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LAS IMAGENES EN LA CREACION LITERARIA

Ricardo Monti
Para trazar los límites de este trabajo bastará caracterizarlo como una teori- zación nai've.
Esto quiere decir que procede de un esfuerzo para comprender mi
práctica artística, y no de una formación teórica sistemática. Lo que intento es
describir algunos fenómenos que intervienen en la creación artística, y a partir
de ello aventurar algunas reflexiones. Y, por supuesto, invitarlos a aplicar a es- tos temas
los conceptos psicoanalíticos. Mi punto de partida consistió en ubicar el lugar que ocupa la
imagen en el
proceso de la creación iteraría (específicamente en la dramaturgia). Cuando el artista
cachorro escribe su primer poema es muy posible que lo
invada un doble sentimiento de poder y angustia que ya no abandonará al escri- tor adulto.
Poder porque se siente habitado por palabras que fluyen de él y que
se instalan dóciles en un ritmo que parece inextinguible. Angustia porque las
palabras pueden deshabitarlo y el ritmo extinguirse. Sólo mucho más tarde descubrirá que
debajo de la palabra y el ritmo se
ocultaban las esquivas, tenues imágenes. Y que sólo ellas en verdad le pertene- cían.
Imágenes: facetas de "otro" mundo, sustraído a la percepción real, que
intermmpen la tersura de la percepción real, o la profundizan; ofreciéndose
como en una pantalla interna d registro de la mirada interior. El sueño, el recuerdo, la
fantasía se cumplen mediante imágenes proyectadas
interiormente. Otro tanto ocurre en lo sustancial del proceso del que "escribir"
es la denominación del momento final, e "imaginar" un modo muy vago de
designar sus comienzos. Pero si bien este conjunto de imágenes tienen una estrecha
relación de
parentesco, no menos importantes son sus sutiles diferencias. Trataré de esbozar de un
modo muy general esas diferencias, a fin de acer- carme a la peculiaridad que distingue a
las imágenes que llamaré estéticas. Este
esbozo será necesariamente rudimentario porque es aquí donde más debo la- mentar mi
carencia de conceptos. Uno de los elementos que podrían tomarse para señalar afinidades
y diferen- cias es la ubicación del sujeto respecto de la imagen. En el recuerdo el sujeto
siem- pre está presente dentro de la imagen, porque es él quien ha mirado. En el sueno,
en la fantasía, es el protagonista. En la imagen estética el sujeto observa en su
interior un acontecimiento, un suceder, en el que no participa. Aún en los rela- tos en
primera persona,el autor observa desde un "yo vicario",es decir, un per- sonaje (incluso en
los casos en que ese personaje es aparentemente él mismo). 43

No obstante, estos rasgos, si bien podrían ampliarse y mucho, no marcan


una nítida línea divisoria. Lo que sí distingue en particular a las imágenes esté- ticas es s
u destino social, s

u carácter de signo, s

u esencia comunicable, s
u carac- terística de ser un puente tendido hacia el otro.
Es probable que a esto se refiera Proust al relatar la primera experiencia lite- raria del
protagonista de En busca del tiempo perdido. El niño descubre que
ciertas imágenes encierran algo misterioso que a pesar de sus esfuerzos no
consigue desentrañar. Presiente que ellas no son más que la vestidura de algo a
punto de abrirse. Y esto ocurre sólo el día en que por primera vez logra formu- lar e
n palabras una imagen. Lo que se ocultaba tras los campanarios de
Martinville era una bonita frase. Sólo al escribirla se sintió libre del peso de esos
campanarios. Los otros tipos de imágenes a los que me he referido cumplen s
u función
y se agotan dentro del mismo sujeto. Comunicar un sueño, un recuerdo, una
fantasía es aleatorio. Naturalmente, esas imágenes pueden cambiar de signo y trocarse en
mate- rial artístico (es decir, comunicable). Pero en ese mismo instante se modifica- rán,
bañándose en una luz distinta, un casi imperceptible deslizamiento las hará
imágenes estéticas; o bien se convertirán en una suerte de estímulo para que
éstas broten. Resumiendo, cuando hablo de imágenes estéticas me refiero a aquellas que
yienen por sí mismas cargadas con esa función comunicable, que el artista sabe
reconocer de inmediato, y que en el caso del escritor significa que a ellas
se asocien casi inmediatamente palabras. Cuando aludí antes a que las imágenes estéticas
se bañaban en una luz dis- tinta no quería sólo ilustrar un concepto, sino también apuntar a
una transfor- mación material, perceptual, de la imagen misma. Pues la imagen estética se
dis- tingue de las otras no sólo por s
u función o destino, ¡ano por sus mismas cua- lidades sensibles, o por decirlo así,
materiales. Es obvio que en un pintor la

