sí.
—Voy a meter la pata si no estás.
—No importa. Te juro que no me importa.
Cassandra cerró los ojos hasta que oyó sus pasos firmes alejándose. Cuando
oyó el sonido de la puerta al cerrarse, suspiró. Si bien le había dicho que el
trabajo era de a dos, no se refería a eso. Sí, le gustaba controlar las cosas,
pero no todo, por el amor de Dios.
Se permitió visualizar (y no por primera vez) la imagen del hombre de sus
sueños. No tenía rostro, solo había una mancha borrosa en el lugar donde
debería estar su cabeza, pero eso no importaba. Lo que importaba era que el
hombre de sus sueños podía verla. La veía y se daba cuenta de que
Cassandra estaba a punto de colapsar y de que era hora de que él la cuidara,
de que la alzara en brazos y le quitara el peso de tomar decisiones. Él nunca
le pediría que tomara más decisiones, a diferencia de Arthur.
El enojo pareció reemplazar el malestar estomacal. Cassandra tiró la cadena
una última vez, por las dudas, y abrió la puerta despacio. La habitación que
compartían estaba en completo silencio. Las mantas de Arthur estaban
dobladas prolijamente en el sillón donde dormía desde que habían llegado.
Al mirarlas, un poco del enojo se desvaneció, y le sobrevino una sensación
de agotamiento y, por algún motivo, tristeza. En muchos sentidos, Arthur
era un buen hombre. ¿Por qué no podía ser el hombre perfecto?
Negó con la cabeza para apartar ese pensamiento y salió de la habitación.
Caminó despacio por el set, contenta de que todos estuvieran concentrados
en la filmación de ese día y no se dieran cuenta de que necesitaba tiempo
para prepararse. Se dirigió al armario de utilería, pero, a último momento,
Arthur levantó la cabeza y se miraron. Cassandra se echó el pelo hacia atrás
y dejó que la puerta del armario se cerrara detrás de ella. Que Arthur se
ocupara de la situación por su cuenta. No la necesitaba. Y ella no lo
necesitaba a él…
Cassandra se llevó la mano a la boca para evitar que se le escapara un grito
de terror. Al instante, movió la otra mano antes de que llegara a tocar la
araña enorme que estaba en una de las botellas de vidrio donde pensaba
plantar suculentas para usar de decoración. Dio un paso atrás y la pila de
escobas y trapeadores que estaba en un rincón cayó al piso con un
estruendo. Con el corazón en la boca, Cassandra agarró un trapo que se
había caído al piso y lo agitó en dirección a esa pesadilla de ocho patas.
—¡Vete! Necesito eso. ¡Vete!
La araña huyó para refugiarse, y encontró refugio justo adentro de la botella
más grande. Ahogando un sollozo, Cassandra entreabrió la puerta del
armario.
—¡Oye! —dijo entre dientes.
Arthur volvió a levantar la cabeza. Cuando se paró, Cassandra casi se puso
a llorar del alivio.
—¿Qué pasa? Te ves muy mal.
—Gracias —respondió ella, e hizo un gesto como dejando pasar el insulto.
No necesitaba que la adulara. Necesitaba que se deshiciera de su peor
pesadilla—. ¿Me puedes ayudar?
—Estoy aquí, ¿no?
Dios, qué insoportable.
—No, no estás aquí.
Él dio un paso adelante y miró a su alrededor con un brillo travieso en la
mirada.
—Sabes que tenemos una habitación para nosotros solos, ¿no? No hace
falta que me invites a un armario para estar a solas conmigo.
—¿Te puedes callar y matar a esa cosa? —masculló Cassandra. Estaba tan
frustrada que se le cayeron unas lágrimas, lo cual la hizo enojarse aún más.
—¿Qué cosa? —Arthur se acercó demasiado a la botella y Cassandra se
tapó los ojos, convencida de que la araña le iba a saltar encima—. ¿Esa
arañita? No la voy a matar. No está haciendo nada.
—Está en mi decoración.
—Y va a salir de tu decoración cuando dejes de sacudir ese trapo y de
asustarla —repuso él. Le sacó el trapo de las manos y lo tiró al piso.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Ni siquiera puedes matar una araña por mí?
—Si quieres ser una asesina de arañas, puedes hacerlo con tus propias
manos. Pero queda en tu consciencia. Además, tenemos que hablar —
respondió él y la fulminó con la mirada.
Su mirada decidida la ponía nerviosa, así que, por costumbre, Cassandra se
echó el pelo hacia atrás.
—No voy a tener una conversación a un metro de un monstruo
chupasangre.
—Las arañas no chupan sangre, pero como quieras. —Le rodeó la muñeca
con la mano. El calor de sus dedos era como una tenaza que marcaba su
piel. Sentía que su calor la quemaba, y eso solo la hizo enojarse más con él
por no ser el hombre que ella quería que fuera—. Salgamos de este maldito
armario.
—Primero suéltame.
—Y si no quiero, ¿qué? ¿Y si te suelto y vuelves a encerrarte en el baño
para evitarme?
—¡No te estaba evitando! Estaba… —Miró a su alrededor con nerviosismo.
Todavía no había salido a la luz su secreto, y el equipo estaba yendo a
desayunar a la cocina. Lo último que quería era que alguien los escuchara
hablar y les fuera a todos con el chisme—. Estaba con el estómago revuelto
y ya sabes por qué. —Se pasó la mano por la mejilla en un intento fallido de
secarse las lágrimas—. Y quizá sea ingenuo de mi parte, pero pensé que
ibas a ayudarme.
