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Verbum

ENSAYO

TAOÍSMO, BUDISMO ZEN Y CRISTIANISMO:


TRES CAMINOS DE ESPIRITUALIDAD
UNIVERSAL
Verbum
ENSAYO

Directores de la colección:

JOSÉ MANUEL LÓPEZ DE ABIADA


PÍO E. SERRANO
FEDERICO LANZACO SALAFRANCA

Taoísmo, Budismo Zen y Cristianismo:


Tres caminos de espiritualidad universal
Ensayo sobre la experiencia profunda del
Tao del Taoísmo, de la Nada Absoluta del
Budismo Zen y del Señor del Universo del
Cristianismo
Los ideogramas de la cubierta: TAO (camino) y MU (Nada) son obra de la calígrafa

japonesa Profesora Eiko Kishi

© Federico Lanzaco Salafranca, 2009

© Editorial Verbum, S.L., 2009


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Printed in Spain /Impreso en España por


PUBLIDISA
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“God is THE BEYOND in THE MIDST of our life” (“Dios es la realidad más

profunda en el centro de nuestra misma vida”)


DIETRICH BONHOEFFER (1906-1945)
Guía de lectura

JOSÉ IGNACIO GONZÁLEZ FAUS

En uno de los libros más citados (¿y menos entendido?) de la


literatura europea, El pequeño príncipe, de St. Exupéry, se nos dice
que hay que saber con el corazón porque “lo esencial no es
accesible a los ojos”. Me temo que, en este Occidente que sólo sabe
ver con los ojos, la frase se nos ha convertido en un adorno erudito,
pero en modo alguno es una verdad, y menos un camino. Este
trabajo de Federico Lanzaco intenta dar beligerancia al consejo del
principito. Puede ser buena guía para la lectura de este libro el
señalar algunos pasos que podrían llevarnos en la dirección de ese
camino hacia “lo esencial”.
Primer paso. Me parece útil avisar al lector de que la obra es
breve no para que se la “despache” con los ojos en un par de horas,
sino porque pide ser leída con el corazón (o las entrañas). Eso
supone, por ejemplo, releer una y otra vez cada uno de los textos
citados en ella, releerlos con un ritmo lento y consciente de
respiración, hasta que los textos hayan pasado de ser un mero
objeto que miramos a ser un alimento que digerimos.
Segundo paso. Entonces es posible que el lector se sienta como
inmerso en un océano sin nombre, perceptible no porque nuestros
sentidos lo apresen, sino por la tranquilidad y el sobrecogimiento
que nos produce. Entonces, las palabras que –desde el Oriente–
designan a ese Horizonte, como “Nada” o “Vacío”, dejarán de tener
el significado negativo que les damos nosotros, y pasarán a
significar algo positivo que, en Occidente, ha sido designado
algunas veces con la palabra Misterio (la cual no significa
simplemente lo todavía no descifrado, sino lo Incognoscible).
Tercer paso. Quizás entonces caigamos en la cuenta de que lo
que se pone en juego entre Oriente y Occidente no son dos
contenidos conceptuales sino dos formas de conocimiento y, por
tanto, de acercamiento a la realidad: el conocimiento como cacería,
cuyo objetivo es acumular presas, y el conocimiento como caricia
respetuosa (típico del verbo conocer judío, como evoca Federico),
que no busca apresar a la realidad sino espera que la realidad se
entregue. Prolongando ese sentido bíblico del verbo conocer que lo
equipara al acto sexual y que el autor comenta, se trata de que el
conocer sea verdaderamente un “hacer el amor” y no un violar. Eso
que Tomás Aquino llamaba conocer “por connaturalidad”, aunque no
lo utilizó para su teología.
Cuarto paso. Desde aquí, convendrá que el lector retenga una
observación importante de Federico Lanzaco: cuando el Oriente
dice que las realidades de nuestro entorno son todas meras
ilusiones o apariencias, no pretende negarles entidad, sino esa
entidad que les asigna nuestro ego que las absolutiza. Por eso,
cuando la iluminación o el nirvana budista nos liberan de nuestro
ego, podemos volver a darles la entidad que tienen: la de no ser
nada, a menos que las veamos en el Horizonte del Misterio (o de la
Nada con mayúscula). Por eso, comenta Lanzaco: la persona que
ha experimentado la iluminación no se aleja del mundo (esa es la
lectura caricaturista que hacemos nosotros), sino que se dedica
correctamente a sus quehaceres cotidianos. Una observación muy
importante porque es la que permite el enlace entre Oriente y
Occidente.
Quinto paso. Y entonces, si entrando en nuestro Occidente,
llamamos Dios a ese Vacío o a esa Nada (= nada de lo que nosotros
no conocemos), podremos decir, a la vez, que Dios tiene para
nosotros un rostro humano pero que sigue siendo el Dios sin rostro1.
Haber olvidado eso ha sido la causa

