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P. X.

Durrwell

LA RESURRECCIÓN
DE JESÚS
,
MISTERIO DE SALV ACION
Presentacl6n 11
Pr61ogo-de la séptima edici6n francesa 15
Introducci6n 17

1. Datos del Antiguo Testamento. 23


11. Dat@s de los sinópticos . 28
111. La predicación primitiva . 32
IV. La teología del cuarto evangelio . 35
1. Significación de la humanidad corporal de Jesús 36
2. El tema del paso 39
3. Textos explícitos . 43
4. Síntesis. 44
V. La teología de san Pablo 46
1. La resurrección, principio fundamental 46
2. Romanos 4, 25. 47
3. La muerte es salvífica en Cristo resucitado 50
4. La sl1ilvaciónse confiere en la acción resucitadora de
Dios 52
5. Marco de esta doctrina 53
6. La carta a los Hebreos 54
VI. La teología de san Pedro . 55

1. San Juan . 60
11. San Pablo . 60
1. La existencia terrena de Cristo 66
2. El paso a la existencia celestial 73
3. La conexión de ambas fases . 77
4. La carta a los Hebreos . 80
111. La muerte y la resurrección en el marco del sacrificio. 83
A. La resurrección, aceptación del sacrificio .
1. Según el Antiguo Tootamento .
2. según el Nuevo Testamento .
B. La resurrección, comunión con el sacrificio
1. Según el Antiguo Testamento .
2. Según el Nuevo Testamento.

l. Lossinópticos y los hechos


n. SanJuan
III. SanPablo .
A. Cristo resucitado por el Espíritu
1. Por el Espíritu
2. Por el poder, que es el Espíri'tu
3. Pc,r la gloria, que es el Espíritu
B. Cristo translformado por el Espíritu
1. según las exigencias del Espíritu .
2. Según la naturaleza del Espírihl .
C. Cristo resucitado, fuente del Espíri'tu .

l. Cristo Señor . 133


A. El señorío de Cristo en los sinópticos y en los Hechos 135
B. El -señoTÍode Cristo en las carta';; paulinas 138
1. Dominio universal . 138
2. Señor escatológito del cosmos. 139
3. Señor de los ángeles . 143
C. El señorío de Cristo en los escritos joárricos . 147
n. Hijo de Dios poderoso . 149
1. Nacimiento filial . 150
2. Nacimiento en el Espíritu. 152
3. Imagen del Padre. 153
4. Vida siempre nueva 155
5. Dotado de poder. 157
6. Heredero del Padre 158
7. Libre . 159
IS,. El hombre cósmÍ'co 159
HI. El sacerdocio de Cristo resucitado. 160
A. La carta a los Hebreos . 161
1. La gloria, fase deci;;iva de su sacerdocio . 161
2. La gloria, consagración sacerdotal. 161
3. Sacerdote eterno . 163
4. Mediador celesti'al . 165
5, Liturgia celestial 167
B. Los escritos joánicos 170
Págs.

175

l. Fecha de nacimiento de la Iglesia . 177


l. Los sinópticos . 177
2. Los Hechos de los apóstoles . 185
3. San Juan . 186
4. El simboli,smo de los hechos . 190
5. San Pablo . 192
a) Cristo pascual, cabeza de la Iglesia 193
b) El cuerpo glorificado de Cri~o, principio de la
Iglesia. 198
lI. El paso del Antiguo al Nuevo Testamento en la muerte
y resurrección de Jesús . 210
1. Relaciones del pueblo antiguo con el cuerpo de Cristo 211
2. Fin del pueblo del Antiguo Testamento . 216
3. El paso del pueblo del Antiguo Testamento a la Igle-
sia de Cristo . 218
"'\

225

l. Indbos de una vida nueva según los sinópticos y los


Hechos. 227
n. La vida nueva según el cuarto evangeli'o 229
IIl. La vida nueva según san Pablo 234
A. Naturaleza de esta vida 234
1. «In Christo» . 234
2. «In SpiritID> . 240
3. «Cum ChrilS,to». 245
a) ¿Repetición del misterio? . 247
b) ¿El fiel trasladado al pasado? . 248
e) Participación en el misterio perenne 249
B. Las propiedades de la vida de la Iglesia . 252
1. Espiritual . 252
2. Cristo1ógica 252
3. Vida en la muerte 252
4. Muerte en la carne 253
5. Tercera raza de hombres. 255
6. El hombre nuevo. 255
7. Hijos de Dios. 256
So Señorío de la Iglesia . 257
9. Espacio y tiempo de la resurrección 258
10. «Dynamis». 260
11. Víctima 260
12. Santi(lad 261
13. Unidad. 263
14. La gracia del Antiguo Testamento. 263
C. La vida nueva en la conciencia y en la conducta de
los fieles . 265
1. Conocimiento nuevo 265
2. Moral nueva 267

Cap. VII: EL PROGRESO Y LA CONSUMACIÓN DEL MISTERIO PASCUAL


,EN LA IGLESIA . 277

1. La resurrección de Jesús', consumación del mundo 279


,1'. Los sinópticos 279
2. Los Hechos 284
3. San Pablo. 28'5
4. Cristo, justiciero de Dios 287
5. El cuarto evangelio . 28'9
6. La parusía en la hiJstorÜi 292
7. Teología de la historia según el Apocalipsis 295
II. Hacia la posesión completa del Cristo pascual en la parusia 297
A. El retraso de la Iglesria con respecto a la resurrección
de su cabeza . 297
B. Tendencia de la Iglesia hacia la consumación del
misterio pascual en Siímisma . 303
C. La Iglesia en tensión hacia la parusía, donde se con-
suma el misterio pascual . 308
III. Consumación del misterio pascual en la Iglesia 315
A. La resrurrección de los cuerpos . 315
B. La redención de la creación material. 318
C. El juicio final. 321

1. Los instmmentos de Cristo resucitado 331


A. Los apóstoles 331
1. Los sinópticos . 331
2. Los Hechos 334
3. San Juan . 336
4. San Pablo. 338
B. Los sacramentos 341
A. El bautismo 341
1. Los sinópticoSi. 341
2. Los HechoS' 345
3. San Juan. 345
4. San Pablo. 346
B. La eucaristía . 349
1. Cena y fracción del pan 350
2. Significado de la eucaristía 353
a) Presencia de Cristo glorificado 353
Págs.

b) Banquete' sacrificial 354


e) Sacramento de muerte y resurrección 356
d) Sacramento de parusía . 358
3. La eucaristía según san Juan. 3:59
n. La asimilación del misterio pascual por la Iglesia . 361
A. La fe . 361
1. El objeta de la fe . 361
2. La fe, contacto con el misterio 364
3. La fe, muerte y resurrección . 365
4. La fe, efecto de la resurrección 366
B. El esfuerzo crilStiano 368
1. Su necesidad . 368
2. Su naturaleza. 369
3. Su eficacia. 371
C. El sufrimiento y la muerte cristianos 372
1. El sufrimiento . 372
2. La muerte . 375

~
379

1. Los sinópticos . 381


2. San Juan 383
3. San Pablo . 384

393

De citas bíblicas. 395


De autores citados 397
Analítico. 400
La virtualidad teológica del dogma de la resurrección tiene como
complemento humano la no menor de su complejidad temporal. Por
una parte es dato metahistórico, objeto de fe, inasequible por natu-
raleza, y por otra es hecho histórico, con su tiempo y espacio defini-
dos, sometible por lo mismo a cálculos y probabilidades.
Ello explica que la resurrección pueda ser examinada, con mu- ~'\
mas iíntelfferencias, deslde este lado de la revelación o a partir de
los presupuestos ya admitidos de antemano por la fe.
Resulta difícH sustraerse como hombre al problema de la resu-
rrección.
El ala de la muerte deja corÜldo en el aire el vuelo de la vida,
y todos suspiramos, a la mitad de nuestro viaje temporal, por cono-
cer el destino futuro de nuestra experiencia frustrada.
La postura negativa frente a[ futuro se nos antoja excesiva-
mente simplista. Sólo 00: períodos de exacerbación temporal sel ha
podiido admiitir por sistema una alegre despreocupación por el más
allá. Sartre habla con demasiada frialdad de la «eshípida resurrec-
ción». Por bien que la vida nos vaya en la primera experiencia,
antójasele a nuestro espíritu demasiado corta de horizontes, una
experiencia que acaba en un negro callejón sin' salida.
Esta negrura de la muerte era lo que aterraba a Unamuno. Inca-
paciJtado para abrazar el dogma de la resurrección tal como 10
propone la Iglesia, se forjaba y se creaba lo que no creía. El senti-
miento era más fuerte que la inteligencia, y se empeñaba, trágica-
mente, en sentir 'el misterio de la vida y la posmuerte.
Frente a estas dos posturas extremas, cabe imaginar una indife-
rencia más peligrosa y despegada, nacida de un sutil seudomisti-
cisma. Nuestro Valera, maestro de equívoco'S,hubiera suscrito, con
interrogaciones, una hipótesis demasiado espiritual para ser humana:
¿Es tan deseable tener un cuerpo? Para estar con Dios no veo la
necesidad de unos ojos y unas manos. ¿Va1e la pena basar la religión
en UD hecho mezquino que nos liga, a fin de cuentas, con la resurrec-
ción de la carne, que nadie explica ni entiende? No quiero empezar
de nuevo, ni formar parte otra vez de la sociedad. No puede consti-
tuir un deseo carnal el dogma más sustantivo de la religión.
Entre este despegue inmaterial y la loca ceguera que aboca a la
nada, la fe nos propone como una esperanza el dogma 'seguro de
la resurrección.
No se trata de un retorno a la vida primera, como en el caso de
Lázaro, tras una reanimación del cadáver, que de nuevo ríe y bebe,
Y de nuevo se entrega a las antiguas ocupaciones para morir de
nuevo, o permanece'r para siempre en un estado que se suponía
caducado. Cristo, primicias de la resurrección, no recupera su vida
en el sentido del que se le puedan sumar cuarenta días más asu
encarnación. Con su cuerpo y con su alma ha entrado en una nueva
vida, en un género distinto de ser y estar, desde el que puede con-
descender a su talante en dejarse ver y tocar, pero sin estar sujeto
por e110a la historia ni al tiempo. Cristo resucitado se burla de la
opacidad del cuerpo y de las leyes que rigieron 'su primer contacto
corporal con el mundo. Cristo no es un ser que «revive», que vuelve
a vivir aquí y ahora, sino un ser espiritualizado. Tiene, es verdad,
un cuerpo, pero ¿qué cuerpo?
Se puede hablar de una sublimación del mismo. San Pablo nos
dice a media voz que en lugar de una psyche tiene un pneuma. No lo
entendemos todo, pero sabemos que alude a un cambio sustanciail del
modo de 'ser. Pero lo inferior, decía Leibniz, se encuentra en
10 que es superior. Y Amado Nervo, con certero instinto: Soy roca
y flor y nube, porque soy más. Suceden en nuestra propia vida
psíquica sublimaciones de variado estilo; la vida ordinaria dominada
por el amor cobra nuevas perspectivas y se transforma.
¿No cabe imaginar de lejos una sublímación de nuestro propio
cuerpo? ¿Podríamos creer que Dios, al creamos, soñaba sólo con
rescatar una parte de nuestro ser, dejando hemipléjica - aunque
coronada de gloria d alma - la propia y peculiar forma de s'er de
nuestro compuesto?
Parecerá una paradoja, pero no lo es: no sabemos lo que es
nuestro cuerpo. Conocemos sus funciones, su fachada y su estruc-
tura, pero Se nos escapa y ensombreoe si consideramos además que
es el instrumento de la inserción de nuestro yo profundo en ia natu-
raleza, d medio por d que no's comuni~amQls con los demás. El
cuerpo, inseguro, nos aísla, aísla nUel5tro yo profundo, diluye en
el tiempo y en el espacio nuestl;a vida. El hombre está fatalmente
solo en el universo por culpa de este cuerpo opaco que ciega la
visión dd alma, de esta a'1maque cuando escribo se asoma temblorosa
e imperfecta hasta las márgenes de las otras almas imperfectas y
borrosas tras 'sus cuerpos respectivos. Nos conocemos imperfecta-
mente a través de nuestros cuerpos. Conocemos nuestras almas por
su medio. Pero y leilcuerpo, Dios mío. ¿qué es el cuerpo?
En esta perspectiva angustiosa, la r~surrección es una liberación.
El cuerpo resucitado deja de ser órgano de inserción para convertirse
en símbolo y medio de comunicación de los espíritus, tal y como
aspiramos lograrIo. La idea de un hombre total, espíritu-cuerpo, es
la única clara solución a'1enigma de la vida. Falla ahora mi lenguaje
y fallan todos lols medios de comunicación. Por eso suspiro por una
comunicación total de mi yo, alma y cuerpo, en este conjunto de
sOlledades que es la sociedad presente.
Ésta es la postura luminosa que desde la vertiente humana se
ofrece corno más razonable al pensar en la resurrección. Lograda '"
la perspectiva temporal que su seguridad proyecta, no resta sino
adentrarse en las perspectivas metahistóricas y dogmáticas de la
misma.
Es lo que hace el padre Durrwell. El libro que hoy se publica
es un libro de un hombre creyente y para creyentes. Su mérito estri-
ba en la agotadora profundidad con que la fe ha ido desplegando las
virtualidades del dogma.
La enorme fuerza centrífuga que el dogma encierra 'se va exten-
diendo en círculos cada vez más amplios, iluminando soledades y
rincones que se suponía eran ajenos a la proyección de este misterio.
El teólogo, elescriJturista y el filósofo se aIían en una sola per-
sona como raras veces se habrá conseguido. Y por si fuera poco,
una tenaz investigación, que nos recuerda parale:Ios de la cultura
germana, se ensamblan 'en el más feliz maridaje con una exquisita
gracia del decir que nos aproxima, pasando por el Sena, a las ribe-
ras claras del Mediterráneo.
Al acabar su lectura, tenemos la certeza de que sabemos más
sobre 'la resurrección, en que ya creíamos.
Desde la segunda edición de este libro sólo habían sufrido sus
págmas liJgerOlSretDques. Con la presente refundición parcial del
texto Se trata sobre todo de hacer una mejor presentación de la
teología de san Jnan. Hemos añadido a nuestro texto algunas notas
de teología, teniendo además en cuenta diferentes estudios nuevos
sobre el tema. Todavía más claramente que en las ediciones prece-
dentes hemos puesto empeño en mostrar cómo laS nociones de ad-
quisición de méritos por Cristo y su aplicación, entendidas en sen-
tido jurídico, no responden al pensamiento de la Escritura.
Parece, en efecto, que las categorías jurídicas, utilizadas con
tanta frecuencia en lateologra de la redención - y a manera de
consecuencia en los otros sectores de la teología - son las menos
aptas para contener la realidad viva de la salud, las menos apropia.
das para presentar una síntesis de los elementos del misterio. Y
como la doctrina de la salud forma la médula misma de 'la teología,
es obvio pensar que la soteriología de tipo jurídico es en gran parte
responsable de la fragmentación secular de la teología occidental.
Así se produjo la escisión entre los cristianos de occidente a
partir de la interpretación jurídica de la redención, que le8, era
común. El! protestantismo siguió la pendi'enüenatural de esta teología.
La unidad de la teología - y la de los cristianos - no volverá
a restablecerse sino por encima de este pensamiento fragmentario,
fuente de diVIsión. El estudio de la resurrección impone una teolo-
gía de comunión; revela una salud realizada primero en Cristo,
gracias a su unión con Dios por la encarnación y a través de la
muerte, y extendida a los otros hombres en virtud de su unión con
Cristo en esta misma salud. La teología del misterio pascua!, siendo
una teología de comunión, es un fermento de unidad para eil pen-
samiento cristiano: los teólogos están haciendo ya esta feliz expe-
rienda; podemos esperar que sea un factor de unión.
En tiempos no muy alejados de nosotros, la teología disertaba
sobre la redención de Jesucristo sin mencionar siquiera su resurrec-
ción. Se ingeniaban los teólogos en valorar el alcance apologético
del hecho de pascua, pero no pensaban en escudriñado como un
~n!sondablelmisterio de salvación.
Concebían la obra redentora de Cristo consumada en su encarna-
ción, su vida y su muerte en cruz. Insistían en. e!lcarácter de repa-
ración, de satisfacción y de mérito de esta vida y muerte, y por lo
común no pasaban de ahí. Si a veces mencionaban la reisurrección,
no era tanto para señalarle un puesto en el misterio de nuestra sal-
vación, como para mostrar en ella el triunfo personal de Cristo sobre
sus enemigos, y como una especie de desquite glorioso sobre 'sus
años de humillaciones redentoras. En una palabra, la resurrección
de Cristo quedaba privada de la significación profunda que los
primeros heraldos del evangelio habían propugnado y relegada a, la
peirifería de la economía de nuestra restauración. Una omisión tan
sensible tenía que empobrec:er la teo1logíade la redención.
Y, sin embargo, hubiera bastado tomar en serio las declaraciones
categóricas de san Pablo:

«Si Cristo no resucitó, vana es vuestra re, aún estáis en vuestros


pecados» (1 Cor 15, 17).
«Por todos murió y resucitó» (2 Cor 5, 15).
«Fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra
justificación» (Rom 4, 25).

El presente libro nació precisamente de la sacudida que nos


produjeron en el alma estos textos clave de san Pablo, así como
del deseo de introducir también a otros en el saludable conocimien-
to del misterio pascua!.
Mientras que al correr de los año'Sproseguíamos nuestras mecli-
taciones e investigaciones, vimos de pronto que el tema de 'la
resurrección de Jesús ocupaba el centro de las P1.'cocupacionesteoló-
gicas. La vuelta legítima a las fuentes del pensamiento cristiano
aceleró el redescubrimiento de este misterio 1,
En la historia de la espiritualidad de la Iglesia, el despertar
de la conciencia sobre el misterio pascual será indudablemente el
mayor acontecimiento de nuestro tiempo.
Numerosos trabajos escriturísticos y litúrgicos han puesto de
relieve diversos aspectos doctrinales de la resurrección de Cristo.
Existe un libro actua12 que nos presenta un estudio documentado
y serio sobre todo el mensaje pascual. Sin embargo, el plan que el
autor Se impuso sólo le ha permitido abrir algunas amplias perspec-
tivas sobre una síntesis doctrinal comp1leta.Hace ya varios años que
nosot!rOiSdeseábamOlS realizar dicha sÍlltesils3.
En la Escritura se ofrecen dos métodos de investigación doctri-
nal. Uno trata de extraer el pensamiento del autor sagrado, y el
otro, de captar la realidad cristiana subyacente en el texto inspirado.
El primero depende sólo de la disciplina de la historia y está
ligado deliberadamente al pensamiento consciente del autor; descen-
der en profundidad significa, según tal método, buscar los orígenes
históricos de ese pensamiento, seguir su desarrollo y su maduración.
No piensa en absoluto en elaborar una síntesis de la que no haya
tenido conciencia ante el autor sagrado, limitándose tan sólo a
redactar un 'simple inventario.
Si se trata de extraer la doctrina de un libro de sabiduría huma-
na, este método es el único legítimo. Pero los apóstoles no son
sabios; quieren únicamente ser testigos. No han creado un sistema,
sino que han visto unos hechos y han vivido una realidad nueva.
Afirman esos hechos y expresan esa realidad.

1. Decimos «redescubrimiento» porque ya Condren, Olier, Bossuet, Thomassin ...


1mr idéntico resurgimiento habían intuido el misterio de pascua. Pero su base escri-
turística, fundada únicamente en la noción de sacrificioJ quedaba demasiado restrin-
gida; por otra parteJ la época en que vivían no se ocupaba suficientemente de esta
teología.
2. J. SCHMITT, lésus ressuscité dans la prédication apostolique, París 1949.
3. Un teólogo protestante alemán, VV. KÜNNETH, (Theologie der Auferstehung, Mu·
nich), trató ya en 1933 de elaborar esta síntesis. Su libro contiene concepciones excelentes,
mezcladas con numerosas consideraciones :filosóficas. :ThJlássucinto es el libro de A.M. RAM-
su, The Resurrection of Christ, Londres 1946.
En esta nueva edición podemos señalar nuevos tItulos; K.H. RENGSTORF, Die Aufer-
steh1tng les1/, Witten-Ruhr '1960; G. KocK, Die Auferstehung lesu Christi, Tuhinga 1959;
J. COMBLiN, La Résurrection de lésus·Christ, París·Bruselas 1959; D.M. STANLEY, Christ's
ResurreC'twn in pauUne Soteriology, Roma 1961; N. FUGLISTER, Die Heilsbedeut1tng des
Pascha., Munich 1963.
Desde entonces está permitido' al exegeta llevar su investigación
hasta tales hechos y tal realidad. No se aparta de su cometido si,
no contento con recoger y controlar testimonios, se esfuerza por
establecer la naturaleza de los hecho\5ate1stiguadol'>.UnelStudiio que
trate de captar la misma realidad cristiana, a través de la's enseñan-
zas apostólicas:, supone la fe en esta realidad y deja de ser una teo-
logía meramente histórica; se considera, sin embargo, como teología
bíblka, ya que sólo pretende llegar al misterio cristiano en su expre-
sión bíblica. Se somete a la disciplina de la teología histórica, toma
su punto de partida en un procedimiento textual exacto para desem-
bocar en la contemplación del misterio gracias a la reconstitución del
pensamiJento del autor sagrado.
En virtud de la fe en la realidad cristiana, este segundo método de
investigación escriturística podrá, en ciertos casos, ir más allá
de la 'significación fragmentaria de los textos particulares y, coor-
dinando estos textos según sus exigencias internas, realizar una
síntesis que los autores bíblicos no han formulado y sobre la cual
quizá no han tenido siquiera una conciencia enteramente deliberada.
Semejante síntesis no será con todo una construcción del espíritu;
existe en este misterio cristiano cuyos: aspectos comprendieron los
apóstoles sin que se preocuparan de exponerlo en un sistema coor-
dinado.
Es corriente reservar los honores de «bíblica» solamente a la
teología histórica de la Escritura 4. ¿Se los negaremos a la teología
que acabamos de describir? En el inmenso palacio de la exégesis
católica hay muchas moradas. ¿Será pretensión por nuestra parte
reivindicar en él un modesto derecho de asilo para una obra que
se esfuerza en seguir los principios anteriormente enunciados?
La finalidad de nuestro trabajo, nos ha dictado el plan. Una
investigación histórica de la doctrina pascual hubiera exigido para
cada uno de los autores sagrados un procedimiento especial en
monografías sucesivas. La investigación teológica de 'la rea1idad
revelada permite el estudio continuado de los a'spectos del misterio.
Pero sólo han de considerarse bajo la mirada de los autores sagra-
dos, so pena de renunciar a hacer obra bíblica.
Un capítulo preliminar expondrá el carácter salvífico de la

4. Toda la teología bíblica se incluye en la teología histórica, pues al lado de ésta


no se conoce otra teología que la especulativa. Cf. F. PRAl', La théologie de Saint
Pa,nl, París '1920, t. 1, p. 1 s. (hay trad. castellana: Teología de san Pablo, Méxi-
co, 1947). La teología que descubrimos se sitúa entre las dos; no es una simple investi-
gación hist6rica y, sin embargo, no aplica a la revelación el razonamiento deductivo. Es
comparación y coordinación de datos revelados.
resurrecclon y abrirá perspectivas sobre la doctrina pascual de los
autores sagrados.
El capítulo segundo establecerá la conexión de la resurrección
con los otros dos hechos redentores, la venida del Hijo de Dios al
mundo y su muerte.
El capítulo tercero determinará el valor salvífico peculiar de la
resurrección, en cuanto que es la üTUpción del Espíritu de Dios
en el mundo.
Los capítulos cuarto a séptimo enumeran los efectos de la
resurrección en Jesús mismo (cuarto) y en la Iglesia nacida en
la resurrección de!!Salvador (quinto); a continuación se describe la
vida pascual de la Iglesia en sí misma (sexto) y en su historia
(séptimo).
El capítllio octavo enumera lds medios de expansión de !la vida
pascual en el mundo.
Finalmente, el último capítulo considera el misterio de pascua
en su consumación celestial.
Hemas expuesto nuestro métlodo. Un estudio de teo1logíapura-
mente histórica hubiera interesado más vivamente a los especialistas.
Pero destinamos nuestro [libro a los que llevan a través del mundo
el testimonio de la muerte y de la resurrección de Cristo, a todos
los apóstoles del Señor Jesús. Las reiteradas instancias de muchos
de ellos estimularon nuestros esfuerzos, y sus deseos nos impidieron
abandonar el proyecto que otras ocupaciones parecían ahogar.
Lanzamos estas páginas al público' con el acuciante sentimiento
de su insuficiencia, a la vista de los incomparables, esplendores de
Cristo resucitado. Los estímulos de maestros autorizados, como el
padre Congar y el padre Dillenschneider, nos infunden la esperanza
cierta de no haber trabajadO' en vano.

«Porque el Dios que dijo: Brille ¡la luz desde el seno de las
tinieblas, es el que ha hecho brillar !la luz en nuestros corazones
para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro
de Cristo» (2 Cor 4, 6).
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Según una idea demasiado extendida, la resurreCClOn es un
epílogo. El misterio se representa por entero en el caavario, y el
drama tiene su desenlace el viernes santo a la hora nona. La pascua
nos da a conocer los destinos de!l héroe después de su gran aven-
tura. Consumada !suobra era necesario que el Hijo de Dios volviera
a la vida, «por cuanto no era posible que fuera dominado por la"""
muerte» (Act 2, 24).
La Escritura no concibe de este modo la historia de nuestra
redención.

En el AT, Dios esboza la salvación que va a consumar en Israel


a!]fin de los t~empos. Se revela como el Dios quelsalva de la muerte;
la salvación del hombre aparece como una vida procedente de Dios.
Variots salmos 1 refieren sufrimientos similares a los de Cristo
y una salvación providencial semejante a su resurrección. Ordinaria-
mente, son los sufrimientos y la salvación del salmista, del justo en
geneml o del pue1)10 de Dios lo que constituye el tema de estos
salmos. Acosado por sus enemigos, el fiel de Yahveh desciende de
dolor en dolor hasta las puertas del seo!. Pero la oración y la justicia
de su causa reclaman la intervención divina, y Dios lo saca de las
profundidades de la prueba. En todos estos ,salmos se diseña un
doble movimiento de descenso y subida, ellbosquejo de una muerte
y una resurrección.
El NT ha hecho la exégesis de la mayor parte de dichos salmos.
Según ésta, el pensamiento divino desborda el reducido horizonte
del justo de la antigua Ley y a1canza a Cristo en sus pruebas mesiá-
oicas y en su triunfo 2. Para los apóstoles, estos textos están anima-
dos de un presentimiento y llenos de una lejana presencia. El justo
que sufre y a quien salva Yahveh es el doble de Cristo; lleva sus
mismos rasgos; su voz tiene resonancias mesiánicas, de tal manera
que el discípulo de Jesús reconoce 'en él el] fOIstro de su maestro
y el sonido de su voz. El ejemplo de Cristo había permitido una
interpretación que hace recaer sobre su persona textos que históri-
camente se refieren a profetas, a cantores de Israel o a las gestas de
su hi:storia 3.
Si queremos admitir esta exégesrs carismática, haciendo justicia
al sentido histórico de Ilos.textos, debemos creer que Israel, a lo
largo de su historia, es el profeta de Dios para el futuro, que profe-
tiza más aún por su hi,storia que por lo cantos de los salmistas
y de los profetas. Forma ésta muy divina de anunciar el porvenir.
Con frecuencia Israel no sabe todo lo que representa ni comprende
todo 10 que dice. Si habla de sí mismo o de su historia actual, más
tarde parecerá que hablaba de alguien por venir o de realidades
futuras, pues Israel es ya el pueblo mesiánico y lleva consigo, por
deSrgnio divino, el germen de la esperanza. Cuando más adelante
se abra la flor, los apóstoles le atribuirán lo dicho sobre la semilla,
exponiendo convenientemente las riquezas de los textos primitivos. 4.
De elst1emodo dI NT verá en la isa1vaciónconoedida inirnterrum~
pidamente al pueblo' antiguo la predicción de la salud definitiva; en
las quejas angustiosas del justo seguidas de acentos de triunfo,
oirá la voz del Cristo doliente y la alegría de su resurrección (Act 2,
25-28). Para lo:s apóstoles, más que para el exegeta moderno, la
muerte y la resurrección habían sidO' anunciadas por el AT (Le 24,
26 s. 41; 1 COI' 15, 3 s.).
En esos tlelXtosantiguos, la salvación reside en la rntervooción de
Dios pedida por la oración. El sufrimiento no salva. él es el mal
del que SiC! ve libre el justo. Dios acude en 'su socorro; 'le resti-
tuye a la vida, le establece en la plenitud de la alegría (ps 16); y
las alabanzas de Dik:lisirrumpen en Wagran asamblea (Ps 40; 69; 102).
2. ef. Mt 21, 42 y par; Le 23, 46; Ioh 2, 17; 13, 18; 15, 25; Act 1, 20; 2, 25-28;
110m 15, 3; Hebr 10, 5-10.
3. Mt 21, 42 Y par; Lc 4, 18 (se aplica ante todo al profeta); Ioh 13, 18.
4. 1...05 cantores de Israel tenían ya" al menos vagamente, esta iluminación de la fe
~ol>rc la profunda naturaleza de su historia nacional. El salmo 45, por ejemplo, que dirige
él uu rey davídicD alabanzas mesiánicas, y el 87, que celebra a la antigua Sión como la
metrópoli de los pueblos, da un testimonio de esto. Para ellos la era mesiánica no debía
ser mAs (lUt' «el testimonio de la teocracia de Israel».
El sa'1mo118 anuncia que en el día que hizo el Señor el pueblo,. poco
ha despreciado y rechazado, se
consütuye en piedra angu'1ar de la
casa de las naciones edificada por Dios. Lois destinos mundiales de
Israel se cumplen en la salvación que sigue a su humillación.
Entre '1ossa:lmos del justo doliente merece lugar aparte el sal-
mo 22 por su extraordinaria densidad mesiánica. Podemos creer
que 'su autor vi,vió en sí mismo la primera realización; para muchos
modernos resulta difídl admitir que un hombre que expresa su
angustia con tal profundidad de sentimientos hable siempre en nom-
bre de otro 5.
Mas he aquí que el héroe de este canto 'es un hombre de impor-
tancia tan excepcionall, que su suerte interesa a todos los pueblos
hasta los confines del mundo, y su rescate trae consigo la conversión
de las naciones, esperanza de los tiempos mesiánicos. La descrip-
ción de la prueba y Uiberaciónsobrepasa la aventura de este doliente
y adquiere dimensiones mesiánicas. Hay que tener en cuenta además
su fascinante belleza de alma: inocencia sin jactancia,. dulzura en"'\
medio de las más odiosas crueldades, sereno abandono en las manos
de Dios. Verdaderamente, este justo supera con mucho a cualquier
escritor antiguo y alcanza la talla del Siervo de Yahveh. Más que
con los otros salmo1sdel justo doliente, el salmo 22 entronca con los
cantos del Siervo. Si por una parte expresa el dolor y las esperanzas
del1autor, S!e coQocapor otra en d primer plano de los cantos inspi-
rados que profetizan a Cristo, debido a la intensidad y amplitud de
sentimientos religioso!s y mesiánicos.
No es que hable explícitamente de muerte y resurrección, sino
de dolores mortales y de una liberación milagrosa. El estado de este
desgraciado es tal, que se encuentra próximo a la desesperación. Se
le escapa la vida. Fluye como el agua. Han taladrado o ligado sus
manos y sus pies, todos sus huesos están dislocados. Los verdugos
se reparten sus vestidos. Y de pronto e~ alma del moribundo salta
de gozo en la certidumbre de una plenitud de vida: Dios ha inter-
venido, parece haber despertado a un muerto.
A la fase do1lomsa no se atribuye ningún carácter meritorio, ni
en provecho del héroe mismo, ni de los demás, sino en cuanto que la
liberación del doliente es una respuesta al grito de su angustia. En
cambio, la liberación tiene una resonancia universal; 'suscita acciones
de gracias a través del universo. El héroe mismo entona las alaban·
zas de Yahveh en la gran asamblea. Ofrec:e un sacrificioeucarístico
5. Sin embargo, el argumento no es perentorio, y es posible la mesianidad inmediata
del salmo. Cf. L. DENNEFE,LD, op. cit., col. 1505 s.
e invita a todos los pobres a saciarse en él. Después el horizonte se
ensancha; más allá de la asamblea de Israel. todas las naciones son
llamadas a tomar parte en el coro de alabanzas. Extraviadas antes,
se vuelven ahora a acordar de Dios por esta liberación y se convier-
ten a 'Él de todos los confines de la tierra. Esta influencia salvadora
no se limita a la generación contemporánea, repercute a través de
las generaciones venideras y se sumerge en las profundidades del
pasado: «A Él solo adorarán todos los que duermen en tierra, ante
Él se curvarán los que al polvo cayeron; mi a'lma vivirá para Él.
Mi posteridad le servirá, hablará del Señor a las generaciones veni-
deras; y pregonarán su justicia al pueblo que ha de nacer» (v. 30 S)6.
La liberación 'de elst1ejusto ilumina ¡as dos vertiJentes de la historia,
los que «duermen en tierra» y los que «nacen a la vida»; despierta
a unos para la alabanza y a los otros allí 'los convoca.
La salvación del gran justo es, pues, el punto de partida y el
motivo de esta acción de gracias y de la conversión universal. Aun-
que la versión del versículo 30 no sea enteram'ente segura, las con-
socueneias de la liberaci6n adquieren proporci~nes grandiosas que
no se podrán valorar más que a la luz de la revelación nent'esta-
mentaría: Isra:el y las naciones, las generaciones futuras, y sin duda
la:sque pueblan el seol, están comprendidas en la liturgia de alabanza
nacida de la liberación del justo.
Sin embargo, aún más rÍleo que el salmo 22 es eil último de los
cantos del Siervo de Yahveh (ls 52, 13 - 53, 12), la llamada «Passio
Domini Nootri Jel'lu Christi secundum Isaiam». Hasta aholfa no
ha podido la exégesis identificar con certeza un personaje o una
colectividad del A.T. 7 que se preste a una primera aplicación del
texto. La coincidencia entre la predicación y la histnria de la pasión
es notable, y más aún 'la intuición profunda de las causas de la pa-
sión y la previsión de sus efectos. Tenemos aquí una teología profética
de la redención, a la que se refirió constantemente el más antiguo
pensamiento cristiano.
La estructura del canto es bien conocida: un movimiento de
descenso seguido de una brusca exaltación. Pero esta vez el des-
censo termina en una verdadera muerte, y la exaltación parece ser
(,. Cf. la nueva versión latina del salterio por los profesores del Pontificio Instituto
Bíblico. F. NOTSCIIER, Die Psalmen, Wurzburgo, 1947, p. 39. H.J. KRAUS, Die Psalmen,
1:. I, Bib. KOlll. A.T. XV, 1, Neukirchen 1960, p. 175. Para justificar la versión, cf. A. VAC-
CARI, Psalmlls Christi patientis et de morte triumphtmtis, en «Verbulll Domini», 20 (1949),
pp. 101-10-lo Vb,se, también, A. GONzÁlez,El libro de los sa.lmos, Barcelona 1966, p. 127 s.
7. Todo Israel reivindica el titulo de Siervo de Yahveh. En nuestro mismo texto este
título tiene cierta resonancia colectiva, porque el gran justo representa a todo el pueblo
cuyos pecados expía.
una verdadera resurrección 8. La exaltación está 'ligada a la muerte
por un vínculo causal: el encumbramiento se opera en virtud de la
humillación (53, 10-12). Así pues, la pasión del Siervo no se debe
simplemoote a la ma!ldad humana, como en tos salmos del jUlsto
doliente: cumple un designio redentor. El paciente expía; sin ser
culpable, los crímenes de sus numerosos hermanos, y si las humilla-
ciones afectan a su persona en cuanto substituto de Ilos pecadores,
también la gloria que tales abatimientos le merecen redunda en
provecho de sus hermanos. Después de haber expiado por los hom-
bres, «los conduce a la glorificación que él mismo adquirió pata sí
mediante sus humillacionelS»9. La obra del Siervo no acaba, pues, en
el sufrimiento, que es una de las dos fases de su actividad; expía
y merece, pero el plan de Dios sobre la humanidad se consuma
por la glorificación del Siervo: «Ofreciendo su vida en sacrificio
expiatorio, tendrá posterioridad y vivirá largos días, y en 'sus manos
prosperará la obra de Yahveh» (v. 10). La glorificación del Siervo
presenta un carácter netamente salvífico por ir precedida de la ~.~
muerte CiXpÍ'atoria,a Uaque se tiga por una conexión causal.
Los efectos de la vivificación están definidos con exactitud. Esta
resurrección no es una simplel reanimación, sino una elevación a una
vida más rica: el Siervo «vivirá largo1sdías», extensión de días que
parece no tener límites 10. «Verá la luz y será saciado» (v. 11). Go-
zará de la vivificante luz de la faz divina, en la que los salmos más
espirittuales han visto la recompensa deUjusto dOlliente,su plenitud
de vida y su saciedad eterna 11.
El triunfo personal del Siervo llevará consigo el triunfo de la
cau'sa de Dios: «En sus manos, prosperará la obra de Yahveh»
(v. 10). Conocemos qué obra es ésta por los otros cantos del Siervo:
establecer la justicia entre las naciones (Is 42, 1. 4), atmer a Jacob,
hacer brillar la luz entre ']018 pueblos y llevar la sa[vación hasta los
confines de la tierra (49, 5 s). En elStafase de vida nueva nacerá
una posteridad al Siervo de Yahveh. Respiramos una atmósfera de-
8. En 53, 8, el Siervo muere y es sepultado. No se menciona expresamente la re.su~
rrecci6n en el texto masorético, pero se supone por la vida que lleva el Siervo después de
su muerte y por su acción sobre las naciones. Se sospecha que el v. 19, en el que se
efectúa el paso de la humillaci6n a la gloria, está mutilado y podía haber hablado más cia·
ramente de la resurrección. El texto masorético traduce el v. 11: «por los sufrimientos de
su alma verá y será saciado». ¿Qué verá? También aquí es de sospechar que el texto esté
incompleto Los Setenta han leído: «verá la luz». El manuscrito de Qumrán (l Q Ise. 53,
11) trae:, efectivamente: «verá la luz». Ver la luz significa: vivir, revivir; (cf. Iob 3, 16.
20; 18, 18; Ps 49, 20; 56, 14).
9. E. TOBAC, Dict. Théol. Cach., arto Isa,e, col. 76,
10. Los hábitos mentales semíticos penniten ver aquí la afirmación de una vida
eterna. Las palabras «vivirá largos días» expresan la duraci6n sin hablar de ¡¡mites.
J 1. Sal 73, 235; 16, 11; 17, 15.
masi¿ldo espiritua'l para no ver en esa posterioridad una gran familia
religiosa agrupada a su alrededor de generación en generación. Jus-
tificará a muchos por su conocimiento 12, un conocimiento religioso
consistente en la adhesión de la inteligencia y del corazón a Dios,
muy próxima a la fe neotestamentaria y considerado por Jeremías
como el fondo psicológico' de la vida religiosa en la nueva alianza
(Ier 24, 7; 31,34).
Porque cargó el Siervo con las iniquidades de: iJoshombres, Dios
le «dará por parte suya muchedumbres, y recibirá multitudes en
botín» (v. 12). Ejercerá su dominio sobre aquellos por quienes ofre-
ció el sacrificio expiatorio. Y el señorío ejercido por el humilde
Siervo de Yahveh es la última intuición de este texto maravilloso.

La tradición sinóptica del evangelio no parece asignar a la


resurrección más que un cometido insignificante en la misión del
Hijo del hombre. Prueba de una notable objetividad histórica en
los autores, que tomaron lo esencial de sus materia'les de una pre-
dicación en la que la glorificación de Jesús ocupaba el lugar central.
Para ellos el mensaje consiste en pregonar la próxima llegada
del reino. En los primeros üempos del ministerio de Jesús, todo el
evangelio está contenido ,en esta fórmula concisa: «Cumplido es
el tiempo, yel reino de Dios está cercano; arrepentíos y creed en el
evangelio» (Mc 1, 15). La predicación de Jesús prolonga la antigua
profecía mesiánica,. en la que prevalece la idea del reino. La función
personal del Hijo del hombre es anunciar el reino e introducir al
pueblo en esta rea1iILiadde 10 a1lto.
El acceso al reino se efectúa por el arrepentimiento,. por la fe
en dicho reino y en su profeta Jesús; en él penetran los publicanos y
las meretrices transformados por las exhortaciones del Bautista
y de Jesús. Por largo tiempo no aparece otra condición para entrar
sino la conversión, la fe y la observancia de la Ley., según la perfec-
ción determinada por el sermón dC'la montaña (Mt 5, 20).
Pero paulatinamente se va revelando un nuevo elemento como
parte integrante de la misión de Jesús. Desde la confesión de Cesa-
rea, no cesa de manifestar a sus discípulos la necesidad de sU muer-
te (Mt 16, 21). Esta insistente afi~ación deja adivinar en la muerte
un punto esencial del programa mesiánico. JesÚ'slo explica cuando
declara «haber venido... para dar su vida en redención de muchos»
(Mt 20, 28; Me 10, 45). La víspera de su muerte anuncia el sentido
del rescate: «Ésta es mi sangre de la alianza que es derramada por
muchos» (Mc 14, 24), «para remisión de los pecados» (Mt 26, 28).
Al mismo tiempo comienza a formular con claridad una erigen-
cia, ya antct>insinuada (Mt 8, 22; 10, 38 s), de adhesión a su persona
y a su destino, a fin de que el que haya perdido la vida por El 'la
halle cuando vuelva en la gloria de su reino (Mt 16, 24-28).
En adelante los dos temas de predicación irán juntos. La procla-
mación de la próxima venida del reino conserva su importancia pri-
mordial, pero en la realización se subordina al anuncio de la muerte
(Mt 20, 22 s). Entre ambos temas existe un dato común que sirve
de enilace, la resurrección, ínt~mamente ligada a la doblle misión
del Hijo del hombre: implantar el reino y morir por los hombres.
En el programa mesiánico' descubrimos la resurrección relacio-
nada ante todo con la muerte. Es raro que en el anuncio de la
muerte no esté contenido el de la resurrección 13. En las tres solem-
nes predicciones de la pasión que nos refieren los sinópticos, la vida
de Cristo acaba en la resurrección H. Jesús nos describe su destino
con un ritmo a tres tiempos: el Hijo del hombre es desechado por
el pueblo y entregado a los gentiles; luego es atormentado, humi-
llado, inmolado,; y al tercer día resuCÍ!ta.
El anuncio de la resurrección al término de la pasión no tiene
por única finalidad iluminar el cuadm con una ráfaga de luz. A los
ojos de Jesús la resurrección forma parte de su misión junto con
la muerte; po'r eso está vinculada a su destino mesiánico: el Hijo
dell hombre debe morir y resucitar. La muerte no es más que el
primer tiempo en el mo'vimiento binario que baja y sube: «Es pre-
ciso que el Hijo del hombre muera y resucite» (Mt 16, 21 Y par.);
«así está escrito, que el Mesías padezca y resucite de entre los
muertos» (Lc 24, 46).
Sin duda que ese oportet tan insistente tiende a disipar el escán-
dalo de la cruz; mas al mismo tiempo enlaza en el plan mesiánico
la muerte y la r'esurrección como dos realidades sucesivas en sí
mismas pero unidas en los designiois de Dios, dos fases en la reali-
zación de un mismo destino.

13. La muerte sola Lc 9, 44; Mt 26, 2. En Le 17, 25 la resurrección está anunciada


implícitamente.
14. Mt 16,21; 17, 225; 20, 17s5 y par.
Ninguna significación soteriológica se desprende de tales fór-
mu'1as, ni, para la muerte ni para la resurrección, sino que las dos
responden a 100sp~anes de DiolS. Por otms tCOI:tossabemos que la
muerte tiene un valor de rescate; pero ¿y la resurrección? El vínculo
entre una y otra es imperceptible; los dos hechos se suceden, pero
la naturaleza de sus relaciones permanece oculta en el misterio del
plan divino que los une.
Las palabras de Jesús a los discípulos de Emaús dan un nuevo
gi1roa la antiigu'aifórmuna: «¿No era necesario que el Mesias pade-
ciera y entrara en su gloria?» (Le 24, 26). Sabemos que la resurrec-
ción no es sólo una reanimación, sino una glorificación. Por tanto,
la muerte y resurrección no se YUOl:taponen,se coordinan. La en-
trada en la gloria responde a las ex:igencias de la profecía lo' mismo
que la muerte, pero a título diferente. Los discípulos estaban con-
vencidos de que las Escrituras habían predicho la gloria de Cristo;
Jesús debía demostrar la necesidad previa de su muerte, debiendo
situarse la glorificación mesiánica an término de la pasión. La tra-
ducción de la Vulgata explica el texto original sin traicionarlo:
«¿No era necesario que Cristo padeciese para entrar en la gloria?»
La mU'erte era una condición previa, y la gloria una meta.
Jesús había declarado en otro lugar que daría su vida para
redención de muchos; aquí nos presenta su muerte orientada hacia
la gloria. Podemos creer que en su pensamiento la !entrada en la
gloria tiene repercusiones redentoras, como término de 'la pasión
que es ell rescate de los hombres. Petra esta; conclusión, a la que
llegamos por una yuxtaposición de dos palabras de Jesús, sobrepasa
la soteriología de los sinópticos. Habrá que aplicar la reflexión t001ó-
gica de san Pablo a los testimonios primitivos para poder deducir
las relaciones de la resurrección con la muerte considerada en su
valor redentor. El pensamiento es aquí más sencillo, y responde a la
preooupación de [os sinóptico\<;:la entrada en la gloria constituye
la inauguración del reino de Dios. Los dos discípulos habían puesto
sus esperanzas en el profeta de Nazaret (Le 24, 21). Su muerte, lejos
de defraudar sus esperanzas, acababa de cumplidas; introducía a
JesúS en la gloria de las realidades me:siánicas. De este modo la
resurrección entra a formar parte, según los sinópticos, del tema
del reino, y juntamente con ella la muerte. La resurrección es la
inauguración de este reino; 1a muerte, su condición previa.
En los sl'nópticos, la resurrección, y con ella la muerte, se i'nte-
gra en el tema del rerno. De este reino ella es la inauguración, y lLI
muerte su condición previa.
La actividad de Cristo resucitado, descrita en el último capítulo
de los tres sinópticos, se desarrolla bajo este enunciado: la resu-
rrección haere realidad la venida mesiánica de Jesús. En adelante
J esúsestará investido de la plenitud de poder para instaurar el
reino. Confía a sus apóstoles la misión de some¡(ierlas naciones,pm
la predicación y el bautismo: «Me ha sido dado todo poder en el
óelo y en la tierra. Id, pues, enseñad a todas las gentes bautizán-
dolaL.» (Mt 28, 18 s; Mc 16, 15).
San Lucas, al final de su evangelio, que continúa en Act 1, 3-8,
considera la resurrección como d término de la vida terrestre y
punto de partida para la historia de la Iglesia. Aun desde el punto
de vista [¡temrio la gesta cristiana está ligada a[ relato de la resu-
rrección (cf. Lc 24, 46-49; Act 1, 3-8). Durante cuarenta días Jesús
habla del feino de Dios (Act 1, 3); promete a sus apóstoles enviar
«la promesa del padre» (Le 24, 49; Aet 1, 4) hecha a los anti-
guos, la efusión del Espíritu que caracteriza los ti'empos del Mesías
al decir de los profetas. Después encarga a sus discípulos la predi- "'\
cación de todas las gentes, no para anexionarlas a un reino ya exis-
tente, porque el principio del reino es absoluto, deb~endo, pues,
empezar la prediCación en Jerusalén, centro del antiguo reino de
Dios, y exigir la conversión de los, judíos lo mismo que la de los
paganos (24, 47).
Por consiguiente, las dos corrientes que contienen la doctrina
sobre la misión de Jesús se reúnen en la resurrección de Cristo,
que pertenece simultáneamente al tema del reino de Dios y al de la
muerte necesaria. La muerte tiene su explicación en el rescate que
debe llevar a cabo y al mismo tiempo en la resurrección que debe
introducir. La resurrección (~stablleceell remo de Dios en el mundo.
MUerte, glorificación y llegada dd reino se encadenan. Pero entre
la muerte y la resurrección parece haber una sucesión necesaria,
más que encadenamiento, pues el lazo que las une es muy oscuro
y el carácter redentor de la muerte queda sin desarrollar en la
resurrección. Se comprenden mejor las relaciones entre el reino y
la resurrección; siendo ésta una «entrada en 'la gloria», sugiere
necesariamente la idea de un advenimiento regio; Jesús se mani-
fierstaen ~a posesión de la plenitud del poder y en corndiciooesde
realizar la promesa mesiánica del Padre. Mas tampoco aquí los
principiOil teológicos elementales forman un conjunto sistemático.
La venida del Espíritu Santo, el poder universal, la misión de los
apóstoles y la administración del bautismo en nombre de ese poder
se yuxtapone, sin vínculo interno, al hecho de la resurrección.
A juzgar por estos c:apitu'losfinales de los tres sinópticos, la doc-
trina primitiva se enunciaría así: Jesús murió y resucitó según las
Escrituras; los tiempos mesiániCO'Shan llegado. Se aborda el tema
de la muerte redentora, habiendo ptedicado en nombte de Jesús la
remisión de los pecados al que hiciere penitencia (Lc 24, 47). Pero
prevalece el tema del reino y de la resurrección.

Dos escritos del Nuevo Testamento nos han conservado, en suS


fórmulas primitivas, el pensamiento de los apóstoles sobre la resu-
rrección de Jesús: la primera carta a 'los Corintios (15, 3-5) Y los
Hechos (2, 22-36; 3, 12-26; 4, 9-12; 10, 34-43).
De estos documentos, el primero cronológicamente es la carta
del Apóstol de los gentil'es: «A la V1erdados he transmitido, en pri-
mer lugar, lo que yo mismo he recibido, que Cristo murió por
nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado,. que resu-
citó a1 tercer día, según las Escrituras, y que se apareció a Cefas,
luego a los doce.» Esta fórmula representa una tradición antigua
recibida por el mismo Apóstol y, por lo tanto, anterior a su conver-
sión. Concede un valor expiatorio a la muerte de Jesús, pero 'se
contenta con mencionar el hecho de la resurrección, subrayando
su importancia con los testimonios en que lo apoya. ¿Hemos de
conc1uir de aquí que la ptedicación primitiva se limitaba a una
simple afirmación del hecho? En tal caso la resurrección no habría
formado, juntamente con la muerte, 'la tradición básica (<<oshe
transmitido en primer lugar ... »), si hubiera carecido de significación
soteriológica.
Del s~lencio del documento no podemos concluÍlr que faJIta por
completo un juicio de valor sobre la resurrección. Este silencio
podría ser tan sólo una preterición verosímilmente explicable: la
apreciación doctrinal de la resurrección no había madurado bastante
para hallar su expresión en una fórmula concisa, comparada con
'la estimación del papel de la muerte, menos complejo y de enun-
ciado más fácil15•
Los Hechos de 101sapósto~lesnOlspfelsent~ una lS~rie de discur-
sos pronunciados por san Pedro poco después de la resurrección.
15. En la epístola a los Romanos alcanzó bastante claridad el pensamiento teológico
sobre la muerte y la resurrección, para poderse expresar en una sola fórmula (4, 25).
Desde el punto de vista literario, y por el fondo del pensa-
miento, estos textos se relacionan 'con las instrucciones que, según
san Lucas, dio Cristo a los apóstoles durante los cuarenta días de
su vida gloriosa en la tierra.
En su primer discurso a los hermanos, san Pedro se preocupa
de buscar a uno que reemplace a Judas y sea al mismo tiempo tes-
tigo irrecusable de la resurrección de Jesús. Enumera 'las condi-
ciones que ha de reunir el candidato para «ser testigo de la resu-
rrelCCión»(1, 22). La predicación apostó'1ícaes, pues, un mensaje
pa'scual16•
El día de pentecostés, san Pedro inaugura el kerygma cristiano
pregonando la resurrección de Jesús de Nazaret; ésta constituirá
en adelante el objeto central de su predicación. Todos los judíos
conocen, al menos de oídas, la vida del profeta y su muerte en la
cruz; el apóstol pregona solamente 'la resurrección (2, 24-32; 3, 15).
El valor expiatorio de la muerte no aparece en este testimonio de
primera hom; el apóstol trata sencillamente de disiipar el escándalo """\
d'ela cruz y apela «a los desigllios de la presencia de Dios» (2, 23-3,
18), que ciertamente dejan entrever un misterio.
La resurrección contiene una rica significación personal para
Jesús y un alcance mesiánico. Es ante todo una glorificación del
Crucificado: «El Dios de nuestros padres ha glorificado a su siervo
Jesús, a quien vosotros entregaste1is»(3, 13). En ella confluyen y
se cump'len las profedas sobre los tiempos mesiánicos. Jesús de
Nazaret es el Mesías; prueba de ello es su resurrección que inau-
gura el fin de los, tiempos (2, 17). «Tenga, pues, por cierto toda la
casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús, a
quien vosotros habérs crucificado» (2, 36). «Es la piedra rechazada
por vosotros Tosconstructores, que ha venido a ser' piedra angu'lan>
(4, 11). Después de la curación del tullido en la parte dd tempio
llamada Hermosa, san Pedro desarwlla este tema: han llegado los
días anunciados por Moisés y todos 101sprofetas desde Samuel, aho-
ra Dios envía a los hijos de Abraham a :susiervo Jesús, lleno de las
bendi'ciones pmmetidas ail patriarca (3, 22-26). Sin duda no han
llegado aún los días de plenitud, «ddl refrigeriOl»y «de la restau-
ración de todas las cosas»; pero la reali,zacián última, que exige
una vuelta a [a tierra, está asegurada a Tosisraelitas por su exa~ta-
ción actuaJ, ya que en lo sucesivo Jelsúsqueda constituido su Mesías
y destinado para eillos.
El rasgo específico del Resucitado, el que revela su mesianidad,
es el poder soberano sobre las riquezas del Espíritu (2, 33). La
efusión espiritual eS 'la se,ñal de 1000s
últimos tiempos (2, 16) Y con-
tieno todos los bienes de la promesa. El Espíl1itu es la promesa
substancial (1, 4-8; 2, 33).
El ejel1Cic:iodel poder de Cristo no se concibe según las ideas
del mesianismo corriente. Los tiempos inaugurados en la resurrec-
ción se caracterizan por las nuevas relaciones entre Dios y su pue-
blo. En adelante Jesús es el punto de intersección de todas estas
relaciones, de tal forma que para Israel la 'línea de comunicación
con Dios y la vía de salvación pasan necesariamente por El: «Jesús
es la piedra rechazada por vosotros. los constructores, que ha venido
a ser piedra angular. En ningún otm hay salud, pues ningún otro
nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el
cual podamos ser salvos» (4, 11-12).
La salvación se define ante todo por su aspecto negativo, la remi-
sión de los pecados: «Dios le ha levantado 'a su diestra por Príncipe
y Salvador, para dar a Israel la penitencia y la remisión de los peca-
dos» (5, 31). El Resucitado trae a Israel, en forma de una gracia
de conversión y de una absolución (3,. 26), la bendición prometida
a Abraham. Al perdón de los pecados obtenidos en su nombre
(2, 38; 10,43), Jesús añade d don carismático del Espíritu (2, 33, 38).

En los umbrales de la predicación apostólica, la glorifiCación de


Jesús aparece como un hecho esenci'al, como el mi'st'erio clave que
abre los tiempos del Mesías.
Ahí tiene su punto de partida la sa:]vación de los hombres; no
es que Slenos dé en ese poder y gloria con los que Dios resucita
a Cristo y 'al mundo en Él - idea paulina ausente de esta teología
rudimentaria -, sino que ese poder introduce la era mesiánica y
pone la salud a disposición de todo el que invoque el nombre de
este Jesús «a quien Dios ha hecho' Señor y Mesías» (2, 36). La
idea de la muerte expiatoria aflora quizás cuando el apósto1 pregona
el perdón de Dios conferido en el nombre de Jesús, pero expresa-
mente no se afirma. El principio de la salvación es Jesús exaltado
a la diestra de Dios después de la muerte que le infligieron los
judíos.
El evangelio de san Juan es una historia que data de la juventud
del evangelista, pero con~mplada a través de la gloria pascual de
Cristo y revivida durante largos e intensos años de experiencia,
gracias sobre todo, a 10 que parece, a la liturgia sacramental; una
historia de Jesús transfigurada en 'su propia verdad.
La obra de la salvación ya no se considera aquí en la pers-
pectiva sinóptica del reino de Dios. No es desconocido este aspecto;
en los primeros capítulos se esboza un movimiento en este sentido
(1, 49; 3, 3. 5), pero al final termina en un reino que, alIado de las
formas concretas de los sinóptico&.,parece una abstracción: el reino
de la verdad (18, 37). La salvación es una iluminación; es la obra
dellVerbo-Luz. Por parte nuestra es un conocimiento de Cristo y de
Dios en CrIsto (17, 3). No es,. sin embargo, el efecto de una simple
transmisión de ideas, sino de una posesión del hombTe por la luz
(1 Ioh 5, 20), pues esta luz es vida, y la salvación es una vivifica-
ción. Para llenarse de ella, el hombre se abre por la fe. La resisten-
cia a la luz, la infidelidad es el gran pecado que mantiene al hom-
bre fuera de la salvación.
La encarnación del Verbo constituye el mist'erio central de la
salvaoión; por ella la vida-luz desciende a este mundo inferior,
mundo de tinieblas y de muerte, en estado de pecado permanente
(cf. 1,. 29). El creyente se adhiere a Cristo, pasa de las tinieblas a
la luz, de la muerte a la vida: «El que se adhiere al Hijo por la
fe tiene la vida eterna» (3, 36; 6, 40). Hasta la resurrección final
la Is:wIudflesik:leJ
enteramente eJnla encarnación y en la fe.
En un contraste vigoroso esta 'soteriología se opone a la concep-
oión paulina de una redención por la muerte expiatorria; contraste
que parece irreconciliable si encerramos todo el pensamiento del
evangelista en la sWrnplicidaddel esquema que hemos trazado 17. Mas
he aquí que san Juan, rompiendo aparentemente con san Pablo, pa-
rece contradecirse a sí mismo al prregonar con énfasis la necesidad
de la muerte de Cristo para la salvación de 10s hombres, siendo así
que en el sistema san~uanista la encarnación es ellprincipio adecuado
de la redención: «Conviene que muera un hombre por todo el pue-
blo ... No dijo esto de sí mismo, sino que, como era pontífice aquel
17. Así se complace en hacerla R. BULTMANN, Das EvangelVum des Johannes, Gotin-
ga 1941.
año, profetizó que Jesús había de morir por el pueblo, y no sólo
por eJ pueblo, sino para reunir en uno a todos los hijos de Dios que
están dispersos» (11, 51 ss). El comienzo mismo del evangelio está
marcado ya por esta aparente contradicción. El prólogo pone la
salud en la luminosa venida del Verbo; pero en su primera apari-
cióncs saludado Jesús como e[ Cordero de Dios, que carga con
el pecado del mundo y lo borra en su sacrificio (1, 29).

Con frecuencia se ha subrayado la complejidad de este evangelio,


el más especulativo y el más concreto de todos, en el que los hechos
tienen un cuerpo y un alma, constituyendo una doctrina y una reali-
dad histórica de la que Juan se reconoce testigo verídico, Cristo
se presenta aquí con una espiritualidad fuera de todo alcance (8,
58) Y con una materialidad palpable (4, 6; 20, 27).
Frente a la inmaterialidad de una redención por la luz divina
se afirma desde el comienzo del evangelio el papel capital de la
humanidad corporal de Cristo. El Verbo se hizo carne para que
esté muy cerca la v'ida-'1uz,en un Cristo al que los hombres pue-
den pailpar con las manos (1 Jn 1, 1) y, por intermedio de Tacarne,
puedan tener participación en la vida del Verbo. San Juan es
al mismo tiempo el más celestial y el más terreno de los evan-
gelistas. Nadie mejor que él nos ha mostrado la altura donde
tiene su origen nuestra salud: el seno del Padre, del que pro-
cede el Verbo; y nadie co1locatan cerca de nosotros cllugar en que
brota para la humanidad la vida del Verbo: en 10' que hay de más
terrestre e ínfimo en Cristo, su carne (c. 6). Por eso le es inso-
portable la doctrina de los docetas (1 Ioh 4, 2 s).
Mientras Marcos inicia la predicación de Jesús por el anuncio
del reino (1, 14 s) y Lucas, evangelista del pneuma, nos presenta a
Jesús proclamando en su discurso-programa el cumplimiento de la
promesa del Espíritu y la apertura del año melSiánico(4, 18s), es
significativo que Juan comience 'la actividad pública de Jesús con
una declaración sobre su cuerpo, templo de los tiempos nuevos
(2, 19. 21). Esta teología somática culmina en el capítulo sexto. La
carne tiene aquí tal importancia, que las fórmulas que atestiguan
la absoluta necesidad de un contacto con el Cristo corpóreo pueden
collocarsc al lado de l<llsque exigen creer en Ila luz del Verbo
(cf. 6, )4; 3, 36; 6, 40).
y hasta diremos que el cuerpo de Cristo constituye con el Verbo
el centro de interés de todo el relato evangélico. La afirmación no
parece arriesgada a quien considera atentamente el carácter cultual
dd cuarto evangelio, ya que etl lugar y la fuente del culto cristiano
no es otro que el cuerpo, templo del pueblo nuevo 18.
El misterio de la encarnación 'levantó en medio de los hombres
el verdadero tabernáculo: «El Verbo se hizo carne y habitó [levantó
su tabernáculo] entre norsotros, y hemos visto su gloria» (1, 14).
La carne de Cristo es la tienda sagrada montada entre nosotros,
en la que reside el Verbo y en la cual hemos visto su doxa, la gloria
luminosa de la presencia divina. El evangelio comienza con esta
visión y no se sustrae ya a su irradiación fulgurante.
Cuando Natanael, estupefacto porque Jesús había escudriñado
su interior, gritó: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de
Israel», Jesús le respondió: «Cosas mayores has de ver... En v'er-
dad, en verdad os digo que veréis abrirse el cielo y a los ángeles de "'t
Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre» (1,. 50 s). La
alusión a la escala de Jacob es evidente. El patriarca, al despertar
de su sueño, había exclamado: «Ciertamente está Yahveh en este
lugar y yo no lo sabía... ¡Qué terrible este lugar! No es sino la
casa de Dios y la puerta de los cielos» (Gen 28, 16 s). Los discípulos
llegarán a saber que el cielo está abierto sobre el Hijo del hombre
y que los ángeilessuben y barjan entre Él y el delo, muda prueba de
que este lugar es terrible, casa de Dios y puerta de los cielos.
JesÚ'sinaugura su vida pública restableciendo la dignidad del
templo; anuncia que el templo de su cuerpo sucederá al templo de
piedra (2, 19. 21). Desde entonces el evangelio se desarrolla, en
oposición a los sinópticos, casi enteramente en Judea y en el
ámbito sagrado del templo 19.
El cuerpo de Crisro·lleva sobre sí una marca sacrosanta que 1e
destina a'1sacrificio. Juan Bautista señala a Jesús con el dedo dicien-
do: «He aquí cl Cordero de Dios» (1, 29. 36). ¿Será porque Jesús
es el Siervo de Yahveh entregado como víctima por nuestros peca-
dos, o más bien por alusión al cordero del sacrificio, sobre todo al
cordero pascual? La expresión del Bautista no permite decidido.
Pero el evangelista que la refiere tiene su idea personal precisa, que
18. El carácter cultual y sacramental del cuarto evangelio ha sido puesto de relieve
por O. CULLMANN,Urchriste-ntum und Gottesdienst, Basilea, 1944, pp. 33-37. E. STAUFFER,
Die Theologie des NT, Stuttgart, 1941, p. 181, llama a Juan «el Iiturgista entre los
apóstoles».
19. Si Cristo predica también en GaJilea, es por causa de la oposición de los judíos
de Judea (4,3; 7,1); pero la Judea es el natural campo de acción de Cristo en el cuarto
evangelio.
nos rovdará ai\ re1ata'rla muerte de Crilsto evocando ell sacrificio
dd cordero pascual (19, 36).
Bl sacramentalismo tan característico del cuarto evangelio se
inserta en la teología del cuerpo y en el marco cultual. Alguien lo
ha 'Subrayado: «San Juan es un gran espiritual: Dios es espíritu
y sus adoradores han de adorarle en espíritu yen verdad; pero
también es un gran sacramcntalilsta»20. SomolShijos de Dios por
la fe en el Verbo (1, 12), somos hijos de la luz (12, 36), vivimos
de la fe (3" 15; 6, 47); y, sin embargo, somos iluminados por un
baño de agua (9, 5. 7), vivimos de un pan bajado del cielo (6, 51),
nacemos del agua y del Espíritu simbolizado en el agua cuya fuente
es Cristo (7, 37 ss). La materialidad de estos medios de salvación
refuerza el tema de la redención por el cuerpo, frente al tema de la
luz vivific:antey de la sailvaciónpor d conocimiJento.Por 10 demás,
estos sacramentos están en íntima relaoión con el cuerpo de
Cr1sto: la eucaristía nos da el cuerpo de Cristo y el bautismo obra
en virtud del Espíritu que brota del cuerpo (7, 38).
Ahora bien, esta teología del cuerpo y de los sacramentos es-
tá completamente orientada hacia una realización que todavía está
por venir. Sólo más tarde verá Natanael el cielo abierto, y este
lugar será terrible, cuando construya Jesús el templo, en tires díalS.
También más tarde será dada la carne que vivifica: «El pan que
yo daré es mi carne» (6, 51). El Verbo se hizo carne, pero la
carne por sí misma «no sirve para nada»; se convertirá en ali-
mento cuando 'Seaentregada (6, 51) al mismo tiempo que la sangre
se convierta en bebida; será necesario que el Hijo del hombre
ascienda a donde ,estaba antes (6, 62) Y que del cuerpo atravesado
y glorificado (7, 37-39) brote el Espíritu que vivifica (6, 63).
El Espíritu Santo desempeña en este evangelio un papel capital,
que por una parte nOIse adapta aJ1 esquema simplificado de una
redención por la sola venida de la luz, y por' otra parte enlaza
con la teología del cuerpo y de los sacramentos. Si no se nace
del agua y del Espíritu, no se puede entrar en el reino (3, 5).
Ahora bien, del cuerpo de Cristo es del que brotarán 'las corrientes
del Espíritu el día de la glorificación (7, 37-39; 16, 7).
Los relatos del cuarto evangelio llaman la atención a primera
vista por su naturalidad y su espontaneidad; pero pronto se siente
que están llenos de intenciones secretas. Alusiones fugaces, sím-
holas variados, nombres significativos, diversos procedimientos de
composición salpican el texto de luces discretas en sí mismas, pero
insistentes por su convergencia, a cuya claridad nos damos cuenta
de que en este evangelio todo avanza hacia una cumbre fina:]:
Cristo en su pascua.
Quien conozca la genialidad fina y matizada del apóstol no
considerará mera coincidencia el hecho de que el relato evangélico
se desenvuelva sobre el fondo del Éxodo 21, que es el misterio pas-
cual tipico. El Verbo «montó su tienda entre nosotros» (l, 14),
como Dios había acampado entre los hebreos; Cristo 'será levan-
lado como la serpiente en el desierto (3, 14); bajado del cieIo
como el maná, será un día nuestro alimento (6, 50); los fieles sa-
ciarán en Él su sed como en la roca del desierto (7, 37); Y Te se-
guirán como Israel seguía la nube luminosa (8, 12)22. Cristo es el
cordero pascua! (19, 36).
Los sinópticos no parecen conocer más que una pascua de la
vida pública de Jesús,. la última; san Juan va ja'lonando su relato
con 1a mención seis veces reiterada de pascuas 'sucesivas(2, 13. 23;
6, 4; 11, 55; 12, 1; 13, 1). Esta frecuencia y 'esta insistencia re-
velan una intención, imprimen una finalidad al relato 23.
Todas las alusiones a la pascua y al éxodo convergen en 'la
consumación de la vida terrestre de Jesús. La idea del tabernáculo,
sugerida en el pró'logo, anuncia la muerte y la resurrección tal
como se desarrollan en 2, 19; 1a serpiente de bronce habla de la
cruz y de una exaltación (3, 14); el maná es 1acarne que se entrega
(6, 51), Y sólo delspué:sde ISU glorificación viene a ser Cristo la
roca en que los fieles apagan su sed (7,. 37). A la mención de las
dos primeras pascuas sigue el anuncio velado de la muerte y de
la glorificaoión (2, 19; 6, 51. 62); la última mención introduce el

21. ef. J. DANIÉLOU, «Bulletin d'histoire de la théologie sacramentaire. Rech. Se. Rel.»
.H (1947) 370; Sacramentum futur;, Par!s 1950, p. 139.
22. La imagen nos sugiere este pensamiento: Cristo es la luz de la humanidad más
como nube luminosa que como sol: no se camina en pos del sol. Algunos comentaristas
relacionan la declaración de Jesús con la liturgia de la fiesta de los Tabernáculos, que
:.t· veda influida por el recuerdo del Éxodo.
23. TH. PREISKER, N. T., Il, p. 331 ve en esta mención reiterada «una intención
('~.;('atológica», «una alusión al cordero pascua1».
relato de los supremos acontecim~entos (12, 1. 7; 13, 1); pero en
la muerte L1cJesús el cordero es inmolado y la pascua cumplida
(19, 36).
Ddsde su entrada en escena fue saludado Jelsús como el cor-
L1erollue borra el pecado del mundo (1, 29). Cuando llega Jesús
ala cumbre de su existencia, viéndose «exaltado» por la cruz,
brotando ya simbólicamente del cuerpo traspasado las corrientes
dell Espíritu de gloria, sin que se haya roto ninguno de sus huesos
(así estará eternamente, de pie en su inmolación, Ap 6, 6), en-
tonces el evangelista evoca por segunda vez el cordero pascual
(19, 36). Todo el evangelio está encerrado entre estas dos evo-
caciones del cordero pwscuall,y así, en virtud de 'la «inclusión se-
mítica», se halla definido, como el evangelio del cordero pascual.
Según la mística de los números, cara a san Juan, toda sema-
na tiene su acabamiento el 'séptimo día, siendo siete un número
de pJenitud. Al comienzo de su relato cuenta atentamente el evan-
gdista la sucesión de los días (1, 19. 29. 35. 41. 43; 2, 1); el sép-
timo día llega Jesús a Caná. Los tiempos van,. pues, a consumar-
se, la salud se va a realizar 24. JeJSús,esposo todavía oculto, pero
rodeado ya de discípulos y asistido po,r su madre, cuya persona
evoca a la Iglesia (d. Ap 12; Jn 19, 26 s), será glorificado cam·
biando el agua en vino en medio, de solemnidades nupciales.
Ahora bien, en Glllá está ya presente al espíritu de Jesús la
hora pascua!, muy próxima en la transparencia de los aconteci-
mientos 25. La intervención de su madre le parece una intimación
para que realice su obra. Pero Jesús se niega - al mismo tiempo
que despacha la petición -, ya que todo esto es todavía solamente
terrestre, solamente figura: «Mujer, ¿qué quieres de mí? Todavía
no ha llegado mi hora.» Acoge la petición en el plano del signo,
dejando para má!s tarde 1a reali!zación;cuando llegue la hora se
realizará la verdadera transformación. Éste fue «el primer signo
de Jesús, la aurora esplendorosa de su gloria mesiánica» (2, 11).
«y los d~scípulolscreyeron en él»: de esta fe se dirá, pUeJS,que

24. Las bodas de Caná están fechadas un séptimo día, día de plenitud, pero también
lIn tercer día (2, 1), por alusión, según parece, al día de la resurrección. Cf. M.-E. Bors-
MAI<J), Du Bapteme tI ea,na, París 1956, p. 136: Con «la mención del tercer día quiere
e I evangelista atraer nuestra mirada hacia el signo por excelencia, la resurrecci6n de Cristo».
25. A la psicología de Jesús pertenece asociar las ideas, pasar de una realidad terre·
lla. a 1111<lrealidad celestial. Para su espíritu profundamente intuitivo, las cosas y los acon-
tecimientos tienen un poder evocador. Más de una vez evoca la hora súbitamente, en una
proximidad concreta que perturba y exalta (2, 19; 12, 20-32; 13, 30 s). En esos casos
las palabras de Jesús no eran comprendidas; lo impedía el vuelo rápido de su pensamiento.
<)tte se trala aquí de la hora de Cristo y no del momento de obrar un milagro, está fuera
de duda; es el scnticlo de la expresi6n joánica.
es el efecto de la gloria pascuaL (17,. 1-3). Poco después piden los
judíos un signo para creer (2, 18). Cristo no se lo da, pero predice
su obra final, frente a la cual todo lo demás no será sino figura,
obra que Él realizará cuando los judíos destruyan el templo y Él lo
reedifique en tres días (2, 19). Entonces creerán los hombres por esa
gloria, cuyas primicias les había ofrecido Caná (d. 2,11. 22; 17,1-3).
En este primer milagro, todo es profético: Se anuncia la hora 26;
a la madre de Jesús se la llama «Mujer», como en el Calvario;
resp1landecela gloria y s'e inaugur'a la fe. La orientación pascual,
tan explícita, de este primer milagro, arrastra en su estela todos
los demás signos, que ahora ya no pueden interpretarse sin refe-
rimiento a la hora.
Al final de la vida de Cristo vuelve el evangelista a contar
los días de una última semana: «Seis días antes de la pascua fue
Jesús a Betania» (12, 1). La tarde del sexto día anuncia san Juan
esta vez «un gran séptimo día» (19, 31), luego relata la transfixión "'\
de Jesús y su glorificación, anticipada en el símbdlo del agua que
mana del costado abierto (19, 34). El relato de la vida de Jesús
está contenido entre estas dos semanas, la del comienzo, que re-
mata en la gloria de Omá, la del fin, que remata en la exaltación
de Jesús; esta nueva «inclusión» indica el sentido de todo el relato,
su dirección hacia el séptimo día.
El milagro de Caná había sido e[ primer anuncio de 'la hora,
de aquella hora majestuosa marcada en el reloj de la vida de
Jesús, hora de un paso O' tránsito,. de un éxodo, que sonará al final:
«Antes de la fiesta de pascua, Jesús, sabiendo que había llegado
su hora de pasar de este mundo al Padre ... » (13, 1). Al decir de
la Biblia ,~x 12, 11s. 23), la palabra «pascua» se traduce por
«paso» o «'Sa'lto'del Señor» 27. Esta hora de la pascua no cesa ya
de anunciarse, a:l mismo tiempo que a través de las palabras
y de 'los milagros aflora: la idea de un paso, de un éxodo, de una
transformación. Así se crea una espera que subtiende todo el
evangelio, hasta que haya «llegado la hora de pasar ... »
El evangelista, para permitimos penetrar en sus intenciones

26. MÁXIMO DE TURÍN, Hom. 23, de Epiphania Domini VII, PL 57, 275; «lllam nimi-
rum gloriosissimam passionis suae horam aut illud redemptionis nostrae vinum, quod vitae
omnium proficeret, promittebat.» J. JEREMIAS, ¡esus als Weltvollender, Gütersloh, 1930,
p. 29: según el simbolismo bíblico, «el milagro de Caná es la primera manifestación de
la soberanía de Jesús como renovador del mundo». «A la economía antigua sucede una
realidad nueva.»
27. El término se entendió de diversas maneras. FLAVIO JOSEFa lo entiende del paso
del ángel entre los hijos de los hebreos (Ant. Ind. II, 14, 6), FILÓN lo entiende del paso del
mar Rojo (De spec. lego 11, 145). San Juan lo toma en esta última acepción.
secretas, nos entrega su cifra, precisamente la cifra siete, que es
la de la hora y de su plenitud. San Juan, intercambiando en un
2B

juego continuo las dos cifras de siete y seis - siendo esta última
la cifra dc la imperfección-, toca, por decirloasí, en dos teclados:
el de las realidades terrestres, prengurativas, marcadas por la cifra
s'(lis,yal ide la l'ealidad evocada por aquéllals.
El milagro de Caná, que cambió en vino seis ánforas de agua,
fue el primero de una serie de seis 29. ¿Cuál es el séptimo? En la
simbólica de 10\5 números importa el séptimo, que es el de ~a con-
sumación. Los milagros terrestres se refieren a la séptima obra de
Cristo, cuyos signos son. Mientras que, con referimiento a la
obra final, diversos milagros tuvieron lugar en un día séptimo
(Caná), a la hora séptima (4, 52) 30, o en día de sábado (5, 10; 9,
14)3\ una séptima obra de Cristo fue llevada a cabo en el marco
de un séptimo día solemne, en «un gran día de sábado» (19, 31).
Paralelamente a los signos hay otros jalones que van mar-
cando el camino e indicando su dirección: las fiestas judías. Éstas
son seis 32, y seis veces se menciona la pascua mosaica. Pero la
que importa es la séptima fiesta, la otra pascua, la verdadera, en
la que el cordero es Cristo (19, 36). Una refl&ión inesperada,
que podría parecer fuera de lugar, viene a interrumpir el relato
de la pasión: «Era cl día de la preparación (el sexto de la semana),
hacia la hora sexta» (19, 14). ¿No se quiere decir con ello: En
la tierra, sí, era la hora sexta, el día de la preparación, pero en la
cruz «todo está consumado»? (19, 30):m.
28. ¿Es acaso fortuito, sin intención, el que se mencione la hora siete veces? ¿Que se
la anuncie por primera vez en Caná, en un día séptimo? ¿Que el evangelista subraye tan
fuertemente que el milagro de Caná tuvo lugar a la hora séptima? (4, 52).
29. El cuarto evangelio refiere seis milagros: 1) el agua convertida en vino; 2) la
curación del hijo del funcionario real; 3) la curación del paralítico; 4) la multiplicación
de los panes; 5) la curación del ciego de nacimiento; 6) la resurrección de Lázaro. Algu-
nos autores cuentan entre los milagros el caminar sobre las aguas; pero ésta no es una
obra externa, ni es llamada como las otras, milagro u «obra»; pertenece al pasaje de la
multiplicaci6n de los panes, y no cuenta en el número de los otros seis milagros.
30. En el relato del segundo milagro de Caná, la repetición insistente de la palabra
«vivir» evoca la vida que Cristo dará un día. Cf. A. FEUILLET, La signification théologique
du second miracTe de Cana, «Rech. Se. Re!.» 48 (1960), 62-75. Si el relato subraya tan
fuertemente que el milagro tuvo lugar a la séptima hora, la intención parece manifiesta.
Es p()r tanto un contrasentido traducir en lenguaje moderno (cf. The New English Bible):
«Em la una de la tarde.»
:1 l. L()8 otros dos milagros (la multiplicación de los panes - estando próxima la
llaS{'.II:l, _+-, y la resurrección de Lázaro) remiten por sí mismos a la pascua de Cristo.
«En cíllla lUlO de los episodios joánicos, las nociones de la muerte de Cristo, de su resu~
lT:'('ci6n y de su elevación, están asociadas a loS' múltiples acontecimientos de sU misterio.»
C. Il. VOl)]), Le Kérygme apostolique dans le 4' évangile. R.H.P.R. 31 (1951), p. 272.
:\2. I'ascua (2, 13), una fiesta (5, 1), pascua (6, 4). fiesta de los Tabernáculos (7, 2),
dedicación (10, 22), pascua (11, 55).
33. eL W. THÜSING, Die Erhohung und Verherrlichung Jesu im Johannesevangelium.
NI. Abh. Münster en W. 1960, p. 64-69.
Estas alusiones carecerán de i!l1portancíapara quien ignore que
san Juan quiere ser leído de modo distinto que los sinópticos y
no sepa que debajo de cada texto podemos encontrar un tesom 3-\
Parece que el evangelio asciende por todas partes, en sus re-
latos y por sus 'signos, hacia la cumbre donde Cristo es inmolado,
donde con la sangre de su pasión mana ya el agua del Espíritu
y de la gloria.

Descartando el claroscuro de las alusiones y de los símbolos,


san Juan, en una serie de textos, proclama abiertamente 'la nece-
sidad de la muerte y de la resurrección.
A partir del tercer capítulo encontramos insistentemente el
«es menester» de los sinópticos: «Es menester que el Hijo de!!
hombre sea exaltado» (3, 14). Jesús habrá de experimentar una
exaltacíón por encima de la tierra, sobre la cruz y en la gloria, a
fm de que Ee salven aquellos que creen (3, 15).
En la parábola del buen pastor, parece a primera vista que la
salvación se realiza por su venida a 'la tierra. Jesús y las ovejas
se conocen con un conocimiento que es, mutua posesión y comu-
nión de vidas (lO, 14 s). Pero pronto aparece suficientemente claro
que Cristo no Iogra 10s objetivos de su venida a 'la tierra sino mu-
riendo y resucitando. Sólo con esta condición oirán la voz del pastor
las ovejas que no son de su aprisco. La muerte y la resurrección no
tienen por fin único reunir las ovejas extrañas a Israel; constituyen.
además, el punto básico del programa de Cristo: «Por esto el Padre
me ama, porque yo doy mi vida para tomarIa de nuevo... Tal es el
mandato que del Padre he recibido» (lO, 17 s). Nos hallamos ante
uno de Ios textos más misteriosos: afirma que el Padre ama al
Hijo porque éste da la vida por los hombres.
Pem el te:xto está clarísimo 'sobre este otro punto: la muerte
y la resurrección figuran a la cabeza de los deberes mesiánicO'sde
Cristo.
En e! momento de vislumbrarse. ya el movimiento de la gentili-
dad hacia el único pastO'f,Jesús declara que no alcanzará su meta
sino cuando el grano muera y resucite (12, 20-24).
34. SAN AMEROSIO, De Sacramentis, llI, 11, PL 16, 435: «Quidquid locutus est, mys-
terium est.» J. LEBRE.TON, Histoire du Dogme de la Trinité, " París 1919, 1>.446: «Si
no se mantiene la unión de estos dos elementos, hecho y misterio, historia y doctrina, no
se hallarán sino antínomias en el evangelio de san Juan.» Cf. O. CULLl\'fANN, Urchristentum
""d Gottesdienst, 1>. 44.
La muerte y la resurrección no están ya unidas, como en los
sinópticos, por la sola voluntad de Dios, sino por un vínculo 'in-
lerno. Una y otra constituyen la exaltación de Cristo, necesaria
para la salud: la glorificación se realiza por la elevación sobre la
cruz. En la imagen de la exaltación, en la del grano que muere y
en 'la del pastor, la muerte no aparece ya como un rescate que
se ha de pagar de: una vez para siempre, como en Mt 20, 28; la
sentimos ligada para siempre con la gloria. En el pastor que ca-
mina delante de las ovejas, se adivina ya al Cordero siempre in-
molado, del que habla el Apocalipsis, y que guía al rebaño.

A simple vista parece muy marcada la oposición entre el intelec-


tUallismode la Isalvaciónpor el conocimiento y este realismo concreto
de la salvación por la humanidad corporal. Sin embargo, el tema
pascua! se relaciona en su raíz con el de la encarnación. El cuerpo de
Cristo resucitado es el templo, pero sin duda 10 es por el hecho
de la encarnación, por la cual el Verbo montó su tienda entre
nosotros. Su carne es nuestro aIimento, pero por ser el maná
bajado del cielo (6, 50 s).
Por lo demás, el tema de la encarnación se une al tema pascual
en su luminosa plenitud. La actividad del Verbo encarnado no
puede desplegarse completamente más que al final de un perfec-
cronami'ento futuro. Al pmsentar en el prólogo 'la encarnación
como la gloria saIvífica de Dios que desciende a la humanidad
(1, 14), oímos a Jesús pidiendo insistentemente al Padre una gloria
a la que había renunciado durante la fas·e terrestre de la encar-
nación (17, 1. 5). En su vida terrena conoce Jesús glorificaciones
slecundarias (2, 11; 11, 4), fugaces manife'staciones de su gloria
filial. Pero espera otra glorificación esencial como la primera, tan
nueva y fulgurante, que parece ser la primera manifestación autén-
tica de la gloria eterna del Verbo, y en 'su comparación la fase
terrestre de 'la encarnación puede' parecer una humillación (17, 5).
Esta manifestación de la gloria es la glorificación por excelencia,
antcs de la cual «Jesús no había sido glorificado» (7, 39; 12, 16).
De los datos del tema sanjuanista podemos deducir que esta
últ.ima glorificación ha de coronar la eficacia de la encarnación
redentora, pues, según dicho tema, el conocimiento salvador de
la fe C\.,tásubordinado a la gloriosa manifestación de Cristo: «Es
preciso que sea exa:ltado el Hijo gel hombre para que todo el que
creye'fe en Él tenga la vida eterna» (3, 14 s; cf. 2, 11; 11, 15). Los
textos que dan la impresión de una redención llevada a cabo por
la entrada de Jesús en el mundo, hemos de considerados como
prolepsis debidas a la conciencia de Cristo de poseer todas las
virtua:lidades de la salIvación, y sin duda también algo al escritor
que se anticipe al tiempo de gloria 35.
En la oración sacerdotal, Jesús pide al Padre que complete la
obra salvadora del Hijo glorificándole: «Padre, llegó la hora; glori-
fica a tu Hvjo para que el Hijo te glorifique, segúneil poder que le
diste sobre toda carne, para que a todos los que tú le diste les dé
Él la vida eterna» (17, 1 s). Además de la propia exaltación, Jesús
persigue en su oración el cumplimiento de su obm redentora. Apoya
la súplica en dos motivos: primeramente porque así el Padre será
glorificado, y luego porque la glorificación es necesaria para ejecutar
su poder de universal vivificación (v. 2). Este 'Segundo motivo se
entiende así: glorifica a tu Hijo ... puesto que le confiaste la misión
y el poder de vivificar a los hombres, y no puede realizar esa
misión ni ejercer ese poder sin ser glorificado. «El pleno ejercicio
del poder [mesiánico] está subordinado a la entrada de Crist()/ en
la gloria celestial» 36.
Desde el versículo tercero entramos en la soteriología funda-
mental del cuarto evangelio: la vida eterna que nos confiere Cristo
en su gloria es una luz: el conoci!miento del Padre y de Jesucrrsto,
su enviado. La vida-luz, que vino al mundo por la encarnación,
se derramará en toda su plenitud sobre la humanidad cuando
Cristo haya superado la etapa de su vida terrena y haya penetrado
en la gloria del Padre.
No se puede afirmar más enérgicamente que en esta oración el
carácter salvífico de la resurrección. Al mismo tiempo se esboza el
acuerdo entre el tema pascual del cuarto evangelio y su concep-
ción profunda de la salvación por medio de la elllcarnación.
¿Cuál es la aportación precisa del misterio pascual a la eficacia
de la encarnación? Pero desde ahora sabemos que la muerte y la
glorificación ocupan un puesto tan central en este evangelio, que
podríamos llamarlo el evangelio del misterio pascual, no menos
que el del Verbo encarnado.
35. Es frecuente esta manera de anticiparse al tiempo de la gloria: 4, 38; 13, 31;
cf. 13, 32; 17, 4; 17, 11 s; cf. 17, 13; 17, 18; cf. 20, 21; en 17, 22 Cristo ha comuui-
cado ya su gloria a los que creen en la predicación apostólica; en 17, 24 se considera ya
sentado a la diestra de Dios.
36. J. HUBY, Le discours de Jésus apres la Cc'ne, París 1932, P. 128.
San Pablo. más que ningún otro, es el apóstol del Señor resuci-
taJo, «el testigo de la resurrección» por antonomasia. Él vio y
(lYÓ a Cristo en su gloria celestial, y a nadie más que a Él vio
y oyó. Cuando Jesús le salió al paso, había ya superado las con-
tingencias históricas, su resurrección le había introducido en la
gloria, y en este primer encuentro tuvo el apóstol súbitamente
la primera experiencia de la salvación. Desde entonces su predica-
ción, más que de referir los hechos y pa:labras del Salvador con-
servadüls por la tradición, tratará de presentar este principio re-
dentor que para él fue Cristo resucitado. Su buena nueva es ante
todo un dato: la resurrección de Jesús de entre los muertos. Jesús,
en ouanto resucitado, es para él el principio de la salvación.

Mientras en san Juan la encarnación permanece siempre por


lo menos en el segundo' plano del pensamiento, podría parecer
que para san Pablo, Cristo resucitado es un comienzo absoluto, la
primera irrupción del orden divino en el mundo del pecado.
El principio de la sailvación es esencialmente el mismo para
ambos: el Hijo de Dios, JesucrIsto; sin embargo, para san Pablo
más que para san Juan, este principio está basado enteramente
en la resurrección. Según el discurso en Antioquía de Pisidia, del
que los Hechos (13, 16-41) nos transmiten un bosquejo, la entrada
del Hijo de Dios en el mundo y el comienzo de la salud se iden-
tifican con la resurrección: «y nosotros os anunciamos 'la buena
nueva de que la promesa hecha a nuestros padres,. Dios la ha cum-
plido con sus hijos, que somos nosotros, rct;ucitando a Jesús, como
ya en el salmo 2 está escrito: Hijo mío eres tú, yo hoy te engendré»
(v. 32 s). El padre engendra a Jesús a una existencia de Hijo en
la relsurreccióny p<J1f
ella realiza las plfomesasmels1iánica:s.
En un discurso p<J;sterior,san Pablo ha de repetir que de ahí
arranca el camino de la salvación (Act 26, 23).
Quizás no es lo más sorprendente esta afirmación de que la
sa,lud comienza en 'la resurrección, sino la otra más fundamental
de que la existencia de Cristo, como Hijo de Dios, no principia
sino en la resurrección. El apóstol nunca ha negado esta declaración,
que recoge en Rom 1, 4: «Fue"constituido Hijo de Dios poderoso
¡segúnel espíritu de santidad por la resurrecoión de entre los muer-
tos» 37. Indudablemente hay que suavizar el carácter abrupto de tales
aserciones; el apóstol creyó en la divinidad de Cristo terrestre, Hijo
de Dios antes de la glorificación (cf. Rom 1, 3; Phil 2, 6). Por tanto,
según él la resurrección es un comienzo para Cricstoy para nuestra
salud; en su pensamieno la resurrección adquiere una importancia
similar a la de la encarnación en el pensamiento de san Juan.

Por otra parte, 'en la sotreriollogíapaulilJlala muerte de Jesús


desempeña un papel de primer orden que jamás se le ha podido
discutir. La importancia de los dos hechos queda equilibrada a
juzgar por un texto que opone su función respectiva en un parale- "'\
lismo riguroso: «No sólo por él está escrito que [la fe] le
fue computada a justicia, sino también por nosotros a quienes debe
computarse, a los que creemos en aquel que resucitó de entre los
muertos a Jesús, el Señor, que fue entregado por nuestros pecados
y resucitado para nuestra justificación» (Raro 4, 23 s).
El punto de: partida que: el apóstol elStableceentre ambos aspec-
tos de la misma salvación es curioso. Por eso se han efectuado nu-
merosas tentativas para reducir la dificultad planteada por esta
disyunción y para restituir a la muerte el monopolio de la única
redención.
Algunos niegan que el texto conceda a la resurrección una in-
fluencia real. El ritmo antitético de la frase paulina habría exigido
la distinción entre los efectos de la muerte y de la resurrección
para llevacre~ largo desarrollo (v. 23-25) por una doble cadencia
armoniosa, ha'sta su conclusión:l3. Aquí se comprueba sin duda el
gusto del apóstol por el paralelismo antitético. Mas esta costumbre
mental nunca le arrastra a una pura retórica verbal.

37. El texto griego admite una doble interpretación: «Fue definido, y por tanto de-
clarado Hijo de Dios», sentido que responde a la etimología del verbo griego y qne los
padres adoptaban en nuestro caso". Se puede traducir también: «Fue establecido, constituido
Hijo de Dios, único sentido conocido en el N.T. (cf. Act 10, 42; 17, 31) y en la litera-
tura contemporánea que está a nuestra disposición. Es también el que mejor se sitúa en
nuestro texto) una vez que se ha dicho: Cristo «fue hecho de la raza de David según
la carne».
38. J. WEISS, Beitrdge ",ur pauZinischen Rhetorik, en Festgabe B. Weiss, 1897,
p. 171 s. O. Kuss, Ver Rümerbrief, Ratisbona 1957, p. 195; trad. castellana en prep.
El contexto admite en la resurrección una función distinta por
lo menos en la génesis de la fe, ya que el objeto de esta fe 'es el
Dios que resucitó a Jesús (v. 24). Dios había prometido a Abraham
susoitar la vida en el Sienoamortiguado de la anoiana estéril; el
patriarca creyó en el poder divino y fue justificado en virtud de
su fe. También el cristiano cree en el poder vivificador de Dios
manifestado en Cristo (v. 16-22). Desde entonces se presenta una
explicación fácil. «Porque Él resucitó creemos, y así nos vino la
justificación» 39. La resurrección es el principio de nuestra justifi-
cación por la fe que ella engendra y motivo de credibilidad.
La relación existente entre la resurrección de Cristo y nuestra
justificación es muy débil, totalmente externa, y no responde al rea-
lismo del pensamiento de san Pablo 40. En el caso de Abraham, el
poder vivificador de Dios no fue el fundamento, sino el objeto
de la fe. Para los cristianos, la resurrección de Cristo no es, según
la mente del apóstol, un simple:motivo de credibilidad, un milagro
que provoca la fe, sino el objeto de su fe: «Si creyeres en tu cora-
zón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo»
(Rom 10, 9). Y si esta fe justifica, ¿cómo la eficacia no le ha de
venir de su objeto?
Vista la eficiencia atribuida' a la muerte de Cristo 00 ell otro
miembro dCllparalellismo,y puesto que el contexto no permite una
interpretación restrictiva, admitiremos un contacto inmediato entre
la resurrección y nuestra justificación. Pero 'siendo la muerte del
todo suficiente para expiar el pecado, muchos intérpretes se han
decidido por la menor de las causalidades, la ejemplar, que no
ocasionaría ningún perjuicio al monopolio de la muerte. La muerte
de Cristo es la imagen de nuestra muerte al pecado; la resurrección
es el ejemplar de nuestra justilficación41. Algunos sólo ven una
causalidad ejemplar en las primeras palabras: «Fue entregado por
nuestros pecados»; otros, rompiendo el equilibrio de la frase,.cargan
39, CAYETANO, Episto/ae Panli et aliorum Apostolorum, Venecia 1531, p. 11 a. CL
AMBROSIASTER, Como in Rom., PL 17, 88. SAN AGUSTÍN, Contra Faustum, 16, 39; De
'/hnitate, 2, 17, PL 42, 336.864. Esta explicación se había hecho corriente en la Iglesia
latina. cr. D. M. STANLEV, Ad historiam e:ugeseos Rom 4, 25, «Verb. Dom.» 29 (1951),
261~274. Durante mucho tiempo dominó la exégesis nloderna, sobre todo la protestante.
10. F. PRAT, La Théologie"., t. n, p. 251. cr. R. BANDAS, The Master-Idea of Saint
1'",,1'.\' l?/Jistles, Brnjas 1925, p. 315.
,11. San AGUSTÍN, Sermo 231, 2, PL 38, 1105. Santo TOMÁS, In Epistolam ad Rom IV,
1, ,\: l' 1, q. 56, a. 2. Esta interpretación no agota el pensamiento de santo Tomás: ef.
'1'11. '1""'1111'"]<, Die Menschheit Christi als Heilsorgan der Gottheit, Friburgo de Brisgavia
I 'HII. 1'. ""':I'Z, La va/eur sotériologique de la Résurrection du Crist, en «Eph. Ihéa!' lav.»
.'lJ (111';:n (1()()~(,45. J. LECUYER, La causalité éfficiente des 1nysteres dtl, Crist selon Saint
1111 111rlV,
1 l': I )[I('lor Com.» (1953) 91~120. S. LYONNET, La vale1w sotériologique de la résH-
'11'rti,Ql dl/ ('Iuisl s('lon s. Panl, Greg. 39 (1958), 295-318.
en la muerte de Cristo tacto el peso de nuestra salud y no reservan
a su resurrección sino un valor de ejemplaridad. En varias ocasiones
el apóstol afirma la ejemplaridad de Cristo glorioso (RaID 6, 4;
1 Cor 15, 47-49). Y no ver aquí otra cosa supone una exégesis muy
arbitraria. Entregado a la muerte por el pecado, para que éste sea
expiado, dice el texto; ¿no quiem decir también que Cristo fue
resucitado para la justificación, para que ésta se realizara? Para
permanecer fieles al paralelismo de 1a fórmula, vamos a situar la
resurrección lo mismo que la muerte en plena eficiencia salvadora.
No ciertamente según la doctrina sociniana. Pues nunca el após-
toilatriibuyea la relsurrecciónsomatoda la obra de la sa!lud.La glori-
ficación no está ooncebida como un acto meritorio. La exaltación
de Jesús es obra dd Padre (<<fueresucitado») y es una recom-
pensa. Sólo en la vida terrena se puede merecer (plril 2,. 8 s).
Por consiguiente, la acción resucitadora del Padre desempeña
en nuestra justificación un papel análogo al de la muerte en la
expiación de los pecados. ""'\
El pecado es eocpiadopor la muerte, mas la justicia no se nos
confiere sino en virtud de la acción resucitante de Dios 42.
A este texto capital se añade otro de menor relieve, pero signifi-
cativo: «El amor de Cristo nos apremia al pensar esto: que uno
murió por todos: luego todos murieron; y por todos murió, para
que los que viven no vivan ya para sí mismos, sino para aquel que
por ellos murió y resucitó» (2 COI'5, 14 s). La muerte y la resurrec-
ción participan en nuestra salvación, pero con funciones diferentes.
Si Cristo murió, nosotros, que estamos unidos a Cristo, también
morimos. Esta muerte 'sj,gnificael fin de nuestra vida según la carne
(v. 16). No tenemos ya el derecho de vivir para nosotros mismos,
pues esa vida es de orden carnal. En consecuencia, tenemos que
vivir para aquel - aquí introduce bruscamente el apósto.lun factor
nuevo, la resurrección de Cristo - que por nosotros murió y fue
resucitado.
La vÍlda nueva debe guardar el'ltrochasrelacione:scon la resurrec-
ción de Cr1sto, ya que: el apóstol no puede evocar la una sin la otra.
Nuestra muerte: ocupa un lugar junto a la muerte de Cristo, pero
con la vida nueva hay que mencionar también la resurrección. El
42. El padre CONDREN traduce el pensamiento paulina en una fórmula exacta pero
que exigiría ciertos matices: «... tanto falta para que Jesucristo consumara la justificación
de los hombres por su inmolación en la cruz, que ni siquiera la comenzó, sino que sim~
plemente por su muerte e inmolación quitó los impedimentos de nuestros pecados, que nos
hacían indignos de la justificación, y éste es el comienzo de nuestra justificación: resuci~
landa después ... nos santificó por la comuni6n y participaci6n de la vida nueva»; L'idü
111/ sace,-doce et du sacrifice de Jésu-Christ, Parls 1725, p, 122.
razonamiento de'l apóstol lo supone: «y si uno solo resucitó por
todos a una vida nueva, luego todos resucitaron a e'sa vida.» Muertos
a nosotros mismos en su muerte, vivificados por su resurrección, en
adelante viviremos para aquel que murió y resucitó para salvamos.

Mas, a fin de producir en nosotros sus efectos, estas dos causas


se asocian previamente y no ejercen ya más que una sola causalidad.
Por un acto único, por la fe afirmada en el bautismo (Raro 6, 3 s;
Col 2, 12), el hombre toma parte en la muerte y en la resurección,
y del contacto simultáneo con una y otra (Rom 6, 9·11; 7,4) resulta
el efecto de la vida nueva. La justificación consiste en una muerte
al pecado por nuestra unión con la muerte del Salvador y también
en una vida nueva por nuestra unión con su resurrección. Y, sin
embargo, el Padre: no nos entrega primeramente a la muerte para
luego reisucitamos, como' hizo con Cristo (Rom 4, 25), sino que nos
justifica en la simplicidad de un solo acto (cf. Rom 3, 26. 30; 8, 30),
Y el estado de justicia que de ahí se deri~a, aunque orientado a la
muerte y a la resurrección, es una realidad única.
San Pablo atribuye nuestra justificación tanto a la muerte de
Cristo como a su resurrección (Rom 5, 9). De donde se sigue una
evidente antinomia: según RaID 4, 25, la justificación constituye
el efecto especial de la resurrección sola y, por otra parte, aparece
como el resultado de los dos hechos, muerte y resurrección.
La teoría paulina de la justificación está libre de todo reproche
de incoherencia por el hecho de que nuestro contacto con la muerte
del Salvador, lo mismo que: el contacto con la resurrección, se
operan en nuestra unión con Cristo glorificado, y en esta unión
precisamente rec:ibimos el beneficio de la muerte, la remisión de los
pecados.
Efectivamente, san Pablo afirma. que, si la muerte expió el
pecado, la justificación, que entraña Ia remisión de los pecados
y la vida nueva, se nos confiere en Cristo resucitado. El hombre
muere al pecado y resucí:ta a la vida «en Cristo» (muerte: Col 2,
11 s; vida: Rom 6, 11; 8, 2; ICor 15, 22); en Cristo se no's
concede la justicia de Dios, caracterizada en nosotros por esa muerte
y esa vida (2 Cor 5, 21; Gal 2, 17). Ahí es donde nos alcanza la
redención (Rom 3, 24; 1 Cor 1, 30) Y donde hallamos la salud
(2 Tím 2, 10). Tal es el medio vital en el que la justicia de Dios se
comunica y se desarrolla. Así pues, esta fórmula nos habla de la
comumon con Cristo glorio'so cada vez que expresa la realidad
mística de la unión vital con el Salvador. «El Cristo de la fórmula
in Chrz"'sto es siempre el Cristo glorificado... y no el Cristo histó-
rico», terrestre 43.
En los primeros escritos del apóstol, en que la fórmula expresa
Je modo impreciso diversas relaciones con Cristo (l Thes 3, 8; 4, 1;
5, 12. 18; 2 Thes 3, 4), éste es 'el Señor que se hizo presente en la
Lg1e sia por la resurrección. Más tarde, cuandol la fórmuilaprofundiza
1

en el sentido de una presencia misteriosa del fiel en Cristo, no


parece que el Señor sea considerado de modo distinto que en su
existencia actual, gloriosa. La unión aquí definida es ante todo una
comunión con la vida nueva a la que Cristo nació en su resurrec-
ción. Tal es el sentido cierto de gran número de textos: «En Cristo
somos vivificados» (l Cor 15, 22); «El que está en Cristo 'seha hecho
criatura nueva» (2 Cor 5, 17); «La ley del Espíritu de vida en
Cristo me libró» (Rom 8, 2); «Nos resucitó y nos sentó en los ~"
cielos en Cristo Jesús» (Eph 2, 6).
No tenemos ninguna razón para interpretar de otra manera la
fórmu1a cuando un~exto declara que en Cristo hallamos la muerte
a la carne, muerte que no puede ser sino el reverso de la vida resu-
citada.
Según Col 2, 11 44, en el Señor glorificado recibimos la CÍir-
cuncrsión de Cristo, consistente en el despojo del cuerpo de carne.
En el mismo sentido explicaremos los textos que ponen la redención
a nuestro alcance en Cristo Jesús: «Nos trasladó al reino del Hijo
de su amor, en quien tenemos la redención y la remisión de 'los
pecados» (Col 1, 13 s). Poseemos esta redención de una manera
estable en el Hijo, que es el Salvador glorificado, a cuyo luminoso
reino el contexto nos ve trasplantados; la remisión de los pecados
nos es concedida por nuestra inserción en la vida gloriosa de Cris-
to 45. No parece que la fórmula nos incluya en el Cristo mortal.
43. Sanday, citado por F. PRAT, La Théologie ... II, p. 362. Cf. A. VVlKENHAUSER, Die
Christusmystik des hl. Pallllls, Friburgo de Brisgovia '1956, pp. 9, 27, 57. L. CERF'AUX,
l~a Théologie de l'Église s1livant Saint Paul, París 1942, p. 176. L. MALEVEZ, L'Église
corps dl< Christ, en «Rech. Sc. Rel.» 1944, pp. 34-52.
44. Cristo, cabeza de todo principado y potestad (v. 10), en el que somos circuncidados,
es, según el concepto paulino, Cristo resucitado (cf. más adelante, c. 4).
45. Col 2, 13 tiene sentido ambiguo: «Dios nos hizo revivir con Cristo, perdonándonos
(Xexptcrcí¡J.zvoc;) todos los pecados» .. El participio aoristo puede indicar una acción simultánea
(Lc 2, 16; Act 13, 33) o anterior a la del verbo principal. En el primer caso, el texto
afirmaría que se nos perdonan los pecados por la participación en la resurrección.
El sentido. de la fórmula en Rom 3, 24: «justificados ... por la redención que se da en
Cristo Jesús», le parece incierto a L. ~fALEVEZ, o.c., p. 47 5, por causa del v. 25, que
hahla de la sangre de Cristo. Aún ahí el padre LAGRANGE mantiene el sentido ordinario,
Lo que esa fórmula no quiere decir, parecen, empero, tenerlo en
cuenta los textos bautismales: «¿Ignoráis que cuantos fuimos bau-
tizados en Cristo Jesús, en su muerte fuimos bautizados'? Con Él
fuimos sepultados por el bautismo para participar en su muerte»
(Rom 6, 3 s); «Nuestro hombre viejo fue crucificado con Cristo»
(6, 6); morrimos con Él (Col 2, 20; 2 Tim 2, 11). ¿Estas textos
no inselrtan a los fiellesen d Cristo illmibundol? Era nuestro substi-
tuto, murió por nosortrOlS,¿no elstábamos incluidos en, su muerte?
Ciertamente estábamos solidarizados con la muerte de Cristo.
Pero nuestra inclusión en la muerte ¿es una realidad fuera de
Cristo resucitado? Los texto1s bautismales no lo aseguran. No es
legítimo entender el bautismo en (de;) Cristo Jesús de otro modo
que en el sentido natural, es decir, como una consagración al Cristo
actual cuya presencia llena la Iglesia. Cuando el apóstol añade: «En
su muerte fuimos bautizado's», no corrige la idea primera; más bien
precisa que la consagración al Cristo viviente implica una comunión
con su muerte. «Cuantos en Cristo fuisteis bautizados, de Cristo
fuisteis revestidos» (Gal 3, 27); este Cristo al que nO's consagra el
bautismo no es el Cristo del pasado, sería necesaria alguna indica-
ción para separar nuestro pensamiento del Cristo en su existencia
actual; y es e[ mismo d que nos reviste y aquel al que nos consagra
el bautismo. La muerte de la que, según el texto paralelo (RaID 6,
3 s), nos revestimos al revertimos de Cristo, se halla en el Cristo
glorioso.
Un problema se plantea: ¿cómo alcanzamos la muerte del Sal-
vador en ell fondo de su gloria? Pero la dificultad del problema no
obscnroce la nitidez de la afirmación.
Cri'Sto glorIOSOes, pues, el principio vitaJ en el que se nos
aplica a nO'Sotrosla acción redentora puesta fuera de nosotros; en
ningunal otra, parte haUamos acceso a la justicia de DzO<s. Esta con-
clusión constituye como una primera etapa en nuestra investigación
acerca de 'esta cau'salidad redentora de la resurrección.

