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Finnegan, Ruth. (2003). Música y participación.

TRANS-Revista Transcultural de
Música Número de la edición 7 (artículo 3).

Música y participación
Ruth Finnegan

[1]

Ante todo, me gustaría expresar mi más sincera gratitud al Museo Nacional de Antropología,
a la Sociedad de Etnomusicología y al Ministerio de Educación, Cultura y Deporte por el
gran honor de ser invitada a dar esta conferencia y por concederme la oportunidad de
encontrarme con colegas españoles. Es también para mí un honor ser incluida en lo que
promete ser la recopilación de trabajos más influyente e importante de etnomusicología en
español: Las culturas musicales. Lecturas de etnomusicología. Es un placer especial
conocer por fin al profesor Francisco Cruces; estoy en deuda personal con él por su
generosa traducción de un trabajo mío anterior, para el número especial sobre música de
la revista Antropología (1999) y por actuar como mediador de mi presencia hoy aquí.

El extracto de mi propio trabajo que ha sido incluido en Las culturas musicales es un


capítulo titulado “Pathways in urban living” (“Senderos en la vida urbana”), de mi libro The
Hidden Musicians (Los músicos ocultos), publicado en 1989. Me gustaría decir algunas
cosas sobre él para introducir mi conferencia de hoy. Era un estudio de los músicos
amateurs en la ciudad inglesa en la que vivo (Milton Keynes, en el centro-sur de Inglaterra),
es decir, un estudio de música urbana, un interés que me alegra compartir con el profesor
Cruces. Utilicé las formas de observación de la antropología y la etnomusicología para
observar la música que había ante mi propia puerta a través, en parte, de métodos de
trabajo de campo antropológicos. En suma, me basé en una importante característica de la
moderna etnomusicología que a menudo se olvida, pero que se encuentra bien reflejada en
esta excelente recopilación: el hecho de que puede ser aplicada a las músicas de aquí y
ahora, no sólo a aquéllas lejanas en el tiempo y el espacio.

En mi investigación sobre aquellos músicos ingleses también adopté la postura de muchos


etnomusicólogos que asumen que todas las formas de música merecen ser investigadas,
sin juzgar unas como mejores o más dotadas de valor que otras. Así, exploré muchos
tipos distintos de música en mi propia ciudad: los “mundos” musicales de, entre otros, la
música clásica, el jazz, el rock, las bandas de metales, folk y country, con sus interesantes
y diversas convenciones sobre composición, actuación y apoyo del público, incluso sobre
la propia naturaleza de la música. Me chocó especialmente la cantidad de música amateur,
y la calidad de tiempo y esfuerzo que la gente le dedicaba. No puedo detenerme aquí en
los detalles (2), simplemente diré que mis resultados están totalmente en desacuerdo con el
punto de vista común de que participar activamente en hacer música es algo del pasado, y
que ahora la gente simplemente se sienta de forma pasiva ante el televisor o “consume”
discos hechos por otros, manipulados por los medios de masas o los mercados globales.
El extracto incluido en Las culturas musicales es uno de los dos capítulos de conclusiones
de mi libro, en el cual intento conjuntar los complejos datos que recogí. Como buena
científica social, pasé algún tiempo trabajando sobre la relevancia de categorías como
clase, género y edad a la hora de hacer música (se pueden ver mis conclusiones en el
extracto) y también intenté explorar la significación profunda de hacer música para la vida
de la gente en una ciudad moderna. En cierto sentido, los distintos “mundos” musicales
eran caminos a través de los cuales las personas negociaban sus vidas, formulaban su
realidad social y mantenían vivas las instituciones de la moderna cultura inglesa.