de que Occidente no leyera a Jesucristo como revelación humana


de Dios, sino como propiedad privada de una institución que le
permitía ponerse por encima de los demás.
¿Tuvo culpa en eso Santo Tomás, como insinúa el autor? En
cierto sentido sí, y mucha. El mismo Papa actual cuenta en su
biografía cómo se sintió decepcionado por Santo Tomás, durante
sus estudios, y buscó su camino en teológos menos conceptuales y
más experienciales. Yo comparto plenamente la crítica que hace a
Santo Tomás el japonés Kitarō Nishida, y que el lector encontrará
citado en el libro. Pero creo que la culpa estuvo, no tanto en Tomás
cuanto en el “tomismo”, es decir: la absolutización de una decisión
concreta que ha podido ser necesaria en un momento de la historia,
y luego se la convierte en norma para todos los demás momentos.
Tomás sabía muy bien que “de Dios podemos saber que es, pero no
lo que es”. Sin embargo, su época había llegado a una inflación
lingüística sobre el conocimiento experiencial que (en vez de llevar a
un silencio adorador) había convertido la teología en verborrea
sentimental, crédula y arbitraria. En un momento histórico en que
Occidente comenzaba a descubrir la ciencia y la razón (por las
traducciones de Aristóteles), Tomás comprendió que la teología
necesitaba una inyección de rigor conceptual si no quería hacer el
ridículo y suscitar más compasión que audiencia. Esta fue su gran
tarea. Esto permite también comprender las sospechas que
despertó al principio y por qué se le condenó. Pero es bueno
recordar que cuando, años después de su condena, el Papa
rehabilitó al Aquinate, recomendó sin embargo a los teólogos que
procurasen ser no “charlatanes de Dios” sino “expertos en Dios”
(theoexperti, con un término latino fácil de contraponer al de theologi
y que orienta a buscar más la experiencia de Dios que la inteligencia
–logos– de Dios). Era recoger lo que podemos formular así,
parafraseando otra frase de Tomás de Kempis: “más prefiero sentir
a Dios que saber definirlo”. No haber seguido ese consejo es lo que
fue haciendo de la teología un conjunto de disquisiciones arbitrarias
ajenas a la vida, de la ortodoxia un conjunto de fórmulas muertas, y
de la religión aquello que denunciaba agudamente la máxima del
Perich: “la religión es una cosa que sirve para resolver unos
problemas que no existirían si no existiera la religión”…
Sexto paso. Hoy, por todas partes pero sobre todo en el mundo
creyente, se descubre la necesidad de la experiencia espiritual.
Hace cuarenta años, K. Rahner escribió en este sentido que el
cristiano del siglo XXI sería un místico o no sería cristiano; y aclaraba
la palabra místico diciendo: “alguien que habrá experimentado algo”.
En este contexto, obras como este librito de Lanzaco resultan de lo
más estimulante. Pero entendiendo dos cosas: a) que espiritual, en
la tradición judeocristana, no designa lo “no material” y no sabemos
si “no existente”, sino más bien eso “esencial” que evocaba El
pequeño príncipe, y que está en nuestra misma realidad pero no es
accesible a los ojos sino al corazón (y a un corazón cambiado). Y b)
que si Occidente no cambia ese corazón, todos los intentos de
moda por incorporar a Oriente no serán más que un adorno
falsificado: eso que una amiga mía calificaba como “yoga para
ejecutivos”. El yoga puede tener tanta seriedad que si un ejecutivo
se lo toma en serio dejará de ser una especie de analgésico para
seguir “ejecutando”, y le llevará a dejar de ser ejecutivo.
Séptimo paso. Es en este momento donde podemos señalar una
continuación al libro de Lanzaco: la de la teología de la liberación
(con todos los complementos y perfecciones que pueda necesitar).
El autor ya deja la puerta abierta a ello con sus citas de Teilhard que
vinculaba la experiencia mística precisamente con la materia. Pero
aún es posible seguir ese camino y vincularla con la historia y con la
humanidad.
La historia como lugar de revelación de Dios, está presente en
todo el judaísmo y en el primer cristianismo, por ejemplo en Ireneo
de Lyon: para este autor, Dios creó al hombre “para que creciera y
progresara” y, si podemos hablar de Dios es porque, anque su
Grandeza nos impediría hablar de Él, sin embargo su Amor nos
permite decir algo porque “su amor no es menor que su grandeza”.
Por eso, seguía san Ireneo, el lenguaje sobre Dios debe ser casi
contradictorio: pues muchas cosas que no podríamos decir de Él por
su Grandeza, podemos decirlas por su amor “que no es menor que
su grandeza”. Con esta doble intuición, el primer teólogo cristiano
orientaba la religiosidad humana hacia la historia. Y esa orientación
se fue perdiendo al ir entrando el cristianismo en el mundo griego,
desconocedor de la historia… Hasta que la historia fue recuperada
en el siglo XVIII con la Ilustración, pero al margen del cristianismo.
En este contexto de recuperación teológica de la historia, sucede
que no sólo los conceptos cristianos del Dios anonadado (Fil 2, 6ss)
y de Cristo en los excluidos de la sociedad (Mt 25, 31ss), sino
incluso las intuiciones orientales del Camino y del Vacío, pueden
encontrarse fácilmente con lo mejor de la teología de la liberación.
De ésta dijo su “fundador” Gustavo Gutiérrez, ya en su primera obra,
que quería ser ante todo una forma de “teología espiritual”, aunque
Roma no entendiera esto. Pero más tarde el Papa Benedicto no se
ha recatado de proclamar que eso que llaman en América Latina
“opción preferencial por los pobres” no es un mero imperativo ético
sino una experiencia cristológica. Y precisamente, todo el siglo XXI

