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La moral cristiana

Esa moral de la «identificación con Cristo» no es una moral negativa de anulación de lo humano, como algunas
morales orientales, porque lo espiritual «no mata lo humano», sino que lo sublima y eleva sobrenaturalmente.
Tampoco profesa un individualismo ético que descuide las exigencias sociales y políticas de la fe, pues, tal como
enseña el Concilio Vaticano II, «es preciso superar la ética individualista» (GS,30), sino que connota también
graves exigencias morales en el ámbito de la convivencia humana.

El mensaje moral predicado por Jesús tiene inseparablemente unido la exigencia de la transformación social:
también Cristo debe ser el centro del mundo. El «cristocentrismo» incluye al hombre y a la entera historia
humana: «El Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, hecho Él mismo carne y habitando en la
tierra, entró como hombre perfecto en la historia del mundo asumiéndola y recapitulándola en sí mismo. Él es
quien nos revela que Dios es amor (1 Jn 4,8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección
humana, y, por tanto, de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor» (GS,38).

Para ello el cristiano debe esforzarse en que la realidad de la vida social: la convivencia entre los hombres, el
campo de la cultura y de las relaciones económicas y sociales, etc., se configuren conforme al espíritu de Cristo.

San Pablo señala los efectos que el pecado ha producido en la naturaleza física: el mundo que salió bueno de las
manos de Dios sufrió también las consecuencias del pecado original, y por eso grita «como mujer en parto»,
clamando por su liberación (Rm 8,18-22).

El cristiano vivirá una vida moral conforme al Evangelio esforzándose para que toda la naturaleza física y las
relaciones sociales entre los hombres se desarrollen de un modo querido por Cristo. Es decir, la moral cristiana
postula «restaurar todas las cosas en Cristo» (Ef 1,10). Por eso, siempre que entre los hombres existan relaciones
de injusticia y de pecado, el creyente en Cristo ha de esforzarse para que «Dios esté en todas las cosas» (1 Co
15,28).

Esta «moral cristológica» personal y social deriva del cristocentrismo que abarca a la creación entera, tal como
enseña San Pablo: «Es preciso que Él reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo
destruido será la muerte... y, cuando le queden sometidas todas las cosas, entonces el mismo Hijo se sujetará a
quien a Él todo se lo sometió, para que sea Dios en todas las cosas» (1 Co 15,25-28).

«Como cristiano, tienes el deber de actuar, de no abstenerte, de prestar tu propia colaboración para servir con
lealtad, y con libertad personal, al bien común».

En consecuencia, la vida del cristiano que se limita en exclusividad a identificarse personalmente con Cristo e
ignore o descuide que ese mismo espíritu de Cristo debe impregnar las relaciones sociales, es evidente que no
encarna el mensaje moral predicado por Jesucristo. Aquí se aúnan de nuevo el amor a Dios y el amor al prójimo, y
se conjuntan y armonizan la entrega a Cristo y la dedicación plena a salvar y «redimir» el mundo.

La preocupación porque las enseñanzas de Jesucristo alcancen todos los ambientes de la vida social es lo que
constituye la enseñanza continua de los Papas, hasta el punto de que Pablo VI llegue a afirmar que «el hombre es
tan responsable del desarrollo (cultural, económico, etc.) como de su salvación» (PP,15).

¿Qué es la libertad?

En una primera aproximación, podemos decir que la libertad es apertura al infinito. Es la capacidad radical de ser
protagonistas de nuestra vida. Es un inmenso don que pone en juego todas nuestras potencias y marca
decisivamente nuestro carácter y destino. Podemos relacionarla, por un lado, con alegría y amor, con las ansias
hacia la plenitud, hacia Dios; y, por el otro, con la desesperación, la angustia y el absurdo. La libertad permite
alcanzar la máxima grandeza, pero también incluye la posibilidad de un desvío completo. Tiene que ver con la
autorrealización y con la autodestrucción del hombre.

