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Introducción

Desafiando la montaña.
Nanga Parbat significa “Montaña Desnuda” en Urdu, lengua hablada por los habitantes de
las zonas comprendidas por el sur de Afganistán, Cachemira y lo que hoy es el norte de
Pakistán. Durante siglos los hombres y mujeres de esta región del mundo han observado
maravillados la inmensidad de este coloso cuyas cuatro grandes paredes, Bazhin, Diamir,
Rakhiot y Rupal, son demasiado escarpadas para retener la nieve que cae sobre ellas.
Situado como el bastión más occidental de los Himalayas, el Nanga Parbat se yergue
imponente con sus 8.125 metros de roca, nieve y hielo, como un centinela solitario en las
convulsionadas tierras del norte de Pakistán. A pesar de los miles de seres humanos que a lo
largo de las inmemoriales generaciones han convivido con su imponente belleza, sólo unos
pocos se han aventurado a explorar los misterios que encierran sus laderas y su cumbre.
No fue sino hasta 1856 que Adolf Schlagintweit, explorador e investigador alemán, la
descubrió para el mundo occidental. Como preludio perfecto para el inicio del mito, pocos
meses después moría asesinado en una callejuela de Kashgar, en China. La trágica historia
del Nanga Parbat había comenzado.
Desde entonces, lenta pero sostenidamente comenzaron a llegar los primeros exploradores
occidentales, arrastrados por sus sueños de descubrir un mundo exótico y misterioso del cual
poco se sabía. Uno de ellos fue el británico Alfred Mummery, quien encarnaba los ideales
del explorador de su nación de fines del siglo XIX: tenaz, instruído, audaz y dueño de una
voluntad a toda prueba. Todas estas cualidades, sin embargo, parecían pocas para la
envergadura de la montaña: primero en intentar escalar el Nanga Parbat en 1895, murió
congelado a 6.100 metros, en medio de una tormenta de nieve que escondió para siempre su
cuerpo.
Este trágico mito fundacional no era obra de la casualidad. La montaña posee características
que la hacen única dentro del exclusivo grupo de las catorce montañas sobre los 8 mil metros
que existen en el mundo, conocidas como los “ochomiles”. La pared de la vertiente Rupal es
la más alta del mundo con 4.100 metros, el mayor precipicio del planeta. Las condiciones
climatológicas son extremadamente duras, especialmente por la combinación de
temperaturas de hasta menos 45 grados Celsius, con vientos por sobre los 150 kilómetros por
hora. Sus laderas, excesivamente escarpadas, son constantemente barridas por enormes
avalanchas que hacen del terreno un sitio incierto y traicionero. Los primeros exploradores
simplemente no veían la forma de escalarla con una mínima probabilidad de éxito.
Sin embargo, las expediciones se sucedían unas a otras, atraídas por el deseo de vencer las
fuerzas de la naturaleza que tan majestuosamente se manifiestan en esta montaña. Ni siquiera
el trágico fin de la distintas expediciones que en los años treinta dejaron un saldo de
numerosos muertos, logró disminuir el entusiasmo por conquistar la Montaña Desnuda.
Debido a su gran mortalidad, el Nanga Parbat también ganó en el mundo occidental el apodo
de “La Montaña Asesina”. Prueba de ello es que, de las 202 personas que han intentado
escalarla, han muerto 61.
Fascinados con su geografía y con su dificultad superior, los mejores montañistas austriacos
y alemanes se obsesionaron particularmente con el Nanga Parbat a tal punto que algunos la
han denominado como “la montaña del destino de los alemanes”.
Esa contundente aura sólo podía empezar a ser revertida con una epopeya, con un acto de
coraje sobrenatural. En una escalada en solitario que hasta nuestros días es considerada como
uno de los grandes ascensos en la historia del montañismo, Hermann Buhl logró alcanzar la
cumbre en 1953, sin el uso de oxigeno. Su hazaña es recordada como un ejemplo totémico
de escalada extrema, de las más impresionantes de que se tenga registro por lo que, en torno
a ella, se ha construido una leyenda que ha trascendido al paso de los años. No podía ser de
otra forma: luego de un siglo desde su descubrimiento al mundo occidental y de un
importante costo en vidas humanas, el Nanga Parbat, por fin, había sido conquistado.
Tendrían que pasar casi 10 años para que otra expedición lograra vencer las temibles laderas
de la Montaña Desnuda. Esta vez fueron Low, Manhard y Kinshofer, los más exitosos
montañistas alemanes de la época, quienes escalaron la vertiente del Diamir abriendo la ruta
Kinshofer, que se caracteriza por una alta exigencia técnica y que, sin embargo, es utilizada
hasta nuestros días.
La montaña estaba ahí y seguía atrayendo a lo más granado del montañismo europeo. En
1970, la expedición dirigida por Karl Maria Herligkoffer intentaba por segunda vez un primer
ascenso por la pared Rupal. De ese grupo, los hasta entonces desconocidos hermanos
Reinhold y Gunther Messner logran llegar a la cumbre, pero tienen problemas y se ven
obligados a descender por la cara Diamir. Producto de una avalancha Gunther muere y
Reinhold logra llegar moribundo al valle donde es recogido por unos pastores. Este sería el
primer ochomil de Reinhold Messner, quien posteriormente pasaría a la historia como el
primer ser humano en escalar los 14 existentes.
De Los Andes a Los Himalayas.
Sin embargo, el precio a pagar fue alto: en el intento perdió a su hermano y ocho dedos de
sus pies por congelamiento. Tal vez a modo de homenaje -o tal vez por simple y pura pasión-
Reinhold vuelve al Nanga Parbat en 1978, lo escala en solitario y abre la audaz ruta de la
pared Diamir. Desde entonces y hasta el día de hoy, la relación entre la familia Messner y el
Nanga Parbat es estrecha. Periódicamente Reinhold vuelve a reencontrarse con sus laderas y
está seriamente involucrado en proyectos de conservación y desarrollo de las comunidades
locales. En el valle del Diamir, hoy existe una escuela para niños que lleva el nombre de su
hermano Gunther.
Es por esta mezcla de geografía extrema, dificultad técnica superior y leyendas que el Nanga
Parbat es una montaña que despierta un interés especial en el exclusivo circuito de los
ochomiles existentes. Son pocos los montañistas que se han aventurado en una empresa tan
exigente y, hasta ahora, ninguna expedición chilena había intentado escalarla.
Y sin embargo, habría de llegar el día. En abril de 2005 un grupo de amigos se reunió en una
cabaña de montaña en los Andes centrales, cerca de Santiago. El objetivo era recordar
aventuras pasadas en torno a los cerros, revivir la intensidad de la exitosa expedición del año
2001 al Makalu (Himalayas, 8.463 metros), de la cual todos habían sido miembros y, por
cierto, soñar con nuevos proyectos.
Libros de montañismo, mapas y revistas competían por el estrecho espacio disponible sobre
una mesa de madera de la cabaña.
En el ambiente rondaba la idea de repetir la experiencia del 2001, escalando algún ochomil
que plantease un desafío digno del esfuerzo que, ya sabían, estaba implícito en una
expedición de esta naturaleza. Todos recordaban demasiado bien las extenuantes sesiones de
entrenamiento, el tiempo robado a la familia y las innumerables reuniones, absolutamente
necesarias, para conseguir la significativa cantidad de dinero requerida en una aventura de
esta categoría.
Pero sobre todo, cada uno de los allí presentes tenía fresco el recuerdo del viento helado sobre
la cara, la sensación de cansancio, hambre y sueño tan propia de los días vividos en la
montaña, la ansiedad experimentada en los momentos difíciles y la emoción indescriptible
que sintieron al regresar todos sanos y salvos al campamento base, luego de haber alcanzado,
por primera vez para Chile, la cumbre del Makalu. Este grupo de amigos sabía lo que era
soñar en grande y hacer todo lo humanamente posible para ver su sueño convertido en
realidad.
El telón de fondo es que, para el himalayismo en Chile, existe un gran atractivo: aún no se
han escalado los 14 ochomil existentes en el mundo. Con gran esfuerzo, nuestro país ha
logrado, en 27 años, conquistar 9 de las 14 montañas con más de ocho mil metros. De los 5
que restaban, el Nanga Parbat se mostraba una y otra vez como un objetivo fascinante.
Pero no bastaba con eso. Ciertamente el Nanga Parbat era un objetivo al borde de lo
imposible. Todos conocían demasiado bien su historia y las leyendas en torno a la Montaña
Desnuda. Los desafíos serían gigantescos. Desde luego estaba el tema económico, lo cual
resulta un escollo nada despreciable para un grupo de jóvenes profesionales que están
absorbidos por la necesidad de mantener familias, desarrollar carreras y proyectos laborales.
Por otro lado, estaba el problema del tiempo que sería necesario dedicar a esta empresa
creciente e irreversible una vez superada la feliz etapa de ensoñación.
Pero, por sobre cualquier obstáculo y consideración racional, estaba en la mente de cada uno
el firme convencimiento de que era lo que tenían que hacer. Aunque nadie sabía muy bien
cómo. Soñar con el Nanga Parbat es como codiciar el Santo Grial del montañismo; una
empresa que absorbe lo mejor de las capacidades logísticas, físicas y técnicas de quien decida
embarcarse en este proyecto. Todos los allí presentes lo sabían y, con todas las fuerzas de
que fueron capaces, decidieron comprometerse con esta nueva aventura.

“Hasta que uno no se compromete existe vacilación, la posibilidad de retirarse y


siempre la ineficacia. Respecto de todos los actos de iniciativa existe una verdad
elemental, cuya ignorancia extermina innumerables ideas y planes espléndidos: Que
en el preciso momento en que uno se compromete, también lo hace la Providencia.
Ocurre toda suerte de cosas que a uno lo ayudan y que de otro modo no habrían
ocurrido. Hay todo un torrente de sucesos que surgen de la decisión; acuden en
nuestro auxilio todo tipo de incidentes, encuentros y ayuda material imprevista que
ningún hombre habría soñado irían en su favor:”
W.H. Murray, el líder de la primera expedición escocesa a los Himalayas
LA EXPEDICION (Antes)

En un lugar de Los Andes…


Es el otoño de 2003. Un jeep serpentea por los sinuosos caminos que llevan a la localidad de
El Alfalfal, en los Andes Centrales. En el volante, Rodrigo Echeverría y en el asiento del
copiloto, Christian Cuq, dos amigos que pasarían unos días disfrutando de su pasión: el
montañismo. Cercados por el aire diáfano, el cielo azul y la alegría propia que invade la
antesala de una salida a escalar, hablaban entusiasmados de futuras aventuras, mientras, por
la ventana, se perfilaban las imponentes laderas de las montañas donde se han formado
muchos de los grandes andinistas de Chile.
Azuzados tal vez por el sobrecogedor paisaje o alentados por la excitación que supone estar
a punto de emprender una nueva aventura, surgió el nombre del Nanga Parbat como un sueño
en voz alta. A partir de ese momento, el sólo hecho de decirlo, plasmaría por primera vez la
posibilidad que una expedición chilena escalara la Montaña Desnuda.
Dispuestos a que no fuera sólo una idea peregrina de fin de semana, empezaron primero las
conversaciones y luego las acciones para hacer que las cosas sucedieran. Aunque para la
mayoría del público sea invisible, organizar una expedición a un ochomil requiere una
dedicación casi exclusiva, un entrenamiento riguroso y una voluntad a toda prueba. Por eso,
no fue extraño que la fecha propuesta inicialmente para la partida -mayo de 2004- se hiciera
necesario postergarla, pues no se había consolidado el equipo humano ni tampoco estaba el
financiamiento necesario. Sin embargo, se habían dado pequeños pasos en dirección al
objetivo; la pagina web www.nangaparbat.cl había sido registrada y se había hecho un
importante trabajo de estudio y documentación del Nanga Parbat. Ya daba frutos el vínculo
de amor por la montaña de este grupo de amigos.

La historia común de estos hombres les había otorgado un lugar destacado en la historia del
deporte de nuestro país, la cual tiene registros más bien modestos en lo que a logros se refiere.
El montañismo, sin duda, constituye una excepción. ¡Cómo olvidar la hazaña de la
expedición de la Universidad Católica, en 1992, que logró conquistar la cumbre del Everest!
Aquella vez, Cristián García-Huidobro se convirtió en el primer chileno y sudamericano en
alcanzar los 8.848 metros que coronan la montaña mas alta del mundo, en una jornada que
hasta el día de hoy llena de orgullo a Chile. Éste, por cierto, no ha sido el único ochomil
conquistado por deportistas chilenos. A la hazaña del 92 hay que agregar el K2 (8.611),
Makalu (8.463), Cho Oyu (8.201), Dhaulagiri (8.167), Gashernbrun I (8.068), Broad Peak
(8.047), Gashernbrun II (8.035) y el Shisha Pangma (8.013).

