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Pablo, nacido en Tarso de Cicilia, de familia judía de la tribu de Benjamín, pero al mismo tiempo
ciudadano romano, recibió de Gamalier en Jerusalén una profunda educación religiosa según las
doctrinas fariseas.
Pablo es un apasionado, un alma en fuego que se entrega sin medida a su ideal esencialmente religioso.
Dios es todo para él, y a Dios sirve con una lealtad absoluta, primero persiguiendo a los que considera
herejes (Ga 1,13; Hch 24, 5,14), y luego predicando a Cristo ,cuando por revelación ha comprendido que
solo en Él está la salvación. Este celo incondicional se traduce en una vida de entrega total al servicio de
Aquel a quien ama. Trabajos, fatigas, padecimientos, privaciones, peligros de muerte no cuenta nada a
sus ojos con tal de cumplir la tarea de la cual se siente responsable; nada de eso lo puede separar del amor
de Dios y de Cristo (Rm 8, 35-39).
San Pablo en el capítulo 5 de su carta a los Romanos expone varios enunciados sobre la situación del
hombre. La idea soteriológica que expone establece que el hombre alejado de Dios y pecador queda
justificado, y encuentra así acceso al favor divino. Dios no le tiene en cuenta los pecados al hombre, le
hace valer la fe como justicia. El estado de pecado es una actitud de todo hombre contraria a Dios; el
estado de pecado en que viven los paganos consiste en profesar una concepción de la vida que es hostil a
Dios (Rom 1,19-21). La deshonra de Dios que esto supone lleva consigo la deshonra de sí mismo (Rom
1,22-24.28). El pecado es un proyecto de vida y una concepción del mundo al margen de Dios. Una
segunda idea presenta al hombre como enemigo de Dios; pero Dios se reconcilia con él. La tercera idea
tiene su eje en el concepto de sustitución o representación: ciertas personas ponen su vida a favor de los
débiles (Rom 5,6), de los amenazados, para salvarlos. Cristo realizó una obra sustitutiva a favor de
nosotros de un modo especial (Rom 5,8).La cuarta idea soteriológica aparece cuando vemos en la
salvación por la “Sangre de Cristo” (Rom 5,9) una referencia a la cristología de la expiación, de origen
cultual según la cual Cristo llevó a cabo la expiación con su propia sangre. La expiación se produce por
las trasgresiones del pecador (Rom 5,8); la expiación libra de la ira (Rom 5,9), es decir, elimina las
consecuencias de los actos pecaminosos.
La razón más profunda del acontecimiento soteriológico radica en el amor divino (Rom 5,5.8).Dios no
quiere la muerte de su criatura, aunque viva en el pecado, alejado de él. Dios no quiere ser juez que
condena a muerte, sino, restaurador creativo de la condición humana. Si el pecado se presentaba antes
como menosprecio y deshonra de Dios, la respuesta de Dios es ahora la oferta de reconciliación a sus
enemigos. La figura de Jesucristo viene a ser la mano tendida de Dios al hombre perdido, que restablece
de nuevo la comunicación recíproca. Desde este punto de vista podemos considerar la situación del
hombre antes alejado de Dios y ya justificado. El hombre es justificado bajo la condición de la fe (Rom
5,1) y la experiencia del Espíritu, que derramó el amor de Dios en su corazón (Rom 5,5). En virtud de esa
experiencia, el hombre siente la acción de Dios en Cristo y su propio futuro como esperanza fundada.
Como sanación, la justificación exige una víctima cuyo valor o dignidad sea tal que, contrapesando la
gravedad de la ofensa inferida a Dios por el pecado, pueda dar plena satisfacción a los derechos divinos
violados. Ya por esta sola consideración aparece la necesidad de una víctima divina, sacrificada en aras
de la divina justicia. Aquí se anuncia la tragedia del calvario, la muerte del divino Redentor. El designio
de Dios en concentrar toda la sanación del gran pecado del mundo en la muerte del Hombre-Dios
envolvía o determinaba cierto aparente disimulo o conveniencia de Dios con el pecado, que durante
largos siglos podía parecer como que quedaba sin el merecido castigo. Esta aparente conveniencia
parecía comprometer la justicia divina, como que Dios mirase con ojos indiferentes los crímenes más
detestables de los hombres. Por eso, cuando llegó el supremo momento de la gran sanación, Dios había
de hacer tal demostración de su justicia que hasta los ciegos viesen y entendiesen que Dios es justo.
Un segundo aspecto de la justificación, como acción justificadora del hombre, como obradora de la
justicia que lo hiciese verdaderamente justo había de ser una justicia sobrenatural, de origen y temple
divino, producida por Dios y trasunto de la justicia misma de Dios. Había de ser vital, una vida superior
del espíritu, que, desenvolviéndose aquí en obras de justicia, había de florecer en una vida eternamente
bienaventurada, en que resucitada de la carne, el hombre entero se abismase en la vida de Dios. Por fin,
esta justica de Dios no la merecía, mejor aún, la desmerecía positivamente el hombre infractor. De ahí
que la justificación del hombre envolvía en sí una gracia, un favor, una misericordia: era una justicia
enteramente gratuita. Que inmensa misericordia fue de Dios para con el hombre el darle este medio de
salvación y hacer que la sanación del gran pecado recayese no en cada hombre particular, sino en uno por
todos, en el hombre nuevo, Jesucristo.
Jesucristo: El nuevo Adán, para poder reparar el pecado y la ruina del viejo Adán, necesariamente había
de ser Dios. Solo quien fuera Dios era capaz, por su dignidad personal y por la fuerza de una vida
indestructible, de vencer triunfalmente el pecado y la muerte. Pero también había de ser hombre, no solo
para que pudiera padecer y morir, sino también porque solo un hombre podía representar y cifrar en sí
convenientemente la Humanidad.
San Pablo lo repite frecuentemente, que Jesucristo murió por nuestros pecados. Pero castigar al inocente
en vez del culpable, en lugar de restablecer el orden violado de justicia, no haría sino trastornarlo con una
nueva violación. Para que en justicia Cristo recibiera la pena debida a nuestros pecados era menester que
antes Cristo asumiese sobre sí nuestros pecados, se considerase responsable de ellos, se los apropiase. Y
así fue en realidad. Lo afirma San Pablo cuando dice que “Dios hizo a Cristo pecado por nosotros” (2Cor
5,21). Que no solo murió Jesucristo como representación nuestra, sino que también morimos todos
nosotros, representados y contenidos en Él. La idea es de San Pablo. Con esto no solo Jesucristo satisfizo
a la justicia divina por nosotros, sino también que nosotros en Él. Él y nosotros, nosotros y Él, formamos
un todo único, un bloque compacto: el bloque humano; y todo este bloque estaba inficionado por el
pecado, y todo él a una y en masa murió por el pecado y satisfizo a Dios por el pecado. A todos alcanzaba
el pecado y a todos igualmente alcanzó la muerte, pena del pecado. A la solidaridad del pecado y de
muerte siguió la comunión de justicia y vida. La justicia solidaria en Cristo es la justicia de Dios, que
venga solidariamente los pecados del hombre en Jesucristo, que es al mismo tiempo justicia sobrenatural
y justicia de vida comunicada graciosamente por Dios al hombre en Cristo Jesús.