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21/2/22, 18:20 Cornelius Castoriadis: Ventana al Caos II (El afecto del fin de un deseo) / Traducción Sandra Garzonio – CUARTA

a Garzonio – CUARTA PROSA

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CUARTA PROSA

Cornelius Castoriadis:
Ventana al Caos II (El afecto
del fin de un deseo) /
Traducción Sandra Garzonio
5 J UL IO, 2 019

Cornelius Castoriadis: segunda entrega del seminario “Ventana al caos.”

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21/2/22, 18:20 Cornelius Castoriadis: Ventana al Caos II (El afecto del fin de un deseo) / Traducción Sandra Garzonio – CUARTA PROSA

«… esa noche que se percibe cuando se mira a un ser humano a los ojos, una
noche que se hace terrible, es la noche del mundo a la que entonces nos
enfrentamos.”  (Fragmento de un texto de juventud de Hegel,   extraído del
seminario).

Platón habla, entonces, de un paso del no ser al ser –lo que es totalmente
contradictorio con toda su filosofía, en la cual este paso no está, y en la cual no
puede estar, puesto que el ser verdadero es eterno…-; y Aristóteles, que habría
podido tomar perfectamente esta definición de la poièsis para hablar de la tekhnè
en general -el arte en sentido corriente, tanto la técnica como el arte (en griego,
ambas palabras van juntas, y además, tekhnè también significa saber)-, y bien, no
lo hace, y habla de imitación, de mimèsis. Aquí se abre otro sub-laberinto. En esta
definición, evidentemente, teleia no puede significar perfecto en el sentido de
Aristóteles, es decir, que ha llegado a su telos, puesto que el telos contiene,
aunque esta palabra no sea conocida por Aristóteles en esta acepción, la idea de
valor. ¿Por qué? ¿Cuál es la teleiôsis, el fin de la acción trágica, el objeto, lo que
imita la acción trágica? Es el parricidio, el matricidio, el infanticidio, todos los
“cidios” que puedan imaginar, más la matanza de prisioneros inocentes como en
Las troyanas de Eurípides, etcétera. Todo esto ocurre, además, entre reyes y
reinas, poniendo en juego reinados, Estados, poleis. Pero, con todo, teleia
significa: hasta el final. Y a propósito de esta teleia, Aristóteles da, además, en el
libro Beta de la Física <II, 199ª 15-17>, una definición de lo que es la tekhnè, el arte
en el sentido más general. Y aquí  –y por esta razón he escrito que Aristóteles
está a horcajadas entre el mundo griego antiguo y algo diferente-, Aristóteles
afirma que la tekhnè, o bien “efectúa aquello que para la naturaleza es imposible
de cumplir (epitelei ha hè phusis adunatei apergasasthai), o bien lo imita (ta de
mimetai)”. Aquí estamos, pues, en otra encrucijada del laberinto (sobre este punto
pueden consultar mi texto “Técnica”, del que ya he hablado [1]), porque, si hay
cosas que la naturaleza no puede cumplir, ya no estamos en la filosofía de
Aristóteles. En él, todo lo que puede cumplirse, es la naturaleza, es phusis. Aquí
hay oscilación en Aristóteles entre phusis y nomos, y aquí el nomos toma el
aspecto de la tekhnè –y es, si me permiten, la creación humana-. Pero claro, un
aristotélico puro, un tomista riguroso, diría, por ejemplo: “No, señor. Se equivoca
usted al traducir la oración de Aristóteles. Epitelei no significa “efectúa”, aun si
este sentido existe en griego, sino, simplemente “completa”. En cuanto a las

