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CONSEJO EDITORIAL
Jerónimo Luis Repoll (presidente)
Aleida Azamar Alonso / Gabriela Dutrénit Bielous
/ Álvaro Fernando López Lara
(coordinadores)
DE LA DISFORIA A LA EUFORIA DE GÉNERO
Políticas públicas y cambio cultural
Introducción
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Desde una perspectiva irónica del desplazamiento y la indistinción de la modeli-
zación, puede verse la variedad de “Hombres de Vitruvio” que existen en el mundo pos-
moderno y que pueden buscarse en Google: mujeres, caricaturas, animales, posiciones
sadomasoquistas, homosexuales, entre decenas más.
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Para una visión más detallada, véase Torrentera (2016b).
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nas. Las otras dos culturas se conforman por una visión individualista
y competitiva de la vida, una aspiración a ascensos y movilidades que
no exigen una fidelidad ni a una visión jerarquizada per se ni a un ho-
rizontalismo. La cuarta cultura estaría organizada por individuos que
tienden al aislamiento. La teoría cultural lleva a Douglas a señalar que
no basta pensar desde el lugar del individuo, sino de las culturas en las
cuales se adscribe. La sociedad impone estándares normativos, y vivir
en sociedad significa vivir con esos roles o negociar para que se acepten
nuevos. Su perspectiva es que existe un constante conflicto entre estas
culturas, porque parte de la idea de que el individuo tiene interés en lo
que sucede en su medio. Elegir implica una adhesión y al mismo tiempo
una protesta contra el modelo que no se desea en la sociedad.
Probablemente la concepción universal de las cuatro culturas puede
ponerse en entredicho. Pero resulta pertinente para una parte de nues-
tra argumentación, de acuerdo con la cual una formación social contie-
ne culturas en oposición y que en la práctica de las regulaciones colec-
tivas tiende a la argumentación, el convencimiento, la movilización y la
imposición de modelos humanos que se cristalizan en políticas públicas.
Por eso forman parte del cambio cultural o, desde cierta perspectiva, de
los cambios generados por partes movilizadas de las culturas en una
sociedad. En el caso de la diversidad y disidencia sexo-genérica, las que
promueven una cultura horizontal en materia de la inclusión de las
personas en la multiplicidad de las experiencias erótico-afectivas, cor-
porales e identitarias. Se percibe esa potencia que Occidente moderno
concibe en los individuos y en la capacidad de los grupos por movilizar
recursos. Entre ellos, los derechos humanos, al enunciar que la discri-
minación y el trato no igualitario se ciñe sobre personas y colectivos que
no cubren los estándares históricamente ideales.
En este sentido, las políticas públicas sensibles al género orientan y
son orientadas por un cambio cultural que prioriza una mirada distin-
tiva en la conformación simbólica y sociohistórica de los géneros.
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No dejan de ser interesantes, para una sociología de la recepción de las ideas cientí-
ficas (de existir tal campo), los ritmos en los cuales los conceptos se toman, incorporan y,
en ocasiones, se desechan. En México los términos transexual y transgénero comienzan
a incorporarse a finales de la década de los ochenta e inicios de los noventa, y es hasta
este siglo que toman un carácter más ampliamente masivo. Para ese entonces, al menos
dos nominaciones diferentes habían sido ya formuladas por los especialistas del primer
mundo euroamericano, que es de donde proceden y de donde las retomamos. Por ello, los
términos locales deberían ser utilizados como efecto y proceso del conocimiento, y no ser
discriminados de la academia como poco conceptuales o irrespetuosos –así, locas, travas,
vestidas u otras denominaciones– y tratar de pensar hasta dónde y en qué remiten a
procesos semejantes y diferentes a la transexualidad y el transgenerismo, y situar a es-
tos términos no como el universal que pretenden ser, sino como una modalidad cultural
localizada en la historia y la civilización. Y eso implica relaciones históricas, políticas,
clínicas, jurídicas, epistémicas, estéticas, laborales y subjetivas. Para un desarrollo de
estas dimensiones, véase Torrentera (2016a).
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La idea de que las personas trans modelan el discurso por el cual son modeladas ya
es antigua. Quizá el primero en señalarlo fue Garfinkel. El caso que él y Stoller desarro-
llaron a partir de Agnes ya ha sido ampliamente descrito en varios espacios y yo mismo
lo abordé en un trabajo anterior. Aquí solamente quisiera consignar que la actuación
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No deja de ser secundario, en ningún sentido, que retirar de los protocolos de aten-
ción a las personas trans el criterio asociado a la patología se deba, al parecer y por la
información que poseo, más a un proceso de presión y organización política, así como de
toma de decisión “políticamente correcta” de los legisladores, que por tener criterios que
sustenten que los fundamentos psiquiátricos están equivocados. De hecho, probablemen-
te se conviva con dos sistemas. Por un lado, el del andamiaje del reconocimiento jurídico
que prescinde del aval médico. Por el otro, el de la psiquiatría y los saberes y prácticas
relacionados con ella, en donde se mantiene el criterio de patología. No debe olvidarse,
tampoco, quienes encabezan los movimientos de despatologización, pues por lo general
son militantes de organizaciones que marcan la agenda de la discusión.
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Conclusiones
Bibliografía