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¿A DÓNDE VA LA CULTURA?

Por Gerardo Pastor Ramos

La sociología del cambio asume como misión científica adelantarse al futuro, induciendo
desde el acontecer, pasado y contemporáneo, aquellos parámetros axiales que
transformarán la sociedad o la cultura. A esa tarea (de enorme complejidad metodológica
pues exige calcular diversas probabilidades de co-varianza entre muchas variables) se
suman, a veces, ensayistas que, de modo intuitivo interpretan el porvenir simplificando la
realidad para equívoco de noveles.

INTRODUCCIÓN

EVITAR PROFECÍAS INFUNDADAS.

Historiadores, sociólogos, periodistas, imaginando el curso a tomar por el recién


estrenado siglo XXI, trataron de imponer particulares nombres a la historia, delimitando
caprichosamente sus períodos. Roman Gubern, por ejemplo, desde la antropología, habló
de una revolución peculiar, la de los Simios Informatizados (Gubern, R. 1987); extraña
línea evolutiva que, partiendo del Australopitecus, originante del Homo Habilis en la
sabana, derivó en el Homo Erectus, el Homo Sapiens y el Homo Loquens; de éste último
surgiría hace unos treinta mil años el Homo Pictor, fundador de una Cultura Icónica que
vuelve hoy a cobrar gran importancia en la era digital. Gubern pronosticó que la cultura
del futuro sería una cultura de “iconos”, pues ya actualmente todos los programas
informáticos, sea cual fuere su complejidad algorítmica, utilizan estas imágenes
minúsculas para representar funciones matemáticas e información.
Peter Drucker, con mayor rigor académico, asegura que, después de las revoluciones
Industrial en el siglo XIX y de la Productividad en el XX, iniciado el siglo XXI asistiremos a
una Tercera Revolución: la Revolución del Saber o del Conocimiento, protagonizada por
quienes dominan las técnicas del ciberespacio aplicadas a la producción; se trataría de
una Revolución en la Gestión de la Infomación, (Peter Drucker, 1993) donde el recurso
“Saber” se convierte en elemento primordial de la producción, desplazando tanto al capital
como al trabajo y propiciando la emergencia de una nueva clase dominante cuyo poder
radicaría en el acceso a la información, el más valioso de todos los bienes.
Eric Macé, sociólogo de la Universidad Paris III (Sorbona la Nueva), en 2002 propuso la
reutilización de un concepto que en los años 70 Edgar Morín, entre otros, hiciera célebre:
“la cultura de masas”, considerando desde su relectura que ésta seguirá acuñando
progresivamente el espíritu del siglo XXI.

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La exhuberancia religiosa que los sociólogos observan en Norteamérica, África o Ásia, les
lleva a proclamar una nueva era en la que, como dice la estudiosa Grace Davie, Europa
sería la excepción por haberse convertido en el corazón del ateísmo. Jean Vernette,
especialista en el movimiento religioso “New Age” considera la insurgencia de esta nueva
espiritualidad como respuesta a las frustraciones de la posmodernidad y globalización.
Precisamente el cardenal Paul Poupard, Presidente del Consejo Pontificio para la Cultura,
amigo personal de Vernette, alerta contra tales movimientos no eclesiales de la
espiritualidad contemporánea laica, que parecen extenderse por el mundo entero como
nuevo tipo de cultura. La “New Age” representaría para estos eruditos eclesiásticos
respuesta residual de la sociedad a la crisis cultural contemporánea (Vernette, J., 2000,
pág. 1497). Así pues, diversos sociólogos de la religión plantean la espiritualidad en
términos contradictorios: de ocaso, por una parte y de reconfiguración, por otra; hablan de
post-modernidad y privatización o, a la inversa, de creciente consumo dentro de
supermercados con oferta religiosa plural, “a la carta”, y hasta de parques temáticos de
ocio religioso, estilo disneylandia (Lyón, D. 2002). Todo ello les autorizaría a nombrar la
nueva era como tiempo para el “consumo libre de bienes religiosos”. Según el
norteamericano Peter L. Berger, en efecto, la espiritualidad no estaría en declive ni ocaso
en ninguna parte del mundo, excepto en Europa; por lo que el afamado “sociólogo
comprensivo” propone una extraña interpretación basada en la “exuberancia religiosa
contemporánea” (Berger, P.L., 1999). Este análisis norteamericano contrasta por
completo con el de la “eurosecularización”, que mantienen prácticamente casi todos los
sociólogos del antiguo mundo.
A la vista del variopinto vocabulario inventado por quienes hacen pronósticos sobre el
futuro, se sospecha de inmediato que hay mucho de subjetivismo en el fraccionamiento
histórico por períodos, en los nombres que cada cual se inventa para designar eras
culturales y en la selección de los elementos clave que actuarían como factores mutantes.
Por ejemplo, periodistas del Newsweek bautizaron el porvenir con el mote del “Bit-Bang” o
explosión de los bits, (Newsweek, 1995, vol.CXXV, nº 9). Informáticos designan ese
mismo período como Era Numérica y Digital o Sociedad Virtual (Davara, M.A., 1996, pág.
50). Por su parte, historiadores hablan de la Tercera Revolución, de la Revolución
Cibernética y de la Globalización. Comunicólogos vislumbran el evento como Nueva
Sociedad de la Información, Cibersociedad, (Negroponte, N., 1995), Comunicación
Global, Revolución Imparable o Revolución en la Gestión del Saber.
También al ya trasnochado Mc Luhan le sedujo señalar a su gusto ciertos episodios
revolucionarios que, según él, cambiaron el decurso histórico; pero su peligrosa afición
historicista, al escribir su libro Galaxia Gutenberg: Revolución democrática del libro
impreso, le llevó a descuidar el método y la crítica histórica. En efecto, no parece correcto
ligar la imprenta a las revoluciones democráticas, pues desde que en 1455 inventara
Gutenberg un artilugio para estampar escritura y hasta muy entrado el s. XVIII, la gran
mayoría de europeos siguió siendo analfabeta, pues los libros impresos eran privilegio de
una minoría ilustrada. La supuesta revolución Gutenberg o de la letra impresa no acabó
con las culturas orales; la imprenta no hizo desaparecer el discurso hablado, simplemente
lo reordenó. Los libros no acabaron con los oradores profanos o religiosos ni con
charlatanes y cuentacuentos; la enciclopedia francesa se combinó perfectamente con el
parlamento hablado de su Asamblea Nacional. Mc Luhan, sin embargo, estaba
convencido de que los cambios históricos en la comunicación (primero invención de la
escritura, más tarde imprenta, luego radio y televisión), siempre produjeron cambios
sociales, es decir, que nunca se restringieron al ámbito de lo meramente comunicacional.
La tesis de Mc Luhan suponía, pues, que la difusión de la imprenta, afectó a la entera
cultura.