El apóstol va más adelante con su afirmación. La fórmula in


Christ'o habia des~gnado al Salvador glorificado como el principio

y con razón: «El hecho del rescate pertenece a la vid;; mortal de Cristo, pero queda a
disposici6n de los que son justificados; el mérito del rescate está en el Cristo hoy glorifi-
cado» (B¡htre IPUX Romains, Parls '1922, p. 75).
de nuestra justificación. Por otra fórmula también familiar a su
pensamiento, san Pablo identifica el acto de nuestra justificación
con d acto mismo de la glorificación de Cristo; somos divinamente
vivificados por la operación del Padre que resucita a Cristo. «Está-
bamos muertos por los pecados, nos vivificó con la vida de Cristo ...
iY con !Él.nos resucitó» (Eph 2, 5 s; Col 2, 12 s; 3, 1). El Padre
nos dio la vida al resucitar a Cristo, y quedamos englobados en la
única acción vivificante de la que se benefició el Salvador.
Aquí se nos presenta otro problema: ¿puede el hombre de todas
las épocas de la historia estar comprendido en la única acción resu-
citadora que en otm tiempo vivificó a Cristo? El problema es difícil,
pero la afirmación clara.
El pecado es perdonado al mismo tiempo que recibimos la justi-
cia por la acción resucitadora del Padre en su Hijo. Así lo afirman
los textos antes citados: cuando estábamos nosotros muertos por los
pecados nos vivificó juntamente con Cristo. Si la justicia se nos
confiere en la acción resucitadora del Padr!e, es necesario que d
pecado sea extirpado por esa misma acción; pues, aunque pone :fin
a una vida pecadora y nos introduce en la vida divina, nuestra
justificación, tendida entre dos polos por su semejanza con la
muerte y la resurrección, es una realidad única e indefectible. De
este modo toda la gracia brota en nosotros por la acción gloi"ificadora
del Padre.
El Salvador glorioso constituye, pues, el medio vital en el que
se opera nuestra justificación: la fórmula in Christo define así la
causwlidad de la resurrección. La fórmula cum Christo precisa
que esta justificación es el efecto de la acción misma del Padre que
glorifica al Hijo. La resurrección de Cristo. por el Padre nos vivifi.ca
en Cristo y juntamente con !Él. Con esto se dice que la acción resu-
eitante de Dios en Cristo es la irrupción en el mundo, de justicia
vivificante de Dios. que la resurrección misma de Jesús es la salud
de Dios otorgada a Jesús, en la que pueden participar los hombres
(<<conCristo»), en su unión a Cristo (<<enCristo»). Así es, como
Jesús «fue resucitado para nuestra justificación».

La afirmación del valor salvífico de ]a resurrección se sitúa,


según san Pablo, en un conjunto de impresionante grandeza.
En otro tiempo Dios había consentido que el pecado reinara en
el mundo; eran los, tiempos de su paciencia y de la ignorancia de
los hombres. Pero ahora decidió manifestar 'su voluntad de justicia,
voluntad justiciera y justificadora que no tolera ya el pecado y lo
castiga; quiere justificar a unos, los que aceptan su voluntad de
justicia, y e1ercer justicia contra los otros (Rom 3, 25 s).
Este designio se ejecuta en la r~surrecoión de Cristo. La acción
que transforma el cuerpo mortal del Salvador inaugura la acción jus-
tiificadora del Padre; la vida div~na ,irrompelen eil hombre mortal;
la justicia de Dios, viva y vivificadora santidad, se apodera de él.
El Padre resucita a Cristo (Rom 8, 25; 1 Cor 6, 14; 2 Cor 5, 15;
13,4; Eph 1, 19; eo¡ 2,. 12) Y nos justifica a nosotros (Rom 3, 26.
30; 8, 30; Ga'13, 8). Nos justifica en Cristb y PO[" la acción resuci-
tadora que sobre Él ejerce. La resurrección de Jesús constituye
la primera, y la única, de las obras vivificantes del Padre en un
mundo nuevo, pues todas se cumplen en ésta: «Nos vivificó junta-
mente con Cristo» (Eph 2, 5 s).

La carta a los Hebreos nos ofrece en formas pOCOI paulinas un


pensamiento ya conocido. La idea recibe un marco nuevo, pero el
cuadro mismorevella la influencia del maestro. A1 describir el parpd
de la glorificación, el autor acusa sus rasgos como lo hace san
Pablo, y aun con más energía que él. Un comentarista pudo escribir:
«En la teología de la carta, el acceso de Jesús a la gloria es el acto
redentor capital, siendo la muerte su condición, su causa merito-
ria» 46.
Desde el principio de la carta, se afirma la importancila de la
glorificación. Para quitar a la muerte el carácter de escándalo, el
autor sitúa la ignominia de Jesús en la perspectiva de su gloria:
«Mas al que fue rebajado un poco respecto de lo~ ángeles, Jesús, le
vemos por causa de la muerte padecida coronado de gloria y de
honor, a fin de que por gracia de Dios gustase la muerte en bien
de todos» (2, 9). La expresión «coronado de glorra y de honor»
está COIlocadaen: el punto culminante de la frase griega: ffamuerte
precede a la glorificación y tiende hacia ella. Desde esa cumbre
descienden sobre nosotros los efectos de la muerte. La muerte de
.f csús se halla orientada hacia la glorificación y nos beneficia a nos-
otros por haber sido Cristo corona4o de gloria. Esto quiere decir que
«si la muerte ha venido a ser una fuente de salvación y de vida, es
porque la sigue después la resurrección» ~7.

Los discursos de san Pedro en Jerusalén habían relegado la cruz


al pasado para presentar como principio de salvación únicamente a
Cristo resucitado. La primera carta de Pedro restituye a la muerte
su puesto legíti1mo(1, 18 s; 3, 18), pero a la resurrección le da una
importancia igual a la de los primeros días.
Se abre la carta con esta alabanza: «Bendito sea el Dios y Padre
de nuestro Señor Jesu'cristo, que según su gran misericordia nos
reengendró para una esperanza viviente mediante la resurrección de
Jesucristo de entre los muertos, para una herencia incorruptible»
(1, 3 s).
El Padre de Jesús nos hizo nacer no a una aspiraclOn nueva,
a los sentimientos de una esperanza todavía desconocida; por la
resurrección de Jesús nos reengendró y nos destinó a la herencia
incorruptible, nuestra «esperanza viviente». La novedad de la vida
cristiana es de orden físico, se desarrolla empezando por una «'semilla
incorruptibJe» (1, 23) Y florece en ,fa salvación final 48.
San Pedro no nos da ninguna luz sobre la modalidad de la
acción ejercida por la resurrección; empero, deja adivinar la direc-
ción de su pensamiento. Como para san Pablo, la resurrección es
obra del Padre: nos reengendró a'l msucitar a Jesucristo. Luego
la acción vivificante de Dios en Cristo también nos alcanza a nos-
otros. Nuestro nacimiento es el fruto de una semilla (1, 23); Y se
preguntará si esa semilla no fue depositada en 'la humanidad por la
acción resucitadora del Padre, tanto más cuanto que el bautismo
se rellaciona corn la resurrección (3, 21). A pesar deil estado frag-
mentario de tales testimonios, podemos admitir que 'la soteriología
de san Pedro se desenvuelve según el esquema conocido de una
redención que comporta una muerte que expía nuestros pecados
(3, 18) Y una acción divina resucitan te que nos vivifica.

47. A. LEMONNYER, Les épitres de Saint Pa"l, París 1907, t. II, ad loco
48. Cf. lVI.-E. BOl SMARD, Quatre h:ymnes baptismales dmJs la jJremi;'ye épzlre de P1·errcJ

París 1961, p. 37 s.
Este primer examen de las fuentes de la soteciología sitúa a la
resurrección en el corazón mismo de la redención. Es tan excepcio-
nal la importancia de la glorificac;ión,que se equipara a la de la
muerte. Por tanto, podemos creer que ninguna teoría de la reden-
ción, ninguna apreciación de la muerte de Jesús puede aspirar a ser
verdadera, a al menos completa, si no reconoce el papel esencial
de la resurrecoión.
Capítulo segundo

ENCARNACIÓN, MUERTE Y RESURRECCIÓN


Los datos del capítulo anterior nos sitúan ante un problema
complejo: la encarnación da la vida, al decir de san Juan; la muerte
es redentora, como afirman todos, y la resurrección no lo es menos.
Para conocer el papel que desempeña en nuestm salvación la resu-
rrección, hemos de estudiar las relaciones que, según las fuentes
bíblicas, la vinculan con [os otrúis dos misterios.
Los sinópticos se contentan de ordinario con agrupar ambos
hechos, muerte y resurrección, sin otro encadenamiento que la vo-
luntad de Dios que los coloca al frente del programa mesiánico. Se
vislumbra, sin embargo, una subordinación del uno al otro. La
muerte es una condición previa a la entrada en la gloria, un
bautismo en los abismos, un cáliz amargo, que permiten el acceso
al reino (Me 10, 38-40) 1. Por haber sido rechazada la piedra, se
ha convertido en piedra angular (Mc 12, 10). Unas palabras
de Jesúsemazan los dos hechos como los puntos de llegada y de
partida de un mismo trayecto: «¿No era necesario que Cristo
sufriera estas cosas y entrara en la gloria?» (Le 24, 26). Explíci-
tamente no afirma sino la necesidad de su muerte y de su entrada
en la gloria; pero la Vulgata captó el movimiento latente al tra-
ducir: «y que así entrara en, su gloria». Para san Lucas, muerte y
gloria se sitúan en la continuidad de un mismo movimiento, cuando
él habla de una «partida efectuada en Jerusalén» (9, 31), de un
«rapto» cerca de Dios (9, 51).

1. «La palabra del bautismo de la muerte significa que el bautismo no es un fin, sino
un tr-ánsito ... a la victoria en la gloria.» K. H. SCHELKLE, Die Passion lesn in áer Verkün-
digung des N.T., Heidelberg 1949, p. 119.
Si:creemos a san Juan, Jesús acostumbrababa mirar ambos acon-
tecimient<JIS como dos aspectos, sombrío y luminoso, de su destino
mesiánico. Al fin de SIU vida, al acabar el' pllazode su sacrificio, los
ve unidos en la misma «hora». Unas veces tiembla Jesús ante esta
hora, otras suspira por ella como por su gloria y su gozo. Cierto
que las más de las veces aparece bajo un aspecto severo (7, 30;
8, 20; 12, 27); si, no obstante,. la llama Jesús una hora de gloria
(17, 1), no hay que inferir de ello que en sí misma «la muerte no
es en absoluto para san Juan un abatimiento, sino una exaltación» 2.
La pasión es la hora del príncipe de este mundo (14, 30), el tiempo
de la humillación que teme Jesús (12, 27). Si la hora es magnífica,
lo es por razón no de la muerte misma, sino de la gloria a que pasa
Jesús en su muerte: «Es llegada la hora en que el Hijo del1hombre
será glorificado»,e:xclama Jesús al saber 'lasgestiones que han llevado
a cabo los prosélitos griegos (12, 23). El requerimiento prematuro
de los paganos le asegura el homenaje que los pueblos han de
ofrecerle en su gloria. Sólo entonces se concentra su pensamiento
en la muerte de la que nacerá su gloria: «Si el grano de trigo no
muere... » En la oración sacerdotal nO'hay lugar a duda sobre el
sentido de la hora gloriosa (17, 1), que en. otros pasajes implica
la muerte humillante, pero aquí es solamente luz divina que res-
plandece sobre dI Hijo dell hombfel: «Ahora tú, Padre glorifícame
l,

cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes que el


mundo existiese» (17, 5).
De esta manera la única hora de Cristo contiene simultánea-
mente la muerte y la resurrección.
Estos dos aspectos no están simplemente comprendidos en una
misma medida de tiempo. La hora els el cumplimiento del destino
de Jesús más que el tiempo de ese cumplimiento. La muerte y la
resurrección están incluidas en la misma hora por estar unidas en
un solo movimiento. Una palabra de Jesús las encadena entre sí:
« Por esto el Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomarla de
Iluevo... Tal es el mandato que del Padre he recibido» (10, 17 s).
¡Da r su vida para volverla a tomar! Algunos exegetas de mirada
(~s(rlx·.ha han llegado casi a escandalizarse. ¿No sería más honroso y
más hero~co dar Ila vida sm la rnt\;lncióny 'la esperanza de recobrar-
la? 3 Y se esfuerzan por atenuar el sentido del texto. San Agustín
no conoce tales escrúpulos: «Por esto me ama mi Padre, porque yo
doy mi vida para volverla a tomar. ¿Qué significa esto? Por esto
mi Padre me ama, porque muero para resucitar» 4. La resurrección
constituye la meta del sacrificio de Jesús; mas esta finalidad puede
ser únicamente objetiva, considerada la resurrección como el término
natural de la muerte 5. Pero Jesús se mueve inclusa intencionadamente
hacia la gloria, movimiento de su alma que está exento de egoísmo,
pues eIlbuen pastor ejeouta la obedi'cncia recibida del Padre en favor
de sus ovejas, persiguiendo para ellas una gloria, sin la cual no ten-
dría sentido la muerte (cf. 17, 1-3).
Estas palabras de Cristo pertenecen a! tema pascua!, el tema del
paso o tránsitO', que se trasluce como en filigrana en todo el evange-
lio. El anuncio de un paso, de un tránsito, de una transformación
se desliza, con frecuencia apenas perceptible,. a través de todas las
palabras y del todosi los milagms de Jesús: el templo de Jerusalén
será destruido y lttego reedifioado bajo otra forma (2, 19), Y ya no
se adorará en Jerusalén, sino en espíritu y en verdad (4, 21-23); el
agua se cambia en vino; para entrar en el reino hay que pasar del
orden de la carne al del Espíritu (3, 5). Asimismo es preciso que
JelSúsmuera para resucitar. San Juan llama a esto: «pasar de este
mundo al Padre» (13, 1). Había aprendido de Jesús rntÍsmoa enca-
denar los dos misterios: «Me voy al que me ha enviado; me busca-
réis y no me hallaréjis» (7, 34). San Agustín señala que aquí «prede~
cía ya su resurrección» 6. Indiscutiblemente, Jesús va él; 1a muerte.
Cita para el día del martirio a san Pedro. que se muestra impaciente
pOlI'acumpañarle {ln su viajel (13, 36; 21, 19). Pero al mismo tiempo
va hacia una vida nueN'a. La horra del paso (13, 1) es aquella hora
solemne que decíamos estar marcada por la muerte pero también
por la glorificación. Jesús se va más bien a través de la muerte que a
la muerte: viaje mortal que termina juntO'al Padre: «Me vuelvo a mi
Padre» 7.
La muerte no constituye un simple episodio de aquel viaje, una
condición previa antes de la glorificación; en ella se consuma el viaje.
¿No había contemplado Jesús su muerte y su glorificación como
términos de una rntÍlSmaerxaltación? «Cuando fuere elevadO' de la
3. F. PRAT, Jésus-Ch1"ist, París 1933, t. n, p. 425.
4 In Ioh Trae/. 47, 7, PL 35, 1736.
S: ef. Rom 8, 17: «Si padecemos con Él para ser con Él glorificados.»
6. In Ioh Tract. 31, 9, PL 35, 1640.
7. Cf. 16, 10; 6, 62; 13, 3; 14, 12; 16, 5. 28.
tierra, atraeré a todos hacia mí.» «Esto lo decía, explica el evangelista,
indicando de qué muerte había de morir» (12, 32 s). La mue!rte se
halla por tanto al término del movimiento ascendente, no es sólo un
episodio previo del mismo. Es que Jesús no hablaba sólo de su
muerte; aquÍ,.como en otras partes 8, san Juan hace una exégesis frag-
mentaria de un pensamiento complejo. En su glmificación es donde
la víctima de 'la cruz podrá atraer a todos a sí (17, 1 s). A los ojos
de Cristo, sobre todo ta:1como 10 revela san Juan, ¡lascosas tienen su
sentido, todas ellas hablan: el movimiento visible que eleva a Cristo
por encima de la tierra describe su exaltación, gracias a la muerte, a
esa región de lo alto que es su patria (8, 23).
La relación de la muerte con la gloria es tan esencial que Jesús
sitúa su muerte en el ángulo visua:l de una ascensión a [os, cielos (3,
16; 6, 62). En estos textos el pensamiento va explícitamente más allá
de la cruz. El autor del Apocalipsis llega hasta a compendiar la obra
redentora reduciendola a las dimensiones dell nadmi,ento del Mesías
segui\:1odellencumbramiento inmediiato dellniño al cieilo(12, 5). Ni el
Apocalipsis ni ell evange1lioeliminan la muerte en 'la obra redentora.
Aquí el Cristo glorioso guarda siempre el recuerdo de su muerte (l,
18), presenta las huellas de su inmolación (5, 6). Así como la muerte
está inscrita en la existencia gloriosa, está también incluida en la
ascensión que llevó a~lniño del seno de la madre al cielo: es ese mo-
vimiento mismo que en su término remata en el cielo.
La pasión de Jesús es, pues, un movimiento cuyo término es la
glorificación, un puente que establece el paso desde este mundo al
Padre, esencialmente ordenado a esa otra orilla.
¿En qué momento acaba este movimiento? Para san Pablo la
glorificación se identifioa con la resurrección, mas para san Juan
con la ascensión; 'según éste, la vuelta al lado del Padre es una
subida.
Sin embargo, esta vuelta no es un desplazamiento local ni se
reduce a la ascensión visible narrada en los hechos. La vuelta per-
tenece a la hora, y no podría separarse del misterio de la muerte,
como se separó laa'scensión visible. Pone término a un movimiento
ascensional comenzado en la pasión y coincide con la resurrección,
meta de la muerte según 10, 17. Esta subida es una glorificación, una
modificación en el ser (17, 5) que se realiza fuera de todo espacio
local. Cristo se beneficia de ella sin haber adquirido visiblemente
un domicilio celestial; su existencia es desde entonces maravillosa;
sus relaciones con los discípulos se.sitúan en otro plano (20, 17); se
impone a la fe con fuerza irresistible (20, 28), lo cual caracteriza
su estado de gloria (17, 2 s); tiene potestad para enviar el Espíritu
(20, 22), de cuya economía sólo dispone después de la glorificación
según 7, 39, Y después de volver al lado del Padre según 15,. 26.
El tema de la vuelta es una idea fundamental del cuarto evangelio;
si estuviera constituida por la ascensión visible, no hubiera dejado
san Juan de referida. El paralelismo de los dos textos: 2, 22 Y 12, 16
prueba que esta glorificación se realiza en la resurrección.
Se dirá con razón que para san Juan la ghrificación de Jesús se
identifica con su ascensión, pero a condición de que se considere
ésta como un desplazamiento según el modo de ser realizado en la
muerte 9.
El evange~lilstaindica el punto de partida y el término de este
traslado: «Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de
este mundo al Padre» (13, 1; 16, 28). A la existencia en este mundo
debe suceder la existencia junto al Padre. Es profunda la oposición
entre estas dos existencias, y el paso de la una a la otra exige una
transformación al nivel del ser. El duali'smo joánico conoce una rea·
lidad de arriba y otra de abajo: Dios, en su luminosa y vivificante
transcendencia, y «este mundo» privado de luz y de vida. Jesús no
els de «este mundo» (8" 23), es dearl.1iJba(8, 23; 3, 31)" es ell Hijo
del hombre de origen celestial (3, 31), Hijo único del Padre. Sin
embargo, «habitó entre nosotros», se adaptó a este mundo para es-
tarle sensiblemente presente; se hizo carne, y la palabra «carne» es
de la familia de las palabras características de este mundo de muerte
(6, 63), Y prueba que Cristo vivía en la esfera inferior, 'lejos de su
Padre l0. Para recobrar 'su existencia celestial, su gloria anterior a la
venida a la ticltra es para lo que emprende el paso de este mundo al
Padre: «Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de ti (ef. 13, 32) con la
gloria que tenía cerca de ti antes que el mundo existiese» (17, 5; 16,
28). La venida a la tierra había, pues, oscurecido la gloria filial.
A esta existencia empobrecida sucede, gracias a la muerte, una autén·
tica existencia de Hijo en el seno de Dios.
Así pues, Jesús, por su ser eterno vivía en aquellas regiones su-
periores, adonde tendía el camino de su muerte (10, 30.38): estaba
9. Podemos distinguir a propósito de la ascención dos corrientes en la tradición· primi-
tiva: una se refiere a la ascensi6n visible que había dado a los ap6stoles la certeza experi-
men tal del misterio de la exaltación de Cristo; la otra, a la ascensión esencial, que se
identifica con la glorificaci6n por la que Jesús se situaba fuera de este mundo en una exis-
tencia celestial. Cf. P. BENOIT, L'Ascension, «R.E.» 56 (1949) pp. 161-203.
10. La teología joánica supone tamhién lo que dice explícitamente Phi12, 6 j «se
el e"jJ0j 6». eL Ioh 17, 5. W. THÜSING, Herrlichkeit und Einheit, Düsseldorf 1962, p. 41.
presente allí, adonde debía trasladarse: «Me voy al que me ha en-
viado... adonde yo e1stoyno podéis venir vosotros» (7. 34; 3, 13).
Pero subsistían en él wnas en las que estaba todavía situado fuera
de su propi!a ve:rdad, que COnlSlJsteen G~tar en el seno del Padre (l,
18). Por razón de su modo de ser lejano debía todavía alcanzar su
propio centro. El misterio de la encarnación, por la que el Verbo
está en la humanidad, y un hombre está en el seno de Dios, no se
había realizado todavía con plenitud.
Así pues, cuando ascienda al Padre, el que «está» en el Padre,
que tiene su morada en lo alto, entrará por fin en su plena verdad.
Entonces resplandecerá la gloáa inherente a su venida al mundo y
serán salvos los que le contemplen (3, 15). Entonces el Verbo hecho
carne será en realidad el tabernáculo de Dios entre lOiShombres
(1, 14), cuando al tercer día construya !Éld templo del nuevo pueblo
(2, 19). Entonces se consumarán la consagración en Dios (17. 19) Y la
venida a la humanidad (14. 18. 28) que forman la base de la encar-
nación (10, 36).
Así pues, el cuerpo vendrá a ser el maná virvificante:descendido
del cielo (6, 33), cuando él sea entregado, cuando eI1 Hijo del hom-
bre ascienda allá donde estaba anteriormente (6, 62). La pascua de
Jesús e'8el misterio de la encarnación en su total realización 11.
Si no se admitiem una consumación de la encarnación por la
muerte y 'la resurrección, este evangelio aparecería lleno de incohe-
rencias; dos misterios reivindicarían, cada uno de por sí, la causalidad
salvífica por entero, por una parte la encarnación y por otra la muer-
tle. Parque la salud está en la Viooidadef1Verbo, y lo que: importa es
la partida de Cristo (15, 26); es el efecto de una luz vivificante que
desciende al mundo (cap. 1), y en su subida es cuando Jesús da esta
luz (17, 1-3). En rea:lidad no hay sino una sola venida del Verbo,
cuya presencia a los hombres es consagrada por la elevación en
cruz. «Yo vine» (15, 22; 16, 26), dice Jesús hablando en pasado;
«yo vengo». dice hablando de su pascua próxima (14, 18) 12; pero
es siempre la misma venida, ya en su principio, ya en su plenitud.
Con un solo gesto «entregó» Dios a su Hijo' aI mundo y a la muerte:

11. El enunciado del misterio de la encarnación no se detiene en el primer elemento


<le 1, 14, sino que engloba el texto entero: «El Verbo se hizo carne ... y nosotros hemos
vis.to su gloria, gloria que recibió del Padre como Hijo único.» Tal es la encarnación en
h~la Stl venlad: habla de carne y de gloria. Este versículo pertenece al prólogo; sería un
('nor situarlo al comienzo del relato evangélico, pues engloba el relato entero.
12. La imagen del descenso del Verbo y del ascenso de Cristo parecen oponer la teo-
Inda (lt la encarnación redentora a la de la muerte redentora. Hasta tal punto son nece-
~;ariatllelJtc incompletas las imágenes. En realidad se trata cle una única venida, cuyo punto
1'll!lIdl1:1ll1t' 10 C(~t1stitt1ye la pascua.
«Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo unlCO» (3, 16) 13.
Así se oonsuma la redención cuando se realiza la encarnalÓón: la
salud del mundo está en la glorificación divinizante dellhombre J esüs,
Hijo de Dios. La muerte es redentora porque lleva a su término, y
para nosotros, el misterio' de 'la encarnación.
Así pues, la salud se llevó a cabo en la persona mi'sma de Jesús,
en su humanidad corporal. La salud queda como «sustantificada» en
este cue];po traspasado y vivificado. Ahora ya hay que comer este
cuerpo, hay que beber de su costado el Espíritu que brota de él; es
el templo del nuevo pueblo. Lo,s hombres deben incorporarse a Cristo
que es la salud, la viña de su vi(laeterrra. La teo[ogía joánica ignora
una «aplicación de los mérito1s»; la salud de 'los hombres se realiza
por incorporración o integración: «Yo soy la resurre--eción,e'l pan,. el
camino... el que come mi carne vivirá.»
Hay un pape'l de la soteriología que está por esclarecer: el papel
de la muerte en la expiación del pecado. En los sinópticos es la muero
te semejante a un rescate. Para san Pablo, 'la condición terrena de
Cristo está en relación con el pecado; Cristo muere al pecado cuando
muere a su condición terrena. Según san Juan, «el pecado del mun·
do» consiste en ser tinieblas y muerte. Un pecado que es tinieblas
y muerte, ¿cómo lo borra el Cordero? San Juan no lo dice explí-
citamente. Sólo puede hacerIo por 'la luz y 'la vida. Ahora biien, luz
y vida brotan del sacrificio dc:I Cordero cuando resucita Cristo H.
Así pues, si murió Cristo, debió ser para resucitar (10, 17).
No se puede por tanto decir que según san Juan la encarnación
constituye por sí sola todo el misterio de la salud. Pero este evangelio
nos obliga a ver en la encarnación un misterio que 'se «realizó» a
través de la muerte en la gloria de Cristo 15.

13. La palabra «entregar» se refiere al envío clel Hijo al mundo y a la muerte a que
es entregado; el contexto habla de este envío y de esta muerte, y además de la glorifica-
ción.
14. Al comienzo del evangelio se designa a Cristo como el cordero que borra el pecado
del mundo. Al fin se vuelve a evocar al cordero pascual, cuando del costado de Cristo mana,
juntamente con la sangre de la inmolaci6n, el agua que simboliza la gloria de Cristo y la
vida del Espíritu que él dará (cf. 7, 37-39). Esta última evocaci6n da una respuesta a la
promesa del principio: el pecado se borra en el agua divina de la vida.
15. Aplicando esta conclusión al caso particular de la resurrección de los muertos,
última etapa de nuestra salud, escribe santo TOMÁS: «Verbum caro factum non est proxima
dispositio ad resurrectíonem nostram, sed Verbum caro factum et a morte resurgens», II!
Sent. disto 21, q. 2, a. 1, ad 1.
San Pablo divide la existencia de Cristo, más marcadamente que
san Juan, en dos faJses,0p0'lliiéndolaJsentre sí y caracterizándolas
por los dos acontecimientos que las separan: por la muerte y por
la resurrección.

La muerte es la señal de la humanidad no rescatada. El apóstol


no la considera como un fenómeno puramente natural, sino car-
gada de una significación religiosa: es el estigma del pecado im-
preso en el hombre y en e[ un:tverso.«Por ell pecado entró la muerte
en el mundo, y así la muerte pasó a tod'O~los hombres, por cuanto
todos habían pecado» (Rom 5, 12).
Dios había destinado al hombre a una vida a la que no podía
aspirar,. pero que podía adquirir en su unión con Dios. Habiéndose
apartado de Dios por su mala voluntad, la criatura se ve desgajada
de Su raíz de vida y reducida a los recursos de su propia natura-
leza o, según la expresión bíblica, de su ser de came. Así pues,
«la vida en la came» es en realidad una muerte.
Según san Pablo, no hay otra vida auténtica que la imperece-
dera, la de Dios, cuidadosamente distinguida de «esta vida» (1 Cor
15, 19), «la vida presente» (1 Tim 4, 8), «la vida en la carne»
(Gal 2, 20).
«Esta vida» no sólo es precaria y efímera, sino también una
muerte. Su propio peso arrastra la carne hacia la muerte (Rom 8,
6). Para designar con su verdadem nombre al hombre no rescatado,
se le llama muerto: «Deja que los muertos sepulten a los muertos»,
había dicho el Maestro (Mt 8, 22). «El cuerpo está muerto por el
pecado», repite el apóstol (Ram 8, 10), es «un cuerpo de muerte»
(Ram 7,. 24) 16.

16. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Smyrn. 4, 2, llama al hombre separado de Cristo


«nccróforos» (j}Ortador de un cadáver). En 2 Clem. 1, 6, se dice de la vida pagana: «Toda
11l1<"i1.ravida no ha sido otra cosa que una muerte.»
I.a filosofía de la desesperación existencial no ha descrito con más vigor que la Es-
''1iltll'" a ese hombre lleno de su muerte como el fruto está lleno de su hueso. Esta filosofía
pO'llrla :11)("1:1" él la Escritura si redujera su ambición a no ser más que la filosofía de la
n~"l'llha('i{)Il del hombre en su repulsa de Dios. La Escritura traza para el fiel de Dios un
t"alldllO tk luz a través de la existencia terrena, ya que, como veremos, hace de la muerte
1111 lm·dio para ir él la vida.
La Escritura conoce dos formas-de existencia: una según el Es-
píritu, otra según la carne. El Espíritu es la realidad divina, la
trascendencia de Dios frente al hombre en su ser creado y caduco.
Es simultáneamente potencia de vida infinita y radiante santidad.
El hombre que viviera bajo su dependencia estaría dotado de san-
tidad y animado de una vida imperecedera. Pero el hombre vive
en la carne, que «tiene tendencia's contrarias al Espíritu}}(Gal 5, 17)
Y no sabría reconciliarse con él.
Con la palabra «carne» no quiere la Escritura eclipsar en el
hombre el elemento material ni presentarlo c:omoprincipio del mal;
designa así al hombre todo entero, separado de Dios y a quien nin-
gún principio eleva sobre sí mismo. La: carne, 10 mismo que «el
mundo», acampan fuera de Dios en una autonomía culpable y en la
suficiencia de su miseria.
El mal profundo del hombre camal es 'la privación del Espíritu,
y consecuentementlede la santidad y dell podeq-de vida eterna. La ..,\
carne se halla herida por una irremediable y mortal flaqueza: «La
flaqueza de la carne» es proverbial en la Biblia. ¡Si al menos no
pasara de ahí su caducidad! Pero, substraída al Espíritu, que es
santidad y poder de vida, la carne se encuentra en estado de pecado.
La santidad bíblica es en primer lugar de naturaleza física, vuelve
a Dios por la perfección del ser divino. El hombre que vive esta
existencia camal, degradada y cercenada de Dios, se sitúa por su
miseria fuera de la santidad; está privado de la glÚ'riade Dios, que
justifica a la criatura, según Raro 3, 23.
El pecado introdujo en el mundo la manera de ser camal; el
hombre de carne es el hijo del pecador Adán. Nacida del pecado,
la carne está en connivencia con él; 10 acoge en sí misma y lo favo-
rece; se rebela incesantemente contra la ley del Espíritu (cf. Rom
7, 14-23). Es llamada «la carne de pecado» (Rom 8, 3).
La muerte es el momento culminante y la recapitulación de esa
existencia frágil, desgajada de la vida de Dios. Por eso la escri-
tura dice del hombre pecador que está muerto.
La muerte es hasta tal punto la expresión del estado de pecado,
que casi se identifica con él. En la soteriología paulina, muerte y
morta!lidad se OIponenno a, la vida natural, sino' a la vida de resu-
rrección, ahora oculta y más tarde gloriosa, que se identifica con
la gracia del Espíritu (cf. Rom 5,. 15. 17. 21; 6, 23; 8, 1-5).
En el decurso de la historia se introdujo un poder que agrava
más aún la sentencia de muerte: la Ley. De origen divino y buena
en sí misma (Rom 7, 14), tiene como efecto multiplicar el pecado
por causa de la flaqueza de la carne a la que se aplica (Rom 8, 3):
hace al hombre consciente del pecado que podría ignorar (Rom 3,
20; 4, ] 5 s). no le concede poder para evitarlo y 'le amenaza con
la sentencia de muerte (Gal 3, 10).
La situación del hombre pecador es confusa: peca y le vemos
entregado a la debiIidad de una naturaleza carnal; se halla sin
fuerzas, y helo ahí entregado al pecado que le solicita y agrava
su flaqueza. Incesantemente, la Ley hace resonar en sus oídos la
sentencia de muerte. Ningún camino le libra de su condenación. Si
avanza, sigue el camino de toda carne hacia el pecado y 'la muerte.
Bl mundo entero en el que erstá sumergido comparte su pecado
(RaID 8, 20) Y se cierra sobre él como una cárc:el (cf. Gall 3, 22;
Rom 11. 31) en la que hacen guardia Hamartía (el pecado), Thá-
natos (la muerte) y Nómos (la Ley), poten.cias cósmicas. personifi-
cadas en el pensamiento dramático de san Pablo. Tras ellas se
perfilan otros poderes, los del Príncipe de este mundo,. El universo
está cercado, por el pecado, sin salida a la vida: «¡Desdichado de
mí! ¿Quién me 'librará de este cuerpo de muerte?» (Rom 7,24).
Para arrancarme de este mundo de pecado y de muerte, ¿bas-
tará que Cristo derrame su sangre en expiación del pecado? ¿Basta-
rá que muera por mí O' en lugar mío? ¡Como si alguien pudiera
morir en mi lugar cuando el pecado forma parte de mí y cuando
l1evo en mi' propio ser la condenación! Por eso san Pablo no res-
tringe la redención únicamente a las proporciones de una satisfac-
ción ofrecida a la justicia de Dios. De ahí proceden toda reparación
jurídica y toda conve:rsión moral: la redención es principalmente
una trasformación física, pues el mal del hombre es ante todo físico:
«todos están privados de la gloria de Dios» (Ram 3, 23).
«¿Quién me ~ibrará de este cuerpo de muerte?», se pregunta
san Pablo. Y él mismo responde: «La ley del Espíritu de vida en
Cristo Jesús me libró de la ley del pecado y de la muerte» (Ram 8,
2). El mal del hombre es la muerte. La salvación viene en forma de
una resurrección en el Espíritu Santo.
Cristo comienza por penetrar en nuestra mi'seria. comparte con
nosotros la existencia según la carne 17.
Hace su entrada en el mundo bajo una forma que no responde
a su dignidad de Hijo: «Él, que es de condición divina. no reivin-
di1caeilrango que le igualaba a Dios (y que le es debido) antes se des-

17. La carta a los Hebreos dirá: «Como los hijos participan de la sangre y de la
I'artl~, <le igual manera ~1 particip6 de las mismas, para destruir por la muerte al que
11'1\[" 01 impt'rio ,le la muerte .. ,» (2, 14),
pojó de sí mismo [se anonadó] toma!ldo la forma de siervo y ha-
ciéndose semejante a los hombres, y por su exterior fue reconocido
como [simple] hombre. Se humilló, hecho obediente hasta la muerte,
y muerte de cruz» (Phil 2, 6-8).
¿De qué se despojó Cri'sto? No ciertamente de la condición di-
vina, sino de sus honores divinos (tO'lX 8ei¡})a los que podía aspi-
rar. Aceptó la esclavitud del hombre terrestre, una vida a nuestro
nivel, de tal manera que fue considerado como un hombre cual-
quiera. Hecha su elección y cumplida su renuncia, cargó con las
consecuencias, hasta:,la última, la muerte.
Esta ken'OSis no se identifica simplemente con la encarnación 18,
constituye el hecho del Cristo terrestre 19 y acaba en la gloria; Cristo
no lleva ya las señales de la servidumbre, es constituido Señor ante
quien se dobla toda rodilla (v. 8-11). La venida de Cristo fue un
anonadamiento por la humildad de esta existencia terrena, que se
contrapone a la dignidad real de Jesús y no se adapta a su condi-
ción divina. «,Él, existiendo en la forma de Dios... se anonadó.» La
frase tiene un matizconcesivo pronunciado; Cristo hizo una con-
cesión a su amO'fredentor a expensas de su dignidad. Este ejemplo
de concesión a la caridad es propuesto por el apóstol a 'los filipen-
ses para que «no atienda cada uno a su propio interés, sino all de
los otros» (v. 4).
El abatimiento esencial de Cristo no se reducía a la serie de
humillaciones escalonadas a lo largo de su vida terrena. En la base
de las humillaciones existía un estado del que aquéllas procedían
con una lógica necesaria, aunque siempre libremente queridas y
aceptadas. La renuncia fundamental creó una condición física de
vida que modela 'la existencia de Cristo sobre el tipo ordinario
de hombre: «En su condición exterior fue reconocido como [sim-
ple] hombre.» Lo que después le sobrevino fue una consecuencia
18. Nunca la Escritura considera la encarnación en sí misma como un abatimiento.
La existencia del Hijo de Dios en la naturaleza humana no cede en perjuicio de su glo-
ria; no fue un anonadamiento más que por las contingencias en que se desarroll6 en la
tierra. Según los padres, la encarnaci6n, en su economía terrena, es considerada como una
¡:enosis. CL CIRILO DE ALEJANDRiA, Gla.j,ltyrain Ex. 1, 2, PG 69, 476; M. DE LA TAILLE,
Mysterium fidei, París 1921, p. 171, n. 1.
19. El sujeto de esta kenosis no es el Verbo de Dios - san Pablo no parece hablar
11 nuca del Verbo en su preexistencia -, sino Cristo. Cristo, cuyos miembros son los fieles,
'" propuesto como ejemplo de abnegaci6n. Además, este despojo es meritorio; la exaltaci6n
de Jesús contrasta no sólo con su muerte, sino con el conjunto de sus humillaciones y las
recompensas, lo mismo que este conjunto es propuesto a la imitaci6n de los fieles. Del
ra rácter meritorio de la kenosis concluye también el te610go que ésta es cosa de Cristo, no
del Verbo preexistente. Cf. A. FEUILLET, L'Homme-Dieu considéré dans SI> condition te-
rrestre, «Vivre et Penser» 2 (1942), 58·59. F. AMIOT, Les idées maltresses de saint Paul,
París 1959, p. 96 s. Sin embargo, en este texto, como en Rom 1, 3; 2 Cor 8, 9, se afirma
implícitamente la preexistencia del Verbo.
normal La aceptación de múltiples humillaciones y la sumisión
final renovaron en el decurso de SIll vida la voluntad de la kenosis
inicial El sufrimiento y la muerte fueron la consagración lógica de
las deficienciasde esta vida humillante 20.
Había una razón para esta renuncia: «Por nosotros se hizo
pobre» (2 Cor 8, 9), «como víctima del pecado [que vencer]» (Ram
8, 3). Se requería esta condición de vida para que Cristo pudiera
padecer (así se explica corrientemente) y para que pudiera colocar
en 1a balanza divina el peso de los méritos de su pasión. Cierta-
mente, «pero en el pensamiento pau[ino la existencia terrena de
Cristo depara la base de una acción redentora más vasta; porque
el Hijo de Dibs vivi'Ósegún esta forma de vida!» y por abandonarla
a cambio de una vida divina la humanidad pasa en Él del estado
de pecado a la justicia de Dios.
Por su existencia histórica, Jesús se coloca entre los hombres
de carne privados del poder y de la gloria divinos, entre los nece-
sitados de salvación, de la vivificante santidad del Espíritu.
Este Hijo de Dios era en la tierra un hombre según la carne.
San Pablo se dice «elegido para pregonar el Evangelio de Dios...
acerca de su Hijo,. nacido de la descendencia de David según la
carne, constituido Hijo de Dios poderoso según el Espíritu de san-
tidad, a partir de la resurrección de entre los muertos» (Rom 1,
3 ss):n. Dos fases sucesivas se oponen en la existencia humana
del Hijo de Dios: la primera empieza por la generación según la
carne y la segunda por la resurrección. Siendo Hijo de Dios, Cristo

20. Otros varios textos convergen en la misma doctrina, distinguiendo dos fases en
la existencia de Cristo, la primera de las cuales es el efecto de un abatimiento voluntario.
Queriendo exhortar a los corintios a la generosidad para con los hermanos de Jerusalén, san
Pablo les propone el ejemplo de Cristo, que «siendo rico se hizo pobre por nosotros» (2 Cor
8, 9). Tampoco esta vez la pobreza caractenza más que la vida terrena. La exiSltencia
de Cristo en una naturaleza humana no constituye en si un empobrecimiento de su divini-
dad, disponiendo al presente de los tesoros de Dios (Rom 10, 12).
21. En este texto se entiende frecuentemente «la carne» por la naturaleza humana
simplemente, lo mismo que la condición del esclavo de Phil 2, 7 y con la misma sinrazón;
el espíritu de santidad designaría la naturaleza divina del Salvador; en virtud de esta
naturaleza divina, es Hijo de Dios; en virtud de la naturaleza humana, hijo de David.
Pero la intención del apóstol no es declinar los titulos que le vienen a Cristo en nombre
de una dualidad de naturaleza, sino oponer dos fases sucesivas de su existencia humana.
La carne designa la naturaleza creada, pero formalmente en la existencia terrena de Jesús,
('n su vida natural.
W. SCHAUF traduce «según la carne» por «dem irdisch niederen Dasein nach ... seiner
inlisl'1l·fieischJichen Existenz nach». Sarx, N.T. Abhandlungen, Münster en W. 1964,
1'. (,4 /¡; d. (,2·67. Igualmente H. BERTRAMS, Das Wesen des Geistes. N.T. Abhandl. 1913,
l' IO'l, n. 1. F. PRAT, La Théologie de s. Pa"l, tI, p. 48$: Según «el parentesco natural».
\' ¡l lllllrrillnllf'n1e CONDREN, L ·idée du, sacerdoce et du sacrifice de 1ésus-Christ, París 1725,
p. Hf, !j: of (':n la Encarnación, [Dios] produce a este mismo Hijo, pero en un seno extraño, y
11' .111 vidn ltlllrl:tl, y un cuerpo que teniendo la semejanza de la carne de pecado ... no
""'11' dllll1r ~iil'lllpn~»; luego cita a Ram 1, 3.
nace hijo de David, y así aparece po¡;,razón de 'su carne. Lleva la
vida de flaquezas propia de la existencia carnal, sometida a las
leyes de la naturw]erza;procede de un antepasado humano y no
parece tener ningún otro padre. Por la resurrección, Dios elevará
a su Hijo por encima del nacimiento davídico hasta el poder que
le corresponde en virtud de un espíritu de 'santidad.
Puesto por debajo del nivel de su dignidad filial, Cristo ve su
libertad encadenada con todos los lazos de la carne; está sometido
a leyes físicas y a obligaciones morales que no convienen al Hijo.
Pese a la dignidad de su persona (Rom 1, 3; Phil 2, 6), no sólo se
ha revestido de apariencias de esclavo, sino que su sujeción radica
en la naturaleza. Por una necesidad de esta naturaleza de carne,
por la ley de su kenosi'S, se sometió a autoridades humanas, al sufri-
miento y a la muerte.
En virtud de la sarx, Cristo estuvo sometido a la servidumbre
especial del pueblo israelita. Pues por su carne se hallaba ligado a
la nación de los hebreos, «de quienes según la carne procede» (Rom
9, 5). Estaba enclavado en el clan dd be]!(,mitaDavid, «este Hi:jo
de Dios hecho hijo de David según la carne» (Rom 1,3).
Habiendo renunciado a los derechos de su condición divina y
aceptado la condición de vida según la carne en el pueblo judío, era
natural que Cristo 'se sometiera a la ley de los judíos: «Nacido de
mujer, nacido bajo la Ley» (Gal 4, 4).. La obediencia a la Ley le
resultaba connatura1. La teología pauITinase apoya en el relato evan-
gélico: Jesús sufre :la circuncisión, sube a Jerusalén y, según las
exigencias de su naciona¡~dadjudía, come la pascua. Únicamente se
cree dispensado de las 'superfluidadesfarisaicas.
La vida t!errenade Oristo no se caracteriza 'sólo por la debi<lidad.
La oposición entre una existencia terrestre según :la carne y una
vida resucitada según el espíritu de santidad (Rom 1, 3 s) proyecta
una sombra sobre la primera. Una vida así es, pues, en cierta ma:
nera, profana. Rom 8, 3 habla hasta de pecado: «Dios envió a su
propio Hijo en semejanza de carne de pecado.» La paiabra «seme-
janrza»deja tan poca duda sobre la impronta dd pecado, como sobre
la realidad de la naturaleza humana de Cristo. El hijo de Dios apa-
reció en una carne tal que se propaga desde el pecado de Adán 2'J.
Afirmando en la misma carta que Cristo murió al pecado (6, 10),

22. La palabra «semejanza» restringe, empero, el alcance de la afirmación. Quiere


excluir de Cristo la convivencia que existe entre nuestra carne y el pecado, y no le reco-
noce más que las deficiencias físicas introducidas por el pecado y que contrastan COn la
santidad divina.
san Pablo supone una especie de sujeción al pecado del que Cristo
se libró por la muerte.
El apóstol va todavía más lejos afirmando· netamente: «Al que
no conoda ell pecado lo hizo pecado por nosotros» (2 Cor 5, 21).
Al igual que «la condición divina» en Phil 2, 6 Y la riqueza de que
habla 2 Cor 8, 9, la expresión «al que no conocía el pecado» evoca
una realidad divina en Cristo, a la que no hace mella el abatimiento
terrestre. Sin embargo, Dios lo hizo pecado por nosotros por razón
de la existencia en la carne 2B, así como lo había sometido a una
existencia de servidumbre y de pobreza.
La primer'a epístola a Ti'moteo no opone naturalezas, la divina
y la humana, sino modos de ser sucesivos en Cristo, «que fue ma-
nifestado en carne, justificado por el Espíritu» (3, 16). Revelado
a los hombres en una humanidad de carne, fue luego justificado en
el pneuma 24. La resurrección reveló la condición real de este hom-
bre, velada hasta entonces bajo el aspecto serv]l de una humanidad
carnal. Después de una existencia que no expresaba su profunda
realidad, Cristo fue justificado, es decir, manifestado en su justicia
y santidad de Hijo de Dios. La vida terrena no se da sin evocar
el pecado precisamente por esa necesidad de una ju:StiJficación.De
ordinario, la justificación supone e~ pecado; en nuestro caso :sugiere
un obscurecimiento de la santidad.
Lo mismo que la pertenencia a ~a estirpe de Abraham, la nacio-
nalidad judía situaba a Cósto fuera de la santidad de Dios: «Cuan-
do, confían en las obras de la Ley 'se hallan bajo la maldición ...
Cristo nos rescató de la maldición de la Ley haciéndose por nos-
otros maldición» (Gal 3, 10. 13).
La muerte a la cua:l Cristo se somete es eil acontecimiento carac-
terístico de su vida tefrena y su síntesis expresiva, el término Iógico
de sus humillaciones (Phil 2, 6-8) yel último efecto de su flaqueza
(2 Cor 13, 4). El momentb de la muerte recapitula tan perfectamente
todos los años «de su carne», que la teología paulina los pasa por
alto, no porque los desconozca, sino porque los resume todos en la
mención de su muerte (Rom 8, 3; Phill 2, 5 ss; Gal 4, 4 s, compa-
rado con Gal 3, 13). Ahora bien, la muerte presentó a Cristo como

23. San AGUSTÍN, Enchiridion ad Laurentium, 13, 41, PL 40, 253: "Propter simili-
Illditlelll carnis peccati in qua venerat, dictus est ipse peccatum.» Cf. L. CERFAUX, Le
('" •.I,\,t dans la théologie de saint Paul, París 1951, p. 128 s. L. SABOURIN, Rédemption sa-
"';/;1";1'11<', Desc1ée de Br., 1961, p. 156.
;~.1. NOHotros creemos que esta justificación es la glorificación de Cristo. El pneuma
{','dll Nil'lllpn~ ligado a la resurrección. La aparición a los ángeles (v. 16) recuerda el señorío
nlll"!' lo:. :'llll~·('ks, efecto de la resurrección. Cf. 1:L-E. BOISMARD, Quatre h'ymnes ba,ptüma-
kl, p. ()h.
hijo de fa raza pecadora. Evocando la cruz, el apóstol escribe: «Dios
le hizo pecado» (2 Cor 5, 21). "
Al decir carne, Ley, pecado y muerte, decimos alejamiento de
Dios, privación de la gloria vivificante de Dios. Desde su vida te-
rrena, Cristo está poseído íntimamente por la santidad de Dios 25.
Pero guarda el secreto de su gloria en lo más recóndito de su ser;
su vida de Hijo de Dios queda oculta en el misterio. Este punto de
vi:sta paulino s:e apoya en el relato evangélico. No sólo el cuerpo,
sino todas las facultades, aun las intelectuales por las que el Salva-
dor se pone en contacto con la vida terrestre y con las que lleva a
cabo la redención, están tan incompletamente poseídas por la vida
divina, que Él puede experimentar en ellas un abandono de Dios.
La sarx reprime la manifestación pujante de la santidad. Es-
tando constituida por el compuesto humano en 'su estado de natu-
raleza, con SUlS energías naturales e insufiáencials, es opuesta y
refractada a 'la santidad divina (Gal 5, 17). No conoce la arrolla-
dora vida de Dios, pues «la carne y la sangre» - el hombre dotado
de solas sus facultades naturales - «no pueden poseer el reino de
Dios» (l Cor 15, 50). El principio es general. San Pablo lo aplica
a nuestro cuerpo, incapaz de entrar en la gloria si no es transfor-
mado por un principio superior. Cristo habría podido decir, como su
apóstol: «Mientras moramos en este cuerpo estamos ausentes del
Señor» (2 Cor 5, 6). Tenía que volver a su Padre y recorrer un
duro camino 26, el de la renuncia a su existencia terrena.

La condición carnal lleva a Cristo a la muerte, y a su vez la muer-


te le libra de la came.
La muerte constituye el término normal de la vida terrena del
25. Según Roro 1, 4, aparece en la resurrección como Hijo de Dios según las exigen-
cias de una santidad que le es inherente, pues (Rom 1, 3) continúa siendo siempre el Hijo.
26. Tal alejamiento es de orden cualitativo; el pensamiento de san Pablo da poca
importancia a la ascensión local. Por causa de la carne, el Hijo es reducido a la condición
terrena y servil; en la gloria, «es constituido Hijo de Dios poderoso» (Rom 1, 4).
En las grandes cartas, la glorificación de Cristo se identifica simplemente con la re-
surrección. En las cartas de la cautividad. la idea de la ascensión acompaña a la glorifica-
ción; pero la subida de Cristo al cielo es ante todo una exaltación personal producida por
la acción resucitadora del Padre (Eph 1, 19-23). La ascensión local adquiere cierta impor-
tancia en Eph 4, 8-10; pero, a juzgar por Eph 1, 19-23, se incluye en la exaltación de
la persona de Cristo, efecto de la resurrección. El himno litúrgico citado en 1 Tim 3, 16
separa la ascensión de la resurrección. Pero al mismo tiempo aplica a la resurrección los
efectos saludables de la glorificación del Salvador: su exaltación por encima de los ángeles
y la predicaci6n a las naciones. Podemos, pues, decir que, según san Pablo, el alej amiento
del Cristo terreno con relación al Padre es sobre todo cualitativo.
Salvador, pues al principio de toda existencia según la carne se
encuentra el pecado, aguíjón de muerte inoculado en el cuerpo del
hombre. El pecado, privación de la gloria inmortal de Dios, se ha-
llaba como concretizado en Cristo crucificado (2 Cor 2,. 21). La
obediencia hasta la muerte estaba incluida en la aceptación inicial
de la carne, cuyo nombre evoca necesariamente la flaqueza y la
muerte: «muerto en la carne», dice san Pedro (1 Petr 3, 18); «cru-
cificado en su debilidad», escribe san Pablo (2 Cor 13, 4).
También la pertenencia por su carne a la raza judía debía con-
ducir a Cristo a la muerte. «Nosotros tenemos una ley, y 'Segúnla
ley debe morir», clamaban los judíos (Ioh 19, 17). Interpretaban fal-
samente su ley. Y, sin embargo, según la teología paulina, la ley
condenaba a Cristo. Así como Jesús se había solidarizado con los
pecadores tomando 'su carne, así también se había solidarizado con un
pueblo prevaricador, tomando carne en la nación judía. El apóstol
confirma el veredicto de los sacerdotes judíos: «Yo he muerto por
la Ley» (Gal 2, 19), es decir, he muerto por la Ley en Cristo, al
que estoy unido; participo en la muerte de CriJsto,con él he muerto,
pues, por la Ley. Ésta había fulminado aa maldición contra las me-
nores transgresiones. La maldición que pesaba 'Sobretodo Israel (Gal
3, 10) la llevaba Cristo en su carne, fue la que le condujo a la muer-
te. El apóstol encadena estas cuatro ideas: nacido de mujer, sometido
a la Ley, sometido a la maldición, muerto en cruz 27.
La muerte es, por consiguiente, el término de la existencia car-
nall de Cristo; nOIla destruye por sí misma, ~ino que es su desen-
lace final. En todo hombre la muerte no es otra cosa que la última
consecuencia de la vida de la carne, la proclamación de la perte-
nencia al pecado, la consagración del reino de la Ley. Lejos de
suprimidas, ella levanta hasta la cumbre la tiranía y la esclavitud.
En Cristo constituye el término de la voluntad de kenosi'S, el despojo
en su desnudez extrema. No borra, pu~, por sí misma la distancia
que separa a Jesús de la vida divina. Si Cristo no hubiera hecho
más que morir, en lugar de verse 'libre por la muerte, habría su-
cumbido a la carne y a:1pecado.
Pero esta muerte es redentora; porque si la vida de 'la carne
conduce a Cristo a la muerte, la muerte, a su vez, le desprende de
la carne. Cuando ella debía coronar la existencia camal y consu-
;~7. «Nacido de la mujer, sometido a la Ley, para rescatar a loS' que están bajo la
1.l',V.» <d :risto nos redimió de la maldici6n de la Ley haciéndose nor nosotros maldición,
pIJe,; eserito está: Maldito el que cuelga de la cruz» (Gal 4, 4 s; 3, 13). Por causa de la
\':trlll', Cri.",t~) está sujeto a la Ley y a la maldición en ella contenida. La muerte es el
('1'('('10 de ('~a sumisión
mar su debiiidad, pone fin a la vid.a. Cristo no sóJo muere por el
pecado, por la flaqueza de la carne, por las exigencias de la Ley;
muere a todo eso. La esclavitud cae de golpe, como unas cadenas,
en el hundimiento de su cuerpo.
Cristo muere al pecado: «Dios, habiendo enviadO'a su propio
Hijo en semejanza de la carne de pecado y como víctima por e'1
pecado, condenó al pecado em Ila carne» (Rom 8, 3). Al entregar
la carne de Cristo, Dios condenó a muerte nuestro pecado que es-
taba en ella incrustado. El apóstol dice también: «Nuestro hombre
viejo fue con Él cruc1ficadopara que fuese eliminado el cuerpo de
pecado» (Rom 6, 6). Nuestra carne pecadora expira en la unión
con Cristo; san Pablo supone que el cuerpo de pecado fue prime-
ramente destruido en Cristo. «Su muerte fue una muerte al pecado»
(Rom 6, 10).
Cristo muere a la debilidad de la carne. Murió una vez para
siempre (Rom 6, 10) Y no está ya sometido a la mortalidad. «Por
segunda vez se manifestará, sin relación con el pecado» (Hebr 9,28),
en medio del poder.
Cristo muere a lais obligaciones de la Ley. El apóstol no dice
solamente: «Yo he muerto por la Ley», añade: «Por la Ley he
muerto a la Ley» (Ga12, 19)..En mi unión con la muerte de Cristo
he muerto a la Ley, como· dice claramente en Rom 7, 4: «Estáis
muertos a la Ley por el cuerpo de Cristo», en el que se extinguió
la Ley. La cédula que testifica las deudas de la Ley y del pecado
fue clavada en la cruz sobre ea mismo cuerpo de Cristo Jesús 28.
Desde entonces asistimos a un resurgir de la condición divina
en Cris:ro. La gloria" velada por la opacidad de ¡SU carne, resplandece
al caer el velo. En adelante comienza una existencia nueva que
contrasta con las deficiencias de la primera.
En Rom 1, 3 s,. la resurrección se presenta como un corona-
miento de la filiación divina en Jesús hombre: «Nacido de la des-
cendencia de David, según la carne, constituido Hijo de Dios pode-
roso ¡según ell elSpíritude \Santidad, a partir de la resurrección de
entre !losmuertos.» Simple hijo de David por su ser carnal, el Sal-
vador resucitó en la majestad filial, según las exigencias de su «espí-
ritu de santidad», que nO'es otra cosa que su santidad nativa 29.
28. Cf. Col 2, 14. «Esta deuda estaba inscrita en la semejanza de la carne del pe-
cado, en la corruptibilidad, en la pasibilidad, en la mortalidad de que se revistió Jesucristo
y que murió con Él para ceder el puesto a la inmortalidad de su resurrección y a la inco-
rruptibilidad de su gloria». M. DE LA TAILLE, «Rech Se. Rel.» 6 (1916), p. 470. J. HUBY,
Épltres de la captivité, París 1935, p. 73.
29. La entronización de Cristo en su nuevo estado es debida a las exigencias de un
«espíritu de santidad». Expresión obscura tanto por su infrecuencia en el NT como por la
El himno de Phil 2, 6-11 celebra la exaltación de Cristo a la
divinidad después de la kenosis voluntaria. Aunque de condición
divina, «no había rei,vindicadoel rango que le igualaba a Dios»,
había aceptado la condición servil del hombre pecador hasta sus
últimas consecuencias, la muerte y la maldición de la cruz. Por
eso Dios le dio SiU'
pmpioi nombre, todo el!poder y la gtlo'riade Dios,
yel universo entero adora y aolama: «¡Señor JesU'cristo!»
De esta manera se consuma en la glorificación el misterio de la
divinidad de Jesús. Despojado de su existencia carnal, el Salvador
llegó a lia gJoriOlsaplenitud de su unión con Dios exigida por su
inherente dignidad de hijo. Hasta en su cuerpo vive ahora la vida
de Dios.
Cristo se opone, pues, a sí mismo, en las fases sucesivas de su
existencia humana, como un hombre de carne a un hombre celeste.
El paso de una a otra fase constituye un proceso de justifi-
cación. El apóstol no lo afirma expresamente, pero lo sugiere con
nitidez.
En Rom 6, 7-10 prueba nuestra muerte al pecado con cla-
ridad evidente: «El que muere [de muerte natural] queda absuelto
de su pecado.» La justicia nada puede hacerle y se deti.ene el pro-
ceso dirigido contra él. «Causa extrañeza que Pablo haya aducido
esta razón, un poco trilvial.El motivo es indudablemente haber que-
rido apoyarse en un principio muy general, aplicable también a
Cristo, pues va a decimos que Cristo mismo en cierta manera pagó

riqueza compleja que en ella se adivina. Algunos quieren ver ahí designada la naturaleza
divina de Jesús, ya que el espíritu de santidad se opone a la carne (v. 3) que, según
dicen, sería la naturaleza humana.
Pero la sarx se identifica no con el elemento creado de la persona del Salvador, sino
con su humanidad natnral, tal como la heredó de sns antepasados. Hablando el apóstol de
¡meuma no designa nunca la naturaleza divina, y la carne contrasta !lO con esta naturaleza,
sino con el Espíritu en persona y con lo que es de la esfera del Espíritu.
De la persona del Espíritu no ~e trata aquí, pues el principio que exige la resurrec-
ción de Cristo parece serIe tan inherente como la carne que condiciona su vida de hijo
de David. La sarx y el pneuma residen en Cristo hombre: la primera es la raíz de su
existencia terrena, y el segundo es la norma de su vida glorificada. El pn<mma afecta a
Cristo en sn humanidad, igual que la «condición divina» (Phil 2, 6), que dnrante la vida
terrena no apareció, pero que por la intervención del Padre triunfó en la resurrección.
Por consiguiente, este espíritu designa la santidad supereminente de que está dotado el
:--;alvador, que, por su ser natural, es un hijo de David, pero gracias a ella es digno de una
vida filial (cL, en este sentido, F. PRAT, o.c., p. 513; W. SCHAUF,Sarx, p. 66 s; J. NÉLIS,
!-es antitheses littéraires dans les épltres de Saint Pa"l, «Nouv. Rev. Théol.» 70 [1948] 372).
La resurrección en la majestad filial se produce «según» el espíritu de santidad, es
decir, segt'lll sus exigencias y siguiendo su norma (cf. 'V. SCHAUF, o.c., p. 67) La gloria
(le la nueva existencia viene exigida y especificada por esa santidad, que es una santidad de
<tutt,ntico Hijo de Dios, a la medida de la vida filial que exige y manifiesta. En la termi-
1 tOlogía teológ-ica se la llamará gracia de la unión hipostática. Pero en el pensamiento del
apóstol esta gracia no se presenta con la desnudez de una noción precisa; es una plenitud
que consagra al ser de Cristo en sus profundidades substanciales y le colma de multi~
tud ,1" dooes espirituales (cf. F. PRAT, a.c., p. 513).
con la muerte la deuda contraída por el pecado» BU. «Su muerte es
una muerte al pecado', y su vida una vida para Dios» (v. 10). En 10
sucesivo ya no es responsable del pecado; la carta a los hebreos dice
que no tiene «reilación con el pecado» (9,28). Tal concepción se basa
en 2 Cor 5, 21: «Dios 10 hizo pecado por nosotros para que en Él
fuéramos justicia de Dios.» Cristo muere bajo el signo del pecado;
pero en el Salvador exaltado (la fórmula «en ;Él» nos transporta al
Cristo celestial) hallamos nuestra justificación: nos unimos a Él,
hecho justicia de Diols por nosotros después de haber sido por nos-
otros pecado.
Mientras que la carne llevaba el sello del pecado, la vida nueva
quedó constituida en santidad. Jesús fue glorificado según su «espí-
dtu de santidad». El apóstol habÍalo ya pregonado en la sinagoga
de AntioquÍa de Pisidia: «Dios le resucitó de entre los muertos
para no volver a la corrupción; así lo tiene dicho: ... no permitirás
que tu santo vea la corrupción» (Act 13, 34 s). El pecado es el
aguijón de la muerte (1 Cor 15, 55 s), y la santidad es estimulante
de la vida nueva; els imposible que eil santo del Diosl vea la corrup-
ción (Act 2, 24-27). Tal santidad, al principio de la vida resucitada,
caracteriza esa vida, que es una vida de santidad, «vive para Dios»
(Rom 6, 10).
Por otra parte, la Gloria de la vida regenerada se aproxima a
la noción de justicia de Dios. El apóstol dice que la humanidad
carnal, la que gravita fuera de la justicia divina, está privada de
gloria, y añade que fue justificada en Cristo, identificando así gloria
y justicia: «Todos pecaron y todos están privados de la gloria de
Dios, justificados [en adelante] ... mediante la redención» (Rom 3, 23).
Humanidad pecadora, humanidad divinizada, tales la signifi-
cación de Ia vida terrena y de la existencia celestial; la muerte se
halla al final de una, y 'la resurrección al principio de la otra.

Queda por comprender el encadenamiento interior de estas dos


fases existenciales: ¿Por qué la muerte separa a Cristo de la condi-
ción servill para encumbrarilo hasta Dios?
Hemos visto que la muerte por sí no es sino el término de la
vida según la carne, la suprema afirmación de la presencia del pe-
cado, el último desfallecimiento de la flaqueza carnal. No es una
liberación triunfal, TI! siquiera una evasión; la muerte no destruye
a la muerte: 3'1.
Sin embargo, el apóstol declara que Cristo por su muerte se
lihró del pecado, de !Jiacarne y de su debilidad mortal, con las mis-
mas palabras con que lo declara su víctima. ¿En virtud de qué la
derrota se convierte en victoria?
Viejas teorías nos hablan de un tributo pagado por Cristo al
pecado y a la muerte, tributo que es al mismo tiempo su rescate;
o también de un derecho de muerte que el pecado podía ejercer sobre
todo hijo de Adán, pero que se extinguió al ejercerlosobre Jesu-
cristo.
Tales construcciones provienen de la imaginación más que del
pensamiento. La teología las ha clasificado y se oyen sus ecos en
exegetas modernos de gran valía 32, siendo así que no parecían jus-
tificadas ni por los principios de!l apóstol ni aun por la expresi6n de
su pensamiento.
La paradoja de un Cristo que triunfa de la carne en el momento
mismo de sucumbir a ella se resolvería fácilmente en la concepción
sanjuanista del «vado ad Patrem», del paso de la condición terres-
tre a la vida divina por medio de la muerte. Se deja el primer térmi-
no de un movimiento cuando se tiende hacia el otro; por la muerte
Cristo se desprende de la condición terrena y del pecado, puesto
que por ella tiende a la resurrección: la muerte rescata porque enca-
mina a la gloria.
Por poco paulina que parezca eista concepción en su forma, es,
en su realidad profunda, la dell ApÓSID1l de 1m genij;iles.Para él la
muerte no es una grandeza estable y solitaria; está en camino hacia
la vida gloriosa.
A veces el apósto[ considera la muerte en e1 aspecto de su
fenomenalidad histórica, y entonces se le presenta como un hecho
en sí distinto de la resurrección; una es efecto de la debilidad car-
nal; la otra, de la fuerza divina (2 Cor 13, 4). Pero los dos hechos
se encadenan, ya que la muerte merece la resurrección. Nos lo
recuerda PhiI 2, 5-11. A cambio de Ial humillación, Dios exalta a
:11. Afirmar lo contrario seria atribuir al pecado y a la Ley los dos principios de la
1IIIlt'l'te, una causalidad en la salvación. Así pues, el apóstol «no concede la menor colabora-
1'il'1I1 ;wtiva al antiguo régimen en el don presente de la justicia» (P. BENOIT, La Loi et
/,' (·,·"i.r. 11. 507) .
.I.~. I.A"RANGE, o.c., p. 148: «Reinaba el pecado y tenia el derecho de infligir a todos
In 111111'1'1('. Cristo, al encarnarse, aceptó esa ley, pero, al causarle la muerte, el pecado
!'r!"dic', 1111 d(·lTeho.» En el mismo -sentido J. HUBY, Epitre aux Romains) Paríss1943, p. 58.
J ,Il 1I1111'1"1c', JHleH, se parecería a la abeja, que pierde su aguijón al servirse de él. Cf.
I 11"'t""". I '".,llIs, Friburgo 1941, p. 316 (versión castellana, San Pablo, heraldo de
1:" I!t~, I IC'I'drl', Ban~el(}l1a 11964).
Cristo a la gloria. La curva que arrastra ¡,ti Salvador desde el derecho
a la gloria di,vina hasta el anonadamiento de la muerte, se endereza al
llegar a este último punto y, en proporción del voluntatio abati-
miento, da lugar a la exaltación por parte del Padre. La resurrec-
ción es el coronamiento de la kenosis, eil término de su mérito.
Si 'san Pablo recurre a la noción de mérito cuando el Cristo
sanjuanista toma la imagen del movimiento local, la realidad subya-
cente no difiere de hecho, ya que el mérito sobrenatural es un mo-
vimiento del hombre hacia la posesión de Dios 33.
Otras veces el apóstol hace abstracción de la fenomenalidad
histórica, en la que 'la muerte se presenta como el efecto de la debi-
lidad carnal, y la consiidera en su único valor r'edentor. Este es el
caso de los textos que tratan de la participación de los fieles en
el acto redentor por medio del bautismo (Rom 6, 3 s; Col 2, 11 s).
Los fieles se unen a la muerte histórica del Salvador, pero fuera
de su fenomenalidad histórica; toman parte en ella en cuanto' mis-
terio de salvación. Así consiciel'ada, la muelrte coillcidecon la resu-
rrección en un solo misterio. La crucifixión y la resurrección, más
que dos acontecimientos separados, son un misterio con dos fases 34.
La justificación del fiel presenta en su realidad única dos aspec-
tos complementarios: uno negativo y otro positivo, la muerte a la
carne de pecado y la entrada en la vida divina. Así pues, la jus-
tificación se efectúa en la comunión y en la conformación con la
muerte y la resurrección del Salvador, que se presentan así en
la unidad de un misterio en el que 'la muerte de la carne es el aspecto
negativo de la deificante resurrección. Esta conexión de ambos
hechos supone en san Pablo lo que afirma san Juan, que Cristo
halló la gloria al final de su pasión, que encontró la vida en la misma
muerte; que la kenosiis era, pues, un movimiento hacia la gloria que
llegaba a su término glorioso en el lugar donde la kenosi~' se reali-
zaba hasta en sus últimas consecuencias: Ila muerte.
De sruyo,'la keno'Sis no orientaba a Cristo hacia la vida en Dios,
puelsto que la existencia carnall acampa frentel a Dios en el pecado
y es contraria a aquella vida. El nacimiento según la carne sitúa al
hombre lejos de Dios, y la muerte, al consumar la vida carnal, no
suprime esa distanc1a. Sin embargo, en Cristo la sumisión voluntaria
a las flaquezas de la sarx hasta su consumación en la muerte repre-
33. La noción del mérito sobrenaLtu'aI se realiza, por encima de las nociones meramente
jurídicas, en el plano onto16gico. Merecer es ponerse en la disposición moral y física que
responda al bien que Dios nos destina, es hacerse apto, en su ser, para la posesión divina
(lUe debe colmar esa aptitud.
34. J. HUBY, Mystiques paulinienne et johanni<¡ue, París 1946, p. 21.
sentaba el más intenso esfuerzo de acercamiento a Dios, pues era
una sumisión de obediencia que arrancaba a'1hombre de la autono-
mía de la carne para llevado hacia Dios por la renuncia de sí mismo,
que ia muerte hace tO[M.Siendo aceptación de 'la carne, la kenosis
era al mismo tiempo su negación.
Para salir fuera de la carne, hacia Diors, Cristo tuvo que ser
activado por un motor superior a la carne, no pudiendo la actividad
de la carne sino confirmar al hombre en su oposición a Dios (Rom
8, 7). Dios también podía decir a Cristo: «Tú no me buscarías si DO
me hubieras hallado» 35.
Por lo tanto', la muerte encaminaba a Cristo hacia el Padre;
podía poner fin a la vida según la carne, pues era su consumación;
no puso fin por sí misma, sino en cuanto tendía hacia la vida en
Dios. «Cristo resucitado de entre los muertos ya no muere, la muerte
no tiene ya dominio sobre él», afirma san Pablo (Rom 6, 9). Es de-
dr, la abolición de la mortalidad está garantizada a Cristo por su
vida nueva: resucitado, ya no muere. «La muerte ha sido absorbida
por la victoria» (l Co'l" 15, 54).
Se comprende la exclamación del apóstol: «Si Cristo no resu-
citó, aún estáis en vuestros pecados» (I Cor 15, 17). Si Cristo no
hubiera hecho más que morir, el movimiento redentor no habría
terminado, la carne de pecado no estaría aniquiiada, la muerte ya no
tendría significación salvífica.

Un texto ya citado de la carta a los Hebreos aparece ahora claro :


«A!lque fue rebajado un poco respecto de los ángeles, a Jesús vemos
coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte:, a fin
de que por gracia de Dios gustase la muerte en provecho de todos» l

(2, 9). La humillación y la muerte alcanzan la gloria como el objeto


de 'su mérito. Este único objeto canaliza todos los méritos de las
humillaciones, 10 mismo que la resurrección constituye el efecto
adecuado de la muerte. Si Jesús «fue coronado de gloria y honor
para que gustase la muerte en provecho de todos», su muerte es
redentora por la resurrección que mereció; no produjo, otro efecto
sino la resurrección de Jesús, en la que está 'la salvación de todoiS36.

\'1. 1't\~;l·:\I,.rC myst(\re de Jésus.


1(1 (¡.I.a IHda (le los sufrimientos de Cristo es la resurrecci6n», ORfGENES, Como in
'{' ud !l'I'IH. 1, P<; 1,1, RS2.
La resurrección forma el objeto fllndamental, primordial y total
de mérito de la pasión. Con demasiada frecuencia la teología co-
rriente pospone este primer objetivo a los méritos adquiridos en
favor de los hombres; la resurrección aparece entonces como el·tér-
mino de una corriente lateral que deriva de la corriente de la re-
dención. Y con todo Jesús está tan solidarizado con la raza de
Adán, que tuvo que merecer para sí lo que quiso merecer para
nosotros. El texto citado no es un caso ratol en la carta a los Hebreos.
Establooe la formuladán teológica de una concepción familiar al
autor, expresada ordinariamente por la imagen de la entrada de
Jesús en el santuario celestial por medio de la muerte:. Este santuario
de la vida gloriosa de Dios constituye la meta a la que se ordena
toda la obra de Crista'. Jesús no penetra en él más que «a través
del velo, esto es, de su carne» (10, 20). La muertel corre este velo
y Cristo, lejos. de detenerse ahí, tiende únicamente a pasar más
allá con ayuda de la misma muerte. La glorificación constituye la
meta de Jesús.
El misterio de la redención se cumple, por tanto, en la humanidad
del Salvador antes de extenderse sobre nosotros. Un episodio de la
pasión .ilustra esta concepción (Hebr 5, 7-9). El autot de la carta
recuerda una súplica, profundamente trágica y emotiva, en la que
se expresa la aspi,ración del Ctisto mortal hacia su salvación en el
Padre: «Habiendo ofrecido en los días de su carne oraciones y súpli-
cas con poderosos clamores y lágrimas al que podía salvarlo de la
muerte, fue escuchado por su reverencial temor. Y, aunque era Hijo,
aprendió por sus padecimientos la obediencia y, una vez consumado,
vino a ser para todos los que le obedecen causa de salud eterna.»
La oración fue dirigida en «los días de ,la carne»; una petición
que brota de 'labios del Cristo terrestre en su existencia de sarx.
La presente en la aotitud de~ «suplicante», del desgraciado que
pide misericotdia; el clamor y las lágrimas expresan el deseo angus-
tioso de una carne dolorosa. Gime en su propio nom1xe, y se dirige
al Padre «que puede salvarle». No suplica ser librado, de la muerte
desinteresadamente y en provecho de los extraños 37. Nos extrañan y
nOSchocan esa debilidad y ese deseo: hubiera sido más heroico acep-
tar a sangre fria la muerte que salva a'l mundo. Pero tal extrañeza
nace de una incomprenlsión: olvidamos que el drama de la humani-
dad que mendiga salvación debía representarse en Cristo, y a Él pri-
meramente debía «salvar» el Padre.
Algunos piensan que Jesús pidió verse libre de la muerte y que
fue escuchado de modo distinto del que había pedido, por la resu-
rrección :18. Tal interpretación no tiene en cuenta los matices del texto.
La oración se dirige al Padre que puede salvarle de 'la muerte, pero
no formula la intención de librarse de la mue!fteJ.CuaiqUlieraque sea
el deseo instintivo de su oarne, Jesús acepta la voluntad de Dios,
pero su angustia va en busca del Padre, de su socorro y salvación.
Fue escuchado por su reverencial temor y por su profunda pie-
dad filial. No es que la muerte le fuese perdonada. 'Él no había pe-
dido tal exención. Dios le perfecciona a tmvés del sufrimiento en la
gloria. En la resurrección es atendida la, súplica: Fue escuchado en
cuanto que Dios le resucitó y le dio' en posesión todas sus prerroga-
tivas, cuya condición y fuente fue la resurrección y a las cuales hace
alusión el autor con estas palabras: «Causa de salvación eterna» 39.
El episodio que este texto supone - parece ser d de Getsemaní-
es emocionante.
El Hijo de Dios era, en su naturaleza humana, tan hombre como
otro cualquiera y en ella la ruina del pecado había tomado cuerpo,
de ta:l manera que la redención vino a ser para Cristo un drama
persona'! que se desarrolló tota!Imenteen Él. Sin duda, no tenía ne,-
cesidad de ser justificado de ningún pecado propio, pero se había
sometido al estado de nuestra miseria hasta el punto de llegar a ser
«la boca de nuestra naturaleza» 4tl, por la que gritábamos nuestra
necesidad de Dios; tuvo que pedir para sí mismo «que el poder
de la muerte fuera reducido a la nada y cobrara fuerza esta vida
que en otro tiempo' había sido dada a nuestra naturaleza» n.
«Pues como los hijos tenían una naturaleza de carne y de sangre,
Él tomó una completamente semejante para destruir por su muerte
al que tenía el dominio de la muerte, esto es, al diablo» (2, 14).
Compartió nuestra miseria para hacemos triunfar en Él. Dios
«perfeccionó por eíl sufrimiento al autor de la salvación que debía
llevar muchos hij()lsa la gloria» (2, 10), y, «consumado, viene a ser
en adelante para todos los que le obedecen causa de salvación eter-
na» (5, 9).

IH. ¡';''J'lUS. D. Buzy en su traduccióu del N.T., París 1937 .


.I'l. A. Lm.fONNYER, Les Ép!itres de swint Pool, PatIs 1907, t. 1I, p. 218.
·111 T' ..OIIOI".;'!·O, Como in 1 Cvr 15, 27 s; Hebr 2, 5-8. PG 82, 360, 692.
-11 ~;.'N Clllfl.O 11E AT.EJANDRÍA, Ad Reginas de recta fide oratio altera, 40, PG 76,
111"
De las páginas, que preceden podemos deducir estas conclusiones:
1. La redención de la naturaleza humana es un drama que se
desarrolló primeramente en Cristo; se presenta en Él como una
transformación santificante cuyos polos opuestos son: el estado de
carne pecadora y la santidad de vida divina.
2. Esta transformación se verificó en la muerte y en la glori-
ficación como en un misterio único, pues la muerte no es término de
Ila carne de peoado sino en cuanto desemboca en la glorifiación,
principio de vida divina.

Vemos, además, que la muerte y la resurrección están ligadas al


misterio fundamental de la encarnación. La muerte consuma la vo-
luntad inicial de kenosis, consagra la debi'lidad humana de Cristo y
su priv:ación de gloria; pero al mismo, tiempo destruye el estado de
kenosis provocando la resurrección. Ésta es la vida divina del Hijo
de DiolS,maruifestada en 'la humanidad por la cual renunció a toda
vida que no fuese de Dios; la resurrección es el misterio de la en-
carnación en su plenitud gloriosa.
En adelante nos preguntaremos por qué camino llega hasta nos-
otros la redención que se cumplió en Cristo sollo. Pero será oportu-
no considerar previamente el drama redentor una vez situado en el
marco preparado por Dios mismo a través de la historia de la huma-
nidad y capaz de abarcar su compleja realidad: el sacrificio.

In. LA MUERTE Y LA RESURRECCIóN


EN EL MARCO DEL SACRIFICIO

JesúS mismo condensó su acto redentor en la noción del sacri-


ficio. En fas palabras de ~a última cena, traJsla i:magen de ¡SU muerte
surge el recuerdo del sacrificio que había sellado la antigua alianza:
«Ésta es mi sangre,. la sangre del Testamento derramada por mu-
chos.)} La sangre de Cristo es derramada en sacrificio, como la de
las víctimas a1 pie del Sinaí, para inaugurar un nuevo Testamento.
San Pablo, a su vez, coloca la redención en esta categoría cultual:
«Nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado en sacrificio
(1 Cor 5, 7). La mayor parte de los ensayos teológicos sobre la
muerte de Cristo parten de esa idea ~2.
Pero cuando queremos introducir el acto redentor de Cri:sto en
las nociones sacrificiales que nos transmite la historia de las reli-
giones, vemos cuán estrecho es ell molde. ¿Cómo comparar la inmo-
lación de un animal con la entrega de sí mismo hecha por un hombre
que es Dios, sacerdote y víctima a la vez, ofreciéndose sin ningún
aparato ritual, inmolando en sí al mismo tiempo toda una asamblea
de fieles?
Sin embargo, para nuestro deseo de comprender la redención
no hay otro camino mejor trazado. Si, al decir de Cristo, el acto re-
dentor es un sacrificio, debe descubrirse en él todo el sentido del sa-
crificio tradicional; desde luego, en otro plano, el de la plenitud.
El estudio de las religiones ha distinguido entre la multiplicidad
de fonnas sacrificiales una corriente profunda que las arrastra y
reduce a cierta unidad.
El sacrificio constituye a los ojos de los hombres el medio de
reconocer los derechos de la divinidad y de satisfacer el deseo innato
de uniirse a ella. Un doble 'deseo, a veces desfigurado, impele al
hombre a ofrecer sacrificios: el deseo de honrar el soberano poder
de la divinidad, poder ya auxiliador, ya vengador de ultrajes, y el
deseo más interesado, que constituye un homenaje de unirse a ese
poder.
La acción sacrificial se desarrolla en dos tiempos. En el primero
el hombre es actor, toma la iniciativa de ofrecer un don a Dios. El
segundo termina en el misterio, de la divinidad: si la ofrenda es digna
de ser aceptada, Dios la acepta; y como Dios no acepta un don sino
a cambio de otro, permite a la criatura comulgar con su divinidad.

El sacrificioesesenc~almente un don. El desasimiento de sí en


favor de los demás, constitutivo de toda entrega sincera, es la expre-
sión más real del deseo de reconocer la soberanía divina. El hombre
csmgc el bien material más precioso, el que sostiene la vida; un
'1,:, ,'1, ¡10m 3, 24 ss; Eph 5, 2; Hebr 7, 27; 9, 14, 28; 10, 12-14; 1 Petr 1, 2. 18;
I 1,,11 1, '/; AI'le 7,14,
alimento, o un ser con vida, y que además le sea querido y útil,
un anima:!doméstico, y lo ofrece a I5ios. Tal es, restringiéndonos al
ámbito de la Biblia, el culto hebreo yel de otras religiones semíticas:
un don43•
La voluntad del oferente es que su don Sea recibido por Dios
y pase a propiedad divina. Claramente se expresa esta voluntad
cuando la ofrenda está constituida por un alimento '4. La idea de
ofrecer un banquete a los dioses aparece muy acusada en las religio-
nes aJsiriobabilónicas;se expresa hasta en 100 sacrificios sangrientos.
Lo mismo sucede entre los hebreos. El altar es <da mesa de Yah-
veh» (Ez 41, 22; Mal 1, 7. 12), Y hasta la víctima sangrante que
en ella se pone es «el pan de Yahveh» (Lev 3,11; 21, 6.8.17 Y
pass~m)'5.
Cuando el hombre hacía el gesto de la ofrenda, no esperaba que
Dios respondiese simplemente: «Está bien, acepto este movimiento
de tu corazón.» Aspiraba a ver su don en las manos de Dios, acep-
tado por Él como propiedad suya, con una aceptación que no sólo .•.\
fuera una aprobación, sino una posesión del objeto por la divinidad.
Ahí está el término de toda donación; sin aceptación real no se con-
suma el sacrificio.
Para preparar este traspaso a la propieidad di,vina, el hombre
acompaña el gesto de la donación con un rito que separa la ofrenda
de todo uso profano. Inmola la víctima y pone fin a su existencia
anterior a fin de que así pueda convertirse en una cosa consagra-
da a Dios.
El estudio de las religiones antiguas no peirmite considerar la
inmolación como una destrucción: está al servido de la oblación,
constituyendo eI1 elemento negativo de 'la transferencia de una cosa
profana a la propiedad divina. Frecuentemente había preparaciones
43. «Entre los asiriobabi1onios, el sacrificio es un don, un presente; y una de las
expresiones más corrientes de las tablillas rituales es la siguiente: ante tal o cual divinidad
ofrecerás un presente» (A. VINCENT, La religion des ;udéo-oraméens d'Élephantine, Paris
1937, p. 182). Entre los hebreos, la noción que convieue a todas las formas de sacrificio
es la del q01"ban, la «ofrenda», o también de la minhah, el «don». Q01"ban se llama el
holocausto (Lev 1, 2 s. 10); el minhah (2, 1), el sacrificio pacifico (3, 1), el sacrificio por
el pecado (4, 32). W. MOELLER,Biblische Theologie, Zwickau 1937, p. 223; P. HEINISCH,
Theologie des AT, Bonn 1940, p. 190; F. NOETSCHER, Biblische Altertumskunde, Bonn
1940, p. 327: «Lo esencial en el sacrificio es el don, el renunciamiento a la propiedad de
una cosa en favor de la divinidad.»
44. En las religiones semiticas, y sobre todo en las asiriobabilónicas, «el sacrificio se
presenta con un carácter alimenticio muy acentuado» (P. DHORME, La religion assyro~
babylonienne, París 1910, p. 265; LAGRANGE,Études sur les religions sémitiques, París
'1905, p. 266). «La materia de los sacrificios es siempre un objeto que puede ser comido
y bebido» (LAGRANGE,o.c., p. 267)
45. «A toda oblación que presentes le pondrás sal» (Lev 2, 13; Ez 43, 24); pues no
tenía que faltar en la mesa de Yahveh «la sal de la alianza», que nunca faltaba en la
comida de amigos. Tomar la sal con alguno es ser su huésped (Esdr 4, 14).
minuciosas, lustraciones, que trataban de hacer la víctima capaz de
pasar a la pos,es~ónde Dios 46.
El hombre había imaginado el altar y pensaba captar en este
símbolo la incomprensible divinidad. El altar ¿era figura de la
divinidad misma o tan sólo su mesa? Tanto 10:uno: como lo otro '7.
El sacerdote colocaba la víctima sobre el altar como si fuera la mesa
de Dios y como en su seno. La sangre, elem~to sacrificial por exce-
lencia, «en el cual está la vida», era derramada sobre 100 cuernos
del altar, que figuraban más especialmente a la divinidad 48 (Ex 29,
12; Lv 4, 25. 30).
El fuego ultimaba esta consagración de la víctima 49. Hacía pasar
la ofrenda a la posesión de Dios (Lev 2, 16; 3, 11. 16) «Sacrificio
del suave olor», expresión frecuente en la Biblia. Es más, en su viva
inmateria'lidad era como una emanación de Dios: «Yahveh, tu Dios,
e's un fuego devorador» (Deut 4,. 24).
Recibiendo la ofrenda realizaba el deseo de que <da divinidad
penetrase [la víctima] y se apoderase de ella» 50.
POlfsu simbolismo, todoo esto~ átos tratan de transferir la víctima
del dominio profano al recinto sagrado de las cosas trascendentes.
En la mentalidad primitiva, e!!efecto de los ritos no se 'limita a la
significación; para ella, los signos tienen una eficacia rearlizadora. La
víctima queda así consagrada como un bien divino; podremos cam·
biar la palabra «sacrificio» por la expresión «santificar una víctima»
(Deut 15, 19). Está tan penetrada de la divínidad, que de ella emana
la santidad de Dios sobre el que la toca, y quien la come entra en
comunión con Él 51.
Por consiguiente, el sacrificio era un traspaso y una transforma-
ción. Cuando en las liturgias solemnes uofuego «salía de Yahveh»
(Lev 9, 23 s; Par 7, 1-3) Y se apoderaba de Ia víctima, no aniquilaba
el don de los hombres, lo santificaba, lo divinizaba.

46. «Las lustraciones que sufría la víctima... muestran que se trataba de hacerla di-
vina.» (LAGRANGE,a.c., p. 268).
47. La idea del altar representando a la divinidad está atestiguada lo mismo que la
idea del altar-mesa del dios (cf. LAGRANGE,a.c., p. 191).
48. Según una costumbre que provenía de las religiones semiticas, cuatro cuernos se
elevaban en los áugulos del altar. Como supone GRESSMANN(Die Ausgrabungen in Paliistina
und das AT, Tubinga 1908, p. 27 s), tales cuernos 110 eran otra cosa que maszeboth colo-
cadas en el altar sobre estelas donde se incorporaba la divinidad y que se veneraban en
lugares de culto. Eu ellas se hacía preseute la divinidad.
49. En los cultos asiriobabilónicos, «el fuego servía de intermediario entre los hom~
1Jrcs y los dioses» (P. DHORME,a.c., p. 269).
50. LAGRANGE,a.c., p. 268.
51. Por eso hay que ser puro para comer de una cosa sacrificada (Lev 22, 4-7); y
porque es una cosa santa e intangible en el uso_ profano, es preciso quemar la víctima
si no ha podido ser consumida en la comida sagrada (Ex 29, 34 y passim).
La concepción del sacrificio antiguo pasó al NT. Para Jesús el
altar santifica la víctima (Mt 23, 19), Y según san Pablo este efecto
es común a los sacrificios de las diferentes religiones, la víctima es
entregada al dominio de la divinidad. «Milrad al Israel camal. ¿No
participan del altar los que comen de las víctima's? .. Lo que sacri-
fican los gentiles, a los demonios y no a Dios 10 sacrifican. Y no
quiero que vosotros tengáis parte con los demonios. No podéis
beber el cáliz del Señor y el cáliz de los demonios. No podéis tener
parte en la mesa del Señor y en la mesa de los demonios» (l eor 10,
18. 20 s). Er quei COlmede una víctima sacrificada sobre el altar, co-
mulga COnla divinidad tanto entre ¡losgriegos y judíos como entre los
fieles de Cristo. La hostia ha penetrado hasta en la divinidad y se
ha compenetrado con eHa 52.
Si la antigua institución sacrificial ha de servir de guía y de ilus- ~\
tración para la comprensión del acto redentor, hay que creer que el
sacrificio de Cristo fue una donación transformante, en la que la
víctima, privada de su ser profano, fue asumida en Dios.
A la verdad, los autores del NT no desarrollan con constancia
'la teo[ogía sacrificial de la redención para llevar1a hasta esta defi-
nición. Han tomado eil aspecto esencial del acto redentor, condu-
ciéndolo como un paso de Cristo desde su existencia terrestre a la
propiedad de Dios; pero, al situarlo en el marco de un sacrificio ritua~,
no han explotado metódicamente la riqueza de la ana:logía. El teólo-
go debe someterse a un trabajo de mosaísta, viéndose obligado a
unir ideas fragmentarias en la cohesión de una síntesis, cuyo diseño,
empero, está trazado por la noción de sacrificio común a los autores
de ambos Testamentos.
A semejanza del sacrificio antiguo, la muerte de Jesús fue una
donación. Él mismo 10 considera así: «El Hijo del hombre ha ve-
nido ... a servir y dar su vida en redención de mucho's» (Mt 20, 28).
Al instituir un rito de comunión con su muerte, sobreañadiendo a
la realidad de su sacrificio un elemento' figurativo, toma pan y vino,
dos alimentos que las religiones primitivas ofrecían a Dios para dar10s
luego en comunión, después de haber pasado a la propiedad divina.
Traducida en términos sacrificiales, 'la muerte de Jesús es, pues, inter-
pretada como el 'signo de la donación. Por otra parte, Jesús explica:
52. Según una concepción más material atestiguada por inscripciones (cf. A. "MÉDE-
BIELLE, D. B. SuppI., arto Ezpiation, col 149 s), el mismo dios entra en la víctima.
«!Éste es mi cuerpo, que es entregado por vosotros» (Le 22, 19).
Los apóstoles recogen la afirmación: «¡Se entregó, se dio!» (Ga:l
1, 4; 2, 20; Eph 5, 25; Tit 2, 14). ¿A quién se entregó? ¿A Dios,
a los hombres, a los verdugos? A los tres sin duda, pero la idea se
articula así: por ellamor a los hombres se entregó 'a Dios por mano
de los verdugos. El acto redentor es una donación de amor: «Se
entregó por nosotros a Dios en oblación y sacrificio de suave olor»
(Eph 5, 2; Hebr 9, 14). Por la muerte, Cristo tiende y se eleva hacia
un dominio de Dios sobre Él, como los sacrificios que subían en-
vueltos en humo hasta Dios.
¿ Qué ·tenía, pues, que dar quel no fu~e ya del Padre? Ya lo
sabemos. Su ser estaba completamente enraizado en Dios. Pero
mientras con este fondo substancial se sumergía en Dios y lo com-
prendía, su existencia estaba adaptada a este mundo que no perte-
nece a la trascendencia divina; aparecía como profana, detenida ante
el umbral del templo. La economía de la redención había mantenido
en Cristo un yo preliminar para permitirle penetrar así en el santua-
rio en el que ya estaba esencialmente presente.
Para completar el dominio de Dios sobre Él, Jesús se entrega
al Padre inmolando ese yo lejano. Él mismo Io declara: <AYL&1;;w
tfL<xv't'6v, «yo me santifico» (Ioh 17, 19), es decir, me consagro a
Dios en sacrificio53. La palabra hebrea correspondiente dice, en su
significación usual, consagración a Dios, traspaso al dominio de lo
diivino. La sant~dad de Dios es de: cuaJidad física; es sinónima de
la trascendencia de su ser (1 Reg 2, 2; Ps 99, 1-5; Is 57, 15). Una
criatura es santificada por el hecho de salir del mundo profano y
penetrar en el círculo del ser divino: la santidad de la criatura es
de orden cultual. La santificación exige una separaoión deil mundo
profano, una inmo[:aoi6n~ en cuanto e] objeto es capaz de ella ~
y exige una oblación; se confunde con el sacrificio (Ex 13, 2; Dent
15, 19) 54. Jesús define su pasión como un sacrificio por el que se
consagra a la santidad de Dios inmolando su ser terreno 56.
La donación sacrificial sólo se completa en la aceptación divina.
53. Los intérpretes antiguos y modernos han visto en esta expresión un ténnino sa-
crilicial. SAN JUAN CRISÓSTOMO parafrasea: «Yo te ofrezco un sacrificio» (In Ioh 17, 19,
1'(; 59, 443). Sin embargo, la mayor parte no piensa más que en un aspecto de la dona-
l'i!'lll ~aerificiaI; la inmolación, que estaba necesariamente presente en el horizonte del
I'¡'ll"ólllliento de Cristo, pero no lo llenaba.
S,1. SAN AGUSTfN (De' Civ. Dei, 10, 6, PL 41, 283) escribe en este sentido: «Todo
Ilolllhn' consag'rado por el nombre de Dios y dedicado a Dios es un sacrificio en cuanto
11IlWl1' al 1I111TH10 a :fin de vivir para Dios.»
';'" le ASTING, Die Heiligkeit im Urchristentum, Gotinga 1930, p. 314 s; «'Ayt&l:;etv
'H:nilWH ~:f'paraeióu del mundo profano y entrada en la órbita divina ... El enviado divino
l'llll¡¡ 1"" lif,ac!lIras que le atan al mundo profano y vuelve al Padre.'>
¿Aceptará Dios la entrega que de sí mismo hace Cristo, la recibirá
y la penetrará con su santidad? Ciertamente, si Dios acepta un
sacrificio; pues Cristo «se ofreció en sacrificio de Suave olor» (Eph
5, 2), cordero sin mancha, sin defecto (l Petr 1, 19).
Si lo acepta, no ~rá sólo con un signo de aprobación; la menta-
lidad sacrificial exige una posesión rea'! de Ja víctima por la santidad
de Dios. La eficacia de los ritos antiguos no superaba el valor de los
signos, pero en el sacrificio de Cristo,. que no implica ningún aparato
ritual, en que todo es realismo, la aceptación ha de ser real a su vez:
la divinidad se abre para recibir la víctima y se vuelve a cerrar
sobre ella. En la oración sacerdotal, que trata de hacer aceptar el
sacrificio y hacerlo llegar a sus fines redentores, el objeto primero de
la súplica de Jesús es la glorificación. Así parafrasea un comentador
el «Padre, glorifica a tu Hijo» (Ioh 17, 1): «exáltale, por la acep-
tación de gran sacrificio, al estado de gloria» 56. La glorificación
es aquella divina aceptación de la víctima sin la cual la ofrenda
no llegaría al término a que debe llegar y que la especifica como
una santificación, un sacrificio. «Yo me santifico», dice Jesús: por
la inmolación y la oblación de mí mismo, paso a la santidad de Dios.
La carta sacerdotal, a los Hebreos, pone vigorosamente de
relieve el pape:! final que en el sacrificio redentor desempeña la
gloriosa vida de Cristo.
Un discípulo de Pablo demuestra la plenitud de la salud rea'liza-
da en Cristo a cri1stianos, a los que quiere restituir el fervor de la
fe (3, 12 s; 6, 12; 10, 25) yel «gozoso orgullo de la esperanza»
(3, 6). La realización de tal salud es total y definitiva, tanto que la
esperanza anclada en ella no puede verse confundida, y la infidelidad
a esta gracia no dejaría posibilidad alguna de salvación (10, 26).
El autor, acostumbrado a seguir en el desarrollo de los sacri-
ficios mosaicos la trama de la oblación de Cristo, prueba la efica-
cia decisiva del sacrificio cristiano poniéndolo constantemente en
paralelo con los ritos antiguos, que en su impotencia no fueron
jamás capaces de abrir a los hombres el acceso a la vida eterna.
En la liturgia del A.T. escoge el sacrificio más solemne, el más
significativo, el de!l Kippur. Una VClZ ail año el sumo sacerdote,
habiendo inmolado un toro y un macho cabrío delante del santuario,
penetraba con su sangre a través de la primera tienda hasta. el Santo
de los Santos. Así llevaba la víctima, su vida que está en su sangre,
a la morada de Dios y rociaba la tapa del arca sobre la que residía
Yahveh. Colocaba la víctima, en cuanto puede: hacerla el hombre,
en el seno de Dios 57.
Sobre este diseño bütrda el autor el relato del Isacrificioreden-
tor. Mientras que los ritos 1evítico:sno santificaban sino «en figura»,
no habiendo nunca entrado el sumo sacerdote y la víctima sino en
un santuario «figurativo», Cristo expía el pecado y entra en co··
munión con Dios, penetrando con su sangre en el verdadero san-
tuario de Dios. Y ahora ya todo hombre tiene acceso a Dios en
Cristo (lO, 19 s).
El punto de comparación entre los dos sacrificios se sitúa
en el movimiento que conduce a Cristo, como al sumo sacerdote
hebreo, al interior del santuario. Allí es, pues, a los ojos del autor,
donde se sitúa Io esencial de la obra de Cristo, su superioridad y
su carácter decisivo 58; en este movimiento sacrificia1que introduce
a Cristo en el santuario divino: «Pero Cristo, constituido pontífice
de los bienelSfutUfOIs,entró una vez para siempre en un tabemácuGo
mejor y más perfecto,. no hecho por manos de hombres, esto es,
no de esta creación; ni por la sangre de Io's machos cabríos y de
lqs becerros, sino por su propia sangre entró una vez en el san-
tuario,. realizada (así 5~) la redención eterna» (9, 11 s).
Los exegetas no están de acuerdo cuando tratan de fijar el iti-
nerario l'ecorrido por Cristo. ¿Cuál es esa tienda «no hecha de
mano», antecámara del santuario íntimo de Dios? El cielo mismo
o los cielos inferiores, según no pocos modernos: «Hay que com-
prender que Jesús, después de su resurrección y por su ascensión,
atravesó 10'scielos para llegar a la presencia de: Dios» 60.
Para los antiguos, sobre todo los griegos, esta tienda es el cuer-

57. El kapporeth (la cubierta del arca) realizaba ec"celentemente el sentido del altar,
ya que allí, entre dos querubines, aparecfa Yahveh (Lev 16, 2) Y reinaba permanentemente
entre el pueblo (l Reg 4, 4; 2 Reg 6, 2; 4 Reg 19, 14 s; 1 Par 13, 6; 28, 2).
58. Según los trabajos sobre la estructura de la ep¡stola, emprendidos por L. VAGANAY,
Le Plan de l'épitre il'u:r Hébreux, en Mémorial Lagrange, Pads 1940, p. 269·277, Y con·
tinuados por A. VANHOYE, La structure centrale de l'épitre aux Hébreux, «Rech S. Re!.»
7 (1959), 44·60, los versfculos 9, 11·14 forman el punto central y culminante de la ep¡s.
tola. El autor dice expresamente en el cap. 8, 1 que el acceso de Cristo cerCa de Dios
forma el «punto capital» de su discurso.
59. La redención eterna no se obtuvo por una inmolación precedente, sino por la pe·
nctraci6n misma en el santuario. «Los aoristos etoi¡A0ev y eúp&v.e'l)o~ expresan una sola
y misma acción.» C. SPICQ, L'ÉpUre a'ltx Hébreux, t. II, Pads 1953, p. 257.
60. C. SPICQ, op. cit., p. 256. La interpretación se apoya en 4, 14 Y 9, 24. Pero según
/l, 2~, Cristo penetra 110 a través de los cielos, sino en el cielo. Si 4, 14 hablara de los
c'iC'1oHinferiores, este versículo no podría servir para explicar 9, 11, pues según la cosmo-
IrIKln But il{ua y la afirmación expresa de 1, 10, los cielos son «hechos de mano» y perte·
llf'('('1J 11 ('sta creación. En 4, 14 quiere decir el autor que la obra de Cristo se realiz6 al
Idvrl Ik la trascendencia celeste. La importancia misma atribuida al hecho de atravesar la
11"111111 ('xc'll1)'t' una interpretación cosmológica, pues para Heb como para todo el N.T.
111ll-dr'lll'illll t'~; ilchirla a la muerte de Cristo.
po de Cristo. puesto que fue en su propio cuerpo donde Cristo realizó
el paso que le introdujo en el santuario divino. La comparación
del cuerpo con una tienda es familiar a 'la Escritura (Is 38. 12; 2 Cal'
5, 1-4; 2 Pe 1, 13). Y la antítesis entre el templo hecho de mano
y el cuerpo de Cristo muerto y resucitado es un dato tradicional
(Me 14. 58; Lu 2, 19; d. Act 6. 14 Y 7, 48). 'B1papel capita!len la
realización de la salud atribuido al hecho de atravesar la tienda
obliga a identificar a ésta con la pasión de Cristo, a 'la cual sola
se atribuye en el resto de la epístoJa la misma eficacia de salud.
Cristo penetra en el santuario gracias a este acto de atravesar (la
tl'enda) no menos que pOTla virtud de su sangre (v. 12; lO. 19).
Más tarde se expresa ell autor sin ambagues: «a través del velo
(del templo), es decir. de su carne» es como Cristo se abre camino
y penetra en el Santo de los Santo!s (10, 20) 61.
En el templo terrestre, d Santolde los SantolSera poco menos que
inaccesible; la acción de los sacerdotes ordinarios no pasaba nunca
de 'la primera t1 enda, quer1endo Dio!s enJseíIarque el :santuario en
i

que se consuma la comunión divina permanecía cerrado en tanto


subsistiera aquella antecámara de la salud, el Antiguo Testamento,
que los ritos mosaicos no lograban rebasar (9, 8 s). Pero en el
plano de las cosas «verdaderas» realizó Cristo, en una acción de
eternidad. lo que no había podido nevar a cabo el esfuerzo mil
veces l'epetido de lios sacrificiois: prusandoa,l otro lado de la trenda
penetró para siempre en el tabernáculo Íntimo de Dios.
Este último santuario es morada de misterio. Aquí también una
interpretación espacial quedaría por bajo del pensamiento del autor 6'l.
61. A esa interpretación se hacen diversas objeciones: Si la tienda era el cuerpo cle
Cristo, éste se vería despojado de su cuerpo después de atravesada. Pero este razona·
miento no tiene en cuenta el contexto, ya que el punto de comparaci6n entre las dos litur-
gias del A.T. y del N.T. no es el edificio cultual en sí mismo, sino el hecho de atravesado
el sumo sacerdote. La afirmación versa sobre el realismo eterno del acto de atravesar la
tienda y de la entrada en el santuario: Cristo es el ministro de un sacrificio, cuyo movi-
miento va a terminar en Dios. Otra obieci6n: la tienda no hecha de mano «no es de esta
creaci6n» (9, 11), al paso que Cristo, por su carne, fue de este mundo (2, 9.11.14). Pero
la epístola recoge aquí la tradici6n según la cual Cristo es, gracias a su muerte y en su
resurrecci6n, «el templo no hecho de mano». A través de toda la epístola se mantiene la
oposici6n entre la creaci6n c6smica a la que pertenecen las cosas del A.T. y particular-
mente el templo (9, 1) y la realidad critica. Estas dos realidades se sitúan a dos diferentes
niveles del ser: las primeras, terrestres, no son sino la sombra de la segunda, que es
«verdadera», «eterna». Aunque el autor sabe que Cristo está implicado en este mundo
por su cuerpo de carne, lo sitúa en su sacrificio en un plano de eternidad, fuera de esta
creaci6n y de su liturgia ineficaz, puesto que «Cristo se ofreci6 a Dios en un Espíritu
eterno» (9, 14).
62. Hay quienes opinan que el autor, fiel a la concepci6n antigua, que dividía el cielo
en compartimentos superpuestos y separados, quiso trazar un paralelo riguroso entre la
entrada de Cristo en el cielo y la del sumo sacerdote hebreo en el tabernáculo: Cristo,
habiendo atravesado los cielos inferiores, penetraría en el empíreo, residencia de Dios. Es
ésta una materialización de las relaciones de la imagen con la realidad, que no responde
La realidad celestial que corresponde al Santo de los Santos se
sitúa a una altura que trasciende las realidades materiales. A través
de la inmolación, el gesto de Jesús va a rematar en Dios: la entrada
el1l el santuario es sinónimo de entrada en la gloria (2, 9 '8), de
presencia deilantlede Dios (9, 24), de sesión a la diestra (1, 3.13;
8, 1; 10, 12; 12, 2), que significa el goce consustancial de la divi-
nidad. El efecto de la muerte de Cristo, presentado en forma cultual,
se identifica con 10 que es siempre en la epístola: comunión con
Dios 63.

