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Galilei, G.

– El Ensayador (Saggiatore) (1623) [Extracto]

Libro de la naturaleza escrito en caracteres matemáticos.

[pp. 60-61] «5…Me parece, por lo demás, que Sarsi1 tiene la firme convicción de que para
filosofar es necesario apoyarse en la opinión de cualquier célebre autor, de manera que si
nuestra mente no se esposara con el razonamiento de otra, debería quedar estéril e
infecunda; tal vez piensa que la filosofía es como las novelas, producto de la fantasía de
un hombre, como por ejemplo la Ilíada, o el Orlando furioso, donde lo menos importante
es que aquello que en ellas se narra sea cierto. Sr. Sarsi, las cosas no son así. La filosofía
está escrita en ese grandísimo libro que tenemos abierto ante los ojos, quiero decir, el
universo, pero no se puede entender si antes no se aprende a entender la lengua, a
conocer los caracteres en los que está escrito. Está escrito en lengua matemática y sus
caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es imposible
entender ni una palabra; sin ellos es como girar vanamente en un oscuro laberinto».

Distinción entre cualidades reales y subjetivas

[pp. 291-298] «48…Me queda ahora, de acuerdo con la promesa que antes hice a V. S.
Ilma., hacer alguna consideración sobre la proposición “El movimiento es causa del calor”,
mostrando de qué manera me parece que pueda ser cierta. Antes, será necesario que
haga alguna consideración sobre esto que llamamos calor, pues me temo que en general
existe una idea bastante alejada de la verdad, si se cree que se trata de un verdadero
accidente, afección y cualidad que reside realmente en la materia que sentimos que se
calienta.

Digo que en el momento en que imagino una materia o sustancia corpórea, me siento en
la necesidad de imaginar, al mismo tiempo, que esta materia está delimitada y que tiene
ésta o aquella forma, que en relación con otras es grande o pequeña, que está en éste o
en aquel lugar, en este o en aquel tiempo, que se mueve o que está en reposo, que está o
no en contacto con otro cuerpo, que es una, pocas o muchas; ni con gran imaginación
puedo separarla de estas condiciones; pero que deba ser blanca o roja, amarga o dulce,
sonora o muda, de olor agradable o desagradable, no me siento en la necesidad de forzar
mi mente para tener que representármela acomodada con tales condiciones; más bien, si
los sentidos no las hubieran advertido, tal vez la razón o la imaginación por sí mismas no
lo hubieran logrado nunca. Por todo ello pienso que estos sabores, olores, colores, etc.,
por parte del sujeto en el que parece que residen, no son más que meros nombres, y
tienen únicamente su residencia en el cuerpo sensitivo, de manera que eliminado el
animal sensitivo, se eliminan todas estas cualidades; sin embargo, nosotros, puesto que
les hemos puesto nombres particulares y diferentes de aquellos primeros y reales

1
Autor de ficción inventado por Grassi, contra quien va dirigido El ensayador.
accidentes, quisiéramos creer que también estos son verdadera y realmente diferentes de
aquellos.

Creo que explicaré más claramente mi idea con algún ejemplo. Voy pasando mi mano
sobre una estatua de mármol, o sobre un hombre vivo. En cuanto a la acción que viene de
la mano, respecto a esa mano, es la misma sobre uno u otro sujeto, pues pertenece a
esos primeros accidentes, es decir, movimiento y tacto; no la solemos llamar con otros
nombres. Pero el cuerpo animado que recibe tales operaciones, siente diversas
sensaciones, según sea tocado en una o en otra parte; así, al ser tocado por ejemplo en
las plantas de los pies, sobre las rodillas o bajo las axilas, siente, aparte de la común
sensación táctil, otra sensación a la que hemos puesto un nombre particular: cosquillas;
esta sensación es totalmente nuestra, y no de la mano, y me parece que se equivocaría
en grado sumo quien quisiese decir que la mano, aparte del movimiento y del tacto, tiene
en sí otra facultad diferente de éstas, es decir, el cosquillear, como si las cosquillas fuesen
un accidente que reside en ella. Un trozo de papel o una pluma, estregada ligeramente
sobre cualquier parte de nuestro cuerpo, hace en cuanto a sí misma, la misma operación,
cual es la de moverse y tocar, pero en nosotros, al tocarnos entre los ojos, o en la nariz, o
dentro de las narices, excita un cosquilleo casi insoportable, mientras que en otras partes
apenas se deja sentir. Ahora bien, ese cosquilleo es totalmente nuestro, y no de la pluma;
eliminado el cuerpo animado y sensitivo, de esa sensación no queda más que un mero
nombre. Así, pues, de igual y no mayor existencia creo yo que puedan ser muchas
cualidades que son atribuidas a los cuerpos naturales, como los sabores, los olores, los
colores y otras.