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Dejando la Galaxia Gutenberg de Mc Luhan y viajando a la más actual Galaxia Internet,
también es discutible que los cambios comunicacionales contemporáneos de la red
mundial se hayan impuesto como ejes primordiales de la estructura social, desplazando a
otros factores cruciales (energía, fuerza laboral, mercado, empresa, materias primas,
capital financiero, transporte, tecnología o industria, entre otros). Más prudente sería
hablar del gran “valor estratégico” adquirido hoy por la comunicación, debido a nuevas
“sinergias” o confluencia dinámica entre distintas instituciones sociales; en vez de titular el
período histórico en cuestión como “Revolución de la Información”.
El sociólogo Manuel Castells, con mayor mesura, percibe que, en el ámbito
comunicacional, hemos entrado en un nuevo mundo, la Galaxia Internet (Castells, M.,
2001, pág. 16). La creación y desarrollo de Internet es una extraordinaria aventura
humana: Muestra la capacidad de las personas para trascender las reglas institucionales,
superar barreras burocráticas y subvertir los valores establecidos en el proceso de
creación de un mundo nuevo. A su vez, sirve para respaldar la idea de que la cooperación
y libertad de información pueden favorecer la innovación en mayor medida que la
competencia y los derechos de propiedad. (Castells, M., 2001, pág. 23).
Según Castells, la “Cultura Internet” se articularía en cuatro clases: La parte superior
correspondería a la comunidad académica, a la Tecnomeritocracia, o excelencia
científica. Los Hacker por su parte serían el estrato que, fomentando la libertad de acceso
a la tecnología, habrían logrado independizar a los cibernautas del poder político y fáctico.
En tercer lugar, en la red (www) habrían surgido Comunas On Line, que utilizarían su
conexión interactiva, no para practicar la tecnología por la tecnología, sino para su vida
social cotidiana. Finalmente, los Emprendedores Internet tratarían de controlar el mundo
haciendo dinero, más dinero que nadie. (Castells, M., 2001, pp. 76-77).
Ahora bien, aunque el Internet y el hipertexto electrónico se hayan hecho omnipresentes
en la cultura contemporánea, esto no significa un vuelco revolucionario en el proceso
histórico, pues las auténticas transiciones socio culturales duran más tiempo. Es muy
posible, además, que la informática y el hipertexto acaben matrimoniando con la cultura
tradicional, con el discurso interpersonal directo, cara a cara, con el estudio, meditación o
lectura en silencio, con la educación presencial y no sólo a través de ordenador. El
lenguaje electrónico no se hará omnipresente ni monopolizará todas las expresiones
culturales (Pastor Ramos, G., 2003, pág. 11).
Con toda cautela, pues, abordo ahora el pronóstico sobre cambios culturales del siglo
XXI, basándome estudios académicamente reconocidos dentro del primer mundo y de
una realidad contracultural muy activa en el tercero.

1º - GLOBALIZACIÓN Y PENSAMIENTO ÚNICO.

