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RENACIMIENTO

“En el Renacimiento, el retrato pasó de la descripción gótica de las personas como tipos generalizados, a la
representación de individuos cuyos caracteres y personalidades se reflejaban en sus rostros. Los artistas italianos
intentaron, cada vez con más empeño, retratar a sus sujetos de una manera precisa e incluso revivieron la antigua
costumbre romana de obtener un retrato del modelo vivo o muerto sacándole una máscara de yeso. (…) En Italia, las
personalidades políticas, mercantiles e intelectuales solían hacerse pintar retratos, mientras que en el resto de
Europa, la mayor parte de los modelos pertenecían a las familias reales”.
VV.AA. “Historia Universal del Arte. Volumen 9. El estilo del Renacimiento”. Editorial Rombo, Barcelona. 1994. Página 52 .

“Nos encontramos con que las artes visuales se convirtieron en el vehículo de una nueva expresión de ciertos ideales
relacionados con el hombre y con la sociedad y presentan una nueva visión de las creencias establecidas de la fe
cristiana mediante el vocabulario común de experiencia humana que comparten aquellos que las observan. El arte
del Renacimiento demuestra cómo la busca de la idealización de la forma misma puede ser un ejercicio espiritual que
hace llegar al espectador una sensación de la perfección de Dios, a través de la perfección de la figura humana
idealizada o de las proporciones de un edificio. La etapa preliminar y más importante de este ejercicio fue el examen
renovado de la naturaleza por parte de artistas a los cuales se les planteaban nuevas exigencias en cuanto a
maestría y a juicio estético. La literatura sobre el arte escrita entre los siglos XIV y XVI nos habla, también, de que la
actitud hacia los artistas como seres sociales y creativos había experimentado un cambio importante como
consecuencia de su éxito, de modo que, hacia fines de este período, el estilo personal de un artista era tan
importante como su competencia técnica o su capacidad para ejecutar un encargo a la hora de su reconocimiento
público”.
VV.AA. “Historia Universal del Arte. Volumen 9. El estilo del Renacimiento”. Editorial Rombo, Barcelona. 1994. Página 55.

“Este orgullo de las ciudades, que compitieron unas con otras para asegurarse los servicios de los más grandes
artistas con el fin de que embellecieran sus edificios y crearan obras de fama perdurable, fue un gran incentivo para
los maestros, que intentaban rivalizar entre sí; incentivo que no existió en tan gran medida en los países del norte,
cuyas ciudades tuvieron mucha menos independencia y orgullo local. Llegó entonces el período de los grandes
hallazgos, cuando los artistas italianos se volvieron hacia las matemáticas para estudiar las leyes de la perspectiva, y
hacia la anatomía para estudiar la construcción del cuerpo humano. A través de esos hallazgos se amplió el horizonte
de los artistas. Ya no se trataba de unos artesanos entre otros artesanos, aptos, según los casos, para hacer unos
zapatos, una alacena o un cuadro. El artista era ahora un maestro por derecho propio, que no podía alcanzar fama
sin explorar los misterios de la naturaleza y sondear las secretas leyes que rigen el universo (…). Erigir magníficos
edificios, encargar espléndidos mausoleos, grandes series de frescos, o dedicar un cuadro al altar mayor de una
iglesia famosa era considerado un medio seguro de perpetuar el propio nombre y afianzar un valioso monumento de
existencia terrenal. Como existían muchos centros que rivalizaban por conseguir los servicios de los maestros más
renombrados, ahora les tocaba a éstos imponer sus condiciones. En épocas anteriores, era el príncipe el que
otorgaba sus favores al artista. Ahora, casi parecían cambiados los papeles y era el artista quien hacía un favor al
príncipe o al potentado aceptando un encargo de uno de éstos. Así, llegó a suceder que el artista podía
frecuentemente elegir la clase de encargo que le gustaba y ya no necesitaba acomodar sus obras a los deseos y
fantasías de sus clientes”.
GOMBRICH, E. “La historia del arte”. Editorial Phaidon, New York. 1995. Páginas 287-288.