Arthur levantó las cejas y la miró con expresión burlona.
—¿Matando a una araña? ¿Eso es ayudarte?
Ella se secó las lágrimas otra vez. ¿Qué sentido tenía? Seguía intentando
convertir a Art en algo que no era, a pesar de saber, desde el primer
momento, lo que era en verdad.
—Necesitaba esa botella —le explicó con actitud arrogante.
—Ven a buscarla más tarde. Es preferible dejarla en paz antes que intentar
matarla y errar.
De pronto, Arthur pareció distraerse, como si estuviera mirando algo que
ella no podía ver. Inhaló profundo.
—¿Qué est…?
De golpe, sintió una oleada de náuseas y se llevó la mano a la boca. Al
instante, contuvo la respiración, pero ese olor putrefacto ya le había
revuelto el estómago. Arthur la agarró del codo.
—¿Cassandra? ¿Qué pasa, linda? —Arthur respiró profundo mientras la
miraba y, entonces, comprendió—. ¿Te molesta el olor?
Ella asintió y gimió. Él volvió a olfatear y le guiñó el ojo antes de darse
vuelta.
—¿Es en serio? —les gritó a los que estaban desayunando—. ¿Quién
preparó esto?
Hundió un dedo en el plato de huevos revueltos y a Cassandra le dieron
arcadas. El olor de los huevos era tan fuerte que se sentía mareada.
—Yo —respondió el jefe de cocina, un hombre fornido llamado Vinny—.
¿Qué problema hay?
—¿Qué problema hay? —Arthur se acercó, moviendo las caderas de forma
exagerada—. El problema es que no sabes cocinar huevos. ¿Ves esto? —
Sostuvo un pedazo gomoso de yema frente a la cara de Vinny y lo tiró a la
basura—. Es un sacrilegio, eso es. —Se dio vuelta a mirar a Amy—. Nadie
va a cocinar huevos hasta que yo les dé una clase de cocina, ¿entendido?
Ahora voy a salir a ver si se me va el olor a huevo quemado de la ropa y,
cuando vuelva, más vale que no quede ni un rastro de esta porquería. —
Vinny lo miró furioso y Arthur se echó a reír—. ¿En serio vas a enojarte?
Tendrás una clase de cocina gratis con un chef premiado con estrellas
Michelin. Cambia esa cara de amargado y agarra un ventilador. Nunca vas a
saber cómo huele un huevo bien hecho si sigues oliendo este tufo horrible.
—Miró a Vinny y asintió—. ¡Un ventilador! —le gritó al resto del equipo,
que lo miraba incrédulo.
Un empleado consiguió un ventilador industrial y lo enchufó. Ni bien
empezaron a girar las paletas, el aroma se disipó. Cassandra tragó saliva y
le sonrió a Arthur.
—Gracias —murmuró.
—¿Por qué? —preguntó Arthur, con una sonrisa pícara—. ¿Por ayudarte?
Ella se lamió los labios.
—Sí.
Él le apretó la mano y, tras asentir, se dio vuelta y siguió gritándole a los
empleados un rato más, pero esta vez para darles el gusto a los
camarógrafos, ya que Amy los había mandado a filmar. La clase de cocina
improvisada, con el agregado de la retahíla de malas palabras de Arthur, era
una toma perfecta.
Y el secreto de Cassandra estaba a salvo gracias a él, que se había hecho
cargo de la situación. Confundida pero agradecida, Cassandra se sirvió una
tostada de la mesa del catering. Ya no estaba enojada y tampoco estaba
mareada. De hecho, se sentía mucho, mucho mejor.
8
Cassandra casi no pudo dormir en toda la noche, pero no quería que los
productores se dieran cuenta. Entonces, apretó los dientes, contuvo los
bostezos y abrió los ojos todavía más. Sin importar lo cansada que estuviera
después de dar vueltas toda la noche, preocupada por el cambio de actitud
de Arthur, tenía que mantenerse despierta durante esa reunión. Era crucial
para su carrera, así que no podía perderse ni un instante.
La imagen de Adele Crowley en la pantalla de la computadora era perfecta.
Se veía hermosa incluso estando congelada debido a la mala conexión.
Arthur, sentado junto a Cassandra, se movió incómodo y maldijo en voz
baja, pero ella lo hizo callar sin siquiera mirarlo. Y menos mal porque,
cuando se descongeló la imagen de Adele, ella seguía hablando.
—Un programa entero sobre el amor —dijo con tono animado—. El amor
de los recién casados y el de ustedes. Se suponía que solo iba a ser un
especial, pero estamos considerando desarrollar una serie entera con este
formato —continuó. Luego, se reclinó en la silla y entrelazó los dedos de
las manos.
Adele ya había hecho su oferta y ahora quedaba en ellos decidir si iban a
aceptar o no. Cassandra quería gritar: «¡Sí! ¡Por supuesto! Es un honor y te
agradezco muchísimo por esta oportunidad». No obstante, refrenó su
entusiasmo y se tragó las ganas de aceptar de inmediato. Apoyó la mano
sobre su vientre y, por dentro, contó hasta diez en cuenta regresiva. Si
aceptaba, no era solo su vida la que iba a estar expuesta. Antes de saber que
estaba embarazada, a los productores no les había interesado crear una
serie, así que era obvio que todo se debía al bebé. Ese era el verdadero
motivo por el que les habían hecho esa oferta, y también era el motivo por
el que los ojos de Adele brillaban con tanto entusiasmo que se notaba hasta
con una pésima conexión de Internet. No, no era entusiasmo. Era voracidad.