Hace varias décadas, Edgar Morin (1962-1975) popularizó el concepto “Cultura de Masas”
que, según él, se habría extendido en las sociedades capitalistas y democráticas después
del ocaso de otras culturas nacionalistas, religiosas y humanistas, cultivadas por élites
académicas, por eclesiásticos o por filósofos. Lo más peculiar de esta cultura de masa
sería haber tenido como cuna la industria mediática, surgir en el ámbito de las tecnologías
de comunicación masiva como fruto bastardo de una peculiar cohabitación entre mercado
de consumo y democracia política. Su poder de penetración habría sido tal que hasta
desdibujó la clásica estratificación social por clases, difuminando las sangrantes
desigualdades económicas de nobles y plebeyos, los agravios de prestigio entre
profesiones liberales y obreros, las diferencias de status. El gran público, las audiencias
masivas, fueron nuevo común denominador en que se aglutinaron todos los ciudadanos y
todas las clases sociales. O sea, la cultura de masas, basada en el consumo de

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información y espectáculo, homogeneizó a multitudes gigantescas; de ahí que para Morin
ésta habría sido la primera revolución cultural de la humanidad en su conjunto (Morin, E.
1975, pág. 18).
La producción y el consumo de cultura masiva tiene, sin duda relación con un mercado
propenso a la globalización y a la unidimensionalidad, con unas empresas multinacionales
que tratan de explotar ese gigantesco mercado de consumidores, compuesto por
públicos, conformistas y de gusto estandarizado. Así lo pensaba Ignacio Ramonet cuando
publicó su renombrado trabajo sobre “pensamiento único”. Quizá también tenía en
perspectiva la vieja teoría del hombre unidimensional de Herbert Marcuse, pero
actualizada en relación al contemporáneo fenómeno de una globalización acelerada por el
internet. El pensamiento único vendría, pues, a ser, según este profesor de teoría de la
comunicación, la traducción en términos ideológicos y a nivel planetario de los intereses
del capitalismo internacional. Sería un conjunto de representaciones mentales derivadas
de la filosofía postmoderna que, mediante simples eslóganes publicitarios, repetitivos,
acabaría justificando intelectualmente el proceso de globalización.
La fuente difusora y legitimante de este pensamiento único radica en empresas
multinacionales e instituciones como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial,
y en foros de información económica como The Wall Street Journal o Financial Times,
pero también en informes técnicos elaborados por gobiernos (como, por ejemplo, el
informe Bangemann de la UE, o el Plan Europa 2002, Info XXI) que luego son difundidos
por medios afines (televisiones, radios y revistas) así como por internet. Lo que explicaría
que, más que en una ética postmoderna, la “ideología única” se articule sobre postulados
económicos, que prevalecen incluso sobre la política, quitando la dirección de las
actividades sociales, culturales, científicas, jurídicas y axiológicas a la sociedad civil y
traspasándola a los mercados financieros y a las multinacionales.
No se puede negar una cierta tendencia mundial al uniformismo cultural, a la
unidimensionalidad, a lo que algunos sociólogos llamaron “Americanización de la Cultura”
o “MacDonaldización de la Sociedad” (Ritzer, G., 2000), a lo que otros, como Jean
Baudrillard o Jean François Lyotard, llamaron occidentalismo, colonización europea y
postmodernidad. Ni tampoco es refutable que el proceso de globalización favorezca la
ideología única. Sería, sin embrago, erróneo caer en una retórica de la globalización,
exagerando peligrosamente sus dimensiones o negando la evidencia de notables
excepciones dentro de esa pintura genérica, pues ciertamente en el mundo actual no
todos las individuos son postmodernos ni todas las culturas han sido tocadas por la
globalización. Se pueden señalar, en efecto, sub-culturas específicas, cotos cerrados,
ajenos al pensamiento único, disidencias, peculiaridades, parroquias y particularismos
culturales; se puede perfectamente contestar la teoría de la globalización, como ya se ha
hecho, desde multitud de culturas populares, desde geografías marginales: Asia, Oriente,
Africa, Sur del Mundo y América Latina. La teoría de la globalización, del eurocentrismo y
del pensamiento único, todavía hoy, se pueden contestar con datos nacionalistas,
transculturales y postcoloniales.
Comencemos, no obstante, por señalar las características comunes, de ese pensamiento
único mayoritario, expresión cultural muy extendida por todo el occidente rico:
- En contra de las verdades establecidas, de los valores seguros, de las ideas claras y
precisas, la ideología globalizante ha impuesto un relativismo donde todo vale, un
pensamiento inestable, impreciso y borroso donde no triunfan los criterios nítidos ni los
principios inmutables. De ahí el actual rechazo hacia las ideologías clásicas, incluída la
del progreso social; una actitud antidogmática decidida, desprecio de todo credo político,
religioso, científico y moral, desconfianza ante cualquier ideario, cuadro de valores,
proyecto idealista o programa utópico. Este posicionamiento aporta un aspecto positivo: la

