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COLECCIÒN DE CUENTOS

LATINOAMÈRICANOS

B. Pèrez G aldòs
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Julio Cortazar
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A Ocampo
SYLVINA
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Horacio QUIROGA u
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Rubem Fonseca
EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
O
Horacio Quiroga
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus
soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando
volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía
una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses —se habían casado
en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de
amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre. La casa
en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y
estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco,
sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una
pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su
resonancia. En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un
velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que
llegaba su marido. No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente
días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba
indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia
rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado,
redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo
rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra. Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada.
Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma
y descanso absolutos. —No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una
gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente
inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a 6 la muerte. Todo el día el dormitorio
estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba.
Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con
incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo
vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección. Pronto Alicia comenzó
a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con
los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama.
Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se
perlaron de sudor. —¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió
al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror. —¡Soy yo, Alicia, soy yo! Alicia lo miró con
extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó.
Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando. Entre sus alucinaciones más
porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos. Los
médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día,
hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la
pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al
comedor. —Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa. Alicia fue extinguiéndose
en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no
avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche
se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la
cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía
mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores
crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente
por la colcha. 7 Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces
continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más
que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán. Murió, por fin.
La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón. —¡Señor! —
llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre. Jordán se acercó
rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados dél hueco que había dejado la
cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras. —Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato
de inmóvil observación. —Levántelo a la luz —le dijo Jordán. La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó
caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le
erizaban. —¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca. —Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda
y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca
abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente
las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se
le pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su
boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi
imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la
joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia. Estos
parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones
enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones
de pluma.
PASEO NOCTURNO
RUBEM FONSÈCA
Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones, propuestas, contratos.
Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas,
estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en su dormitorio practicando impostación de la
voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín?, preguntó mi mujer, sácate
esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.
Fui a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba estar aislado, y como siempre no hice nada. Abrí el
volumen de pesquisas sobre la mesa, no veía las letras ni los números, yo apenas esperaba. Tú no paras de
trabajar, apuesto a que tus socios no trabajan ni la mitad y ganan la misma cosa, entró mi mujer en la sala con
un vaso en la mano, ¿ya puedo mandar a servir la comida?
La empleada servía a la francesa, mis hijos habían crecido, mi mujer y yo estábamos gordos. Es aquel vino que
te gusta, ella hace un chasquido con placer. Mi hijo me pidió dinero cuando estábamos en el cafecito, mi hija
me pidió dinero en la hora del licor. Mi mujer no pidió nada: teníamos una cuenta bancaria conjunta.
¿Vamos a dar una vuelta en el auto? Invité. Yo sabía que ella no iba, era la hora de la teleserie. No sé qué gracia
tiene pasear en auto todas las noches, también ese auto costó una fortuna, tiene que ser usado, yo soy la que se
apega menos a los bienes materiales, respondió mi mujer.
Los autos de los niños bloqueaban la puerta del garaje, impidiendo que yo sacase el mío. Saqué los autos de los
dos, los dejé en la calle, saqué el mío y lo dejé en la calle, puse los dos carros nuevamente en el garaje, cerré la
puerta, todas esas maniobras me dejaron levemente irritado, pero al ver los parachoques salientes de mi auto, el
refuerzo especial doble de acero cromado, sentí que mi corazón batía rápido de euforia. Metí la llave en la
ignición, era un motor poderoso que generaba su fuerza en silencio, escondido en el capó aerodinámico. Salí,
como siempre sin saber para dónde ir, tenía que ser una calle desierta, en esta ciudad que tiene más gente que
moscas. En la Avenida Brasil, allí no podía ser, mucho movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de
árboles oscuros, el lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había gran diferencia, pero no aparecía nadie
en condiciones, comencé a quedar un poco tenso, eso siempre sucedía, hasta me gustaba, el alivio era mayor.
Entonces vi a la mujer, podía ser ella, aunque una mujer fuese menos emocionante, por ser más fácil. Ella
caminaba apresuradamente, llevaba un bulto de papel ordinario, cosas de la panadería o de la verdulería, estaba
de falda y blusa, andaba rápido, había árboles en la acera, de veinte en veinte metros, un interesante problema
que exigía una dosis de pericia. Apagué las luces del auto y aceleré. Ella solo se dio cuenta de que yo iba
encima de ella cuando escuchó el sonido del caucho de los neumáticos pegando en la cuneta. Le di a la mujer
arriba de las rodillas, bien al medio de las dos piernas, un poco más sobre la izquierda, un golpe perfecto,
escuché el ruido del impacto partiendo los dos huesazos, desvié rápido a la izquierda, un golpe perfecto, pasé
como un cohete cerca de un árbol y me deslicé con los neumáticos cantando, de vuelta al asfalto. Motor bueno,
el mío, iba de cero a cien kilómetros en once segundos. Incluso pude ver el cuerpo todo descoyuntado de la
mujer que había ido a parar, rojizo, encima de un muro, de esos bajitos de casa de suburbio.
Examiné el auto en el garaje. Con orgullo pasé la mano suavemente por el guardabarros, los parachoques sin
marca. Pocas personas, en el mundo entero, igualaban mi habilidad en el uso de esas máquinas.
La familia estaba viendo televisión. ¿Ya diste tu paseíto, ahora estás más tranquilo?, preguntó mi mujer,
acostada en el sofá, mirando fijamente el video. Voy a dormir, buenas noches para todos, respondí, mañana voy
a tener un día horrible en la compañía.
FIN
LA CASA DE AZÚCAR
Cuento de Silvina Ocampo

Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda con la efigie borrada, una mancha
de tinta, la luna vista a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre
el tronco de un cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto un vestido
verde, que siguió usando hasta que se rompió, pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto
se ponía otro, azul, que le sentaba mejor, no nos veíamos. Traté de combatir estas manías
absurdas. Le hice notar que tenía un espejo roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera
en la conveniencia de tirar los espejos rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse la mala
suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se apagara, y a pesar de
que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con tranquilidad cualquier número de velas;
que siempre dejaba sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran
personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía comprar frutillas en el
mes de diciembre, ni oír determinadas músicas, ni adornar la casa con peces rojos, que tanto le
gustaban. Había ciertas calles que no podíamos cruzar, ciertas personas, ciertos cinematógrafos
que no podíamos frecuentar. Al principio de nuestra relación, esta supersticiones me parecieron
encantadoras, pero después empezaron fastidiarme y a preocuparme seriamente. Cuando nos
comprometimos tuvimos que buscar un departamento nuevo, pues según sus creencias, el
destino de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida (en ningún momento mencionaba la
mía, como si el peligro la amenazara sólo a ella y nuestras vidas no estuvieran unidas por el
amor). Recorrimos todos los barrios de la ciudad; llegamos a los suburbios más alejados, en
busca de un departamento que nadie hubiera habitado: todos estaban alquilados o vendidos. Por
fin encontré una casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar. Su blancura brillaba
con extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto jardín. Pensé que esa
casa era recién construida, pero me enteré de que en 1930 la había ocupado una familia, y que
después, para alquilarla, el propietario le había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer a
Cristina que nadie había vivido en la casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños.
Cuando Cristina la vio, exclamó: - ¡Qué diferente de los departamentos que hemos vivido! Aquí
se respira olor a limpio. Nadie podrá influir en nuestras vidas y ensuciarlas con sus
pensamientos que envician el aire. 2 En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis
suegros nos regalaron los muebles del dormitorio y mis padres los del comedor. El resto de la
casa la amueblaríamos de a poco. Yo temía que, por los vecinos, Cristina se enterara de mi
mentira, pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y jamás conversaba con ellos.
Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que la tranquilidad nunca se
rompería en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi ilusión.
Felizmente Cristina no atendió aquella vez al teléfono, pero quizá lo atendiera en una
oportunidad análoga. La persona que llamaba preguntó por la señora Violeta: indudablemente
se trataba de la inquilina anterior. Si Cristina se enteraba de que yo la había engañado, nuestra
felicidad seguramente concluiría: no me hablaría más, pediría nuestro divorcio, y en el mejor de
los casos tendríamos que dejar la casa para irnos a vivir, tal vez, a Villa Urquiza, tal vez a
Quilmes, de pensionistas en alguna de las casas donde nos prometieron darnos un lugarcito para
construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores materiales no me alcanzaría el dinero) un
cuarto y una cocina. Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que ningún
llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la puerta de calle; fui el depositario de
la llave, el distribuidor de cartas. Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un
paquete. Desde mi cuarto oí que mi mujer protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé
la escalera y encontré a Cristina con un vestido de terciopelo entre los brazos. - Acaban de
traerme este vestido - me dijo con entusiasmo. Subió corriendo las escaleras y se puso el
vestido, que era muy escotado. - ¿Cuándo te lo mandaste a hacer? - Hace tiempo. ¿Me queda
bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te parece? - ¿Con qué dinero lo pagaste? -
Mamá me regaló unos pesos. Me pareció raro, pero no le dije nada, para no ofenderla. Nos
queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar a Cristina
por la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de
comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no preparaba esos
ricos postres, un poco pesados, a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni
adornaba periódicamente la casa con volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en las repisas
del comedor, en los armarios, en todas partes como era su costumbre. Ya no me esperaba con
vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir a teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera
cuando nos mandaban entradas de regalo. Una tarde entró un perro en el jardín y se acostó
frente a la puerta de calle, aullando. Cristina le dio carne y le dio de beber y, después de un
baño, que le cambió el color de pelo, declaró que le daría hospitalidad y que lo bautizaría con el
nombre Amor, porque llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía
el paladar negro, lo que indica pureza de raza. Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve
en la entrada porque vi una bicicleta apostada en el jardín. Entré silenciosamente y me escurrí
detrás de una puerta y oí la voz de Cristina. - ¿Qué quiere? - repitió dos veces. - Vengo a buscar
a mi perro - decía la de voz de una muchacha -. Pasó tantas veces frente a esta casa que se ha
encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron, llama la atención de
todos los transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color rosado y romántico de las
casas viejas. Esta casa era muy misteriosa para mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde
venían a beber los pajaritos; las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el naranjo.
Desde que tengo ocho años esperaba conocerla a usted, desde aquel día en que hablamos por
teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a regalarme un barrilete. 3 - Los barriletes son juegos de
varones. - Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes
pájaros: me hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese
barrilete; yo no dormí en toda la noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de
espaldas y no vi su cara. Desde ese día no pensé en otra cosa que en usted, en cómo sería su
cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me regaló aquel barrilete. Los árboles me
hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con mis padres. Ahora, desde hace
una semana estoy de nuevo aquí. - Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás
frecuenté estos barrios. Usted estará confundida. - Yo la había imaginado tal como es. ¡La
imaginé tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido estuvo de novio con usted. - No
estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro? - Bruto. - Lléveselo, por favor,
antes de que me encariñe con él. - Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se moriría.
No lo puedo cuidar. Vivimos en un departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no
hay nadie que lo saque a pasear. - No me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene? - ¿Bruto? Dos años.
¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando, porque lo quiero mucho. - A
mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un perro de regalo. -
No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la Plaza Colombia.
¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré donde usted quiera y a la
hora que prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el Parque Lezama. Me
contentaré con ver los ojos de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse con él? - Bueno. Me
quedaré con él. - Gracias, Violeta. - No me llamo Violeta. - ¿Cambió de nombre? Para nosotros
usted es Violeta. Siempre la misma misteriosa Violeta. Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo
de Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir de mi escondite y en fingir que acababa
de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del diálogo, no sé por qué, una sorda
desconfianza comenzó a devorarme. Me pareció que había presenciado una representación de
teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que había sorprendido la visita de esa
muchacha. Esperé los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira,
lamentando que estuviéramos instalados en este barrio. Yo pasaba todas las tardes por la Plaza
que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas, para comprobar si Cristina había acudido a la
cita. Cristina parecía no advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado.
Abrazando al perro, un día Cristina me preguntó: - ¿Te gustaría que me llamara Violeta? - No
me gusta el nombre de las flores. - Pero Violeta es lindo. Es un color. - Prefiero tu nombre. Un
sábado, al atardecer, la encontré en el puente de constitución, asomada sobre el parapeto de
fierro. Me acerqué y no se inmutó. - ¿Qué haces aquí? - Estoy curioseando. Me gusta ver las
vías desde arriba. - Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola. 4 - No me parece
lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola? - ¿Te gusta el humo negro de las locomotoras? - Me
gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. “Ir y quedar y con quedar
partirse.” Volvimos a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué? de todo), durante el trayecto
apenas le hablé. - Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan
desagradable este barrio - le dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos
lugares. - No creas. Tenemos muy cerca de aquí el Parque Lezama. - Es una desolación. Las
estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles apestados. Mendigos, viejos y lisiados van
con bolsas, para tirar o recoger basuras. - No me fijo en esas cosas. - Antes no querías sentarte
en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan. - He cambiado mucho. - Por mucho
que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que tiene un museo de
leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere
decir nada. - No te comprendo - me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un
desprecio que podía conducirla al odio. Durante días, que me parecieron años, la vigilé, tratando
de disimular mi ansiedad. Todas las tardes pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados
por el horrible puente negro de Constitución. Un día me aventuré a decir a Cristina: - Si
descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías, Cristina? ¿Te irías de
aquí? - Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas
figuritas de azúcar que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce
como el azúcar. Esta casa me inspira confianza ¿será el jardincito de la entrada que me infunde
tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el oro del mundo. Además no tendríamos
adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo. No insistí, porque iba a pura pérdida. Para
conformarme pensé que el tiempo compondría las cosas. Una mañana sonó el timbre de la
puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina. Cuando concluí de afeitarme, mi
mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la puerta las espié. La intrusa tenía
una voz tan grave y los pies tan grandes que eché a reír. - Si usted vuelve a ver a Daniel, lo
pagará muy caro, Violeta. - No sé quién es Daniel y no me llamo Violeta - respondió mi mujer.
- Usted está mintiendo. - No miento. No tengo nada que ver con Daniel. - Yo quiero que usted
sepa las cosas como son. - No quiero escucharla. Cristina se tapó las orejas con las manos. Entré
en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De cerca le miré los pies, las manos y el cuello.
Entonces, advertí que era un hombre disfrazado de mujer. No me dio tiempo de pensar en lo
que debía hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta entreabierta tras de sí. No
comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si nuestros labios
hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras
inútiles. En aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable
pero me exasperaba , porque formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí. ¡Por
qué, si 5 nunca había cantado, ahora cantaba noche y día mientras se vestía o se bañaba o
cocinaba o cerraba las persianas! Un día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático: -
Sospecho que estoy heredando la vida de alguien, las dichas y las penas, las equivocaciones y
los aciertos. Estoy embrujada - fingí no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no sé por qué
empecé a averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida. A
media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel,
cuadernos, lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa
tienda me apreció la más indicada: era charlatana y curiosa, sensible a las lisonjas. Con el
pretexto de comprar un cuaderno y lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos,
las manos, el pelo. No me atreví a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos
vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido en nuestra casa. Tímidamente le dije: - ¿No
vivía una tal Violeta? Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente
traté de averiguar en el almacén algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un
sanatorio frenopático y me dieron la dirección. - Canto con una voz que no es mía - me dijo
Cristina, renovando su aire misterioso -. Antes me hubiera afligido, pero ahora me deleita. Soy
otra persona, tal vez más feliz que yo. Fingí no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario. De
tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a Cristina. Fui al
sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la dirección
de Arsenia López, su profesora de canto. Tuve que tomar el tren en Retiro, para que me llevara
a Olivos. Durante el trayecto una tierrita me entró en un ojo, de modo que en el momento de
llegar a casa de Arsenia López, se me caían las lágrimas como si estuviese llorando. Desde la
puerta de calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras con las escalas, acompañadas de un
piano, que parecía más bien un organillo. Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un
corredor Arsenia López, con un lápiz en la mano. Le dije tímidamente que venía a buscar
noticias de Violeta. - ¿Usted es el marido? - No, soy un pariente - le respondí secándome los
ojos con un pañuelo. - Usted será uno de sus innumerables admiradores - me dijo entornando
los ojos y tomándome la mano -. Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron
los últimos días de Violeta? Siéntese. No hay que imaginar que una persona muerta,
forzosamente haya sido pura fiel, buena. - Quiere consolarme - le dije. Ella, oprimiendo mi
mano con su mano húmeda, contestó: - Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula,
sino mi íntima amiga. Si se disgustó conmigo, fue tal vez porque me hizo demasiadas
confidencias y porque ya no podía engañarme. Los últimos días que la vi, se lamentó
amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía sin cesar: “Alguien me ha robado la vida,
pero lo pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella;
los hombres no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz
que trasmitiré a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de
Constitución, ilusionados con un amor imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de
hierro, viendo los trenes alejarse”. Arsenia López me miró en los ojos y me dijo: - No se aflija.
Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa ¿pero acaso la hermosura
es lo único bueno que hay en el mundo? 6 Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin
revelar mi nombre a Arsenia López que, al despedirse de mí, intentó abrazarme, para demostrar
su simpatía. Desde ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de
seguirla a todas horas, para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que
la vi como a una extraña. Una noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba. Ya no sé quién
fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.