Ahora bien, esta entrada en el santuario es un elemento del


sacrificio, su fase final; la inmolación y la ofrenda llevan a Cristo
hacia Dios, en ouyo seno viene a desembocar 1 movimiooto de
sacrificio.
La yuxtaposición de la entrada de Cristo en la gloria y el rito
del kippur imponen esta conclusión. Según tal paralelismo, la en-
trada en la gloria se presenta como la última fase de un sacrificio.
Pues la aspersión de la sangre sobre el propiciatorio (Lev 16) era
el último acto de ofrenda, el más significativo, por el que la víctima
se ponía muy cerca de Dios, ~ indicaba al mismo tiempo la acepta-
ción M. Así lo entiende la carta; el sumo sacerdote de Israel ofrece
la sangre llevándola al santo de los santos (9, 7). De igual manera
presenta Jesús su sacrificio a la divinidad. La oposición entre el
sacrificio de Cristo y los sacrificios diarios sugiere la misma con-
clusión. En tiempo de la prefiguración, los sacerdotes, de pie en el
tabernáculo, se ocupaban «en ofrecer día tras día los mismos sacri-
ficios» (lO, 11), porque estaba prohibido el acceso al santo de los
santos, imagen del verdadero santuario de la divinidad y en el cual
serían coll'sumados (9, 6-8). Pero «[Él, habiendo ofrecido por los
pecados un solo sacrificio, se sentó para siempre a la diestra de
Dios» (10, 12). Su sacrificio fue decisivo porque terminó en Dios.
Bajo la luz que despilde la liturgia prefigurativa, aparece la
glorificación de Jesús como el coronamiento del s'acrificio, su acep-
al pensamiento del autor. Por 10 demás, el punto de comparación no es el santuario en sí
mismo, sino la entrada en el santuario. Lo único que importa, por tanto, es saber en qué
consiste para Cristo la verdadera entrada en el santuario.
63. «Como 10 entendía el padre Condren, el templo celeste no es otra cosa que el seno
.1" lli""" (J. BONSIRVEN, U:P;p¡tre anx Hébre«x, París 1943, p. 19) Pero no seria exacto
id(,lIliliear sin más el templo celestial con Dios. Según 9, 24, este te~,plo es el cielo, donde
~'f' (',¡sl(: cerca de Dios. La entrada en el santuario significa para Cristo la entrada en el
lllllclo de /'icr de Dios.
,>'l. l':, verdad que en Lev 16, 16-19 el rito de la aspersión aparecla menos como rito
dI' orn'lJda que COmo rito de aplicación de la fuerza expiatoria de la sangre: la aspersión
¡t\1I illt"u 1,1 IlroJliciatorio de las manchas que pudo contraer durante el año por su presen-
I irl "11 t1ll'dIO d(' 1111 pueblo pecador. Pero el carácter recopilador del c. 16 es llamativo y
1ll1lHIIIIllCIlh' !'{'¡'ollo(:i(lo (eL P, HEINISCH, Das Buch LevitiCt-ts) Bonn 1935, pp. 77-80).
tación en Dios 65. Así se presenta aun cuando, desdeñando el auxilio
de esa luz un poco imprecisa, el autor toma el sacrificio de Cristo
considerándolo una consumación 00 Dios por ell sufrimiento.
«La consumación (TEAd<u(n~) es quizá la palabra más caracte-
rística de la carta» 66. «Consumar (TEAEWÜV) es hacer perfecto
(TéAe:LO~); es decir, conducir al término ideal (TéAO~) que marca el
punto de perfección de un ser» 67. La Ley antigua nunca pudo con-
sumar nada (7,. 19; 9, 9; 10, 1). Mediante un esfuerzo proilongado,
las generaciones caminaban hacia de:lantlesin negar jamáJs «al re-
poso de Dios»; para apaciguar a la divinidad vertían ríos de sangre,
uno tras otro, porque ninguno lograba traspasar el velo, ni en el
santuario de la divinidad, ni en la conciencia del pecador. La vida
de los santos de la antigua Ley expiró antes de la consumación
(11, 40), que para nosotros se abrió en Jesucristo, el primero en
llegar a ella con su sacrificio: «Convenía que Dios... queriendo
llevar muchos hijos a la gloria, consumase por medio de los pa-
decimientos al autor de su salvación» (2, 10).
Así pues" [~.pelrfeccióndel CI1iStoteffelstre ",e hallaba aún e:ne1
estado evolutivo. ¿Cómo entender su perfeccionamiento? Los sufri-
mientos trabajaron su alma sacando de ella las resonancias pro-
fundas del heroísmo; en ella grabó el conocimiento experimental
de nuestros dolores y de nuestras repugnancias ante las exigencias
divinas: «Aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos lo que
era obedecer, y ahora fue consumado» (5, 8 s).
Pero Ila:palabra (TEAd(U(n~) sobrepasa con mucho el alcance de
esta interpretación morrul; habla de una consumación cumplida en
el ser. Es bastante rica para ser sinónimo' de la corona de honm
y de gloria concedida a Cristo después de sus humillaciones (cf. 2,
9 s), para caracterizar el esltado de 131salmas unik:lasa Di:OIs en la
gloria (12, 23), Y puesto que Salvador y salvados tienen que reco-
rrer el mismo oamino', no ha de ser menor la perfección final. de
Cristo que la de los salvados: la elevación del homhre en su estado
de carne y de sangre, a la gloria divina (2, 10-15)68.
65. Sin embargo, chocamos con el mismo texto del que sacamos la conclusión. «Como
Sumo Sacerdote de los bienes futuros, entró una vez por todas en el Santo de los Santos»
(9, 11 s). ¡Corno Sumo Sacerdote, en virtud de los méritos adquiridos por el sacrificio, y
no corno víctima! Mirémoslo de cerca. El Sumo Sacerdote del NT penetra en la gloria
celestial por ser víctima al mismo tiempo que sacerdote: «Entró en virtud de su propia
sangre» (9, 12). Se corrió el velo en la inmolación del cuerpo; la víctima entró la primera
y con ella el sacerdote, que era también la víctima. El sacrificio y el sacerdocio foman un
todo según el pensamiento de la carta, en Cristo y en los hijos de Leví.
66. F. PRAT, La. Théologie de sa.Ílnt Pa.ul, t. 1, p. 469. C. SPICQ, L'Ép1tre au% Hé-
bren%, t. II, p. 224. 67. CREMER, Worterbuch, Gotha 1902.
68. C. SPICQ, o.c., t. 1, p. 282: La «perfección» es efecto no de un progreso, sino de
una consagración. A menudo ambos términos, «santidad» y «consumación», van alternando
Así pues, esta consumación en la gloria completa el acto de la
ofrenda sacrificial. El autor, bajo una formulación más lógica, pre-
senta la realidad en otro lugar velada con una imagen, la de la
entrada en el santo de los 'santos 69.
Para los antiguos, el sacrificio inmola y consagra simultánea-
mente; al término de su oblación, la víctima se ve al mismo tiempo
despojada de su ser profano y consumada en la perfección tras-
cendente de Dios 70.
La carta permanece fiel a esta concepción del sacrificio: la con-
sumación en Dios es el reverso luminoso de la inmolación. Sin
embargo, Ila "t"EAdülCl'LC; caracteriza más directamente etl efecto del
sacrificio sobre el oferente que sobre la víctima: «Pues conte-
niendo la Ley una sombra de los bienes futuros... no puede jamás
con sus sacrificios consumar a los que tienen acceso [a Dios]»
(lO, 1). Pero ambos efectos están Íntimamente ligados: la víctima
antigua no consuma al oferente porque ella misma no llega a su
consumación, ya que únicamente es ofrecida como signo y no pe-
netra nunca en el intelrior dell isantuario. Jesús llegó a este término
en la perfección divina porque su sacrificio fue consumado en Dios.
La consumación se identifica con el acceso a Dios 7I o, hablando con
exactitud, expre'sa la perfección que eI1hombre alcanza en su acceso
a Dios. De este modo la muerte y la glorificaoión constiltuyen los as-
pectos, compilementariOlsdeluna misma acción 'sacrifici!alcuya inmola-
ción y consumación representan.
Por este sacrificio nos salvamos, pero simultáneamente en su
principio, la muerte, y en 'su término, la resurrección. La muerte
es salvífica en cuanto des,emboca en la resurrecDÍón; hallamOiSla
expiación de nuestro pecado en nuestra salvación, y ésta en la re-
surrección.

sin diferencia apreciable de sentido. Su elección no es, empero, indiferente. Es notorio


que el efecto de los ritos antiguos en las almas permanece superficial, y con todo la carta
dice que santifican, llegando a precisar: «ad emundationem carnis» (9, 13). La consuma-
ción está demasiado cargada de realismo para soportar semej ante restricción; designa una
consumación en el ser y, para Cristo, la perfección de su gloria.
69. La idea toca de cerca al «yo me santifico a mi mismo» de la oración sacerdotal,
pero con esta diferencia: que la «santificación» implica la inmolación insistiendo en la
consagración a Dios, mientras que la «consumación» sólo considera esta última.
70. El padre PRAT escribe: «La expiación y la purificación son como el reverso de
la santificación y de la consumación: las primeras destruyen el pecado, las otras lo substi-
tuyen por una perfección positiva. Santificar es consagrar un ser a Dios separándolo del
liSO profano» (La Théologie... t. " p. 468).
71. En la consumación de Cristo encontramos el acceso a la gloria (2, 10). La Ley
110 t'lImi\lllla porque no da acceso a Dios (9, 9); la Ley no consuma porque el santuario
,">1:, t••lavl" cerrado a sus sacrificios (9, 9). Cristo nos consuma porque está sentado a la
dil",IIH, dc' Hio~ (10, 12-14). Los antiguas no fueron consumados, es decir, no tuvieron
""'' ,,, :o il¡"" (IJ. 40). Los justos glorificados son consumados (J2, 23).
El sacrificio antiguo no supo p,llrificar «la conciencia de las
obras muertaJs» porque no tefllJ.linóen DiOiS;si Cristo destruyó al
pecado, fue por tener acceso a Dios en su sacrificio; borró el pecado
por haber ofrecido un sacrificio mediante el cual se sentó a la dere-
cha de Dios (10, 11-14).
La expiación, pues, no consistía tanto en una deuda que pagar,
como en una distancia que suprimir, en el abandono doloroso de
un estado de vida profano con miras a la unión con Dios. El pe-
cado se destruye en el amor cuando el hombre se une de nuevo a
Dios.
Por consiguiente, otra vez el drama de la redención se repre-
sentó enteramente en CríJsto. El sacrificio arrastra hasta 'el intlerior,
a pesar de !losgemidos de la carne. todo lo que en Cristo se detuvo
ante el umbral 72. El sacrificio redentor consiste en una vuelta per-
sonal de Cristo a Dios. Pero este retorno no ha de permanacer en
su individualidad para ser salvífico; siendo el pecado más que una
deuda un alejamiento, sólo puede ser abolido en nosotros solidari-
zándonos con el sacrificio que llevó a Cristo hasta Dios. En verdad,
nuestra salvación es también considerable como un acceso a Dios
que Sel abre para noso1Jros, como para eIl Salvador, caminando a
través del cuerpo inmolado de Cristo: «Teniendo, pues, hermanos,
segura confianza de entrar en el santuario en virtud de !la sangre
de Jesús, entrada que Él inauguró para nosotros como camino nue-
vo y vivo a través del velo, esto es, de su carne ... » (lO, 19 s).
El fiel se dirige hacia la salvación por un camino nuevo y vivo,
que es el cuerpo inmolado y resucitado de Cristo 73. Uniéndose a
este cuerpo, sigue el Salvador a través de su inmolación hasta su
vida.
Pero en adelante consideraremos la resurrección de Cristo en

72. Resulta que Cristo no ofreció su oblación más que por nosotros. En los Anatcma-
tismas de san C,R,LO DE ALEJM'DRfA se lee: «Si alguno dice que ofreció por sI mismo la
oblación y no más bien por nosotros solos (pues no tenía necesidad de oblación el que no
conoció el pecado), sea anatema» (D.B. 122). Según la carta a los hebreos, la muerte
aprovech6 en primer lugar al Salvador mismo. No hay ninguna contradicción entre esos
dos puntos de vista. La pasión desenlboca en la resurrección de Cristo, pero ésta, y por
tanto el conjunto del sacrificio, tenía como fin nuestra única salvación. De no haber existido
nuestro pecado, Cristo no hubiera tenido motivo para morir y resucitar.
73. «El camino es llamado vivo, no sólo en el pasado por haber sido trazado a través
de un ser vivo y por la acción de la sangre, sino también en el presente. Únicamente tene-
mos acceso a Dios por Cristo ... ; y esto supone entre Él y nosotros una comunión estre-
chísima. En relación con este sentido, escribía Teodoreto: 1:"'0 misTIJo que, conforme a la
I,ey, el sumo sacerdote entraba en el santo de los santos a través del velo, así los que en
el Sefior participan en las alegrías de la ciudad celeste por la recepción de su cuerpo san-
tísimo» (J. BONSIRVEN, o.c., p. 437 s). El cuerpo abierto por la pasión es una vla de ac-
eeso, y la sangre nos lleva al santuario, pero se trata de un cuerpo y de una sangre a los
que estamos en este momento vitalmente unidos, la humanidad gloriflcada de Cristo.
una aspecto sacrificia1nuevo, no ya como coronam~ento de 'la ofrenda,
sino como comunión con el sacrificio.

El sacrificio antiguo entrañaba una comunión. Con la intención


de honrar y aplacar a la divinidad, el hombre alimentaba la ambi-
ción de entrar en contacto con ella. La idea de unión con Dios es
ciertamente un elemento constitutivo del sacrificio en las religiones
semíticas 7~.
En la sociedad pl'imiJtiva, familiar o tribal, las riliaciones socia-
les emanaban de la comunidad de vida corporal, de la comunidad
de sangre «en la cua'! está la vida», o de la comunidad de mesa.
Para crear un lazo entre Dios y el hombre, éste se esforzaba por
establecer con Dios semejante comunidad de sangre o de mesa.
A pesar de ser menos significativo el simbolismo de la comunión
en la ofrenda sacrificial de la sangre, se percibe, empero, alIado del
rito de la ofrenda una intención de unión 75.
Por la comida Isacrificial !Sobretodo seilltroiduce el hombre en
la intimidad de Dios. Cubierta de dones la mesa de Dios, los ofe-
rentes son invitados a sentarse, Dios sólo recibe para devolver. La
víctima que los ritos de la inmolación y ofrenda hicieron pasar a
la propiedad divina, Dios la devuelve al hombre, pero santificada,
consagrada a su divinidad. Nos sentamos a la mesa de Dios, en su
presencia; somos sus huéspedes; tomamos de un alimento sagrado
i:a vida y, entre las r~salSde los comensa'lelS,Dios mezcla SU a!legría
con la de los. hombres.
El simbolismo de la ofrenda exigía la comida sagrada como su
conclusión natural. El sacrificio de la comunión parece haber sido
la forma cultual primitiva y más tarde el rito más extendido, cons-
tituyendo el tipo de sacrificio 76.
74. LAGRANGE, Études sur les reli.{fions sém-itiques, p. 268.
75. Cf. LAGRANGE, o.c., p. 260. Se lleva la sangre sobre la piedra sagrada para que
la divinidad la reciba y haya así una misma sangre entre ella y el hombre. Será con toda
evidencia una «sangre de alianza» si Dios, habiéndola aceptado, hace rociar con ella a los
oferentes; una sangre presentada por el hombre y presentada por la divinidad, en la que los
dos eomulgan y fraternizan (ef. Ex 24, 6. 8). Además de crear un vinculo de parentesco,
es el instrumento por antonomasia de toda purificación y consagración, porque habiendo
pasado a la posesión divina, esta sangre del sacrificio lava toda mancha en la santidad de
Dios y extiende su propia consagración sobre el hombre u objeto que con ella sea rociado
(Lev 14, 6 s).
n. Cf. LAGRANGE, o.c., p. 273.
Se podría pensar que en I!sme~el alto concepto de la soberanía
divina, un sentido más vivo del pecado y el temor de Dios impe-
dían al hombre participar familiarmente como convidado de Dios.
En el ritual hebreo, el sacrificio de comunión queda un poco obs-
curecido por la sombra del holocausto y del sacrificio por el pecado,
en el que la comida se 'suprime o se reserva al sacerdote. Pero, fuera
de algunois casos pueS!tOiS
de rellievepor la literatura bíblica, ellsacri-
ficio entraña normalmente una comida 77.
Israel es un pueblo compacto en sí mismo y unido a Yahveh,
porque se sienta a la mesa de su Dios. «Mirad al Israel según
la carne, ¿no participan del altar [de Yahveh] los que comen de la
víctima?» (1 Cor 10, 18). Lo15hebreos son hermanolS entre sí, y si
hallamos algunos que llevan el nombre de Abiya, «Dios es mi pa-
dre», otros pueden aspirar al nombre de Aquiya, «Dios es mi her-
mano.» La carne de las víctimas, rociada de sal, ha establecido un
contaoto: «hay sal» en adelante entre ellos y Dios, (<una alianza
de sal» 78. (Num 18, 19; Lev 2, 13; 2 Par 13, 5). La víctima consa- '''~
grada a Dios arrastra a quienes de ella se alimentan a la órbita de
la santidad divina. Israel será una nación santa, segregada de todo
otro pueblo, por ser un pueblo de 'sacerdotes que ofrece víctimas a
yahveh y se alimenta de ellas.
Según la mentalidad sacrificial, estos lazos se ligan ex opere
operato. La comida del cordero pascual constituía un banquete sa-
crificia179, y por el mismo hecho creaba una unión. Por eso queda-
ban excluidos los incircuncisos (Ex 12, 44-48); por el contrario,
el hebreo que rehusaba comer su parte se separaba de la alianza
(Num 9, 13).

Esta comunión no falta en el sacrificio de Cristo. La acóón de


sacrificio he!redada de la an:tigüedad imponía a 10s autores sagrados
77. El instinto sacrificial se expresa espontáneamente bajo esta forma (3 Reg 19, 21).
La presentación de los recién nacidos de! rebaño, de las primicias del suelo, de los diez-
mos, acaba en una comida: «En e! lugar que Yahveh elija ... all! presentaréis todo lo que
yo os mando ... y os regocijaréis en presencia de Yahveh [con una comida]» (Deut 12, 11
v passim). «Sacrificar es casi sinónimo de comer y beber ante Yahveh. Todos los sacrifi-
dos... a excepción del holocausto, parecían implicar una comida» (J. COPPENS, D. B.
Supp¡" arto Euchecristie, col. 1157),
78, Num 18, 19; Lev 2, 13; 2 Par 13, 5,
79. La inmolación del cordero era un verdadero sacrificio: tal es la concepción pri-
mitiva (Ex 12, 27; 34, 25). 1Iás tarde se esfuma este carácter; Con todo, se derrama la
sangre del cordero al pie del altar del sacrificio, Según el libro de los Jubileos (49, 20)
t';C quema incluso la grasa sobre el altar. San Pablo considera el cordero pascua1 como un
,"¡lo sacrificial (I eor 5, 7),
integrar la comunión en la obra redentora. Una comUlllon real
con Cristo inmolado no se hubiera impuesto a su espíritu si la reden-
ción hubiera sido llevada a cabo en el simple plano jurídico por el
precio de nuestro rescate. Pero el drama redentor se desarrolló en
la persona de Cristo, en el sacrificio que fue la transformación divi-
nizante de su humanidad a través de la inmolación. La acción de
Cristo se replegaría sobre sí, sin llegar a nosotros, si el hombre no
pudiera comulgar con la víctima de la cruz en su cOlllsumación.
Cuando la Escritura intenta definir el carácter del sacrificio
nuevo con. un ejemplo de la antigua inmolación, la elección no
recae sobre el holocausto, sino sobre un sacrificio de comunión:
el cordero pascua!. San Juan recuerda el rito pascual en el mo-
mento en que se consuma la inmolación de Cristo (Ioh 19, 36).
San Pablo declara: «Nuestra pascua, Cristo, ha sido inmolada»
(1 Cor 5, 7). San Pedro se expresa con una alusión discreta: «Ha-
béis sido rescatados por la sangre preciosa de Cristo como de cor-
dero 'sin defecto ni mancha» (l Petr 1, 18 s). Jesús había levantado
una mesa ante la cruz y en ella había ofrecido su cuerpo inmolado
en un auténtico banquete. Esta última cena presenta dos facetas:
una en relación con la comida del cordero típico' que Jesús acababa
de celebrar, la otra en relación con la cruz; de esta manera coloca
la ofrenda de la cruz entre los sacrificios de comunión y la asemeja
a la del cordero. La comun~ónde 10:15 discípulos es la meta suprema
de la ofrenda del Salvaldor: «Tomad, comed, esto es mi cuerpo
(Mt, Mc), entregado por vosotros» (Le, 1 Cor). La ofrenda sacri-
ficilaldel cuerpo se realizó en favor de los discípulos, y como el
cuerpo fue entregado por ellos, pueden tomarlo y comerlo.
Ahora bien, Jesús pretende sentarse 'Él mismo a la mesa de su
sacrificio. La presente pascua mosaica es la última que celebra en
la tierra, pero pronto comerá la pascua nueva en el reino: «Ar-
dientemente he deseado comer esta pascua con vosotros antes de
padecer; porque os digo que no la comeré más hasta que sea cum-
plida en el reino de Dios» (Le 22, 15). Al fin de la cena típica Jesús
prosigue: «Yo os digo que no beberé más de este fruto de la vid
hasta el día en que lo beba con vosotros nuevo en d reino de mi
Padre» (Mt 26, 29; Mc 14, 25).
Estas palabras anuncian el gran banquete mesiánico l31l e intro-
ducen al mismo tiempo la institución de la eucaristía. Tal afinidad

HII, 1'IIn;la 1ft y 1Ic después del relato de la cena, en realidad fUeron pronun-
por
'lildH'\ ¡¡ult',', dI' la institución eucarística. Cf. P. BENOIT, Le récit de la cene dans Le 22.,
I 'fI, 11.11.- 'IS (1():\0) :\57-:\93.
esclarece la naturaleza de ambos. La eucaristía se presenta como
un anticipo terrestre del banquete del reino celebrado en medio de
la a1egría del vino nuevo. Eil festín de[ mino ocupa, a su vez, un
lugar en la prolongación de la eucaristía, y no es otra cosa' que
la realización plena de la cena eucarística: una pascua «cumplida»
en que comulgamos con el verdadero sacrificio del cordero.
Jesús mismo comerá esta pascua con los apóstoles y beberá con
ellos el vino nuevo. En «aquel día», al fin de los tiempos, tomarán
la comida en el reino del Padre. Así pues, para Cristo el último
día es el de su glodficación, y el reino se inaugura con su entrada
en la gloria 81. En este momento se sienta Jesús a la mesa de su
sacrificio.
Entonces los discípulos también toman asiento. Se agrupan alre-
dedor del Maestro resucitado en misterioso banquete 82. Comulgan
con la redención al unirse con Cristo glorioiso y beneficiarse en Él
de la acción glorificallite de Diols.
Todos estos datos fijan la inauguración del banquete mesiánico
en la resurrección del Salvador y definen su gloria como una comida
pascua!. una comunión con la cruz.
La glorificación es la aceptación divina de Cristo víctima, es la
comunión de Cristo sacerdote. La comunión coincide con la acep-
tación porque la víctima se identifica con el sacerdote. En la carta
a los Hebreos, la aceptación de la víctima da al sacerdote acceso a
DiolS, y la consagraoión de la víctima els slimu1táneamente consu-
mación del sacerdote: la aceptación de la víctima es comunión del
sacerdote.
Habiendo comulgado con esta plenitud, Jesús es comunicado
por Dios a los que acuden a su sacrificio 83. Su ser corporal glo-
rificado se nos ofrece como alimento de salvación. EI fiel comulga
con la sangre y come el cuerpo (I Cor 10, 16); participa del altar
(Hebr 13, 10) Y recibe como! los antiguos la aspersión de la sangre
(Hebr. 9, 14. 20; 12, 24; 13, 12; 1 Petr 1, 2). A juzgar por los
efectos de la comunión en el sacrificio antiguo, todos los comen-
sales serán atraídos a la misma santificación que la víctima y cons-
tituirán una comunidad sacrificial que toma la vida divina de la
víctima del Calvario transformada en Dios.
A la luz de la teoría sacrificial, la glorificación de Jesús se pre-
81. Cf. infra, cap. 5 y 7.
82. Cf. infra, p. 340-344.
83. J.-J. OLlER, La me intérieure de la T. S. Vierge, Faillon, París 1866, t. Ir, pá-
g-ina 236: «Después de la resurrección, todo su ser estaba ordenado a comunicarse y
darse a los hombres,»
senta como una fase necesaria de su oblación. Es el coronamiento
sin el cual el sacrificio queda truncado en su esencia, y ya no' es
sacrificio, como no nos imaginamos un movimiento sin término
final, ni existe una donación si nadie la acepta 84. Habiendo consu-
mado en sí mismo el sacrificio, la glorificación lo hace aún útil: en
la víctima divinizada, Dios se comunica al oferente y a todos los
que comen del altar.

La redención, considerada en los diferentes escritos apostólicos,


aparece siempre como una entrada en total comunión con Dios,
como una divinización del hombre en Cristo, a través de lo que en
Cristo no estaba todavía transformado en Dios.
Por sus sufrimientos se somete Jesús a Dios (Heb 5, 8), se
dispone a elSta comunión. Ta:l 'eis el! fin de ISOlS sufrimi!entos y el
sentido de su muerte. Él acepta en plenitud, y el Padre se da en
plenitud: «Plugo a Dios que en Él habitase toda la plenitud» (Col
1, 19)
Dios está al principio y en el término. Se comunica desde el
misterio de la encarnación y acaba de comunicarse en la resurrec-
ción, que es plenitud de la encarnación. Al hombre Jesús tocó ca-
minar de una etapa a otra, abrirse a la totalidad en virtud de su
grada priIILelfa.La !Saludes don de Dios, y en el hombre, acepta-
ción de este don.
Si los sacrificios del A.T. se presentaban como una ofrenda
hecha a Dios, no eTan, 'sin embargo, sino la imagen de la realidad,
y la verdadera manera humana de dar a Dios consiste en acoger
su don 85. Dios, que creó paTa tener a quien darse, halla su gloria
en la criatura colmada por él. Jesús ofreció el verdadero sacrificio
cuando en su muerte dio acogida a la plenitud divina. Los hombres
celebran el culto supremo que es su salud cuando toman parte
en la comunión divina de Cristo.

84. San BUENAVENTURA encontró una fórmula feliz: «Rada merendi iustif1cationem
attribuitur soli passioni, non resurrectioni; ratio vero terminandi et quietandi soli resu-
rrectioni, non passioni» (Sti. Bonaventurae opera.·omnia, t. III, p. 401, Ad Aquas Claras,
I :lIaracchi 1887).
HS. Sin embargo, es legítimo, siguiendo a los autores del N.T., considerar el sacrificio
tlr" (:risto en el antiguo marco sacrificial, y ver en él, como 10 hemos hecho nosotros, una
111111Wil'11l I'llya aceptación divina es la glorificaci6n. Pero el sacrificio de Cristo nos revela
11 !dl \'('1 qm' una verdadera oblación sacrificial consiste en entregarse uno mismo a la
111 11.'111 J.~lmili{'alltc rle Dios.
LA RESURRECCIÓN,
EFUSIÓN DEL ESPIRITU SANTO
¿Cuál 'es Ila naturaleza de la existencia nueva, en la que Cri,sto
entró a través de la muerte y en la que se encuentra la salvación?
y ¿cuál es el don que la unión con el Salvador glorioso depara al
fiel? Se necesita una respuesta prervia a estas cuestiones, para más
profundamente comprender la resurrección y su significación sal-
vífica.
Es de notar la constancia con que la Escritura une, oponién-
dolas, las dos naciones de: carne: y espíritu. Puesto que la muerte
señala para Cristo el fin de la existencia según la carne,. un camino
se abre a la investigación: ¿no estará caracterizada por el Espíritu
Santo la nueva existencia del Salvador?, y el don a que nos hace
acreedores, ¿no será este mismo Espíritu?

Según los sinópticos, Jesús vive bajo el influjo del Espíritu desde
su existencia terrestre: la venida del Espíritu constituye la consa-
gración de su mesianidad (Mt 3, 16; Lc 4, 18; cf. 1, 35). De este
principio que le mue've, Jesús no hace partícipes a sus discípulos 1;
únicamente después de su resurrección determinará la efusión del
Espíritu en favor de ellois (Le 24, 49). Lucas aparece en sus dos
obras como elevange:lista del Espíritu. En un díptico, cuyo eje está
formado por la muerte y la resurrección, presenta la actividad del
santo pneuma primeramente en Cristo solo y después en los fieles
de Cristo resucitado. A partir de la exaltación de Jesús, la actividad
del Espíritu, l'iimitada'en un prilncipioal Salvador, Isedesarrolla en
el conjunto de los creyentes y se extiende hasta los confines del
mundo. «Exaltado por la diestra de Dios y habiendo recibido
del Padre la promesa del Espíritu Santo, es el autor de estas efusiones
que vosotros estáis viendo y oyendo» (Act 2,. 33).
El don del Espíritu es la gracia mesiánica esencial, el cumpli-
miento de la promelSahecha por el1 Padre (Le 24, 29) para los
últimos tiempos (Act 2, 17); su efusión corona la obra salvadora
de Jesús.

En el cuarto evangelio, Jesús anuncia, en la víspera de su


muerte, que su partida provocará la venida del Espíritu: «Si no me
fuere, el Paráclito no vendrá a vosotros, pero si me fuere, os lo
enviaré» (16, 7). Conocemos esta partida, que no es local, un paso
de la tierra a un espacio superior, sino un movimiento ascensional
caractlerizadopor la d~ación a la cruz y que termina en la gloria.
La ascensión local no será sino la ratificación de la subida esencial,
que se realizó en la glorificación de Cristo por la gloria del Padre
(13, 32).
La tarde de pascua, Jesús se aparece a sus apóstoles y sopla
sobre ellos: «Recibid el Espíritu Santo» (20, 22) 2.
Estos datos 'sanjuanistas precisan con más exactitud el misterio
del don del! Espíritu. Según 110sHechos, las efUlsiooesespirituales
parecen motivadas solamente por la ascensión local; el cuarto evan-
gelio las vincula a la glorificación misma: Cristo posee el poder
sobre el Espíritu en cuanto resucitado.
San Juan nos 10 asegura a propósito de unas palabras que Jesús
pronunció en el templo, en la fiesta de los Tabemáculos.
Esta fiesta del mes de tisri clausuraba el tiempo de las vendi-
mias, la recolección de los frutos y del aceite. Conmemoraban en
ella la liberación de Egipto y la vida errante por el desierto. Du-
rante una semana habitaban como los hebreos en el desierto, bajo

2. Los autores que no ven en la partida de Jesús más que la ascensi6n local se extra-
'''"1 ,1<' ver que Jesús comunica el Espíritu desde la tarde de pascua. De ahí sus esfuerzos
por di.'Hninuir la importancia del don pascuaI., Algunos antiguos comprendieron este primer
l'lIvlu t'OlllO ltna preparaci6n psicológica a la efusión de pentecostés. Cf. TEüFILACTO, En. in
""'. '"f¡ :W, 22, PG 124, 297. Otros lo entendieron como un simple simulacro de la mi-
.d," d,'1 K,pfritu: TEODORODE MOPSUESTA, d. la condenaci6n de los Tres capítulos, D.B.
',1,1; U 'hVIlEESSE, Essai Sl<r Théodore de Mopsueste, Ciudad del Vaticano 1948, p. 417.
11"10 rl 11'1orllfl jnnl'o al Padre se realiza esencialmente en la glorificación, y Jesús permane-
11 1,,·1 rt In pl'Oltll'Sa enviando el Espíritu desde el día de la pascua,
tiendas de follaje montadas en !las !errazas de las casas, en las
plazas públicas y alrededor de la ciudad. Al recuerdo de su glorioso
palsado, el pueblo sailtaba de júbilo y su corazón se abría a laespe-
ranza de una liberación más grandios'a cuando, a través de o'tros
desiertos, Dios condujera al pueblo a sus destinos mesiánicos, como
lo habían anunciado los profetas.
Era la más alegre de las fiestas judías y la más espectacular,
«la más santa y la más grande» 3. Por la mañana la muchedumbre
asistía al sacrificio sosteniendo en la mano derecha una palma entre-
lazada de mirto y sauce (ellulab), y en la otra una cidra (el etrog).
Los levitas cantaban el gran hallel (ps 113-118) y la mu1hiltud
escandía el último salmo agitando las palmas. Un sacerdote acom-
pañado de levitas descendía a la piscina de Siloé y sacaba agua en
un aguamanil de oro. Cuando el cortejo regresaba al templo por
la puerta del Agua, las trompetas sonaban tres veces para recor-
dar la promesa mesiánica: «Sacaréis con alegría el agua de las
fuentes de la salvación» (ls 12, 3).
En Oriente, en los países de la sed, el agua es el símbolo de
la vida. Por donide brota un manantial, brota la vida, el de~ierto
florece, el hombre se lava en el agua viva" apaga su sed y se revi-
goriza para el camino. Los profetas anunciaban para el fin de los
tiempos abundancia de agua maravillosa (ls 44, 3 s; 49, 10; Ez 36,
25). El gua milagrosa que había brotado en los caminos del Sinaí
y había salvado al pueblo de la muerte, volverá a brotar, viva y
fecunda, en 10lst~empolSdel Mesías (ls 48,. 20), por los caminos de
la liberación.
Aquellas aguas que brotaron o que Ise derramaron eran, a los
ojos de los profetas, la imagen del Espíritu Santo: «Yo derramaré
aguas en el desierto... y derramaré mi Espíritu sobre tu posteri-
dad» (ls 44, 3). La Escritura había ya acuñado la expresión: «De-
rramar el Espíritu» (ls 32, 15; 44, 3; Zach 12, 10; loe! 3, 1).
Fiesta agrÍCola en su origen, la ceremonia del agua traía el don
de la lluvia de otoño. Pero en tiempos de Jesús la atención se fijaba
en la roca del desi~rto, y más aún en la roca ven:ilderade donde
manarían las aguas mesiánicas. La fiesta de los Tabernáculos se
anticipaba al día en que el pueblo sacaría con alegría agua de las
fuentes de salvación.
El séptimo y último día, «el día de HO'sanna», la fiesta matinal
del agua revestía una solemnidad todavía mayor, y el regocijo se
prolongaba toda la noche en el templo iluminado. En expresión
de la Misna. quien no ha visto «la alegría del agua» en su vida,
no ha visto alegría 4.
«El último día, el día solemne de la fiesta» (Ioh 7, 37), mientras
el sacerdote llevaba el agua en medio de los hosannas y el :susurro
de <laspalmas, se dejó oir un clamor. Un hombre gritaba: «Si al-
guno tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí. Como dice
la Escritura, ríos de agua viva manarán de su seno» (Ioh 7, 37 s).
Mientras la fiesta del agua concentraba sobre sí la atención de
la muchedumbre, la voz se había hecho oir, imponiendo :silencio y
atrayendo todas las miradas sobre Jesús. El pueblo ensalzaba con
gestos y aClamaciones el agua que brotaba de la roca, don de vida
y de frescor, Isímbolo de la abundancia mesiánica, pero no sabía
que la roca estaba en medio de ellos y la fuente a punto de brotar.
San Juan explica que el agua de que hablaba Jesús era el Espí-
ritu: «Esto dijo el Espíritu que habían de recibir los que creyeran
en iÉl.» Los fieles de Jesús «iban a recibirle» más tarde,. «pues
todavía no<había Espíritu» (Ioh 7, 39).
El evangelista indica el motivo de la demora: «puesto que
Jesús no había sido<aún glorificado» (v. 39). Sólo Cristo<glorioso con-
fiere el Espírit\!.
Podríamos contentarnos con anotar esta declaración. Pero un
análisis más ceñido del texto nos hace penetrar de golpe en las pro-
fundidades del misterio pascuaI.
El sentido preciso de las palabras de Jesús depende de la pun-
tuación que se les dé. No hace aún mucho tiempo, la mayor parte
de las ediciones presentaban este texto así: «Si alguno tiene sed,
venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, ríos
de agua viva manarán de su seno.»
Cristo es la fuente primord~ai del Espíritu, pero el ficl.qne en
ella apaga su sed se convierte a su vez en una fuente que mana y
de la que fluyen «lols ríos de agua viva».
Parece ser Orígenes el primero en considerar al fiel como un
manantial del Espíritu. El didáscalos de Alejandría halla en este
texto así entendido el apoyo escriturístico de su doctrina de la gnosis.
El agua de que habla el evangelio es la gnosis divina que brota en
la Trinilclad.Desdende de la fuente paternal Isobre la human:ilclad
a traves del Lagos que comunica el Espíritu. El hombre aspira esta
gnosis hebiendo la doctrina del Verbo en los cuatro ríos paradisíacos
'1. Para una descripción más detallada de la fiesta, v. STRACK-BILLERllECK, Komrnentar
,f,., N.'J' .• '"IS Ta.lmlld 1/"d Midrasch, t. n, pp. 774-812.
d~ los evangelios. El agua viva se iqentifica así con «el agua de la
doctrina»; es bebida por la fe y en el fiel se transforma de nuevo
en gnosis, en conocimiento perfecto, tal como está en Dios, «saltan-
do la vida eterna» (Ioh 4, 14). Cuando e'sta gnosis se acumula en la
inteligencia del creyente - en el seno de que habla el evangelio-,
sucede que las aguas se desbordan y se derraman. De esta manera
el gnóstico cristiano se convierte en rnistagogo para los demás, me-
diador de gnosis, un manantial del Espíritu 5.
Gracias a la autoridad de Orígenes, esta exégesis se impuso en
todo el Oriente. En Occiente la encontramos primero en, el disCÍ-
pulo de Orígenes, san Ambrosio 6, y luego en san Jerónimo 7. D~s-
pués dominó ya sin discusión.
Orígenes conocía, sin embargo, otra interpretación que se ofrece
a su espíritu espontáneamente como' un dato tradicional. En tal
caso, no es el Lagos inmaterial o el alma de Cristo la fuente del
Espíritu, sino su humanidad corporal; su cuerpo es la roca del de-
sierto que, siendo golpeada por la vara de la cruz, hace brotar
los ríos de agua viva 8.
Tal exégesis, menos filosófica y más cristiana" se desprende
del texto de san Juan puntuado de otra manera: «Si alguno tiene
sed, venga a mí. Y beba el que cree en mí; como dice la Escritura,
ríos de agua viva manarán de su seno [del seno del Mesías].»
Se:gúnesto, Cristo es la única fuente del Espíritu, y en su seno
el fiel apaga la sed 9.
Esta Isegunda interpretación ¡seimpone por ~a claridad del con-
texto. Juan explica la palabra de Jesús (v. 39). El 'agua, dice, signi-
fica el Espíritu que han de recibir los creyentes. El creyente no es,
pues, una fuente, viene a Cristo para apagar en 'ÉI su sed (Lagran-
ge). Por lo tanto, leamos «y beba el que cree en mi». Por lo demás,
agrupadas así, las palabras conesponden al primer miembro de la
frase: «Si alguno tiene sled.,venga a mí»; porque, en e:l esti:losan-

5. In Gen., Hom. 7, 5. 6; 11, 3; 13, 3s; PG 12, 202. 223, 234. 236. In NUIH., HOlll.
12, 1 s; PG 12, 656·661. In Ez., Hom. 13, 4; PG ] 3, 764 s.
6. Expl. Ps 39, 22; PL 14, 1067. Epist. 63, 78; PL 16, 1210.
7. Praef. in Paralip., PL 28, 1326.
8. In Ex., Hom. 11, 2; PG 12, 375 s. Como in et. et. 2; l'G 13, 141.
9. Tal puntuación e interpretación han sido confirmadas por el P. LAGHANGE, Évangile
se/on Samt lean, París '1927, pp. 214-217. Cf. también Tu. CALMES, L'Évangill! se/on
Saint lean, París '1906, p. 73 S. El padre Lagrange apoya sn exégesis en el estudio de
la tradición patrística efectuado por J. A. ROBINSON,The Passion of Sto Perpetl1a. The
letter of the Churches of Vienne and Lyons (Texts and Studies 1, 2), Cambrid,ge 1891,
p. 98; y por C. H. TURNER, On the p¡mctation of S. Iohn 7, 37, 38, «J01lma1 oí Theolo-
gical Studies» 24 (1923) 66-70. El material recogido por estos estudios ba sido metódica-
mente ordenado y ampliamente enriquecido en un notahle artículo de H. RAHNER, Fhnnina
de 'Ventre Christi, «Bib.» 22 (1941) 269·403.
juanista, a Cristo viene el que cree en El (cf. 6, 35). La frase
comprende dos miembros paralelos, a la manera semítica:

«Si alguno tiene sed, venga a. mí,


y beba el que cree en mí.»

Para animar al fiel a beber en su seno, Jesús le cita la Escritura


y la seguridad que ella da de que manan ríos del seno del Mesía's 10.
Mientras tanto, el creyente no encontrará todavía esta fuente abierta,
pues el bmta:r dell Espíritu elsltácondicionado por la glorificación
corporal de Cristo: «Aún no había sido dado el Espíritu, porque
Jesús no había sido glorificado» (v. 39). Esta última observación
acaba de convencer: ellseno de donde manan :las aguas del Espíritu
es el del! Mesías. La idea de un fiel hecho manantial del Espíritu es
extraña al contexto 11.
Tal exégesis estaba ampliamente extendida en Occidente cuando
la influencia del AlepandllÍno vino a elitrnmada. En aqueil entonces
era todavía tan pujante, que se imponía aun a los divulgadores de la
interpretación origeniana. San Jerónimo, Rufino y san Ambrosio,
por ejemplo, no pueden menos de ver la realización simbólica de
Ioh 7, 37 en el agua que brotó del costado de Cristo, como en otro
tiempo de la roca convertida en manantial: «Bibe Christum quia
petra est quae vomuit aquam, bibe Christum quia fans est vitae ...
bibe Christum quia Humina de ventre eius fiuent aquae vivae» 12.
Esta tradición exegética se remonta hasta las fuentes más anti-
guas y auténticas de la exégesis 'sanjuanista; la volvemos a encon-
trar en todos los autores de los siglos II y III, tributarios del pen:sa-
miento de san Ireneo, heredero a su vez de la iglesia de Efeso, que
recibió las enseñanza's de san J nan.
San Hipólito es el primer occidental que cita nuestro texto, y
lo presenta en esta forma: «Ríos manarán de su cuerpo» 13, En su
pensamiento, este lOig~on se halla dentro de un sistema compacto de
los textos escriturarios y constituye con ellos una síntesis sobre el
10. Contra esta interpretación sólo se podría hacer valer que la cita escriturística no
parece aplicarse a Jesús: «De su seno brotarán ríos ... » ¿No habría debido decir Jesús:
.: I)C' mi. seno»? Pero, observa el P. Lagrange, «en una cita, caso que no sea formal, se
,'oIH'¡1lt' (ltIC se aduzca el texto tal cual».
I l. No se puede citar en sentido contrario 4, 14: «El agua que yo le dé se hará
l'll n 11lla fllente que salte hasta la vida eterna.» Esta agua no es un principio de vida
drlllll 1l1;'¡Sq1H.~para el fiel que I:a posee, semejante «al alimento que pe'rmanece para la
vidll ,'h'ln:!',:' (6, 27).
L' ~;:1I1 AMIII/ORIO, ExpI. Ps 1, 33; PL 14,940. Para los otros testigos, v. el arto de
It '-llfJlUI, 1'1'. J')()-'100.
11 In Pl/,". 1, J7. C.G.S. 1,29.
valor salvífico de la humanidad corP9ral de Jesús. La carne sagrada
de Cristo es «la roca espiritual» (l Cor 10, 4) 14 de donde manan,
por la abertura de la pasión, 'los ríOlSsuaves del Espíritu.
San Ireneo había sido para San Hipólito y para todo el Occidente
el maestro de esta teología del agua viva 15. En sus escritos se hallan
diseminados todos los elementos de la síntesis. Por todas partes
adonde llega 'su influencia 16 se admite la concepción realista que
coloca la fuente del Espíritu en la humanidad corporal de Cristo
y ve en el fluir de la Isangre y del agua lia rea'lización S!]mbó:Jicade
la promesa hecha el día de los Tabernáculos. La Iglesia de los már-
tires contempla con amor a este Cristo traspasado, presente en
medio de ella, en cuyo costado apagaba la sed con bs aguas del
Espíritu que sostenía su heroísmo 17.
Podemos seguir con H. Rahner esta tradición hasta Éfeso
mismo, pues la encontramos con todos sus elementos en la discu-
sión que en aquella ciudad :sostuvo san JUlstino contra el judío
Trifón, hacia el año 135. Cristo traspasado es la «buena roca» en
que bebemos el agua de la vida 18, y hemos de creer que: el apolo-
gista relaciona la roca espidtual (l Cor 10, 4) con el seno de Cristo
del que habla san Juan, pues declara que «somos extraídos [como de
una cantera] del seno de Cristo» 19.
Para justificar la citaescriturística (Ioh 7, 38),. que origina difi-
cultades inexplicables a los que sostienen la interpretación orige-
niana 20, los Ireneos y Cipriano'S encuentran sin esfuerzo, si no la

14. Como fragm. in Prov, 24, 61. G.C.S. 1, 167,


15. Cf. H. RAHNER, a.c., pp. 371-374. Yuxtaponiendo el texto evangélico y la defini-
ción de Iglesia, cuerpo de Cristo, san lRENEO sacaba la conclusión: también la Iglesia es
fuente del Espíritu y los fieles deben ser su costado, en la fuente cristalina que brota del
cuerpo de Cristo. Cf. Adv. Haeres. III, 24, 1; PG 7, 966.
16. Arrancó en Africa, como atestigua TERTULIANO,De Baptismo 9; PL 1, 1210, San
C,PR,ANO comprende todo el conjunto con la cita explícita del texto sanjuanista: «Clamat
Dominus ut qui sitit veniat et bibat de fluminibus aquae vivae quae de eius ventre fluxe-
runt.» (Epist. ad Iubaianum; PL 3, 1116; Epist. 73; PL 4, 379). En Africa abundan
testimonios parecidos; cf, H. RAHNER,o.c., pp. 382-387.
17. Se ha escrito del diácono Sanctus de Vienne, en Galia: «Manteniase firme en
la confesión, sin doblegarse, bañado y fortificado por la fuente celestial de agua vivificante
que brota del costado de Cristo» (cf. EusEBIO, Hist. ecel. v, 1; PG 20, 417).
18. Dial. adv. Tryph. 114; PG 6, 740. 19. a.c., 135, 3; PG 6, 788.
20. «Laborant doctores anxie hoc testimonium in Scriptura quaerentes.» TOLEDO,
Como in Ioh Ev., Coloniae Agrippinae 1859, p. 706; CIRILO DE JERUSALÉN,Catcch. 16, 11;
PG 33, 932, le daba media vuelta leyendo: «El que cree en mi como exige la Escritura.»
Los antiguos crefan descubrir la cita en un texto mal entendirlo de los Proverbios (5, 16).
Algunos modernos citan a ls 58, 11; pero está claro que la fuente que, según este texto,
mana en el fiel no riega más que su propio jardín. A.~M. DUBARLE, «Vivre et Penser»,
3," serie, 1943-1944, p. 238-241, piensa en Prov 4, 23. Pero el agua vivificante que brota
del corazón del sabio sólo se derrama, según este texto, sobre la existencia del sabio. Para
que el texto diga más hay que yuxtaponer esta sentencia a proverbios (lO, 11; 13, 14;
18, 5) tomados de una colección de otro autor y de otro tiempo, lo cual es difícilmente
recomendable. Por 10 demás, Jesús quiere citar un texto mesiánico y profético, carácter
cita literal, sí por lo menos fórmulas equivalentes en armonía con
su interpretación. El obispo de Lyón hace alusión a ls 43, 19-21;
Y el de Cartago cita el texto más tópico:
«No tienen sed en el desierto en que los guía:
hará que manen para ellos aguas de la roca;
abrirá la peña y brotarán ~asaguas» (ls 48, 21).
Toda la teología del agua viva se contenía a su parecer en ese
texto profético: Cristo es la roca que, golpeada por la pasión, hace
;;allar el agua saludable. A la verdad, en 'elStey en otros textolS
similares hay que buscar la cita. Después de haberse aplicado Jesús
la figura del templo (2, 19 s), de la serpiente de bronce (3, 14), del
maná (6, 32 s), se ofrece para representar la roca de Moisés
predicha por la Escritura y celebrada por los judíos en la fiesta
del agua.
En el pensamienttl de estos padres, a Isaías se une un texto
de Zacarías, ya que para ellos «el [Cristo] traspasado» es principio
del Espíritu, según está dicho: «Derramaré sobre la casa de David
y sobre los moradores de Jerusalén un espíritu de gracia y de
oración. Y alzarán sus ojos hacia aquel a quien traspasaron ...
Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David» (Zach
12, 10; 13, 1; d. loh 19, 37).
En adelante sabemos que el fiel extrae el Espíritu del cuerpo de
Cristo. La palabra de Jesús es realista: «de ventre eius»; nosotros
diríamos: de su seno, de su costado o de su corazón. Muchas veces
se pone de relieve el papel santificador del cuerpo de Cristo. Jesús
será en su cuerpo glorioso el templo mesiánico opuesto al antiguo
templo de piedra (2, 19). Ahora b~en- notable coinoidencia-, de
este templo se ha dicho que un torrente saldría debajo de su puerta
para fecundar el desierto 21. En la promesa eucarística, Jesús declara
que la vida eterna se consigu.eal contacto de su carne (6, 51-58);
Y esta vida que asimilamos en la fe comiendo el cuerpo de Cristo
es simultáneamente un agua que quita la sed: «Yo soy el pan de
vida; el que viene a mí no tendrá más hambre, y el que cree en
mí jamás tendrá sed» (6, 35) 22. Cuando los judíos se ofuscan por
qlt(" tlO poseen estoS' proverb.ios. Hay que concluir con el P. Lagrange: «La doctrina del
discfJ1l11o que se convierte en fuente de agua viva parece ajena al A.T.»
~ 1. Más de un autor establece la comparación entre loh 7, 38 Y Ez 47. ef.
1\. SCIlWJ¡¡TZER, Die Mystik des Apostols Paulus, Tubinga 1930, p. 347; A.-M. Du-
IlAl!I.J.:, 1.11 signe du Temple, «R.B.» 48 (1939) 37; W. THÜSING, Die Erhohung und
J',,} hl,,.,-Hrhnng J esu, p. 281.
1) Las dos. promesas (7, 37 Y 6, 35) se relacionan hasta en su formulación: en
:llllha', ·.~'('r('cren Cristo» corresponde a «venir a Él».
el realismo de sus exigencias (<<sino comiereis mi carne»), Jesús
les remite a su gl(xificacióll (6, 62); después a:lude al Espíritu, por
cuyo solo medio su carne santifica: «El Espíritu es el que da vida,
la carne no aprovecha para nada» (6, 63).
La efusión del Espíritu revela de esta manera una conexión
necesaria con la glorificación corporal de Cristo. En los Hechos se
presenta como un efecto de la exaltación celestial y, en la promesa
hecha después de la cena, corno una consecuencia de la vuelta al
Padre; entre ella y la glorificación de Jesús no aparece ninguna
relación necesaria. Pero la palabra de Jesús en la fiesta de los
Tabernáculos y la interpretación que nos da el evangelista colocan
las fuentes del Espíritu en el cuerpo glorificado de Cristo, y vinculan
la efusión del Espíritu a la glorificación corporal del Salvador.
Antes de conocer la realización de la promesa, san Juan asistió
a su anticipación simbólica en el Calvario.
La sangre yel agua que brotaron del costado de Cristo consti-
tuyen para el evangelista el acontecimiento más significativo de
cuantos acompañaron la muerte del Maes.tro. El autor le atribuye
una importancia tan excepcional que cree tener que tornar a Cristo
como testigo de Sus afirmaciones: «El que 10 vio', da testimonio y su
testimonio es verdadero; Él [Cristo] 23 sabe que dice la verdad, para
que vOlSo~rOlS tengáis fe» (19, 35). A sus o~os,!el brotar de la sangre
y del agua es la prueba de una verdad básica: «para que vosotros
tengáis fe» 24.
Se han propuesto numerosas explicaciones sobre el simbolismo
de los dos elementos, que, en 'la mente de san Juan, evocan dos
principios salvíficos. Siempre que en el cuarto evangelio reviste el
agua la significación de símbolo, designa el principio de santificación,
llamado en dos ocasiones pneuma. Ora es una metáfora para carac-
terizar la gracia (4, 14), y esta gracia es comunicación del pneuma
de Jesús .(7, 37) 2", ora se constituye en principio de salvación,
obrando en V'iTtuddel Espíritu: «Quién no naciero del agua y del
Espíritu» (3, 5); el agua real es finalmente para Cristo instrumento
de curación, en cuanto simboliza el bautismo en el Espíritu ~6.,
23. El ¿xe;·~voc; designa a Cristo; ef. 1 10h 2, G; 3, 3. 5. 7. lG; 4, 17.
24. Literalmente, «para que creáis». Pero «cómo 1tLO"t'EÚr¡-rE no tiene régimen, hay
(¡ue entenderlo de la fe en general» (LAGRANGE, Évang;le se/on S,ánt lean, p. 501).
25. En el Apocalipsis" el río paradisíaco (22, 1 s) es la imagen de la persona
y del conjunto de dones del Espíritu que procede del Padre y del Cordero.
26. Más que cualquier otro milagro narrado por Juan, la curación del ciego de
nacimiento contiene una doctrina. Jesús se declara la luz del mundo (9, 5) y se dis-
pone a curar al ciego. Escupe en la tierra, hace lodo y lo aplica a los ojos del hom.
hre. j Gesto misterioso! Aunque se explique de diversas formas, en todo caso ese barro
!lO tiene por fin natural anunciar la curación, ni debe ser, en la intención de Jesús,
En cuanto a la sangre que fluye del costado de Jesús, no puede
designar en su simbolismo esencial más que la humanidad de Jesús
que se desangra en la pasión. Al COITerla sangre, arrastra a través
de ~a hClida de la carne el agua del Espír~tu que se: asentaba en las
profundidades.
Un autor del siglo IV o V explica: Por la sangre que fue derra-
mada recibimos el Espíritu Santo; porque la sangre y el Espíritu se
asociaron para que, por medio de la sangre que es de nuestra natu-
raleza, pudiéramos recibir el Espíritu que era ajeno a nosotros» 27.
La teología del agua viva se amplía más añadiendo a los datos
del ev·angeliode san Juan 100s de su prim:em carta. En ella encontra-
mos también los dos elementos simbólicos, pero con resonancias
más variadas.
El apóstol define el objeto de la fe cristiana: Jesús, Hijo de Dios,
que vino por el agua y por la sangre (l Ioh 5, 6) 28. Según la signifi-
cación joánica del término, esta venida designa la encarnación del
Verbo de Dios 29. El agua y la sangre por las que se produjo no in-
dioan «ei1medi(), sino :laparti~waddad dilStinrtiva»30 ddl advenimiento
terrestre del Hijo de Dios, la naturaleza de su venida y, por consi-
guiente, de su Is'er.Juan emiellde los dos e]emootOls,el agua y la
sangre, como metáforas que definen dos aspectos del ser de Cristo:
su constitución divinamente espiritual y humanamente corporal.
Desde el principio del capítulo cuarto, el apóstol se dirige contra
los docetas que no admiten la venida de Jesús en carne (4, 2 s) 31.

el agente de la curación. Hemos de creer que estaba destinado a hacer más evidente la
ceguera. «Hubiera sido condenarle a no ver, de no haber estado ya ciego: es ceguera
sobre ceguera» (lJ,AGRANGE, p. 260 s). La acción de Jesús nos sugiere que el agua de
Siloé debía quitar el lodo para devolver la vista. Ahora bien, esta agua constituía un
símbolo. «El nombre de Siloé ... era un nombre propio que significaba ante todo [un]
canal. .. y, por consiguiente, designaba algo así como «¡trasmisor!», el que «¡trasmite
el agua! ». De este nombre vulgar hace Juan un nombre simbólico que significará el
enviado - Siloé significa «el enviado» (Ioh 9, 7) - como si la forma fuera pasiva,
es decir, el enviado por excelencia ... Jesús mismo ... Jesús envía el ciego a la piscina
que Heva su nombre y donde su acción se dejará sentir por el bautismo» (LAGRANGE,
l',igina 261).
El ciego encuentra la «iluminación» en el agua de Siloé; el agua recuerda el
hautismo en el Espíritu (3. 5); el nombre de Siloé sugiere el de Cristo. La «ilumi-
llaeión» se produce en el Espíritu que encontramos en Jesús.
27. In Paseha, Sermo 2; PG 59, 726 s. Sources chrétiennes, 36, p. 83.
28. Varios manuscritos añaden «y por espíritu». Hay que rechazar tal lectura
P0f(ltlC no está suficientemente atestiguada ni expresa bien el sentido.
29. J. CHAlNE, Les ÉJfi,t,-es catholiques, París 1939, p. 213, piensa que el participio
iAllcóv, por estar en aoristo, indica un hecho ¡histórico de la vida de Jesús (el bautismo,
Ilor ejemplo). Pero en Ioh 1, 11; 9, 39; 10, 10; 12, 7, el aoristo designa también
la entera venida de Jesús.
30. J. CIIAINE, O. c., p. 213.
3 L Hacia fines del siglo 1 y comienzos del n, la herejía doceta había alcanzado
sU apogco en Asia Menor. Junto con san Juan, hay otros jerarcas de la Iglesia, san
Ignacio y más tarde san Policarpo, que se preocupan vivamente por el peligro que
Frente a estos «anticristos», el apóstol refuerza su afirmación:
Jesús vino «no en agua lsólo, !sino ern d agua y en ifJasangre» (5, 6),
no solamente como un ser espiritual, sino en un cuerpo humano. El
Espíritu da t~stimonio en favor de la venida ,en esta doble realidad:
«y el Espíritu es quien testifica, porque el Espíritu es la verdad»
(5, 6, texto gr.); habla al corazón de la Iglesia (Ioh 15, 26), Y cOmo
El es la verdad, sugiere a los fieles esta fe. Pero para constituir una
prueba irrecusable, Dios exige en la Ley el testimonio acorde de dos
o tres telst!iigoSi
(DerUlt17, 6; 19, 15; Ioh 8, 17 Si).H apÓlstolpresenta,
pues, dos nuevos testigols: «Porque tres son los que testifican: el
Espíritu" el agua y la sangre, y los tres coinciden unánimemente»
(5, 8) 32.
Esta vez el agua y la sangre son más que metáforas, pues úni-
camente las realidades pueden dar testimonio. Ahora bien, el agua
natural y la sangre levantaron su voz en favor de nuestra fe cuan-
do brotaron del costado de Jesús, «para que vosotros tengflis fe».
El peiliigrodoceta explica la solemnidald del rdlatoe1v:angélico
y la insistencia en garantizar la veracidad: en la sangre y en el agua
que manan, se revela el misterio del carácter celestial y humano de
Jesús,. objeto de nuestra fe 33.
El agua que brota del costado de Cristo revela de esta suerte
una misteriosa complejidad. Es imagen deil Espíritu (3, 5; 7, 37 s)
y repmsenta ·el!Iselfde 10 alto que está en Cristo (1 loh 5, 6); por
este hecho el Espíritu y el elemento celestial en Cristo están estre-
chamente ligados 34.
corre la fe. La herejía negaba a Cristo una auténtica humanidad corporal, y Él no
habría padecido más que en apariencia. De ahí que el apóstol y los dos obispos in-
sistan en afirmar la fe en el cuerpo y en la sangre de Jesús.
San IGNACIO escribe: «En cuanto a mí, yo sé y crea que aun después de la re-
surrección Jesús tenía un, cuerpo. Que nadie se engañe, ni siquiera los habitantes del
cielo, los ángeles con toda su gloria ... si no creen en la sangre de Cristo, no se es-
caparán al juicio.» Smyrn. 3, 1, cf. 6, 1: TralL 9, 1).
Y san POLI CARPa muestra en la sangre de la cruz la prueba de la venida en la
carne: «El que rehúsa reconocer que Jesucristo vino en carne, es un anticristo; el que
nechaza el testimonio de la cruz, es un diabID» (Phil 7, 1).
32. SabemDs que el texto de nuestra Vulgata Sixto-Clementina (tres testigDs ce-
lestiales y oposición de testigos celestiales a testigos terrenos) no está atestiguado por
la tradición textual griega, ni siquiera por los manuscritos latinos más antiguos.
33. El versículo siguiente (5, 9) no dice que es humano el testimDniD del Espí-
ritu, del agua y de la sangre, como Con frecuencia se cre (J. Bonsirven, J. Chaine).
Hay que leer: «Si solemos aceptar un triple testimonio humano, a fortiori debemos
aceptar este testimonio que nos da Dios.» La interpretación de 1 10h 5, 6~8 expuesta
aquí no responde a la exégesis corriente, según la cual el agua es la del bautismo
de Cristo. Puede prevalecer por su coherencia, por el conjunto de la doctrina san M

juanista, por el silencio observado en el cuarto evangelio sobre el bautismo de Jesús.


Por otra parte, varios modernos cotejan este texto con Ioh 19, 34. Cf. A. SCHWEITZER,
Die Mystik des Apostols Paulus, Tubinga 1930, p. 347; O. CULLMANN,Urchristentum
'""d Gottesdienst, p. 74; F. MUSSNER, Z(1), Munich 1952, p. 111.
34. Nacer de ID alto es nacer del Espüitu (3, 3. 5).
El agua espiritual que apaga 'la :sed del fiel desciende de las altu-
ras del Verbo y mana del cuerpo de Cristo, de su cuerpo glorificado
que pasó por la muerte. Tiene su manantial muy alto, en el seno
de Dios y en d Verbo que de El} procede, y brota muy cerca de
nuestros labios, de las llagas abiertas en un cuerpO' de hombre. Los
dos temas sanjuanistas, la salvación por la venida del Verbo y la
salvación por el cuerpo inmolado de Cristo, se juntan en el don
pascual del Espíritu.
En adelante ya sabemos por qué la efusión del Espíritu está
condicionada por la partida de Cristo (16, 7).
A la cuestión propuesta respondía el padre Lagrange: «son
secretos de Dios» 3.\
Ordinariamente se plantea mal, y nos preguntamos: «¿Por qué
el Hijo glorificado no podía permanecer en la tierra y enviar, sin
embargo, su Espíritu?» 36. ¿Cómo explicar que toda la actividad santi-
ficadora de Cristo dependa de un cambio de lugar? 37.
La vuelta al lado del Padre, que condiciona la efusión del Espí-
ritu, es más que un cambio local,. es una transformación divinizante
(17, 5) efectuada en la muerte y en la resurrección. La efusión del
Espíritu pedía esta exaltación previa. Pues, por una parte, el Espí-
riJtu salo puede ser enviado desdel lalS alturas ce'1esltirnescerca del
Padre (15, 26); allí se encuentra el manantial profundo. Y, por otra
parte, en el seno de Cristo es donde el fiel, por el contacto de fe
con la carne del Salvador, puede gustar las aguas de la vida; para
el hombre no existe otro punto de contacto con la realidad celestial,
ni hay otra fuente de donde brote la vida del Espíritu, sino el
cuerpo de ese hombre. Era necesaTlibque Cristo fuera exaltado en
su carne, a fin de que lolSdos pudiesen manar de su seno.
La tarde de pascua Jesús sopló sobre los apóstoles y les dijo:
«Recibid al Espíritu Santo» (20, 22). Cristo en su ser total, corp6-
ral y divino, es quien insuf1a el Espíritu sobre los apóstoles, una
vez elevado todo El a 'la altura de donde procede el Espíritu. Enton-
ces se consumó en Cristo la historia del misterio de la encarnación:
hasta en su cuerpo es Jesús fuente del Espíritu 38.

35. Évangile selon saint lean, p. 418. 36. LAGRANGE, Le.


37. Se buscan sólo por parte de los fieles las razones que expliquen la dilación
en enviar el Espíritu: la presencia sensible de Jesús, según san A..GUSTÍN, hacía a los
apóstoles incapaces de elevarse a las disposiciones espirituales requeridas para recibir
d don de Dios (Sermo 270; In die Pente·costes; PL 38, 1238). La vida cristiana en el
E.....píritu es una vida de fe; ahora bien, «Jesús glorificado hubiera substituido la fe
por 11na evidencia; debía, pues, desaparecer.» Así argumenta el padre LAGRANGE (1. c.).
Todos son motivos bastante extrínsecos.
38. Esto permite a la teología explicar por qué Cristo resu.citado es no sólo un
En el pensamiento sanjuanista dominado por el Cristo glorioso,
Jesús es considerado en su vida terrena a partir de su divinidad;
por eso no se subordina a la acción del Espíritu, y envía al Paráclito
después de haberse reunido con e! Padre por su muerte. San Pablo
es más sensible a la realidad de las deficiencias aceptadas por el
Salvador en la tierra, y él mismo le somete a la acción glorificadora
del Espíritu. Saturado previamente de! pneuma en la resurrección,
CfÍlsto viene a lSer un prinoiípio espiritlla~ para todos los que elstán
«en Él».

El Espíritu es el principio de la glorificación de Jesús: «y si e! \


Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita
en vosotros, e! que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos
vivificará también vuestros cuerpos mortales por obra del Espíritu
que habita en vosotros» (Rom 8, 11) 39. El pneumr¡; santo se presenta
como un l:l.E:~tede .Iesurr~~~2g; se le atribuye- expresamente la
glorificación de los fieles e indirectamente l'a de Cristo. Bl. Padre
origina la acción resllcitad()ra, pero ésta.surte efecto por meª1ü-del
Es~ªf~~-"--·_'" . . '0' ••• •••• •• o' '.

..... Cada una de las dos causas reclama la parte que le, corres-
ponde: aquí,. y frecuentemente en otros pasajes, el Espíritu se revela
como la persona operante, el principio ejecutor, y ejerce una acti-
vidad casi instrumental que le es propia 40.
ser viviente, sino un espíritu vivificante, una fuente de vida en cuanto que :Él es
vida, un ser plenamente en comunicación. Porque está todo entero elevado a las altu-
ras filiales. Así pues, el Hijo es fuente del Espíritu en cuanto que es Hijo.
39. La tradición textual de este versiculo no eS' unánime. Una variante bastante
repetida dice: «Por causa.~ en atención a su Espíritu.» Pero la critica cree que se
debe rechazar (Tischendorf, von Soden, vVestcott-Hort, Nestle, VogeIs, Merk).
40. 'Considerando las relaciones muy matizadas que las preposiciones 8~&, ex
y ev
establecen entre las actividades de las diferentes personas trinitarias, la exégesis trata
de matizar la doctrina de la apropiación. Si las obras ad extra dependen de la ac·
ti'vidad común de las tres personas, no sucede indudablemente lo mismo con la acción
divinizadora de la gracia, que arrastra a la criatura hasta el interior de la vida divina
(cf. G. THILS, L'enseignement de Sain·t Pierre, París '1943, p. 66). La atribución
al Espíritu Santo de una causalidad especial y casi instrumental en la resurrección se
Según una tradición constante del AT y del NT, el sagrado
, pneuma personifica en la di~i'nidad laisantl.üdadque siftúa a Dios en
su trascendencia sobre la carne; es, además, el principio fecundo y el
vigor irresistible de la acción divina. Para penetrar en la naturaleza
y en el sentido redentor de la resurrección, no está de más saber que
el Espíritu es quien resucitó a Cristo a la gloria. Todo indicio de
una función representada por el Espíritu merece tomarse en con-
sideración.

Tal indicio se encuentra en la atribución constante de la glori-


ficación del Salvador al poder de Dios. La resurrección els para el
apóstol una obra de tal potencia, que la admiración que seexperi-
menta ante ella únicamente llega a expresarse acumulando todos
los términos que contienen la idea de fuerza: «Para que conozcáis...
cuáles la sobrepujante grandeza de su poder para con nosotros los
creyentes, según la energía de la potencia de su fuerza, que des-
plegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos» (Eph 1, 18-20).
Mientras que en la cruz Cristo sucumbió a las deficiencias de su
carne por la dynamis de Dios, surgió a una vida nueva: «Fue cru-
cificado por causa de su debilidad,. pero vive en virtud del poder
de Dios» (2 Cor 13, 4). Nosotros mismos resucitaremos por la
dynamis de Dios; lo mismo sucedió con Cristo: «Dios, que resu-
citó al Señor, también nos re'sucitará a nosotros por su dynamis»
(1 Cor 6, 14).
Así pues, la dynaml"is está indisolublemente ligada al pneuma.
Ya en el ATel Espíritu de Dios actúa con una potencia irresistible.
Es el poder creador de ~ios en el mundo (Gen 1, 2; Ps 104, 29 s;
139, 7); se apodera del hombre, le domina, le llena de dinamismo,
ya físico (1ud 13, 25; 14, 6; 15, 14),.ya intelectual o moral (Num
24, 2; 2 Reg 23, 2; 18 11, 2). El NT mantiene este concepto tradi-
cional con una fidelidad invariable. En san Lucas,. el evangelista del
pneuma y de la dynamis, Cristo está dotado de la fuerza del Altí-
simo en el Espíritu Santo (Le 1, 35). Para ejercer la virtud mesiá-
nica de esta unción inicial, Cristo recibe nuevamente el Espíritu
en el .lordán (Le 3, 22). En posesión del Espíritu (4, 1,. 18) Y de su
1'\\1111-;' :,¡ b gracia de Cristo es el principio de su. vida glorificada y si, por otra parte,
C'i udt' 1111:1,"clación especial entre esa gracia y la persona del Espíritu. Ahora bien,
I1I Hlill-i;l ("í d principio de la vida glorificada; nosotros diríamos que es su causa
1"1!lIdl; \' l',';ta gracia, llamada también pneuma
J hay que considerarla, según san Pablo,
11111111 'lll~l p:ll'lkipación en el pneuma personal.
poder (4, 14) Y obra maravillas; el Espíritu es el dedo de Dios por
cuya virtud Jesús arroja los demonios (cf. Le 11,. 20; Mt 12, 28).
San Pedro explica esta vida prodigiosa por la unción en el Espíritu
y por la fuerza (Act 10, 38). .
La conlstancia con que acompaña la dynamis al Espíri:tu en Cristo
no se desmiente en los cristianos. J esÚ'shabía prometido a los disCÍ-
pulos que descendería «la fuerza de lo alto», fuerza que está perso-
nificada en e!ldon d'e[ Espíriitu (Le 24, 49; Act 1, 8). Toda la vida
cristiana se desenvuelve: por encima de las flaquezas humanas,. y por
eso eS al mismo tiempo una vida según el pneumai y una demostra-
ción de fuerza divina. Toda obra de poder revela la presencia del
Espíritu, y toda presencia del Espíritu se revela siempre en obras
de poder. «La aIianza ínt~ma de 'los dos conceptos, espíritu y poder,
es uno de los rasgos característicos de la teología paulina» 41 y de
toda la teología bíblica.
Tenemos que concluir: si Cristo resucitó por la dynamis, por el
Espíritu Santo revivió.
Esta conclusión se halla confirmada por la atribución de la muer-
te a la debilidad de Cristo, mientras que su vida nueva está ligada
a la dynamis. La flaqueza es la característica de la sarx, como la
fuerza lo es del pneuma:, y por lo demás ambos conceptos, sarx y
pn:euma, están a su vez inseparablemente unidos, pero por asocia-
ción de ideas contrarias. La carne designa a la criatura sostenida
en su ser y en su actividad por sus solos principios; el pneuma:
dice trascendencia de Dios y de su acción, y participación en esa
trascendencia. En la historia de la salvación, la carne y el espíritu
están unidos entre sí, como están unidos los platillos de una ba-
lanza,. oponiéndose y contradiciéndose incesantemente en su movi-
miento. Aun cuando la antítesis no elsté explícitamente ·expresada,
casi nunca se menciona uno de los dos conceptos sin incluir al otro
en el horizonte del pensamiento. Ningún paralelismo de ideas se
repite tanto como éste en la literatura neotestamentaria, ni se acusa
tan fuertemente en las cartas paulinas.
Cuando el pneum'ai está dotado de fuerza, se presenta la carne
despojada de toda virtudsalvífica. «La debilidad de la carne» per-
tenece al vocabulario bíblicü con el mismo título que «el poder del
espíritu». Jesús ya había formulado la ley: «la carne· es débil»
(Mt 26, 41); «el espíritu vivifica, la carne no aprovecha para nada»
41. J. LEBRETON, Les origines du dogme de la Trinité, París 41919, t. 1, p. 398;
San CIRILO DE ALEJANDRÍA se queda en la línea escriturística cuando escribe: «El
Espíritu es el poder y la acción natural de la divina substancia. Realiza todas las obras
de Dios» (Thesaurus, Assert. 34; FG 75, SSO. 60S; 72, 90S).
(10h 6, 63). Estos conceptos, que se enfrentan dos a dos, espíritu y
fuerza, carne y debilidad, se hallan en su propio grupo tan herma-
nados que ya no se distinguen. «Nuestras armas no son carnales,
Isino poderosas» (2 COI' 10, 4). El Is'elsgode ia fralse y del pensa-
miento habría exigido: «sino espirituales», pero la sinonimia es
perfecta.
Al escribir el apóstol: «Fue crucificado por razón de su flaqueza,
perro vive pOirel poder de Dios» (2 COI' 13,4), podemos traducl~rasí
sus pensamientos: «Murió por su carne, pero vive por el Espíritu.»
San Pedro recoge esta aserción casi a la letra: «Cristo murió una
vez por los pecados ... ; murió por la carne, fue vivificado por el
Espíritu» (l Petr 3, 18).

3. Por la glm'ia, que es el Espíritu


Por ser una obra de poder, sentimos en la resurrección la acción
del Espíritu Santo. La misma acción adivinamos cuando el apóstol
nos declara que Cristo «fue resucitado de entre los muertos por la
gloria del Padre» (Rom 6, 4).
La dara (gloria) y el pneuma están estrechamente unidos en eI
pensamiento de san Pablo.
En el AT se esboza un acercamiento entre la gloria de Dios
y el Espíritu. Ambas realidades reaparecen en la noción de poder y
santidad que cada una implica. La gloria de Dios (kabod) se con-
creta en la nube ígnea y luminosa en medio de la cual desciende el
Señor a su templo y se manifiesta 42. En el pensamiento rabínico
esta nube constituye la morada de Dios, el lugar de su presencia;
se ia llama Sekina, la Morada. El BspíriJtu tiende a ser susti:tujjdo
por esta nube. En Is 63, 10-14, desempeña el papel de guía del
pueblo que la nube representaba en el desierto; El reposa sobre el
Rey-Mesías a semejanza de la nube (Is 11, 2).
Al principio del NT,el Espíritu, que es el poder de Dios, des-
ciende, como la nube gloriosa, sobre la Virgen y la envuelve en el
misterio de Dios como en una sombra luminosa: «El Espíritu Santo
descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su som-
bra» (Le 1, 35). Todos convienen en reconocer aquí la divina kabod
descendiendo sob¡-e la Virgen y envolviéndola en el luminoso mis-
Inio de la presencia de Dios; esta gloria se identifica con el Espí-
I i 111
~I con el poder de su acción.
Mientras Jesús conversaba en el Tabor con Elías y Moisés,. apa-
reció una nube, «la magnífica doxa de Dios» (2 Petr 1, 17), que
cubrió a Jesús y a sus inter1ocutores.. Y salió de ella una voz:
«,'Éste es mi Hijo muy amado, escuchadle.» Esta teofanía recuerda
la de lals riJberas del Jordán. Una y ot:ra re~e1]anla fiIiación divina
de Jesús. Muchos autores creen que se puede interpretar la nube
del Tabor como san Juan Bautista interpretó la paloma (Ioh 1, 34),
es decir, por el Espíritu Santo 4,. Dios declara acerca del hombre
sobre el que descendió la pa;loma: «Tú eres mi Hijo muy amado.»
porque existe una relación entre el Espíritu y la filiación (Ioh 1,
34). ¿No es también una imagen del Espíritu esa nube gloriosa en
medio de la cual dice Dios: «Éste es mi Hijo», después que en-
volvió a Jesús con «su sombra» (Mt 9, 7)?
San Pablo está influido por el AT, y la gloria (kabod), morada
de Dios, es familiar a 'su pensamiento. Cuando dice que los israe-
litas poseen la gloria,. las alianzas y la Ley, evoca la gloria bíblica.
La doxa es en él una realidad concretísima; rara vez designa sólo
la gloria subjetiva que nuestro culto tributa a Dios (2 Cor 8, 19).
Mantiene 'la unión ya realizada entre 1018 conceptols de gloria y Espí-
ritu. Pero su pensamiento sigue su propio camino: se aparta sensi-
blemente de la representación visual de la gloria preferida por la
Biblia y por el judaísmo, y, espiritualizando el concepto, lo acerca
más al pneuma.
En el AT la gloria de Yahveh es la revelación de la majestad
de Dios, la demostración die su santidad y de su fuerza 4'. En el
apóstol la doxa lleva también el sello de santidad y de dynaml~\·.
Los dos conceptos, gloria y poder, se compenetran hasta tal
punto que el apóstol habla igualmente de «la gloria del poder» (2
Thes 1,9) y «del poder de la gloria» (Col 1, 1; Eph 3, ]6). Cuando
Cristo venga, transformará nuestro cuerpo de bajeza a semejanza
de su cuerpo de gloria por el poder de Dios que actúa en la resu-
rrección (phil 3, 21). Ya los silnópticos habían acoplado ambos tér-
minos: la venida en gloria es una venida en poder (Mc R, 38; 9, 1;
13, 26). Sin modificar el sentido,. podríamos, pues, traducir ROID
6, 4: «Fue resucitado por la dynarnils !dielDios.»
43. Orígenes, san Alberto, santo Tomás, Cornelio a Lapide, Jansenio de Gante,
Suárez, citados por U. HOLZMEISTER, «Bib." 21 (1940) 20.\ s; san AMBROSIO compara
este relato con el texto: «La virtud del Altísima te cubrirá con su sombra» (In Le 1,
7; PL 1.\, 1704; J. DANIÉLOU, Le Christ proNte, «Vie Spir.» 78 [1948J 161).
44. B. STEIN, Der Begriff Kebod ] ahweh und seine Bedeutung fiir die at!. Got-
teserkenntnis, Erndstetten 1939, concluye (p. 299): La gloria es la revelaci6n de la
trascendencia (santidad) divina. reconocida en los sublimes hechos de Dios. Cf. H. KIT-
TEL, Die Herrlichkeit Gottes, Giessen 1934.
Desde entonces el pneuma está muy cerca de la doxa, puesto que
los dos se encuentran en el poder. En el último día reviviremos
con un cuerpo de gloria que es un cuerpo lleno de fuerza, un cuerpo
espiritual (l COI 15, 43-45). Gloria, fuerza,. Espíritu, tres reali-
dades alineadas ~5.
Esta gloria divina es tanto santidad como fuerza de Dios. La
humanidad llamada carnal, que está cerrada a la santidad, se halla
también privada de gloria: «Todos han pecado y se hallan privados
de la gilol1i1a
de Dios» (Rom 3, 23). Se:ha dicho que: <da doxa es [en
san Pablo] el atributo específico del estado de: justificación» 46. La
gloria de: Dios presente en nosotros no es sino el don de: su justicia.
y este don eS una efusión del Espíritu.
Desde ahora el Espíritu nos transforma, y desde ahora es en
nosotros, como en el día de la resurrección, santidad, poder y gloria
a la vez (2 Cor 3,. 18-4, 6). Cuando Moisés se volvía hacia Yahveh,
su rostro se ponía radiante por el reflejo de Dios; cuando el fiel se
vuelve hacia el Señor Jesús y contempla su faz gloriosa, se trans-
formfl en esa misma imagen cada vez más resplandeciente. Así pues,
la fuerza radiante que nos transforma e[]¡Is;eresde luz (2 Cor 3, 18)
sólo se desprende de Cristo por estar Él mismo completamente
pene1tradode Espíriitu: «Somos t'ranJsformadosen Lam~sma imagen ca-
da vez máls respfund'edente, como por el Señor que es el espíritu.» El
pneuma ~s la gbria de Diolslen Cristo y la fuerza que nos Isantifica.
Esta invasión de la santidad divina está caracterizada por el
progreso paralelo de la gloria y del Espíritu: el cristiano tiene expe-
rÍ'enda de la posesión de[ Espíritu a part~r de: un don inioial hasta
la plena donación, 10 mismo que tiene experiencia de una gloria
naciente que va creciendo en él. Llevamos en nosotros las primicias
del Espíritu (Rom 8, 23), que alimentan en nosotros la esperanza
de la medida desbordante que nos será dada cuando' Dios nos resu-
cite por su Espíritu (Rom 8, 11). De esta manera poseemos la
gloria y esperamos aún su floración; poseemos el Espíritu y espera-
mo's su completa efusión.
La id'entidaki de acción deL Espídtlu y de la gloria, y el ritmo
paralelo de su desarrollo, hay que explicados por la identificación,
en san Pablo,. de la doxa: y del pneuma., al menos en cuanto que
eslas dos realidades son participadas por el hombre 47.
,11;, 1':11 el relato de la anunciación hallamos también reunidos la alusión a la nube
d.' 1_~111'¡;1, l'l Espíritu y la fuerza de Dios.
,11, 11." 1TTEL, o.c., p. 208, 235; eL R. KITTEL, Th. W. N. T., t. n, p. 254.
,l!. I.!l." c1wi capítulos Rom 8 y 2 Cor 3 corren paralelos. En uno llama el apóstol
d" 1" 11) LJllI' 1'11 d otro llama pneuma; gloria y espíritu son irradiación de la santidad
La afirmación de que Cristo fue lesucitado por el poder creador
dIe Padre y por 'su gloria 'se cOllocaal lado de esta otra: que fue
vivificado por el Espíritu del Padre. Valía la pena probado, no
sólo para confirmar la función desempeñada por el pneuma., sino
también para ilustrada. A fin de conocer las propiedades de la vida
nueva suscitada por el Espíritu, no es indiferente saber que por
este Espíritu obra el poder creador y se derrama la gloriosa santi-
dad de Dios.
~ec'Ordando que el día final es la epifanía de:1poder y de la
gloria de Dios adivinaremos en la resurrección de Cristo el aconte-
cimiento escatológico en que se consuma la historia del mundo.

Antes de ser agente de la resurrección, el Espíritu había depo-


sitado en Cristo exigencias de vida nueva: «Fue constituido Hijo
de Dios poderoso,. según el espíritu de santidad, a partir de la resu-
rrección de los muertos» (Rom 1, 4). La entronización de Cristo
en su estado de poder filial es reclamada por «el espíritu de santi-
dad»; y se efectúa «según» la norma y las exigencias de este es-
píritu.
Aunque se distingue del Espíritu personal 48, «el pneuma de
santidad» está ligado a él; designa en Cristo el principio que con-
trasta con la carne (Rom 1, 3 s); luego, es en primer lugar el Espí-
ritu de Dios el que se opone a 'la sarx, y toda santidad que eleva
al hombre por encima de la naturaleza camal es participación suya.
Podemos cotejar el texto paulino con el anuncio de la concepción
de Cristo '9 y formu'lar el para:le'lismo: el ángel habla de una ope-
ración del Espíritu, del poder del Altísimo y del nacimiento de un
Hijo de Dios; el apóstol pregona la resurrección de Cristo en cali-
y del poder de Dios. Tal identificación volvemos a cncon1 rarta en san Pedro: «El
Espíritu de gloria [y de poder], el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros» (l Petr
3, 14). «Ambos términos, daza y dynan~is) son paralelos» (G. TIIILS, L'enseignement
de S aint Pierre, París 1943, p. 42).
48. No hemos reconocido en este «espíritu de santidad» la naturaleza divina ni el
pneuma personal; lo hemos interpretado por la santidad rlivina que caracteriza al
hombre Jesús y exige para Él la resurrección a una existencia conforme con esa san-
tidad, la de un auténtico Hijo de Dios (cf. p. 75, nota 29).
49. A. RESCIl, Das Kindheitsevangelium nach Lukas n. Matthiius, Leipzig 1897,
pp. 264-269, hace resaltar la semejanza de los relatos de la infancia según san Lucas
con la doctrina paulina.
dad de Hijo de Dios, en el poder, según el espíritu de santidad 50.
Entre la santificación inicial y la resurrección existe una continui-
dad: la acción glorificadora que el Padre lleva a cabo por el Espíritu
(Rom 8, 11) J:iespond:ea la isanti'dad con que el Erspífiituhabía dis-
tinguido a Cristo desde su origen.

La vida nueva de Cristo, suscitada por el Espíritu y según las


exigencias de la santidad inicial par Él comunicada, lleva en su
esencia el sello del Espíritu; es la vida misma del Espíritu, el infi·
nito poder de vida divina que resplandeció en el hombre Jesús. En
adelante, usando fórmulas paulinas, diremos que el principio vital
de Crilsltoya no els lla psyche: en su debiilj(Iad, !sino 'ellpn:euma y su
poder 51.
La psyche es el principio vital del hombre terrestre,. el alma im-
potente provista de sus solas fuerzas naturales. Es la vida de la
carne, es de su misma condición y contrasta con el espíritu. El
pneuma constituye la santidad gloriosa de Dios y su poder de vida:
en Dios es una entidad personal, en el hombre una comunicación de
santidad y de vida inmortal. El adjetivo «espiritual» indica una re!la·
ción con ea Espíriltu Santo; eiladjetivo «psíquico» se aplica !alo que
carece de esta relación. El hombre psíquico no se distingue del
hombre carnal. La Escritura dice que está cerrado a las cosas
del EspíJ1itude Dios (l Cor 2, 14) re.
De Cristo, que había vivido en la tierra según psyche, está es-
crito que por la resurrección se convirtió en un ser espiritual (1 COI
15, 45).
Cuando Dios inspiró en el rostro de Adán un soplo de vida, «el
hombre llegó a ser alma viviente» (Gen 2, 7). El texto bíblico sig-
nifica solamente que el hombre fue hecho ser viviente. Pero en el
pensamiento del apóst10l el relato genesíaco adquiere distinciones
SO. HERVÉ DE BOURG-DIEU, PL 181, 601, comenta así Rom 1, 4: «Según el Es-
píritu Santo que santificó el seno de donde [Crístoj debía nacer.»
51. DJremos en términos teológicos que el Espíritu personal es causa casi formal,
y el espíritu comunicado, la gracia, causa formal. El alma ya no es principio de vida
por tltl virtud natural, sino en cuanto es vivificada por la gracia. Entre la gracia y el
I':spíritu personal hay que mantener una relación especial de orden formal; de ahí la
posihilidad de atribuir una causalidad particular en la resurrección a la persona del
Espíritu y otra a la del Padre que obra por el Espíritu (Rom 8, 11).
52. La carta de san Judas (v. 19) define a los psíquicos: <<1osque no tienen pneuma».
Santiago (3, 15) hace hincapié en el matiz peyorativo: «la sabiduría ... terrena, psíqui-
ca, dial>ó1ica».
del contraste que opone la vida legada por el primer Adán a la co-
municada por el segundo. El primer hombre fue hecho ser viviente
dotado de un principio de vida carnal, la psyche (l Cor 15, 45). Pero
al lado de este cuerpo, de procedencia adámica, existe un cuerpo
espiritual cuyo prototipo es Cristo resucitado (v. 44): «También
está escrito: el primer hombre fue hecho psyche viviente. El último
[Cristo], espíritu vivificante» (v. 45).
Dos humanidades se enfrentan: la de nuestra vida terrena y la
de la gIodOlsarelsurrección. La primera está ~gada a la cr'elaciónde
Adán, que fue hecho «alma viviente», hombre vivificado por la
debilidad de la psyche. Pero un día conoceremos otra existencia en
un cuerpo espiritual, ya que Jesús, principio y prototipo de la nueva
raza de hombres, es un espíritu, un ser celeste que vive de la vida
del Espíritu.
Cristo no ha sido siempre espíritu vivificante, «fue hecho». Fue
hijo del progenitor común, modelado a imagen del Padre, antes de
llegar a ser principio de la humanidad espiritual. También vale para
Él la ley: «No es pl1imem lo espiritual,. sino fa psíquico» (15, 46).
El espíritu vivificante, el hombre celestial, como lo llama también
el apóstol, no se identifica exactamente con el Hombre-Dios, sino
en cuanto que la divinidad de Jesús se consuma en la resurrección 53.
El Ambrosiaster comenta: «El segundo Adán fue hechoclspíritu
vivificante por 'la resurrección» 54.
El principio de animación natural de Cristo, la psyche, sucumbió
en la lucha con la muerte. La desbordalllt:evita:Lida!dde~ pneuma de
Dio's invade en adelante la humanidad corporal del Salvador. Tras-
ladado de la existencia psíquica a la vida del pneuma, el cuerpo de
Cristo se hace «espiritual», y en cuanto ta'l es cefestial (v. 40), del
orden de las cosas trascendentes - mientras que la carne y la san-
gre no pueden penet'rar en los cielos (v. 50) -; ~s un cuerpo de
gloria y de poder (Fhil 3, 21; 1 Cor 15, 43), enteramente penetrado
por el Espíritu de gloria (l Fetr 4, 14). Se cancela la opOSición
entre la vida carnal de Cristo y su santidad interior; las leyes de la
materia no influyen ya en Él; el tiempo y el lugar no lo circllns-
criben ya, pues el poder y la eternidad del Espíritu han suprimido
53. El padre Allo opone el segundo Adán al prinlero desde el momento de la en-
carnación, pues <da comparación entre el primero y el segundo Adán se centra. sobre el
momento en que fueron formados». Sin duda Cristo es celestial en virtud de su preexis-
tencia divina, pero radicalmente; y sólo por razón de su resurrección es considerado corno
espíritu en nuestro texto, ya que el apóstol argumenta por la resurrección de Cristo para
probar la nuestra. Cristo se opone al primer Adán en la plenitud gloriosa de su ser.
54. PL 17, 29. Cf. D.M. STANLEY, Christ's Resurreet'ion in Pau!'¡,"ne Soteriology,
Roma 1961, p. 124-127. I. HERMANN, J{yrios uud Pneuma, Ml1nieh 1961, p. 62.
la dehilidad. Esta espiritualización hasta tal punto es substancial,
qlle obliga a decir no solamente que Cristo fue hecho ~spiritual,
sino espíritu solamente 55.
Por un extraño desconocimiento de la teología paulina, la exé-
gesis liberal concibe al Cristo glorioso del apóstol como una subs-
tancia etérea disuelta en Dios; la humanidad del Salvador habría
sido sublimada en la resurrección en un fluido o en una potencia
impe:rsona'ldifuminadaen lla que envuelve al erilstiano, que éste res-
pira y de la cual vive 56.
El texto que ha dado origen a tal interpretación es el versículo
analizado anteriormente (l COI' 15, 45), Y más aún este otro: «El
Señor es Espíritu» (2 COI' 3, 17).
Es verdad que el texto identifica a Cristo con el pneuma. Pero
este Cristo-espíritu sigue siendo un ser personal. Entre !Ély el após-
tol existen las mismas relaciones que entre el Cristo terrestre y los
doce:: Él el5quien ll'ama a Pablo, y le confía una milsión y le trans-
mite poderes (1 COl' 9, 1; Gal 1, 16; 2 COI' 13, 10). 'Él quien le ha
de juzgar (l COI' 4, 4); por Él, el muerto resucitado, se sacrifica,
vive y muere el apóstol (Rom 4, 8 s). Verdaderamente, Cristo no
es un' fluido impersonal. Aun cuando san Pablo considera a Cristo
o su cuerpo como la esfera de vida en la que el fiel nace y crece, no
lo concibe como una substancia inmaterial, pues el cuerpo de Cristo,
como vamos a ver, continúa siendo en su pensamiento el cuerpo
físico del Salvador. La resurrección es llamada &\I&(j't'()(ln~; es ori-
gjllada por una acción dilvina des~gnada co:n el verbo lyzípeL \1 (des-
pertar). El que «se levanta» (&\lLG"'t"()((j'6()(L), aquel a quien se despierta,
es el mismo que yace en el sueño de la muerte: «Fue sepultado
y fue despertado ai tercer día» (l COI' 15, 4).
«El Señor es espíritu»; el sentido de esta afirmación se despren-
de solamente del análisis del contexto. Dos palabras clave establecen
su intdigencia" Ila IbtTa 57 y el]espÍJr,iltu;la una mata y el otro viviJfica
(2 COI' 3, 6).
En estos dos conceptos se enfrentan dos instituciones: la de la
letra y la del espíritu (3, 6; Rom 7, 6), la alianza de la prefiguración

55. L. MALEVEZ, L'Église corps du Christ, «Reeh. Se. Re!» 32 (1944), SO.
56. DEI SSMANN, Die nc'utestamentliche Formel «in Christo lesu», Marburgo 1892;
W. BOUSSET, Kyrios Christos, Gotinga 41935; A. SCHWEITZER, o.c.; E. KASEMANN, Leib
I<mJ Leib Christi, Tubinga 1933.
57. La traducción <<letra», que se ha hecho tradicional, no responde al sentido de
YPcX¡J..lJ.iX
en este contexto. Se trata de una cosa escrita que no es más que eso, de un
documento. Cf. Ram 2, 27: «A ti, que Con el documento y la circuncisión eres trans,..
gresor de la Ley.» La antítesis se establece entre el escrito y el espíritu (el Espíritu
a fin de cuentas).
y la de la plenitud. La primera·· está dominada por una ley de
muerte (2 Cor 3, 7; Rom 2, 8) 5S, srabada en tablas de piedra
(2 Cor 3, 3. 7). Realidad de sombra, vacía de substancia, no engen-
dra más que la condenación y la muerte (2 Cor 3, 6. 9); su efímera
gloria es simiI:ar a los dels1t;ellosfugitivos sobre el rorstfOide Moisés
(2 Cor 3). Es la «antigua institución» en adelante superada (2 Cor
3, 6. 14).
Frente a la letra, el espíritu, la total y última realidad que pone
fin (v. 14) a la institución prefigurativa y cuya desbordante gloria
no pasa jamás (v. 10).
La letra y el espíritu se oponen como la muerte y la vida (v. 7 s),
la Ley y la gracia (Rom 6, 14), la condenación y la justificación
(v. lOs; cf. Rom 8, liS); como la Isombra y 'eilcuerpo (J:e Cristo
glorioso (Col 2, 17) Y como la carne y el espíritu 59.
«El Señores espíritu»; Él constituye toda la vivificante reali-
dad celestial; en Él reside la plenitud de todas las cosas que pone
término al régimen de la Ley «cumpliéndola» 60.
Así no hay ninguna identificación entre Cristo y el Espíritu
Santo, ninguna negación de la materiaHdad del cuerpo resucitado,
sino la afirmación de que Cristo glorioso es 'la realidad total y vivi-
ficante en que todo se consuma.
Y, sin embargo, san Pablo añade: «Donde e'stá el Espíritu del
Señor está la libertad» (v. 17).. El pensamiento del intuitivo apóstol
pasa sin estridencias de Cristo-espíritu a la persona del Espíritu
Santa, pues la realidad vivificante (el espíritu) depende siempre del
Espíriltu Santo,CIll último anális,iisno els oVr:acosa que el Espíritu,. y
Cristo es la rea1idad plenaria y última, «el espíritu vivificante» porque
está completamente transformado en el poder vital del Espíritu
Santo.
San Pablo enseña con todo el NT que el Espíritu es la realidad
plena y vivificante, la de lo alto (Ioh 3, 6) y del mundo venidero,

58. Roro 7, 6 reproduce la misma antítesis: «d regimell nuevo riel Espíritu y el


régimen caduco de la letra». El contexto, formado por Rom 6·8, esclarece el sentido.
El apóstol opone continuamente la Ley y la gracia (Rom 6, 14), la Ley del Espíritu de
vida y la ley de la muerte (Rom 8, 2), la carne y el Espíritu (ROIIl 8, 4). Cf. K. PUÜMM,
«Bib.» 31 (1950) 183-187.
59. Cf. P. VAN lMscHooT, L'esp,.it de Yahvé et l'alliance nouvelle, «Eph. Théol.
Lov.» 13 (1936) 220, n. 141: K. PRÜMM, Die katholische Auslc{J1mg von 2 C<Yr 3, 17a,
«Bib.» 31 (1950) 469: espíritu y letra designan las dos econom{as de salvaci6n.
60. Desde F. PRAT, La Théologie... n, pp. 522-529, y K-n. ALLO, La seconde
é¡fitre auX' Corinthiens, pp. 103-111, se explica la antítesis eSl)íritu-letra por la oposición
entre el sentido superficial y el sentido profundo del A.T. Esta exégesis tiene el defecto
de mantenerse en el plano nacional, mientras que en la mente del Apóstol las que se
oponen son la sombra figurativa y la realidad vivificante, la Ley en su debilidad y
la persona saludable de Cristo. Cf. l, HEUMlANN,O. c., p. 38-57.
0pu!CIstaa la1srealid'aders terrenaiS, que no 80n más que su sombra.
En él se revelan el ser de Dios, su gloria y su poder, y todo en-
cuentra en él su consumación 6\
Cristo es el espíritu, la realidad verdadera que da a la historia
su sentido y su plenitud (2 Cor 3, 14-16), porque 'Él mismo está
enteramente saturado de Espíritu Santo.
Está lleno hasta el punto de transformarse en su gloria resplan-
deciente y en su poder de vida, y hace~e a su vez principio de vida
y de gloria: «Nosotros reverberamos la gloria del Señor sobre
nuestro rostro, y nos vamos transfigurando en la misma imagen
de gloria en gloria, por obra de] Señor, que 'es'elspíritu» (v. 18).
Cristo es transformado tan totalmente por el Espíritu Santo, que
todo en El 'se cambia en realidad espiritual 62. Viene a ser indife-
rente decir «en Cristo Jesús» o «en el Espíritu». Sornas santifi-
cados en Cristo (l Cor 1, 2) Y en el Espíritu (l Cor 6, 11); somos
justificados en Cristo (Gal 2, 17) 10 mismo que eUiel Espíritu (1 Cor
6, 11). Porque la vida de Cristo eS la misma del Espíritu; el que
vive de uno vive también en el otro, «el que se adhiere a Cristo se
hace un espíritu con EJ» (1 Cor 6, 17).
No hemos descubierto en nuestro texto ninguna negación de la
materia'1idad del cuerpo de Cristo resucitado, sino una confirmación
de 1 Cor 15, 45: «El nuevo Adán fue hecho espíritu vivificante.»
E'1 pneuma de gloria, vigor de Dios y su vivificante santidad, fue
hecho principio vital de Cristo y transformó al hombre débil, seme-
jante a los pecadores, en el santo y santificador poder divino, en la
plenitud de Dios.

61. Tocamos aquí un punto vital de la teología del Espíritu que exigiría amplio
desarrollO'. Frente a la carne, el Espíritu es la realidad de lo alto y del mundo venidero,
la única auténtica. Juan une las dos nociones «espíritu y verdad» (4, 23; 14, 17; 15,
26; 16, 13), Y en él la «verdad» designa la realidad plena y divina al mismo tiempo que
su revelación, opuesta a la realidad terrena. El Espíritu es la realidad plena en cuya
comparación todas las otras no son sino sombras, pues es la expresión de la realidad
de Dios. Cf. P. VOLZ, Der Geist Gattes, Tubinga 1910, p. 169 s. Es digno de notarse que
todas las definiciones de Dios dadas por la Escritura se aplican especialmente al Espíritu.
Dios es espíritu, la santidad trascendente, la omnipotencia (Mt 26, 64 lo \lama «el
Poder»). Él es amor, y la gloria es la expresión de su ser. El Espiritu es la personifi-
cación de todo esto: es espíritu, el Espíritu de santidad, la dynamis de Dios, el amor
divino derramado en nuestros corazones; se identifica con la gloria.
Cristo, que murió para damos el Espíritu Santo, nos da en Él la realidad celestial,
él Dios mismo.
62. Según san Cirilo de Alejandria, Cristo glorioso forma con el Espíritu una unidad
tan perfecta, que se le puede llamar con el mismo nombre del Espíritu Santo. Cf. STo
],Y()NNET, S. Cyrilll!' d'Alexandril!' et 2 COY 3, 17, «Bib.» 31 (1951) 25-31; san AM-
IJIWSl(}, De Mysteriis IX, 58; PL 16, 409, emplea una expresión atrevida que bay que
saher interpretar: «El cuerpo de Cristo es el cuerpo del Espíritu divino, porque Cristo
es eSIlíritu.»
Cristo resucitó por nosotros (2 Cor 5, 15); el Espíritu de Dios
se apoderó de Él para. que fueran resucitados todos los que tie hallan
en Cristo. El espíritu de la resurrección está destinado a nosotros;
actuará simultáneamente sobre Cristo y sobre nosotros: «Resucitó
para nuestra justificación» (Rom 4. 25), Y nosotros resucitaremos
en Él, que por nosotros fue «justificado en el Espíritu» (1 Tim
3, 16).
Mientras que el primer hombre no era más que un «alma vi-
viente», el nuevo Adán fue hecho «espíritu vivificante» (1 Cor 15,
45). El progenitor tenia una vida de la que vivía él solo, un alma
cuya fuerza de animación era medida según la grandeza de su
cuerpo y estaba circunscrita por él. Cuando la letra mata,. Cristo-
espíritu es un fuego que se difunde, una vida que brota de allí mismo
donde vive. Transformado en el Espíritu, que es fuente de vida y
comunicación, vino a ser Él mismo' efusión y don de sí: es un espí-
ritu vivificante.
El Espíritu es un poder de animación que actúa simultáneamente
sobre el Salvador y sobre nosotros. Por una parte Cristo resucita
en Espíritu y por otra resucita para nosotros; su vida nueva es la
del Espíritu y está enfocada sobre nosotros.
Puede extrañar que un hecho de tal categoría no se afirme más
veces explícitamente. Pero por todas partes se le supone en 1a teo-
logía pau1'ina de la saivaaión, centrada toda ella sobre ea Espíritu
Santo, a quien el hombre se halla en la unión con Cristo glorificado.
El cuerpo glorioso es un manjar espiritual (1 Cor 10, 3); quien
está unido a Cristo en su cuerpo forma un espíritu con Él (1 Cor
6, 17).
El Espíritu es, pues, según san Pablo. el principio vivificador
por el cua! revivió el Salvador, en ea que vive a 10 divino, y que
desde el cuerpo glorificado CrilSt'ose eiXpende¡sobre Ibisfielles.
El Espíritu no debía tomar posesión de Cristo sino después de
su muerte. Si el plan redentor exigía a Cristo vivir primero en la
carne, le imponía con todo la privación en su cuerpo de la irradia-
ción del Espíritu, pues la carne y el espíritu se contradicen (Gal 5,
17). Nuestra redención debía realizarse completamente ante todo
en Cristo,. en su paso de 1a existencia carnal, esfera del pecado de
Adán, a la vida divina en la santidad del Espíritu. Él debía ser el
primer hombre en quien la humanidad mortal fuese vivificada por
el poder y la gloria; los fieles acudirán a unirse con Él para bene-
ficiarse de la redención que está en 'Él {Rom 3, 24).
Dotado del don del Espíritu, Cristo se constituye su dispensador.
Lo distribuye a la Iglesia integrada en su humanidad corporal, vivi-
licada por el Bspíritu. ¿Hubi'e!raia IgIesi:a podido recibir eif Espíritu
antes que el cuerpo de Cristo fuera vivificado por Él? Ciertamente
no, ya que ella es cuerpo de Cristo.
La Iglesia es cuerpo de Cristo por inserción en el Salvador, en
su muerte y su resurrección (Rom 6, 3; Col 2, 12). Hecha cuerpo
de Cristo en su muerte y en su resurrección, muere a la carne con
el Salvador y resucita en el espíritu por la única acción resucita-
dora del Padre, la que vivifica a Cristo. De esta manera la efusión
del Espíritu es única en la Iglesia, aunque sus manifestaciones sean
infinitamente variadas,. pues no es sino la acción del Padre que resu-
cita a Cristo, única en sí misma y de la cual viven todos los fieles.
La efusrón espiritual tiene como objeto, por el mismo título, el
cuerpo de Cristo y los fieles que forman el cuerpo de Cristo. El don
del Espíritu que resucita a los fieles no es distinto del que resucita
al Salvador, ya que los fieles hallan su justificación, santificación
progresiva y resurrección final participando en la resurrección de
Cósto. No hay mrus que una efusión dm Espíritu, la que glorifica
a Cristo.
Varios elementos de esta síntesis esperan verse mejor funda-
mentados. Pero las anticipaciones eran necesarias para señalar la
importancia soteriológica de la acción glorificadora del Espíritu en
Cristo 63.

San Juan y San Pablo disienten, pues, el uno del otro en este
punto. Según el primero, Jesús envía al Espíritu del lado del Padre
después de haber pasado por su propia virtud a la vida nueva
(Ioih 10, 17); según el Isegundo, Cdsto vive en Dios porque 'm Pa-
dre 10 resucitó en el Espítitu y dispone del don espiritual porque
estuvo saturado de él. El evangelista sabe, sin embargo, qu~ el
Espíritu es el origen de la vida de lo alto y que es su principio
formal: «Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu
63. El misterio de la efusión del pneum.a en Cristo resucitado se ilumina con nueva
luz al situar el acto redentor en el marco del sacrificio. La resurrección ocupa entonces
el puesto de la aceptación y de la comunión. Los documentoS' litúrgicos que expresan la
concepción cristiana del sacrificio atribuyen frecuentemente la aceptación del mismo, su
l)()sesión por parte de Dios, a la accirSn consumadora del Espíritu Ccf. cardo SCHUSTER,
Liber Sacramento"r'um) trad. franc., Bruselas 1929, t. II, p. 103; t. IV, p. 7 s; cf. también
la secreta del viernes después de pentecostés).
es espíritu» (3, 6). Pero este axioma no lo extiende a Cristo,.ya que
aun suponiendo la oposición entre Qristo según la carne y Cristo
según el Espíritl.l, en realidad no la hace resaltar,. ya que el análisis
del estado terrestre de Jesús no lo lleva hasta su raíz que es el pe-
cado de Adán 61.
Pero ambos apóstoles están acordes en situar en la humanidad
corporal del Salvador la fuente donde brota para nosotros el pneuma
divinizador. El camino de nuestra vida se halla en las alturas, ha-
biendo sido trazado en Cristo-Lagos según san Juan, en Cristo-
Pneuma según san Pablo, y al mismo tiempo tan humanamente
accesible, en un cuerpo de hombre.
Esto debió parecer una locura a los sabios de Grecia, para quie-
nm el ildeal!SIeencontraba fuera de la vida corporal, y allgunoscris-
tianos, influidos por esta filosofía, querían sobrepasar el cuerpo de
Cristo para saciarse del Lagos en las alturas divinas, dado que la
humanidad corporal es el canal necesario que comunica con las regio-
nes superiores. Verdaderamente, el Dios de los cristianos no es «el
de los filósofos y el de los sabios» (Pascal). Dios escogió en Cristo
10 que hay de máls ínfimo, más alejado de la substancia de Dios,.
para hacerla, bajo la acción del Espíritu, el principio de toda re-
dención.
La resurrección «es el triunfo final del Espíritu, no en perjuicio
de la carne, sino en su provecho eterno» 65. En el Salvador nuestra
carne fue levantada de su caducidad: desde Adán va escoltando al
pecado por el mundo, pero en Cristo se halla saturada de Espíritu
Santo.

El capítulo anterior había mostrado en 'la glorificación de Jesús


la divÍJIlizacióndel hombre en Crilsto. El presente capitulo ha de-
signado al Espíritu como principio de la vida nueva. Quedan por
enumerar los efectos producidos por la efusión del Espíritu.

64. Juan se acerca, no obstante, al pensamiento paulino gracias a su concepto de


la doxa. El Cristo terreno no está en posesión de la gloria completa, debe obtenerla del
Padre, y sólo entonces podrá salvar al mundo (17, 1-5). Ahora bien, la doxa sanjuanista
se aproxima al concepto de pneuma,. 10 mismo que él, contiene las gracias de la sal·
vació n (1, 14), constituye el lazo de unión entre los fieles (17, 22), se manifiesta por
la dynamis de los milagros (2, 11), da testimonio de la divinidad de Jesús (1, 14; cL 15,
26). El pensamiento de san Juan se acerca también al pensamiento paulino al afirma que
Cristo es, en su ser corporal, fuente del Espíritu, y que únicamente 10 es en su gloria.
65. L. DE GRANDMAISON, lésus-Christ, t. II, París '1928, p. 144.
Capítulo cuarto

EFECTOS DE LA RESURRECCIÓN
Cuando Jesús expiró, el centurión dio de Él este testimonio:
«Verdaderamente este hombre era hijo de Dios» (Mt 27, 54;
Mc 15, 39). A lo largo de aquella jornada había oído hablar del
Hijo de Dios; la expresión 'le pareció propicia para manifestar su
admiración, pero en sus labios no tenía la profunda resonancia que
más adela:nre se le había de dar. San Lucas indica -el altance que po-
día tener ese testimonio para el legionario. Le hace decir: «Verda-
deramente este hombre era justo» (23, 47). Cuando el apóstol santo
Tomás volvió a ver a Cristo después de la resurrección, cayó de
rodillas exclamando: «¡Señor mío y Dios mío!» (Ioh 20, 28). Dos
actitudes característica's, una antes de la resurrección, otra después.
La metamorfosis efectuada en Cristo obligaba a profundizar en el
juicio ponderativo que en otro tiempo recayó sobre Él.
Dos títulos se imponen en '10 sucesivo a la conciencia de los
fieles de J'elsús: el de Señor y el de auténtico Hijo de Dios. La
teología de la carta a los Hebreos toma pie de la resurrección para
añadir a estos dos el título de Sacerdote eterno.