El instinto maternal (que, hasta ese momento, ni siquiera sabía que tenía) se
despertó en ella y negó con la cabeza, primero despacio y luego rápido y
con decisión. Era demasiado, quería decir. La vida de su bebé era la trama
principal de la historia. Llevaba toda su vida esperando una oportunidad así.
Había insistido, se había abierto paso, había hecho llamadas tarde por la
noche y temprano por la mañana. Había preparado incontables discursos y
había hecho una lista con mil razones por las cuales deberían darle
exactamente lo que le estaban ofreciendo en ese momento. Pero ahora se
daba cuenta de que no lo quería en lo más mínimo. ¿Cómo iba a negarse?
No podía. No después de tanto esfuerzo. Pero quizás Arthur lo hiciera por
ella. Ya le había dicho que odiaba interpretar un papel para las cámaras, que
estaba muy cansado de ese personaje que se había convertido en una cárcel
para él. También se trataba de su bebé. Y de su vida.
—Bueno —dijo Cassandra con calma—, tendré que pensarlo. ¿Arthur? ¿Tú
qué opinas?
Se volteó hacia él y lo miró. Una parte de sí misma se odiaba por tener
tantas ganas de que él actuara como un imbécil y se negara rotundamente a
participar. Pero una parte aún mayor esperaba que él la protegiera y que
dijera las palabras que no lograba pronunciar, a pesar de saber que era lo
correcto. Que les dijera que era mucho pedir, que estaba pasando todo
demasiado rápido. Que ellos dos todavía tenían que averiguar cómo era su
relación sin la presencia de una cámara filmando todas las conversaciones
difíciles y los momentos íntimos. Cuando Arthur se puso de pie, el corazón
le empezó a latir a toda velocidad.
—¿Sabes qué? —dijo mientras se levantaba de la silla—. Estaría más
dispuesto a escuchar tonterías si no me las dijeran a través de una
computadora con mala conexión. —Se pasó los dedos por el pelo, resopló y,
a propósito, dejó caer el papel con la propuesta al piso—. Si quieres hablar
conmigo, súbete a ese jet privado tan elegante tuyo y mírame a los ojos. Ya
sabes dónde encontrarme.
Luego, miró a Cassandra, y ella contuvo la respiración, pensando que iba a
seguir hablando, pero él desvió la mirada y salió de la habitación.
Cassandra se levantó de un salto, lista para salir corriendo detrás de él y
preguntarle qué diablos le pasaba, pero la voz de Adele saliendo por el
parlante de la computadora la hizo volver a la realidad.
—¿Alguien me puede explicar qué está pasando? —preguntó Adele,
ofuscada—. ¿Acaba de marcharse de una reunión con Sabor?
—¡Perdón, Adele! —exclamó Amy—. Seguro está teniendo un mal día.
Cassandra se obligó a sonreír.
—Sí —dijo.
Con obediencia, volvió a sentarse y se esforzó por tener los ojos bien
abiertos durante el resto de la reunión. Pero todo el tiempo que estuvo
sonriendo, en realidad, estaba aguantando las ganas de llorar. ¿Qué diablos
estaba haciendo Arthur? ¿Sería parte de su actuación? ¿O, en realidad,
había estado tratándola con amabilidad y fingiendo que le importaba solo
para seducirla y recién ahora estaba viendo al verdadero Arthur McClellan?
12
«Otra vez está actuando como otra persona», se dijo Cassandra, furiosa,
mientras hacía clic en una variedad de decoraciones de boda. Había hecho
un esfuerzo por contenerse, pero ver a Arthur atravesar otro cambio de
personalidad —hoy, parecía que estaba interpretando el papel de ayudante
sumiso— la hizo enfurecer. Pero su modo de reaccionar había sido poco
profesional e injusto, y juró que iba a pedirle disculpas. Ni bien dejaran de
grabar.
—¡Corte! —gritó Amy.
Cassandra suspiró aliviada y se alejó de la computadora. Luego, respiró
profundo y se preparó para disculparse.
—Estuviste genial, amor —le dijo Amy y le apoyó la mano en el hombro,
lo cual la tomó por sorpresa, aunque no tanto como la sonrisa grande y
sanguinaria de la mujer—. Tienes madera de actriz, créeme.
—¿Qué? —Las palabras «Perdón por lo de recién» todavía estaban
atravesadas en su garganta. Miró a Arthur, que parecía totalmente absorto
contemplando las cortinas a cuadros.
—¿A qué te refieres con «qué»? —replicó Amy con brusquedad y soltó una
retahíla de amenazas en el auricular—. Ya estamos a mitad del programa. A
esta altura, los televidentes ya van a estar hartos de tu rutina de «señorita
Perfecta». Es momento de cambiar un poco.
—¡No tengo ninguna rutina! —protestó Cassandra. Se daba cuenta de que
Arthur la estaba mirando, pero se rehusaba a hacer contacto visual con él.
Tenía las mejillas rojas de la indignación—. Solo estoy siendo yo misma.
—¡Ja! Claro que sí. —Amy le dio otra palmada en el hombro—. Nada ni
nadie es tan perfecto. Queremos ver más de esas grietas en tu fachada. A los
televidentes les va a encantar.
