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LOS MULTIMILLONARIOS

MCCLELLAN

El multimillonario y su asistente embarazada

El chef multimillonario y un embarazo inesperado


Este libro es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y hechos aquí descriptos son
producto de la imaginación y se usan de forma ficcional. Cualquier semejanza con personas, vivas o
muertas, hechos o lugares reales es pura coincidencia.

RELAY PUBLISHING EDITION, MARZO 2022


Copyright © 2022 Relay Publishing Ltd.

Todos los derechos reservados. Publicado en el Reino Unido por Relay Publishing. Queda prohibida
la reproducción o utilización de este libro y de cualquiera de sus partes sin previa autorización escrita
por parte de la editorial, excepto en el caso de citas breves dentro de una reseña literaria.
Leslie North es un seudónimo creado por Relay Publishing para proyectos de novelas románticas
escritas en colaboración por varios autores. Relay Publishing trabaja con equipos increíbles de
escritores y editores para crear las mejores historias para sus lectores.
Diseño de portada de Cover Art by Mayhem Cover Creations.
Traducción de: Martina Engelhardt
Corrección de: Guillermo Imsteyf

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SINOPSIS

El romance es el plato principal, pero lo mejor es el postre…


Multimillonario de nacimiento y chico malo con todas las letras, Arthur
McClellan está decidido a convertirse en el chef más famoso del mundo.
Después de prometerle a su madre moribunda que iba a cambiar, se asoció
con el famoso Canal Sabor para filmar un especial de bodas en las
Bahamas. Pero, para complacer a los televidentes, el canal quiere pulir un
poco su imagen. Es entonces cuando entra en escena Cassandra Kelly, la
organizadora de bodas…
Arthur y Cassandra compartieron una noche de pasión hace tiempo. Ahora,
para subir el rating, el canal quiere que finjan ser novios. Podría ser la
cereza del postre del programa, pero, al poco tiempo, esa estrategia de
marketing se vuelve demasiado real…
Cuando Canal Sabor le ofrece a Cassandra el puesto de organizadora de
bodas en el piloto del nuevo programa, ella acepta de inmediato. Pero fingir
ser la novia de ese sensual chef le dio hambre de pasión… y tiene una
sorpresa cocinándose en su vientre. Ahora, cada vez es más difícil saber qué
besos son reales y cuáles son falsos.
¿Será demasiado tarde para que este dúo descubra la receta del verdadero
amor?
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Los multimillonarios McClellan: Libro 2

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ÍNDICE

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo

Fin de El chef multimillonario y un embarazo inesperado


¡Gracias!
Cómo alegrarle el día a un autora
Acerca de Leslie
Otros títulos de Leslie
1

E lafiladísimo
chef Arthur McClellan podía blandir un cuchillo deshuesador
sin que se le moviera ni un pelo. Podía sumergir la mano en
agua hirviendo para probar el punto de la pasta sin pestañear. Se sentía a
gusto usando el fuego y el calor y, a veces, hasta usaba antorchas llameantes
para darle el toque perfecto a un plato. No había nada en una cocina que
pudiera asustarlo. Excepto la niñita que lo estaba mirando en ese momento.
Art bajó la vista para mirar a la pequeña intrusa y luego echó un vistazo a la
puerta que daba al salón donde, en ese preciso momento, ya estaba en
marcha la fiesta de casamiento que definiría su carrera. Solo tenía algunos
segundos para servir el siguiente plato, una tarea que, por lo general, le
tocaba a su asistente. Pero ese casamiento era un evento decisivo para su
vida profesional y, por eso, quería controlar absolutamente todos los
detalles. Al menos tendría que haber contratado a alguien para impedir que
entraran a la cocina.
—¿Estás perdida, chiquita?
—¿Está preparando la comida?
La pequeña tenía puesto un vestido acampanado de color blanco que la
identificaba como la niña de las flores. Incluso para Art, la niña era muy
linda... pero estaba estorbando.
—Sí, estoy preparando la comida. Y los niños no deben estar en la cocina.
Ve con tu mamá.
De pronto, la niñita pestañeó y se le cayeron unas lágrimas.
—No puedo comer nada —sollozó.
Arthur desvió la mirada de la encimera, donde había estado midiendo con
precisión cucharadas de crema para ponerle a la sopa de drupa, y la
observó.
—¿Cómo que no puedes comer nada?
—Tengo hambre, pero mi mamá dice que no puedo ensuciar el vestido —
respondió ella, mirándolo con sus grandes ojos. Sí, la niña era linda, de un
modo extraño, casi como una alienígena, pensó Art—. Y toda la comida
que usted sirve ensucia. Está llena de… esa cosa con salsa. —La niña
arrugó la nariz y se acomodó el vestido, desanimada.
Esa «cosa con salsa» era una reducción de médula que Art había tardado
más de veinte horas en preparar. Miró de reojo la bandeja repleta de platos
perfectos de sopa fría y luego volvió a mirar el vestido de la niñita.
—Pero la p… —Se contuvo para no maldecir frente a ella—. Bueno,
siéntate. Te voy a preparar algo de comer que no ensucie, ¿sí?
La niña sonrió de oreja a oreja, dejando al descubierto un hueco adorable
donde deberían estar sus paletas. Bueno, era linda, concluyó Art. Y al
menos era educada.
—Gracias.
—¿Hay algo que no te guste? —Los niños siempre eran quisquillosos a la
hora de comer, por eso nunca preparaba comida para niños si podía evitarlo.
—El brócoli, la mayonesa y las papas fritas —dijo ella, contando con los
dedos.
—¿A qué niño no le gustan las papas fritas? Bueno, supongo que sería
mejor preguntarte qué te gusta. —Art abrió la cámara frigorífica y continuó
—: ¿Comes huevo?
—¡Sí!
—Te voy a preparar un omelette. Eso no ensucia, ¿no?
—Tendré cuidado —respondió ella, acomodándose el vestido otra vez.
—Muy bien. Un omelette entonces…
—¿Con jamón?
—Tengo jamón de Parma cortado en fetas finas para la próxima entrada. —
Le había costado cientos de dólares importar ese jamón.
—Bueno —dijo ella e hizo una pausa—. ¡Gracias! Me gustan tus tatuajes
—anunció, antes de salir de la cocina dando saltitos.
Arthur se miró el brazo lleno de tatuajes que le había valido la reputación
de chico malo entre los chefs de moda. Una niña de siete años con un
vestido de volados acababa de decirle que le gustaban. Hizo una mueca, se
arremangó y se puso a preparar el omelette.
—¿Hola? ¿Todo bien por aquí?
Arthur puso los ojos en blanco. Cuando terminara la boda, y el dueño de
Canal Sabor —que, casualmente, era el padre de la novia— quedara
impresionado con su trabajo y le ofreciera el programa de televisión que
Arthur venía pidiéndole hacía tiempo, lo primero que iba a hacer en su
nuevo puesto era exigir que pusieran un candado en la puerta de la cocina.
—Sí, todo bien —respondió, sin levantar la vista del recipiente donde había
puesto los dos huevos. Un omelette de queso de cabra y cebollín era
perfecto para una niña, ¿no?
—¿Necesitas ayuda?
—Para nada.
—Entonces, ¿por qué todavía no salió el próximo plato?
Arthur vertió los huevos en la sartén caliente y esperó a que se asentaran.
—Porque no sabía que tenía que ser cocinero de comida rápida —gruñó.
La voz se echó a reír. Un sonido musical y melodioso que llevaba todo el
día escuchando.
—¡No es así!
Arthur dio vuelta el omelette, lo dejó asentarse treinta segundos más y lo
dobló con el relleno dentro, asegurándose de cerrar bien los bordes para que
la niña pudiera comerlo sin ensuciarse el vestido. Lo sirvió en un plato y
volteó hacia la intrusa.
—Llévaselo a la niña de las flores —ordenó.
La organizadora de bodas tenía los ojos más grandes y azules que Arthur
había visto en su vida y, cuando le dio el plato, se pusieron aún más
grandes.
—¿Estás preparando… omelettes?
—Fue un pedido especial.
La mujer agarró la agenda violeta que tenía bajo el brazo y se puso a leer
una hoja que había abrochado dentro.
—No hay omelettes en el menú —comentó con nerviosismo.
Art puso los ojos en blanco.
—Cassie…
—Cassandra.
—Como digas. ¿Me puedes ayudar?
Ella se movió de un lado a otro mientras observaba a Art con la misma mala
cara que había tenido todo el día. Arthur había oído hablar de Cassandra
Kelly, la célebre organizadora de bodas, antes de que empezaran a trabajar
juntos en ese evento. Suponía que una mujer tan exitosa como ella —
siempre tenía clientes y la agenda ocupada— se desenvolvería con la
soltura de una reina en los eventos que organizaba. No había esperado
encontrarse con una mujer diminuta, parecida a un hada, de mirada
preocupada y con el hábito nervioso de mirar su agenda cada cinco
segundos.
—Llevas esa cosa para todos lados como si fuera tu Biblia.
—Lo es.
—Entonces, ¿qué es eso? —preguntó él, señalando la agenda a lunares que
tenía bajo el otro brazo—. ¿Una nueva traducción?
Ella se ruborizó.
—No es asunto tuyo, pero aquí pongo mis visualizaciones.
Él ladeó la cabeza hacia ella.
—Tus… ¿qué?
—Mis sueños. Planes para el futuro. Listas con los pasos que debo seguir
para lograrlos. —Se llevó la agenda al pecho y la apretó fuerte antes de
mirarlo con expresión alarmada—. Tengo agendas para todo, por eso sé que
no deberías estar preparando omelettes.
—Ya sé que no lo dice en ninguna lista —bromeó él—, pero no pasa nada.
A veces hay imprevistos y una niña tiene hambre. ¿Vas a dejar que una niña
pase hambre?
—Eres…
Sin decir nada más, Cassandra le arrebató el plato de la mano y, con un
resoplido de exasperación, salió de la cocina. Art se permitió mirar con
admiración su figura alejándose antes de volver a las entradas, que habían
quedado relegadas. Una sopa fría de fruta hecha de drupas locales, con
crema fresca y una guarnición de fresas y albahaca. Cada plato tenía que
tener la misma presentación, con las fresas cortadas en forma de corazón
encima de la sopa. Arthur frunció el ceño mientras las acomodaba. Estaba
tan concentrado en asegurarse de que cada plato fuera perfecto que no
escuchó el sonido de la puerta abriéndose hasta que golpeó contra la pared.
—Bueno, el omelette ya fue entregado, y lo primero que hizo fue dejarlo
caer sobre su falda —dijo Cassandra con un atisbo de humor—. Pero por lo
menos tiene algo que comer. No va a pasar hambre... —Entrecerró los ojos
y agregó—: A diferencia del resto de los invitados. Tienes una demora de
ocho minutos. —Miró el delicado reloj que tenía en la muñeca y frunció el
ceño—. Nueve minutos.
—Terminaría más rápido si no me interrumpieran a cada rato. —Arthur
acomodó la última fresa—. Ya está. Listo. Llama a los camareros.
Cassandra se inclinó hacia adelante e hizo una mueca.
—¿Qué es eso? Parece barro.
Arthur sintió una oleada de calor en la nuca. Había reprimido su mal humor
todo el día, pero eso ya era demasiado. Era el momento perfecto para perder
la compostura y, quizá, tirar toda la bandeja llena de sopa de «barro» al
piso. O sobre la recatada blusa rosa de la organizadora. Sin dudas, no sería
la primera vez que hiciera algo así. Pero tenía que controlarse. Había
demasiado en juego como para dejar que sus insultos lo afectaran.
—¿Te parece?
—No es lo que esperaba de un chef con tu…
—¿Experiencia?
Ella se pasó la lengua por los dientes.
—Iba a decir… reputación.
—¿Esperabas pedazos de carne clavados en un pincho?
—Pensé que era tu estilo distintivo.
Tenía razón. El rol de chico malo que soltaba insultos mientras asaba cerdos
a la parrilla era el lugar al que él mismo se había confinado hacía mucho
tiempo. Llevaba tanto tiempo interpretando ese papel que le costaba
distinguir dónde terminaba el personaje y dónde empezaba su verdadera
personalidad. Esa boda, y lo que esperaba que surgiera de ella, debía ser el
pasaje para salir de la trampa que él mismo se había creado.
—Mi estilo es ser buen cocinero. Igual que tu estilo es ser buena…
¿visualizando?
Ella puso los ojos en blanco.
—Mi estilo es conseguir que mis clientes tengan la boda de sus sueños. Y la
novia no te contrató para que sirvieras platos de una cosa que parece
barro… Ni siquiera sé qué es eso.
—Te voy a decir lo que es: algo increíble —dijo él. Se le acercó y, para su
asombro, ella no retrocedió—. Te hago una pregunta. ¿Alguna vez probaste
mi comida?
Ella entrecerró los ojos y negó con la cabeza. Arthur quedó sorprendido. La
mayoría de las mujeres que conocía se apresuraban a halagarlo por la
comida que habían probado en alguno de sus restaurantes o le rogaban que
les cocinara algo. Esta mujer, en cambio, no solo no había probado su
comida, sino que ni siquiera parecía tener ganas de hacerlo. Y, aunque la
había pescado mirándole los brazos varias veces, no se había dejado distraer
por su apariencia, lo cual le resultaba seductor, de un modo extraño y
molesto. Se inclinó un poco más; estaba tan cerca de ella que casi podía
sentir el aroma de su piel. Era tan correcta y elegante, un tentempié perfecto
que le hubiera encantado devorar de un solo bocado.
—O sea que la estás juzgando sin probarla —susurró, mientras pensaba que
a él no le molestaría probar también—. Dime, Cassie, ¿te parece justo?
—Cassandra —lo corrigió ella, algo agitada—. Señorita Kelly sería más
apropiado. Y estoy haciendo una dieta baja en carbohidratos, chef
McClellan.
—Mmm, qué lástima. —Arthur le recorrió el cuerpo con la mirada para
evaluar sus curvas. A su parecer, no le vendrían mal algunos carbohidratos,
aunque solo serían la cereza de un postre bastante apetecible de por sí—.
Pero hoy es día de permitidos, porque no voy a dejar que salgas de esta
cocina hasta que pruebes lo que llamaste «barro». —Inclinó el plato hasta
que cayó un poquito de sopa en la cuchara y le ordenó—: Come.
Ella miró la cuchara y negó con la cabeza.
—La fruta de este plato todavía estaba en el árbol hoy a la mañana —dijo él
en voz baja, poniendo la cuchara a centímetros de su boca. El modo en que
Cassandra la miraba lo hizo sentirse excitado. Se aclaró la garganta—.
Maduraron al sol y las coseché con mis propias manos. Estaban tan jugosas
cuando seleccioné las mejores frutas que casi me explotan en la mano.
Al oírlo, a ella se le escapó un leve gemido.
—Es el sabor de la naturaleza —continuó él, apoyándole la cuchara en el
labio inferior—. Un sabor dulce y fresco. Pero también salvaje… —
Cassandra abrió apenas la boca—. Y real.
Ella envolvió la cuchara con los labios. Arthur contuvo la respiración y,
mientras ella masticaba, se imaginó los sabores bailando en su boca y su
lengua contoneándose para extraer aquel jugo maravilloso. Luego, tragó la
sopa, soltando un gemido que lo volvió loco.
—Por Dios, qué delicia —dijo, mirándolo maravillada.
Y él cedió a la tentación.
—Tienes algo... ahí. —Se acercó y le rozó apenas los labios. Luego, lamió
la pulpa de fruta que le había quedado en la comisura, y ella apretó su
pecho contra el suyo—. Y si te gustó… —le recorrió el rostro con los labios
hasta llegar a su oído y susurró—: y te quedas con hambre, luego puedes
venir a buscar más.
2

E lCassandra
padre de la novia se sonó fuerte la nariz con un pañuelo bordado.
hizo una mueca de desagrado cuando él dobló el pañuelo, lo
guardó en el bolsillo y le extendió la mano, pero se tragó el asco y le
estrechó la mano. Podía lavarse las manos más tarde, y el momento era
demasiado importante como para dejarlo pasar.
—Señor Gibbs —le dijo afectuosamente mientras él le estrechaba la mano
con ganas—, espero que todo haya sido de su agrado hoy.
Jerome Gibbs, el dueño de Canal Sabor y de sus múltiples filiales,
incluyendo Revista Sabor y la línea de utensilios de cocina Creadores de
Sabor, hizo una mueca y asintió.
—Bueno, no me agrada mucho el gusto de mi hija en hombres, pero ya no
tiene sentido quejarse de eso. —Recorrió el salón con la mirada. Había un
par de borrachos bailando en la pista iluminada con luz tenue—. Pero, en lo
que respecta al evento que organizó, señorita Kelly… —Asintió otra vez y
le brillaron los ojos, aún llenos de lágrimas—. Sí, diría que fue muy de mi
agrado.
—Gracias, señor —respondió ella.
Esperó, conteniendo la respiración, mientras el señor Gibbs se secaba los
ojos de nuevo. Entonces, asintió por tercera vez.
—De hecho, señorita Kelly, espero volver a trabajar con usted muy pronto.
Cassandra soltó una bocanada de aire, pero se las arregló para mantener la
compostura. Asintió, le dio las gracias y se marchó con elegancia. Logró
contener su entusiasmo el tiempo suficiente para llegar a la cocina, donde
había escondido una botella de champán con la esperanza de escuchar lo
que acababa de escuchar. ¡Jerome Gibbs quería trabajar de nuevo con ella!
¡Con ella! ¡Eso solo podía significar una cosa!
—¡Lo logré! —chilló Cassandra ni bien estuvo sola. Vitoreó, levantó las
manos en el aire y dio unos saltitos en círculos como una loca antes de
juntar las manos y llevárselas al pecho—. Lo logré.
Suspirando contenta, caminó hacia el refrigerador.
—¿Qué cosa lograste?
Su cuerpo reaccionó antes de que su cerebro tuviera tiempo de hacerlo. Un
escalofrío le recorrió toda la columna y, de golpe, el recuerdo del sabor
salvaje y real de la naturaleza le inundó la lengua. La boca se le llenó de
saliva y tragó para evitar babear. Pero tuvo que contener la baba otra vez
cuando se dio vuelta y vio a Arthur McClellan.
Sus jeans —no pantalones de vestir ni pantalones de cocinero, sino jeans—
eran demasiado ajustados para ser cómodos. Su camisa estaba demasiado
desabrochada para ser decente. Sus ojos tenían un brillo demasiado pícaro
para ser seguros. Sus tatuajes eran demasiado para confiar en él. Y su
cuerpo… y su comida… todas eran señales de alarma. Enormes señales que
le gritaban que se alejara de él. Conocía su reputación y sabía que se la
había ganado y, por naturaleza, ella siempre seguía el camino más seguro.
Pero también sabía que, esa noche, su carrera había dado un giro
inesperado. ¿Quizá podía alejarse del camino aburrido por una vez? Se echó
el pelo hacia atrás. Era un viejo tic que había surgido como un modo de
ganar tiempo cada vez que se quedaba pensando, pero ahora no podía parar
de hacerlo cada vez que se ponía nerviosa. Y Art McClellan la ponía muy
nerviosa.
—Me viste —le dijo con timidez mientras abría el refrigerador. No iba a
revelarle a un tipo como Art que estaba bastante segura de que Jerome
Gibbs tal vez, no cien por ciento, pero casi, casi seguro, acababa de
ofrecerle tener su propio programa en Canal Sabor. Ya se imaginaba su
risita irónica y no iba a dejar que ese imbécil le arruinara la felicidad—.
Logré que la boda Gibbs-Mitchell saliera a la perfección y creo que eso
amerita un festejo, ¿no te parece? —continuó. Miró el refrigerador y frunció
el ceño.
—¿Buscabas algo?
—Eh…
—¿Te llevaste una botella del bar y quisiste esconderla?
Cassandra cerró el refrigerador y se dio vuelta. Art levantó un vaso que
estaba apoyado sobre la encimera.
—¿Salud?
—¿Te lo tomaste?
—Estoy tomando whisky con hielo, no te preocupes. Tu champán robado
está aquí.
Art se echó a reír y sacó una botella de su espalda con gesto divertido.
Cassandra intentó mostrarse ofendida, pero lo cierto era que estaba aliviada.
Aliviada y aterrada a la vez. Porque sabía que, si quería tomar una copa, iba
a tener que tomarla con él. Se lamió los labios y, por dentro, dio otro paso al
costado del camino más seguro.
—¿Le robaste una botella de whisky a Gibbs? —le preguntó con una mirada
reprobatoria.
—Estaba siguiendo tu ejemplo —respondió él y movió la botella de
champán a modo de invitación—. Yo también tengo ganas de celebrar,
linda.
Sintió un escalofrío, como si una corriente eléctrica le atravesara el cuerpo,
al oírlo llamarla así, incluso aunque le resultara ofensivo como profesional.
—Bueno, compartamos.
—Entonces, acércate un poco —propuso él. Le dio unas palmaditas a la
encimera e hizo una pausa—. Espera. ¿El champán no tiene carbohidratos?
Ella se echó el pelo hacia atrás e intentó arrebatarle la botella. Él se echó a
reír y se alejó y, de golpe, Cassandra quedó muy, pero muy cerca de Art
McClellan. La corriente eléctrica que sentía en el cuerpo se intensificó.
—Bueno —repuso ella, mientras recorría cada uno de sus peligrosos rasgos
con la mirada—. ¿No dijiste que hoy era día de permitidos?
Él esbozó una sonrisa salvaje, como la de un depredador, y Cassandra
volvió a sentir ese impulso eléctrico. Le recorrió toda la columna y se
detuvo en la parte más baja de su vientre, donde latía furioso. Estuvo a
punto de gemir cuando Art agarró la botella con una sola mano y la
descorchó.
—¿Tienes un vaso? —preguntó él.
—Uso el tuyo.
—Está sucio —le advirtió él.
Cassandra se lamió los labios otra vez. Art tenía razón. Estaba sucio. Él era
sucio. Era todo lo contrario a los príncipes perfectos con los que salía
siempre. No tenía ni uno solo de los atributos que ella buscaba en un
hombre. El número uno era ser un caballero de verdad que la tratara como a
una princesa. Art la miraba como si quisiera tratarla de un modo que nadie
se atrevería a tratar a una princesa. Y hoy, solo hoy, ella quería lo mismo.
—Día de permitidos —repitió Cassandra. Agarró el vaso y lo sostuvo frente
a él para que le sirviera champán. Él lo llenó hasta el borde y se quedó
mirándola mientras ella lo bebía de un trago. La sensación cálida le invadió
el cuerpo y la hizo sentir más intrépida y atrevida. Lo miró a los ojos y
sonrió—. ¿Recuerdas lo que me dijiste? ¿Si me quedaba con hambre?
Cuando él recorrió la tela de su blusa con los dedos, Cassandra se
estremeció. Art se bajó de la encimera, se dio vuelta y se abrió paso entre
sus piernas. Le agarró un muslo y lo levantó hasta la altura de su cintura.
Ella jadeó al sentir su miembro, tan duro que parecía a punto de romper
esos malditos jeans.
—Te dije —dijo él, desabotonándole la camisa y dejando al descubierto el
encaje blanco de su sostén— que podías venir a buscar más. —Le
desabotonó otro botón y la miró a los ojos—. ¿Entonces, linda? ¿Quieres
más?
Cassandra cerró los ojos y se imaginó saliendo del camino más seguro y
adentrándose en el bosque oscuro que había más allá. Parecía peligroso e
impulsivo. Y correcto.
—Sí —le dijo al chico malo que tenía entre las piernas—. Quiero más.
3

C assandra frunció el ceño y se dio golpecitos en los dientes con la uña.