EL HIJO
Horacio Quiroga
Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La
naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí. Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también
su corazón a la naturaleza. —Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del
caso y que su hijo comprende perfectamente. —Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de
cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado. —Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre. —Sí,
papá —repite el chico. Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte. Su padre lo sigue
un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño. Sabe que su hijo es educado
desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué.
Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos
azules, frescos aún de sorpresa infantil. No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la
marcha de su hijo. Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo. Para cazar
en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla
de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas,
como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la
pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales,
Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-
Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca. 9 Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer
una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe... No es fácil, sin embargo, para un padre viudo,
sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de
sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de
sus propias fuerzas. Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una
criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo! El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier
edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas. De este modo
ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales;
porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones. Ha visto, concretados en
dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su
propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la
morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza. Horrible
caso .. Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz,
tranquilo, y seguro del porvenir. En ese instante, no muy lejos suena un estampido. —La Saint-Étienne... —piensa el
padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte... Sin prestar más atención al nimio acontecimiento,
el hombre se abstrae de nuevo en su tarea. El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire —
piedras, tierra, árboles—, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser
entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical. El padre echa una
ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte. Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que
depositan el uno en el otro —el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan jamás. Cuando su
10 hijo responde: "Sí, papá", hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir. Y
no ha vuelto. El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil
perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil..? El tiempo ha
pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su
memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que
tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo
no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo. ¡Oh! no son suficientes un carácter
templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista
enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que
pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón. Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él,
el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un
alambrado, una gran desgracia... La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el
monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo. Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el
padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso
que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo. Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo
la realidad fría terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un... ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados
allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en
la mano... El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y
a otro... Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo.
Aunque su corazón clama par él a gritos, su boca continúa muda. Sabe 11 bien que el solo acto de pronunciar su nombre,
de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte. —¡Chiquito! —se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre
de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz. Nadie ni
nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de
morir. —¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! —clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas. Ya antes, en
plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo
níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta
descargada al lado, ve a su... —¡Chiquito..! ¡Mi hijo! Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la mas
atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente
desembocar de un pique lateral a su hijo. A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su
padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos. —Chiquito... —murmura el hombre. Y,
exhausto se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo. La criatura, así ceñida,
queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza: —Pobre papá... En fin, el tiempo ha
pasado. Ya van a ser las tres.. Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa. —¿Cómo no te fijaste en el sol
para saber la hora..? —murmura aún el primero. —Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las
seguí... —¡Lo que me has hecho pasar, chiquito! —Piapiá... —murmura también el chico. 12 Después de un largo
silencio: —Y las garzas, ¿las mataste? —pregunta el padre. —No. Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire
candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del
alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y
alma, sonríe de felicidad. *** Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo. A nadie ha encontrado, y su brazo se
apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo
bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.
El hijo Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La
naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí. Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también
su corazón a la naturaleza. —Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del
caso y que su hijo comprende perfectamente. —Si, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de
cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado. —Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre. —Sí,
papá —repite el chico. Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte. Su padre lo sigue
un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño. Sabe que su hijo es educado
desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué.
Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos
azules, frescos aún de sorpresa infantil. No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la
marcha de su hijo. Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo. Para cazar
en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla
de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas,
como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la
pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales,
Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-
Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca. 9 Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer
una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe... No es fácil, sin embargo, para un padre viudo,
sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de
sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de
sus propias fuerzas. Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una
criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo! El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier
edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas. De este modo
ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales;
porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones. Ha visto, concretados en
dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su
propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la
morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza. Horrible
caso .. Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz,
tranquilo, y seguro del porvenir. En ese instante, no muy lejos suena un estampido. —La Saint-Étienne... —piensa el
padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte... Sin prestar más atención al nimio acontecimiento,
el hombre se abstrae de nuevo en su tarea. El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire —
piedras, tierra, árboles—, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser
entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical. El padre echa una
ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte. Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que
depositan el uno en el otro —el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan jamás. Cuando su
10 hijo responde: "Sí, papá", hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir. Y
no ha vuelto. El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil
perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil..? El tiempo ha
pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su
memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que
tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo
no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo. ¡Oh! no son suficientes un carácter
templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista
enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que
pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón. Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él,
el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un
alambrado, una gran desgracia... La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el
monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo. Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el
padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso
que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo. Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo
la realidad fría terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un... ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados
allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en
la mano... El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y
a otro... Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo.
Aunque su corazón clama par él a gritos, su boca continúa muda. Sabe 11 bien que el solo acto de pronunciar su nombre,
de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte. —¡Chiquito! —se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre
de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz. Nadie ni
nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de
morir. —¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! —clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas. Ya antes, en
plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo
níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta
descargada al lado, ve a su... —¡Chiquito..! ¡Mi hijo! Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la mas
atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente
desembocar de un pique lateral a su hijo. A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su
padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos. —Chiquito... —murmura el hombre. Y,
exhausto se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo. La criatura, así ceñida,
queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza: —Pobre papá... En fin, el tiempo ha
pasado. Ya van a ser las tres.. Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa. —¿Cómo no te fijaste en el sol
para saber la hora..? —murmura aún el primero. —Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las
seguí... —¡Lo que me has hecho pasar, chiquito! —Piapiá... —murmura también el chico. 12 Después de un largo
silencio: —Y las garzas, ¿las mataste? —pregunta el padre. —No. Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire
candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del
alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y
alma, sonríe de felicidad. *** Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo. A nadie ha encontrado, y su brazo se
apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo
bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.