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cosas que la naturaleza adunatei apergasasthai, “no tiene la posibilidad de


cumplir”, en mi traducción se trata simplemente de “elaborarlas hasta el final”. Sin
embargo, creo que el tomista de marras estaría equivocado. No es que mi
interpretación sea la única posible: en el texto ambas significaciones están
incluidas. Y es verdad que la interpretación del aristotélico puro se corresponde
más con todo un aspecto, con el núcleo de la ontología de Aristóteles. Pero
también es verdad que no tendría en cuenta los problemas que Aristóteles
encuentra en el camino, y en particular el de la creación humana en general, del
mundo humano, del nomos, de la polis; puesto que afirma, por ejemplo, al hablar
de la polis -es decir de la colectividad política-, que hay una que es por naturaleza
siempre la mejor pero que nunca se la encuentra en la realidad, lo que no tiene
nada que ver con el concepto de phusis de Aristóteles. Pues Aristóteles nunca
habría dicho que hay un animal llamado caballo, que tiene cuatro patas, que se
puede montar, que corre muy rápido, y que es ésta la naturaleza del caballo, pero
que, desgraciadamente, no hay ningún caballo en la realidad empírica. No, el
caballo tal como es definido por su naturaleza es el caballo de la naturaleza, el
que encontramos en la realidad. Por supuesto, puede haber caballos
monstruosos, que nacen con tres o con cinco patas, pero esto no es interesante.
Aristóteles conoce los monstruos y los excluye, son para phusin, contra natura, y
están destinados a desaparecer. Lo mismo vale para un ser humano monstruoso.
Entonces: ¿imita la polis –que es una creación humana- a la naturaleza? Por
supuesto que no. ¿Completa simplemente la polis aquello que la naturaleza no
podría elaborar hasta el final? Esto no tiene sentido intrínsecamente. ¿Y cómo
puede ser que haya toda esta infinita variedad de poleis? En la tekhnè politikè –
que es la más arquitectónica de todas, dice Aristóteles-, encontramos una tekhnè
que, precisamente, realiza, efectúa algo que está más allá de la naturaleza, algo
que para la naturaleza es imposible de realizar. Sin embargo, no se trata aquí de
naturaleza sino de praxis humana. ¿Pertenecen las praxeis humanas a la
naturaleza? La pregunta en general puede quedar abierta. Sólo que, ¿está en la
naturaleza humana acostarse con la madre, matar al padre, matar a los hermanos,
etcétera? Veintitrés siglos después, diremos: sí, está en la naturaleza humana.
Pero para Aristóteles, con toda evidencia, esto no es así; ésta es, sin embargo, la
“acción importante y perfecta” que cumple el ser humano en la tragedia y que la
tragedia imita.

Ya tenemos, pues, algo que no es “natural” en el objeto. Pero, ¿es una imitación la
tragedia en sí misma? Sí, repito, lo es si consideramos hôsper hulè, como un

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material, los actos humanos que ella contiene. Pero está la forma trágica. Y sobre
todo, por ejemplo, toda esta historia de Edipo –aun suponiendo que,
efectivamente, el personaje expuesto existió, se encontró con su padre, lo mató
sin saber quién era, sin saber volvió a su tierra, se encontró con una esfinge…-, es
seguro que nunca se desarrolló tal como es representada: comprimida en una
hora y media, con un coro que se supone que es el pueblo de la ciudad, aunque
esté reducido, necesariamente, a unos doce individuos, con actores
enmascarados, etcétera. Y además, en la definición de Aristóteles, tenemos una
correspondencia que es término a término y cruzada a la vez: entre la mimèsis y la
katharsis; entre una acción (praxis) importante, completa, y el “de estas pasiones”
(tôn toioutôn pathèmatôn); entre el discurso embellecido (logos hèdsumenos) y,
por el otro lado, los medios que son la piedad y el terror (eleos kai phobos); por
último, entre la existencia de una praxis completa y el cumplimiento de la
katharsis por la tragedia. Paréntesis  sobre la disputa de interpretación de “de
estas pasiones”. Aristóteles escribió entonces tôn toioutôn pathèmatôn, y podría
pensarse que se trata de aquello que ocurre a los héroes trágicos, de lo que
padecen –pathèmata también tiene este sentido-. Esta pequeña palabra, además,
toioutôn, esta especie de pasiones, tiene un sentido mucho más fácil si la
atribuimos a los actos de los héroes trágicos. Pero, de hecho, esta interpretación
no se sostiene, por razones de coherencia general. Las pasiones de las que se
cumple la katharsis, son las de los espectadores, pues, en el escenario, sólo
podría hablarse de katharsis para uno o dos héroes…