«¿Grietas en mi fachada?», pensó Cassandra. Estaba tan desconcertada que
solo atinó a abrir la boca, se quedó callada y volvió a cerrarla. Entonces,
cometió el error de mirar a Arthur, que tenía una sonrisa de oreja a oreja.
—Basta.
—Si no dije nada —respondió él.
—Sí, pero lo estabas pensando —repuso ella. Se dio cuenta de que las
cámaras estaban filmando otra vez, pero no le importaba—. Sé muy bien lo
que estabas pensando.
A él se le borró la sonrisa y cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Ah, sí? Por favor, ilumíname.
—Quizás a mí también me cuesta un poco ser yo misma, pero ¿sabes qué?
Lo que dije igual es válido, aunque sea válido para los dos. —Lo miró con
los ojos entrecerrados y agregó—: Seré yo misma si tú haces lo mismo.
—¿Me estás desafiando? —preguntó él, acercándose un poco.
Ella levantó el mentón.
—Sí. ¿Crees que puedes lidiar con la verdadera yo?
—No lo sé. ¿La conozco?
—Sí —respondió Cassandra. Se paró derecha y agregó—: Está frente a ti.
Lo miró a los ojos, decidida a no interrumpir el contacto visual a pesar de
que el corazón le latía a toda velocidad y de sentir que le faltaba el aire. Él
fue el primero en desviar la mirada, lo cual la hizo sentir victoriosa, hasta
que se dio cuenta de que le estaba recorriendo el cuerpo con una mirada
claramente lujuriosa. Se estremeció mientras su piel levantaba temperatura
bajo el calor de su mirada, y Arthur esbozó una sonrisa arrogante.
—Basta —le ordenó ella.
—¿Basta de qué?
—De poner esa cara como si hubieras ganado algo.
—¿No gané? —preguntó él. Dio un paso más y ella volvió a estremecerse.
Odiaba que su cuerpo respondiera a él de esa forma aunque ella quisiera
estrangularlo. Él le miró la boca—. Bueno, digamos que es un empate.
Cassandra lo abrazó por el cuello y suspiró cuando su boca la reclamó como
propia. Una parte de ella todavía quería ahorcarlo, pero ¿cómo podía
hacerlo si la estaba besando como si su vida dependiera de ello? Las
cámaras giraron a su alrededor para capturar el momento, pero no podían
capturar la intensidad del deseo que le quemaba el cuerpo. ¿Cómo era
posible sentir tantas cosas a la vez? Dolor, enojo, felicidad, lujuria. ¿No se
suponía que el amor era fácil? ¿Acaso un príncipe azul de cuento de hadas
la haría sentir tan confundida? No.
Pero un príncipe azul de cuento de hadas tampoco la haría sentir tanto
deseo. Se arqueó contra el cuerpo de Arthur y, con total desfachatez, le
rodeó la cintura con una pierna. En respuesta, él gruñó, y Cassandra jadeó
al sentir lo duro que estaba su miembro. Soltó un gemido.
—¡Corte! —gritó Amy.
Cassandra retrocedió, horrorizada.
—Fue muy sensual, amores, pero es un programa apto para todo público —
continuó Amy.
Le guiñó el ojo y Cassandra deseó que se la tragara la tierra. Fulminó con la
mirada a Arthur, pero él solo sonrió con arrogancia, sin sentir nada de
vergüenza por la erección que se le notaba a todas luces debajo del
pantalón.
—Lo siento —masculló Cassandra.
Y, tras mirar a Arthur otra vez, hizo algo que no había hecho nunca: se
marchó con actitud altanera y dejó a todos desconcertados.
14
—L opecho—.
que estoy diciendo es que… —Arthur cruzó los brazos sobre el
Es que… Esperen. ¡Corte!
Cassandra lo volvió a mirar de esa manera. Llevaba toda la mañana
mirándolo así, con una mezcla de sorpresa y desaprobación, como si fuera
un desconocido que había aparecido desnudo frente a su puerta, pero no le
importaba. Estaba rara desde la última vez que habían dormido juntos y,
aunque una parte de él sabía que seguramente tenía que ver con el
embarazo, las hormonas y el modo en que se había pasado dando vueltas
toda la noche, lo que más deseaba era que dejara de tener esa actitud.
Estaba tratando de conseguir una toma perfecta, pero era bastante difícil si
ella no dejaba de arruinarlas con esas miradas asesinas. Levantó la mano
para hablar.
—Creo que no debería estar detrás de la encimera —le dijo a Amy—. Me
gustaría más que Rory estuviera en mi lugar.
Rory puso cara de preocupado, y él y la novia se miraron con desconfianza.
—Eh, a mí me gusta así. Con las dos parejas juntas —intervino Kendra.
Cassandra resopló, o quizá se rio.
—¿Eso somos?
—¡Estamos desperdiciando tiempo valioso, amores! —gritó Amy—.
Arthur, quédate donde estás y retomemos desde tu última frase.
—Quiero intentar con otra toma —protestó Arthur.
Ya nada se sentía bien. Todos los movimientos parecían fingidos; todas las
palabras parecían ensayadas. Si al menos pudieran filmar con la isla de
cocina entre él y la extraña ira de Cassandra, quizá se sentiría un poco
mejor.
—Bueno, ahora yo también digo «corte» —dijo Cassandra de mala manera
—. Arthur, ¿podemos hablar? A solas.