En este capítulo también intenté dar respuesta a una pregunta que me hacían a menudo:
qué proporción de la población de la ciudad hacía música, o mejor, cuánta gente tomaba
parte en ella. La respuesta no es fácil. Algunos aspectos pueden ser cuantificados, como el
número de grupos activos, intérpretes y audiencias en un evento particular, o el ciclo de
actuaciones regulares en un año dado. Pero eso era tan sólo rascar la superficie, porque
mucha gente participa en la música de otras formas: patrocinándola, como proveedores del
equipo, en las finanzas, las publicaciones y las tiendas. Aún hoy me pierdo entre las
entrecruzadas huellas de la participación en la música. Sin embargo, me gustaría recoger
tan sólo un aspecto a menudo pasado por alto: la participación de las audiencias.

Las audiencias y el estudio de la música


En 1989 el historiador inglés James Obelkevitch se preguntaba:
¿Se puede decir que existe la música sin alguien que la escuche? Cualquiera que lea el trabajo de
los musicólogos –e incluso de los historiadores sociales de la música- puede olvidarse de pensar en
ello. Los oyentes no tienen espacio en el programa original de Guido Adler para la musicología y han
tenido muy poca atención desde entonces... Hemos aprendido mucho sobre los productores de
música, pero los oyentes siguen siendo grandes desconocidos (Obelkevitch, 1989: 102).

Esta situación no ha cambiado mucho. Las audiencias y oyentes de la música tienen aún
escasa visibilidad en la musicología establecida, y los estudios académicos se inclinan aún
hacia el lado de los “proveedores”, los productores de música (Obelkevitch, 1989: 102). Los
modelos del arte elevado, que aún nos influyen, se centran en el propio trabajo musical –la
composición-, que será recibido por oyentes silenciosos como algo creado y transmitido por
otros y no por ellos mismos. Tras esto frecuentemente subyacen oposiciones valorativas
sobre cuerpo y mente, racionalidad y emoción. Los musicólogos académicos han
privilegiado características cognitivas y no corporales, desplazando el centro de atención
hacia la composición, las partituras escritas y las formulaciones racionales de la teoría
clásica. En consecuencia, apenas han tomado en consideración las experiencias
emocionales y corporales de las audiencias (3).

Los etnomusicólogos han adoptado una aproximación más abierta y comparativa. Pero
incluso entre ellos el interés ha estado tradicionalmente más centrado en las estructuras
musicales, composición, intérpretes e instrumentos que en las audiencias. Estudios
recientes sobre música popular moderna sí las han tenido en cuenta, aportando nuevas
visiones, pero a menudo con escaso interés por la experiencia de los oyentes como algo
que merece ser estudiado por sí mismo. Han tendido a centrarse en los intérpretes y cuando
las audiencias y oyentes son mencionados es para explicar sus experiencias en términos
de ilusión, alienación, mercantilización y similares.

Daniel Cavecchi ha sintetizado correctamente la situación actual en su libro Tramps Like


Us (Vagabundos como nosotros). Es un estudio sobre las experiencias de los fans de Bruce
Springsteen, al que me referiré varias veces como uno de los pocos que se centran en
detalle en la experiencia de audiencias y oyentes. Como él señala, en las tiendas hay
muchos libros sobre artistas musicales, pero no sobre oyentes de música.
Siempre se puede encontrar una biografía de Beethoven, pero raramente una aproximación a cómo
era asistir a la ejecución de una de sus sinfonías. Se puede encontrar todo tipo de análisis de las
grabaciones y directos de los Beatles, pero muy poco sobre la gente que usó su música para abrirse
paso en la vida cotidiana, semana tras semana, año tras año (Cavecchi, 1998: viii).

Algunos de los autores de Las culturas musicales se han abierto, sin embargo, al estudio
de las audiencias musicales, de otros participantes aparte de los compositores e intérpretes.
El interés creciente por las audiencias también se halla en relación con otras tendencias
intelectuales contemporáneas. Por su particular relevancia para el estudio de la
participación en la música, me gustaría llamar la atención sobre tres de ellas:
aproximaciones a las respuestas de los lectores, estudios sobre la ejecución (performance)
y desafíos a la oposición –valorativa y de larga data- entre mente y cuerpo.