Un cuerpo sólido, y como se dice, bastante material, aplicado y movido sobre cualquier
parte de mi persona, produce en mí esa sensación que llamamos tacto, la cual, si bien
reside en todo el cuerpo, sin embargo, parece que reside especialmente en las palmas de
las manos y sobre todo en las yemas de los dedos, mediante las cuales sentimos
pequeñísimas diferencias de aspereza, lisura, blandura y dureza, que con otras partes del
cuerpo no distinguimos tan bien; de estas sensaciones, unas nos son más gratas y otras
menos, según la diversidad de las formas de los cuerpos tangibles: lisos o escabrosos,
agudos u obtusos, duros o blandos; este sentido, como más material que los demás y que
se ejerce sobre la solidez de la materia, parece que guarda relación con el elemento
tierra. Algunos de estos cuerpos se van disolviendo constantemente en mínimas
partículas, de las que algunas, más pesadas que el aire, caen hacia abajo, y otras más
ligeras ascienden hacia arriba; de aquí tal vez nacen otros dos sentidos, pues estas
partículas van a herir dos partes de nuestro cuerpo bastante más sensitivas que nuestra
piel, que no siente las incursiones de material tan sutiles, tenues y blandas; esas
partículas mínimas que descienden, recibidas sobre la parte superior de la lengua,
penetran su sustancia, mezcladas con su humedad, provocando los sabores, suaves o
ingratos según los diferentes contactos de las formas de esas partículas, o según sean
pocas o muchas, o más o menos veloces; las otras que ascienden, entran por las narices
y van a herir algunas papilas que son los instrumentos del olfato; aquí igualmente son
recibidos sus contactos con mayor o menor agrado por parte nuestra, según que sus
formas sean éstas o aquellas, o sus movimientos lentos o veloces, o estas partículas,
muchas o pocas. En cuanto al sitio, la lengua y los canales de la nariz, se hallan bien
dispuestos: aquélla extendida hacia abajo para recibir las incursiones que descienden, y
éstos acomodados para los que ascienden; tal vez para excitar los sabores, los fluidos
que descienden por el aire se acomodan con cierta analogía, y para excitar los olores, las
materias ígneas que ascienden. Nos queda después el elemento aire para los sonidos, los
cuales nos llegan indiferentemente desde las partes bajas, desde las altas o desde las
laterales, al estar nosotros inmersos en el aire, cuyo movimiento en sí mismo, es decir, en
la propia región, se extiende igualmente en todas las direcciones; la colocación de las
orejas está como dada de la mejor manera posible para recibir los sonidos provenientes
de todas partes, pues sin que existan más cualidades sonoras o transonoras, un frecuente
temblor del aire encrespado en diminutas ondas mueve cierto cartílago de cierto tímpano
que está en nuestro oído. Las maneras externas de provocar este encrespamiento del
aire son muchas; se reducen en su mayor parte al temblor de algún cuerpo, que
golpeando el aire lo encrespa, extendiéndose las ondas a través de él con gran velocidad;
la frecuencia de estas ondas produce la agudeza del sonido, y la escasez de ondas, la
gravedad. Así, pues, que en los cuerpos externos, para excitar en nosotros los sabores,
los olores y los sonidos, se requiera algo más que magnitudes, formas, cantidades y
movimientos lentos o veloces, yo no lo creo; considero que eliminados los oídos, la lengua
y las narices, sólo quedan las figuras, los números y los movimientos, pero no los olores,
ni los sabores, ni los sonidos, los cuales, sin el animal viviente, no creo que sean otra
cosa sino nombres, como precisamente no son otra cosa que un nombre, las cosquillas y
el cosquilleo, eliminadas las axilas y la piel que está en torno a la nariz. Y dado que los
cuatro sentidos considerados guardan relación con los cuatro elementos, así creo que la
vista, sentido excelente sobre todos los demás, guarda relación con la luz, pero con esa
relación de excelencia que existe entre lo finito y lo infinito, entre lo temporal y lo
instantáneo, en el cuanto y lo indivisible, entre la luz y las tinieblas. De esta sensación y
de las cosas que a ella se refieren, no pretendo entender sino muy poco, y eso poco para
aclararlo, o mejor dicho, para ensombrecerlo en el papel, no me bastaría mucho tiempo y
por ello lo paso en silencio.