La libertad es una experiencia personal e íntima de cada persona. Hace referencia al entendimiento, a la voluntad
y a la creatividad, y llega hasta el nivel más hondo del hombre. En ocasiones, nos enfrentamos a ciertas
preguntas: ¿De qué vivo? ¿Cuáles son mis raíces? ¿Qué es lo que configura mi pensar y mi querer? Podemos mirar
hacia atrás con agradecimiento por todo lo que hemos recibido de quienes nos han precedido, por las obras
(ocultas o conocidas) que otros han aportado a este mundo. Pero no podemos olvidar que también cada uno de
nosotros tiene la misión de alumbrar algo nuevo. Cada hombre es original y único. Con cada nacimiento, algo
singularmente nuevo comienza en el mundo. Lo nuevo "siempre aparece en forma de milagro". Nadie sabe cómo
va a evolucionar, qué llegará a ser, para qué utilizará sus capacidades. El ser humano no sólo está dotado de la
capacidad de proponerse un fin, sino también de ser su propio fin: está llamado a hacerse a sí mismo. Puede
convertir su existencia y a sí mismo en algo realmente grande. Cabe esperar de él lo inaudito, lo inesperable.

Todo hombre puede ofrecer al mundo muchas sorpresas, aportar pensamientos nuevos, palabras nuevas,
soluciones nuevas, actuaciones únicas. Es capaz de vivir su propia vida, y de ser fuente de inspiración y apoyo
para otros. A veces, conviene recobrar la mirada del niño, para abrirnos a la propia novedad y a la de cada
persona, y así descubrir el desafío que encierra cada situación. El mundo será lo que nosotros hagamos de él. Al
menos, nuestro mundo es lo que hacemos de él. Nuestra vida es lo que hacemos de ella.

Somos libres, a pesar de las circunstancias adversas que nos pueden rodear e influir. Y no sólo tenemos el
derecho, sino también el deber de ejercer nuestra libertad, precisamente en este mundo sutilmente tiranizante
en que nos ha tocado vivir. Nadie debe convertirse en un "autómata", sin rostro ni originalidad. Nadie está
destinado a ser un "hombre-masa". Justamente hoy es más urgente que nunca que tomemos conciencia de la
gran riqueza de la vida humana y busquemos caminos para llegar a ser "más" hombres, y no unas personas
renuentes, asustadas y enlutadas. A esto nos exhorta el Compendio.

Conciencia y seguimiento de Cristo

La conciencia, facultad moral del hombre, es, junto con el conocimiento y la libertad, la base y la fuente subjetiva
del bien: es ella la que nos amonesta a la práctica del bien. La claridad y delicadeza de la conciencia muestra la
elevación moral del hombre. Los remordimientos con que delata su íntima presencia en el alma después de la
pérdida de la virtud, después del pecado, muestran por lo menos el valor moral pasado y la potencialidad que aún
le queda para futuros valores.

Gracias a la conciencia, el llamamiento con que Cristo nos llama a su seguimiento encuentra un eco interior, un
órgano que capta este llamamiento (merced a la gracia). Es en la conciencia donde el hombre siente claramente
que todo su ser está ligado con Cristo. Se aviva e ilumina la conciencia en el seguimiento de Cristo. Aún podría
decirse que la conciencia no tiene palabra propia. La palabra de Cristo (revelación natural, revelación
sobrenatural, llamamiento de la gracia) se hace llamamiento mediante la voz de la conciencia. De por sí la
conciencia es un cirio sin luz : Cristo es quien le comunica luz, y por ella alumbra e ilumina.

a) La conciencia en la persuasión universal

En todos los pueblos ha existido la convicción de que el hombre posee un órgano para oír la voz de. Dios. No es la
conciencia la buena voluntad, puesto que su voz se hace oír aun cuando la voluntad ha rechazado la luz de la
razón. Ni es simplemente la voz de la virtud que viene del exterior. Es más bien una amonestación que cada uno
siente en su propio pecho y que llama de parte de Dios y que encadena al bien, aun cuando quisiera uno
escaparse. Tanto los pueblos primitivos como los civilizados hablan de la conciencia. Sócrates habla del daimonion
que aconseja el bien. Los hombres de cultura adelantada, más vueltos hacia la observación de sí mismos que a la
realidad objetiva y externa, la llaman facultad del alma y dan de ella una explicación psicológica. Los pueblos
primitivos, que contemplan el mundo objetivo más irreflexivamente que nosotros, no hablan de facultad
subjetiva, sino simplemente de la voz que los llama, de Dios que mora en ellos, de Dios que los amonesta, de los
espíritus vengadores que no dejan en paz al culpable hasta que no haya expiado su falta.