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desactivación de fundamentalismos beligerantes y de totalitarismos excluyentes; pero, no
cabe duda, tiene consecuencias negativas e indeseables como esa tibieza cognitiva o
relativismo intelectual que simplifica disimuladamente la complejidad de la situación
mundial o local, para ahorrarse el esfuerzo (¡inútil!) de pormenorizar los análisis,
desautorizando despectivamente a quienes reflexionan en mayor profundidad, a los que
piensan críticamente. Hombres y mujeres actuales, incluso jóvenes universitarios ya no
aspiran a transformar el mundo, no les interesa prepararse para actividades de
compromiso social y mejora del entorno cívico; prefieren vivir su propia vida particular, sin
trascender lo singular y contingente. Han perdido el valor de la fidelidad interpersonal, del
trabajo bien hecho, del esfuerzo, del sacrificio altruístico. La ideología única de la aldea
global no proyecta grandes epopeyas, se enfoca a vivir el momento. Hay que aprovechar
lo que haya ahora sin perdérselo, sin alienarse mirando a hipotéticos bienes superiores o
a un utópico mañana mejor. Esas fantasías de progreso impiden disfrutar de lo actual.
- Lo que, a su vez, conduce a una modificación de la imagen del mundo, transformación
de los criterios morales, desestructuración de la jerarquía de valores, en definitiva a una
mutación del pensamiento filosófico, social ético y, por supuesto, a un agnosticismo
religioso generalizado.
- Incluso los jóvenes se han desengañado de sugestivos programas de autorrealización
que exijan compromisos sostenidos de estudio, ahorro, sacrificio, ascética y renuncia al
disfrute momentáneo, en aras a la obtención de otros bienes mayores en el futuro. El yo
debe despojarse de tabúes y ataduras morales, pues la conciencia o el deber ser, quitan
libertad y encierran en un mundo interior triste, atormentado, obsesivo, pusilánime, lejano
de la realidad actual. Hay que vivir el momento saliendo de uno mismo, amalgamándose
plenamente con lo que haya en la propia coyuntura histórica.
- De ahí una sociedad completamente móvil y cambiante, jóvenes que pasan de un
trabajo a otro, que asumen riesgos en profesiones para las que no están suficientemente
preparados; pues, por su parte, algunas empresas ya no exigen tanto sumisión a la
normativa laboral cuanto que saber improvisar e inventar en cada momento; a los
empresarios les importa menos si sus empleados son disciplinados y honrados, prefieren
su capacidad de adaptación a un medio cambiante.
- De igual modo las generaciones actuales rechazan aquellas instituciones sociales que
tutorizan la vida social y que son reflejo de la ideología conservadora (educación, familia,
ordenamiento legal, política, ejército e iglesia), pues en ellas ven encarnados valores
tradicionales y obsoletos. No admiten una moral de sujeción, compromiso y respeto por
dichas instituciones.
- Todo lo cual se manifiesta inmediatamente en el cambio de lenguaje, que no es sólo un
mero accidente de vocabulario o palabras de moda, sino de procedimiento y contenidos.
Es decir, la comunicación cotidiana hoy versa sobre objetos, personas y acontecimientos
diversos a los de antaño, pero, más aún, se expresa con un lenguaje que ha mudado las
reglas significantes: afirma, niega, justifica y descalifica con una peculiar lógica, carente
de aquel rigor y precisión que tenía el tradicional pensamiento filosófico, teológico y
científico. Esta divergencia lingüística revela un auténtico corte generacional y supone
sobreesfuerzos interpretativos o de traducción, aún cuando los interlocutores usen un
mismo idioma, pues mayores y jóvenes se hablan desde supuestos mentales distintos.
Sin embargo, el lenguaje de la aldea global facilita el entendimiento de los cibernautas;
pues a su lenguaje coloquial, impreciso, fragmentado, le bastan acuerdos superficiales,
provisionales, permitiendo mantener a la sombra inmensos desacuerdos. No se produce
una comunicación especializada, científica, técnica, sino divulgativa, acomodaticia y sin
rigor. Las conversaciones fragmentadas de los teléfonos móviles y sus mensajes digitales

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son el más claro ejemplo: esconden la realidad, disimulan la complejidad, convierten el
difícil mundo sobre el que se vive en un juego intrascendente y superficial de amigos.

2º - LOS MOVIMIENTOS ANTIGLOBALIZACIÓN Y LA DIVERSIFICACIÓN.