—Algo está mal —murmuró mientras revisaba el calendario de su teléfono
y lo comparaba con la información de las dos agendas que tenía delante—.
Sé que tengo una cita el tres, ¿dónde es…? ¡Ah!
De golpe, lo recordó, y frunció aún más el ceño al tiempo que revolvía su
cartera pequeña y a la moda. Su agenda personal de color violeta, a la que
llamaba cariñosamente «el monstruo violeta», estaba metida en el fondo de
la cartera, aplastada por la montaña de muestras de papel que necesitaba
para su cliente de las tres. La sacó y contuvo las ganas de disculparse con la
agenda mientras intentaba alisar las hojas arrugadas. Negando con la
cabeza, la puso junto a sus compañeras, «la máquina verde», que era su
agenda de trabajo, y «la dictadora a lunares», su agenda de visualizaciones.
Poner las tres agendas juntas y pasar todas las anotaciones a su teléfono era
un ritual del primer día del mes que respetaba a rajatabla. Qué extraño que
se hubiera olvidado de la agenda violeta. Nunca se olvidaba de nada.
—Dentista el cinco —observó, recorriendo las páginas de su agenda
personal. Su gata Kate, llamada así en honor a la duquesa Kate, que había
conseguido conquistar a un príncipe de verdad, saltó al escritorio y empezó
a lamerse la cara. Cassandra le rascó la cabeza con actitud distraída
mientras seguía anotando las demás fechas—. Corte de pelo el siete y… Ay,
mierda, ¿ginecóloga el nueve? ¿En serio? —Frunció el ceño al mirar el
sticker con el turno médico que había agendado hacía un año—. Vaya.
De golpe, sintió un atisbo de preocupación. Miró la página anterior y se
mordió la mejilla. Había agendado ese turno médico con la idea de que
ahora iba a estar con su período; recordaba a la perfección que había
contado veintiocho días en el consultorio médico. Pero todavía no le había
venido el período. De hecho, tampoco le había venido veintiocho días atrás.
El atisbo de preocupación se transformó en una avalancha mientras pasaba
desesperadamente las páginas de sus tres agendas. Kate se bajó del
escritorio y se alejó de Cassandra, que ya había entrado en pánico.
Cassandra deseó poder huir ella también, pero no había modo de huir de lo
que acababa de comprender al mirar sus agendas.
Ahí estaban todas las reuniones con Canal Sabor que había agendado para
negociar. Ahí estaban todas las bodas, una tras otra tras otra. Su agenda era
una letanía interminable de estrés y no era tan raro que se le atrasara el
período estando estresada, pero…
Dio vuelta otra página. Ahí estaba la fecha de su último período. Hundió la
uña en la «P» pequeña y roja anotada en la esquina donde decía la fecha.
Una fecha que había pasado hacía seis semanas. Una fecha que había sido
diez días antes de la boda Gibbs-Mitchell… y de Arthur McClellan. El
recuerdo la hizo sentir calor en todo el rostro, pero se le heló la sangre. No
podía ser cierto… ¿O sí?
Agarró su teléfono y sus tres agendas. Tenía tiempo de pasar por la farmacia
antes de reunirse con el próximo cliente. Lo mejor era saberlo cuanto antes,
¿no? Se lo repitió una y otra vez durante el camino hasta la farmacia de la
esquina. Se lo repitió cuando esquivó la mirada inquisitiva del empleado, y
se lo repitió una vez más cuando dejó las bolsas en el piso del baño y se
sentó en el inodoro tras volver a su apartamento. Apoyó el test de embarazo
sobre el tocador y lo miró fijo. De golpe, le vibró el teléfono en la cartera.
—¡Mierda! —gruñó. Agarró la cartera y salió apurada del baño, tratando de
encontrar su teléfono debajo de la montaña de cosas que le había puesto
encima—. No cuelgues, no cuelgues. —Rodeó el teléfono con los dedos y,
con actitud triunfal, lo sacó de la cartera de un tirón. El monstruo violeta
cayó sobre su alfombra tejida de estilo bohemio.
—¡Hola! —masculló sin aliento, sin siquiera molestarse en ver quién
llamaba.
—Eh… ¿habla…?
—¡Ay! Perdón, perdón. —Cassandra intentó tranquilizarse—. Organización
de eventos Perfect, habla Cassandra.
—¿Cassandra Kelly? —La voz del otro lado del teléfono sonaba conocida.
—Ella habla.
—Soy Adele Crowley, de…
—¡De Canal Sabor, sí! ¡Claro! ¡Hola! —«Deja de hablar», se ordenó
Cassandra. «Acabas de interrumpir a la jefa de programación.
Contrólate»—. Perdón, se me fue la señal un momento, ¿te interrumpí?
—«Qué inteligente. Quizás hasta se lo crea».
—Descuida.
La voz vivaracha de Adele combinaba con la apariencia vivaracha que
recordaba Cassandra. La exmodelo, ahora magnate, era la mayor influencia
de la marca impecable del imperio Sabor. Su ojo infalible, junto con el
caudal interminable de dinero de Jerome Gibbs, era el responsable de que
Sabor fuera el único canal de cable que seguía sumando televidentes en esa
temporada. Adele era todo lo que Cassandra quería ser: elegante, realizada
y la mitad de un dúo imparable, la pareja que conformaba con su príncipe
azul, el apuesto presentador de noticias Brian Crowley. Cassandra había
recortado y pegado las fotos de su boda en su agenda de visualizaciones y
las miraba seguido.
—¿Prefieres que te llame en otro momento?
—¡Claro que no! —mintió Cassandra—. ¿En qué te ayudo? ¿Necesitas que
te envíe algo más? Tenía la impresión de que…
—No necesito nada. —Adele la interrumpió con tanto estilo que a
Cassandra se le hizo un nudo en el estómago. Le estaba cortando el rostro.
Estaba intentando decirle que no, pero educadamente. Todo el trabajo y
todas sus esperanzas habían sido en vano, iban a rechazar la idea y…—.
Aprobaron el proyecto hoy a la mañana. ¿Estás libre en noviembre para
filmar el piloto?
Cassandra creyó que se iba a desmayar. Se agarró de su escritorio para no
caerse y exhaló lentamente antes de cerciorarse de haber escuchado bien.
—¿El piloto?
—Destino: Boda —Adele pronunció el nombre que más le gustaba a
Cassandra para el programa—. La filmación empieza en las Bahamas la
primera semana de noviembre. ¿Estás disponible?
—¡Sí! ¡Claro!
—Perfecto. Arthur ya nos confirmó que puede en esa fecha.
Cassandra pestañeó desorientada.
—¿Cómo?
—El chef Arthur McClellan también nos hizo una propuesta para un
programa.
—¿Ah, sí? —Cassandra echó un vistazo hacia el baño.
—Y, aunque nos gustó su idea, nos pareció que sería divertido… —el
énfasis con que Adele pronunció la palabra le resultó amenazador, y se le
puso la piel de gallina— enfrentarlos a ustedes. El agua y el aceite. Los
opuestos se atraen…
—Él no me atrae —masculló Cassandra.
—No es de verdad, cielo. Es solo televisión. Bueno, ¿las fechas te quedan
bien?
Cassandra tragó saliva. Todos sus sueños se estaban haciendo realidad.
Pensándolo bien, que Arthur estuviera presente no cambiaba nada. Ni
siquiera iba a tener que mirarlo. Solo tenía que promocionar su marca y
demostrar que el estilo de vida de Cassandra Kelly era atractivo para las
mujeres. Cerró los ojos y se imaginó estantes llenos de productos suyos.
Copas de cristal tallado y ropa de cama con bordes de encaje. Carteras de
rafia y su propia línea de vino rosado. Era todo lo que había anotado en su
agenda de visualizaciones. Y este era el modo de conseguirlo.
—Sí —respondió, decidida—. Esas fechas me quedan bien.
—¡Perfecto! Voy a ponerte en contacto con Ronda, mi asistente. Ella te dará
todos los detalles.
—Genial. Gracias. Y… ¿Adele?
—¿Sí, Cassandra? —preguntó ella. Sonaba más amable que de costumbre.
Cassandra sonrió de oreja a oreja.
—Gracias.
—Te lo ganaste —dijo Adele amablemente—. Te paso con Ronda.
Se oyó un clic y luego la vocecita de la asistente de Adele, que la puso al
día de inmediato, con una seguidilla de fechas y horarios y comentarios
entusiasmados que la hicieron sentir abrumada. No obstante, tomó nota
obedientemente y confirmó varias veces que iba a pasar la mayor parte del
otoño en las Bahamas, organizando la boda de una pareja medio famosa.
Cassandra sonrió mientras decía que sí, que iba a otorgarle a Canal Sabor
permiso para usar su imagen con propósitos publicitarios. Como si no fuera
un sueño hecho realidad.
—¡Gracias! —le dijo a Ronda cuando terminaron de resolver todos los
detalles—. Me ayudaste mucho.
—Que tenga un buen día.
Ronda colgó y Cassandra se quedó mirando el teléfono, sin saber a quién
contárselo primero. ¿A su madre? ¿A su asistente Shelley? Iba a tener que
buscarle otro trabajo a Shelley durante su ausencia, era lo mínimo que…
Se oyó un golpe seco, seguido del sonido de uñas rasguñando algo.
Cassandra levantó la vista en el preciso momento en que un objeto de
plástico rosado patinaba por el piso, seguido de una mancha de pelo blanco.
—¡Kate! —exclamó y se abalanzó sobre la gata antes de que pudiera meter
el… «¡Ay, no!»… test de embarazo debajo del horno—. ¿Qué estás
haciendo?
Cassandra alzó a la gata y la dejó a un lado antes de arrodillarse y meter la
mano bajo el horno. Hizo una mueca cuando su mano se topó con una bola
de pelusa grasosa y juró limpiar mejor la cocina. Entonces, encontró el test
y lo rodeó con los dedos.
—Por favor, por favor, por favor —suplicó antes de sacarlo y quitarle una
bola de pelo errante que tenía pegada.
Lo miró fijo. Se había subido a una montaña rusa solo una vez en su vida.
En realidad, hacía tiempo que tenía la altura mínima para subirse, pero
había fingido ser demasiado baja hasta que ya no le quedó otra opción. Un
horrible día de verano, presionada por las burlas de los demás niños del
campamento de verano, había permitido que le pusieran el cinturón de
seguridad y la condenaran a su peor pesadilla. Se le había paralizado el
cuerpo entero durante todo ese sufrimiento de subidas y bajadas y
sacudidas. Cuando terminó la vuelta y todos dejaron sus asientos, ella
siguió inmóvil en el suyo. Tuvieron que llamar a un médico para que la
sacara de ese estado de pánico y la convenciera de bajar. Todavía recordaba
el nudo en el estómago cuando la montaña rusa había llegado a la primera
subida. Era el mismo nudo que estaba sintiendo ahora. Se apoyó contra la
pared y se dejó caer lentamente en el piso. Cerró los ojos y, una vez más,
tuvo la sensación de que la estaban arrojando en el aire en contra de su
voluntad. Las dos rayas rosas eran inconfundibles. Estaba embarazada.

A veces, Arthur extrañaba los aparatosos teléfonos fijos de su infancia. El


tipo de teléfono que uno podía apoyar muy fuerte para colgarle a alguien.
Apretar un botón, por más que uno lo hiciera con mucho enojo, no
transmitía el mensaje de «Vete al diablo» que le hubiera gustado para
terminar una llamada como la que acababa de tener.
Se suponía que eran buenas noticias. Recibir una llamada de Canal Sabor
era lo único que había estado esperando tras la cantidad interminable de
negociaciones de los últimos dos meses. La estaba esperando desde la boda
de Gibbs y cómo-se-llame.
—Hola, chef McClellan, lo llamamos de Canal Sabor para ofrecerle filmar
un piloto.
Lo que no había esperado era que las siguientes palabras fueran: «Usted no
será el protagonista. De hecho, es un programa de bodas, no de cocina. Ah,
y Cassandra Kelly será su enamorada en el programa».
¿Su enamorada? ¡Qué estupidez! No necesitaba una enamorada. Esas eran
las típicas tonterías de los reality shows. Metían a una mujer linda solo para
subir el rating.
—¿Qué? ¿No alcanza conmigo? —había intentado bromear.
Pero había sonado más bien como un gruñido, y la asistente lo había
interrumpido.
—Es para atraer más televidentes. Para que sea más dramático.
Art se había echado a reír y luego se había comportado bien y había
escuchado todos los detalles sin chistar. Pero no podía sacarse esa frase de
la cabeza. «Para que sea más dramático. Para que sea más dramático».
Sí, había drama entre Cassandra Kelly y él, eso seguro. La mayor parte
ocurría de noche, cuando el recuerdo de su cuerpo voluptuoso y sus
gemidos ahogados invadía sus sueños, y se despertaba jadeando y con
ganas de darse una ducha fría. Solo lo había buscado por su reputación. Era
igual que todas, le interesaba más ese personaje que conocerlo a él de
verdad. Art lo tenía claro, pero aun así no conseguía dejar de pensar en ella.
Y ahora iban a estar juntos en ese programa.
Lentamente, Arthur esbozó una sonrisa. Se sentó despatarrado en su
maltrecho sillón reclinable de cuero —el mismo que su última novia le
había suplicado que tirara— y miró el techo sin dejar de sonreír. Antes de
colgar, Ronda le había informado que Cassandra había pedido tener una
reunión con él.
—Mañana a la mañana, señor McClellan. Pidió específicamente tener una
reunión a solas con usted antes de empezar a filmar.
¿Una reunión a solas con Cassandra? Había peores formas de pasar la
mañana. ¿Y ella había pedido reunirse con él? Tal vez también seguía
pensando en él. Tal vez no había sido solo una aventura de una noche para
ella. La idea alivió un poco el malestar que le había generado saber que el
canal iba a ponerlos en el mismo programa. Cassandra quería verlo. No
tenía ni idea de qué le iba a decir, pero quizá tuviera una visión en sueños
esa noche.
4

C assandra tamborileó el vidrio de la mesa de la sala de juntas. Era un


sonido irritante, pero necesitaba hacer algo con las manos, y era
preferible eso antes que comerse las uñas como había hecho todo el día.
Había arruinado por completo su manicura, se reprendió, justo antes de
morderse la punta del índice.
Había llegado temprano a propósito a las oficinas de Canal Sabor porque
necesitaba tiempo para prepararse para la reunión con Arthur. Después de
todo, no había forma, tanto en términos profesionales como personales, de
que avanzaran con el proyecto sin contarle. Arthur tenía derecho a saber, y
ella solo necesitaba un poco de tiempo para prepararse. Pero le había
dedicado demasiado tiempo al asunto y ya estaba empezando a ponerse
ansiosa. Le echó un vistazo al reloj de pared y luego miró su propio reloj de
plata, antiguo y delicado, la única joya que llevaba puesta ese día. Arthur no
estaba llegando tarde… todavía. Pero solo faltaba un minuto para la
reunión.
Se sacó el dedo de la boca y reacomodó los papeles que tenía delante. Había
pasado buena parte de la noche resaltando y marcando con distintos colores
el «guion» que le habían mandado desde la oficina central. Sí, a pesar de
que era un reality show, el programa estaba muy guionado. Al menos,
observó aliviada, las interacciones de la pareja que iba a casarse iban a ser
espontáneas. Iba a poder mostrar su estilo y su buen gusto hasta quedar
satisfecha. Pero estaba el temita del «romance».
Acomodó los papeles una vez más, y luego se rindió y volvió a
mordisquearse el índice. Se preguntó si a Arthur le habían mandado el
mismo cronograma que a ella. Su romance tenía pautas específicas:
coqueteo, primer beso, primera discusión, primera… otras cosas… que,
según le había explicado Adele, estaban pensadas para ponerles un toque de
pimienta a las escenas donde planeaba la boda.
«Nada importante», había aclarado Adele en el correo donde presentaba
toda la propuesta, «solo lo suficiente como para que haya un poco de
tensión. ¿Sí?».
—¿Sí? —repitió Cassandra en voz baja, aún sola en la habitación, y se llevó
la mano al vientre que, por ahora, seguía chato. Sí, nada importante. Para
nada.
El reloj marcó otro minuto. Cassandra suspiró. Oficialmente, Arthur estaba
llegando tarde. ¿Por qué no le llamaba la atención? Ya se lo imaginaba
entrando muy relajado con una sonrisita arrogante, sin importarle en lo más
mínimo haberla hecho esperar. Iba a entrar con su pelo despeinado y esos
tatuajes peligrosos, mirándola con esa cara como si la hubiera visto
desnuda. Ya tenía esa cara desde antes de verla desnuda.
Cassandra se sentó derecha y se revolvió en el asiento, intentando sacarse
de la cabeza los ojos de Arthur, los abdominales de Arthur, el…. talento
culinario de Arthur.
—Maldita sea —susurró, en el mismo instante en que se abrió la puerta.
Parpadeó y disimuló, y hasta intentó sonreír, pero se dio cuenta de que
debía parecer muy falsa, así que se rindió a mitad de camino—. Hola —
dijo.
Arthur entró a la sala de juntas sin rastros de una sonrisa arrogante.
Tampoco había rastros de lujuria en su mirada. Cassandra no sabía si
sentirse aliviada o triste al ver que él parecía estar pensando en negocios y
nada más. Arthur corrió una silla, se acomodó y se inclinó hacia adelante,
apoyando los codos sobre la mesa. Luego, la miró con una expresión que la
hizo derretir de pasión. Pero no había tiempo para eso.
—Te dije «hola».
—Sí, hola —respondió él. Seguía mirándola como si fuera un libro escrito
en un idioma que no conocía—. ¿Dónde has estado?
Ella hizo un gesto indicando las oficinas de Canal Sabor.
—Más que nada aquí —respondió. Entrecerró los ojos y agregó—: Igual
que tú, al parecer.
—Pareces sorprendida.
Cassandra tragó saliva. A decir verdad, sí estaba sorprendida. Desde un
principio, la había sorprendido que Arthur McClellan también quisiera tener
un programa en Canal Sabor. El chico malo que le había dado de comer en
la boca y le había robado la botella de champán no le daba la impresión de
pensar tanto en negocios. De hecho, más bien le daba la impresión de ser
malpensado. Horrorizada, Cassandra se dio cuenta de que se estaba
sonrojando y, para ganar tiempo, se echó el pelo hacia atrás.
—Lo que me sorprende es que el canal haya decidido ponernos juntos.
—¿No es lo que planeabas?
—Dudo que sea lo que tú planeabas —retrucó ella.
Arthur se reclinó en la silla y entrelazó los dedos en su pelo. Cassandra
desvió la mirada para no mirarle los bíceps, que se le marcaban mucho en
esa posición.
—No —respondió él a secas, pero el modo en que lo dijo no sonó ofensivo
—. Pero los dos queremos aprovechar esta oportunidad para crecer y
conseguir cosas mejores, ¿no?
Cassandra parpadeó e intentó disimular que, otra vez, la había tomado por
sorpresa, pero la sonrisa peculiar que esbozó Arthur le dijo que no lo había
logrado.
—Sí, quiero tener mi propio programa. No sé qué tiene de raro. Tú quieres
lo mismo que yo. Así que, a mi parecer, para conseguir lo que queremos,
tenemos que darles lo que quieren. Tenemos que vender como locos esta
idea del romance que les interesa —continuó Arthur.
—¿Venderla cómo? —preguntó ella, con el corazón latiéndole desbocado.
Él negó con la cabeza y soltó una risita.
—Ya puedes dejar de sonrojarte como una colegiala.
—No me estoy sonrojando.
—Está bien. No quiero ponerte incómoda, Cassandra. Y tampoco quiero
obligarte a hacer nada que no quieras —le dijo. Bajó la voz y agregó—:
Espero que lo sepas.
Ella tragó saliva y asintió, pero no dijo nada. Él no la había obligado a hacer
nada que no quisiera. Era cierto.
—Bueno, entonces dime cuáles son tus límites. Ahora.
—¿Mis límites?
Él asintió.
—O sea, me pareció que te gustó cuando… —Hizo un gesto hacia la parte
baja de su cintura, y ella se puso colorada—. Pero creo que esa carta no está
sobre la mesa esta vez. —Sonrió con más ganas y agregó—: ¡Ja! Sobre la
mesa…
—¡Arthur! ¡Shhh! —Cassandra miró a su alrededor con nerviosismo.
—No nos escucha nadie, linda. —De golpe, se le borró la sonrisa—. Mira,
pasó algo entre nosotros. No podemos cambiar eso. Pero no quiero pasarme
de la raya.
Cassandra apretó los puños y luego, con actitud decidida, relajó las manos y
las apoyó sobre la mesa. Era ahora o nunca.
—Pasó algo entre nosotros, sí. Pero creo que ya nos pasamos de la raya. —
Lo miró a los ojos y agregó—: Porque había dos rayas en el test de
embarazo que me hice ayer.

Arthur se quedó esperando a que Cassandra terminara de hablar. Porque


claramente faltaba decir algo más. Como: «Ja, ja. Era un chiste» o «Y el
papá de mi hijo querrá venir a las Bahamas» o cualquier cosa, la verdad.
Pero ella solo se quedó mirándolo fijo con esos grandes ojos azules. Nada
de chistes, nada de mentiras, nada más que esperar en silencio,
pacientemente, a que su cerebro procesara la bomba que acababa de tirar.
—Nosotros…
Un huracán de emociones se arremolinó en su pecho. La primera fue el
enojo. Una ira irracional, incontrolable, que le quemaba las venas como un
incendio. Dio un puñetazo a la mesa, y Cassandra se puso tensa y entrecerró
los ojos.
«Mierda».
—Perdón.
Art desvió la mirada para no ver cómo lo estaba mirando. Ya conocía esa
mirada. Era una mirada que decía a gritos: «¿Qué otra cosa esperabas de
una mierda como Arthur McClellan?». Apretó los puños e intentó con todas
sus fuerzas calmarse. No era culpa de ella. Era culpa suya por no tener más
cuidado. Pisándole los talones a la furia, llegó la vergüenza por ponerse
furioso. Miró a Cassandra e intentó sonreír. De golpe, ella se levantó de un
salto y lo fulminó con la mirada hasta que Arthur sintió que se desmoronaba
bajo el peso de su desprecio.
—Mira, Cassandra, ya sé que reaccioné muy mal. —Se frotó la nuca y
deseó (y no por primera vez) poder viajar en el tiempo para darse un
puñetazo antes de cometer una estupidez—. ¿Podemos empezar de nuevo?
Ella cruzó los brazos sobre el pecho y asintió, como diciéndole «Adelante».
Él respiró hondo. Nunca había tenido que preocuparse mucho por las
consecuencias de sus palabras, pero era porque nunca habían tenido
consecuencias tan graves.
—Quiero hacer las cosas bien.
Levantó la mano con la intención de tocarla, de aliviar un poco el dolor que
le había provocado. Había pensado en ella cada noche desde que habían
estado juntos y, de tanto pensar, se había convencido de que la conocía. De
que era una princesa dulce y delicada que había decidido rebajarse una
noche con un chico malo. Pero no había nada de dulce ni delicado en la
mirada fría que le estaba dirigiendo.
—No necesito nada tuyo, Arthur. Y voy a dejar el programa, les voy a decir
a los productores que… que… —De pronto, se le quebró la voz.
—Que ni se te ocurra —le advirtió él—. Esto es tan importante para tu
carrera como para la mía. No voy a dejar que pierdas esta oportunidad solo
porque cometimos un error.
—¿Así que fue un error?
—No quise decir eso. —Arthur levantó las manos—. Mira, está bien.
Déjame empezar de nuevo. Lo siento. Por Dios, deja de mirarme con esa
cara —le pidió, pero a ella ya se le había endurecido la mirada—. Bueno,
¿qué necesitas? —le preguntó, maldiciéndose por no haber empezado por
ahí.
—De ti, nada —respondió ella secamente.
—Tienes que necesitar algo. Soy el padre, por el amor de Dios.
Ella negó con la cabeza.
—Mira, no quiero nada. Puedo ocuparme yo sola. Ya estuve pensando
cómo hacer.
—¿Lo anotaste en tu agenda? —preguntó él con tono burlón. El hecho de
que le hubiera contado sobre el embarazo solo para excluirlo de esa manera
le resultaba más hiriente de lo que hubiera querido admitir—. ¿Armaste un
tablero de visualizaciones con una vida de ensueño donde tu hijo no tiene
idea de quién es el padre?
—No. —Ella desvió la mirada y apretó sus lindos labios—. Bueno, sí. Sí,
tengo un tablero de visualizaciones sobre la maternidad. Y no atrevas a
reírte de mí. —Se dio vuelta y lo miró a los ojos—. ¿Vas a cambiar pañales?
¿Te vas a quedar despierto toda la noche cuando el bebé se enferme? ¿Vas a
dedicarle tiempo, esfuerzo y…?
—¿Por qué piensas que no? —preguntó él, furioso.
Ella lo miró. Arthur sentía que lo estaba analizando con un microscopio y
que detectaba todos sus defectos, incluso a nivel celular. El asco y desprecio
que sentía por sí mismo se le clavaron en la garganta como un hueso
atravesado.
—¿Por qué diablos piensas que no puedo ser un buen padre? —insistió, a la
defensiva.
Ella respiró hondo.
—Por todo.
5