Cabe destacar, para efectos de nuestra historia, la expedición al Makalu el 2001. Aquella
empresa reunió a un grupo de amigos que se atrevió a soñar en grande y logró, no solamente,
sacar adelante una expedición a los Himalayas, sino que poner, por primera vez en la historia
de Chile, a tres compatriotas en la cumbre del Makalu, “La Montaña Negra”. Andrés
Stambuk, Pablo Gutiérrez y Ernesto Olivares (este último sin oxígeno), hicieron ondear la
bandera chilena en la cumbre en otra fecha memorable para el montañismo nacional. Ese
grupo compartía una amistad muy férrea que iba mucho más allá del Makalu y que se
consolidó a miles de metros sobre el nivel del mar. Naturalmente, después de finalizada la
aventura y de volver a la rutina de sus vidas, los miembros de la expedición siguieron en
contacto. Esporádicamente se organizaban en salidas de distinta naturaleza, siempre teniendo
como denominador común a los cerros y la aventura. Subyacía la idea de repetir la
experiencia y organizar una nueva expedición a los Himalayas, anhelo que estuvo presente
desde el mismo día que dejaron el campamento base de la Montaña Negra.

Así fue como este grupo decidió hacer propia la idea de Rodrigo Echeverría, también
miembro del Makalu el 2001. El desafío era conquistar el Nanga Parbat e inscribir su cumbre
dentro de los logros del montañismo nacional. A Carlos Bascou, Ernesto Olivares, Francisco
Larraín, Rodrigo Echeverría, Andrés Stambuk, José Pedro Montt y Pablo Gutiérrez –el grupo
original- se incorporó Francisco Muñoz quien, a pesar de no tener experiencia en el
montañismo, había probado ser un aventurero innato. Su función dentro del grupo sería la de
fotografiar y registrar todo el proceso de la expedición. Del mismo modo, Christian Cuq,
experimentado montañista con cumbres a su haber en los Andes y los Himalayas (Everest
2001, Cho Oyu 2006), se incorporó al grupo en marzo de 2006. El único miembro no chileno
de la expedición sería Mike Soldner, alemán radicado en Inglaterra y experimentado
escalador en roca que había conocido a los demás miembros del equipo durante el periodo
en que vivió en Santiago, por motivos laborales.

Constituido el grupo, había que echar a andar la enorme maquinaria necesaria para sacar
adelante el objetivo. Las tareas se fueron acumulando hasta crear otra montaña, de tipo
psicológico, que se levantaba delante de los expedicionarios. ¡Eran tantas las cosas por hacer!
Todo era igual de importante y la sensación resultaba simplemente abrumadora: equipo
personal de escalada, cuerdas, carpas, permisos de escalada en Pakistán, pasajes aéreos,
entrenamientos, salidas preparatorias, alimentación de altura, registro fotográfico y de video.
Y, por supuesto, el financiamiento. El apoyo de la empresa privada y del Estado se veía como
la única salida posible.

La primera montaña, antes del Nanga Parbat.

Organizar y ejecutar todas las tareas necesarias requeriría de una dedicación prácticamente
exclusiva, pero nadie podía darse ese lujo. Todos tenían sus familias, profesiones y
compromisos económicos que no permitían entregar más que el tiempo que eventualmente
se pudiese quitar al trabajo, al descanso y los seres queridos por partes iguales. Sin embargo
la naturaleza del proyecto no permitía un compromiso a medias como lo señala Carlos:
“Cuando tomas una decisión tan trascendental como subir un ocho mil, no te puedes restar y
asumes una actitud súper responsable, que de no ser así puede acarrearte hasta la muerte.”

Cundía en aquellos momentos una sensación contradictoria. La posibilidad de concretar


efectivamente la expedición todavía estaba muy lejos, a pesar de los esfuerzos. Sin embargo,
algunos años atrás este mismo grupo había logrado sacar adelante otra empresa a los
Himalayas. ¿Cómo era posible pues, que ahora que contaban con más experiencia no fueran
capaces de lograr el objetivo? Rondaba el fantasma de que la mayor parte de las expediciones
no superan esta etapa de planificación. Pero se fue imponiendo, no sin dificultades, la
obcecación a la incertidumbre. Si se creían capaces de subir la montaña real, con mayor razón
había que escalar la montaña de tareas. Aunque fuera abrumadora, amenazante y portadora
de desaliento.
Se adoptó entonces un régimen de reuniones semanales, en las cuales se irían discutiendo los
distintos temas que, amenazando con el caos, parecían surgir de la nada. Era como abrir una
puerta en una sala de espejos: cada una nueva daba a un salón con otras infinitas.
Para racionalizar el trabajo se designaron encargados de cada área. Aprovechando la
experiencia adquirida al dirigir la expedición al Makalu, Carlos Bascou (Constructor Civil,
33 años, casado, dos hijos) sería Jefe de la Expedición. Ernesto Olivares (Instructor de
montaña, 41 años, casado, dos hijos) quedaría a cargo de la preparación física y técnica.
Rodrigo Echeverría (Ingeniero, 38 años, soltero) y Christian Cuq (Instructor de montaña, X
años, casado, una hija), tendrían la responsabilidad de coordinar todos los detalles del equipo
de escalada. Pablo Gutiérrez (Ingeniero, 39 años, soltero) sería el encargado de video y
comunicaciones. Francisco Larraín (Médico, 34 años, casado, un hijo) sería el médico de la
expedición y encargado del equipo personal de escalada. Francisco Muñoz (Cirujano
Dentista, 35 años, casado) sería el responsable de la fotografía y el registro. Por su parte,
Mike Soldner (Biólogo, 29 años, soltero) tendría la misión de coordinar, desde Inglaterra,
todas las gestiones con los servicios terrestres en Pakistán. Andrés Stambuk y José Pedro
Montt decidieron finalmente marginarse de la organización de la expedición por no tener la
certeza de poder participar en ella, debido a motivos profesionales y laborales,
respectivamente.

Las semanas comenzaron a pasar sin tregua. Se aprovechó la vinculación con la Universidad
Católica, Alma Mater de la mayoría de los miembros de este grupo, para entrenar
integrándose a las sesiones regulares de entrenamiento del Club Andino Universitario, los
martes y jueves en la tarde en el campus San Joaquín. Todos estaban habituados a ejercitarse
normalmente, por lo que las sesiones de trote, trepas y trabajo focalizado para desarrollar
musculatura en abdominales, brazos y piernas no resultaron demasiado difíciles. Esos días
se convirtieron, además, en instancias para reunirse y comentar los avances en cada uno de
los frentes de trabajo. Ernesto (director de la rama de montañismo de la Universidad Católica)
era quien dirigía los entrenamientos, por lo que rápidamente el grupo se sintió como en casa.

De todas las misiones a esta altura del camino, entrenar duro era sin duda la parte fácil, puesto
que era el único aspecto que dependía completamente del grupo. Simultáneamente avanzaba
la preocupación y la incertidumbre, al darse cuenta que reunir el dinero necesario iba a ser
un desafío de enorme envergadura. La disyuntiva era en extremo cruda, pero sencilla: si no
se lograba cumplir este objetivo a cabalidad, el sueño de escalar el Nanga Parbat quedaría
dentro de la lista de “pendientes” en sus vidas. Así comenzó la rutina de peregrinar por las
empresas solicitando reuniones para presentar el proyecto. Ellos mismos confeccionaron un
folleto -“lo más atractivo que pudimos”- en el cual se incluyeron los detalles del ambicioso
proyecto. Se actualizó la página web con información y novedades que daban cuenta de la
etapa en que se encontraban.

La preparación y las finanzas: se cierra una puerta, se abre una ventana.


Pasó el invierno de 2006 y el grupo consideró que ya estaba listo para poner a prueba sus
capacidades en los cerros. El objetivo escogido fue una travesía por una pequeña cordillera
al oriente de La Calera llamada El Gratz, serrucho en alemán, por la semejanza de sus
formaciones rocosas con los dientes de esta herramienta. Resultó ser poco exigente desde el
punto de vista físico, pero bastante técnica en algunas de sus partes. Y, lo más importante de
todo, permitió a la expedición disfrutar intensamente de una nueva aventura entre amigos.
Sin embargo, fue el momento en que Andrés Stambuk y José Pedro Montt decidieron dar un
paso al costado. Todos lo lamentaron pero entendieron que, de seguir adelante, la dedicación
a este proyecto exigiría un grado de compromiso que ellos no estaban en condiciones de
ofrecer debido al particular momento de la vida en que cada uno se encontraba.

A esas alturas, si bien el equipo no pasaba por un momento de crisis, experimentaba los
primeros embates del desgaste propio de una empresa de esta naturaleza. Fue en ese momento
que apareció la figura de Marcelo Grifferos (Constructor Civil, 42 años, casado, tres hijos),
veterano de varias expediciones nacionales al Himalaya, luego de un encuentro casual con
Carlos Bascou. Tras ponerse al día mutuamente, Marcelo supo de esta expedición y se
reactivó en él el germen de la aventura. Pasó una noche sin dormir perturbado por sus
recuerdos de aire frío, silencios majestuosos y amistades para toda la vida y, a la mañana
siguiente, manifestó su voluntad de participar en este proyecto. Los demás miembros
conocían de sobra sus actuaciones en diversas expediciones emblemáticas para el
montañismo nacional, por lo que su incorporación al grupo fue como una bocanada de aire
fresco en los pulmones de un maratonista que ya se comienza a cansar. Aprovechando la
vasta experiencia adquirida en tantas expediciones, su rol sería el de productor y jefe
logístico. Inmediatamente se incorporó a la rutina de entrenamientos como uno más y al resto
de los integrantes del grupo les pareció que era el engranaje que faltaba para lograr el
funcionamiento óptimo de esta maquinaria, ya bautizada como “Primera Expedición Chilena
al Nanga Parbat 2007”.

Fue precisamente Marcelo quien se encontró en una tienda de artículos de montaña con su
amigo de tantas aventuras, Cristián García-Huidobro. Radicado hace algunos años en la
sureña ciudad de Temuco, Cristián había mantenido su vinculación con el mundo de la
montaña de una manera personal, escalando los cerros y volcanes del sur de Chile. Una vez
dejadas atrás las formalidades de salud, trabajo y familia, conversaron de la expedición al
Nanga Parbat de la cual Marcelo acababa de pasar a formar parte. Coincidentemente, Cristián
tenía al Nanga como un objetivo digno de ser considerado. Las cosas sucedieron de prisa: a
Cristián le interesó participar de la expedición y para el resto del grupo era clarísimo que su
incorporación sería un tremendo aporte. La mayor parte conocía muy bien las legendarias
capacidades de Cristián en la montaña y su experiencia resultaría invaluable en todas las
etapas del proceso. Para todos, además, compartir esta expedición con el primer chileno y
sudamericano en el Everest y el primer chileno en escalar el K2 era fuente de gran orgullo.
Así, Cristián García-Huidobro (Ingeniero, XX años, casado, tres hijos) se incorporó como
miembro de la expedición y su rol durante la fase de preparación fue de coordinar el delicado
ítem de alimentación de altura.
El verano 2006-2007 trajo la posibilidad de programar salidas de entrenamiento. Los
miembros de la expedición tuvieron una fructífera temporada que sirvió para afiatar el equipo
humano, ponerlo a prueba en condiciones más exigentes y realistas y explorar los grados de
compromiso que cada uno estaba dispuesto a asumir. Así, se lograron exitosos ascensos al
Tupungato, Aconcagua y Alto San Juan, este último por una nueva ruta. Una vez más, quedó
claro por qué se estaba haciendo todo esto; el gusto de escalar cerros entre amigos sin buscar
fama ni gloria, por el simple placer de hacerlo, era lo que realmente el grupo buscaba detrás
de todo ese esfuerzo, a estas alturas inexplicable para buena parte de los familiares y amigos.

En medio de esa odisea, sin embargo, había una gran sombra: el trabajo para conseguir
financiamiento no daba frutos. Era larga la lista de puertas golpeadas sin obtener una
respuesta favorable. Se optó entonces por una solución audaz: la contratación de Patricio
López, periodista, experto en el posicionamiento de conceptos y en la construcción de hechos
públicos. Su función sería la de desarrollar ideas fuerza, de modo que tanto los empresarios
como el Estado conocieran el proyecto y valoraran lo útil que podría ser apoyarlo. Así,
entonces, surgió una nueva etapa que se caracterizó por requerir de ¡más trabajo todavía! Así
se logró captar el apoyo del mundo deportivo y político, a los cuales se les pudo transmitir
por qué una expedición al Nanga Parbat era un proyecto atractivo de financiar. Se consiguió
el apoyo explicito de la Comisión de Deportes de la Cámara de Diputados del Congreso y el
patrocinio de la presidencia de la Corporación. Las innumerables reuniones sostenidas con
tantas empresas comenzaron a dar sus frutos y se consolidó el interés de nuestro primer
auspiciador: El Mercurio. Las cosas definitivamente comenzaron a marchar y el grupo sintió
que tanto esfuerzo al fin estaba valiendo la pena.

Los entrenamientos continuaron desarrollándose de manera normal, sin embargo era claro
que si se quería ir al Nanga Parbat habría que someterse a un régimen de alto rendimiento.
Por recomendación de Ernesto se consiguió que Mauricio Pavez, preparador físico de la
Universidad Católica y con gran experiencia en seleccionados de alto rendimiento, se hiciera
cargo. Y el cambio no se hizo esperar: entrenamientos tres veces por semana a las seis de la
mañana en el Campus San Joaquín. Cuando todavía era de noche comenzaba la saga con
ejercicios. Cuando los primeros alumnos y funcionarios llegaban al campus a las 8 de la
mañana, el grupo ya estaba terminando el entrenamiento y se encontraba listo para partir a
los respectivos trabajos. La vida seguía adelante y, por mucho que estuvieran mentalizados
con el Nanga Parbat, el hecho concreto es que a diario los expedicionarios seguían siendo
profesionales, maridos y padres.