Malcom Waters (1995) es, entre otros, ejemplo de quienes mantienen una muy optimista
visión sobre el proceso de globalización, pues, para él, comporta disolución de todas las
barreras sociales y de toda limitación cultural; lo que facilita enormemente la
enmancipación, una liberación personal y colectiva. La globalización permite tomar
progresivamente conciencia, tanto a los individuos como a los grupos, de las enormes
posibilidades que dicho proceso conlleva. Además, las multinacionales y las empresas
financieras transnacionales pueden así expandir su producción y el flujo de capitales,
universalizando la cultura allende toda frontera. Es decir, la globalización mercantil
desencadenaría democracia política en países autoritarios y asfixiaría particularismos
nacionalistas, evitando así la “Jihad” o Guerras Santas, los parroquianismos religiosos,
étnicos, subculturales, esas propensiones provincianas dispuestas siempre a “balcanizar”
cualquier Estado.
Por el contrario, en su visión pesimista, (por ejemplo, la de Alain Touraine, 1996),
globalización supondría un proceso demoledor de valores, peculiaridades y culturas
específicas. Se trataría de un avance del capitalismo económico que extendería la
mentalidad neoliberal para uniformar con ella a todas las regiones del planeta. El aumento
de intercambios económicos mundiales propiciados por la globalización, las nuevas
tecnologías de comunicación mundial e intergaláctica, la multipolarización del sistema de
producción, no conducirían a un mundo autorregulado sino más bien a la trilaterización
USA, Japón y UE. En otros términos, globalización cultural no sería otra cosa que
hegemonía uniformista del “american way of life”, proliferación de una mentalidad
consumista, que sucumbe a mezclas grotescas de cine, televisión, música pop y artículos
“made in USA”; una inquietante sub cultura que se apodera de las masas, infectándolas
de su idiotez y a la que los países islámicos llaman precisamente “west-toxificación”.
Otra prueba de que no hay pensamiento único apareció en todas las televisiones del
mundo cuando, a finales de enero de 2003, en Brasil, los manifestantes de Portoalegre
contestaron la ideología centroeuropea, instalada en Davos, Suíza, a miles de millas.
En una civilización del espectáculo, donde los hechos por sí mismos no son realidad
hasta que aparecen en los Medios y donde se prefiere la presentación formal de
imágenes al propio contenido del mensaje, los jóvenes antiglobalización en Brasil y su
folcklore (más que su ideología socio redentora) aparecieron bailando cual trasnochados
hippies en la televisión mundial. Su insultante juventud, incorformismo, vestimenta
peculiar, palabra, canción y actividades lúdicas, constituyeron una picante alternativa
visual a las imágenes mucho mas elitistas de la elegante cumbre del Foro Económico
Mundial, provenientes de parajes maravillosos en los Alpes suizos de Davos, inaccesible
lugar donde esa cumbre mundial se hallaba reunida.
Portoalegre representó ante los medios una negación revolucionaria de la globalización.
Era una puesta en escena que no aportaba muertos (al contrario de lo ocurrido en el 2001
en Génova), rescoldo todavía no apagado y nostálgico de la antigua doctrina socialista,
igualitaria, colectivista. Aquellas imágenes afirmaban entre cantos comunales la radical
aversión al capitalismo político en su versión contemporánea: las democracias
neoliberales, a una trilateral mundial que no está dispuesta al comercio libre en los
sectores agrícola y de servicios, ni tiene interés en incentivar a los fabricantes de farmacia
para que concedan a los enfermos pobres del sida aquellas medicinas que necesitan.

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La reciente guerra del Irak ha descompuesto las instituciones políticas, las estrategias
internacionales, aquellas alianzas internacionales que surgieron después de la segunda
guerra mundial, fuerzas económicas, sociales y políticas de integración como la ONU, la
Alianza Atlántica, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial. Lo mismo que
ocurrió después de la primera guerra mundial del 14, esta crisis cercenará los mercados
globales, aumentará el coste de los transportes, pondrá coto a las migraciones
internacionales, dificultará el flujo de mercados de capital integrados.
La globalización es un fenómeno contradictorio: por una parte ha abierto una brecha
perturbadora entre la creciente riqueza de Estados Unidos y la prolongada pobreza de
África; pero, por otra, la adopción gradual del mercado libre ha sacado de la pobreza a
millones de personas en China y en la India, dos naciones que, rompiendo con su pasado,
se rindieron a la globalización; de modo que su número total de pobres disminuyó. Lo que
no puede ocultar el hecho de que aquellos países incapaces de exportar sus productos
agrícolas, sus servicios o materias primas a países industrializados, siguen una loca
carrera hacia mayores y más amplias zonas de miseria.
Se requieren convicciones muy personales para oponerse a la globalización y a la
ideología única. La lástima es que esta protesta sólo se hiciera visible en el ámbito de la
poesía, de la canción y de la fiesta popular. Los foros muy serios de discusión política,
económica y cultural en que participaron los jóvenes de Portoalegre no fueron recogidos
apenas por las cadenas mundiales de televisión; tampoco lo fueron sus iniciativas
realizables, sus críticas válidas a las injusticias del neocapitalismo. Los medios
multinacionales fagocitaron la protesta convirtiéndola en un espectáculo folklórico de
minorías casi marginales. Los logros y las válidas aportaciones de estas minorías
contraculturales y antiglobalización, apabulladas por Davos, seguramente un día hasta
serán ladinamente usurpadas por aquellas democracias liberales que presumen de mayor
capacidad de autocorrección frente a la esclerotizada ortodoxia marxista, haciéndolas
pasar como fruto propio.
Efectivamente, desde Davos los poderosos interpretaban las protestas de Portoalegre con
cierta conmiseración, veían en las pacíficas manifestaciones brasileñas algo así como las
ingenuas luchas de los artesanos ludditas ingleses de Nottingham que en el siglo XIX
destruyeron las maquinarias textiles, por creerlas antinaturales; los miraban como a
aquellos campesinos de Yorkshire que estropeaban la entonces naciente maquinaria
agrícola industrial bajo la misma ideología de oposición a la modernidad. Es decir, la
riquísima Suíza veía a los contestatarios de Portoalegre luchando inutilmente contra la
realidad mostrenca que son los fenómenos naturales, bajo trasnochadas banderas
económicas, políticas y científicas. Desde paisajes alpinos nevados en Davos y sus
confortables refugios invernales, se apostrofaba a los brasileños antiglobalización como si
se tratara de los iletrados campesinos de Sergipe, Bahía e Ibiapina que idiotizados por su
párroco se rebelaron a finales del XIX contra el sistema métrico decimal, asaltando
comercios para destruir unos nuevos pesos y medidas que parecían sacrílegos a un Brasil
tradicional y católico. Los promotores de la globalización neoliberal interpretaban en
Davos que rechazar lo real o lo posible en nombre de deseos, de fantásticas quimeras, de
sueños idealistas, es ir derechos al fracaso; y advertían conmiserantes a los jóvenes de
Davos que así fueron desapareciendo, tras corta historia, todas las utopías, desde las
república comunistas de Platón y Santo Tomás Moro hasta la extinta Unión Soviética.
La lucha antiglobalización de los jóvenes en Portoalegre era vista desde Davos como
negación antinatural de las leyes de mercado, como ingenua oposición de los pobres e
ignorantes a una indiscutible ley de gravitación universal.