¿Dónde está mi cabeza?


Benito Pérez Galdós
–I–

Antes de despertar, ofrecióse a mi espíritu el horrible caso en forma de angustiosa sospecha, como una tristeza
hondísima, farsa cruel de mis endiablados nervios que suelen desmandarse con trágico humorismo. Desperté; no
osaba moverme; no tenía valor para reconocerme y pedir a los sentidos la certificación material de lo que ya
tenía en mi alma todo el valor del conocimiento… Por fin, más pudo la curiosidad que el terror; alargué mi
mano, me toqué, palpé… Imposible exponer mi angustia cuando pasé la mano de un hombro a otro sin tropezar
en nada… El espanto me impedía tocar la parte, no diré dolorida, pues no sentía dolor alguno… la parte que
aquella increíble mutilación dejaba al descubierto… Por fin, apliqué mis dedos a la vértebra cortada como un
troncho de col; palpé los músculos, los tendones, los coágulos de sangre, todo seco, insensible, tendiendo a
endurecerse ya, como espesa papilla que al contacto del aire se acartona… Metí el dedo en la tráquea; tosí…
metílo también en el esófago, que funcionó automáticamente queriendo tragármelo… recorrí el circuito de piel
de afilado borde… Nada, no cabía dudar ya. El infalible tacto daba fe de aquel horroso, inaudito hecho. Yo, yo
mismo, reconociéndome vivo, pensante, y hasta en perfecto estado de salud física, no tenía cabeza.

– II –

Largo rato estuve inmóvil, divagando en penosas imaginaciones. Mi mente, después de juguetear con todas las
ideas posibles, empezó a fijarse en las causas de mi decapitación. ¿Había sido degollado durante la noche por
mano de verdugo? Mis nervios no guardaban reminiscencia del cortante filo de la cuchilla. Busqué en ellos
algún rastro de escalofrío tremendo y fugaz, y no lo encontré. Sin duda mi cabeza había sido separada del
tronco por medio de una preparación anatómica desconocida, y el caso era de robo más que de asesinato; una
sustracción alevosa, consumada por manos hábiles, que me sorprendieron indefenso, solo y profundamente
dormido.

En mi pena y turbación, centellas de esperanza iluminaban a ratos mi ser.. Instintivamente me incorporé en el


lecho; miré a todos lados, creyendo encontrar sobre la mesa de noche, en alguna silla, en el suelo, lo que en
rigor de verdad anatómica debía estar sobre mis hombros, y nada… no la vi. Hasta me aventuré a mirar debajo
de la cama… y tampoco. Confusión igual no tuve en mi vida, ni creo que hombre alguno en semejante
perplejidad se haya visto nunca. El asombro era en mí tan grande como el terror.

No sé cuánto tiempo pasé en aquella turbación muda y ansiosa. Por fin, se me impuso la necesidad de llamar, de
reunir en torno mío los cuidados domésticos, la amistad, la ciencia. Lo deseaba y lo temía, y el pensar en la
estupefacción de mi criado cuando me viese, aumentaba extraordinariamente mi ansiedad.

Pero no había más remedio: llamé… Contra lo que yo esperaba, mi ayuda de cámara no se asombró tanto como
yo creía. Nos miramos un rato en silencio.

-Ya ves, Pepe -le dije, procurando que el tono de mi voz atenuase la gravedad de lo que decía-; ya lo ves, no
tengo cabeza.
El pobre viejo me miró con lástima silenciosa; me miró mucho, como expresando lo irremediable de mi
tribulación.

Cuando se apartó de mí, llamado por sus quehaceres, me sentí tan solo, tan abandonado, que le volví a llamar en
tono quejumbroso y aun huraño, diciéndole con cierta acritud:

-Ya podréis ver si está en alguna parte, en el gabinete, en la sala, en la biblioteca… No se os ocurre nada.

A poco volvió José, y con su afligida cara y su gesto de inmenso desaliento, sin emplear palabra alguna, díjome
que mi cabeza no parecía.

– III –

La mañana avanzaba, y decidí levantarme. Mientras me vestía, la esperanza volvió a sonreír dentro de mí.