C inco valijas no parecían tanto, refunfuñó Cassandra. Pero su juego de


valijas rosas había llamado mucho la atención ese día. Primero, al
empleado del aeropuerto, que había hecho un escándalo, gruñendo y
haciendo fuerza antes de extender la mano para reclamar una propina.
Luego, al chofer que habían mandado a buscarla a ese diminuto aeropuerto
de las Bahamas.
—Me gusta viajar preparada —había dicho ella y había esbozado lo que, en
su opinión, era una sonrisa encantadora.
Pero parecía que no había surtido efecto. Cassandra suspiró cuando el
hombre apoyó su cartera en el suelo, junto con el resto del equipaje, y se
alejó a toda velocidad sin siquiera ayudarla a llevar todo hasta la puerta.
—Bueno, muy bien —dijo.
Al darse vuelta para mirar el lugar que sería su casa durante el siguiente
mes, soltó un grito de admiración. Una mansión solitaria, con paredes de
estuco y tejas oscuras, yacía frente a ella. Se camuflaba tan bien con el resto
del paisaje, escondida detrás de altas palmeras que se mecían en la suave
brisa de mar, que, a primera vista, Cassandra no se dio cuenta de lo enorme
que era. Se extendía por metros y metros hasta llegar casi a la orilla del mar.
Los distintos ángulos y los techos empinados la hacían parecer un pueblo
perfecto y diminuto. Era enorme, pero las tejas pequeñas y el porche le
daban un aspecto hogareño. Si tan solo pudiera llegar hasta la entrada. Miró
sus valijas y volvió a mirar la casa. ¿No iba a salir nadie a recibirla? ¿A
tomarle los datos, mostrarle los alrededores, algo?
—¡Ya llegué! —gritó, pero la gran puerta seguía cerrada.
Cassandra apretó los labios. No había problema. Le hubiera venido bien un
poco de ayuda, pero podía llevar todo su equipaje sola. Usó la tira de su
bandolera para atar su equipaje de mano a la valija más grande y agarró las
manijas. Luego, se paró derecha, o tan derecha como era posible llevando
tantas valijas, y fue caminando hasta la puerta. Acababa de pisar el gran
porche de entrada cuando se abrió la puerta.
—¿Señorita Kelly? —preguntó una mujer, revisando su anotador.
Cassandra dejó caer las valijas y se corrió de la cara un mechón de pelo
empapado en sudor.
—Sí. ¡Hola!
—¿Llegó hace mucho? Estábamos instalando los micrófonos, perdón.
—¿Los micrófonos?
La mujer señaló el techo.
—Hay que instalar todos los aparatos. Cámaras, audio, visión nocturna. —
Señaló una esquina encima de la puerta—. Salude a Sam, es el que se
encarga de todo lo audiovisual —dijo, saludando a una cámara pequeña y
parpadeante—. Y necesita ponerse las pilas antes de que yo se las ponga a
la fuerza —agregó con una sonrisa triunfal.
Cassandra tragó saliva y saludó a la cámara, mientras pensaba que ojalá
Sam estuviera escondido en algún lugar seguro. La cámara era tan diminuta
que, si no se la hubieran mostrado, jamás hubiera notado que estaba ahí.
—¿Hay cámaras en todos lados? —preguntó, queriendo disimular el
nerviosismo en su voz. Se echó el pelo hacia atrás e intentó conservar la
calma—. ¿Hasta en los baños?
—No, afuera nada más —respondió la mujer alegremente—. Así que no
olvide lavarse las manos—. De golpe, se llevó las manos a sus auriculares
con micrófono y negó con la cabeza—. No puede ser. No puede ser, carajo.
Dile a ese hijo de puta que ojalá se caiga de culo sobre un cactus.
—¿Qué? —preguntó Cassandra y retrocedió unos cuantos pasos.
La mujer bajó las manos y esbozó una sonrisa.
—Estaba hablando con el equipo —respondió, como si no acabara de hacer
que Cassandra se pusiera roja como un tomate. Extendió la mano y agregó
—: Soy Amy, por cierto. Mejor nos tuteamos, porque seré tu directora,
animadora, maltratadora y principal ayudante mientras dure la filmación. Te
acompaño a tu cuarto. —Al mirar hacia abajo, por fin notó todas las valijas
que tenía Cassandra y, abriendo grandes los ojos, le preguntó—: ¿Te ayudo?
Cassandra se sintió aliviada y asintió agradecida. De buena gana, Amy
agarró la bandolera y desapareció por un pasillo largo y sinuoso. Cassandra
dudó si dejar el resto de sus cosas en ese lugar tan extraño sin que nadie las
vigilara o si dejar que Amy se fuera sola y arriesgarse a perderla para
siempre en esa casa gigante. Al final, decidió confiar en sus compañeros y
la siguió deprisa por el pasillo, que llevaba a un umbral con una pesada
puerta de roble que se abrió sin hacer el menor ruido. Cassandra espió hacia
adentro con desconfianza, mirando cada esquina de la habitación en busca
de esas pequeñas cámaras parpadeantes. Amy, al comprender lo que estaba
haciendo, se echó a reír.
—De hecho, estás de suerte. Estas rocas —golpeó la pared— son como un
agujero negro para la señal inalámbrica. No pusimos cámaras aquí. —
Pareció que Amy se iba a poner a llorar al pensar que no iba a poder
capturar cada momento del día—. Pero hay algunas cámaras de visión
nocturna en los árboles y, por supuesto, también hay en el pasillo, así que…
—le guiñó el ojo— no te olvides de peinarte antes de ir a desayunar, cielo.
Cassandra se tocó el pelo. Su rodete, por lo general impecable, ya se estaba
aflojando después de viajar todo el día. Hizo una mueca y asintió.
—¿Puedo ir a refrescarme un poco?
Amy masculló un insulto por el micrófono y le ordenó a alguien que hiciera
algo que, Cassandra estaba segura, era imposible y probablemente ilegal en
muchos lugares, y luego volvió a sonreírle.
—Buena idea. Te dejo tranquila. Y quizá Jim te pueda traer las valijas. Si
consigo que se baje de ese árbol.
Se llevó la mano a los auriculares y, antes de que Cassandra pudiera decir
algo, salió disparada por el pasillo, vociferando insultos dirigidos a todos
los antepasados y descendientes de su interlocutor.
—Bueno —dijo Cassandra por enésima vez, o eso le pareció. Se dejó caer
en la cama e hizo un balance de la habitación y de cómo se sentía.
El primer trimestre del embarazo había pasado volando, en medio de un
sinfín de náuseas y preparativos. Ahora que estaba de trece semanas, ya no
tenía tantas náuseas como antes, pero igual había desarrollado la costumbre
de identificar el baño en todos los lugares a los que iba, por las dudas de
que terminara devolviendo el almuerzo o la cena. O un trago de agua, como
le pasaba a veces.
Cruzó el vasto océano de cerámicos del piso y, al abrir la puerta del baño,
soltó un chillido de alegría. Ese baño era más grande que su propio
departamento y, en todo el techo, había largas enredaderas verdes que
dotaban al lugar de una atmósfera salvaje, como si fuera una casita en la
jungla. Una gran bañera yacía sobre una plataforma, justo frente a una
ventana soñada con vista a la playa privada, perfecta para darse un
chapuzón. Además, observó aliviada, el inodoro estaba a la altura perfecta
para vomitar cómodamente.
Apoyó una mano sobre su vientre. Incluso después de todo el caos del día,
se sentía bien y tranquila, lo cual era todo un alivio. Aunque no hubiera
cámaras en el baño, no tenía ganas de pasar su primer día en el set
vomitando. No tener náuseas era un alivio. Al igual que el hecho de que su
ropa, aunque apretada, todavía le entrara. Había empacado las túnicas más
sueltas, anchas y cómodas que tenía con la esperanza de seguir usando ropa
normal el mayor tiempo posible. Se dio vuelta y se encontró con su reflejo
en el espejo. Teniendo en cuenta que estaba embarazada y que había viajado
todo el día, se veía bastante bien. Le sonrió a su reflejo y, cuando oyó que
se abría la puerta del dormitorio, sonrió con más ganas.
—¿Jim? —preguntó, contenta de que por fin le hubieran llevado el resto de
su equipaje—. Muchas gracias por ayudarme con el equip… Ah. —Se
detuvo en seco al salir del baño, con uno de los pies en el aire—. Te, eh…
Te confundiste de cuarto —le dijo a Arthur.
¿Se estaba acostumbrando a su cara de rasgos duros y ángulos definidos, o
estaba incluso más apuesto que la última vez que lo había visto? Arthur
apoyó su valija como si no pesara nada —con bíceps como esos, no le
hubiera costado nada cargar cinco valijas al mismo tiempo, notó Cassandra
con nerviosismo— y entrecerró los ojos.
—No. Me mandaron a este cuarto. Me parece que tú estás confundida,
linda. Es una casa grande, es normal.
Cassandra ignoró la chispa de alegría que sintió al oírlo llamarla por ese
apodo cariñoso. Desde aquella reunión —la reunión desastrosamente
improductiva de «vamos a tener un bebé, pero no quiero estar contigo bajo
ninguna circunstancia»—, Arthur y ella se habían comportado
civilizadamente. Correctamente. Educadamente, incluso. Lo cual la había
sorprendido mucho y la había hecho desconfiar aún más de que fuera a
ayudarla con el bebé. Sí, no estaba rompiendo cosas ni yéndose de
borrachera por ahí, que ella supiera, al menos. Pero esa actitud casual le
demostraba que él era tal como se lo había imaginado la primera vez que lo
vio. Un hombre que podía mostrarse tan relajado y tranquilo sabiendo que
estaba por ser padre no era la clase de hombre que quería a su lado.
Se echó el pelo hacia atrás y respondió:
—No, tú estás confundido. Amy me acompañó hasta aquí.
—¿Amy? ¿La de pelo negro que se la pasa soltando insultos por
micrófono? —Arthur levantó las cejas—. Pensé que yo era malhablado,
pero hoy aprendí varias palabras nuevas.
«Lo dudo mucho», pensó Cassandra, pero asintió.
—Sí, ella misma me acompañó hasta aquí.
Arthur ladeó la cabeza.
—Entonces, recibiste trato preferencial. A mí solo me indicó cómo llegar y
luego le dijo a alguien que le iba a partir la cabeza y… —Hizo una pausa al
ver que Cassandra lo miraba boquiabierta—. Bueno, ya te imaginas cómo
sigue.
—Por desgracia, sí. Pero no tiene sentido. —Esquivó a Arthur, intentando
ignorar el hecho de que, por algún motivo, su presencia hacía que ese
espacio enorme pareciera diminuto, y salió al pasillo que daba al set
principal—. Hola —le dijo al primer empleado que vio—. Estoy buscando a
Amy.
—¡Amy! —vociferó el hombre a su micrófono e hizo una mueca cuando
oyó una voz chillona del otro lado—. Sí —dijo con tono apenado—, pero la
actriz te está buscando.
—¿Escuchaste? Parece que eres actriz —le susurró Arthur al oído, y ella se
estremeció. No se había dado cuenta de que la había seguido hasta ahí.
Una catarata de insultos anunció la llegada de Amy. Arthur se paró delante
de Cassandra y, aunque ella sabía que el gesto debería haberle molestado, lo
cierto era que así se sentía más segura.
—Hola, amores —canturreó Amy, muy sonriente—. ¿Ya desempacaron?
Arthur miró a Cassandra, que se aclaró la garganta y se echó el pelo hacia
atrás, por si acaso.
—Parece que hubo un malentendido con las habitaciones. ¿Dónde queda la
otra?
Amy ladeó la cabeza, se tocó el auricular, puso los ojos en blanco, y esbozó
una sonrisa alegre.
—¿La otra? Es para la pareja que se casa.
Cassandra miró a Arthur con impotencia; él parecía furioso.
—¿O sea que nos pusiste en la misma habitación a propósito?
Amy se encogió de hombros con actitud despreocupada.
—A menos que prefieras quedarte en una de las que tienen cámaras. Pensé
que estabas contenta de que esta no tuviera.
—Sí, estoy contenta, pero… ¿tenemos que dormir en la misma habitación?
—Cassandra tragó saliva.
Amy se encogió de hombros otra vez.
—Es una linda habitación.
—Ese no es el problema —replicó Cassandra. Sentía que estaban hablando
en idiomas distintos. ¿Cómo podía ser que Amy no se diera cuenta?—. El
problema es que hay una sola habitación y una sola cama.
—Bueno, sí. Obvio.
—¿Obvio? ¡Si somos dos!
Amy parpadeó lentamente.
—No estamos en los años 50. Nadie va a creer que son pareja si duermen
en camas separadas.
De pronto, Cassandra se sintió débil. ¿Estaba por vomitar? ¿Dónde estaba el
baño?
—¿Qué?
—Tenemos que filmar ahí dentro —le explicó Amy con paciencia—.
Filmar algunas tomas, entrevistas y esas cosas. La única diferencia es que
no vamos a estar filmando todo el tiempo, pero tiene que parecer creíble. —
Se llevó la mano al auricular, insultó a alguien y sonrió—. Es un reality
show, amores. El drama vende, ¿saben? ¿Qué esperaban?
—Entendido, gracias. —Arthur agarró a Cassandra del brazo y, mirándola,
le dijo entre dientes—: Vamos a acomodar nuestras cosas.
—¡Sí! —dijo ella, y notó que su voz sonaba demasiado aguda. Estaba
entrando en pánico, así que dejó que Arthur la acompañara a la habitación y
cerrara la puerta. Apoyó la nuca contra la puerta y, cuando cerró los ojos, se
le escapó una risita histérica—. Por Dios —dijo, riendo, y se secó las
lágrimas de cansancio—. Accedimos a vivir en una pecera por un mes.
Pensó que Arthur también iba a reír, pero cuando abrió los ojos, vio que
estaba mirando el piso, apesadumbrado.
—¿Estás bien?
Él se sobresaltó, como si hubiera olvidado que ella estaba ahí.
—Vamos a tener cámaras encima todo el tiempo —murmuró.
—Bueno —dijo Cassandra, e hizo un gesto que abarcaba toda la habitación
—, aquí no.
Pero Arthur negó con la cabeza y se puso a mirar por la ventana con mala
cara. Tenía los hombros tensos y estaba encorvado. Nunca lo había visto
así, y no le gustaba para nada esa versión nerviosa y callada de Arthur
McClellan.
—Oye —le dijo, parándose frente a él—, nosotros accedimos a esto, ¿no? A
estar en la tele. —En respuesta, él apretó la mandíbula—. ¿Qué te pasa?
Esperaba que tú fueras el más relajado de los dos y que me ayudaras a
calmarme —intentó bromear.
Al menos consiguió llamar su atención. Él la miró y, aliviada, Cassandra lo
vio esbozar una sonrisa y negar con la cabeza.
—Ya sé que accedí a esto, pero… —Volvió a negar con la cabeza y miró
por la ventana—. Supongo que no pensé que iba a tener que controlar lo
que hago las veinticuatro horas del día.
—¿Controlas lo que haces? ¿Desde cuándo?
A él se le escapó una sonrisa.
—Touché.
—No, de verdad. Sé tú mismo. No tienes que fingir —le aseguró ella.
Él resopló.
—¿No? Creo que es el peor consejo que me han dado en mi vida.
—Es un buen consejo, y lo sabes.
—Bueno, lo voy a intentar —respondió él tras suspirar—. Seré yo mismo.
Y si los televidentes me odian, será culpa tuya.
Ella se echó a reír.
—Me parece un poco exagerado.
—No, lo digo en serio, linda —dijo él y, de golpe, se puso serio—. A nadie
le cae bien el verdadero yo. —Levantó su valija y fue a la otra punta del
cuarto—. Yo duermo en el sillón.
—Bueno.
Cassandra suspiró. ¿Qué le pasaba a Arthur? ¿Y por qué pensaba que no le
caía bien a nadie? ¿Quién era el verdadero Arthur McClellan, y por qué le
tenía tanto miedo?
6

R esultó que la novia era famosa. O, por lo menos, eso había deducido
Arthur a partir de su actitud. Tenía el teléfono sobre las rodillas y, cada
cinco minutos, le llegaba una notificación y miraba de reojo la pantalla.
El novio también era famoso; famoso por sacarle fotos a la novia, al
parecer. Agarró el teléfono con un movimiento experto y le dijo:
—La luz está ideal, amor.
Ella adoptó una postura perfecta, con la cabeza hacia atrás, que
seguramente se veía genial en la foto, pero que, para Arthur, la hacía ver
desquiciada. Era el primer día de filmación y ya se sentía como si estuviera
en un mundo fantástico y surrealista. Estaban sentados en una mesa enorme
en la playa. No era una mesa plegable ni una mesa de picnic, sino una mesa
como para dar un banquete, digna de cualquier palacio europeo. Tenía un
mantel blanco que ondeaba al viento, y la marea creciente hacía que se
inclinara hacia un lado, poniendo en peligro todos los platos que Arthur
había servido con tanto cuidado esa mañana.
Los productores habían afirmado que era la perfección absoluta. Arthur solo
quería volver a la casa antes de que se los llevara la marea, pero no podía
hacerlo hasta que el novio dejara de sacar fotos y prestara atención a la
comida.
—¡Bueno! —exclamó la novia, muy animada, después de que el novio le
hubiera sacado unas mil fotos en la misma pose—. No puedo creer que
estemos aquí. —Miró a Arthur y a Cassandra, y volvió a mirar a Arthur—.
¡Y no puedo creer que tú seas el chef de nuestra boda! ¡Tú!
Lo miró expectante. Arthur tragó saliva, nervioso. ¿Qué se suponía que
tenía que responderle? El chico malo que llevaba mil años interpretando le
hubiera sacado el teléfono de la mano, le hubiera exigido que le prestara
atención y, quizás, hasta hubiera hecho un comentario desubicado sobre las
otras fotos que debía tener en su teléfono. Esa hubiera sido la forma más
fácil de lidiar con la situación, pero era todo lo contrario de la imagen
«reformada» que estaba intentando mostrar.
—Eh, bueno, yo tampoco puedo creerlo. Es un honor.
La novia y el novio se miraron, y él se inclinó hacia adelante.
—Lo que Kendra está tratando de decir es…
—No me digas lo que estoy tratando de decir, Rory. ¡Por Dios! Siempre
haces lo mismo.
Kendra sollozó, pero igual se veía muy linda, y Rory se disculpó de
inmediato, la cubrió de besos y murmuró palabras tiernas en el tono de voz
justo como para que lo captaran los micrófonos.
Arthur miró a Cassandra con impotencia, y ella sonrió y se le acercó.
—Tienen mucha suerte de contar con un chef como él —dijo. Su sonrisa era
tan radiante que competía con el sol caribeño—. Y les preparó un menú
increíble. Aquí tienen algunos platos para probar. —Cassandra juntó las
manos y se puso de pie—. Ya vuelvo, ¿sí? Ustedes prueben la comida y
díganme qué opinan.
—¿Adónde vas? —la increpó Arthur, más bruscamente de lo que hubiera
querido. Pero no le gustaba para nada la idea de que Cassandra se fuera. Se
sentía más tranquilo con ella a su lado, como si tuviera menos chances de
meter la pata.
Ella lo fulminó con la mirada.
—Ya vuelvo —repitió y, tras sonreír, fue deprisa a la casa.
Kendra y Rory miraron a Arthur con actitud expectante, y él levanto el
primer plato. Para él, la comida era arte. Con ingredientes frescos y de
estación como los que había en esa isla, era como Miguel Ángel con un
trozo de mármol. Un escultor de arte comestible. Podía hablar de comida
aunque Cassandra no estuviera ahí, pero igual hubiera preferido tenerla a su
lado. ¿Tendría náuseas? ¿Las náuseas matutinas también podían ser a la
tarde? Con una punzada de culpa, se dio cuenta de que aún no le había
preguntado cómo se sentía. El que es idiota una vez, es idiota siempre,
pensó con amargura.
Cuando notó su mirada taciturna, Kendra lo miró sonriente.
—Seguro odias levantarte temprano y tuviste que madrugar para cocinar
todo esto —le dijo.
Sonaba como si le estuviera dando pie para responder. Arthur miró al novio,
que también lo miraba expectante.
—¿Y quién dice que dormí anoche? —replicó con el ceño fruncido, y
entrecerró los ojos.
Kendra soltó un gritito de sorpresa y miró contenta a Rory, que asintió
entusiasmado. De pronto, Arthur entendió que les había dado lo que
querían. El chico malo.
—¿Quieres un poco de café? —preguntó Rory—. Tengo algo para darte
energía.
Sacó una petaca y la sostuvo frente a Arthur, al tiempo que levantaba las
cejas. Arthur suspiró. Todos pensaban que era un fiestero y un borracho.
Era agotador tener que seguirle el ritmo a su personaje.
—No, gracias. ¿Pueden probar la comida antes de que se llene de moscas?
Kendra soltó un grito ahogado y el camarógrafo se apresuró a filmar su cara
de horror. Arthur apretó los puños y echó un vistazo hacia la casa, buscando
a Cassandra. Aliviado, vio que ya estaba volviendo, y se veía hermosa con
ese vestido blanco y largo que ondeaba al viento. Si se sentía mal, no se le
notaba para nada. Se veía igual de descansada y hermosa que cuando se
habían despertado esa mañana…
Se obligó a pensar en otra cosa. Despertarse en la misma habitación que
Cassandra sin poder tocarla había sido una tortura. Se había quedado tanto
tiempo bajo el chorro de agua fría de la ducha que casi no había llegado a
maquillarse antes de filmar.
—¡Ah! —exclamó Cassandra mientras se acercaba a la mesa—. ¿Todavía
no empezaron?
—Nos estábamos conociendo —bromeó Arthur. Ahora que había vuelto
Cassandra, se sentía mucho mejor—. Estaba por presentarles los tres
amuse-bouche. El primer plato aprovecha al máximo la riqueza de los
productos regionales. Tosté las frutas hasta caramelizar el azúcar para darle
una nota umami…
—¿Qué es eso? —preguntó Kendra, arrugando la nariz mientras agarraba
un trozo de fruta del plato y lo sostenía frente a ella.
—Carambola —explicó Arthur—. Cosechada esta mañana.
—Parece un marisco.
—Pero no lo es —respondió Arthur, ya fastidiado.
—¿Nunca probaste carambola? —intervino Cassandra. Miró de reojo a
Arthur antes de sonreírle a la novia, que tenía expresión recelosa—. Tiene
un sabor cítrico muy suave.
—No quiero que los invitados piensen que les estoy sirviendo unos
tentáculos asquerosos —protestó Kendra.
—No van a pensar eso, porque no son tentáculos. —Bastaba con un solo
codazo para que la mesa se diera vuelta, pensó Arthur. Sus días de voltear
mesas se habían terminado, pero quizá podía hacer una excepción.
—No importa. —La mano tibia de Cassandra sobre su rodilla lo sacó de sus
ensoñaciones—. Porque hay otras opciones. ¡Miren! —Señaló una arboleda
a lo lejos—. Son árboles frutales, ¿no, Arthur?
—Sí, es mango —respondió él de mala gana.
—¿Podrías preparar el mismo plato con mango? —le preguntó sonriendo, al
tiempo que le daba un codazo—. Eres bastante creativo, ¿no?
Él miró su sonrisa expectante y negó con la cabeza.
—Bueno —masculló, aunque más no fuera que para verla sonreír.
Esperaba que, cuando se terminara la debacle sobre la carambola, las cosas
fueran mejor encaminadas. Pero, para cada idea que él y Cassandra
proponían, Kendra y Rory tenían una objeción. Los cuchillos eran
demasiado livianos. Las servilletas eran color marfil en vez de blanco nieve.
Kendra se echó a llorar cuando la asistente de Cassandra le mostró los
centros de mesa que habían traído en avión y se quejó de que eran
demasiado grandes y los invitados no iban a poder ver la mesa principal.
Arthur se preguntó si Kendra no estaría «creando drama» con fines
televisivos y estaba a punto de acusarla cuando Cassandra le volvió a
apoyar la mano en la rodilla.
—Necesito retirarme un segundo —le dijo. Parecía cansada—. ¿Podrías
encargarte?
Mientras la miraba ir deprisa a la casa, Arthur contuvo las ganas de
seguirla. Había estado trabajando por dos, respondiendo a todas las
objeciones y proponiendo ideas nuevas sobre la marcha. Era impresionante.
—Y… ¿están contentos ahora? —les preguntó a Kendra y Rory.
Ellos se miraron.
—Yo estoy… bien —respondió Rory dubitativo—. ¿Y tú, amor?
Ella frunció el ceño, furiosa.
—No, ¡esto no es lo que quería! —Se levantó y le hizo un gesto de «corte»
al camarógrafo. Cuando él dejó de filmar, Kendra fulminó a Arthur con la
mirada—. Contratamos a Arthur McClellan, no a este… —lo señaló—
¡pusilánime! Eres aburrido. No quiero un chef aburrido.
Sin más, se fue dando pisotones. Rory miró a Arthur, se encogió de
hombros y fue corriendo tras ella. Confundido, Arthur se puso de pie, justo
en el instante en que la arena suave y blanca cedió y la mesa entera cayó al
agua. Entonces, se echó a reír.
—¿Qué pasó? —Cassandra llegó corriendo como pudo, aunque sus tacones
se hundían en la arena húmeda—. ¿Qué hiciste?
—¿Yo? No hice nada. Échale la culpa a la madre naturaleza y al
movimiento de las olas. —Arthur se echó a reír otra vez, pero se puso serio
al ver que ella lo estaba mirando furiosa. Miró de reojo al camarógrafo, que
estaba agachado filmando los restos del banquete, y agarró a Cassandra del
brazo—. ¿Vamos a caminar? —le propuso, para alejarse de las cámaras.
Después de caminar algunos cientos de metros, respiró hondo.
—Gracias por ayudarme con todo eso —le dijo sin mirarla—. La estaba
pasando muy mal, como te habrás dado cuenta. —Soltó una risita—.
¿Recuerdas que dije que no preferiría hacer este programa con nadie más?
No tenía idea de hasta qué punto era cierto.
Se dio vuelta a mirarla, sintiéndose muy satisfecho por lo dulce, respetuoso
y cambiado que estaba, pero, del otro lado, solo encontró furia.
—¿Es un chiste? —gritó Cassandra y le dio un empujón—. ¿Ayuda? ¡Yo
hice todo el trabajo!
—Estaba presentando el menú —protestó Arthur—. Yo también estaba
trabajando. ¿Qué demonios? ¡Ay! —gritó cuando ella volvió a empujarlo.
—No, no los escuchaste en lo más mínimo. Este no es uno de tus
restaurantes, donde lo que dices es palabra santa. Estamos planeando una
boda. —Echó la cabeza hacia atrás, se sujetó el pelo y se lo recogió. Arthur
se sorprendió al notar que tenía los ojos llenos de lágrimas—. Y me siento
terriblemente mal por este clima tan húmedo, así que necesito que te
enfoques en tu trabajo.
—Me imaginé que quizá te sentías mal…
—¡Sí! Y así todo sonreí y traté de hacer felices a los clientes, y tú tienes que
hacer lo mismo. Deja de poner excusas y de quedarte callado mientras yo
hago todo el trabajo. No quiero que vuelva a repetirse. ¿Entendido?
Arthur miró a la mujer llorosa, alterada y gritona que tenía en frente, y tuvo
que luchar contra el impulso de acostarla en la arena y hacerla suya en ese
preciso momento.
—Eres de otro mundo, linda —le dijo, fascinado con esos ojos furiosos.
Ninguna mujer se había atrevido a ponerlo en su lugar de esa manera, y ella
ya lo había hecho dos veces—. Todavía no tengo claro de qué mundo, pero
no de este, eso seguro.
Ella entrecerró los ojos.
—Esfuérzate más. Cambia de actitud y ponte a trabajar —le ordenó. Se dio
vuelta y, de golpe, se quedó inmóvil—. Y vete de aquí ya mismo. Voy a
vomitar en esos arbustos y no quiero que me veas. —Lo fulminó con la
mirada—. ¡Ya!
Él obedeció.
7

C assandra miró el inodoro con los ojos entrecerrados y tiró la cadena una
vez más, por las dudas. Como si, al tirar la cadena, su cuerpo entendiera
que ya era suficiente. «Ya terminé de vomitar, gracias. Por favor, vuelve a
funcionar como de costumbre».
Sintió otra oleada de náuseas, fuerte como un puñetazo en el estómago, y se
arrodilló. Cuando había aceptado filmar en un paraíso tropical, no había
tenido en cuenta todo lo que conllevaba la palabra «tropical». Para ella,
«tropical» significaba una brisa suave y agradable, y palmeras.
Desde su ventana, podía ver a la perfección las palmeras, pero no había ni
rastros de la brisa. Solo una humedad opresiva e insoportable que la hacía
sentir más descompuesta de lo que había estado durante las primeras
semanas de su embarazo. Le dio una arcada y se levantó como pudo para
abrir la canilla y sacarse ese sabor horrible de la boca. Mientras se
enjuagaba, cuidando de no tragar nada de agua por las dudas de que su
estómago reaccionara mal, miró su reflejo en el espejo.
Tenía el pelo sudado y pegado a la frente y a la nuca. Tenía ojeras oscuras, y
la piel manchada y demacrada. Se veía espantosa. Cualquier otro día, se
hubiera alarmado y hubiera buscado su base y su corrector de ojeras.
Cualquier otro día, se hubiera aplicado una capa generosa de maquillaje
antes de atreverse a salir del baño y correr el riesgo de cruzarse con un
hombre como Arthur McClellan.
Pero hoy le importaba un bledo. Estaba harta de ese hombre. Menos mal
que era un rebelde y un chico malo. Desde la pelea que habían tenido el día
anterior —Cassandra se sonrojó un poco al recordar cómo había perdido la
compostura—, Arthur había pasado de ser la persona más negativa del
mundo a convertirse en su sombra.
—¿Estás ahí? —De pronto, él golpeó la puerta del baño—. ¿Cassie?
Quieren que hagamos la entrevista y deberíamos ponernos de acuerdo sobre
lo que vamos a decir…
Cassandra puso los ojos en blanco con tanto ahínco que casi vomita otra
vez.
—¿Es broma, Arthur? Estoy ocupada.
—¿Estás vomitando?
—No voy a responderte.
—¿Quieres que te traiga algo?
Cassandra se miró al espejo otra vez y abrió grandes los ojos.
—Por Dios —murmuró y se pellizcó el puente de la nariz—. No sé, Arthur.
¿Quieres traerme algo?
Del otro lado de la puerta, Arthur se quedó callado, confundido.
—Eh… ¿Qué?
Ella alzó las manos en el aire, se mareó y se agarró del tocador de mármol
para no caerse.
—Ve sin mí —le ordenó.
—¿Quieres que haga la entrevista sin ti?
—Sí.
—Voy a meter la pata si no estás.
—No importa. Te juro que no me importa.
Cassandra cerró los ojos hasta que oyó sus pasos firmes alejándose. Cuando
oyó el sonido de la puerta al cerrarse, suspiró. Si bien le había dicho que el
trabajo era de a dos, no se refería a eso. Sí, le gustaba controlar las cosas,
pero no todo, por el amor de Dios.
Se permitió visualizar (y no por primera vez) la imagen del hombre de sus
sueños. No tenía rostro, solo había una mancha borrosa en el lugar donde
debería estar su cabeza, pero eso no importaba. Lo que importaba era que el
hombre de sus sueños podía verla. La veía y se daba cuenta de que
Cassandra estaba a punto de colapsar y de que era hora de que él la cuidara,
de que la alzara en brazos y le quitara el peso de tomar decisiones. Él nunca
le pediría que tomara más decisiones, a diferencia de Arthur.
El enojo pareció reemplazar el malestar estomacal. Cassandra tiró la cadena
una última vez, por las dudas, y abrió la puerta despacio. La habitación que
compartían estaba en completo silencio. Las mantas de Arthur estaban
dobladas prolijamente en el sillón donde dormía desde que habían llegado.
Al mirarlas, un poco del enojo se desvaneció, y le sobrevino una sensación
de agotamiento y, por algún motivo, tristeza. En muchos sentidos, Arthur
era un buen hombre. ¿Por qué no podía ser el hombre perfecto?
Negó con la cabeza para apartar ese pensamiento y salió de la habitación.
Caminó despacio por el set, contenta de que todos estuvieran concentrados
en la filmación de ese día y no se dieran cuenta de que necesitaba tiempo
para prepararse. Se dirigió al armario de utilería, pero, a último momento,
Arthur levantó la cabeza y se miraron. Cassandra se echó el pelo hacia atrás
y dejó que la puerta del armario se cerrara detrás de ella. Que Arthur se
ocupara de la situación por su cuenta. No la necesitaba. Y ella no lo
necesitaba a él…
Cassandra se llevó la mano a la boca para evitar que se le escapara un grito
de terror. Al instante, movió la otra mano antes de que llegara a tocar la
araña enorme que estaba en una de las botellas de vidrio donde pensaba
plantar suculentas para usar de decoración. Dio un paso atrás y la pila de
escobas y trapeadores que estaba en un rincón cayó al piso con un
estruendo. Con el corazón en la boca, Cassandra agarró un trapo que se
había caído al piso y lo agitó en dirección a esa pesadilla de ocho patas.
—¡Vete! Necesito eso. ¡Vete!
La araña huyó para refugiarse, y encontró refugio justo adentro de la botella
más grande. Ahogando un sollozo, Cassandra entreabrió la puerta del
armario.
—¡Oye! —dijo entre dientes.
Arthur volvió a levantar la cabeza. Cuando se paró, Cassandra casi se puso
a llorar del alivio.
—¿Qué pasa? Te ves muy mal.
—Gracias —respondió ella, e hizo un gesto como dejando pasar el insulto.
No necesitaba que la adulara. Necesitaba que se deshiciera de su peor
pesadilla—. ¿Me puedes ayudar?
—Estoy aquí, ¿no?
Dios, qué insoportable.
—No, no estás aquí.
Él dio un paso adelante y miró a su alrededor con un brillo travieso en la
mirada.
—Sabes que tenemos una habitación para nosotros solos, ¿no? No hace
falta que me invites a un armario para estar a solas conmigo.
—¿Te puedes callar y matar a esa cosa? —masculló Cassandra. Estaba tan
frustrada que se le cayeron unas lágrimas, lo cual la hizo enojarse aún más.
—¿Qué cosa? —Arthur se acercó demasiado a la botella y Cassandra se
tapó los ojos, convencida de que la araña le iba a saltar encima—. ¿Esa
arañita? No la voy a matar. No está haciendo nada.
—Está en mi decoración.
—Y va a salir de tu decoración cuando dejes de sacudir ese trapo y de
asustarla —repuso él. Le sacó el trapo de las manos y lo tiró al piso.
Ella lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Ni siquiera puedes matar una araña por mí?
—Si quieres ser una asesina de arañas, puedes hacerlo con tus propias
manos. Pero queda en tu consciencia. Además, tenemos que hablar —
respondió él y la fulminó con la mirada.
Su mirada decidida la ponía nerviosa, así que, por costumbre, Cassandra se
echó el pelo hacia atrás.
—No voy a tener una conversación a un metro de un monstruo
chupasangre.
—Las arañas no chupan sangre, pero como quieras. —Le rodeó la muñeca
con la mano. El calor de sus dedos era como una tenaza que marcaba su
piel. Sentía que su calor la quemaba, y eso solo la hizo enojarse más con él
por no ser el hombre que ella quería que fuera—. Salgamos de este maldito
armario.
—Primero suéltame.
—Y si no quiero, ¿qué? ¿Y si te suelto y vuelves a encerrarte en el baño
para evitarme?
—¡No te estaba evitando! Estaba… —Miró a su alrededor con nerviosismo.
Todavía no había salido a la luz su secreto, y el equipo estaba yendo a
desayunar a la cocina. Lo último que quería era que alguien los escuchara
hablar y les fuera a todos con el chisme—. Estaba con el estómago revuelto
y ya sabes por qué. —Se pasó la mano por la mejilla en un intento fallido de
secarse las lágrimas—. Y quizá sea ingenuo de mi parte, pero pensé que
ibas a ayudarme.
Arthur levantó las cejas y la miró con expresión burlona.
—¿Matando a una araña? ¿Eso es ayudarte?
Ella se secó las lágrimas otra vez. ¿Qué sentido tenía? Seguía intentando
convertir a Art en algo que no era, a pesar de saber, desde el primer
momento, lo que era en verdad.
—Necesitaba esa botella —le explicó con actitud arrogante.
—Ven a buscarla más tarde. Es preferible dejarla en paz antes que intentar
matarla y errar.
De pronto, Arthur pareció distraerse, como si estuviera mirando algo que
ella no podía ver. Inhaló profundo.
—¿Qué est…?
De golpe, sintió una oleada de náuseas y se llevó la mano a la boca. Al
instante, contuvo la respiración, pero ese olor putrefacto ya le había
revuelto el estómago. Arthur la agarró del codo.
—¿Cassandra? ¿Qué pasa, linda? —Arthur respiró profundo mientras la
miraba y, entonces, comprendió—. ¿Te molesta el olor?
Ella asintió y gimió. Él volvió a olfatear y le guiñó el ojo antes de darse
vuelta.
—¿Es en serio? —les gritó a los que estaban desayunando—. ¿Quién
preparó esto?
Hundió un dedo en el plato de huevos revueltos y a Cassandra le dieron
arcadas. El olor de los huevos era tan fuerte que se sentía mareada.
—Yo —respondió el jefe de cocina, un hombre fornido llamado Vinny—.
¿Qué problema hay?
—¿Qué problema hay? —Arthur se acercó, moviendo las caderas de forma
exagerada—. El problema es que no sabes cocinar huevos. ¿Ves esto? —
Sostuvo un pedazo gomoso de yema frente a la cara de Vinny y lo tiró a la
basura—. Es un sacrilegio, eso es. —Se dio vuelta a mirar a Amy—. Nadie
va a cocinar huevos hasta que yo les dé una clase de cocina, ¿entendido?
Ahora voy a salir a ver si se me va el olor a huevo quemado de la ropa y,
cuando vuelva, más vale que no quede ni un rastro de esta porquería. —
Vinny lo miró furioso y Arthur se echó a reír—. ¿En serio vas a enojarte?
Tendrás una clase de cocina gratis con un chef premiado con estrellas
Michelin. Cambia esa cara de amargado y agarra un ventilador. Nunca vas a
saber cómo huele un huevo bien hecho si sigues oliendo este tufo horrible.
—Miró a Vinny y asintió—. ¡Un ventilador! —le gritó al resto del equipo,
que lo miraba incrédulo.
Un empleado consiguió un ventilador industrial y lo enchufó. Ni bien
empezaron a girar las paletas, el aroma se disipó. Cassandra tragó saliva y
le sonrió a Arthur.
—Gracias —murmuró.
—¿Por qué? —preguntó Arthur, con una sonrisa pícara—. ¿Por ayudarte?
Ella se lamió los labios.
—Sí.
Él le apretó la mano y, tras asentir, se dio vuelta y siguió gritándole a los
empleados un rato más, pero esta vez para darles el gusto a los
camarógrafos, ya que Amy los había mandado a filmar. La clase de cocina
improvisada, con el agregado de la retahíla de malas palabras de Arthur, era
una toma perfecta.
Y el secreto de Cassandra estaba a salvo gracias a él, que se había hecho
cargo de la situación. Confundida pero agradecida, Cassandra se sirvió una
tostada de la mesa del catering. Ya no estaba enojada y tampoco estaba
mareada. De hecho, se sentía mucho, mucho mejor.
8