Y llego aquí, después de esta serie de digresiones encajadas, a lo que es mi punto


principal: el fin de la tragedia, su significación, es la katharsis, no es la mimèsis.
Aun en Aristóteles –y por esta razón los contemporáneos que vuelven a la teoría
de la mimèsis se equivocan y se extravían por razones ideológicas, teológicas, de
hecho-, la finalidad de la tragedia es la katharsis, es decir, esta depuración o
purificación. Pues el término es totalmente médico, sobre este punto no hay duda
alguna, y, si tomamos el Index aristotélico de Bonitz, van a ver dos columnas
sobre el uso del término en un contexto médico y sólo diez renglones sobre su
uso en la Poética. La katharsis es la purga, la eliminación de los malos humores.
Pero Aristóteles no utiliza este término por casualidad, y veremos de qué
eliminación se trata. En todo caso, ella opera por medio de la piedad y el terror,
que son, evidentemente, afectos. Pero es muy extraño: ¿qué son estos humores?
Son todas estas pasiones, podría decirse incluso, estas compasiones del
espectador mientras la acción se desarrolla –hay una distancia que permite el

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efecto de la tragedia, pero no hay distanciación, que los manes del señor Brecht
estén en paz-, las cuales, en un crescendo de terror y de piedad, van a desembocar
en una purificación. ¿En dónde está la imitación aquí? Supongan que, en la
realidad, ven a un hijo que mata a su madre, mientras que su hermana está en la
habitación de al lado y aúlla: ”¡Golpéala muchas veces, si puedes!” Acaso sientan
piedad, terror, cólera, pero no se producirá katharsis alguna. O supongamos que
asisten al espectáculo de un viejo que va errabundo en medio de la tempestad, la
lluvia y el frío, porque fue echado por las dos hijas entre quienes ha dividido su
reino, ellas lo tratan como si fuera un mendigo. Acaso sientan compasión por él,
acaso estén enfurecidos con Regan y Goneril, pero no conocerán katharsis. Ahora
bien, la finalidad de la tragedia, precisamente, es esta katharsis. Y la mimèsis –en
la medida en que hay mimèsis– es un simple medio.

Voy a volver más adelante sobre esto, pero, para concluir con la mimèsis, quisiera
evocar el problema de lo que se conoce con el nombre de artes figurativas, como
la pintura y la escultura. Creo que aquí, de alguna manera, estamos obnubilados
por aquello que, en la historia del arte, no es más que un pequeño intervalo que va
tal vez del siglo V A.C. hasta el siglo III D.C., y luego, del Trecento, por lo menos a
partir de Giotto, hasta 1880. Hay aquí una especie de realismo, que aparece como
imperativo para las artes figurativas. Es difícil negar, en efecto, -pero admitimos
que esto pueda depender de los gustos-, que el Apolo del Belvedere, el Hermes de
Praxíteles, la Venus de Milo, son bellos especimenes humanos en la perfección de
sus formas. O incluso que el Laocoonte, en la época helenística, es una
representación escultural perfecta del dolor y del terror de la muerte… Pero esto
es sólo un período del arte. No hay realismo de este tipo ni mimèsis en Lascaux,
en Altamira; no lo hay en las estatuillas cicládicas, ni en las estatuas mayas, ni en
las máscaras africanas, ni tampoco a partir de los impresionistas. La famosa
Novia puesta al desnudo… no imita absolutamente nada. Kandinsky, Klee,
Brancusi, Giacometti, etcétera: ¿en dónde hay imitación aquí? En esto se ve muy
claramente que la forma humana es como una materia secundaria, que es
utilizada como una suerte de material en vistas de otra cosa. De todas maneras,
es verdad que en la forma humana hay algo más, y que los grandes retratos, en
este período “realista”, dan una impresión particular de verdad. No sé lo que
ocurriría si se hubiese conservado la pintura de la Antigüedad, no nos quedan más
que algunos ejemplares que no son de primer orden –lo que no ocurre con la
escultura, por supuesto-. Pero, por último, tenemos los grandes retratos de la
pintura occidental: hay centenares que son totalmente fantásticos, incluso, a

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veces de pintores secundarios. Podemos citar a quienes quieran, El hombre del


guante, de Tiziano, en el Louvre, todos los autorretratos de Durero, tal autorretrato
de Rembrandt, El hombre del turbante de Van Eyck, el rostro de Eva en “La
expulsión de Eva del paraíso” de Masaccio… En efecto, tenemos aquí la impresión
de acceder a la verdad del ser humano. ¿Pero a cuál verdad?