Los días se alargaban agotadoramente. La jornada, que había comenzado al alba con el
entrenamiento en San Joaquín, era seguida por un día normal de trabajo que se veía
interrumpido por innumerables llamadas entre los miembros del grupo, con los probables
auspiciadores o con representantes de equipos especializados, entre otros. Al final del día,
las reuniones para coordinar toda la logística fueron cada vez más necesarias y, en lugar de
volver a las casas, todos terminaban reunidos en torno a un proyector, repasando una y otra
vez los interminables detalles que parecían no tener fin. El desgaste psicológico había
comenzado y fue Ernesto quien, en una de estas tantas reuniones, hizo ver que “la montaña
ya la habíamos comenzado a escalar”. Como todos sabían, seguir adelante requeriría de
fuerza, tesón, perseverancia y mucha voluntad. Estaban luchando por cumplir el sueño de
conquistar esa montaña que cada vez sentían más cercana.

“El montañismo es un pretexto para vivir experiencias inolvidables”, comentó Ernesto una
mañana mientras el grupo compartía una paila de huevos en un cafetín de La Calera, antes
de volver a Santiago luego de la salida al Gratz. En efecto, todo este proceso anhelaba
confirmar aquello de que “el destino es la excusa para recorrer el camino”. Al haberse
planteado escalar el Nanga Parbat, el camino había deparado experiencias interesantes y
gratificantes. Una soleada mañana de fines de marzo, una parte de la expedición esperaba en
los alfombrados pasillos del Congreso, en Valparaíso, ser recibidos por la Comisión de
Deportes de la Cámara de Diputados. El proyecto fue expuesto con entusiasmo y se logró,
genuinamente, romper la formalidad de la investidura. Un grupo de seres humanos
empatizó con el sueño de esta expedición, correspondió a la pasión y entendió por qué escalar
el Nanga Parbat era una empresa digna de ser apoyada por el Estado. El patrocinio oficial de
la Cámara de Diputados fue decisivo para que Chiledeportes financiara una parte sustancial
de los costos de la expedición.

En efecto, esa misma mañana el grupo había tomado la decisión irreversible de ir a esta
expedición a toda costa, pagando de los propios bolsillos los tickets aéreos a Pakistán.

El factor humano.

Una vez finalizado el verano del 2007, Marcelo Grifferos decidió marginarse del viaje a
Pakistán. Seguiría formando parte de la expedición y trabajaría con el mismo entusiasmo y
profesionalismo con que lo había hecho hasta ahora desde Santiago, sin viajar físicamente a
la montaña. Sus motivos, estrictamente personales, no fueron cuestionados por el grupo pero
todos sintieron que ese fue un momento especialmente difícil. No contar con su experiencia
y ponderación en el campamento base sería, sin lugar a dudas, lamentable. Sin embargo
tenerlo a él como enlace en Santiago implicaba que ese vital rol sería desempeñado a la
perfección. La Expedición tendría la tranquilidad de saber que la comunicación y
coordinación desde el cerro hacia Chile estaba asegurada.

A estas alturas, los seres queridos comenzaban a resentir las permanentes ausencias, con
salidas de casa al alba para regresar agotados muy tarde en la noche. O, incluso, estar ausentes
gran parte del fin de semana y de los días de vacaciones. Christian Cuq, reciente padre de
una niña, se vio más afectado que los demás por esta situación. Hacía todo lo posible por
asistir a los entrenamientos pero le fue imposible participar de las salidas preparatorias y, a
menudo, se debía retirar de las reuniones más temprano. Su concentración y compromiso con
la expedición nunca fueron del todo satisfactorios. Y, lo que es más delicado aún, su actitud
había despertado recelos al interior del grupo. Carlos, en su calidad de jefe de expedición,
siempre había sido claro en enfatizar que él antepondría el bienestar y éxito de la expedición
por sobre cualquier consideración de tipo personal. En una decisión sumamente difícil,
Carlos optó por marginar a Christian del grupo a tan sólo unos días de la partida. La
expedición ya estaba en su fase final y, aunque dolorosa, esta decisión era mejor tomarla en
Santiago y no a miles de kilómetros, en un remoto y desconocido Pakistán.

El vuelo hacia Pakistán.


Las últimas semanas antes de partir fueron vertiginosas. Las horas del día simplemente no
eran suficientes para hacer todo lo que hacía falta. Se montó un centro de operaciones en el
subterráneo de la casa de Carlos. De las paredes colgaban mapas de Pakistán, croquis
topográficos del Nanga Parbat y pizarras blancas, con listados de tareas pendientes. Los
tambores plásticos en los cuales se llevarían los casi 2.000 kilos de carga se amontonaban
unos sobre otros en un cuidado desorden. En un estante se ubicaban organizadamente los
víveres, balones de gas, comida de altura y equipo personal de cada uno, lo cual daba la
sensación de estar en el pasillo de un gran supermercado. Sobre las mesas, varios
computadores encendidos procuraban mantener el orden de todo aquello, desplegando
planillas de Excel que explicaban cada uno de los movimientos, aparentemente erráticos, de
todo ese material, víveres, equipo y personas.

El primero en partir fue Francisco Muñoz. En su calidad de administrador del campo base,
tendría por función adelantarse al resto del grupo y llegar antes a Pakistán para coordinar la
delicada maniobra de desaduanar toda la carga de la expedición, que había sido enviada con
anterioridad. En Londres, escala obligada del vuelo intercontinental, se encontró con Mike
Soldner y ambos llegaron a Islamabad los últimos días de mayo.

Una semana después partió el resto del grupo. Esa madrugada del 1 de junio, en el aeropuerto,
familiares y amigos le robaron horas al sueño para ir a despedir a los expedicionarios. Carlos,
Pancho Larraín, Cristián, Pablo y Rodrigo hacían la fila para chequear el equipaje y Ernesto
no aparecía por ninguna parte. Cuando lo llamaron por teléfono les dijeron que…!estaba en
la ducha! Agotado por la actividad frenética de los últimos días, se había quedado dormido
sin escuchar el despertador. Milagrosamente alcanzó a embarcarse y se unió con el resto del
grupo, luciendo la característica sonrisa con que acompaña todos los instantes de su vida.

Los parlantes del Airbus 340 repetían en inglés los detalles del vuelo. Parecía mentira que, a
pesar de lo difícil que todo había resultado, hubiesen conseguido salir adelante. La primera
montaña había sido escalada con gran esfuerzo y se habían ganado el derecho de seguir
adelante e intentar escalar el Nanga Parbat. El “click” del cinturón de seguridad fue el
símbolo de que lo que no se hizo o dijo, ya había quedado atrás. De ahora en adelante,
tendrían que poner todo su coraje y empuje para conseguir el objetivo propuesto: llegar a la
cumbre del Nanga Parbat y volver todos sanos y salvos al calor de los hogares.
LA EXPEDICION (Durante)

Camino a la Montaña Desnuda.

Francisco Muñoz y Mike Soldner habían llegado una semana antes desde Santiago para
cumplir con la misión de desaduanar y verificar que los 2.000 kilos de carga de la expedición
hubiesen arribado a destino sin inconvenientes. Además habían cumplido con otros trámites
necesarios como la firma de los permisos del Ministerio de Turismo de Pakistán, los
depósitos obligatorios en dinero por concepto de basura y un eventual rescate en helicóptero,
entre otros.

Uno por uno fueron apareciendo por la angosta puerta de “Salidas Internacionales” Carlos,
Pancho Larraín, Pablo, Ernesto, Rodrigo y Cristián. Lucían en sus caras el cansancio propio
de un viaje intercontinental de casi dos días pero cada uno reflejaba en su rostro la alegría de
estar al fin en Pakistán, el país desde el cual se iniciaría la aventura.

No hubo tiempo para descansar ya que la partida hacia la provincia noroccidental del país
estaba programada para la mañana siguiente y el grupo pasó la mayor parte del día rotulando
los tambores de carga con los logotipos de los auspiciadotes y afinando detalles de última
hora con ATP, la Agencia encargada de los servicios terrestres en Pakistán.

Fue el momento para conocer a los personajes que colaborarían con nuestra expedición en
terreno. Como Oficial de Enlace entre nuestro grupo y el gobierno de Pakistán –la entidad
que otorga los permisos de escalada y autoridad final ante la cual responder frente a cualquier
problema surgido en la montaña- nos acompañaría Mnan, un hombre de edad indefinible,
originario del valle del Diamir y experto conocedor del Nanga Parbat. Tiene dos esposas, tres
hijos con la primera y un segundo hijo por nacer pronto con la segunda. Cuando le
preguntamos si no es complicado ni caro mantener a dos esposas y cinco hijos, nos mira con
profunda paz y nos dice convencido: “Allah proveerá todo lo necesario”. Pertenece a la
vertiente Suni del Islam.

Su padre –a quien él prácticamente no conoció- fue uno de los tres pastores que rescató a un
moribundo Reinhold Messner luego de su trágico descenso por la vertiente del Diamir en
1970. Y fue el mismo Mnan quien años después encontraría en el glaciar del Diamir un resto
de la bota de Gunther Messner, confirmando que efectivamente murió en ese lado de la
montaña mientras intentaba descender junto a su hermano ese fatídico año de 1970.

Probablemente el hombre más importante de toda la expedición es el cocinero. De él depende


alimentación de nuestro grupo mientras estemos en la aproximación a la montaña y en el
Campamento Base. Su nombre es Mama Abdulá, de unos treinta y tantos años. Delgado en
extremo, vestido con jeans y camisa, el pelo corto y sin barba –revelando gran sintonía con
el mundo occidental- nos saludó sonriendo como si fuésemos amigos desde hace mucho
tiempo. Sus ayudantes de cocina serán Nazir y Ryaz, dos jóvenes de un entusiasmo acorde a
la energía que esta expedición requerirá.
Por ser una expedición deportiva, el grupo no contaría con más personal. A diferencia de las
expediciones comerciales, no incluirá porteadores de altura (popularmente conocidos por su
denominación tibetana como Sherpas), ya que todo el trabajo de equipamiento de la ruta y
porteo de equipo para armar y abastecer los campos de altura será hecho por nosotros
mismos. La única ayuda adicional que recibiremos vendrá de una columna de 81 portadores
quienes, junto con sus mulas, ayudarán a transportar las dos toneladas de carga y equipo hasta
el Campamento Base.

Todavía cansados por el viaje y por la frenética actividad de las últimas semanas en Santiago,
partimos al mediodía del lunes 4 de junio rumbo a Chilas, en la provincia noroccidental de
Pakistán. Este es el punto donde se inicia el trekking de aproximación a la base del Nanga
Parbat.

Vamos contentos a bordo del minibús que ATP nos ha contratado. A través de las ventanas
vemos un Pakistán diferente al que muestra la CNN. Las calles se aprecian atestadas de gente,
la mayor parte de ellos hombres y una que otra mujer completamente cubierta por la
reglamentaria Bhurka.

Los mercados a la orilla del camino son coloridos y aromáticos y están cargados con la
energía propia de la compraventa de una infinidad de artículos. Los animales recién
carneados cuelgan desde las vigas de los locales, mientras las moscas revolotean alrededor.
Abundan los cabritos y uno que otro escuálido vacuno. Las aves se mantienen vivas en jaulas
apiladas unas sobre otras hasta el momento de su venta destinado al consumo humano. Nada
de porcino ya que el Islam no lo permite. Tampoco se ve alcohol a la venta por ninguna parte.
Marcelo Grifferos y Cristián, veteranos de la expedición al K2 nos advirtieron de esto y
gracias a un cambio en las etiquetas logramos introducir en nuestra carga varios kilos de
jamón serrano y algunos litros de vino para hacer un poco mas confortable la estadía en el
campamento base. ¡Después de todo Cristián ha sido el fundador, presidente y socio más
activo del “Club de Amantes del Colesterol”!

Pronto vamos disfrutando del imponente paisaje de la famosa Karakoram Highway, una
carretera estrecha, con abundancia de hoyos, curvas y contra curvas que hacen lento el
avance. Fue construida en conjunto con China y une las ciudades de Islamabad, en Pakistán
con Kashgar, en China. De esta forma ha sido posible integrar a las otrora remotas regiones
del norte de Pakistán al resto del país y del mundo. Disfrutamos viendo cómo el chofer debe
competir por el escaso espacio en la ruta, a fuerza de bocinazos y personalidad, con coloridos
camiones, autos, motonetas y rebaños de cabras por igual. Durante la mayor parte del trayecto
el rio Indus transcurre lento y majestuoso a un costado del camino. A veces muy cerca, otras
al fondo del cañón, pero siempre a la vista.

Lentamente las experiencias sensoriales nos van sumergiendo en este exótico país y, poco a
poco, la aventura por la que tanto hemos luchado, va tomando forma.

Luego de tres días de viaje, en los cuales solamente nos hemos detenido a dormir, estamos
felices de abandonar el estrecho minibús japonés y estirar un poco las piernas. El paisaje que
se abre frente a nuestros ojos es impresionante: una meseta semiárida donde el viento sopla
sostenidamente, es la antesala para los imponentes macizos montañosos que se levantan al
noreste. Aunque aún no la vemos, adivinamos que allí es donde está la montaña que nos ha
traído desde tan lejos.