A rthur golpeteó la mesa con los nudillos y Cassandra suspiró irritada.


—Bueno, no sé qué decirte —dijo él por fin—. Para mí son exactamente
iguales.
Cassandra apretó los labios. Estaba muy maquillada para las cámaras, y la
capa pesada de maquillaje que tenía puesta ocultaba el hermoso brillo que
había desarrollado su piel en los últimos días. Ver ese brillo era una de las
mejores cosas de compartir la habitación con ella. Otras de esas cosas eran
ver cómo se asomaban sus pies por debajo de las sábanas blancas cuando
dormía atravesada en la enorme cama, escucharla murmurar cuando se
despertaba hasta que se daba cuenta de que él la estaba escuchando, y verla
cepillarse el pelo y recogérselo en su rodete de siempre.
Pero pensar en todas las cosas lindas de compartir la habitación con ella no
era parte del guion para esa escena. Fuera de cámara, Amy le hizo un gesto
como indicándole que reaccionara y después se llevó la mano al cuello e
hizo como si se rebanara la garganta. Él puso los ojos en blanco y suspiró.
Cierto. El rating.
—No son iguales para nada, Arthur —dijo Cassandra, y esbozó una sonrisa
deslumbrante—. ¿Ves esto? ¿Los pétalos multicolores?
Arthur frunció el ceño y se acercó un poco.
—No —gruñó.
Detrás de cámaras, Amy sonrió de oreja a oreja. Esa mañana, los había
apartado para hablar con ellos a solas.
—Amores, les digo una cosa. ¿Vieron la dinámica que generaron, de la
chica optimista y adorable y el chico pesimista y malhablado? —Se besó
los dedos y miró hacia arriba—. Es perfecta. Está quedando genial.
Sigamos así, ¿sí? ¿Amor? —Señaló a Cassandra, que parecía dubitativa—.
Sigue con esa actuación de chica buena. ¿Y tú? —Esta vez, hundió el dedo
en el pecho de Arthur—. Explota al máximo esa actitud de «vete a la
mierda» que estás mostrando…
—¿Eso es lo que estoy mostrando? —preguntó Arthur, tratando de
disimular su asombro. Menos mal que pensaba que había reformado su
imagen de chico malo. Al parecer, seguía pareciendo un imbécil.
—Es lo que vemos en las tomas diarias. —Amy se llevó la mano a los
auriculares, prometió matar lenta y dolorosamente a su interlocutor, y luego
le sonrió a Arthur—. Por eso mismo te contratamos, amor. Dalo todo.
Mientras más distintos parezcan ustedes, más funciona la idea de «los
opuestos se atraen».
—¿De verdad vamos a seguir con eso? —chilló Cassandra—. ¿Con esa idea
de la atracción?
Pero Amy ya se había alejado de ellos y había ido a gritarle al resto del
equipo que, si no estaban en sus lugares en cinco minutos, iba a arrasar sus
pueblos y cubrir las cenizas con sal. Cuatro minutos y cincuenta y cinco
segundos después, Arthur ya estaba frente a una cámara y mostraba total
desinterés con respecto a las flores que había elegido Cassandra. Era lo que
todos querían que hiciera, pero, sin dudas, no era lo que él quería hacer.
Odiaba ver que a ella se le borrara la sonrisa.
—Te propongo algo —dijo ella, ateniéndose al guion—. Si vamos al
invernadero, seguro entenderás lo que te estoy diciendo.
—¡Corte! ¡Perfecto! —gritó Amy—. El equipo B ya instaló todo en el
invernadero, así que mudémonos para allá. Gente, muévanse si quieren
vivir para ver otro día.
El equipo se dispersó. Arthur respiró hondo y relajó los puños. Quería
decirle a Cassandra que sí veía la variedad de colores —no había alcanzado
el éxito pasando por alto ese tipo de detalles—, pero ya se la estaban
llevando al sector de peinado y maquillaje.
El invernadero estaba a diez minutos en auto, y el camino estaba lleno de
baches. Apretado entre un camarógrafo muy serio y Amy, que amenazaba
alegremente a todos los que la rodeaban, a Arthur no le costó mucho poner
cara de enojado para las cámaras cuando bajó de la camioneta negra. Ese
viaje no tenía sentido, ese programa no tenía sentido y su maldita carrera
era un chiste.
Y entonces vio a Cassandra. Se había quitado un poco de maquillaje y, bajo
el brillante sol tropical, su piel tenía una luminosidad increíble. Parecía un
ángel, con el pelo suelto y un vestido blanco que ocultaba su figura, pero
que, al mismo tiempo, marcaba sus curvas cada vez que soplaba una suave
brisa. Arthur sintió que se le deshacía el nudo que tenía en la garganta.
Cassandra era un oasis de calma en medio de su vida estresante. Tan solo
con mirarla ya se sentía relajado. Y entonces ella le sonrió, y él se deshizo.
—¿Por qué tienes esa cara? —le preguntó ella en voz baja. A unos tres
metros de distancia, las cámaras ya estaban filmando y capturando hasta el
menor de sus gestos, pero, de pronto, a Arthur dejó de importarle.
—¿Qué cara? —preguntó él, intentando mantener su fachada de chico
malo. Pero no le importaba que su actuación no fuera convincente.
—¿Nunca viste flores así?
Cassandra lo guio hacia el interior del invernadero y, al entrar, los pulmones
se le llenaron de aire húmedo y de un aroma fuerte y embriagador que lo
hizo sentir mareado. Cassandra estiró la mano hacia una canasta que
colgaba del techo y se llevó un pimpollo blanco a la nariz.
—Estas son las que no tienen pétalos multicolores —le explicó. Como si su
mareo tuviera algo que ver con las flores.
—Ah.
—¿Ah? —repitió ella.
Lo miró con actitud expectante. Se suponía que Arthur debía quejarse de
que mirar flores no era parte de su trabajo, de que eso era responsabilidad
de Cassandra y de que él solo quería cocinar. Era el discurso que le había
preparado Amy. Pero al carajo con el guion. Se le acercó y le dio la mano.
—Deja de trabajar un segundo.
—¿Qué? —preguntó ella, confundida.
—Mira a tu alrededor —le dijo Arthur. Entrelazó sus dedos con los de ella y
le dio un suave tirón para que se adentrara más en el invernadero y se
alejara de la mirada curiosa de las cámaras—. Es increíble, ¿no?
Arthur hizo un gesto que abarcaba todo el invernadero. Había hojas verde
oscuro entrelazadas que llegaban hasta el techo y formaban un dosel. Los
hibiscos de color naranja brillante se mecían como linternas japonesas
flotando en el cielo color esmeralda.
—Me asombra —dijo y suspiró—. Viajé bastante, pero casi siempre tengo
la misma vista. Siempre estoy en la cocina, así que no importa si estoy en
París o en Tahití. Pero, a veces, cuando salgo de la cocina y miro a mi
alrededor… —Se detuvo al ver que Cassandra lo miraba pasmada y, de
pronto, sintió mucha vergüenza—. Qué cursi de mierda. Perdón.
—A veces yo también me siento así —murmuró Cassandra y se estiró para
acariciar apenas los pétalos de una flor—. Mi trabajo es hacer realidad los
sueños de otras personas. —Arthur tragó saliva mientras ella miraba hacia
el techo con expresión anhelante—. Por eso tengo esa otra agenda. Para no
olvidar mis propios sueños.
A Arthur le comenzó a latir fuerte el corazón. Cassandra lo entendía.
Entendía lo fácil que era perderse a uno mismo y que la imagen que uno
proyectaba no necesariamente coincidía con la realidad. Le agarró la otra
mano y ella bajó la mirada y lo observó. Le recorrió el rostro con la mirada
y Arthur sintió que lo entendía como nadie.
—¡Corte! —gritó Amy.
Cassandra dejó de mirarlo. Al instante, se sintió herido, como si alguien
hubiera tocado un interruptor y lo hubieran dejado a oscuras. Empezó a
ponerse de mal humor.
—¿Qué mierda pasa? —preguntó con desdén.
—Amores, amores… —Amy se les acercó agarrándose el pelo—. Corté la
toma antes de quedarme dormida. ¿Qué diablos fue eso? —Se tapó la boca
con las manos y fingió que bostezaba—. ¡Aburridooo! Queremos drama.
Vamos de vuelta desde el principio, ¿sí? Arthur, amor, mírame —le dijo y,
negando con la cabeza, agregó—: Repite después de mí: «Me importan un
carajo las flores». Dilo. No estás aquí para ponerte sentimental. Estás aquí
para subir el rating.
—Sí, ya me lo dijiste.
Arthur sentía los ojos de Cassandra clavados en él, pero no quería mirarla.
Había arruinado la toma y ahora tenían que filmar otra vez. Había pensado
que estaban compartiendo un momento especial, pero parecía que, en
realidad, no había nada de especial. Todo era un show para las cámaras y
era hora de volver a filmar.

Cuando su padre bebía, había tres etapas, recordó Cassandra mientras


miraba a los miembros del equipo, que estaban celebrando el fin del día de
grabación con unas cervezas. La primera etapa se parecía mucho a como
estaban ellos ahora: felicidad, al punto de sentirse aturdidos y gritar de la
risa. Cassandra siempre esperaba que se quedara en esa etapa, pero eso
nunca pasaba. Seguía bebiendo hasta llegar a la segunda etapa, esa
peligrosa etapa en la que se ponía serio y taciturno. Durante esa etapa,
Cassandra andaba por la casa en puntas de pie, temerosa de hacer ruido y
llamar su atención, porque sabía que, si seguía bebiendo, iba a llegar a la
tercera etapa. La etapa violenta.
A Cassandra no le había costado nada tener que renunciar al alcohol debido
al embarazo porque nunca había tomado bebidas fuertes. No le molestaba
estar con gente que bebía y estaba en la primera etapa, como los miembros
del equipo, pero la ponía un poco nerviosa. Había dado por sentado que a
Arthur le debía gustar mucho el alcohol, pero ya llevaban una semana ahí y
ni siquiera lo había visto tomarse una cerveza. Estaba sorprendida, y eso la
hizo preguntarse en qué otras cosas se había equivocado.
Antes de que pudiera darse cuenta, sus pies ya estaban yendo a buscarlo
para averiguarlo. La puerta de su habitación estaba abierta, pero no había
nadie dentro, y Cassandra se sintió más decepcionada de lo que le hubiera
gustado. Pero, entonces, oyó el crujido de una silla en el balcón. Sonriente,
se tocó el pelo y se acomodó un mechón detrás de la oreja antes de
atravesar la puerta. La brisa se coló entre las cortinas brillantes y las hizo
ondear como el telón del teatro en el primer acto de una obra. Y el
protagonista era Arthur McClellan, con el torso desnudo en el balcón.
Cassandra tragó saliva y sintió un nudo en el estómago. Su espalda ancha y
escultural estaba cubierta de tinta; cada tatuaje estaba en el lugar indicado
para resaltar la perfección de su cuerpo. Arthur se apoyó contra la baranda,
de cara al sol poniente. En ese ángulo, el atardecer le dibujaba unas sombras
escurridizas sobre el rostro, pero los destellos de luz del océano le
adornaban el cuello y los brazos.
De pronto, Cassandra se sintió acalorada. Se le aflojaron las rodillas y, a
ciegas, buscó la pared para no caerse. Sí, se había acostado con él, pero
nunca lo había visto de verdad. ¿Cómo no se había dado cuenta de lo
increíblemente apuesto que era? Dio un paso hacia él y, cuando el piso de
madera crujió, él se dio vuelta y la recibió con una sonrisa. Fue entonces
cuando vio el vaso que tenía en la mano y, al instante, sintió el olor. Whisky.
La bebida favorita de su padre, y la que más seguido lo llevaba a la tercera
etapa. El pánico comenzó a reptar por su pecho y tuvo que agarrarse del
marco de la puerta para refrenar sus ganas de salir corriendo. Todo su ser le
gritaba: «¡Peligro! ¡Peligro! ¡Sal de aquí!», pero no podía hacerlo. Se
acarició el vientre y, con actitud protectora, se rodeó el cuerpo con los
brazos.
Bueno. A Arthur le gustaba beber. Le debía a su hijo averiguar exactamente
qué clase de borracho era. Si llegaba a la tercera etapa… No, si llegaba
siquiera a la segunda etapa, iba a empacar sus valijas esa misma noche.
—Agarré otra silla —dijo Arthur. Al parecer, había disimulado bastante
bien su agitación, porque seguía sonriendo—. Me dije que, después de un
día como hoy…
—¿Necesitabas relajarte? —preguntó ella, agarrando el respaldo de la silla
que le ofrecía él.
Arthur miró su vaso y se lo llevó a los labios. Cassandra lo miro con
detenimiento. ¿Se lo bebería de un trago y le pediría que le fuera a buscar
más? ¿Mascullaría insultos dentro del vaso y se lamentaría de su mala
suerte en la vida? Enterró las uñas en la madera suave de la silla y lo
observó. Él tomó un sorbito y movió los hielos.
—Me pareció apropiado —dijo él y levantó las cejas—. Sí, admito que soy
un imbécil por tomar esto frente a ti sabiendo que tú no puedes…
—Yo no bebo —replicó ella.
Él asintió.
—Sabia decisión —dijo. Miró el vaso otra vez y Cassandra esperó a que
tomara otro trago, pero, en lugar de eso, él se hundió en la silla y, con un
gesto, la invitó a hacer lo mismo—. Vamos, linda. Relájate. Fue un día
terrible.
Ella se acomodó la falda y se sentó en el borde de la silla, pero, ni bien dejó
de estar parada, el cansancio que había sentido todo el día se apoderó de
ella y, soltando un profundo suspiró, apoyó la espalda en el respaldo.
—Sí —admitió—. Es cierto.
Arthur movió el vaso otra vez. El tintineo del hielo contra el cristal ahora
sonaba más despacio, y Cassandra se dio cuenta de que nunca lo había
escuchado hacer ese ruido. Su padre nunca dejaba que se derritiera el hielo
antes de servirse otro trago. Se relajó un poco.
—¿Qué parte te pareció terrible? —le preguntó.
Arthur tomó un sorbo ínfimo y se lamió el labio inferior. Sin poder evitarlo,
Cassandra se quedó mirando el destello de humedad que seguía ahí. Tenía
la imperiosa necesidad de preguntarle qué sabor tenía. Y la esperanza aún
más imperiosa de que él la invitara a lamerle el labio y descubrirlo. Arthur
esbozó una sonrisa.
—Los opuestos se atraen, ¿no?
Cassandra hizo una mueca.
—Pensé que, llegado este punto, ya no iban a seguir con eso.
—Pero, en cambio, redoblaron la apuesta —replicó él. La miró a los ojos
con una expresión tan franca y suplicante que se le hizo un nudo en la
garganta—. Ya sé que soy un imbécil —dijo con voz seductora—. Y sé bien
que soy tu opuesto en todo sentido. Tú eres… —Movió el vaso formando
un gran círculo, como si quisiera invocar las palabras exactas—. Tú eres
como un rayo de sol.
Cassandra sintió que le latía fuerte el corazón.
—¿Qué?
Arthur parecía frustrado.
—No, eso es una estupidez. Es un cliché y tú no eres un cliché. Pero eres
cálida y haces que todo parezca mejor, y la gente quiere, no sé, disfrutar de
tu luz y todo eso.
Cassandra estaba tan sorprendida que no le salía ni una palabra. Ni siquiera
podía sonreír, aunque las palabras poéticas de Arthur masculladas con tanta
torpeza le daban ganas de reír a carcajadas.
—Nadie quiere disfrutar de mi luz, y lo entiendo. Ni siquiera les permitiría
acercarse lo suficiente para eso —continuó Arthur. Tomó un trago más
largo y suspiró—. Tú eres la luz y yo soy la oscuridad… Cualquiera se da
cuenta de eso. Pero odio haberme vuelto tan oscuro.
—No eres tan oscuro —lo contradijo ella. Arthur parecía tan angustiado
que necesitaba hacerlo sentir mejor. Sonrió—. En el invernadero, estabas
hecho todo un rayo de luz. —Su sonrisa irradiaba tanta felicidad que
Cassandra se acercó un poco para hacerlo sonreír más—. No hace falta que
seas la oscuridad. Si yo soy el sol, quizá tú puedes ser la luna o algo así.
Él abrió la boca y, por un momento, Cassandra sintió que estaba mirando a
una persona totalmente distinta. Una persona a la que habría descrito en su
agenda de visualizaciones. Pero, entonces, él soltó una risita sardónica.
—No creo que a los productores les guste que yo sea la luna. Tengo que
interpretar mi papel. —Se tomó el resto del whisky y suspiró—. Y tendré
que aceptar el hecho de que eso eliminará todas las posibilidades de
disfrutar de un momento de alegría genuina, como el que tuvimos en el
invernadero.
—Arthur… —Le tocó la mano y, con los dedos, trazó un camino hasta su
muñeca. Tragó saliva. La conversación tan seria, combinada con los últimos
rayos de sol, casi la habían hecho olvidar que él estaba desnudo de la
cintura para arriba. Los vellos de su antebrazo le hicieron cosquillas en los
dedos y sintió un escalofrío—. Me gustó la persona que vi en el invernadero
—dijo lentamente.
Él se acomodó en la silla. Cassandra estaba tan cerca que, aunque ya casi no
había luz, podía ver los remolinos que se le formaban en la barba incipiente.
Su barba era un tono o dos más oscura que su pelo, y crecía rápido. Con el
corazón latiendo como loco, Cassandra recordó la sensación de esa barba
raspándole los muslos.
—Me alegra que te gustara —respondió él. Le miró los labios por un
momento y luego bajó la mirada a su vientre—. Espero que al bebé también
le guste. Espero que él o ella pueda ver esa versión de su papá más seguido
que el resto del mundo. —Se acercó un poco más a ella y agregó—: Quiero
que nuestro bebé tenga la luna.
Él apoyó el vaso con cuidado en el piso y Cassandra sintió que le faltaba el
aire. Cuando le acarició la mejilla, los dedos de Arthur todavía estaban
húmedos por la condensación del vaso.
—Deberías ser tú mismo —le dijo con un hilo de voz.
—Ya me lo dijiste.
Él le acarició los labios con el pulgar y ella tragó saliva. Lo que más quería
en el mundo era abrir la boca, pero no iba a hacerlo, porque sabía a qué se
debía la humedad de sus dedos.
—¿Vas a… servirte otro trago? ¿Para bajar el mal día?
Él parpadeó y la miró a los ojos antes de negar apenas con la cabeza.
—No. Nunca me sirvo más de un vaso.
Cassandra exhaló profundamente. Ni siquiera se había dado cuenta de que
estaba conteniendo la respiración.
—¿En serio?
Él esbozó una sonrisa pícara.
—No te lo esperabas, ¿no?
—No es eso.
—Claro que sí. No me molesta. La mayoría de la gente se sorprende cuando
digo que no tomo mucho alcohol, pero tengo cuidado con las cosas que
meto en mi cuerpo.
Ella se lamió los labios.
—Sí —murmuró—. Yo también.
Sin más, se acercó y zanjó la distancia que separaba sus labios. Mientras lo
besaba, Arthur respiró profundo, pero, al instante, tomó el control de la
situación. Tal como ella esperaba. Esa noche, la había sorprendido de
verdad. No obstante, su modo de besarla —profundo, despacio y dominante
— no la sorprendía para nada.
9