Estudios sobre la respuesta de los lectores


Los acercamientos tradicionales en literatura y musicología a menudo arrancan de dos
asunciones implícitas. Primero, que una obra existe ante todo en la intención del autor, no
en las experiencias contingentes y múltiples de sus audiencias. Segundo, que la
composición tiene un cierto tipo de autonomía por sí misma, trascendiendo tiempo y lugar.
En caso de que su significado precise de explicaciones adicionales, éstas corresponden a
los análisis verbales y cognitivos de especialistas expertos.

Desde los estudios literarios, en la actualidad estas posiciones son seriamente desafiadas.
El centro de atención se ha movido desde la propia obra y la opinión del autor hacia las
experiencias múltiples y elaboradas de los lectores. Así, la necesidad de reiterar que es
necesario estudiar no sólo los autores y sus obras sino también a los lectores resulta ya
casi obvia.

Pero hasta el presente estos enfoques han tenido escasa influencia en la musicología
académica, o incluso en las nuevas perspectivas prometidas en los estudios culturales
críticos de la música como proceso (4). Llama la atención que, incluso en la más reciente
edición del New Grove Dictionary of Music and Musicians (2001) no hay entradas para
“audiencia”, “oyente” o “experiencia”. Hay un corto artículo sobre “recepción”, pero más
centrado en la difusión o circulación del canon que en experiencia, interpretación o
participación de audiencias y oyentes. Y sin embargo, por citar a Obelkevitch otra vez,
“¿Puede la música existir sin alguien que la escuche?” (1989: 102). El investigador sueco
Ola Stockfelt lo señala de forma más extrema: “El oyente, y sólo el oyente, es el compositor
de la música” (Stockfelt, 1994: 19). Esta afirmación tal vez resulte exagerada, pero destaca
hasta qué punto la música es experimentada y elaborada en la práctica por aquéllos que la
escuchan. Ustedes mismos, estoy segura, han escuchado la música de una manera u otra,
grabada o en directo, y la han experimentado en multiplicidad de formas personales, que
pueden o no estar de acuerdo con las expectativas y prescripciones de los expertos.

Es cierto que estudiar las múltiples prácticas de participación musical no resulta fácil, y que
puede parecer más sencillo dedicarse a la obra musical, al “texto” que puedes analizar
tranquilamente en tu despacho. Ésta es, quizás, la razón por la cual algunos estudios han
prestado tanta atención a los géneros vocales, donde las palabras pueden ser transcritas y
colocadas bajo el microscopio. De esta forma, a menudo los analistas culturales se han
centrado en los “mensajes” de las letras de las canciones. Para algunos géneros, alguna
gente, algunas ocasiones, las letras son sumamente significativas. Pero esto no es siempre
así, ni se llega siempre a un acuerdo sobre su significado. En este punto, de nuevo, los
analistas se han ido haciendo eco lentamente de las nuevas perspectivas en los estudios
literarios, las cuales han desplazado su atención desde los autores a las
interpretaciones variadas de los lectores (5). Por encima de todo estoy de acuerdo con la
conclusión de Daniel Cavecchi cuando afirma que “En el campo académico de la música...
es aún la creación de música lo que ejerce la supremacía; de todo el mundo se espera que
sea músico o compositor, y que se interese por el arte musical y la composición” (Cavecchi,
1998: viii).

Aquí es donde los etnomusicólogos pueden asumir el liderazgo y, espero, introducir sus
puntos de vista dentro del campo de la musicología tradicional. Ellos siempre han estado
interesados en desafiar las ideas estrechas del arte musical occidental y contemplar de una
forma más amplia los muy distintos modos en los que la gente participa en la música. El
campo está abierto a etnografías más detalladas sobre el rol creativo de las audiencias y
los oyentes en la formulación de sus experiencias musicales.

Estudios sobre la performance


Los estudios sobre la ejecución han sido especialmente clarificadores, al ampliar la noción
de “participación” en un evento musical o de otro tipo. Revelan hasta qué punto
las audiencias, no sólo los intérpretes, pueden ser participantes activos.