El recorrido final lo hacemos encaramados en el pick up de un Toyota Land Cruiser que


todavía camina porque Allah es grande. Nos abrimos paso entre los cerros a través de los
cuales discurre el valle del Diamir. El camino es sinuoso y estrecho y muchas veces nos
debemos bajar del destartalado jeep para poner palos y piedras en partes de la ruta, para que
el vehículo logre pasar. Continuamos viaje peligrosamente al filo de esta angosta huella y,
en un recodo, el conductor se detiene de improviso.

Viviendo a los pies del Nanga Parbat.

Ahí está. Frente a nosotros, los últimos rayos de sol de la tarde dejan ver la cumbre nevada
del Nanga Parbat. Un silencio sagrado nos invade y el viento que sopla a través del valle nos
sobrecoge. La montaña, gigantesca y majestuosa, se deja ver por primera vez, ante nuestro
respetuoso silencio. Meses de estudio, documentación, esfuerzo y sacrificio de pronto se
hacen insuficientes. La pregunta que nos hacemos en silencio sin que nadie se atreva a hablar,
es “¿Cómo es posible que alguno de nosotros llegue a pararse en esa cumbre?

En un lugar que los lugareños llaman Halala Bridge, montamos el primer campamento de
este trekking de aproximación. Ya han llegado los porteadores con los tambores que traen
nuestra carga. Esa noche disfrutamos de una temperatura agradable y una brisa que invita a
conversar. Algunas horas después, aún no sale el sol y nuestro campamento hierve de
actividad. Oímos gritos y acaloradas discusiones entre los porteadores. Están tratando de
resolver diferencias de última hora acerca de la carga. Los Sirdhars (especie de capataces)
deben hacer uso de toda su autoridad para imponer el orden a punta de gritos, tirones y
empujones. En una economía de subsistencia, los 15 dólares diarios que gana cada uno de
los porteadores vienen a ser casi la única fuente de ingreso para todo el año. Los niños en
edad de cargar, adolescentes, hombres y viejos se disputan fieramente el derecho a portear
un bulto (que según el Ministerio de Turismo no debe exceder los 25 kilos). Luego de las
escaramuzas iniciales parece imponerse el orden y nuestra columna de 81 porteadores y
algunas mulas comienza a caminar por el sendero que se pierde valle arriba. Atrás quedan
los que no recibieron carga esperando tener algo más de suerte con las siguientes
expediciones. Mientras tanto, el sol naciente comienza a iluminarlo todo.

Lenta y sostenidamente nuestra columna avanza y gana altura, pero el cansancio del trekking
no lo sentimos. Vamos demasiado alucinados por la belleza de este paisaje que nos recuerda
mas a los Alpes que a los Himalayas. Luego de la caminata diaria nos detenemos en los
lugares que los Sirdhars han escogido y nos dejamos absorber por el ritmo pausado y lento
que imponen las horas de luz natural. Comemos al interior de una improvisada carpa comedor
mientras los porteadores cantan y bailan alrededor de sus fogatas. La noche se carga de
magia.
Uno tras otro comenzamos a sentir los trastornos gastrointestinales producto de una comida
demasiado condimentada, además de las precarias normas de higiene con que son
manipulados nuestros alimentos. Todos, sin excepción, comenzamos a sufrir de diarreas
explosivas que interrumpen nuestro sueño o caminata sin aviso. Algunos además tienen
vómitos y esto, sumado a la deshidratación propia de la altura y el ejercicio, hace que con el
paso de los días nos vayamos debilitando. Cada uno decide hacer frente lo más estoicamente
posible a estas incomodidades.

En la medida que ascendemos, el calor se queda en el valle y el aire, cada vez más delgado,
nos hace jadear. Tratamos de tomar todo el líquido que podemos para combatir desde el
primer momento la temida deshidratación. Pancho Larraín, en su rol de médico de la
expedición, se encarga de recordarnos lo vital que resulta consumir grandes cantidades de
líquido para aminorar los trastornos propios de la altura. Además se muestra preocupado por
la diarrea generalizada. Mike es el más afectado de todos y no puede alimentarse bien.
Comienza con un tratamiento a base a antibióticos para recuperarse más rápidamente.
Caminar se ha vuelto rutinario. Sin apuro, pero a un paso constante, nuestro grupo ha
remontado casi la totalidad del Valle del Diamir. Dejamos atrás el último caserío y el paisaje
se abre en una meseta verde y extensa que es bordeada por montañas al norte y sur. Las
primeras luces de la mañana iluminan todo con suaves tonos amarillos. El agua del glaciar
desciende desordenada por riachuelos aquí y allá y por todos lados vemos insectos y
pequeños animalitos. Al doblar por un recodo del sendero vemos, como si ante nuestros ojos
se abriera el telón de un gigantesco teatro, una imagen que recordaremos por el resto de
nuestras vidas: allí frente a nosotros se alza imponente la pared Diamir del Nanga Parbat.
Nos quedamos largo rato admirando su belleza e intimidados por su descomunal tamaño. Si
a alguno le faltaba algo para fascinarse con esta montaña, esa mañana terminaron por
consumarse todos los amores.

Algunas horas después nos abrazamos, contentos de haber llegado con nuestra carga, sanos
y salvos al lugar donde hemos elegido instalar el Campamento Base. Se trata de una planicie
ubicada a 4.200 metros de altitud, cubierta de pasto y por la cual escurren algunos riachuelos
que proveen de agua fresca. Se trata de un sitio perfecto para almacenar en un ambiente
refrigerado los cabritos carneados que constituirán la base de nuestro aporte proteico durante
nuestra estadía en el Base. El telón de fondo es la pared Diamir del Nanga Parbat y que
gracias a su excepcional pendiente nos permite ver, sin mayor esfuerzo, todos los detalles de
la ruta Kinshofer que es la que hemos elegido para nuestro ascenso. Tal como hemos leído
en nuestros meses de documentación y estudio, caen grandes avalanchas por toda la pared,
sin embargo ninguna de ellas parece hacerlo por ahí.

Pasamos los primeros días montando esta verdadera “mini ciudad” de carpas donde tratamos
de hacer todo lo posible por lograr las condiciones que nos aseguren el máximo de
comodidad. Después de todo, el Campamento Base será lo más parecido a un hogar que
tendremos durante los próximos dos meses. Sin embargo en una expedición como ésta, son
los espacios comunes los que toman un rol protagónico. El centro neurálgico de esta
expedición queda ubicado físicamente en un domo de alta montaña donde al cabo de un par
de días hemos instalado conexiones eléctricas alimentadas desde un generador a petróleo.
Desde aquí se da vida a los tres computadores portátiles que hemos traído con el fin de
coordinar la logística del ascenso y realizar despachos periódicos con los avances de la
expedición a Marcelo quien los distribuirá a los medios, nuestras familias y amigos. Además,
contamos con un teléfono satelital que nos permite conectarnos al mundo exterior ya sea por
teléfono o por Internet. Pablo, con sus conocimientos de ingeniería eléctrica, logra que todos
los equipos funcionen asombrosamente bien, mientras afuera de las carpas la temperatura
llega a cerca de los 0 grados todas las noches. Riguroso y metódico, Gutiérrez termina su
tarea instalando una antena externa que es fijada con piedras a una gran roca cerca del domo.
Nos asegura que, gracias a ella, todos los miembros de la expedición podrán tener contacto
sin interferencias con el Campamento Base desde cualquier parte de la ruta. Los demás no
dejamos de asombrarnos que eso sea posible allí, en un lugar remoto y aislado de Pakistán.

El otro espacio común que nos afanamos en dejar listo lo más pronto posible es la carpa
comedor. En torno a una mesa más bien baja, están dispuestas las sillas de plástico. Aquí es
donde comeremos y tendremos gran parte de nuestras reuniones. A modo de despensa quedan
los tambores con la comida y “felicinos” que hemos traído desde Chile. El concepto
“felicino” es producto de la mente aguda y siempre creativa de Cristián. El más
experimentado de nuestro equipo ha estado en cuatro expediciones a los Himalaya y a la hora
de transmitir lo aprendido es generoso. Las muchas privaciones vividas en sus largos años
escalando cerros lo llevaron a crear una escala (arbitraria, por cierto) en la cual asigna puntaje
a la felicidad que un determinado alimento o situación son capaces de generar. Por ejemplo:
Cochayuyo al desayuno: Felicino=1, Panqueques con manjar al desayuno: Felicino=10;
Dedos al borde del congelamiento: Felicino=0, Ducha caliente: Felicino=20; y así
sucesivamente. Este concepto rápidamente se incorporó a nuestro vocabulario diario y pronto
llegamos a entender que el éxito de nuestra expedición iba a estar más asegurado en la medida
que tuviésemos felicinos para enfrentar los duros momentos que son inevitables en un
ascenso a un ochomil.

Comienza el reconocimiento de la ruta.

Estamos al fin instalados y la diarrea sumada a la altitud y el cansancio de los últimos días
nos tienen en situaciones dispares. Mike, Pablo, Carlos, Rodrigo y Cristián están aún débiles.
Por otro lado, los Panchos se sienten casi completamente recuperados y Ernesto, por una
razón que escapa a una explicación lógica, nunca padeció problema alguno.

Así queda automáticamente decidido quienes serán los primeros en iniciar el reconocimiento
de la ruta que va hacia el Campo 1. A las 5 de la mañana, antes de la salida del sol para evitar
el calor, las siluetas de Pancho Larraín, Pancho Muñoz y Ernesto se ven recortadas contra la
imponente pared Diamir. Portean en sus mochilas los primeros de decenas de cargamentos
de cuerdas, víveres, equipo y combustible. Además llevan jalones (largos mástiles de bambú
con una bandera roja en su extremo) para señalar la ruta e identificar peligros objetivos.

Como es un reconocimiento inicial de la ruta, la cordada tarda cerca de seis horas en alcanzar
el sitio del Campo 1, ubicado a 4.900 metros de altitud. Fue necesario atravesar el glaciar del
Diamir con sus grietas de profundidad desconocida y luego escalar un trayecto de rocas que
no presentaron mayor desafío técnico. A tan sólo un par de kilómetros, en la vertiente que
las cartas topográficas del lugar denominan como Mazzeno Ridge, caen grandes avalanchas.
Resulta entonces muy tranquilizadora la gran roca bajo la cual se comienza a tallar la primera
terraza del Campo 1 y se deja un depósito con la carga porteada ese día.

En la medida que los demás miembros se comienzan a recuperar, se van incorporando a las
tareas de porteo al Campo 1. En cada viaje se procura cargar el máximo posible de cuerdas,
carpas, combustible y víveres. Dado que es una labor reiterativa y rutinaria, al llegar al sitio
del Campo 1, dejamos la carga, recuperamos el aliento, comemos algo y comenzamos a
trabajar paleando nieve para tallar las terrazas sobre las cuales, al cabo de varios viajes,
hemos armado y abastecido el Campo 1.

Muchos autores dicen que una expedición a los Himalayas en este estilo es como una carrera
de largo aliento. Es necesario escalar muchas veces la misma parte del cerro, para luego bajar
y volver a subir nuevamente con más equipo. Esto hace que la logística de la expedición trate
de ser lo mas eficiente posible con la energía de los escaladores, de tal modo que se busca un
sistema mediante el cual, la cordada que trabaja un día determinado, descanse al día siguiente
y sea reemplazada en sus funciones por una cordada fresca y recuperada. Por lo menos eso
es lo que dice la teoría. En nuestro caso, este sistema funcionó bastante bien y nos permitió
armar y equipar el Campo 1 en menos de una semana. Con la instalación de tres carpas
Mountain 25 y el abastecimiento necesario de equipo, víveres y combustible, la plataforma
sobre la cual comenzará el trabajo de equipamiento de la ruta con cuerda fija, ha quedado
lista.

Campamento 1, equipado…!!!

Mama Abdulá, nuestro cocinero, nos celebra este primer logro cocinándonos una pizza a
4.200 metros de altitud. Cómo logra estos prodigios culinarios en tan precarias condiciones
es un secreto que mantiene celosamente guardado al interior de su carpa cocina. Este es,
probablemente, el lugar más tibio y oloroso de todo el Campamento Base. Su interior se
encuentra temperado debido a la cocinilla a gas, que pareciera estar siempre encendida y
sobre la cual permanentemente se encuentran ollas y sartenes con la comida en preparación.
Mama Abdulá siempre tiene agua caliente y buena disposición para ofrecernos una taza de
té o de “real coffee” como hemos llamado al café de paquete que hemos traído desde Chile.
En estas lejanas tierras, donde el Corán lo prohíbe, una buena taza de café mientras todo el
Campo Base queda cubierto por un manto blanco de 20 centímetros de nieve, ¡eleva la escala
de felicinos a más de 10!