3º - EL NORTE PROPENDE A UNA CULTURA HIPERMODERNA.

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Ha sido convocado en París para septiembre de este año 2003, del 8 al 11, un Coloquio
Internacional, bajo los auspicios de la Asociación Internacional de Sociología, al objeto de
estudiar y debatir un curioso tema: la así llamada “Sociedad Hipermoderna”. El
Laboratorio de Cambio Social de la Universidad de Paris VII, Denis Diderot, será la sede
de ese encuentro, en donde se han dado cita sociólogos, antropólogos, filósofos y
psicólogos. Bajo tan extravagante título se ofrece a los estudiosos un foro de alto nivel
para el análisis de la realidad cultural en intento vanguardista de adelantar el próximo
futuro, diagnosticando algo que parece empieza a caracterizar por contraste el siglo XXI
respecto de su predecesor el XX.
Hipermodernidad alude a un exceso y exageración de lo moderno, que no es sólo
patrimonio extravagante de minorías sino que será epidemia generalizada. Se presiente
un cambio cultural importante que autoriza a los expertos nombrar una época histórica
nueva, diferente a las anteriores. Al parecer, de la sociedad tradicional, agrícola y
artesanal, se habría pasado al racionalismo moderno, luego al postmodernismo de final
del siglo, y ahora estaría el occidente accediendo a un diferente estadio cultural, el
hipermoderno.
El análisis de esta nueva cultura se hace al menos desde dos vertientes: la privada, que
profundiza en el ámbito psíquico individual; o sea, en la mentalidad, conciencia,
sentimientos y deseos de las personas, y otra colectiva que escruta los parámetros
sociales de la hipermodernidad pública.
En el plano psíquico aparece, efectivamente, un individuo desconectado simbólica y
cognitivamente de compromisos sociales, de responsabilidades colectivas; un individuo
sin conciencia moral o con carencias notables en la interiorización de la normativa social;
un individuo que, en palabras de Marcel Gauchet, no cree en las instituciones recibidas de
sus mayores. Lo que implica desestructuración del sentimiento de pertenencia al propio
pueblo, familia, iglesia y tradiciones culturales, vivir desconectado del universo simbólico,
de los principios y normas que ordenan la sociedad, magmas de individuos desafiliados,
desasociados.
No tiene sentido para el individuo hipermoderno acatar los puntos de vista que comparte
una colectividad, ni someterse a los usos, costumbres y tradiciones del propio grupo.
Urgido por la satisfacción inmediata de sus deseos consumistas, por la necesidad
continua de experimentar acontecimientos estimulantes y transitorios, el hombre
hipermoderno ni busca ni necesita dar sentido a su vida, lo único que verdaderamente
puede compartir con los demás el riesgo del existir, la ineludible circunstancia de tener
que transitar por la vida social sin destino y sin tener que llegar a ninguna parte.
Es decir, se ha pasado del personalismo bergsoniano al individualismo, al sujeto, a la
singularidad intrascendente. Se han acabado las identidades de rol y se ha puesto de
moda la multiplicidad un yo acomodaticio y fluctuante. Se ha pasado de un sólido sentido
existencial o proyecto personal de largo alcance, a la instantaneidad del momento, a vivir
en continuo zapping, de acá para allá, satisfaciendo los deseos de consumo inmediato de
objetos, estética, arte, deporte, espectáculo y hasta religión. Se trata, pues, de un nuevo
modo de afrontar el tiempo y el espacio, sin abrumarse por su duración y extensión,
haciendo así soportable el momento presente.
Esta exacerbación de la singularidad subjetiva tiene costes y consecuencias sociales,
patologías cuya extensión epidemiológica no es irrelevante. Síntomas de la enfermedad
hipermoderna son la fatiga de ser uno mismo, la anemia de los ideales, la depresión, la
despiadada competitividad hacia los otros, el empacho de consumismo seguido de
nauseabundos vacíos existenciales, la falta de dominio sobre los propios deseos,
sentimientos, emociones e instintos.