cristiano está marcado por la aparición (y el regalo) de una serie de


auténticos místicos de la solidaridad y de la opción por las víctimas,
muchos de ellos convertidos, y la mayoría de ellos mujeres, como
he comentado en otros lugares. Valgan nombres como los del
arzobispo Romero, Dorothy Day, María Skobtsohv, Simon Weil, Etty
Hillesun… Ahí la solidaridad liberadora cristiana y la compasión
budista “se besan” como la justicia y la paz en el salmo bíblico (Sal.
84). Y ahí podríamos comentar textos como el discurso de Msr.
Romero al recibir el doctorado honoris causa en Lovaina, y otros
que quedan ya reflejados con sólo citar algunos títulos: “Liberación
con espíritu” (Jon Sobrino); “Ternura y vigor” (L. Boff); “Hablar de
Dios desde el sufrimiento del inocente” (Gustavo Gutiérrez)… y que
empalmarían con el título de uno de los mayores teólogos del
momento, que ya no es occidental sino asiático (A. Pieris), en el que
se juntan “sabiduría y amor”2.
Sabiduría en el sentido de sabor, no de mera acumulación de
saber. Y amor en el sentido de solidaridad, no del mero erotismo.
Eso es lo que necesita el Occidente de hoy. Y para eso puede ser
una buena invitación el libro que ahora presento.
Octavo paso. Una vez llegados aquí, no debemos quedarnos
exclusivamente con lo cristiano. Podemos concebir el Misterio como
“personal” y capaz de que nos dirijamos a Él (por su amor, diría san
Ireneo). Pero también debemos concebirlo como “impersonal” (por
su grandeza infinita), pues de lo contrario proyectaremos sobre Dios
todas las limitaciones inherentes a nuestra idea de persona. Quizá
por eso sería menos inexacto decir que Dios no es ni personal ni
impersonal, pero sí “suprapersonal”. Y en la plegaria no debería
tratarse simplemente de “hablar con Dios”, como suele decirse en
Occidente, sino de sumergirnos en ese Mar Inmenso que nos
envuelve. Por eso me parece muy atinado que Lanzaco termine su
obra precisamente con la cita del discurso de Pablo que dice que
“en Él vivimos, nos movemos y estamos”: como una atmósfera y no
sólo como “una” persona.
Y para concluir: desde aquí cabría aspirar a una teología que
procure unificar: la inmersión profunda en la realidad social, la
profunda experiencia espiritual, y el rigor intelectual. En el Centro
“Cristianismo y Justicia” de Barcelona, hablamos de eso como de
“las tres patas” en que descansa la mesa donde estudiamos
teología (o donde quisiéramos hacerla)3. Así cabe

2 Ese era el título original de la obra que fue traducida al castellano como “El rostro

asiático de Cristo”. Su autor, además de teólogo cristiano, es doctor en budismo, en Sri

Lanka.
vislumbrar una convergencia espiritual entre la irrenunciable
atención de América Latina a los pobres y a la realidad cruel de
nuestro mundo, la imprescindible vivencia espiritual del Oriente, y el
necesario rigor intelectual que puede ser la aportación del mundo
europeo. Ese sería el camino hacia una futura alianza no ya de
civilizaciones sino más bien hacia un posible diálogo sobre una
espiritualidad universal.

Sant Cugat del Vallés (Diciembre, 2008)

3 Al hablar de estas tres patas soy plenamente consciente de que falta África. Pero su

inserción en este contexto cae fuera del propósito de Lanzaco y requeriría mucho más
tiempo.
1 Para ampliar esta idea remito a mis dos escritos: El rostro humano de Dios: de la

revolución deJesús a la divinidad de Jesús, Santander, 2007 (2ª ed.), y “El Dios sin rostro”,

en Iglesia Viva, nº 23 (enero-marzo, 2008).


Final del fragmento del libro Kindle.
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