Una expedición como ésta depende completamente del clima. Cosas tan sencillas como la
cantidad de precipitaciones, velocidad del viento, nubosidad y temperatura determinan las
actividades de todo nuestro grupo. Si las condiciones no lo permiten, simplemente no se
puede hacer nada y cada uno trata de pasar el tiempo como mejor puede. Se lee mucho, se
escribe mucho, se piensa mucho. Toda la vida comienza a ser regida por el bendito y esperado
informe climatológico. Marcelo, desde Santiago, ha hecho contacto con una compañía suiza
de meteorología que nos envía un informe detallado de la región del Nanga Parbat cada 12
horas. Recibimos las novedades por e-mail y, en base a ellas, planificamos la estrategia de
escalada. En la medida que las condiciones lo permiten se ha comenzado a equipar con cuerda
fija la ruta que parte desde el Campo1 y que asciende por el Canalón Kinshofer.
Esta ruta ha sido exhaustivamente estudiada por todos nosotros durante la fase de
documentación. Se trata de una pala de hielo y nieve de unos 1.000 metros de longitud que
comienza con una pendiente de 45 grados y que gradualmente se va haciendo más y más
empinada hasta alcanzar los 70 grados de inclinación. En su porción superior es necesario
hacer una travesía de unos 100 metros por una superficie casi completamente cubierta de
hielo para finalmente alcanzar una formación de roca y hielo de unos 120 metros y cuya
pendiente es de 80 grados. Se trata del famoso muro Kinshofer escalado por primera vez en
1963 por Toni Kinshofer, el eximio montanista austriaco que abriera esta ruta. Según hemos
leído, ésta es la parte más exigente y técnica de toda la escalada. Si logramos superarla,
estaremos en condiciones de montar el Campo 2 y continuar nuestro camino hacia la cumbre.
Si somos derrotados en esta etapa de la escalada, tendremos que regresar sin siquiera haber
superado la primera mitad de la montaña.

El duro ascenso hacia el Campo 2.

En los campos de altura el día comienza muy temprano. Las alarmas de nuestros relojes
suenan a la 1:30, 2:00, 2:30 o 3:00 según sea la jornada que hayamos planificado. A la luz
de nuestras linternas frontales y jadeando por la falta de oxigeno tratamos de incorporarnos
en el reducido espacio disponible dentro de nuestras sofisticadas carpas Mountain 25. Han
sido diseñadas para soportar las peores tormentas y el clima más inclemente, pero el espacio
interior es apenas suficiente para albergar a dos escaladores y su equipo personal. Cada quien
debe hacer lo que esté a su alcance por vestirse molestando lo menos posible a su compañero
de cordada. Este es un proceso tan engorroso como delicado. Es fundamental estar
concentrado y vestirse por capas que es el mejor método para aislarse efectivamente del frío.
Una vez vestidos debemos ponernos y asegurarnos nuestro arnés, el “seguro de vida” para
transitar por la ruta. Si algo sale mal y resbalamos o caemos, él arnés nos mantiene unidos a
la cuerda fija…y a la vida. Abrigamos la cabeza con un pasamontañas y nos colocamos el
casco de escalada. Una de las causas de muerte más descritas en esta parte de la ruta es la
caída de piedras y trozos de hielo desde arriba. En el campo base, un memorial de piedras
recuerda a Naohiro Ozawa, escalador japonés, quien falleció la temporada pasada producto
de un piedrazo que le cayó en la cabeza en el Canalón Kinshofer.

Hechos los preparativos, estamos listos para salir y fijar los crampones, una especie de suela
externa con puntas por debajo y por el frente de nuestro calzado que nos permiten caminar y
clavarnos sobre el hielo. Verificamos la carga asignada para cada uno de nosotros en nuestras
mochilas. Chequeamos radio, linterna frontal, pilas, ración de marcha, agua y nos ponemos
el doble par de guantes que nos permitirá trabajar en la ruta sin sufrir congelamiento de las
manos. Enganchamos el ascendedor a la cuerda fija y con la otra mano vamos enterrando el
piolet en la nieve dura mientras, paso a paso, remontamos la pendiente de este coloso que
nos hemos propuesto escalar.

La extenuante tarea de abrir la ruta.


Cristián y Ernesto se hacen cargo de la demandante y exigente tarea de abrir la ruta. Ambos,
con su experiencia y fortaleza le dan la seguridad al resto del equipo de que cada nudo, cada
anclaje, cada estaca y tornillo serán asegurados de la manera más profesional posible. Cristián
escala y va fijando la cuerda mientras, algunos metros más abajo, Ernesto lo asegura. La
finalidad de equipar el cerro con una cuerda fija tiene varias funciones. Para nosotros, la más
importante es brindarnos seguridad en el ascenso para poder detenernos sin peligro de
resbalar y caer deslizándonos por ese gigantesco tobogán de hielo y nieve sobre el cual
estamos parados. Y durante el descenso, para poder evacuar el cerro con seguridad, aun si
estamos cansados, hay poca visibilidad o si alguien estuviese herido.

De vuelta en el Campo Base nos encontramos con la llegada de otras expediciones que
durante esta temporada también intentarán escalar el Nanga Parbat por su pared Diamir. Este
año totalizamos cinco grupos. Después de nosotros ha llegado un grupo de Bielorrusia
compuesto por escaladores con experiencia en las montañas de Asia Central y, recientemente
en el Himalaya. Nos invitan a tomar desayuno a su campamento y pasamos buenos momentos
tratando de entendernos con señas y un inglés básico. Luego de servirnos café, té y pan con
fiambres eslavos, el jefe de la expedición, Alexander (un coronel de ejército) nos ofrece
whisky y vodka! Ante nuestro desconcierto ellos se ríen y entendemos que, a pesar de estar
en un rincón perdido del mundo, cada quien conserva su cultura lo mejor posible.

Sin embargo, de todas las expediciones que llegan a los pies del Nanga Parbat este año, la
más importante para nosotros es la expedición de nuestros compatriotas de la Universidad de
Santiago de Chile. En un hecho excepcional para el montañismo nacional, este año seremos
dos las expediciones chilenas que intenten, por primera vez en la historia de nuestro país, la
cumbre del Nanga Parbat. Lejos de planteárnoslo como una fuente de rivalidad, ambos
equipos hemos manifestado nuestro interés por colaborar mutuamente a fin de aumentar las
posibilidades de éxito para Chile. Organizamos un almuerzo conjunto mientras afuera de la
carpa comedor llueve incesantemente. Con música chilena de fondo, los miembros de ambas
expediciones chilenas estrechamos lazos en torno a un nostálgico ajiaco y vino en caja que
ha viajado miles de kilómetros.

El trabajo en la ruta continúa siempre liderado por Cristián y Ernesto y apoyado por todos
los demás que nos turnamos para portear equipo y suministrar la enorme cantidad de cuerda
necesaria para equipar el cerro. En algunas ocasiones, Rodrigo y Mike han tomado la tarea
de abrir la ruta. El cansancio es cada vez mayor y los avances son lentos y agotadores.
Aunque nos levantamos muy temprano para escalar sin sol y así evitar la caída de rocas y
hielo que se desprenden producto del derretimiento que genera el aumento de la temperatura,
el entusiasmo nos juega malas pasadas. Escalando en la parte más alta del canalón Kinshofer,
a 5.900 metros de altitud, Mike y Rodrigo se ven retrasados por la pesada carga que han
decidido portear a fin de acercarnos a nuestro objetivo inmediato: la instalación del Campo
2. Demasiado tarde se dan cuenta que la temperatura ha comenzado a subir y la abundancia
de nieve caída durante los últimos días se comienza a desprender formando pequeñas y
medianas avalanchas por todos lados. Una de ellas cae justo sobre Mike y Rodrigo, quienes
afortunadamente se encuentran asegurados a la cuerda fija por lo que fuera del susto y de
quedar completamente cubiertos de nieve, no sufren mayores consecuencias. Según lo
recuerda Rodrigo: “Nos quedamos más allá de la hora recomendada (en el Canalón
Kinshofer) y comenzaron a caer avalanchas que para nosotros eran impresionantes. Pasamos
momentos angustiosos. Nos dimos cuenta que la decisión de continuar había sido errada y
por calentura. Ahí tuvimos que huir.”

La primera cumbre antes de la Cumbre.

La tarea que queda por delante es colosal y cada día que el clima lo permite, trabajamos en
la ruta esforzándonos siempre al límite de nuestras capacidades. Bien lo recuerda Pancho
Larraín. Tras asistir al punteo de la ruta aportando 200 metros de cuerda fija, debe descender
junto con todos los demás debido a un frente de mal tiempo que cierra la montaña en menos
de una hora. La ventisca, el frío y el cansancio se suman a la pendiente excepcionalmente
escarpada que deben des escalar haciendo que el retorno al Campo1 sea especialmente difícil.
Para Pancho, en ese momento “las condiciones eran muy malas, se estaba cerrando el cerro,
nevando muy fuerte y yo iba rapeleando rápido, arrancando de estas avalanchas de nieve que
se producían y en una de las bajadas se soltó una estaca y salí volando. Pensé que aquí se
acabó todo. Claro, caí a la nieve y ahí me di cuenta que estaba vivo, que no ha había pasado
nada y veo la forma de asegurarme lo más rápido posible para seguir escalando”. Pancho
había caído varios metros arrastrado por la pendiente.

Este incidente nos recuerda la realidad ineludible: el Nanga Parbat es uno de los ochomil que
más vidas ha cobrado en la historia del Himalayismo. La montaña se encarga de recordarnos
que, si queremos llegar a la cumbre y volver a salvo, deberemos mantener una concentración
y alerta permanentes.

El clima nos ha regalado varios días de buen tiempo que nos han permitido equipar la
totalidad del Canalón Kinshofer hasta los 5.900 metros. Sin embargo todos sabemos que la
tarea verdaderamente difícil aún no ha comenzado. Por sobre esta pala de nieve se levanta
desafiante el muro de roca y hielo que, con sus 80 grados de pendiente y 120 metros de
altitud, representa el último escollo a vencer antes de lograr una posición que nos permita
abastecer el Campo 2.

Mike Soldner es el escalador de roca más experimentado que hay en nuestro grupo. Sin
embargo, su experiencia en alta montaña es casi nula. Además, los primeros días para él en
el Campo Base fueron muy duros. Llegó muy enfermo del estómago, lo que lo debilitó y no
le permitió aclimatarse rápidamente. Sin embargo, una vez que se comenzó a recuperar fue
adquiriendo cada vez más presencia en el trabajo en la ruta. Así, a casi tres semanas desde
nuestra llegada a la base de la montaña, era el mismo Mike quien escalaba el muro Kinshofer
por primera vez, asegurado muy de cerca por Ernesto, poniendo en la tarea un esfuerzo
supremo. La temperatura era muy baja y el oxigeno disponible se sentía sorprendentemente
escaso. Resistiendo la tentación de usar las muchas cuerdas antiguas que existen en esta parte
de la escalada, corroídas por los elementos y por ello verdaderas trampas mortales, Mike
escaló metódicamente fijando anclajes en lugares estratégicos de la roca y equipando con la
seguridad de nuestra cuerda fija esta compleja parte de la montaña. Luego de varias horas de
trabajo agotador sobre los 6.000 metros de altitud, Mike se asoma por encima del filo de
nieve que marca el límite superior del Muro Kinshofer. Todos, sin excepción, estamos
eufóricos de alegría. Sabemos que hemos logrado equipar la que por muchos autores ha sido
denominada “la llave del Nanga Parbat.” ¡Celebramos este hito como una cumbre antes de
la cumbre!

Una tarea bien hecha a 6.100 metros…

En escaladas sucesivas de enorme esfuerzo individual y colectivo cada uno de los miembros
de la expedición da lo mejor de sí. Con buen clima la jornada para remontar los casi 1.000
metros que separan el Campo 1 del Campo 2, demora entre 6 y 8 horas de esfuerzo físico
ininterrumpido. La inclinación de la pendiente no permite sentarse a descansar. Cada vez que
queremos parar a hidratarnos, comer algo o hacer nuestras necesidades, debemos hacerlo
clavando firmemente las puntas de nuestros crampones en el hielo y tomando todo tipo de
precauciones para que tanto nosotros como nuestro equipo no resbalen irremediablemente
por la pendiente que termina casi dos mil metros más abajo en el glaciar del Diamir. El
cansancio y esfuerzo a nivel de los músculos de nuestras extremidades inferiores se van
acumulando y ahora es cuando agradecemos las interminables horas de entrenamiento en la
seguridad de Santiago.

Hemos tallado mínimas terrazas en el hielo para ubicar las dos carpas destinadas al Campo
2. Si bien estábamos preparados para encontrar poco espacio, la realidad nos vuelve a
sorprender. El único lugar donde es posible ubicar las carpas en esta parte de la montaña es
un filo de apenas un par de metros de ancho. Aquí es factible instalar una carpa por delante
de la otra. A ambos lados de este aéreo campamento se abren al vacío intimidantes pendientes
que terminan casi dos mil metros más abajo, en el hostil glaciar del Diamir. ¡Sin embargo,
estamos felices a más no poder! Hemos equipado y abastecido la montaña hasta el Campo 2
a 6.100 metros de altitud. La primera parte de la tarea esta hecha.

En el Campo Base las demás expediciones reconocen el esfuerzo desplegado y nos felicitan
por haber sido capaces de abrir la ruta y equiparla con cuerda fija por encima del Muro
Kinshofer. Se acuerda que, a cambio de que los demás montañistas puedan transitar por
nuestras cuerdas, colaborarán con la mantención de la ruta y se comprometen a retirar todo
el material del cerro una vez que la última de las expediciones haya abandonado la montaña.
Todos estamos muy conscientes de que debemos procurar lograr un mínimo impacto desde
el punto de vista ecológico de tal modo que estos majestuosos lugares se preserven intactos
y puedan ser admirados por las futuras generaciones.