MANIERISMO
“Hacia 1520, todos los amantes del arte, en las ciudades italianas, parecían estar de acuerdo en que la pintura había
alcanzado su cima de perfección. Hombres como Miguel Ángel y Rafael, Ticiano y Leonardo habían conseguido
plenamente algo que sólo pudo ser intentado por las generaciones anteriores (…). Para un muchacho que deseara
llegar a ser algún día un gran pintor, esta generalizada opinión no debía resultar del todo halagüeña. Por mucho que
admirara las obras maravillosas de los grandes maestros de su época, debía preguntarse si efectivamente algo
quedaba aún por hacer, puesto que todo lo posible en arte se había conseguido ya. Algunos parecieron aceptar esta
idea como inevitable y se aplicaron con ahínco al estudio de cuanto llegó a saber Miguel Ángel, e imitaron lo mejor
que pudieron su estilo. ¿Que a Miguel Ángel le complacía dibujar desnudos en posturas complicadas? Bien, si esto
era lo que tenía que hacerse, ellos copiarían sus desnudos y los introducirían en sus cuadros, encajaran o no. Los
resultados fueron un tanto ridículos: los temas sagrados de la Biblia se llenaron de lo que parecían equipos de
jóvenes atletas en perfecta forma. Críticos posteriores, que vieron que esos pintores jóvenes se frustraron
simplemente porque imitaron la manera más que el espíritu de las obras de Miguel Ángel, denominaron época del
manierismo al período que en estuvo en vigor esta moda. Pero no todos los jóvenes artistas de entonces llegaron a
ofuscarse tanto que haya que creer que cuanto recibió el nombre de arte era una colección de desnudos en actitudes
difíciles. Muchos, en realidad, dudaron de que el arte hubiera llegado a un punto muerto; si no era posible, después
de todo, sobrepasar a los maestros famosos de la generación anterior en cuanto a su dominio de las fuerzas
humanas, tal vez lo fuese en algún otro aspecto. Algunos quisieron sobrepasarles en sus concepciones, pintar cuadros
llenos de sentido y de sabiduría, de una sabiduría que, en realidad, quedaría oscura, salvo para los más eruditos. Sus
obras casi parecen enigmas gráficos (…). Otros, también, deseaban llamar la atención haciendo sus obras menos
naturales, menos claras, sencillas y armoniosas que las de los grandes maestros. Tales obras –parecían argüir –son
perfectas, pero la perfección no siempre resulta interesante. Una vez que os habéis familiarizado con ella, deja de
emocionaros (…). Había claro está, algo un tanto enfermizo en esta obsesión de los artistas jóvenes por sobrepasar a
los maestros clásicos, y que conducía, incluso a los mejores, a experimentos extraños y artificiosos. Pero, en cierto
modo, esos frenéticos esfuerzos de superación constituían el mejor tributo que podían pagar a los viejos artistas. ¿No
había dicho el mismo Leonardo: “Infeliz del artista que no supera a su maestro”?”.
GOMBRICH, E. “La historia del arte”. Editorial Phaidon, New York. 1995. Páginas 361-362.

BARROCO
“No fue hasta el siglo XIX cuando los estudiosos alemanes comenzaron a utilizar imparcialmente el término para
describir el arte del siglo XVII.
Históricamente, el arte de este período debe considerarse en el contexto de la renovación del poder de la Iglesia
Católica y de la centralización, cada vez mayor, del poder político. A partir de la década de 1570, la amenaza del
protestantismo se desvaneció. La austeridad de la Contrarreforma, por lo tanto, se fue relajando, y los papas y
cardenales, más confiados, del siglo XVII se convirtieron en patrocinadores entusiastas de un arte que debería
expresar su fervor religioso y su gusto por la vida. Las órdenes religiosas, particularmente los oratorianos y los
jesuitas, vieron aumentado su poder. La reafirmación de los dogmas de la Iglesia Católica se convirtió en una parte
importante del cometido del pintor; la gloria del martirio, las visiones y los éxtasis de los santos, inflamados de
intensa emoción y presentados con todos los recursos de un lenguaje retórico de gestos y expresiones, se hicieron
temas comunes para pintores y escultores. En la esfera de lo secular, el poder se concentró en las manos de los
monarcas, respaldado por la doctrina del derecho divino de los reyes (…). La confianza de que hace gala este período
es quizás visible al máximo en la magnificencia y en la sensual belleza visual de muchas obras barrocas. Cuando
pasmos del arte del Renacimiento al arte barroco, lo primero que vemos es el resplandor más radiante de los colores,
la pincelada más suelta y expresiva, la mayor riqueza de contrastes de textura y de luces y sombras. La arquitectura
barroca comparte muchas de estas cualidades; el interior de una iglesia barroca, con numerosas esculturas y
pinturas decorativas, su exuberante uso del dorado, el estuco y los mármoles de vistosos colores, así como su
impresión de movimiento y espacio, estaba ideado para trasladar nuestros pensamientos a la gloria del cielo.
Un aspecto del barroco, por lo tanto, es que constituye un arte de persuasión; el artista se ocupaba, sobre todo, de
apelar a las emociones del espectador. Para representar las escenas de modo vivo y subyugante, intentaba capturar
el instante supremo de la acción dramática, y lo subrayaba mediante contrastes llamativos de luces y sombras. El
espectador se suele sentir impelido a participar de modo activo en una obra barroca, bien mediante cierta clase de
composición en la que las figuras están apretadas tan estrechamente al primer término, que parecen extender sus
movimientos hacia el mundo de fuera de la pintura, o bien porque ese mismo espectador se puede sentir sobrecogido
por una oleada de figuras que se mueven en un desplazamiento ascendente en espiral, hacia un espacio al parecer
infinito (…).
El efecto de una obra barroca es inmediato y sobrecogedor; hay en este período un nuevo sentido de la unidad
artística de todas las partes subordinadas a un ritmo dinámico que conduce a un clímax. Este principio contrasta muy
marcadamente con las composiciones descentralizadas de los manieristas, cuyas obras abundaban en ritmos
complicados e intrincados detalles que el ojo debe buscar con agudeza para poder maravillarse. En muchos aspectos,
el barroco fue un retorno a la grandeza y la monumentalidad del alto Renacimiento, pero los artistas barrocos no
volvieron a los ideales renacentistas de simetría y claridad. Más bien, se centraron en atrevidos efectos de asimetría y
en movimientos diagonales en profundidad. También existe un sentido semejante de unidad y movimiento en la
arquitectura barroca; formas y espacios están organizados con mayor dinamismo que como lo habían estado
durante el Renacimiento, y tienen a fluir y fundirse el uno en el otro. Las fachadas se tratan con un sentido escultural
y poseen una nueva riqueza y profundidad plástica”.
VV.AA. “Historia Universal del Arte. Volumen 10. El barroco”. Editorial Rombo, Barcelona. 1994. Página 59.

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