Permítanme leerles, sobre este punto, un fragmento de un texto de juventud de


Hegel, que se llama, por convención la “Realfilosofia de Iena”, traducido al francés
por Jacques Taminiaux con el título de Naissance de la philosophie hegélienne de l
´État [“Nacimiento de la filosofía hegeliana del Estado”]. Es un texto notable que
vale la pena leer por sí mismo, independientemente de nuestra discusión. Hegel
habla del ser humano, del Sí y de la imagen que el espíritu conserva de esto en su
tesoro, en su noche que es sin conciencia (bewusstlos)  -esto podría ser la
representación freudiana-. Y es aquí donde está ese fragmento extraordinario: “El
hombre es esa noche, esa nada vacía que contiene todo en su simplicidad;
riqueza de un número infinito de representaciones, de imágenes, de las que
ninguna aflora precisamente a su espíritu, o que no están siempre presentes”.
Presentes aquí quiere decir: presentes a la conciencia. “Es la noche, la interioridad
de la naturaleza lo que existe aquí: el Yo (el Sí) puro. En representaciones
fantásticas es de noche en todo alrededor, surge entonces una cabeza
ensangrentada aquí, otra figura blanca allá, y desaparecen con la misma
brusquedad. Es esa noche la que se percibe cuando se mira a un hombre a los
ojos; una noche que se hace terrible, es la noche del mundo a la que entonces nos
enfrentamos.” Y en el margen, escribe Hegel: “Auto-poner; conciencia interna,
hacer, escindir (Entzweyen)”; y: “Poder de hacer salir las imágenes de esta noche, o
de hacerlas sucumbir en ella” [2]. Ahora bien, en el retrato –hubiera querido traer
aquí reproducciones de Van Eyck, o de Vermeer, la de esa mujer de turbante
celeste, aunque el afiche está por todas partes, y su mirada de muchacha donde
hay todo y donde no hay nada– lo que tenemos, lo que importa, no es la imitación.
Lo que el retrato nos permite ver, sobre todo en la mirada que un gran retratista
puede lograr, es esta “noche” de la que habla Hegel, este abismo, esta posibilidad
indefinida de representaciones. Esto es lo que se ve a través de esta mirada. Y el
término imitar, entonces, pierde toda  importancia: qué quiere decir imitar este
abismo… No se trata de imitación, es una presentación del abismo, que no
esconde nada.

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Antes de darles la palabra, quisiera decirles algunas cosas sobre lo que ocurre del
lado del sujeto. Para Aristóteles, como hemos visto, lo que la tragedia provoca en
el espectador, es la katharsis, la purificación, la depuración de sus pasiones por
medio de la piedad y el terror. Ahora, es seguro que no diría nada semejante si se
tratase de la contemplación del Partenón… Saltemos veinticinco siglos. Kant, por
su parte, dice algo totalmente diferente –habría que reflexionar sobre esta
diferencia… – y habla de placer: la belleza, del lado subjetivo, es el placer o la
“satisfacción desinteresada” uninterssiertes Wohlgefalle [3]. Frente a la obra de
arte experimentamos un placer que no tiene ninguna relación con el hecho de
haber comido bien, de haber ganado dinero, de haberse acostado con alguien. No,
el placer estético no está relacionado con el deseo. Esto puede parecer un poco
deslucido después de Aristóteles, pero aquí es muy importante la idea de
desinterés. En alemán también hay un adjetivo que califica a un sustantivo. La
satisfacción es calificada de “sin interés”. Pero el verdadero peso de las palabras
debe invertirse: con todo, a través de cierto placer, de cierta satisfacción, se llega
a un desinterés sobre el que quisiera concluir.