Al interior de nuestro equipo hemos sufrido el desgaste de 6 semanas en el cerro trabajando


bajo las más duras condiciones. El Nanga Parbat ha resultado un desafío mucho más exigente
de lo que ninguno de nosotros imaginó. Aunque no lo notamos, las fotos muestran que hemos
perdido peso y potencia muscular. Sin embargo estamos muy bien aclimatados a la falta de
oxigeno. El cansancio, como una espada de Damocles, cuelga sobre nuestros cuerpos y sobre
nuestro ánimo. Estamos optimistas de poder alcanzar nuestro objetivo pero somos ahora más
conscientes que nunca de que, para lograrlo, tendremos que ser capaces de explorar los
límites de nuestra resistencia física y mental.
En el Naga Parbat no hay que descuidarse nunca.

Bajamos de la ruta y cruzamos a través del glaciar, en la última porción de hielo que existe
antes de llegar a la seguridad del sendero que finalmente nos conduce al Campo Base.
Probablemente producto del cansancio, o tal vez por simple descuido, nuestra expedición se
enfrenta a su peor accidente: Cristián, el más experimentado de nuestro equipo, resbala en el
traicionero hielo café del glaciar. Todo sucede muy rápido y no alcanza a reaccionar.
El lugar del accidente era, según recuerda Cristián, “completamente horizontal, diez grados
de inclinación, de hielo pero con tierra encima, que no representa ningún desafío o peligro.
Veníamos bajando de la pared del Nanga Parbat. Cuando estoy en la travesía cada una de mis
neuronas están todas puestas en cumplir el objetivo, porque cualquier movimiento mal dado
me puede “sacar volando”. Pero cuando estoy sin desafíos por delante, algo pasa, decae la
tensión. Esa falta de conexión con el entorno fue lo que gatilló mi accidente. Fue simplemente
un resbalón de esos de dibujos animados, un resbalón sobre una superficie plana, como si
hubiese estado en una cancha de patinaje, pies al aire, cuerpo al suelo, totalmente de golpe,
que me sacudió muy fuerte todo el cráneo sobre el hielo. Pancho Larraín no vio la caída
misma, sí cuando ya estaba sangrando”.
De vuelta en el Campo Base, Cristián es atendido por los Panchos, quienes con su experiencia
conjunta de medicina y traumatología maxilofacial diagnostican una contusión malar derecha
y afortunadamente descartan el peor de los escenarios: la fractura de malar. Para lograr su
recuperación le indican un tratamiento en base a analgésicos y antiinflamatorios orales. Al
cabo de unos días, Cristián se pasea por el Campo Base de buen humor, pero su cara acusa
recibo de la violencia del impacto. Todos, en silencio, reflexionamos acerca de lo fácil que
resulta sufrir un accidente en ésta, que no por casualidad, ha sido denominada la Montaña
Asesina.

El tiempo de recuperación en el Campo Base es breve. Estamos a merced del informe


climatológico y se anuncia buen clima para los próximos días. No hay tiempo que perder.
Ernesto y Cristián, Pablo y Pancho Larraín, Mike y Carlos parten con la última carga rumbo
al Campo 2. En el camino deberán además recoger los depósitos que hemos dejado
estratégicamente distribuidos a lo largo de la ruta. Carlos se siente mal. Sufre diarrea y
vómitos y debe dejar su carga en un depósito a 5.500 metros, en la mitad del Canalón
Kinshofer. Vuelve al Campo 1 al anochecer con lluvia y granizo. El buen tiempo dura menos
de lo esperado pero está oscureciendo y los 5 que habían seguido rumbo al Campo 2 aun no
comienzan a escalar el muro Kinshofer. La noche se acerca y la temperatura desciende rápida
y peligrosamente varios grados bajo cero. Comienza a nevar y la visibilidad disminuye.

Escalando entre la oscuridad y el vacío.

En estas situaciones es cuando la experiencia hace la diferencia entre la vida y la muerte.


Cristián ya está escalando el muro sabiendo que la única posibilidad real de salir del problema
grave en que están, es llegando a la seguridad de las carpas en el Campo 2. Han comenzado
la jornada a las 4 de la mañana y luego de 12 horas en la ruta con mal clima están exhaustos.
La altitud, la nieve, el frío y la noche que se avecina no son buenas compañeras para remontar
el peor de los escollos del Nanga Parbat. Pancho, Pablo y Mike escalan penosamente mientras
la oscuridad entra por el valle y la nieve cae por todas partes. Cierra el grupo Ernesto, quien
da la seguridad de que nadie quedará rezagado en la ruta. Todos saben que deben salir de allí
a como dé lugar. De no lograrlo es muy probable que nuestra expedición contribuya con la
abultada estadística de muertos en el cerro. Paso a paso cada uno se sobrepone al
agotamiento, el frío y la angustia y mientras, con la ayuda de un estribo, se van empinando
por encima del vacío a lo largo del temible muro Kinshofer.

A las 20:40 hrs. y luego de una jornada de más de 14 horas de escalada ininterrumpida los
cinco montañistas toman contacto con el Campo Base. Carlos, Pancho Muñoz y Rodrigo
respiran aliviados al saber que sus compañeros han logrado ponerse a salvo. La nieve y la
noche han llenado nuestro mundo.

En situaciones como ésta tal vez lo más difícil de asumir es que a pesar del cansancio, la
debilidad y el frío, no es posible detenerse a descansar. La tormenta amaina y esta situación
debe ser aprovechada de la mejor manera posible. Armamos una tercera carpa en el Campo
2 y dejamos esta parte de la ruta abastecida y equipada como un verdadero “campo base en
las alturas”. Desde aquí se inicia el reconocimiento de la ruta hacia el Campo 3. Mientras la
cordada comprendida por Ernesto, Cristián y Pablo escala lenta pero sostenidamente por una
enorme pala de nieve sobre los 6.300 metros de altitud, desde el Campo Base, Carlos y
Pancho Muñoz observan el avance de sus compañeros con binoculares. Se ven como
diminutas hormigas moviéndose casi imperceptiblemente sobre un inmenso fondo blanco.
Es imposible acostumbrarse a las dimensiones descomunales de esta montaña que nuestra
insolencia nos ha llevado a desafiar.

El trabajo en equipo exige de sacrificios supremos y, la mayor parte de las veces, anónimos.
Extenuados física y sicológicamente Rodrigo, Mike y Pancho Larraín no pueden entregarse
al descanso que sus cuerpos les están demandando. Lejos de relajarse, deben abocarse a la
penosa y a la vez peligrosa tarea de descender el muro Kinshofer para recoger los depósitos
que quedaron en su base y que no pudieron ser porteados durante la tormenta que los atrapó
en el ascenso. Son necesarios varios viajes remontando este crucial escollo para terminar de
consolidar nuestra posición en el Campo 2.

En el Campo Base, la tensión acumulada de días de expedición se hace cada vez más notoria.
Hemos notado con desilusión que los acuerdos asumidos por las otras expediciones en cuanto
a mantener la ruta, no se están cumpliendo. Carlos y Pancho Muñoz tienen una áspera reunión
con los oficiales de enlace de las demás expediciones para hacer ver este punto. Si la cuerda
fija a lo largo de la ruta no es debidamente mantenida y sigue siendo utilizada por
absolutamente todos los escaladores que esta temporada se encuentran en este lado de la
montaña, es cosa de tiempo hasta que estemos lamentando alguna tragedia. Se reitera la
voluntad por parte de las expediciones para cumplir con sus compromisos en este aspecto.
Sin embargo, a estas alturas, sabemos que estamos solos en esta tarea. Habiendo nosotros
equipado ya más de la mitad de la montaña, se ha despertado la ilusión por alcanzar la cumbre
en todas las expediciones.

El terrorífico ataque al Campo 3.

La climatología nos informa que quedan un par de días de buen tiempo y luego tendremos
viento y nieve. Es fundamental avanzar lo más posible. Por sobre el Campo 2, casi a medio
camino del lugar donde nos hemos propuesto establecer el Campo 3, se encuentran Cristián
y Ernesto, apoyados por Mike, Rodrigo y Pancho Larraín. Puntea la ruta Cristián asegurado
unos 50 metros más abajo por Ernesto. Se desplaza sobre una gran extensión de nieve muy
honda, por lo que decide probar en otra dirección. Avanza unos metros y, de pronto, su pierna
derecha se entierra hasta la cintura. Se abre un orificio a través de esta cáscara de nieve y lo
que vio fue “una imagen terrorífica. Una gran bóveda, pero vacía, como si estuviese en el
borde de una burbuja. Percibo que se está moviendo mi cuerpo y que me puedo ir
perfectamente hacia adentro. Afortunadamente estoy con cuerda, pase lo que pase puedo
quedar colgando con cuerda, pero sería un parto poder salir. Entonces como me estoy
hundiendo, lo que hago es extenderme completamente de pies y de manos para hacer la
mayor superficie y no hundirme. Así comienzo a arrastrarme buscando una zona en que esta
bóveda no me hunda. Sigo reptando hasta que me atrevo a pisar. Le pido a Ernesto que me
tenga muy tenso de la cuerda para evitar una caída y vuelvo y les cuento. Quedé muy
choqueado y claro, arrancamos dejando la cuerda a un lado”.

La determinación, el profesionalismo y, por qué no decirlo, también algo de suerte nos


permitieron llegar a los 6.800 metros de altitud donde se dejó una carpa armada y el primero
de los depósitos que nos permitirán abastecer esta última parte de la ruta. La altitud y el frío
hacen que la tarea de nivelar el terreno y construir una terraza donde ubicar la pequeña carpa
Mountain 25 sea una labor titánica. Varias horas picando hielo duro como el concreto nos
permite cumplir con esta tarea, tan simple como extenuante.

De vuelta en el Campo 2, cada quien hace lo posible por descansar mientras el cielo por
debajo del campamento se cubre con nubes que muy pronto lo invaden todo. La noche cae y,
con ella se desata la furia de la tormenta. El viento y la nieve no cesan de azotar nuestras tres
carpas equilibradas, casi por milagro, en esa ínfima cornisa. El trabajo metódico de haber
tallado buenas terrazas y de haber asegurado bien cada viento y cada estaca ahora lo
agradecemos como la propia vida. Contamos con el mejor equipo disponible y las carpas
Mountain 25 han sido diseñadas para resistir las peores condiciones. Sin embrago,
inexplicablemente la nieve se cuela al interior como si estuviese siendo inyectada a presión
por un ventilador gigantesco. Todo dentro de la carpa queda cubierto por una fina capa de
color blanco. Afuera, el nylon del cubre techo es castigado sin misericordia por el viento que
se desata con la furia extrema a que puede llegar la naturaleza en esos confines del planeta.
Y sin embargo, al llegar la mañana y con ella el fin de la tormenta, todos se encuentran bien.
Comienza el descenso lento y cansador hasta la seguridad del Campo Base.

“Esta bandera se va a la cumbre…”


Las semanas de arduo trabajo en estas difíciles condiciones no pasan inadvertidas. En los
rostros de cada uno, quemados por el sol, agrietados por el viento e impregnados de
cansancio, el Nanga Parbat ha dejado su huella.

Esa noche, Mama Abdulá hace su mejor esfuerzo por elevar la alicaída escala de felicinos.
Apelando a todo su ingenio se da maña para cocinar un “bistec a lo pobre” con los restos de
cabrito congelados en el glaciar. Rodrigo cumple ese día 3x años y nuestro buen cocinero
también se las ha ingeniado para prepararle una torta.

Probablemente la característica que más nos ha llamado la atención de esta montaña es su


demanda ininterrumpida por nuestro esfuerzo y concentración. A diferencia de otros ochomil
que permiten ciertas pausas, el Nanga Parbat no nos da ni un instante de relajo. De hecho,
para Cristián “lo que tiene el Nanga es que no te suelta jamás, el Everest en cambio tiene
descansos, campamentos. Llegas al Campo 1 a seis mil metros de altura y es pesado, pero a
la vez descansado, ya que puedes parar. En cambio, el Nanga Parbat te exige siempre”.

A pesar de tener problemas con nuestro generador hace días, mantenemos comunicación con
Santiago gracias a nuestros amigos bielorrusos que nos facilitan su generador a cambio del
reporte actualizado del clima. Las noticias no son del todo buenas. La ventana de cinco días
de buen clima en que pretendíamos atacar la cumbre, no será tal y, en cambio contaremos
con un par de días de buen clima, luego mal tiempo por otros cuantos días y una segunda
ventana de buen clima que se pronostica como la última de esta temporada. Si queremos
lograr el objetivo de alcanzar la cumbre es absolutamente necesario que quienes estén con
opción de atacar la cumbre suban hasta el Campo 3, terminen de equipar la ruta hasta el
Campo 4 y esperen allí su oportunidad de lograr el objetivo.

Por última vez, nuestro grupo almorzó reunido en el Campo Base mientras tomamos esta
decisión. En un momento muy emotivo, Pancho Larraín decidió marginarse de esta parte de
la escalada. Aún cuando se encontraba en buenas condiciones como para aportar al equipo
en la ruta, decide quedarse en el Campo Base y colaborar desde aquí con la logística del
ascenso y la coordinación médica del grupo en esta importante etapa de la expedición.

Para Pancho fue un momento muy especial, aunque “iba preparado. Yo sé que lo mío no es
lo técnico, sino la perseverancia. Entonces, yo iba con la idea de que iba a tener que trabajar
duro. Cuando decido no ir a la cumbre no fue una sorpresa, porque ya lo había decidido en
Santiago. Cuando escalo mi idea no es llegar a la cumbre, ni llegar a ser famoso. A mí me
produce mucho placer estar con mis amigos, armar la carpa, ponerme metas duras y
alcanzarlas. Quizás sea más romántico. Asimismo mi familia es súper importante. Por eso
los riesgos, ojalá, lo más controlados posible.”