La palabra kyrros (señor) y sus equivalentes semíticas mar adon,


expresan el poder y el dominio legítimo y significan, originaria.
mente, «dueño» y, en su sentido pleno, «soberano» 1.
Los Sesenta emplean el término para designar a Dios en subs-
titución del nombre inefable Yahveh, pues Yahveh es el dueño
legítimo, d señor de Israel y del universo,. su absolluto soberano.
El título se eleva así a una significación trascendente, sin llegar,
empero, a ser el calificativo de la divinidad como tal, ya que no
deja de expresar en primer lugar el poder y el dominio.
En el antiguo Oriente, el término semítico había recibido un
doble significado desde hacía largo tiempo. Por una parte, se había
adoptado como título protocolario de los reyes y, por otra, se desig-
naba así a los dioses soberanos. La época helenística tardía heredó
este: uso y homó a sus reyes y a algunos de sus diosels con el título
de señor. El significado corriente de la palabra no carecía, pues, de
analogía con el que le dieron los Setenta, pero tampoco alcanzó su
so'lemne majestad 2.
Título real, esta apelación convenía al Mesías, el rey por ex-
ce1encia;en él podía elevarse simultáneamente a la significación
re1igiOlsaen virtud de 1'a tmscendencia que la profecía reconocía
al héroe de Israel.
Ya los Setenta le confieren este título y le llaman «el Señor
[Yahveh] padre de mi Señor el Mesías» (Ecc1i 51, 10). Al hacer
e,sto sel inspiran en el salmo 110, 1: «El Señor dijo a mi Señor:
Siéntate a mi diestra.» Jesús podrá dar la misma interpretación a
este salmo sin encontrar oposición entre sus adversarios, señal de
que tal exégesis era aceptada y de que el juicio palestina también
llamaba al Mestas «su Señor» 3.
Para los cristianos, Jesús era ese divino Rey-Mesías. Las comu-
nidades primitivas de Palestina le llamaban Maran (nuestro Se-
ñor) 4, y las comunidades griegas le proclamaban Kyrios.
En la primera profesión pública de fe cristiana leemos: «Co-
nozca, pues, toda la casa de Israel, sin dudado, que Dios ha hecho
Kyrios y Cristo a este Jesús a quien vosotros crucificasteis» (Act 2,
36). Los dos términos estaban menos separados en el pensamiento
de san Pedro que en su forma: Dios ha hecho a ISU Hi,jo', Jesús,
Señolr-Mesías.
Según un procedimiento que fue corriente sin duda en las co-
munidades helenísticas, san Pablo atribuye a Jesús textos del AT
en que «KyriOls» subs1ti1tuyeal nombre «Yah",eh». Como en los
Setenta,. este título tampoco equivale aquí al nombre de Dia1s; no

2. L. CERFAUX, Le titre Kyrios et la clignilé rOj1ale de Jésus, «Rev. Se. Phil. Théol.»
11 (1922) 40-71; 12 (1923) 125-153.
3. Si en la literatura rabínica primitiva el epíteto «señor» no se encuentra aplicado
al r-tIesías, hay que buscar sin duda su explicación en el uso que hacían de él los cris-
tianos y en el carácter polémico de aquella literatura. Cf. STRACK~BILLERBECKI Kommen~
tar zunt N.T. aus Talmud 'Und Midrasch, t. IV, pp. 458A60; L. CERFAUX, o.e., p. 128.
4. La prueba la tenemos en la oración «J:vlaranatha», que nos ha conservado la litur-
gia primitiva, transmitiéndola a las. comunidades griegas (1 Car 16, 22; Did 10, 6).
proclama más que el señorío, pero elevándolo a la altura de la sobe-
ranía de Dios 5.
Los dos vocablos «Señor» y «eristo» se atraen mutuamente .
.El título señorial afirma la tralscendencira,ta igualldad con Yahveh,
pero en el sentido de una trascendencia mesiánica;evoca el ejercicio
real de lugarteniente divino en el mundo.

A. EL SEÑORiO DE CRISTO EN LOS SINÓPTICOS


y EN LOS HECHOS

Siendo esto así, el título real y sagrado debió aplicarse a Jesús


a partir deil momento en que el mesianismo del rabí se Impuso a la
conciencia de 1018 dilscípu!\Os.Esta eviid'enciaconquilstó lentamente los
espíritus y fue en un principio intermitente y sin brillo. La profe-
sión mesiánica de Pedro (Mt 16, 16) se debía a una iluminación
especial. La pretensión a título de Mesías podía aparecer ridícula a
muchos: «¡Profetízanos, Cristo!» (Mt 26, 68); «¡Salve, rey!» (Mt
27, 29). Jesús no reivindica el título de Kyrios 6, y los que le
rodean no se lo aplican sino en un sentido restringido, como equi-
valente de rabí o de maestro 7.
Un día, sin embargo, Jesús blasona de este título, lo mismo que
de la gloria señorial y de la soberanía sobre 'tJodasl'as colsas. Manda
a dos discípulos que le busquen una cabalgadura: «Si alguno os
dijere: ¿Por qué hacéis esto?, respondedle: El Señor tiene ne-
cesidad de él» (Me 11, 3). Entra en la Ciudad Santa, la ciudad
del rey David, en medio de las aclamaciones mesiánicas: «¡Hosan-
na! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» Hoy todo se
.somete a la voluntad de Dios, y si los hombres callasen, gritarían
las piedras (Le 19, 40). Era un domingo; Dios anticipa en una
semana, dia a día, la gloria del! advenimiento de Crilstb'.
A partilr de palscua, «Kyr'iOiS»es 'el1calliirficativocaracterístico
de Jesús. La glorificación revella el soberano señorío de este hombre,
revelación que se cumple, más que por una afirmación verbal, por
5. Por eso Pablo con discernimiento aplica a Jesús textos alltilf,uos propios de Yahveh,
reservándose los que son aplicables al Mesías por ser prollie<!ad divina. ef. L. CERFAUX,
Kyrios dans les citations pauliniennes de l'A.T., «Eph. Th{,,,1. I."v.» 20 (1943) 17.
6. Sino implícitamente en Mt 22, 43-45, eu la pers!lcctiva parusíaca (:Mt 24, 42;
25, 11).
7. En Marcos, Jesús sólo es llamado «Kyrie» por una pagana (7, 28). En Mateo,
este título es empleado más frecuentemente, pero no pasa de ser una fórmula de cor-
tesía o de veneración. Por lo que se refiere a L.t1CqS y Juan, si se apartan perso-
nalmente, en su narración, de la reserva de los otros dos evangelistas, nos. dejan con
la misma impresión en cuanto a la mentalidad de los contemporáneos de Jesús.
una reali~ación conforme a los planes divinos. «A través de todo
el NT se comprueba que Jesús es Señor por el hecho de la resu-
rrección» 8. Con una constante fidelidad, la predicación apostólica
une delsd'e sU's orígenes e~ 'eje1rcicioldel poder s'efiorial a la exalta-
ción del Salvador. «Para el apóstol san Pablo y para los cristianos
de la primera comunidad, fue siempre la resurrección la que cons-
tituyó a Cristo en su poder de Kyrios» 9.
Jesús mismo había anunciado para este día la inauguración de
su reino. Fundiendo en uno solo el momento de su muerte y el
de su próxima glorificación, había declarado a los jueces: «Desde
ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la drestra del Poder
y venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26, 64). Caifás había pre-
guntado: «¿Er'els tú 'e~Mesías, el Hijo de Dios»? Jesús relspondió:
«Tú lo has dicho; y vosotros llÚsmos lo veréis desde ahora. Por-
que a partir de este momento el Hijo del hombre estará sentado
a la dielstra del Poder como lugarteniente de Dios; su venida al
mundo se situará en las alturas de la realeza celestial» l0.
Después de la resurrección, Jesús afirma: «Me ha sido dado
todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18).
Cuando san Pedro demuestra la mesianidad de Jesús a la mu-
chedumbre reunida alrededor del cenáculo (Act 2, 22-36), comienza
recordando los milagros que acreditaron a Cristo durante su vida
teJrrena.
La muerte pudo derribade porque estaba en los planes pro-
viciencialles; pem ahora Dios le relsuc:itó. David parecía haber
vaticinado en su propio nombre al decir: «No abandonarás mi
alma en 'el seol, DIO dejarás: que tu santo vea la corrupc¡ólli» (Pis 16,
10). En realidad profetizaba acerca del Mesías: «Como era Profeta
y sabía que Dios le había jurado solemnemente que sentaría sobre
su trono a uno de sus descendientes, con visión profética habló de la
resurrección de Cristo» (Act 2. 30). En este razonamiento aparece
ya la convicción de Jesús: la resurrección recuerda al apóstol el
trono de David. Da ascetIlsión y la 'efusión deiI Espíritu completan
la demostración: Jesús subió al trono por largo tiempo vacío y que
en adelante 'se halla en el cielo (v. 33-35). Y el apóstol concluye:
«Conozca, pues, toda la casa de Israel, sin dudarIa, que Dios ha
hecho Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros crucificasteis»
8. Foerster, o.c., p. 1088.
9. L. CERFAUX, O.C., p. 12.
10. Este asiento a la derecha de Dios, que señala la comunión de vida y de poder,
será siempre considerado como el efecto de la resurrección (Act 2, 33 s; 5, 31; Rom 8,
34; Eph 1, 20 s; Col 3, 1; Hebr 3, 1; 1 Petr 3, 22).
(v. 36). El sanedrín prohihió al apóstol «enseñar en este nombre».
Mas él reincide y pregona ante la asamblea: «El Dios de nuestros
padres resucitó a Jesús, a quien vósotros matasteis en un madero.
y a éste, como a caudillo y salvador, exaltó Dios con su diestra a fin
de otorgar a Israel penitencia y remisión de los pecados» (5, 30 s).
¿Qué quiere decir esto? ¿Olvidó san Pedro que antes de la
pasión había ya confesado a su Maestro: «Tú eres el Cristo)}?
Ciertamente no, pero ahora se manifiesta el señorío de Jesús de
Nazaret; se ha inaugurado el tiempo del Mesías: Jesús está inves-
tido de poderes mesiánicos y puesto oficialmente al frente del
pueblo de Dios para conducido a las fuentes del arrepentimiento
y Idel perdón. La pi'edra rechaza!daen la palsilónvino a ser la piedra
angular, y en lo sucesivo no habrá salvación sino en su nombre
(4, 11 s), esa «salvación en el nombre», que es prerrogativa de
Dios (Il 3, 5).
En la sinagoga de Antioquía de Pisidia, san Pablo propone el
argumento de la mesianidad de Jesús con explanaciones análogas
(13,. 23-39). Desarrolla la historia de Israel, recuerda la promesa
de un salvador hecha a David, anuncia a Jesús, de quien dio fe el
testimonio del Bautista y a quien no conocieron los habitantes de
Jerusalén. Dios relsucÍtó a este Jesús; he ahí 'eI1hecho principal,
el término de la historia de Israel y el coronamiento de la demos-
tración mesiánica (v. 23-31).
La resurrección no es sólo una prueba, es la realización de la
promesa mesiánica. «y nosotros os anunciamos [el cumplimiento
de] la promesa hecha a nuestros padres, que Dios cumplió en nos-
otros sus hijos resucitando a Jesús, según está escrito en el salmo:
Tú erers mi hijo, yo te engendré hoy» (13, 32). En el salmo 2 el
rey mesiánico publica en medio de las naciones sublevadas el de-
creto que le constituye rey: «Yahveh me dijo: Tú eres mi hijo, yo
te engendré hoy.» Los reyes. del antiguo Oriiell!t:ese tenían por hijos
de su dios nacionall y basaban su autoridad en tal origen. Del ho-
die de la generación divina data la realeza de Cristo, y este día res-
plandece en la re'surrección. Ante los judíos de Antioquía, san
Pablo no desarrolló todo e:I sentido de esta fi'!iación; anunció la
entronización del Mesias y no pasó de ahí.
Aduce, sin embargo, un nuevo texto profético para reforzar su
afirmación: «Le resucitó para no volver jamás a la corrupción;
lo que declara con elstas palabras: YO' os cumpl1iré ¡las promesas
santa's y firmes hechas a David» (v. 34). En la resurrección del
hijo de David se conceden los bienes mesiánicos prometidos al
padre y, en la incorruptibilidad de su vida, se aseguran para
siempre 11.
Más tarde, al pronunciar su defensa ante el rey Agripa, repite
que la esperanza de las doce tribus fue realizada en la resurrección
de J e'sús (26, 6-8). Israel inauguró su triunfo y tiene ya la pose-
sión de los bienes de los últimos tiempos por la entrada de este
hijo do David en la majelstad de la v~da incorruptLble.

A medida que la predicación apostólica se aleja del centro de


interés judío, pierde su color primitivo el título protocolario del
resucitado. «Christos» (Mesías) se convierte en nombre propio que
podemos emplear sin artículo, evocando la redención, pero sin re-
cordar el mesianismo hebreo. «Kyrios» designa más explícitamente
que antes el ser divino revelado en la resurrección y la univer-
salidad del ¡señorío. Pero Ise manÜene el vínculo entre la entroni-
zación señorial de Jesús y la resurrección: «Si confesares con tu
boca al Señor Jesús y creyeres en tu corazón que Dios le resucitó
de entre los muertos, serás salvo» (Raro 10, 9) 12.
Durante su primera cautividad, tiene tiempo el apóstol para
medir el alcance de la exaltación de Jesús y seguir las repercu-
siones a través del cosmos entero.

La carta a los Filipenses, la que mejor define las humillaciones


del Hido de Dios 'en la carne, delscribe paraleJ1amentesu exaltación
a la gloria: «Se anonadó... se humilló hasta la muerte... Por lo
cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para
que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en los cielos,
en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo
es Señor para gloria de Dios Padre» (2, 7-11). Dios exalta a
Cristo confiriéndole el nombre que está sobre todo otro nombre,
el único Isoberano, dI nombre propio de: Yahveh milsmo; cl «Señor
Dios». D¡;¡sde el principio Jesús poseía «la condición divina»; la

11. Cf. J. DUPOKT, Filius me"s es tu, «Reeh. Se. Re!.» 35 (1948) 529.
12. Cf. A. LEMONNYER, Théologie du Nouveau Testament, París 1928, p. 160. H. SAS·
SE, lesus Christus der Herr, en Mysterium Christi, Berlín 1931, p. 120.
conceslOil del nombre no es, empero, la simple proclamación de
la dignidad de Jesús: entre los semitas, el nombre es solidario del
ser que expresa. Este nombre superior a todo nombre, que exige
la adoración de toda criatura, sólo puede designar la soberana ma-
jestad de Dios y su dominio universal. A aquel Jesús que en otro
tiempo fue sUlspendido del patíbu10 se le confiere el poder divino
que hace aflorar en nuestros labios esta aclamación: «Señor Je-
sucristo.»
Toda criatura «en las tres esferas» del mundo!3 dobla la rodilla
ante ese nombre, rindiéndoleel homenaje que sólo a Dios 14 se tri-
buta, en el cielo,. en la tierra y en las profundidades subterráneas
(v. 10). ¿Cuáles Ison esos vasallos? LoLSángdeJs indudablemente,
los hombres y, en último lugar, los demonios, ya que estas tres
categorías ocupan las moradas superpuestas. Así la mayoría de los
intérpretes. Se puede hacer observar que los espíritus nefastos se
alojan en las regiones aéreas (Eph 2, 2; 8, 12) Y que los habi-
tantes ¡subterráneos Sleidentifican mejor con los difuntos del seol,
según está escrito: «Por esto murió Cristo y resucitó, para ser
Kyrios de muertos y vivos» (Rom 14, 49). Pero ¿piensa el apóstol
en tales distinciones? En definitiva se creerá que afirma con esta
triple designaoiónell sometimiento a Crilsto detodOls 10ls seres
animados e inanimados, en una palabra, de todo el universo 15. El
hombre de la humillación voluntaria está colocado en la cumbre
de la creación, en el poder y la gloria de Dios.

Las cartas a los Efesios y a los Coilosenses se preocupan de


defender la primacía absoluta de Cristo en el mundo y definir su
naturaleza; según e:lla:s, CriJsto cOI1lsti~tuyedI principio nlilsmo del
cosmos: «'Él es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda
criatura; porque en Él fueron creadas todas las cosas del ciclo y
de la tierra, las visibles y las invisibles... Todo fue creado por Él
y para El; Él es antes que todo, y todo subsiste en Él» (Col 1, 15-17;
cf. 1 Cor 8. 6; Eph 1,. 4 s).
Este Cristo principio del cosmos no es el Verbo en su preexis-
13. CH. GUIGNEBERT, E.r:égese sur Phi! 11) 6~U. Actes du congrcs international
d'histoire des religions tenu a
París en 1923, t. 1I, París 1925, p. 297, n. 1.
14. San Pablo recoge palabra por palabra el texto de Isa.ías 45, 23 Y 10 aplica a
Jesús.
15. J. HUBY, Les épUres de la captivité, París '1935, p. 314, n. 4.
tcnda - una es la perspectiva paulina, otra la del prólogo san-
juanista --, sinO'el Cristo «en quien tenemos la redención» (v. 14),
imagen visible de Dios (v. 15,) cabeza de la Iglesia (v. 18). Un
Cristo, sin embargo, que ha superado la debilidad de su existen-
cia teHena: ostenta la primacía universal, «el primogénito de entre
los muertos... en quien Dios quiso que habitase toda la pleni-
tud» (1,. 18 s).
Cristo es «el primogénito de toda criatura» (v. 15). Posee sobre
el resto de la creación una prioridad de causa y duración. El motivo
que aduce ell apóst'ol: «porque 'en Él fueron creadas toda!slas cosas»,
Supone ambas prioridades. San Pablo insiste en la de duración:
«Él es [existe] antes que todas las cosas» (v. 17). Tal prerroga-
tiva procede indudablemente de la divinidad, pero el Cristo de la
resurrección es divino por completo. Elevado a la vida de Dios,
en la plenitud del tiempo, que es en el pensamiento paulino plenitud
de realidad, Cristo está colocado delan'te de todas las cosas. Mien-
tras que en la tierra estaba limitado por el tiempo de este mundo,
en adelante lo vemos todo entero en Dios, en la cumbre y en el
comienzo de la creación 16.
BiT título de «primogénito de toda criatura», que sitúa a Cristo
por encima del resto de la creación, no lo separa enteramente de
ésta: constituye su principio, en virtud de la plenitud de ser que
Dios hizo habitar en Él: «'.Él es el principio... y plugo al Padre
que en Él habitalse toda la plenitud» (Col 1, 19). En pleroma (ple-
nitud), que según el pensamiento bíblico y filosófico contemporáneo
designa «al universo lleno de la presencia creadora de Dios» li, está
presente en Él con todo su ser y toda su dinámica. «En Él» Dios
llama a la existencia (sx:rtcr8"t)) a todas las cosas y en 'Él tienen
su consistencia (~X't'Lcr't'O:L; v. 17). El mundo está fundado en Él
cama en su eje, donde se juntan y coordinan todos los radios, todas
las generatrices del universo 18.
16. La prioridad de duraci6n en Cristo no está ideada según la categoría del tiempo
sucesivo. Por mucho que se haya dicho, nunca el apóstol parece admitir una preexisten-
cia de Cristo~hombre según el tiempo sucesivo.
Mientras que Plat6n concede una preexistencia celeste a las ideas de las realidades
terrellas, el judaísmo reconocía una parecida preexistencia a los objetos sagrados, al templo,
a la Thorá, al sábado.
Para el Mesías se admitía una prehistoria celestial (cf. Mich 5, 1; Dan 7, 13 s; la
literatura apocalíptka del Hijo del hombre). Según el NT, al término de su vida terre·
na fue Cristo·hombre exaltado a las alturas de Dios, desde donde domina la historia.
17. P. BENOIT, Bible de Jérusa!em, Épitres de la Captivité, ad 1. San Pablo toma
el término pleroma de la literatura bíblica, donde designa al universo lleno de la presen-
cia creadora de Dios, y del estoicismo vulgarizado a través del mundo grecorromano,
donde, baj o una forma panteísta, la palabra posee una significación similar. Parece claro
que en Col 1, 119 pleroma no designa sólo la naturaleza divina, sino la plenitud del ser.
18. J. HUBY, o.c., p. 40.
Por ser prulclplO, Cristo es centro de cohesión y de armonía:
todas las cosas tienen en Él su puntg de partida y vuelven a Él
(v. 16). El mundo se reconstRuye y se concentra en Él y vione a
ser un cosmos, un universo ordenado. «En Él todas las cosas tienen
su consistencia (au\lÉCl''t"'l)XE\I ).» Se centran sobre Él, suspendidas de
Él en su existencia, ya que en Él reside la totalidad de la dynamis
de Dios.
Quien echalse una mirada instantánea sobre el universo entero,
pasado, presente y futuro, vería a todos los ¡seres orrlitoilóg¡camente
suspendidos de CI1~s'tlo,y que no son defin~tivamente inteligibles
más que por Él19.
A pesar de ser Hijo de Dios desde toda la eternidad, Cristo no
se hizo centro del cosmos y su vínculo universal, sino después de
haber salvado y reunido en su sacrificio al mundo disperso: «Plugo
[a Dios]... reconciliar por Él todas las cosas (dirigiéndolas) hacia
sí, pacificándolas por la sangre de su cruz, así las de la tierra como
las del cielo» (1, 20). En Cristo, Dios no reconcilia solamente al
universo cOllsigo mismo, restablece la armonía entre las cosas ha-
oiéndolas converger en Clisto 20. Todas laJS potestades celestialels y
todas las criaturas terrestres culminan en Él y se reúnen en este
vértice de la fábrica del mundo, pues resucitado ostenta la plenitud
de todas las cosas.
Hubo una época en la existencia humana del Salvador en que
los planos y las líneas del universo no llegaban todavía a cortarse
en Él.
El mundo queidaba resquebrajado hasta que la sangre de 'la
cruz no hubiera borrado el pecado que iba abriendo una falla
en medio del universo, en la juntura de la creación superior y de
la creación inferior, en el hombre. Colocado en el centro del mundo,
Cri:sto llevó sobre sí el desgarrón, durante su vida terrena, por
cansa de su ser carnal. Pero mediante su muerte y su resurrección
borró en sí mismo los contrastes y, elevado a la cumbre de todas
las cosas, reunió en sí las partes dispersas. En adelante toda criatu-
ra se siente atraída como por un imán hacia Él y se reúne en Él.
«El que bajó es, el mismo que :subió :sobre todos 'los delos para
llenado todo» (Eph 4" 10) 21.

19. J. RUBY, o.c., p. 40.


20. F. PRAT, La Théologie ... t. II, p. 109.
21. Rebr 2, 9: «Fue coronado de gloria y honor, lJara que por la gracia de Dios
gustase la muerte úTtep 1tct\l't'6o::;.» ¿Hay que interpretar aquí masculino o neutro? Or-
dinariamente se lee el neutro. Siendo así en nuestro caso, los efectos redentores se ex-
tienden sobre toda la creación. Así ¡el entiende TEODORETO, In Hebr 2, 9; PG 82 692 s.
r~n taks afirmaciones el lector descubre pronto una anticipación.
El universo actual está aún desgarrado', la sumisión de los ángeles
no es alln total, el reino de la muerte no está destruido. El mundo
armonioso y pacifico, centrado enteramente en Cristo, es una rea-
lidad de los últimos tiempos. En las cartas de la cautividad, el
apóstol dirige ,sobre el mundo una mirada de prorre:ta; lo juzga
según un principio, según la muerte y la resurrección, según la
revolución cósmica que se ha cumplido toda entera en Cristo, pero
cuyas virtualidad es no se extienden todavía sobre el mundo 21a. Las
grandes cartas, más sensibles a los retrasos históricos, sólo esperan
para el final la sumisión de todas las cosas a Cristo y la pacificación
universal (l Cor 15, 24-28).
El señorío cósmico es un atributo escatológico de Cristo, y con
todo una rea]!idad pascua!. El Kyrios del mundo futuw no es sino
el Cristo pascual; en su gloria, Él es el fin y la plenitud en la cual
todo subsiste y Se consuma: «Plugo a Dios que en Él habitase toda
la plenitud» (Col 1, 19).
Por ser 'el fin, la cumbrel y ell tDdo, la acción de Cristo glorioso,
se remonta hasta los orígenes del mundo; Él es el primero porque
es el último, el término, el pleroma que contiene toda la realidad.
De Él recibirá un día el mundo su forma perfecta, y no vivirá
más que de Él y de su redención. Pero de este término depende
el origen milSmo; d mundoentew y todo ell correr de los siglos
tienen de Él su COIllJsistencia. «Todo fue cr'eado pOa:' Él y para Él»
(1, 16) 22.
Por eso las realidades carnales predicen el advenimiento nece-
sario de las realidades espirituales, porque de ellas dependen. «Si
hay un cuerpo psíquico, también '10 hay espiritual ... primero es el
psíquico, después el espiritual» (l Cor 15, 44. 46). El AT profetizó
la era final como la sombra que precede al cuerpo: «Todo era
únicamente sombra de lo venidero, pero el cuerpo [que proyectaba
'e'sa sombra] era el! de Cdsto» (Col 2, 17). La 11eltramuerta fue
anuncio de la realidad celeste y plenaria, del Señor, que es espíritu
vivificante (cf. 2 Cor 3). Cristo glorioso es el principio del pasado

21a. En las mismas cartas, el apóstol ve al fiel sentado ya en los cielos con Cristo
(Eph 1, 6).
22. Si se trata de comprender esta acción creadora por analogía con nuestras
callsalidades, parece ser que la mejor analogía es la de la causalidad final, de una
causalidad final eficiente por atracción. Puede parecer exorbitante la atribución a Cristo
de una anterioridad con respecto a todas- las cosas y de cierto papel creador. Pero
lo incomprensible no está primeramente en esto, sino en el don de su propio Nombre
que Dios· hizo a Cristo (Phil 2, 9), que no es otra cosa que su propia soberanía. Ahora
bien, ésta se extiende al origen de las cosas; es una dominación creadora.
y de toda realidad interior porquee1s eJ Señor escawlógico, poseedor
de la plenitud; y todas las cosas sop creadas hacia esa plenitud,
por participación (Col 2, 9) 23.

No tenían, pues, el sentido del misterio cristiano aquellos ju-


daizantes que, en detrimento del absoluto señorío de Cristo, inter-
ponían, entre Dios y los hombres, ángeles (Col 2, 18), tronos, do-
minaciones y principados (1, 16; 2, 10. 15).
Indudablemente, en el mundo 'ent1regado 00, o~ro tiempo a sí
mismo habían reinado las criaturas que eran más poderosas. Je-
sús mi:smo se había reibajado respecto, de eUas (Hebr 2, 7); un espí-
ritu malo había creído poder enfrentarse con [Él reiteradas veces
(Lc 4, 2. 13; 22, 31; Ioh 14, 30), un ángel bueno había venido a
reconfortarle (Lc 22, 43).
Pero en su resurrección «Jesús fue hecho superior a los ángeles»
(Hebr 1, 4); «la fuerza omnipotente desplegada en su resurrección»
lo exaltó «por encima de todo principado, potestad, virtud, domi-
nación y de todo cuanto tiene nombre» (Eph 1, 19-21). Les fue
arrebatado el dominio del mundo. Toda la cohorte angélica fue arras-
trada en el movimiento de exailtación al Salvador y unida al carro
de 'Su triunfo: «É'l [D~üIS:] desarmó a los prilncipadas y a l'a1spo-
testades, y los sacó públicamente a la vergüenza, triunfando de
ellos en Cristo» (Col 2, 15 s).
¿Qué ángeles son éstos? ¿Los buenos o los malos? San Pablo
23. Conforme a esta teología, al nivel de la creación, del ser mismo es donde
todo cae bajo el influjo de Cristo y de la salvación operada por la muerte y la resu-
rrección. En toda cosa laten por tanto, valores cristianos y de salvación, todo hombre
está implantado por las raíces de su ser en la Iglesia y en la salud, ya que todo es
creado por y para Cristo, cabeza de la Iglesia, y en su salud final.
Pero esta inmanencia de la salud no puede concebirse de tal forma que le has te
al hombre con desarrollarse en su línea horizontal. Como aquel en quien y hacia
quien todo existe es el Salvador escatológico, la acción creadora se ejerce a partir
del término de la creación, de su cumbre final; se ejerce por atracción creadora hacia
la plenitud final. El hombre será una persona salvada de hecho 110 por razón de su
ser primero, sino por razón de lo que viene a ser (cf. 2 Cor 3, 18). Las raíces de
su ser se hunden en el futuro.
Así pues, la Iglesia, la predicación, los sacramentos, el esfuerzo cristiano, todo
esto es necesario para hacer un cristiano de ese homhre que, después de todo, es ya
cristiano por creación. Y todos estos medios aparecen ser fuerzas de creación.
El progreso hacia la plenitud está condicionado por la muerte, una muerte a la
carne en el Espíritu de Dios, la cual muerte está inscrita en Cristo mismo, ténnino
creador del mundo en cuanto Salvador por su muerte. El hombre deberá aceptar la
ruptura incesante con la carne~ a 10 que le invita la acción creadora de Dios en Cristo,
ruptura que no es una destrucción del ser limitado~ sino su apertura a la plenitud de
la santidad de Cristo.
sabe diistinguir ambas categorías (2 Cor 11, 14; 1 Tim 5, 21), pero
esta distinción no le interesa aquí 24.
Los ángeles que el Padre somete a Cristo son seres celestiales
comisionados para gobernar el mundo que rigen los astros, presiden
los destinos de los pueblos por medio de las autoridades civiles
(1 COir2, 8; quizá Rom 13,. 1) 25, que fueron los mediadoreis entre
Dios e Israel y promulgaron la Ley. El apóstol comparte tal con-
cepción con toda la apocalíptica judía.
Antes de que Cri'sto hubiera tomado las riendas del mundo,. los
poderes dominaban el universo; los hombres les estaban sujetos
(Oal 4, 3) Y les debían un culto respetuoso mediante la obediencia
a IlOlS
decretois por 'ellos promulgados. Oálaitas y colos,elises se creían
aún sometidos a ellos al mismo tiempo que a las prácticas de ins-
piración mosaica. «Se había dicho a los colosenses que la Ley había
'sido dada por los ángeles por haber prestado su ministerio para
su promulgación, y no verían con indiferencia el desprecio de la
Tho'fa» 26. Pero Dios canceló en la muerte de Cristo «el acta escrita
que nos acusaba» y nos entregaba a la venganza de las potestades;
las despojó díe toda infiuenciia hostil 'enca'denándolals al triunfo de
Cristo (Col 2, 14).
Estos ángeles son buenos o malos. No los considera aquí el
apóstol en su naturaleza, sino en su función. El matiz de hostilidad
para con ellos se explica por el papel que desempeñaron y por la
pretensión de los innovadores de mantenerlos en ese papel. Ellos
fueron quienes gobernaron un mundo que no giraba en la órbita
de Cristo el tinliciamn el antliguoestillo de vida.. Se oponen a C1.'isto
como a dIos se opone la Ley y todo el orden de la carne. Lo
mismo que la carne es contraria a la econOl11íaespiritual por su
debilidad y frecuentemente por su malicia,. así las potestades por
ser del orden «de los débiles elementos cósmicos» y por contar
entre ellas a seres maléficos. Despojadas de la autonomía de su
poder, se presentan en el triunfo de Cristo como adversarios de-
sarmados.
La victoria sobre las potestades no es, en el pensamiento del
apóstol. un efecto marginal de la exa'ltacián del resudtado; es de
24. E. TOBAC, Le probleme de la justification dans saint Paul, Lovaina 1908,
p. 201, n. 11: San Pablo «emplea, a lo que parece, la misma denonlinación de poderes,
dominaciones para indicar a veces seres que se han de clasificar entre los ángeles buenos, y
a veces también otrosl que se' han de i.ncluir entre los ma,los». Cf.( Col 1, 16; Gal 3, 19;
Eph 6, 11 s.
25. CL O. CULLMANN, Christus und die Zeit, Zurich 1946, p. 169-186.
26. TEODORO DE MOPSUESTA, In epistolas B. Pauli, Swete, Cambridge 1880, t. l,
página 294.
su esenóa. La única mediación de Cristo está en litigio, aun la lLu~
ejerce con la Iglesia, pues, encuadrada en el mundo, no puede pro-
fesar a Cristo una fidelidad exc1usiva, a no ser que los poderes
que rigen el mundo estén también sometidüls a su cabeza. Hacia el
final de su vida, el apóstol se verá obligado a purificar la atmósfera
de las comunidades asiáticas de impregnaciones pregnósticas e in-
sistirá en que «uno solo es el mediador entre Dios y los hombres,
el hombre Crilsto Jasús» (1 Tim 2, 5). No hay otros agentes. inter-
mediarios entre Dios y los hombres, sino Cristo o en Cristo 27.
Las relaciones de Cristo con la creación inanimada y el mundo
angélico no se definen según el modelo de las re'1aciones de Cristo
y de su Iglesia. Amigos de síntesis, varios autores creyeron deber
englobar toda la creación en el concepto de la Iglesia cuya cabeza
es Cristo. «El cuerpo de Cristo» alcanzaría entonces dimensiones
prodigiosas «hasta hacerse cósmico, abrazar la creación espiritual y
material en su totalidad» 28. El universo angélico, la humanidad
puesta al pie sobre el pedestal de la creación material, el cosmos
entero, formarían el cuerpo multiforme que preside Cristo como
cabeza.
Varios textos parecen colocar a los ángeles, a la Iglesia y al
mundo en el mismo plano de subordinación a Cristo. Dios pone el
universo entero bajo un mismo caudillo (Eph 1, 10); Cristo es la
cabeza de las potestades (Col 2, 10) Y de la Iglesia (Col 1, 18);
llena todas las cosas (Eph 4, 10), lo mismo que IlaIglesia (Col 2, 10).
Sin duda la recapitulación de todas las cosas no se limita al
establecimiento de la Iglesia, sino que abarca el cosmos entero. Pero
más alta y más limitada que la función cósmica es la de «cabeza
del cuerpo»: «Lo resucitó de entre las muertos y ISOO:1Ó a su d:ile~tra
en los cielos, por encima de todo principado ... sujetó toda's las
cosas bajo sus pies y pOlrencima de todo le puso por cabeza de la
Iglesia, que es su cuerpo» (Eph 1, 20-23). El papel de jefe es
función del señoríol; pero en la zona de influencia de Cristo se des-
taca un dominio reservado: la Iglesia. Este papel sube un grado
por encima de la soberanía sobre los ángeles y forma la cima de la
escala en lals elerv'aciO'l1leiS
de Cristo. El apóstolI echa una múrada
a los honores del Salvador resucitado (Eph 1, 19-23); su asiento' a

27. La sumisión de los ángeles a Cristo debe tener gran importancia en la doctrina
primitiva, ya que encontramos una alusión en el himno litúrgico citado por san Pablo
(1 Tim 3, 16); también se halla en 1, Petr 3, 22; en IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Trall. 9.
1; en la carta de POLICARPO, 2, lo
28. E. B. ALLO, L'évolution de I'Évangile de Paul, «Vivre et Penser», 1.a serie,
1941, p. 166.
la diestra de Dios, su exaltación sobre los espíritus, la sUJeclOn
de toda criatura bajo sus pies, como una avenida que desemboca
en la función «capital». El señorío cósmico está ordenado a la dig-
nik.ladde cabeza de:~a Ig¡lesia.
El poder die j'efe de 10lsfiel1esy el dominlio sobre los ángeles
'derivan de la miJsmaplenitud de poder, y el prinrero se apoya en el
segundo: «En El habita toda la plenitud de la divinidad corporal-
mente, y estáis colmados en 'Él [función de cabeza de la Iglesia],
que es la cabeza de todo principado y potestad» (Col 2, 9 s). Pero
si ambos títulos se mantienen en la más estrecha relación, sin em-
bargo, no se identifican. El título de jefe aplicado a cristo, dueño
de las potestades, expresa el dominio y la dignidad supereminente;
pelfO\Sólola IgUesia es el cuerpo al que Cristo comunica su perso-
nalidad y su vida.
Por el hecho de identificarse la Iglesia con el cuerpo físico del
Satlvador (cf. cc 5 y 6), las relaciones entre ella y su cabeza son
únicas y no pueden extenderse al mundo angélico. El punto de
identificación de Cristo y de la Iglesia está situado en !la naturaleza
humana corpor!at En ella m donrle el SatLvadÜ'rlleva a cabo ,la sal-
vación, habiéndola aceptado en estado carnal para inscribirse así
en la raza pecadora y habiéndola después arrastrado a la vida de
Dios. En ella estamos también nosotros insertados y hallamos para
nuestro ser corporal la muerte a la carne y la vida de Dios. Todo
induce a creer que, según san Pablo, la salvación en Cristo no
está destinada sino a la natura[eza humana y adaptada a ella. La
-criatura simplemente espiriJt!ualse baña en la influencia de CrÍlSto,
pero no penetra en el fuego donde se efectúa la transformación
divina, la humanidad corporal de Cristo.
El dominio sobre las potestades y el poder sobre los fieles se
sitúan, pues, en planos distintos, y esta disparidad se expresa en
los sentimientos de unos y otros. Las potestades están sujetas y
sometidas por fuerza, puestas bajo los pies de Cristo mediante
su victoria. La Iglesia, por el contrario, forma una sola cosa con 'Él,
aun cuando esté sometida 29. Todos pregonan: «¡Jesucristo es Señor!»
(Plril 2, 11), p&O los fieles le llaman, fami[~a:rme:ntey no sin ter-
nura: «¡Nuestro Señor!» Ellos le pertenecen por título especial.
pues !Élmismo les pertenece.
En el cuarto Evangelio reivindica ya Jesús, en su misma vida
terrena, el señorío divino. Es, juzga y obra soberanamente (5, 19).
Pero esta dominación universal no viene a ser efectiva sino en la
glorificación. La cruz eleva a Cristo por encima de la tierra en
la trascendencia divina para que reine sobre todo's; su gloria es
supremo poder (17, 2). Los hombres le verán tal como es en su
eternidad: «Sabréils que Y ÜI Soy» (8, 28). Los dilsCÍpulosrealizarán
milagros más grandes que los que hizo él mismo,. porque él va
al Padre, más grande (14, 12).
A la afirmación «Yo Soy» añade Jesús ordinariamente un predi.
cado que: pone esta soberanía en relación con nuestra salud: «Yo
soy el buen pastor, yo soy la verdadera vid ... » BU. Esto es, pues,
lo que después de pascua sabrán los discípulos: que Él es el pastor,
la vid, dI principio de la salud unwel]:~saI.
Este señorío lo ejerce J~sús desde lo alto de lJa cruz, trono de
su realeza. Allí es donde somete los hombres a sí atrayéndolos
a la fe. Étos le prestan homenaje a la vista del cuerpo glorioso y
traspasado, y cada uno de ellos viene a ser, por su fe, reino de
Cristo: «¡Señor mío!», exclama Tomás.
Según el Apocalipsis,. Jesús experimentó,. en su muerte, una trans·
formación profunda. Conocemos ell realismo que las semÍms atribu·
yen al nombre. «Al que venciere le daré el maná escondido, dice el
Espíritu a las Iglesias, y le daré una piellrecilla blanca, y sobre la
piedrec'iJIaescrito un nombre nuevo, que nadie conoce: sino el que
la recibe» (2, 17).
La imagen de la piedrecilla presenta analogías con numerosos
usos: piedra preciosa del anillo con un nombre, o tésera,. billete de
entrada a las repfelsootaciones. Lo que importa els la blancura, el
color de 1J0sque tienen la vida de Cristo (3, 5), Y el nombre
nuevo que indica una renovación de la naturaleza que sólo puede
comprender quien se ve favorecido por ella.
Ahora bien, Jesús declara a la Iglesia de FiladeIfia: «Al ven·
cedior le haré columna en d templo de mi Dilos, y no saldrá ya
30. Estas fórmulas expresan la trascendencia de Crislo Salv;tclor. No se utilizan
a la manera de metáforas ordinarias. Cristo no es una vid, un JJastor, es decir, seme-
jante a una vid, a un pastor. En el uso metaf6rico de la palabra pastor, aquel a quien
se aplica la metáfora no es pastor sino en sentido impropio; al fin y al cabo no es
pastor con toda verdad. Cristo, en cambio, es el pastor en el sentido más fuerte, el
único que es pastor, y es la verdadera vid, y al lado de f:l no hay «verdadero» pastor
"i «verdadera» vid. ef. E. SCHWEIZER, Ego Eimi, Gotinga 1939.
más fucra dc él; y sobre él escribiré el nombre de mi Dios y el
nombre de 'la ciudad de mi Dios, de la nueva Jerusalén que des-
ciende del cielo de junto a mi Dios, y mi nombre nuevo» (3,. 12).
El fiel lleva grabados sobre sí tres nombres, expresión de su
nucvo Ser y de su dependencia: pertenece a la Iglesia, a Cristo
y a Dios. Cristo inJscribió Isobre el fiel ISU nombre uevo. El Apo-
calipsis no conoce el antiguo, siendo el evangelio de Cristo resuci-
tado:ll.
Nadie conoce el nuevo nombre slilnoel que 110 lleva, lo mismo
que el nombre nuevo del fie'l: «Sus ojos son como llama de fuego,
lleva en su cabeza muchas diademas y tiene un nombre escrito que
él 'solo conoce. Viste un manto empapado de sangre. Tiene por
nombre: Verbo de Dios» (19, 12 s).
El cambio del nombre antiguo habla de una transformación
simimara ,la que Isufre dl fieJ y define el nuervo modo de exiJstem.cia
de Cristo glorificado: existencia de Verbo de Dios.
Si es ajena al Apocalipsis la idea paulina de una reconciliación
y recapitulación de todas las cosas en el resucitado, el Señorío de
Cristo se enriquece con un nuevo dato: la r~surrección que pone
en manos del Salvador las riendas de la historia. La providencia se
hace cristiana; los acontecimientos están presididos por Cristo, sal-
vador de 10lsfreJe:s.
San Juan desarrolla la sínt~sis de la historia sobrenatural de la
Iglesia para los cristianos que sufrían ya, a iban a sufrir por mo-
mentos, una formidable persecución. El drama se representa simul-
táneamente en el escenario de la tierra y del cielo; Cristo celestial
es el director de escena. El Leitmotiv está anunciado d~sde la visión
introductoria (1, 9-20). En medio de lIos siete candelems de oro, el
apóstol distingue los rasgos de Cristo en el resplandor de la huma-
nidad divinizada. ({Yo estaba muerto y ahora vivo por los siglos de
los siglos.» La luz refulgente y suave de la divinidad ilumina su
rostro. Su mirada penetrante brilla como llama, y su majestuosa
voz suena camal el ruido de muchas aguas. Los pies de bronce evo-
can un poder estable; la espada que sale de su boca,. la eficacia de
su palabra. En su derecha lleva siete estrellas. Los candelabros
de oro. repmS'entan siete Igles,~a:s,ttJldia:S'
lrus Igl1eS'iasde la cri:stJIan-
dad. Las estrellas !son sus ángelles:,sus milstJeTiososrepresentantes;
Cristo las sostiene con el poder y la ternura de su diestra. Todo el
libro trata de afirmar la presencia de Cristo resucitado en medio
de los candeleros de oro y narrar la historia de Ias estrellas en su
mano 32.
En el capítulo cuarto se levanta -el telón del escenario ce[e:stc.
Sentado en su trono, tiene Dios en la mano un rollo sellado con
sie,tesdlos que ende:rra loL'>
delsti!nosdell mundo. Toda la corte: está
esperando al ejecutor de los decretos cuando aparece Cristo, el resu-
citado de entre los muertos. Es el cordero y el león, la víctima y el
héroe victorioso; lleva siete cuernos y siete ojos «que son los siete
espíritus de Dios», la plenitud de la clarividencia y de la fuerza
del pneuma. Dios 'le devuelve eilpiLanode ]a historia nueva del mundo
y le encarga su ejecución. En 'seguida el universo rinde homenaje a
Cristo y a Dios" «todas las criaturas que existen en el cielo, y sobre
la tierra, y debajo de la tierra, y sobre el mar» (5, 13).
Esta exaltación del Cordero introduce la salvación de Dios en
el mundo dominado por el dragón y provoca la crisis del universo,
cuyo desarroHo constituye la nueva hist'oria. Con solemne lenti:tud
rompe lo:s siete sellos y despliega los designios de Dios que condu-
cirán la crisis a su desen'lace. Isaías había predicho del Siervo que
después de su muerte «prosperarían en sus manos los designios de
Yahveh» (53, 10). La voluntad de:salvación para con los fieles dirige
todos los acontecimientos y los hace triunfar hasta la victoria sobre
el dragón infernal. Presidida por el Cordero, la historia encamina
con firmeza a unos «hacia el estanque de fuego y azufre» (20, 10).
y a otros a la Jerusalén celestial.

Al título de Cristo Señor está ligado el de Hijo de Dios.


Hasta parece que en tiempos de Jesús los dos no formaban más
que uno solo: «Tú eres el Hijo de Dios. tú eres el Rey de Israel».
exclama Natanael (loh 1, 49); «tú eres: el Cristo. el Hijo de Dios
vivo», confiesa san Pedro (Mt 16, 16): «¿Eres tú el Mesías, el
Hijo de Dios?», pregunta Caifás (Mt 26, 63).
La Escritura había reconocido en el hijo de David este título
y la prerroga'tiva del amor patemo de Dios: «Yo seré para él pa-
dre, y él será para mí hijo» (2 Reg 7, 14; d. Ps 89, 28). El oráculo

32. Esta meta está definida en 1, 19 s, al menos según una posible traducción: «Es-
cribe, pues ... , el misterio de las siete estrellas que ves sobre mi mano derecha? (trad.
Calmes, Mou1ton, Buzy).
d~l Ps 2, 7: «Tú~rets mi hijo, yo t~ engendré hoy», recibía una
sencilla interpretación mesiánica que san Pablo no supera ante los
judíos do Antioquía (Act 13, 33). Algunos apóstoles judíos emplean
como sinónimos los términos «Mesías» e «Hijos de Dios» (Henoch
105, 2; 4 Esdr 7" 28,.teoctolprobablel; 13,.32. 52).
Los judíos ignoraban por completo la auténtica filiación divina
del Mesías. La pregunta de Caifás eocige una interpretación ante
todo mesiánica 3"3, lo mismo que la profesión de fe de los primeros
dilScípulols(Ioh 1, 49; Mt 14, 33). En la primera parte ddl men-
saje del arcángel Gabriel no exige el conteocto, para la expresión
«hijo del Altísimo», una comprensión más realista. Los evange-
listas Marcos y, sobre todo, Lucas, saben que el título Hijo de Dios
tenía en labios de sus contemporáneos un sentido ante todo mesiá-
nico, ya que lb cambian por d título Cr~sto. Es típico el caso de
Lc 4, 41: <dos demonios salían también de muchos gritando y di-
dendo:: Tú eres ell Hijo die Dios. Pero El ~es reprendía y no les
dejaba hablar, porque conocían que Él era el Cristo» 3'1.
Indudablemente, cuando el Padre habla al alma, el título ad-
quiere una significación religiosa profunda (Mt 16, 16); los discí-
pulos sienten al lado de Jesús la presencia de Dios (Mt 14, 33;
Le 5, 8). Pero hay que aguardar a la resurrección para ver la
formul'aeÍón de su fe en esta invocación reservada a Yahveh: «¡Se-
ñor mío y Dios mío!» (Ioh 20, 28).

Si desde este momento se abren los o~os al misterio de Jesús,


es que el misterio de Jesús ha hecho saltar la envoltura, la ha
absorbido en sí mismo. Jesús había sido «un hijo de David según
la carne», en quien se sospechaba un misterio divino, «Hijo de
Dios poderoso según el misterio de santidad» (Rom 1, 3 s) 35.
33. El sumo sacerdote condena la respuesta de Jesús corno una blasfemia por pre-
tender ser el Mesías, Hijo de Dios, según la plenitud de la palabra, en un sentido que
parece atentar contra la majestad divina. San Lucas quiere mostrar el progreso del
pensamiento: «¿Eres tú el Cristo?», pregunta primero Caifás. Después, cuando Jesús
declara que está sentado a la derecha de Dios, dice: «Luego ¿tú eres el Hijo de Dios 1»
(22, 67-70).
34. Comparando Mt 16, 16 con Me 29 y Lc 9, 20; .r,It 26, 63 con Lc 22, 67;
Mt 27, 40 con Lc 23, 35; Mt 27, 54 con Le 23, 47, vemos que Mateo emplea el título
llijo de Dios cuando Lucas sólo conserva frecuentemente el título Cristo. Es que el
primer evangelio quiere afirmar ante los judíos el carácter divino del Mesías. Por eso
en {·I también el titulo Hijo de Dios es ante todo un calificativo del Mesías (cf. 16,
16. 20).
35. «En el pensamiento de los Hechos, igual que en el de san Pablo, el título Hijo
No es que entonces recibiera el título divino que no hubiera
poseído antes. San Pablo escribe que él «fue elegido para predicar el
evangelio de Dios ... }}concerniente a su Hijo, de la estirpe de David,
según lacame y constituido Hijo de Dios en el poder por ia resu-
rrección. Antes y por encima de todo acontecer histórico, Jesús es
Hijo. La humillación de su historia terrena encubre su dignidad
filial sin obscurecerla. Sin embargo, le hace experimentar un ver-
dadero eclipse, ya que la debilidad carnal es una librea servil, un
disfraz de la filiación bajo el cual tan sólo parece ser un hijo de
David. La re'surrección fue más que una declaración, como aquella
que acreditó a Jesús de Nazaret ante los judíos cuando el bautismo;
y provocó una cdsrrisexiistendaL J'elsúspelrcilbió[OlsbellleficiOlsde la
filiación en su humanidad corporal. En una palabra, fue consti-
tuido Hijo de Dios no sencillamente, pues ya 10 era, sino «Hijo de
Dios en el esplendor del poder», establecido en la existencia na-
tural al Hijo de Dios.
La resurrección no fue, pues, un mero retorno a la vida, sino
un nacimiento a un modo de ser y de vivir totalmente nuevo 36.
Antes que el cristiano conozca su palingenesis, Cristo ha conocido
la suya. Nacido de la Virgen a una vida de hijo de hombre en la
tierra, renace Hi~o de Dios en Ios clie[o,g, el día d~ palscua. Bl Padre
es quien le resucita (Ga1 1, 1), le resucita en cuanto Padre, por
divina generación; pronuncia sobre Jesús la palabra eterna, «como
está escrito en el salmo 2: Tú eres mi Hijo, hoy te engendro»
(Act 13, 33). El origen de Jesús se remontaba desde siempre :L este
día eterno (cf. Rom 1, 3; Phil 2, 6); pero desde ahora Jesús existe
enteramente sólo en este «hoy». San Pablo, habiendo tenido reve-
lación de esta gloria, inmediatamente «proClamó que Jesús es el
Hijo de Dios» (cf. Gal 1, 16 Y Act 9,20). Desde ahora aparece Dios
muy otro y adopta un nuevo' nombre: se llama «Padre de Nuestro
Señor Jesucristo», el «Padre que resucitó a Jesús de la muerte»
(Gal 1, 1) 37.
de Dios no pertenece plenamente a Cristo mús que en el momento de Sll resurrección»
(J. DUPoNT, Filius meus es tu, «Reeh. Se. Re!.» 35 [1948] 535). Pam UII estudio sobre
la génesis psicológica de la fe en la filiación divina de Jes{ts, cf. ]. SCIIMI'l'T, ¡¡'SIfS ressus-
cité dans la prédicatiou apos,tolique, Parls 1949, pp. 213·21ó.
36. «Cristo, al resucitar, no volvió a la vida de tOflos conocida, sino a la vida in-
mortal, conforme a la de Dios, según las palabras de san J?ablo a los romanos (6, 10):
su vida es una vida en Dios» (ST III, q. 55, a. 2).
37. La identificación de la resurrección con el nacimiento fIlial se halla también en
la literatura cristiana. Cf. ApOLINARIO en CRAMER, Catenae Craecorum Patrum j Rom 1,
4; S. HILARIO\ In Ps. 2, 27-29.33; in Ps. 53, 14; «ex hominis IUio in Dei Filium ...
per resurreetionis gloriam iam renatus», PL 9, 277-279. 282. 346. Cf. P. GALTIER,
La Forma Dei et la Forma servi se10n s. Hilaire de Poitiers, «Reeh. Se. Rel.» 48
(1960), 101.118; S. AMBROSIO, De Sacramentis III, 1, 2, PL 16 431; RUFINO DE AQUILEA,
La ant1igua profecía había unido lo'S títulos de Mesías e Hijo
de Dios (2 Reg 7, 14; Ps 2, 7) sin sospechar en qué intimidad de
Dios se sumergía esta filiación. La unión de ambas prerrogativas
permanece en la persona de Jesús y en la conciencia de los disCÍ-
pulos (M! 16, 16; Me 8, 29; Mt 16, 20; Act 9, 20.22), Y sus virtua-
lidadcs aparecen en perfecta armonía. Jesús es el Cristo que «viene»,
por ser el hijo de David que Dios engendra. Para san Juan, la venida
es sinónimo de generación divina. La filiación se manifiesta ante
todo con discreción, y la mesianidad no se impone apenas; en
pascua, la una con la otra inauguran su plena eficiencia.

En el fiel. la vida nueva (1 Cbr 6,. 11) Y la filiación (Ram 8, 14 s)


san el 'efecto del Espiritu; únicamentle en el! Bspíritu dd Hijo
somos hijos (Oal 4, 6). Tenemos que renacer del Espíritu, declara
el cuarto evangelio (3, 5), Y san Pablo habla de la «regeneración
y renovación del Espíritu Santo» (Tit 3, 5). El nuevo nacimiento
de Cristo obedece el mismo principio; san Pablo lo declara implí-
citamente: el Padre resucita a Cristo por el Espiritu (Rom 8,. 11),
Y el Espíritu constituye el principio vital de Cristo glorificado
(l COI' 15, 45),. de Cristo en su existencia filial.
El primer nacimiento de J e~ús fue ya filial, gracias al Espíritu.
El relato de 'la anunciación no deja de evocar el misterio de la resu-
rrección 38. El ángel había dicho: «El Espíritu descenderá sobre ti
y la virtud !del Ailtíisillllote cubrirá con iSU: sombra; por eso 10 que
nacerá de ti: será llamado santo, Hijo de Dios» (Le 1, 35). El ángel
no atribuye el efecto divino a la concepción virginal como tal, sino
a la intervención del Espíritu Santo. En el AT todo niño nacido
por un milagro llevaba el sello de santidad: así Isaac nacido según

Como in Eened. Joseph, PL 21, 329; S. MÁXIMO DE TURÍN, Senno 36 de Pasclwte,


J'L 57, 606; HERVEO DE BOURG-DIEU, In Rom, 1, 4, PL 181, 601; SALMERÓN,Como in
N.T., Colonia 1614, t. XIII, p. 294; CONDREN,L'idée du sacerdoce et du sacrifice de
Jésus-Christ, París 1725, p. 86-91. Según S. Máximo de Turín, el cuerpo de Cristo
:-;c abre como una flor en el huerto de José de Arimatea, y en torno a él brota una
Horación primaveral (Hom. 59, Sermo 30 de Paschate, Hom 68 de Aseensione, PL 57,
367~, 595). Es la encarnación que florece, y florecer es nacer.
3S. Ya dejamos notada la analogía de 105 dos misterios (ef. supra, p. 121 s). La fe
primitiva, contrariamente al proceso del pensamiento teológico llamado impropiamente
1raclicional, arrancaba de la resurrección de Jesús, en la que tenía su punto de partida,
y remataba en la concepción filial ex S piritu S aneto. Este proceso no es solamente
un hecho histórico, sino que corresponde a la realidad de las cosas. La concepción
humana del Hijo de Dios es un comienzo, la resurrección es la plenitud. :Ésta precede
ontológicamente.
el Espídtu (Oal 4, 29), Y aun Sansón el nazireo, y Samuerl. Nacido
por una iLntervenciónúnica de!!Espíritu, que elssantl]dad y poder d~l
Altísimo, el hijo de la Virgen será santo con una santidad única, de
Hijo de Dios. La causa de esto no es la partenogénesis en cuanto
tal 39, sino la obra del Espíritu que, al producir esta partenogénesis,
consagra un ser humano a la santidad y a la filiación divina 40.

Según san Lucas, el Espiritu había divinizado a Cristo-hombre


en su raíz,. y ahora según san Pablo lleva esta divinización a su
término. Gracias a la efusión resucitadora del Espíritu, el Padre
engendra a Cristo con una semejanza de natufalleza más completa:
Jesús se tTansforrma en imagen perfecta de~ Padre:. Cuando san
Pablo llama a Cristo «imagen del Dios invisible» (Col 1, 15; 2 Cor
4, 4), no piensa en el Verbo en su preexistencia,. sino en Cristo
que se le presenta en la luz de la resurrección. Reconoce al Padre
en los rasgos de ese rostro iluminado,. en «la gloria de Cristo que e's
imagen de Dios» (2 Cor 4, 4). El apóstol no desconoce la divinidad
del Salvador sobre la tierra: ¡sin embargo, sól]o considera 'a CriiSto
en su existencia gloriosa, la única que responde a la plena verdad
de su Ser: «En Él habita toda la plenitud de la divinidad corpo-
ralmente», es decir, que tomó cuerpo en Él 41. En la resurrección,
Jesús se revela en su verdadera condición, con los rasgos divinos
oscurecidos por una humillación voluntaria (phil 2, 5-9).

39. Los exegetas introducen arbitrariamente una dificultad teológica en el texlll' Cl1an-
do se plantean la cuestión: ¿Cómo puede el ángel declarar que el niño será flant-o e IIijo
de Dios por el milagro de la concepción virginal? El ángel no atribuye en modo alg-l1l1o
la santidad del hijo al milagro producido por la acción del Espíritu Salllo, sino a la
misma acción santísima.
40. El Espíritu revela aquí un aspecto de su misteriosa naturaleza. Se hn hahlado
de la función maternal del Espíritu en la educación de los hijos de Dios (A. LJ.:MoNNYlm,
Le role maternel da Saint-Esprit dans notre vie sarna/arel/e, «Vic Spir.» J 1192]·1 241-
251). Tal función se ejerce primeramente en su nacimiento. Son lav:ulos, santificados
por Dios, en nombre de Jesucristo, en el Espíritu San!() (l eor (" 11). Tit J, 5 habla
del «baño de regeneración del Espíritu Santo». Nacemos «del a¡su:t y del Espíritu» (Ioh 3, 5),
cuyo símbolo es el agua. La Iglesia ha ensalzado el papel lIlaternal (le las fuentes bautismales.
Cristo mismo nace Hijo de Dios en el poder del Espíritu Santo, lo mismo en el
momento de su concepción terrena que en su reStllTc('ción. En el hautismo, el Padre
reconoce por Hijo a aquel sobre quien reposa el Espíritu. El Evang-clio de los hebreos,
citado y aprobado por san Jerónimo, hahla en esta ocasión de la función maternal del
Espíritu. In Is. IV; PL 24, 145; In Mich. II; PL 25, 1221.
Puesto que en Cristo se revela el misterio de Dios, hay cIue concluir que es siempre
en el Espíritu Santo en quien el Padre engendra «al Hijo de su amor» (Col 1, 13).
41. L. CERFAUX, La Théologie de l'Églisl? suivant Saint Paul, p. 258; «o"'[1.om"c:>"
es decir, en el o&tLa glorificado de Cristo.» Otros autores insisten con razón en la idea de
la encarnación (Prat, Huby). Se trata, empero de la encarnación en su plenitud gloTiosa.
También en san Juan es Cristo la imagen del Padre, su faz
rcvdada a'! mundo. Tiene la miisión de dar a conocer 'el nombre
sobro todo 'Consu propio ser filial, en el que se manifiesta el secreto
íntimo y esencial de Dios, su realidad de Padre de Jesús 42.
Durante su vida terrena, Jesús declara: «El que me ve a mí, ve
a mi Padre» (Ioh 14, 9; 12,.45), declaración que en parte se anti-
cipa al porvenilr, pues «en aquel día [de la glorificación] conoceréis
que yo estoy en el Padre» (14, 20). Para que el Padre 'Sea conocido
on d Hijo, es neoesariÍioque éstie:Iselmanifielste en su ser filial y,
por 10 tanto, en la gloria que poseía cerca del Padre y que recobra
entera en su exaltación (17, 5). Por eso pide su glorificación para
que sean conocidos el padre y su enviado (17, 1-4).
El pensamiento de san Juan, aunque dista por su expre'sión del
pensamiento paulino,. guarda paralelismo en cuanto a su substancia:
en la resurrección se afirma la filiación de Cristo y se revela la
imagen del Padre. «Podemos decir que en 'la encamaCÍJóndel Hijo
de Dios nació hijo del hombre, y en la resurrección el hijo del hom-
bre nació Hijo de Dios» 43. Nacimiento de índole espedal: Cristo nace
a la vida filial al entrar en el 'Seno del Padre.
Para hacer resaltar los rasgos de la belleza paterna, tuvo el Es-
píritu que borrar «la semejanza de la carne de pecado» (Rom 8, 3).
La carne como tal es contraria a Dios; designa el ser, pero en cuanto
no está poseído por la divina santidad y permanece en el aisla-
miento de la criatura. Podemos hablar de una vida de la carne, pero
a fin de evocar 1a proximidad de la muerte que la rodea. JesÚ'sera
Hijo ya en su estado de carne, pero sobresalía por encima de eHa.
Nada carnal ha resistido a la acción del Espíritu. Cristo se hizo
espíritu hasta en su cuerpo, y en la vida del espíritu se halla el rasgo
eseneial de !la semejanza divina, porque «Dios 'es elspíritu» - por
eso a los espíritus celestiales se les llama hijos de Dios (cf. Lc 20,
36) - Y el pneuma sagrado, lo mismo que la doxa que le está vincu-
lada, es la expresión de la naturaleza divina 44.
El cuerpo había ocultado el misterio de Cristo, pero ahora lo
revela. Siendo un hombre-espíritu, Jesús se afirma hombre-Dios 4"
'1:? San AGUSTÍN, In Ioh tract. 106, 4; PL 35, 1909: «Non iIlud nomen tUlIm
quo vocaris Deus, sed illud qua vocaris Pater meus; quod nomen manifestad sine ipsius
I,'ilii Ill:lnifestatione non posset.»
'1.1. Nacimiento de índole especial: Cristo nace a la vida filial al entrar en el seno
del I';ulrc. CONDREN, L'idée du sacerdoce et du sacrifice de Jésus-Christ, p. 86 s; cf. SAL-
M 1'~ld)N, l),e., p. 294.
·1·1. (~f. anteriormente, p. 125. No afirmamos que el pneuma designe la naturaleza
de Ilios, lo que sería muy discutible, sino que es la expresión personal de los atributos de
la lliviniclarl: poder, espiritualidad, santidad, gloria, amor.
45. San AMllRosIO, De exces"u fratris sui Satyri, 91; PL 16, 1341: «Tunc secun·
La venida del Espíritu destruye al viejo Adán (Rom 7, 6), re-
nueva (Tit 3, 5) y crea no sólo un nuevo ser, sino un ser nuevo (sin
estrenar) (xlX~V~x,,[cnc;). No se contenta con introducir en el mundo
un género de hombre inédito, coloca el hombre en el punto de origen
de esa nueva vida: en el nacimiento (Tit 3, 5); y 10 que la virtud del
sacramento no ha conseguido aún recrear, Se transferirá poco a poco
a esta juventud bautismal (2 Cor 4, 16; Col 3, 10). El Espíritu es
juventud porque es vida (Rom 8, 11; 1 Cor 15, 45; 2 Cor 3, 6);
una vida sin desmayo, puesto que es la de Dios.
Como el fiel encuentra su novedad de vida conformándose con
Cristo resucitado, y una novedad tanto más reciente cuanto más se
conforme con Él (Col 3, 10), es preciso creer que Cristo no envejece
ya a partir de la resurrección, que su vida permanece completamente
fresca, su cuerpo recién nacido en el Espíritu no sobrepasa el mo-
mento de ISU nacimiento paJscual y, por consiguiente, que la acción
resucitadora del Padre en Cristo perdura eternamente en su primer
y único instante 46.
Verdad es que la acción resucitadora del Padre, por los tiempos
de verbos en que está expresada, se sitúa para nosotros en el pasado,
pertenece a la historia 47.
Pero si está inserta en nuestro tiempo, en un punto preciso y
único, posee, sin embargo, eterna actualidad. En el frescor primero
de su nacimiento encuentra el fiel la resurrección de Cristo. De todo
hombre que en cualquier fecha de la historia participa de la vida
nueva con Cristo, dice san Pablo que resucita con Él, poseído por
el acto m]smo de ,la resurrección del Salvador.
En otro tiempo, al atribuir al Padre que resucita a Cristo las

dum carnem horno, Dune per omnia Deus.» Según el contexto, se traJa <le ulla clcvacióD-
total al poder Dios. HERVEO DE BOURG-Dmu, In Rom 1, 4, P. L. 181: «CUIll de electis
ipse dicat, quia filius filii 511:ot Dei, curo sint resurrectiotlis, cut" notl illSC tllagis qui
secundum divinitatern naturaliter est semper Filius Dei, i11 resurrceliotlc sceulldum huma-
nitatem factus esse dicatur Filius Dei?»
46. San AMBRosro, De sacramentis v, 26; PL lG, 4;;3, parece iuspirarse en esta
idea: «Si Cristo es tuyo hoy, resucitas hoy ]lara ti. ¿Cómo? Eres mi Hijo, hoy te
engendré. Hoyes cuando Cristo resucita.»
47. La acción resucitadora del Paclre está expre!:iacla por el aoristo: acción incidente
(Rorn 4, 24 s. y passim). Consideracla en Cristo, la resurrección está en perfecto: acción
pasada cuyo efecto perdura (l Cor 15, 4. 12-20). A. VITTl, La resnrrezione di Gesu e la
soteriologia di San Paolo, «Civiltit Cattolica» 1930, t. 11, p. 307, piensa que el empleo
del perfecto permite concluir la permanencia de la resurrección misma. N o 10 parece. El
perfecto indica la permanencia del acto en su efecto, por sí no afirma más que el estado
de resurrección.
palabras: «Tú eres mi Hijo, yo te engendré hoy» (Act 13, 33), re-
nunció a explotar ante los judíos su riqueza teológica. Repitiendo:
«I-'uo eonlSl:iltuidoHijo de Dios a partir' de la relsurrección}}(Rom
1, 4), descubre su pensamiento. La resurrección hizo nacer a la vida
Hljal a Cristo entero extendiendo sobre todo su ser la gloria de la
generación eterna. Por consiguiente, tal nacimiento no conoce el ma-
llana. Al lado del progenitor Adán, el}hombre viejo que en nosotros
va cayendo incesantemente en decrepitud (2 Cor 4, 16), tenemos al
Adán joven" al hombre nuevo, Hijo de Dios, en la eterna novedad
de su filiación.
Poseemos así un conjunto de datos: la resurrección es un naci-
miento divino; la vida de Cristo glorificado no sobrepasa en edad
,la fecha de' su nacimiento', el fiel puede en todo momento de la his-
toria participar en Cristo de la misma acción resucitadora de que se
beneficia el Salvador. Si concluimos que la resurrección perdura
incesanteuwnte en acto', atribuimos al pensamiento paulino una ex-
presión filosófica que no tilene'.Pero mutiilaríamos este milsmo pen-
samiento si sólo mantuviéramos las afirmaciones que colocan la resu-
rrección en el pasado, desdeñando otras que suponen que la acción
resucitadora de Dios es una realidad duradera. Aceptemos pensa-
mientos que parecen excluirse, y consideremos la resurrección como
un acontecimiento de la historia y, a pesar de todo, como una acción
divina nunca superada en sí misma 48.
El carácter escatológico de la resurrección da a este concepto
filosófico de la permanente actualidad de la resurrección una ex-
presión bíblica. Crilstb :sa[ió de «estel:si'g1()I)}
y llegó al fin de 10's
tiempos. La carta a los Hebreos dirá que la inmolación le condujo
a través de la antecámara del cielo, el santo, imagen de las cosas
volubles e imperfectas" y la introdujo en la realidad plenaria" en el
isanto de IOlssantos. Llegó a la «consumación»" a~ !término y a la
perfección. La historia del mundo está virtualmente acabada, pues
la muerte y la resurrección llevaron, en Cristo, hasta su plenitud
final el tiempo que para la Escritura es no sólo la norma, sino la
realidad de 'la historia. La Iglesia progresa hacia aquella plenitud
que un día alcanzará, cuando alcance «toda la talla de Cristo» glo-
rificado. pero Cristo la posee ya Él solo y por completo. Así pues,
·1H. vv. KÜNNETH habla de <<la actualidad de la resurrección», de «su presencia»
(/'I/{'o!O!lie der Auferstehu"!I, Munich 1933, Pp. 166-192). Volvamos a repetirlo: no
decilllos que en el pensamiento' explícito de san Pablo es la glorificación de Cristo
1I11a aceitln permanente. El apóstol la considera en su incidencia en nuestra historia
('1\ I it~lIlp():-; rle Poncio Pilato; como tal pertenece al pasado. Pero considerada en su
realidad, descrita por el apóstol, es de hecho una acción divina que se mantiene en
:;\1 actualidad.
no sobrepasa ya el instante original de su glorificación, ésta es ple-
nitud y fin.

El texto citado (Rom 1, 4) anota alIado de la dignidad filial la


dyna!m~"6: «Fue constituido Hijo de Dios en 'la dynamf.s.» Cristo fue
.{lstab~eeidoen 'el poder que caracteriza a la vida nueva 49. El apóstol
opone las dos fases de la existencia de Cristo: la de Hijo de David
en la debilidad de la carne (v. 3) y la de Hijo de Dios que, para
mostrar la antítesis con la primera, hace mención del poder divino.
La promoción plena como, Hijo de Dios se cumplió por una entro-
nización en la dynamÍ'S de Dios.
El poder forma el atributo más fiel de Dios según la concepción
judía. Se dice «el poder de Yahveh» para designar a Dios mismo,
() simplemetnte «dI Poden 50. El ál1Jgetlanuncia que el niño será Hijo
de Dios porque su concepción es efecto del «poder del Altísimo»
(Lc 1, 35), Y Jesús predice su venida en poder como manifestación
de su filiación divina: «Desde este momento veréis al Hijo del hom-
bre sentado a la diestra del Poder» (Mt 26, 64), participando en el
poder esencial de Dios. La entronización de Cristo en la dignidad
filial exigía una comunicación y una demostración de infinito poder.
En realidad, Jesús dirá a los apóstoles, después de la resurrec-
ción: «Me ha sido dado todo poden> (Mt 28, 18).
La conceSlión:del poder lelstabaimplícita en ¡lamilsma acción felSU-
citadora de Dios. La resurrección provoca una admiración 'sin lími-
tes en san Pablo, obligándole a agotar el vocabulario para describir
la fuerza ilimitada desplegada por Dios (Eph 1, 19 ss). El devolver la
vida a un muerto no es para él una revelación del poder divino (Rom
4, 17),. pero no basta esto para que caiga en el estupor, ya que él
mismo obró en Tróade este milagro con toda sencillez (Act 20, 10).
S~'se maravilla ante «la actluación de la fuerza de Dios» en Crilsto,
es po'r ser una manifestación de todo el poder divino. Por lo tanto,
podemos deducir de la teología paulina de la justificación esta ley
general: la naturaleza de la causa se prolonga en el efecto. Dios
resucita al Salvador y a sus fieles mediante el Espíritu, y por eso
Cristo y los suyos se hacen espíritu (1 Cor 15, 44 s); los resucita por

49. Se discute mucho entre los exegetas: unos refieren al verbo la expresión «en
el poder», y traducen: fue declarado «poderosamente»; otros la hacen característica
del Hijo. El contexto impone esta última interpretación.
50. DALMAN, Die Worte Jesu, Leipzig 1898, t. 1, p. 164 s.
su gloria (Rom 6, 4) Y viven en gloria (1 COl' 15, 43; 2 COl' 3, 18;
Phil 3, 21). Vivifica por su poder (2 COl' 13, 4), por un despliegue
inaud'ito de fuerza, y Cristo surge revestido de la dynamis infinita,
y nuestros cuerpos «sembrados en flaqueza 'se levantan en poder»
(1 COl' ]5, 43). Por lo demás, el poder no es otra cosa que el pneuma
en actividad; y la dynami!s del resucitado es ilimitada, porque la
compenetración de Cristo por el Espíritu no conoce en sí misma
ningún límite.

Si es hijo, es heredero, heredero de Dios (Ga'l 4, 7; Rom 8, 17).


Viviendo en la tierra,. Jesús no había aún recibido en su humanidad
sa:Ivífica'la her'ellloiJa.La glo['ia" d poder, cl dominio unirveirsaIque-
daban todavía disponibles, esperando la mayoría de edad de Cristo.
San Pablo lo deja entrever en la carta a los Gálatas (4, 1-7). Aunque
los hombres fueran herederos en virtud de la promesa, no habrían
entrado en la posesión de los bienes mesiánicos ha'sta que no hubiera
llegado la plenitud de 'los tiempos. Mientras tanto vivían como niños
menores, bajo la tute~a de la Ley y «de los eil'emenitoscósmicos».
Cristo, nacido en la carne, estaba sometido en medio de ellos al
mismo régimen de minoría de edad y servidumbre" a fin de darles
acceso en Él a la filiación y a la herencia. En su glorificación, Jesús
recibe la herencia de toda la divinidad, de la vida de Dios en cuanto
de ella puede vivir como humanidad corporal, de sus atributos de
poder y santidad, y de todas ~as püsesiooos deil Padre, creador del
mundo. Los hombres rescatados que participan en la herencia son
coheredero's con Cristo 51.
51. En el momento de entrar Cristo en la plenitud de vida divina cesa para Él,
como dicen varios padres, la ignorancia con respecto al juicio que, según Me 13, 32, le
afectaba en su existencia terrena. Durante la economía de la carne~ Jesús declara: «En
ouanto a ese día o esa hora, nadie la conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino
sólo el Padre.» Interrogado después de la resurrección, se contenta con responder: «No
os toca a vosotros conocer los tiempos ni el momento» (Act 1, 7). Él mismo los conocía
desde entonces, ORÍGENES, In Matth. 55; PG 13, 1686; san ATAN1ASIO, Oro 3 contra
Arianos 48; PG 26, 425; san CIRlLO DE ALEJANDRÍA, Thesaurus, PG 75, 376, s.
Según ellos, la ignorancia había sido, baj o cierto respecto, real y no sólo, como
para san AGUSTÍN (En. in Ps. 36, 1, PL 36, 355), una reticencia del Maestro que no
tenía que enseñarnos lo que no nos era útil.
Esta doctrina es perfectamente conciliable con las posiciones actuales de la teología
cnlólica sobre la ciencia del Salvador. Esta teología distingue en el Cristo de la tierra:
la ciencia de visión, que no se puede expresar porque no es conceptual; la ciencia
lIIesifltlica o profética, que es una ciencia de origen divino, pero conceptual, y capacita:
a Cristo para revelar las verdades divinas necesarias para nuestra salud; finalmente,
la cicllcia de experiencia, que es de origen humano. La primera reside en la cima del
alma, Cll la que no se realizó nuestra redención; las otras dos pertenecen a esa huma-
ni,lad que para nuestra redención pasó del estado de debilidad al de Hijo de Dios.
Consti:tuido en Ila plena dignidad de su filiación, Jelsúsno conoce
esclavitud. La carne está destruida, marca servil impresa en el Cristo
terrestre, que permitía a las ligaduras encadenar la independencia
divina.
El Espíritu estableció en Él su reino indiscutible, y «donde está
el Espíritu del Señor, está la libertad» (2 Cor 3, 17). El pneuma de
Dios no conoce violencia; su actividad, sus manifestaciones carÍs-
mátliicasdesafían lalsleyes de la naturaleza y haJs~ dClla razón (l Cor
14). Va y viene en el misterio, desbaratando todo cálculo (cf. Ioh 3,
8); irrumpe en el mundo de la espontaneidad de Dios. Todas las
restricciones inherentes a la naturaleza carnal de Cristo quedan
desde ese momento anuladas; sujeción a una ley moral distinta de
su propia vida nueva -la ley mosaica no tiene ya jurisdicción sobre
Él-, 'lími.te en la duración de fa eociste:nci~l,incluso en nuestro
espacio. Sale del sepulcro antes que el ángel haya retirado la piedra
y se presenta a los apóstoles estando las puertas cerradas. ¿Atra-
vesó las paredes de la roca y los muros del cenáculo'? Por otra parte,
¿dónde permaneció antes de la ascensión, fuera del momento de sus
apariciones? Reside al l'ado del Padre en 'el Bspíri1tu:Santo, y esto
basta para hacer superfluas nuestras preguntas, pues no está ya
sometido a las leyes de nuestro espacio 52.

Deponiendo la sarx que le insertaba en la nación judía, Cristo se


establece por encima de los particularismos nacionales que diferen-
cian a los hombres. San Pablo presenta en antítesis, como tipo y
antitipo, la circuncisión por una parte, y por otra la muerte y la
resurrección de Cristo. Distingue la circuncisión judía y la circun-
Cristo podía conocer con ciencia incomunicable, e ignorar con Cit'llCia comunicable, y
esta ignorancia es real.
Si la prueba escriturística de que se prevalcn estos llar1n's no ."il' impone para probar
el progreso de la ciencia de Cristo en este punto, por lo menos 1"11 afirmación cuadra
con la doctrina que concibe la redención como la divinización del hombre realizada
primero en Cristo a través de la muerte y de la resurrecci6n. La ciencia que residía
en aquella humanidad redentora recibiría una llueva perfección, como también aquella
humanidad misma, perfección que corresponde a la función juc1icial de Cristo, cuyo
ejercicio comienza en la resurrección.
52. Por condescendencia con la Iglesia naciente, se hace aún presente y accesible a
los senticlos, y hasta come con sus discípulos.
Cl~Ion inmaterial, la de Cristo, que se nos aplica uniéndonos a la
muerte y a la resurrección del Salvador (Col 2, 11). Mientras que
al octavo día de su vida recibió la señal que le hacía pertenecer a
una nación, la circuncisión de su muerte y resurrección, que es «des-
pojo del cuerpo cama!» (Col 2, 11), le arrancó de la comunidad
judía. Sobre este hombre universal podrá edificarse la Iglesia mun-
diia'1"cuyos miembros no smán ya judíolS, rri griegos ni bárbaros 53.
La lliibertadinco[ldic~onal de que goza Cri:s~a,lapooosirón de la
herencia, la universalidad, la exaltación al poder y la filiación que
incluye tales prerrogativas, todo eso, repitámoslo, es la obra del
santo pneuma..
El AT nos hizo ya conocer las costumbres del Espíritu de Dios;
si su actividad se supera en Cristo,. mantiénese,. sin embargo, en
una línea continua. Por !Él Dios mira al mundo y en El se abre el
hombre a la iinfinitud dirvina. El Espíritu irrumpe en el seir [imitado,
lo desenvuelve y lo despliega. Gracias a Él, Israel, rompiendo con el
resto de: la humanidad, había dado acceso a la santidad de Dios,
había llegado a ser un prodigio en medio de la historia de los pue-
blos antiguos; sus profetas habían surgido entre los hombres cir-
cunscritos en el tiempo y en el espacio. Gracias también a Él, Cristo
recibe en su ser humano la comunicación de la divinidad y tiene
\icceso a la infirritud de: 100 atributos de Dios. LaJslle:yesde su mate·
rialidad y todas las restricciones que ellas imponen quedan supera-
das, y, como veremos, hasta su individualidad Se abre de alguna
manera para abarcar la universalidad de los fieles.

Al abordar la carta a los Hebreos, el dominio de Cristo se nos


presenta bajo una luz nueva: el señorío del mundo es sacerdotal:
«Habiendo ofrecido un único sacrificio por los pecados, [Jesús] se
. sentó para siempre a la d~estra de Dios esperando eI1momento en
que han de ser puestos sus enemigos por escabel de sus pies» (10,
12 s). Jesús ha ocupado un lugar como sacrificador a la derecha
del poder divino y espera que en virtud de su ofrenda le sean some-
tidos todos sus adversarios. El Apocalipsis atrae también nuestra
atención sobre este aspecto cuando llama al dueño de los destinos
53. F. PRAT, La Théologie ... t. II, p. 138: En la mente del apóstol «Cristo rompió
visiblemente toda vinculación judaica, cuyo recuerdo está casi borrado».
de la humanidad Cordero y Señor. Mientras no se consideraba sino
el poder universal de Cristo, podíamos en rigor abstenemos de la
visión de la cruz y contemplar en el Kyrios solamente al Hijo de
Dios en la plenitud gloriosa de su encarnación. Pero el señorío
de Jesús se ejerce primeramente en una actividad redentora, y desde
entonces no se puede borrar la cicatriz de sus cinco llagas.

A cualquiera que acepte los textos de esta carta con su fuerza


y audacia, le parecerá innegable que la glorificación inauguró para
Jesucristo una fase decisiva de su sacerdocio. El autor está conven-
cido de que «la consumación, es decir, la glorificadora transforma-
ción sufrida por Jesús gracias a su muerte, introdujo a Cristo en
la función de "sumo sacerdote según el orden de Melquisedec":
"Una vez consumado, vino a ser para todos los que le obedecen
causa de salvación eterna, declarado por Dio's sumo sacerdote se-
gún d orden de M~lquilsedec"» (5, 9 s) 5'.
Con tal de no desdeñar las características que impone el con-
junto doctrinal de la carta, podremos decir que la entrada en la
gloria fue para Cristo una unción sacerdotal, una auténtica investi-
dura. «La Ley, en efecto, instituyó sumos sacerdotes a hombres
débiles; pero la palabra del juramento, que 'sucedió a la Ley,. a un
hijo perfecto para siempre» (7, 28). Después de la Ley que instituía
sacerdotes sujetos a la debilidad mortal, intervino una palabra,
pronunciada sobre Cristo consumadO' por el sacrificio, que creó
un iSaceroot'eCOI1!stituidoenla perfección de vida divina: «Tú cws
sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec» (7, 17).

La exaltación de Cristo entra en la definición misma de su


sacerdocio: «Porque tal es el sacerdote que nos convenía, santo,
54. Varios padres subrayan el cambio ocasionado por la resurrección en el sacerdo-
cio de Cristo: Tertuliano, san Atanasio, san Ciril0 {le Alejan(lría, Teodoro de Mopsuesta.
Cf. SPICQ, L'Épitre aux Hébreuz, t. I, p. 300, n. 1; J. LÉCUYER, Le sacerdoce' chrétien
et le sacrifice eucharistique selon Théodore de Mopsueste, «Reeh. Se Re!.» 36 (1949)
481-516 Le sacerdoce dans le mystere du Christ, París 1957, p. 21-39. C. SPICQ, L'épltre
aux Hébreux, t. n, P. 297-300.
inocente, inmaculado, apartado de los pecadores y encumbrado por
encima de los cielos» (7, 26). Quizás se quiera explicar este último
rasgo por la elevación inicial a la dignidad de Hijo. Tal exégesis
resulta incomp~etÍJSima;la entra!diade Jesús len 'el santuario divino,
cuando tuvo lugar su sacrificio en la cruz, preocupa demasiado al
autor para no tenerla aquí presente en su pensamiento.
Por otra parte, la carta recoge la definición, explica el aserto
y lo corrobora: «El punto capital sobre lo que vamos diciendo, es
que tenemos un sumo sacerdote que está sentado a la diestra de la
majestad en los cielos como ministro del santuario y del tabernáculo
verdadero, origido por el Señor y no por un hombre» (8, 1s). En
oposición al pueblo antiguo, poseemos un sumo sacerdote «que
penetró ya en el cielo» (4, 14), que «entró en el interior del san-
tuario... instituido Sumo sacerdote para siempre según el orden de
Melquisedec» (6, 20). La fase celeste entra en la esencia del sa-
cerdocio de Jesús y establece la diferencia con el sacerdocio levítico.
Si despojáramos a Cristo de su consumación, más que rebajarle
al nivel de la institución antigua, lo que haríamos sería quitarle a
su sacerdocio toda la razón de: ser: «Si El morara en la tierra, ni
siquiera sería sacerdote, habiendo hombres que a tenor de la Ley
ofrecen dones» (8, 4). Dios tenía ya sus sacerdotes en la tierra.
Jesús no hubiera podido participar en sus funciones por no pertene-
Cer a la estirpe que las desempeñaba; y su esfuerzo hubiera sido
superfluo, ya que no habría penetrado más que los otros en el
verdadero tabernáculo de Dios. Aún aquí podemos aclarar: el sa-
cerdocio y la actividad sacrificial de Jesús son celestiales en sus
efectos; la illuert!e del Salvador repercUlte en el cielo, cuyaenrtrada
nos franquea, como el sacrificio de Aarón descorría el velo del ta-
bernáculo. Pero el ministerio de Cristo es celestial en sí mismo y
no sólo en sus efectos. Lo mismo que la liturgia mosaica es llamada
terrena porque se desarrolla en el tabernáculo hecho por mano de
hombre, la liturgia de Cristo eS celestial por celebrarse en el san-
tuario de la divinidad (8, 1-5).
La nJi~iide\Z
de la afirmación no deja nada que desear: la entrada
en la gloria es una consagración, y la actividad 'de Cristo resucitado
un ministerio sacerdotal. No autoriza, sin embargo, a considerar la
resurrección como la vocación de Cristo al sacerdocio, su unción
primera y la inauguración de su actividad sacrificial. Esta tesis
sociniana propasa los datos de la carta y es contraria a sus testi-
monios más ciertos. Asimismo, un socinianismo mitigado que divida
al sacrificio de Jesús en dos fases, una inicial que se desarrollaría
en la tierra y otra más importante que consistiría en una ofrenda
ceJestial de Cristo, no puede apoyarse en nuestro autor. Si se man-
tiene la integridad del sacrificio de la cruz, pero exigiendo un sa-
crificio celeste distinto dle:lIsacrificio S'angriietntoy cUillpliéndose'al
ofrecer Jesús sus obras terrenas y su muerte, se: salva indudable-
mente la ortodoxia, pero la exégesis Se lanza una vez más por el
camino de la hipótesis, s5,
En efecto, :la carta no conoce más que un solo sacrificio: el de
la cruz. La prueba de:l carácter sacrificia:lde la cruz y de la unicidad
de esta ofrenda no es necesaria (cf. 7, 27; 9, 12. 14. 27 s; 10,.10-12).
Luego, Jesús era sacerdote. Su vocación sacerdotal está conte-
nida en su generación filial (5, 5), Y su filiación existía ya bajo el
velo de 'sus humillaciones.
Chocamos con afirmaciones que parecen incompatibles: la en-
trada en la gloria es la consagración del sacerdote, y, sin embargo,
el sacerdocio está encerrado en una filiación ya poseída. Las cartas
de estricta autenticidad paulina nos sitúan ante una paradoja se-
mejante cuando fijan en la resurrección el origen de una filiación
que Cristo ya poseía.
Paradoja ésta que, por otra parte, pasó a nuestra carta: «La
denominación de Hijo de Dios y de sumo sacerdote están 'en ella
estrechamente unidas» 56. La glorificación es un comienzo tanto para
el Hijo como para el sacerdote; en este momento ambos entran
en su consumación (5, 9 s; 6, 20); es «un Hijo hecho perfecto para
siempre», constituido sumo sacerdote por el juramento divino; y sin
duda ei «ego hodiije:geil1ui~e»(5, 5) fue pronunciadol en el il1istant:c
de declarar el Padre: «Tú eres sacerdote para siempre» (5, 6), es
decir, en la resurrección.

Entre los aspectos nuevos del sacerdocio de Cristo, la luz de


etemi'dad sobre el rostro del resucitado atrajo la atención del autor.
La glorificación fija la actividad sacerdotal de ] esús en la duración
infinita de Dios; rasgo que es objeto de 'las más frecuentes afir-
maciones (5, 6; 6,. 20; 7, 3. 8. 16 s. 20-28) y constituye el punto
esencial de comparación entre Cristo y su tipo, el rey de Salén,
55. Estas diferentes hipótesis y sus defensores se hallarán en A. MICHEL, «Diet.
tlhéol. eath.», arto J ésus·Christ, col. 1339 S.
56. J. DUPoNT, Filius meus es tu, «Rech. Se. Re!.» 36 (1948) 538 S.
«sin padre, sin maUre, Isin genealogía, cuya vida no tiene principio
ni lln: verdadera figura del Hijo de Dios, permanece sacerdote
eternamente» (7, 3). El texto del salmo 100, 4: «Juró Yahveh y
no sc arrepentirá: Tú eres sacerdote eterno según el orden de
Mc1quisedec» forma el Leitmotiv cuya repetición periódica impone
al lector la idea de eternidad como rasgo característico del sacer-
dacio de Jesús. Ser sacerdote según el oren de Melquisedec es ante
todo poseer un sacerdocio sin término de días cuya representación
ostentó el misterioso rey, siendo así que ninguna indicación histó-
rica le sitúa en la sucesión de genealogías humanas.
Esa gloriosa eternidad no sólo es una duración temporal sin
fin, ISlinola exaltación del sacerdocio en el orden de lais cosas divi-
nas, en la duración de Dios y, por consiguiente, en su vida 57. La
consagración pascual es la entera in'serción del hombre en Dios
y en su plenitud de vida. Por eso el sacerdocio de Cristo está ligado
con su filiación: la glorificación consagra al sacerdote porque hace
florecer su naturaleza filial: un sacerdocio más rico en una plana
filiación.
La eternidad del sacerdocio se confunde con su carácter de per-
focdón celestiaL Sac:erdote e~erno y sacerdote ce'1estiailson deno-
minaciones idénticas con las que se expresa una idea capital de la
teología de la historia,. propia de la carta. Después de la revelación
fragmentada, y por lo tanto múltiple (1, 1), después de :t:a!S insti-
tuciones terrenas con sus sacerdotes innumerables por ser débiles y
mortales (7, 23), sus ritos siempre repetidos por ineficaces, después
de todas estas sombras terrestres y fugaces de la realidad, intervino
CrilSto,sacerdote ~l\estlÍJal,que cOnJsumótodas lruscosas en la pleni-
tud de su eterno sacerdocio 58.
¿Cuál es la aportación de la gloria al sacerdocio de Cristo?
Desde l<Ysdías de su vida efímera y terrena, Jesús era el sacerdote
eterno y celestial. «La pujanza indestructible» de vida (7, 16) le
animaba ya y no pudo ser afectada en sus profundidades por la
muerte del Calvario. «El Sacrificio fue ofrecido' en el Espíritu eterno»
(9, 14) y, aunque la cruz ,estuviera clavada en tierra, Él desde
entonces no per~eneda «a la ~i:Clfra}) (8, 4), ya que la muert'e delsrem-
bocaba en la vida celestial. La resurrección ratifica en voz alta y
solemnemente la vocación primera, en otro tiempo secreta, conte-
57. C. SPICQ, L'Épitre aux Hébreux, t. 1, p. 267, n. 5: «El término leeterno"
evoca cada vez una perspectiva espiritual, y podría a menudo traducirse por divino.»
SR. La idea de eternidad propia de la carta se acerca bastante a la noción sanjua-
nista de verdad, de aquella verdad que es realidad celestial, trascendente, conocida úni-
camente por la revelación del \i'"erbo en la encarnación.
nida en la filiación. Si da a la actividad sacrificial de Cristo mo-
ribundo un carácter celeste, no por eso se ve modificada, pero sí
especificada, pues toda acción recibe "su especificación del término
al que conduce. Pero si la entrada en la gloria confiere a la actividad
sacerdotal su especificación, es por serie esencial; sacerdocio y sacri-
ficio no pueden concebirse sin ella.
Sacerdocio y sacrificio de Cristo adquieren la eficacia decisiva
por su carácter celestial. Una auténtica redención se realizó porque
entró un verdadero sacerdote en el verdadero santuario por medio
del sacrificio ofrecido en el Espíritu eterno (9, 11-14).
El sacerdocio es intransferible (7, 23 s), el sacrificio es suficiente,
y no se ha repetido ni se puede repetir (lO, 10-14) porque ambos
son eternos.
Gracias a la inmortalidad de su vida, Jesús puede aplicar a los
hombres la salvación que para ellos consiguió en su propia consu-
mación: «Por ser consumado, vino a ser causa de salvación eter-
na» ... (5, 9); «está en su poder salvar a los que por Él se acercan
a Dios,. y siempre vive para interceder por ellos» (7, 25).
Luego la especificación y eficacia del sacrificio de Jesús pro-
vienen de la gloria.

El sacerdote es una mediación, la presencia activa de un hombre


entre Dios y los otros hombres. Cristo estaba ya unido íntimamente
a Dios por su gracia inicial, pero la proximidad divina no había de
realizarse plenamente sino en la resurrección deificante, e'stando
antes la humanidad de Jesús alejada del Padre por la distancia de
un paso sangriento. El autor explota felizmente el salmo 110,. donde
encuentra reunidos los tres elementos que en su pensamiento fun-
damentan la trascendencia de la mediación sacerdotal de Cristo:
la filiación, la eternidad según el orden de Melquisedec y el asien-
to al lado del Padre. La presencia familiar muy cerca de Dios
presta a la mediación sacerdotal de Jesús una fisonomía caracterís-
tica, y sólo en la glorificación toma Jesús asiento junto al Padre con
todo su ser y precisamente con aquolla parte de su ser en que se
establece en Cristo nuestro contacto con Dios.
Esta proximidad inmediata con Dios eleva la acción mediadora
hasta la cumbre de su eficacia: «Llegado al final, vino a ser para
todos los que le obedecen causa de salvación eterna, declarado
por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec» (5, 9 s).
Desde entonces ejerce la jurisdicción sobre los «bienes futuros»
(9, 11), las «maravillas del mundo venidero» (6, 5), del siglo de
lo alto. Nada se opone a una mediación de gracia ejercida desde la
vida tenena, pero no adquiere su carácter de plenitud salvífica y
dc universalidad sino cuando Cristo hubo arrastrado a la gloria
divina su cuerpo desde hacía tiempo detenido en el mundo del
pecado: «En su perfección se hizo principio de salvación eterna.»
Encontramos a Dios y la salvación en Cristo llegado a la consu-
mación, estando en adelante la gracia de Dios abierta sobre el mun-
do en este hombre que había sido enteramente de nuestro mundo.
Enesa proximidad con Dios, nuestro mediador es deudor de
un modo nuevo de intercesión. Jesús se hace nuestro paráclito, el
abogado que se encarga de nuestra causa, como el hombre de nego-
cios que se presenta ante un príncipe para interceder por su cliente 59.
Esta intercesión ya no es la súplica pronunciada hace tiempo en la
prostraoión y en las lágrimas (3, 7). Jesús está sentado (1, 3. 13;
8, 1; 10, 12; 12, 2) a la diestra del Padre e intercede por nosotros
con esta simple presencia: «Entró en el cielo para comparecer
ahora en la presencia de Dios a nuestro favor» (9, 24). No sabíamos
por las oraciones terrenas de Jesús que la simple manifestación de
nuestra naturaleza humana, de aquella naturaleza que llevaba en-
tonces los estigmas del pecado, era una intercesión en favor nuestro.
Ahora esta humanidad, que es la nuestra, la !de la raza pecadora, ha
vuelto de nuevo a Dios en Cristo resucitado, y su pre'sencia en el
seno del Padre, al mismo tiempo que la visión del sello cinco veces
impreso sobre ella,. como testimonio de la muerte al pecado y de la
pertenencia a Dios, ejerce en favor nuestro una amorosa coacción
sobre el corazón de Dios: «Padre, he aquí que, en tu Hijo, el
hombre vuelve a ti.» A la verdad, para nuestro provecho comparece
Él ante Dios 60.
A la proximidad divina 'se suma la presencia de una asamblea
de fieles en tomo al mediador. En la tierra había ofrecido el sacri-
ficio para convocar la asamblea, ahora en su gloria honra a Dios en
medio de ella. Pues Dios le colocó como «apóstol y sumo sacerdote
de nuestra confesión al frente de su casa, y su casa somos nos-

:;l}. J. BONSIRVEN, Ép'itre aux Hébreux} París 1943, p. 412.


(¡o. De esta suerte explica san CIRILü DE ALEJANDRÍA la elocuencia de esta oración
1111111:1: «Así es, en efecto, como decimos que figura ahora en nuestro beneficio; a los
f)j\l~; dt' nios Padre, introduce en cierto modo la humanidad, aquella humanidad que la
lr:lll~;l~Tt·~.;iúJl de Adán había puesto en estado de enemistad» (In Ep. ad flebr. 9, 24;
PC í·l, 'IX5).
otros» (3, 1. 6 s). Mientras que en lfl cruz su sacrificio trazaba un
signo solitario sobre el cielo, ahora Jesús pontifica en medio de
un pueblo numeroso: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en
medio de la asamblea te alabaré ... heme aquÍ a mí y a los hijos
que me dio el Señor» (2, 12-13) 61,

La actividad mediadora del sacerdote culmina con este inter-


cambio de bienes entre Dios y los hombres que constituye el sacri-
ficio. Por consiguiente, la cuestión se plantea así: el sacerdocio
glorioso ¿implicaba un sacrificio como antiguamente el sacerdo-
cio cruento? Por una parte, la carta parece categórica en la nega-
ción, no conoce más que una oblación y ésta se consumó una vez
para siempre. Y, sin embargo,. el problema de un 'sacrificio celestial
ha preocupado a todos 'los comentadores; hayan respondido afir-
mativa o negativamente, esta constante preocupación prueba que el
problema es ineludible.
Existe una liturgia celestial cuyo pontífice es Cristo:

«(1) La suma de todo lo dicho es que tenemos un pontífice que está


sentado a la diestra del trono de la Majestad en log. cielos; (2) como
ministro del santuario y del tabernáculo verdadero, hecho por el Señor,
no por el hombre. (3) Pues todo pontífice es instituido para ofrecer
oblaciones y sacrificios, por lo cual es preciso que tenga algo que ofrecer.
(4) Si Él morara en la tierra no podría ser sacerdote, habiendo ya quienes
al tenor de la Ley ofrecen oblaciones. (S) Estos sacerdotes sirven en un
santuario que es imagen y sombra del celestial, según fue revelado a Moisés
cuando se disponía a construir el tabernáculo: Mira, se le dijo, y hazl0
todo según el modelo que te ha sido mostrado en el monte» (8, l-S).

No podemos cerrar los ojos ante la claridad misteriosa de este


texto: en el cielo 'se desarrolla una amplia liturgia sobre la que fue
modelada en otro tiempo la liturgia terrena del Sinaí. El culto
del santuario celestial está centrado en el sacrifici.o; Cristo no
sería su sacerdote de no tener algo que ofrecer en él, los ritos

61. Recurriendo a los escritos estrictamente p::tl11illoS, :-le rl'vela mejor aún el en·
raizamiento de Cristo glorificado en la humanidad que aCOlnpafía a la unión más pro~
funda con Dios. La gloria que le exalta por encima elel 111l1tHlo le acerca a nosotros aun-
que le aleje de nuestra manera de ser. En otro tiempo el Salvador vivía entre nosotros,
presente a nuestro lado en Una individualidad cerrada. Ahora esta humanidad penetra
hasta en nuestras intimidades más ,secretas. Permaneciendo Él en sí, se convierte en
nosotros mismos. Ha venido a ser el mediador perfecto entre Dios y los hombres.
mosaicos no cran sino una traducción balbuciente,. burdamente ras-
trcra, dc aquel ejemplar celeste. En el altar de la cruz se ofreció
una víctima a la que se abrió el tabernáculo de Dios; pero el sa-
crificio de Cristo no es celestial únicamente por este título: la en-
tcra liturgia de Cristo se desarrolla al nivel de Dios; en la presencia
«de la Majestad» es donde nuestro sumo sacerdote pontifica como
ministro del santuario celestial (v. 1 s); allí es donde «tiene algo
que ofrecer», y los ritos levíticos eran sencillamente una sombra,
la proyección terrestre y esfumada del sacrificio celebrado en los
cielos.
Si se quiere armonizar este texto con la unicidad absoluta del
sacrificio, tanto numérica como específica, insistentemente manifes-
tada, hay que conceder que el misterio de ,la cruz se prolonga en
la eternidad. En el pen·samiento de la carta, el sacrificio cristiano
no ha sido una acción que se puso y se terminó completamente
en el tiempo y de la cual sobrevive solamente el mérito. La ofrenda
de Cristo es eterna en sí misma, hasta tal punto que su existencia
gloriosa se identifica con su liturgia celestial (d. 8, 1 s). El sacrificio
cristiano es verdadero, y para el autor son sinónimos verdadero,
celestial y eterno.
Otros 'textos hay que suponen, si no la perpetuación de 1:a ofren-
da, sí por lo menos la permanencia del estado de víctima: «Mediante
su propia sangre entró una vez para siempre en el santuario, con-
siguiendo una redención eterna» (9, 12). Mientras que el sacerdote
del orden aaronítico penetraba en en el santuario una vez todos los
años por la virtud de sangre extraña,. Jesús se abre paso hasta la
divinidad por la sangre de su propia inmolación. No lleva sangre
de víctimas en sus manos; Él es la víctima por la cual se descorre
el velo, y, habiendo penetrado una vez para siempre a través del
velo de su carne inmolada (10, 20), podemos creer que el estado
de víCitiill1la
00 virtud del cuall se abr'e el isan!tuario perdura eterna-
mente. Esto no 10 dice la carta, pero 10 'sugiere.
Si un hombre quiere a su vez penetrar en el santuario de la
divinidad, puede encontrar a Cristo en su estado de víctima y unirse
a Él, según parece en el acto mismo de su acceso a Dios: «Teniendo,
pues, hermanos, segura confianza de entrar en el santuario en la
sangre del Jesús, entrada que Él inauguró como camino nuevo y
viviente a través del velo, esto es, de su propia carne ... » (la, 19 s).
No se debe sin motivo desvirtuar el realismo de una palabra. No
está escrito que la vía de acceso se halle abierta en virtud de la
sangre de Jesús, en virtud, por consiguiente, del mérito perpetua-
mente adquirido por su derramamiento, sino que está en la misma
sangre 63.
Con esta llave penetmmos en" Dios, rociados de: esa sangr0
como el mismo Jesús. Hemos de creer que Jesús continúa siendo
aún la víctima, por la que entramos nosotros lo mismo que por
ella entró Él. Es un camino viviente trazado en la carne palpitante,
que fue antes de la inmolación un velo tendido, pero ahora es un
velo siempre dersgarrado. Jesús es todavía la víctima, víctima para
nosotros, como lo fue para sí mismo en el momento de su sacrificio,
en el acto de abrir el tabernáculo. Penetramos en la tienda por la
inmolación de Cristo y, consiguientemente, según parece, al mismo
paso que Él.
Aceptamos en su realismo los textos que hablan de una ins-
trumentalidad salvífica de la sangre del Salvador. «La sangre de
la aspersión, que habla mejor que la de Abel» y a 'la que nos
acercamos (12, 24), no es sólo una imagen elocuente, ya que el
único mérito del sacrificio subsistiría en la aceptación divina. La
sangre de Cristo «purifica nuestra conciencia de las obras muertas»
(9, 14). La misma sangre, Cristo en su crucifixión, es la que da
a nuestras almas aqueUa blancura. La víctima, que es la causa de
nuestra purificación, está siempre personalmente presente y no sólo
al obtenemos el perdón. San Pedro nos habla también de «'la as-
persión que nosotros recibimos» (l Petr 1, 2).
Cierto que la epístola no conoce un nuevo sacrificio ni una per-
petuación de la ofrenda en su devenir, pues el movimiento sacrificiai
remató para siempre en el tabernáculo del Padre. Sin embargo,
hay que conciliar la unicidad del sacrificio con la afirmación de
su continuidad; esta exigencia sólo puede satisfacerla la perma-
nencia de la ofrenda de 'la cruz, mantenida siempre actual por la
aceptación eterna por parte de Dios. La glorificación, por la que
Dios recibe la víctima, es una acción de divina plenitud, y por
tanto de eterna actualidad. Tiene lugar en el in'stantc de la muerte
- primero en cuanto al alma; seguidamente el cuerpo cs arrastrado
a esta plenitud - y mantiene así para siempre a Cristo en la cum-
bre de esta ofrenda. Si el sacrificio de Cristo, cn su devenir, se
inserta en la historia terrestre, en su perfección, allí donde es
verdadero, es celestia'1y eterno. Cristo fue dCiuna ve'z para siempre
de este mundo al Padre, pero el encuentro con Él, la entrada en

62. EI lb '!w o:·LtJ..C('t~ de 10, 19 no significa cosa distinta de OLa o::ttJ,O':1'o,; de 9, 12;
d. 9, 25. La instrumentalidad de la sangre y, por lo tanto, de Cristo en su estado de
vÍdtima está también expresada en 9, 14; 12, 24; 13, 12.
comunlon divina, que según la epístola constituye la verdad del
sacriJicio, es eterna 63.
La gloria inaugura una fase nueva en el sacerdocio de Jesús:
fasc terminal y de plenitud. La actividad terrestre era un esfuerzo
hacia Dios en el dolor del renunciamiento; fue inaugurada al venir
.1csús al mundo: «Entrando en este mundo dijo: No quisiste sa-
criJicios ni oblaciones, pero me preparaste un cuerpo ... Entonces
yo dije: Heme aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad»
( 10, 5 s). La fase final comienza y acaba en el preciso momento
de la consumación del sacrificio. Cristo se queda en el punto cul-
minante de su función sacerdotal; la ofrenda de la muerte se
ctcrniza en la aceptación divinizante que la corona. En adelante
el sacerdocio de Cristo está «cumplido». Jesús ya no está de pie,
en posición de esfuerzo, sino sentado, porque ha llegado a su tér-
mino. Su sesión al lado del Padre es la actitud característica del
sacerdote celestial. A pesar de la desbordante actividad, su sacer-
dacio está en reposo; es el paroxismo tranquilo de la perfección.