Los filósofos de la Stoa nos han dejado un análisis filosófico-psicológico de la conciencia que tiene gran
penetración. La conciencia, la syneidesis, conscientia, es un conocimiento del bien y de sí mismo respecto del
bien. Según CRISIPO, la conciencia es un instinto que tiende a la conservación de la propia persona espiritual y de
la misma razón (hegemonikón). Por la conciencia se une el hombre al espiritual ordenador del universo (al noús).
Es el deus in nobis de Ovidio. Según el pensamiento de la mayoría de los estoicos, no es el Dios vivo y personal el
que habla por la conciencia, sino la fuerza impersonal ordenadora del mundo, el divino principio, la ley eterna del
universo (lex aeterna de los estoicos). La conciencia es uña participación de esa lex aeterna. Es ella, y no la polis o
ciudad temporal, el guía supremo de las decisiones morales (EPICTETO). SÉNECA habla del "dios que está a tu
lado, contigo, dentro de ti". "Habita dentro de nosotros un espíritu divino que observa nuestras acciones buenas
o malas." La exigencia primordial de la conciencia es "vivir conforme a la naturaleza".

b) La conciencia en la sagrada Escritura

El libro de la Sabiduría (17, 10 ss) acepta la idea griega de la syneidesis (poniendo de relieve la mala conciencia).
Aunque no encontremos la palabra, encontramos la realidad de la doctrina sobre la conciencia en todo el AT y
mucho más amplia y profunda que en los filósofos de la Stoa. El "espíritu", el "alma", el "interior", el "corazón"
amonestan al hombre y claman hacia Dios. Dios escudriña "el corazón y las entrañas". El pecado cometido se
revuelve en lo más íntimo del hombre como un dolor: "... el dolor del corazón os arrancará gemidos, y daréis
alaridos por el dolor de vuestro espíritu" (Is 65, 14). El corazón alaba o vitupera nuestras acciones. "Mi corazón no
reprende ningún día de mi vida" (Iob 27, 6). "Dolióle a David el corazón, después que hizo empadronar al pueblo"
(2 Reg 24, 10). A diferencia de la filosofía estoica, todo el AT considera el fenómeno de la conciencia en
dependencia y relación con un Dios personal que llama al hombre. Habla Dios por la conciencia. Con especial
claridad se expresa esto en los remordimientos de Caín: "Respondió Caín al Señor : demasiado grande es mi
crimen para merecer perdón... Me esconderé ante tus miradas e iré siempre como fugitivo por la tierra..." (Gen 4,
13 s). La sagrada Escritura pone el testimonio de la buena conciencia y los remordimientos de la mala en relación
con el conocimiento de Dios. El examen de la propia conciencia recibe su sello de seriedad por su relación con el
ineludible juicio de Dios. Por la conciencia conoce el hombre que está citado ante el tribunal divino.

Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento presentan la conciencia como algo ineludible; aunque no ignoran el
fenómeno de las conciencias sordas e insensibles. Con profunda sorpresa considera el salmista la — aparente —
tranquilidad del malvado que llega a exclamar locamente en ' su corazón: ¡No hay Dios!

Con profunda seriedad habla también Cristo del peligro de la insensibilidad y ceguera de la conciencia: "¡cuán
grandes han de ser tus tinieblas cuando la luz es en ti oscuridad!" (Mt 6, 23; Lc 11, 33 ss). La conciencia, empero,
subsiste aún en el pecador, en el infiel, en el pagano. A los paganos también les muestra lo que es bueno o malo.
Les muestra "naturalmente" (cf. el dicho estoico "vivir conforme a la naturaleza") las exigencias de la ley (Rola 2,
11 ss). Porque la ley mosaica es codificación de la natural. La conciencia hace que los paganos sean culpables de
sus pecados.

El Nuevo Testamento emplea la palabra estoica syneidesis (31 veces; sólo san Pablo 19). Y esta conciencia, tantas
veces nombrada entre los paganos, vino a ser un punto cíe contacto entre ellos y los misioneros. Pero fue sólo
después cuando se puso de manifiesto la realidad de la conciencia, hasta en sus más profundas bases. En virtud
de la conciencia, es todo hombre, incluso el pagano, capaz de oír el llamamiento de Dios y de hacerse responsable
ante Él del "no" que pronuncia pecando.