-¡Ah! -pensé- de fijo que mi cabeza está en mi despacho… ¡Vaya, que no habérseme ocurrido antes!… ¡qué
cabeza! Anoche estuve trabajando hasta hora muy avanzada… ¿En qué? No puedo recordarlo fácilmente; pero
ello debió de ser mi Discurso-memoria sobre la Aritmética filosófico-social, o sea, Reducción a fórmulas
numéricas de todas las ciencias metafísicas. Recuerdo haber escrito diez y ocho veces un párrafo de inaudita
profundidad, no logrando en ninguna de ellas expresar con fidelidad mi pensamiento. Llegué a sentir
horriblemente caldeada la región cerebral. Las ideas, hirvientes, se me salían por ojos y oídos, estallando como
burbujas de aire, y llegué a sentir un ardor irresistible, una obstrucción congestiva que me inquietaron
sobremanera…

Nueva ansiedad. La última esperanza era encontrarla en los cajones de la mesa. Bien pudo suceder que al
guardar el enorme fárrago de apuntes, se quedase la cabeza entre ellos, como una hoja de papel secante o una
cuartilla en blanco. Lo revolví todo, pasé hoja por hoja, y nada… ¡Tampoco allí!

Salí de mi despacho de puntillas, evitando el ruido, pues no quería que mi familia me sintiese. Metíme de nuevo
en la cama, sumergiéndome en negras meditaciones. ¡Qué situación, qué conflicto! Por de pronto, ya no podría
salir a la calle porque el asombro y horror de los transeúntes habían de ser nuevo suplicio para mí. En ninguna
parte podía presentar mi decapitada personalidad. La burla en unos, la compasión en otros, la extrañeza en todos
me atormentaría horriblemente.

–V–

La desesperación me sugirió una idea salvadora: consultar al punto el caso con mi amigo el doctor Miquis,
hombre de mucho saber a la moderna, médico filósofo, y, hasta cierto punto, sacerdotal, porque no hay otro
para consolar a los enfermos cuando no puede curarlos o hacerles creer que sufren menos de lo que sufren.

La resolución de verle me alentó: vestíme a toda prisa. ¡Ay! ¡Qué impresión tan extraña, cuando al embozarme
pasaba mi capa de un hombro a otro, tapando el cuello como servilleta en plato para que no caigan moscas! Y al
salir de mi alcoba, cuya puerta, como de casa antigua, es de corta alzada, no tuve que inclinarme para salir,
según costumbre de toda mi vida. Salí bien derecho, y aun sobraba un palmo de puerta.

Salí y volví a entrar para cerciorarme de la disminución de mi estatura, y en una de éstas, redobláronse de tal
modo mis ganas de mirarme al espejo, que ya no pude vencer la tentación, y me fui derecho hasta el armario de
luna. Tres veces me acerqué y otras tantas me detuve, sin valor bastante para verme… Al fin me vi…
¡Horripilante figura! Era yo como una ánfora jorobada, de corto cuello y asas muy grandes.
Mandé traer un coche, porque me aterraba la idea de ser visto en la calle, y de que me siguieran los chicos, y de
ser espanto y chacota de la muchedumbre. Metíme con rápido movimiento en la berlina. El cochero no advirtió
nada, y durante el trayecto nadie se fijó en mí.

Tuve la suerte de encontrar a Miquis en su despacho, y me recibió con la cortesía graciosa de costumbre,
disimulando con su habilidad profesional el asombro que debí causarle.

-Ya ves, querido Augusto -le dije, dejándome caer en un sillón-, ya ves lo que me pasa…

-Sí, sí -replicó frotándose las manos y mirándome atentamente-: ya veo, ya… No es cosa de cuidado.

-¡Que no es cosa de cuidado!

-Quiero decir… Efectos del mal tiempo, de este endiablado viento frío del Este…

-¡El viento frío es la causa de…!

-¿Por qué no?

-El problema, querido Augusto, es saber si me la han cortado violentamente o me la han sustraído por un
procedimiento latroanatómico, que sería grande y pasmosa novedad en la historia de la malicia humana.

Tan torpe estaba aquel día el agudísimo doctor, que no me comprendía. Al fin, refiriéndole mis angustias,
pareció enterarse, y al punto su ingenio fecundo me sugirió ideas consoladoras.

-No es tan grave el caso como parece -me dijo- y casi, casi, me atrevo a asegurar que la encontraremos muy
pronto. Ante todo, conviene que te llenes de paciencia y calma. La cabeza existe. ¿Dónde está? Ése es el
problema.

Y dicho esto, echó por aquella boca unas erudiciones tan amenas y unas sabidurías tan donosas, que me tuvo
como encantado más de media hora. Todo ello era muy bonito; pero no veía yo que por tal camino fuéramos al
fin capital de encontrar una cabeza perdida.

¿Quién tenía la cabeza? Para despejar esta incógnita convenía que yo examinase en mi conciencia y en mi
memoria todas mis conexiones mundanas y sociales. ¿Qué casas y círculos frecuentaba yo? ¿A quién trataba
con intimidad más o menos constante y pegajosa?

Diome tanta luz esta indicación, y tan contento me puse, y tan claro vi el fin de mi desdicha, que apenas pude
mostrar al conspicuo Doctor mi agradecimiento, y abrazándole, salí presuroso. Ya no tenía sosiego hasta no
personarme en casa de la Marquesa, a quien tenía por autora de la más pesada broma que mujer alguna pudo
inventar.

– VI –

La esperanza me alentaba. Corrí por las calles, hasta que el cansancio me obligó a moderar el paso. La gente no
reparaba en mi horrible mutilación, o si la veía, no manifestaba gran asombro. Algunos me miraban como
asustados: vi la sorpresa en muchos semblantes, pero el terror no.

Diome por examinar los escaparates de las tiendas, y para colmo de confusión, nada de cuanto vi me atraía tanto
como las instalaciones de sombreros. Pero estaba de Dios que una nueva y horripilante sorpresa trastornase mi
espíritu, privándome de la alegría que lo embargaba y sumergiéndome en dudas crueles. En la vitrina de una
peluquería elegante vi…
Era una cabeza de caballero admirablemente peinada, con barba corta, ojos azules, nariz aguileña… era, en fin,
mi cabeza, mi propia y auténtica cabeza… ¡Ah! cuando la vi, la fuerza de la emoción por poco me priva del
conocimiento… Era, era mi cabeza, sin más diferencia que la perfección del peinado, pues yo apenas tenía
cabello que peinar, y aquella cabeza ostentaba una espléndida peluca.

Ideas contradictorias cruzaron por mi mente. ¿Era? ¿No era? Y si era, ¿cómo había ido a parar allí? Si no era,
¿cómo explicar el pasmoso parecido? Dábanme ganas de detener a los transeúntes con estas palabras: «Hágame
usted el favor de decirme si es esa mi cabeza.»