El cuarto evangelio tiene un carácter cultual tan pronunciado,


que no podemos menos de descubrir en él el influjo de la liturgia
cristiana 64. Contrariamente al testimonio de los sinópticos, el pre-
cursor presenta a Jesús al mundo, no como su temible juez, sino
como el cordero del sacrificio (1, 29). JesÚs anuncia un culto en
espíritu y en realidad (4, 23); expulsa a los vendedores del templo
en nombre de su muerte y de su resurrección, profetizando el
culto nuevo en el templo resucitado. En su pascua de muerte y de
gloria «se consagra» (17, 19), Y su muerte evoca el sacrificio del
cordero (19, 36). Todo el evangelio está orientado hacia esta hora
pascual como hacia su punto culminante, significando así que Jesús
es el verdadero cordero en su sacrificio. Ahora bien, lo que es
«verdad» según san Juan, es realidad eterna.
El Apocalipsis traslada al cielo como a su lugar propio la li-
turgia del Cordero y la fija en la eternidad. En la visión inaugural
se presenta JesúS con aparato sacerdotal, «vestido de una larga
(d, San ATANA5IO, Oro 2 contra A1'ianos; PG 26, 165: «Ofrece un verdadero sacrificio
qllt' PtTlll:\1leCe y no pasa.»
(l'l. ;)i ello es así, como este evangelio tiene por otra parte carácter sacrificial y
pa:~cllal. se ]Hlede inferir que la primitiva liturgia cristiana tenía carácter sacrificial,
llaSCltal.
túnica con un dnturón de oro en el pecho» (1, 13). La larga tú·
nica con el cinturón es una vestidura sacerdotal. Pero ésta cs
una visión fugitiva; en el centro de la imaginería del Apocalipsis se
halla el Cordero, Jesús, la víctima del Calvario 65, al que el autor
designa con un nombre de gracia y de cariño: «el Corderito».
Bajo esta forma es Jesús recibido en el cielo y entronizado en
la gloria. Uno de los ancianos había anunciado un vencedor, el león
de Judá,. que rompería los sellos del rollo, y he aquí que aparece
en su delicadeza y blancura un cordero. Cristo triunfó como víc-
tima, y en cuanto tal inauguró su reino y tomó en sus manos las
riendas del mundo.
En su trono celestial continúa con la misma forma que había
recibido sobre el altar terfelstre: «y vi, de pie en medio del trono y
de los cuatro ancianos, un cordero que estaba como inmolado»
(5, 6). La preposición Wt; (como) no designa aquí una apariencia
contraria a ,la realidad; afirma más bien una reali~dad contraria a
las apariencias. El cordero, efectivamente, está en pie, actitud que
simboliza la vida 66 y a pesar de eso está inmolado.
Según el evangelio de san Juan, quedan abiertas en el cuerpo
del resucitado las cinco llagas; en ellas podemos introducir el dedo
a poner la mano. ¿Son estas huellas en la carne del Cordero un
simple memorial de su inmolación, un documento· escrito sobre los
miembros de Jesús como testimonio del precio pagado por nuestro
rescate? ¿O bien son las señales externas de una huella más pro·
funda que dejó el sacrificio, la expresión de un perdurable estado
de víctima?
Cuanto más se estudia nuestra redención en los textos sagra-
dos, más se llega a un completo realismo en la interpretación.
Para afirmar que Cristo es glorificado dice san Juan que es ele-
vado en la cruz (12, 32; d. 3, 14): allí,. en la inmolación, es donde
está para 'siempre en la gloria, reconocido como El que Es (8, 28),
proclamado Señor Dios a la vista de sus llagas (20, 28), al que
los hombres contemplarán hasta el último día en su transfixión y
en su majestad (19, 37; Ap 1, 7). La cruz es el lugar permanente
de la glorificación. Cuando san Juan nos lo muestra traspasado,
fuente de e'se agua que es símbolo de gloria, sin que se haya que-
brado ninguno de sus huesos -- pues el Cordero estará de pie
65. El pensamiento del sacerdocio no se borra enteramente. El sacrificio del Cor-
dero obtiene el sacerdocio y la realeza para los fieles. Si los fieles son sacerdotes y reyes
por Jesús, éste lo será más eminentemente. N o hay (lue separar ambos conceptos de
sacerdote y hostia en el Apocalipsis, como tampoco en la carta a los hebreos.
66. A. MÉDEBIELLE, D.B. Suppl., arto Expiaci6n, col. 237.
(Ap 5, 6) -, quiere mostrar una imagen de eternidad 67; para é~
la muerte es para siempre parte integrante de la gloria de Cristo.
Los fieles son los primeros en saber que el Cordero está siempre
inmolado; vienen a empapar su'S vestiduras en la púrpura de su
sangre, y las retiran brillantes de blancura (7, 14). No se contentan
con aplicarse el perdón obtenido en otro tiempo por esa sangre;
se sumergen en la víctima del Calvario actualmente presente y son
penetrados por su virtud purificadora.
Jesús no cura nunca de aquellas llagas mortales, y la huella
de una inmolación 'Siempre actual jamás se borra de su cuerpo. En
las situaciones más inesperadas, cuando aparece en su temible poder,
se presenta bajo la figura del Cordero y muestra bien visible en el
cuello la señal del cuchillo. Todo el señorio de Cristo lleva los
estigmas de la pasión. El Cordero, el «león de Judá», es el ven-
cedor que toma en 'sus manos los destinos del mundo. El guerrero
que «con justicia juzga y hace la guerra,. cuyos ojos son como
llama de fuego ... viste un manto empapado en sangre», probable-
mente suya (19, 11-13). El Cordero lucha con la Bestia y la vence
(17, 14); el autor registra «la cólera del Cordero» (6, 16) Y los
tormentos a que condena a sus adversarios (14, 10). Al lado de
estos contrastes violentos encontramos imágenes de una armoniosa
dulzura. El «Corderito» es el pastor que camina delante, y el fiel
rebaño le sigue paso a paso (14, 10) hacia las fuentes de aguas vivi-
ficantes (7, 17). La prometida desterrada suspira por 'Él y se
prepara para «las bodas del Cordero» (19, 7-9; 21, 9). En la
ciudad celeste, 'Él es el templo en el que se congregan misteriosa-
mente los fieles, y la lámpara suave y fuerte que ilumina el día
eterno (21, 22 s).
Tales imágenes son algo más que encantadora poesía; su im-
portancia crece desde el punto de vista teológico. El señorío del
resucitado está constituido por el sacerdocio y el sacrificio. La
potestad universal, el poder judiciario, son atributos de una vida
que ha llegado a adulta en la inmolación,. y todo lo que es para sus
fieles: jefe, pastor, pureza, vida eterna, lo es en cuanto cordero
inmolado 68.

(,7. ef. \V. THÜSING, Die Erhohung ... , p. 31-33.


(¡X. K. SCHELKLE., en su penetrante estudio Die Passion Jesu in der Verkünd¡:gung
eI,.s N.T., Heidelberg 1949, 1>. 185 s. 205, habla de una «presencia de la sangre de
('"isln;) y dice que según Heb 9, 12 «la sangre es una realidad del mundo eterno», y
qlW s{l!o a.sÍ recihen todo su sentido textos como 1 loh 1, 7, Ap 7, 14; 12, 11.
Estas visiones no son particulares de la carta a los Hebreos ni
del Apocalipsis. Bastaría situar el pensamiento de san Pablo en un
marco sacrificial para hacer resaltar sus puntos de contacto. Y ya
que la permanencia, en medio de la vida gloriosa, de una inmola-
ción siempre actual resulta para muchos espíritus un enigma inso-
luble, no estará de más volver sobre la concepción paulina del acto
redentor para en él hallar una jU'stificación y una explicación.
Jesús había aceptado la naturaleza humana en un estado carnal
para llevar a cabo la solidaridad con el hombre pecador. Desde en-
tonces la imputación del pecado que había que expiar no era sola-
mente jurídica, mero efecto de un decreto divino, sino que estaba
fundada en la carne que le convencía de su pertenencia a la raza
pecadora. En un estado de vida gloriosa, no habría podido ofrecerse
en sacrificio, no teniendo nada que dar que no estuviera ya bajo el
dominio divino. Pero esta naturaleza adámica era carne de sacrificio,
apta para la inmolación y la oblación. En ella Cristo podía entre-
garse, pasar al Padre del que estaba alejado por su causa, y para
que la ofrenda fuese real, era preciso que la carne: de pecado fuera
inmolada a fin de no tener a Cristo fuera de la irradiación total
de la divinidad.
En la inmolación del Calvario muere la carne y el pecado en
ella. Nunca fue revocada aquella muerte, nunca revivió la carne
en Cristo; no hay resurrección de 'la carne en el sentido paulino de
la palabra. La gloria no despertó la vida anterior; la fuerza de la
psyche no se ejerce ya en su debilidad; la vida nueva sella para
siempre en su espiritualidad el fin de la carne. Dios se: desmentiría
y se retractaría en Su aceptación del sacrificio, si resucitase a Cristo
a su vida primera; anularía el sacrificio que es un paso, y haría
retroceder a Cristo en su alejamiento. Por eso consagra en su Hijo
la muerte: de la vida humana. «Cristo murió al pecado una vez para
siempre; pero, viviendo, vive para Dios» (Rom 6, 10). Está de
pie en su propia muerte, viviendo del Espíritu en la muerte de la
carne.
La permanencia de la inmolación no deroga en nada la vitalidad
pletórica de la existencia nueva. La ausencia de vida psíquica es d
lado negativo de la vida pneumática: no priva a la vida humana
más que de una fragilidad carnal. El Espíritu exalta todas las fuerzas
vitales de:l hombre a expensas de sus solas 'limitaciones. Para Cristo
no se perdió nada de las riquezas de su vida humana. Así como en
el terreno del conocimiento «el hombre espiritual puede juzgar de
todo, pero a él nadie [psíquico] puede juzgarle» (l Cor 2, 15), por-
que el conocimiento espiritual contiene eminentemente el conoci-
miento psíquico, de la misma manera en el terreno del ser la vida
según el pneuma contiene en perfección la vida de la psyche.
La muerte, como separación del cuerpo y del alma, no tiene
consistencia. En cuanto tal, pertenece al orden de la fragilidad
carnal, no tiene por sí nada saludable y no importa que perdure.
La gloria la consagra en cuanto redentora, en cuanto es fin de
vida carnal, que deisemboca en 'la vida filial. La muerte se ete:rniza
en el término en el que essalvífica, es decir, en la vida divina.
Pero Cristo no se ha establecido en la muerte como en un estado
consecutivo a un acto; el sacrificio queda retenido en su acto 69. Sin
duda alguna no en su devenir, sino en su término, en el instante
de su consumación. Efectivamente, la glorificación, según la des-
cribe la Escritura, debe definirse teológicamente como un acto per-
manente que la existencia de Cristo no sobrepasa. Por lo demás,
la muerte redentora está ordenada a la gloria, en !la que se realiza
y con la que coincide, lo mismo que en una transformación cual-
quiera coincide la pérdida de un modo de ser con la adquisición de
otro. En la permanencia siempre actual de la glorificación, la
muerte misma queda,. pues, eternizada en su actualidad, fijada en
el término de su devenir, en el instante de su perfección.
De este modo la muerte y la resurrección quedan conjugadas
en su mismo dinamismo,. y Jesús podrá no sólo reivindicar la sal-
vación para los fieles en nombre de sus méritos,. sino que le bastará
comunicarse para extender sobre ellos su muerte en la que está
la vida.
Luego, la f51loriaconfirió a Cristo sacerdote una plenitud que
no poseía en su vida terrena. Llevó el sacerdocio y el sacrificio a su
perfección, y en ella los mantiene. No modifica su sentido, se lo da:
el sacerdocio y el sacrificio son de orden «eterno», «celestial».
Señor nuestro,. Hijo de Dios, Sacerdote perfecto, son títulos
de Cristo pascual que evocan otra realidad mesiánica; el primero
supone un reino gobernado por Cristo Señor; el segundo, numero-
sos hijos, entre los cuales el Hijo es el mayor; y el tercero, una
asamblea de fieles en torno al Pontífice.
LA RESURRECCION DE JESUS,
NACIMIENTO DE LA IGLESIA
En las profecías antiguas, lo mismo que en el mensaje de Jesús
y en la predicación apostólica, la persona de Cristo está ligada a
una realidad que la sobrepasa y que, sin embargo, forma cuerpo
con ella. Pueblo de Dios, reino o templo o Iglesia de Dios, cuer-
po de Cristo, esposa de Cristo, son expresiones elevadas con las que
la Escritura 'se esfuerza en definir aquella realidad y enumerar sus
riquezas. El presente capítulo presupone la unidad fundamental de
dicha realidad a pesar de la diversidad de sus apelativos y de sus
aspectos. Intentará simplemente fijar la fecha de: su nacimiento y
procurará señalar las etapas por las que el antiguo I'srael pasó a
ser este nuevo pueblo de Dios.

Custodios de: la herencia de los profetas contenida en el men-


saje evangélico, los sinópticos presentan la realidad mesiánica bajo
el concepto de reino de Dios.
Las enseñanzas de los tres evangelistas sobre el advenimiento
de este reino no parecen unánimes. Las parábolas que comparan el
reino con una semilla sitúan el advenimiento del reino en la pre-
dicación de Jesús. La instauración del reino en el mundo sigue
a la actividad de Juan Bautista, el precursor, el último representante
de las profecías que anuncian el reino. Después de los días del
Bautista, el reino se abre camino vigorosamente en el mundo
(Mt 11, 12 s); la entrada en acción del Espíritu de Dio1sy la huida
de los demonios. son la prueba de su advenimiento (Le 11, 20).
Con todo, en este momento mismo el reino se presenta como una
realidad venidera. Jesús pregona su proximidad y no su presencia:
«Se ha cumplido el tiempo y el reino de Dios está cerca; arre-
pentíos y creed en la buena nueva» (Mc 1, 15) \ Éste será por
largo tiempo aún el tema de su predicación. Cuando Cristo asocia
a los doce a su ministerio, pone en sus labios este mensaje: «El
reino de Dios está cerca» (Mt 10, 7). Más tarde,. durante su vida
pública, confía el mismo pregón a los setenta y dos discípulos
(Le 10, 9). El reino no está, pues, establecido; todavía es esperado
en la víspera de la pasión (Le 22, 18).
El Maestro había ciertamente instruido algo a los predicadores
del reino. Sin embargo, éstos quedaron a la expectativa hasta el
fin. De antemano solicitaban los puestos a la derecha y a la iz-
quierda del rey para cuando hubiere subido al trono (Mt 20, 21).
A su parecer, no estaba aún inaugurado el reino; Jesús mismo no
había entrado en él. Su mentalidad podría haberse expresado con
las palabras del ladrón: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a
tu reino» (Le 23, 42; cf. 19, 11).
Por 101 tanto, no hay que conceder un alcance ilimitado a los
textos que afirman la venida del reino desde la vida terrena de
Jelsús.
Sería eocta-añoque Juanen medio de ]a¡s cadenas hubiem sido
sólo una grand~a aislada del AT, sepa,rado deillreino (Mt 11, 11),
en el que habrían pweJtrado prubilicaoosy meretrices (Mt 21 31).
El reino de Dios está presente en Israel por su proximidad tangible
y ya operante: «El reino de Dios está en medio de vosotros»,
declara Jesús (Le 17, 21). Pero esa presencia ya afirmada irá
seguida de ITavelr'dad~ra veiridla: «¿Cuándo vendrá?», habían pre-
guntado los fariseos. Jesús responde que el reino viene - es una
realidad venidera -, pero no se podrá decir entonces: «Atención,
está aquí, está allí»; su venida futura no será visible, pues está
ya en medio del pueblo. Este contexto supone que la presencia
afirmada no es aún más que un principio y una esperanza. Mañana
estallará la crisis mesiánica, y entonces aparecerá súbitamente el

1. Muchos prefieren traducir: «El reino ha llegado», porque el empleo del perfecto
(i¡YYLl<ev) indica que el movimiento de acercamiento es ya un hecho del pasado. Cf. LA-
GRANGE,Saint Marc, París '1920, p. 16: P. JOÜON, L'Évangile de Jésus·Christ, París 1930,
p. 10. Cierto que se ha verificado ya el movimiento de acercamiento; sin embargo, la
venida del reino se halla todavía en el mero estadio de la proximidad, que no pueden rebasar
las palabras I:yyú~ y l:yy'l;«v. El reino se halla a una proximidad palpable, pero no ha
lIe¡::ado (cf. Rom 13, 12; Phil 4, S). Las dos palabras «caracterizan la proximidad inme-
diata del milagro de la venida»; «pertenecen a la familia de las palabras sagradas» de la
esperanza mesiánica, PREISKER, Th W. N. T., t. II, p. 330-332.
reino sin que haya habido posibilidad de prever y contemplar su
venida 2.
En la persona de Jesús estan contenidaJsesta preseno~a radical.
esta esperanza, y en eUa se manifeistará súbitamente el reino. En
Jesús obra ya el Espíritu por el que el reino de: Dios se impone al
mundo (Le 11, 20). El reino esta como encarnado en Cristo, S su
suerte está ligada a la de Jesús. Llega al mismo tiempo que: Cristo
(Me 11, 10). Quien ve: llegar al Hijo del hombre asiste a la venida
del reino (d. Mt 16, 28; Me 9, 1, 1. gr.). Ambas expresiones,
Cristo y reino, parecen intercambiables (cf. Mt 19, 29; Le 18, 29).
Entramos en uno siguiendo las huellas del otro 3, y el que es recha-
zado lejos de Cristo, por el mismo hecho queda expulsado del
reino (Mt 25, 34. 41). «Los más pequeños» del reino son identi-
ficados con Jesús,. ya que Él es el reino completo 4.
Así pues, la venida terrestre de Jesús no era todavía un adve-
nimiento regio,. y por eso el reino continuaba siendo un germen y
una esperanza. En el pensamiento de los apóstoles, la inauguración
del reino exigía una glorificación de su Maestro: «Haz que nos
sentemos a tu derecha y a tu izquierda en tu gloria», les hace decir
san Marcos (10, 37); «en tu reino», escribe san Mateo (20,
21). Para ellos el reino de Dios era aquella época de gloria que
anunciaban los profe:tas y que: traía preocupados sus espíritus, así
como el de los otros judíos. Por eso los privilegiados del «monte
santo», que contemplaron a Cristo transfigurado en «la gloria mag-
nífica» (2 Petr 1, 17 s), creyeron que: había llegado el momento.
Sólo les quedaba una duda: ¿cómo, concordar las enseñanzas de
los escribas sobre la vuelta previa de Elías con el establecimiento
inmediato del reino? En este círculo de ideas penetra Jesús al
hablarIes de su muerte. La inauguración del reino que vosotros

2. De este texto, discutidísimo, pueden retenerse dos traducciones (eL A. FEUJ LLEr,
La vewue du regne de Dieu et du Fils de l'ho",,,,e, «Rech. Sc. Rel.» 35 [19~H] 5~5·5~8):
«El reino está en medio de vosotros» y «el reino estará [s{lbitUIllCtltd lm ntt":dio de V(}S~
otros». La primera tiene en su favor el texto griego (&o'l"(v); la HCI{1I1Hla lo JlllHlIJlor alto
ateniéndose a una posible interpretación del original aramco, donde el ver1>o auxiliar puede
ha¡berse omitido.
I La primera traducción permite varias explicaciones: o 1Jil~tl la preseneia del reino es
inmanente al pueblo de Israel, tronco del reino mc:·;i{lIlico (LagTullRc, Kl1abenhauer,
L. Marchal), o esta presencia está contenida en la per¡,¡olla (le ]C.,¡¡'IS (FEUILLET) o.c.,
página 547, n. 2; E. STAUFFER, Die Theoloqia <ir., N.T., lJ. !(3). Esta sCl{uuda explica-
ción nos parece preferible. Sin embargo, en contra de los autores que la patrocinan, creemos
que dicha presencia, aunque ya operante (Le 11, 20), espera aún su revelación, pues el
contexto nos habla de un reino venidero.
3. Cf. K.L. SCHMIT, Th W. N. T., 1, p. 590 s. A. FEUII.LET, OlJ. cit., p. 549.
4. ORÍGENES dice con razón que Cristo mismo es el rciuo ("'U'l"O~"''''AEl",) (In Matth.
trae!. 14; PG 13, 1197). Antes de él había escrito Marción: «Evangelii in quo est Dei
regnum Christus ipse» (cf. TERTULIANO, Adv. Marcione", IV, 33; PL 2, 441).
esperáis proxlma y fulgurante irá precedida de la más profunda
humillación. La entrada en la gloria se cumplirá en la resurrección
de entre lo's muertos (Mt 17, 9-13).
Si Jesús no se pone de acuerdo con sus discípulos sobre las
modalidades de su advenimiento, por lo menos comparte con ellos
su espera. En el momento de emprender por última vez la subida
a Jerusalén, cuando a su alrededor hablan de la próxima venida
del reino, Él se compara con un príncipe noble que va a recibir la
inve'stidura de la realeza (Lc 19,. 11 s). Este reino del que es rey
no está fundado todavía. Cuando más tarde diga: «¿No fue preciso
que Cristo padeciera esto para entrar en tu gloria?» (Lc 24, 26),
creeremos escuchar un eco de la expresión tan frecuente de la
entrada en el reino, el eco y la realización de una espera.
La implatación del reino supone un despliegue de poder. Por
eso 'la expulsión de los demonios por la fuerza divina testifica
ciertamente una venida del reino (Le 11, 20). Pero más tarde será
la verdadera venida en poder: «Hay algunos de los aquí presentes
que no conocerán la muerte hasta que vean venir en poder el reino
de Dios» (Me 9, 1). El reino no llegará con más poder que al pre-
sente: «vendrá», sin más, con la ostentación y el poder que carac-
teriza «la venida».
Ante sus jueces Jesús anuncia la inminente realización de la
profecía de Daniel (c. 7). En lo sucesivo verán al Hijo del hombre
venir sobre las nubes del cielo (Mt 26, 64). El profeta había descrito
la fundación de un reino al mismo tiempo que la consagración de
una realeza. Después de pasar por la escena del mundo cuatro
imperios terrenos, cuyos rasgos característicos y destino efímero
se presentan bajo el símbolo de cuatro animales, aparece como un
hijo de hombre sobre las nubes del cielo. En este ser celestial se
inaugura el reino de lo alto; desde su advenimiento, «el reino y el
dominio y la grandeza de los reinos» se dan «al pueblo de los
santos». En el pensamiento del autor, el Hijo del hombre y el pue-
blo de los santos están tan ligados y se beneficiantan indivisiblemente
de una misma realeza,. que en la explicación del símbolo (v. 18-27)
no se los distingue, insistiéndose solamente en la comunidad de
los santos.
Al explicar esta visión ante las miradas de los jueces, Jesús
anuncia con su próxima glorificación la inauguración del reino. Sin
duda el contexto evangélico pone más de relieve la significación
individual del Hijo del hombre; sin embargo, esta venida debe ser
interpretada como el advenimiento del reino al mismo tiempo que de
la realeza. El texto, en cuanto al' sentido, no niega la referencia
formal a Daniel. «¿Eres tú el Mesí~s?», habían preguntado. Sí,
responde Jesús, y he aquí que mi reino comienza 5.
Todos estos textos suponen la idea de un reino encarnado en la
persona de Jesús, que 'se manifiesta en la venida triunfal de Cristo.
Reino mesiánico y mesianidad van a la par; el reino se inaugura
en el instante en que Jesús comienza a ejercer su poder mesiánico.
Una sombría parábola pronunciada días antes de la muerte, la
parábola de los viñadores que introduce la de la piedra angular,
coloca la inauguración del reino en la glorificación de Jesús.
Habiendo contado la suerte que corrió el hijo del dueño a mano's
de los viñadores, Jesús preguntó: «¿Qué hará, pues, el amo de la
viña con aquellos viñadores?» (Mt 21, 40). Los oyentes respondie-
ron: «Hará perecer con mala muerte a los malvados y arrendará
la viña a otros viñadores.» Y Jesús concluye: «Por eso se o's qui-
tará el reino, y será entregado a un pueblo que produzca sus frutos.»
El reino de los cielos, implantado en la tierra en el momento en que
Jesús habla, no es todavía más que la teocracia de Israel regida
por los sacerdotes y los escribas.
Deseoso de informar a sus contradictores sobre la suerte del
hijo muerto, Jesús cierra la parábola de la viña y abre la nueva
alegoría de la piedra angular. Entonces, «fijando en ellos su mi-
rada, Jesús les dijo: ¿Pues qué significa aquello que está escrito:
La piedra que reprobaron los edificadores, ésa ha venido a ser
piedra angular?» (Le 20, 17).
La segunda imagen comienza donde había terminado la pri-
mera, en la repulsa del hijo. Los constructores de la casa,. al escoger
sus materiales, habían rechazado una piedra juzgándola inepta. Dios
la recoge y hace: de ella «la piedra angular» de su casa.
Hay ahí algo más que un símbolo de la resurrección. Jesús
anuncia el reino fundado en la muerte e inaugurado en la resurrec-
ción. La imagen de la casa nos habla de una comunidad nacional,
y la de la piedra del puesto que en ella ocupa el hijo, rechazado por
los hombres y después elegido por Dios. En la primera parábola los
5. Para apreciar el alcance' ec1esiológico de Dan 7 léase F. KA'J"I'Jo:NIIUSCII,Da Qnel/ort
der Kirchenidee, en Festgabe fÜr A. Harnack, Tuhinga 1921, p. 143.172; Y. CaNGAR, Es-
quisses du mystere de I'Église, París '1953, p. 13 Si O. CUJ.l.MANN, Kiini¡IShcITschaft Christi
und Kirche im N.fr., Zurich 1941, p. 37 s. K. L. SCIlMI'l', Th. W. N. T., I11, p. 525. El
alcance ec1esiológico de la respuesta de Jesíts. lo pone de relieve A. VEUILLET, Le triomphe
eschafologique de Jésus d'apres quelque's te.1;t'es des évangiles, «Nouv. Rev. Théol.» 71
(1949) 818. Hay exegetas actuales que en «el pueblo de los santos» ven las milicias angé-
licas. El reino de Dios, aun abarcando a los israelitas fieles, sería, pues, presentado bajo
su aspecto celestial. Cf. J. COPPENS·L. DEQuEKER, Le Fils de I'hom11te et les Saints du
Tres·Hallt en Dan VII, Brujas 1961.
viñadores habían tramado: «Éste es el heredero; ea, matémosle
y será nuestra la heredad.» En antítesis con la primera, la segun-
da parábola quiere enseñamos por qué vicisitudes pasó el Hijo
para llegar a la función de heredero del reino que le negaron los
judíos.
La víspera de su muerte, Jesús, «sentándose a la mesa con sus
apóstoles, les dijo: Ardientemente he deseado comer esta pascua
con vosotros antes de padecer; porque os digo que no la comeré
más hasta que se vea cumplida en el reino de Dios. Tomando luego
el cáliz, dio gracias y dijo: Tomadlo y distribuidlo entre vosotros;
porque os digo que desde ahora no beberé del fruto de la vid hasta
que llegue el reino de Dios» (Lc 22, 14-18) 6.
Por consiguiente,. hasta que llegue ese día es una realidad futura
el reino de Dios; Jesús anuncia su venida (v. 18), y quedan en
vigor las instituciones prefigurativas (v. 16). Pero desde ahora Je-
sús no comerá más esta pascua antes de su realización en el reino;
no beberá más vino hasta el advenimiento del reino. El reino está
·'a:l alcance de Ta mano; aún nunca Jesús lo había anunciado tan
próximo. Desp~dee~ antiguo rito pascual que debe Iser «cumplido»
por unJa rea:l'idad nue~aen e:l reino que llega.
Mateo (26, 29) Y Marco's (14,. 25) fijan el reino de Dios en la
lejanía escatológica; el «vino nuevo» que allí se bebe evoca una
bebida que embriaga a los convidados de una mesa misteriosa. Pero
san Lucasretoca este texto; suprime larnisteriosa bebida nueva con
el fin de situar el reino en una proximidad inmediata, y se contenta
con afirmar que Jesús gusta por última vez el vino antes de la venida
del reino. J e1súscomió de nuevo con sus discípulos (Lc 24,. 30.42 s;
Act 1, 4) Y bebió con ellos (Act 10, 14); Lucas es el único que men-
ciona con insistencia estas comidas. «En la medida en que el evan-
gelista deja entender que Jesús comerá y beberá de nuevo» cuando
haya venido el reino, «piensa (quizá) sencillamente en las comidas
que habían de tener lugar después de la resurrección» 7. Así pues,
cuando Jesús se muestre de nuevo a los suyos, ya estará inaugurado
el reino.
6. Estas palabras, que según san Lucas precedieron a la eucaristía, las traen los
otros sinópticos, después de la instuticióu, redactadas en esta forma: «En verdad os digo
'1ne ya no beberé del fruto de la vid hasta aquel día en que 10 beba nuevo en el reino
<1e1lios» (Mc 14, 25 par).
El tercer evangelio las coloca en su marco natural, al fin de la comida del cordero pas~
ella 1 y antes de la institución de la eucaristía. Jl<Iarcos y Mate" resumen la historia de la
eella y la relatan según la tradición de la liturgia primitiva. Como en la liturgia no hay
lllÚS que un cáliz, después de éste se sitúan las palabras pronunciadas en realidad después
del t'1ltimo cáliz de la comida pascual y antes de la institución de la eucaristía.
7. P. BENOIT, o.c., p. 389.
En este evangelio, el anuncio del festín en el reino prepara e
introduce el relato de la institución etlcarística. Sacramento y reino
se sitúan así en la continuidad de una misma perspectiva, iluminán-
dose mutuamente, revelándose el uno en el otro. La eucaristía apa-
rece como la realización inicial, misteriosa, de lo que el reino será en
plenitud. Así se comprende el retraso del advenimiento del reino
hasta ese día, así como su proximidad, puesto que e,l reino>es a
imagen del banquete eucarístico, el cual es el banquete de comunión
con Cristo en su sacrificio.
IsaÍas (25, 6 s) había evocado para «aquel día» un opulento
festín de las naciones en el monte de Sión. Para describir el reino,
ningún símbolo gozaba de más favor en la literatura rabínica que
el del banquete, Jesús 10 usó bajo las formas. más diversas 8; a él
recurre en este momento supremo: «Ya no beberé de:! fruto de la
vid hasta el día en que beba con vosotros el vino nuevo en el reino
de mi Padre» (Mt, Mc) 9.
Sin duda Jesús no identifica en términos expresos el reino con
este alegre banquete. Pero una comida celebrada en el reino no
puede ser otra cosa que aquella de la cual a menudo habló Je'sús, y
que es el reino mismo.
A pesar de la perspectiva escatológíca que abre este logion, el
banquete no se ha diferido para una fecha lejana; Jesús 10 sitúa
en el misterio, puede inaugurarse sin tardar. Por eso Lucas se permite
interpretar este reino de la Iglesia terrestre y reúne aquí las direc-
trices dadas a aquellos que Jesús pone al frente de la Iglesia, di-
rectrices que se perfilan con estas palabras: «Yo dispongo del reino
en favor VUeI8tro,coll1lolm~ Padre ha dispuesto de él en favor mío,
para que comáis y bebáis a mi melsaen IIJJiJ reino» (Le 22, 24-30).
Ahora bien, Jesús da a esta imagen una profundidad inesperada:
el banquete mesiánico es una comida pascual: «No comeré más esta
pascua hasta que se vea cumplida en el reino de Dios» (Lc 22, 16).
El pueblo del AT se agrupaba en la comunión sacrificial del
cordero pascua!, 'Símbolo de la comunidad nacional, vínculo de su
unidad y expresión de su carácter sagrado (cf. Ex 12, 43-49). El
reino estará formado a su vez por los comensales de una mesa sa-
grada, por el conjunto de los que han de comulgar con Jesús en el
verdadero sacrificio del cordero.

8. Mt 5, 6; 8, 11; 22, 1 ss; 25,10; 26, 29 par.; Lc 12, 37; 16,23; 22, 15-18; 22, 29 s.
9. He ahí la formulación original de las palabras de Jesús. Se comprende por qué Lucas
las modíficó. Cf. P. BENOIT, Le réeit de la e<>nedans Le 22, 15-20, «R.B.» 48 (1939)
p. 388 s.
Para los antiguos, imbuidos de la mística del manjar tomado
en común alrededor de la mesa divina, la imagen era conmovedora;
hablaba de la intimidad con Dios, de la inquebrantable fraternidad
de los comensales sellada con el alimento sagrado. En cuanto ban-
quete pascual, hablaba de gozosa liberación y de tierra de la que
mana leche y miel.
El banquete pascual supone la inmolación del cordero. En san
Lucas, donde el anuncio de la pascua «cumplida» debe introducir
la institución de la eucaristía, Jesús se muestra como la víctima
«entregada por norsotros». Siendo alimento del banquete, será tam-
bién Él mismo comensal de la pascua cumplida (22, 16), comerá
y beberá con alegría en la mesa de su propio sacrificio. Los discípu-
los comerán y beberán en torno suyo, al mismo tiempo que iÉl, con
la alegría de la liberación pascual alimentándose de Él. El pueblo
del reino queda constituido por el conjunto de los que comulgan
la verdadera pascua.
En la primera serie de textos aducidos, el reino sólo esperaba
para nacer la glorificación de Cristo, siendo la muerte su condición.
Aquí la muerte misma entra en el misterio del reino y, sin embargo,
este reino se desarrolla en la gloria, pues el banquete del cordero
inmolado se celebra con la alegría del vino nuevo, y el Salvador
participa en él más allá de su muerte. Aquí, más que en ninguna
otra parte, el reino se halla identificado con Cristo; los discípulos
penetran en él tomando parte en el banquete en que Jesús se da a
ellos mediante inmolación y su gloria.
Los textos que fijan la inauguración del reino en la glorificación
de Jesús presentan el reino como una realidad de lo alto, al nivel
de Dios, sobre las nubes del cielo. Pero la historia de este reino
tiene una fase previa, terrestre; en ella 'se encuentra sometido a una
organización humana y gobernado por los intendentes del Maestro,
por Pedro y los demás apóstoles, «encargados de su servidumbre
para distribuirle a su tiempo la ración de trigo» (Lc 12,.41-46). El
evangelio de Mateo llama a la Iglesia el reino todavía detenido en esta
fase (cf. 16, 18 Y 16, 19). La Iglesia" aunque humanamente terres-
tre, eS consiguientemente reino de los cielos, una realidad de arriba
presente en la existencia de aquí abajo IU.
Aún bajo esa forma terrestre, el reino no estaba todavía cons-
tituido antes de la muerte de Jesús. En Cesarea de Filipo, Jesús

] O. Algunos exegetas niegan toda identificación entre reino e Iglesia. Pero si es un


identificarlos sin más, todavía es sin duda alguna mayor error el negar toda identi·
(~rr()t"

¡¡cación. eL las parábolas de la cizaña, del trigo que crece por sí mismo, de la red ...
promete a Pedro edificar sobre él su Iglesia y confiarle sus llaves.
Era un anuncio y una promesa; más tarde vendría la edificación y
entrega. El evangelista hace notar (v. 21 s) que a partir de este mo-
mento Jesús comenzó a predecir su muerte necesaria y su resurrec-
ción. Coincidencia de dos profecías que merece subrayar se.
La inauguración del reino no precede, pues, a la muerte de Jesús,
antes se identifica con su entrada en la gloria. La crisis mesiánica,
de la que debe surgir el reino, estalla y se resuelve en Cristo. El
reino comienza en Él.

Después de la resurrección, Jesús se aparece a los apóstoles


durante cuarenta días «hablándoles del reino de Dios» (Act 1, 3).
«Ha sonado la hora», piensan los discípulos: «¿Es ahora cuando
vas a restablecer el reino de Israel?» (1, 6). Jesús rectifica sus
ideas, orientando su pensamiento hacia un reino espiritual carac-
terizado por la presencia del Espíritu: «Recibiréis la virtud del
Espíritu, que descenderá sobre vosotros» (v. 8).
Desde el día de pentecostés, antes que IS~lD: Pablo' y más viva-
mente que él,. vieron los apóstoles en la resurrección de Cristo y en
la efusión del Espíritu los comienzos deil reino de Dios n.
San Pedro es el heraldo de la gran nueva. Pregona la elevación
de Jesús al trono de David, su padre, a la derecha de Dios (2, 30-36).
Pre:sentado ante los adversarios de Jesús, les hace ver la realización
de la profecía pronunciada en otro tiempo contra ellos: «Jesucristo
nazareno, a quien vosotros habéis crucificado y Dios resucitó de
entre los muertos ... Él es la piedra rechazada por vosotros los cons-
tructores,. que ha venido a ser piedra angular» (4, 10 s). Los jefes
de la casa de Israel rechazaron a Jesús como una piedra de desecho,
pero Dios recogió aquella piedra e hizo de ella la piedra maestra,
el principio de fuerza y de cohesión para todo el edificio 12.
11. L. CERFAUX, La théologie de /'Église s/I;'J(mt sni"t 1'(//11, p. 170.
12, En la literatura antigua, la «piedra angular» c()locada ('ti el rl'lIliltc del muro es
considerada como un principio de fuerza panl toda la eaSil.'ElI 11IH'slro 1e:,\I0, la pieura de
remate tiene tendencia a cambiarse en lli('(lra de base: «y en Iljl1~~Úll otro hay salvación.»
La imagen de la piedra rechazada convertida ell pkdT·a (]e clt'(TiÓII divina es reasumida
en 1 Pe 2, 4~8. La piedra angular, en otro tiempo piedra de remate, se ha convertido deci~
didamente en piedra de base, sobre la que son edificados los fieles. En esta imagen está
incorporada la afirmación enunciada en otro t.iempo de que Jeslls es el príncipe y el prin~
cipio de la vida (Act 5, 31; 3, 15). Los fieles forman una «ca~a espiritual», un edificio
que respira y cuya vida espirit.ual está tomada de la piedra de base. La imagen sinóptica
llegó a su pleno desarrollo: Cristo muerto y resucitado ha venido a ser el fundamento
orgánico de un edificio vivo en el Espíritu.
1,:1 dusión del Espíritu es la prueba de la exaltación de Jesús
('2. 33) Y della inauguración del reino de Dios.

En los 'sinópticos, Cristo recoge y lleva a su término la tradición


profética sobre el reino de los últimos tiempos.
San Juan ha conservado un logion de Jesús, resultado de otra
tradición, más conforme con el carácter cultual del cuarto evan-
gelio.
La profecía había predicho la construcción de un templo de
dimensiones perfectas (Ez 40-42), sobre una Sión que se levantará
por encima de todos los montes (ls 2, 2),. lugar santísimo (Ez 43,
]2; 45, 3), siempre envuelto en la nube de Yahveh (ls 4, 5), pues
Diias habvtaráeDi él para 'siempre (Ez 37,. 27); receptácu'1b<de rique-
zas m~steriosas" bajo 'su puerta broltará un río que ha de fecundar
cl desierto y vilvificara:l mar Muerto (Ez 47, 1-12; Joeil 4,4 18).
El templo se levantará 00 medio deil pueblo de los últ!imolStiem-
pos, como signo y cauls'ade: su santiidad (Ez 37, 28).
Esta expectación se explica por el valor de símbolo y de prin-
cipio que poseía el templo en la vida religiosa y nacional. Corona-
miento de la teocracia antigua, el reino mesiánico no se concebía
sin el templo de Jerusalén, cuya gloria había de igualar a !la del
reino. La Escritura daba una base firme a estas esperanzas. Según
2 Sam 7, 13. Natán había prometido a David una descendencia mesiá-
nica y le había anunciado que ella edificaría una casa a Yahveh
(2 Reg 7, 13). Cuando la vuelta del destierro inició una primera
realización de los anuncios sobre el reino de Dios, Zorobabel, que
volvió a levantar el templo de sus ruinas, fue objeto de elogios
mesiánicos (Zach 3, 8; 6, 12).
Daniel había vislumbrado para el porvenir mesiánico una insti-
tución nueva, que él concibe bajo la imagen del santuario y que no
carece de relación con el símbolo del Hijo del hombre: «Setenta
semanas están contadas... para sellar la visión y la profecía, y para
ungir al santo de los santos» (9, 24) m.
Cuando Cristo, armado de un látigo, arrojó a los vendedores,
los sacerdotes responsables del orden en el templo y traficantes en
1:1. ef. LAGRANGE, La prophétie des soi.mnte-dix semaines de Daniel, R.B. 39 (1930)
I l)(): «Daniel entrevé algo muy grande, una institución nueva, otro símbolo después del
de Hijo rlel hombre, y en el que el reino está figurado por un santuario.» A. FE'UILLET,
J.e Fils de l'homme de Daniel et la tradition biblique, R.B. 60 (1953) 197.
el negocio que aHí se efectuaba, le preguntaron: «¿Qué 'señal nos
das para obrar así?» Y Jesús les respondió: «Destruid este templo,
y en tres días lo levantaré.» Replicaron los judíos: «Cuarenta y
seis años se han empleado en edificar este templo. ¿Y tú vas
a levantado en tres días?» Pero «Jesús hablaba dell templo de :su
cuerpo» (Ioh 2,. 18-21).
A la intimación de los judíos para que presente las credenciales
de su poder, Jesús responde: «Destruid este templo, y yo lo levan-
taré.» 'Ésa es la prueba.
El santuario que los judíos quieren destruir es su templo de
piedra, del que ~e trata lógicamente en el altercado H. Se indignaban
por el poder que ese hombre se arrogaba sin autorización sobre
la casa de Dios. De no haber un gesto que señale el cuerpo de
Jesús, hipótesis inverosímil, la respuesta resulta un puro enigma,
si «este templo» no es el que constituye el objeto de la disputa.
La reflexión del evangelista: «Jesús hablaba de su cuerpo», inter-
preta el final de la respuesta que parecía desafiar el buen sentido:
«Yo 10' levantaré en tres días», y contra 'la cual habían objetado
los judíos: «Se han necesitado cuarenta y seis años... ¡y tú lo va~
a levantar en tres días!»
Durante el proceso, presentarán esta queja contra Cristo: «Le
hemos oído decir: "Yo levantaré este templo hecho por mano de
hombre, yen tres días levantaré otfOlque no estará hecho por mano
de hombre"» (Mc 14, 58). Era un falso testimonio, obiservael evan-
gelista; sin embargo, no intenta en manera alguna impugnar la
autenticidad de la afirmación, cuya rareza la pone fuera de toda
duda. El falso testimonio recaía sobre la significación revolucionaria
y anárquica dada a una palabra misteriosa 15.
Según parece, los testigos tienen razón en oponer el templo
levantado por mano de hombre al templo no levantado por mano
de hombre 16. A menos que consideremos el texto de Marcos como
una amplificación cristiana 17, la oposición entre el tcmplo material
y el templo e'spiritual se remonta a Jesús.
Un reproche semejante formularon contra el diácono Esteban:
«Este hombre no cesa de proferir palabras contra el lugar santo y
contra la Ley. Le hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret des-
14. El primer verbo, :Aúcr.x"Ce (rlehaced, de~tl·llitl)J (,()llvit'IlC tII;'ts al templo, yel segun-
do, E"(Zp& (resucitaré), más al cuerpo.
15. L. DE GRANDMAISON, Jésus-Christ, París 1928, t:. 11, p. 442.
16. J. HUBY, Évangile selon s. Marc, París "1029, p. 394.
17. As{ M. FRAEYMAN, La spiritualisation de l'idée dI{ Temple dans les épltres pauli-
niennes, «Eph. TheoJ. Lov.» 23 (1947) 406. En este caso tendríamos la interpretaci6n pri.
mitiva de la palabra de Jesús.
truirá este lugar y mudará las costumbres que Moisés nos legó»
(Act 6, 14). La acusación no carecía de fundamento. El discurso
ante CII sanedrín acabó con la declaración de que Dios no habita en
templos hechos por manos de hombre (7, 48). El Espíritu había,
confiado a este cristiano helenístico la misión de abrir paso a la
comunidad cristiana fuera del mosaísmo. Poseía el alma de Pablo,
un Pablo aún más joven que el de las cartas. No tendrá miedo
de pregonar la abolición de las instituciones mosaicas y la ruina
cercana del templo, ratificando así la profecía de Jesús.
Los judíos mismos se encargarán de destruir su templo. El
Cristo de carne es la piedra clave de la economía antigua lB. Qui-
tarán la piedra clave y la casa se vendrá abajo. En el momento de
expirar Jesús, el velo del santuario se rasga de arriba abajo. La
destrucción material consagrará a los ojos del mundo la ruina es-
pirituaL En lugar de la casa de piedra se levantará en la resurrec-
ción el cuerpo de Cristo 19.
Hasta el presente, el Señor Dios habita en medio del pueblo
en aquel templo de piedra. Allí tenía su corte, «sentado en el
trono sobre los querubines» (1 Reg 4, 4), «rodeado de aclamacio-
nes angélicas» (ls 6, 1 s). Allí, sobre la colina santa, se situaba el
punto de contacto donde encontraban al Señor la oración y el sacri-
ficio del pueblo, donde Yahveh se revelaba a sus fieles y les invitaba
a la mesa de su comunión.
La unidad del pueblo hallaba en el templo su principio y su
garantía. Cuando Israel se congregaba delante de la tienda de la
reunión o en el atrio del templo, adquiría conciencia de su unidad
en el vínculo que le ligaba a Yahveh; y cada vez que se sentaba
a la mesa con Dios en el banquete: sacrificial, los lazos de unión
se estrechaban.
Al tercer día después de la muerte, Jesús viene a ser en su cuerpo
el templo nuevo, morada de la gloria,. lugar de la revelación divina,
18. La segunda parte del capitulo nos ofrecerá la prueba de esta afirmación.
19. Tal es la inteTpTetaeión de LE Hm, Études bibiques, 1. 1, París 1869, p. 77 s;
TH. ZA,HN, Das Evangelitum des lohannes, Leipzig, 1912, p. 170-172; M. DE LA TAILLE,
Myslerium Fidei, París 1921, p. 154; A. DURAND, Évangile selon s. lean, París '1927,
p. 72-74; A.M. DUBARLE, Le signe du Temple, R.B. 48 (1939) 21-44; O. CULLMANN,
rJrchristentum und Got'tesdienst, p. 47 Y 54. Esta exégesis choca con una dificultad_
L.a palabra de JeStlS abarca en un mismo pronombre y, por lo tanto, en un mismo con-
ecpto ambas realidades, el templo que destruir y el de la resurrección: «Destruid este tem-
JI10 y yo lo reconstruiré.» Podría concluirse de ahí que las dos son idénticas. Pero otros
ejemplos muestran que en la lógica de Jesús un mismo concepto puede contener dos rea-
Ji(la(1l'" dependiendo uno de la economía figurativa, y la otra de la era de la plenitud. En
la parúholn de los viñadores homicidas, la misma viña designa el reino de Dios en el A T
y en el NT. Según Lc 22, 15 s. e's la pascua judía la que «se cumple» en el reino; en
Mc 14, 2\ Jesús dice: «No beberé ya del fruto de la vid haMa el día en qne lo beba
(le JIuevo ... »
punto de contacto del pueblo con Dios y vínculo' de su unidad.
Será la casa de la devoción y de la a!abanza, en la que se congre-
gará el pueblo, donde ofrecerá sacrificios de suave olor y se sentará
a la mesa con Dios. Pero en aquel templo no hecho por mano de
hombre se celebrará el culto en espíritu y en realidad ao.
Paralelamente a la idea del templo mesiánico, no ignora san
Juan la noción del reino de Dios. Jesús declara a Nicodemo: «Quien
no naciera del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de
Dios» (Ioh 3, 5). La opinión de que el bautismo del agua y del Es-
píritu haya sido conferido antes de la resurrección, no goza ya
de favor entre losexegetas. El Espíritu del que nacen los hombres
al reino brota del costado atravesado de Cristo glorioso (7, 37-39),
Y antes de este don del Espíritu no hubo reino de Dios en la tierra.
En el evangelista de Cristo-Cordero (1, 29; 19, 36; Apoe passim),
el misterio del reino se presenta bajo la imagen de un rebaño
(c. 10), cuyo pastor es Jesús. Podría parecer que el rebaño se
formó desde antes de la pasión, que Cristo terrestre va delante de
él, esperando únicamente la incorporación de «las ovejas» al
rebaño de Israel. Es propio del Cristo sanjuanista,. consciente de
poseer las riquezas de la salvación, anticiparse a su vida gloriosa.
Indudablemente, las ovejas comienzan a agruparse en torno a su
pastor, la parábola fue pronunciada con ocasión del anatema lan-
zado por los jefes de la nación contra una oveja de Israel, el ciego
de nacimiento recibido por Jesús entre los suyos; el Salvador pro-
testa que no maltrata a sus ovejas. Sin embargo, su mirada va más
allá de la realidad presente. El rebaño es ya conducido, sin menos-
cabo del único poder de Jesús, por otros pastores que entran y
salen en Cristo 2\ Ahora bien, los apóstoles no habían recibido aún
el cayado de pa¡s1:olr(Ioh 21, 15-17). JiesúlShabJa de una reallidad
venidera. El pensamiento de la muerte y resurrección domina toda
la alegoría (vv. 10. 15. 17). El rebaño se halla detenido en un
estadio imperfecto y encerrado en el aprisco de la economía an-
tigua. Otras ovejas andan errantes fuera de este redil (v. 16). Es
necesario que Jesús muera y resucite (v. 16) para traerlas a la
unidad de un solo rebaño sin ninguna frontera nacional.
20. En su discurso escatológico, J eslts vuelve sohre la misma iclea, expresada, sin em·
bargo, en la forma peculiar de los sinópticos, donde la noción de reino substituye a la de
templo nuevo. La destrucción del templo scÍÍala el li 11 de la a.1ianza antig-ua y coincide
'Con la venida gloriosa de Cristo y del reino. Cf. A. F]':UILLET, l.e discours de Jésus sur
la ruVne du temple, R. B. 56 (1949) 61-92. Pero el IOI¡ion jo,iniea basta para afirmar la
correspondencia de la ruina y reconstrucción del templo con la muerte y resurrección de J eús.
21. Son los pastores quienes entran, salen, buscan y hallan el buen pasto. Cf. Num
27, 17; Dt 31, 2. Así KNABENBAUER, TILLMANN, LAGRANGE, PRAT.
Después de su entrada en Jerusalén anuncia Jesús a su vez su
papel de quien debe reunir a los hijos de Dios, que. sin saberlo,
acabaha de proclamar el sumo sacerdote (11, 52). La multitud
judía se había ya reunido en torno de él,. y he aquí que algunos
paganos se esfuerzan por acercársele: «Queremos ver a Jesús»
(12, 21). El acontecimiento es insólito; los apóstoles se ponen de
acuerdo e informan al Maestro. Como la pregunta de 'los sacer-
dotes después de 'la expulsión de los vendedores del templo,. así
también la pregunta de los griegos abre de golpe una inmensa pers-
pectiva al espíritu de Jesús. Ve a la gentilidad agolparse en torno
a Él. Una oleada de gozo invade su alma: «Ha venido, la hora en
que el Hijo del hombre ha de ser glorificado.» Su gloria consiste
en llevar mucho fruto 22; esencialmente fecunda, se expresa en
estos frutos. Pero la visión del triunfo suscita la de la muerte, y con
tal poder de evocación que le asaltan angustias de agonía (v. 27).
La fecundidad de la obra está condicionada por la muerte: «Si
el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo, pero
si muere, llevará mucho fruto.» En la simbólica de la Iglesia hay
que incluir, a'l lado de la «verdadera vid», esta humilde imagen
de la espiga que Se dobla bajo el peso de su plenitud. La imagen
está empleada en forma de parábola,. pero es evidente su sentido
alegórico 23: Jesús mismo será el grano sacrificado; renaciendo de la
tumba será multitud 24. Pb1rquede las a,lturas adonde lel ellevará su
inmolación atraerá a todos a sí (v. 32) 25, reuniéndolos, centrándolos y
elevándolos a sí. Entonces se cumplirá el deseo de los prosélitos:
le «verán», en su transfiguración (cf. 19, 37).

Un estudio profundo de los evangelios nos invita a percibir la


palabra de Dios no solamente en los discurso de Cristo, sino
también en sus acciones y en las circunstancias de su vida. Quien
no quisiera prestarle atención dejaría caer sobre piedra una parte

22. El versículo siguiente habla del grano que lleva mucho fruto; se introduce con las
palabras: «En verdad, en verdad.» Ahora bien, esta fórmula enlaza siempre con lo que
precede. La gloria de Jesús consiste por tanto en llevar fruto. Cf. W. THÜSING, o.c .•
1'. 101-107.
23. Cf. C.K. BARRETT, The Cospel acwrding to S. John, Londres 1955, ad I.\V. THÜ-
};IN(;, O.C., p. 103, K.H. SCHELKLE, o.c., p. 179.
:~4. Según san MÁXIMO DE TURÍN, la carne de Cristo florece de nuevo en la resurrec~
,,¡bu y prodllce frutos (Hom. 60, De Ascensione Domini; PL 57, 369).
cS. ef. F. MUSSNER, Zw1¡, Munich 1952, p. 107.
de la preciosa semilla. Muchos milagros son una ilustración de su
enseñanza verbal. Jesús multiplica los panes y anuncia que distri-
buirá un pan celestial; camina sobre' las aguas demostrando la
maravillosa naturaleza de su cuerpo, que será dado en alimento.
Se llama luz y da la vista a un ciego; se proclama la resurrección
y devuelve la vida a Lázaro.
La historia de la pasión sobre todo abunda en circunstancias
dispuestas por Dios para esclarecerla. San Juan, más que los otros,
era sensible a este simbolismo. Cuando Judas abandonó la estancia
«era de noche». Cristo, inocente, es condenado; Barrabás es puesto
en libe'rtad. Jesús es conducido fuera de la puerta de la ciudad;
Simón ha de llevar la cruz en pos de Jesús. A cada lado crucifican
a unos malhechores. Uno de los ladrones entra en el reino, el otro
se obstina en quedar a la puerta. Los huesos del Cordero no se
quebrantan. Una lanzada hace saltar de su costado sangre yagua.
En el templo de los judíos, el velo se desgarra. Cada uno de estos
hechos oculta un misterio, y los autores del NT muestran más de
una vez que su simbolismo les ha llamado la atención (Le 20, 15; ",
Hebr 13, 12; Ioh 19, 35 s; 1 Ioh 5, 7 s; Hber lO, 20; d. Mt 16, 24).
Ni siquiera las coincidencias cronológicas dejan de tener su sig-
nificado. Es difícil dudar que, según los sinópticos, comiera Jesús la
pascua con sus discípulos antes de su pasión; pero según san Juan,
las sacerdotels no inmolaron el co1rderopruscuallsinÜ'al mometrlío de
la muerte de Cristo. Estos dato's aparentemente contradictorios se
explican quizá por una divergencia de cómputo que dividía a la
nación a propósito de la fecha de la pascua; casos semejantes ates-
tados por la literatura rabínica hacen plausible esta explicación.
Gracias a esta doble coincidencia con los ritos de la pascua,. la euca-
ristía,. y con ella el entero festín mesiánico, son caracterizados como
un festín sacrificial, pascual, y la muerte de Cristo aparece como el
sacrificio del verdadero cordero.
Esta inserción de los actos redentores hasta en la cronología
de los ritos típicos ¿no nos invita a buscar una razón tipológica
en el hecho de que Jesús resucitara al tercer día? A los ojos de un
oriental, Ila realidad de la muerte no podía ya ponerse en duda al
cabo de tres días 26. Pero con la elección del tercer 27 día se quería
quizá sobre todo ilustrar el misterio de la resurrección redentora,
26. Cf. STRACK~BILL.ERBECKJ Kommentar Cllm N.T. alts Tal1'nud 'u.nd Midrasch, t. II,
p. 544.
27. A veces se lo explica por Os 6, 2. Basúndose en este texto pensaban algunos rabinos
que la resurrección de los muertos tendría lugar el tercer día después del fin del mundo.
Cf. STRACK-BILLERBECK, o.c., t. 1, p. 747.
como la coincidencia con la inmolación de los corderos había ilus-
trado el misterio de la muerte.
La cebada maduraba alrededor de la pascua. Después de la
fiesta, «al día siguiente del 'sábado», ilos hijos de Israel debían
llevar la primera gavilla como sacrificio a Yahveh (Lev 23, 10-14).
Desde entonces quedaba abierta la siega. Por lo tanto, aquel
domingo que siguió a la muerte de Jesús, muy temprano, los sacer-
dotes ofrecieron a Dios las primicias recogidas al otro lado del
Cedrón. La misma mañana resucitó Jesús, primera gavilla de otra
siega. San Pablo establece delicadamente esta relación (1 Cor 15,
20) 28. La comparación del grano que se transforma en espiga se
realiza ya,. y desde ahora queda abierta la siega. La primera gavilla
es consagrada en el fuego, y toda la siega será santa (Rom 1, 16) 29;
el pueblo nuevo es una realidad cultual, consagrada en el fuego
del Bspíritu.
La coincidencia de la resurrección con el primer día de la se-
mana tampoco carece de misterio si creemos al Apocalipsis. La
historia cristiana que nos cuenta empieza un domingo (1, 10) con
la aparición de Cristo resucitado, para desarrollarse a través de un
ciclo septenario y terminar en un reposo sabático sin fin. En este
primer día de la semana comienza la historia de la nueva creación so.

La idea de la Iglesia alcanza sus dimensiones naturales en la


teología de san Pablo. El pensamiento y la terminología del apóstol
evolucionan desde las grandes epístolas hasta las de la cautividad,
donde recibe su última formulación la definición de la Iglesia y
de sus relaciones con Cristo: «Él [Dios] lo dio [a Cristo] como
oabeza a [a Iglesia, que es su cuerpo» (Eph 1, 22Is).
Entre los múltiples problemas planteados por la teología de la
Iglesia en san Pablo, sólo tratamos de resolver el de la fecha del
nacimiento de la Iglesia. En la definición dada se nos ofrecen dos
28. J. LEBREToN, Vie et enseignement de Jés"s·Christ N.S., París '1931, t. l, p. 27:
«La misma fecha pascual del 14 de nisán la supone san Pablo: murió el día de Pascua
(l Cor 5, 7) y resucitó el día de las primicias, el 16 de nisán (ibid, 15, 20).»
29. Este simbolismo se explotaba ampliamente en otros tiempos. Cf. M. DE LA TAILLE,
M.vstcri"rn Fide., París 1921, p: 123, n. 3, que cita a Epifanio, J. Crisóstomo, Cirilo de
Alcjandría, Eutiquio, Procopio de Gaza, Ruperto de Deutz.
~(). Santo TOMÁS escribe: «Sabbatuffi quod significabat prrimam creationem, mutatur in
dil'lll (lmninicum in quo commemoratur nova creatura inchoata in resurrectione Christi»
(1,11, q. 103 a. 3, ad 4). Cf. Y. CONGAR, La théologie du dimanche, en Le Jo"r du Seigne"r,
I'"ris 1()48, p. 147·155.
pistas para la búsqueda: ¿en qué momento vino a ser Cristo «la
cabeza» de la Iglesia? Y ese «cuerpo» qe Cristo con el que se iden-
tifica a la Iglesia ¿no será el cuerpo de Cristo resucitado?

a) Cristo pascual, mbeza de la Iglesi'a.


El primer capítulo de la carta a los Efesios enumera [os efec-
tos de la fuerza omnipotente desplegada en la r~surrección: «Para
que sepáis... cuál es la excelsa grandeza de su poder para con nos-
otros... que ejerció en Cristo, resucitándole de entre los muer-
tos... y sujetó todas las cosas bajo sus pies, y le puso por cabeza
de todas las cosas en la Iglesia que es su cuerpo» (1, 19-23). El
primer efecto de este poder de resurrección es la entronización de
Cristo en el señorío universal. Esta exaltación acaba en otra. Cuan-
do todo está sometido a los pies del resucitado, es puesto por cabeza
en la Iglesia. Toda la glorificación está orientada hacia la función
de cabeza. En ella la fuerza de resurrección encuentra el corona-
miento de su esfuerzo.
La unión in'tima entre la Iglesia y Cristo en su humanidad cor-
poral permite al apóstol, en el decurso de la carta, exhortar a los
esposos a 'tomar por modelo las relaciones mutuas entre Cristo y su
Iglesia: «Las mujeires sométanse a sus propios maridos como al
Señor; porque el marido e's cabeza de la mujer como Cristo es ca-
beza de la Iglesia y salvador de su cuerpo» (Eph 5, 22 s). Antes
de ser cabeza de la Iglesia, debió adquirir1a salvándola: es su ca-
beza porque es su salvador. Por esta actividad salvadora y redcn-
tara, debe ser cabeza de la Iglesia 31. La función de cabeza corona la
función redentora.
Pero ya el versículo siguiente (v. 25 's) parece desvirtuar esta
conclusión: «Vosotros, maridos, amad a vuestras mujeres como
Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificar1a,puri-
ficándola mediante el baño de agua con la palabra.» Es. pues, un
amor de esposo d que impulsó a Cristo a morir por la Tglct>ia;y
la cualidad de esposo equivale a la de cabeza. La esposa está ya viva
y por ella muere Cristo.
La objeción es inútil. La metáfora de la esposa evoca una Iglesia
cuya existencia precede a los desposorios. y en este punto resulta
defectuosa. Cuando Cristo ama a la Iglesia, su amor puede recaer
sobre una realidad venidera, una esposa creada por su amor. Se
31. J. HUBY, Ll!s építrl!s dI! la Captivité, p. 228. M. MEINERTZ, Die Gl!fangenschafts-
briefl! des hl. Paulus, Bonn '1931, p. 97.
entrega por ella, a fin de preparar «un baño de agua» del que saldrá
con un esplendor sin mancha, y en ese momento se une a ella. Po-
demos creer que 'San Pablo, en lugar de servirse del término ordi-
nario «bautismo», escogió aquella expresión «baño de agua» alu-
diendo a las ceremonias del matrimonio entre los griegos y, en
especial, al rito religioso prenupcial más importante, el baño de la
novia Habiéndola purificado, Cristo se la presenta a sí mismo
3'2.

como su esposa (v. 27) y se une a ella en su hermosura irrepro-


chable. El heroico sacrificio del amor precede a la unión real y vital
de Cristo y de su Iglesia, y ciertamente que, antes de esta unión,
la Iglesia como tal no existe. La vida de esposa comienza al acabar
el acto redentor, en la resurrección (cf. Eph 1, 22), donde tam-
bién «el baño de agua con la palabra» recibe su completo simbo-
lismo y eficacia.
La carta a los Colosenses se ocupa de establecer la primacía
universal de Cristo; atribuye al señorío del Salvador dimensiones
cósmicas. San Pablo sólo se entrega a tales consideraciones para
definir la amplitud de la misión redentora de Cristo. Luego que
señala la posición de Cristo como piedra clave del universo,. con-
sidera al Salvador en su primacía eclesial: «Él es la cabeza del
cuerpo [es decir] de la Iglesia.» El título que establece el derecho
de cabeza de éste: «Él es el principio<,el primogénito de los muer-
tos, para que tenga 'la primacía sobre todas las cosas»; y la razón
última de tal primacía cósmica y eclesial: «Porque. plugo al Padre
que en Él habitase toda la plenitud» (Col 1, 18 s).
El papel de oabeza de la Iglesia le viene por 'el hecho de ser
el principio. ¿Qué quiere decir esto? Por el hecho de ser el pri-
mero, de abár la marcha de 'los resudt:ados 33. MáIS todavía, porque
en Él está concentrada la totalidad del divino poder de vida, «por-
que pilugoa:l PadJ:ieqUleen Él habitase toda '1¡aplenitud «p~eroma)>>.
Toda la plenitud de vida y de poder santificador de Dios se acumula
en el cuerpo de Cristo (Col 1, 19; 2, 9) 34. En la teología paulina,
este Cristo dinámico no puede ser 'sino el Sa'lvador resucitado.
San Pablo explica su pensamiento: 'este Cristo-principio es el
primogénito de entre los muertos. Es cabeza porque es el primero
en la victoria, el primero por prioridad de tiempo (1 Cor 15, 23), Y
también de dignidad: en Él la vida lleva consigo su triunfo supre-
02. J. HUBY, o.c., p. 229 s.
0'0. TEoDORETo, In Co¡~18; PG 82, 600.
04. L. CERFAUX, La théologie de I'Église ... , p. 258; Le Christ dans la théologÚ? de
S(>int Paul, p. 320 s: «Toda la fuerza de santificación de la divinidad, que tiende a des-
plt.::gar,se en el mundo, vino a concentrarse en Cristo, en su Cuerpo resucitado.»
mo; el primero por prioridad de causa sobre todo: su resurrección
abre para la humanidad la puerta de: la vida (1 Cor 15, 45). De por
sí la palabra no está cargada de tal plenitud de sentido, pero el
apóstOll se la atribuye. El primogénito es la fuente, es la plenitud
, de lia vida de la Iglelsia: «Le pUlSOcomo cabeza en la Igle sia, a
1

ÉL .. el primogénito de entre los muertos.»


Según la misma carta, la vida cristiana es en todos sus grados,
aún en la tierra, una resurrección. La Iglesia es una asamblea de
muertos y de resucitados (Col 2, 12; 3, 1-3). La fórmula «primo-
génito de entre los muertos» expresa, bajo un aspecto algo dife-
rente, una concepción idéntica a la de Cristo cabeza del cuerpo de
la Iglesia 35.
Cristo glorioso, cabeza de la Iglesia, se presenta también como
el hermano mayor de una gran familia cuyo Padre es Dios (Rom
8, 29), o como el tronco de una raza nueva distinta de la raza
adámica :el genus chriist'ianum. Esta humanidad está enraizada «en
Cristo,» como en su tierra madre. Por lo tanto, podemos declarar
que nace en Cristo glorioso, pues la fórmula in Chrl1s'to está reser-
vada al Salvador resucitado.
Como padre de la humanidad regenerada, Cristo recibe el cali-
ficativo de nuevo Adán. El honor de tal nombre: le viene por doble
título: su obediencia y su actividad vivificante.
En la carta a los Romanos (5, 12-21), el segundo Adán se
contrapone al primero por su obediencia. Mientras que el orgullo
somete la vieja humanidad al pecado y a la muerte, Cristo engendra
para la justicia por su muerte de obediencia: «Lo mismo, que por
la desobediencia de una, muchos fueron hechos pecadores, así tam-
bién por la obediencia de uno, muchos serán hechos justos» (v. 19).
Sin embargo, aún en esta, carta, el título de nuevo Adán no se jus-
tifica por el solo mérito de la sumisión de Jesús. Antes de comu-
nicarse a los hombres" 'la vida nueva está en Cristo; es «un don»
[de Dios] «en la gracia de un IsolI\)¡hombre» (v. 15). La muerte
mereció al Salvador el poder dar una vida de gracia, lo mismo que
la desobediencia había enturbiado antes el manantial de la huma-
nidad. Para que el primer hombre viniera a ser padre de una hu-
manidad pecadora, además de ser él pecador, fue necesario que
engendrase: y Cristo, además de ser obediente, debía dar la vida
que la obediencia le había merecido.
El paralelo entre Ias dos cabezas de la humanidad se completa
en este sentido con la primera carta a los Corintios: «Así está
escrito: el primer Adán fue hecho alma viviente; el último, espíritu
vivificante... El primer hombre, sacado de la tierra, e!s terreno;
el scgundo, viene del cielo. Cual es el terreno, tales son los terre·
nos; cual es el celestial,.tales son lo's celestiales. Y como llevamos la
imagen del terreno, llevaremos también la imagen del celestial»
(15, 45-49).
A las preguntas: «¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué
cuerpo reaparecen?» (v. 35), responde el apóstol distinguiendo dos
principios de vida: nuestro común progenitor y Cristo,.y dos modos
de vida correspondientes. Del primer Adán tenemos nuestra vida
terrestre y mortal; del segundo nos vendrá un modo celestial de
vivir, en una human!ildaddspiritualie:ada.
La antítesis no opone ya dos actos morales que capaciten al
primer hombre para transmitir la muerte y all segundo la vida
divina; recae 'sobre el principio físico que los anima y les concede
engendrar, sea para la muerte, sea para la inmortalidad. El segundo
Adán ya no es el Cristo que muere en la debilidad de la carne,
sino el hombre celestial llegado al cenit de su vida divina en la
resurrección y que, en oposición a nuestro progenitor carnal, engen-
dra para la vida gloriosa.
En la cruz se cumplió la sumisión reparadora y meritoria. En
la resurrección, Cristo engendra en el Espíritu Santo. La primera
pareja por la desobediencia quedó reducida al estado «carnal» en
el que nos transmite una vida contagiada de muerte. Del mismo
modo la obediencia constituyó al segundo Adán en el estado «es-
piritual» en el que se nos transmite la vida de justicia. En otro
tiempo Jesús era nuestro hermano en Adán por su humanidad
carnal, ahora se ha hecho nuestro padre en la novedad de su vida
gloriosa 36.
En adelante Jesús se presenta con «los hijos que Dios le ha
dado» (Hebr 2, 13). Pero su paternidad es má'S íntima que la de
nuestro progenitor carnal. Adán,. el hombre de la tierra, no es más

36. En este texto san Pablo no atribuye explícitamente a Cristo exaltado más que la
paternidad de la Iglesia gloriosa. Pero en las grandes epístolas consta que la Iglesia vive
desde ahora de Cristo resucitado, y para las epístolas de la cautividad la Iglesia es desde
ahora gloriosa, una asamblea de resucitados.
Sólo un literalismo estrecho y arbitrario podría negar a la Iglesia de la tierra recouo-
1·(·l·.'il~ en la imagen del hombre celestial. Según una tradición textual, reconocida como la
Illejor fundada por la mayoría de los críticos (Tischendorf, Westcott-Hort, Soden, Nestle,
Vog't'1s), san Pablo mismo pasa de la imagen perfecta que llevará el fiel en su resurrec-
ci{lll, a la imagen todavía imperfecta que lleva desde ahora: «Así como llevamos [pretérito]
(hahi{'Il(lonos por tanto despojado ya de ella inicialmente] la imagen del terreno, así llevamos
[(1c;;<1e ahora] la imagen del celestial» (1 Cor 15, 49).
que el primer eslabón de las generaciones que desembocan en nos-
otros; vivió su propia vida, pues sólo era «un alma viviente». «El
hombre del cielo» es «un espíritu vivificante» que nos engendra
animándonos con su propia vida.
En la humanidad antigua, Dio's se había escogido un pueblo de
santos, esbozo de la Iglesia, cuya constitución se mantenía en la
esfera adámica, realidad terrena y carnal. Una señal de la misma
natUlr'akza en la carne aUl~enticabaia pertenencia a aque~ pueblo.
Dios marca al pueblo nuevo con una circuncisión,. pero de Cristo y
no ya de Moisés: «En Él fuisteis circuncidados con una circun-
cisión no de mano de hombre, no por la amputación de la carne,
sino por la circuncisión de Cristo. Con Él fuisteis sepultados en el
bautismo, y en !Él asimismo fuisteis resucitados por la fe en el poder
de Dios,. que le resucitó de entre los muertos. Y a vosotros, que
estabais muertos por vuestros pecados y por el prepucio de vue,stra
carne, os vivificó con Él, perdonándoos todos vuestros delitos»
(Col 2,. 11-13).
La expres'ión «en Él>}induce a pensar que el sello de pertenen-
cia! al pueblo nuevo se imprime en el fiel por una participación en
la vida resucitada de Cristo 37. Esta circuncisión no es solamente
una ligera incisión de la carne, sino «la amputación de la carne».
La operación se efectúa en el bautismo que nos introduce en la
muerte y resurrección del Salvador. Por la amputación de la carne
participamos en la muerte de Cristo,. y con todo esta destrucción dcl
ser carnal es el efecto de la unión con la vida del Salvador : ({y a
vosotros, que estabais muertos ... por el prepucio de vuestra carne
- símbolo del estado carnal- Dios os vivificó con Cristo.» Antcs
de resucitar con Cristo, estaban incircuncisos en la carne y por csto
muertos. La «circuncisión de Cristo», impresa en nosotros por tina
participación en la resurrección de Cristo,. puso fin a la carne.
La antítesis de los dos Adancs sitúa a Cristo, resucitado a la
cabeza de una nueva raza de hombres. El contraste de ambas
circuncisiones opone esa humanidad cristiana al pucblo de Dios
reunido en torno al tabernáculo y hace brotar dc él cl carácter
eclesial. Bajo este doble aspecto, la Iglesia depende de la resurrec-
ción en la que Cristo, primer hombre de la nueva creación, recibió
la vida celestial con la muerte de su carne,.la circuncisión del Es-

37. Por otra parte, el contexto anterior 110S sitúa en el amhiente de esta vida gloriosa;
el v. 9 habla de la plenitud de la divinidad habitando cOl'poralmente en Cristo y comuni-
cándose a nosotros, y el v. 10 evoca el señorío soberano de Jesús. Pues en el Cristo de
vida plena «habéis sido circuncidados».
píritu Santo, y vino a ser padre de una r'aza nueva, ia cabeza del
nuevo pueblo de Dios.

b) El cuerpo glorificado de Cristo, principio de la Iglesia.


Las relaciones de Cristo con su Iglesia no' son solamente las
de una cabeza. Ya en los sinópticos se esboza una identificación
entre Jesús y su reino" acentuada por san Pablo al declarar que la
Iglesia es el cuerpo mismo de Cristo. ¿Qué cuerpo es éste? ¿Será
el propio cuerpo del Salvador? En caso afirmativo, el misterio
pascuallno puede dejar de ejercer influencia sobre la Iglesia, ya que
afecta al mismo Cristo en su corporeidad.
La identificación entre la Iglesia y el cuerpo de Cristo no se
verificó en todas partes con el mismo rigor. La Iglesia, más que
definida como el cuerpo de Cristo. es descrita ante todo a manera
de un cuerpo, y tal descripción está dictada po·r el recuerdo del
apólogo de la cabeza y los miembros que forman un solo cuerpo
de funciones múltiples. En la época helenística, la comparación de
la sociedad civil con el cuerpo humano era ya un tópico. Nos
parece oir la fábula de Esopo repetida por Menenio Agripa ante la
plebe romana, cuando el apóstol, para mostrar la utilidad de los
diversos carismas en la Iglesia, escribe a los corintios: «El cuerpo
no es un solo miembro, sino muchos... Si todos fueran un solo
miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? Los miembros son muchos,
pero uno sólo el cuerpo. Y no puede el ojo decir a la mano: no
tengo necesidad de ti; ni tampoco la cabeza a los pies: no necesito
de vosotros» (1 Cor 12, 14-21; Rom 12, 3-6).
Pero mientras el apólogo griego supone una simple unión moral
entre los miembros de una sociedad, san Pablo fundamenta su
exhortación sobre la identificación real de los cristianos con el
cuerpo de Cristo, y sólo propone el apólogo en razón de tal iden-
tificación: «Así como el cuerpo. siendo uno,.tiene muchos miembros
y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, ~on un cuerpo
único, así también Cristo [es uno y tiene muchos miembros y los re-
duce a la unildad de lSU cuerpo]. Este Oristo, lS'eI rndividua!l38,posee
sin embargo numerosos miembws, a 10lsque ulllilficaen Isímismo.»
«Porque todos hemos sido bautizados en un soilo Espíritu para
formar un cuerpo» (l Cor 12, 12s) 39. En otro lugar se dice que

:1~, J. HUBv, Premiere ÉJfitre aux Corinthiens, París 1946, p. 287: «La palabra Cris-
to ... sig-nifica siempre el Cristo individual.»
:1'), Para una justificación de esta traducción cf. L. CERFAUX, La théologie de I'Église
los cristianos son bautizados en Cristo y que se revisten de ese
Cristo (Rom 6, 3; Ga:l 3, 27); aquí se dice que soo bautizados en
(= para formar parte de) un solo cuerpo, en un cuerpo que pre-
existe al bautismo y que no es sino el cuerpo de Cristo (v. 27),
Cristo mismo (v. 12). En este único Espíritu (v. 13), por el que
es vivificado el cuerpo de Cristo, vienen a ser ese cuerpo mismo
(unidos e identificados con él) y - cada uno en particular - sus
miembros (v. 27). De ahí la definición: «La Iglesia que es su cuer-
po» (Eph 1, 23; Col 1,. 18. 24).
En nuestros días, llamamos a la Iglesia cuerpo místico de Cristo,
y para algunos la expresión no designa más que un grupo social
cuya organización y unidad son similares a las de un cuerpo·y cuya
cabeza es Cristo.
El pensamiento del apóstol es más realista. No compara la Igle-
sia con un cuerpo, no dice solamente que es cuerpo, sino el cuerpo
de Cristo, identificándolo, por encima de toda metáfora, con el
cuerpo físico del Salvador 40. La Iglesia es el cuerpo de Cristo por
estar unida en todos sus fieles al cuerpo resucitado de su Sal-
vador41•

suivant saint Paul, p. 217-220; Le Christ dans la Théologie de saint Paul, p. 253-255.
J. HAVET, Christ collectif ou Christ individueI en 1 Cor, 12, 12 t, «Eph. TheoI. Lov.» 23
(1947) 499-520. W. GOOSSENS, L'Église corps du Christ, París 1949, p. 42, 67.
40. E. PERCY, Der Leib Christi in den pautinischen Homologoumena und Antilegomena,
Lund 1942, p. 5: «Cuando se habla del cuerpo de alguien, sea en griego, sea en una
lengua moderna, no se puede tratar sino de su propio cuerpo.» En sentido contrario, por lo
que se refiere al griego, cf. J. DUPONT, Gnosis, Lovaina 1949, p. 450. Según este autor, el
soma (cuerpo) paulino hay que entenderlo a la luz del estoicismo, donde el soma tle,igtla
ya al universo, ya a la sociedad humana, tomados en su conjunto y considerado~ COIllO
formando un todo (p. 431). San Pablo hablaría de la Iglesia cuerpo de CríRto, COl1l0 S ,:-
NECA escribía a Nerón (De clern. 1, 5, 1): «Animus. reipublicae tu es, iHa. corpus tulllll»
(p. 442).
Quizás el apóstol encontró en la terminología estoica la expresión de su pCI1SllmiCtllll,
pero ciertamente está basado en un dato cristiano anterior a san Pablo, esto es, una co·
munión de los fieles con su Salvador, cuya revelación recibió el apóstol ('tJ el efllllillO de
Damasco. Entre los primeros cristianos, la experiencia de la unida(l es fUlIci6n no dt~ la Ol'~
ganización social de la Iglesia, sino de la presencia de Cristo en la I~desia, hecha ,',wllsilJle
sobre todo en <<la fracción del pan y en la oración» (Act 2, 42).
San Pablo se queda en esta línea, basando la unidad cristiana ('11 la l1T1iri¡JfUI del pan
eucaristico (l Cor 10, 17). Textos como 1 Cor 6, 15-17; 10, 17; 1<:"h 2, Ir; d"h"n "om-
prenderse con un realismo del que no parece ofrecer' analog-fus la litcl'atlll'a t'Hloiea.
41. Esta interpretación del «cuerpo de Cristo» que es la Il{lc:->ia,es la de Jos antiguos.
Cf. san CIRILÜ DE ALEJANDRfA, In loh 11, 11, P'G 74, 5ÓO: Nosolros SOlIl0.'i \1tl cuerpo
«porque él nos ha incorporado a un cuerpo, evi(lcnlclllcnlt' el SI1,YO, CfllllO eOl1corporales».
A la luz de una teología de la muerte y (le la l'tStllTceei{lIlt <.'11 la (ll1e In salud aparece
realizada en el solo cuerpo de Cristo, y luego eu la Iglesia vtnida a ser ,su cuerpo, se
impone a la mente esta interpretación.
Rehabilitada entre los exegetaS' por E. ·PEI{CY y 1,. CmtFAUX, o.c., es admitida incluso
por autores que la habían impugnado en un principio, cL RJI. (1947) 150-152 Y (1948)
618 s. Parece ya adquirida entre los autores mús recientes. Cf. J, I-IAvET, La doctrine pau~
linienne du «corps du Christ», essai de mise au point, en Littérablre et théologie paulinien-
ne, Desclée de Br. 1960, p. 185-216. J. A. T. ROBINSON, The Body, Londres 1952. J. REUSS,
Die Kirche als Leib Christi und die Herk"nft dieser VorsteU"ng ... «Bib. Zt.» (1958)
La nOClOnpaulina no se ajusta exactamente a nuestra concep-
ción del cuerpo. Por una intuición más comprensiva de la natu-
raleza humana, la mentalidad semítica no separaba el cuerpo del
principio que lo anima y que se mánifiesta en él. San Pablo puede,
por lo tanto, cambiar el término «cuerpo» por un pronombre per-
sonal 12, puesto que la significación de la palabra se extiende a
toda la persona humana: «Los maridos deben amar a sus mujeres
como a su propio cuerpo. El que ama a 'su mujer" a sí mismo se
ama» (Eph 5, 28). La pertenencia al cuerpo de Cristo es, pues,
sinónimo de pertenencia a Cristo mismo 43. El acento, sin embargo,
no se desplaza del elemento material; el cuerpo visual se extiende
más allá del cuerpo en su materialidad, pero sólo en la perspectiva
de tal cuerpo. El cuerpo puede designar al hombre entero, pero
estando presente el 'ser humano y manifestándose en su corporeidad.
«La Iglesia es el cuerpo de Cristo, es decir, el ser corporal de
Cristo, Cristo mismo, existiendo corporalmente» 44. Ser cuerpo
de Cristo equivale, pues, a estar «en Cristo», pero en un Cristo
corporal 45. Recíprocamente, estar en Cristo es pertenecer a su cuerpo.
La unión de la Iglesia con el cuerpo de Cristo proporciona al
apóstol motivo para una exhortación sobre el respeto debido a
nuestro cuerpo: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros
de Cristo? ¿Y voy a tomar yo los miembros de Cristo para ha-
cedas miembros de una meretriz? ¡Eso sí que no! ¿No sabéis que
quien se junta con una meretriz se hace un cuerpo con ella? Por-
que está dicho que los dos serán una carne (Gen 2, 24). Pero
el que se une al Señor se hace un Espíritu con Él» (1 Cor 6, 15-17).
Porque considera siempre al hombre en su unidad, el apóstol
puede decir que los cuerpos de los fieles, y no simplemente los
fieles, son los miembros de Cristo. El cristiano es un miembro de
Cristo hasta en su corporeidad, y no cabe duda que en su cor-
103-124. F. AMIOT, Les idées maitresses de sa-int Paul, p. 162 s. P. NEUENZEIT, Das He-
rrenmahl, Munich 1960, p. 201-212. 1. HERMANN, Kyrios und Pneuma, Munich 1961, pá-
ginas 80-84. L. CERFAUX, Le Christ dans la théologie de Paul, p. 265: «Ya que los cris-
tianos dicen relación a un cuerpo humano sagrado, que es para ellos fuente de unidad real,
suprafísica: el cuerpo de Cristo que reciben sacramentalmente en la ecuaristía y con el
cual les relaciona el· bautismo.»
42. 1 Cor 6, 13 s; 2 Cor 4, 10 s; cf. 1 Cor 6, 15; 1 Cor 12, 27. En Rom 6, 6 y
Col 2, 11, el cuerpo de pecado, el cuerpo de carne, es toda nuestra naturaleza corporal,
incluida el alma en cuanto infectada por el pecado y reducida al estado carnal.
43. 1 Cor 12, 13: «Hemos sido bautizados en un cuerpo [el de Cristo].» Gal 3, 27;
«Hemos sido bautizados en Cristo.»
44. L. MALEVEZ, L'Église, corps du Christ, p. 33 .
45. Nos apartamos enteramente de la concepción corriente en estos últimos tiempos,
H'Kt'1n la cual la Iglesia seda el cuerpo de Cristo, por ser eIla un cuerpo animado por
c.·islo. ef. TR. SCHMIDT, Der Leib Christi, Leipzig 1919, p. 142 s. A. W,KENHAUSER. Die
¡{ireltl: "Is mystischer Leib Christi nach dem Apostel Paul"s, Münster en W. 1940, p. 87 s.
poreidad es también evocado Cristo, de quien somos miembros en
nuestros cuerpos. Además, el paralelismo antitético que se desarro-
lla entre las dos uniones, con Cristo -y con la meretriz, exige un
franco realismo en la comprensión del cuerpo de Cristo al que esta-
mos unidos. En las relaciones con la meretriz se trata de una
unión de cuerpo físico con cuerpo físico, y San Pablo le opone
antitéticamente la unión con el cuerpo de Cristo <6. En los dos casos
la unión tiene lugar con un cuerpo y es muy reaL San Pablo con-
cluye: «El que se une al Señor es un espíritu.» La conclusión que
se esperaba es ésta: «El que se une al Señor es un cuerpo con !ÉL»
Pero Cristo es «espíritu», su cuerpo es «espiritual», la unión con
Él es del orden del Pneuma, y los fieles, haciéndose un cuerpo, se
hacen «un espíritu». Por una parte «una sola carne», y en oposi-
ción «un solo espíritu», pero cada vez un solo cuerpo 47.
En la carta a los Efesios (5, 22-23) 48, el apóstol vuelve sobre
los mismos conceptos de la unión, en un cuerpo,. del hombre y la
mujer, de Cristo y la Iglesia. No los presenta ya en antítesis, sino
que los reúne para fundar en ellos su parenesis sobre las relaciones
mutuaiS de 101sesposos crilst,iffil¡()lS:
«Las mujeres ,estén sujetals a 'sus
maridos como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer,
como Cristo es cabeza de la Iglesia, y salvador de su cuerpo»
(v. 22).
La imagen de la cabeza dice pr:e'eminencia y mando; sería
concíl1able con una simple unión moral,. ligando la Iglesia a Cristo
por los lazos sooialles. Pmo' a partir de este principio el pem~a-
miento del apóstol toma una dirección determinada; la unión de
los esposos le parece más que moral, y las relaciones de la Iglesia
con Cristo se enlazan en un mismo cuerpo físico: «Como Cri'sto es
cabeza de la Iglesia, es Salvador del cuerpo.» Aliado da la Iglesia
cuerpo de Cristo, la idea de la esposa cuerpo del marido queda ya
46. L. CERFAUX, La théologie de I'Église ... , p. 223.
47. Parece superfluo precisar que, en el pensamiento del ap6stol, la unión COll el cuc¡-·
po personal de Cristo no pertenece al orden de la carne, no es 11na ll1Ji/m natul'a!. Diftere
de la unión de los miembros con el cuerpo, en la que los miclllhros 110 gozan de Ulla per-
sonalidad propia; difiere de la unión conyugal, que físicamente no es :-;ino Utl Gontneto. Es
de otro orden; la unión es más real y no suprime la ])ersonalidacl illc1ivi<luaJ. 1?crtenece al
orden del «espíritu».
48. La uni6n que identifica a la Iglesia eotl el cuerpo <le Ct"isto COllstituye la base de
la eclesíología de Col y Eph. Cf. A. SCHLlEI<, V. WAI<NACH, lJir Ki,.('/!e im Ephese,.b,.ief,
Münster 1949. P. BEIIOIT, Co,.ps, ti'te et Né1'I1l1lC <l1II!Sles (-¡,¡trrs dr In wptivité, R.B. 63
(1956) 7-22. Sin embargo, en estas epístolas recibe Cristo c,] título de «Cabeza», lo que le
distingue de la Iglesia y por el hecho mismo da al «cuerpo» un significado colectivo mayor
que en las epístolas precedentes. Pero se mantiene la referencia al cuerpo individual de
Cristo, que parece incluso Ser preponderante, eL, por ej., EJlh 2, 16, donde la expresión
«en un cuerpo» es una repetición de «en él» ev.
15) y se enlaza con «en una carne»
(v. 14), que es la de Cristo.
implicada en el razonamiento. El papel de «cabeza» añade a la unión
en un cuerpo la noción de autoridad, en beneficio de Cristo y del
marido.
A los maridos no les recomiencla usar el derecho del mando,
sino su deber de amor y sacrificio. Toma de nuevo el ejemplo de
Cristo y de la Iglesia, recordando la abnegación que el Salvador
llevó hasta la muerte (v. 2:5) y la unión de amor por la cual Él
incorpora la Iglesia a su cuerpo: «Los maridos deben amar a sus
mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer, a sí
mismo se ama, pues nadie aborrece su propia carne, sino que la
alimenta y cuida como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros
de su cuerpo. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre,
y se unirá a su mujer y serán los dos una carne. Gran misterio
éste, pero entendido de Cristo y de la Iglesia» (v. 28-32).
La ternura del hombre para con su mujer brota de la fusión
de los dos seres en un solo cuerpo. El marido debe conservar esa
inclinación de la naturaleza, porque tal amor es cosa santa y, aun-
que nace de la unión de la carne, posee su ejemplar en las alturas
celestiales,.en el Salvador Jesús. Lo mismo que la identificación
de la Iglesia con su propio cuerpo mueve a Cristo a querer a su
esposa, la identificación de la mujer con el cuerpo del marido im-
pone un deber de amor. El rigor del paralelismo exige una inteli-
gencia tan realista como sea posible de la unión de Cristo con la
Iglesia. Con toda evidencia, la analogía de la¡s obligaciones que
resulta de la unión mística y de la unión carnal está fundada sobre
una identificación de dos seres en una misma carne. La intimidad
mística, lo mismo que la de los dos esposos humanos, trae a la
memoria del apóstol el texto del Génesis: «Los dos serán una
carne.»
Cuando disertamos sobre la unión de Cristo y su Iglesia, la
comparación de la unión conyugal nos sirve de punto de partida.
San Pablo procedía al revés: la realidad de la unión de los fieles
con el cuerpo de Cristo y las relaciones morales que de ahí se des-
prenden le ayudaban a poner de relieve el realismo de la unión
conyugal y de sus deberes. Más profunda que 'los desposorios
terrestres es la unión de Cristo y su Iglesia, y más estricta su iden-
tificación en un solo,cuerpo. La unión en la carne no es más que
un reflejo y un signo, la sombra terrena de la realidad celestial y
última,.proyectada hasta lo's orígenes de la humanidad. La promesa
del Génesis - «Ellos dos serán una sola carne» - se ha cumplido
divinamente: Cristo y la Iglesia cohabitan para siempre y están
unidos en un solo cuerpo. «El cuerpo de Cristo es la cámara nupcial
de la Iglesia» 49.
La comunidad cristiana posee un rito que manifiesta y realiza
al mismo tiempo su unión con Cristo en un solo cuerpo, la euca-
ristía: «El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de
la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión
del cuerpo de Cristo?» (1 Cor 10, 16). «Comunión del cuerpo y de
la sangre», fórmula de rica significación. Dice participación en el
cuerpo y en la sangre, comunión con Cristo por el cuerpo y la
sangre; tácitamente se añade la idea de una comunidad entre
nosotros en el cuerpo y la sangre. La presencia del versículo si-
guiente, traído para reforzar el desarrollo principal, no se explica
sino por este matiz del pensamiento: «Porque el panes uno, somos
muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan»
(v. 17).
No somos más que un cuerpo, porque todos comemos el
pan que es el único cuerpo de Cristo, con el cual entramos en
comunión 50. «No sabríamos encontrar otra razón por la que la
Iglesia es llamada cuerpo de Cristo, y lo es en realidad, a no ser
ésta: que Cristo, dándole su cuerpo,. la transforma en sí mismo,
para que se convierta en su cuerpo y todos sean sus miembros» 51.
Tal identificación de la Iglesia con el cuerpo individual de
Cristo, presente en la eucaristía, no es por parte del apóstol sino
una explicación de las palabras de la institución. San Pablo «reci-
49. «Cubiculum Ecclesiae corpus est Christi» (san AMBRosIO, In Ps 118, Sermo 1,
16; PL 15, 1271). Este cuerpo es, según san Ambrosio, el que sufrió, murió, fue tras-
pasado y fue resucitado. La unión de Iglesia-esposa con un solo cuerpo, el de Cristo, está
descrita con todo su realismo.
SO. O. Kuss, Die Briefe an die Romer, Korinther und Galater, Ratisbona 1940, p. 160,
.comenta: «Puesto que todos comen un pan, el pan que es el cuerpo de Cristo glol"ific,l(lo ...
se juntan en una unidad, en un cuerpo; este cuerpo es el cuerpo de Cristo (C:f.,ROIll 12, 5),
en el que estamos radicalmente sumergidos por el bautismo (1 Cor 12, 13).»
Y. CONGAR, Esquisses du myst'ere de l'Église, p. 32 s, escribe: «Con el sClltiJlliclllo íleu·
sadísimo de estas realidades han visto algunos modernos, en la institución (k la cuca·
ristía, el manantial de la Iglesia (cf. KATTENBUSCH, Der Quellort der Kírc/tenidee) y, en el
cuerpo eucarístico, la realidad que había dado su nombre nI cuerpo místico mismo.» Se ha
dicho también: «La institución de la eucaristía puede ser considerada como Ul1 acto fun-
dacional de la Igles.ia.» (K. L SCHMIDT, Th. W. N. T .. t. 111, p. 525). eL también
A.E.J. RAWLISON, Corpus Christi, en Mysterium Christi, Berlfn 1Q31, p. 277·287, 294 s.
L. CERFAUX, La théologie de I'Éolise suivant saint PlJlul, p. 215. \V. (;IlOSSENS, L'Église
corps du Christ, p. 87 (con vacilación).
51. San ALBERTO MAGNO, De Eucharistia, disto lIT, trato 1, c. 5, c<l. Horgnet, 38,
257. Esta doctrina es tradicional en la Iglesia. Véase, por ejemplo: san JUAN CHISÓSTOMO,
In Mat. hmn. 8.2; PG 58, 743 s; In Ioh., PG 59, 261Hi2; .In .1 Cor., 1'(; 61, 199-201.
San AGUSTÍN, Tract, de sacrarnentis jideIÍl/.1n: «N am et IlOS corpus ipsius facti sumus, et
per misericordiam ipsius, quod accipimus, nos sttlllUS» (S. Alf(JlIslini sermones post Mawrinos
reperti, Roma 1930, p. 30). San JUAN DAMASCENO, De fide orth. IV, 13; PG 94, 1153.
«Porque participamos de un solo pan, nos convertimos eu un solo cuerpo de Cristo, en una
sola sangre, y en miembros los unos de loS' otros, hechos concorporales con Cristo.» Para
la edad media, d. H. DE LUBAC, Corpus rnysticum, París 1944.
bió la fórmula eucarística de esta manera: «Esto es mi cuerpo, que
se da por vosotros; haced esto en memoria mía. Este cáliz es el
nuevo 1Jestame:nto(~ XiXLV~ aLiX6~x1J)enmil sangre; cuantaJs veces
lo bebáis, haced esto en memoria mía» (l Cor 11, 24 s). Se reconoce
bastante comúnmente que san Pablo transmitió las palabras de la
consagración del cáliz con mayor fidelidad literal que san Mateo o
san Marcos 52. Jesús anuncia que el cáliz constituye, por la sangre
)que contiene, la nueva diathéke.
La significación bíblica de di'(lthéke no concuerda con su signi-
ficación profana. En el uso corriente, la palabra proviene del len-
guaje jurídico y designa una disposición testamentaria. San Pablo
la emplea una vez en este sentido (Gal 3, 15); en Hebr 9, 16 la
hallamos relacionada con el sentido bíblico. En los otros 23 casos
que la encontramos en las cartas paulinas (comprendida la de los
Hebr), no sugiere ya la idea de un testamento,. sino como en la
Biblia, la de una disposición divina, de una economía de relaciones
entre Dios y su pueblo, introducida por la voluntad divina 53.
Dios había anunciado una nueva dü})théke, una economía nueva
(Rom 11,. 27; Is 59, 21; Ier 31, 31 ss), de la que el pecado que-
dalia excluido y donde la ley estaría escrita en los corazones. San
Pablo define esta «nueva institución» por la presencia del Espíritu
52. Cf. H. SCHÜRMANN,Die Semitismen beim Einsetzungsbericht bei Marktts ttnd
Dttkas, «Zeit. f. Kath. Theol.» 73 (1951) 72-77. Der Einsetzttngsbericht Lk 22, 19-20, n
T. Ntl. Ab. XX, 4, Münster en W., 1955, p. 131. El texto diferente de Mt y de Mc
podría deberse a una modificación litúrgica. Se subraya más claramente la presencia de la
sangre y 'Su caráctel~ sacrificial (<<la sangre de la alianza» recuerda a Ex 24, 8), pero la
frase ha venido a ser menos coherente. Los textos de Le y 1 Cor evocan netamente al Siervo
que da la vida pára fundar esta realidad escatológica, «la nUeva institución» (Ier 31, 31)
que es él mismo (ls 42, 6; 49, 8). Esta teología es más primitiva, más conforme con la
predicación de Jesús. CL H. SCHÜRMANN, Der Einsetzttngsbericht ... p. 96-112. P. NEUENZEIT,
Das Herrenmahl, Munich 1960, p. 109 s. 239. J. BETZ, Die Ettcharistie in der Zeit der
griechischen Viifer, n/l, Friburgo de Brisgovia 1961, p. 61-64.
53. La idea de alianza o de pacto es de por sí ajena a diathéke J pero se hallaba conno-
tada en virtud de la significación de la palabra hebrea traducida por diathéke.
En realidad, esta idea apenas si aparecía, tanto más que en la Biblia el vocablo hebreo
había llegado a designar una disposición de la voluntad divina en favor de Israel.
«Testamento» traduce mejor que «alianza» la idea contenida en diathéke J en cuanto
que «testamento» afirma una disposición de la voluntad soberana de Dios. «Alianza» tiene,.
empero, el mérito de recordar que la diathéke divina crea relaciones especiales entre Dios y
su pueblo.
J. BEHM (Th. W. N. T., t. n, p. 137) declara como conclusión de su estudio: «Ni pac-
to ni testamento dan el sentido propio del concepto de diathéke en la Biblia griega. La dia-
théke es en general la disposición divina, la poderosa manifestación de la soberana voluntad
de Dios en la historia, por la que rige las relaciones entre Él y los hombres según sus de-
,ig-nios de salud; es la ordenación o disposición (Verordnttng, Stiftnng) de la voluutad di-
vina que da lugar a un orden de cosas correspondiente.» L. CERFAUX, Le privilege d'Israel
sdon Sto Pa"l, «Eph. Theol. Lov.» 17 (1940) 16: «En todo caso, el término de "alianza"
JlO re~ponde en absoluto a diathéke.» J. BONSIRVEN, Le.«>judaisme Palestinien, París 1934,
l. 1, p. 97 s exige por lo menos un retoque. Define la alianza: «El acto que funda y define
el lInh~n y la naturaleza de las relaciones entre Dios' e IsraeL» Cf. C. SPICQ', La théologie
des dCl/x alliances dans l'ép,tre attX' HébrettX'. R. S. P. T. 33 (1949) 15-30.
y la opone a la economía de la letra (2 COl' 3, 6; Ier 31, 31 ss). El
apóstol es el ministro de esa forma religiosa nueva, al servicio de
la institución espiritual. Por eso atribuye a los «dos Testamentos»
aproximadamente el mismo sentido que nosotros les damos (Gal
4, 24-26).
En la fórmula transmitida por san Pablo,. declara Jesús que
el cáliz eucarístico, por contener su sangre, constituye la nueva
diat'héke.
Nada sugiere la interpretación jurídica del término; la cena
no tiene nada de común con un testamento. Por lo demás, Jesús no
dice que el cáliz sea su testamento, sino el Testamento nuevo,
y sus palabras recuerdan a Ier 31, 31 ss. Presenta el «Testa-
mento nuevo» en antítesis con la institución antigua, sellada tam-
bién en la sangre. Jesús tenía la misión de introducir mediante
su muerte, una economía nueva. Si en aquel momento la califica
con Jeremías de diat'héke, ordinariamente la llama «reino de Dios».
Ambos conceptos están relacionados 54; el reino de Dios se afirma
al mismo tiempo que entra en vigor el plan de Dios, y se ligan
las nuevas relaciones entre Dios y los hombres. En san Pablo, «la
diathéke nuieva «ddsignala inls"titucióncrilsti:anaen 'suri1eml:idadcon-
creta (2 Cal' 3,. 6); se encuentra despojada de todo lo que puede
tener de abstracto, cuando el apóstol la identifica con «la Jerusalén
de arriba, nuestra madre» (Gal 4, 24-26).
Mientras que el primer elemento de la fórmula eucarístjca li-
mita Su afirmación a la presencia real del cuerpo inmolado, el
segundo se apoya firmemente en la economía nueva introducida
por la humanidad inmolada, y no menciona sino indirectamente la
presencia de la sangre; este cáliz es la institución nueva por .la san-
gre que contiene. No se expresará esta relación entre la sangre
de Cristo y la diathéke diciendo que el derramamiento de san-
gre abriJó la dfa crilstiana. No se trata die efusión de sallgm. :sino del
cáliz y de la sangre derramada; este cáliz es la institución nueva.
Vista la significación concreta de la dia:t'héke en el apóstol, la fórmu-
laeucarístiea conservada por él expresa enérgicamente el alcance
eclesial de la eucaristía. El cuerpo y la sangre de Cristo inmolado
se hallan en el centro de la Iglesia, que está contenida en ellos como
en su principio.
Lo que estos textos nos enseñan sobre las relaciones de la
54. J. BEHM, Th. W. N. T., t. JI, pp. 136-37. L. CERFAUX, l.a théologie de I'Église
suivant Sto Pau!, p. 793: «La expresión Nuevo Testamento sugiere la imagen de un pueblo
que ... recibe esta nueva disposición divina.» E. KASEMANN, Leib una Leib' Christi, Tubinga
1933, p. 177, también pone en relación el cuerpo de Cristo, la Iglesia y la nueva diathéke.
Iglesia con el cuerpo de Cristo, otros lo suponen. Hay afirmaciones
de san Pablo que sólo se justifican en tal 'supuesto. Así, cuando
escribe a los gálatas: «Cuantos en Cristo fuisteis bautizados, os
habéis revestido de Cristo. Ya no hay judío ni griego... porque
todm, so~s uno en CD~ISlto Je1SÚS.Y si todolS,sois de Cr~sto, soiis
descendencia de Abraham, heredieros según la promesa» (3, 27-29).
Los fieles venidos de la gentilidad se han incorporado al linaje
de Abraham porque se revistieron de Cristo. Tal razonamiento
únicamente es correcto en la hipótesis de una unión del cris-
tiano con la humanidad corpbml de Salvador, pues la inserción
en Cristo no nos incluye en la estirpe de Abmham más que unién-
donas al ser corporal de Cristo, por cuyo solo medio desciende
del patriarca.

Es verdad que el apóstol parece conocer una descendencía de Abraham


que no procede de sU! progenitor sino por la fe, sin vínculo alguno' con
su carne: «Como está escrito, Abraham creyó y le fUe imputado a justicía.
Entended, pues, que 1081que viven de la fe, ésos son 1081 hijos de Abraham»
(Oal 3, 6; cf. Rom 4, ll). Si este texto agota todo el pensamiento del
apóstol, hay razón para extrañarse. Esa descendencia de Abraham, cierta-
mente carnal, en cuyo favor se hicieron las promooas, se identificaría me-
diante una exégesrislbaSJian1earbitraria con los imitadores de la fe del
patriarca.
Pero no ignora san Pablo que laSlpromesas fueron hechas en favor de
Israel: De ellos son la gloria ... los testamentos ... la:S1
promesas» (Rom 9,
4; 3, 2). Cuando hace de la fe el único heredero de taloo promesaiSl,tiende
a exdufr la Ley. La Ley nos hace semejantes a Abraham en el acto que
le asegura la jUSJtificación,y no la Ley (Rom 4, 13-17), porque anieSl de
haber cumplido el padre de Israel en sí mismo el acto eSlencialde la Ley,
la fe ya le había mdo imputada a justicia (Rom 4, 10 s). Esilando aún bajo
el régimen de la fe sola, le fue hecha la promesa SJÍnninguna condición
previa para su realización, sino únicamente eSltamiSJmefe (Rom 4, 13-17).
Podrá, pues, la justicia venir a nooo'troSJ,y Abraham podrá tiener hijos, he-
rederos de la promesa, fuera de la economía legal; sólo la fe es necesaria.
Hasrta aquí no encontramos ningún principio que permita reducir el
título de descendiente de Abraham a un SJimpleparentesco moral. La opo-
SJÍciónentre la fe y la Ley se plantea en eltlelfTenomoral. La fe no se opone
a un parentesco físico con el patriarca, y queda por zanjar la cuestión de
si es necesarro pertenecer a la raza mesiánica para beneficiarse de las pro-
mesas.
Para san Pablo, tal pertenencia requiere una condición moral, pero
añadida a un fundamento físiÍco. Así fue por lo menos para los primeros
repreSlentantes de la esltirpe. Abraham no tuvo sólo un hijo y, sin em-
bargo, «únicamente la descendencia de Isaac será llamada tu deslcendencia.
l~sltoes, no son hijos de Dio81los hijos de lacame, sino 1081hijosl de la
promcsa eon tenid9iS por descendencia» (Rom 9, 7 s). Al nacimiento hay
qU0 añadir la e,lección divina. Esta ley, que tuvo validez para Isaac, con-
serva su vigor para SIllS descendientes: «No- so-n hrael todos los nacidos! do
Israel» (Rom 9, 6). El apóSitol distingue! dos filiacio-ne,s: una según la carne
y otra según la promesa que, por anticipación a la realidad neotestamen-
taria, él llama filiación según el Espíritu (Gal 4, 22 Si,2:8!s). Se!puede, por
lo tanto, discernir en el verdadero descendiente de Abraham un doble pa-
rentesco, la aportación carnal, pertenencia racial, y la, aportación de lo
alto: la promesa o la vocación a la que' responde el hombre por la fe.
Más adelante, cuando la descendencia de Abraham se multiplique en
Cristo, ¿se va a soltar alguno de, elSOSi lazosl? ¿Es que sólo SlUbsiSlteaquella
fe que nos co-loca en la suceslión de Abraham por una semejanza de alma,
&in hacemoSl SlUShijos? La promesa hecha a Abraham se ampliaría empo~
breciéndose a su vez. Viendo multiplicarse 1081 beneficiarios de la promesa,
el patriarca reconoce'ría entre elloSino ya a 6iUSi descendientes, sino a imi-
tadores. No parece ser éSlte el pensamiento de san Pablo,.

TralSp~antándQllodell antiguo pueblo a la IglelSia,ei apóstol espi-


ritualizó el concepto de posteridad de Abraham sin empobrecerlo.
Aquel judío que había crecido consciente de las promesas mesiá-
nieas vinculadas a la raza de Abraham,. no concibió un pueblo que
no tuviera a Abraham por verdadJem padre., En Rom 4, la fe no
parece hacer del fiel sino un imitador del patriarca, punto de vista
impuesto por el contexto del razonamiento; pero, en realidad, la fe
paulina, por encima del asentimiento del espíritu, produce una adhe-
sión total que transforma al fiel en Cristo. En la carta a los Gálatas,
el apóstol realiza la síntesis de su pensamiento, cuya complejidad
desarrolla en la carta a los Romanos, no insistiendo más que en la
fe, y en una fe que sólo parece ser un asentimiento: «Todos sois
hijos de Dio,s por la fe en Cristo, Jesús. Porque cuantos en Cristo
habéis sido bautizados, os habéis revestido de Cristo. Ya no hay
judío ni griego ... Todos sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 26-28).
Por la fe, cuya expresión es el bautismo, el fiel se reviste de Cristo
muerto y resucitado en su cuerpo, y por el mismo hecho es elevado
a una forma de vida en la que se anula toda diferencia fundada en
la corporeidad carnal; se alista en una raza nueva, la de Cristo
en su cuerpo espiritual. «y si todos sois de Cristo" luego sois deis-
cendientes de Abraham, herederos según la promesa» (Gal 3, 29).
Este nacimiento en Cristo, más que el de Isaac, es enteramente
según el Espíritu.. Es también un na.cimien~o en Abraham, por ser
efecto de una ,incorporac:ión e identificación con 01 ser corporal de
Cdsto, desClendrenrede Abraham. El patriarca se cons:ttitu!yepadre
de todOls 10ls creyent!e1S:engendt1a en Cristo, no por generación
ca:rnal, sino por ~a fe. Somos SUlS hijols en e[ cue:rpo de Cristo 55.
SS. Recordamos la hermosa fórmula de San ]USTINO, ya citada: «.Nosotros somos los
que formamos la verdadera raza de Israel, nosotros, que fuimos extraídos del seno de Cristo
Las constante!s referencias que sitúan el cuerpo de Cristo en la
base del edificio mesiánico manifiestan con esplendor la unidad
doctrinal del NT. La piedra rechazada convertida en piedra an-
gular, el cuerpo erigido en templo nuevo, la comida del cordero que
viene a ser en su cumplimiento el banquete mesiánico: todas esas
imágenes ligan la Iglesia con el cuerpo de su Salvador,. y algunos
sugieren su identificación con él. La originalidad de san Pablo
consiste en abandonar el lenguaje figurado para unir en términos
propios la Iglesia con el cuerpo de Cristo.

