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Una serie de acontecimientos trágicos, ocurridos en la hermana república de Colombia durante la

semana pasada, relacionada con la acción de agentes del estado contra la población civil y que
tuvieron como corolario macabro la escenificación socarrona, en vivo, en directo y a todo color, de
una orgía de lágrimas, abrazos y sentimentalismo, cual reality show, donde los familiares de una
víctima de homicidio se envolvían en perdones con los familiares de su asesino, nos ofrecen un
retrato singularmente nítido del entramado de sumisión popular, violencia institucional y
propaganda que conforman la forma específica de dominación política (la llamada
eufemísticamente “gobernanza” y “gobernabilidad”) en la Nuestra América neoliberal.

No hay argumento más elocuente que los hechos, dejemos que estos hablen por nosotros:

 22 de septiembre: fallo de la Corte Suprema, dirigida al presidente Iván Duque, los


ministros de Defensa e Interior, la alcaldía de Bogotá, el Ministerio Público, el director
general de la Policía Nacional, la Defensoría del Pueblo y la Procuraduría General de la
Nación y que ordena garantizar la protesta pacífica y pedir perdón por excesos de la
policía, luego de la muerte de 12 activistas producto de la represión, durante las últimas
jornadas de protesta.
 23 de septiembre: en entrevista con la estación televisiva RCN, Ivan Duque declara “La
Fuerza Pública jamás atenta o ataca o limita las expresiones pacíficas de los ciudadanos
por mandato constitucional y por mandato legal”
 24 de septiembre: asesinato de Juliana Giraldo a manos de una patrulla militar, mientras
transitaba junto a su esposo en un camino rural (el caso que nos convoca).
 25 de septiembre: familiares de la víctima y del soldado homicida, junto a oficiales del
ejército y ante las cámaras siempre atentas de la prensa privada, realizan un patético ritual
de perdón, llorando en conjunto los fatídicos acontecimientos.

Hasta aquí el relato mediático. Apaguemos el televisor un momento y aprestémonos a valorar


estos sucesos a la luz de nuestra razón.

Una mirada rápida nos obliga a comparar estas acciones escabrosas con los propios actos del
estado de Chile frente a la irrupción de la lucha social, la más de treintena de muertos, los
centenares de ojos estallados, los casi 3.000 presos/as de la lucha nos revelan una identidad de
carácter entre ambos regímenes, un principio común: cuando el sistema de dominación se ve
amenazado, los estados se reservan el derecho de ametrallar a sus pueblos.

Sucede en Chile y en Colombia, en la dictadura boliviana, en el régimen criminal de Juan Orlando


Hernandez en Honduras, en los activistas martirizados del Guatemala. Un río de sangre proletaria
y popular recorre el continente de punta a punta. El holocausto que con su carne deben pagar los
humildes del continente en el altar del orden social.

Sin embargo, sería imposible pensar que nuestros pueblos viven sometidos al yugo de sus
burguesías sólo por el uso de la violencia en su contra. No es sólo la espada, sino la pluma, al arma
que la oligarquía dirige contra las conciencias de los pobres de América.

Si ayer fue la ignorancia y el sometimiento forzado a la incultura de la masa popular la táctica del
enemigo en su guerra contra los subalternos, hoy obra de manera mucho más sutil, oculto a plena
vista, entre la estridencia de color y sonido que la sociedad del espectáculo dispone ante nosotros.
De la publicidad, la televisión basura, la mercantilización del cuerpo y de la identidad humana en
las redes sociales, escurre el ácido de la ideología dominante.

Los medios de comunicación obran la alquimia de invertir los contrarios y televidentes impávidos
observamos como el villano torna en héroe y la justicia se mancilla con la capa de la mentira.