A Arthur le gustaban las mujeres inteligentes. Cuanto más inteligentes,


mejor. Nunca tenía problemas para aceptar el consejo de una mujer y
tampoco tenía problemas para aceptar cuando una mujer era más inteligente
que él. Y Cassandra era cien por ciento más inteligente que él. Lo había
sabido desde el momento en que empezaron a trabajar juntos y, con cada día
que pasaba, lo reafirmaba más. Era inteligente, perceptiva y empática. Así
que, si Cassandra le daba un consejo, sentía que lo correcto era seguirlo.
Por más que la idea de «ser él mismo» le resultara terrible y aterradora,
estaba dispuesto a intentarlo ni bien se presentara la oportunidad. Y se
presentó mucho antes de lo que había pensado.
—¡Kendra! —exclamó Rory. El novio salió corriendo detrás de la novia,
levantando arena a su paso, mientras un camarógrafo le pisaba los talones
—. ¡No quise decir eso!
—Entonces, ¿qué quisiste decir? —gritó Kendra. Se dio vuelta, con el
rostro empapado en llanto, y le hundió el índice en el pecho—. ¡Te escucho!
Dime exactamente qué quisiste decir cuando dijiste que el pastel de
cumpleaños que pasé toda la mañana preparándote, por si no lo recuerdas,
era la cosa más patética que habías visto en tu vida.
Kendra respiró agitada y se secó una lágrima de la punta de la nariz. Rory,
sin saber qué hacer, miró primero a su novia desconsolada y luego al
camarógrafo sonriente.
—Eh…
—¿Tu cumpleaños no fue la semana pasada? —intervino el camarógrafo.
A Rory se le iluminaron los ojos.
—¡Sí, es cierto! —Miró a Kendra con una sonrisa triunfante—. ¿Por qué
me preparaste un pastel hoy si mi cumpleaños fue la semana pasada? No te
habrás olvidado, ¿no? —la provocó, mirando de reojo a la cámara.
Arthur se sintió asqueado.
—¡No! —gritó Kendra—. Ni siquiera entiendo por qué me lo preguntas.
Sabes perfectamente que acordamos posponer el festejo de tu cumpleaños
para cuando estuviéramos aquí. —Apretó los labios y agregó—: Siempre
haces lo mismo, Rory. Nunca me escuchas. A veces hablamos y siento que
nos estamos conectando en serio, y resulta que ni siquiera me estabas
escuchando.
—Si soy tan malo, ¿por qué no me dejas y listo?
Cuando el camarógrafo le mostró el pulgar levantado a Rory tras oírlo decir
eso, Arthur apretó los puños. Kendra lo miró boquiabierta. Soltó un chillido
de desesperación y, sin decir ni una palabra más, se dio vuelta y se dirigió a
la casa dando pisotones.
—¡Síganla! ¡Síganla! —ordenó Amy desde su escondite detrás de los
arbustos.
Dos camarógrafos bajaron de los árboles y fueron deprisa detrás de Kendra.
Rory se quedó mirándolos, abriendo y cerrando la boca como un pez, y
levantó la mano como si quisiera agarrar a su novia antes de que se le
escapara entre los dedos. Arthur ya estaba harto. Esa necesidad de llenar
todo de «drama» iba a terminar provocando que se cancelara el casamiento.
—¡Oye! —Fue caminando hacia Rory y lo agarró del brazo. Cuando el
camarógrafo se dio vuelta para filmarlos, Arthur le mostró los dos dedos del
medio y soltó una retahíla de insultos para asegurarse de que no pudieran
usar la toma. —Corte —dijo—. Si no dejas de filmar ya mismo, te juro que
me saco los pantalones.
La amenaza surtió efecto, porque el camarógrafo bajó la cámara y se alejó
deprisa.
—Vaya —murmuró Rory—. Nunca se me había ocurrido hacer eso.
—Sí, es obvio. Caminemos un rato.
—¿En serio? —balbuceó Rory, con una mirada de fascinación.
Arthur puso los ojos en blanco.
—No te pongas como una fan adolescente. Necesito que me escuches. Algo
que, según la mujer con la que supuestamente te quieres casar, no haces
para nada bien.
Rory se puso serio y apretó el paso para seguirle el ritmo a Arthur.
—Sí me quiero casar con ella. No entiendo qué diablos pasó recién.
Con solo echarle un vistazo, Arthur se dio cuenta de que el novio estaba
diciendo la verdad.
—Yo sí entiendo —le dijo—. Estabas actuando para las cámaras. Estabas
interpretando un papel.
—Es lo que me dijeron que hiciera.
—Ya lo sé. Pero me acaban de dar un muy buen consejo y voy a
compartirlo contigo. ¿Listo?
Rory asintió.
—Sé tú mismo —le dijo Arthur—. Sí, hay cámaras por todos lados, pero
esta sigue siendo tu vida, aunque la estén pasando por televisión. Si arruinas
las cosas con Kendra para sumar «drama», van a seguir arruinadas. Incluso
cuando las cámaras dejen de filmar.
Rory respiró hondo.
—Mierda —murmuró.
—No se te había ocurrido, ¿no? —Arthur sonrió—. No te preocupes, a mí
tampoco, hasta hace poco.
—¿Tú también estuviste actuando para las cámaras?
—Siempre, amigo —respondió, soltando una risita amargada—. ¿Pensaste
que era un idiota en la vida real? No soy un berrinche andante y parlante,
aunque debo decir que llevo mucho tiempo interpretando ese papel —
continuó. Desvió la mirada hacia la casa enorme donde, imaginó, Cassandra
debía estar peinándose antes de hacerse un rodete—. Pero me estoy dando
cuenta de que soy más feliz cuando no soy esa persona.
—Mierda —masculló Rory entre dientes—. Todo esto se siente irreal,
¿sabes? La presión, no solo por el programa, sino también por la boda. Creo
que perdí de vista que es mi vida… nuestra vida lo que está en juego. —Se
pasó las manos por el pelo como un niñito desorientado y agregó—: Me
porté como un imbécil con ella y lo hice solo porque me lo pidieron.
—Creo que deberías ir a pedirle disculpas. Sin cámaras presentes. Y, de
paso, cómete el pastel. Aunque parezca que se le cayó cinco veces antes de
meterlo en el horno.
Rory gruñó.
—Se ve horrible en serio. Pero seguro está rico, ¿no?
—Aunque no esté rico, te lo comes igual porque la amas.
—Es cierto. —Rory parpadeó y volvió a mirar a Arthur como si lo estuviera
viendo por primera vez—. Gracias. Debo decir que jamás pensé que iba a
aceptar un consejo tuyo.
—Por lo general, diría que no aceptarlo es una buena idea —repuso Arthur.
Le dio una palmada en el hombro y agregó—: Pero este consejo me lo dio
alguien más, así que no hay peligro. Hay mucha presión, pero todo va a
estar bien.
—Sí —dijo Rory, sonriente—. Y cuando termine todo esto, Kendra será mi
esposa… —Se le iluminaron los ojos, pero, de pronto, los abrió grandes—.
A menos que esté hablando con su madre ahora mismo para cancelar todo.
Mierda. ¡Kendra!
El novio, completamente aterrado, salió disparado hacia la casa gritando el
nombre de la novia, y Arthur se quedó mirándolo mientras negaba con la
cabeza.
Los gritos despertaron a Cassandra de su siesta improvisada. Se levantó de
la cama de un salto y fue corriendo a la ventana justo a tiempo para ver a
Rory pasar corriendo por el costado de la mansión, con los camarógrafos
pisándole los talones. Todavía confundida y adormilada, Cassandra intentó
entender qué diablos había pasado. Y, entonces, vio a Arthur, parado solo en
medio de la arena. Ni bien lo vio, Cassandra esbozó una gran sonrisa y, al
instante, se tapó la boca. Aunque Arthur estaba muy lejos y era imposible
que viera su reacción, igual le parecía mal sonreír de esa manera cuando
miraba a Arthur McClellan. Era el hombre equivocado, pero, por algún
motivo, estar con él parecía ser lo correcto.
Agarró sus sandalias, que estaban a un costado de la cama, y salió corriendo
con la esperanza de llegar hasta donde estaba Arthur mientras siguiera solo
y sin cámaras a la vista. En el tiempo que le llevara salir de la casa y llegar
hasta él, iba a tener tiempo de controlarse y dejar de sonreír como una
idiota.
—¡Hola! —la saludó Arthur.
Su sonrisa blanca destellaba bajo el sol. Cassandra se tocó las mejillas. Tal
como sospechaba: estaba sonriendo como una idiota. Maldición.
—¡Hola! —respondió ella—. ¿Qué fue todo ese escándalo?
—¿Qué pasó? ¿Interrumpimos tu siesta? —preguntó él en tono burlón y, al
ver que ella se ponía colorada, se echó a reír—. Mierda, estabas durmiendo
la siesta en serio, ¿no? —Bajando la voz, le prometió—: No te voy a
delatar. Y, por si te interesa mi opinión, valió la pena. No sé cómo hiciste,
pero estás incluso más linda que antes.
Cassandra estaba segura de que debía tener las mejillas al rojo vivo.
—Basta —protestó—. Estás tratando de distraerme para que me olvide de
lo de recién.
Arthur la miró con expresión inocente.
—¿Crees que fue mi culpa?
—Claramente Kendra se enojó por algo —insistió ella. Al notar que Arthur
la miraba con paciencia, empezó a dudar—. ¿No la hiciste enojar tú?
Arthur rio con amargura.
—No, no, Rory se encargó de eso él solito. Yo solo quería darle un consejo
para arreglar las cosas.
Cassandra se dio cuenta de que se habían desviado del sendero. Se habían
ido alejando despacio, pero adrede, de la casa y habían terminado bajo el
cobijo de las palmeras. Oía el sonido suave de las olas y se sorprendió al
descubrir que estar a solas con Arthur la hacía sentir en calma. Lo cual no
tenía sentido, porque también sentía que se le iba a salir el corazón por la
boca. Cada uno de los movimientos de Arthur parecía perfectamente
calibrado para aumentar su sensualidad. Desde el guiño pícaro de un ojo
hasta el modo en que se pasó la lengua por los dientes cuando notó que ella
lo estaba mirando.
—No te reíste —observó él.
—¿De qué me iba a reír?
—De la idea de que yo ande dando consejos —respondió él. Se encogió de
hombros y agregó—: Creo que amerita una o dos carcajadas.
—¿Qué le dijiste?
—Que fuera él mismo.
Cassandra sintió que se le paraba el corazón.
—Ah, ¿sí?
—Estaba actuando para las cámaras —explicó Arthur. Con cada palabra
que pronunciaba, se acercaba más y más a ella, hasta que quedaron casi
pegados—. Le dije que, aunque esto sea un programa de televisión, no deja
de ser su vida.
Era cierto, pero, aun así, Cassandra sentía que estaba soñando.
—Es un buen consejo —balbuceó, intentando desesperadamente no perder
el buen juicio. Le costaba pensar con claridad teniéndolo tan cerca.
—Gracias. —Al sentir su aliento en la mejilla, Cassandra se estremeció—.
A veces quisiera que no fuera un programa.
—¿Por qué?
—Porque si no fuera un programa, te besaría. Ahora mismo. —Miró por
encima del hombro y esbozó una sonrisa artera—. Ah, cierto —murmuró—.
No hay cámaras.
Los besos de Arthur eran una sorpresa, pensó Cassandra cuando sus labios
se encontraron. Su risa, su mueca arrogante, sus infinitos tatuajes y la
seguridad con la que se desenvolvía eran todas señales que la hacían pensar
que Arthur McClellan era el tipo de hombre que da besos agresivos, con
pura lengua. Aquella noche en la cocina, estaba convencida de que él le iba
a meter la lengua hasta la garganta.
No obstante, no besaba así para nada. Sus besos eran pura exploración, no
dominación. La besaba como si tuviera todo el tiempo del mundo. No había
por qué apresurarse, parecían decir sus besos. «Disfruta estos besos suaves,
cálidos, que te volverán loca, y no pienses en nada más». La besaba como si
no tuviera intenciones de hacer nada más, y eso hizo que Cassandra se
muriera de ganas de algo más. Se alejó un poco y, jadeando, le apoyó la
mano en el pecho. A ella, el corazón le latía como loco, pero, en cambio,
debajo de la palma de la mano, sentía el corazón de Arthur latiendo a un
ritmo lento y constante, totalmente tranquilo. Cassandra se lamió los labios.
—¿Por qué tienes esa cara? —le preguntó Arthur, con un brillo especial en
la mirada.
Ella dejó la mano sobre su corazón y, con la otra, se llevó la mano a la
espalda y desató las tiras de su vestido. Cuando la parte de arriba cayó hasta
su cintura, Arthur respiró profundo. Y, debajo de su mano, Cassandra sintió
que el corazón le latía como loco. Bingo.
Ella se le acercó y quedaron pegados. Él le dio un beso apasionado y, al
sentir sus labios, ella sonrió porque sabía que estaba pensando en los
próximos pasos. Gimió y buscó su miembro duro con la mano, y le encantó
sentir cómo se endurecía al tacto.
—Tengo que hacerte mía. Ahora —gruñó él.
Las costuras delicadas de su vestido se rompieron cuando él se lo bajó de
un tirón, pero no tenía tiempo para preocuparse por su ropa, porque, en una
fracción de segundo, él ya la había alzado en brazos y la estaba recostando
sobre la arena. Cassandra jadeó cuando él le movió la cadera hacia adelante
y volvió a jadear cuando le bajó la ropa interior y enterró la cara entre sus
piernas. Arthur la exploró con la lengua hasta encontrar su clítoris y,
entonces, soltó un gemido que la hizo estremecer y arquearse, y llenarse de
un deseo insaciable.
Arthur la devoró con tanto disfrute que Cassandra llegó al clímax muy
rápido, tanto que le dio un poco de vergüenza. Acababa de taparse la boca
para ahogar sus gritos de placer cuando Arthur se bajó los pantalones. El
cuerpo de Cassandra todavía estaba temblando por la intensidad del
orgasmo y, al penetrarla, Arthur abrió grandes los ojos.
—Todavía estás acabando —murmuró y la penetró con tanta fuerza que
Cassandra soltó un grito, pero igual le rodeó el cuerpo con las piernas. Él
gruñó con cada una de las penetraciones, que a Cassandra le arrancaban
pequeños gritos guturales de placer—. Me encanta oírte gemir —dijo él con
voz ronca. Metió la mano entre sus piernas y dibujó círculos sobre su
clítoris con el pulgar mientras la penetraba—. Gime más fuerte, linda,
quiero escucharte.
Los nervios de Cassandra ante la idea de que alguien los pescara habían
desaparecido por completo. Ya no le importaba si los descubrían o si los
filmaban y lo transmitían en vivo para todo el mundo. Lo único que le
importaba era que Arthur siguiera haciendo exactamente lo que estaba
haciendo porque estaba muy cerca…
—¡Dios mío! —exclamó agitada.
Se arqueó hacia atrás y él la sujetó de la cintura mientras ella se dejaba
llevar por las oleadas de placer y, cuando acabó, soltó un rugido y la abrazó
fuerte. Cassandra jadeó y le rodeó el cuello con los brazos. Le encantaba
sentirlo dentro. Le besó la clavícula y, ante el contacto, él se estremeció y
ella se echó a reír.
—Te digo algo, linda —le dijo Arthur al oído—. A los hombres no nos
gusta mucho que se rían después de que tuvimos un orgasmo.
—No me estoy riendo de ti —le explicó ella riendo más fuerte y se limpió
la boca—. Me estoy riendo porque te besé y se me llenó la boca de arena.
—No es el único lugar donde tienes arena —respondió él sonriente y, con
un brillo diabólico en la mirada, agarró un puñado de arena y lo dejó caer
sobre su cabeza.
—¡Basta! —protestó ella.
—Ay, qué pena. Te ensuciaste toda —se lamentó él, y los ojos le brillaron
aún más. La besó, se liberó de su abrazo y volvió a levantarla en brazos—.
Mejor vamos a limpiarte.
Aunque Cassandra odiaba sentir la arena en su cuerpo, debía admitir que le
gustaba la idea de que Arthur la limpiara.
10

—R ápido, disimula —susurró Arthur mientras la dejaba en el piso.


Cassandra se tapó la boca para que no se le escapara una carcajada y saludó
con la mano a los camarógrafos que estaban siguiendo a Rory y Kendra,
quienes, ya resuelto su pleito, caminaban otra vez de la mano, mirándose
con adoración.
—Buen trabajo —le dijo Arthur al oído, y ella se estremeció. Él le pasó la
mano por el hombro y también los saludó. Luego, volvió a alzarla en brazos
y se dirigió de prisa a la casa.
—¿Y si nos ve Amy? —preguntó Cassandra.
No obstante, su preocupación era más por reflejo que otra cosa. En realidad,
no le importaba para nada si los veían. Solo quería saber exactamente a qué
se refería Arthur cuando decía que iba a «limpiarla». La idea la hizo
estremecerse de nuevo.
—¿Tienes frío? —le preguntó Arthur y apretó el paso. Cassandra se
sorprendió al ver que no bajaba la velocidad y que no se mostraba cansado
para nada, y se sorprendió aún más cuando la sostuvo con una sola mano y
abrió la puerta de la habitación con la otra—. Creo que necesitas un baño
caliente.
—Voy a llenar la bañera de arena.
—¿Prefieres que nos demos una ducha?
—¿Nos?
En respuesta, Arthur abrió las dos canillas de la ducha al máximo y se dio
vuelta para mirarla con las cejas levantadas. Luego, sin dejar de mirarla, se
sacó la camisa. A Cassandra se le escapó un ruidito al verlo casi desnudo.
—Bueno, te entiendo —bromeó Arthur y se paró en pose como si fuera un
fisicoculturista—. Yo también te miro el trasero cada vez que tengo la
oportunidad.
—¿En serio?
—Claro que sí. Es más, muéstramelo ahora. —Arthur se bajó los pantalones
y la miró—. Deja de dar vueltas y quítate la ropa, Cassandra.
Ella se sonrojó, tímida de golpe.
—Arthur —dijo con tono dubitativo—. ¿Te das cuenta de que esta es la
primera vez que me ves desnuda? —Se le escapó una risita histérica y la
voz se le puso aguda y rara—. Es una locura, porque voy a tener un hijo
tuyo y ni siquiera me has visto el cuerpo entero, y ahora que voy a tener un
hijo tuyo, me estoy poniendo más gorda y rara, y ya ni siquiera me
reconozco cuando me miro en el espejo… Es como si fuera otra persona y
nunca llegaste a ver la persona que era antes y…
De dos zancadas, Arthur acortó la distancia entre ellos y la abrazó con una
mano, mientras, con la otra, le apoyaba el índice en los labios.
—Shhh, linda —le ordenó, y besó el lugar donde había apoyado su dedo—.
Creo que ya dejé en claro que soy fanático de tu cuerpo, pero también soy
fanático tuyo. —La miró a los ojos y la guio hacia la ducha—. Bueno,
planeo mojarte de una u otra forma. Tú decides si es con la ducha o con la
lengua, pero, de cualquiera de las dos formas, vas a tener que desnudarte.
Arthur llevó la mano al punto palpitante entre sus piernas y Cassandra
jadeó. Él retrocedió y, sonriente, se quitó los calzoncillos y los dejó caer.
Cuando Cassandra vio su pene colgando libremente, contuvo las ganas de
jadear. ¿Cómo podía ser que nunca lo hubiera mirado bien? Era tan grueso
y largo y perfecto, con esa curva ideal… «Por Dios, no me extraña que me
haga sentir cosas que no sentí con nadie más…», pensó.
—Tengo los ojos aquí arriba, linda —dijo Arthur entre risas—. Yo ya estoy
desnudo. Te toca.
Cassandra inhaló profundo y, armándose de valor, se despojó de su vestido
y lo dejó caer al piso. Arthur soltó un sonido gutural que la hizo excitar,
pero no intentó hacer nada. Solo se quedó mirándola con tanta lujuria que
Cassandra sintió que le quemaba la piel. Nunca la habían mirado así, y el
efecto le resultaba adictivo. Se sentía más sensual que nunca, así que se
desnudó del todo y, con un poco de nerviosismo, se pasó la mano por el
vientre.
—¿Ves? Todavía no tengo panza de verdad, pero es como si hubiera comido
demasiada comida mexicana y…
Él la hizo callar con un beso que le quitó el aliento y, con un suspiro,
Cassandra se entregó a él, saboreando el calor de su piel a medida que se
metía en la ducha. El chorro caliente se sentía increíble, pero más increíble
aún era sentir la mano de Arthur entre sus piernas.
—No —gimió ella—. Ya me complaciste. Ahora me toca a mí.
Ella le envolvió el miembro con la mano y él jadeó, excitado. Apoyó su
frente contra la suya para que, mientras ella le acariciaba el pene con
movimientos ascendentes y descendentes, sus miradas se encontraran.
Fascinada por la manera en que crecía y se endurecía al tocarlo, Cassandra
no pudo evitar ponerse de rodillas. Mientras el agua le empapaba la cabeza,
besó con suavidad la punta de su miembro antes de abrir grande la boca
para deslizar sus labios por toda la superficie. Arthur gruñó y le apoyó la
mano en la cabeza con actitud posesiva y ella se volvió loca. La hacía sentir
deseada y protegida, y mimaba esa parte de su ser que necesitaba que la
necesitaran. Movió la boca más rápido, disfrutando de la sensación sedosa
de su piel, hasta que él se estremeció y se alejó con un gemido.
—Si sigues así, no voy a poder hacer todo lo que había planeado —protestó
él, con la voz grave y llena de lujuria—.Ven aquí y bésame.
Ella obedeció al instante y dejó que sus lenguas se unieran en un baile hasta
que, de nuevo, él se alejó y gimió.
—Date vuelta, linda.
Ella le dio la espalda y se apoyó contra la pared de la ducha, pero se
sorprendió al sentir que Arthur la agarraba de la cintura y la atraía hacia él.
Le levantó la pierna de tal modo que quedó apenas apoyada sobre un solo
pie y, con un movimiento suave, la penetró por detrás.
Cassandra jadeó y se acercó más a él. Tenía la espalda contra su pecho, la
cabeza contra su hombro y, cada vez que él la penetraba, sus cuerpos se
fundían a la perfección y todos sus sentidos se llenaban de su esencia. Él le
recorrió todo el cuerpo con las manos, con caricias en los muslos para que
se abriera más, con masajes en los pechos, con pellizcos en los pezones para
hacerla gemir y, por último, con caricias cortas y decididas en el clítoris que
la volvieron loca de placer.
Cada vez que la penetraba, Arthur soltaba una retahíla de promesas sucias;
decía el tipo de cosas que, en otro momento, la hubieran hecho sonrojarse y
salir corriendo, pero que, ahora, solo la hacían arder más de deseo. Cuando
él le dijo que podría seguir penetrándola así toda la noche, le creyó. Cuando
le suplicó que gritara más fuerte, obedeció. Cuando le ordenó que acabara
en su pene, lo hizo de buena gana y siguió sus instrucciones.
El orgasmo se apoderó de ella y, aunque se le aflojó el cuerpo, se entregó
por completo a las sensaciones porque sabía que Arthur la iba a sostener. Él
la abrazó con fuerza mientras ella gritaba su nombre una y otra vez.
Después, la empujó para que se inclinara hacia adelante y la penetró con
más fuerza. Cassandra gritó cuando él acabó soltando un rugido, loco de
placer, pero, a los segundos, ya la había abrazado otra vez. Ella se
estremeció mientras él le besaba el cuello, el hombro, el lugar detrás de la
oreja que la hacía estremecer, y luego se alejó.
Profundamente satisfecha y profundamente somnolienta, Cassandra soltó
un gran bostezo y, de pronto, se sorprendió al sentir las manos de Arthur en
su pelo.
—¿Qué estás haciendo?
—Quitándote la arena del pelo —respondió él, mientras le masajeaba con
cuidado el cuero cabelludo—. Fue medio idiota tirarte arena encima.
—Pero el resultado final está bastante bien —murmuró ella casi
ronroneando, y dejó que le masajeara la frente—. Dios mío, qué bien se
siente.
—Con todo lo que acabo de hacer ¿y me dices que lavarte el pelo se siente
bien? —preguntó Arthur y fingió estar ofendido.
Ella se paró en puntas de pie y, al intentar besarlo, casi pierde el equilibrio.
—Nunca tomé bebidas blancas, pero estoy bastante segura de que así se
debe sentir estar ebria —observó entre risas—. Me cogiste hasta
emborracharme.
—¿Acaso mi perfecta Cassandra está diciendo groserías?
—¿Qué pasa? ¿Parezco una chica mala? —preguntó ella sonriente.
Él la besó con ganas.
—Pareces tú misma. Y eso es lo mejor que hay. O eso me han dicho.

La mano de Arthur se sentía pesada y caliente sobre su vientre. Cassandra


contuvo la respiración y tensó los abdominales mientras él la acariciaba.
—¿Estás conteniendo la respiración? —preguntó él e, incorporándose, la
miró.
Habían pasado toda la tarde y parte de la noche en la cama, besándose y
tocándose y haciendo el amor dos veces más. Cassandra estaba bastante
segura de que se había quedado dormida un par de veces; había oscilado
entre la realidad y los sueños. Pero, ahora que Arthur le estaba tocando el
vientre de esa manera, estaba totalmente despierta.
—No —masculló y, al instante, delató que estaba mintiendo al exhalar y
relajar el estómago.
Arthur sonrió.
—Lo estabas haciendo. Basta. Quiero sentir las patadas del bebé.
—Estás loco. Todavía no patea.
—Seguro que por mí lo hará. Vamos, porotito, ¿dónde estás? —Bajó la
mano un poco más e hizo presión sobre su piel—. ¿Estás jugando a las
escondidas con papi?
Cassandra se mordió el labio y parpadeó rápido para que las lágrimas de
felicidad no la delataran al caer.
—No vas a sentir nada todavía. Quizás en un tiempo —le dijo. No quería
que dejara de sonreír.
De pronto, él abrió grandes los ojos.
—¡No! ¡Espera! Siento algo. ¿Qué es eso?
—No sentí… —De pronto, le rugió el estómago y Cassandra se llevó la
mano a la boca. Abrió los ojos horrorizada y Arthur se echó a reír—. Ay,
por Dios. Qué vergüenza.
—Para nada. Por si no lo sabes, ese sonido es música para los oídos de un
chef —dijo él. Le dio un beso en el vientre antes de levantarse de un salto y
extenderle la mano—. Vamos. Te voy a preparar algo de comer.
Se vistieron apurados, y Arthur sacó la cabeza por la puerta y espió el
pasillo. Le indicó que no había moros en la costa y la agarró de la mano.
Cuando pasaron por las cámaras titilantes del pasillo, los dos se agacharon y
bajaron la cabeza.
La enorme cocina estaba vacía y los utensilios de acero brillaban bajo la luz
de la luna que entraba por las ventanas. Arthur abrió el refrigerador y, con el
ceño fruncido, empezó a sacar ingredientes.
—No hay mucho, solo cosas ya preparadas, pero algo voy a inventar —dijo.
Apoyó los ingredientes en la encimera, y Cassandra se acomodó en una
banqueta y se quedó mirándolo—. ¿Por qué sonríes así? —le preguntó
cuando sus miradas se encontraron.
¿Por qué sonreía? Porque estaba feliz. Mirarlo y estar con él la hacía feliz.
—Porque estás actuando como si fueras a preparar una comida en un
restaurante de cinco estrellas —respondió entre risas— y es solo un
bocadillo a medianoche.
Él blandió una cuchara de madera con actitud amenazaste.
—Esto no es un bocadillo a medianoche. Es darle los nutrientes necesarios
a nuestro bebé. Tú te ocupas de llevarlo en tu vientre, así que es justo que
yo le dé de comer.
—¿Que me des de comer?
—Sí, eso. Bueno, ¿qué quieres?
—Estoy segura de que cualquier cosa que prepares será deliciosa.
Él levantó una ceja y la miró con escepticismo. Dio la vuelta y se agachó
hasta quedar a la altura del vientre de Cassandra.
—¡Oye! —le gritó—. ¿Qué quieres comer?
Cassandra pensó que se iba morir de la risa. Se agarró el vientre con una
mano y levantó un dedo como pidiendo silencio. Luego, fingió que
escuchaba algo.
—El bebé quiere comida china —dijo después de unos instantes—. Lo mein
grasoso y genérico, del que viene en una bolsa descartable.
Arthur negó con la cabeza.
—Estás hiriendo a tu padre, bebé —dijo y le guiñó el ojo a Cassandra—.
Pero no puedo resistir mimarte.
Se puso de pie y la besó en los labios. En ese momento, Amy entró a la
cocina.
—¡Dime que lo filmaste! —gritó, agarrándose el auricular—. Voy a
incendiar todos tus recuerdos preciados de la infancia si no me respondes ya
mismo, Sam. Dime que filmaste la parte donde dice que esperan un hijo
juntos.
11

A my se arrancó el auricular con una sonrisa de oreja a oreja y a Arthur se


le heló la sangre.
—Mierda, amores, ¿están esperando un hijo? ¡Qué bueno!
Era todo lo opuesto de bueno. Era lo peor que podía pasar. Quería darle un
puñetazo a la encimera y hacer volar todos los ingredientes que había
acomodado con tanto cuidado. ¿Cómo había podido ser tan estúpido?
Estaba tan inmerso en la magia de estar con Cassandra que había olvidado
que había cámaras por todos lados, grabando cada cosa que hacía y decía.
Había revelado un secreto enorme sin siquiera darse cuenta y había
decepcionado muchísimo a Cassandra. Y lo último que ella necesitaba en
ese momento era que él tuviera un ataque de ira. Bajó la mirada y dio un
paso adelante.
—Lo siento —dijo y se paró frente a Cassandra para protegerla de las
cámaras que los rodeaban por todos lados—. No debí decir nada. Me hago
cargo por completo de los gastos por eliminar esa toma del programa.
Pagaré una multa, lo que sea, pero…
Amy levantó las cejas.
—¿Es broma? —preguntó. Miró a Arthur y luego se asomó para mirar a
Cassandra, que seguía escondida detrás de él—. Son excelentes noticias.
Estuvimos haciendo pruebas para ver qué le gusta al público y, amores,
ustedes son el programa. El público los ama y aman esta dinámica de «¿Lo
harán? ¿No lo harán?» que generaron. ¿Y si encima saben que es real y no
actuado? Mierda.
Se volvió a poner los auriculares y habló con alguien del otro lado.
—Sí, ¿te pudiste comunicar? ¿Sí? Pásame con ella ahora mismo. Sí. Sí,
señora. ¿Lo viste? —Hizo una pausa para escuchar la respuesta. Arthur
contuvo la respiración y estiró el brazo para darle la mano a Cassandra. Ella
se la estrujó y Arthur sintió que el corazón también se le estrujaba. Amy
volvió a sacarle el auricular—. Era Adele Crowley.
—¿A esta hora? —preguntó Cassandra.
—No necesita dormir, es Adele Crowley, pero eso no es lo importante. Lo
importante es que esto es todavía mejor. Ay, amores, esto va a estar
buenísimo. Terminemos de grabar esta toma. No se preocupen, podemos
cortar la parte donde los interrumpí, así que sigan haciendo lo mismo de
antes y hagan de cuenta que no estamos aquí, ¿está claro? Tengo que llamar
a un par de personas más, pero quiero que mañana estén bien descansados.
Será un gran día, lo presiento.
Arthur no sabía cuánto tiempo se había quedado ahí parado luego de que se
fuera Amy. Tenía la cabeza a mil por hora, pero los pies clavados al piso.
No había llegado a donde estaba siendo un ingenuo. Sabía bien qué les
deparaba el día siguiente. Las noticias de que su relación «falsa» era real
(con el agregado dramático de un bebé en camino) no iban a terminar con el
programa como había creído. O esperado. No, acababa de presenciar, o de
provocar sin querer, un cambio radical en la trama del show.
Él y Cassandra ya no eran personajes secundarios. Los pequeños momentos
de privacidad que habían logrado tener en el día a día, ni que hablar de la
ausencia de cámaras en su habitación, eran cosa del pasado. Ahora eran los
personajes principales. Y ese era el problema. Eran personajes. A pesar de
las promesas de ser ellos mismos, él y Cassandra tenían que admitir que
habían estado interpretando un papel. Y, ahora, ellos eran la historia. Los
iban a filmar todo el tiempo. Su vida entera se iba a convertir en un
producto para consumo y su personaje iba a estar sometido a un mayor
escrutinio. Y ¿qué iba a pasar con el personaje de Cassandra? ¿Ella también
iba a interpretar un papel? Sentir la mano de ella sobre su hombro lo sacó
de su ensimismamiento.
—Puedo comer un poco de cereal y listo. Creo que necesitas descansar.
Arthur se dio vuelta despacio y la miró. Estaba igual de hermosa que
siempre, lo cual no era sorprendente. Lo sorprendente era lo tranquila que
parecía después de todo lo sucedido. La intromisión de Amy no parecía
haberla afectado mucho. ¿Por qué?
—Dormiré cuando esté muerto —gruñó y les dedicó una mirada de odio a
las cámaras—. Todavía queda mucho por vivir.
Se agarró la entrepierna, hizo un gesto de desdén y salió caminando de la
cocina como el chico malo que era, mientras las cámaras lo seguían de
cerca.