Antes, una pregunta sobre ese placer, que efectivamente siempre está ahí: ¿de
dónde viene? Por mi parte, yo diría que viene de cierta manera de experimentar el
sentido. Y este sentido, esta significación en los grandes momentos del arte –y
no estoy jugando con las palabras, no estoy usando el lenguaje parisino ni
tampoco el hegeliano-, es el sentido de lo a-sensato y lo a-sensato del sentido.
Vuelvan a leer La Ilíada, vuelvan a leer cualquier tragedia griega, vuelvan a leer a
Shakespeare, vuelvan a leer Esplendores y miserias de las cortesanas   o Las
ilusiones perdidas de Balzac, La educación sentimental o La búsqueda, Kafka o el
Ulises de Joyce, vuelvan a escuchar Tristán o el Réquiem de Mozart, cualquier
cosa de Bach: es el sentido de lo a-sensato y lo a-sensato del sentido lo que
experimentamos aquí. Los cuales condensan el arte como ventana al abismo, al
caos, y el dar forma a este abismo; esto es el momento del sentido, es decir, la
creación de un cosmos por el arte. Por esta razón, el gran arte no es fenoménico,
es transparente: allí nunca hay nada que se esconda detrás de otra cosa. La
riqueza infinita de una gran obra de arte, no es que hay una cosa adelante que
esconde otras; es que, por el contrario, cosas que pueden estar siempre adelante
conducen siempre hacia otras cosas. Y es en esto donde no hay fenomenalidad,
donde hay una transparencia absoluta –por supuesto, en otro sentido del término-
en el gran arte. Hay una abolición de la diferencia por el medio mismo de la
diferencia.

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En cuanto al desinterés del placer, les recuerdo lo que les dije la vez pasada a
propósito de la definición de la ley por parte de Aristóteles: según él, puede existir
“un pensamiento sin deseo” <Política, III, 16, 1287ª 30-32>. Asimismo, en el caso
de un gran obra de arte –y es lo que corresponde a la katharsis de la tragedia-,
puede hablarse de un afecto, indescriptible y específico. Repito, miserablemente
podemos tratar de ponerlo en palabras, decir que es un mixto de alegría y de
tristeza, de placer y de duelo, de asombro sin fin y de asentimiento… En alguna
parte, a propósito de la sonata de Vinteuil, Proust habla de “la pertinencia de las
preguntas y de la evidencia de las respuestas”. Y es verdad, esto siempre está en
el arte. Pero lo que finalmente llega como fin –y en todos los sentidos del término:
a la vez finalidad, cumplimiento y terminación- para el sujeto, para el espectador,
para el auditor, para el lector de la obra de arte, es el afecto del fin del deseo. Y
pienso que es éste el sentido de la katharsis: cuando salimos de una
representación de Edipo rey, o de Macbeth, del Rey Lear, cuando salimos de una
audición del Réquiem, de la Pasión según san Mateo, por algunos instantes, al
menos, no deseamos nada y vivimos el afecto que acompaña el fin de este deseo.
Y la relación con la muerte, es que quisiéramos que esto nunca se detenga; o que
todo se detenga con esto, con este momento. Y esto no sólo es verdadero para
las obras que he citado. Es lo que nos sobrecoge cuando entramos por primera
vez en Olimpia, en la sala del museo donde está expuesto el Hermes de Praxíteles,
o en el Louvre, cuando a pesar de la muchedumbre, podemos admirar la Victoria
de Samotracia, o un retrato de Clouet, el Tiziano, de quien les hablé hace un rato, o
Las Meninas en El Prado, La vista de Delft en La Haya, Las rectoras del hospicio de
ancianos, de Hals, en Haarlem,  La ronda de noche en Ámsterdam; todo se detiene.
Uno está ahí, frente a la obra, no desea nada. Es un estado extraordinario…

