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Guantes rojos

Diría que el momento en el que realmente noté la extraña actitud de Silvina fue un martes
por la tarde. Nunca había tenido una relación cercana con la muchacha, tampoco tuve
nunca interés en acercarme a ella. Al fin y al cabo, no era más que una mera e insignificante
secretaria, callada y algo malhumorada. Aquel día, regresó a su escritorio enérgica, casi en
un estado de euforia, como si hubiese consumido algún tipo de droga. Sus típicas ojeras
azules desaparecidas, la normalmente flácida piel de sus piernas un tanto más tersa y
brillante, su cabello sedoso. Tal vez guiada por un ínfimo hilo de envidia decidí que su
repentino cambio no era normal.
Me sorprendí a sobremanera al notar que el análisis de orina que le pedí que se hiciera no
indicó presencia de sustancias anómalas, no obstante, decidí que la vigilaría de cerca, pues
el cambio no me agradaba en lo más mínimo.
Al poco tiempo Silvina y Edgardo, el buen mozo recepcionista rubio, anunciaron que
estaban saliendo. Silvina era otra, pero a esta altura ya me había acostumbrado a su
novedosa belleza y hasta comenzaba a caerme bien. Los días pasaron y me percaté de que
el hombre era ahora quien estaba comenzando a cambiar, poco a poco vi desaparecer su
chispeante sonrisa, su cara se tornó más delgada, y lo sentí cada vez más exhausto y
desanimado. Traía siempre un par de guantes rojos, que llevaba puestos a todas horas,
incluso en los calurosos mediodías de verano. En ocasiones me acerqué al pobre,
preocupada por su estado de salud, hasta le ofrecí que se tomara unos días, pero repetía
incesantemente que no podía dejarla a Silvina sola, pues la joven no podría ser capaz de
pasar el día sin él.
No tardé en sospechar que la causa del malestar del recepcionista era su nueva novia.
Quedé atónita cuando le pregunté al resto de los empleados del alto edificio vidriado si
habían notado lo mismo, pues todos se resignaron. Algunos incluso saltaron a halagarla, no
solo hablaban sobre su evidente belleza física, sino también sobre su amabilidad y buena
presencia. Todos parecían encontrarse bajo un embrujo, como si se hallaran hechizados por
su encanto. Mis sospechas crecieron cuando la amiga más cercana de la secretaria, Norma,
comenzó también a utilizar guantes, similares a los de Edgardo, pero de un tono bordó.
Al cabo de unos días, dos empleados más se unieron a la extraña moda, y pronto todo el
piso usaba dichos guantes, todos en distintos matices de colorado. Resultaba extraño que a
medida que los días pasaban, Silvana parecía embellecerse más y más, y,
simultáneamente, todo aquel que utilizara guantes rojizos parecía tornarse más y más
lánguido, carente de vida.
No cabía duda alguna, la muchacha tenía la culpa. Intrigada, decidí seguirla con sigilo
cuando tomó del brazo a una compañera de manos desnudas. La condujo hacía el
ascensor y luego la llevó hacia un cuartucho de servicio, afortunadamente conseguí a espiar
el interior a través de una ventana carcelera y pude divisar un ritual de lo más bizarro.
Luego de mirarla fijamente a los ojos, se acercó los dedos de la pobre a la boca y uno a uno
los mordió para succionarles la sangre como una sanguijuela. Al terminar con el dedo
meñique de la mano izquierda, le entregó un espléndido par de guantes de un fogoso rojo
escarlata. Procedió a salir por la puerta, al verme, mi presencia no la incomodó en lo más
mínimo, incluso esbozó una sonrisa encariñada y encantadora que dejó ver sus dientes
pintados de rojo carmesí.

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