Un aspecto importante es que los roles y experiencias de los miembros de la audiencia no


son necesariamente los mismos que los de compositores e intérpretes. Necesitan ser
estudiados por sí mismos, en vez de considerarlos algo secundario o receptivo. Sin duda
todos ustedes pueden pensar en ejemplos de su propia experiencia, pero me gustaría
presentar brevemente el caso de las actuacionesmusicales entrelos Limba de Sierra Leona,
estudiadas por el antropólogo Simon Ottenberg (1966). Él describe las actuaciones
instrumentales y vocales de un músico ciego, Sayo, cuyas canciones están impregnadas
de sentimiento de tristeza e infortunio, de imposibilidad de controlar la vida o el destino.
Pero estas canciones pesarosas “no crean una tristeza evidente para el coro” (que es, en
cierta medida, la audiencia), ya que estos participantes están menos preocupados por las
palabras que por el goce de responder cantando, aplaudiendo, bailando. Así obtienen “una
oportunidad para enfrentarse con la realidad de sus sentimientos bajo la apariencia de
felicidad” (Ottenberg, 1966: 92, 93).

Ottenberg ofrece a las claras, de forma poco habitual, el contraste entre intérprete y
audiencia. Actualmente existe una percepción creciente de que debe haber diferentes roles
durante un mismo evento, y que las experiencias de la audiencia también son merecedoras
de atención. Hay también muchas formas diferentes de “ser audiencia”, desde la distinción
clara entre intérprete y audiencia hasta los ejemplos, bien documentados por los
etnomusicólogos, en los que parte de la audiencia interviene activamente en ciertos
aspectos de la performance (6). Las personas pueden escuchar de muy diversas maneras;
como espectadores incidentales o como participantes comprometidos; como oyentes
involuntarios de música enlatada o como fans ávidos que escuchan sus discos favoritos.
Incluso en un momento dado no todo miembro de la audiencia reacciona ante la música o
la interpreta de la misma manera. Y a lo largo del tiempo, probablemente las experiencias
también tienden a ser múltiples y, aunque relacionadas con un género particular, no están
totalmente determinadas por él. Así que, si queremos entender cabalmente cómo participa
la gente en la música en el mundo real, necesitamos considerar, sin prejuzgarlas
valorativamente, todas esas distintas experiencias y cómo se enfatizan. Todas merecen un
estudio serio, no que se las expulse del campo.

“Ser audiencia” no es un proceso pasivo. A veces esto resulta patente, cuando la


“participación activa” de la audiencia forma un elemento esperado de la situación. Así es,
por ejemplo, en el caso de los Limba (Ottenberg, 1966). Las actuaciones de Bruce
Springsteen son también vividas de este modo por sus fans, quienes comparten la idea de
que las actuaciones no son sólo algo para ser pasivamente observado, sino para integrarse
en ellas. “Me siento agotado después de ver un concierto de Bruce” –dice uno de ellos-; “he
estado de pie, aplaudiendo, dando voces y gritando” (citado en Cavecchi, 1998: 93). Los
miembros del público son un factor esencial en las actuaciones en directo de formas incluso
menos obvias: cómo se sitúan, cómo se mueven, qué sonidos producen, cómo observan,
cómo interactúan con los intérpretes. El músico de jazz John Coltrain comentaba que “La
audiencia, al escuchar, está en pleno acto de participación... Y cuando sabes que alguien
se está moviendo de la misma forma que tú, es como formar parte del mismo grupo” (cita
en Shaw, 2001: 27). El ambiente, las “vibraciones”, dependen tanto de la audiencia como
del intérprete. Como John Blacking señala a menudo, los miembros de la audiencia también
son músicos, en el sentido de que han necesitado aprender ciertas habilidades necesarias
para poder participar. Como efectivamente observé en mi trabajo de campo en Inglaterra,
incluso en los conciertos de música clásica las audiencias deben aprender el
comportamiento y la conducta corporal esperados, así como convenciones sobre, por
ejemplo, cuándo sentarse, cuándo moverse, cuándo estar quietos y cuándo aplaudir. Todas
éstas son contribuciones activas y esenciales al concierto.