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Quizá el rasgo más característico de una sociedad hipermoderna es la insignificante
necesidad de sentido, la aceptación resignada pero no triste de tener que vivir una
existencia absurda e intrascendente, el ocaso de las ideologías sociales y políticas, de los
credos religiosos, de los ideales filantrópicos, la desmotivación ante cualquier proyecto
socialmente compartido. La sociedad hipermoderna es un auténtico bricolage de sentidos,
un mosaico ecléctico de pretensiones, un proyecto de sociedad partido, múltiple, un
mosaico de individuos deshermanados.

4º - PSICOPATOLOGÍA CULTURAL.-

El malestar cultural producido por las presiones de la cultura dominante y de la normativa


social, fueron hace tiempo objeto de numerosos estudios de antropología psicoanalítica
(Marcuse, H. 1984). En todos ellos se aseveraba que cualquier civilización, antigua o
moderna, es represora de los deseos básicos del hombre. De ahí que cada época
histórica se distinga por enfermedades psico sociales y epidemias peculiares, productos
directos de una insalubridad dimanante del entramado social. Tales enfermedades no
derivan de la fisiología humana ni de la naturaleza, sino de la cultura. Y así, en el siglo
XIX la psiquiatría médica descubrió neurosis, neurastenias e histerias, afecciones a las
que no lograba asignar causa orgánica, traumatismo o lesión anatómica alguna. Eran
respuestas reactivas de la gente ante las vicisitudes reales o imaginadas de su vida
social. Se trataba de afecciones que escapaban a cualquier etiología natural, cuyos
síntomas no radicaban en la naturaleza sino en la mente de los sujetos civilizados.
Entre los psiquiatras decimonónicos que se dieron cuenta de tales heridas no corporales
sino espirituales, Freud (1979, 1984) fue quien analizó el sentimiento de culpa como factor
psíquico traumático que desencadenaba auténticas afecciones neuróticas. El
remordimiento, la culpa, el escrúpulo, eran síntomas de una conciencia dividida entre el
yo personal íntimo y la norma social externa. Casi toda neurosis fue interpretada por los
freudianos como resultado del conflicto íntimo entre el “Ello” y el “Super Yo” (impulsos
biológicos y conciencia moral), entre el deseo y la ley, entre las pulsiones primitivas y las
restricciones civilizadas, entre la espontaneidad del instinto individual y su represión
cultural.
La depresión exógena había sido una categoría psiquiátrica relativamente marginal hasta
los años 60 del siglo XX, sólo después de la segunda guerra mundial los psiquiatras
separaron netamente la depresión de la menancolía, ante evidentes datos provenientes
del electrochoque. Pero en los 70 la depresión se había extendido ya por Europa y
Estados Unidos como una patología típica de los países neoliberales y que estaba
curiosamente ausente de los pueblos en vías de desarrollo. La depresión se constituyó en
epidemia durante la década de los 80 y a ella occidente comenzó a responder
farmacológicamente con el Prozac, la así llamada aspirina del espíritu que, en los 90, era
ya una droga tan aceptada socialmente como el alcohol.
Después de 15 años de administración del Prozac, hoy ya un porcentaje notable de la
humanidad rica le es químicamente adicta, es decir, se ha hecho dependiente de
antridepresivos y particularmente de estimulantes. Parece como si el primer mundo
sufriera una enfermedad crónica identitaria, un sentimiento permanente de insuficiencia,
derivado de esa compulsiva necesidad de ser uno mismo, el mejor de todos, dentro de un
escenario social competitivo, libertario y despiadado, donde no hay identidades,
parentescos tribales o pertenencias grupales que institucionalmente respalden al
ciudadano particular. Y este malestar cultural o psíquico se ha somatizado en
enfermedades que requieren auténtico tratamiento médico. Las sustancias psicotrópicas

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parece como si fueran imprescindibles para actuar en una vida democrática que exige a
cada uno la intensificación máxima de sus prestaciones. Es decir se acude a la
farmacología para resolver tensiones estructurales derivadas de una agobiante forma de
organización social.

Ya se sabe, sin embargo, que los antidpresivos y ansiolíticos no curan, no eliminan el


problema de fondo, pues el origen de esta enfermedad no es bioquímico sino socio
cultural. Para librarse de la depresión hace falta que el paciente entre, comprenda, trabaje
su intimidad psíquica y se interese por reducir psicoterapéuticamente sus conflictos
anímicos, el desvalimiento de su yo ante la sociedad. Las sustancias psicotrópicas que
estimulan momentáneamente el humor, el rendimiento laboral o las capacidades
personales, se han convertido en una forma de “dopage” social muy semejante al
practicado por los atletas en las grandes competiciones deportivas; la única diferencia
está en que aquí el dopage con antidepresivos refiere al estrés del triunfo social, en
competiciones no deportivas sino del yo consigo mismo.
Esta adicción revela en términos psíquicos una auténtica pérdida de control personal, un
sufrimiento interior derivado de la conciencia de ser impotente, de quedarse uno corto en
la acción social. Se trata de una adicción que, aunque no tenga las consecuencias
dramáticas de la heroína, supone una auténtica llamada de atención, dadas sus
dimensiones demográficas y su correlación con la socio cultura.
Entre los síntomas del malestar cultural de nuestro tiempo, hay otro menos dramático
pero no menos significativo que es otra novísima adicción, la que desde enero de 1996
fue admitida por la “American Psychologycal Asociation” cuando introdujo en su listado
oficial de enfermedades psíquicas “la adicción a Internet”. Quienes consumen más de 38
horas semanales responden, según criterios psiquiátricos de dependencia a una
enfermedad psico-cibernética que es semejante a las dependencias al alcohol y a las
drogas: los adictos cibernautas lo son por su incapacidad para controlar voluntaria y
racionalmente esos servicios admirables que proporciona la red. Y lo mismo cabría decir
de otras enfermedades producto típico de nuestra cultura contemporánea como son
trastornos alimentarios en anoréxicos y bulímicos.