Basta con escribir “Juliana Giraldo” en cualquier buscador de noticias virtual y podremos ver cómo
opera el milagro. Aquí algunos titulares que sirven de perfecto ejemplo: “El drama de la familia del
soldado que asesinó a Juliana Giraldo”, “Muerte de Juliana Giraldo: no podemos dejarnos llevar
por las emociones”, “Amor, muerte y perdón: los detalles del asesinato de Juliana Giraldo”. Les
invitamos a realizar el ejercicio.

Una simple pregunta nos permitirá romper el hechizo: y, ¿si Juliana Giraldo hubiese asestado el
tiro mortal al militar?, ¿habríamos podido asistir al momento sublime de la reconciliación piadosa,
el abrazo emotivo de dos familias que llaman a su pueblo a la paz y la reconciliación?, ¿se trataría
con la misma condescendencia, podríamos conocer el lado humano del asesinato?, o por el
contrario, ¿se oiría la voz de la venganza, el clamor de la sociedad herida pidiendo retribución,
juicio y castigo?, que cada cual saque su propia conclusión.

Para nosotros/as, no cabe duda del doble rasero con el que se trata y retrata la violencia, según de
donde venga: normalización y resignación cuando viene de arriba, terror cuando recorre el camino
contrario. Esto sin embargo, no es ningún accidente, ninguna tendencia circunstancial, se inscribe
en la esencia misma de la sociedad de clases. La pluma y la espada.

Lo hemos visto en nuestra propia experiencia, el sistema político y la casta mediática,


transversalmente, rasga vestiduras cuando llega la hora de condenar la auto defensa de masas.
Matinal tras matinal, debate tras debate podemos ver una guerra de empujones por tomar el
micrófono, para declarar sus credenciales de corrección política, su condena “absoluta” e
“irrestricta” a la violencia.

Pero son estos mismos adalides de la democracia, campeones de los derechos humanos y de las
libertades cívicas, quienes optan por mirar para otro lado cada vez que los Grupos de Operaciones
Especiales cargan contra el pueblo desarmado. Los que callan la lluvia de plomo que cae
constantemente contra las comunidades mapuche en resistencia, los que no quisieron ver los
cientos de compatriotas mutilados por los perdigones.

Es que el secreto que esconden estos paladines de la paz social, para nosotros no es sino una
verdad que nos atrevemos a declarar a los cuatro vientos: el estado es la violencia organizada de
una clase contra el resto de la sociedad.

Los revolucionarios y revolucionarias por nuestra parte, no nos hacemos ilusiones. Mientras los
“demócratas” burgueses declaman sobre paz con los zapatos manchados de sangre, nosotros y
nosotras luchamos por echar por tierra todos sus aparatos de dominación y violencia, ofrecemos a
los pueblos un horizonte de superación de la opresión y la explotación, un mundo sin violencia
organizada de unos contra otros, luchamos por inscribir en la historia humana la verdadera
libertad e igualdad, el reino de la armonía entre el ser humano y la naturaleza, la reconciliación y
el respeto entre los pueblos, el horizonte del comunismo.
Los hipócritas de la palabrería liberal declaran la igualdad de todos los seres humanos desde las
cimas del privilegio, la libertad de la sociedad en la esclavitud de la necesidad y la hermandad del
hombre bajo las escopetas de los anti disturbios.

Pero debe saberse que no son los pueblos los que utilizan métodos violentos, sino los opresores, la
burguesía, quienes se valen de su poder para utilizarlo en contra del pueblo, cada vez que este
amenaza sus privilegios. La experiencia de 1973 vive aún en la memoria del pueblo chileno y nos
demuestra de qué es capaz el empresariado cuando teme por su patrimonio.

Sin embargo, quien se sirve de la espada para dominar a su pueblo, debe saber que esta pende
sobre la cabeza de los tiranos como la espada de Damocles, puesto que no existe derecho más
sagrado que el derecho natural de los pueblos a la defensa de su propia vida. No vaya ser que,
como dijera el genio del Volga, vaya llegando la hora de “ajustar cuentas a la manera plebeya” con
las burguesías de este sufrido continente.

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