Volviendo a mi primer propósito, y habiendo ya visto cómo muchas sensaciones que son
consideradas como cualidades residentes en los sujetos externos no tienen realmente
más existencia que en nosotros, ya que fuera de nosotros no son sino nombres, digo que
me inclino a creer que el calor es una de estas sensaciones, y que esas materias que
producen y nos hacen sentir calor, a las que damos el nombre genérico de fuego,
consisten en una multitud de partículas mínimas, configuradas de tal y cual manera,
movidas con tal y cual velocidad, las cuales al chocar con nuestro cuerpo, lo penetran
debido a su suma sutilidad, y su contacto, realizado en el paso a través de nuestra
sustancia, es sentido por nosotros en la sensación que llamamos calor, grato o molesto
según la cantidad y velocidad de esas partículas que nos van punzando y penetrando; de
manera que grata será aquella penetración por la que se facilita nuestra necesaria e
insensible transpiración, y molesta, aquella por la que se da una gran división y disolución
en nuestra sustancia; así, pues, la operación del fuego, por sí misma, no consiste más
que en moverse, penetrar con su máxima sutilidad todos los cuerpos, disolviéndolos más
pronto o más tarde según la multitud y velocidad de las partículas ígneas y la densidad o
rareza de la materia de esos cuerpos; algunos de éstos, al deshacerse, se convierten en
otras partículas ígneas, y así va siguiendo la disolución mientras existen materias
disolubles. Pero que aparte de la forma, la cantidad, el movimiento, la penetración y el
contacto, exista en el fuego otra cualidad, y que ésta sea el calor, yo no lo creo; considero
que éste es tan nuestro, que si se eliminase el cuerpo animado y sensitivo, el calor no
sería sino un simple vocablo. Y dado que esta sensación se produce en nosotros en el
paso y contacto de las partículas ígneas a través de nuestra sustancia, es evidente que si
estas partículas estuvieran en reposo, su acción sería nula; así vemos cómo una cantidad
de fuego, retenido en la porosidad y anfractuosidad de una piedra calcinada, no nos
calienta aunque la cojamos con la mano, puesto que éste permanece en reposo; pero
sumergida la piedra en el agua, donde por su mayor gravedad tiene mayor propensión a
moverse que en el aire, y más abiertos los pasos a causa del agua, lo cual no sucedía en
el aire, al escapar las partículas ígneas y encontrar nuestra mano, la penetran y sentimos
el calor.

Así, pues, si para excitar el calor no basta con la presencia de las partículas ígneas, sino
que se requiere también su movimiento, por ello me parece que se ha dicho con gran
razón que el movimiento es causa del dolor. Este el movimiento por el que se queman las
flechas u otras maderas, y por el que se licua el plomo y los demás metales, cuando las
partículas de fuego, movidas por sí mismas, o al no bastar su propia fuerza, empujadas
por un impetuoso viento de los fuelles, penetran todos los cuerpos; algunas de ellas se
disuelven en otras partículas ígneas volantes, otras en diminuto polvo, y otras se licúan y
se hacen fluidas como el agua. Pero, tomada esta proposición en su sentido vulgar, es
decir, que movida una piedra, o un hierro, o una madera, se tenga que calentar, lo
considero una solemne tontería. Ahora bien, el roce y frotamiento de dos cuerpos duros,
bien porque algunas de sus partes se disuelven en partículas sutiles y volantes, bien
porque abren la salida a las partículas ígneas retenidas, se reduce finalmente a un
movimiento, en el cual, al encontrarse con nuestros cuerpos, penetrando en ellos y
recorriéndolos, y sintiendo el alma sensitiva en su paso, los contactos, produce esa
sensación grata o molesta que hemos llamado calor, ardor, hervor. Y tal vez mientras esta
sutilización y rozamiento permanece y se mantiene dentro de unos mínimos cuantos, su
movimiento es temporal y su operación únicamente calorífica; pero al alcanzar después la
última y máxima disolución, en átomos realmente indivisibles, sea crea la luz, con un
movimiento, o mejor, dicho, con una expansión y difusión instantánea y potente, no sé si
debo decir por su sutilidad, por su enrarecimiento, por su inmaterialidad o bien por otra
condición diferente a todas éstas y no nombrada, potente digo para llenar espacios
inmensos2...»

2
«En la física y metafísica galileana la luz, aquí identificada con el éter, tenía una función muy importante. La
luz era el último enrarecimiento que se podía dar, y de este primer principio se derivaban todas las cosas,
según los diversos grados de condensación» (nota traductor libro, p. 298).

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