Mantengamos que el pueblo nuevo está constituido por el con-


junto de los que se adhieren al cuerpo de Cristo por medio del
Espíritu y de la fe 50. Dios es más realista de lo que nos atrevemos
a pensar. En su Hijo, solidarizado con nuestra raza pecadora,
mediante el nacimiento a una carne caída, nos reúne a todos, nos
salva y nos diviniza, haciéndonos renacer en su cuerpo, en el que
se dio muerte al pecado, quedó abolido todo principio de división
y donde resplandece la santidad del Espíritu.
Para nacer,. tuvo la Iglesia que esperar el día de pascua. El
cuerpo de Cristo es como su tierra natal, la raíz de su existencia;
contiene la Iglesia y le da la vida. Pero este cuerpo es el de la
inmolación y glorificación: la piedra repuesta con honor, el cordero
pascua!, el templo reconstruido en tres días.
Antes de la exaltación, Cristo no era su corporeidad sino
el ser viviente, la psyche viviente que había sido su padre Adán
(1 Cor 15, 45). Para transformar en sí nuestra carne, había acep-
tado una humanidad adámica hecha de la pesada sarx y del corres-
pondiente principio de animación, la psyche. Esta alma y el com-
puesto del que es principio forman una realidad viva, pero que no
comunica la vida fuera de sí misma. San Pablo lo asegura con tér-
minos expresos en su antítesis de los dos Adanes (1 Cor 15. 45).
El poder de vida de la psyche tiene sus fronteras en los límites del
único cuerpo que informa. La vida corporal de Adán no pasa a otros
seres ni los contiene en sí misma.
Igual que 'su vida, el radio de acción del hombre psíquico está

millo de una cantera» (Dial. cttm Tryph. 135, 3; PG 6, 788). Israel también había sido
,acado dc Abraham como de una cantera (Is 51, 1).
SG. San H lLAR IO, In Ps 125, 6; PL 9, 688: «Ipse [Christu:sl enim est Ecc1esia, per
:;aerarncntum [es decir, misterio] corporis sui in se universam eam continens.»
Nacimiento de la Iglesia

circunscrito por los límites de la carne. St,l acció~ no puede obrar


por sí misma con su contacto. Ahora hien, el contacto de la sarx no
posee ninguna virtud salvífica. Jesús había declarado: «El Espíritu
es el que vivifica, la carne no sirve para nada» (Ioh 6, 63). Acababa
de enseñar que su carne daría la vida al mundo. Pero no había
hablado de la carne en su estado natural, que se asimilaría por la
digestión. Para la vida eterna, tal carne y tal comida de nada sirven.
Si por una parte la humanidad corporal de Jesús, en su fase
camal, no podía comunicamos su vida, por otra no importaba que
no la comunicase, ya que todo hombre la poseía por nacimiento.
En la muerte y resurrección, Cristo se transforma de psyche
viviente en pneuma vivificante. El Cristo corporal 'se hizo pneuma
sobrenaturalizado hasta en su materialidad. Ya no es una carne
que no sirve para nada, sino espíritu que vivifica 57. El pneuma es un
principio desbordante, un alma abierta, dotada de dynamis ilimitada,
de una capacidad de animación universal. La materia que limita y
divide. que es débil, toma en adelante las propiedades del espíritu;
renuncia a su estrechez y depone su debilidad. Cristo en su humana-
nidad corporal se hace capaz de vivificar al mundo y de contenerIo
en sí mismo. No propaga su vida, como las generaciones carnales,
produciendo fuera de sí gérmenes de vida; se multiplica perma-
neciendo uno. Se comunica la misma vida de esa humanidad o, más
bien, se comunica Cristo, asimilándonos a Él en la vida de su
humanidad corporal y revistiéndonos de su ser (Gal 3, 27) hasta
hacer de nosotros su cuerpo, esto es, su propia humanidad corporal.
Vida llena de misterio, cuyo principio solamente puede ser el
pneuma de Dios, ante quien todas nuestras experiencias fallan. Un;l
vida corporal vivida según la carne no podría aspirar a semejante
virtud.
Ya¡ que la Iglesia es el cuerpo de Cristo, en el que el Salvador
vive la vida de su corporeidad gloriosa, tuvo que esperar la pascua
para nacer. Pero desde aquel día había nacido, al mismo tiempo que
el cuerpo glorioso con el que se identifica sin añadirJe nada 58.
Podemos decir que el cuerpo de Jesús había resucitado como cuerpo
místico 59.
57. Según PRUDENCIO, Hymnus de 1lV'va J~1mlú/{' !)(1sndis sabba,tl: Pf .• 59, 819, las chis-
J

pas, que son los cristianos, saltan de la sólida piedra del cuerpo <le Cristo.
58. Esto supone la noción de pleroma que daremos en el capítulo siguiente.
59. Una opini6n bastante corriente fija la fun(laci61l de la Iglesia en el día de pente-
costés. Cf. P. BONNETAIN, La pentecOte, «Rev. Apol.» 42 (1926) 193; G. DE BROGLIE, L'É-
qlise Nouvelle Eve, née du Sacré-Coeur, «Nouv .. Rev. Théeol.» 68 (1946) 11. No es ése el
sentido de la venida del Espíritu Santo en pentecostés; fue más bien la confirmaci6n de la
Iglesia por la plenitud del don espiritual y la fuerza expansiva que le confiri6. La Iglesia
Il. EL PASO DEL ANTIGUO AL NUEVO TESTAMENTO
EN LA MUERTE Y RESURRECCIóN DE JESÚS

Cuando con ellprimer día de la semana nació la Iglesia cristiana,


¿qué había pasado con el pueblo antiguo? La nación judía pro-
longaba aún su existencia, pero ¿era todavía el Israel de Dios,
el pueblo que tras su fenomenalidad histórica ocultaba un misterio
de predilección divina?
y si de hecho la historia de ia salud ha rebasado ya el estadio
de la institución antigua, ¿por qué puente se llevó a cabo el paso
a una institución nueva? Pero, a decir verdad, ¿existía un puente
que estableciese la unión de los dos pueblos? ¿No hay entre ellos
una ruptura radical?
Hay que mantener entre ambos una conexión real. Según el
pensamiento del NT, el pueblo cristiano está ligado a la institución
antigua mediante un vínculo orgánico. EJ reino está enraizado en
el antiguo Israel] (cf.la parábolla de los viñadores homicidas). Jesús
realiza llas promesas hechas a Israel (Act 2, 30-36); restaura el
trono de David (Le 1, 32; Act 15, 15 s); el nuevo Israel está for-
mado enteramente por auténticos hijos de Abraham (Gall 3, 29).
La naturalierzade ll<lls
relaciones de 'la IglelSiacon CrilStonos ha
hecho comprender por qué se fijan sus orígenes en la resurrección.
La Iglesia se compone de todos los que están unidos por el pneuma
al cuerpo «espiritua:l» de Cristo; por eso no pudo nacer antes de
la glorificación del S<lIlvador.¿No hemos de buscar en las relaciones
del pueblo antiguo COIt1 el cuerpo terreno de Cristo !la rarzón y la
fecha de su fin, y hallar el lazo de su unión con el pueblo nuevo?

ha comenzado ya su existencia; su cabeza se halla en el ejercicio de sus poderes, el Espíritu


empieza a comunicarse, la primacía del poder se confiere a Pedro. Pero las obras de Dios
se desarrollan, progresivamente. La Iglesia no recibe el don completo del Espíritu, n~ entra
en el ejercicio de sus poderes, ni aparece públicamente hasta pentecostés. La enc!c1ica Mys-
tió corporis, de Pio XII, declara que la Iglesia fundada en la muerte de Cristo se manifestó
en pestecostés. A los que proponen la resurrección como fecha del nacimiento de la Iglesia,
hay que oponerles esta encíclica. Pero no existe ninguna oposición. La muerte y la resurrec-
ción forman un todo, y señalar el nacimiento de la Iglesia en la resurrección es atribuido
a la muerte, pues la resurrección es el efecto de la muerte. San MÁXIMO DE TURÍN escribe:
«1)raeJigurata est in protoplasto Aclam Christi resurrectio, quia sicut iHe post soporem sur·
~fClls Evam de latere SUD fabricatam agnovit, ita Christus a morte resurgens ex vulnere la-
\'°l"is slIi aedificavit Ecclesiam» (Sermo 30, De Paschate, PL 57, 596).
A:-;í st'· explica también que hayan podido fechar la Iglesia en la encarnación, ya que
1;1 rt'~lll'n'eción no es más que la encarnación desarrollada.
Nacimiento de la Iglesia

\
La Escritura conoce una presencia de Cristo en medio del pueblo
de Israel. Y no solamente reconoce en él los gérmenes de la doc-
trina de Cristo y los ritos precursores, sino que lo vincula al Cristo
personal.
San Pablo dirigió sobre el AT una mirada profética que captó,
bajo las apariencias, la significación real de la historia 61). Al salir
de Egipto, el pueblo se había visto favorecido con milagros pre-
figurativos de las instituciones nuevas. Los cristianos son bautizados
en el cuerpo de Cristo, lo comen como un maná espiritual, beben en
él las aguas del Espíritu. Del mismo modo los hebreos habían reci-
bido un bautismo, habían comido un manjar espiritual y bebido
de una roca que ios acompañaba sin cesar. «Ahora bien, esa roca
era Cristo» (l COl' 10, 1-4). Las leyendas rabínicas hablaban de una
roca que no abandonaba al pueblo. San Pablo explica : La verdadera
roca que seguía a Israel nO era una roca material, como pretende
la leyenda que quizá habéis oído contar, sino el mismo Cristo. No
qui,ere el apóstol hacer una simple exégesis tipológica. No dice:
«La piedra es Cristo, hay que interpretarlo de Cristo»; afirma: «La
piedra era Cristo», y lo era antes de toda interpretación tipológica.
Cristo habitaba en medio del pueblo por una presencia misteriosa.
El apóstol continúa más adelante: «No tentemos tampoco al Señor,
como algunos de ellos Jo tentaron» (v. 9). Para el apóstol, el Señor
es Cristo: lo dice hasta explícitamente, según una interpretación
muy autorizada y que podría ser originaJ 61.
A unos gentiles de Asia Menor recuerda el apóstol: «Acordaos
de que entonces estuvisteis sin Cristo, alejados de la sociedad de
Israel» (Eph 2, 12). Cristo aún no había derribado en su carne
el muro (Eph 2, 14) que guardaba las promesas en la nación judía.
Israel, en cambio, poseía desde entonces a Cristo.
La naturaieza de esta presencia de Cristal en tIa historm de los
antepasados es difícil de precisar. El Salvador no es considerado
60. El conocimiento del profeta no re cae tiUlalUclltc sobre lui'i acontecimientos futuros,
constituye la inteligencia teol6gica de las C08as. Pruebas de tal afirmaci6n se hallarlan en
Zacarlas, 1·8, en Daniel y en el Apocalipsis. Para los testimonios de los padres sobre este
tema, cf. M. PONTET, L'exégese de Saint AugustVn prédicateur, París p. 329, n. 73.
61. «No tentemos tampoco a Cristo, como ... » Lectura admitida por varios autores
(Bachmann, Gutjahr). CERFAUX, Kyrios dans les citations pau/iniennes de rAT, «Eph. TheoJ.
Lav.» 20 (1943) 13, parece admitirla. Por lo menos mnestra el pensamiento de los primeros
cristianos, que vuelve a encontrarse en 1 Clem,. 22; Bern. 5, 6; IGNACIO, Magni. 8, 2; en
una variante de Judas, 5.
solamente en su divinidad; nunca lo imagina así eil apóstol. Si le
preguntan cómo está ligado Cristo a Israd, responde: «Según la
carne» (Rom 9, 5; 1, 3). Cristo está enraizado en Israel por su
carne e Israel a su vez hunde sus raíces en Cristo, su descendiente
según la carne, de quien el pueblo toma toda la substancia vital.
Tal es la concepción histórica del apóstol, si ordinariamente su
pensamiento se ha ampliado hasta las conolusiones que se despren-
den de la yuxtaposición de los textos. Según él, no constituyen a
Israel sino los hijos de la promesa hecha a Abraham (Rom 9, 6-13).
Por otra parte, Cristo solo le fue prometido (Gal 3, 19). La pro-
mesa había sido hecha en favor de toda la descendencia de Abraham
(cf. Gen 22, 17 s), y san Pablo conoce el alcance colectivo de esas
declaracion~s (GaJ 3, 29; Rom 4, 16; 9, 7; 11, 1); y, sm embargo,
asegura que la posteridad de Abraham es El, Cristo solo (Gal 3,
16). Esta interpretación supone que el pueblo de Abraham pueda
concentrarse con el pensamiento en Cristo, como en su principio
constitutivo, el hijo de la promesa por excelencia6'2.
En san Juan, el logion destruido y edificado (2, 19) revela la
estrecha conexión entre el cuerpo de Cristo y cada uno de los
dos Testamentos, siendo conside:rado el cuerpo ya en su fase te-
rrena, ya como resucitado.
En 'la segunda parte del logion, el templo no es sino!el cuerpo
resucitado; es la morada de Dios y el centro de la economía·nueva.
En la primera parte, re! templo designa ,la casa de Yahveh cons-
truida de piedra, expresión de toda la economía antigua. Pero tales
significaciones no son exclusivas: en la casa del culto nuevo, que
es el cuerpo resucitado, se prolonga el templo ttirrestre (<<yo10
reedificaré»). Por !lo demás, el templo terrestre que será destruido
se une al cuerpo de Cristo - pero al cuerpo terreno -, ya que fue
destruido en la muerte de Cristal terrestre.
El templo nuevo está constituido por el cuerpo resucitado de
Cristo, y el t!emplo antiguo está ligado en parte con su cuerpo
terreno. Ambas economías se unen en el cuerpo de Cristo, conside-
rado cada vez en un aspecto diferente.
Abrazando en una sola visión 101s. pueblos de los dos Testa-
mentos,el Apocalipsis (c. 12) los presenta bajo la imagen de una
misma mujer que lleva a Cristo en su seno y que después de dar a
luz envía: all mundo a los hermanos del Salvador. En su forma

62. La misma idea se halla en loh 8, 56: Abraham ríe en el nacimiento de Isaac (Gen
17, 17; 18, 12; 21. 6) porque «ve» ya a Cristo.
primitiva, la Iglesia es la madre de <::)isto,su carne envuelve al
Salvador como fruto de su cuerpo; lo lleva oculto y enraizado en su
seno desde el día en que Dios le prometió en el paraíso una des-
cendencía mesiáníca 63. Si el pueblo nuevo se¡ liga en el' Espíritu
al cuerpo glorioso de Cristo, el del AT se une al Cristo carnrulpor el
vínculo de sus generaciones. Se halla constituido por todos los que
en su carne están unidos al cuerpo de Cristo: una Iglesia, cristiana
según la carne.
El Apocalipsis cristaliza en esa definición una concepción esen-
cial al mesianismo hebreo. En la conciencia de Israel, el pueblo
de Dios es una raza mesiánica. En el primer instante de su exis-
tencia, se concreta en una pareja humana a 'la que Dios promete una
descendencia mesiánica (Gen 3, 15). Una selección racial marca en
la estirpe de Eva las etapas de la constitución definitiva de este
pueblo.
La corriente mesiánica, destinada en un principio a toda la
humanidad, se restringe en beneficio de grupos étnicos cada vez
más reducidos, cuyos jefes son sucesivamente Set (Gen S, loS),
Sem (9, 26), Abraham (12, 1-3), Y tras nuevas eliminaciones (Gen
21, 12; 25, 23; 28, 13 s) se circunscribe finalmente a los límites
de la desoonti'encia de Jacob, en quien sle estabiliza la promesa.
Y, sin embargo, continúa la concentración progresiva: La Biblia
distingue entre los hijos de Jacob al que 'lazos más estrechos ligan
con el Mesías (Gen 49, 8-12). Judá formará, por consiguiente, el
centro político y religioso de la nación. El poder mesiánico de Judá
viene a culminar en la familia de David, a la que ha de pertenecer
el Mesías. L:astribus del norte se separan del tronco mesiánico, van
languideciendo, y después del destierro el pueblo de Dios queda
más o menos reducido a la tribu delJudá, de <laque toma su nombre:
los judíos.
El pueblo de Dios en el AT está, pues, const!ituidopor una raza
y su ei1ecciónvinculada al curso de las generaciones carnales. El
árboll genea1ógico tiene para él una impo'rtancia capital. Desde la
1

profecía dirigida a Eva hasta el anuncio hecho a Ilahija de David de


Nazaret, la promesa recae siempre sobre «aquel que ha de salir
de tus entrañas.» (cf. 2 Reg 7, 12).
63. La presencia de la «serpiente antigua» ante la lIlujer demuestra que Juan hace re-
montar la Iglesia hasta la promesa mesiánica hecha él IOi) progenitores de la humanidad.
M. PONTET, L'exégese de Saint Auoustin- Prédicatcuy) p. 310 s define el A.T.: «Es un brote
racial, una sucesión de selecciones destinadas por la Providencia a producir al Hombre~
Dios. Los patriarcas y los reyes fueron los sembradores de Cristo, en el sentido estricto y
hebraico de la palabra ... El Antiguo Testamento es Jesucristo oculto y enraizado.»
Esta raza es la de Cristo, ésa es su característica. Gracias al
lazo carnaJ que le une a sus antepasados, el descendiente lejano re-
monta los grados de las generaciones imponiéndoles su presencia.
Desde todos los siglos lleva Israel a Cristo en su carne. La profe-
cía tiene una conciencia frecuentemente clara de esa gestación mi-
lenaria. Cuando Judá parece perdido, señala Isaías la garantía de
la protección divina en una virger que concibe y da luz un hijo.
Judá lleva una promesa en su carne, Judá no puede perecer. De en
medio de las invasiones asirias surge la luz de una gran liberación,
«porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado» (Is,
cc. 7-11).
Gracias a este enraizamiento, Israel se beneficia del poder del
futuro Mesías 64, y antes de ser recogidos por Cristo, como bienes
suyos personaJes, los titulos mesiánicos son repartidos entre el pue-
blo, cuya carne es la misma de Cristo 65.
Si la grandeza y la gloria de la comunidad antigua provienen
del seno profundo donde e:l.lalleva a Cristo, sus 'deficienciasy pri-
vaciones testifican por su parte la exactitud de: la definición san-
juanista. Cristiana por una maternidad camal, la Iglesia queda en-
cerrada en 'la esfera de la carne pecadora, ya que por sí misma la
carne de Cristo no diviniza a nadie (Ioh 6, 63).
La constitución de la comunida(i hebrea era la de una sociedad
natural. Y cuando en 'la institución cristiana el hombre desde la
cumbre de aa creación lleva en sí el universo hasta Dios, la religión
antigua quedaba sometida al mundo, regida por las fuerzas de la
naturaleza, por los elementos cósmicos de que habla san Pablo. La

64. La prepotencia de J udá, por ejemplo, es una participación en la autoridad mesiá-


nica: «No se le quitará a Judá el cetro, ni el bastón de mando de entre sus pies hasta que
venga aquel a quien pertenece en propiedad» (Gen 49, 10).
65 Entre Cristo y el pueblo existe una especie de comunicación de idiomas que encuen-
tra su explicación en la presencia del Mesías en la carne de Israel. El pueblo es hijo de
Dios (Gen 5, 1-5; Ex 4, 22) porque constituye la raza mesiánica. Los dos, Israel y el I\le-
sías, son llamados siervos de Yahveh. ya en el mismo capítulo de Isaías (42), ya en los
capítulos 40-53. Corno la promesa confluye en una familia, en ella se concentra la prerroga-
tiva filial, y el davídida es personalmente hijo de Dios (2 Sam 7, 12-14). Los poetas aureo-
Ian a los reyes davídicos con toda la gloria de la esperanza mesiánica; hacen de ellos otros
tantos Elohím y anuncian la eternidad de su trono (Sal 45, 3. 7). Si el Mesías cede sus
titulos a los miembros de la familia real, David a su vez presta su nombre al ilustre des-
cendiente (Ez 34, 23). Ageo y Zacarías atribuyen al davídida Zorobabel el título de Germen
(Zac 3, 8; Ag 2, 23), estrictamente mesiánico (cf. 184, 2; Ier 23, 5; 33, 15). La exégesis
liberal explica: ¡ilusión de los dos nabis! Creen que con el retorno de la cautividad y la
reconstrucción del templo quedan abiertos los tiempos del Mesias, y que Zorobabel es el Me-
sfas. TEonORETO DE CIRO no se extraña de la aparente confusión entre estos dos descendien·
tes de David (In Zach., PG 81, 1896). Zorobabel, dice, lleva en su carne al Cristo que ha
de venir; los títulos mesiánicos le corresponden, pues, legítimamente. Esta exégesis es buena,
puesto que a este príncipe se le llama Germen por razón de su descendencia Cef. A. VAN
HOONACKEI<, Les do"ze petits prophetes. París 1908, p. SR1).
/~
Naoimiento de la Iglesia

vida religiosa se desarroHaba con fiestas inscritas en el ciclo de los


astros. El culto prescrito por la Ley se ~xpresaba por medios mate-
riales, «preceptos carnales» (Hebr 9, 10), lo justamente suficientes
para procurar la pureza del cuerpo (9, 13). POlr otra parte, tanto
la pureza como la impureza estaban determinadas por acciones y
contactos materiales y por fenómenos fisiológicos. El gran sacra-
mento de esta Iglesia cristiana por su carne era asimismo carnal;
expresaba y sellaba la pertenencia a la raza mesiánica mediante un
signo «hecho de: mano de hombre» (Eph 2, 11; Col 2, 11), una esci-
sión de 'la carne. Las formas cultua:les judías no superaban, ni por
su naturaleza ni por su eficacia, los ritos de las naciones paganas:
el apóstol 110 intuyó, y con una audacia verdaderamente inaudita
colocó unos y otros entre los «débiles elementos cósmicos» (Gal
4, 9; Col 2, 8).
Por sus ataduras le ligaban a la sarx de Cristo, la Iglesia antigua,
puesta ella misma bajo el signo del pecado (Rom 8, 3), permanecía
«encerrada bajo el pecado» (GaI 3, 22). «Hemos probado que los
judíos ... se haIlan bajo eadominio del pecado» (RaID 3, 9), habiendo
quedado «en la esfera de la naturaleza, como hijos de la ira, lo
mismo que los demás», los paganos (Eph 2, 3).
La filiación de que se glb'riaba el pueblo hebreo era de: ca1lidad
inferior. Cristo no es Hijo de Dios en virtud de su carne, y un
parentesco con Él, obtenido por la «voluntad de: la carne» (Ioh 1,
13), no puede elevar a la dignidad de hijo de Dios. Israel era más
siervo que hijo, entregado a la esclavitud de: la Ley 66, habiéndolo
sido el mismo Cristo en el estado de sarx (phil 2, 7; Gal 4, 1-7).
La: herencia de esos hijos es de orden «carnal»: la tierra y su
prosperidad, el poder real para la casa de David.
El sentido que aquella Iglesia cristiana según la carne y Ila,otra
según el espíritu dan al mismo texto: «Mi justo vive de ,la fe»,
señala la distancia que separa la vida del AT de la del NT. En
medio de las invasiones caldeas, sólo el justo subsistirá, el israelita
que cree en 'la protección divina; así lo comprende el profeta (Hab
2, 4). Sólo la fe en la redención de Cristo glorioso asegura al hom-
bre'la justicia de la vida enterna; así 10 enltiendlesan Pablo (Rom 1,
17). La misma distancia separa la fe de Abraham de la fe cristiana:
una cree en e!lanuncio de un nacimiento carnal, la otra en el evan-
gelio de la vida divina que brota en Cristo (Rom 4, 17-25).
66. Por otra parte, los hebreos no tienen individualmente derecho al título de hijos. El
pueblo es hijo, él es el portador de la promesa. Únicamente se hace excepción ell favor de
los descendientes de David, cuyas relaciones con Cristo son más personales.
Ese pueblo de Dios permanecía encerrado en el ghetto de una
raza, formando una Iglesia nacional sin perspectivas de universa-
lidad. Para formar parte de ella, había que inscribirse en esa comu-
nidad carnal grabando en la carne la señal de su pertenencia. La
gentilidad no podía ser de la Iglesia ni de Cristo: «Acordaos vos-
otros, gentiles de nacimiento... de que entonces estabais fuera de
Cristo, sin law alguno con la sociedad de Israel» (Eph 2. 11s).
Un muro rodeaba esta Iglesia cristiana según la carne. simboli-
zado en la cerca que impedía el acceso al templo (Eph 2, 14) Y que
ningún gentil debía franquear, si no quería «cargar con la respon-
sabilidad de la muerte que se le seguiría» 67.
«El hombre espiritual», Cristo glorioso, que no viene sino des-
pués del «hombre psíquico» (1 COI'15, 46), aún no se hallaba pre-
sente en la historia de aquel pueblo. Se manifestaba mediante rela-
ciones de orden inferior - «la piedra era Cristo» (1 COI' 10, 4)-
que sólo eran la sombra proyectada por el cuerpo 68, la burda copia
carnal de la realidad «espiritual», la letra que precede al espíritu
y que todavía no vivifica.
Por consiguiente, una Iglesia cristiana según la carne, tal como
san Juan nos la presenta, lleva en sí misma al Cristo de carne.
«Jesús es la substancia de este pueblo, ya que de él tomó la natu-
raleza de Su carne», dice san Agustín 69. De ahí grandezas, pero
también humillaciones.

Esta Iglesia prolongaba su existencia mientras Cristo caminaba


por la tierra. Con Él en verdad se infiltraba la gracia del NT; la
economía espiritual estaba presente radicalmente, pero apenas se
exteriorizaba. Lejos de acabarse con la encarnación, la Iglesia en
su forma antigua, había alcanzado 'su apogeo; gestando a Cristo
desde Eva, había llegado a su término. La profecía mesiánica diri-
gida a toda la humanidad y que había recaída por una selección
progresiva sobre la raza de Sem, el pueblo de Abraham, la tribu
de Judá y el clan de David, habíase concentrado en un supremo
anuncio, el que se hiw a María. Todo el pueblo antiguo culmina,
se resume y se realiza en aquella virgen de Israel en quien se ve
(,7. inscripción grabada en ese muro, encontrada en 1891 por Clermont-Ganneau.
6R. Col 2, 17: «Allí estaba la sombra de las realidades futuras, y el cuerpo [que pr@-
,\('daha aquella sombra] era el cuerpo de Cristo.»
m. ni' Civitate Dei 17, 11; PL 41,544.
coronado el prolongado alumbramiento de la raza 70. Israel lleva
realmente a Cristo en su seno; el Mesías habita en medio del pue-
blo, su hijo y su hermano.
Aunque haya llegado a esta gloria, Israel no se despoja de sus
imperfecciones; permanece encerrado en el círculo de la carne, ya
que su centro, el Cristo corporal, vive asimismo en una carne de
pecado, de fragilidad y de esclavitud. Tan metido está Jesús en la
morada carnal, que se adapta con facilidad nativa a los ritos «pobres
y débiles», llegando hasta a someter su apostolado al particularismo
de Israel. Mientras viva en la carne tendrá vigencia la Ley: «No he
sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,
24), Y la recomendación: «No vayáis a los gentiles ni entréis en
ciudad de samaritanos; id más bien a las ovejas perdidas de la
casa de Israel» (Mt 10, 5 s).
La muerte de Cristo en la carne fue el acto final del AT. Cristo
murió debido a las imperfecciones de la economía carnal y a 'los
poderes nocivos que operaban en ella, debido al pecado, aj debi-
lidad de la carne, a la Ley.
Pero, al mismo tiempo que sucumbió a las condiciones de la
vida carnal, se desprendió de ellas; murió al pecado, a la debilidad,
a la Ley. Así 'la muerte arrancó a Cristo de la economía carnal y al
punto dejó ésta de existir. Según la carta a los Hebreos, el velo
del temp[o era un símbolo de la carne de Cristo (lO, 20). En el
momento en que, a través de los desgarrones de aquella carne, Jesús
dejó la vida que tenía de su pueblo, se desgarró también el velo
colgado ante el santuario, anunciando el fin de la economía antigua
prefigurada en el templo (Hebr 9, 8 s). Se descubría el misterio de
la «presencia» de Dios en Sión; el templo se desplomaba ya vir-
tualmente (loh 2, 19); Israel quedaba privado de su substancia
vital; el Israel de Dios no se identificaba ya con el Israel de carne,
desde que Cristo queda separado de él. «He aquí que vuestra casa
se os dejará desamparada» (Mt 23, 38). Está vacía de Cristo, Dios
no se preocupa de eHa, ya no es más que «vuestra casa» 71. Toda
la economía antigua expiró en la carne de Cristo.

70. Vemos el instinto certero que guía al puehlo cristiano cuando aplica a la 1vladre de
Jesús todas las alabanzas dirigidas por Yahveh a la comunidad de I"ael (1's 45; 87; Cantar
de los Cantares ... ) y la promesa hecha a la que habia resumido en si la función maternal de
la comunidad, Eva, la primera progenitora de Cristo: «Enemistades pongo entre ti y la mu-
jer» (Gen 3, 15). Pero estas palabras se aplican a María en un senticlo tanto más rico cuanto
ella es más la Madre de Cristo.
71. «En Jeremias 12, 7: He abanclonado mi casa, hay aún .esperanza de que Dios vuel-
va a su Casa. Ésta es vuestra Casa. Ya no existe ningún lazo de uni6n» (LAGRANGE, Évan-
gile se!cm S<Pi"c Luc, París 1921, p. 396).
3. El paso del pueblo del Antiguo Testamento
a la Iglesia de Cristo

Después nació de nuevo la comunidad mesiánica, plenamente


joven, con Cristo. Estaba otra vez unida a su cuerpo, pero unida en
espíritu a un cuerpo vivificado por el Espíritu.
El cuarto evangeilio,a través de todo su relato jaIonado por los
recuerdos del éxodo, anuncia el paso de la antigua institución a
la nueva, realizada en la pascua de Cristo. B1 cambio del agua
en vino evoca el cambio más profundo que Cristo tiene la misión
de efectuar: «Todavía no ha venido mi hora» (2" 4). Vendrá la
hora pascual. El viejo templo se derrumbará en el cuerpo de Jesús,
al momento de su muerte, y en la resurrección se levantará el tem-
plo nuevo (2, 19).
San Pablo se complace en seguir con los ojos este paso del pue-
blo del AT a la Iglesia. Ve cómo se extingue el particularismo de
la economía mosaica en la carne moribunda y cómo renace un pue-
blo nuevo en el cuerpo glorioso: «Él es nuestra paz, que hizo de dos
pueblos uno, derribando ~l muro intermedio de separación, la ene-
mistad,. habiendo anulado en su carne la Ley de los mandamientos
con sus prescripciones, para hacer en sí mismo de los dos [pueblos]
un solo hombre nuevo,. estableciendo la paz, y reconciliándolos a
ambos en un solo cuerpo con Dios» (Eph 2, 14-16). El muro de
separación erigido por la diferencia de nacionaIidades y hecho sen-
sible por el particularismo intransigente de la Ley, fue derribado
en la carne moribunda de Cristo. Los dos pueblos enemigos viven
juntos desde entonces y se fusionan «en un solo cuerpo», el cuerpo
glorioso de Cristo, que es la Iglesia '12. La unidad de este «hombre
nuevo» no se realiza en la carne, sino en el Espíritu (v. 18).
En adelante no está más cerca del cuerpo de Cristo el judío que
el gentil. Su sangre nO le asocia al Mesías en su existencia nueva,
i

porque el Señor es un ser espiritual, un hombre ecuménico, exento


de toda ligadura carnal y de la inclusión en una raza. El reino que
había evolucionado sin discontinuidad en un plano horizontal hasta
la venida de Cristo, súbitamente se vio dominado por un impulso
vertical y transportado al plano del Espíritu.
En la carta a los Gálatas, ve el apóstol que en Cristo moribundo
72. P. BENOIT, Bible de Jérusalem, Eph 2, 16: «Este Cuerpo único, en el que Cristo
n~c()l1ci1ia a los pueblos enemigos, es ante todo su cuerpo individual y físico sacrificado en
la cruz. Pero es también el Cuerpo místico, que tiene el cuerpo físico por centro o por
r.ah(·za) donde se congregan todos los miembros antiguos judíos y gentiles, finalmente re.-
conciliac1(}s.»
la bendición de Abraham se libera de las trabas nacionales, para
ponerse a disposición de los gentiles' en Cristo resucitado: «Cristo
nos rescató de ia maldición de la Ley haciéndose por nosotros mal-
dición ... para que la bendición de Abraham se extendiese sobre los
gentiles en Jesucristo y recibiéramos el Espíritu que nos estaba
prometido» (3, 13 s). Cristo cargó con la ma:ldición con que la Ley
castigaba a sus transgresores y la canceló soportándola en la cruz.
El apóstol no dice expresam.ente que con la maldición fue supri-
mida la Ley misma; sin embargo, quiere que io entendamos así,
pues mientras subsista la Ley persistirá la maldición (v. 10). Por la
abo1ición de la economía antigua se: halla libre de sus condiciones
restrictivas la bendición mesiánica prometida a Abraham. Esta ben-
dición había dependido siempre de Cristo, pero antiguamente de-
pendía de un Cristo enclavado en la nación judía, de la que estaban
exaluiÍdos los genti'les. En: 101 sucesivo se encurentra deposit:ada en un
Cristo uníversial, «en Cr~sto JesÚls»glorioso, en quien se nos ofrece
bajo la forma de un don del ESpírtirtu(v. 14).
Cuando sean conscientes del desplazamiento del reino de Dios,
también se desplazarán los verdaderos hijos de Abraham. Emigra-
rán con Cristo al mundo del Espíritu: el AT quedará anexionado
al cuerpo nuevo de Cristo.
Es~e traJSIado comenzó en ila¡sprofundidades de!l seol. Durante
los tres días de su muerte, «exaltado ya sobre la tierra», Cristo
ejerció su fuerza de atracción sobre los seres con quienes se comu-
nicaba en su nueva ,existencia, los difuntos.
La catequesis apostólica reserva un puesto importante a la doc-
trina del descendimiento a los infiernos. Desde su discurso, de pen-
tecostés hace san Pedro mención: del la estancia de Cristo en el :í:eol
(Aet 2, 27). Las alusiones de su primera carta suponen en los lecTo-
res e1conocimiento del hecho y de su significación. Después de un
texto de sentido oscuro (1 Petr 3, 18-20) 73, el apóstol escribe: «Ex-
trañados ahora de que no concurráis a su desenfrenada 'liviandad
[los paganos], os insultan; pero tendrán que dar cuenta al que está
pronto a juzgar a ,los vivos y a los muertos. Que por esto fue prego-

73. «Cristo ... después de haber muerto por razón de la carlle, fue vivificado por razón
del Espíritu, en el que fue también [de antemano] a predicar a los espíritus prisioneros,
rebeldes otrora» en la época del diluvio. Los exegetas se ¡lreguntan si a(Iu! el descenso a los
infiernos está d'estinado a los difuntos o a los án~eles caídos. Es plausible, aunque incierto,
sean los ángeles infieles, cuya defección se relaciona en el pensamiento judío con el
relato del diluvio. Cristo habría ido a hacer ante ellos la proclamación de su señor!o y
a sometérselos. Pero también es posible que este descenso a los infiernos fuera una
visita a los difuntos, en la que Jesús les llevaría el mensaje de la buena nueva (sen-
tido ordinario de X1JPÚOO'ü en el N.T.).
nado el evangelio a los muertos, para que, condenados en la carne
según el juicio de los hombres, vivan en el espíritu según Dios»
(l Petr 4, 4-6).
El sentido del texto parece ser el siguiente: ahora los paganos
os ultrajan, pero han de dar cuenta al que juzga a los vivos y a los
muertos. Esta última palabra sugiere la idea del descendimiento a
los infiernos. La actividad de Cristo entre las almas de los difuntos
prueba que un día restablecerá la justicia en todas las cosas, pues
por ella inaugura su acción judiciaria. Les trae la buena nueva,
para que aquellos difuntos, condenados en otro tiempo por el juicio
de los hombres, como ahora los cristianos, reciban la vida por la vir-
tud del espíritu. Sólo los justos fueron objeto de esa visita, ellos que
habían sido juzgados inicuamente en la tierra. El Señor se les apa-
reció en su gloria espiritual (3, 18) Y les llevó una buena nueva 71,
«para que viviesen por el espíritu», un mensaje de vida y de reden-
ción. Esta «evangelización» de los muertos no fue sólo una palabra
libertadora; fue portadora de una vida salvffica. Con ella quedaron
cristianizadas las almas de los padres.
Si la predicación fue portadora de vida - de aquella vida del
espíritu que vivificó a Cristo (3, 18)-, ¿sería temerario admitir
que ella produjo en los justos una actitud de alma nueva, la fe que
une con el Salvado,!"y abve para el hombre 'la vida gloriosa? Con
algunos antiguos 75 podemos pensar que «el anuncio de la buena
nueva en los infiemos pudo se!",por parte de los fieles, la ocasión
de un acto de fe 76. Sea 10 que fuere, la vida descendió a la prisión,
y nosotros tenemos el derecho de cree!"que las almas se adhirieron
con una unión vital a Cristo glotioso. Así fueron bautizadas en el
alma de Cristo, primicias de la Iglesia nueva 77.
Apenas el AT expi!"óen la came de Cristo, todo el pueblo de
los justos antiguos se puso en movimiento y trasmigró al reino
de Dios bajo su forma nueva.

74. «La significación soteriológica de la baj ada a los infiernos se concentra alrededor
de la buena nueva» (E. STAUFFER,Die Theologie des NT, p, 114).
75. Cuyos testimonios recoge U. HOLZMEISTER, Commentarius in epístulas SS. Petri
et ludae, t. 1, París 1937, pp. 327-330. Estos autores sostienen que los justos difuntos
han tenido que hacer un acto de fe en Cristo para salvarse. Algunos conciben ese acto de
fe como una verdadera conversión.
76. J. CHAlNE, D.B., Supp1., arto La deseente du Christ 00% enfers, col 423. El autor
aívlade: «Las almas de los justos ... conservan la virtud de la fe hasta que no gocen de
la visión beatífica... Se concibe muy bien que su adhesión a Cristo, que se les manifiesta
{'s pHeitamente, sea un acto de fe viva, acto que no es meritorio, pero que merecieron
t'IIlHplir en la tierra.»
77. IGNACIO DE ANTIOQUÍA: Cristo es la puerta por donde «entran Abraham, Isaac,
,"",o!l, ]"s profetas, los apóstoles y la Iglesia» (Philad. 3, 1; cf. 5, 2); HERMAS, El
})(/.\"lo"1 Sim. 16, 2A, piensa que los antiguos recibieron entonces el bautismo cristiano.
La antigua economía se encuentra así «cumplida» no sólo en
sus instituciones, sino en su realidad más profunda: en el pueblo
mismo. Los hijos de Abraham se veIl unidos más íntimamente a
Cristo, y reciben de Él el Espíritu de quien no poseían más que
una chispa en 'la fe de Abraham. Ellos, que descansaban sobre el
único fundamento del Cristo venidero, en adelante son as~dos
realmente por Él. Antiguamente eran los «padres» (Rom 9, )J; no
teniendo razón de existir sino por este título y en su descendiente.
Ahora reciben de 'Él mismo la vida; Jesús engendra a sus padres.
Él, que es el principio de todo, «tiene la primacía sobre todas las
cosas» 7ll.
El NT se une al AT en una unidad esencial, en el cuerpo de
Cristo, substancia vital de ambos. Entre los dos no sólo hay una
inquebrantable cohesión, sino una unidad, la unidad del cuerpo de
78. Así como la comunidad israelita se prolonga en la Iglesia, hasta el punto de no
formar sino una Iglesia según el Apocalipsis (cap. 12), así también, según el pensa-
miento católico, la función mesiánica de la Madre de Jesús se prolonga más allá de
su papel materno, en el que culminaba y se resumía el papel de Israel. Esta función
se transformó, al igual que la de la Iglesia, que fue primeramente madre de Cristo
según la Carne y que vino a ser la esposa en el Espíritu (Eph S, 25) Y la madre de
los fieles (Ap 12, 17). En adelante se considera a María en la Iglesia de Cristo como
mediadora de vida en su unión a Cristo en el Espíritu Santo, y que resume una vez
más a toda la Iglesia, pero bajo la nueva forma de la Iglesia esponsal y de madre de
los fieles. Cf. OLlER, La vie intérieure de la T.S. Vie"ge (ed. Faillon), t. n, París 1866,
p. 126: «(Jesús), habiendo recibido de Dios en su resurrección la posesión de la vida
para darla a todos los hombres ... , toma a la Santísima Virgen como una nueva Eva,
como su ayuda, y en este momento la hace partícípe de todo lo que Él ha recibido
de sU Padre, para hacerla Madre de los vivientes.»
Mientras que Cristo es el principio de la Iglesia, primero carnal y luego espiritual,
por haber sido su hijo según la carne y luego su esposo en el Espíritu, la Virgen San-
tísima es esta Iglesia en su forma sucesiva, su resumen y su expresión.
Para unirse al Cristo de la resurrección debe realizar en sí misma lo que dche efcc·
tuar la Iglesia en cada uno de sus miembros: pasar de la carne al Espíritu. 11aría
está presente en el Calvario en cuanto madre de Cristo, en quien se resumen el pueblo
del A.T. y su vocación materna. María es el Israel de Dios al pie de la cruz. Por 10
menos en ella consiente el pueblo judío en entrar en el crisol de la cruz y acepta la
muerte de su hijo según la carne, la muerte del mesianismo terrestre y de toda la illl)ti~
tudón antigua. En 1vfaría, la Iglesia del A.T. consiente en morir en Cristo.
Todo fiel toma parte en el acto redentor, asociándose en misterio al neto mismo de
la muerte y de la resurrección (ef. iufra. p. 242), ya por su sola :;alvaciótl, ya por la
Iglesia confiada a su aposte>lado (cf. infra ¡>, 364 s). Habiende> tomado p:uote en la Illllerte
de Cristo, en cuanto madre, personificación de la comunidad de Israel, M:arfa recibe ef1
sí,_ según el pensamiento cristiano, la plenitud de vida de Cristo resucitado, rc.'mmiendo
una vez más en sí toda la función salvadora de la Iglesia y todas las fases de '" santi-
ficación, comprendida la última, la glorificación corporal.
En su sola y breve historia vive la Madre de Jesú, la larga historia de la Iglesia.
La historia sagrada comienza con el primer anuncio mesiánico - «Pongo enemista-
des.oo» - y acaba cn la glorificación corporal de la Igle&ia; Cristo es su centro, Cristo
según la carne, al que el A.T. da a luz, Cristo muerto y resucitado, al que está unida
la Iglesia del N.T. El comienzo y el fin de la vida de María coinciden con los dos
términos extremos de la vida de la Iglesia; y la historia de la salud, que entre estos
dos términos llena la vida de la Iglesia, se realizó con perfección en la Virgen María.
La Iglesia salvada por Cristo, cuya madre y asociada es, está como contraída en
sola la Virgen María. eL c. DlLLENSCHNEIDER, Toute I'Église en Marie, «Bulletin de
la Société Fran~aise d'Études Maríales», 1953, p. 75-132.
Cristo. No existe ruptura, únicamente la diferencia que hay en el
cuerpo de Cristo antes de la muerte y después de la resurrección.
Lo mismo que no hay más que un solo cuerpo de Cristo, así tam-
poco hay más que un solo pueblo de Dios, pero con existencia
diferente antes de la muerte y después de la resurrección de Cristo.
De este modo 'los miembros de la Iglesia son todos del 'linaje de
Abraham. No hay herencia si nOres la de Abraham (Eph 3, 6);
no hay pueblo mesiánico fuera de Israel (Eph 2, 19).
El pueblo antiguo fue el primero que penetró en el reino espi-
ritual, en la persona de Cristo, en cuyo cuerpo se concentraba su
substancia vital. Fueron también israelitas los primeros en seguirle;
convenía, según el orden de las cosas, que llamara primeramente a
quienes estuvieron unidos a su cuerpo carnal. A ellos se dirige lle-
vándoles la bendición de Abraham (Act 3, 26), espiritualizada en
Éi!. Desde Jerusalén, centro de Israel, se ,extiende el reino por Judea,
Samaría y, después, por el mundo entero (cf. Le 24, 47; Act 1, 8).
Los impulsos de la gracia respetaron siempre esta prioridad (Act
13, 46). Sólo a través de los judeocristianos alcanzó a los gentiles
el soplo del Espíritu. Su gloria es ser «conciudadanos de 'los san-
toS}}(Eph 2, 19) Y participar de sus riquezas (Rom 15, 17; 2 Cor
8, 14).
Hay, sin embargo, entre el pueblo antiguo y la Iglesia nueva
una muerte y una resurrección, una transformación profunda por
la renuncia a la vida carnal. En la Iglesia nueva, la antigua murió
y continúa muerta porque la vida de Cristo consagra para siempre
'la muerte de 'la carne. La masa de los judíos rehusó entrar en el
crisol de rla cruz. Intentaron arrancar a su pueblo carnal del engra-
naje de la muerte, en el que lo veían comprometido con ese Jesús
de Nazaret. Pero no estaba en su pod'er retenerlo en la carne supri-
miendo a Cristo, pues Israel se hallaba todo entero en Cristo. Mien-
tras que la muerte fue para Cristo un despojo del cuerpo carnal y
un paso a la vida de Dios, constituyó por parte de la masa judía una
obstinación en su estado carnal y una repulsa del Espíritu. Para
Cristo y los fieles, la cruz es al mismo tiempo el fin de la vida car-
nal y la raíz de la existencia nueva. Para los judíos incrédulos, mar-
có el fin sin otro comienzo 'la expulsión fuera del reino. Por eso «la
aversión a Ia cruz quedó como algo esencial al judaísmo» 79.
Gracias a la fusión de los dos Testamentos, la visión profética
puede abarcarJos con una sola mirada. La profecía bíblica recae so-
bre el pasado, el presente y futuro. Intuye el valor mesiánico de una
institución, de un personaje o de un hecho. Colocados en los dos
extremos de la historia del reino de Dios, los profetas de los anti-
guos tiempos y de '1osnuevos incluyen ambos pueblos en un con-
cepto único. Sólo varían las perspectivas según que el reino, en el
primer plano de la visión, se considere en su estado carnal o en
su estado espiritual Bn.
Para proceder justamente en la interpretación de los textos me-
siánicos 81 y dar a cada uno de los dos pueblos lo que le es debido,
hay que va'1orarlos sucesivamente en un sentido «carnal» y en un
sentido «espiritual». Se ha de conceder a la economía antigua el
beneficio de las promesas terrenas, luego hacer morir esos textos
a su significación carnal, sepu1tándólos con Cristo para resucitarlos
con El eIll el Espíritu, y entregados así a la Iglesia 82.
80. Cristo, que se levanta en medio de los dos Testamentos, los envuelve en una sola
mirada. En la parábola de los viñadores homicidas, el hijo es apresado y, según la tra-
dici6n de Mt 21, 39 Y Lc 20, 16, arrojado primero fuera de la villa y después muerto. "'~
La imagen de la parábola está calcada en la realidad; la alusión al que «sufri6 fuera
de la puerta» (Hebr 13, 12) es transparente. Vemos al Hijo cogido en Jerusalén, arras-
trado fuera de los muros y allí muerto. La viña representa al reino en su existencia
histórica de entonces, el Israel terrestre, sociedad política al mismo tiempo que religiosa,
y especialmente a Jerusalén, la capital de aquel reino (cL D. Buzy, Les paraba/es, París
31932, p. 420). Ahora bien, si el dueño hace perecer a los viñadores, no por eso es
saqueada la viña; ésta continúa siendo la viña del Padre, arrendada simplemente a
otros viñadores.
Los antiguos videntes columbran el Israel de! fin de los tiempos en la perspectiva
del Israel de carne. Las Iineas de la casa de Israel llevan su mirada hasta la visi6n
del templo mesiánico (Ez 47), sin darles consciencia neta de la transformaci6n sufrida
de un punto a otro de la perspectiva, tanto que se tributan anticipadamente elogios me~
siánicos a Zorobabel, que después de la cautividad vuelve a levantar el santuario de
sus ruinas (Zach 3, 8; 6, 12). Eu la ciudad de David, edificada con piedras, y ence-
rrada en estrechas murallas, contemplan ya a la Si6n materna que engendra a las
múltiples naciones (Sal 87); e! reinado salomónico se prolonga en la realeza eterna del
Mesías (2 Sam 7, 12-16; Sal 45; 49), Y <<la tierra» (el país de Israel) aparece como la
herencia mesiánica de los fieles (Sal 37, 9). Mientras que la perspectiva profética de
los antiguos parte de la realidad carnal, la epístola a los Hebreos lee la Bihlia a
la inversa, a partir de la realidad cristiana, término de esta perspectiva (cf. J. VAN DER
PLOEG, L'exégese de l'Ancien Testament dans l'épitre aux Hébreux. R.B. 54 [19471
187-228). Aplica a Cristo, a la letra y en sentido fuerte, elogios que en su scntido literal
primero pertenecen a personajes antiguos. Sólo a Cristo reconoce el honor de la filia-
ci6n divina en un texto que la otorgaba, en sentido débil, a toda la descendencia davidica
(Heb 1, 5; 2 Sam 7, 14). S6lo a :Él le atribuye el título de Elohím, que un epilalamista
de corte había asignado al rey davídico (Heb 1, 8 s; Sal 45, 7 s). El antor no en-
tiende ya los textos sino en la plenitud de sentido que adquirieron cuando la realidad
expresada por ellos llegó al término de su perfecci6n.
Las perspectivas cambian alternativamente de carnal a espiritual. La realidad entera
es mesiánica.
81. Hablamos de los textos mesiánicos más numerosos, que no profetizan exclusi~
vamente de Cristo, sino de la realidad mesiánica bajo la antigon" forma llamada a
madurar en Cristo.
82. Sin embargo, no hay que someter estas profecías a una desencarnación, sino a
una resurrección corporal espiritualizante. Las profecías mesiánicas que llamamos «tem-
porales» forman parte integrante del conjunto profético y no se distinguen, en el pen-
samiento de los profetas, del mesianismo que llamamos «espiritua1». Lo mismo que
Cristo no se desencarnó, sino que resucitó corporalmente, no en la carne sino en el Es-
La muerte y la resurrección de Jesús fueron, para el pueblo me-
siánico y para toda la economía antigua, lo que fueron para Cristo
mismo: una pascua, esto es, un paso.

llíritu, así se han realizado o se realizarán aún esas profecías en toda su integridad, no
¡;egún las leyes de la carne, sino según las del Espíritu de Dios.
LA VIDA DE LA IGLESIA
EN CRISTO RESUCITADO
También este capítulo tiene por fin enumerar los efectos del «po-
der de la resurrección» (PiW 3, 10). No basta con haberlos consi-
derado en su punto central, en el Cristo personal. Hay que deter-
minar su desarrollo en el cuerpo de la Iglesia. Ya desde el principio
la vida del espíritu saturó el cueJ1pode Cristo, y sólo los trabajos
de la pasión dieron su fruto fecundo. Y así se levantó la Iglesia
en e1cuerpo de Cristo. Forma un cuerpo con este cuerpo, ha nacido
del mismo acto que engendró al Salvador a una existencia nueva.
No se puede comprender la riqueza de 'la vida gloriosa, sino en el
cuerpo de Cristo, que es también la Iglesia.

I. INDICIOS DE UNA VIDA NUEVA SEGÚN


LOS SINóPTICOS y LOS HECHOS

A partir de la resurrección se vislumbra en los apóstoles una


transformación y se afirma cada vez más, como si su alma hubiera
sido fecundada.
Cambia su actitud frente al Maestro. En su existencia natural,
Jesús fue objeto de un conocimiento humano; estaba sometido a las
percepciones de los sentidos y al control de la historia, envuelto en
'la red de las relaciones familiares y sociales; en tomo suyo susci-
taba admiración, despertaba simpatías, pero estos sentimientos ¡qué
poco profundizaban en adoración y caridad! El día de las parábolas
por la tarde, Jesús dijo a los apóstoles: «Pasemos al otro lado...
y le llevaron según estaba en la barca» (Mc 4, 35 s). Se advierte la
rudaamilstad de esos hombms. Que t!ratoo de pasar el1 mar gentes
del oficio es natural. Mas cuando le ven dormir en medio de la
espantosa tempestad, gritan: «Maestro, ¿no te da cuidado que pe-
rezcamos?» (Mc 4, 38). No se advierte aún en verdad el infinito
respeto testimoniado más tarde, desde la ascensión, «al Señor Jesús»
(cf. Act 1, 21). El Maestro estaba tan compenetrado con la huma-
nidad terrestre, que se podía hablar con Él sin saber que se hablaba
l

con Dios, llamarse hermano suyo sin tenerlo por Señor, pecar con-
tra Él sin pecar contra el Espíritu Santo (Mt 12, 32) 1. Por otra
parte, los discípulos no habían aún sobrepasado este nivel de la
carne y de la sangre desde el que la vida sólo aicanzaba al Cristo
de carne y de sangre 2.
Después de la resurrección, Jesús aparece todavía en la simpli-
cidad de su forma terrestre y, sin embargo, ya no es el hombre de
antes, objeto de un conocimiento simplemente natural. San Pedro
afirma que Dios «le dio [a Cristo] manifestarse no a todo el pue-
blo, sino a los testigos de antemano escogidos por Dios» (Act J O,
40-41). La visión y la compañía de Cristo resucitado están reser-
vadas al círculo de sus creyentes.
A su contacto, el alma de los discípulos se dilata. Jesús mismo
«les abre la inteligencia para que comprendan» (Le 24, 45); se
esclarece el sentido de las palabras enigmáticas oídas en otro tiempo
(Lc 24, 8); sienten un calor en el corazón ante la sola presencia del
Maestro, aun antes de reconocerlo (Le 24, 32), Y durante una mis-
teriosa comida Jesús se manifiesta ante sus ojos, que se abren (Lc 24,
31. 35) 3. El discurso a los hermanos del cenáculo nos presenta
a san Pedro, antes tan cerrado al misterio de la redención, capaz de
entrever la importancia capital de la resurrección de Cristo (Act 1,
22). Elevado a otra esí'era, el Señor atrae hacia sí las almas gra-
dualmente, sin estridencias, dejando al Espíritu de pentecostés el
cuidado de llevar la luz aún indecisa hasta su pleno resplandor
(cf. Act 1,. 6-8).
Se crea una psicología nueva. Los discípulos viven en 'la alegría
y sencillez de corazón (Act 2, 46); la alegría domina cualquier otro
sentimiento (Act 5, 41; 8, 39; 13, 48). Ya durante la vida terrestre
de Jesús, la amistad de los apóstoles había profundizado hasta el
punto de no poder encontrar alegría fuera de la presencia del Maes-
1. Aun después de la resurrección de Jesús es posible «hablar contra el Hijo del
hombre» sin hablar contra el Espíritu Santo. dado que no se puede conocer a Cristo
sino según la carne, según sus apariencias históricas. Así sucedió a san Pablo antes
de la conversión (2 eor 5, 16).
2. Sin embargo, más de una vez los ap6stoles, bajo la acción de un principio su-
pcr;"r, se rem"ntaron a un conocimiento más espiritual del Maestro (cf. Mt 16, 17).
o. El texto y el contexto exigen la traducción: «Le reconocieron en [= durante]
la fracción del pan», y no «por la fracción del pan», por la manera de partir el pan.
Sus ojos se abrieron cuando entraron con Él en la comunión de la comida llamada frac-
ción (lel pan.
tra; si ahora es grande su alegría y crece hasta la exaltación en el
momento de la partida definitiva de Jesús en su forma sensible
(Lc 24. 52 s), hay que creer que ia presencia del S~or se les hizo
más íntima por la misma partida, y que esta presen~ia, mantenida
e intensificada por la separación, es de una natura:leza compkta-
mente nueva.
Las esperanzas de otro tiempo se purifican de su egoísmo; una
fraternidad desconocida surge entre los discípulos. Una sociedad de
tipo nuevo acaba de nacer.

Para san Juan. la salvación es de orden cognoscitivo, siendo fun-


damentalmente vital, y el efecto primero del misterio pascua:les una
iluminación.
Hada mucho tiempo que había anunciado JeSÚs que se había
de encender una Iuz en sus aImas: «Cuando ievantéis en alto al
Hijo del hombre, entonces conoceréis... » (8. 28). No en vano dio
al tiempo de sus nuevas relaciones con ellos el nombre de «aquel
día»: un tiempo de luz, en el que «verán» 4.
Entonces «sabréis que Soy Yo» (8, 28),.dice Jesús. La palabra
oída por Moisés en el fuego del Sinaí - «Dios dijo entonces a
Moisés: "Yo soy"» (Ex 3. 14)- la oyelron 10ls d~scípuIolsen
la contemplación de Cristo exa:ltado, marcado con Ias llagas de la
inmolación. «Verán», en la fe, <dos cielos abiertos sobre el Hijo
del hombre» (1, 51) 5; le «verán» subir a los cielos (6, 62). El ser
profundo de Cristo se revelará; sobre su rostro aparecerán los
rasgos del Padre 6, cuando el Padre lo haya absorbido en su pro-
pia gloria (13, 22): «Aquel día conoceréis que yo estoy en el
Padre» (14, 20).
Para ser visto en su verdad tuvo que morir a 'lo que era en la
tierra; es conocido «por encima de la tierra» (8, 28; 12, 32),.exal-
tado (3, 12) en su transfixión (19, 37). «Todavía un poco y ya no
me veréis, y todavía otro poco y me veréis» (16. 16). Para ser
visto,.desaparece 7.
La muerte como tal no ]0 revela, sino par la gloria que en su
4. Cf. M.E. BorSMARD, Du L/ailthlle a Cana, Parls 1956, I'. 112-118.
5. Ya en 1, 51 anuncia Jesús su glorificación pascua!. Cf. M. E. BorsMARD, o.c.,
p.112.
6. Según 12, 4 Y 14, 7-9, los disc!pulos ven ya al Padre en el Hijo. Sin duda
Se trata de una de. esas prolepsis frecuentes en el cuarto evangelio.
7. Cf. IGNACIO DE ANTIOQUÍA. Rom 3, 3.
I11I1CTlc brilla en él y en sus fieles: «Glorifícame, Padre, pide Jesús,
pues tú me diste la vida para transmitida, y esta vida consiste en
conocer, y este conocimiento no se difunde sino en mi gloria» (cf. 17,
1-3). «En aquel día, dice Jesús, no me preguntaréis nada» (16, 23);
ala 'luz de aquel día no preguntarán: «¿Qué quiere decir?» (16, 17).
Ese día es el de la resurrección (16, 22 s), el cual no tendrá ocaso.
Este conocimiento no está hecho de puras nociones, sino es luz
que vive - porque «la vida eterna está en conocerte» (17, 3)-,
experiencia mutua de dos seres en comunión, y uno de los cuaIcs
es «la luz del mundo» (8, 12). «Todavía un poco yel mundo ya
no me verá», pues el mundo sólo tiene el contacto de 'las cosas
sensibles8, «pero vosotros me veis [veréis] porque yo vivo y vos-
otros viviréis» (14, 19). La expresión «yo vivo» está sumergida
en la misma luz que el eterno «Yo Soy». ¿Cómo le verían los dis-
cípulos en su verdad, si no eran elevados al nivel de esta verdad?
Sabrán quién Es Él cuando vivan de Él.
Esta visión supone, pues, una íntima presencia mutua, una
interpenetración como la que se realiza por la eucaristía (6, 56).
«Yo no os dejaré huérfanos, vendré a vosotros» (14, 18). El día
de pascua 1~ lleva junto a los suyos,; y esta presencia no tendrá
fin para que los apóstoles no estén nunca huérfanos.
En el comienzo, la presencia será todavía sensible, pero estará
ya de tal manera transfigurada, que será inaccesible a la mera
percepción de los sentidos: «el mundo» no volverá nunca a ver a
Cristo (14, 19). Todo lo que acabamos de decir de la visión
de Cristo debe decirse también de su presencia: será muy distinta de
la presencia terrenamente local, se afirmará en la ausencia: «me
voy, y vengo» (14,.28). Surgirá una era completamente nueva, una
exÍl';'tloocila
de apertura y de comunicación: «Aquel día sabréirsque
estáis en mí y que yo estoy en vosotros» (14, 20). Aunque ya en
el pasado, había ordenado Dios amar (Lev 19, 18; Dt 6, 4), sin
embargo la ley de caridad es completamente «nueva», impuesta por
el nuevo modo de ser en apertura, en comunión de personas.
La presencia de Cristo y la comunión de vi!dase realizan en la
muerte. Desde lo a[to de la cruz atrae Jesús a la comunión en
su destino de muerte y de gloria (12, 23-34) 9. Al costado abierto

8. San CIRILO DE ALE/JANDRÍA, In Ioh. 14, 19; PG 74, 264: «No verán en sí a
Cristo, pnes su corazón está privado del Espíritu.»
9. Los versículos 12, 23-34 hablan de la exaltación celestial de Cristo en su muerte,
ele la atracción ejercida por Cristo desde 10 alto de su muerte glorificante, de la
participación duradera de los discípulos en su destino de muerte y de gloria. Cf. W. THÜ-
SINe;, O.C., p. 129-131.
de Cristo glorioso es a donde se va a beber los torrentes de la vida
(7. 37-39); se come e¡}ouerpo espiritual (cf. 6. 63). que es U1!acarne
entregada (6. 51), Y al mismo tiempo se bebe la sangre de 'la inmo-
lación. El Apocalipsis hablará de las nupcias del Cordero que está
inmolado (5. 6): una unión de amor en la muerte. Los fieles de
Cristo están unidos aÉl tal como se halla en su término: inmolado
y glorioso.
El Espíritu desempeña un papel en este conocimiento nuevo, en
esta presencia íntima y en esta vida. Él es el testigo de Cristo que
lo da a conocer (15. 26; 16. 14). Él también. según parece, quien
hace a Cristo presente. pues. después de haber anunciado 'la venida
del Espíritu. Jesús declara, como para concluir: «No os dejaré
huérfanos; vendré a vosotros» (14. 18) 10. Y la vida que Cristo glo-
rificado comunica a sus fieles·no es otra cosa que el Espíritu Santo
(7. 37-39) 11. «El día» que ve establecerse las nuevas relaciones
amanece con Cristo resucitado. pero en la aurora pascua! despunta
ya pentecostés.
La vida cristiana está regida por una 'ley moral muy otra que
la del A.T. Ya en otro tiempo el «Yo Soy» divino había sido el
principio de toda la vida de Israel. pero principio mediato, a
través de los preceptos. Desde ahora es principio de vida moral
por comunicación: «Yo soy la vid y vosotros los sarmientos»
(15. 5).
La paz y la alegría caracterizarán la nueva psicología de los
discípulos. A'1 partir. Jesús dejará a los apóstoles el don de la paz
(14, 27). Y al volver en la resurrección comenzará la era de una ale-
gría si fin (16, 22).
«En aquel día» nacerá una oración nueva que se hace en nombre
de Jesús: «Aquel día pediréis en mi nombre» (16. 26). Hasta este
momento 'los discípulos aún no habían pedido nada en nombre de
Jesús (16. 24). Para rogar en nombre de Jesús no bastará interponer
el nombre del Maestro, llamándose discípulo suyo y escudánclose en
sus méritos. a la manera de los judíos que recorclaban a Dios las
figuras de los patriarcas y su amistad hacia ellos. El anunciado méto-
do de oración es in8dito; el contexto del discurso nos eleva muy
por encima de las antiguas fórmulas, pues la oración en nombre
10. Así lo explica san CIRILO DE ALEJANOHÍA, Tn ToJ¡. 14, 1R! 1'(; 74, 261 Y 264.
relacionando 10h 14, 18 con Rom 8, 9 s.
11. Es cierto que esta identidad no se afirma con :fuerza como en san Pablo; está
sugerida por 7, 37 ss, por la comparación literaria con 14, 17 s, por la semejanza de
la venida del Espíritu con el retorno de Cristo, que pasan - una y otro - desapercibidos
a los ojos del mundo, pero que los discípulos perciben en virtud de la vida qne hay
en ellos (14, 17.19).
d0 Jesús puede dirigirse a Jesús en persona (14, 14) y, aun diri-
giéntiola al Padre, es oída por Jesús (14, 13) 10 mismo que por el
Padre' (/6, 27).
El nombre caracteriza a la persona. Por esto y por el contexto
dcl discurso que habla de una presencia íntima, el método propuesto
se aproxima a una oración «en Cristo» según la doctrina paulina
([illmann, Huby). Jesús mismo parafrasea la fórmula cuando pro-
mete a sus discípulos una acogida favorable a condición de que
permanezcan en Él y de que sus palabras permanezcan en eUos
(15, 7). La oración en nombre de Jesús brota de la comunión
íntima, de ese fondo del alma donde vive Cristo.
Por eso esta oración no es inaugurada sino en «aquel día». Es
preciso que ante todo se establezca la unión vital y que ésta penetre
en la conciencia de los apóstoles.
Con más seguridad que en el antiguo templo será oída por
Dios toda oración pronunciada en Cristo resucitado, casa de ora-
ción del pueblo nuevo (2, 19); porque, formulada en esta morada
espiritual, la oración es buena, «habiendo llegadOrla hora en que
lÜ'Sverdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en ver-
dad» (4. 23) 12.
Conscientes de esta presencia de Jesús en el Padm y de su poder,
los discípulos dirigirán sus peticiones al Maestro en persOrna: «Si
me pidiereis alguna cosa en mi nombre, yo la haré» (14, 14). Ora-
ción enteramente nueva, pronunciada en Cristo y dirigida a Cristo
que está en el Padre.
Los hechos vienen a confirmar las predicciones. El día de pas-
cua inaugura un conocimíien'to nuelVO,se establecen con Cristo re-
laciones aún desconocidas.
El primer efecto de la resurrección, comprobado por el discípulo
en su propio corazón, fue la fe: «vio y creyó» (20, 8). Creyó en
el hecho de la resurrección; pero este conocimiento nuevo constituyó
una aportación esencial a su antigua fe: «creyó».
«Deja ya de tocarme», dijo Jesús a la Magdalena en la mañana
de Pascua, «porque aún no he subido al Padre» (20, 17). «Pala-
bra de misterio» 13 que los exegetas, especialmente san Agustín, han
analizado con una curiosidad apasionante 14. Al reconocer al Maes-
tro, la Magdalena se apoderó de los pies de Jesús,. poniendo en

12. San Pablo (Eph 2, 18) recoge las palabras de Jesús. Por el Hijo en el Espíritu,
ht, R.hf el verdadero método de oración neotestamentaria.
IJ. San CIRILO DE ALEJANDRfA, In Ioh. 20, 1,7; PG 74, 692.
¡·I. Se1'll1. 24J.246; PL 38, 1143-1155; In Ioh traet. 121; PL 35, 1957.
este gesto toda la impetuosidad de su amor. Jesús alabó en otra
ocasión el gesto de la pecadora y de María de Betania: ahora
reprime este testimonio de amor. Cristo no ha ascendido todavía
a los o~o!sde María: 00 le aparec:e en una forma tan sencillamente
humana que eJla pudo equivocarse acerca de su persona. Sin em-
bargo, ha Isobrevenido un cambilo esencia!!,y }esÚisno 'admilteya
los contactos de otro tiempo; la intimidad y la familiaridad del
amor son diferidas hasta el día en que Jesús no se presente más
bajo una forma terrestre, en el que María no pueda ya abrazar
a Cristo, pero sí estrecharlo con el abrazo de la fe.
La muerte y la resurrección han formulado en Cristo rela-
ciones nuevas. Cuando haya subido al cielo, que Magdalena lo tenga
abrazado con la fe 15.
Por primera vez en san Juan llama Jesús a los discípulos sus
hermanos, hijos de su Padre. Entran en la familia del Padre:
«Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi PadJ:1ey a vuestro Padre»
(20, 17). «El grano de trigo ha producido' frutos en la muerte, en
la vid nacen brotes, los discípulos están en El, el Padre de Jesús
es ahora su Padre» 16.
A su vuelta, Jesús tiene las manos llenas de la paz prometida:
«La paz sea con vosotros», repite cada vez que se aparece, a sus
discípulos (20, 19. 26; Lc 24, 36).
Al octavo día de la resurrección, Tomás el incrédulo formula
una profesión de fe tan plena que deja en la sombra a cualquier
otra profesión de fe anterior a la muerte de Jesús. Este acto de
fe tiene un valor genérico,. A partir de la exaltación de Cristo los
hechos que le conciernen son como imágenes teológicas, ilustracio-
15. En Ioh 6, 62 ss, Jesús también remite a sus oyentes a la ascensi6n, para insinuar
que la unión de su carne con los fieles será espiritual. Tal es la exégesis de Teodoro de
Mopsuesta, d. R. DEVREESSE, Essai sur Théodore de Mopsueste. Ciudad del Vaticano
J948, p. 4J5 s; san JUAN CRISÓSTOMO, In Ioh., Hom. 86, 2; PG 59, 4(9; san CII<ILO DI<:
ALEJANDRÍA, In Ioh. 20, 17; PG 74, 692, 696; san LEÓN MAGNO, Senno 2, de Ascensione,
PL 54, 399; J.-J. OLIER escribía, muy atinadamente: «Para comprender hien e~tc pmmje,
hay que saber que nuestro Señor estaba presente ante la Magdalena en forllla humana y
corporal; y le advirtió que :f~l dejaba sus uniones y relaciones mfls intimas. para el
tiempo ... en que volviera a su estado espiritual» (Lettres, pp. 4R1·484; cil:. por H. Bní,-
MÜND, Histoire littéraire dH sentiment religíe'Ux en Francc} t. 111, p. 507). Entre los
modernos cí. LAGRANGE; F. TIJ.L1'r1u.\NN; F. l?HAT, J éSlIs·Christ, t tI, París /11933, p. 436;
P. BENOIT, L'Ascensi6n, R. B. 56 (1949) 183.
Jesús no motiva la prohibición (<<Deja ya de tocannc») lJO}" Sil pri~:a en ,subir junto
al Padre, como se gusta de decir a veces, como si la suhi(la CCl"C;} del Padre debiera
situarse después de la aparición :a la Magdalena. No se ve cómo el gesto de la 1Iag~
da1ena pueda ser un obstáculo a la ascensión de Cristo ... Cristo ha subido, se ha hecho
celestial con su glorificación; esta ascensión no será «vista» (6, 62) sino con la fe.
Ahora se presta todavía a la experiencia sensible, por 10 cual no ha ascendido todavía
a los ojos de los discípulos. Pero ahora ya los invita a relaciones de orden espiritual.
M agdalena podrá «tocar» a Cristo con la fe cuando a sus ojos haya subido al cielo.
16. W. THÜSING, o.c., p. 2J3.
nes de las constantes realidades de la salud 17: el cuerpo atrave-
sado y glorificado ha venido a ser el punto solemne de cita lS y
de revelación,.en el que brilla la gloria de Dios en el Nuevo Tes-
tamento, en el que se adora en Espíritu y en verdad: «¡Señor
mío y Dios mío!» Jesús, elevado por encima de la tierra, es centro
y causa de la fe (3, 15; 12, 32), objeto del verdadero conocimiento
(8, 28). Tal es el efecto de su gloria en la inmolación permanente.
Cristo «viene» por tanto en virtud de su partida (14, 28). El
misterio filial se propaga a partir de Jesús y de su sacrificio: Jesús
«consagra» a los discípulos y los envía (17, 19 Y 20, 21), como Él
mismo es «consagrado y enviado» por su Padre (10, 36). Lejos de
ser detenida la encarnación por el retorno al Padre, una vez lle-
gada a su plenitud en Cristo, se extiende sobre los hombres, y así
es como se realiza su salvación.

La vida de la Iglesia está caracterizada en san Pablo por el


doble ambiente en el que se desarrolla: in Christo e in Spiritu, y
pm su asociación al destino de Cristo (cum Christo).

a) Sabemos que la fórmula in Chrísto posee gran variedad de


significaciones.Puede no indicar más que una relación cualquiera
del fiel con el Cristol personal, y se la podría reemplazar frecuen-
temente por el adjetivo «cristiano» 19. «Las Iglesias de Tesalónica,
en Dios Padre y en el Señor Jesucristo» (l Thes 1, 1) no son
sino las Iglesias cristianas (cf. al 1, 22). En otros casos el sentido
de la fórmula profundiza místicamente; indica relaciones vitales
establecidas entre el fiel y la persona del Señor. La Iglesia está
en Cristo: esto significa que existe una compenetración vital entre
la Iglesia y Cristo.
17. ef. w. TIJ:ÜS ING, o.c., p. 267-268.
18. «Me parece que Jesucristo, después de su resurrección, sólo deja tocar sus llagas:
No/i 1J1(' Ia.ngcre», PASCAL~ Pensées, ed. J. Cheval1er, p. 1311.
I'l. l.. CERFAUX, La théologie de L'Église ... , p. 174 s.
Según una concepción acreditada por A. Deissmann Cristo 2Q,

se presentaría en el pensamiento de san Pablo bajo una forma


espacial, como una fuerza difusa en la que se sumergiría el cris-
tiano por una presencia local. Sin duda, la preposición in sugiere
la idea de una presencia, pero hay otras presencias además de la
local. En determinados casos es inadmisible una representación
visual de la presencia en Cristo 21; estas realidades trascienden el
orden espacial y son inaccesibles a la imaginación. La idea de un
Cristo sutil, basada en una falsa exégesis de «Cristo que es espí-
ritu» (2 Cor 3, 17), es uno de los errores más imperdonables de que
se ha hecho culpable la exégesis liberal. Ya no parece necesario
detenerse en ello.
La fórmula in Christo evoca la imagen de un medio de vida;
pero si es preciso descartar de ella toda concepción espacial, no
basta entenderla de una simple zona de influencia del Salvador.
Esta esfera cristológica es un medio existencial donde todo el ser
del hombre es absorbido por un nuevo principio, es creado de nuevo
(Eph 2, 10) para formar una «criatura nueva» (2 Cor S, 17; Gal 6,
15), un tipo de hombre inédito (Eph 2, 15; 4, 24). La entrada en
dicha esfera no se efectúa sólo como en un molde, sino a través de
un devenir para ser transformado en «un solo hombre y en un
solo cuerpo» (Eph 2, 15 s), que es el Cristo corporal. «Cuantos
en Cristo habéis sido bautizados os habéis revestido de Cristo»
(Gal 3, 27), exclama san Pablo en este sentido. La metáfora está
tomada del lenguaje corriente; significa que penetramos en las dis-
posiciones de otro, y el contexto anterior no exige con todo rigor un
sentido más realista: somos hijos de Dios, se ha dicho, porque
nos hemos revestido de Cristo. Pero la conclusión que el autor
saca de esta inmersión en Cristo, del que en lo sucesivo nos reves-
timos, revela en él un realismo de pensamiento que activa nuestra
unión con Cristo hasta una identificación en el ser. «No hay ya
judío ni griego, ni hombre ni mujer. Todos sois uno en Cristo
Jesús» (v. 28, d. Rom 12, 5). El sentido evidentemente es éste:
«Vosotros sois uno entre vosotros y con Él, y este uno es Él mis-
mo» 22. Cristo nos asumió en Él. Nuestra presencia en 'Él se ex-
plica por una identificación con Él 23.
20. Die neutestamentliche Formel in Christ'o leSl<, Marhurf(o lSn.
21. ¿Cómo imaginar espaeialmente, por ejemplo, UI1 «eonsedere iu Christo» (Eph
2. 6)?
22. L. MAI.EVEZ, L'Église, corps al< Christ, «Reeh. Se. Re!.», 1944, p. 63. Gal 3,
27 se relaciona con 2 Cor 5, 4, donde se trata del cuerpo de gloria del que nos re-
vestimos.
23. :Hasta el presente no se hablaba apenas más que de una unión mística. Varios
En algunos otros caso!>también la fórmula permite suponer. y
hasta sugiere, una comunidad de ser en la base de tales relacio-
nes. Trátese de la vida en Cristo (Rom 6, 11), de las riquezas enBl
adquiridas (1 Cor 1,. 5) o de una sesión celestial en Cristo, com-
probando fundamentalmente una existencia en Cristo sobre la que
se desarrollan la vida cristiana y sus manifestaciones: «Estáis en
Cristo» 24 - he ahí el hecho fundamental -, «que ha venido a ser
de parte de Dios vuestra sabiduría, justicia, santificación y reden-
ción» - he ahí 1aJsconsecuenoias dell hecho (1 Cor 1, 30)-.
«No hay, pues, condenación para los que están en Cristo Jesús»
(Rom 8, 1). «El que está en Cristo se ha hecho criatura nueva» (2
Cor 5, 17).
De esta unión radical resulta como primer efecto una comunión
de vida: «Haced cuenta que estáis vivos para Dios en Cristo
Jesús» (Rom 6, 11). «El don gratuito de Dios es la vida eterna
en nuestro Señor Jesucristo» (Rorro 6, 23; cf. Rom 8, 2). La vida
del Cristo corporal informa a la multitud que está en El. De ordi-
nario se explica nuestra identificación en Cristo precisamente por
la transfusión de una misma vida. Parece, sin embargo, que es más
radical - estamos ya anteriormente en Cristo -; llega hasta una
identificación en el plano del ser con Cristo, que por esto se hace
nuestra vida.
b) A veces san Pablo invierte su fórmula. En lugar de una
existencia en Cristo, habla de una presencia de Cristo en nosotros:
habita en nuestros corazones (Eph 3, 17). «¿No reconocéis que
Cristo está en vo!>otros?» (2 Cor 13, 5). Por razón de nuestra
presencia en el Señor, el apóstol había negado toda diferenciación
de raza y había afirmado la identidad de los fieles entre sí y con
Cl1islto.
La pms1enda de Crílstoen nOlsotf'OiS Jiea'lizala misma unidad:
«Ya no hay griego ni judío ... porque Cristo 10 es todo en todos»
(Co1 3, 11). Más que una presencia, els una existencia de Cristo en
autores encuentran la expresión demasiado débil, y con nl.zón emplean el término de
identidad. F. PRAT, La Théologie de St. Paul, t. II, p. 22 s; L. CERFAUX, La Théologie
de I'Ég!ise ... , p. 218, 222, n. 1, 264; L. MALEVEZ, e. C., y Q••elq••es enseignements de
l'Encyclique «Mystici Corporis Christú>, «Nouv. Rev. Theo!.» 67 (1945) 390; J. HUBY,
Mystiq ••es paulinienne et johanniql1e, París 1946, p. 27; C. Sl'ICQ dice «comunidad de
,cr y de vida», en La Ste. Bible, Épttre au.1' Corinthiens, París 1949, p. 211; P. BE-
r;OJT, Mélanges Jules Lebreton, «Rech. Sc. Re!.», 39 (1950) 272: «La incorporación a
(:d!'ifO resucitado se opera en el plano del ser.» Tales fórmulas son atrevidas; serían
exa¡scrarlas si no tuvieran gran flexibilidad. Sin embargo, son las que mejor responden
,,1 lenguaje paulino.
24. Muchos exegetas, siguiendo a los padres griegos (d. AlIo y autores citados),
dan aquí al verbo «estar» el sentido de «existir». AlIo traduce: «Vosotros existís en
Cri . ;;(o_~
nosotros, puesto que Cristo nace en nosotros y crece en nuestni
subsistencia «hasta vedo formado en (nosotros)>>(Gal 4, 19). El
Christus in nobis es sólo otra formulación de la comunidad de
ser entre Cristo y fieles.
Aquí, como en el marco de la fórmula in Christ'o, la identifi-
cación con el Salvador incluye una comunicación de vida. «Ya no
vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Nuestra vida
no se distingue de la de Cristo, es la suya propia, hasta tal punto
que Él es su sujeto..Podemos medir de este modo hasta qué extre-
mos lleva san Pablo el dominio de Cristo sobre nosotros, ya que le
atribuye nuestra vida, no por razón de la universal causalidad so-
brenatural del Salvador, sino por ser Él su sujeto: «Ya no vivo
yo, es Cristo quien vive en mí.» Por extraña que parezca en sí
misma tal doctrina, por difícilmente conciliable que resulte con la
alteridad rigurosa de Cristo y del cristiano, es indudable que san
Pablo la enuncia: «Es Cristo quien vive en mí» 25. Cristo sobrepone
su propia personalidad a la nuestra. Nuestro ser cristiano y nues-
tra vida son suyas antes de pertenecemos. 'Él Se identifica nuestro
nuevo yo 26.
Como 10 ha demostrado A. Wikenhauser 27,. Cristo y sus fieles
comparten la atribución de acciones, sentimientos, modos de ser,
estrictamente incomunicables fuera de esta identificación. El apóstol
está animado' de la caridad que es propia de Cristo. «La caridad
de Cristo nos apremia» (2 Cal' 5, 14); no la caridad que el apóstol
le ofrece, sino la de Cristo. Los padecimientos personales del Sal-
vador son soportables por el fiel, y los sufrimientos apostólicos
de san Pablo son los del Salvador (2 COl' 1, 5; 4, 10; Phil 3, 10;
Col 1, 24; Gal 6, 17). Su muerte personal y su resurrección son
nuestra muerte y nuestra resurrección.
En el pensamiento del apóstol,. la unión del marido y de la
mujer no ilustran sólo e:l amor que une a Cristo y a los fieles, es
la imagen del influjo de la personalidad de Cristo sobre la Iglesia.
En vista de la realidad que hay que expresar, el apóstol acusa
más de lo justo los rasgos de la imagen. Según él, el marido se
subordina a la mujer con una subordinación de su ser y de su volun-
tad, de suerte que la esposa viene a ser su cuerpo, y amando a
su mujer el marido, no ama sino a su propia persona. «¡Este
sacramento es grande!»: el misterio de dos personas, una de las

25. L. 11ALEvEz, O. c., p. 64.


26. O. e., p. 62.
27. Die Chris,tusmystik des hl. Paulus, Friburgo de Brisgovia 1956, pp. 16·18, 108 s.
cuales absorbe a la otra hasta el punto de identificarse con ella en
su propio ser y convertirse en sujeto de atribución de la única
vida común a ambas. Y, sin embargo, no se borran los límites
personales entre Cristo y los miembros de la Iglesia. San Pablo
sigue siendo él mismo. La vida que le anima es vivida por él,
110 sólo la de la carne - «si al presente vivo en la carne» (Gal
2, 20 -, sino también la de ser cristiano. Mientras que la fórmula
de Cristo viviendo en nosotros parece despersonalizar al apóstol en
favor de Cristo - «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí»-,
la fórmula complementaria de la vida en Cristo proporciona a los
fieles la atribución de su vida cristológica: «Vivís para Dios en
Oisto Jesús» (Rom 6, 11). Cristo es el sujeto de la existencia
cristiana, sin que el fiel deje de serlo también 28.
Concluyamos que los fieles tienen comunidad de ser y de vida
con Cristo glorioso, que son absorbidos de manera misteriosa
por Él.
Sin embargo, la identificación con Cristo no se extiende al
ser total de Cristo. El alcance de la fórmula in Christo debe ser
precisado por lo que sabemos de las relaciones de la Iglesia con
el cuerpo del Salvador. Nunca se ha dicho de la Iglesia que es
Cristo; es «su cuerpo, la pknitud (pleroma) del que lo acaba todo
en todos» (Eph 1, 23).
Los dos elementos de esta definición, destinados a completarse
mutuamente, están llenos de misterio. ¿Qué quiere decir que la
Iglesia es el cuerpo de Cristo, su pleroma?
Después de los recientes estudios sobre el pleroma 29, ya no
se duda en reconocer en este término, y en la idea que expresa,
que el apóstol lo ha tomado del estoicismo. En la filosofía vulga-
rizada de la Stoa, designa el universo en su totalidad, lleno y ani-
mado por eIl: principio divino. Aún hace pom, la cOll!troversiaen-
frentaba los defensores de una interpretación activa o pasiva del
pleroma.
Según unos 30, la Iglesia debería completar a Cristo - sería
la plenitud activa -, confiriéndole su perfección suprema, la con-

28. La invasión del fiel por parte de Cristo no le quita nada a la personalidad del
fiel, sino una imperfección. Estar cerrada sobre sí misma es una inperfecci6n de la
persona humana. Las personas divinas están abiertas unas hacia las otras. El hombre
,e abre a la persona de Cristo gracias al Espíritu, que le eleva a la vida divina.
29. Cf., sobre todo, J. DUPONT, Gnosis, Lovaina 1949, 453-476.
30. Los comentarios de Armitage Robinson, T. K. Abbot, P. Ewald, J. M. Vosté,
A. Médebielle, F. PRAT, La théologie ... , t. n, p. 431 s. P. BENOIT, L'ho-rizon poulinien de
¡'él,itre attx Ephésiens, «R.B.» 46 (1937) 354 «complemento», p. 514, n. 2 «término».
(T. HON~TJ,:vlm, LJiéva.ngile de P(1J1,d)París 1948, p. 228 s.
sagraclOn de su ser y de su gloria 31. Según otros 3'., nada añade
al Salvador; es completamente receptora para con Él, y contiene
la plenitud de su poder y de sus riqueZas redentoras.
La palabra pleroma designa siempre una realidad divinamente
colmada en el contexto literario estoico de donde está tomada 33.
Por otra parte, las evidencias de la teología paulina bastarian para
zanjar la cuestión en favor de la interpretación «pasiva». La Iglesia
nunca pretende dar a su cabeza un supremo perfeccionamiento 34.
Ella es el dUerpo y la esposa: el cuerpo lleno de las riquezas de
Cristo, la elSposia., pm'a oapaoidad de sU! Señor que obra en ella 35.
Ya que la totalidad de las riquezas divinas ha venido a con-
31. Atribuir a la Iglesia un papel tan importante, parece a primera vista incom-
patible con el pensamiento paulino. Si se quisiera dar al pleroma un sentido activo, sería
una atribución tan exorbitante, que habríamos de reconocérsela a la Iglesia. No bastaría
decir que la Iglesia es complementaria de Cristo, pues un complemento puede ser ac-
cesorio cuando el pleroma designa la plenitud, la perfección total.
Limitándonos al uso paulino de la palabra, la plenitud de Dios (Eph 3, 19; Col 2,
9), la plenitud de los tiempos (Cal 4, 4; Eph 1, 10), la plenitud de las naciones (Rom
11, 25), la plenitud de la Ley cumplida en la caridad (Rom 13, 10), significan la divi-
nidad, los tiempos, las naciones en su totalidad, la Ley en su plena realización y no al
término de todas las cosas.
La Iglesia, pleroma de Cristo en el sentido activo de la palabra, conferiría a Cristo su
perfección, lo que iría en contra de toda la doctrina paulina.
32. Cf., sobre todo, J. B. LIGHTFOOT, Epistles to the Colossians and to Philemon,
Londres 1892, pp. 255-277. Los comentarios de Knabenbauer, M. Meinertz, Huby, Ch.
Masson, CERFAUX, La Théologie de I'Église ... , p. 259; Le Christ dans la théologie de
Sto Fa"l, p. 320 s; P. BENOIT, Corps, tete et plérome dans les épitre de la captivité,
A. FEUILLET, L'Église plérome du Christ d'apré Eph., 1, 23, «Nouv. Rev. Théol.» 73
(1956) 449-459.
33. Cf. J. DUPoNT, o.c., p. 468.
34. En apoyo de una Iglesia que complete a Cristo, se trae (A. Robinson, T. K.
Abbot y ya san Juan Crisóstomo) la comparación de Cristo-cabeza y de Iglesia-cuerpo.
La cabeza es incompleta, el cuerpo la perfecciona. i El cuerpo completando la cabeza es
una comparación, por lo menos, extrafia! Cristo es, según Eph y Col, toda la Iglesia, al
misnw tiempo que es su cabeza. Cf. K. L. SCHMIDT, Th. W. N. T., t. III, p. 512;
E. PERCY, Der Leib Christi in den pcz,ulinischen Homologoumena 'llnd Antilegomena
J

Lund 1942, p. SO. «Si Él es la cabeza, es por ser pleroma» (Col 1, 18 s), escribe
Y. CONGAR,Esq"isses du mystere de I'Église, p. 22; porque es el principio total y la
plenitud.
35. La discusión es de una imprtancia capital y constituye una encrucijada en la
teología paulina. Aunque nos parece estar zanjada en favor de la interpretaci6n pasiva
(nosotros diríamos más bien «receptiva»), quizá no sea inoportuno insistir en ello.
Las epístolas a los Efesios y a los Colosenses, que constituyen el contexto de nnestra
definición, consideran la influencia «capital» de Cristo como un movimiento de vida
divina que se vnelca sobre la Iglesia: «En Él habita toda la plenitud de la divinidad
corporalmente, y en :Él sois colmados vosotros» (Col 2, 9 s). La totalidad de vida divina,
que se halla de manera estable en el cuerpo de Cristo, pasa a la Iglesia; ésta es colmada,
y no inversamente. Cristo es todo en todos (Col 3, 11; Eph 4, 10). La Iglesia aspira
a esta total realización de Cristo en ella: «A fin de que sea edificado el cnerpo de
Cristo, hasta que lIegnemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del hijo
de Dios, al estado de hombre perfecto, a la medida de la estatura de la plenitnd de
Cristo» (Eph 4, 12 s). La edificación del cuerpo de Cristo consiste en un crecimiento
continuo hasta alcanzar la estatura de Cristo; entonces la Iglesia contendrá en plenitud
a Cristo. Ella es la que debe llegar al estado de hombre perfecto. Las fórmulas no
conocen un aumento y acabamiento de Cristo por la agregación de la Iglesia; hablan
de una expansión sobre la Iglesia, de la riqueza de ser y de vida de Crísto, y de un
crecimiento de la Igle'sia en su Salvador hasta una entera asimilaci6n.
centrarse en Cristo,. en su cuerpo resucitado, para la salvación y la
consumación del mundo (Col 1, 18-20; 2, 9 s), la Iglesia, que es el
cuerpo de Cristo resucitado y en la que se efectúa la salvación y
consumación, está a su vez divinamente colmada.
La definición de la Iglesia como cuerpo de Cristo manifiesta
así la presencia de las riquezas de Cristo en ella. Al mismo tiempo
determina la medida de la identificación de la Iglesia con Cristo,
pues el apóstol restringe al cuerpo del Salvador esta identificación,
que por otra parte parece extender al Cristo total.
Fácilmente se comprende la razón de tal limitación. Por una
parte, en el pensamiento fundamentalmente semítico del apóstol, el
cuerpo representa el compuesto humano en su unidad. Por otra,
nuestra identificación con Cristo no se verifica en las alturas de
la divinidad, sino en esta humanidad corporal. donde pasó de la
muerte a la resurrección y fue colmado de las riquezas de la sal-
vación. En ella asimiló nuestra condición pecadora y fue justificado
en el espíritu (1 Tim 3, 16). En adelante nos absorbe en El, que
ha venido a ser para nosotros justicia y redención (1 Cor 1, 30), Y
vive en nosotros la misma vida de su humanidad corporal. Se com-
prende, pues, por qué el apóstol nos identifica con Cristo y en qué
medida: en la medida en que la humanidad corporal del Salvador
se identifica con el Salvador mismo, sin igualade, empero. La
Iglesia es Cristo, no realiza su identidad completa, es su cuerpo S6,
identificada con su humanidad corporal.

Las fórmulas consideradas hasta ahora no revelan más que un


aspecto de 'la vida de la Iglesia. Otras, paralelas a las primeras,
establecen entre la Iglesia y el Espíritu relaciones similares a las
que unen a la Iglesia con Cristo. Es natural que nuestra vida en
el Salvador glorificado no se concibe fuera de la acción del Espíritu,
ya que en su gloria Cristo vive del Espíritu. Toda la obra de la
justificación y todas las manifestaciones de la vida divina se cum-
plen simultáneamente in Christo e in Spiritu.
Ya los padres se admiraron de la aparente sinonimia de ambas
fórmulas.37. De ahí han deducido algunos modernos su equivalen-
cia. Pero si en muchos casos las dos fórmulas son intercambiables,
.\ü. Cf. L. l'.1ALEVEZ, L'Églíse C01'PS du CMist, «Rech. Se. ReL» 1944, p. 64, nota 1.
~7. ef. san CIRIT.o DE ALEJANDRÍA, In Ioh. 1, IX; PG 74, 261.
se distinguen por mil matices delicados que nos informan sobre la
diferencia de nuestras relaciones con Cristo y su Espíritu.
al) La fórmula Spiritus in nobis hace juego con Christus in
nobis. Cristo y el Espíritu moran en nuestros corazones. El apóstol
suplica: «Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones» (Eph
3, 17), Y hace constar que: «Envió Dios a vuestros corazones el
Espíritu de su Hijo» (Gal 4, 6; Rom 5, 5; 8, 9. 11; 2 Cor 1, 22).
Pero nuestros huéspedes se han establecido en nosotros cada
uno a su manera: «¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo de
Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Cor 3, 16).
Nuestro cuerpO' es una morada sagrada de Dios porque está habi-
tado por el Espíritu. El apóstol insiste en términos mW;,expresos:
«¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu de Dios?»
(l Cor 6, 19). Un oído acostumbrado al tono de las cartas no so-
portaría que se dijera de CristO'que habita en nosotros como en su
templo. Considerado siempre en su humanidad corporal, Cristo
nuestra cabeza no está presente a la manera de una persona divina.
La imagen de la inhabitación se adapta mejor al modo de presencia
propio dcl pn'eum'lli. San Bablo no la usa más que una vez, para
caracterizar la presencia de Cristo en nosotros, y en un contexto que
interpreta esa inhabitación como una presencia por identificación,
pues 1a fe que, IsregúnEph 3, 17, hace habitar a Cristal en nUestros
corazones, es la que nos sum~rge en su ruc['po y nOlsirlentifica con
Él (Gal 3, 26-28).
Mientras «nos es dado» el Espíritu y lo poseemos como una
prenda viva y raíz de vida plena 38, n06otros somos Cristo. Él llena
nuestra intimidad por identificación, por una asimilación con su
humanidad divinizada. No somos su templo,. sino su cuerpo, y
Cristo mismo. El apóstol pondera sus expresiones: poscemos el
Espíritu, pero pertenecemos a Cristo (RO'm 8, 9).
Nuestros cuerpos, a la vez que son templos del Espíritu. son
también miembros de Cristo (l Cor 6, 15. ]9). Si el Salvador no
está ausente del santuario que nosotros formamos, es porque lo
constituye juntamente con nosotros. Él mismo es el templo en su
tota:lidad (cf. 10h 2, ]9), su piedra básica (l Cor 3, 11) Y su piedra
angular (Eph 2, 20). El Espíritu habita simultáneamente en Cristo
y en nosotros (Rom 8, 11) que somos el cuerpo de Cristo 39.
38. R0111 5, 5; 8,9, 15, 23; 1 Cor 2, 12; 7,40; 2 Cor 1, 2¿j :1, 13; 5, 5; Gal 3, 2:
4, 6; Eph 1, 17; 1 Thes 4, 8.
39. Estas afirmaciones no tienen nada que ver con la opinión, reprobada por la en·
cíclica Mediator Dei, AAS, 1947, p. 393, que preconiza una presencia de inhabitaci6n
<le} Cristo corporal en el fiel. Hablamos de la presencia del Cristo corporal tal como la
b) Semejantes matices distinguen las fórmulas complementa-
rias in Christo e in Spiritu, y no permiten su cambio arbitrario.
En etl contexto doctrinal de 'elsteestud~o, [a palabra pneuma
designa ora el Espíritu personal, ora una comunicación del Espí-
ritu, es decir, la gracia de santificación. Esta última significación
adopta diversos matices, pudiendo etl pneumal delsignar: dI principio
de la vida sobrenatural, la gracia, una esfera y un modo de vida
que se oponen am. vida carnal, o también el espíritu del hombre
divinizado por la gracia. El cambio de las fórmulas in Spiritu e in
Christo resulta imposible cuando la primera se entiende del Espíritu
personal y la segunda señala nuestra identificación con Cristo. Es-
tamos identificados solamente con Cristo y no con el Espíritu
Santo. Cuando Dios nos predestina, nos escoge y nos ama (Rom 8,
39; Eph 1, 3-12), lo hace en Cristo, como lo asegura el padre
Prat 40, y no' en el Espíritu. Dios atesoraba para nosotros riquezas
de gracias, porque nos veía en su Hijo, identificados con Él. San
Pablo desconoce la identificación con el Espíritu 41.
La presencia operante del santo' pneuma no trata de anexio-
narse nuestra humanidad; en el pensamiento de san Pablo no existe
ningún «cuerpo» del Espíritu Santo. El huésped sagrado prosigue
en nosotros un trabajo oculto de encarnación, pero en beneficio
de'! Hijo de Dios, integrándonos en Cristo y asemejándonos. a Él 42.
De hecho, la presencia del ser de Cristo en nosotros es el
efecto del Espíritu: «Vosotros no vivís según la carne, sino según
el Espíritu, si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en
enfoca el apóstol, de una presencia por identificación; presencia muy real y muy íntima,
pero de un orden distinto de la inhabitación del Espíritu. La eucaristía esclarece esta
distinción. Por la comunión, el cuerpo de Cristo está presente en el fiel como en un
lugar, y está presente en él mediante una unión identificante y vital. La primera pre-
sencia es pasajera y no es más que un medio; la segunda, meta de la primera, duradera.
De esta última hablamos aquí.
40. La Théologíe ... , t. n, p. 479,
41. El padre MALEVEZ, o.c., p. 70, piensa que la idea de una identificación con el
Espír'ítu Santo no es ajena al pensamiento de san Pablo. Sugiere como prueba 1 Cor 6,
17, pero añade, con razón: «... el espíritu aquí nombrado, ¿es el Espíritu de Dios, o
no es más bien el Espíritu del hombre Jesús, o el hombre espiritualizado que es Cristo
resucitado? Parece que aquí se enuncia la identificación con Cristo glorioso, más bien
que con el Espíritu Santo.» En favor de la identificación cita todavía, con reserva, la
oración que el Espíritu Santo susurra o grita en nuestros corazones (Rom 8, 15, 26;
Gal 4, 6). El Pneuma es el sujeto de una de nuestras acciones y nosotros, por tanto,
nos integramos a su personalidad. Testimonio muy débil al lado de los textos que nos
identifican expresamente con Cristo. Por lo demás, esta oración del Espíritu en nosotros
puede explicarse sin recurrir a una identificación con ~l. Además, ¿qué secreto nos
susurra el Espíritu en el corazón? ¿Que somos Espíritu de Dios? No, sino «que 'Somos
hijos de Dios»; que estamos asimilados a Cristo. '
42. El Espíritu es amor y comunicaci6n. Su cometido es desinteresado; no trabaj a
para sí; es como la humildad de Dios. «Yo diría con gusto que el rasgo dominante del
Espfritn es su perfecta discreción, su total humildad,» (Th, PREISS, Le témoignage ínté-
ríel/r dlf Saúrt-Esprit, «Cahiers Théol. de I'act. prot.», n.· 13, Neuchatel 1946, p. 26.)
vosotros. Mas si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es
de Cristo. Pero si Cristo está en vosotros... » (RaID 8, 9 s) 43. Para
el apóstol,. presencia del Espíritu equívale a pertenencia a Cristo
y presencia de Cristo 44. Quien posee el Espíritu es de Cristo, y
Cristo habita en él. Por consiguiente, el santo pneuma puede damos
la seguridad de que somos los auténticos hijos de Dios (Rom 8,
16), estando unidos al Hijo de Dios. El agua bautismal, símbolo
del don mesiánico del Espíritu, nos consagra al cuerpo del Sal-
vador: «Hemos sido bautizados en un solo Espíritu para constituir
un solo cuerpo» (1 Cor 12, 13). El Espíritu es el agente (€v), Cris-
to es el término de la acción (dc;). Es un Espíritu de incorpo-
ración. ¿Cómo, pues, podría alguien decir en el Espíritu de Dios:
«iJesús sea anatema!» (1 Cor 12, 3), siendo así que Cristo está
en nosotros por el Espíritu Santo?
La vida que se desenvuelve sobre la base de la identidad con
Cristo ostenta un doble origen: proviene de Cristo y del Espíritu.
No puede, po'r otra parte, profesar una pertenencia a Cristo sin
acudir al misma tiempo al Espíritu, ya que es la vida de Cristo
resucitado en el BspÍriltu. Vivimos en Cristo, Crílsto v1ve en nos-
otros (Gal 2" 20), Y nosotros vivimos por el Espíritu (Gal 5, 25),
principio de vida nueva (d. 2 Cor 3, 6). A pesar de la dualidad
de su origen, nuestra vida cristiana no es por igual título vida de
Crilsroy vida dcl Bspírirtu.Brota d~l santo pneumQl, pero es viJvida
personalmente por Cristo (Gal 2, 2). El Espíritu es la causa (vi-
vimos 7tVE:D¡LIX"t'L, Gal 5, 25; tx auv&.¡LE:Wc;, 2 Cor 13, 4) Y Jesús el
sujeto. Siendo vivificante comunicación del Espíritu nos incorpora a
la humanidad glorificada de Jesús.
Cri¡rto no es', s~n embargo, un simple poder pasivo, una riedra fun-
damental sobre la cual el Espíritu edifica. Él mismo toma parte activa
en la construcción. Indudablemente, en san Pablo la mi,sión del pneuma
personal, cuya presencia en nosotros es la raíz de vida, atafie al Padre.
Él es<quien envía el pneuma de filiación, así como' también quien resu-
cita a Cristo y a sus, fieles. No obstante, el Espídtu es enviado «por
medio de JesÚS/»(Tit 3, 6) y es el Espíritu de Jesús. El envio del pneuma
persiOnal supone t:ambién nues'tra previa integración en el Hijo, sii es
que la traducción más natural de Gal 4, 6 es asimismo la má\~ verdadera:
«Por ser hijos envió Diosl a nUCl'ltroscorazones el Esplrilu de SiU Hijo» 45.
43. Eph 3, 16 s contiene proual>lemcnte la mi.sma alirmacióu de la vresencia de
Cristo en nosotros por virtud del Espfritu. F. PnAT, La Théalo{lie ... , t. 11, p. 521, dice:
«Pablo pide al Padre que envíe su EspIrihIl para que habite Cristo en lluestros corazones.»
44. Esto no significa que la presencia de Cristo en nosotros sea sólo presencia de su
Espíritu. Uno está presente por el otro gracias a una mutua causalidad, pero cada uno
" su manera: Cristo corporal, por identificación; el Espíritu, por inhabitación.
45. Sin embargo, no pocos autores leen: «La prueba de que sois hijos es que Dios
Además, nues:lcra gracia de santificación, que e~ una comunicación
de la vida del pneuma, se noSl confiere por Criffio al mismo tiempo que
por el Espíritu. La imtrumeni:alidad de CriSJto, expresada por la prepo-
sición SLIX, consi:Íi:uye el objeto de frecuentes afirmaciones (cf. Rom 5,
17-21). CriSll'o ~ el Bspíritu vivificadór (1 Cor 15, 45) que engendra la
vida del espíritu. Ambos principios se aÚllan para producir la única
obra de nuesltra oontificación; pero es diferenJte la aportación de cada
uno en el mutuo concurso: Crislto recibe primeramente Él mismo la vida
divina y el poder de transmitirla, obra por la dyn'aml:~ del Espíritu en la
que fue resucifado.

La transfusión del Espíritu y de la vida de Cristo a nosotros


se opera por el contacto del fiel con el Cristo corporal. Mientras
que «quien se junta a una meretriz se hace un cuerpo con ella... ,
quien se adhiere al Señor se hace un espíritu con Él» (l Cor 6,
16 s), y forma una sola cosa con Él en un solo cueJ.1poy en la
participación de su Espíritu. Es necesario este contacto existencial,
esta identificación entre nosotros y el cuerpo lleno de pneuma.
Prueba de ello es !la eucaristía, que debe su eficacia «es,plrituaJ1»a
la unión que establece ,entre el cuerpo de Cristo y los fieles 46.
Aquí san Pablo parece contradecirse. El Espíritu es principio
de filiación (Rom 8, 14s): establece nuestra unión con Cristo,
identificándonos con Él. Por otra parte, la ffiiacÍón previa, según
parece, reclama en nosotros la presencia del Espíritu (Gal 4, 6).
El Espíritu se nos comunica en Cristo y en nuestra unión con Él.
La teología no se intimida por antinomias de tal género; de ordi-
nario las soluciona sin dificultad, ya que dos principios pueden
desempeñar mutuamente el papel de causa y efecto bajo relaciones
diferentes,.Ellsiistema de las relacion~sootre e~Espíritu" Crilstoy la
Iglesiiareveffia,pue1s,una gran complejidad, debida a la colaboración
de Cristo y del Espíritu de Dios y a la compenetración dinámi-
ca de Cristo por la vida del Espíritu. San Pablo lo enfoca en sus
diversos aspectos, pero no se preocupa de su coordinación. El
estudio de ta1es relaciones permite, sin embargo, formular la si-
guiente conclusión: e~ Espíritu, que irrumpió el día de pascua en
la humanidad corporal de Cristo, es para los hombres una fuerza
de inco'rporación al Hijo de Dios; lleva a cabo la salvación por
inclusión de nuestra humanidad en la del Salvador resucitado.
ha enviado ... » Si es que esta traducción es posible, no hay que darle la preferencia
- como suele hacerse - porque según Rom 8, 14 s el Esplritu sea principio de filia-
ción, ya que san Pablo puede, sin contradecirse, otorgar la prioridad ya al envio del
Esplritu, ya a la filiación.
46. «El Señor nos dio su cuerpo para que mezcIándonos con Él nos mezclemos con
el Esplritu Santo», Homé/ies pasca/es, II, Sources chrétiennes, 36, 90, PG 59, 728,
Las dos fórmulas in Christoe in Spiritu nos han hecho reco-
nocer en la Iglesia el cuerpo de Cristo pascua!. Otra fórmula, fami-
liar a las cartas, nos obliga a introducir en la noción de la Iglesia
un elemento dinámico, una participación no sólo en el ser del
Cristo pascual, sino en el acto mismo de su muerte y de su resu-
rrección.
En la raíz de toda vida en Cristo y en el Espíritu se encuentra
una muerte y una resurrección «con Cristo»: «Con Él fuisteis
sepultados en el bautismo, y en Él asimismo fuisteis r,esucitados...
y Dios os vivificó con El» (Col 2, 12s).
Dos series de textos comparten la fórmula «con Cristo», y
ambas incluyen, aunque de diferente modo, en el origen de Ia vida
nueva una participación en el acto redentor 47.
Una, la más completa y sobre la que no es necesario insistir,
tiene relación con el bautismo (Rom 6, 4-8; Eph 2, 5 s; Col 2,
1218. 20); Ia unión con 'la muerte y la resurrección se, establece en
el momento de cumplirse los ritos sacramentales.
La otra serie de textos habla de una participación permanente
en el acto redento'r. La unión con la muerte se mantiene después del
bautismo, por eJemplo, a través de los sufrimientos del fiel (Rom
8, 17), en el instante de su muerte corporal (2 Tim 2, 11), en
los trabajos del apostolado (2 COI'4, 10-12), Y hasta en todos los
momentos de la vida. «Estoy crucificado (en perfecto, acto que
perdura) con Cristo» (Gal 2, 19). De la misma manera está el
fiel participando perennemente en la resurrección, establecida por
el bautismo (cf. v. n), pero no afirma explícitamente esta comunión
sino para el futuro! que culmina en la resurrección final. Y la fa-
cilidad con que el apóstol pasa de la resurrección final a una resu-
rrección que se va escalonando a 10 largo de toda la existencia del
fiel, supone que toda esta existencia está sometida a la acción
de Dios que resucita a Cristo. San Pablo 10 declara de nuevo en
términos equivalentes: vive divinamente en una continua crucifixión
con Cristo (Gal 2, 19); de día en día se renueva en la vida de
Cristo mientras avanza la muerte (2 Cal' 4, 16); experimenta en sí
mismo la fuerza de la resurrección al mismo tiempo que la comunión

47. Limitamos nuestro estudio a los textos en que la fórmula se aplica a nuestra
unión con Cristo en la tierra. El capítulo 9 tratará de los textos en que la fórmula
hable de nuestra sociedad con Cristo en el más allá.
de sufrimientos (Phil 3, 10); no deja, pues, de beneficiarse del acto
vivificador de Dios en Cristo.
La constante participación en la muerte y en la resurrección
del Salvador es el principio de toda existencia cristiana. El fiel
es introducido en el misterio redentor por el bautismo. Ahí perma-
nece celebrando incesantemente su unión con Cristo en la muerte
y glorificación, hasta el día en que se complete esa unión, cuando el
fiel se duerma con Cristo en la muerte (2 Tim 2, 11) Y resucite
con Él el último día (Rom 6, 8). La Iglesia no se presenta como
una simple entidad estática, identificada con el ser de Cristo glo-
rioso; es transformada en Cristo en su acto redentor, en su tránsito
de la muerte a la gloria.
Generalmente se entiende la fórmula cum Christo de una comu-
nión con la muerte y la. resurrección, que no se realiza en una
simple relación de semejanza, sino por una participación real en
estos mismos actos 48.
Tal interpretación se impone: se ha dicho que Dios «nos vivificó
juntamente con Cristo» (Col 2. 13) - el mismo acto vivificador
tiene por objeto a Cristo y a sus fieles -, que nos sentó con Cristo
en el cielo (Eph 2, 6) - no se trata de otra elevación al cielo dis-
tinta de la de Cristo -e,. que el fiel se beneficia «de la virtud ...
que resucitó a Cristo» (Eph 1, 19 s), «del poder [que obró] su
resurrección» (Phil 3, 10). La comunión con Cristo en el acto de
su muerte se afirma cuando escribe que el fiel «es bautizado en
(dc;) la muerte de Cristo» (Rom 6, 3).
La definición de la Iglesia como cuerpo de Cristo es, pues,
incompleta: es el cuerpo de Cristo redentor, unida al Salvador en
un momento único y preciso de su historia. en el momento de su
redención. La Iglesia es el cuerpo de Cristo en el acto de su muerte
y de su resurrección. La identificación en un ser común.
Si la salud se hubiese merecido en forma jurídica,. entonces bas-
taría con que Dios aplicase a los hombres los méritos deJa muerte
de Cristo.
Sin embargo, si ¡la sru1ud'es una realidad pm1sonal de CriJsto!,si
no es otra cosa que Cristo en su muerte, en la cual resucita, entonces
48. Cf. F. PRAT, La Théologie ... , t. l, p. 266; t. Ir, P 309; K MlTTRING, Hei!s·
wirklichkeit bei Pa"lus, Gütersloh 1929, p. 39; O. SCHMI1'Z, Das Lebensgefühl des Pa/{·
/1IS, Munich 1932, p. 39; W. T. HAHN, Das Mitsterben und Mitauferstehen mit Christus
bei Paultts, Gütersloh 1937, p. 65 ss, 93, 100. E. PERCY, Der Leib Christi in den pal(·
linischen J-Iomologoumena ttnd Antilegomena, Lund 1942, p. 25 s. K.H. SCHELKLE,
Die Passwn Jesu in der Verkündigung des N. T., p. 211 s. R. SCHNACKENRURG, Das
l1eiJs.'leschehen bei der Taufe nach dem Apostel Paulus, Munich 1950, p. 206; Todes·
1/}/(1 l.rbcllS.<IcmeillsclIaft mü Christus, «Mü. Th. Zt.» 6 (1955) 32'·53.
los hombres no se 'Salvan sino a condición de hacerse unos con Él.
en la cuall !Él es vivificado 49.
Dos problemas se plantean: ¿cónio explicar la participación
simultánea en un acto de personas a las que el tiempo separa?
¿cómo pueden los fieles negar a ser sujetos de actos tan estrictamen-
te personales de Cristo?
El primer problema sugiere diversas soluciones.

a) ¿Repetición del misterio?