Quedaba así conformado el equipo para esta etapa final de la expedición. En el Campo Base
permanecieron Pancho Larraín a cargo del soporte médico y Pancho Muñoz responsable de
la climatología y documentación. Por su parte, Cristián, Ernesto, Mike, Pablo, Rodrigo y
Carlos partirían durante la tarde y la noche rumbo al Campo 1 y luego al Campo 2. Mientras
cada uno preparaba su mochila con los elementos necesarios, el Campamento Base se vio
invadido por una atmósfera de tensa melancolía. Todos sabíamos que aquella era la última
vez en que estábamos todos juntos y que no nos volveríamos a ver hasta después del
desenlace de esta aventura. Nadie lo mencionó en ese momento pero cada uno recordó lo que
tantas veces habíamos leído durante la fase de documentación: uno de cada tres escaladores
que intenta la cumbre del Naga Parbat, ha muerto en el intento.

Concientes de que aquélla era nuestra despedida, hicimos un contacto telefónico con Marcelo
Grifferos en Santiago. Sabíamos que él era el vínculo que teníamos con nuestras familias y
cada uno tuvo algunos minutos para expresarle lo que en ese momento sentía. Algunos
dejaron cartas para los seres queridos con encargo de ser entregadas si algo sucedía y no lo
podían hacer de forma personal. En una imagen que resultó potente y simbólica como pocas
durante la expedición, Ernesto se encarama encima de la roca donde flameaba nuestra
bandera chilena, la saca del improvisado mástil y la guarda en su mochila diciendo “esta
bandera se va hacia la cumbre”.

El peligro acecha a 7.100 metros.

La suerte estaba echada. Habíamos trabajado muchísimo para llegar a este momento y lo más
difícil aún estaba por venir. La aclimatación de estas semanas trabajando a gran altitud han
hecho que nuestros organismos estén mejor preparados para el esfuerzo físico en la montaña.
Sin embargo, el cansancio acumulado ha hecho lo suyo por desgastarnos y el primero en
acusar recibo de esta situación es Carlos quien, estando en la parte alta del canalón Kinshofer,
decide volver al Campo 1 y luego al Campo Base. Seguro de haber hecho lo prudente se
reincorpora a la rutina de los Panchos y adquiere la función de coordinar la logística general
del ascenso.

Por su parte los demás logran llegar al Campo 3 y con gran esfuerzo tallan una segunda
terraza donde ponen la otra carpa que estaba destinada a ese lugar. Tal como estaba
anunciado, el clima empeora y en todo el valle se oyen truenos mientras caen seracs por el
Mazzeno Ridge. En el Campo 3 nieva pero a pesar de esto, Mike y Rodrigo logran poner
130 metros de cuerda fija en la ruta hacia el Campo 4. Sin embargo, el mal clima nos obliga
a replegarnos a las carpas, para ahorrar la vital energía que cada día escasea más.

Sabemos que apenas el clima mejore tenemos que actuar certeramente, ya que el informe
climatológico nos adelanta que no habrá una segunda oportunidad de atacar la cumbre
durante esta temporada. Ha llegado el momento de elegir quienes irán. Siguiendo el estilo
que ha caracterizado a nuestro grupo desde que esta aventura fuera concebida, sometemos el
tema a una amplia discusión radial en la que los miembros en el Campo Base, así como
quienes se encuentran en el Campo 3, dan su parecer. Cada uno expresa sus razones y
argumentos. Hemos llegado a la conclusión de que, de los 5 que se encuentran en el Campo
3, tres deben atacar la cumbre y los dos restantes deben permanecer de apoyo. Luego de
mucho deliberar el grupo decide que Ernesto, Cristián y Mike serán quienes ataquen la
cumbre, mientras Pablo y Rodrigo prestarán el apoyo necesario desde el Campo 3 y el Campo
4. A fin de cuidar las energías de los cumbreros, Pablo y Rodrigo deben asumir la ingrata y
pesada tarea de bajar al Campo 2 y volver con los víveres, equipo y combustible que le
permitirán al grupo permanecer por sobre el Campo 3 hasta que sea posible regresar, una vez
logrado el objetivo.

Por su parte Cristián sigue abriendo la ruta al Campo 4 mientras es asegurado por Ernesto.
El clima no es bueno pero sabemos que estamos contra el tiempo si queremos estar instalados
en el Campo 4 para cuando las condiciones meteorológicas nos permitan atacar la cumbre.
La jornada es larga y cansadora y Ernesto no se encuentra bien abrigado. Eso, sumado a los
largos ratos de inmovilidad que supone estar parado asegurando, hace que Ernesto caiga en
un estado de hipotermia. Cristián lo ve convulsionando y decide suspender el trabajo para
volver inmediatamente a la seguridad del Campo 3. Están sobre los 7.000 metros y, a esta
altitud, las amenazas que pueden terminar fatalmente son demasiadas. Inmediatamente se
dan a la tarea de abrigar e hidratar a Ernesto. Afortunadamente Ernesto es muy fuerte y logra
salir del peligroso estado de hipotermia en que se encontraba.

Por su parte, Pablo y Rodrigo han vuelto desde el Campo 2 con la carga que se les había
encomendado. Nos encontramos con que Pablo, a quien algunos habían notado falto de
energía y compromiso, está fuerte e inyectado de un entusiasmo que, hasta ahora, no había
demostrado. Según sus propias palabras: “Me vino un remezón con esa fuerza de voluntad
que se alimenta de la silueta del filo cumbrero.” En una decisión de último minuto se decide
su incorporación al grupo que atacará la cumbre.

Al día siguiente, con Ernesto recuperado, los 5 parten hacia el sector donde hemos decidido
establecer el Campo 4. Se arman las dos carpas destinadas a este lugar. A pesar de estar tan
cerca de la cumbre es imposible ver nada ya que las nubes lo cubren todo. Sin embargo no
corre viento, lo que siempre es una buena señal. Rodrigo inicia el retorno al Campo 3 desde
donde apoyará el ataque a la cumbre, mientras Mike, Pablo, Cristián y Ernesto se preparan
para descansar, alimentarse e hidratarse.

Reflexión antes del ataque final.

En el Campo Base la actividad no cesa. El informe meteorológico confirma que el de mañana


será un día de cielos despejados y mínimo viento. Las condiciones perfectas que hemos
venido esperando para nuestro anhelado ataque a la cumbre. Junto con confirmar esta vital
información, Carlos y los Panchos leen por radio a los miembros ubicados en el Campo 3,
los cientos de mensajes que familiares, amigos y desconocidos nos han enviado a la página
web de nuestra expedición. En cada uno de ellos hay amor, confianza, admiración y deseos
de éxito. A pesar de estar en condiciones precarias, al otro lado del mundo, nos sentimos
acompañados por esas personas que nos están recordando y enviando sus mejores energías.
Nunca pensamos que este recurso de la tecnología resultaría tan decisivo y eficaz para
inyectarnos del ánimo necesario en una aventura como ésta.

Años de preparación, interminables jornadas de durísimos entrenamientos, tiempo robado


con dolor y culpa a nuestras queridas familias han permitido que al fin hayamos alcanzado
este momento: estamos listos para intentar la conquista de la cumbre del Nanga Parbat. Fieles
al rigor y profesionalismo que nos hemos auto impuesto, sabemos que ahora más que nunca
es cuando debemos tener un desempeño impecable. Hemos hecho todo cuanto está a nuestro
alcance para que esta expedición resulte exitosa, incluso años antes siquiera de llegar a
Pakistán.

Al revisar la labor realizada, el balance resulta impresionante: dos años de preparación,


cientos de millones de pesos levantados gracias a nuestra propia gestión para financiar esta
aventura, una preparación física y sicológica de alto rendimiento y un trabajo en el cerro,
macizo y contundente. Sin la ayuda de porteadores de altura ni oxígeno hemos fijado 3.500
de los 3.700 metros totales de cuerda que en este momento aseguran la ruta. Hemos sido
capaces de mantener un contacto con Santiago que nos ha dado la posibilidad de tener el
crucial informe meteorológico y así tomar las decisiones de cuando escalar con seguridad.
En un contacto radial desde el Campo 4, mientras la luz del día se comenzaba a apagar,
Cristián nos interpretó a todos con sus palabras: “Pase lo que pase en la jornada de mañana,
yo ya me doy por satisfecho.”

En el Campo Base, Carlos y los Panchos sabían que jugaban el rol fundamental de motivar y
estimular a los cuatro elegidos para el ataque a la cumbre, durante toda la jornada. El desgaste
y cansancio a estas alturas eran extremos, por lo que la primera misión fue despertarlos a la
hora acordada y evitar que se perdieran valiosas horas por un detalle doméstico, como
quedarse dormidos.

El ataque a la cumbre en el límite de las fuerzas.

A las 20:00 horas del martes 17 de julio la transmisión radial fue diferente e inolvidable. En
el Campo 4, a 7.400 metros de altitud los receptores Kenwood recibían en sus parlantes la
voz de Freddy Mercury interpretando la conocida canción de Queen “We are the
Champions”. Fue así como Ernesto, Mike, Pablo y Cristián despertaron luego de algunas
breves horas de sueño. Durante esta jornada, la esperanza y atención de muchos chilenos
estaría puesta sobre lo que ellos pudiesen hacer en las siguientes horas.

En el Campo 3, a 6.800 metros, Rodrigo se mantenía atento ante cualquier eventualidad que
requiriese de su apoyo.

Aún cuando no soplaba viento, la temperatura era de unos 15 grados bajo cero. Los
cumbreros tardaron casi dos horas en preparar su desayuno de comida liofilizada y abundante
líquido. Luego, cada uno se equipó con lo necesario para la jornada y, uno por uno, fueron
saliendo de la comodidad relativa de las carpas a enfrentarse con el frío, la oscuridad, la falta
de oxígeno y la incertidumbre.

Eran las 22:00 horas en punto y cuatro diminutas figuras desafiaban la oscuridad total del
enorme trapecio somital con la luz fría emanada de sus linternas frontales. Las primeras dos
horas de marcha bajo la noche demandaron la totalidad de las energías que cada uno fue
capaz de ahorrar durante el breve descanso que se pudieron permitir la tarde anterior. De ahí
en adelante todos, sin excepción, tuvieron que apelar a la fortaleza sicológica, pues la física
había terminado por consumirse irremediablemente.
El primero en sentir los rigores de la jornada fue Mike. Comenzó a sentir malestares
estomacales que hicieron su avance muy penoso y cada vez más lento. Comprendió que en
esas condiciones no sólo no podría llegar a la cumbre, sino que podía transformarse en una
carga innecesaria para los demás. Aproximadamente a la medianoche, decidió apelar a la
sensatez y volver al Campo 4. De este modo, las esperanzas por alcanzar la anhelada cumbre
quedaron cifradas en las personas de Ernesto, Cristián y Pablo. Desde el Campo Base, la
verticalidad de la ruta permitía ver las microscópicas luces frontales de los escaladores que
desafiaban la razón intentando alcanzar la cumbre.

El Nanga Parbat, sin embargo, aún nos preparaba una nueva sorpresa. A casi ocho mil metros
de altitud, Cristián tomó su radio y dijo lo que venía callando hace rato: estaba con fuertes
dolores gastrointestinales y se sentía tan débil que en cada paso pensaba que no podría seguir.
Desde el Campo Base, Pancho Larraín concluyó que estaba siendo afectado por una gastritis
reactiva, debido a la gran cantidad de anti inflamatorios que tuvo que ingerir a fin de poder
seguir escalando luego de su accidente en el glaciar. Es poco lo que se podía hacer a la
distancia, por lo que le dio indicaciones por radio. La decisión de seguir adelante quedaba en
manos de quienes se encontraban arriba.

Pablo lo acompañaba y decidió parar para ayudar a su amigo de tantas aventuras. Arriesgando
su propia opción de llegar a la cumbre, Pablo no dudó ni un instante en quedarse con Cristián,
pues de sobra sabía que su amigo estaba demasiado débil. En esas condiciones, el frío, la
falta de oxígeno y el cansancio pueden acabar con la vida en cosa de pocas horas. Sabiendo
que no existía otra opción, Pablo sacó de su mochila el anafre y la olla y derritió hielo para
hidratar a su amigo con líquido caliente. Estuvieron parados casi una hora concientes del
deterioro irreversible que sufre el organismo a esa altitud. Sin perder la calma descansaron y
se hidrataron. Lentamente, Cristián comenzó a sentirse un poco mejor y decidió seguir
adelante rumbo a la cumbre. Eran las 4:30 de la mañana y los primeros rayos de sol
comenzaban a iluminar tímidamente el valle del Diamir mientras la sombra del propio Nanga
Parbat se proyectaba hasta el horizonte.

Por su parte Ernesto seguía avanzando metódicamente. Eligió separarse de la nieve para
remontar los últimos cien metros que lo separaban de la cumbre, escalando entre rocas. Nadie
lo sabía pero estaba prácticamente ciego de su ojo derecho. El día anterior había sufrido
graves quemaduras por no utilizar sus anteojos de protección grado 4 y había perdido
aproximadamente el 80% de la visión en ese ojo. Para no preocupar a sus compañeros decidió
no comentar nada, pero la falta de visión estaba haciendo todo mucho más difícil. Sabía que
la cumbre estaba demasiado cerca y no era el momento de rehusar.