Los oyentes de música grabada también participan creativamente a través de formas


personales de interpretar sus propias experiencias y formular activamente lo que oyen. Esto
merece destacarse, ya que las actuaciones en directo han atraído más atención, como si
escuchar una grabación fuese una actividad de segunda fila o deplorable (admito que yo
misma me fijé poco en este aspecto en mi propio estudio de música urbana de 1989). En la
práctica, escuchar música grabada es hoy parte intrínseca de la vida de la gente, en
cualquier lugar del mundo. En cierto momento los etnomusicólogos, en su búsqueda de lo
“auténtico”, rechazaron la música grabada por considerarla intrusiva e incluso “artificial”,
mientras que los analistas culturales le dedicaban su atención. Por fortuna ahora podemos
observar una creciente apreciación de esas formas de escucha como parte del continuo de
la participación musical, y están apareciendo estudios muy abiertos sobre la música en la
“vida cotidiana” (por ejemplo Campbell, 1998; Crafts et al., 1993; De Nora, 2000).

De la misma forma que el ser audiencia en un concierto, “escuchar” música grabada


también abarca un espectro amplio de posibilidades, propósitos, grados de atención y
contextos. Con seguridad constituye una forma de participación en la música. A veces esta
experiencia de escucha no se limita a un evento particular, sino que llega a estar
íntimamente entrelazada con las vidas de los participantes. Cavecchi demuestra, por
ejemplo, cómo las experiencias de los fans de la música de Springsteen interaccionan con
sus vidas y su interpretación de ciertas cancines en particular. “Durante el trayecto desde
casa, en el trabajo, en la escuela... la mayoría de los fans están todavía ‘escuchando’...
asociando las estructuras musicales percibidas, los potenciales mensajes y los contextos
de su experiencia” (Cavecchi, 1998: 126). De manera parecida, para los amantes de la
música clásica puede haber muchos armónicos que interaccionan con sus propias
experiencias vitales, de la misma manera que para los fans del jazz o la música popular
ciertas combinaciones de ritmos pueden adquirir un significado profundamente emocional,
filtrándose en sus vidas. Simon Frith describe el caso de la música popular en su agudo
artículo “Towards an Aesthetic of Popular Music” (“Hacia una estética de la música
popular”), también incluido en Las culturas musicales. En él explica cómo las asociaciones
musicales penetran la vida de la gente.
No hay manera de escapar a este tipo de asociaciones... Necesitamos entender el cúmulo de
referencias musicales que llevamos con nosotros, aunque sólo sea para dar cuenta de ese momento
que subyace en el núcleo de la experiencia musical, cuando, de entre todo ese maremagnum de
sonidos en el que nos hallamos inmersos –nos gusten o no-, reconocemos de golpe una combinación
concreta, que sin motivo aparente, se mete en nuestra vida (Frith, 1987: 148).

Los puntos de vista de los estudios sobre la performance nos han alertado de que los
conceptos sonoros simples de “audiencia” y “oyente” envuelven en la práctica una
multiplicidad de roles, interacciones y formas de creatividad. Tomarlos en serio,
estudiándolos con la atención al detalle propia de la etnomusicología, nos llevará a ampliar
las realidades de la participación musical.