Se 'Puede concebir una repetición de la muerte y la resurrección
destinada a hacerla s presentes al fiel. Según muchos historiadores
de 'las religiones. 1a doctrina paulina se formó bajo la influencia de
las religiones de los misterios. El fiel de estas religiones, afirman.
buscaba su salvación sometiéndose a un drama simbólico que re-
producía la muerte y la resurrección de su dios, ya fuera Osiris, ya
Atils...
EsVa acción simbólica no sólo era una representación, sino
que reproducía también el destino del dios y permitía una doble
repetición de la muerte y de 'la entrada en una vida nueva 50. Del
mismo modo el bauti1smo paulino es un drama en el que: se hacen
presentes la muerte y el triunfo de Cristo.
A pesar de los esfuerzos derrochados, no se ha logrado apoyar
la teoría en textos paulinos ni en documentos profanos. Su funda-
mento histórico es más que problemático. Esos historiadores acuden
a los testimonios, trasladando ideas cristianas en la interpretación
de los ritos paganos 5\

49. La identificación comporta siempre en la mente de san Pablo, explícita (ROIII ó,


5; cf. Phn 3. 10) o implícitamente, una participación en el destino de Cristo, hasta
tal punto que, según san Pablo, no se puede definir a la Iglesia como cuerpo de Cristo
sin referencia a su muerte y a su resurrección. La conformidad con la imag-cn de
Cristo (Rom 8, 29) no es Una mera semejanza, sino efecto de una comunión en el
acto redentor. Cf. J. KÜRZINGER, «Bib. Zt.» 1958 (294-298).
50. W. BoussET, Kyrios Christos, Gotinga '1935, p. 138, escribe: «El destino del
dios que sucumbe y que triunfa viene a ser el ejemplar del destino del ficl. Lo que se
culpe aquí no es un hecho único que pasa, se renueva incesantemente.»
Segttn O. CASEL, estas religiones de misterios fueron una preparación providencial
de los ritos cristianos y pueden permitirnos comprender el significado cle estos ritos.
Piensa que la muerte y la resurrección están realmente presentes en virtud del sim~
bolismo de la acción ritual: «La imagen está tan penetrada de la rea1iclacl ,le la acción
primordial, que ésta viene a hacerse presente.» Glalfbr .• (;'nosis lInd Myst'crvum, 1vrünster
en vV., 1941, p. 116.
51. J. COPPENS, D. B. Suppl., arto Eucharistic, col. 120ó, escribe: «2\[0 se ha ave·
riguado que los dioses salvadores del sincretismo grecorromano hayan sido dioses muertos
y resucitados al pie de la letra; que los misterios hayan querido conmemorar eficazmente
su pasión; que los iniciados hayan atribuido a esa pasi6n y a su conmemoración una
eficacia salvadora.» Cf. ibid., arto Bapteme, col. 917 s; LAGRANGE,Orphisme, París 1937.
Por otra parte, el pensamiento del apóstol decide claramente
sobre la significación verdadera o supuesta de los ritos paganos.
Mientras que :laaventura del dioses un mito de la vegetación, ligado
a la alternancia de ias estaciones y sin unión con la historia, la
muerte y la supervivencia del Salvador constituyen un hecho pre-
ciso, incardinado en la historia. Jesús murió una vez por todas
(Rom 6, 10) en tiempos de Poncio Pilato (l Tim 6, 13) Y resucitó
al tercer día (l Cor 15, 4). No se reproducen los dos hechos, ni se
hacen presentes en el rito bautismal; el fiel es poseído por este rito
e introducido en la muerte y la resurrección. Por eso la fórmula
cum Chri:sto no admite el cambio en Christus nobiscum 62, pues
el Salvador no muere con el fiel. Finalmente, esta teoría no explica
cómo la comunión con el acto redentor puede realizarse fuera de
los ritos cultuales, en la muerte física, en la resurrección final y a
través de la vida.

b) ¿El fiel trasladado al pasado?


En lugar de introducir en nuestro tiempo los hechos redentores,
¿no nos trasladan al pasado los ritos de la iniciación, situándonos
en el último suspiro de Cristo y en su despertar a la vida? La
explicación es corriente entre ciertos teólogos protestantes 53. Se
habla entonces de contemporaneidad misteriosa con Cristo, de sin-
cronización con el acto histórico pasado. Su agente y su médium
sería el Espíritu, en cuyo ser intemporal se unen todos los instantes.
Ciertamente, -el fiel participa en esa muerte y esa resurrección
cumplidas bajo Poncio Pilato; el apóstol no conoce otras. Pero po-
demos encontrar una sincronización de nuestros actos históricos con
los actos históricos de Cristo, que dependa no sólo del misterio sino
de lo ininteligible. Y, lo que es más, se opone a la concepción cris-
tiana primitiva del tiempo, que no conoce retroceso ni ninguna
otra mutaoión d'el tiempo 5'. El crilstlÍlanoestá sólidamenteinear-
dinado en el tiempo sucesivo, en él vive y en él se santifica. El
tiempo que media entre la resurrección de Cristo y su parusía
es un tiempo de salvación. La redención no se ofrece al hombre en
un solo punto determinado de la historia que es preciso incorporar
52. Cf. W. T. HAHN, o.c., pp. 97-100. La f6rmula in Christo sí lo admite.
53. Así ya KIERKEGAARDen El instante, cit. por O. CULLMANN,Christus und die
Zeit, p. 128. Es la tesis de Hahn. Según dom V. W ARNACH, Zum Problem der Myste-
,.iengegenwart, «Liturg. Leben» 5 (1939) 9-39, el drama cultual nos saca del presente y
110$ une a la obra realizada por Cristo en tiempo de Tiberio. Cf. E. DEKKERS, La. Li-
turgic, my~ti!re ehrétioo, «La Maison-Dieu», n.O 14, p. 56.
51. Por ejemplo, una existencia anticipada en el tiempo de la p-arusía.
al pasado; está en cada instante a disposición del hombre en Cristo
glorioso, presente en toda la historia 5:.

c) Participación en el misterio perenne.


Aquí la solución. «En Cristo», según afirma enérgicamente el
apóstol (Eph 2, 5 s), en la incorporación a Cristo glorioso, encuen-
tra el fiel la salvación por una participación en el acto redentor.
Es bautizado en la muerte de Cristo por el hecho' de ser bautizado
en Cristo mismo (Rom 6, 3). «En Él habéis sido colmados ... en Él
habéis sido circuncidados... en Él habéis sido resucitados» (Col 2,
10-13) 56.

Hay que atenerse firmemente a los dos principios: el fiel comul-


ga con los actos realizados en el pasado y los encuentra uniéndose
al Cristo actual. El apóstol no explica cómo se articulan en su
penlsamiento tales principiolS. Pregón de una roolidad divina de 'la
que vivía, no de un sistema doctrinal personal, podía poseer intui-
tivamente la síntesis de ,los datos complejos sin quizá razonarla.
A la teología incumbe el derecho de buscar en esa realidad el
punto de intersección en que se encuentran los conceptos particu-
lares aparentemente contradictorios.
La vida gloriosa de Cristo tiene la clave de la solución" ya que
en ella el fiel comulga con el acto redentor. Efectivamente, la vida
resucitada supone y conserva en el Salvador el estado de muerte
a la carne, y el que es incorporado a Cristo participa en ese estado
al mismo tiempo que en la vida. La misma incorporación constituye,
pues, para el fiel una muerte y una resurrección.
No obstante, la explicación es insuficiente. Los textos exigen
más: una participación no en el estado, sino en el acto de la muerte
y de la resurrección. Por otra parte, hemos visto (cf. c. 4) que el
acto vivificador del Padre en Cristo, tal como 10 describe el apóstol,
debe ser considerado en una permanente actualidad, aunque en la
historia pertenezca al pasado. Quien se une a Cristo en la vida,
queda: afianzado en Él por el acto vivificador del Padre.
Ahora bien, la muerte está a su vez instalada fijamente en la
perenne glorificación, pues ésta no es otra cosa que la muerte de
55. La demostración de e::;ta atlrmaci6n la da O. CULLMANN~ Christus und die Zeit)
p. 66, 128, 148.
56. ef. L. MALEVEZ, L'Église, coyps du Christ, «Reeh. Se. Rel.» 1944, p. 46; E. PERCY,
Der Leib Christi in den paulinischen Homologoumena und Antilc!lomCna, Lund 1942, pp.
25-29, dedara muy justamente que la comunión con la muerte y la resurrección de
Cristo supone la incorporación a Cristo, que ambas fórmulas «en Cristo» y «con Cristo»
se realizan simultáneamente. R. SCHNAKENBURG, Das I-Ieilgeschehen ... , p. 620.
Cristo en su coronamiento el acto de la muerte en su término. La
muerte coincide con la glorificación, como, en cualquier otra trans-
formación, la pérdida de la primera forma coincide con la ad-
quisición de la segunda. La muerte es eternizada en la eterna
actualización de la glorificación en que remata: la muerte histó-
rica, con la que coincide, en la que tiene su consumación 57.
De esta manera el fiel puede comulgar con cl acto de la muer-
te al mismo tiempo que c()n la resurrección. Comulgar con la muerte
en cuanto desemboca en la gloria, en cuanto es renunciamiento a
la carne en la gloria que alcanza. No comulga con ella en cuanto
es un proceso de disgregación, porque como tal pertenece al do-
minio de la carne, es propiedad exclusiva del pasado y, por consi-
guiente, incomunicable por ambas razones, y no importa que se
comunique.
La muerte y la resurrección no están desligadas del pasado
para ser incrustadas en nuestro presente. El fiel tampoco sale de
su presente para incorporar el acto redentor al pasado. Cumplido
antaño en la historia, este acto permanece fijo en Cristo glorioso,
en una eterna actualidad, en la confluencia de todos los tiempos
con los que Cristo coexiste, accesible a todos los que andan en
busca de redención. Estaba sujeto a la medida del tiempo sucesivo
cuando Cristo vivía en el mundo. Permanece aún no ·enel Salva-
dor, sino en su cuerpo ec1esial hasta la consumación del misterio
pascual en la parusía. La única muerte y la única resurrección
cumplidas bajo Poncio Pilato no cesan de realizarse en la Iglesia
gracias a nuestra incorporación a Cristo, fijado para siempre en
el acto redentor.
Tales la respuesta a la primera cuestión: ¿cómo expIicar la
participación simultánea en un acto de: personas separadas por el
tiempo?, respuesta que nada quita al misterio. El otro problema ya
está resuelto: ¿cómo viene a ser el fiel sujeto de actos tan perso-
nales de Cristo como su muerte y su resurrección? «En Cristo»
morimos y revivimos con Él, esto es, en una casi identificación
con Él. Esta identificación implica la comunión con los dos actos
que son la base duradera de la existencia nueva del Salvador. Ló-
gicamente, precede a la participación en el acto redentor y la
•• 58
angma .
.\7. Cf. bupra, p. 173 s.
58. Siendo la identificaci6n misma con Cristo resncitado un efecto de la acción re-
tiutÍt"adora del Padre en Cristo por el Espíritu, comprobamos, como otras muchas veces,
un encadelJamiento de causas: la comunión con el acto redentor supone la identificación con
Cristo y «sl:t ~upone la comunión con la resurreción.
Si el cum Chrlsto se cumple in Christo, es también verdaJ qUl'
la identificación con Cristo no se realiza sino en la muerte y en la
resurrección 59. En este momento de la vida de Cristo queda el ticI
unido a su Señor en el bautismo y a través de la vida. Nunca
toma parte en otros modos de ser, actos o sentimientos de Cristo,
distintos de los que son propios dd Salvador en su redención; su
muerte, su vida, su debilidad, su fuerza, su amor y su humildad.
y Cristo nunca es el sujeto de una acción o de un estado de sus
fieles, fuera de la participación en su muerte y en su glorificación.
La Iglesia no es el cuerpo de Cristo simplemente, sino el cuerpo
de Cristo redentor en el acto de su muerte y de su resurrección.
De todo esto tuvo san Ambrosio profunda intuición. La Iglesia,
escribe, penetra en la cámara nupcial, que es el cuerpo de Cristo,
y se une al Rey en el sueño de su muerte y en la virtud de su
resurrección 60.
La Iglesia permanece, pues,.joven a través de toda su existencia.
Viviendo en Cristo, en una perpetua comunión con su muerte y su
resurrecCÍón, no sobrepasa la fecha de nacimiento del Cristo celes-
tial ni la suya propia en Cristo.
Pleroma receptivo de Cristo, su cuerpo y su realización, la
Iglesia parece recibir el honor de la identificación con Cristo y
no ser más que el sujeta pasivo que Cristo llena de su plenitud 6J.
Pero ya que la asimilación a Cristo se realiza en la comunión con
un acto, con el compromiso más libre. y personal, con el acto re-
dentor,. se advierte que la libre colaboración de los fieles está gra-
bada en la naturaleza misma del cuerpo ec1esial de Cristo. La
Iglesia no es sólo el cuerpo de Cristo, es el cuerpo de Cristo
redentor, en la donación total de su amor. Para que se edifique el
cuerpo de Cristo en nosotros, debe cada uno elevarse a la cumbre
de su libre actividad, donde, en el amor, se une al Salvador en su
perfección suprema. De este modo la historia cristiana encauza la
suma:de todas las riqueza8 humanas hacia el Señor, que es su prin-
cipio. .

59. Cf. E. PERCY, O.C., p. 32.


60. In Ps 118, Sermo 1, 16; PL 15, 1207.
61. Podriamos creer, por 10 tanto, que los siglos de su testimonio en el mundo, de
su caridad y de su paciencia, todos sus heroísmos y todos sus actos de arrepentimiento no
proporcionan ninguna nueva riqueza humana a Cristo.
La Iglesia hunde las raíces de su vida en un medio complejo:
simultáneamente en el Espíritu y en Cristo, yen un Cristo muerto
al mismo tiempo que resucitado.
La vida de ¡la Iglesia muestra las hueHas de estos orígenes múl-
tiples. Sus propiedades son espirituales ycristológicas, atestiguan
la vida de Cristo y su muerte.

Los fieles son seres espirituales. Pablo les daría con gusto el
nombre de «espirituales» si este término no estuviera ya reservado
a los carismáticos y a los fieles que han llegado a un estado de
perfección superior. Viene a decir que no están ya en la carne,
sino en el Espíritu (RaID 8, 9).

Las propiedades «espirituales» de la vida en Cristo no provienen


exclusivamente del Espíritu; también se relacionan con Cristo, ya
que la vida del Espíritu es la misma de Cristo (Rom 8, 2). Todo
don espiritual es un don cristológico; se confiere según las moda-
lidades que posee en el cuerpo de Cristo: «El Espíritu no mueve
de cualquier manera, sino en cuanto resucita a Cristo» ~2. La gracia
del pneuma que brota del cuerpo de Cristo es semejante a aquellas
fuentes que conservan el sabor de la tierra y la energía del suelo
de donde manan.

Así pues, en Cristo el pneuma es una vida en la muerte, vida que


surge de las profundidades de la dignidad filial, gracias a la muerte
de ~a carne. y que mantiene esta muerte en su propia raíz. El
():~. « ... Spiritus Dei qui suscitavit Iesum, hoc est et datus a Deo per suscitationem
kSlJ et spirans et impellens ad Deum non qualitercurnque, sed quatenuS' suscitavit Chris-
{11tH Iesum a mortiSi» (CAYETANO, Epistolae Pauli et aliorum Apostolorum, In Rom 7,
11, V<'ll<'da 1531).
pneuma viene a nosotros como la vida de Cristo muerto ~\ como
un poder de vida y de muerte; da la vida produciendo la mueric.
sin la cual el hombre no puede entrar en la vida.
El fiel vive muriendo a sí mismo. De sí san Pablo declara que
ya no vive (Gal 2, 20), que está permanentemente crucificado
(Gal 2, 19) Y que ha muerto (Col 3, 3), que ha recibido la cir-
cuncisión de Cristo y del Espíritu, que no es una ligera incisión,
sino una amputación de nuestro cuerpo de carne (Col 2, 11,
Phil 3, 3).
En el Señor la vida consuma y consagra la muerte, lo mismo
que en nosotros la muerte es producida por la vida. Es una muerte
por absorción en la vida de otro.
Esta muerte no es una separación del alma y del cuerpo, sino
una cesación de la vida; es el final de una vida por elevación a
otra vida superior cuyas propiedades son contrarias a las que ca-
racterizan la primera.

Por consiguiente, todo aquello a 10 que Cristo murió ha muerto


también en nosotros. Nos vemos obligados a una repetición cuando
se trata de analizar esta muerte. Todo está ya dicho en Cristo.
Cristo ha muerto a la carne. El fiel, por su parte, no está ya en
la carne (Rom 8, 9), se ha desmembrado de Adán, en quien mod-
mos (l Cor 15, 22), Y vive en el espíritu. El santo pneuma y su
vida han destruido el reino de la carne (Rom 8, 9). Si el apóstol
llama carnales a algunos fieles (1 Cor 3, 3), si halsta dice de todo.,
que caminan aún en la carne (2 Cm 10, 3), es por ser la muerte
progresiva y no ser absoIuta más que en principio. Ningún fiel ha
abandonado todavía enteramente laesfera de la carne, y algunos
permanecen en ella demasiado. Pero, en su origen, la carne ha muer-
to, ya que el principio del estado de carne es el pecado.
El apóstol prueba por una evidencia fundada en la justicia
humana que e[ fid elstá libre de pecado: «El que muere queda
absuelto de su pecado.» Ahora bien, «hemos muerto con Cr~sto»
(Rom 6, 7 s). La impronta del pecado se borró en Cristo cuando
su muerte le hizo pasar del estado de carne a la existencia espiri-
63. Varios autores (cf. L. CERFAUX, La Théologie de I'Église sui7!altl Sto Paul,
página 181) traducen así 2 Coc 5, 14 s: «Un solo hombre murió por todos, luego todos
son muertos. M-urió por todos, para que los que viven no vivan por sí mismos, sino por
aquel que murió y resucitó por ellos.»
tual. Así. sucede con el fiel cuando se une al cuerpo del Salvador
en el acto de su muerte. Pero tampoco se trata, como en Cristo,
de una muerte estática, de la muerte en si mismo, sino de una
muerte que es vida en Dios: «Haced cuenta que estáis muertos
al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom 6, 11).
En su estado de sarx, no sólo está el hombre hundido en el
pecado, sino encerrado en un universo natural, marcado por el pe-
cado, cerrado a la gracia. El hombre de carne es completamente
solidario de este mundo en el que no penetra el Espíritu, y se halla
sujeto «a los elementos cósmicos». Los astros lo rigen por la su-
cesión de los tiempos, y mil fuerzas de la naturaleza 10 mantienen
en su dependencia. Entonces el hombre, a quien el espíritu de
filiación no eleva todavía a la familiaridad con el creador, se cree
en la obligación de tributar un homenaje a los seres que presiden
las revoluciones cósmicas, las potestades, los principados, según una
religión de fiestas, de novilunios, de sábados y !de observancias
alimenticias (Col 2, 15-23).
Pero aos fieles «están muertos con Cristo a los elementos cósmi-
cos» (Col 2, 20). El cosmos fUe crucificado en la carne de Cristo
(Gal 6, 14) 6', Y en ella fueron anuladas sus obligaciones. incorpo-
rados los fieles a la nueva creación en el Salvador resucitado,
son desarraigados de este bajo mundo y librados de su esclavitud.
En el ámbito cid culto cósmico se colocan nominalmente las
observancias mosaicas que fueron promulgadas por ministerio de
los ángeles (Gal 3, 19; Hebr 2, 2), rectores de este mundo. San
Pablo" el antiguo fariseo, tuvo la genial intuición de unir las re-
ligiones paganas y la religión judía en una misma servidumbre.
Para él la observancia de la Leyes culto de la carne y sujeción
a los elementos cósmicos. Se opone a la unión con Cristo, encade-
nando al hombre al mundo del pecado cerrado a la gracia.
El fiel se libera de la Ley, al mismo tiempo que del mundo,
uniéndose al cuerpo inmolado de Cristo: «Estoy muerto a la Ley ...
estoy crucificado con Cristo» (Gal 2, 19). Con Cristo estoy muerto
a la Ley, porque estoy crucificado con Él.
Sin embargo, la muerte no fue liberadora para Cristo sino en
cuanto que le introdujo en la libertad del Espiritu y en una exis-
tencia suprarracial que le colocaba fuera del alcance de la Ley
judía. Si Cristo no hubiera resucitado, sería tributario del pecado y
M. El «mundo» de este texto no es la humanidad enemiga de Dios, sino todo el
11IIIlldo de la carne, el universo físico sin Cristo y lo que lleva consigo de leyes, de
1I1!"illl:lS ••. » Cf. SASSE, ThW. N. T., t. lII, p. 894; A. OEPKE, Der Brie! des Pa"lus an
dir' I ,'Il.{ol'rr¡ Leipzig 1937, p. 122.
de la Ley. El fiel ha entrado en esta muerte que culmina en re·
surreccÍón: «Estoy muerto a la Ley por vivir para Dios. Estoy
crucificado con Cristo; vivo yo... » (Gal 2, 19s). «Etáis muertos
a la Ley por el cuerpo de Cristo, para pertenecer a otro, a aquel
que resucitó de entre los muertos» (Rom 7, 4). La muerte termina
en vida; la primera es salvifica en virtud de la segunda: «La Ley
del espíritu de vida en Cristo Jesús me libró de la Ley del pecado
y de la muerte» (Rom 8, 2).

Había en otro tiempo «paganos según la carne y circuncisos


en la carne» (Eph 2, 11). Pero ahora que esos hombres no están
«en la carne», ya no se distinguen. «No hay ya judío ni griego,
esclavo ni libre, hombre ni mujer» (Gal 3, 28; Col 3,. 11), pues que
todos forman el único cuerpo espiritual de Cristo, y no consti-
tuyen más que un solo hombre (Eph 2, 15), Cristo resucitado
(Col 3, 11)..
Una tercera raza de hombres ha nacido, «una criatura nueva»
(2 Cor 5, 17), situada fuera de la categoría de los circuncisos e
incircuncisos (Ga1 6, 15), el genus christianum. El bautismo no los
ha despojado de su propia personalidad, perol los ha abierto a un
principio único, el Espíritu, que los une e identifica solamente
con el cuerpo de Cristo, en quien es abolido todo principio de
división.

La novedad es un atributo permanente de esta creación en Cristo.


«El hombre nuevo» (2 Cor 5, 17; Eph 2, 15; 4, 24; Rom 6, 4)
no es sólo un hombre de nuevo género, sino un hombre en la loza-
nía original de su creación, completamente nuevo en la muerte
a sí mismo. Su novedad se opone a la «vetustez» (Rom 6, 4-6; 7, 6);
es del orden de la «nueva institución» (2 Cor 3, 6), una realidad
escatológica, allernCleeste mundo, en e! que todo es viejo por su
origen. El baño del que nace la Iglesia es un baño de juventud,
de «regeneración y de renovación» (Tit 3,. 5), pues el Espíritu del
que ella nace es fuente y plenitud final, y como la Iglesia no se
sale ya del Espíritu, existe siempre en el instante de su brotar
mismo de 'la fuente.
Cierto que el creyente no está todavía despojado de su VIeja
existencia. Pero su no~edad se sitúa en él a un nivel más pro-
fundo que la vetustez; ha re-nacido en el Espíritu, pero un nuevo
nacimiento no es verdadero sino caso que alcance al hombre más
allá de su origen" que lo tome a partir de un centro más inte-
rior; así el hombre nuevo es llamado el hombre interior, mientras
que el otro sólo es exterior (2 Cor 4, 16).
El cristiano es por tanto de Cristo antes de ser hijo de Adán, el
segundo nacimiento ha venido a ser anterior al primero. Cristo,
que es el fin, obtiene en todas las cosas la primacía. La vetustez
cae poco a poco, la juventud del creyente es cosa del futuro: se va
haciendo más y más nuevo (2 Cor 4, 16; Col 3, 10), hasta llegar
por entero al instante de la filiación, con Cristo en su resurrección.
El día de su nacimiento será adulto.

El hombre en su novedad es hijo de Dios. «Cristo fue consti-


tuido Hijo de Dios poderoso a partir de la resurrección de entre
los muertos» (Rom 1, 4). La glorificación fue para !Él un COTO-
naIniento de la filiación bajo la acción del Espíritu Santo. La
identificación del fiel con el cuerpo de Cristo le comunica el
nacimiento filial; se transforma de siervo en hijo: «Todos sois
hijos de Dios... porque cuantos en Cristo habéis sido bautizados,
o~ habéis revestido de Cristo» (Gal 3, 26 s). Se borran lrushuenas
de la vieja servidumbre y se bosqueja la semejanza paterna: «Os
habéis despojado del hombre viejo... para revestiros del nuevo...
a imagen de su creador» (Col 3, 9 s). La acción resucitadora del
Padre es una generación. Por la cual Dioses padre de Jesús y
de sus fieles; Cristo viene a ser el primogénito de entre muchos
hermanos (Rom 8, 29).
El prl'eumaes el principio de este nacimiento: «Los que son
movidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios», porque es
éste un Espíritu de adopción por el que clamamos: «¡Abba, Pa-
dre!» (Rom 8, 14) 65. El Espíritu obra, pues, en nosotros el estado
de filiación. Por otra parte, según Gal 4, 6, la filiación parece
preceder y entrañar la recepción del Espíritu: «Por ser hijos envió
(¡s. El versículo 15 podría entenderse así: hemos recibido un espíritu que conviene
a la filiación (Lagrange, Cornelly, O. Kuss). En tal caso la causalidad del Espfritu en
,,1 ,'slado de filiación no es afirmada por este versfculo 15. Sin embargo, parece preferible
v"r ,,]¡i «el Espiritu de filiación» (Santo Tomás, J. Sickenberger, J. Huby).
Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo.» Se comprende
que en el fiel la filiación y la posesión del Espíritu puedan, cada
una por su parte, reclamar la prioridad, ya que recibimos en
gratificación el pneuma por nuestra inserción en el Hijo, y somos
injertados en el Hijo por el pne:uma 66.
Si somos hijos en Cristo, somos coherederos en Él (Rom 8, 17),
estamos en posesión del bien divino con el que fue gratificado
Cristo resucitado; posesión aún imperfecta hasta que nuestra muerte
(Rom 8, 17) Y nuestra adopción (8, 23) se completen.

La Iglesia es arrastrada con Cristo a las alturas que dominan


todas las cosas. Con Él comparte el señorío universal. No sola-
mente no está sujeta al mundo y a los poderes del siglo, sino que
es su dueña, pues tiene. a su favor la exaltación de Cristo: «Lo
resucitó de entre los muertos y lo hizo sentar a su diestra en los
cielos, por encima de todo principado, potestad... A 'Él sometió
todas las cosas bajo sus pies, y le puso por cabeza de todas las
cosas en la Igle'Siaque es su cuerpo» (Eph 1, 20-23). Después de
haberlo sometido todo a Cristo, Dios entrega este. Cristal a ~a Igle-
sia, que, convertida en su cuerpo, está a su vez «sentada en los
cielos» CEph 2, 6), en la cumbre de todas las cosas 67. Este señorío
permanece indudablemente imperfecto, porque la resurrección está
todavía en camino. Llegará el día en que Cristo habrá vencido de
hecho a todos sus enemigos. Entonces la Iglesia, identificada con
su cabeza, como Señor universal, juzgará al mundo (1 Cor 6, 2), a
todas las criaturas inteligentes, hombres y ángeles. El apóstol insist€
en esta última e increíble jurisdicción: «¿No sabéis que hemos de
juzgar a los mismos ángeles?» (Cor 6, 3) 68. Al ver a la Iglesia
elevarse por encima de 'losmismos ángeles, comprobamos la realidad
de su identificación con el Señor.

G6. Según E. TOBAC, la oposición de los textos se reduce así: la muerte de Crist.o nos
da un título a la adopción filial, el Espíritu comunicado por Cristo glorioso nos la confiere,
Le pr:oblhne de la justification dans saint Pa"'/, Lovaina 1908, p. 204 s. Pero la filiación
de que habla Gal 4, 6 es real, no simplemente jurídica. Todos los hombres tienen por la
cruz un título a la adopción, aunque a muchos de ellos no se da el Espíritu.
67. «La exaltación de la Iglesia es el fin de la exaltación de Cristo. Sean. pues, some-
tidas a la Iglesia todas laS' cosas en el cielo y en la tierra.» J.-!-.L VOSTÉ, Commentay-ius
in Ep ad Ephesias, Roma 1921, p. 125.
68. Los modernos, con el Ambrosiaster, Santo Tomás, Comelio a Lapide, cf. Allo, en-
tienden este versículo de todos los ángeles.
Esta exaltación ha hecho experimentar al fiel un desplazamiento
que el apóstol representa según las dimensiones del espacio y del
tiempo. La Iglesia está en el Señor y desprendida, por tanto, del es·
pacio adámico. Está sumergida en d Espíritu eterno, y por lo mismo
situada fuera dd tiempo de este siglo.
Según las cartas de la cautividad, la glorificación colocó, inme-
diatamente a Cristo en las alturas celestiales. Por eso el creyente
se beneficia no sólo de la resurrección, sino también de la as-
censión. La acción del Padre en Cristo 10 saca de este mundo
(Col 2, 20), de los lugares inferiores donde Dios no habita, para
trasladarlo a los cielos. Es ciudadano de esta patria (Phil 3,. 20).
No entró en ella mediante la persona de Cristo; él mismo está
sentado en los cielos, porque e,stá en Cristo, y Cristo, es la morada
celestial de los fieles w.
El creyente experimenta también una traslación en el tiempo,
pasando de:! «siglo actual» al «siglo futuro».
La oposición entre ambos siglos era familiar a los judíos. Jesús
había adoptado la misma fórmula (Le 16, 8; 20, 34). «Este mundo»
y «este siglo» están tan íntimamente relacionados, que a veces
parecen confundirse (1 Cor 1, 20; 3" 18 s). El siglo presente es
para san Pablo la dimensión temporal del mundo de pecado (Gal 1,
4; RO!Ill12, 2), está vacío de Dios, 'es la era de Satán (2 Cor 4, 4).
«Fuimos arrancados de este siglo perverso» (Gal 1, 14) Y vivimos
en el siglo futuro (Eph 2, 7; Hebr 6, 5), que es la medida tem-
poral dell reino de Dios. El eón venidero es el de la resurrección
(Le 20, 35). El retorno de los siglos empieza el día de pascua. El
espíritu IDaugu~óen Jesús el tiempo nuevo y ~ambién un nuevo espa-
cio. Todos 'IOlsque Ise unen a Cristo entran en esta doble novedad:
«FlJ!ijsteisaigún tiempo ti:ntiebllas, pero ahora ISois'luz en el SeñOlr»
(Eph 5, 8). Este «ahora» inaugura una nueva 'era en un: espacio nue-
vo. Si eI1tiempo cr!ÍS,tiíano~ene su punJtOlde partida en i}iaresurrec-
ción, no se :ikl!entificacon 101ssiglos post:elr~oresa est:eliSuceso nJiJse
Slelparade fa reaHklad que dt'itermina: 'es el tiiempo de Cristo resuci-

69. Eph 1, 3 parece que debe ser interpretado con este realismo: «Estamos colmados ...
('1\ los cielos, en Cristo.» Asimismo Eph 2, 6. El que está en Cristo está en los cielos.
lesto supone que toda la realidad celeste ha sido inaugurada con la glorificación de Jesús,
que Cristo y su gloria constituyen para el fiel la esfera de la vida celestial. La misma
idea se desprende de la coincidencia entre la entrada de Jesús en los cielos y la glorifi.
caeión de su cuerpo.
tado y de cuantas participan en la resu1"rtXciión.Por eso «este s!igl0
perverso» continúa transcurriendo, y el. «ahora» cristiano comienza
para cada fiel en el instante de su justificación (Eph 5. 8). Y,. sin
embargo, en todo fiel el tiempo nuevo se remonta hasta el momento
de la resurrección, ligándose su justificación a ese instante (cf. cum
Chri!sto). La resurrección no es Isólo el pUllltlode partida histórico,
sino también el CIOOtroonto~ógico en e!l que está anclado el tiempo
nuevo 70. El tiempo cristiano comienza en una fecha de la historia
y al mismo tiempo en esa realidad siempre presente de la resurrec·
ción que está en Cristo.

Este tiempo nuevo es continuación del antiguo. Según la concepclOn


cíclica del tiempo preferida por los griegos, el tiempo, por un retorno
eterno de las cosas, acaba siempre en sí mismo, y para encontrar la
salvación es preciso evadirse hacia lo alto. El pensamiento cristiano ha
heredado la noción judía de tiempo lineal, donde la salvación se halla
al final de la historia y es preparada por ella. Pero el pen8'amiento cris-
tiano aparece más complejo. Sin duda, el eón nuevo es continuación del
antiguo: ¿no es el de la resurrección de Cristo?, y ¿no es ésta el efecto
de la muerte? Ahora bien, la muert'e de Cristo es el término del tiempo
terrestre y su fin (c. 7). El eón se sitúa, pues, al final de «este tiempo»
y en su prolongación, conforme al pensamiento judío. Y, sin embargo,
se sitúa por encima de «este siglo» en otro plano, como en el pensa-
miento griego. Entre los dos eones hay continuidad y ruptura, por ser la
muerte su punto de contacto. Se prolongan a manera de dos realidades
que ellos limitan: la existencia en la carne y en el espíritu. A partir de
pascua los dos coexisten en el mundo, superpuestos y opuestos el uno
al otro. Se encuentran en el creyente, que vive en la carne y en el
espíritu y va de la una al otro. La salvación se lleva a cabo en «este
tiempo», pero por una superación continua.
El tiempo cristiano progresa todavía hacia una realidad venidera,
aunque haya alcanzado en Cristo su plenitud; porque, si en nosotros
también se ha alcanzado la meta, no ha sido sino imperfectamente,
La historia de la salvación no se detiene en la resurrección, evoluciona
hacia la parusla. Pero mientras que antes de Cristo progresaba hacia
una realidad futura y, sin embargo, ya presente en ella: Cristo resuci-
tado, que es el Cristo de los últimos tiempos. Es un movimiento hacia
delante y de interiorización, un acercamiento a una realidad presente.
En cuanto limita nuestra existencia en Cristo, el tiempo cristiano es el
último; en cuanto limita nuestra existencia en su imperfección, evolu-
ciona hacia la salvación final. Por una parte, progresa hacia la parusía
y, por otra, está próximo al fin de los tiempos. El fiel se levanta con su
cabeza en el último día, con su cabeza, que es Cristo resucitado. Es ne-
cesario que siga el cuerpo entero.

70. En este punto nos apartamos de O. CULIMANN, Christus lind die Zeit, p. 79 s 179,
para quien el acto redentor se halla en el centro del tiempo en un sentido puramente
cronol6gico, constituyendo el punto de divisi6n del tiempo antiguo y del nuevo.
I ,a exaltación de los fieles al señorío de Cristo es el efecto de
una afusión de dY11l1mi'S. La v~da nueva del resucitado es fuerza
prodigiosa, pues su principio es el pneuma, vigor de Dios. «El
poder de la resurrección» (Phil 3, 10) actúa en e! cuerpo' eclesial
como en el Cristo personal. La Iglesia está dotada de una fuerza
irresistible que se despliega en el poder de los apóstoles, capaz de
«derribar fortalezas» (2 Cor 10, 4), en las asombrosas manifes-
taoiones carismáticas, en la energía moral del fiel que restringe de
día en día los reductos del hombre viejo. Lo mismo que el cuerpo
del resucitado es principio de difusión del Espíritu, así la Iglesia
identificada con este cuerpo es un fermento de vida por el ardor de
sus carismas apostólicos y la virtud de sus ritos de santificación.
Por ella, que 10 haoe presente en el mundo, el cuerpo de Cristo es
una fuente de Espíritu para el mismo mundo 71.
Pero este poder se ejerce partiendo de la muerte de la Iglesia
a la carne y profundiza cada vez más en esa muerte. La Igle-
sia no triunfará soibreel mundo en el propio campo del mundo: no
conocerá una era de grandeza terrena que sea sólo una gloria efí-
mera. La Iglesia es una asamblea de resucitadosen el Espíritu y,
por consiguiente, una reunión en la muerte de Cristo: en los már-
tires celebra sus más auténticos triunfos.

Este estado de vida divina en la muerte a la carne imprime a


la Iglesia un carácter de víctima. En las cartas estrictamente pauli-
nas, la transformación de Cristo del estado carnal a la vida divina
no se expresa apenas en fórmulas sacrificiales. Pero, considerada
en los fieles, esta misma transformación se presenta como un sacri-
ficio. Los fieles «ofrecen [sus] cuerpos en sacrificio vivo, santo,

711• Este privilegio que tiene el cuerpo eclesial de Cristo, de ",er fuente del Espíritu como
lo es el cuerpo personal, privilegio afirmado impIícitatnente en las cartas paulinas, está
expresado por san IRENEo (Adv. Haeres. III, 24; 1, PG 7, 966) con alusi6n a Ioh 7,
3R: «Ubi enim Ecc1esia, ibi et Spiritus Dei, et ubi Spiritus Dei, illic Ecc1esia et omnis
Rratia ... Quapropter qui non participant eum,neque a mamil1is matris nutrientur in vitam,
"(,'l"e percipiunt de eorpore Christi procedentem nitidissimum fontem.» El Espíritu Santo
Illlye del cuerpo de Cristo entendido en su doble sentido. Cf. C,PR,ANO, Efrist. 73, 10 s.
f)" ha"r. bapt., PL 3, 1116 s; d. G. BAREILLE, Dict. Théol. calh., arto Irenée, col. 24-25
sigllientes; H. RAHNER, FI1tmina de ventre CMisti, «Bib!.» 22 (1941)368-374, 384 s.
agradable a Dios» (Rom 12, 1). La acción sacrifioial consiste en
despojarse de la forma del siglo presente y renovarse en el Espí:ritu
(Rom 12, 2). El apóstol es el ~iturgo de este culto; los gentiles
que ofrece a Dios son santificados en el Espíritu Santo y aceptados
JXJr Dios (Rom 15, 16; cf. Phil 2, 17).
La luz de estos textos es pálida e imprecisa. No parece que
quieran expresar la profunda concepción de una Iglesia inmolada
en sí: misma, ofrecida a Dios y oculta con Cristo en la vida divina
(Col 3, 3; Gal 2,. 19). No obstante, la noción sacrificial aplicada
al pensamiento del apóstol desentrañaría las riquezas de esos textos n.

La Iglesia es esencialmente santa por estar consagrada a Dios


en Cristo. Los fieles son los santos (Rom 1 y passim). ¿Cómo
entiende san Pablo esta santidad? Evidentemente, en el sentido de
la Biblia, donde la santidad es ante todo una propiedad de Dios,
que es santo por su trascendencia y su inaccesibilidad. La criatura
participa del atributo divino cuando se separa del mundo profano
y entra en el dominio de lo sagrado. La santidad de la criatura
es cultual; es el efecto de una consagración. Al llamar santos a los
que están en Cristo, Pablo los veía como separados del mundo, de
su espacio y de su siglo, y como consagrados a la divinidad 73. Por
razón de esta segregación, el fiel está obligado a la pureza moral.
Por eso la santidad es a veces entendida en un sentido ético (Eph
1, 4; 5, 25; Col 1, 22), pero aun así: es exigida por una santidad
más profunda, una consagración del ser.
Los filetes participan de la santidad divina por su pel1tenencia
a Cristo resucitado - son santos «en Cristo» (1 Cor 2, Phil 1,
1) - y por la presencia del Espí:ritu Santo en ellos (l Cor 3, 16;
Eph 2, 22), expresión de la trascendencia de Dios. Cristo, en el
cuarto evangelio, declara que se se santiIfica para que sus apóstoles
sean también santificados (Ioh 17, 19); que se consagra a Dios,
72. El recurso a las nociones sacrificiales permitida concebir la Iglesia según la ima-
gen del Cordero que está de pie en su inmolación (Apoc 5, 6). Como Cristo con quien se
identifica, ella es víctima pascual en si misma y viviendo de Dios. Crucias a la Iglesia,
el mundo entero se convierte en Un calvario donde Cristo muere y resucita. En ella, Cristo
no cesa de pasar de este mundo al Padre, de «santificarse», de inmolarse para vivir s610
en Dios. Una vez llegado a su término en el Cristo indiviflual, ese lnismo y único sacrificio
se mantiene en la Iglesia en un devenir siempre actual, hasta la parusía.
73. L. MALEVEZ, L'Église, corps dll Christ, «Rech. Se. Re!.» 1944, p. 56 s. Cf.
R. ASTING, Die Heiligkeit im Urchristentllm, Cotinga 1930, p. 144. PrwKscH, T. W. N. T.,
t. 1, p. 107-114.
en la inlllolación de su vida humana, para que también eUos sean
coll.<;;lgrados.Según la teologja paulina, la santidad de los fieles es
asillli.';1I10tina consagración «en Cristo» (1 COI' l, 2),. una partici-
p;lci('JI]de la santidad divina en Cristo santificado por el Espíritu
~;;IIl[Ode la resurrección. Son «santificados» en el «sacrificio» de
('¡-islo, consagrados al mismo tiempo que El, por la comunión bau-
tislllal con su muerte y su resurrección.
Varias veces considera el apóstol esta santidad en un aspecto
especial, como la santidad de un templo cuyas dos propiedades, con-
sagración y presencia divina, posee la Iglesia: «Estáis edificados
sobre el fundamento de los apóstoles y profetas,. siendo piedra
angular el mismo Cristo Jesús, en quien bien trabada se alza toda
la edificación para templo santo en el' Señor, en quien vosotros
también sois edificados para morada de Dios en el Espíritu)} (Eph
2, 20-22).
A pesar de sus apariencias, no se presenta la Iglesia como una
construcción de la que Cristo sería solamente la pieza maestra. La
imagen material impone al apóstol esta formulación. Pero según
1 Cor 3, 11, el Salvador es tanto la base como la piedra angular:
los apóstoles en los cimientos y los fieles en los muros no se
erigen en templo más que {(en el SeñoD>, es decir, en su unión
de identificación con Cristo. En la carta a los Efesios, san Pablo
«hace entre la ciudad-templo celeste y el cuerpo de Cristo un para-
lelo implícito en que se corresponden piedra angular del edificio y
cabeza de:l cuerpo» 7'. El Sa'lvador es en cJ1tempcro 10 que es en el
cuerpo, el principio y el todo.
La Iglesia está «en Cristo» en su cuerpo. En cuanto tal, es
el receptáculo del Espíritu, y posee la presencia divina (d. 1 Cm
6, 15-20).
Del conjunto de los textos citados en los párrafos 10, 11 Y 12
se desprende una doctrina de la liturgia. de absoluta novedad. Para
san Pablo, el culto se ha personalizado totalmente. El templo es
ahora ya una rea!lidad persona1 y «la vida crilsti!anaels 1a celebra-
oión del culto» 75. El apóstol no liga absolutamente esta evolución
con la muerte y la resurrección de Cristo, pero sabemos que el
edificio del culto exterior se derrumbó en la muerte de Cristo y que
('risto' vino a ser la realidad de:! nuevo culto.

1'.1. L. CERFAUX, La Théologie de l'Église ... , p. 294.


/,';. (:r. A.J\L DRNIS, Fon-ction apostolique et litiwgic en esprit) «R. Se. Ph. Th.» 42
(1(11;:",) (;1';0"
La consagración de todos a la santidad del único Dios imprime
al pueblo la nota de la unidad. Un Dios único del que viven y para
quien viven todos los fieles, un pueblo único (l COl' 8, 4-6; 12,
4-6. 11; Erph 4, 4-6).
La consagración al único Dios del cielo había ya cimentado la
unidad del pueblo antiguo. Pero el nuevo Israel se consume en
una unidad más perfecta por una santificación radical, una relaoión
física con la trascendencia divina. Pertenece a Dios por la vida fí-
sica de que está animado, pues el Espíritu Santo, trascendencia y
santidad de Dios, es su principio vital.
Antes de difundirse en la multitud, la vida del Espíritu, una en
sí misma, es también la de un único hombre, y después de haberse
difundido continúa siendo la vida de este solo hombre, Cristo resu-
citado: «Nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu para
constituir un solo cuerpo, ya judíos y gentiles, ya siervos y libres)}
(l Cor 12" 13); «un solo cuerpo y un solo Espíritu» (Eph 4, 4).
Tal es la Iglesia del Salvador glorificado: identificada con el
único Cristo, viviendo en Él de un solo Espíritu, consagrada a la
indivisible divinidad.
La unidad de [a Iglesia es la consecuencia natural de la resu-
rrección, porque la gloria de Cristo es un misterio de comunión.
Si el apóstol no usa esta terminología sacrificial para el Salvador
mismo, sabe que la Iglesia de Cristo resucitado' está congregada cn
un banquete sacrificial: «Nuestra pascua, Cristo, ha sido inmolada.
¡Festejémosla, pues!» (1 COl' 5, 7 s). Toda la vida de la Iglesia es
comunión, comida de cordero. Ahora bien, los comensales de una
mesa sagrada son hermanos, nutren su vida con un mismo alilllcni()
y, 10 que es más, con un alimento divino. Dios es su lazo dc
parentesco y el fiador de su fraternidad. Este banquete de la pascua,
en el que se define la Iglesia,.encuentra \Superfecta realizaciún en la
liturgia eucarística. Por eso el apóstol no puede hablar dc él sin
mencionar la unidad de la Iglesia (1 Cor 10, 16-22).

Surge una cuestión: ¿Cuál es, según los principios paulinos,. la


naturaleza de la gracia del AT en relación con la gracia de Dios
en Cristo? A primera vista la comparación parece desfavorable al
AT. Si el justo de la nueva Ley tuvo que morir en Cristo para
setr en Él v1vificadopor el pneuma, 'el jUS!tbde la antigua, que no
ha entrado a formar parte en es'ta comunión, ¿ha participado del
Espíritu?
Tributaria de una concepción jurídico-moral de la redención, la
teología occidental parece haber ignorado el problema cuando creyó
deber establecer una continuidad esencial entre ambas gracias. Los
grandes orientales, para quienes la redención consistía en una de-
vación del hombre a la dignidad filialpo'r el don del Espíritu, du-
daban en reconocer en los antiguos el don personal del Espíritu
y la gracia filial, o bien se los negaban 76. Para elloscl Espíritu no
habita en la humanidad más que desde la encarnación, y s610 se ha
comunicado por el Cristo glorioso.
Teólogos modernos, conscientes de la conexión del don del
Espíritu y de la filiación con la glorificación de Cristo inmolado,
han tratado de definir el grado de inferioridad de la gracia del
AT 77. Sea 10 que fuera de sus interpretaciones, una simple dife-
rencia cuantitativa no parece responder a la doctrina paulina. Para
el apóstol, la vida del fiel es esenciahnente cristdlógica, aun aquella
que surgió después de la muerte en el cuerpo de Cristo. Sólo
poseen el Espíritu Cristo, y los que están unidos a su cuerpo glorio-
so. Los fieles son hijos por su i'dentificacián con el Hijo, y fuera
de Cristo no hay comunicación de Espíritu ni filiación. Por eso los
antiguos llevaban una vida servil; no estaba aHí el Espíritu para
gritades: «¡Abba, Padre!» (Oal 4" 1-7). Al terminar su trabajo,
no entraban en su reposo (Hebr 11, 40), porque la herencia no les
correspondía. Vivían en el plano de1a carne, estaban sujetos a
los elementos cósmicos y afectados· por las diferencias raciales de
su carne 78.
76. Así Ireneo y tras él Tertuliano, Atanasio, Cris6stomo y, sobre todo, Cirilo de Ale~
jandrÍa. Cf. G. PHILIPS, La gríice des justes de I'AT, «Eph. TheoI. Lov.» 23 (1947) 521-
556; 24 (1948) 23-58; P. GRELOT, Le sens chrétien de l'AT, Desclée 1962, p. 159-164.
77. Según PETAU, De Trinitate 1, VIII, C. 7, Vives, 1865, f. III, p. 493, los antiguos
no poseían más que la fuerza del Espíritu. E. TOBAC,Dict. apo/. foi cath., arto Gríice, col.
239 s, se inclina a creer que la justicia de los antiguos consistía en estar inscritos en el
número de los futuros miembros del reino. Hay que admitir una real santificaci6n interior
]Jara explicar la intimidad de algunos justos con su Dios (cf. Ps 73, 25-28). La Biblia conoce
,m don de espíritu (Ps 51, 12-14) Y de sabiduría (Sap 7, 27) que transforma interiormente.
Pero ¿de qué naturaleza es esa santificación? Se puede notar que Dios no revela su vida
trinitaria en el AT, y que el Espíritu no se manifiesta como amor, como el don de Dios que
S(' comunica; allí se presenta como la fuerza de Dios. Cf. P. VAN IMscHooT, L'Esprit de
l'lllwé, príncipe de vie morale dans l'AT, «Eph TheoI. Lov.» 16 (1939) 467. El progreso de
la r{'veJación y del don, ¿no serían paralelos?
7R. "Para introducir a Cristo, la economía antigua había enviado un profeta mayor que
]()S (~trlls: «Entre los nacidos de mujer 110ha aparecido uno más grande que Juan Bautista.»
¿Podemos ratificar estas diferencias sin vemos obligados a aban-
donar la unidad de Ja gracia del AT y el NT? Que una misma
gracia pueda sufrir limitaciones, lo experimenta 'el cristiano durante
su vida terrestre, en la que el estado carnal coexiste con eJ pneuma
vivificador, en la que la vida de fe espera aún la visión. Induda-
blemente. Luego, según san Pablo, la vida del NT es la vida
física de Cristo resucitado, y éste sóJo se explica en los fieles por
su unión real con Cristo. Parece, pues, razonable confesar nuestra
ignorancia sobre la naturaleza de la gracia del AY.

C. LA VIDA NUEVA EN LA CONCIENCIA


Y EN LA CONDUCTA DE LOS FIELES

La novedad de vida que el fiel lleva en sí se manifiesta en la su-


perficie del alma,. por un conocimiento nuevo. Así lo experimenta el
apóstol: como una revelación, una iluminación comparable al mila-
gro físico que señaló su entrada en la comunidad de los fieles: «Al
punto Je cayeron de los ojos unas como escamas» (Act 9, 18).
Toda la renovación interior tiende a este conocimiento: «Os ha-
béis despojado del hombre vicjo CO'11: todas ¡SUS obras y os habéils
revestido del nuevo que sin cesar se renueva para lograr el pelfecto
conocimiento, según la imagen de su Creador» (Col 3, 9 s). Y hasta
podemos decir que la asimilación progresiva a Dios por despojo dcl
hombre viejo y renovación del nuevo coincide en la conciencia con
una visión cada vez más profunda del misterio cristiano.
Tal coincidencia se observa también en las líneas siguientcs:
«Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones y, arraigados
y fundados en la caridad, podáis comprender ... cuál es la anchura.
la largura y la profundidad, y conocer la caridad de Cristo que su-
pera toda ciencia, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios»
(Eph 3, 17-19). La presencia de Cristo hace madurar un conoci-
miento en el fiel; al mismo tiempo, la ciencia de las dimensiones del
misterio llena al fiel de la plenitud de Dios, que es precisamcnte la
vida de Cristo.
Pero Jesús agrega: «El más pequeño en el reino de los cielos es tllayor 'Iue él» (Mt 11, 11).
El menor súbdito del reino está por encima del más alto dignatario del tiempo antiguo, pues
es elevado a las alturas de Cristo. Según san CIRILO DE ALE]ANnnfA, Como i1~Ioh. 1, v. 2;
PG 73, 757, le faltaba haber sido hautizado por Cristo, haher nacido de Dios y poseer el
Espíritu personal.
Este conocimiento vital desborda del entendimiento: es una po-
sesión viva del objeto por todas las facultades, una visión «por los
ojos del corazón» (Eph 1, 18), es decir, por una inteligencia pe-
netrada de amor; es al mismo tiempo una posesión de todas las fa-
cultades por el objeto que da la vida. Es la experiencia de una vida
quc nos posee.
El objieto de este conocimiento es «'Él» (Phil 3, 10), Cristo. Hay
dos maneras de conocerlo: la primera tiene por principio la carne
y la sangre, a las que san Pablo no pide consejo (Gail 1, 16); la se·
gunda tiene su origen en el pneuma. El apóstol ha experimentado
las dos sucesivamente: «y aun si conocimos en otro tiempo a Cristo
según la carne, ya no 10 conocemos así» (2 Cor 5, 16). Había cono-
cido a Cristo al modo humano (el texto, empero, nada dice de un
conocimiento inmediato durante la vida terrena del Salvador); lo
había juzgado según las apariencias humanas y los acontecimientos
de su vida, sin penetrar el secreto de su gloria, que sólo está abierto
a una visión según el Espíritu, 'la única capaz de superar al Cristo
de carne y comprender al Salvador tal como la resurrección lo ha
revelado 79. El objeto del conocimiento cristiano es «el Señor de la
gloria» (1 Cor 2, 8), el Cristo que vive en nosotros (2 Cor 3, 8), el
misterio de su muerte y su resurrección (Phil 3, 10), el Cristo-espí-
ritu a quiencontempila el fiellcara a cata (2 Cor 3, 17 s), la fuerza
omnipotente de Dios desplegada en la resurrección y las riquezas de
gloria reservadas a los santos (Eph 1, 18-20).
Ya que «el misterio», e:l plan de la sabiduría de Dios sobre el
mundo, se realiza en Cristo muerto y resucitado, que se convierte
así en la sabiduría personificada de Dios (1 Cor 1, 30), el fiel abarca
en el conocimiento de Cristo el universo entero y 'lo contempla con
una mirada nueva. Habiendo muerto y resucitado el Salvador por
todos, a nadie conoce ya el apóstol según la carne, como tampoco
conoce a Cristo según la carne,. pues todo se ha hecho nuevo (2 Cor
5, 14-17). Contempla al mundo «sub specie mortiset resurrectionis».
Pero el pensamiento del fariseo Saulo tuvo que pasar por una
muerte para llegar a esta ciencia. «Lo que a mis ojos [de fariseo]
era ganancia 10 he reputado pérdida por Cristo, comparado con la
sublime ciencia de Cristo Jesús, mi Señor» (phil 3, 7 s). El conoci-
miento del fiel, 10 mismo que su vida, es una participación en la re-
surrección de Cristo de entre los muertos.

79. F. PRAT, La. Théologie ... , t. n, p. 28 n. dice a este propósito: «Conocerle según
('\ espíritu es conocerle tal como su resurrección y su glorificación nos enseñaron a cono-
ccrle, a la luz del Espíritu Santo.» -
Perteneciendo al orden del pneUrrIil, este conocimiento poocc u Illl
afinidad con la caridad, primer efecto de la presencia del Espíritu.
Fuera de Cristo" el conocimiento es simplemente conceptual: hincha
sin llenar y sin edificar, estando vacío de caridad (l COI' 8, 1). La
gnosis del fiel es una visión de su corazón (Eph 1, 18); una 'luz en-
cendida por el Espíritu de amor: «Arraigados y fundados en la ca-
ridad, pal'a que podáis comprender ... }}(Eph 3, 17 s).
El oonocimilento n~ IsiqUiiem.:se dilstingue muy netamoote de la
caridad. En ambos se manifiesta toda entera la vida en Cristo; el
progreso de la caridad acompaña al del conocimiento: «Que vuestra
caridad crezca más y más en verdadero conocimiento y en toda dis-
creciÓn» (Phil 1, 9). Pero la caridades más fundamental, se presenta
la primera y se ilumina como gnosis. Los ojos se abren en el cora-
zón. Pero aun antes que la caridad tenemos el Espíritu Santo y su
vida en nosotros por la existencia en Cristo. Históricamente, la fe
del fiel tiene su principio en la predicación apostólica (Rom 10, 17),
pero la verdad misma de la fe se origina en la vida de Dios. Y cuan-
do, por la fiel adhesión a Cristo y por la existencia en !Él, el cre-
yenteentra a participar de la vida con Dios, en su vida tiene origen
la fe del creyente 80. El hombre continúa creyendo en la palabra del
apóstol, pero en adelante esa palabra es la expresión de ,la vida
del hombre mismo 81.
Si ell Espíritu es la raíz de nuestro conocimiento, no es por ser
1uz y sabiduría de Dios,. sino por ser lazo de nuestra unión con
Cristo y dynnmis. Nos une a Cristo, luz y sabiduría de Dios" y nos
da el poder comprender, pues nos llena de caridad, vínculo cons-
ciente de nuestra unión al Salvador. Gracias a la caridad, la intdi-
gencia se ilumina con la luz que está en nosotros 82.

En la resurrección de Jesús nació una nueva raza de hombres,


el tertium genus, diferente de los otros dos, y una ética nueva que
no se reduce a ninguna otra.
80. Quizás así haya que entender a san POLICARPO, Phil 3, 3; «[la fe] es tluestra ma~
dre para todos, va seguida de la esperanza y precedida del amor de Dios».
81. La prioridad del ser y de la vida sobre el conocimiento es puesta de relieve por
san Juan: «Todo el que es de la verdad oye mi voz» (18, 37); «vosotros me veis porque
yo vivo y vosotros viviréis» (14, 19); la unción que recibe el fiel es una fuente y un criterio
de verdad (l Ioh 2, 27).
82. Volvemos a encontrar en plano psicológico la colalloración a menudo observada de
Cristo y del Espíritu.
Los griegos y judíos tenían su ley moral propia, dictada por la
razón una y la otra impuesta por Dios en 'la cumbre del Sinaí.
I,a ética griega es un humanismo, una búsqueda de la perfec-
ción según el orden de la razón. El hombre griego no reconoce más
que las leyes eternas de la naturaleza, que son las de su razón.
Sometiéndose a ellas queda libre, ya que sólo está sometido a sí
mismo. Le es desconocida la santidad, consagración a Dios y sumi-
sión a su voluntad. Y, por no renunciarse a sí mismo y abrirse al
poder redentor de Dios, sucumbe a las leyes de este mundo, de donde
no sale83•
La Ley cristiana no es esa ley de la naturaleza. Jesús no se
refiere a ella sino para perfeccionada (Mt 5, 17). Según san Pablo,
sólo es una ley por analogía: se puede decir que los gentiles son ellos
mismos su 'ley (Rom 2, 14), pero en realidad están sin Ley (Rom
2, 12; 1 COI' 9, 21). El apóstol contradice su ideal y 10 relega al
orden de la carne débil y condena:da 8~.
La moral del AT no pertenece al orden de la razón; es una obe-
diencia a Dios. Los imperativos de la moral natural valen para los
judíos, pero son impuestos por Dios. Toda la ley judía, tanto moral
como ritual, es ley del Sinaí. Principio de toda sabMuría es la sumi-
sión al Señor.
Frente a la moral natural, dirigida por un principio inmanente,
la moral judía acusa en este punto una inferioridad: san Pablo la
deCilara servit ElI hombre: del Antiguo Testamento obedece a un
principio e:xtelrior, a Dios que manda desde 10 a1lto del Sintaí; es
elso]avo de Dios.
También Ta moml cristiana ~s una moral de sumi1sión a Dios,
no habiendo venido Jesús para abrogar la Ley, sino para urgir su
observancia y llevada a la perfección (Mt 5, 17). Toda la vida cris-
tiana es una «obediencia de 'la fe» (Rom 1, 5), una esclavitud de
Dios y de su justicia (Rom 6, 16-18) 85. Pero,. mientras en otro
tiempo Dios hablaba desde la cumbre del Sinaí, ahora revela su ley
en Cristo redentÜ'f y el hombre se somete a Él por su vida en Cristo:
una moral de trascendencia y de inmanencia a la vez.

83. A. J. FESTUGIERE, La Saillteté, París 1949. El ideal griego se encarna en el sabio


y en el héroe. El primero busca la «divina gnosis», se esfuerza en su conducta por ser fiel
a la sabiduría; su ideal pertenece al orden de la razón. En el héroe la búsqueda de la
grandeza no tiene otro fin que a sí mismo, es un egocentrismo en su forma más noble.
H4. Según ARISTÓTELES, Ethica Nic. x, 9, el sabio es el preferido de la divinidad,
mientras que para el apóstol la sabiduría de este mundo es locura ante Dios (l eor 3, 18-20),
que llama preferentemente a los pequeños y los justifica en Cristo.
H5. En 1 Petr 1, 14, los cristianos son llamados «hijos de la obediencia». Los que no
ljllilTen ser de Cristo son «hijos de la desobediencia» (Eph 5, 6).
Los sinópticos evocan a propósito de Jesús el recuerdo de la
«montaña de Dios» 86.
La sombra de Moisés acompaña-incesantemente a Cristo, WI.
Jesús promulga una Ley que supone la nueva creación del hombre
en la santidad 88. Poco a poco, El mismo se presenta como principio
de la moral, y los hombres son juzgados según su actitud para con
Él (d. Mt 25, 35-45).
San Pablo habla de la «ley de Cristo» (Gal 6, 2; 1 Cor 9, 21),
de los «caminos en Cristo» (l Cor 4, 17) que se enseñan en todas
las Iglesias, de una «regla de doctrina» a la que hay que obedecer
(Rom 6, 17).
Nunca se ha pronunciado Claramente sobre esta ley cristiana,
que comprende un conjunto de reglas de conducta enseñadas por
la catequ'esis, catálogos del virtudes que hay que practicar y de
vicios que ervitar (Gal 5, 19-23; 1 Cor 6, 9 s), y sin duda también
un repertorio de palabras de Jesús, ya que Cristo es el maestro
indiscutible de las almas. Un caso de conciencia queda resuelto tan
pronto como se posee sobre este punto «una palabra del Señor»
(l Thes 4" 5; 1 Cór 7, 10. 25).
Pero estos códigos de vida cristiana no son más que la formu-
lación de una vida inmanente. Existe en los fieles una fuerza vital,
principio de santas costumbres, la misma que reside en el cuerpo
de Cristo resucitado y de la que viven los fieles. Cristo resucitado
es el principio de la moral cristiana. ¿No es la pertenencia al cuerpo
de Cristo resucitado la que nos traslada de la Ley a 'la nueva vida
y nos hace dar frutos para Dios? (Rom 7, 1-6). ¿No es la partici-
pación con Cristo en la muerte y en la resurrección la que nos somete
a las exigencias de la vilda sobrenatUlJ.1al
(Rom 6, 1-11)? Lo conJvrario
del pecado no es la honestidad de las virtudes humanas, sino la fe

86. Existe una real analogía entre la transfiguración de Jesús y la teofanía .del Sillaí.
Lo mismo que 1\:íoisés, Jesús escala una alta montaña acompañado de sus discfpnlns y
deiando al pueblo en la llanura. La gloria de Dios desciende sobre ambas montafías; el
rostro de Jesús y el de Moisés se iluminan; una voz se deja oir. Elías y Moisés, los dos
hombres del Sinaí, conversan con Jesús. Dios pronuncia sobre Jesús estas palabras: «ftste
es mi Hijo ... escuchadle», realizando la promesa hecha a Moisés al baiar del Sina¡: «Yah-
veh te suscitará un profeta como yo [Moisés], escúchale» (Deut 18, 15).
Pero la transfiguración no era sino un anuncio, la glorificaci6n de Jesús era pasajera,
aún esperaba la muerte de la que hablaba con sus interlocutores. Los sinópticos presentan
varias anticipaciones de la pascua en la vida terrena de Jesús (el bautismo, la entrada en
J ernsalén, la cena). Jesús muerto y resucitado será el Sinaí del NT, Cf. l.a transfígumtion
de Jésus, «Vie Spirit.» 85 (1951) 115-1266.
87. J. DANIÉLOU, Sacrametttum futurí, París 1950, pp. 135-43; JOAC!L JEREMIAS,
Th. W. N. T., IV, pp. 871-878.
88. Mientras que la ley mosaica se adapta a la caída elel hombre (Mt 5, 31, 38, 43;
19, 8), las exigencias de Jesús suponen una humanidad vuelta a stl pureza paradisíaca
(Mt 19, 8).
que nos une al Salvador; y la justicia está constituida por nuestra
presencia en Cristo (Rom 8, 1). La fornicación es condenada porque
atenta contra la dignidad del hombre (1 Cor 6, 18). Ciertamente.
Pero sobre todo porque arranca un miembro al cuerpo de Cristo y lo
une a la carne de una meretriz. El culto sabático, antiguamente
engrandecido por Dios, y la confianza en las obras de la Ley son
tan condenables como la fornicación, y por la misma razón (phiI 3,
7-9; 19; Col 3, 20-22).
La vida que anima al cuerpo de Cristo resucitado es el Espíritu
Santo, que con su poder y santidad vivifica y santifica a todos los
que están en Cristo: el pneuma de Cristo resucitado es la ley del
NT. A la ley mosaica sucede «la ley del Espíritu de vida» (Rom
8, 2). Las prescripciones de la letra muerta son reemplazadas por
una vida en la novedad del Espíritu (Rom 7, 6). Los que son movidos
por el Espíritu no están ya bajo la Ley (Gal 5, 18). El Espíritu,
antítesis y abolición de la ley prengurativa, Isepresenta como el prin-
cipio de la moral de los últimos tiempos 89.
La ley nueva, en el cuerpo de Cristo, no es, pues, solamente
un código, sino una vida, una fuerza, una realidad inmanente y
die orden físico: eil Espíriltu. que resucita a Jesús de entre 'las mmer-
tos 90. M~entras que rnaley natural, también inmanente,. notifica sus
voluntades sin imprimir movimiento a la carne recalcitrante' (Rom
7, 23), la ley del Espíritu se afirma con fuerza. Es un poder de
resurrección que tiene sus impulsos, sus 'instintos de vida (Rom 8, 6),
cuya dirección indican y cuya formulación constituyen los preceptos
de la catequesis. El Espíritu mueve al fiel (Rom 8, 14; Gal 5, 18); es
el principio de las acciones cristianas (cf. 1 Cor 12, 3); produce
'1as virtudes como la planta madura sus frutos (Gal 5,. 22) 91. Esta
acción se ejerce sin constreñimiento, pesa sobre las voluntades a
la manera del amor, ya que dI Espíritu es amor. Pero en la tierra,
el fiel es con frecuencia tan poco sensible a la pesantez del Espíritu,
89. Santo TOMÁS, Como in Rom. 8, lect. 1: «LexSpiritus dicitur lex nova quae est
ipse Spiritus Sanctus, vel eam in cordibus nostris Spiritus facit.» ST I-n, q. 106, a. 1:
«Id autem quod est potissimum in lege novi testamenti, et in quo tota virtus eius consistit,
est gratia Spiritus Sancti, quae datur per fidem Christi. Et ideo principaliter lex nova est
ipsa gratia Spiritus Sancti quae datur Christi fidelihus ... Et ideo dicendum est quod prin.
cipaliter nova lex est indita.»
90. A. M. RAMSEY, The Resurrection of Christ, Londres '1950, p. 8: «Christian
ethics are Resurrection etbics, defined and made possible by men heing raised together witb
Christ.»
91. La infracción de las leyes vitales amenaza esta vida, ya en su desarrollo, ya en
,'-;11 existencia misma. Así como la «carne y la sangre» no entran en el reino de Dios, tam·
poco el pecado (1 Cor 6, 9; Gal 5, 21; Eph 5, 5), pues el pecado es una vuelta a la carne
)' a 1;. sangre, y pone fin en el fiel a la vida del Espíritu. La vida deshonesta, que al decir
de san JUAl'l CRISÓSTOMO(Hom. 47, 4, PG 60, 331) lesiona el dogma mismo de la resu-
lTl'cci{¡Il, hiere de muerte la vida de resurrección, puesto que viola su ley.
que el apóstol debe añadir todavía el peso de sus exhortaciones y
de sus preceptos, al servicio del amor.
Se opera una transposición, haciendo pasar la actividad del
fiel del nivel carnal a la esfera escatológica del Espíritu. El hom-
bre no se desarrolla en el plano horizontal de una moral de natura-
leza; está obligado a sufrir una evolución, a «devenir», según úna
moral de transfo'rmación, de re-creación progresiva, definida por el
acontecimiento de pascua y por la comunión sacramental con este
acontecimiento (Raro 6, 2-5; Col 3, 1 s). El principio pascua!, deposi-
tado con su novedad creadora en el fiel, debe introducirseen toda
la vida; eS preciso que lleguemos a ser efectivamente 10 que somos:
«Purificaos de la levadura vieja, puesto que [ya] sois ázimos»
(1 Cor 5, 7). Pero ese «Sé lo que 'eres» no es el!de Píndaro y de una
moral de la natumleza; nuestro ser de cristianos está no menos
delante de nosotros que en nosotros mismos, está en Cristo en su
gloria escatológica. A través de su esfuerzo moral se somete el
hombre a la acción creadora del Espíritu que rematará en 'la resu-
rrección final (Rom 6,. 2-5).
Esta re-creación progresiva exige una incesante ruptura del
hombre consigo mismo, pues el Espíritu mueve a los fieles como
resucita a Cristo: vivificándoilo'S,en la muerte y realizando en
ellos cada vez más esta muerte de Cristo; el Espíritu es una ley
de resurrección en la muerte. En todo se afirma la moral cristiana
como una muerte y una novedad; es renuncia a los vicios del
hombre camal (Ga1 5, 19-23) Y prosecución de la justicia: «Los
que son de Cristo Jesús crucificaron su carne con sus pasiones y
sus concupiscencias. Si el Espíritu es nuestra vida. obremos también
por el Espíritu» (Gal 5, 24 s).
Tal moral de muerte y de novedad totales es una moral sin
límites. Parae11a, la perfección no' se halla en justo medio es-
table; está situada más adelante del hombre terreno, perseguida
siempre y nunca alcanzada en la tierra (Phil 3, 13 s). Quien no
tuviera una orientación, por 10 menos implícita, hada la totalidad
y dijera: «Iré hasta allá y nada más», o creyendo haber hecho
todo no quisiera hacer más, no obraría como crilst1fano:«Porque el
amor de Cristo nos apremia... !:Élmurió por todos a fin de que los
que viven no vivan ya para ellos mismos, sino para aquel que murió
y resucitó por ellos» (2 Cor 5, 14 s). No se terminará hasta llegar
a un don de sí mismo que agote toda posibilidad de ofrenda 9!.
92. Tales son ya las exigencias de la moral de los sinópticos. Cf. C.H. DODD, MMale
de l'f1;vangile, p. 84 s. K. SCHELKLE, Die Passion 'esu in der Verkündigung des N.T.,
El ideal moral hacia el que tiende el fiel no es el de la sabi-
duría y de la mística griegas, que hallan su última perfección en
la gnosis divina; no se cifra en la práctica heroica de las. virtudes
humanas: si el fiel poseyera toda gnosis y todas las virtudes heroicas,
todavía no sería nada (l Cor 13,. 1-3). El ideal no consiste tampoco
en la justicia que confiere la ley, pues ésta es «una justificación
de vida» (Rom 5, 18). Cristo muerto y resucitado es el ideal moral
del NT. No se tiende a este ideal con la búsqueda de la propia per-
fecaión;tarn íldw:I sólo Ise puede peiI.1segu~r
enel1 o[vido y el don de
sí. Se tiende a él por imitación, pero no copiando un modelo' ex-
terior a uno mismo, pues la justicia que se ha de alcanzar es
personal de Cristo. no es sino Cristo mismo, que en su muerte y en
su resurrección vino a ser «justicia y santificación» (l Cor 1, 30).
Tal ideal no se alcanza sino por participación. La perfección cristiana
reside en una comunión, en un amor que une al fiel con Cristo y
10 transforma en El.
La vida pascua;l de la Iglesia encuentra su expresión característica
en la virtud de la caridad.
Antes que una exigencia de su doctrina, la caridad es para la
Iglesia tuna exigencia de su ser. Porque eHa tiene su ser en el
Cristo pascual, que es renuncia permanente y donación.
Englobado en Cristo y en su don personal, ya no puede el fiel
«buscar su propio interés» (Rom 15, 3), sino «los intereses de los
demás», teniendo para con sus hermanos los sentimientos de renun-
cia que nacen de su unión con Cristo redentor (PhiI 2, 4 s).
La caridad supone y produce la muerte del hombre viejo 93 - se
opone a la carne cerrada sobre sí misma en el egoísmo de su orgullo
y su fragilidad - y es novedad de vida desbordante. Es una fuerza
invencible (l Cm 13, 4-8), todo lo puede y nunca pasa. Es la vida
del Señor resucitado.
El fiel es invadido como por una savia, porque el Cristo pascuaI,
su raíz de vida, es un «espíritu vivificante», y el Espíritu que
comunica es «la caridad de Dios derramada en nuestros corazones)}
(Roro 5, 5) 94.
11. 217 ~238. ¿ Cómo se podría acabar nunca, una vez que el término del esfuerzo, Cristo re-
sucitado, es un comienzo, una novedad eterna?
93. Las cualidades de la caridad, enumeradas en 1 eor 13, son en gran parte ne-
gativas.
94. Este texto identifica la caridad de Dios con el Espíritu 0, más exactamente, hace
,le la caridad el efecto formal de la presencia del Espíritu en nosotros. En la literatura
hfbliea, el Espíritu es «derramado»; aquí el ap6stol habla de una «efusi6n» de la caridad
pOnl1.1C esta caridad se confiere en el don mismo del Espíritu. La caridad está siempre rela-
~iol1(lc1a con el Espíritu. El apóstol, unas veces, la refiere al Espíritu como -a sU causa (Rom
1>, 30), como el fruto a la raíz (Gal 5, 22, ef. 5, 13-16), como al principio de que está
La caridad coincide tan exactamente con la vida nueva del Espí-
ritu, que se pueden intercambiar sin disonancia sensible las fórmulas
«en el Espíritu» y «en la caridad». Caminamos en el Espíritu y en
la caridad (Rom 8. 4; Eph 5, 2); en ambos nos santificamos (Rom
15, 16; Eph 1, 4); el cuerpo de Cristo se edifica según este doble
principio (Eph 2, 22; 4, 16). La caridad desempeña el mismo papel
que el Espíritu en el cuerpo de Cristo (Eph 4, 16; COll2, 2).
El poder divino que irrumpe en Cristo y en la Iglesia no crea
superhombres, porque el Espíritu es al mismo tiempo dynamis y
caridad. La fuerza cristiana radica en la caridad. «La benignidad»
(Gal 5, 22; Col 3, 12) Y «la humildad» (Eph 4, 2) son los frutos
del Espíritu y «la señal dd cristianismo» 95.
Por ser eil Espíritu caridad a la vez que realidad plena y santidad
de Dios, la caridad es la «plenitud de 'la Ley» (Rom 13, 10; Gal
5, 14) 96. «El vínculo de la perfección» (Col 3, 14). Toda justicia
«se cumple» en ella. Estos textos insinúan que para san Pablo, lo
mismo que para san Juan, la caridad es «el precepto nuevo», es
decir, el precepto que corresponde a la nueva institución. Es la
cumbre de las virtudes, no sólo porque es la más elevada, sino
porque hacia ella convergen todas las otras, caso que sean realmente
cristianas, yen ella reciben ISU' verdad cristiiana. Es también su
base, puesto que todo comienza ~n la comunión con Cristo, es
decir, en un amor por 10 menos inicial, y en el Espíritu, es decir,
en el amor infinito Ilamado a Ilenarlo todo.
A los ojos. de san Pablo toda la moral cristiana es religiosa.
Tiene a Dios por término, como tiene a Dios por principio; la
justicia está constituida por la realidad Ilamada «gracia de Dios
por la redención que está en Cristo Jesús» (Rom 3,. 24). Toda
virtud cristiana es teologal 91.
De la vida nueva que es nuestra ley nace un conocimiento moral,
específicamente cristiano, que dicta a la voluntad las acciones pro-
pias de los instintos vitales y que juzga según esta vida del Espíritu
en dI cuerpo de Cristo: «Tened todos el mismo pensar, el mismo

animada (Col 1, 8); otras, yuxtapone ambos términos (2 Cor 6, 6), o también presenta la
caridad como el carisma espiritual por excelencia (l Cor 12, 31).
95. P •. MACARro, Hom. 15 y 16; PG 34, 593, 681; HESIQUIO, De Temperantia et
Virtute, Cent. 1; PG 93, 1505.
96. Santo TOMÁS, Como in 2 Cor 3, 6: "Spiritus Sanctus, dum facit in nobis carita-
tem, quae est plenitudo Legis, est novum Testamentum, non littera ... sed spiritu, id est per
spiritum qui vivificat.»
97. Para san Pablo no hay otra perfección moral que la que se justifica delante de
Dios. No es que condene una virtud judía o pagana, excepto en cuanto a su insuficiencia.
La moral cristiana se identifica con la religión cristiana. Cf. C.H. DODD, Morale de l'Éva-n-
gile, p. 62.
amor... Tened los mismos sentimientos que [tenéis] en Cristo
Jesús» (Phil 2, 2. 5). En vuestras relaciones mutuas dejaos guiar
por la vida que lleváis en Cristo'. Como esta vida es «caridad del
Espíritu», la conciencia cristiana se purifica con el progreso de la
caridad: «Que vuestra caridad crezca más y más en todo conoci-
miento para que sepáis discernir 10 mejor y seáis puros ... }) (phil
1, 9 s; Rom 12, 2).
La moral cristiana es, pues, de una novedad absoluta. No es
impuesta desde fuera por Dios, ni es tampoco la exigencia inmanente
de la naturaleza humana. Es «un mandamiento nuevo», la ley de
la nueva y última creación en Cristo. No sustituye, con todo, la ley
del Sinaí ni la de la razón, las contiene 9B perfeccionándolas: es
ley de Dios como la del Sinaí y, sin embargo, ley inmanente como
la de los griegos.
Por eso el hombre es libre en Cristo: «Donde está el Espíritu
del Señor está la libertad» (2 Cor 3, 17). Se somete a Dios sin
comprometer su libertad porque obedece a las leyes de su propio ser,
a los instintos de su vida cristiana. Más libre aún que el griego
obediente a la razón, el cristiano obedece al amor. Hace lo que
ama. Todo consiste en no caer bajo una :ley extraña. Con esta
salvedad, nada le está prohibido (l Cm 6, 12). La ley de vida entra-
ña, sí" cierta coacción, pero a la carne 99.
Aunque inmanente al hombre" la ley nueva es, sin embargo" la
de otro, y la Ley cristiana, como la del AT, es una total obediencia
:a Dios. Porque el Espíritu, don de amor, es también una ley, la
voluntad de Dios intimada en 10 íntimo de los corazones. El do-
minio de Dios es completo en Cristo resucitado y en sus fieles. Pues
Cristo y ~os suyos están muertos a sí mismos, y su vida es la
del Espíritu, poder de Dios y su voluntad soberana.
La moral cristiana es una moral de completa libertad y de total
obediencia InO. Se podría decir que la pascua es el Sinaí cristiano, y
que Cristo muerto y resucitado es la tabla de 'la ley nueva, si la
pascua no fuera algo más que la voz de Dios sobre el monte y
Cristo más que una tabla de la ley. Pero la pascua es la irrupción
de la santidad del Espíritu de Dios en un hombre, Cristo,· y la
transformación de este hombre en la santidad del Espíritu de Dios,

q:-;. Lo mismo que el conocimiento espiritual contiene el conocimiento natural (l Cor


15).
~)(). ef. S. LYONNET, Liberté chrétienne et loí no'uvelle selon saint Paul, Roma 1954.
Ino. Una más amplia exposición de los principios de la moral cristiana se hallará en
(·1 (·:\.('l'klJte trabajo de F. BOURDEAU y A. DANET, lntroductiMt a la. Loi du Christ, Pa-
rís I ()r;:_~.
y nuestra transformación progresiva en ese hombre. Tal es la moral
cristiana: un misterio, el de Cristo illqerto a la carne en la vida
divina del Espíritu Santo, con el que el fiel entra más y más en
comunión, hasta e!ldía de la resurrección final.
EL PROGRESO Y LA CONSUMACIÓN
DEL MISTERIO PASCUAL EN LA IGLESIA
La descripción de la vida de la Iglesia (c. 6) respira optimismo:
la resurrección es un hecho consumado, la redención se ha cumplido.
Al leer esos textos sentimos admiración. Nuestra experiencia per-
sonal estaría tentada a desaprobarlos. Sentimientos contradictorios
que afectaban igualmente a la conciencia de un san Pablo. Su espí-
ritu estaba también en él dividido. Primero afirma sin reservas,
luego parece desdecirse. En sus cartas se enfrentan dos grupos de
textos apenas se suscita la cuestión: ¿está consumada nuestra resu-
rrección en Cristo o ha de cumplirse solamente en el futuro?
Las energías de la resurrección están también reunidas en el
corazón del fiel. Tendremos que esperar el día de su fulgurante
manifestación, cuando el Señor imponga al mundo todo «su poder
de resurrección}}.
La Iglesia Se baña en el esplendor de pascua y busca su ple-
nitud en la parusía; como si la pascua no fuera para ella más que
una mañana y el día tuviera aún que venir. Se trata, pues, de las
relaciones que unen la pascua y la pamsía.

l. LA RESURRECCIóN DE JESÚS, CONSUMACIóN


DEL MUNDO

Jesús tuvo siempre el deseo de llevar el mundo a su término


e inaugurar los tiempos nuevos.
Ya el relato de la anunciación revela en Jesús un ser celestial
que entraña la promesa de una humanidad nueva. Dios le suscita
en Israel por la fuerza creadora de su Espíritu e inaugura las cosas
nuevas anunciadas para el fin.
El reino eterno (Lc 1, 33) al que se promete el Hijo es este
siglo nuevo que, según la profecía, cerrará la historia del mundo.
En otro tiempo, el Espíritu se había cernido sobre las primeras
aguas a semejanza de un ave; y ahora desciende en forma de palo-
ma sobre Cristo al salir de las aguas del Jordán. San Lucas entrevé
aquí una analogía con el relato de la primera creación e introduce
en este lugar la lista genealógica de Jesús, que se remonta hasta la
creación de Adán, comparando a Cristo con e,l padre de la huma-
nidad terrestre (Le 3, 23).
Muy pronto en su vida pública Jesús se atribuye un nombre
misterioso y grande, cuyo sentido no descubrirá sino el día de su
muerte. Se llama «Hijo del hombre.»
No hace mucho, numerosos exegetas veían en dicho nombre la
expresión de la sencillez humana de Cristo, el título de su humilla-
ción. Blestudio más profundo de la literatura mesiánica judía
descubre ahí la afirmación de las más altas aspiraciones que un
hombre podía ambicionar. Antiguamente, Daniel (c. 7) había asis-
tido en visión apocaliptica al juicio pronunciado por Dios sobre los
imperios de la tierra y sus reyes. Una vez eliminados esos imperios
sucesivos y debidamente condenado el más cruel de entre ellos, el
de los sirios, he aquí que aparece sobre las nubes «como un Hijo de
hombre», caudillo del pueblo de los santos del Altísimo. Y les fue
dado el reino por eternidades sin fin.
A continuación, Daniel recoge de nuevo el tema de los imperios
sucesivos, pero en lugar tIel reino de los santos, sucede al reino sirio
la resurrección de los muertos (Dan 12, 1 s); pues el pueblo de los
santos es un pueblo de resucitados, y el Hijo del hombre un ser
escatológico.
La apocalíptica judía ulterior conservó la visión de un Hijo
del hombre que viene al final como jefe de la comunidad de los
santos que en aquel día será «sembrada» y vivirá eternamente
(Henoch 62, 7 s).. Esta expectativa no carece de analogía con las
profecías más antiguas cristalizadas en torno al nacimiento de un
niño, salvador escatológico, preparado desde los tiempos más remo-
tos (Mich 5, 1) y destinado a renovar el mundo en la inocencia
primitiva (Is 7, 9. 11).
Jesús reivindica para sí tal titulo y tal función. Inaugura su
ministerio proclamándose el consumador del mundo. El Espíritu
reposa sobre Él para realizar la liberación escatológica (Le 4, 18 s).
A la pregunta: «¿Eres tú el que viene?» (Le 7, 19), responde citando
las profecías del fin de los tiempos (Is 35, 5; 61, 1).
Las bodas celebradas ¡x>r Él designan, en el esWo de la época, el
advenimiento del fin.
En la virtud del Espíritu Santo, enfabla la lucha con los poderes
del mal y de la muerte que pesan sobre la humanidad. En el desier-
to, se enfrenta con el príncipe de este mundo perdido; lucha con la
muerte en tres coyunturas (Lc 7, 11-16; 8, 49-55; Ioh 11, 1-44),
sacude su tiranía y promete a la humanidad la liberación. Purifica
el templo para inaugurar un culto nuevo. Por 10 demás, el templo
de Jerusalén, centro del mundo actual, será bien pronto destruido
y su ruina acompañada del derrumbamiento del universo (Mt 24, 3).
Pero las gestas de su vida no eran todavía más que presagios,
señales de los tiempos nuevos. El joven de Naín, la hija de J airo
y Lázaro no conocieron sino una renovación de vida mortal, figura
de la inmortal resurrección. No había aún «venido» el Hijo del
hombre en la plenitud de su poder, y la inauguración del reino
sobre las nubes aún no había tenido lugar. ¡Cuántas veces lo repitió
Jesús: «El Hijo del hombre vendrá», pronto llegará el reino! 1
Sintiendo la proximidad de su muerte, anuncia su venida con '''l.

más insistencia: «En verdad os digo que hay algunos entre los pre-
sentes que no gustarán la muerte antes de haber visto al Hijo del
hombre venir en su rea¡leza» (Mt 16, 28). Esta afirmación va prece-
dida inmediatamente de la convocatoria del juicio final: «El Hijo
del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles,
y entonces dará a cada uno según sus obras.»
La próxima parusía, que tendrá por testigos algunos oyentes,
presenta un carácter escatológico innegable 2.
Tres veces anuncia Jesús que el Hijo de! hombre debe morir
y resucitar. La gloriosa visión de Daniel había sido incompleta;
ignorada la humillación que debía preceder al advenimiento del
Hijo del hombre. Jesús la completa fundiendo en un solo cuadro
los rasgos del Hijo del hombre y los del Siervo de Yahveh, el gran

1. El Cristo de los sinóPticos y de la primera predicación «viene» en la parus!a. Los


que traducen ~pxeGe"" por «volver», y <XTtoG't"¿Me<v por «volver a enviar» (Act 3, 20),
no respetan los matices. La materialidad parab6lica puede inclinar al espíritu a concebir
la venida del amo de la casa como una vuelta; cuando las afirmaciones de Cristo prescinden
de metáforas, son claras: el Hijo del hombre «viene». Sin duda la venida sucede a una
partida, pero Jesús parte para venir y no para volver. El Mesfas es «el que viene» (M t
11, 3), y. la «venida» es el advenimiento del MesÍas. Aunque comenzada en la tierra
(1-1t 9, 13), no existe más que una auténtica venida, reservada al futuro para el día incierto
de la parus!a.
2. Es verdad que en Mc 9, I los dos logia están separados por la fórmula «decía», lo
que permite no admitir más que una unión redacciona1. Siempre vemos que Marcos quiere
situar la venida en la perspectiva escatol6gica. Su texto concreta: «Antes que hayan visto
venir en poder el reino de Dios.» Gloria y poder son características del último día y defi~
nen el reino corno una realidad del fin.
paciente de /saías, que también inaugura una humanidad nueva
(Ts 53, 10). La venida gloriosa emprenderá el camino del sufri-
miento y acabará en una resurrección de entre los muertos.
En medio de una instrucción sobre el día que se manifestará
semejante al rayo, Jesús inserta esta reflexión: «Pero antes es
menester que [el Hijo del hombre] padezca mucho y sea reprobado
por esta generación» (Le 17, 25). Relaciona la gloria fulgurante con
sus humillaciones, como más tarde ligará con ellas su resurrección:
«¿No era necesario que Cristo padeciera estas cosas, y entrase en su
gloria?» (LO' 24, 26). La prarusía sigue a ~!amue:rte tan de cerca
como a la resurrección y se adivina el íntimo vínculo entre una
y otra 3.
La palabra misteriosa se coloca en el discurso escatológico:
«Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra ... En verdad os
digo que no acabaréis las ciudades de Israel antes de que venga el
Hijo del hombre» (Mt 10, 13). El plazo, ciertamente, es breve.
De hecho" Jesús vino antes que los fieles perseguidos hubiesen
recorrido todas las ciudades de Israel, dictando una sentencia ful-
minante contra Israel. Las llamas que devoraron el templo ilumina-
ron una cristofanía. La parusía estaba desde entonces en el mundo.
Todos los fieles deben esperar la venida del Señor, llegará cuan-
do menos lo piensen y sorprenderá a todos. Dichosos los siervos que
se mantuvieTen en vela, ceñidos los lomos y encendidas las lámparas.
Conocedora de la dilación de la venida final y la complejidad del
misterio parusíaco, la teología actual enumera parusías sucesivas:
la de la justicia ejercida sobre Jerusalén, la que sorprende a la
Iglesia en cada uno de sus miembros, la venida de gracia al corazón
de los fieles y, finalmente, la última parusía. Pero sería arbitrario
introducir tales distinciones en los textos. Los profetas, Juan Bau-
tista, y los evangelios no conocen sino una venida, una sola \ múl-
tiple en sus manifestaciones, pero una en sí misma y anunciada por
Jesús como muy cercana.
Habiendo anunciado varias veces la venida del Hijo del hombre,
en la noche que precedió a su muerte, Jesús declara a los jueces:
«Pero 5 yo os digo que un día veréis al Hijo del hombre sentado
3. Cf. H. SCHELKLE, Die Passion les" in der Verkündig"ng des N.T., Heide1berg
1949, p. 119, C. H. DODD, The parables of the Kingdom, Londres 1950, p. 97, piensa
que la muerte y la resurrección del Hijo del hombre son para Jesús acontecimientos esca-
I (¡lógicos.
4. E. WALTER, Das Kommen des Herrn, t. n, Friburgo de Brisgovia 1947, p. 65:
"Nunca se trata de una doble venida». el. K BARRETT, The Hoty Spirit and the Syno¡,tic
'i'radition, Londres 1947, pp. 157, 160. .
S. La partícula adversativa 1tAf¡'J puede explic.rlrse (le diversas maneras. O bien Jesús
a la diestra del poder y venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26, 64).
Los tiempos de este mundo están cumplidos. Ahora ya «viene»
el Hijo del hombre; Él introduce "el nuevo siglo. Desde este día
irrumpel Ila pamsía, y el polder Ide esta venida innred~ata es el
mismo que rige la ruina del Templo y el fin de las realidades te-
rrenas (Mt 24" 30). .
Los acontecimientos inmediatos tienen, pues, para Jesús dimen-
siones cósmicas. Significan la venida del Hijo del hombre sobre
las nubes, es decir, eI fin Y el juicio de este mundo, la inaugura-
ción de la resurrecúÍón de los muertos (cf. Dan cap. 7 y 12).
San Mateo entra en esta perspectiva cuando describe la muerte
de Cristo, el sol que niega su luz, la tierra que tiembla, las rocas
que se hienden: el mundo actual es herido de muerte en Cristo
moribundo; ha llegado el fin del mundo, acompañado de los tras-
tornos predichos por los profetas (Is 24; Amos 8, 8-10)6. No en
vano el velol del templo se rasga de arriba abajo, señal de la des-
trucción del santuario y símbolo de la abolición de un culto adap-
tado al estado terrestre del hombre pecador (Hebr 9, 9) 7.
El mundo vilejo!sedesploma" el seol 'es venoido y ya i:rrumpe el
poder' del mundo futuro: Jesús resucitado de entre los muertos
y a su alrededor «los cuerpos de los santos» (Mt 27, 54) 8.
Desde el instante de la glorificación aparece, pues, en el mundo
la parusía de Cristo. Sorprenderá a los hombres, según los casos,
en corto plazo o en un futuro lejano: se multiplica en la historia,
pero, en sí misma y en el pensamiento de Jesús, es única y ya actual.
En beneficio de una ulterior' confirmación podemos decir que la resu-
rrección y las manifestaciones de la gloria de Cristo constituyen,
junto con la venida suprema, un misterio parusíaco único cuya reve-
lación se va espaciando en el curso de la historia. El tiempo, que
se desarrolla en la tierra de una manera continua entre la resurrec-
ción de Cristal y la parusía, aparece como condensado en la exal-
tación de O:-1sto;en la tierra detalla las virtualidades de la única
elude la cuestión de Caifás, desentendiéndose del rnesianislllo tal como 10 concibe Caifás,
oponiéndole su mesianidad trascendente: «Eso 10 has dicho tú. Pero desde ahora ... » Parece
más bien oponer su ma.nifestación mesiánica a 'Su propia situación presente delante de los
jueces (cf. Le 22, 69). En este caso enlaza la parusia con la pasi6n, como en Lc 17, 25.
6. En Mt 27, 52 s aparece claramente la intenci6n de mostrar en la muerte de Jesús
el acontecimiento escatológico.
7. El cristianismo primitivo estaba plenamente convencido de que «el mundo» muere
en Cristo, gracias a una visión profética que penetra hasta en las causalidades profundas.
Sin embargo, el templo no se había derrumbado todavía, como tampoco el mundo del pecado.
Pero la ruina efectiva del templo no tard6 en venir a confirmar que en la muerte de Cristo
quedaba el mundo herido de muerte.
8. Para la significación escato16gica de Mt 27, 52 s, cf. H. Zm.LER, Corjy)ra Sanctonnn
(Mt 27, 52 s), «Z. f. Kath, Theol.» 71 (1949) 385·465.
venida parusíaca de Cristo, hasta que ésta se revele en su ple-
nitud !I.

La efusión del Espíritu Santo, el día de pentecostés, es para los


Ilcchos el acontecimiento característico de los últimos tiempos.
Israel ya tenía la experiencia del Espíritu. Pero los profetas
anunciaban que en los ú1ltimolsti'empos la efUlsiónesp~riJtua1desbor-
daría todas las medidas conocidas; que el Espíritu se superaría en
sus empresas, inaugurando una creación más sublime que aquella
que animó en la primera génesis del mundo. «En aquel día» santi-
ficará la comunidad mesiánica, la purificará de sus manchas (ls 4, 4).
Se derramará sobre Israel como un arroyo sobre la tierra sedienta,
e Israel retoñará, el desierto de los tiempos de ira reverdecerá como
un vergel (ls 32, 15-18). Resucitado en el Espíritu (Ez 37, 14) Y
creado sobre un tipo nuevo (Ez 36, 25-28; 1t 18-20), el 'Pueblo
no dejará de pertenecer a Dios (Is 44, 3 s; 59, 21). En aquel día
final tendremos una floración de dones carismáticos, al decir de Joel,
Y sobre la montaña de Sión habrá una comunidad de salvador (3,
1-5). La efusión del Espíritu constituye la novedad de los últimos
tiempos.
Cuando en pentecostés algunos judíos decían, burlándose: «¡Esos
hombres están cargados de mosto!», san Pedro les cita a Joe1; sus
arrebatos provienen del Espíritu: los últimos tiempos han hecho
irrupción en la historia: «En los últimos días derramaré mi Es-
píritu ... » (Act 2, 17-21).
El intervalo que separa la resurrección y la pamsía se borra del
pensamiento de san Pedro. Sabe bien que aún hay que esperar la
venida de este Jesús subido a los cielos para ver «la restauración
de todas las cosas». Sin embargo, los días mesiánicos anunciados por
los profetas son los mismos que inaugura la resurrección: «Pues
Moisés dijo: El Señor Dios hará surgir un profeta como yo ...
y todos los profetas, desde Samuel y los siguientes que hablaron,
anunciaron también estos días» (1 Petr 3, 22-24), los días que
vieron lo!s últimos acontecimientos, los de la resurrección.

9. C. H. DODD, The parables of the Kingdom, Londres 1950, p. 28: resurrección, as·
censión, parusía «son tres aspectos de una misma idea».
Toda la predicación de san Pablo está dominada por la convic-
ción de que,. por la acción resucitadora del Padre, los .últimos
tiempos irrumpieron en el mundo.
El universo entero" tal como 10 ha forjado el pecado, expiró en
el cuerpo de Cristo: «El mundo está crucificado para mí» (Gal 6,
14). Indudablemente, este mundo de pecado parece encontrarse to-
davía en buen estado, pero la mirada profética contempla la muerte
apostada a su raíz: «Pasa ya la apariencia de este mundo» (l Cal'
7, 31) l0.
En la gloria pone la muerte del Jesús fin al «siglo presente»,
entregado a Thanatos (la Muerte), a la fuerza cósmica de corrup-
oión. La resurrección trastorna el cosmos, rompe en un punto, en
este hombre, la cadena de la necesidad universal, introduce el
modo de existencia de los últimos tiempos.
Jesús resucitó solo y, sin embargo, la resurrección de los muertos
se realizó toda entera en El: «Fue constituido Hijo de Dios pode-
roso por la resurrección de los muertos» (Rom 1, 4) 11. El poder de
la resurrección universal está concentrado en su glorificación. Los
hombres entrarán en la plenitud de los tiempos cuando conozcan
el poder que actúa en la única resurrección de Cristo (Phil 3, 10). El
día de la parusía «serán resucitados con», asumidos por la única
acción resucitadora que introduce a Cristo en la gloria,. de modo
que el misterio parusíaco aparece no sólo ligado, sino identificado
con el misterio pascual.
El Espíritu de Dios fue el que situó de golpe a Cristo en el fin
de los tiempos" cuando en El solo concentró toda su gloria. El Es-
piritu es la realidad plenaria, y por tanto última. De ésta reciben
los fieles en la tierra un pago a cuenta, quedándoles prometida para
el día la suma completa. Pero este día es actual en Cristo, pues
Cristo tiene en su poder en su plenitud la realidad celestial: «El
Señor es el espíritu» (2 COl' 3, 17).
Por eso Cristo contiene en sí toda la realidad de la historia y de
las instituciones terrenas, que no eran sino letra muerta (2 Cor 3),
expresión inanimada de la vivificante realidad, sombra de este cuer-
po glorificado (Col 2, 17) proyectada hacia delante, hasta el! origen
10. Se trata siempre del mundo bajo su forma actual en cuanto pecador.
11. En las religiones mistéricas, la resurrección del dios no se presentaba como Un
hecho escatológico porque no era más que una reanimación. Tales dioses estaban inscritos
en el ciclo del término y del comienzo de las estaciones.
del mundo Cristo está coJocado C!11 el término de todas lws cosas,
I~.

ya que por el hecho de la glorificación están enteramente concen-


tradas en Él: toda la plenitud habita en :Él (Col 1, 19).
Porque posee la plenitud del universo y del tiempo, Cristo está
situado en el centro del devenir cósmico. Todo se mantiene en Él,
todo está pendiente de Él, todo tiene en Él su origen, porque Él es
la plenitud escato1ógica.El Apocalipsis dirá que es el alfa y omega;
es el principio porque es el fin.
La gloria acompañó siempre a las teofanías, unida por la p'ro~
fecía al día de Yahveh. Entroniza a Jesús en la soberanía universal
de Dios y en el poder de salvación que se ha de declarar el último
día. ¿No consiste la salud en la participación de la gloria de Cristo
(2 Cor 3, 18; Phi1 3, 21; 2 Tim 2" lO)? ¿No fue pregonado el evan-
gelio «para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo» (en el
último día) (2 Thes 2, 14)? La pascua y Ja parusía son para Cristo
una miÍ/sma«epifanía». El poder con que se impone etl esplendor
de Criisto'en el mundo es también una realidad dd último día.
Jesús había anunciado que el Hijo del hombre vendría en su
día con gran poder y gloria (Mc 13, 26). Uno y otra le acompañan
en su resurrección. «El título del Señor - conferido en pascua-
designa al Cristo de la parusía en su majestad y su gloria» 13. El
texto de 2 Thes 2, 14 ha conservado la conexión primitiva entre
gloria y Kyrios como entre dos conceptos escatológicos. La conce-
sión del título de Kyrios en la resurrecoión se identifica con la glo-
rificación de Cristo en su día, y san Pablo utiliza el mismo texto
de Isaías (45, 23) para describir la exaltación pascual y la parusía
que fuerzan al universo a doblar la rodilla ante el Señor (phi1 2, 10;
Rom 14, 11).
En el último día Cristo impondrá su victoria a los poderes del
cosmos, aniquilando, fuerzas y principados, «poniendo a todos sus
enemigos bajo sus pies» (1 Cor 15, 24 s). Pero, a partir de la resu-
rrección, Cristo se ha convertido en sU señor, el soberano de todos
los espíritus colocados bajo sus pies (Eph 1, 22).
Todo se ha consumado en el hombre Jesús, Hijo de Dios re-
sucitado según su plenitud divina: en Él se cumple la resurrección
de los muertos, se consolida el poder, se revela la santidad:
12. La idea de que Cristo glorioso es la realidad final y completa, de la que las otras
realidades no son sino la sombra, se encuentra en la comparación de los desposorios terrenos
('on los de Cristo y la Iglesia (Eph 5, 31 s). Se halla también latente en toda la carta a
los hehreos.
B. L. CERPAUX,Kyrios dans les citations pauliniennes de I'AT, «Eph. Theol. Lov.»
el) (1 ~43) 10; Le Christ dans la théologie de Saint Paul, p. 350 s. De ahí el empleo insis-
1('l1te del término «Señor» en las parábolas escatol6gicas CMt 24, 42-25, 46).
«Fue constituido Hijo de Dios poderoso, según el espíritu de san-
tidad, por la resurrección de los muertos.» Jesús 10 había declarado:
«Un día veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder
y venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26, 64).

La función característica del Hijo del hombre en su día es la


de justiciero de Dios.
El Hijo del hombre vino en otro tiempo a salvar lo que había
perecido (Le 19, 10); pero en su gloria viene a juzgar a [os hom-
bres y determinar su suerte según su actitud para con la salvación.
Habiendo declarado que la piedra rechazada por los construc-
tores llegaría a ser la piedra angular, Jesús imprime a la imagen un
nuevo sesgo y revela el aspecto severo de su glorificación: «Todo el
que cayere contra esa piedra se quebrantará, y aquel sobre quien
ella cayere quedará aplastado» (Le 20, 18).
En el momento de aproximarse la realización de la parábola,
ante los jueces que le van a rechazar, Jesús evoca la escena del juicio
descrita por Daniel: «Un día veréis al Hijo del hombre sentado a
la diestra del Poder ... » El profeta había visto a un ser celestial
avanzando sobre las nubes del cielo hacia el trono de Dios, que
forma un tribunal riguroso y solemne. Pero Daniel no dice que el
Hijo del hombre tome asiento al lado de Dios. Jesús añade esta
aclaración, completando la visión de Daniel con otro oráculo judicial:
«Yahveh dijo a mi Señor; Siéntate a mi diestra hasta que ponga
a tus enemigos por escabel de tus pies» (Ps 110, 1).
Dios constituyó juez de la humanidad al hombre que resucitó
de entre los muertos; así lo afirma san Pablo en Atenas: «Tiene
fijado el día en que juzgará a la tierra con justicia, por medio de
un hombre, a quien ha constituido juez, acreditándole ante todos
por su resurrección de entre los muertos» (Act 17, 31). La resurrec-
ción es la toma de:posesión del cargo de juez y 'laindicación del juicio.
El mismo texto,. que en Phil 2, 10 describe la glorificación pascual
de Jesús, se aplica en Ram 14, 11 a su función de juez.
El ejercicio de la justicia soberana constituye la función esen-
cial del resucitado: «Dios le resucitó al tercer día... y Él [CristoJ
nos ordenó predicar al pueblo y atestiguar que por Dios ha sido
instituido juez de vivos y muertos» (Act 10, 40-44). San Pablo es
el testigo de la resurrección, y al dar este testimonio proclama la
voluntad de justicia de que Dios está animado. Hasta el presente
había parecido que Dios no reaccionaba contra el pecado del mundo,
dejando que el mal reinase tranquilamente sin suplantado por su
justicia. Pasó la era de la tolerancia,.y Dios ha decidido hacer triun-
far su justicia: «Dios, disimulando los tiempos de la ignorancia,
intima ahora en todas partes a los hombres que todos se arrepien-
tan», y prueba de ello es la resurrección (Act 17, 30 s). Quiere
«manifestar su justicia en el tiempo presente, por la tolerancia de
los pecados precedentes de los hombres, sin haber exigido repara-
ción en el tiempo de la paciencia; Dios quiere demostrar su justicia
en este tiempo para probar que es justo y que justifica a todo el que
cree en Jesús» (Rom 3, 25 s).
La justicia de Dios que resplandece en Cristo resucitado pre-
senta dos aspectos: triunfa del mal justificando y condenando. como
la columna de nube que se yergue entre los dos campamentos, tene-
brosa por un lado y luminosa para el pueblo de Dios. Los apóstoles
llevan a Cristo por el mundo,. son como su emanación, como su
olor que se derrama. Con ellos penetra en el mundo la sentencia
judiciaria contenida en Cristo resucitado,. para dar la vida a unos
y la muerte a otros (2 COlr2, 15 s).
Este juicio se pronuncia en el misterio mismo de la redención
realizado en Cristo. El pecado, en otro tiempo tolerado (cf. Rom 3,
25 s), es condenado en la muerte de Cristo (Rom 8, 3): Dios ma-
nifiesta en ella su reprobación del pecado; más aún: en ella des-
truye el pecado, así como la carne y este mundo (Gal 6, 14). No
ya que la muerte de Cristo sea por sí misma juicio y destrucción
del pecado; como tampoco es en sí misma salud y justificación.
La carne y el pecado son condenados en la muerte porque por
esta muerte salió Cristo de ellos (Rom 6, 10), porque por ella entró
en la gloria de Dios, que es justicia y santidad del Espíritu.
En aquel instante se dividió el mundo en dos, el de la carne
de pecado, abocado a la muerte, del que salió Cristo y que no
acabará nunca sino en la muerte; y el mundo nuevo, creado en
la justicia que es Cristo resucitado, «justificado en el Espíritu»
(1 Tim 3, 16), hecho hasta en su cuerpo «justicia de Dios» (1 Cor 1,
30). A los hombres los juzga Dios anexándolos a este Cristo hecho
justicia de Dios, resucitándolos en su justicia vivificadora con aquel
que «fue resucitado para nuestra justificación» (Rom 4, 25). Los
juzga por justificación, por vivificación. Pero todo el que es «rebel-
de a la justicia» (RaID 10, 3),. obstinándose en la carne, está bajo
la condenación (cf. Rom 8, 1) Y permanece en la muerte.
Estos dos mundos, el de la condenación y el de la justicia, se
entremezc:lan todavía en la humanidad y hasta ene,l corazón del
creyente, pues éste sólo posete las preñdas del Espíritu y en parte
sigJ.lesiendo tributario de la carne. Pero desde ahora el juicio final
está en medio de los hombres, hasta su revelación 14.