Ocurrióme que debía entrar en la tienda, inquirir, proponer, y por último, comprar la cabeza a cualquier
precio… Pensado y hecho; con trémula mano abrí la puerta y entré… Dado el primer paso, detúveme cohibido,
recelando que mi descabezada presencia produjese estupor y quizás hilaridad. Pero una mujer hermosa, que de
la trastienda salió risueña y afable, invitóme a sentarme, señalando la más próxima silla con su bonita mano, en
la cual tenía un peine .
1

FIN

ESTAS NAVIDADES SINIESTRAS


Gabriel Garcìa Màrquez.

“Ya nadie se acuerda de Dios en Navidad. Hay tantos estruendos de cometas y fuegos de artificio, tantas
guirnaldas de focos de colores, tantos pavos inocentes degollados y tantas angustias de dinero para quedar
bien por encima de nuestros recursos reales que uno se pregunta si a alguien le queda un instante para darse
cuenta de que semejante despelote es para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en
una caballeriza de miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil años antes, el rey David. 954
millones de cristianos creen que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo celebran como si en realidad no
lo creyeran. Lo celebran además muchos millones que no lo han creído nunca, pero les gusta la parranda, y
muchos otros que estarían dispuestos a voltear el mundo al revés para que nadie lo siguiera creyendo. Sería
interesante averiguar cuántos de ellos creen también en el fondo de su alma que la Navidad de ahora es una
fiesta abominable, y no se atreven a decirlo por un prejuicio que ya no es religioso sino social. Lo más grave de
todo es el desastre cultural que estas Navidades pervertidas están causando en América Latina.

Antes, cuando sólo teníamos costumbres heredadas de España, los pesebres domésticos eran prodigios de
imaginación familiar. El niño Dios era más grande que el buey, las casitas encaramadas en las colinas eran más
grandes que la virgen, y nadie se fijaba en anacronismos: el paisaje de Belén era completado con un tren de
cuerda, con un pato de peluche más grande que un león que nadaba en el espejo de la sala, o con un agente
de tránsito que dirigía un rebaño de corderos en una esquina de Jerusalén. Encima de todo se ponía una
estrella de papel dorado con una bombilla en el centro, y un rayo de seda amarilla que había de indicar a los
Reyes Magos el camino de la salvación. El resultado era más bien feo, pero se parecía a nosotros, y desde
luego era mejor que tantos cuadros primitivos mal copiados del aduanero Rousseau.
La mistificación empezó con la costumbre de que los juguetes no los trajeran los Reyes Magos, como sucede
en España con toda razón, sino el niño Dios. Los niños nos acostábamos más temprano para que los regalos
llegaran pronto, y éramos felices oyendo las mentiras poéticas de los adultos. Sin embargo, yo no tenía más de
cinco años cuando alguien en mi casa decidió que ya era tiempo de revelarme la verdad. Fue una desilusión no
sólo porque yo creía de veras que era el niño Dios quien traía los juguetes, sino también porque hubiera
querido seguir creyéndolo. Además, por pura lógica de adulto, pensé entonces que también los otros
misterios católicos eran inventados por los padres para entretener a los niños, y me quedé en el limbo. Aquel
día como decían los maestros jesuitas en la escuela primaria, perdía la inocencia, pues descubrí que tampoco a
los niños los traían las cigüeñas de París, que es algo que todavía me gustaría seguir creyendo para pensar más
en el amor y menos en la píldora.

Todo aquello cambió en los últimos treinta años, mediante una operación comercial de proporciones
mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa
Claus de los gringos y los ingleses, que es el mismo Papa Noél de los franceses, y a quienes todos conocemos
demasiado. Nos llegó con todo: el trineo tirado por un alce, y el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica
tempestad de nieve. En realidad, este usurpador con nariz de cervecero no es otro que el buen San Nicolás, un
santo al que yo quiero mucho porque es el de mi abuelo el coronel, pero que no tiene nada que ver con la
Navidad, y mucho menos con la Nochebuena tropical de la América Latina.

Según la leyenda nórdica, San Nicolás reconstruyó y revivió a varios escolares que un oso había descuartizado
en la nieve, y por eso le proclamaron el patrón de los niños. Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el
25. La leyenda se volvió institucional en las provincias germánicas del Norte a fines del siglo XVIII, junto con el
árbol de los juguetes. Hace poco más de cien anos pasó a Gran Bretaña y Francia, luego pasó a Estados
Unidos, y éstos nos lo mandaron para América Latina, con toda una cultura de contrabando: la nieve artificial,
las candilejas de colores, el pavo relleno, y estos quince días de consumismo frenético al que muy pocos nos
atrevemos a escapar. Con todo, tal vez lo más siniestro de estas Navidades de consumo sea la estética
miserable que trajeron consigo: esas tarjetas postales indigentes, esas ristras de foquitos de colores, esas
campanitas de vidrio, esas coronas de muérdago colgadas en el umbral, esas canciones de retrasados
mentales que son los villancicos traducidos del inglés; y tantas otras estupideces gloriosas para las cuales ni
siquiera valía la pena de haber inventado la electricidad.

Todo eso en torno a la fiesta más espantosa del año. Una noche infernal en que los niños no pueden dormir
con la casa llena de borrachos que se equivocan de puerta buscando dónde desaguar, o persiguiendo a la
esposa de otro que acaso tuvo la buena suerte de quedarse dormido en la sala. Mentira: no es una noche de
paz y de amor, sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se quiere. La oportunidad
providencial de salir por fin de los compromisos aplazados por indeseables: la invitación al pobre ciego que
nadie invita, a la prima Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la abuela paralítica que nadie se atreve a
mostrar. Es la alegría por decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos regalan, o para que
nos regalen, y de llorar en público sin dar explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo lo
que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de chocolate, el vino de plátano. No es raro,
como sucede a menudo, que la fiesta termine a tiros. Ni es raro tampoco que los niños, viendo tantas cosas
atroces, terminen por creer de verdad que el niño Jesús no nació en Belén, sino en Estados Unidos”.

LA LUZ ES COMO EL AGUA


Gabriel Garcìa Màrquez.

En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.

-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.

Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.

-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.

-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.

Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre
la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del
número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido
un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían
ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de
juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.

-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el
ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.

Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las
escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.
-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?

-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.

La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de
la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro
de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel
llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas
de la casa.

Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la
poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un
botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.

-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.

De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula,
hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses
después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas,
tanques y escopetas de aire comprimido.

-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-. Pero
está peor que quieran tener además equipos de buceo.

-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.

-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.

El padre le reprochó su intransigencia.

-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-, pero por un capricho son
capaces de ganarse hasta la silla del maestro.

Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años
anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma
tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque
original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el
apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las
camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.

En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de
excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron
tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.

El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.

-Es una prueba de madurez -dijo.


-Dios te oiga -dijo la madre.

El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel, la gente que pasó por la Castellana vio
una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se
derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la
ciudad hasta el Guadarrama.

Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz
hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las
botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de
oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la
cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los
peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta
ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá,
los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de
costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.

Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos
y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel
flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus
treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de
cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a
escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la
casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había
ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota
de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron
maestros en la ciencia de navegar en la luz.

ACUÈRDATE
Juan Rulfo
Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquel que dirigía las pastorelas y
que murió recitando el "rezonga ángel maldito" cuando la época de la influencia. De esto hace ya años,
quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos el Abuelo por aquello de que su
otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre
le decían la Arremangada, y la otra que era rete alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se decía que
ni era suya y que por más señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando
estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba su ataque de hipo, que parecía como si
se estuviera riendo y llorando a la vez, hasta que la sacaban afuera y de daban tantita agua con azúcar y
entonces se calmaba. Esa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de
librado, río arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos.
Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre andaba metida en líos y de cada lío
salía con un muchacho. Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros, pues todos los
hijos se le morían de recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas, llevándolos al panteón
entre músicas y coros de monaguillos que cantaban "hosannas" y "glorias" y la canción esa de "ahi te
mando, Señor, otro angelito". De eso se quedó pobre, porque le resultaba caro cada funeral, por eso de
las canelas que les daba a los invitados del velorio. Solo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya
nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto que tuvo, ya de
grande, pegada a los cincuenta años.
La debes haber conocido, pues era realegadora y cada rato andaba en pleito con las marchantas en la
plaza del mercado porque le querían dar muy caro los jitomates, pegaba de gritos y decía que la estaban
robando. Después, ya de pobre, se le veía rondando entre la basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya
sancochados y alguno que otro cañuto de caña "para que se les endulzara la boca a sus hijos". Tenía
dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después no se supo ya de ella.
Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses más grandes, muy bueno para
jugar a la rayuela y para las trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las
comprábamos, cuando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba
del mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos
centavos y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en la bolsa:
canicas ágatas, trompos y zumbadores y hasta mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo
en una pata para que no vuelen muy lejos.
Nos traficaba a todos, acuérdate.
Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió menso a los pocos días de casado y que Inés, su
mujer, para mantenerse, tuvo que poner un puesto de tepache en la garita del camino real, mientras
Nachito se vivía tocando canciones todas desafinadas en una mandolina que le prestaban en la
peluquería de don Refugio.
Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el tepache que siempre le quedábamos a
deber y que nunca le pagábamos, porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin amigos,
porque todos, al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera a cobrarnos.
Quizá entonces se volvió malo, o quizá ya era de nacimiento.
Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su prima la
Arremangada jugando a marido y mujer detrás de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron
de las orejas por la puerta grande entre la risión de todos, pasándolo por en medio de una fila de
muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándonos a
todos como diciendo: "Ya me las pagarán caro".
Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada raspando los ladrillos, hasta que ya en la
puerta soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote.
Solo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.
Dicen que su tío Fidencio, el del trapiche, de arrimó una paliza que por poco y lo deja paralítico, y que
él, de coraje, se fue del pueblo.
Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta por aquí convertido en policía.
Siempre estaba en la plaza de armas, sentado en una banca con la carabina entre las piernas y mirando
con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y si uno lo miraba, él se hacía el
desentendido como si no conociera a la gente.
Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al Nachito se le ocurrió ir a darle una
serenata, ya de noche, poquito después de las ocho y cuando todavía estaban tocando las campanas el
toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos, y la gente que estaba en la iglesia rezando el rosario
salió a la carrera y allí los vieron: al Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano
mandándole un culatazo tras otro con el máuser, son oír lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro
del mal. Hasta que un fulano que no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le
quitó la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del jardín donde se estuvo
tendido.
Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta
le pidió la bendición al padre cura, pero que él no se la dio.

Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar llegaron a él. No se opuso.
Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba
para que lo ahorcaran.
Tú te debes de acordar de él, pues fuimos compañeros de escuela y lo conociste como yo.

ALTA COCINA
Amparo Dávila
Cuando oigo la lluvia golpear en las ventanas vuelvo a escuchar sus gritos. Aquellos gritos que se me pegaban
a la piel como si fueran ventosas. Subían de todo a medida que la olla se calentaba y el agua empezaba a
hervir. También veo sus ojos, unas pequeñas cuentas negras que se les salían de las órbitas cuando se estaban
cociendo.

Nacían en tiempo de lluvia, en las huertas. Escondidos entre las hojas, adheridos a los tallos, o entre la hierba
húmeda. De allí los arrancaban para venderlos, y los venían bien caros. A tres por cinco centavos regularmente
y, cuando había muchos, a quince centavos la docena.

En mi casa se compraban dos pesos cada semana, por ser el platillo obligado de los domingos, y con más
frecuencia si había invitados a comer. Con este guiso mi familia agasajaba a las visitas distinguidas o a las muy
apreciadas. "No se pueden comer mejor preparados en ningún otro sitio", solía decir mi madre, llena de
orgullo, cuando elogiaban el paltillo.

Recuerdo la sombría cocina y la olla donde los cocinaban, preparad y curtida por un viejo cocinero francés; la
cuchara de madera muy oscurecida por el uso y a la cocinera, gorda, despiadada, implacable ante el dolor.
Aquellos gritos desgarradores no la conmovían, seguía atizando el fogón, soplando las brasas como si nada
pasara. Desde mi cuarto del desván los oía chillar. Siempre llovía. Sus gritos llegaban mezclados con el ruido de
la lluvia. No morían pronto. Su agonía se prolongaba interminablemente. Yo pasaba todo ese tiempo
encerrado en mi cuarto con la almohada sobre la cabeza, pero aun así los oía. Cuando despertaba, a
medianoche, volvía a escucharlos. Nunca supe si aún estaban vivos, o si sus gritos se habían quedado dentro
de mí, en mi cabeza, en mis oídos, fuera y dentro, martillando, desgarrando todo mi ser.

A veces veía cientos de pequeños ojos pegados al cristal goteante de las ventanas. Cientos de ojos redondos y
negros. Ojos brillantes, húmedos de llanto, que imploraban misericordia. Pero no había misericordia en
aquella casa. Nadie se conmovía ante aquella crueldad. Sus ojos y sus gritos me seguían, y me siguen aún, a
todas partes.

Algunas veces me mandaron a comprarlos; yo siempre regresaba sin ellos asegurando que no había
encontrado nada. Un día sospecharon de mí y nunca más fui enviado. Iba entonces la cocinera. Ella volvía con
la cubeta llena, yo la miraba con el desprecio con que se puede mirar al más cruel verdugo, ella fruncía la
chata nariz y soplaba desdeñosa.

Su preparación resultaba ser una cosa muy complicada y tomaba tiempo. Primero los colocaba en un cajón
con pasto y les daba una hierba rara que ellos comían, al parecer con mucho agrado, y que les servía de
purgante. Allí pasaban un día. Al siguiente los bañaban cuidadosamente para no lastimarlos, los secaban y los
metían en la olla llena de agua fría, hierbas de olor y especias, vinagre y sal.