Una visión más amplia de la participación:


superar nuestra comprensión de las dicotomías mente/cuerpo e intelecto/emoción
Nuestro entendimiento de la participación en la música también se ha ensanchado gracias
a aproximaciones más progresistas al concepto de “experiencia” y el desafío a las viejas
divisiones entre el (supuestamente elevado) intelecto y las dimensiones corporales y
emocionales (“inferiores”) de la vida humana. En el modelo occidental de arte elevado, la
música se ha visto como una actividad que caería predominantemente del lado de lo
cognitivo, con expertos que instruyen a las audiencias sobre la adecuada apreciación
mental e intelectual de lo que escuchan. En la medida que entre en juego la emoción, debe
ser “bajo la guía del intelecto” (así expresa Deryck Cooke la visión tradicional, 1959: 272).
La norma clásica predica una implicación mental y no corporal. Así, “otras” músicas como
el jazz, el rock o las percusiones africanas fueron descalificadas como músicas “físicas”, no
intelectuales e inferiores: un flujo “descerebrado” de emociones sin control, no música en
sentido estricto. Mientras las audiencias de la música clásica fueron descritas interactuando
con la música a través de su mente, los oyentes de música popular se pintaban como
descerebrados manipulados por el mercado o gentes arrebatadas por impulsos corporales.

En la actualidad se cuestiona seriamente estos modelos etnocéntricos de “racionalidad”, al


tiempo que empezamos a valorar tanto el elemento corporal de la actuación como la
experiencia emotiva. Esto amplía la visión de las formas en las que la gente participa en la
música, con el cuerpo multisensorial al tiempo que con la “mente”, emocional al tiempo que
intelectualmente. Simon Frith defiende, con razón, que “todo hacer música implica el
cuerpo-en-la-mente” (1998:128). Ante toda participación musical conviene interrogarse
sobre la intencionalidad de sus acciones corporales propositivas que forman a menudo una
dimensión clave dentro del proceso experiencial como un todo. Éstas varían desde el
cuerpo estudiadamente inmóvil de los conciertos de música clásica a los movimientos de
baile de otros géneros musicales, pasando por los ecos corporales al escuchar ciertas
grabaciones.

Prestar atención a las dimensiones experienciales aumentará de seguro nuestro


entendimiento de la participación en la música. Tomemos por ejemplo el trabajo de Steven
Feld, otro autor con razón incluido en Las culturas musicales. En su fascinante libro Sound
and Sentiment (“Sonido y sentimiento”, 1990) analiza la música de los Kaluli de Nueva
Guinea no como un texto específico, sino como algo entretejido con todas las asociaciones
entre las que los Kaluli aprenden a moverse, como sugiere el subtítulo de la citada obra:
“Pájaros, llanto, poesía y canción”. Feld describe las pesarosas canciones de las
ceremonias que duran toda la noche –cuidadosamente compuestas y ensayadas para la
ocasión-, las lágrimas y en algunos casos la rabia que causan en sus oyentes. Asimismo,
describe la epistemología acústica que resuena a través de sus vidas. Son experiencias
aprendidas y controladas culturalmente, conmoviendo a la audiencia hasta el llanto, y
representan “medios expresivos para articular... emociones y sentimientos compartidos”
(Feld, 1990: 215, 217).

Esta amplia manera de considerar la experiencia, sin separar las emociones de la mente,
puede aplicarse a la participación musical en una amplia variedad de géneros y culturas.
En los conciertos de rock de Liverpool, según Sara Cohen, la música “crea su propio
espacio y tiempo donde todo tipo de sueños, emociones y pensamientos son posibles”
(Cohen 1991: 191). En el caso de los Limba, la experiencia musical lleva a los participantes
más allá del aquí y ahora de la vida cotidiana con sus conflictos, de modo que los
instrumentistas y el coro pueden ser “felices en una especie de mundo musical sin tiempo”.
Experimentan al mismo tiempo un sentido de solidaridad social y

un tipo especial de individualismo interior... (permitiendo) a los individuos disociarse


mentalmente del grupo musical incluso mientras actúan e interactúan corporalmente dentro
de él... yendo y viniendo entre la completa consciencia y el ensueño (Ottenberg, 1996: 192,
193).

Charles Keil también aporta un inspirador repaso a las experiencias profundas de los
participantes en la música en su “Participatory Discrepancies and the Power of Music” (“Las
discrepancias participatorias y el poder de la música”), incluido en Las culturas musicales,
y que les invito a leer.