Había tanta furia en su mirada que Arthur sintió que el mundo se le venía
abajo. No entendía por qué lo miraba así. Ella era la única persona que lo
conocía de verdad, ante quien él había desnudado su alma. Ella sabía lo
difícil que era todo y sabía que estaba dándolo todo por su bebé. Algo
explotó en su interior.
Sonrió con arrogancia y se sintió bien, como si se estuviera poniendo unos
jeans viejos y cómodos. También se sintió bien tirar todos los platos de la
encimera y mandarlos volando al piso en un estallido de cerámica. Y gritar
«¡Al carajo!» tan fuerte que todos gritaron y parecieron un poco asustados
se sintió incluso mejor.
—¡Se terminó! —rugió mientras daba un puñetazo a la encimera.
Le dolió, pero el dolor también se sentía bien. Lo ayudó a aclarar sus
pensamientos y le hizo entender que necesitaba salir ya mismo de ahí.
Necesitaba subir a un avión y volver a casa.
Arthur McClellan, el chico malo de los chefs, se había marchado de un set
hecho una furia más de una vez. Había desarrollado el hábito de nunca
mirar atrás, ni siquiera si gritaban su nombre. O si daban un portazo y salían
corriendo detrás de él. Pero Cassandra no era cualquier persona.
—Arthur, ¿qué diablos te pasa? —le gritó mientras lo seguía.
La violencia de su voz lo hizo detenerse, pero fue la desesperación con la
que pronunció su nombre lo que lo hizo darse vuelta. Y, al verla, sintió que
le faltaba el aire. Ya no quedaba nada de su princesa perfecta Cassandra.
Tenía los puños apretados, las mejillas al rojo vivo y el pelo, despeinado, le
caía sobre la cara. Estaba tan hermosa que quitaba el aliento, literalmente, y,
de repente, Arthur olvidó por qué quería marcharse. Hasta que ella abrió la
boca y se lo recordó.
Estar cerca de ella le daba ganas de gritar. Estar lejos de ella le daba ganas
de estar cerca otra vez. Arthur se alejó sin siquiera pensar; toda su
frustración acumulada lo impulsó a caminar por el jardín y, luego, a rodear
la casa hasta llegar al ala donde trabajaba el equipo de edición. Sam levantó
la vista del monitor, alarmado.
—Hola —le dijo Arthur—. Me estoy volviendo loco. No hay televisión, no
hay radio, no hay distracciones. Necesito despejarme.
Sam señaló el monitor.
—¿Quieres despejarte viéndote a ti mismo? —le preguntó.
Arthur miró las imágenes borrosas de la pantalla hasta que entendió lo que
estaba viendo.
—Es el video de…
—Hace unas noches —completó Sam—. Son las cámaras de visión
nocturna.
Arthur se dejó caer en la silla pesadamente.
—¿Puedes retroceder? —le preguntó.
El corazón le latía a más no poder. El bocadillo a medianoche. Estaba
viendo un video de él buscando comida en el refrigerador. Le estaba dando
la espalda a Cassandra, así que, en su momento, no llegó a ver cómo lo
miraba sonriente desde la banqueta. Ahí estaba, tan feliz y satisfecha,
completamente distinto al modo en que lo miraba ahora. Y ahí estaba él. Se
había olvidado de las cámaras esa noche. Había estado tan concentrado en
darle de comer a Cassandra, tan entusiasmado por cocinar para ella, que se
había olvidado por completo. Siguió mirando y se sorprendió al verse
arrodillado. Había olvidado que le había hablado al bebé.
—Tenemos la misma toma desde otro ángulo —le explicó Sam.
Tocó un par de teclas y, de pronto, apareció un primer plano de la cara de
Arthur hablándole al vientre de Cassandra. Luego, mirándola y sonriéndole.
—Espera, ponle pausa. ¿Puedes pausarlo?
—Puedo hacer lo que sea con los videos —resopló Sam—. Soy un genio de
la informática. Así que sí, claro que puedo pausarlo.
Arthur apretó los dientes.
—Gracias —dijo por obligación y se acercó a la pantalla—. ¿Qué estoy
viendo?
—A mí me parece que le estás sonriendo a tu chica como un tonto
enamorado —respondió Sam—. Pero ¿quién podría culparte? Cassie es
increíble.
—Cassandra —lo corrigió Arthur automáticamente—. Espera un minuto.
—Se acercó un poco más para mirar la toma, como si allí estuvieran ocultos
los secretos del universo. Y quizás así fuera—. ¿Así se ve el amor?
—No lo sé, dime tú.
—No puedo. Nunca estuve enamorado. Pero nunca me vi… así —dijo,
tocando la pantalla con asombro.
Ninguna sonrisa arrogante. Ninguna mueca. Nada de poner los ojos en
blanco ni de mostrar enojo. Apenas si reconocía su propia cara en la
pantalla, pero, cuanto más la miraba, más se daba cuenta de que estaba
viendo algo que nunca había visto. El verdadero él. Ninguna actuación.
Ningún personaje. Solo un hombre que se había levantado en medio de la
noche para prepararle un bocadillo a la mujer que amaba.
17
Muchas gracias por comprar mi libro. Las palabras no bastan para expresar lo mucho que valoro a
mis lectores. Si disfrutaste este libro, por favor, no olvides dejar una reseña. Las reseñas son una
parte fundamental de mi éxito como autora, y te agradecería mucho si te tomaras el tiempo para dejar
una reseña del libro. ¡Me encanta saber qué opinan mis lectores!