Cassandra casi no pudo dormir en toda la noche, pero no quería que los
productores se dieran cuenta. Entonces, apretó los dientes, contuvo los
bostezos y abrió los ojos todavía más. Sin importar lo cansada que estuviera
después de dar vueltas toda la noche, preocupada por el cambio de actitud
de Arthur, tenía que mantenerse despierta durante esa reunión. Era crucial
para su carrera, así que no podía perderse ni un instante.
La imagen de Adele Crowley en la pantalla de la computadora era perfecta.
Se veía hermosa incluso estando congelada debido a la mala conexión.
Arthur, sentado junto a Cassandra, se movió incómodo y maldijo en voz
baja, pero ella lo hizo callar sin siquiera mirarlo. Y menos mal porque,
cuando se descongeló la imagen de Adele, ella seguía hablando.
—Un programa entero sobre el amor —dijo con tono animado—. El amor
de los recién casados y el de ustedes. Se suponía que solo iba a ser un
especial, pero estamos considerando desarrollar una serie entera con este
formato —continuó. Luego, se reclinó en la silla y entrelazó los dedos de
las manos.
Adele ya había hecho su oferta y ahora quedaba en ellos decidir si iban a
aceptar o no. Cassandra quería gritar: «¡Sí! ¡Por supuesto! Es un honor y te
agradezco muchísimo por esta oportunidad». No obstante, refrenó su
entusiasmo y se tragó las ganas de aceptar de inmediato. Apoyó la mano
sobre su vientre y, por dentro, contó hasta diez en cuenta regresiva. Si
aceptaba, no era solo su vida la que iba a estar expuesta. Antes de saber que
estaba embarazada, a los productores no les había interesado crear una
serie, así que era obvio que todo se debía al bebé. Ese era el verdadero
motivo por el que les habían hecho esa oferta, y también era el motivo por
el que los ojos de Adele brillaban con tanto entusiasmo que se notaba hasta
con una pésima conexión de Internet. No, no era entusiasmo. Era voracidad.
El instinto maternal (que, hasta ese momento, ni siquiera sabía que tenía) se
despertó en ella y negó con la cabeza, primero despacio y luego rápido y
con decisión. Era demasiado, quería decir. La vida de su bebé era la trama
principal de la historia. Llevaba toda su vida esperando una oportunidad así.
Había insistido, se había abierto paso, había hecho llamadas tarde por la
noche y temprano por la mañana. Había preparado incontables discursos y
había hecho una lista con mil razones por las cuales deberían darle
exactamente lo que le estaban ofreciendo en ese momento. Pero ahora se
daba cuenta de que no lo quería en lo más mínimo. ¿Cómo iba a negarse?
No podía. No después de tanto esfuerzo. Pero quizás Arthur lo hiciera por
ella. Ya le había dicho que odiaba interpretar un papel para las cámaras, que
estaba muy cansado de ese personaje que se había convertido en una cárcel
para él. También se trataba de su bebé. Y de su vida.
—Bueno —dijo Cassandra con calma—, tendré que pensarlo. ¿Arthur? ¿Tú
qué opinas?
Se volteó hacia él y lo miró. Una parte de sí misma se odiaba por tener
tantas ganas de que él actuara como un imbécil y se negara rotundamente a
participar. Pero una parte aún mayor esperaba que él la protegiera y que
dijera las palabras que no lograba pronunciar, a pesar de saber que era lo
correcto. Que les dijera que era mucho pedir, que estaba pasando todo
demasiado rápido. Que ellos dos todavía tenían que averiguar cómo era su
relación sin la presencia de una cámara filmando todas las conversaciones
difíciles y los momentos íntimos. Cuando Arthur se puso de pie, el corazón
le empezó a latir a toda velocidad.
—¿Sabes qué? —dijo mientras se levantaba de la silla—. Estaría más
dispuesto a escuchar tonterías si no me las dijeran a través de una
computadora con mala conexión. —Se pasó los dedos por el pelo, resopló y,
a propósito, dejó caer el papel con la propuesta al piso—. Si quieres hablar
conmigo, súbete a ese jet privado tan elegante tuyo y mírame a los ojos. Ya
sabes dónde encontrarme.
Luego, miró a Cassandra, y ella contuvo la respiración, pensando que iba a
seguir hablando, pero él desvió la mirada y salió de la habitación.
Cassandra se levantó de un salto, lista para salir corriendo detrás de él y
preguntarle qué diablos le pasaba, pero la voz de Adele saliendo por el
parlante de la computadora la hizo volver a la realidad.
—¿Alguien me puede explicar qué está pasando? —preguntó Adele,
ofuscada—. ¿Acaba de marcharse de una reunión con Sabor?
—¡Perdón, Adele! —exclamó Amy—. Seguro está teniendo un mal día.
Cassandra se obligó a sonreír.
—Sí —dijo.
Con obediencia, volvió a sentarse y se esforzó por tener los ojos bien
abiertos durante el resto de la reunión. Pero todo el tiempo que estuvo
sonriendo, en realidad, estaba aguantando las ganas de llorar. ¿Qué diablos
estaba haciendo Arthur? ¿Sería parte de su actuación? ¿O, en realidad,
había estado tratándola con amabilidad y fingiendo que le importaba solo
para seducirla y recién ahora estaba viendo al verdadero Arthur McClellan?
12

C assandra sonrió. Cassandra asintió. Cassandra se puso de pie cuando los


demás se pusieron de pie y estuvo de acuerdo en que era una idea
excelente. Cassandra rio e hizo comentarios halagadores a todos los que
estaban sentados y se ofreció a ayudar gratis a la asistente de producción a
escoger los colores de su boda cuando hubiera terminado todo. Para cuando
acabó la reunión, Cassandra había hecho sentir cómodo a todo el mundo. Y
ni una sola de esas personas sonrientes tenía idea de la ira homicida que la
invadía.
Sin dejar de sonreír ni por un momento, salió de la sala de juntas y fue
derecho hacia el pasillo. Echó un vistazo hacia arriba y contó los escalones
hasta estar totalmente segura de que estaba fuera del alcance de las cámaras
y de los micrófonos que estaban instalados por todo el pasillo. Iban a saber
que estaba yendo a su habitación, pero no iban a saber por qué, se dijo
furiosa, a menos que Arthur hiciera demasiado ruido cuando lo
estrangulara.
Cerró fuerte la puerta y él volteó a mirarla. Cassandra contó tres latidos,
dispuesta a darle ese tiempo por si quería decir algo en su defensa, pero él
se dio vuelta y se quedó mirando el mar.
«Bueno, amigo, tú te lo buscaste», pensó.
—¿Qué te pasa? —masculló. Al ver que no obtenía respuesta, caminó hacia
el balcón y se paró bloqueándole la vista—. Me dejaste a la deriva, ¿eh?
¿Había una araña en esa sala de juntas y te dio pena matarla?
—Si querías decir algo, lo hubieras dicho tú —respondió él.
Sin más, apretó los dientes (Cassandra se dio cuenta porque se le marcó la
mandíbula) y desvió la mirada. Pero ella no iba a tolerar esas idioteces de
chico malo. Le agarró la cara con las dos manos y lo hizo girar hasta que no
le quedó otra opción más que mirarla a los ojos.
—Esto no se trata solo de mí, idiota. Se trata de nosotros. De nosotros tres.
Él se sacudió para que lo soltara.
—Con más razón, deberías haber hablado si tenías algún problema, en vez
de cargarme a mí con toda la responsabilidad, linda —dijo él. Ese apodo
cariñoso la hirió como una bofetada—. ¿No estamos aquí por lo mismo?
¿Para crecer profesionalmente? Entonces, ¿por qué diablos no aceptas
trabajar en la serie?
Desvió la mirada otra vez y Cassandra enrojeció de ira.
—¿No lo sabes? —respondió, llevándose las manos al vientre con actitud
protectora.
—¿No te parece un poco tarde para eso? —repuso él y entrecerró los ojos.
Ella puso los ojos en blanco y se rio.
—No voy a caer en ese jueguito de hacerte el idiota, Arthur. Insultándome
no vas a conseguir que no hablemos.
—No te insulté. Solo señalé algo obvio. Estás aquí porque quieres crecer
profesionalmente y el bebé es el mejor modo de lograrlo.
—Bueno, parece que me conoces muy bien —masculló ella—. Ahora te
toca a ti, señor Psicólogo Barato. Si yo estoy aquí porque quiero crecer
profesionalmente, ¿por qué estás tú? —«Por mí», suplicó por dentro. «Dime
que estás aquí por mí»—. Si no viniste para hacerte más famoso, ¿qué
sentido tiene? Ya eres famoso. Tienes un gran fideicomiso. Sé muy bien que
la familia McClellan tiene dinero y tu primo salió en la portada de Esquire.
Yo necesito hacer esto. Pero ¿tú? Tú no lo necesitas. Así que si este no es el
próximo paso en tu carrera, ¿para qué hacerlo?
Cassandra terminó de hablar y contuvo la respiración. Sin importar cuál
fuera su respuesta, se dijo, no iba a perder la dignidad. Iba a mantener la
frente en alto, incluso si él le gruñía y la dejaba hablando sola, porque al
menos así iba a saber cuál era el verdadero Arthur McClellan. Iba a saber de
una vez por todas que él no era el hombre para ella. Arthur estaba tardando
tanto en responder que empezó a sentirse mareada. Exhaló profundo y se
dio vuelta a mirarlo y, entonces, se sorprendió al ver que, en lugar de mirar
el océano o de agachar la cabeza, él la había estado mirando todo el tiempo.
—¿Qué es Adele Crowley para ti? —le preguntó.
—¿Qué? ¿Y eso qué tiene que ver?
—Tiene mucho que ver, de hecho —respondió él y se acercó un poco—.
Con ella, reaccionas distinto que con los demás. Siempre te muestras tan
elegante y segura y en control de cualquier situación, pero ver cómo
actuaste frente a ella hoy me desconcertó. Querías que yo hablara por ti.
Parecías una niñita asustada.
—¡No es cierto! —protestó ella y se alejó.
—Sí es cierto. Era como si, para ti, agradarle fuera una cuestión de vida o
muerte.
Cassandra apretó los labios y suspiró, resignada.
—Me recuerda a mi madre. Un poco. —Se le cayó una lágrima y,
avergonzada, se la secó de prisa—. Siempre se aseguraba de que todo
estuviera perfecto. Seguramente porque mi casa era todo menos perfecta.
—Me imaginé que venía por ese lado —comentó Arthur, asintiendo
despacio. Esbozó una pequeña sonrisa—. ¿Quieres saber quién me hace
acordar a mi mamá?
—Por favor, no me digas que Amy.
Él soltó una risita.
—Mi mamá se debe estar revolcando en la tumba viendo que una mujer es
tan malhablada.
A Cassandra se le paró el corazón.
—¿Tu mamá falleció? —preguntó y, por dentro, se preguntó cómo no lo
sabía—. ¿Hace cuánto?
—Hace unos meses —dijo él, y el brillo en su mirada se desvaneció un
poco.
—Lo siento mucho.
—Yo también —respondió él. Miró hacia abajo y, por un momento, pareció
un niñito que había perdido a su mamá en vez de un hombre adulto—. Y
también lo siento porque parece que no puedo cumplir la última promesa
que le hice ni aunque mi vida dependa de ello.
—¿Qué le prometiste?
Él se lamió el labio inferior antes de responder.
—Me hizo prometerle que iba a dejar de torturarme y que iba a ser feliz. —
Le acarició el pelo—. Lo estoy intentando.
Ella le agarró la mano y se la llevó al corazón.
—Arthur —murmuró—, es demasiado.
Él hizo un sonido que podría haber sido una risa, de no ser por el matiz
resignado de su voz.
—Seguramente no me creas, pero yo era tímido. Muy tímido. Mi mamá
también era tímida de chica y no quería que yo terminara teniendo todos sus
miedos, así que me presionó. Me hizo hablar en público, unirme a los Boy
Scouts, participar en todas las actividades sociales que te puedas imaginar.
—Debe haber funcionado, porque eres…
—Lo odié. Odié cada uno de esos momentos y odiaba a mi mamá por
obligarme a hacerlo. Solo quería que me dejaran en paz, y ya sabes cómo
son los chicos. Cuando huelen debilidad, se te van encima como tiburones a
la sangre.
—¿Qué te hicieron?
—Nada, porque antes de que pudieran burlarse de mí, yo mismo me burlé
de mí. Me les adelanté. Me convertí en un idiota sarcástico y frío, y
funcionó. Me aceptaron. Pero solo aceptaron al idiota. No a mí… —La
miró intensamente y agregó—: No sientas lástima por mí. Yo mismo
provoqué todo esto y, créeme, ese idiota me ha sido de gran ayuda. Pero me
gusta pensar que soy más que eso. ¿Y tú, Cassandra? ¿Piensas que soy más
que eso?
—Mucho más —respondió ella y soltó un grito ahogado justo antes de que
él la besara en los labios. Le agarró la cara y le rodeó la cintura con las
piernas mientras él la levantaba y la llevaba de nuevo hacia el dormitorio.
—Eres —dijo él entre beso y beso— increíble. —Cayeron en la cama, ya
arrancándose la ropa, y él susurró—: Y te necesito. ¿Sabes cuánto te
necesito?
Las palabras le salían a borbotones, una mezcla de pensamientos a medio
formar y promesas desesperadas, mientras le secaba las lágrimas con el
pulgar.
—Entonces hazme tuya —suplicó Cassandra—. Ahora, Arthur, ahora
mismo.
Cuando él se introdujo en su interior, ella jadeó un momento y luego le
rodeó el cuerpo con las piernas para acercarlo más. Sentía tanta necesidad
de estar conectada a él que no sabía con certeza dónde terminaba el cuerpo
de él y dónde empezaba el suyo. Le acarició la cara mientras él se movía
con movimientos suaves y se sorprendió al descubrir lágrimas en su mano.
—Puedes ser feliz —le prometió agitada, sintiendo más y más placer—.
Aquí, aquí, aquí.
Su promesa se transformó en un ruego a medida que cada penetración
perfecta la llevaba más y más cerca del límite. Hundió el rostro en su cuello
e inhaló profundo, llenándose los pulmones de su aroma antes de gritar su
nombre. Él se aferró a ella y se estremeció, soltando un gemido de
cansancio y desesperación.
—Voy…
Lo que iba a decirle se perdió en un gruñido prolongado y suave que
parecía provenir de la parte más profunda de su ser. Arthur cayó a un
costado, se hizo un ovillo y, por un buen rato, se quedó mirando a la nada
misma; estaba a miles de kilómetros de distancia. Estuvo así tanto tiempo
que Cassandra se empezó a preocupar.
—Oye —susurró—. Regresa.
—Ah —dijo él, parpadeando.
Al instante, sonrió y la estrechó en sus brazos. En otro momento, estar
abrazada a su pecho la hubiera hecho sentir segura y reconfortada, pero esa
chispa de preocupación ya se había encendido en su pecho y estaba
ardiendo al rojo vivo. Ahora sabía por qué Arthur siempre parecía estar en
guerra consigo mismo, pero saber el motivo no cambiaba nada.
—Tu mamá… —le dijo, acariciándole el pecho.
—Ahora no —le pidió él con un suspiro—. Por favor. Déjame abrazarte un
rato más.
Ella le dio un beso a la altura del corazón y accedió.
—Bueno.
—Qué lindo es esto.
En respuesta, ella tarareó suavemente.
—Lo único que te voy a decir es esto: si mi mamá me está mirando desde
arriba, seguro le parezco muy feliz.
Cassandra se puso tensa.
—¿«Pareces» feliz? —masculló.
Él asintió y la atrajo hacia sí, pero ella se alejó.
—¿Qué pasa?
¿Cómo podía explicarle la angustia que le habían provocado sus palabras?
¿Quería «parecer» feliz? ¿O quería «ser» feliz? ¿O ni siquiera entendía la
diferencia?
13

S uel madre se veía diminuta en la cama del hospital. Apenas si se percibía


bulto de su cuerpo demacrado debajo de las mantas y, cuando abría la
boca para hablar, a Arthur le daba la sensación de estar mirando a un
pichoncito. Pero su voz, esa voz profunda y gruesa que la ubicaba del lado
de los hombres en el coro de la iglesia a la hora de cantar, aún seguía ahí.
Cuando él entró a la habitación, abrió los ojos al instante.
—Art —le dijo muy seria, y él contuvo la respiración, listo para escuchar
noticias incluso más terribles que la noticia de que el cáncer se había
propagado por su cuerpo—, siéntate.
Él obedeció, nervioso, y entonces vio que en la televisión que estaba sobre
la cama de su madre estaban pasando los créditos de un programa de
cocina.
—Apaga eso —le ordenó ella. Cuando él la apagó, lo miró muy seria—.
Eres mucho mejor chef que ese tipo.
«Ese tipo» era la nueva estrella de Canal Sabor, Grant Stahler, un chef
jovial y fornido que tenía una risa rimbombante y un latiguillo muy
simpático. «La comida feliz es buena comida» declaraba al final de cada
programa. Arthur nunca lo había visto en persona, pero estaba seguro de
que, si lo hiciera, le daría un puñetazo, por una cuestión de principios.
—Pensé que te estaba haciendo un favor —le dijo su madre—. Y es
innegable que saliste muy bien.
—Gracias, mamá.
—Que seas tan exitoso facilita todo esto —continuó y, con la mano
huesuda, hizo un gesto que abarcaba la cama del hospital, el vial de
morfina, su cuerpo corrompido por la enfermedad—. Pero no puedo evitar
pensar que cometí un error al presionarte tanto.
—No cometiste ningún error, mamá —la contradijo él. De la emoción,
sintió que se le cerraba la garganta, a tal punto que se sintió asfixiado.
—Sí que cometí errores. Me enfoqué en tu éxito en vez de enfocarme en tu
felicidad —le dijo ella y le agarró la mano con una fuerza sorprendente—.
Prométeme algo, Art. Prométeme que serás tan feliz como ese hombre. —
Señaló el televisor—. Es chef igual que tú, pero él sí sonríe —agregó y le
inspeccionó el rostro con esos ojos aguados—. ¿Cuándo fue la última vez
que sonreíste, hijito?
«El día antes de que me dijeras que el cáncer era terminal», pensó. Intentó,
fracasó y volvió a intentar, y esa segunda vez logró esbozar una sonrisa
desganada para su madre, que sonrió a su vez.
—Ahí está —dijo ella. De pronto, parecía exhausta—. Prométeme que
encontrarás la forma de que siga ahí.
A Arthur no le gustaba pensar en lo que había pasado después. El pitido de
la máquina, las enfermeras aterradas, la cara seria del médico. Por eso,
cuando reproducía el recuerdo en su cabeza, siempre llegaba hasta ahí. Con
la promesa que le había hecho justo antes de que diera el último suspiro. La
verdad, no la había cumplido para nada. Pero todavía estaba a tiempo de
cambiar.
—Bueno —le dijo al grupo de productores que se habían reunido a toda
prisa. Adele Crowley estaba sentada a la cabecera de la mesa, tras tomar un
vuelo nocturno—. Si eso es lo que ofrecen, voy a hacer lo posible para
lograrlo.
Miró de reojo a Cassandra, que esbozó una sonrisa apenas imperceptible y
asintió. Todos suspiraron aliviados y Amy dio una palmada a la mesa.
—¡Muy bien! —exclamó, hablándole a su gran amigo el micrófono—.
Manos a la obra, gente. Ya perdimos un día entero de filmación, y el tiempo
es dinero.
Arthur se echó a reír ante el sonido de los empleados que, muertos de
miedo, se apresuraban a armar todo otra vez. Pero se le borró la sonrisa
cuando Amy le puso una hoja delante.
—¿Qué es esto?
—La lista de escenas de hoy.
Él la leyó y, al terminar, dijo:
—No sé qué significa esto.
—Yo sí —intervino Cassandra, sonriente. Se dio vuelta y lo miró con un
brillo perverso en los ojos—. Hoy voy a enseñarte sobre tableros de
visualizaciones.
—Parece una amenaza.
—Una advertencia más bien.
Arthur asintió, serio, y se contuvo para no soltar una frase sarcástica de las
que ya tenía incorporadas. Los tableros de visualizaciones le gustaban a
Cassandra, pero a él le gustaba usar las manos para otras cosas. No le
encontraba sentido a ponerse a recortar imágenes y pegarlas en un tablero,
pero, si eso era lo que querían los productores, iba a darles el gusto. Su
confianza en sí mismo duró hasta el momento en que salió del sector de
peinado y maquillaje y lo guiaron a una habitación con una mesa, dos sillas
y una sola computadora. Miró a su alrededor para ver dónde estaban los
elementos para hacer artesanías.
—¿Y el tablero? —le preguntó a Cassandra.
—Aquí —respondió ella, tocando la pantalla de la computadora—. Voy a
enseñarte a usar Pinterest.
Arthur suspiró y la miró con desconfianza.
—Vaya. No había planeado pasar el día así, pero está bien. Enséñame —le
dijo y se sentó frente al monitor.
Cassandra hizo clic en algunas imágenes y se inclinó sobre su hombro para
escribir. Su pelo sedoso le acarició la mejilla y lo invadió el aroma de su
perfume.
—No entiendo cómo voy a aprender con tantas distracciones —observó él,
disfrutando de poder tocarla en cámara.
—Shhh —dijo ella entre risas, y le pegó en esos dedos curiosos—. Ahí
tienes. Le puse título a tu primer tablero.
—Estilo de casamiento. Va directo al grano, supongo.
—La idea es que sea fácil de buscar, así otras personas pueden encontrar lo
que seleccionaste y guardarlo también. —Se reclinó hacia atrás y la dulce
fragancia desapareció—. Ahora solo tienes que encontrar imágenes que
representen cómo visualizas esta boda.
—¿Cómo visualizo la boda? —repitió él y miró la pantalla con los ojos
entrecerrados, como esperando que aparecieran unas instrucciones mágicas
—. ¿No se supone que eso lo tienen que hacer Rory y Kendra?
Se dio vuelta y se sorprendió al ver que ella lo estaba mirando con el ceño
fruncido.
—No. Es nuestro trabajo.
—Pausa. Corte —dijo Arthur. Esperó a que Amy se sacara el auricular y le
preguntó—: ¿Qué se supone que tengo que hacer?
—Eso no es asunto mío, amor —replicó ella—. Elige lo que quieras.
—¿Lo que quiera? —repitió él justo cuando las cámaras volvían a grabar.
¿Qué versión de él estaban buscando? ¿Era Arthur, el chico malo reformado
y a punto de ser padre? ¿Se suponía que tenía que generar un drama?
¿Debería intentar averiguar qué quería hacer Cassandra? Se movió
incómodo en su asiento—. Estoy muy perdido —confesó y esbozó lo que
esperaba fuese una sonrisa conquistadora.
Cassandra soltó una risita sardónica.
—Qué bueno que te estén filmando. Es la primera vez en la historia que un
hombre admite eso.
Ofendido, Arthur se agarró del respaldo de la silla.
—Vaya, la gatita tiene garras.
Para su sorpresa, Cassandra no le pidió disculpas. Simplemente puso los
ojos en blanco, soltó un resoplido de exasperación y, con un gesto, le indicó
que se levantara.
—Supongo que tendré que hacer todo yo entonces —comentó, sentándose
en su lugar. Lo miró y esbozó una sonrisa falsa—. Empecemos con las
entradas. ¿Visualizaste algo de ese tema?