imagen previa al cuadro, la imagen proyectada interiormente que en él se for-


ma frente al lienzo blanco, estará ya compuesta por los colores y las formas que

definen s
u arte particular. Lo que no es tan obvio es que lo mismo ocurre con
el escritor. La abstiacción "imagen estética/función comunicable" para el escri- tor significa
concretamente que sólo hay un orden de imágenes que lo impulsan
a escribir, y que ello depende de un color, una tonalidad y un brillo, de relieves,
figuras y movimientos, de una textura en fin, en cuyos pliegues se oculta algo
entrañable, profundo y esquivo: algo así como el sentido total, inalcanzable y
vasto, a la vez qué dolorosamente cercano.
De toda la gama de imágenes posibles sólo un sector de ellas son las que es- tán cargadas
por un valor particular, que difiere de modo específico para cada
artista. Este aspecto de la imagen estética es el más difícil de describir porque
es el más subjetivo. Se trata del aspecto más relacionado con el estilo. En este
sentido, el estilo de un escritor no sería una construcción retórica posterior,
sino que estaría en el arranque mismo de s
u proceso creativo, en el tipo parti- cular de imágenes que lo conmueven. En suma, el estilo
seria la imagen. O más
bien, el esfuerzo del artista para traducir —en palabras en el caso del escritor- dicha
imagen.
As

u vez, la voluntad artística triunfará cuando en el lector, frente a estímu- los lingüísticos, se
recompongan miles de fragmentos de la memoria instrumen-
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tal hasta lograr reproducir la imagen inicial, con una fidelidad que sería asom- brosa aún si
fuera mínima. De las lecturas de Kafka es probable que no recorde- mos frases ni palabras,
pero sí una multiplicidad de imágenes superpuestas como
transparencias que mediante colores, luces, formas y texturas residuales definen
para nosotros lo kafkiano, aun antes del concepto que lo sintetiza. Nietzsche, en El origen
de la tragedia, plantea a fondo estas cuestiones. La
cita es un poco larga, pero vale la pena: "El poeta es poeta únicamente porque

se ve rodeado de figuras que viven y actúan ante él y en cuya esencia más ínti-
ma él penetra con s

u mirada. Por una peculiar debilidad de la inteligencia mo- derna, nosotros nos inclinamos a
representamos el fenómeno estético primor- dial de una forma demasiado complicada y
abstracta. Para el poeta auténtico
la metáfora no es una figura retórica, sino una imagen sucedánea que flota
realmente ante él, en lugar de un concepto. Para él el carácter no es un todo
compuesto de rasgos aislados y recogidos de diversos sitios, sino un personaje
insátentemente vivo ante sus ojos, y que sólo se distingue de la visión análoga
del pintor tan sólo porque continúa viviendo y actuando de modo permanente".

Y concluye: " en el fondo el fenómeno estético es sencillo; para ser poeta bas-
ta con tener la capacidad de estar viendo constantemente un juego viviente y

de vivir rodeado de continuo por muchedumbres de espíritus; para ser drama- turgo basta
con sentir el impulso de transformarse a sí mismo y de hablar por
boca de otros cuerpos y otras almas". Volviendo al proceso de creación artística, en s

u momento más apasionante,


el de gestación de un proyecto, es muy probable que nos encontremos con una
percepción real.
Es decir, una percepción real que actúa como estímulo, o desencadenante
de una serie de imágenes interiores. El artista es un individuo que ha ejercitado,
o ejercita, una especie de alerta interno que le permite detectar, fijar, desme- nuzar,
interrogar, orientar esa serie de imágenes, que a veces fluyen y a veces
destellan espasmódicamente. Ese instante inicial de la creación de una obra es algo que el
artista muy difí- cilmente pueda reconstruir. En este sentido, resulta curiosa y emocionante
una
referencia de Chejov a las primeras imágenes de El jardín de los cerezos: Dos
hombres conversan mientras pescan junto a un arroyo; un manco emplea tér- minos del
billar; una mujer ante un piano; una rama de cerezo florecida penetra
por una ventana. Bien, el hecho es que una vez instalado el artista en la certidumbre de una
obra futura, se abre una etapa de trabajo en el que la imagen desempeña su
papel más beUo y misterioso. Es la etapa en que las imágenes, según un orden a
la vez preciso y oculto, van iluminando por sectores, ante la mirada absorta, un
paisaje que no sabemos si se va constituyendo o preexistía (la sensación es ésta
última): el paisaje de la obra futura. Y la referencia a un paisaje no es casual,
porque el súnil que se me impone es el de un explorador asombrado en un te- rritorio
desconocido, ante cuya mirada surge una floración nueva que deberá
nombrar con palabras desesperantemente añejas, y que a,la vez va creando los