No hay nada mejor que leer buenas reseñas de lectores como tú, y no lo
digo solo porque me haga feliz. Al ser una autora independiente, no tengo el
respaldo financiero de una gran editorial de Nueva York ni la influencia
para aparecer en el club de lectura de Oprah. Lo que sí tengo (mi arma no
tan secreta) es a ustedes, ¡mis increíbles lectores!
Si disfrutaste el libro, te agradecería muchísimo que te tomaras unos
minutos para dejar una reseña. Simplemente haz clic aquí (TAP HERE:
insert a store link to the current title) o deja una reseña cuando te lo pida
Amazon al terminar el libro. También puedes ir a la página de producto del
libro en Amazon y dejar una reseña allí. En ese caso, debes buscar el link
que dice “ESCRIBIR MI OPINIÓN”.
Sin importar el largo que tengan (¡incluso las más breves sirven!), las
reseñas me ayudan a que la saga tenga la exposición que necesita para
crecer y llegar a las manos de otros lectores fabulosos. Además, leer sus
hermosas reseñas muchas veces es la parte más linda de mi día, así que no
dudes en contarme qué es lo que más te gustó de este libro.
ACERCA DE LESLIE
Leslie North es el seudónimo de una autora aclamada por la crítica y best seller del USA Today que
se dedica a escribir novelas de ficción y romance contemporáneo para mujeres. La anonimidad le da
la oportunidad perfecta para desplegar toda su creatividad en sus libros, sobre todo dentro del género
romántico y erótico.
FRAGMENTO
Capítulo 1
Rosalie no se consideraba una persona quejosa. Por el contrario, se
enorgullecía de siempre ver el lado positivo y el vaso medio lleno, y de
buscar aquellos pequeños momentos para recordar y decir: «Ahí. Ahí
mismo fui muy, muy feliz». No obstante, debía reconocer que había días en
los que era muy difícil encontrar esos momentos. ¿Hoy, por ejemplo? La
decisión que había tomado por la mañana de dejar la comodidad de su cama
e ir a trabajar había sido muy difícil de justificar.
—Bueno, vamos a repasar otra vez desde el principio. Quizá no lo estoy
explicando bien. —Obligándose a esbozar una sonrisa alegre y encantadora,
Rosalie sujetó con fuerza su bolígrafo para reprimir las ganas de estrangular
al papanatas que tenía enfrente, el gerente de un restaurante que había
irrumpido en su oficina sin cita previa para exigirle atención y soluciones
inmediatas—. Sabemos que es una alternativa un poco incómoda, pero,
hasta que el equipo de informática instale un parche adecuado en el sistema,
es la única forma de evitar que vuelva a ocurrir lo mismo. ¿Quisiera
mostrarme qué es lo que no entiende?
Debido a su puesto de directora de extensión en la oficina satélite de Aspen,
Rosalie estaba acostumbrada a tratar con los clientes menos sofisticados de
la empresa. El ritmo era más lento y tranquilo que en la oficina principal de
Nueva York —de hecho, el año anterior había ido de visita allí y había
quedado asombrada al ver la velocidad con la que se movían todos—, lo
cual, por lo general, le gustaba. El único inconveniente era que los que
compraban sus sistemas (principalmente, dueños decrépitos de restaurantes
familiares y chefs hippies con mucha pasión y nada de sentido común) a
menudo necesitaban algo de ayuda y paciencia. Y hoy, a Rosalie se le
estaba agotando la paciencia. Respiró hondo y descruzó y volvió a cruzar
las piernas antes de sonreírle al cliente que estaba sentado frente a ella.
—Nos quedaremos todo el tiempo que necesite.
Trató de reprimir la irritación que sentía. Después de todo, no era culpa del
cliente que su escritorio ostentara un triste manojo de claveles amarillos.
Claveles. ¿Cómo podía haber leído tan mal a Connor? Cuando la había
mirado a los ojos y había adivinado su flor favorita, la había convencido de
que había llegado el momento. Luego de tantos años de amarlo en secreto,
había pensado que Connor por fin estaba listo para dar el siguiente paso y
corresponder su deseo y admiración. Él la conocía lo suficiente como para
saber lo importante que era el lenguaje de las flores para ella. Las rosas
significaban pasión. En cambio, ¿los claveles? Los claveles amarillos
significaban decepción. Rechazo. Como si las flores no hubieran sido
bastante insultantes de por sí, había añadido una tarjeta que empeoraba aún
más las cosas. Era una tarjeta insulsa, aburrida e impresa (ni siquiera la
había escrito a mano) sobre un pedazo de cartón, más adecuada para
acompañar una corona fúnebre que otra cosa. Lo único que decía era:
«Gracias por todo lo que haces por el Grupo Tecnológico McClellan». Ni
un nombre. Ni una firma.
Al principio, había pensado que era una broma. Hasta se había quedado
parada en la entrada de su casa esperando (por más tiempo del que hubiera
querido admitir), convencida de que el ramo verdadero, el que le había
prometido, con diez docenas de rosas, iba a llegar en cualquier momento.