Cumbre…!!!

Sus últimos pasos antes de encaramarse a los 8.125 metros sobre el nivel del mar que marca
la cumbre fueron firmes y decididos. Con un hilo de respiración, medio ciego y con lágrimas
de emoción, Ernesto Olivares Miranda fue el primer miembro de nuestra expedición en
alcanzar la cumbre del Nanga Parbat a las 7:28 de la mañana del 18 de julio de 2007. Fiel a
su estrecha relación con Dios, le agradeció haber llegado sano y salvo a la cumbre de su
cuarto ochomil. Nuestra querida bandera chilena flameó serena y orgullosa sobre ese paisaje
maravilloso.
El relato de Ernesto es sobrecogedor. “Un día me preguntaron que sentí cuando llegué a la
cumbre. Indudablemente, una gran alegría, pero no sólo por haberlo logrado, sino porque
cuando tome la radio y me comunique con el Campo Base y les diga que estoy en la cumbre,
yo sé que todos abajo van a gritar y estarán inmensamente felices, tanto como nuestras
familias que comenzarán a comunicarse con Pancho y él anunció esta noticia. Pensaba en
toda esa gente que nos escribió y que no tienen idea de que fueron ese bálsamo y energía
extra cuando el cuerpo ya no quiere dar más. Entonces tú dices “por toda esa gente voy a
decir: llegamos”. No es Olivares, Gutiérrez, Bascou, Muñoz, Huidobro, Larraín, Grifferos,
Echeverría, Soldner, sino que somos nosotros representando a un grupo de anónimos y
coronando el sueño de muchas personas”.

Casi una hora más tarde, Pablo remonta los últimos metros y alcanza la cumbre de su segundo
ochomil. Se funden en un abrazo largo y emotivo con Ernesto, quien le ha estado dando
ánimo incesantemente. Finalmente, y acusando recibo de un deterioro nunca antes
experimentado, alcanza la cumbre del Nanga Parbat Cristián García-Huidobro. Los tres
miembros de nuestra expedición se abrazan en la cumbre de la Montaña Desnuda coronando
una de las ascensiones más difíciles que registre la historia del montañismo nacional.

Gracias a la telefonía satelital y a Internet, ésta fue la primera expedición chilena que informó
“online” y en tiempo real los avances de la jornada de ataque a la cumbre. Muchos en Chile
siguieron paso a paso esos informes. El personaje encargado de coordinar esta información
fue Marcelo quien recuerda ese momento: “La emoción es inmensa cuando escucho a Carlos
llamándome y diciendo: “Marcelo, Ernesto acaba de llegar a la cumbre.” Ahí vino el puente
con la familia y los miembros del campamento base. Fue sumamente conmovedor y único.”
Fue un contacto cargado de emoción y gratitud por el logro obtenido. En ese instante,
Marcelo decide romper el acuerdo de silencio que se había acordado entre los montañistas y
sus familias y establece una conferencia telefónica con las mujeres de los escaladores que se
encontraban reunidas haciendo vigilia en Santiago, mientras se desarrollaba la jornada de
ataque a la cumbre.

La emoción contendida durante muchos meses se liberó al fin y fue posible compartir este
dulce momento con nuestras esposas que tan paciente y desinteresadamente habían sido
capaces de apoyarnos en esta aventura. Hubo lágrimas de felicidad en Santiago de Chile y a
lo largo de los 4 mil metros de la pared Diamir del Nanga Parbat. Desde la cumbre hasta el
Campo Base, cada uno pudo desahogar la profunda emoción que esta conquista significaba.

El Nanga Parbat nunca te da tregua: el descenso.

La celebración dio paso a la concentración. De sobra sabíamos que el 70% de los accidentes
en alta montaña se producen en el descenso luego de alcanzar la cumbre. Con Ernesto medio
ciego y Cristián muy deteriorado, la tarea no era nada de fácil. Aún cuando la carga de
Cristián había sido repartida entre los otros dos, el descenso es muy lento y penoso para él.
A unos diez metros de la cumbre le viene un cólico que, literalmente, “lo dobla en dos”. Por
indicación de Pancho Larraín desde el Base, es necesario parar y Ernesto le inyecta a Cristián
un antiespasmódico intramuscular. Aún cuando el dolor no pasa Cristián puede convivir con
el dolor: “Aquí es cuando se agradecen los años de circo. Yo me concentré totalmente en
cada paso. Está incrustado en mi cerebro cómo arrancar de la muerte y llegar a la vida, que
era el Campo 4”.

Luego de 21 horas de trabajo al límite de sus capacidades, Ernesto, Cristián y Pablo son
recibidos por Mike quien les ha salido al encuentro muy cerca del Campo 4. Con todos los
miembros de vuelta en sus respectivos campamentos, al fin podemos estar más tranquilos.

Claudio Lucero, el maestro formador de generaciones de montañistas en Chile, ha dicho algo


muy cierto: “La verdadera foto de cumbre es la que se toma en el Campo Base, con todos los
miembros de la expedición sanos y salvos”. En efecto, de nada sirve alcanzar la cumbre si es
que se pierde a un miembro del equipo en el descenso. Sabedores de esto es que aún no nos
atrevíamos a saborear la victoria. Todavía quedaba por delante la no menor tarea de des
equipar el cerro y bajar los cientos de kilos de equipo, dispuesto a lo largo de la ruta. Sin
embargo, a diferencia de cuando comenzamos, hace casi dos meses, la fatiga es extrema y
todos, sin excepción, nos encontramos sumamente débiles. Los cálculos en el Campo Base
no dan; no es posible retirarse del cerro en un solo movimiento, ya que la carga a transportar
es demasiada para los cinco que están en la ruta. Por otra parte, la temporada ha avanzado y
las mayores temperaturas hacen que los desprendimientos de rocas y hielo sean mayores
ahora que al principio, por lo que es necesario minimizar el tránsito de escaladores por
sectores peligrosos como el muro y el canalón Kinshofer.

A fin de poder evacuar el cerro en un solo movimiento, se diseña una estrategia ambiciosa
que requerirá del máximo esfuerzo de cada uno, a pesar de que a nadie le sobran las fuerzas:
los cinco de la ruta ya se han replegado al Campo 3 y desde allí bajarán al Campo 2. Por su
parte los tres del Campo Base deberán escalar nuevamente hasta el muro Kinshofer lo más
livianos posibles y recibir la carga que está lista para ser descendida. El cansancio es extremo
y cada quien da lo mejor de sí. Afortunadamente el clima todavía es bueno y es posible
ejecutar el ambicioso plan de manera impecable.

Una vez más la planificación y el profesionalismo han dado sus frutos. El equipo se reúne
nuevamente en el Campo 1, luego de 10 días sin vernos. Nos abrazamos emotivamente
celebrando estar juntos de nuevo, mientras cae la noche. Debemos cruzar por última vez el
Glaciar Diamir en completa oscuridad. Es como si el Nanga Parbat se negara a dejarnos partir
en paz. Hasta el último momento nos pone a prueba y nos exige concentración y nuestro
mejor esfuerzo.

Son las 00:30 horas y el Campo Base duerme mientras una columna de ocho montañistas
chilenos regresa de la ruta. Somos nosotros que venimos cansados, con varios kilos menos,
pero con el pecho lleno de un orgullo que pocas veces hemos sentido antes a lo largo de
nuestras vidas. Sin siquiera sacarnos las mochilas posamos para nuestra “verdadera foto de
cumbre” y quebramos el silencio de la noche con un sentido y vibrante Cehacheiiii….

¡El Nanga Parbat, nuestra querida Nanga Parbat, nos ha permitido tocar su cumbre y regresar
sanos y salvos para contarlo!
La Expedición (Después)

El Nanga Parbat se quedó en nosotros.

El informe meteorológico no se había equivocado. En efecto, al día siguiente de haber


descendido de la montaña, la lluvia se dejó caer sin clemencia. Pasamos nuestros últimos
días a los pies del Nanga Parbat conversando y evaluando, por primera vez, los cientos de
aspectos relacionados con la aventura recién vivida. Cada uno comenzaba a experimentar un
proceso propio al tratar de incorporar lo que habría de significar en su vida. Afuera de la
carpa comedor, ni el frío ni la lluvia parecieron importar ahora.

Como una novia caprichosa, la montaña se cubrió completamente el día de nuestra partida.
Las nubes bajas nos impidieron ver la pared en torno a la cual habían girado nuestras vidas
durante el último tiempo. Con un último “cehacheiii” dejamos atrás el que había sido nuestro
hogar durante casi dos meses. Teníamos sentimientos encontrados; por una parte estábamos
felices ante la perspectiva de reunirnos con nuestros familiares y amigos en poco tiempo más,
pero por otro lado, cada uno de nosotros partió con la sensación de despedirse de un ser
querido al cual no sabemos si volveremos a ver.

Marchamos en silencio y completamente empapados la mayor parte de ese día mientras


descendíamos por el valle del Diamir. Tal como cuando llegamos, fueron los niños de los
poblados quienes nos salieron a despedir corriendo descalzos entre las piedras mojadas.

Algunos días después, en la comodidad de un hotel de Chilas, no nos convencíamos de que


todo hubiese sido real. Ya no sentíamos ese viento helado en la cara al cual estábamos
acostumbrados y respirar se transformó nuevamente en un acto reflejo y fácil. La gloria
experimentada al ducharnos con agua caliente nuevamente fue sólo comparable a una
epifanía religiosa. Comimos durante varios días con el apetito y la ansiedad propia de un
grupo de náufragos. Lentamente, la montaña desnuda iba quedando atrás físicamente y, sin
embargo, crecía con más fuerza que nunca en nuestros corazones.

De vuelta en el calor sofocante de Islamabad, Ernesto, Pablo y Cristián recibieron sendos


diplomas otorgados por el Ministerio de Turismo de Pakistán, entidad que fue la primera en
reconocer el logro superior obtenido. Después de todo, sólo un puñado de almas en todo el
mundo ha logrado conquistar la cumbre del Nanga Parbat. Y entre ellas, por primera vez en
la historia, lo hacía un grupo de chilenos.

La cumbre definitiva: abrazar a nuestros seres queridos.

El regreso a Santiago estuvo cargado de emoción y felicidad. La sala de llegadas


internacionales del aeropuerto estaba repleta de familiares y amigos que lucían globos,
pancartas y banderas. El reencuentro con esposas, hijos, padres, madres, hermanos y amigos
fue inolvidable. Entre ellos estaba Marcelo Grifferos, el noveno miembro de esta expedición
y quien jugara un rol tan impecable e importante desde Santiago. Cerramos el ciclo
reuniéndonos nuevamente y saboreando la alegría de haber cumplido con nuestro objetivo:
¡Habíamos conquistado la cumbre del Nanga Parbat y estábamos todos de vuelta sanos y
salvos!

Pocos días después, la Cámara de Diputados del Congreso Nacional hizo un público
reconocimiento a nuestra Expedición invitándonos a un homenaje en el hemiciclo.

Lentamente, cada uno ha hecho lo mejor posible por retomar nuestras agrietadas vidas. Las
fisuras familiares, profesionales y económicas son reales. El objetivo se ha cumplido pero no
ha sido sin pagar un alto costo por ello. Para cada uno ha llegado el momento de hacerse
cargo de esta situación. La mayor parte del mundo no logra entender cómo es posible que
profesionales exitosos, la mayoría padres de familia, dejen trabajos rentables, esposas e hijos
y se lancen a la incertidumbre de una aventura en extremo riesgosa. Y para ello no tenemos
respuesta. Cómo explicar el silencio absoluto y sobrecogedor del Canalón Kinshofer. Cómo
transmitir la paz de un amanecer diáfano y sin prisas. Cómo compartir los conceptos de
entrega y lealtad, cuando de ellos dependen la propia vida y la de nuestros compañeros. Cómo
decirle al mundo que hacemos esto porque es la mejor forma que conocemos, de conectarnos
con nuestras esencias.

En esta respuesta no hay certezas salvo una: Hemos decidido vivir la vida y no sobrevivir a
ella. Y eso, queridos amigos, no es gratis.

La reinserción a la rutina del trabajo, la familia y la vida cotidiana ha sido demasiado rápida
y brutal tomando en cuenta la intensidad de la experiencia vivida. Los tiempos modernos
parecen no tener tiempo para nada. A nuestro alrededor todo el mundo parece estar embobado
por una supuesta “realidad”, que no permite detenerse e incorporar los aspectos más
esenciales de la naturaleza humana.

Disfrutar de lo simple, conectarnos con el milagro de estar vivos, sentirnos parte de la


naturaleza y mirar el mundo con ojos humildes son regalos que nos ha dado la Montaña
Desnuda. Las enseñanzas que nos dejará el Nanga Parbat recién comienzan a aflorar en cada
uno. Quién puede decir cómo nos cambiarán…Seguramente miraremos la vida de otra
manera. Tal vez no. Lo cierto es que hemos sido lo suficientemente afortunados como para
haber tenido un sueño y verlo convertido en realidad.

“Sea lo que fuere, lo puedas hacer o sueñes que puedes hacer,


¡EMPIÉZALO!
La audacia contiene genio, poder y magia”
Goethe

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