senderos a través de los cuales deberá recorrerlo desde distintos puntos de parti-
da (que él mismo establece), hasta tener una idea general del espacio que abarca

y trazar s

u mapa. Desde luego, esto no significa que el escritor se limite a contemplar el sur-
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gimiento de fragmentos de su obra como si fueran segmentos de un fúm, al


que luego dará forma definitiva mediante un montaje retórico. La importancia de un escritor
se definirá no sólo por la audacia y hondura
de las imágenes que conforman su mundo estético, sino también por su auda- cia y hondura
para descifrar los enigmas que esas imágenes le proponen, así
como por su capacidad para intuir relaciones significativas entre los fragmentos
más alejados del mosaico de imágenes. Ahora bien, la peculiaridad del proceso artístico
hace que esa búsípieda se
resuelva en nuevas imágenes, imágenes quizá más profundas, precisamente por- que el
buceo Ies ha abierto el camino. Esta dialéctica nos llevaría a una especie de obra
interminable, o por lo me- nos a la idea de que toda obra es una obra inconclusa. Y yo creo
que en efecto
lo es. El punto final es una suerte de convención cultural, a la vez que la con- fesión de un
fracaso. Pero un modo más grave de frustración, porque es previo a la obra, consiste
en apremiar o soslayar esa primera etapa a la que me referí antes: la del libre
juego, la espontánea articulación de las imágenes. Ello ocurre cuando, ante las
primeras y frágiles imágenes de una obra posible,se procura articularlas, o más
catastróficamente, sustituirlas por un esquema conceptual previo. El proceso artístico es un
proceso de descubrimiento. Lo frustrante de apli- car un esquema previo, por sutil y
complejo que sea, es que impide el descu- brimiento de nuevos conceptos (nuevos, por lo
menos para el artista). Pero la frustración tal vez sea más profunda en la medida en que
podríamos
decir que el arte brota precisamente de una tensión permanente, de un conflic- to, entre la
imagen y el concepto. Vivimos en un mundo dado, ya organizado en un sistema de
conceptos, un
mundo nominado. El artista introduce fragmentariamente nuevas organizacio- nes
conceptuales mediante nuevas relaciones entre palabras, colores, formas,
líneas, objetos, situaciones .. . Y para lograrlo d^;be tiansgredir el mundo,
aceptar primero el caos y el vacío. . . Es decir, disociar una imagen, una percep- ción, de su
correspondiente concepto. Ciertas expresiones de los niños nos impresionan como
profundamente poé- ticas —digamos, una poesía natural—. El niño se halla en un proceso
de absor- ción o aprendizaje del mundo conceptual. Entre la percepción de un objeto,
etc., la palabra que lo designa y la red conceptual elaborada por nuestra cultura
en tomo a ese objeto, el niño transita por zonas intermedias de las que brota
esa poesía natural. Cuando ese objeto, etc., interviene en la imagen que el ar- tista percibe
interiormente, el artista sabe que ese objeto no es el que preten- didamente duplica, sino
que está ahí como manifestación de otra cosa. La red, entonces, se desgarra. Detrás
sobreviene el caos, una forma del vacío, y su manifestación típica: la
angustia. Y al final de este vertiginoso tránsito: la metáfora, que mitiga, clama
y adormece la angustia. La metáfora permite que la red vuelva a cerrarse. Aca- so, si el
artista es genial, el mundo se ha ampliado. Si seguimos la línea de esta idea, podemos
imaginar que en el acto de escri- bir las palabras acuden atraídas por la fuerza aspirante del
vacío, que escribir
es una respuesta de urgencia a la angustia, más aún, un deliberado ponerse en
estado de angustia, que lo escrito (el arte) es una calmante transacción, un
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compromiso entre la nada y el mundo dado, y que sus palabras ocupan el lugar
de una ausencia, la ausencia de! mundo. . . Pero en este punto podemos comprender mejor
ese destino comunicable que
adjudicábamos a la imagen estética. ¿Esa necesidad de comunicarla, de infun- dirle
palabras, de reintegrarla al mundo no surge precisamente proque antes se
lo ha desafiado, transgredido y negado? Creo que fue Thomas Mann quien dijo,
con razón, que el arte es una actividad altamente sospechosa. 4

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