Además, ya lo había perdonado por enviar las flores con retraso. Desde su
encuentro en el hotel, Rosalie casi no había ido a la oficina hasta esa
semana. Se había pasado el último mes y medio yendo de un lado a otro:
había visitado los comercios de sus clientes para recolectar información y
limar asperezas, había asistido a una capacitación obligatoria en Denver y
hasta había viajado a Singapur para ir a un taller de desarrollo; de hecho,
todavía no terminaba de recuperarse del jet lag de ese último viaje. Y, en
recompensa, había recibido esas flores espantosas. Y esa tarjeta.
¿A qué se refería con «todo lo que hacía por la empresa»? Lo que hacía era
fingir que estaba enamorada de él para ayudarlo a ganarse a los clientes…
aunque lo cierto era que estaba enamorada de verdad. Lo que hacía era
asegurarse de que todas sus interacciones con los clientes salieran bien. Lo
que hacía era enviarle a Bruce Gallum un cajón de su cerveza favorita para
ayudar a Connor a cerrar el acuerdo, incluso estando fuera del país. Lo que
hacía era hacerlo quedar tan bien que estaba nominado para ser el Hombre
del Año de la revista Esquire, otra vez. ¿A eso se refería Connor cuando le
agradecía por todo lo que hacía por el Grupo Tecnológico McClellan? ¿O se
refería a otra cosa totalmente distinta? ¿Era un agradecimiento por haberse
acostado con él en un momento de debilidad, un momento del que se
arrepentía más y más con cada día que pasaba? Ni siquiera le había
agradecido por todo lo que hacía por él. Rosalie sabía que Connor solo se
interesaba por la empresa y siempre se lo dejaba pasar, pero no iba a dejar
pasar que le hubiera agradecido de modo tan frío e impersonal.
—Esto es inaceptable.
Cuando el cliente levantó la voz y amenazó con «hablar con su superior»,
Rosalie salió de su ensimismamiento. Se obligó a dejar de lado sus
pensamientos desbocados y suspiró.
—Tiene toda la razón en sentirse frustrado —le aseguró. Se sintió desleal al
decirlo, pero qué más daba—. El presidente de la empresa está al tanto del
problema. —Echó un vistazo al florero con los claveles una vez más y
terminó de decidirse—. Este es su número privado. Puede llamarlo en
cualquier momento, no importa la hora.
Tras anotar el número de la línea directa de Connor en un pedazo de papel,
se lo dio al cliente, que, de pronto, parecía satisfecho, y se despidió de él,
sintiéndose mezquina pero triunfante. A Connor no le iba a gustar nada que
lo hubiera expuesto así. Se suponía que ella se ocupaba de esos problemas
para que él no tuviera que hacerlo. Era parte de todo lo que hacía por el
Grupo Tecnológico McClellan. Se frotó las manos y trató de aferrarse a la
emoción que le había generado esa pequeña venganza, pero, ni bien se fue
el cliente, la sensación se desvaneció y, una vez más, se quedó sola en la
oficina con los claveles. Más allá de la satisfacción que sentía al saber que
el cliente estaba por arruinarle el día a Connor, le molestaba que hubieran
llegado a ese punto. Hacía meses que sabían del problema en el software. El
mismo Connor lo sabía porque ella le había dicho en más de una
oportunidad que debían encontrar un parche adecuado para solucionarlo,
pero ¿acaso la había escuchado? ¿Siquiera la respetaba, más allá de su papel
como novia de utilería?
Rosalie cerró el puño y hundió las uñas en la palma de la mano para
tranquilizarse. «¿Qué diablos te está pasando?», se preguntó. Nunca
reaccionaba así, pero se trataba de Connor. El bendito Connor McClellan.
Se sentía de maravillas cada vez que estaba junto a él, y completamente
desdichada cada vez que se marchaba. Sobre todo cuando se había
marchado de la cama que habían compartido. Se le hizo un nudo en el
estómago. Parecía que su desayuno de siempre, granola y yogur, le había
caído mal. Se acarició la panza con actitud distraída y, de pronto, sintió un
fuerte mareo que la obligó a agarrarse del escritorio para no perder el
equilibrio.
—Vaya —murmuró—. Ya es hora de almorzar. —Asomó la cabeza para
buscar a su asistente y, al no verla, preguntó—: ¿Anna, estás ahí?
Anna asomó la cabeza desde detrás del escritorio enorme que estaba en la
parte de delante de la oficina.
—Vaya, tardaron muchísimo. Pensé que ese cliente iba a sacar un catre para
quedarse a dormir aquí. Uf, ¡te ves muy mal!
Rubia y jovial, Anna tenía una forma de decir las cosas que hacía que
incluso el peor de los insultos sonara adorable. Rosalie se echó a reír y
volvió a acariciarse el vientre.
—Me parece que todavía no se me pasó del todo ese virus que me agarré en
Singapur.
Había regresado de ese viaje internacional hacía solo unos días, así que era
obvio que todavía estaba padeciendo los efectos del jet lag y tenía el
estómago revuelto por todos los platos extraños pero deliciosos que había
comido. Eso explicaba por qué se sentía tan alterada, irritada y desganada.
Rosalie miró su escritorio. Los claveles también eran una explicación
bastante convincente. Anna notó que estaba mirando las flores.
—Igual son lindas —comentó. Tras esbozar una sonrisa simpática, le
preguntó—: ¿Quieres que pida el almuerzo? ¿Algo delicioso y lleno de
carbohidratos para que se te vaya el malestar?
Rosalie se masajeó el entrecejo, pues tenía un dolor de cabeza espantoso, y
accedió.
—Sí. —Suspiró—. Me encantaría. Gracias.