«Otra vez está actuando como otra persona», se dijo Cassandra, furiosa,
mientras hacía clic en una variedad de decoraciones de boda. Había hecho
un esfuerzo por contenerse, pero ver a Arthur atravesar otro cambio de
personalidad —hoy, parecía que estaba interpretando el papel de ayudante
sumiso— la hizo enfurecer. Pero su modo de reaccionar había sido poco
profesional e injusto, y juró que iba a pedirle disculpas. Ni bien dejaran de
grabar.
—¡Corte! —gritó Amy.
Cassandra suspiró aliviada y se alejó de la computadora. Luego, respiró
profundo y se preparó para disculparse.
—Estuviste genial, amor —le dijo Amy y le apoyó la mano en el hombro,
lo cual la tomó por sorpresa, aunque no tanto como la sonrisa grande y
sanguinaria de la mujer—. Tienes madera de actriz, créeme.
—¿Qué? —Las palabras «Perdón por lo de recién» todavía estaban
atravesadas en su garganta. Miró a Arthur, que parecía totalmente absorto
contemplando las cortinas a cuadros.
—¿A qué te refieres con «qué»? —replicó Amy con brusquedad y soltó una
retahíla de amenazas en el auricular—. Ya estamos a mitad del programa. A
esta altura, los televidentes ya van a estar hartos de tu rutina de «señorita
Perfecta». Es momento de cambiar un poco.
—¡No tengo ninguna rutina! —protestó Cassandra. Se daba cuenta de que
Arthur la estaba mirando, pero se rehusaba a hacer contacto visual con él.
Tenía las mejillas rojas de la indignación—. Solo estoy siendo yo misma.
—¡Ja! Claro que sí. —Amy le dio otra palmada en el hombro—. Nada ni
nadie es tan perfecto. Queremos ver más de esas grietas en tu fachada. A los
televidentes les va a encantar.
«¿Grietas en mi fachada?», pensó Cassandra. Estaba tan desconcertada que
solo atinó a abrir la boca, se quedó callada y volvió a cerrarla. Entonces,
cometió el error de mirar a Arthur, que tenía una sonrisa de oreja a oreja.
—Basta.
—Si no dije nada —respondió él.
—Sí, pero lo estabas pensando —repuso ella. Se dio cuenta de que las
cámaras estaban filmando otra vez, pero no le importaba—. Sé muy bien lo
que estabas pensando.
A él se le borró la sonrisa y cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Ah, sí? Por favor, ilumíname.
—Quizás a mí también me cuesta un poco ser yo misma, pero ¿sabes qué?
Lo que dije igual es válido, aunque sea válido para los dos. —Lo miró con
los ojos entrecerrados y agregó—: Seré yo misma si tú haces lo mismo.
—¿Me estás desafiando? —preguntó él, acercándose un poco.
Ella levantó el mentón.
—Sí. ¿Crees que puedes lidiar con la verdadera yo?
—No lo sé. ¿La conozco?
—Sí —respondió Cassandra. Se paró derecha y agregó—: Está frente a ti.
Lo miró a los ojos, decidida a no interrumpir el contacto visual a pesar de
que el corazón le latía a toda velocidad y de sentir que le faltaba el aire. Él
fue el primero en desviar la mirada, lo cual la hizo sentir victoriosa, hasta
que se dio cuenta de que le estaba recorriendo el cuerpo con una mirada
claramente lujuriosa. Se estremeció mientras su piel levantaba temperatura
bajo el calor de su mirada, y Arthur esbozó una sonrisa arrogante.
—Basta —le ordenó ella.
—¿Basta de qué?
—De poner esa cara como si hubieras ganado algo.
—¿No gané? —preguntó él. Dio un paso más y ella volvió a estremecerse.
Odiaba que su cuerpo respondiera a él de esa forma aunque ella quisiera
estrangularlo. Él le miró la boca—. Bueno, digamos que es un empate.
Cassandra lo abrazó por el cuello y suspiró cuando su boca la reclamó como
propia. Una parte de ella todavía quería ahorcarlo, pero ¿cómo podía
hacerlo si la estaba besando como si su vida dependiera de ello? Las
cámaras giraron a su alrededor para capturar el momento, pero no podían
capturar la intensidad del deseo que le quemaba el cuerpo. ¿Cómo era
posible sentir tantas cosas a la vez? Dolor, enojo, felicidad, lujuria. ¿No se
suponía que el amor era fácil? ¿Acaso un príncipe azul de cuento de hadas
la haría sentir tan confundida? No.
Pero un príncipe azul de cuento de hadas tampoco la haría sentir tanto
deseo. Se arqueó contra el cuerpo de Arthur y, con total desfachatez, le
rodeó la cintura con una pierna. En respuesta, él gruñó, y Cassandra jadeó
al sentir lo duro que estaba su miembro. Soltó un gemido.
—¡Corte! —gritó Amy.
Cassandra retrocedió, horrorizada.
—Fue muy sensual, amores, pero es un programa apto para todo público —
continuó Amy.
Le guiñó el ojo y Cassandra deseó que se la tragara la tierra. Fulminó con la
mirada a Arthur, pero él solo sonrió con arrogancia, sin sentir nada de
vergüenza por la erección que se le notaba a todas luces debajo del
pantalón.
—Lo siento —masculló Cassandra.
Y, tras mirar a Arthur otra vez, hizo algo que no había hecho nunca: se
marchó con actitud altanera y dejó a todos desconcertados.
14

—L opecho—.
que estoy diciendo es que… —Arthur cruzó los brazos sobre el
Es que… Esperen. ¡Corte!
Cassandra lo volvió a mirar de esa manera. Llevaba toda la mañana
mirándolo así, con una mezcla de sorpresa y desaprobación, como si fuera
un desconocido que había aparecido desnudo frente a su puerta, pero no le
importaba. Estaba rara desde la última vez que habían dormido juntos y,
aunque una parte de él sabía que seguramente tenía que ver con el
embarazo, las hormonas y el modo en que se había pasado dando vueltas
toda la noche, lo que más deseaba era que dejara de tener esa actitud.
Estaba tratando de conseguir una toma perfecta, pero era bastante difícil si
ella no dejaba de arruinarlas con esas miradas asesinas. Levantó la mano
para hablar.
—Creo que no debería estar detrás de la encimera —le dijo a Amy—. Me
gustaría más que Rory estuviera en mi lugar.
Rory puso cara de preocupado, y él y la novia se miraron con desconfianza.
—Eh, a mí me gusta así. Con las dos parejas juntas —intervino Kendra.
Cassandra resopló, o quizá se rio.
—¿Eso somos?
—¡Estamos desperdiciando tiempo valioso, amores! —gritó Amy—.
Arthur, quédate donde estás y retomemos desde tu última frase.
—Quiero intentar con otra toma —protestó Arthur.
Ya nada se sentía bien. Todos los movimientos parecían fingidos; todas las
palabras parecían ensayadas. Si al menos pudieran filmar con la isla de
cocina entre él y la extraña ira de Cassandra, quizá se sentiría un poco
mejor.
—Bueno, ahora yo también digo «corte» —dijo Cassandra de mala manera
—. Arthur, ¿podemos hablar? A solas.
Había tanta furia en su mirada que Arthur sintió que el mundo se le venía
abajo. No entendía por qué lo miraba así. Ella era la única persona que lo
conocía de verdad, ante quien él había desnudado su alma. Ella sabía lo
difícil que era todo y sabía que estaba dándolo todo por su bebé. Algo
explotó en su interior.
Sonrió con arrogancia y se sintió bien, como si se estuviera poniendo unos
jeans viejos y cómodos. También se sintió bien tirar todos los platos de la
encimera y mandarlos volando al piso en un estallido de cerámica. Y gritar
«¡Al carajo!» tan fuerte que todos gritaron y parecieron un poco asustados
se sintió incluso mejor.
—¡Se terminó! —rugió mientras daba un puñetazo a la encimera.
Le dolió, pero el dolor también se sentía bien. Lo ayudó a aclarar sus
pensamientos y le hizo entender que necesitaba salir ya mismo de ahí.
Necesitaba subir a un avión y volver a casa.
Arthur McClellan, el chico malo de los chefs, se había marchado de un set
hecho una furia más de una vez. Había desarrollado el hábito de nunca
mirar atrás, ni siquiera si gritaban su nombre. O si daban un portazo y salían
corriendo detrás de él. Pero Cassandra no era cualquier persona.
—Arthur, ¿qué diablos te pasa? —le gritó mientras lo seguía.
La violencia de su voz lo hizo detenerse, pero fue la desesperación con la
que pronunció su nombre lo que lo hizo darse vuelta. Y, al verla, sintió que
le faltaba el aire. Ya no quedaba nada de su princesa perfecta Cassandra.
Tenía los puños apretados, las mejillas al rojo vivo y el pelo, despeinado, le
caía sobre la cara. Estaba tan hermosa que quitaba el aliento, literalmente, y,
de repente, Arthur olvidó por qué quería marcharse. Hasta que ella abrió la
boca y se lo recordó.

Cassandra estaba cansada. Extremadamente cansada. Tenía el tipo de


cansancio que destroza los nervios y hace que la piel se sienta en carne
viva. Nunca había estado tan cansada en toda su vida. Ya no vomitaba, pero
las náuseas habían sido reemplazadas por la necesidad imperiosa de dormir
cada vez que se presentaba la oportunidad. E iba a tener la oportunidad ni
bien terminaran de filmar, pero Arthur, o la versión de él que estuviera
interpretando hoy, se la pasaba insistiendo en filmar una y otra vez la
misma escena. Le había colmado la paciencia hacía horas y, cuando se fue
del set, Cassandra explotó.
—¿Qué diablos estás haciendo, Arthur? —le gritó. Él se estremeció y ella
se enojó aún más—. ¿Está bien que te llame Arthur? No estoy segura. Creo
que no sé con qué versión tuya estoy hablando hoy.
—Déjate de idioteces, Cassandra.
¿Encima tenía el tupé de enojarse con ella?
—¿Qué idioteces? No estoy diciendo ni haciendo ninguna idiotez, no como
tú.
Esta vez, cuando él volvió a estremecerse, Cassandra se ablandó un poco.
Lo estaba lastimando y, por más que quisiera que él la escuchara, no quería
perderlo para siempre.
—Arthur —le dijo tras respirar hondo—, es que… estoy asustada. —Se
paró derecha, se acercó a él y le apoyó la mano sobre el corazón como
había hecho antes, cuando las cosas estaban bien entre ellos—. Me
preocupa que estés perdiendo tu esencia…
Él retrocedió para que no lo tocara.
—La perdí hace rato.
Cassandra se quedó helada. Los ecos de las peroratas de su padre, sus
soliloquios nocturnos sobre todas las formas en que el mundo lo había
perjudicado mientras se servía otro trago, resonaron en su cabeza. Ella
también retrocedió. Quizás Arthur no fuera un borracho como su padre,
pero, en ese momento, sonaba igual de inestable.
—No creo que sea así —dijo ella, y esperó sonar convincente—. Creo que
solo necesitas… Necesitamos aclarar las cosas. —Lo obligó a mirarla a los
ojos antes de continuar—. Aclarar qué somos.
—¿No lo sabes? —preguntó él. Parecía más dolido que antes.
Cassandra tuvo que contenerse para no consolarlo.
—¿Ahora? No, no lo sé. La verdad que no. ¿Somos una pareja de verdad?
¿O solo estamos actuando para las cámaras? —Tragó saliva y agregó—:
¿Soy solo un medio para que ganes fama? ¿Y para que cumplas la promesa
que le hiciste a tu mamá?
Él le apoyó la mano sobre el vientre con actitud protectora.
—¿Me estás preguntando si esto es real?
—No estoy hablando del bebé —respondió ella, alejándose—. Estoy
hablando de nosotros.
Él retrocedió como si ella le hubiera arrojado agua hirviendo.
—¿Qué somos? Mierda, Cassandra —resopló—. Por favor. Para bien o para
mal, accedimos a ser una pareja de tortolitos frente a las cámaras por las
próximas semanas.
—¿Y después de eso?
Él abrió la boca y bajó la mirada. Cassandra sintió que una burbuja de dolor
se inflaba en su pecho. Crecía y se abría paso entre sus pulmones y le
impedía respirar, y ejercía tanta presión sobre su corazón que estaba segura
de que se iba a desmayar. Pero, entonces, se reventó y el dolor desapareció.
Ya estaba todo claro.
—Ya entiendo —dijo, muy tranquila.
—¿Qué cosa? —preguntó él. Parecía desconcertado ante esa calma
repentina.
—Cuál es la línea. Entre nosotros. Entre realidad y ficción. Ya entiendo cuál
es y, si tú no, bueno… —Se encogió de hombros. Por primera vez en la
vida, no le importaba ser amable. Lo que le importaba era ser sincera—.
Supongo que ya sé lo que tenemos que hacer.
15

D esde que habían tenido la clase de cocina, Vinny siempre esperaba —


con un gesto adusto dibujado en el rostro para ocultar su entusiasmo—
que Arthur aprobara el desayuno del equipo todas las mañanas antes de la
reunión de producción. Pero, esa mañana, Arthur se dio vuelta en el sillón
(había vuelto a dormir en el sillón), apagó la alarma y volvió a darse vuelta.
¿Dejar plantado a Vinny coincidía con su imagen de chico malo? Arthur ya
no estaba seguro. Toda esa cuestión de su imagen lo estaba volviendo loco y
lo que más necesitaba era sentarse a hablar tranquilo del tema con
Cassandra. Preferentemente, desnudos.
Pero ella se negaba a dirigirle la palabra. Desde su discusión del día
anterior, había adoptado una actitud fría y estoica, y había estado muy
callada. Lo enervaba verla tan cerrada y, además, lo hacía sentir un nudo de
preocupación en el estómago. Fue esa sensación de preocupación la que,
por fin, lo motivó a salir de la cama y a dirigirse a la cocina, pero, al llegar,
se detuvo en seco.
El equipo de producción estaba reunido en torno a la isla de cocina; estaba
Amy, que tenía puestos los auriculares, y Sam, que parecía aterrado de estar
rodeado de gente de verdad en vez de imágenes en una pantalla. Vinny, que
estaba frente a las hornallas, lo fulminó con la mirada y, resentido, siguió
batiendo huevos para preparar los omelettes. Cassandra estaba sentada con
las manos sobre su regazo y se veía tan hermosa que Arthur se sintió
desfallecer. Era normal ver a esas personas reunidas antes de comenzar a
filmar, pero la cocina también estaba llena de desconocidos que, por algún
motivo, le resultaban un poco conocidos, lo cual agravó muchísimo ese
nudo de preocupación en su estómago.
—¿Qué está pasando? —preguntó, un poco más fuerte de lo que había
planeado.
—Ya llegó —susurró alguien.
—¿Eso qué tiene de raro? —masculló Arthur.
—Siéntate, amor —le indicó Amy, sin rastros de su sonrisa habitual—.
Adele está en altavoz, así ella también escucha.
—¿Escucha qué? —preguntó él. Apretó los puños y luego los relajó. El
hecho de que Adele ya hubiera vuelto a su casa lo irritó muchísimo—. Esto
es molesto y tengo hambre. ¿Qué pasa?
—Lo que pasa es que Cassandra quiere hacer unos cambios —respondió la
voz vivaracha de Adele del otro lado del teléfono.
Arthur miró a Cassandra.
—¿Qué significa eso? —le preguntó, pero la respuesta se la dio Adele.
—Me dijo la verdad sobre ustedes dos. —Aunque los separaban kilómetros
y un océano, el fastidio en la voz de Adele era más que evidente—. Nos
dijo que su relación, bueno, no va más.
Fue como si Adele hubiera atravesado el teléfono y le hubiera dado un
puñetazo en el estómago.
—¿Qué carajo estás diciendo?
—Les informé que no quiero que mi programa se enfoque en mi vida
personal —explicó Cassandra.
—¿Tu programa? Querrás decir «el» programa —la corrigió él.
—No, Arthur —dijo Adele. Sonaba aburrida—. Su programa.
—¿O sea que aceptan? —preguntó Cassandra, acercándose al teléfono—.
¿Y aceptan mis condiciones? Mi hijo no será parte de la trama. No es
negociable.
—Ya sabemos cuáles son tus condiciones —respondió Adele—. Y el
equipo de legales las está revisando ahora mismo, pero… —Hizo una pausa
para generar suspenso—. Sí. Creo que va a funcionar, Cassandra. Haz
demostrado que puedes hacerlo.
—Sí, es cierto —concordó Cassandra.
Ya no quedaban rastros de su antigua actitud modesta y complaciente.
Arthur la miró y sonrió, orgulloso. «Muy bien, linda. Tienes el toro por las
astas. Qué sexi», pensó. De pronto, se encontró en el medio de una fantasía
caliente protagonizada por Cassandra, vestida con uno de esos trajes
blancos que le gustaba usar, con una falda muy corta que se le subía cada
vez más mientras cabalgaba sobre él…
—¿Qué? —murmuró Arthur, volviendo a la realidad. Todos lo estaban
mirando, esperando que dijera algo.
—Disculpen —dijo Cassandra—. ¿Hace falta que me quede para esto?
Tengo una prueba de vestuario.
—No, ve. Esto solo le compete a Arthur —respondió Adele.
—¿Ah, sí? —masculló Arthur—. Entonces, ¿podrías darte prisa y
decírmelo antes de que mi estómago se coma a sí mismo?
—Lo que pasa, amor —dijo Amy con tristeza—, es que, si no vamos a
explorar la vida personal de Cassandra, no sabemos qué hacer contigo. —Se
llevó la mano al pecho y agregó—: Yo, personalmente, creo que tienes buen
perfil para estar en la tele…
—Pero solo funciona —interrumpió Adele— cuando estás en
contraposición con Cassandra. Ella ayudó bastante a vender esta idea del
chico malo reformado. Ahora volvimos a foja cero.
—¿Me están despidiendo? —preguntó él y se agarró de la encimera.
—No te estamos despidiendo, solo… —Amy se quedó callada, buscando la
palabra indicada.
—Reubicando —propuso Adele—. ¿Qué te define, Arthur?
—¿Qué me define? —repitió él. La palabra podía significar cualquier cosa,
pero, desafortunadamente, sabía la respuesta—. Soy un chico malo —
murmuró.
—Exacto. Ahora bien, si quieres seguir explotando ese ángulo de chico
malo reformado, podemos ofrecerte un programa nuevo. Es contenido en
línea.
—Ya hice esa mierda —dijo. Le estaba subiendo una oleada de calor por la
nuca.
—Bueno, si todavía quieres un programa en la tele, tienes que descartar esa
actuación de reformado.
—No es una actuación —repuso él, pero, en medio del entusiasmo de Amy,
nadie le prestó atención.
—Exacto, amor. Si quieres gritarle a la gente todo el día, tengo la propuesta
perfecta para ti. —Le guiñó el ojo—. Y sabes que soy una experta en ese
tema. Por eso, estoy desarrollando un programa nuevo. Un chef de cinco
estrellas visita restaurantes a los que les va mal y encuentra todos sus
defectos.
—¿Para que les vaya mejor?
Amy sonrió alegremente.
—¡No! Es voyerismo puro. Quiero que haya ratas en la cocina, goteras,
comida congelada y jefes furiosos. Quiero que los televidentes se enojen
mucho y tú serás su representante.
—¿Tengo que enojarme y gritarles por todo lo que está mal? —preguntó
Arthur en voz baja.
—Exacto, eso mismo. Quiero que, cada vez que encuentres algo negativo,
no solo lo señales, sino que te enfurezcas por eso. Si hay algo que aprendí
en estas semanas trabajando juntos, es que nadie te supera a la hora de
señalar las cosas negativas, amor.
Arthur estaba horrorizado. Aunque estaba rodeado de gente, se sentía
completamente solo. Abandonado. Tenía que elegir entre interpretar el
papel que todos esperaban de él para llegar a las grandes ligas u olvidar sus
sueños para no tener que abandonar su «imagen reformada». Y ¿de qué le
había servido reformarse? No había cumplido su promesa. Aún era infeliz y,
sin importar la opción que eligiera, seguiría siendo infeliz. Pero ¿qué más
podía hacer?
—Después les confirmo.
—¿Después nos confirmas? Espera, ¿a dónde vas?
Arthur ignoró la confusión de Adele y las amenazas profanas de Amy, y se
dirigió a toda prisa al ala de la casa donde estaban los vestuarios. Tenía que
cumplir su promesa. Tenía que encontrar la felicidad. Tenía que encontrar a
Cassandra. Irrumpió en la habitación justo cuando Cassandra se estaba
acomodando la blusa sobre el vientre, que crecía día a día. Estaba gruñendo
y maldiciendo mientras intentaba vestirse y, al verlo, volvió a maldecir.
—¿Qué haces aquí?
—¿Qué pasó recién? —preguntó él, ignorando las protestas de la modista
—. ¿Me arrojas a los leones así como así?
Cassandra le volvió a dar un tirón a su blusa, sin éxito, y, frustrada, se
rindió y se la sacó. Su vientre suave y redondeado era perfecto y maduro
como una fruta. Arthur no podía dejar de mirarlo.
—Esto ya no me entra —dijo Cassandra y suspiró antes de darle la blusa a
la modista. Luego, volteó a ver a Arthur—. Ya nada me entra, llegado este
punto. No puedo seguir ocultándolo y tampoco quiero hacerlo. Quiero
recuperar mi vida. No quiero pasarme toda la vida fingiendo frente a una
pantalla.
—Yo tampoco. Ya lo sabes. Te lo dije. Pero ¿por qué estás renunciando a
nosotros? —preguntó él y se le quebró la voz.
—¿Qué es «nosotros»? Ya no sé qué es real, Arthur. Al principio, pensé que
eras un chico malo y te tenía miedo. Después, resulta que solo era una
actuación. Pero nunca imaginé que no había nada detrás de esa actuación.
—Le apoyó la mano en el pecho; ese gesto simple y cálido de antes se
sentía tan distinto ahora. Arthur se preguntó si estaría fijándose si ya se le
había roto el corazón—. No te estabas escondiendo detrás de un personaje
porque no hay nada que esconder. No hay nada real ahí dentro. —Le dio un
golpecito en el pecho y se alejó—. Miras a las personas a tu alrededor para
descubrir quién deberías ser, y te am… —Desvió la mirada—. Te aprecio
demasiado para tomar esa decisión por ti. Lo tienes que hacer tú.
—¿Me aprecias? Entonces, quédate conmigo. No puedo perderte,
Cassandra —le suplicó, dándole la mano.
Ella negó con la cabeza.
—No puedo estar contigo aquí. Estoy cansada de que sigamos un guion.
Estoy cansada de parecer feliz. Quería algo real contigo, Arthur, pero esto
no tiene nada de real. Y yo deseaba que fuera real, lo deseaba tanto… De
verdad, pero…
Sin terminar de hablar, salió corriendo de la habitación.
16

E lla estaba cansada, pero, a pesar de todo, el programa seguía. Cassandra


se movió incómoda mientras miraba el ensayo. Kendra, hermosa,
sonriente y feliz, caminaba al altar para reunirse con su hombre perfecto.
Bueno, quizá Rory no era perfecto, pero era el hombre indicado para
Kendra. Se complementaban tanto que Cassandra casi creía que existía el
amor. Antes estaba convencida de eso, pero ahora ya no estaba tan segura.
Sintió que Arthur le clavaba la mirada desde la otra punta del salón. No le
había dicho ni una palabra desde su discusión en el vestuario el día anterior,
y quizá fuera para mejor. Después de todo, ¿qué podía decirle?
«Que lo malinterpretaste y que sus besos no son actuados y que todo lo que
sientes por él, él también lo siente por ti. Podría decir que lo nuestro es
real», pensó. Negó con la cabeza para apartar esos pensamientos y soltó una
carcajada.
—¡Corte! —gritó Amy—. ¡Amor! ¿Qué carajo estás haciendo? —la
reprendió—. Si vuelvo a escuchar siquiera una risita, te voy a arrancar el
cabello de raíz y lo voy a usar de bufanda.
—Perdón, Amy —respondió Cassandra, sin sentirse intimidada en lo más
mínimo por sus amenazas. Eran igual que todo lo demás en ese lugar:
vacías e innecesarias, pronunciadas con el único propósito de aportar drama
—. Estoy lista.
—¡Acción!
—¡Corte! —La voz de Arthur sobresaltó a todos—. Amy, ¿necesitas que
esté en esta toma?
Amy le echó un vistazo al monitor y respondió:
—No, estás de adorno nada más.
Cassandra evitó mirarlo a los ojos, pero igual escuchó el gruñido de
frustración que soltó.
—Entonces, me tomo un descanso —anunció.

Estar cerca de ella le daba ganas de gritar. Estar lejos de ella le daba ganas
de estar cerca otra vez. Arthur se alejó sin siquiera pensar; toda su
frustración acumulada lo impulsó a caminar por el jardín y, luego, a rodear
la casa hasta llegar al ala donde trabajaba el equipo de edición. Sam levantó
la vista del monitor, alarmado.
—Hola —le dijo Arthur—. Me estoy volviendo loco. No hay televisión, no
hay radio, no hay distracciones. Necesito despejarme.
Sam señaló el monitor.
—¿Quieres despejarte viéndote a ti mismo? —le preguntó.
Arthur miró las imágenes borrosas de la pantalla hasta que entendió lo que
estaba viendo.
—Es el video de…
—Hace unas noches —completó Sam—. Son las cámaras de visión
nocturna.
Arthur se dejó caer en la silla pesadamente.
—¿Puedes retroceder? —le preguntó.
El corazón le latía a más no poder. El bocadillo a medianoche. Estaba
viendo un video de él buscando comida en el refrigerador. Le estaba dando
la espalda a Cassandra, así que, en su momento, no llegó a ver cómo lo
miraba sonriente desde la banqueta. Ahí estaba, tan feliz y satisfecha,
completamente distinto al modo en que lo miraba ahora. Y ahí estaba él. Se
había olvidado de las cámaras esa noche. Había estado tan concentrado en
darle de comer a Cassandra, tan entusiasmado por cocinar para ella, que se
había olvidado por completo. Siguió mirando y se sorprendió al verse
arrodillado. Había olvidado que le había hablado al bebé.
—Tenemos la misma toma desde otro ángulo —le explicó Sam.
Tocó un par de teclas y, de pronto, apareció un primer plano de la cara de
Arthur hablándole al vientre de Cassandra. Luego, mirándola y sonriéndole.
—Espera, ponle pausa. ¿Puedes pausarlo?
—Puedo hacer lo que sea con los videos —resopló Sam—. Soy un genio de
la informática. Así que sí, claro que puedo pausarlo.
Arthur apretó los dientes.
—Gracias —dijo por obligación y se acercó a la pantalla—. ¿Qué estoy
viendo?
—A mí me parece que le estás sonriendo a tu chica como un tonto
enamorado —respondió Sam—. Pero ¿quién podría culparte? Cassie es
increíble.
—Cassandra —lo corrigió Arthur automáticamente—. Espera un minuto.
—Se acercó un poco más para mirar la toma, como si allí estuvieran ocultos
los secretos del universo. Y quizás así fuera—. ¿Así se ve el amor?
—No lo sé, dime tú.
—No puedo. Nunca estuve enamorado. Pero nunca me vi… así —dijo,
tocando la pantalla con asombro.
Ninguna sonrisa arrogante. Ninguna mueca. Nada de poner los ojos en
blanco ni de mostrar enojo. Apenas si reconocía su propia cara en la
pantalla, pero, cuanto más la miraba, más se daba cuenta de que estaba
viendo algo que nunca había visto. El verdadero él. Ninguna actuación.
Ningún personaje. Solo un hombre que se había levantado en medio de la
noche para prepararle un bocadillo a la mujer que amaba.
17