La fe no elimina la conciencia; por el contrario, la eleva. Iluminada por la fe, la conciencia se convierte en luz. San
Pablo habla del "testimonio de la conciencia en el Espíritu Santo" (Rom 9, 1). Para el cristiano, obrar según la fe y
obrar según la conciencia son cosas equivalentes (Cf. Rom 14, 23; Cartas pastorales, passim). "Conciencia y fe en
cuanto a sus efectos están en estrecha correlación". La fe ilumina la conciencia, la "buena conciencia" protege la
fe. El misterio de la fe es bien guardado "en una conciencia pura" (I Tim 3, 9; cf. ibid. 1, 19). En las Cartas
pastorales se expresa de preferencia la relación de la conciencia con el acto de fe, mientras que en las Cartas a los
Romanos y a los Corintios se pone más de relieve su función moral en general. Pero siempre se tonta la conciencia
en su carácter religioso; siempre aparece sometida al fallo de Dios.

San Pablo declara obligatorio el fallo de la conciencia, aun cuando éste no esté a la altura de la revelación
cristiana (1 Cor 8 y 10; Rom 14, 20-23). Mas sería contra el espíritu de la fe presentar la propia conciencia (la idea
que uno se ha formado del bien) como tribunal de última instancia. Obrar según la conciencia no significa sólo
considerar lo que es lícito en sí, sino también mirar las circunstancias concretas, sobre todo la repercusión de
nuestras acciones sobre el alma del prójimo; el cumplimiento del deber de la caridad pone de manifiesto la
verdadera conciencia cristiana (cf. sobre todo 1 Cor 10, 28 s).
En resumen : la conciencia es el maestro de los gentiles; es ella la que los encadena a la ley de Dios, tal como ésta
aparece en el orden natural; es ella la que los acusa cuando obran contra la razón. Por la conciencia, el Logos
(Cristo) enseña a los paganos que aún no lo conocen. La conciencia se ilumina y cobra seguridad cuando se abre a
la luz de la fe. Es ella la fuerza interior y vigorosa que nos empuja a abrazar la doctrina de Cristo y a mantenerla
pura. "Cauteriza la conciencia" (1 Tim 4, 2) quien se aparta de esas doctrinas. La conciencia perfecta es la que está
iluminada por la fe y animada por la caridad.

LA BIENAVENTURANZA Y CRISTO.

Jesús no es sencillamente un sabio de gran experiencia, sino uno que vive plenamente la bienaventuranza que
propone.

1. Las “bienaventuranzas”, situadas en el frontispicio del sermón inaugural de Jesús, ofrecen según Mt 5,3-12 el
programa de la felicidad cristiana. En la recensión de Lucas van emparejadas con atestiguaciones de infortunio,
que preconizan el valor superior de ciertas condiciones de vida (Lc 6,20-26). Estas dos interpretaciones no
pueden, sin embargo, reducirse a la beatificación de virtudes o de estados de vida. Una y otra se compensan:
sobre todo, no dicen su verdad sino a condición de ser referidas al sentido que Jesús mismo les dio. Jesús viene de
parte de Dios a decir un sí solemne a las promesas del AT; se da el reino de los cielos, se suprimen las necesidades
y las aflicciones, se otorga en Dios la misericordia y la vida. En efecto, si bien ciertas bienaventuranzas se
pronuncian en futuro, la primera, que contiene virtualmente las otras, va a actualizarse desde ahora.

Pero hay más. Las bienaventuranzas son un sí pronunciado por Dios en Jesús. Mientras que el AT llegaba a
identificar la bienaventuranza con Dios mismo, Jesús se presenta a su vez como el que cumple y realiza la
aspiración a la felicidad: el reino de los cielos está presente en él. Más aún, Jesús quiso “encarnar” las
bienaventuranzas viviéndolas perfectamente, mostrándose “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29).

2. Todas las demás proclamaciones evangélicas tienden igualmente a mostrar que Jesús está en el centro de la
bienaventuranza. Se “beatifica” a María por haber dado a luz al Salvador (Lc 1,48; 11,27), por haber creído (1,45);
con esto ella misma anuncia la bienaventuranza de todos los que, escuchando la palabra de Dios (11,28), creerán
sin haber visto (Jn 20,29). ¡Ay de los fariseos (Mt 23,13-32), de Judas (26,24), de las ciudades incrédulas (11,21)!
¡Dichoso Simón, al que el Padre reveló en Jesús al Hijo de Dios vivo (Mt 16,17)! ¡Dichosos los ojos que han visto a
Jesús (13,16)! ¡Dichosos sobre todo los discípulos que, esperando el retorno del Señor, serán fieles, vigilantes (Mt
24,46), dedicados completamente al servicio unos de otros (Jn 13,17)!

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