Por cierto, durante la tragedia –volvemos a Aristóteles-, constantemente están la


piedad y el terror. Y curiosamente, es Anouilh, un autor que para mí es totalmente
secundario, quien ha dicho lo que había que decir al respecto –aunque quizás
haya antecedentes-, en su Antígona: al principio, el coro explica la diferencia entre
la tragedia y el drama, y la explica de una manera definitiva. En el drama, dice, esto
habrían podido ocurrir de otro modo, las cosas podrían haber tomado un giro
diferente –si los gendarmes hubiesen llegado antes, si el medicamento no
hubiese faltado, si se hubiese descubierto aquella carta…-. Hay un suspenso. En la
tragedia no hay ningún suspenso para el espectador, que asiste a ella sabiendo de
antemano lo que va a ocurrir. El ateniense que va a ver Edipo Rey, o nosotros,
incluso, cuando vemos Macbeth, sabemos lo que va a ocurrir. Si hay suspenso, es

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en la obra misma, pero es otra cosa: nosotros sabemos lo que el héroe trágico no
sabe. Pero, precisamente, una de las dimensiones de Edipo, como de Macbeth,
además  –y por esta razón Shakespeare es el autor más grande de Occidente-, es
que el personaje es actor de su destino, pero no es autor, puesto que es un
destino; pero, simultáneamente, por medio de sus actos, es el descubridor de su
verdad y de su destino. Esto es lo que ocurre con Edipo -o con Macbeth-: es que al
hacer lo que se le predice que debe hacer, lo que va a hacer, lo que va a ocurrirle,
descubre la ambigüedad de estas predicciones. Para el espectador, la piedad y el
terror sobrevienen de todos modos por el hecho de que su participación es
absolutamente ineluctable, y además, finalmente, está esta katharsis –después de
atravesar la piedad y el terror- que es el afecto del fin de un deseo. Podríamos
resumir todo esto con algunas palabras: hay encantamiento; hay duelo; hay lo que
en alemán se llama Wunder y en griego antiguo thaumazein, ante la cosa
asombrosa, milagrosa, que suscita algo más que la admiración asombrada, que
nos saca del estado en que estamos, y que contiene también una dimensión
cognitiva, no sólo afectiva: se quiere saber (Aristóteles dice que el thaumazein es
la base de la filosofía); y al final está –palabra que Freud mismo utiliza en otro
contexto- la Versöhnung, una suerte de reconciliación; reconciliación con el fin del
deseo.

Para terminar, quisiera citar a dos poetas. August von Platen, en primer lugar, un
autor alemán de principios del siglo XIX, que escribe en su Tristán: Wer die
Schönheit angeschaut mit Augen, aquel que miró la belleza con sus propios
ojos/Ist dem Tode schon anheimgegeben, ya se ha entrgado a la muerte. No hay
en estos versos ni “romanticismo” ni lloriqueos, sino precisamente este afecto: el
afecto del fin del deseo. Y creo que también Rilke habla de esto en los famosos
versos de la primera Elegía de Duino: Denn das Schöne ist nichts/Als des
Schrecklichen Anfang, pues lo bello no es otra cosa que el comienzo de lo terrible.
Lo terrible es este fin; y esta abertura hacia otra cosa –en mi lenguaje, la ventana
al caos- que es al mismo tiempo fin del deseo. Y me detengo aquí para dejar un
poco de tiempo a la discusión.

FCE, 2007 / Ventana al caos, Cornelius Castoriadis

Trad. Sandra Garzonio

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Imagen: Muchacha con turbante / Vermeer

[1] “Technique”, Les carrefours du labyrinthe, París, Seuil, 1978 ; reedición « Points
Essais », 1998, pp. 289-234.>

[2] Jacques Taminiaux, Naissance de la philosophie hégélienne de l´État.


Commentaire et traduction de la Realphilosophie d´Iéna (1805-1806), París, Payot,
1984, pp. 194-195.>

[3] Kant, Crítica de la facultad de juzgar, 1790, trad. francesa de A. Philonenko,


París, Vrin, 1969, pp. 50-51, 54-55.>

Categorías: Traducciones
Etiquetas: Cornelius Castoriadis, Sandra Garzonio

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