Estos análisis de la participación son complejos y no están libres de controversias. Pero


son importantes porque afrontan cuestiones sobre las prácticas actuales de la gente, algo
que no puede ser deducido de la “obra” musical en sí misma, sino sólo a través de los
minuciosos intentos de los etnomusicólogos y otros investigadores de estudiar las múltiples
formas en que la gente participa en la música, no sólo de manera mental sino como
experiencia emocional y acción corpórea.

En conclusión
Volviendo al principio, la “participación en la música” no es una única propiedad monolítica,
menos aún algo cuantificable en simples cifras numéricas. Ciertamente no está cubierta por
los estudios sobre compositores e intérpretes. La participación tiene muchos aspectos,
pero, con que sólo nos centráramos en la dimensión de las “audiencias” y los “oyentes” en
los que he puesto énfasis aquí, descubriríamos que hay múltiples modos a través de los
cuales la gente escucha la música, creativa, flexible, corporal y multisensorialmente. Este
puede ser un tema escurridizo, pero resulta central para la etnomusicología y la
antropología. Abre puertas para la investigación y para desarrollar una apreciación más rica
y realista de las vías que la gente utiliza para participar en esta maravillosa actividad
humana que es la música.

Notas
1. Texto presentado en el evento "Tendencias actuales en la investigación etnomusicológica
y su desarrollo en España", celebrado en el Museo Nacional de Antropología el 20-10-2001
con motivo del X Aniversario de la SIbE-Sociedad de Etnomusicología. Traducción de
Héctor Fouce, revisión de Francisco Cruces y Raquel Pérez. [§]
2. Los detalles pueden encontrarse en Finnegan, 1989; para un resumen accesible,
consúltese mi artículo en Antropología, 15-16: 9-32. [§]
3. Las prolíficas “Guías para oyentes” del siglo XX, por ejemplo, no han sido exploraciones de
las variadas experiencias reales de las audiencias, sino manuales prescriptivos en los
cuales expertos autorizados exponen la estructura de la obra musical, enseñando a la gente
a ser oyentes competentes y mostrando cómo encajan los distintos elementos. Están
dirigidos a la expresividad de la música (tonos menores o escalas descendentes serían
inherentemente tristes, por ejemplo) más que a los múltiples significados que distinta gente
podría encontrar en la práctica. Hasta Leonard Meyer, en su influyente Emotion and
Meaning in Music (Emoción y significado en la música) se centró, no en las experiencias de
la gente común, sino en la sintaxis de las obras musicales y los juicios sobre ellas de
“compositores, intérpretes, teóricos y críticos competentes” (1956: 197). [§]
4. Por ejemplo, incluso en el rupturista conjunto de nuevos acercamientos Rethinking
Music (Repensar la música), de Cook y Everist (1999), no hay prácticamente nada sobre
audiencias y participación (en el índice, significativamente y de forma característica, hay
múltiples entradas para “compositores”, “composición”, y varias para “partitura”, pero nada
sobre “audiencias”). El capítulo de Everist sobre “teorías de la recepción” es
fundamentalmente sobre la recepción dentro del canon, más que sobre la experiencia de
las audiencias. Lo mismo puede decirse del renovador volumen editado por Leppert y
McClary, Music and Society (Música y sociedad, 1987), ya que, con la brillante excepción
del excelente análisis de Simon Frith y aunque “recepción” figuraba en el subtítulo, no hay
apenas nada en él sobre la experiencia de los oyentes. [§]
5. Por ejemplo, las letras de las canciones de Springsteen, resonando en cada individuo, no
poseen un único mensaje y parecen ser menos centrales que las expectativas compartidas
de energizantes interpretaciones personales y experiencias religiosas (Cavecchi, 1998).
Simon Frith (1998) acentúa de forma similar el papel de la actuación por encima del de las
letras, así como el hecho de que los oyentes están dispuestos a crear sus propias
interpretaciones múltiples. [§]
6. El coro interactivo de los Limba es un buen ejemplo de extensos patrones de “llamada y
respuesta”. [§]

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