Cuando el agua se iba calentando empezaban a chillar, a chillar, a chillar? Chillaban a veces como niños recién
nacidos, como ratones aplastados, como murciélagos, como gatos estrangulados, como mujeres histéricas?

Aquella vez, la última que estuve en mi casa, el banquete fue largo y paladeado.

¡DÍLES QUE NO ME MATEN!


JUAN RULFO
-¡Díles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así díles. Díles que lo hagan por caridad. -
No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti. -Haz que te oiga. Date tus mañas y díle que para sustos
ya ha estado bueno. Díle que lo haga por caridad de Dios. -No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras.
Y yo ya no quiero volver allá. -Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues. -No. No tengo ganas de ir. Según
eso, yo soy tu hijo. Y, si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es
mejor dejar las cosas de este tamaño. -Anda, Justino. Díles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso díles. Justino
apretó los dientes y movió la cabeza diciendo: -No. Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato. -Díle al sargento
que te deje ver al coronel. Y cuéntale lo viejo que estoy. Lo poco que valgo. ¿Qué ganancia sacará con matarme? Ninguna
ganancia. Al fin y al cabo él debe de tener un alma. Díle que lo haga por la bendita salvación de su alma. Justino se
levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir: -
Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos? -La Providencia,
Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge. JUAN RULFO Lo
habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando.
No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido.
También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar,
le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que
volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a
don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. El se
acordaba: Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo
que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus
animales. Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno
tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros,
entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las parameras para que se
hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca, para que él, Juvencio Nava,
le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado
estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin
poder probarlo. Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe
le dijo: -Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato. Y él le contestó: -Mire, don Lupe, yo no tengo
la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahi se lo haiga si me los mata. JUAN RULFO "Y
me mató un novillo. "Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo
del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel.
Todavía después se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por
eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y
se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada.
Pero, según eso, no lo está. "Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe
era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de
pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener
miedo. "Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada
que llegaba alguien al pueblo me avisaban: -"Por ahí andan nos fuereños, Juvencio. "Y yo echaba pal monte,
entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo sólo verdolagas. A veces tenía que salir a la
medianoche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida. No fue un año ni dos. Fue toda la vida". Y
ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al
menos sus últimos días los pasaría tranquilo. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz". Se
había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de
su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro
arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos
días en que tuvo que andar escondiéndose de todos. Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel
día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a
busarla. Dejó que se fuera sin indagar pra nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se fuera
como se le JUAN RULFO había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la
vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora. Pero para
eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. El anduvo solo,
únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas
piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron. Desde
entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago, que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la
muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que
tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con
todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran. Tenía que haber alguna
esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a
otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él. Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos.
La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor
como de orines que tiene el polvo de los caminos. Sus ojos, que se habían apeñuscado con los años, venían viendo la
tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de
ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato
desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último. Luego,
como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se
fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré",
pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes
eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino. Los había visto
por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los
surcos pisando la milpa tierna. JUAN RULFO Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la
milpa. Pero ellos no se detuvieron. Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo
haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al
cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y
la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo. Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse
metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir. Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose
las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De
manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo: -Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero
nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si
hubieran venido dormidos. Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún
otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres
oscurecidos por el color negro de la noche. -Mi coronel, aquí está el hombre. Se habían detenido delante del boquete de la
puerta. El, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz: -¿Cuál hombre? -
preguntaron. -El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer. -Pregúntale que si ha vivido alguna vez
en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro. -¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento
que estaba frente a él. -Sí. Díle al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco. -Pregúntale que si
conoció a Guadalupe Terreros. JUAN RULFO -Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros. -¿A don Lupe? Sí. Díle
que sí lo conocí. Ya murió. Entonces la voz de allá adentro cambió de tono: -Ya sé que murió -dijo. Y siguió hablando
como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos. -Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y
lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es alto difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para
enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó. "Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una
pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron, tirado en un
arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia. "Esto, con el tiempo, parece
olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando
su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se
haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo.
No debía haber nacido nunca." Desde acá, desde afuera, se oyó bien claro cuanto dijo. Después ordenó: -¡Llévenselo y
amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo! -¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en
morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...! -Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro. -...Ya he pagado,
coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta
años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así,
coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Díles que no me maten! Estaba allí, como si lo
hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando. En seguida la voz de allá adentro dijo: -Amárrenlo
y dénle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros. Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba
allí arrinconado al pie del horcón. JUAN RULFO Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había
vuelto y ahora otra vez venía. Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer
por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y
se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto. -Tu
nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha
comido el coyote, cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.
Ciro Alegría – La sirena del bosque

El árbol llamado lupuna, uno de los más originalmente hermosos de la selva amazónica, “tiene madre”. Los

indios selváticos dicen así del árbol al que creen poseído por un espíritu o habitado por un ser viviente.

Disfrutan de tal privilegio los árboles bellos o raro. La lupuna es uno de los más altos del bosque amazónico,

tiene un ramaje gallardo y su tallo, de color gris plomizo, está guarnecido en la parte inferior por una especie de

aletas triangulares. La lupuna despierta interés a primera vista y en conjunto, al contemplarlo, produce una

sensación de extraña belleza. Como “tiene madre” los indios no cortan la lupuna. Las hachas y machetes de la

tala abatirán porciones de bosque para levantar aldeas, o limpiar campos de siembra de yuca y plátanos, o abrir

caminos. La lupuna quedará señoreando. Y de todos modos, así no hay roza, sobresaldrá en el bosque por su

altura y particular conformación. Se hace ver.

Para los indios cocamas, la “madre” de la lupuna, el ser que habita dicho árbol, es una mujer blanca, rubia y

singularmente hermosa. En las noches de luna, ella sube por el corazón del árbol hasta lo alto de la copa, sale a

dejarse iluminar por la luz esplendente y canta. Sobre el océano vegetal que forman las copas de los árboles, la

hermosa derrama su voz clara y alta, singularmente melodiosa, llenando la solemne amplitud de la selva. Los

hombres y los animales que la escuchan, quedan como hechizados. El mismo bosque puede aquietar sus ramas

para oírla.
Los viejos cocamas previenen a los mozos contra el embrujo de tal voz. Quien la escuche, no debe ir hacia la

mujer que la entona, porque no regresará nunca. Unos dicen que muere esperando alcanzar a la hermosa y otros

que ella los convierte en árbol. Cualquiera que fuese su destino, ningún joven cocama que siguió a la voz

fascinante, soñando con ganar a la bella, regresó jamás.

Es aquella mujer, que sale de la lupuna, la sirena del bosque. Lo mejor que puede hacerse es escuchar con

recogimiento, en alguna noche de luna, su hermoso canto próximo y distante.

FIN

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