L osqueantojos del embarazo eran un cliché. Puros cuentos inventados para


las mujeres embarazadas parecieran locas e irracionales. Cassandra
no entendía por qué tanta historia. Ella nunca se había levantado a mitad de
la noche poseída por la necesidad desesperada de comer algo en particular.
Hasta hoy.
Estaba acostada, pero se incorporó de un salto y se agarró el vientre. No era
hambre, aunque la carcomía de la misma manera. Era una necesidad
enorme de comer algo muy específico, pero no tenía ni idea de qué era.
Frustrada, soltó un gruñido y cerró los ojos, intentando visualizar lo que su
boca ya estaba saboreando. Algo crujiente y mantecoso, lleno de queso
untuoso que chorreaba y caía en su lengua. Algo que llenara el agujero que,
estaba convencida, había crecido en su interior.
El otro lado de la cama estaba vacío, al igual que el sillón. Por un instante,
Cassandra se permitió extrañar a Arthur con la misma intensidad con que
necesitaba satisfacer su antojo. Él hubiera sabido qué necesitaba. Y no se
hubiera negado a levantarse en medio de la noche a dárselo. Quizá nunca
iba a saber si lo que habían tenido era real o no, pero sí sabía que su interés
por ella era lo más real que conocía.
Se aferró a las sábanas y se preguntó cómo podía ser que recién se estuviera
dando cuenta. Había estado tan preocupada por el futuro que había perdido
de vista el presente. Había dejado pasar todos los pequeños gestos con los
que Arthur le había demostrado lo mucho que le importaba, desde ayudarla
a esconder sus síntomas de embarazo hasta el entusiasmo con el que había
elegido los ingredientes para prepararle un bocadillo. Se había enfocado
tanto en buscar motivos por los que no era bueno para ella que había
ignorado todos los motivos por los que era perfecto para ella. Y, ahora, lo
había perdido.
La sensación de vacío que tenía dentro era como un abismo sin fin. Era el
medio de la noche. No iba a poder arreglar el hueco con forma de Arthur
que tenía en el corazón. Pero al menos podía revisar el refrigerador hasta
encontrar algo que saciara su antojo. Abrió la puerta y, por costumbre,
volteó la cara para evitar la cámara. Pero algo la hizo levantar la mirada.
Contuvo la respiración, esperando ver titilar la lucecita roja que indicaba
que estaban filmando, pero no ocurrió.
Cassandra estaba confundida. Esa lucecita roja se había vuelto algo tan
cotidiano que no verla le resultó extraño… pero también liberador. Mientras
caminaba por el pasillo, se sintió liviana sabiendo que no la estaban
filmando. Quizás era estúpido sentirse así, ya que tal vez solo habían
movido la cámara a otra parte. Pero, por el momento, tuvo la libertad de
exhalar con ganas, sin preocuparse por si se le notaba mucho la panza.
Inhaló y, entonces, jadeó entusiasmada cuando sintió el aroma. ¡Era eso!
Gimió en voz alta y se preguntó si estaba alucinando. ¿Cómo podía ser que
oliera exactamente lo que necesitaba, un sándwich de queso fundido, en
medio de la noche?
Recorrió el resto del camino a la cocina de prisa, olfateando y diciendo
«mmm», hasta que dobló en la esquina y se detuvo en seco. Arthur tenía un
repasador sobre el hombro, pero, quitando eso, tenía el torso desnudo.
Estaba despeinado, como si acabara de levantarse de la cama, y tenía una
espátula en la mano. Era el hombre más apuesto que había visto en su vida
y lo amaba con todo su corazón.
Esa epifanía repentina la golpeó como una tonelada de ladrillos, y sintió que
le faltaba el aire.
—Perdón —dijo Arthur. Cassandra se preguntó por qué diablos se estaba
disculpando, hasta que se dio cuenta de que él debía haber confundido su
exclamación de asombro con un resoplido de fastidio—. ¿Te desperté?
—No, ya estaba despierta. ¿Qué estás haciendo?
Él sonrió apenas.
—Hablas dormida.
—¡No es cierto! —exclamó y, horrorizada, miró de reojo el lugar donde
estaban las cámaras. Entonces, se dio cuenta de que no estaban ahí.
Arthur notó su mirada de asombro y sonrió.
—No te preocupes. Ya me encargué de eso.
Señaló la encimera de la cocina, donde había apilado todas las cámaras;
algunas todavía tenías restos de yeso tras arrancarlas de la pared. Cassandra
se llevó la mano a la boca.
—Por Dios, ¿puedes hacer eso?
Él se encogió de hombros y dio vuelta el sándwich.
—Seguramente no. Pero no se van a morir por perder una noche de
filmación —respondió, más sonriente que antes—. Supongo que el chico
malo no está tan reformado después de todo.
Cassandra contuvo las ganas de soltar una risita.
—Huele muy bien.
—Me alegro —dijo él. Con la espátula, levantó ese lío de queso chorreante
y delicioso, lo sirvió en un plato y se lo ofreció—. Toma. Espera a que se
enfríe un poco.
Ella se quedó mirándolo.
—¿Cómo supiste?
—Te dije que hablas dormida. Estabas teniendo una conversación muy seria
con alguien sobre lo hambrienta que estabas y lo mucho que necesitabas un
sándwich de queso fundido ya mismo. A decir verdad, gritaste las palabras
«ya mismo» bastante fuerte, así que supuse que me convenía escuchar a la
mujer que amo y poner manos a la obra.
—Qué amable de tu parte —respondió ella y, de un solo mordisco, devoró
la mitad del sándwich. Entonces, se quedó helada y tragó como pudo—.
Espera, ¿qué dijiste?
—¿Que me convenía escuchar? —preguntó él, con un brillo travieso en la
mirada.
—¡No! ¡Lo otro!
Él se sentó en la encimera y partió el sándwich a la mitad.
—Mastica bien, linda. No quiero tomarme el trabajo de decirte lo mucho
que te amo y cuánto lamento haber sido un idiota solo para que te ahogues y
mueras.
Cassandra dejó de masticar y lo miró. Tenía la boca tan llena que no podía
emitir ni una palabra y Arthur sonrió, complacido.
—Bien. Eres muy educada y no hablas con la boca llena. Eso me da la
oportunidad de decirte que sé que arruiné todo. Siempre supe quién soy,
pero dejaba que los demás lo decidieran por mí porque era más fácil ser un
personaje que ser una persona de verdad. Y pensé que, como me costaba ser
yo mismo, eso quería decir que era infeliz siendo yo. Tomé el consejo de mi
madre y le di tantas vueltas que terminé perjudicándome muchísimo —dijo.
Le acarició la mejilla y agregó—: Pero tú me abriste los ojos y me ayudaste
a ver lo feliz que soy siendo yo mismo. Sí, es difícil. Sí, es confuso. Pero es
real. Es tan profundo como el océano y tan contundente como el medio kilo
de mantequilla que usé para prepararte ese sándwich de disculpa.
Cassandra tragó. El sándwich era contundente, sí. La hacía sentir llena y
satisfecha, pero Arthur no había saciado solo su hambre.
—Desde chica, me imaginé al hombre perfecto para mí. Su aspecto, su
profesión, todos los detalles —comentó ella. Apoyó la mano sobre la suya y
continuó—: Escribí páginas y páginas sobre él en mi agenda de
visualizaciones. Y tú no te le pareces en nada.
Arthur se puso serio. Ella lo miró a los ojos y vio todas las emociones que
le cruzaban el rostro, la decepción y las esperanzas rotas. No podía seguir
torturándolo.
—Eres todavía mejor —le aseguró y se levantó de un salto. Le agarró la
mano y él bajó de la encimera, esperanzado. Cassandra le acarició la mejilla
y asintió. Por fin estaba segura—. Eres real. Por eso te amo. Te amo, Arthur
McClellan, chico malo.
Él resopló.
—Creo que ya es hora de olvidar eso.
—Me alegro. ¿Qué te gustaría ser?
Él la besó con dulzura y la atrajo hacia sí. Suspiró contento y dijo:
—Arthur McClellan, el hombre más feliz del mundo.
EPÍLOGO

C assandra siempre había imaginado cómo sería la maternidad. Las


mañanas silenciosas en el cuarto del bebé, los rayos de sol filtrándose
por la ventana mientras acunaba a su hijo contra el pecho y se miraban con
adoración. Y había logrado que fuera así… un par de veces, por lo menos.
Habían sido exactamente tres las mañanas en que el pequeño Jack se había
contentado con quedarse sentado tranquilo. Las otras ciento veinticinco
mañanas de su vida las había pasado moviéndose sin parar.
—Nunca se queda quieto —se quejó Cassandra cuando se hijo intentó
escapar de su abrazo por quinta vez en cinco minutos—. Te juro que en vez
de gatear va a aprender a correr directamente.
—Quiere mirar estos lindos dibujos —dijo Arthur entre risas. Se acercó y
estiró los brazos—. Ven aquí, Canguro Jack. Vamos a elegir un lindo tatuaje
para celebrar tus cinco meses.
Cassandra suspiró mientras su esposo levantaba al bebé y lo acercaba a las
hojas laminadas repletas de diseños de tatuajes.
—No puedo creer que trajimos a nuestro bebé a un estudio de tatuajes.
—¿Qué tiene? ¿Qué íbamos a hacer si no? ¿Dejarlo en casa y que lo cuiden
los perros?
Cassandra sintió una oleada de afecto por su esposo. Parecía confundido en
serio. Claro, ni se le ocurría pensar que no era adecuado llevar a un bebé a
un lugar así. Ese tipo de indiferencia por las convenciones sociales la
hubiera vuelto loca un año atrás, pero ahora solo contribuía a aumentar su
amor por él.
—Si me hubieras dejado comprar la cámara de seguridad que quería, al
menos podríamos haberlos vigilado para ver si los perros lo estaban
cuidando bien —bromeó.
—Nada de cámaras.
—Ya sé —dijo ella. Al final, había rechazado la oferta para filmar una serie.
Y los dos habían rechazado un gran cheque de Canal Sabor para transmitir
su boda en vivo. Destino: Boda había sido todo un éxito y les había dado la
oportunidad de aprovechar su fama para invertir en el proyecto soñado de
Cassandra: financiar las bodas de parejas que no podían pagarlas—. Era un
chiste.
—Ya lo sé, linda —dijo él, sonriente—. ¿Seguro estás lista?
—Claro que no. Pero igual lo voy a hacer. —Lo besó y agregó—: Además,
ya se me ocurrió el diseño perfecto.
Ese brillo perverso en la mirada de Arthur solía asustarla, pero ahora le
resultaba excitante.
—Demasiado tarde. Ya lo elegí.
—¿Qué?
—¡Adelante! —los llamó el tatuador y, con un gesto, los invitó a pasar—.
Lo diseñé en base a tu idea. ¿Qué te parece? —le preguntó a Arthur.
Él se acercó, miró el dibujo y sonrió.
—Es perfecto —dijo. Volteó a mirar a Cassandra y su sonrisa pícara se
volvió tierna—. Quería algo que me recordara la noche en que nos
enamoramos.
De tanto amor, Cassandra se sentía un poco embriagada.
—Me encanta la idea. Me voy a tatuar lo mismo. Es más, voy yo primero.
Le sonrió a su esposo y apretó el piecito de su hijo. Luego, se mordió el
labio para no reírse mientras le tatuaban el dibujo de un sándwich de queso
fundido.
Era perfecto.
FIN DE EL CHEF MULTIMILLONARIO
Y UN EMBARAZO INESPERADO
LOS MULTIMILLONARIOS MCCLELLAN #2

El multimillonario y su asistente embarazada

El chef multimillonario y un embarazo inesperado

P. D.: ¿Quieres enamorarte perdidamente? Entonces, lee estos fragmentos


exclusivos de El multimillonario y su asistente embarazada.
¡GRACIAS!

Muchas gracias por comprar mi libro. Las palabras no bastan para expresar lo mucho que valoro a
mis lectores. Si disfrutaste este libro, por favor, no olvides dejar una reseña. Las reseñas son una
parte fundamental de mi éxito como autora, y te agradecería mucho si te tomaras el tiempo para dejar
una reseña del libro. ¡Me encanta saber qué opinan mis lectores!

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CÓMO ALEGRARLE EL DÍA A UN
AUTORA

No hay nada mejor que leer buenas reseñas de lectores como tú, y no lo
digo solo porque me haga feliz. Al ser una autora independiente, no tengo el
respaldo financiero de una gran editorial de Nueva York ni la influencia
para aparecer en el club de lectura de Oprah. Lo que sí tengo (mi arma no
tan secreta) es a ustedes, ¡mis increíbles lectores!
Si disfrutaste el libro, te agradecería muchísimo que te tomaras unos
minutos para dejar una reseña. Simplemente haz clic aquí (TAP HERE:
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Amazon al terminar el libro. También puedes ir a la página de producto del
libro en Amazon y dejar una reseña allí. En ese caso, debes buscar el link
que dice “ESCRIBIR MI OPINIÓN”.
Sin importar el largo que tengan (¡incluso las más breves sirven!), las
reseñas me ayudan a que la saga tenga la exposición que necesita para
crecer y llegar a las manos de otros lectores fabulosos. Además, leer sus
hermosas reseñas muchas veces es la parte más linda de mi día, así que no
dudes en contarme qué es lo que más te gustó de este libro.
ACERCA DE LESLIE

Leslie North es el seudónimo de una autora aclamada por la crítica y best seller del USA Today que
se dedica a escribir novelas de ficción y romance contemporáneo para mujeres. La anonimidad le da
la oportunidad perfecta para desplegar toda su creatividad en sus libros, sobre todo dentro del género
romántico y erótico.

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SINOPSIS

El multimillonario Connor McClellan tiene un arma secreta: Rosalie


Bridges. Cada vez que Connor persigue a un cliente potencial, Rosalie lo
acompaña y se hace pasar por su novia. Pero, después de la última reunión,
que terminó con una noche apasionada entre los dos, ella no le atiende el
teléfono… y ahora él la necesita más que nunca para ganarse a un cliente
importantísimo.
Desde hace años que Rosalie está loca por su jefe, un hombre
increíblemente sexy. Pero, después de que por fin se acostaran juntos, él
quiere que sigan teniendo una relación profesional y ella ya está harta de
que la use. Y un test de embarazo que acaba de dar positivo complica aún
más las cosas.
Ahora que Connor está desesperado por cerrar el trato comercial y que
Rosalie ya no está dispuesta a seguirle la corriente con ese noviazgo de
mentira, va a ser necesario llegar a otro tipo de acuerdo. Si lo logran, quizá
no solo consigan un gran negocio, sino también un amor para toda la vida.

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multimillonarios McClellan: Libro 1) ingresando a
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FRAGMENTO

Capítulo 1
Rosalie no se consideraba una persona quejosa. Por el contrario, se
enorgullecía de siempre ver el lado positivo y el vaso medio lleno, y de
buscar aquellos pequeños momentos para recordar y decir: «Ahí. Ahí
mismo fui muy, muy feliz». No obstante, debía reconocer que había días en
los que era muy difícil encontrar esos momentos. ¿Hoy, por ejemplo? La
decisión que había tomado por la mañana de dejar la comodidad de su cama
e ir a trabajar había sido muy difícil de justificar.
—Bueno, vamos a repasar otra vez desde el principio. Quizá no lo estoy
explicando bien. —Obligándose a esbozar una sonrisa alegre y encantadora,
Rosalie sujetó con fuerza su bolígrafo para reprimir las ganas de estrangular
al papanatas que tenía enfrente, el gerente de un restaurante que había
irrumpido en su oficina sin cita previa para exigirle atención y soluciones
inmediatas—. Sabemos que es una alternativa un poco incómoda, pero,
hasta que el equipo de informática instale un parche adecuado en el sistema,
es la única forma de evitar que vuelva a ocurrir lo mismo. ¿Quisiera
mostrarme qué es lo que no entiende?
Debido a su puesto de directora de extensión en la oficina satélite de Aspen,
Rosalie estaba acostumbrada a tratar con los clientes menos sofisticados de
la empresa. El ritmo era más lento y tranquilo que en la oficina principal de
Nueva York —de hecho, el año anterior había ido de visita allí y había
quedado asombrada al ver la velocidad con la que se movían todos—, lo
cual, por lo general, le gustaba. El único inconveniente era que los que
compraban sus sistemas (principalmente, dueños decrépitos de restaurantes
familiares y chefs hippies con mucha pasión y nada de sentido común) a
menudo necesitaban algo de ayuda y paciencia. Y hoy, a Rosalie se le
estaba agotando la paciencia. Respiró hondo y descruzó y volvió a cruzar
las piernas antes de sonreírle al cliente que estaba sentado frente a ella.
—Nos quedaremos todo el tiempo que necesite.
Trató de reprimir la irritación que sentía. Después de todo, no era culpa del
cliente que su escritorio ostentara un triste manojo de claveles amarillos.
Claveles. ¿Cómo podía haber leído tan mal a Connor? Cuando la había
mirado a los ojos y había adivinado su flor favorita, la había convencido de
que había llegado el momento. Luego de tantos años de amarlo en secreto,
había pensado que Connor por fin estaba listo para dar el siguiente paso y
corresponder su deseo y admiración. Él la conocía lo suficiente como para
saber lo importante que era el lenguaje de las flores para ella. Las rosas
significaban pasión. En cambio, ¿los claveles? Los claveles amarillos
significaban decepción. Rechazo. Como si las flores no hubieran sido
bastante insultantes de por sí, había añadido una tarjeta que empeoraba aún
más las cosas. Era una tarjeta insulsa, aburrida e impresa (ni siquiera la
había escrito a mano) sobre un pedazo de cartón, más adecuada para
acompañar una corona fúnebre que otra cosa. Lo único que decía era:
«Gracias por todo lo que haces por el Grupo Tecnológico McClellan». Ni
un nombre. Ni una firma.
Al principio, había pensado que era una broma. Hasta se había quedado
parada en la entrada de su casa esperando (por más tiempo del que hubiera
querido admitir), convencida de que el ramo verdadero, el que le había
prometido, con diez docenas de rosas, iba a llegar en cualquier momento.
Además, ya lo había perdonado por enviar las flores con retraso. Desde su
encuentro en el hotel, Rosalie casi no había ido a la oficina hasta esa
semana. Se había pasado el último mes y medio yendo de un lado a otro:
había visitado los comercios de sus clientes para recolectar información y
limar asperezas, había asistido a una capacitación obligatoria en Denver y
hasta había viajado a Singapur para ir a un taller de desarrollo; de hecho,
todavía no terminaba de recuperarse del jet lag de ese último viaje. Y, en
recompensa, había recibido esas flores espantosas. Y esa tarjeta.
¿A qué se refería con «todo lo que hacía por la empresa»? Lo que hacía era
fingir que estaba enamorada de él para ayudarlo a ganarse a los clientes…
aunque lo cierto era que estaba enamorada de verdad. Lo que hacía era
asegurarse de que todas sus interacciones con los clientes salieran bien. Lo
que hacía era enviarle a Bruce Gallum un cajón de su cerveza favorita para
ayudar a Connor a cerrar el acuerdo, incluso estando fuera del país. Lo que
hacía era hacerlo quedar tan bien que estaba nominado para ser el Hombre
del Año de la revista Esquire, otra vez. ¿A eso se refería Connor cuando le
agradecía por todo lo que hacía por el Grupo Tecnológico McClellan? ¿O se
refería a otra cosa totalmente distinta? ¿Era un agradecimiento por haberse
acostado con él en un momento de debilidad, un momento del que se
arrepentía más y más con cada día que pasaba? Ni siquiera le había
agradecido por todo lo que hacía por él. Rosalie sabía que Connor solo se
interesaba por la empresa y siempre se lo dejaba pasar, pero no iba a dejar
pasar que le hubiera agradecido de modo tan frío e impersonal.
—Esto es inaceptable.
Cuando el cliente levantó la voz y amenazó con «hablar con su superior»,
Rosalie salió de su ensimismamiento. Se obligó a dejar de lado sus
pensamientos desbocados y suspiró.
—Tiene toda la razón en sentirse frustrado —le aseguró. Se sintió desleal al
decirlo, pero qué más daba—. El presidente de la empresa está al tanto del
problema. —Echó un vistazo al florero con los claveles una vez más y
terminó de decidirse—. Este es su número privado. Puede llamarlo en
cualquier momento, no importa la hora.
Tras anotar el número de la línea directa de Connor en un pedazo de papel,
se lo dio al cliente, que, de pronto, parecía satisfecho, y se despidió de él,
sintiéndose mezquina pero triunfante. A Connor no le iba a gustar nada que
lo hubiera expuesto así. Se suponía que ella se ocupaba de esos problemas
para que él no tuviera que hacerlo. Era parte de todo lo que hacía por el
Grupo Tecnológico McClellan. Se frotó las manos y trató de aferrarse a la
emoción que le había generado esa pequeña venganza, pero, ni bien se fue
el cliente, la sensación se desvaneció y, una vez más, se quedó sola en la
oficina con los claveles. Más allá de la satisfacción que sentía al saber que
el cliente estaba por arruinarle el día a Connor, le molestaba que hubieran
llegado a ese punto. Hacía meses que sabían del problema en el software. El
mismo Connor lo sabía porque ella le había dicho en más de una
oportunidad que debían encontrar un parche adecuado para solucionarlo,
pero ¿acaso la había escuchado? ¿Siquiera la respetaba, más allá de su papel
como novia de utilería?
Rosalie cerró el puño y hundió las uñas en la palma de la mano para
tranquilizarse. «¿Qué diablos te está pasando?», se preguntó. Nunca
reaccionaba así, pero se trataba de Connor. El bendito Connor McClellan.
Se sentía de maravillas cada vez que estaba junto a él, y completamente
desdichada cada vez que se marchaba. Sobre todo cuando se había
marchado de la cama que habían compartido. Se le hizo un nudo en el
estómago. Parecía que su desayuno de siempre, granola y yogur, le había
caído mal. Se acarició la panza con actitud distraída y, de pronto, sintió un
fuerte mareo que la obligó a agarrarse del escritorio para no perder el
equilibrio.
—Vaya —murmuró—. Ya es hora de almorzar. —Asomó la cabeza para
buscar a su asistente y, al no verla, preguntó—: ¿Anna, estás ahí?
Anna asomó la cabeza desde detrás del escritorio enorme que estaba en la
parte de delante de la oficina.
—Vaya, tardaron muchísimo. Pensé que ese cliente iba a sacar un catre para
quedarse a dormir aquí. Uf, ¡te ves muy mal!
Rubia y jovial, Anna tenía una forma de decir las cosas que hacía que
incluso el peor de los insultos sonara adorable. Rosalie se echó a reír y
volvió a acariciarse el vientre.
—Me parece que todavía no se me pasó del todo ese virus que me agarré en
Singapur.
Había regresado de ese viaje internacional hacía solo unos días, así que era
obvio que todavía estaba padeciendo los efectos del jet lag y tenía el
estómago revuelto por todos los platos extraños pero deliciosos que había
comido. Eso explicaba por qué se sentía tan alterada, irritada y desganada.
Rosalie miró su escritorio. Los claveles también eran una explicación
bastante convincente. Anna notó que estaba mirando las flores.
—Igual son lindas —comentó. Tras esbozar una sonrisa simpática, le
preguntó—: ¿Quieres que pida el almuerzo? ¿Algo delicioso y lleno de
carbohidratos para que se te vaya el malestar?
Rosalie se masajeó el entrecejo, pues tenía un dolor de cabeza espantoso, y
accedió.
—Sí. —Suspiró—. Me encantaría. Gracias.
Sin más, volvió a su oficina y cerró la puerta con un quejido. El hotel. El
viaje a Singapur en el que había hecho quedar tan bien a McClellan. Todas
señales, había pensado, que indicaban que Connor la veía y la valoraba de
verdad. Hasta ahora. Con un gruñido, sacó esa tarjeta tonta e impersonal del
cartón donde estaba pegada y la partió a la mitad.
—¿Me da las gracias por todo lo que hago? —masculló, rompiendo la
tarjeta en pedacitos que cayeron con suavidad al cesto de basura como
copos de nieve—. No hay de qué, Connor. Más bien gracias por nada.
*****
Connor volvió a apoyar su teléfono sobre el escritorio y estiró las manos
encima de la cabeza a modo de festejo silencioso. Acababa de hablar con
Ed Coney de Ventura Enterprises. Había vuelto el hombre que se le había
escapado. Y, esta vez, Connor iba a asegurarse de conseguir el negocio. Se
inclinó hacia adelante para apoyar los codos sobre la superficie brillante del
antiguo escritorio de roble. Era la única muestra de frivolidad que se
permitía. El escritorio había sido de su abuelo y, aunque verlo volvía loca a
su madre, a Connor le había parecido justo quedarse con un souvenir de ese
viejo despreciable después de su muerte.
Cuando era chico, Connor se había criado solo con su madre. No obstante,
hasta ese día seguía pensando con amargura que no debía haber sido así. El
hecho de que su madre hubiera quedado embarazada y se hubiera negado a
casarse con el padre del niño había bastado para que su propio padre —el
abuelo de Connor— la desterrara de su vida y la desheredara. Todo lo que
tenía Connor era gracias al espíritu luchador y determinado de su madre,
que se había esforzado por mantenerlos a los dos. Había fundado la empresa
en honor a ella y había ganado su primer millón solo para demostrarle que
había valido la pena hacer tantos sacrificios. Aun así, una parte diminuta —
bueno, no tan diminuta— de su ser exigía venganza. «¿Ves, abuelo? Mira
todo lo que he logrado. Seguro te arrepientes de haber tratado así a mamá,
¿no?». Quedarse con su escritorio había sido un gesto mezquino, pero
Connor sentía que tenía derecho a ser mezquino de vez en cuando, por lo
menos cuando de la familia de su madre se trataba.
Pasó la mano sobre la superficie pulida del escritorio de su abuelo y agarró
el celular con actitud distraída para mirarlo nuevamente. Ni una llamada. Ni
un mensaje. Miró por la ventana. Ni siquiera una bendita paloma mensajera.
Llevaba todo el día esperando la respuesta de Rosalie. Le había dado
instrucciones claras a Jenny, su secretaria: debía enviarle cuatro docenas de
rosas amarillas a Rosalie, de la oficina de Aspen. También le había pedido
que escribiera algo lindo en la tarjeta. Alguna frase romántica y profunda.
Su secretaria era mucho mejor que él para esas cosas. Con un gruñido,
pulsó el botón del interfono.
—¡Jenny! —vociferó—. Llama al florista de Aspen. Pregúntale si envió las
flores.
La vocecita de su secretaria salió como un zumbido por el parlante.
—Ya llamé, señor McClellan —respondió—. Las enviaron hoy a la
mañana. Las recibió una mujer llamada Anna Wilbur.
—Bueno, gracias.
Connor asintió, pero no le gustó lo que implicaba esa respuesta. Anna era la
asistente de Rosalie y, encima, estaba bastante seguro de que eran muy
amigas. Era imposible que no hubiera recibido las flores, así que solo había
una explicación posible: Rosalie lo estaba ignorando. Soltó un gruñido y
apagó la computadora. Normalmente, Rosalie hubiera respondido de
inmediato. Eficiencia, prolijidad y rapidez para responder; esos eran los
valores que aplicaba a la hora de dirigir la empresa y esperaba que sus
empleados se manejaran con la misma responsabilidad. Por eso su empresa
marchaba tan bien. Nadie buscaba atajos; nadie holgazaneaba.
«¿Estará enferma?», se preguntó. Agarró su saco, que colgaba de un gancho
en la puerta, y se dispuso a marcharse, pero se detuvo. No, eso no iba a
funcionar. No cuando la empresa de Coney estaba en juego. Se rumoreaba
que el viejo se había vuelto a casar y que consentía a su nueva esposa
incluso más que a la anterior. Uno de los informantes de Connor hasta había
dicho que eran «almas gemelas». Al oírlo, Connor se había echado a reír.
Era imposible tener éxito tanto en la vida profesional como en la personal.
Estaba convencido de que la segunda esposa de Coney no era más que un
trofeo para él, pero igual iba a necesitar la ayuda de Rosalie para cerrar el
trato. Si estaba enferma, el acuerdo corría peligro. Después de pensar un
momento, salió de la oficina dando un portazo y Jenny se sobresaltó por el
ruido.
—Llama a mi piloto. Voy a adelantar un día el viaje a Aspen.
Iba a visitar a Rosalie para ponerla al tanto de la propuesta para cerrar el
acuerdo con Ventura Enterprises. Si estaba enferma, iba a obligarla a tomar
vitamina C, té de jengibre y todo lo que hiciera falta para que se sintiera
mejor. No iba a permitir que nada se interpusiera entre él y esa reunión. Ni
siquiera su silencio inexplicable.

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