Sin más, volvió a su oficina y cerró la puerta con un quejido. El hotel. El
viaje a Singapur en el que había hecho quedar tan bien a McClellan. Todas
señales, había pensado, que indicaban que Connor la veía y la valoraba de
verdad. Hasta ahora. Con un gruñido, sacó esa tarjeta tonta e impersonal del
cartón donde estaba pegada y la partió a la mitad.
—¿Me da las gracias por todo lo que hago? —masculló, rompiendo la
tarjeta en pedacitos que cayeron con suavidad al cesto de basura como
copos de nieve—. No hay de qué, Connor. Más bien gracias por nada.
*****
Connor volvió a apoyar su teléfono sobre el escritorio y estiró las manos
encima de la cabeza a modo de festejo silencioso. Acababa de hablar con
Ed Coney de Ventura Enterprises. Había vuelto el hombre que se le había
escapado. Y, esta vez, Connor iba a asegurarse de conseguir el negocio. Se
inclinó hacia adelante para apoyar los codos sobre la superficie brillante del
antiguo escritorio de roble. Era la única muestra de frivolidad que se
permitía. El escritorio había sido de su abuelo y, aunque verlo volvía loca a
su madre, a Connor le había parecido justo quedarse con un souvenir de ese
viejo despreciable después de su muerte.
Cuando era chico, Connor se había criado solo con su madre. No obstante,
hasta ese día seguía pensando con amargura que no debía haber sido así. El
hecho de que su madre hubiera quedado embarazada y se hubiera negado a
casarse con el padre del niño había bastado para que su propio padre —el
abuelo de Connor— la desterrara de su vida y la desheredara. Todo lo que
tenía Connor era gracias al espíritu luchador y determinado de su madre,
que se había esforzado por mantenerlos a los dos. Había fundado la empresa
en honor a ella y había ganado su primer millón solo para demostrarle que
había valido la pena hacer tantos sacrificios. Aun así, una parte diminuta —
bueno, no tan diminuta— de su ser exigía venganza. «¿Ves, abuelo? Mira
todo lo que he logrado. Seguro te arrepientes de haber tratado así a mamá,
¿no?». Quedarse con su escritorio había sido un gesto mezquino, pero
Connor sentía que tenía derecho a ser mezquino de vez en cuando, por lo
menos cuando de la familia de su madre se trataba.
Pasó la mano sobre la superficie pulida del escritorio de su abuelo y agarró
el celular con actitud distraída para mirarlo nuevamente. Ni una llamada. Ni
un mensaje. Miró por la ventana. Ni siquiera una bendita paloma mensajera.
Llevaba todo el día esperando la respuesta de Rosalie. Le había dado
instrucciones claras a Jenny, su secretaria: debía enviarle cuatro docenas de
rosas amarillas a Rosalie, de la oficina de Aspen. También le había pedido
que escribiera algo lindo en la tarjeta. Alguna frase romántica y profunda.
Su secretaria era mucho mejor que él para esas cosas. Con un gruñido,
pulsó el botón del interfono.
—¡Jenny! —vociferó—. Llama al florista de Aspen. Pregúntale si envió las
flores.
La vocecita de su secretaria salió como un zumbido por el parlante.
—Ya llamé, señor McClellan —respondió—. Las enviaron hoy a la
mañana. Las recibió una mujer llamada Anna Wilbur.
—Bueno, gracias.
Connor asintió, pero no le gustó lo que implicaba esa respuesta. Anna era la
asistente de Rosalie y, encima, estaba bastante seguro de que eran muy
amigas. Era imposible que no hubiera recibido las flores, así que solo había
una explicación posible: Rosalie lo estaba ignorando. Soltó un gruñido y
apagó la computadora. Normalmente, Rosalie hubiera respondido de
inmediato. Eficiencia, prolijidad y rapidez para responder; esos eran los
valores que aplicaba a la hora de dirigir la empresa y esperaba que sus
empleados se manejaran con la misma responsabilidad. Por eso su empresa
marchaba tan bien. Nadie buscaba atajos; nadie holgazaneaba.
«¿Estará enferma?», se preguntó. Agarró su saco, que colgaba de un gancho
en la puerta, y se dispuso a marcharse, pero se detuvo. No, eso no iba a
funcionar. No cuando la empresa de Coney estaba en juego. Se rumoreaba
que el viejo se había vuelto a casar y que consentía a su nueva esposa
incluso más que a la anterior. Uno de los informantes de Connor hasta había
dicho que eran «almas gemelas». Al oírlo, Connor se había echado a reír.
Era imposible tener éxito tanto en la vida profesional como en la personal.
Estaba convencido de que la segunda esposa de Coney no era más que un
trofeo para él, pero igual iba a necesitar la ayuda de Rosalie para cerrar el
trato. Si estaba enferma, el acuerdo corría peligro. Después de pensar un
momento, salió de la oficina dando un portazo y Jenny se sobresaltó por el
ruido.
—Llama a mi piloto. Voy a adelantar un día el viaje a Aspen.
Iba a visitar a Rosalie para ponerla al tanto de la propuesta para cerrar el
acuerdo con Ventura Enterprises. Si estaba enferma, iba a obligarla a tomar
vitamina C, té de jengibre y todo lo que hiciera falta para que se sintiera
mejor. No iba a permitir que nada se interpusiera entre él y esa reunión. Ni
siquiera su silencio inexplicable.