¿Qué denominador comparten todas estas patologías?

-El de una sociedad y una cultura que impulsan a la autopromoción personal, a apoyarse
cada uno en sus propios recursos internos para decidir y obrar, a ser cada cual
empresario único de su propia vida.
En los últimos 40 años se ha ido pasando de una sociedad de obediencia a normas, de
docilidad a instituciones, de conformidad a usos y costumbres colectivos, a otra sociedad
en la que cada uno tiene que elegir su propio destino, autónomamente. En efecto, a partir
de los años 60, con la liberalización de las costumbres, la conquista de libertades
individuales, el estado del bienestar, la democratización de la escuela y de la familia,
empezaron a desarrollarse unos peculiares procesos culturales de individualización,
aumentaron notablemente las posibilidades de enmancipación individual respecto de las
instituciones sociales y de escoger la propia vida. Ya pocos pensaban y se
entusiasmaban con proyectos sociales colectivos. Hubo un auténtico desarraigo personal
de los destinos comunes, una disfunción comunitaria. Había fracasado incluso el concepto
y la idea mito del progreso social.
En la década de los 80 el monto de exigencias profesionales, de acción creativa
independiente, subió tanto que la gente se sentía obligada a responsabilidades
prácticamente ilimitadas. El aumento de exigencias motivacionales, de acción, implicación

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y decisión personal repercutió en fracasos matrimoniales, violencia contra la mujer,
disfunciones sexuales, roturas generacionales entre jóvenes y mayores, extendió el
malestar existencial y el sufrimiento psíquico. La angustia de este exceso de
responsabilidad del sí mismo originó enfermedades características de la nueva cultura:
adiciones y depresiones en porcentajes tan extensos, como nunca antes se habían visto,
que fueron así considerados auténtica epidemia psicosocial.
El deprimido y el psicodependiente son, pues, producto típico de las democracias
contemporáneas y llenan el escenario de la actual sociedad opulenta con personajes
psicopatológicos..
En la civilización hipermoderna, hipertécnica, hiperindividualizada, impera el
neoliberalismo económico, el ocaso de las ideologías, la pérdida total de la religión. Se ha
instaurado el culto al rendimiento personal, el mito de la libertad absoluta, la justicia de la
desigualdad social. Se trata de una sociedad post disciplinaria, sin controles educativos,
sin religión, sin normas morales objetivas y socialmente compartidas, en la que cada cual
tiene que encontrar un puesto que no le estaba asignado previamente. Uno ya no es
ciudadano, compañero, socio o miembro; el individuo privado ha sustituido al compaisano.
La desmesurada exigencia de autonomía personal, de producción del sí mismo, de
autorrealización ilimitada, sin soportes colectivos o institucionales, se traduce en un
conflicto neurótico, en una crisis depresiva, en un sufrimiento psíquico colectivo de
desorientación. Al aumento de responsabilidad individual le falta el complemento político
de una sólida articulación de las relaciones interpersonales; de un apoyo a lo largo de las
etapas de la vida, de unas organizaciones asistenciales que permitan recobrar el sentido
de la vida, crear espacios mayormente acogedores o ecológicos donde la economía sea
un medio y el hombre fin, donde la producción de mercancías y el consumo material o del
sí mismo estén supeditadas al hombre.
Marcel Gauchet ya había hablado del culto a la autonomía personal como “Religión
Supletoria” después del eclipse de Dios en la conciencia individual y de las Iglesias en la
sociedad, después del declive de las ideologías, cuando los estados democráticos
quedaron reducidos a gestionar un cambio social continuo. Ante la imprevisibilidad de
estos cambios, y teniendo cada uno que responsabilizarse de la propia vida, el sujeto se
ha quedado inerme, sin un proyecto colectivo al que asirse, responsable único de su
autonomía, sólo ante un proyecto personal elegido por uno mismo, prisionero del deber de
autorrealización.
Es posible, pues, que la cultura porvenir eche mano de remedios religiosos, místicos,
filosófico estoicos, todos ellos destinados con mayor eficacia que el Prozac a cubrir las
enormes demandas que presenta ya hoy ese precario mercado del equilibrio espiritual
interior del hombre, un hombre “compulsivo e incierto” tan bien descrito por Alain
Ehrenberg como individuo fatigado de ser sí mismo.

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