Mientras en los sinópticos Jesús anuncia su fulgurante venida,


en el cuarto' evangelio sólo espera su hora. En ella han de cum-
plirse los destinos del mundo: «Ha llegado la hora en que los
muertos oirán ,la voz del Hijo del hombre» (Ioh 5, 25) 15.
Se ha dicho que para san Juan la escatología está presente en
la encarnación. Desde entonces el juicio existe en el mundo, divi-
diéndolo en dos, para la salvación y la perdición: «Yo he venido
al mundo para un juicio» (9, 39). Pero Jesús reclama prerrogativas
escatológicas en la conciencia de la plenitud de su gloria,antici-·.
pándose a su exaltación pascual, viéndose ya establecido en la glo-
ria de su hora 16.
Cuando suena la hora, las realidades del fin se cumplen: «Ve-
rán al que traspasaron» (Zach 12, 10; loh 19, 37). ¿Quién, pues, le
contemp~ará en su inmolación? ¿Los judíos del Cailvario? Han
huido. Jesús es desde aquel momento el hombre de la visión esca-
tológica, el hombre de la transfixión, sobre quien se lamentarán
las tribus de la tierra (Zach 12, 10; Apoc 1, 7).
Jesús resucita en la mañana del primer día de la semana. Ha-
biendo contado escrupulosamente los días de la semana terrestre de
Cristo 17, Juan subraya esta fecha de la resurrección. La nueva se-

14. Hay, sin embargo, que precisar que san Pablo reserva el nombre de juicio al aCOll~
tecimiento del último día. Cf. S. LYONNET, Justification, jugement, rédemption, en Littéra-
tnre et théolagie pCJU,J'iniennes, París 1960', 166-184. En las grandes epístolas que exponen
la doctrina de la justificación, la evolución doctrinal del apóstol no ha llegado todavía al
estadio en que considera los acontecimientos salvíficos de la existencia cristiana en la tierra
como hechos escatológicos. Ni a la justificación se la llama juicio, ni todavía se considera
formalmente el bautismo como una resurrección. Pero ya en estas epístolas se enuncian
principios que permiten ver en el bautismo un sacramento de la resurrección final, así como
en la justificación un efecto del juicio final. Eph y Col explicitarán esta doctrina por lo
que hace al bautismo.
15. La hora es al mismo tiempo la de la pasión y de la consumación final. Cf. D. 1>10-
LJ..AT, D. B. Suppl., arto l1fgement, col 1383. Igualmente el «ahora» del juicio (12, 31) Y
cle la expulsión del príncipe de este mundo es idéntico con la hora. Cf. F. MUSSNER, Zurh,
p. 103.
16. En 5, 21-29, Jesús habla de su plenitud de vida y del poder de vivificar a toda
carne, mientras que en el c. 17 pide ser glorificado a fin de vivificar toda carne.
17, Cf. Sl1pra, p. 39 s.
mana de la creaClOncomienza ese día. Llegado a la gloria, Jesús
vivifica toda oarne (17, 1s). Aquella milsma tarde sopló sobre los
suyos enviándoJes el Espíritu (20,,22), como Dios había soplado
sobre las primeras aguas dd mundo (Gen 1, 2).
El juicio de Dios se pronuncia sobre el mundo en el momento
en que suena la hora de Jesús: «Ahora es el juicio de este mundo;
ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera» (Ioh 12, 31).
¿De qué juicio se trata? Del único, del juicio del último día.
Después de la partida de Jesús, viene el Espiritu a revelar que
la sentencia está pronunciada y que se ha hecho justicia, pues Cristo
ha ido al Padre, el mundo incrédulo se ha enraizado en el pecado,
y «el príncipe de este mundo está ya juzgado» (16, 8-11).
Con más fuerza que el mismo san Pablo, fundamenta san Juan
el poder judicial de Jesús en su obra redentora. La única misión de
Jesús es salvar: «Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que
juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él» (3,
17). Esta inhabilidad para todo acto judicial no se limita a la vida
terrena: «YOIno he venido a juzgar al mundo', sino a salvarlo» (12,
47), Y esta «venida» comprende toda la economía de la encarna-
ción. Ni siquiera en el último día pronuncia Jesús mismo la senten-
cia (12, 48). Su única misión es dar vida.
La justicia que Cristo cree no tener derecho a ejercer es la de
la condenación,. que Se opone a su obra vivificadora. La significa-
ción del «juicio» limítase ordinariamente a este sentido. Juzgar es
lo contrario de salvar (3. 17; 12, 47): «la resurrección del juicio»
contrasta con «la resurrección de la vida» (5, 29), es la «resurrec-
ción de la condenación».
Y, sin embargo, Cristo juzga: «Yo he venido a este mundo para
un juicio» (9, 39). Su presencia separa los espíritus; atrae a unos
a la luz, mientras rechaza a otros a las tinieblas, que se espesan
aún más con la veniidadel Verbo, y ala condenación dellúltimo día
(12, 47). No hay ya necesidad de instruir la causa, ni de probar
la culpabilirlad, sólo la sentencia queda por ejecutar.
Ahora bien, paradoja sorprendente, este cuidado se ha confiado
a Cristo: «Como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así
también e[ Hijo a los que quiere ~eIS dé la vid'a. Porque el Padre
no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo todo el poder de
juzgar... En verdad,. en verdad os digo que llega la hora, y es esta
en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y Jos que la
cscllcharen vivirán, pues así como el Padre tiene la vida en sí mis-
mo, así dio también al Hijo tener vida en sí mismo, y le dio poder
de juzgar, por cuanto El es el Hijo del hombre. No os maravilléis de
esto, pues llega la hora en que cuantos estén en los sepulcros oirán
su voz, y saldrán 'los que han obrado el bien para la resurrección de
la vida, y los que han obrado el mal para la resurrección del juicio
[condenación]» (5, 21 s. 25-29). El incrédulo ha continuado en sí
mismo todo el proceso de la condenación. Cristo interviene para
ejecutar la sentencia y le hace sufrir una resurrección de conde-
nación.
¿Cómo se aviene esta afirmación de un papel justiciero con las
negaciones precedentes? El poder de juzgar guarda íntima conexión
con d de vivificar; el texto citado desarrolla el paralelismo entre
la vida dada por Jesús y la sentencia que ejecuta. El Salvador ejerce
simultáneamente su poder vivificador y justiciero.
El hombre que cree no es juzgado (3, 18); pasa de la muerte a
la vida (3, 36): Cristo 10 juzga vivificándole. En cuanto al incré-
dulo, Cristo puede atribuirse una parte en su condenación y puede
asimismo negarla, porque no interviene sino indirectamente. Sólo el
pecador es la causa de una reprobación directamente querida; él es
quien se parapeta contra la salvación que llama a su puerta. Pues-
to que la encarnación no implica condenación (12, 47), podemos
creer que en el pensamiento de Juan, aun la intervención positiva
de Cristoene1 último día no ejerce más que unacausalidad indi-
recta 00 [a reprobación. «La rtesulrreccióndie la condenación» (5,29)
será el efecto de un poder redentor, del poder de vida conferido
«al Hijo del hombre» (5, 27) que vino a salvar" conferido consi-
gui'entemente con miralS a ]a rsalvación. Perro eJs,lJepoder de vida
salvífica se frustrará en la reanimación de los separados de Cristo,
sin abrirse a la vida divina. Tal poder quedará desorientado y des-
esperado, como raíz eternamente sangrante de la flor de ,la que se
desgajaron. Efecto inesperado: el poder de vivificado todo, conce-
dido a Cristo porque murió por todos, no podrá producir 'en el que
se cierra a la vida eterna más que una vida insatisfecha y de im-
placable tormento. ¡Infierno del hombre rescatado!
La hora de Jesús, hora de salvación, es, pues, una hora de jui-
cio. Cuando ejerce Jesús su pleno derecho de dar la vida (17, 1 s)
se revela el austero reverso de la salvación, 'la condenación.
De esta manera se acerca la doctrina joánica a las afirmaciones
de san Pedro y san Pablo: la justicia de Dios entra en vigor
con la redención; su ejecución está confiada a Cristo resucitado, y
sus rigores son los efectos de su actividad salvadora.
A pesar de los divergentes puntos de vista, a menudo conside-
rabIes, están acordes los autores sagrados en ver en el hecho de
pascua el acontecimiento escatológico que cierra la historia. Saben,
no obstante, que e1 tiempo transcurre aún; se sienten encuadrados
en la historia y esperan el final. El teólogo que quiere conciliar esos
dos pensamientos antinómicos dirá que la intervención parusíaca
de Dios no es otra que su acción resucitadora, desplegada toda en-
tera en el hombre Jesús, y que un día se impondrá al universo.
Desde el día de pascua, el tiempo del hombre va progresando
hacia un hecho perteneciente al pasado, que no encontrará sino
al término de la historia la resurrección de Jesús.
Jesús salió de nuestro tiempo y se constituyó su centro porque
es su plenitud; y su señor, porque es su fin.

Las intervenciones de Cristo que jalonan la historia de la Iglesia


pregonan la parusía y la anticipan.
Poco después de su resurrección, Jesús viene a ejecutar la con-
denación dictada en su muerte contra el templo de Jerusalén. Los
apóstoles habían pensado que la destrucción del santuario coincidiría
con la parusía del Mesías: «Dinos cuándo será todo esto y cuál la
seña!!de tu venida y de la conlsumación dell mundo» (Mt 24, 3).
Jesús procura no defraudarIes, y describe la destrucción de Jerusa-
lén en el marco de su venida final sobre las nubes del cielo 18. Antes
de su martirio, contempla san Esteban en la virtud del Espíritu
las realidades celestiales que: presiden los acontecimientos humanos,
y ve «al Hijo del hombre en pie a la diestra de Dios» (Act 7, 56),
tal como aparecerá e:l último día. El juicio de Cristo es contempó-
ráneo de los acontecimientos de la historia.
También Ila~nt'uidónprofética de :san Pahlo confiere a las hechos
de la historia un carácter parusíaco. Para disipar entre los fieles de
Tesalónica la psicosis del fin del mundo y obligados a vivir como
quien ha de habitar aún en la tierra un número desconocido de
días, el apóstol les recuerda que todavía no se ha realizado una
condición previa de la parusia: la aparición del hombre de pecado
y la gran apostasía (2 Thes 2, 3-12). Es indudable que en este

1X. A pesar de la intención varias veces expresada de suprimir el matiz escatológico


a ]as profecfas que admiten una realización próxima (cf. Mc 9, 1, griego, y Lc 9, 27;
~le n, 14 y Lc 21, 24; supresión de Me 13, 27, 32), Lueas mantiene en la parábola de
l:ts minas (l Q, 11~27) la coincidencia de la parusía fina.! con la venganza tomada contra el
11I1('1Ilo n'he1cle.
texto se anuncia la venida del anticristo para un futuro proxlmo,
pues «el misterio de iniquidad está ya en acción» (v. 7) y, para
retrasar su llegada, «el que le retiene» debe desde ahora obstacu·
lizarle el paso. Da la impresión de que el adversario está ya
ahí, empujando Ia puerta para irrumpir en la casa. Pero hay alguien
o algo que le retiene 19.
Si es normal que dos hombres, viviendo la misma vida de Cristo
y alimentados por las mismas tradiciones apocalípticas judías, juz-
guen de modo semejante una misma situación,. nos será permitido
recurrir, en la explicación de este texto misterioso de san Pablo,
a las referencias que nos proporciona el Apocalipsis sanjuanista.
También según el Apocalipsis, un misterio de iniquidad removía
el mundo, aquella marea de orgullo que pasaba sobre la oikoumine,
reivindicando para los «señores» terrenos los honores de solo Dios
y sentándolos en el lugar de Dios (2 Thes 2, 4). San Pablo fue tes-
tigo de esto (Ac 12, 22; 1 Cor 8, 5; d. la tentativa de CaIígula de
hacer honrar su imagen en el templo de Jerusalén). Cuando Juan
escribe, ya ha nacido la iniquidad, ha aparecido el césar perseguidor,
seduciendo al mundo con sus prodigios (2 Thes 2, 9 s; Apoc 13).
La activi<lad de la Bestia-anticristo es ante todo obstaculizada por
los dos testigos (Apoc 11, 1-13), como el hombre del pecado es
reprimido por «el que le retiene». Tales testigos son los predica-
dores del evangelio y, siguiendo a Cullmann 20, podemos pensar que
«el que rel11imel»no es rsino Pablol y los apóstoldS, cuyo esfuerzo
misionero contiene el empuje del adversario. Pero la Bestia acaba
por vencerlos, los grandes apóstoles caen y ella entra en un período
de apogeo (d. 2 Thes 2, 7). Entonces Cristo aparece también y ani-
quila al adversario con la espada de su palabra (Apoc 19, 11-21;
2 Thes 2, 8). Juan había visto perecer y resucitar incesantemente
sobre el trono imperial al enemigo de: Cristo, anticristo individual
al mismo tiempo que colectivo, expresión del orgullo del estado-dios

19. D. Buzy, D. B. SUPl'l., art. Antéehrist, col. 301. Una apostasía debe acompañar
a la revelación del Anticristo. Seguramente el apóstol no pensaba en una apostasla masiva
de los fieles en un futuro próximo, pero no por ello es necesario retardar esta revelaci6n,
ya que él no preveía una apostasía en el interior de la Iglesia, sino una revuelta general de
orden religioso por parte de esos «hijos de la desobediencia», en quienes actt'm el «príncipe
del poder de los aíres» (cf. Eph 2, 2).
Nos hallamos en el año 50 ó 51. El apóstol no pensaba entonces en una apostasía de
sus convertidos: en tal caso no habría hablado de ella con tanta tranquilidad. Segün él,
serán salvados los cristianos de los tiempos parusíacos (1 Thes 4, 15-17; 1 Cor 3, 15). Se-
rán arrastrados a la perdición con el hombre del pecado, no ya cristianos apóstatas, sino los
que no han aceptado la verdad (2 Thes 2, 11-12). Cf. B. RIGAUX, L'Antéchrist, París 1932,
p. 289.
20. O. CULLMANN, Le caracteYc eschatologlque dll, devoir misionnaire et de la con-
scienee apostolique de Saint Pa"l, «Rev. hist. phil. rel.» (1936) 210-245.
(cf. Apoc 17, 9-11). Igual que en san Pablo, el anticristo es perso-
nal en el Apocalipsis, y el teólogo puede dar una interpretación
colectiva de san Pablo lo mismo que del Apocalipsis 21.
No está tan lejos de manifestarse el anticristo de san Pablo, al
que el autor del Apocalipsis vio ya en acción. Para san Pablo pa-
rece bastante cercana la venida de Cristo, cuyos pasos oyó resonar
fuertemente san Juan en la historia romana. El Apóstol de los
gentiles no afirma que el fin de!!mundo ha de seguir a la revelación
del adversario. No obstante, la intuición carismática se dirige hasta
el fin de los tiempos, condensando toda la rebelión del mundo y
toda la venida de Cristo en una visión sin perspectiva donde las
luchas finales ocupan el primer plano de los hechos presentes de
la historia.
Quizás el apóstol no haya tenido conciencia del procedimiento
de condensación que implicaba su intuición. Pero, por esa intuición,
la historia se dice escatoJógica desde que Jesús es el Señor. En e1la
está el fina:!de los tiempos, porque el poder de Cristo se halla pre-
sente en ella, e introduce en su desarrolIo la victoria final.
El anuncio de la venida, hecho en el discurso de la cena, es
transmitido en forma discreta: «Cuando yo me haya ido y os haya
preparado el lugar, de nuevo volveré, y os tomaré conmigo» (Ioh
14, 3). Juan, el único superviviente de los doce, no piensa en una
parusía sensacional en favor de los apóstoles, sino que la entiende,
según parece,. de aquella parusía intermediaria que san Pablo había
conocido (2 Cor 5, 8) Y que para cada fiel se realiza en su muerte.
La venida de Cristo se cumple ya desde la vida terrestre de los fieles
en el silencio de su corazón: «Me voy y vendré a vosotros» (14,
28). Esta venida no tardará, se manifestará el día de pascua: «To-
davía un poco y ya no me veréis, y aún otro poco y me veréis»
(16, 16).A pesar de la diveI!sitladde sus manilfelstacíonieis,
la venida de
Jesús permanece una en sí misma. El único día (16, 23) de su vuelta
es el de la visita de Jesús, de su presencia en las almas, del don del
Espíritu, de la venida suprema 22.
Parece que la última aparición deil resucitado' referida por el
21. En 2 Thes 2, 3-12, reconocerá el exegeta un anticristo personal. Esta visión del
apóstol es justa, pues los acontecimientos actuales son ya los! acontecimientos del fin, y un
adversario presente es el adversario final. Pero resulta incompleta, y el teólogo podrá con-
cluir de la proximidad de la revelación del anticristo en san Pablo que el anticristo anun-
ciado por la Escritura debe estar constituido por una serie de adversarios.
22. Cf. LAGRANGE, Évangile se Ion saint lean, París '1927, p. 428. O. CULLMANN, U1'-
christeMum und Gottesdienst, Basilea 1944, p. 75. L. CERFAUX, La charité fraternelle et
It· r"t,mr du Christ, «Eph. Theol. Lov.» 24 (1948) 324: «Se mezclan todas estas perspec-
tivas: resurrección, pentecostés, experiencia de la presencia actual de Cristo en la comuni-
<1:1<1, parnsfa.»
evangelio está destinada a evocar su aparición al fin del mundo.
A comentadores antiguos y recientes "les ha chocado el carácter
simbólico del relato de la pesca milagrosa. Ya san Jerónimo veía
en él una alusión escatológica 23, y san Agustin 24 no exagera quizá
cuando ve a Cristo apareciéndose al despuntar el alba en la ribera
de la eternidad y nutriendo con un alimento misterioso a los discí-
pulos, que de entre las olas agitadas han sacado a la playa las redes
de la Iglesia. El evangelio se cierra con esta visión y con una última
palabra de Cristo sobre la vuelta (21, 22).

El Cristo del Apoca:1ipsis,mediante su muerte y su glorificación,


ganó la victoria esencial que ahora impone a la historia. Satán está
vencido; los combates que sostiene no son ya sino rudos combates
de retaguardia. Todo esto lo ha demostrado el Padre AUo.
Consideraciones de orden más formal dan a esta interpretación
un nuevo relieve. Cristo Se aparece al vidente de Patmas «el día del
Señor» (1, 10). Era el primer día de la semana 25, el día de la resu-
rrección y de la celebración del misterio pascual en medio de la
asamblea (Act 20, 7). Este día pascual era, por otra parte, un día
de parusía, un día de presencia y manifestación: Jesús había apa-
recido en medio de los discípulos súbitamente, estando todas 'las
puertas cermdas, en e! primer día de la semana (20, 19); después
se había vuelto a aparecer al octavo día (20, 26). La celebración
litúrgica semanal recordaba regularmente esta presencia. En Patmos
el Cristo de los últimos tiempos se manifie'sta en aquel día pascua!.
Nos parece que la división misma del libro está destinada a
hacer resaltar el carácter escatológico de Cristo resucitado y de los
sucesos de la historia cristiana.
Cuando, en lugar de buscar en el Apocallipsis una división esta-
blecida según la lógica occidental, se trata de trazar un plan con-
forme con el pensamiento oriental, que va progresando en espiral
por síntesis sucesivas, conforme, además, con el ritmo septenario
que imprime al libro su movimiento propio, nos vemos necesaria-
mente obligados a dividir el libro en siete partes. Ahora bien, cada
una de ellas constituye a su veczun septenario ya explícito (dI 1.0,

23. In Dan., PL 25, 474.


24. In Ioh., tract. 123 s; PL 35, 1962, 1966.
25. Cf. Didakhé 14, 1; IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ma.gn., 9, 1; Eeyn., 15, 9.
2.", 3.", 5."), ya implícito. El primer septenario, el de las cartas a las
Iglesias, cuenta «lo que es}} (1, 19); los otros profetizan el por-
venir y forman un todo complejo. El séptimo elemento de cada
LIno contiene todo ell septenario siguiente, de suerte que los seis
se encadenan suCt:sivamente, comprendiendo el primero a los si-
guientes y estando contenido el último en los anteriores 26.
De esa división se desprende una teología de la historia cris-
tiana. El primer septenario de la parte profética nos presenta al
Cordero inmo'lado, que en su glorificación se ha hecho el ejecutor
de todos los designios de Dios contenidos en un roUo sellado siete
veces. Los otros septenarios profetizan los acontecimientos hasta
la consumación final, y están contenidos por encadenamiento en
el primero. El Cordero glorificado preside, pues" el desarrollo de
toda la historia. Por el mismo procedimiento, el séptimo' ciclo está
contenido en los anteriores. Así pues, este último describe la con-
sumación final, presente en el centro de los acontecimientos sucesivos.
Por una parte, Cristo resucitado rige los acontecimientos hasta
su desenlace final y, por otra, este desenlace está presente en todos
los acontecimientos a partir de la glorificación del Cordero. La his-
toria es pascual y escatológica.
Por 10 tanto, la resurrección de Jesús está orientada por com-
pleto hacia la parusía. En eilfondo constituye la venida final misma,
esa única venida sobre las nubes a la diestra del poder. La realidad
parusíaca, vista en el Salvador, está contenida en la resurrección
según una presencia actual y una total realización. La glorificación,
la destrucción de la muerte (2 Tim 1, 10), la resurrección final, el
juicio, la sumisión de los poderes se realizan desde entonces en Cris-
to. Considerada en los hombres, la parusía no se cumple sino poco
a poco hasta su fulgurante manifestación en el último día; pero no
es más que la actualización en la humanidad del juicio de Dios ya
presente en el mundo, y de la única resurrección del Salvador.
El acto redentor no es, pues, una batalla que ha decidido la
victoria y a la cual deben añadirse otras para ganar la victoria
final 27. Es la única victoria que no se completa con las victorias

26. Este plan propuesto por R. LOENERTZen un artículo que llegó tarde a nuestro cono-
('imiento (Plan et divisi6n de I'Apoc(J)lypse, «Angelicum» 18 [1941] 336-356), hahía sido
siempre nuestra opinión, al menos en cuanto al principio de la división septenaria del libro
\' en cuanto al encadenamiento de los septenarios de la parte profética. Nos ha complacido
comprobar este acuerdo de principio, creyendo encontrar en el hecho mismo una presunción
"" favor del sólido fundamento de la interpretación. A. R. Loenertz le hahía precedido, sin
·,;,herlo. J. LEVIE, L'Apocal:.vpse de Saint Jean devant la critique moderne, «Nauv. Rev.
Tllt,,!.:;, 51 (1924) 616-618.
:'7, Así lo entíende O. CULLMANN,Christlls und die Zeit, p. 124.
subsiguientes; las contiene todas, hasta la última. La Iglesia es el
pleroma de Cristo en el sentido receptivo de la palabra, y contiene
su plenitud. Asimismo, la historia es el pleroma de la victoria de
Cristo, de una victoria total en el Salvador, pero que debe cum-
plirse progresivamente en el mundo 28.

n. HACIA LA POSESIóN COMPLETA


DEL CRISTO PASCUAL EN LA PARUSíA

La Iglesia no posee todavía en su plenitud el misterio pascual


y parusíaco. Aspira a esa posesión con una tendencia innata, hasta
encontrada en la revelación suprema del Cristo pascual.

A. EL RETRASO DE LA IGLESIA CON RESPECTO


A LA RESURRECCIÓN DE SU CABEZA 29

Cuando preguntamos a la Escritura sobre la transformación de


la Iglesia en Cristo resucitado, los textos responden en sentidos
contradictorios. Según unos, la vida de 'los fieles se desarrolla en el
espacio de la resurrección y, según otros, aparece enmarcada en
la esfera carnal 30.
Po1."una parte, la Iglesia ha llegado ya. Como cuerpo glorioso
de Cristo, re:alizó el paso de la carne al espíritu. Viviendo del Espí-
ritu, se halla situada fuera del espacio carnal y de su tiempo. Todos
sus fieles han sido creados de nuevo, su santificación es total, han
llegado a la gloria (Roro 8,,30). La carta a los Hebreos, sobre todo,
sitúa y comienza así la economía nueva: «Con una sola oblación
consumó para siempre a los santificados» (10, 14). Bl creyente está
convencido de que vive en la plenitud de las edades al fin de los
siglos (9, 26), que Se encuentra ya en e,1mundo futufOl (2, 5; 6, 5),
que los bienes de que goza son los bienes futuros (9, 11; 10, 1) 31. La
28. Según ZEN6N DE VERONA, Trae'!. 46 y 48, De Pascha II y IV; PL 11, 489-496, las
fases sucesivas de la historia de la Iglesia son parecidas a las diversas estaciones del año:
la primavera representa el bautislllo de la Iglesia, el verano su vida fervorosa, el otoño el
martirio. Pero el día único, siempre idéntico a sí mismo, que al repetirse incesantemente
constituye las estaciones, es el único día pascual de Cristo vivido diariamente por la Iglesia.
29. En este párrafo limitamos nuestro estudio a la literatura paulina.
30. Esta comprobaci6n se ha hecho frecuentemente. Sobre una yuxtaposici6n de los tex-
tos, cf. A. WIKENHAUSER, Die c/".istus-mystik des hl. Pau/us, p. 141 s.
31. J. BONSIRVEN, Epítl-e ,"l/X J-I ébrel/x, p. 33 s. Cf. C. SPICQ, L'Építre aw" Hébrellx,
t. I, p. 268, n. 6.
Iglesia ha trascendido el mundo actual, su existencia coincide con
el fin del mundo 32.
Sin embargo, san Pablo lo confiesa: nuestra redención no está
consumada: «Gemimos dentro de nosotros mismos anhelando la
adopción filial, la redención de nuestro cuerpo; en esperanza he-
mos sido salvados» (Raro 8, 23 s.). No pone en duda la redención,
pero afirma que la resurrección perfecta en Cristo llegó incomple-
tamente a los fieles; éstos la poseen por un medio que sin embargo
les obliga a aguardar: la esperanza.
La Iglesia se encuentra aún retenida en el reino de la carne;
por cada uno de sus miembros se sumerge en un cuerpo que no se
beneficia de la redención; nuestro espíritu es vida por causa de la
justicia, pero nuestro cuerpo está muerto por causa del pecado
(Rom 8, 10). La Iglesia se hana conjuntamente en ambos eones,
vive en la carne (2 Cor 10, 3) 10 mismo que vive del espíritu; es
habitante del cielo y camina sobre la tierra (2 Cor 5" 6). No es un
espacio entre dos tiempos, sino una existencia simultánea en ambos.
Las dos presencias, del espíritu y de la carne, no se sitúan en dos
zonas. No hay una región tenebrosa y otra luminosa, una que goce
de la redención completa y otra que se abandone a 1a carne; todo
hombre está dominado por el espíritu y es deudor de la carne, está
sentado con Cristo en el cielo y desterrado lejos del Señor 33.
Por eso' la Iglesia está modelada a semejanza de do'S estados
antinómicos. Lleva en el misterio una existencia celestial y es una
realidad empírica visibk Su visibilidad proviene de un retraso con
respecto a la resurrección total de la Cabeza. Mientras que Cristo
es colocado en su cuerpo individual, fuera del alcance de los sen-
tidos, queda situado y establecido en su cuerpo eclesial. La inclu-
sión en la historia constituye una imperfección para el pueblo de
Dios; eseil signo de la e~olución incompleta de la resurrección en
la Iglesia 3~. En su realidad misteriosa, la Iglesia es el reino de Dios,
institución divina de los últimos tiempos en el cuerpo de Cristo;

32. El mundo muere en cada uno de los fieles que entra en Cristo, y esta muerte es
siempre actual por la identificación creciente con Cristo. El fin del mundo está realizado en
el fiel en cuanto éste participa de la resurrección, lo mismo que la escatología está ya rea*
lizada toda entera en Cristo, en quien la resurrección es total.
33. Las afinnaciones de Raro 8, 10. 23 podrían desorientar: se explican por el hecho
de que la vida de Dios se edifica en nosotros partiendo de arriba, mientras que la vida
('aTllal está fundada en ]a materialidad, y la influencia de una y otra prevalece en su punto
de' p;lrtida.
H. La visibilidad de la Iglesia no se explica, pues, por el hecho de estar Dios pre-
~;1'1I1cen ella mediante una encarnación, como se dice frecuentemente, sino por razón de la
illlJWrfección provisional de dicha encarnación. Cristo no quedó sometido a los sentidos
Ila~;(a ('1 IllOll\etlto de la consumación gloriosa de la encarnación en Él.
pem en cuanto' visible, no es todavía más que el signo y cl instru-
mento del reino; es en sus apariencias la profecía de su realidad
como cl pueb10 dell AT era una figura. Situada entre el régimen
de la promesa y su propia consumación, la Iglesia tiene aún en
sí aIlgo de la sinagoga: conserva una parte de la promesa y está
todavía sometida a la pedagogía de una ley cierta g5. El apóstol,
que la reconoce libre por designio de Dios, Jerusalén de lo alto
(Gal 4, 26), le impone con todo la obligación de sus preceptos y
reglamenta las manifestaciones de su vida (d. Cor 11, 2-16; 14,
26-40).
Las instituciones de la Iglesia terrestre están proporcionadas
a su doble carácter, instituciones espirituales encuadradas en la
materia, como los sacramentos y el apostolado por los que la exis-
tencia terrena está unida al eón celestial. Signos de los tiempos de
imperfección, son ellas los instrumentos destinados a suprimir los
tiempos de imperfección. Los apóstoJes y los demás servidores
trabajan «hasta que todos alcancemos... el estado de hombre per-
fecto» (Eph 4, 13) Y preparen este último perfeccionamiento. La
eucaristía se celebrará «hasta que:Él venga)}(l Cor 11, 26), Yllama
a esta venida Maranatha 36.
La estancia terrena significa para el fiel, como para el Sal-
vador, limitación del pneuma. Mientras el Espíritu de Dios abre
el ser humano, permite a Cristo glorioso englobar otras existencias
en la suya; la came, aún no completamente eliminada en los fieles,
mantiene fronteras según las posibilidades que le quedan. Gracias
a ella, la floración en Cristo choca con límites que hacen gemir al
apóstol: «Estamos persuadidos del que mientras moramos en este
cuerpo estamos ausentes del Señor, porque caminamos en Ia fe y
no en la visión.» Venga, pues, el Espíritu a absorber en nuestro
cuerpo la sarx mortal. venga al menos la muerte a libramos del
cuerpo carnal (2 Cor 5, 4-8) 37.
35. Y. CONGAR, La t'héologie d·u dimanche, «Le Jour da Seigneur», París 1948, p. 168.
36. La Iglesia, en cuanto institución, es señal de que. aún no está acabada nuestra
redenci6n. Al contrario de la ley del AT intimada desde el exterior, desde la cumbre del
Sinaí, la ley del NT es completamente interior: el Espíritu derramado en nuestros corazones.
El hombre del NT es libre, sigue su propia ley siguiendo la de Dios. Pero, en cuanto que
aún estamos en la carne, nos hallamos todavía bajo un régimen de AT, la ley nos es dictada
también desde fuera por instituciones valederas mientras dura nuestra estancia en la carne.
Signo de los tiempos de imperfección, similares al sufrimiento y a la muerte clel cristiano,
tales instituciones están destinadas a suprimir los tiempos de imperfección. La Iglesia
institucional nos conduce por medio de la muerte a nosotros mismos al encuentro de Cristo:
y nos prepara para la parusía.
37. Consignamos que la sarx pone también sus límites a la función perfecta de los
miembros de la Iglesia entre sí. Lo propio de la carne es mantenemos alejados los unos de
los otros. ¡Cuántos hermanos hay que no se conocen, y qué superficial resulta su unión
mutua en Cristo! Cuando la Iglesia sea elevada por encima de su condición terrestre, des-
HHsta la fe, insustituible y tantas veces ensalzada, aparece en
el texto citado como un princip~o precario, porque, proporcionada
a la vida terrestre, está condicionada por la carne y no llega a
n>nsllmar nuestra unión con Cristo.
El estado de carne mantiene a la Iglesia terrestre en relación
con eilpecado, cuyas tendencias no suprime enteramente el bautismo.
I,u mortalidad del cuerpo carnal es una deuda pagada al pecado:
«El cuerpo está muerto por causa del pecado» (Rom 8, 10). La resu-
rrección de Cristo no eliminará totalmente el pecado sino supri-
miendo la muerte, «la última enemiga» (l Cor 15, 26).
Hemos oido al apóstol denunciar <laconnivencia entre el pecado
y la carne. El pecado hirió a la carne de debilidad y, en su fla-
queza, la carne abre en etlhombre la puerta al pecado. Estando en
la carne, is'ería,pues, naturn:1a!lfiel «camjJ]larsegún la carne», «según
los deseos de la sarx», si no existieran los instintos del espíritu
que se oponen a tales deseos (cf. Gal 5, 17). El cristiano no es
solamente la zona de interferencia de las dos esferas espiritual
y carnal; ambas luchan en él, tratando el p'n'euma de vencer las
resistencias del mundo camal. Tal es la grandeza trágica de la exis-
tencia cris.tiana, que se sumerge ora en el espíritu, ora en la
carne. Por encima del fiel reina el Espiritu, por debajo se extiende
el imperio de la came: el mundo material todavía impenetrable al
espíritu, las potencias que lo rigen. Los dos mundos se enfrentan
en él. 'Él es el centro del mundo, el punto crítico del universo.
En tanto que la victoria no se pronuncie definitivamente en
el fiel en favor del p'neuma, la influencia de la resurrección de
Cristo no alcanzará todos los sectores del universo.
El mundo material, «la criatura», como 10 llama al apóstol,
«levanta la cabeza para observar» (Rom 8, 19), esperando con
ansiedad que se manifiesten en el hombre corporal los destellos
de la adopción divina, pues únicamente de ahí irradimá la re-
dención.
Esta intuición de una asociación del universo con los destinos
dell hombre supone en el apóstol un realismo extremo en su con-
cepción de la unidad dd mundo. Según él, el hombre está sólida-
mente sellado en e:l conjunto de la creación. Y, a la verdad, vive
en esta tierra maternal, siempre encerrado en su seno fecundo; su
existencia se nutre de ella y se halla sometida a mil influencias
ocultas, de que la conciencia humana se ha resentido siempre y
cubrirá en su seno hijos que no había conocido y hombres que la llamarán «Madre», deseo-
Jlo('i(~nrl() a esta ltoica Iglesia.
que llegan hasta modelar su destino. Por otra parte, la misma
tierra maternal nace: sin cesar a, la vida en el hombre que ella en-
gendra; ahí se reanima su barto con el soplo vital; en el hombre
se ve coronada por e1espíritu. «El universo no es un simple
pedestal que tiene al hombre por estatua; más bien se le podrá
comparar a un inmenso pedúnculo cuya flor es la humanidaid»38.
Los destinos de ambos están unidos, y una caída del hombre
ocasiona el destronamiento de la creación.
Hasta que: la gloria filial no se haya revelado en el hombre,
la creación está gimiendo, «estando sujeta a la vanidad, no de
grado, sino por razón de quien la sujeta, con la esperanza de que
también eHa será libertada de la esclavitud de la corrupción para
participar en la Hbertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rom
8, 20 s).
Este dolor inherente al mundo creado es profundo; no· es el
simple efecto del abuso que el hombre hace de la creación para
asociada a sus pecados 39. Es una herida que llega hasta la médula
y que. se expresa en «esta mirada de arriba abajo de toda la
naturaleza})40, herida sufrida por la creación entera «que gime y
siente doltores de parto» (v. 22), y no por algunas criaturas some-
tidas aiJservicio del hombre.
El pecado trajo un desquiciamiento universal; la naturaleza
sufrió una desviación, se quebró la línea recta de su dirección
hacia Dios a través del hombre. Toda entera quedó desplazanda
de su lugar teológico normal, desde: que el hombre rompió sus
relaciones con Dios, y ella ya no tuvo en Él contacto con la
gloria de Dios.
No basta situar esa desviación en un plano moral, porque el
espíritu del hombre no la relaciona ya con Dios. La criatura sufre
en su intimidad, gime: a causa de una herida física, reducida a la
esclavitud de la corrupción. Por ser esta «corrupción» de orden
físico, el uso paulino de la palabra '10 exige. Aunque todos los
humanos fuesen hijos de Dios y estuviesen santamente preocupados
en «ayudar a la tierra a hacer la voluntad de DIOS»41, dirigiendo
a Dios. la ailabanza de la tierra y orientando en sí mismos la ma-
teda hacia Él, todavía sentiría san Pablo la dolencia de la creación
reducida a una posición falsa y su estremecimiento bajo el yugo
de la corrupción; pU'espor esta misma corrupción gimen los hijos de
38. J. HUBY, Épitre aUN Romains, 3." ed., p. 297.
39. CORNELY; F. PRAT, La thélogie ... , t. " p. 286.
40. P. CLAUDEL, Conversations dans le Loir-et-Chcr, París 1935, p. 255.
41. P. CLAUDEL, o.c., p. 268.
Dios. El universo espera ser poseído y liberado por <da fuerza
de la resurrección» y mediante el hombre ser puesto en contacto
con la g10ria de Dios 42.
Si la criatura gime y espera, el fieles el primero (Rom 8,
23 s) en esperar para el futuro lo que aún no posee, la libertad.
La que él goe;a al presente (Gal 5, 1-13; Rom 6, 20) se distingue
de «la libertad gloriosa de los hijos de Dios». Por el! cuerpo co-
rruptible del hombre, la naturaleza, y el hombre ante todo, perma-
necen todavía 'en la servidumbre.
POlrcrucificado y anonadado que esté el mundo (Gal 6, 14) en
su forma primera, aún no lo está en todos 'sus puntos de vista.
El fiel no tiene ya que conformar su conducta con las exigencias
de los «elementos cósmicos», y, sin embargo, no está enteramente
exento de su tiranía. San Pablo proclama con firmeza que Cristo
y su Iglesia fueron exaltados por encima de todas las potestades
(Eph 1, 20-23), y, no obstante, comprueba que los poderes que
actuanen el mundo no han perdido su virulencia. El señorío de
Cristo debe imponerse, quedan victorias por ganar «hasta que
haya puesto a todos sus enemigos bajo sus pies» (l Cor 15, 25).
Mientras la Iglesia esté en la carne y no alcance en el pneuma
la talla perfecta de Cristo, no está en disposición de sujetar las
fuerzas adversas. De ahí la lucha sin tregua «contra los princi-
pados, contra 'las potestades, COIll!tTa
lalsdominacioniesde este mundo
tenebroso» (Eph 6, 12). La Iglesia no quedará plenamente inmuni-
zada contra las potestades y las leyes de este mundo más que cuando
sea desprendida enteramente de él por la resurrección: Los prin-
cipados y la muerte son vencidos simultáneamente (l Cor 15, 25).
Así sabemos en qué punto preciso el mundo está clavado a la
cruz, y dónde se opera su transformación: esencialmente en el
hombre. En Cristo muerto y resucitado eIl mundo está ya cruci-
ficado (GaI 6,. 14), la unidad cósmica realizada (Col 1, 20) Y los
poderes subyugados. Todo eso se ha cumplido asimismo en nos-
otros, pero sólo en la medida de nuestra muerte y de nuestra re-
surección es una gracia de vida filial1incomp1etamente desarrollada
hasta el día de la suprema resurrección. En el hombre no resucitado,
las potestatles del mundo conservan su soberanía (Eph 2, 2).
La existencia terrena de la Iglesia se asemeja a la de Cristo
'I~. ,Este texto de Rom 110 está aislado, pues el alma del apóstol se hallaba inundada
POI' la visión del apocalipsis. En este momento dirige a la criatura una mirada de sim~
palfa, otras veces contempla en el mundo de corrupción no el sufrimiento inmerecido, sino la
IHTlc"H'IH;ia al pecado y la acción de los poderes nefastos, y proclama la condenación en
(·,-i"l •• (;;11 Ó. 14; cf. 1 Ioh 5, 18 s). ef. E. STAUFFER, Die Theologie des NT, p. 56 ss.
en la tierra,. que poseía un principio de resurrección y el espíritu
de santidad (Rom 1, 4), Yque depió aún merecer su gloria (Phil 2,
9). Tanto en e[ fiel como en Cristo, el pneuma que pide la re-
surrección es una gracia de la vida filial incompletamente desarrolla-
da; pero en el fiel esta gracia está señalada desde su origen por la
muerte y la resurrección, no siéndo1e comunicable la vida filial
sino bajo es·e signo 43. La resurrección del fiel se detiene en un
límite preciso desde donde podrá, por su propio esfuerzo unido
a la gracia, reconstruir -en Cristo el paso a la vida del Espíritu,
partiendo de Ull!asarx de! petado. Le ha quedado- fa posibiil:idad
de morir aun después de 'la muerte bautismal y de adquirir la vida
resucitada con que el bautismo le animó. Del mismo modo, Cristo
telrrestré había poseído la filiación y el espíritu de santidad corres-
pondiente (Phil 2, 6; Rom 1, 3 s), y había debido disponerse al
gooe de su filiación y a 'la efusión plena del Espíritu.

B. TENDENCIA DE LA IGLESIA HACIA LA CONSUMACIÓN


DEL MISTERIO PASCUAL EN Si MISMA

No es una coincidencia fortuita, sino cl'ecto de una íntima


semejanza, el que la vida del fiell se presenl1ebajo la imagen de
un movimiento, cuando Cristo concebía como un paso el proceso
de su transformación en gloria. El fieJ1está en camino; para él,
vivir es caminar (Rom 6, 4; Gal 5, 24), correr deflecho a la meta
(1 Cor 9, 24-26; GaIl 5, 7; Phil 2, 16; 3. 13s; 2 Tim 4, 7). La
carrera es la imagen favorita de las cartas; el apóstol tiene ante
los ojos al atleta griego que marcha paso a paso lanzándose con
todo su pensamiento y todos sus músculos a la meta. Con todo el
caudal dinámico depositado! en él, ,el bautizado tiende hacia la
meta de una completa resurrección. Lo que para él todavía no ha
llegado, se mueve hacia el término; es enteramente! escatológico,
ya por su presencia actual en el siglo futufO!,ya por su tendencia.
Todo progresa: la fe inicial evoluciona hacia una fe adulta
(Rom 1, 17), la muerte y la vida nueva producidas en el misterio
aparecen en la 'Superficiede 10S actos (Rom 6, 1-6); la sarx se
libera de sus exigencias extenuada pOTlos golpes que le asesta el
espíritu (Rom 8, 13).
43. Por dos razones: 1.' El principio próximo de santificación es la humanidad corpo-
ral del Salvador; ahora bien, ésta no se ha constituido en principio connatural de santifi·
cación sino a partir de la muerte y de la resurrección. 2.a El pecador sólo puede recibir la
vida filial si ésta le hace morir a sl mismo en Cristo.
En un texto de belleza extraordinaria describe el apóstol su
esfuClrzopor hacer realidad, a través de la vida, la posesión fun-
damental de su ser pm Cristo: «No es que haya alcaniZado ya
L1amota], es decir que haya logrado la perfección, sinol que la
sigo por si le doy alcance, pm cuanto' yo mismo fui alcanzado por
Cristo Jesús. Hermanos, yo no creo haberla aún alcanzado; pero
dando al olvido lo que ya queda atrás, me lanzo en persecución
dc' lo que tengo delante; corro hacia la meta, hacia el galardón al
que Dios me llama en Cristo Jesús» (Phil 3, 12-14).
El objeto de tal esfuerzo es -la conformación total con Cristo
resucitado, realizada en la glorificación corporal. «¿Qué significa:
"por si le doy alcance"?» Lo que ha dicho anteriormente: por si lo-
gro akanzar la resurrección de entre los muertos 44. Desde el prin-
cipio se imprimió a la energja del pneuma esta dirección; el
espíritu es arrastrado por ellinstinto en el camino de 'la vida (RaID
8, 6).
El bautismo r:esucita all fiel para una vikfa corporal nueva,
pues por una parte la vida conferida en eil bautismo es corporal
en Cristo, y por otra el hombre que se beneficia de ella es un
ser indiviso: es también en su cuerpo miembro de! cuerpo resucita-
do de Cristo. Describiendo en Rom 6, 3-11 los efectos del bautismo,
el apóstol no separa la resurrección física de la vida nueva del
fiel. La vida gloriosa está relacionada de diversas maneras con el
pneuma bautismal. Éste es un principio de resurrección, provoca
la acción resucitadora de!l Padre y ejerce una causalidad instru-
mental: «y si el Espíritu de aquel que resucitó a Cristo Jesús de
entre los muertos habita en vosotros, <elque resucitó a Cristo Jesús
de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales
por viIiud de su Espíritu, que habita en vosotros» (RaID 8, 11).
Su presencia constituye las arras de resurrección (2 Cor 1,. 22;
5, 5); lo que significa algo más que una garantía: es un pago a
cuenta sobre la efusión glorioiS[ltotal; forma en el mismo sentido
sus primicias (Rom 8, 23). La resurrección se halla pr~sente en los
fides en su exigencia y en su causa efidente (Ram 8, 11) y
con su realidad inici:al.
Estos gérmenes se desarrollan desde ahora. La resurrección
final, otorgada en su principio, viene a ser el objeto esencial del
mérito de los fieles. Ella coronará -los esfuerzos del corredor, cuya
meta es «alcanzar la resurrección de entre los muertos» (phil 3,
11. 14). Por su trabajo, e1 fiel adquiere algo más que un derecho
a resucitar; el mérito es ya una puesta en marcha, una disposición
real para la resurrección. Un progreso continuo lleva al fiel desde
la transfiguración terrestre en Cristo a la gloria final: «Si vivís
según la carne, moriréis; más si con el Espíritu dais muerte a las
obras de la carne, viviréis» (Rom 8, 13). ¿Con qué vida vivirán?
Con la vida etema, que es corporal (v. 11).
La acción del pneuma se ejerce más inmediatamente sobre 'las
facultades internas, transferidas en otro tiempo íntegramente al
orden carnal, pero que son las primeras en renovarse, porque
la criatura nueva 'es «un hombre interior» (Eph 3, 16; 2 Cor
4, 16) que sel desarroBa partiendo de lo íntimo, del alma. Pero el
avance de esta resurrección señala progresos 00 toido el compuesto
humano. El hombre: total murió en principio en el sacramento, y
aunque el cuerpo constituye el objetivo final de la gracia avasalla-
dora, su muerte y su gloria son las primeras que se consideran,
siendo el cuerpo de came la raíz del estado terrestre. El bautismo
quiere ser «una amputación de nuestro cuerpo de carne» (Col 2,
11); «nuestro hombre viejo ha sido crucificado" para que fuera
destruido, el cuerpo del pecado» (Rom 6, 6) 45.
Las exhortaciones más frecuentes tienen por objeto la santi-
ficación de este cuerpo. Puesto que el cuerpo de pecado está cru-
cificado, «no de¡jéisque el pecado reine en vuestro cuerpo mortal,
obedeciendo a ISUS concupilsaenci3ls:;
ni deis VUleistms
m~embroscomo
armas de iniquidad al pecado, sino entregaos más bien a Dios,
como quienes muertos, han vuelto a la vida, y dad vuestros miem-
bros a Dios como instrumentos de justicia» (Rom 6, 6. 12s). El
hombre se entrega en la vida del espíritu; su cuerpo tiene ya una
parte de resurrección.

45. La costumbre de no considerar al hombre sino conforme a la distinción entre cuer-


po y a.lma podría inducir a creer que en la tierra sólo el alma se beneficia ya de la gracia
de la resurrección, mientras que el cuerpo está todavía abocado a la muerte. Pese a las
apariencias de Rom 8, 10 (aun cuando aquí «cuerpo» y «espíritu» no corresponden respec~
tivamente a nuestra noción de cuerpo y de alma) 1 el apóstol no se atiene a esta rlistinción
al establecer en el fiel la parte de la vida y de la muerte. El «hombre interior» es el que
posee la novedad de vida, mientras que el «hombre exterior» se corrompe (2 Cor 4 16);1

y este hombre interior es algo distinto del alma del fiel: designa al ser humano total en su
profundidad. Según la filosofía griega es inmortal el alma, en Cristo 10 es el hombre.
Dado que el bautismo ha renovado al hombre más allá de su pertenencia al Adán pecador
(d. supra, p. 255), la muerte, que es una realidad central para el pecador, sólo es secun-
daria para el fiel: es asunto del «hombre exterior».
Es difícil entender de otra manera a san Juan, según el cual <<1ospadres comieron el
maná y murieron», mientras que quien come el verdadero pan del cielo, no muere (6, 49 s).
El principio de esta inmortalidad no es la naturaleza del alma, sino el cuerpo de ¡Cristo
resucitado, que come el fiel. Véase en este sentido san IRENEo, Ad Raer., IV, 18, 4 s, PG
7, 1028.
Existe un estado de vida que da testimonio de esta santificación
de ia Iglesia hasta en su cuerpo, y del advenimiento de la resu-
rrección de los muertos: la virginidad. Jesús había dicho: «Los
juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección
de los muelrtolSno tomarán mujeres ni maridos, porque... son
semejantes a rros ánge:lese hijos de Dios, siendo hijos de la resu-
rrección» (Lc 20, 35 s).
Algunos fieles sacan las últimas consecuencias de su consa-
gración pascua:!.Unidos desde el bautismo al cuerpo de Cristo, no
quieren conocer otra unión que la de este cuerpo. Su carne fue
crucificada, y ellos fueron resucitados; tratan de vivir por encima
de este mundo, de la vida del Espíritu, como si las leyes del mundo
no tuvieran ya influjo sobre ellos. Mientras que los fieles casados
son los testigos deilenraizamiento 'en la carne (cí. 1 Cor 7, 2.
5. 9), :las vírgenes pregonan la presencia de:! misterio de pascua
en la Iglesia. San Pab:lo funda la superioridad del celibato en
tres consideraciones: favorece la unión incondicional a Cristo (1
Cor 7. 32-35), responde al estado actual del mundo efímero (vv.
29. 31), se libera de las tribulaciones de la carne que tiene que
soportar el que está ligado a la carne y a las necesidades del
siglo (v. 26). La virgen se desprende de: este mundo, no es tri-
butaria de la carne y no pertenece más que al Señor resucitado.
La vida del fiel no está, pues, por entero «escondida en Cristo»
(Col 3, 3), tiende a salir hacia fuera; «el hombre interior» aflora
a la superficie:de:!«hombre:exterior». La carne agoniza hasta en los
miembros exteriores, el Espíritu los espiritualiza: «Mortificad vues-
tros miembros, los que están en la tierra» (Col 3, 5). Las acciones
que: parecen más ajenas a la influencia del pneuma están integradas
en Cristo: «Ya comáis,. ya bebáis, ya hagáis alguna cosa, hacedlo
todo para la g:loriade Dios» (1 Cor 10, 31). Hasta la misma unión
de los esposos enttaen el orden de la gracia (Eph 5, 22-32) 46.
También lo temporal comienza a ser rescatado en la Iglesia.
Cristo resucitado 'es considerado en la fenomenalidad, en la historia
de su cuerpO' terrestre. Es verdad que este cuerpo no ha muerto
y resucitado enteramente; por eso detenta aún el pecado de Adán.
La existencia del fiel, inacabada y :lanzada hacia delante, per-
manece, pues, intranqui:la, «inquieta», actuando en ella una fuerza
46. Fuera del matrimonio, no puede el cristiano unirse con su cuerpo a otro ser hu-
'llaTlO sin arrancarse del cuerpo de Cristo (1 Cor 6, 15 s). En el matrimonio, la unión
dI' los rlos seres es santa; pertenece al misterio de Cristo y de la Iglesia, de la que es re-
¡"'.lo terrestre. Pero la realidad de este misterio se encuentra en la virginidad cristiana, en
la 1I11ión con Cristo.
de redención que no ha conseguido todavía su reposo en la resu-
rrección completa.
Mientras la vida poseída se manifiesta en la caridad, la vida
lanzada hacia delante se manifiesta en la esperanza. Ésta tiene su
punto de partida en la posesión actual del Espíritu. Este p:rimer
don proporciona al fiel el gus:to por las cosas ce:lestia:les(Rom 8,
5 s) y crea la certidumbl'e: de una rica efusión: puels la presencia
del Espíritu es una garantía (Rom 8, 23), engendra hijos y les
asegura la herencia (Rom 8, 16 s); infunde una esperanza confiada,
puesto que el Espíritu es la presencia del amor de Dios 'en nuestros
corazones (Rom 5, 5). El Espíritu mismo es quien suspira y ruega
en e:l fiel (Rom 8, 26 s), tratando in:stintivamente:la vida del Espí-
ritu de curar su imperfección. La esperanza, según san Pablo,
está cimentada en el amor, en la posesión actual, pero incompleta.
del Espíritu 47.
El término de esta esperanza es el propio de[ dinami'smo de la
vida de Cristo en el fiel: la resurrección total: «Gemimos dentro
de nosotros mismos, suspirando por la adopción, por la reden-
ción de nuestro cuerpo» (Ram 8, 23). La fuerza atractiva no es
la reconstitución de la personalidad humana después de la muerte
y la pe1fspectivade una vida sin fin en este cuerpo antes mortal. La
unión del alma y dd cuerpo no es un bien tan precioso que ceda
ante otro; y para «morar cerca del Señor», el apóstol preferiría
«salir del cuerpo» (2 Cor 5, 8). El deseo que hace latir ea corazón
es <da espel'a:nzade la gloria de Dios» (Rom 5. 2; Col 1,. 27)" <da
esperanza de la vocación» (Eph 1, 18), la pknitud de Ilavida divina
en la unión de Cristo, por una participación definitiva en el santo
pneuma de la resurrección.
La esperanza pauHna es una virtud pascual por su origen y su
objeto, un hilo que, desde la resurrección del Salvador, conduce
al fiel hasta su propia glorificación en Cristo.
Tal es el camino recorrido por la Iglesia en su conjunto y l

en sus miembros; tiene su punto de partida 'en la resurrección de


Cristo' y se dirige hacia la resurrección de Cristo, progresando
en la participación del su vida divina hasta colmarse de eHa. En la
glorificación final se consumará la unión con la resurrección inau-
gurada en el bautismo,: la Igl'esia será «glorificada con», en el
acto mismo que glorifica al Salvador. Así la Iglesia se pone en
movimienlto hacia un hecho que la prec~d:e,d hecho pascuaL
47. En la enumeración de las tres virtudes, sigue san Pablo más comÚNmente este
orden: fe, caridad, esperanza (1 Thes 1, 3; 5, 8; Col 1, 4 s).
C. LA IGLESIA EN TENSIóN HACIA LA PARUS!A,
DONDE SE CONSUMA EL MISTERIO PASCUAL

Después de su resurrección primera, la Iglesia evoluciona hacia


aa resurrección final gracias a los órganos que le transmiten la
vida de Cristo: los apóstoles y los sacramentos, y gracias a su propio
trabajo. Pe:ro estos órganos están proporcionados a la Iglesia en
su 'estado terrestre. Además, elesfuerw de los fieles no puede
negar más allá del] campo accesib~e a la influencia de la voluntad
humana, porque, la dynami'S del Espíritu se infiltra en [a misma
voluntad humana y no actúa apenas fuera de eHa. Es necesario un
diespl1ieguede poder divino para que Ila Ig}lesiapueda Isuperar su: es-
tlado 1errestrte y para que en ella se 'consume la relsurrtecciónde Cristo.
Por 'eso el ~sfuerzOlde la, Iglesia hacia ISU pJ1enocoronamiento en
ira telsurre:cción die Crilsto va acompañado de un movimiento igual
hada la manifestación suprema del poder de DiJOserrel último día.
En las parábolas de los sinópticos, toda la vida de la Iglesia
se deJsarrolla entre: la partida del Maestro y su vuelta, y se consuma
eJn la eocpectación: el remo de Dios es semejante a diez vírgenes
vigilantes que: con sus aámparas salen al 'encuentro del único
esposo (Mt 25, 1-13). No sólo el reino en conjunto está 'colocado
entre: los: dos polos die la partida y la vuelta, sino que cada exis-
tencia individual está comprendida entre esos extremos. Cada uno
recibe d día de la partida su talento para hacerlo fructificar y
dar cuenta de él al regreso (Mt 25" 14-30).
Toda la actividad del discípulo debe estar ordenada a la venida
del Maestro. Esta ordenación es el crit"rio de: la moral de los
tiempos intermedios, y el hombre será juzgado acerca de su deseo
de 'la venida, acerca de su vigilancia y su preparación (Mt 25,
1-30; Lc 12,.35-46).
La elección de la hora queda al libre arbitrio de Dios. Sin
embargo, d dilScípuIo puede soJicitarla por medio de la oración.
Debe pedir: «Que venga tu reino», y ciertamente no perdurará
si su oración careciera de eficacia (Le 18, 1-18). En los Hechos.
san Pedm cree en 'el poder de: la comunidad para 'Suscitar el ad-
venimiento de la redención final: «Arrepentíos.. . a fin de que
lleguen los tiempos del refrigerio y [Dios] os envíe a Jesús, el
Mlcsías:,que 01Sha sido: destinado» (3, 19) 48.
'IX, Idea familiar al mesianismo judio, que encontramos en 2 Petr 3, 11 s. ef. STRACK-
H II.U:IIBJ<:CK, Kommentar ... , t. 1, pp. 162-165; t. !II, pp. 769·775; LAGRANGE, Le messíanisme
dI,';: 1,'.1'J Hi!.\', Paris 1909, pp. 189-194.
Hemos visto que, según san Pablo, la existencia cristiana se
adhiere a una resurrección inicial sorn-e la que: está fundada, y a
una resurrección final hacia la cua'l 'se va desarrollando; se sitúa
asimismo entr'e dos parusías (presencias), una que ae confiere la
salvación fundamental, otra que aspira y que le trae la salvación
total. El nombre está reservado a la manifestación gloriosa, ·pero
en realidad la presencia es ya actual: «Cristo está 'en vosotros»
(Rom 8, 10).
Esta parusía íntima co~ncidelpara ea fiel con el fin del mundo,
eI1siglo nuervo, la salvación final. No se: distingue de la otra que
tiene el monopolio, del nombre, sino por su discreción y su imper-
fección. Se impone a la conciencia de los fieles,. les da certeza
deta proximidad palpable de 1a parusía glorio'sa, y desarrolla en
ellos una psicología de fin del mundo: «Ya conocéis el tiempo, y
ya 'es hora de levantaros deil sueño, pues nuestra salud está ahora
más cercana que cuando creímos. La noche va muy avanzada. y se
ac:erca ya el día. Despo3émonos, pues, de las obras de las tinieblas
y vistamos las armas de: la luz. Andemos decentemente y como de
ciia» (Raro 13, 11-13).
E1 día está tan cercano, que la Igle1siase ve inundada ya en
los fulgores de su aurora. Sería cortnren lo vivo el pensamiento
dell apóstoll dilstinguir varios días, el de la muerte de'! fiel y :el del
final (Cornely); no hay más que un día del Señor. Sería también
arbitrario computar por ese texto los años que, según su estima-
ción, separarían a san Pablo del fin de los ti'empos 49. La proxi-
midad de la parusÍa depende también de otras circunstancias,
además del tiempo. Una interpretación puramente cronológica
introduciría contradicciones en el texto, pues al mismo ti:empo el
apóstol anuncia la aurora y declara vivir en pleno día, antinomia
que sel presenta ya en 1 Thes 5, 7-9. La afirmación del apóstol
reme sobre la proximidad de una presencia, es decir, sobre una
presencia incompleitamente: conseguida, tanto como sobrel 'e~acerca.-
mi!ooto hi!stórico de un hecho. Llegamos a ese día participando
gradualmoote en su luz a la vez que progresando en los años. La
eIXpmioocia ha comenzada ya; la parusía está aún latentel y rep'ri-
mida, y por esto no lleva su nombre, pero la sentimos a punto
de irrumpir 50.
49. C. TOUSSAINT, L'Épttre au,,X' Romains, París 1913, ad 1 (citado por Lagrange):
«El momento de la gran apocalipsis parece tan cercano al apóstol, que, según sus cálculos,
hasta su aparici6n debe transcurrir menos tiempo que desde el instante de su conversión
y la. de sus lectores, esto es, menos de veinte años.»
50. San Pablo expresa según la categoría del tiempo un pensamiento que parece ser
La proximidad de la presencia y su actualidad dirigen las mani-
festaciones de aa vida: «Alegraos siempre en el Señor; de nuevo
Osdigo: alegraos. Vuestra modestia sea notoria a todos los hombres.
El Señor está próximo. Por nada os inquietéis» (Phil 4, 4-6). La
existencia eristianaestá caracterizada por la presencia (<<enel
Señor») y por la proximidad, que proporcionan al alma una alegre
seguridad.
Por razón de la parusía ya actual y de su imperfección, la
Iglesia se dirige hacia el día con una aspiración esencial. Lo mismo
que tiende hacia su término 'en rra resurrección de Cristo, así se
siente imantada hacia el día del Señor; y la simultaneidad de
estas tendencias hacia dos metas situadas en los extremos. opuestos
del tiempo prueba una vez más que la resurrección de Cristo y su
parusía constituyen un soJo misterio, manifestándose en aspectos
diversos a través de los tiempos.
El don del Espíritu confiere al ser de la Iglesia esta relación
esencial: «Guardaos de entristecer a[ Espíritu Santo de Dios y en
el cual habéis sido senados para el día de la redención» (Eph
4, 30; 1, 14). La huella impresa en el fie¡ por la presencia del Bspí-
fitu testimonia el derecho de propiedad de Cristo sobre: él y le
entrega al dominio de su señorío salvífico en el día de: la parusía.
E:sta marca no es un simple sello exterior. Bl pneuma comuni-
caldo all hombre por la presencia del Espíritu tiende por su misma
naturaleza hacia el día. Conocemos el íntimo parentesco que une
e:l pneuma y a la doxa (cf. c. 3). En el día de la epifanía de
Cristo (2 TIres 2, 8; 1 Tim 6, 14), 'la gloria de Dios pesará soore
ell fiel corn su «peso 'etemo» (2 Oor 4, 17), aquella misma gloria
que absorbió en su poder la debillidad de Cristo (Ram 8, 17). Pero
ilumina ya al fiel que desde ahora contempla la faz de Cristo-espí-
ritu; crece en él de grado en grado hasta transformarloen fiel ima-
gen del Salvador (2 Cor 3, 18) ene:l día de:la parusía.
Lo mismo que la gloria y el Espíritu de: que se beneficia e:l
fiel, también la justificación está dirigida hacia el úl'timo día. La ac-
ción de la justicia salvífica de Dios sobre el hombre se identifica

en sí más complejo. El caso no es único. Esta cOlnplejidad encuéntrase latente en toda la


1f'ología paulina. El apóstol sitúa históricamente la muerte, la resurrección y la paru-
:-;ía. Y, sin embargo, tales hechos no son para él meramente pasados o ,renideros. En
I(Jdo momento se puede establecer contacto con la muerte y la resurrección, y puede reve-
l;lrs(' el Cristo parusíaco. Hemos tratado ya de mostrar cómo la muerte y la resurrec~
"iÚII, que históricamente han pasado, perduran en la glorificación permanente de Cristo.
l'l'II:;;llllOS hallar la razón de la actualidad latente de la parusía en el hecho de que la
p:lnl~-,í;¡ es un aspecto del misterio pascual siempre actual. Cf. san AMBROSIO, De Sacra-
'IJI/'JlII.\', S, 26; I)L 16, 453.
con la acción tralllsformadora a la que le somete la gloria de Dios
(cf. Rom 3, 23 s). Poniendo fin a bs' tiempos de su paciencia en
que había parecido tolemrel mal, Dios demuestra ahora su jus-
ticia, reprime e:1pecado justificando a los creyentes y hadendo
justicia a 'los demás (Rom 3, 21-26; 1, 17 :s).
Esta acción judiciaria se desenvuelve en dos tiempos. Se abre
«ene1 tiempo presente» (Rom 3, 26) Y acaba cone1 juicio oral
del gran día. Dios hace desde ahora descargar su cól'era sobre el
impío, entregándo1e a la vergüenza de sus concupiscencias (Rom 1,
18-27) 5\ mientras que destruye en el fiel el pecado por la comuni-
cación de su propia justicia. Esta justificación primera es más
que una dedaración,es una transformación y produce una vida en
la que se encuentra la salvación (cf. Rom c. 8). El hombre busca la
vivificante justicia divina para ser justo y reconocido corno tal de-
lante de Dios (cf. Rom 3, 20) 52.
En el último día, Dios convocará a los hombres ante su tribunal
y les hará justicia. Los textos que anuncian estas sentencias hacen
resaltar el aspecto judiciario de [a justicia divina (Rom 2, 13),
pero eil último juicio no se reduce a una declaración, produce en
los fieles los efectos de una justificación real compaJrables a los
dd bautismo, puesto que llevan el nombre de redención (Eph 4, 30)
i

Y de salvación (HebT 9, 28).


Las dos justificaciones extremas, la del bautismo y [a del día,
se sitúan en una misma perspectiva. Aunque real en sí misma, la
primera es escatológiica, dirigida a la última y destinada a sa!lvar-
nos de la ira: «Con mayor razón, pues, justificados ahora por su
sangre, semmos por Él salvos de la ira» (Rom 5, 9). La venganza
de que nos libra la justificación bautismal 'es la de[ «día de la
ira y de la revelación dell justo juicio de Dios» (Rom 2, 5). El
apóstol vuelve sobre este mismo ptmsamiento y lo desarrolla en
sentido positivo: «Porque, si siendo enemigos de Dios, fuimos recon-
ciliados con Él por la muerte de su Hijo', mucho más, reconciliados
ya, seremos salvos en su vida» (Rom 5, 10). La vida de Cristo resuci-
tado, vivida en el fid, se abre a la salud del último día: al conferida
en el bautIsmo, Dios pronuncia ya una sentencia de justificación final.
El bautismo deposita en el hombre una semilla de resurrccción que
es una sentencia de justicia divina.
SI. La cólera de Dios es una realidad escatológica. eL R01Il 2, S. 8. 'J. 22; Eph S, 6;
1 Thes 1, 10; 5,9; Ap 6, 17.
52. El padre L1..GRANGE define la justicia de Dios según san rabio: «Una actividad
de Dios para que los hombres sean justos y sean reconocidos como tales en su tribunal»,
Építre anx Romains, París 31922, p. 121. La justificación es un juicio real.
Entre sus dos manifestacioneserxtremas - el bautismo y la pa-
rusía -, la justicia de Dios se desarrolla progresivamente; revelada
al principio en el fi'el por su fe bautiJSmal,se va reafirmando cada
verzmás" «de fe 'elnfe» (RoID 1, Í7). Como la salud de la primera
justificación puede perdetse, Dios vela por manteneda y conso-
lidarla pata el día de 1a consagración definitiva: «Os confirmará
plenamente para que seáis hallados irreprensib~es en e:l día de
nuestro Señor Jesucristo» (l Cor 1, 8). Habiendo comenzado una
obraelXcelente, ha de llevada a su término, hasta el día de Cristo
(Phil 1, 6). Por su parte, 'el fiel 'se asegura esta justificación, de
la que sólo posee los, preámbulos; se hacél pum e irreprochable
para los juiciosSO'lemnes(2 Cor 5, 9; Phil 1, 10). Estos no excluyen
el temor; sin embargo, el deseo 'es más fuerte que ell temor, pues,
más quel a un juicio, el fiel está destinado a una justificación y
escogido, no para la ira de aquel día, sino para la adquisición de
la salvaCión (l Thes 5, 9)" para ~a resurrección final.
Paralelament'e a los progre:sosde la justicia salvífica"se acumula
sobre los infieles la c61e:radel Dios, síntoma de la última conde-
nación (Rom 2, 1-10).
Esta vida, lanzada hacia delante por :suley, 'enciende en el alma
el ardor del des'ool.La Iglesia tiene ell corazón vuelto hacia 'el últi-
mo día. Las págjnas que nos transmiten el eco literario más antiguo
del sentimiento cristiano -las cartas a los Tesalonicenses- están
impregnada1sde excepción parusraca.
El advenimi'ento de Cristo constituye el! obj'eto de una de
las virtudes de la tríada sacra: «Hacemos sin cesar memoria de las
obras de vuestra fe, del trabajo de vuestra caridad y de la perse-
verante esperanza en nuestro Señor Jesucristo» (l Thes 1, 3). La
esperanza de los fieles elstáconstituida por el deseo y Jaexpectación
de J'esucristo. Tienden hacia esta meta desde el primer momento de
su fe: «Os conve!rtisteis... para servir a:l Dio~ vivo y verdadero y
elSpelTarddl cielo a su Hijo Jesús, a quien resucitó de entre los
muertos, quien nos libró de [a ira venidera» (l Thes 1, 9 s). Todo
el pensamiento cristiano se mueve entre la resurrección y la vuelta
deil:Señor. partiendo de un'a y erxtendiéndose hasta la otra. La
actitud de 'espera 'es habitual en d fiel: «Estamdsesperando»,
dicem 1015 fielles (Rom 8, 23; 1 Cor 7; Gal 5, 5; Phil 3, 20). Su
amor por Qaepifanía 'eistlambiénel criterio de :su rec:ompen!sa(2
Tim 4, 8). Toda 1a vida de san Pablo está dirigida hacia la parusía
con una fuelrza constante" aun cuando al final la escatología ejerce
sobre él menor fascinación. También en la última carta, en lo que
se ha llamado el t~stamento de[ apóstol (2 Tim 4.. 6-X), se cxprl'sH sil
amor por iaepifanía del Señor.
Según parece, aún no hemos dicho todo sobre la. finalidad pa-
rusíaca de rra Iglesia. La actividad de la Iglesia 'está lejos de ser
únicamente una preparación para aquel día, permitiéndole esperado
con seguridad. La presencia de Cristo, que se afianza progresiva-
mente en el mundo a partir de la resurrección, realízaseen la
Ig'lesia y por la Iglesia. En ella Cristo se hace presente al mundo,
y por los apóstoles se formae:n los fiel1es(Gal 4, 19). Aunque per-
tenece a Dios hacer que Cristo habite 'en los corazones (Eph 3, 16 s),
la Igfesi'acontribuye al progreso de esta presencia (Eph 44, 11-13) Y
mediante la gracia fecundante trabaja. en orden a la parusía. No
es ella la qnel revelará al Sa1vador, obra reiservada al Padre (l Tim
6, 14s; d. Act 3, 20) [o mismo que la resurrección; sin embargo,
en ella la presencia de Cristo en 'el mundo es ya actual, reprimida
aún, pefOi intensificándose siempre.
¿Pensó el apóstol que la hora de la pamsía estaba fijada depen-
diendo de l'a Iglesia, de: su pelffección,de sus esfuerzos por inten-
sificar la presencia de Cristo en el mundo? Sin duda aquella hora
depende tan exclusivamente de la soberanía divina,.que puede pa-
recer ajena al esfnerzo de la Iglesia, y no obstane la hipótesis
merece ser expuesta. San Pablo es consciente de que la epifanía
del Señor está en part:e relacionada con el reino de Cristo (2 Tim
4, 1), por eil cual él tr'abaja. La corona de la justicia le está
mservada. por su buen combate, «lo mismo que a todos los que
aman la manifestación» del1Señor (2 Tim 4, 8), amor que en este
contelXtoeisactivo yse prodiga en favor de la parusía. No se excluye
que eJ1 apósto[ haya compartido la espe1ranza(Act 3, 20; 2 Petr 3,
11 s) de que la pamsía pueda ser acelerada por los fieles5~.
Vemos, pues, que la Iglesia se encamina a la parusía por un
movimiento que le es 'eS'enda~.Por idéntico movimiento la hemos
visto diirigirseihada una participación completa '00 la resurrección
de Cristo. Aunque la acción resucitadora de Dios en Cristo y la
pamsía se sitúan en 110sdos, extremos del tiempo, la Iglesia avanza
hada. una y otra sin verse distendida por una doble orientación.
Hemos de creer que la parusía no es más que :el misteriolpascua!
que se consolida según ~a plenitud de sus efectos en los fieles.
En el momento en que ambos hechos:se situaban otra vez ante
Él temporalmentei, Jesús '1osunía en una visión única (Mt 26, 64).
53. En ese caso la Iglesia es el árbitro de la duración de «este mundo»; en ella se
prepara el fin del mundo. De ahí el odio con que «este mundo» la persigue.
Cuando la rcsurmcción y :la parusía se encontraron colocadas una
dcrlanlc dc la Iglesia y la otra detrás, la visión se disoció, y los
ap{)stol1c:s
solamenÍ1elas consideraron según la categoría del tiempo.
Pero también para ellos pascua es un misterio parusíaco, y el
Cristo de la parusía esell del misterio pascual. Si se quiere hallar
k\. unidad de visión de Cristo y darse cuenta de la identidad fun-
damcntal que: según los apóstoles une los dos hechos, hay que sobre-
pasar 1a categoría del tiempo y juzgados según su naturaJeza. En-
tonces resurrección y parusía se juntan en un único misterio 5i.
Sin ¡embargo,. si en el Cristo individual la parusía no difiere
de la resurrección, se: diferencian una de otra para la Iglesia, para
quien la pascua es una inmensa virtualidad y la parusía una plena
realización. El tiempo, que nada tiene que añadir a Cristo, enri-
que:ce a la Iglesia con todos los tesoros de su Salvador.
Cuando se considera a Cristo en su identificación con la Iglesia,
también para Él la parusía difiere de la resurrección. En la huma-
nidad individual de Cristo, el misterio parusíaco está consumado:
la relsurrección de [os muertos cumplida, 'el mundo crucificado, el
universo reconciliado, los poderes sometidos y todas las cosas res-
tauradas, la actividad resucitad ora de Dios ha alcanzado toda su
amplitud. En su identificación con la Iglesia, aún no se ha some:tido
tadoa Cristo (1 COI[ 15, 24; Hebr 2, 8), el mundo material no
está reconciiiado (Rom 8, 19-20), la resurrección de los muertos
sáJo se ha iniciado. Así la resurrección de Cristo no ha alcanzado
todavía toda su significación mundial, pues en el hombre corporal
es donde los poderes son o no son vencidos, y donde: el mundo
material está crucificado y salvado, o no lo está.
Gracias a la identificación de: Cristo y de ,la Iglesia, los destinos
de ambos son idénticos en el mundo. La vida de los dos está ocuflta;
cuando se: manifieste en Cristo, aparecerá en la Iglesia (Col 3, 3 s),
porque:e:n ella se felve1aCristo al mundo. «Vendrá para ser glori-
ficado en sus santos y admirado aquell día en todos los que hayan
creído» (2 Thes 1, 10).
En suma, la palfusía, actual y final, nada añade a la acción
resucitadora de: Dios en Cristo; pero hace que la Iglesia se beneficie
de dicha acción resucitad ora y que, en [a Iglesia, manifieste ante el
mundo a Cristo resucitado,. pues por la Iglesia Cristo resucitado
S4. En el siglo II daban también a la parusía el nombre de «pascua del Señor». La
(';1 rt a a Diogneto finaliza con este deseo y esta seguridad: «La salvación se muestra, los
;l]J/l,c;lo1c~ entienden, la pascua del Señor se aproxima, los tiempos se cumplen y el orden
('t":;lll i('f) se establece» (o, según una conjetura probable: «se llevan los cirios y se ponen
('11 onlell, como en la vigilia pascua!). ef. Smtrces chrétiennes, 33, p. 85.
está en el mundo. La historia enriquece a Cristo, no en sí mismo.
sino en cuanto lo hace realidad en la Iglesia.

Glorificando Dios a. Cristo había acumulado en Él un poder


cósmico de salvación y de justicia. En el día de la parusía la
Iglesia y ell mundo sel ven totalmente sometidos a este poder:
resucitan y se hallan juzgados.

La Iglesia es la prime:ra beneficiaria de este poder cósmico. ¿No


fue: resucitado Cristo para pmvecho de la Iglesia? «Por ellos...
resucitó» (2 Cor 5, 15). ¿No se le:confirió el dominio del mundo en
provecho de:la Iglesia.? (Eph 1, 22). Así «aguardamos ardientemente
como sailvador al Señor Jesucristo, que transfigurará nuestro cuer-
po de miseria ... según d poder que tiene de someter todo a sí»
(Phil 3, 21).
La resurrección corporal de 10s fides constituye la última e
ineludible consecuencia de la divina acción resucitad ora en Cristo
y de la inserción de la Iglesia a la humanidad corporal del Sal-
vadOlf; pues, por una parte, Cristo y los fieles por Él poscidois son
hombres y no almas, y, por otra, la acción santificante de Dios
en ellos pertenece a:l orden de las malidadeis físicas. La negación
del efecto necesario suprimiría 'la causa misma: «Si no hay resu-
rrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó» (l Cor 15, 13).
La glorificación es la completa actualización en el fie:lde la re-
surrección de: J'esús. Dios no reeditará el hecho prodigioso de pas-
cua con un nuevo despliegue de: su poder -la intervención re:su-
citadora de: Dios els única y sóllo se: aplica a Cristo -,. sinol que
englobará a 10115 hombJ1es en eil acoll!tecim~e:nto'elscatológico, que: es
ya total en Cristo. «Nosotros seremos resucitados con, vivificados
con». según la fórmula constantel (cf. 2 Tim 2, 11). Como 'en otro
tiempo en eJ. bautismo, pero ahora conforme a su ser total, será el
hombre sometido «al poder (que opera) su resurrección» (la de
Cristo) (PhiQ3, 10); será absorbido en el mist·erio escato'lógico de la
resurrección de Jesús.
La resurrección de la Iglesia, como la de Cristo, es obra del
Padre. Pero el Espíriitu, causa. casi formal de toda santificación,
es su principio inmediato (Rom 8, 11).
El Cristo Kyrios tiene el dominio de toda dynamis espiritual.
La resurrección gloriosa depende del poder señorial: «Transfigurará
el cuerpo de nuestra miseria en un cuerpo semejante a su cuerpo
de gIolria,según el pode1rque tiene de someter a sí todo el universo»
(Phi[ 3, 21). El señorío hace que Cristo triunfe de: todos los obs-
táculos, por consiguiente, de la muerte, y que someta a sí a todo el
hombre, (cf. Rom 14, 9).
&ta operación final del Espíritu y del Señor eleva a la perfec-
ción la vida «en Cristo~}.En otro tiempo el fiel había nacido hijo
de DiiOSpor el Espíritu en virtud de Cristo resucitado. En la
parusia e[ Padre consagra la adopción filia1y la revela: «Gemimos,
suspirando por la adopción de hijos de Dios, por :la redención de
nuestro cuerpo» (Rom 8, 23). Éste será d fin de un pmlongado
nacimi'ent()"cuando en todo el ser del fiel se reconorzoala imagen
del Padre. BI Espíritu es el autor de lelsa«apocalipsis de los hijos del
Dios» (Rom 8, 19); ÉJ los convierte en los hijos de que había
hablado Jesús (Lc 20, 36), es decir, en seres espirituales como los
ángeles. Por eso mismo hace participar a los hijos en la herencia,
destruyendo en ellos:]0 que permanecerá en la carne «que no entra
en e1reino» (l Cor 15, 50; d. Ioh 3, 5 s). En la resurT'ección,los
hijos poseerán lacomp!lett:alibertad filial, «[a libertad de la gloria
de los hijos de: Dios» (Rom 8, 21), pues: «allí donde 'está el Es-
píritu del Señor, está la libertad» (2 Cor 3, 17).
En esta suprema identificación de los. fieles con el Cristo cor-
poral se realiza íntegramente la definición de la Iglesia, «cuerpo·
de Oristo, plenitud del que 10 acaba todo en todos» (Eph 1, 23).
Vi'ene a ser con toda realidad el cuerpo de Cristo, ahora que la
vida del SalvadO['10 anima hasta 'en su materialidad; es 'el pleroma
de Cristo, ya que está colmada de Cristo hasta los límites extre-
mos de su ser; ha negado al estado de hombre perfecto,. a esa
medida de la talla de Cristo que la hace apta para recibir en
plenitud el don de Cristo (Eph 4, 13). El apóstol había dado
de la Iglesia esta famosa definición - cuerpo y pleroma de Cristo -
v,iéndola encuadrada, hasta ·en Su cuerpo, en [a resurrección cor-
poral del Salvador (Eph 1, 18-23)55.

SS. ef. J. HUBY, Les épitres de la captivité, p. 166. El texto de 1 Ioh 3, 2, si es exacta
la Ir:uluceión que dan algunos, presenta la transformación suprema del fiel como un efecto
¡orlllal de la Jlarusía: «Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha ma~
«Pero - dirá alguno - ¿cómo resucitarán los mue'ltos'! ¿Con
qué cuerpo volverán a la vida?» (l COI'15, 35). San Pablo enumel'U
cuatro propiedades de los cuerpos resucitados: incorruptibilidad.
gloria, fuerza, espiiritua.lidad(1 Cor 15, 42-44). Como base de las
cuatro seencuentr'a la última, :la '~spiritualidad (cf. v. 45). El Espí-
ritu de Dios otorga al hombre la gloria y 'la fuerza de su vida in-
mortal. El cristiano ha de ser indefectiblemente un ser espiritual. La
sarx será eliminada por la fuerza del pneuma; no por una absor-
ción del cuerpo en 'eilEspíritu, pues eil cuerpo esel1 que resucita;
ni mediante una e:x:pulsióndel alma por un principio nuevo, pues
el ser humano pasa sin perder nada al reino de Dios 56. Pero la
psyche no obrará ya como simple psyche, ye1 cuerpo no smá ya
carna:L
La psyche no da más que una virla conforme con ~a,natu-
raleza detl cuerpo y con las kye1sdetl polvo de: que: está formada,
permaneciendo si,empre:un cue:rpo de polvo (v. 47). El Espíritu
realza la virtud de animación del principio vital, de suerte que el
cuerpo es impetlido a superar las leyes de sus elementos de origen
y a adoptar propiedade:s espirituales. Mientras que la vida del1pri-
mer cuerpo está arraigada en la car'ne, la vida deil slegundo radica
en lo alto. La resurrección es el término del nacimiento de lo alto,
del nacimiento por ,el Espíritu (d. Ioh 3, 3. 5). Sin embargo, esas
raíces pe[l'etranen un cuerpo al mismo üempo que, en el Espíritu,
en el cuerpO'de Cristo.
Entoncels habrá encontrado la Iglesia su salud definitiva (Hebr
9, 28), su completa redención (Rom 8, 23), cuando Dios la haya
trasladado en su totalidad «del poder de las tinieblas al reino de
su hijo muy amado» (Col 1, 13).
Entonces estará consumada la creación. Al principio había apa-
recido «la sombra», «la letra», «el hombre terreno»; ahora viene
«eJ hombre ceilestial» que es «espíritu» (cf. 1 COI' 15, 45-47). La
historia va del hombre terrenal al hombre celestial, de la sombra
nifestado lo que hemos de ser'. Sabemos que, cuando [el Hijo] aparezca, seremos seme-
jantes a ¡;Él, porque le veremos tal cual es.»
En el Hijo se manifiesta la vida de Dios y se comunica en forma de conocimiento del
Hijo (ef. 1, 1·3). Éste apareció una vez, y esa primera aparíción destruy6 el pecado y
suscitó la vida filial (3, 8 s). Mientras tanto, el I-Iijo no se ha revelado mÁs (10e inc0111-
pletamente, sólo tenemos de Él un conocimento imperfecto, y por eso nuc:-;tra vida filial
solamente está comenzada. Imperfección de la venida del Hijo, imperfección de nuestro
conocilniento del Hijo, imperfección de nuestra vida filial. Pero cuando se manifieste en
su esplendor le veremos tal cual es, y entonces seremos semejantes a 'Él. Con la manifes-
tación del Hijo se desenvuelve el conocimiento y se perfecciona el ser filial.
56. San IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Rom 6~ 2, decía que sólo entonces será enteramente
hombre. El mismo cuerpo humano ganará en su perfección específica, siendo un cuerpo hu-
mano, es decir, destinado a ser dominado por el espíritu.
a la realidad espiritual. El Espíritu es el agente de 'esta creación
progrc:-:iva, CI1 dueño de la historia 57.

Entonces se regocijará la que estaba esperando, la que en aquel


día experimentaba la redención, la madre naturaleza.
Los profetas habían anunciado el fin del mundo y una renova-
ción del universo, y el NT consagra esa fe. Jesús fija la transfor-
mación dell mundo en el día de la parusía,. caracterizándola única-
mente con ell nombrel de palingenesia (Mt 19, 28), un nacimiento
nuevo de todas las cosa¡s. El discurso escatoJógico anuncia un
cataclismo cósmico: «En aque:nos días el sol se obscurecerá, y la
luna no dará más su luz, y las estrenas caerán del cido, y los
poderes de 100 cie~os se conmoverán» (Me 13, 24 s). Pero son
imágenes familiares a las profecías y a las apocalipsis - Isaías las
aplica al juicio de Dios sobre Babi10nia y Edón (13, 10; 34, 4)-,
acompañamiento necesario de las teofanías judiciarias; no certi-
fican que la estructura del universo será modificada.
San Pedro llama a esta transformación vestauración de todas
las cosas; también él la hace coincidir con la vuelta del Salvador
(Act 3, 21).
¿ Qué significan elstaspalabras: nacimiento y restauración de to-
das las cosas? Su elección está sin duda inspirada por dos elementos,
en el pensamiento de Jesús y de san Pedro se sitúan en el pri-
mer plano de la transformación prevista: el nombre de naci-
miento ha sido suge¡rido por la resurrección de los hombres y la
restauración por el restablecimiento triunfal de Israel (cf. Mt 17,
11; Act 1, 6); pero resurrección y triunfo s'e encuadran en una
restauración del universo 58.
El mesianismo judío se inclinaba cada vez más hacia una esca-
tología apocalíptica, cuyas líneas se desarrollaban según .el tema de

57. A juzgar por Ioh 5, 26-29, el poder de resucitar a los pecadores depende clel mis-
mo señorío redentor de Cristo, El teólogo puede llegar a una conclusión semejante siguien-
do las perspectivas abiertas por Eph y Col. Cristo, en cuanto salvador, tiene en su po-
sesión el pleroma, la plenitud cósmica que imprime sentido escatológico a la creación. El
hombre pecador quiere oponerse a este sentido de la historia e inmovilizarse en la carne
y en la muerte. Si no se sustrae a la resurrección, es sin duda porque forma parte de
('sa creación que tiene su ser por el pleroma y orientado hacia el pleroma y porque está
Stl1tlc1¡(lo al poder de salvación destinado a crear el mundo del fin. Parece ser que la re-
~dllTc('ción de los pecadores se sitúa en el misterio de la glorificación del mundo en Cristo
lTdt'lllnr.
SH. Cf. STRACK-BILLERBECK, a.c., p. 19; t. IlI, pp. 840-847.
Isaía:s 65, 17: «Porque voy a crear cielos nue:v()~ y una tk~nll
nueva, y ya no se recordará lo pasado, ni habrá de ello momor'i:\,»
Mientras el texto de Isaías es susGeptibIe de una transposiciún
espiritual, el pensamiento judío y algunos documentos tardíos de
la revelación cristiana, tales como la 2 Petr 3, 13,. Y qu~zás el Apo-
calipsis, lo conservan e,n el sentido literal propio. Para nacer a
elst~abella juventud, la tierra y los cielos han de pasar por tribula-
ciones purificadoras. Sea lo que fuere: de la realidad o de la natu-
raleza del fuego en el que «los elementos se: disolverán abrasados»
(2 P'etr 3, 10), la creación sufrirá una muerte antes de entrar en
el siglo de la resurrección.
San Pablo, más sobrio en detalles acerca de los destinos dd
cosmos, los sitúa más atinadamente en el interior de la economía
redentora. Las cartas de la cautividad persiguen, con una insistencia
característica, los efectos de la redención hasta los confines dd
univel1sol.Después de la Iglesia, toda la creación es arrastrada tras
las huellas de la exaLtación de Cristo. Los textos que hablan de
una compenetración del la Iglesia por Cristo afirman también la
influencia de la glorificación del Salvador sobre la creación entera:
«Nos dará a conocer el misterio de su voluntad... de recapitular
todas las cosas, en Cristo, las de los cielos y las de la tierra» (Eph 1,
9 s; cf. Col 1, 20).
La Iglesia se encuentra en el mismo foco de irradiación de
Cristo, identificada con el cuerpo de Cristo relsucitado, re:ceptáculo
perfecto de la gloria divina, pem esa luz se difunde más allá de
los fielles. Cristo «subió sobre todos Ilos cielos para llenar todas
las cosas,» (Eph 4" 10), a fin del penetrar con «su presencia y su
acción hasta el último elemento de: l:as cosas» 59. El apóstól reserva
el título de oabeza a Cristo, princip[o de vida para los fieles, y la
designación de plenitud a la Iglesia colmada de esa vida. NOIobs-
tante, 00 un sentido diferente pero real, el Señor «recapitula» toda.
la creación y la «coJma» de su gloria.
El universo debe esta suerte a sus relaciones con la Iglesia. Ésta
es el pler'Oma por eiXcd'encia,contiene al mismo Cristo, es su cuerpo,
el foco de irradiación. Toda 'la dynamis del resucitado, que .se
desborda sobreiel mundo, se encuentra primeramente em las Igle-
sias:: «Ella ,es la plenitud del que lo realiza todo 00 todos» (Eph
1, 23). La gloria derramada fuera de: ella es la irradiación de: su es-
plendor.
HI apúslol! Io afirma en términos expresos: Ia creación tomará
parll~ «cnla gloria de la libertad de los hijos de Dios» (Rom
X. 21) cuando sean glorificados 1015 cuerpos que la ligan a los fides
y a Cristo. La corrupción, bajo la cuall gime y de la que será
librada, es de rraturaleza física; pemes tal la sobriedad del telXto,
ti lIl.l una liberación que se opere en el cuerpo del hombre parece
bast'ar para apaciguar el llanto de: las cosas. El hecho de que
la creación esté reoonciliada con Cristo glorioso y no lo esté aún
por razón ded cuerpo mortal de los otros hijos de Dios, prueba
que ,el mundo material encuentra su liberación en d cuerpo de
Cristo y deil hombre.
En consid'eración a la apocalíptica judía y cristiana" a la que
parece referirse el apóstol (v. 22), no se ha de reducir esta inter-
pretación hasta rehusar a la naturaleza el participar por sí misma
en la libertad de los hijos; eil concepto pautino de libertad es
bastante flexible para adaptarse a la criatura material 60. Ésta es ab-
sorbida en (de;) 'la gloria de los hijos.
¿En qué medida? En la med'i:dade su unión con el cuerpo de
Cristo y con la Iglesia, pero esta medida nos es desconocida. Pues
el hombre de la resurrección no será ya terreno ni se alimentará
de la tierra. Enraizado en Cristo, se alimentará del Espíritu. Vere-
mos a la naturaleza dependiendo del hombre cristiano; el mundo
dará vuelta: el hombre, que es su cumbre, será en Cristo al mismo
tiempo su raíz, porque Cristo glorioso es en todas las cosas la
cumbre yel principio.
Así culmin'a 'en ·el universo la segunda creación inaugurada en
la resurrección y desde entonces acabada en Cristo. La historia,
que transcurre desde la primera génesis deil mundo, llega en el
mundo a la p[enitud de los tiempos que había ya alcanzaido en
Cristo.
ElS'ta\'Segundacreac:Íiónprolonga aa primera, silendo el cuerpo
de CrÍisto su punto de unión. Partiendo de la formación del uni-
\éerso material, pasando por el hombre, reduciéndose progfesiva-
mente hasta: la cumbre de la humanidad que es Cristo, la historia
de la s~lvación vuelve a partir desde este punto, ensanchándose
siempre hasta ver de nuevo creado ,el universo entero a través de
los hombres. En el centro de !la historia está el cuerpo de Cristo,
cuya muerte es para el mundo mortal el vértice y e~fin, cuya gloria
le::> para ellmundo nuevo la raíz de su novedad. Este cuerpo consierva

(,o. La libertad paulina no se identifica con el libre arbitrio. Los hijos de Dios son
lihrcs porque se han librado de la carne de pecado y de su servidumbre.
en el costado la llaga de su transfixión, en la cuaJl la creación
es inmolada y consagrada 61.

En la parusia se pronuncia con sentencia definitiva la justicia


de Dios en el Señor Jesús.
Dios inauguró una oreación nueva en la resurrección de Jesús"
y al mismo tiempo abrió el proceso del mundo. Porque cl prin-
cipio de la vida nueva, introducido por la resurreooión. no es otro
que el Espíritu, justicia de Dios al mismo tiempo que s:aJludde

61. En este capítulo se plantea una cuestión que preocupa a los espíritus modernos:
el trabajo humano y el progreso ¿están encaminados al mundo venidero? La teología del
NT parece imponer estas distinciones:
a) «Entre 1" aportación del hombre y el reino, discontinuidad ontológica absoluta, si
no consideramos en el hombre (en su trabajo y en el progreso de la civilización) más que
a él mismo» (L. MALEVEZ, La vision chrétienne de I'hi~toire, «Nouv. Rev. Théo1.» 71
[1949] 257). A este propósito, como piensa K. Barth, la venida del reino es un «aconte-
cimiento trascendente, de una incidencia vertical tota!» (cf. L. MALEVEZ, a.c., p. 258 s).
Los dos planos son diferentes: el espíritu por una parte, la carne por otra. Y para con~
vencerse de ello basta leer 1 Cor 1, 19-31.
b) Y, sin embargo, la civilización puede vincularse al mundo venidero. Efectivamente,
la existencia terrena del hombre se prolonga en el reino, si por la caridad del Espíritu
contiene ya en sí misma el siglo futuro. Entonces, por todas sus manifestaciones, está en
camino hacia la resurrección, a la que no llegará, empero, bajo su forma terrena.
Por tanto, el mundo actual se liga al mundo futuro en el fiel, y solamente en él. El
trabaj o terreno puede contribuir a edificar la ciudad futura, no por sus realizaciones, sino
únicamente por la caridad que en él domina. Trabajo y progreso figuran en el plano cris-
tiano del mundo, porque son una exigencia de la caridad. Pero, fuera de ella, por causa
del pecado inherente, la evoluci6n de la naturaleza humana se desarrolla sobre un plano
de deslizamiento hacia una muerte segura que alcanza a cada instante; pues el hombre no
es librado de su pecado y de su absurdo sino en Cristo, en quien encuentra la plenitud
humana.
El beso en las repugnantes úlceras de nn leproso dado por un cristiano de otros tiem-
pos, estaba más cerca del gesto redentor y era más rico en fuerza del reino, que cualquier
intervención de la actual ciencia humana animada por una caridad más deficiente.
En resumen, el esfuerzo de la civilización puede preparar el reino, pero en cuanto disR
pone al hombre para él. En el hombre y mediante la caridad, entra e! mundo en el siglo
de la resurrección. En una palabra, el reino mismo, levadura en la masa, es el que por la
caridad del Espíritu mueve hacia sí la realidad terrestre.
e) El papel de! reino no se reduce a una aportación de la caridad a una historia de
los hombres que fuera autónoma en sí misma. Parece que todo progreso verdadero, todo
ascenso espiritualizante de la humanidad, se halla en dependencia del reino. Dos datos del
NT son favorables a esta afirmación: 1) El último dla la acción de Cristo se impondrá
soberanamente al mundo entero, hasta tal punto que incluso el hombre pecador resucitará
por la fuerza del reino; por el hecho mismo se puede pensar que la acción de Cristo afec-
taba ya anteriormente a toda la realidad humana. 2) La acción del Cristo escatológico está
ya presente en el origen de las cosas (d. supra, p. 142). Esta acción, siendo creadora de
todas las cosas, sitúa a toda la humanidad y a la historia bajo la dependencia del Cristo
escatológico, tanto más que esta acción apenas si puede concebirse sino a la manera de una
atracción creadora que mueve todo hacia el pIeroma que es Cristo.
Pero así como el hombre pecador, aun resucitando e! último dla por la virtud glorifi-
carlora de Cristo, contrarresta esta virtud y convierte en muerte todo 10 que en si es vida,
así también se concibe que el progreso pueda convertirse en la ruina del hombre. Tal
sucede cuando se niega el hombre a referir todo al reino por la caridad.
los hombres. Desde entonces los hombres se dividieron ya para la
justicia, ya para la condenación. Los fieles·fueron recreados en el
Espíritu, juzgados con una sentencia de justicia vivificante. Los
demás permanecen en la carne condenada a ~a muerte.
¿Coincidirá el final de este proceso con el término de la acción
oreadora de Dios en una plenitud de, resurrección, afirmándose
hasta en la última sentencia la unión de ambos poderes, de justicia
y de resurrección? ¿Coronará el juicio final esa acción resucitadora
de dohlle efecto que: justifica y condena, o hay que considerarlo a
la manem de un juicio humano que, previo un sumario judicial, se
pronuncia sobre e:l mérilto o demérito, y determina la retribución?

Cuando Cristo, para cerrar su profecía escatológica y toda su


predicación pública, pinta e:l cuadro del juicio fina], amplifica con
dimensiones cósmicas los elementos de: un enjuiciamiento humano.
La convocatoria del género humano, la presencia de Hésesores,el
sumario juUicial, la separación de buenos y malos,. el fallo de la sen-
tencia y su motivación, nada falta aeJSta ilustración popular, ni
Sliquiera el trono del juez.
Pero los sinópt1icos:sitúan el juicio más comúnmente fuera de
toda adaptación a ningún proceso humano. En las parábolas de la
parusía,el juicio se efectúa con la admisión de unos, en el reino
y la expu~ión de los otms (Mt 22, 11-14; 24, 45-51; 25, 1-13). El
diiscurso escatológico prescinde de todo aparato judicial: «Enton-
ces estarán dos en e:l campo, uno será tomado y otro será dejado.
Dos molerán en Ila muela, una será tomada y la otra será 'dejada»
(Mt 24, 408<).Unos !son admitidos en el reino (d. 24, 31), otros
son rechazados. Y dI juicio se pronuncia por el hecho mismo de
haoerrse justicia.
Más. aún que en d procedimiento judicial humano, hallamos una
analogía de este juicio violentamente realista en 'las anticipaciones de
la pa:tusía a través de la historia: en las grandes discriminaciones
para la perdición o para la salvación, ta!les como la destrucción de
JerusaJén y la implantación dell reino, en cuyas perspectivas Jesús
mismo vislumbraba el gran día. También Juan Bautista concebía
el juicio mesiánico como la ejecución de la justiicia. Concentraba toda
la 'actividad mesiánica, desde la venida inminente de Cristo hasta el
juicio final,. en !la alegoría del que, bieldo en mano" limpia su era
recogi,endo .€i] trigo para su granero y la paja para el fuego (Mt
3, 12). Veía tamb~én a Cds'to que bautizaba al pueblo en el Espí-
ritu yoo el fuego, sum:errgiéndolo ~n aquel principio divino que
santifica a. unos y devora a. otros: una actividad judiciaria y UIl
juicio realizador.
Aunque Mt 25, 31-46 lo asemeja a un proceso espectacular,
el juicio mesiánico de:!mundo es, pues, para los sinópticos a~gomás
que una disputa judiClialseguida de una sentencia; es una actividad
eficaz del Me'Siasque introduce a unos en el reino y rechaza a
otros, según sus méritos.
En la doctrina del cuarto evange:lio,el juicio fina:1está íntima-
mente unido a la sentoocia dictada aquí abajo 00 cada hombre,
según la respuesta que da a la palabra de Dios. La justicia final
está presente en esta vida, precaria, pero íntegramente, y se despQie-
ga en la otra. La fiel adhesión de:! hombre a la pa:labra del Hijo
contiene la sentencia favorabk; la incredulidad, por su parte, lleva
en sí el veredictol y la pena (3, 18; 5, 24). Para eL fiel el juicio
coincide con su resurrección a la vida nueva,. de suerte que no
hay juicio al que preceda una resurrección,. siino una resurrección
en :la que está el juicio. «El que escucha mi palabra y cree en el
que me envió, tiene la vida eterna y no es juzgado, porque pasa
de la muerta a la vida» (5, 24). El poder de vivificar y el de juzgar
están tan unidos, que parece que el uno se ejerce por el otro: «Como
el Padre resucita a los muertos y ~esda vida... así ha entregado al
Hijo todo el poder de juzgar» (5, 21) 6"2.
Tales afirmaciones generales, válidas en la vida tertestre, se
repiten 00 los versículos siguientes, pero con un alcance restrin-
gildoa[ último día: «Así como el Padre tiene la vida en sí mismo,
así dio también al Hijo tener vida en sí mismo; y :le:diol poder
de juzgar por cuanto :El es: el Hijo del hombre'. No os maravi-
lléis de esto, porque llega la hora en que cuantoiSestán en 10's
sepulcros oirán su vorz.Y saldrán los que han obrado el bien para
la resurrección de la vida, y los que han obrado el mal palra la
resull'reccióndel juicio», esto es, de la condenación (vv. 26-29) 63.
Cristo pronunc:ia la sentencia del último día porquel es e:l Hijo
del hombre,e:l Salvador escatológico que recrea el mundo para
Dios.
El juicio final no e:s sino el últ~mo delsteillodel e~erc:iciodu-
radero de su poder de vida y de justicia, la conclusión del proceso

62. El y6.p, repetido en cada versículo desde el 19, prueba cada vez la aJirmaci6n pre-
cedente. El Hijo resucita a los muertos porque tiene el poder de juzgar.
63. Traducimos «para una resurrecci6n de condenación», y no «para una resurrección
que conduce a la condenación». En la expresión «resurrección de vida», el genitivo indica
la naturaleza de la resurrección. El fiel resucita a la vida en el sentido sanjuanista de la
palabra; el incrédulo resucita a la existencia de condenaci6n.
de sepaI4aciiónque produce desde aquí a:bajo. mediante una acción
única,. la vivificación o la obstinación en la muerte:.
Cristo juzgará a los muertosdespertándolos a la vida según
una do~eresurrección. Los fieles no serán juzgados, como tam-
poco lo fueron en la ti,erra, Isino que pasarán de la muerte a la
vida: «Resucitarán para una resurrección de vida.» La condena-
ción del irrcrédulo se verificará por compIetoen su resurrección:
«Riesuciltará para una resurrección de condenación.» Dal1i~dhabía
anunciado una resurrección para la vidaetema y un despertar pam
mavergüenza y la 'reprobación (Dan 12, 2).
Jesús no reconoteen si la misión de juzgar (de condenar) (12,
47), sino de traer una salvación a la que el hombre puede sus-
traerse para su desgracia. Por 10 tanto, toda resurrección es el
efecto de una fuerza de vida y de salvación, cuyos efectos salví-
ficas pueden ser contrarrestados por la resistencia humana. El
hombre no resucita a la vida de otro tiempo, la creación primera
queda superada y la historia no retrocede. Desde la resurrección
está en camino hacia un mundo nU'evo. Como príncipe de :los tiem-
pos de salivación que aparecen al final, 'el Hijo del hombre impone
a todosunae:xistencia nueva (17, 2). La resurrección es cl efecto
de un pdder vivificador, pero en algunos no alcanza su término;
queda insatisfecha,. en negación completa de sí misma: una vida de
desesperación esencial, la segunda muerte (Apoc 20, 6).
Los datos paulinos son compilejos. ElapóstOl1 no se desdeña
de incluir en el repertorio de imágenes apocalípticasla trompeta de la
convooatoria judiciaffi(1 Thes 4, 16) Y el tribunal donde se agclpa
1a muttitud humana (Rom 14, 10; 2 Cor 5. 10). Pero el aparato
escénioo es sobrio. Para llegar a la grandiosidad de la acción divina,
cuyos efectos describe el apóstol, hay que sobrepasar toda analogía
humana. El gran proc:esol no se desaI4rolla sobre un plano jurídico,
con un sumario, una discus!ión, un veredicto. La jU'sticia de Dios
eS una fuerza que se impone (Rom 1, 16 s); el poder judicial es
un atributo del s:ofiorío del resucitado, quea:ctúa físicamente sobre
todas ,·la8cosas, ,con poder.
Todo es rea:lismo en la ejecución de la justicia final, lo mismo
que en 'la justificaoión primera deil hombre. La sentencia no sólo
es una comprobación y un veredicto; es un fuego" una realidad no
material y, sin embargo, una realidad. El fiel trabajador del templo
de Diols sale §lorificado del fuego que atraviesa; el obre:ro mediocre,
que ha empleado en la edificación materiaJles miserables. sufre su
daño. El juicio t's, pues, un fuego que hace justicia por sí mismo,
una acclOn operante de la justicia divina (l COI' 3" 13-15). La
sentencia entrega a unos a la venganza (2 Thes 1, S) Y concede
a otros la salvación (l COI' 5,. 5). Esta salvación del último día
(Rom 13, ll; 1 Thes 5, 8 s), que se realiza en la resurrección
integral, es un efecto de ,la justicia, ya que contrasta con ~a ira
del juicio (l Thes 1, 9; Rom 5, 9). «En el1día de la ira y de la
reveilación del justo juicio,», Dios dará a cada uno, según la ba-
lanza de sus obras, l!a vida eterna o la cólera (Raro 2, 5-S); cada
uno «recibirá [del tribunal de: Cristo] según 10 que hubie:re hecho
viviendo en ell cuerpo» (2 COI' 5, 10). Entonces el justo juez con-
cederá ~a corona de: justicia (2 Tim 4, S), el premio de ia vocación
que se identifica con la gloria de la resurrección (Phil 3, 11-14).
Si este re:a:lismode: los efectos del juicio no es ilusión" los des-
tinOlSde :los:fieles no se cumplen antes de la sentencia, ni su resu-
rrección ia precede,. sino que coincide con eHa, a menolSde admitir
una I'elsurrecciónintermedia en un cuerpo sin gloria, en el que
compalrecerían ante el juez para la última recompensa, resurrección
que dersconoce el apósto[. De e,sta suerte Cristo: «Juzgará a los
vivos y a los muelrtOlS,» (2 Tiro 4, 1; Ac 10, 42; 1 Pertr 4, 5), a
los que vivan aún 'en tiempos de la parusía y a [os difuntos. Muertos
o viviendo todavía en la carne:, todos los fieles serán transformados
en eil poder de este juicio: los vivos por una 'exaltación a la vida
(l COI' 15, 51 s), los muertos por una resurrección a la vida 64.
Esta coincidencia del juicio con la resurrección nunca selafirma
expdícitamente; se impone a la reflexión como una conclusión de
los datos paulinos. La idea debía estar latente en el pensamiento
del apóstol. En ninguna descripción del día (l Thels 4, 15-17;
1 Cm 15, 23-2S) aparecen. como acontecimientos sucesivos la resu-
rrección ye/l juicio. Después de 'la tesurrección «es.eilfin», la acción
señolrial de Cristo ha alcanzado sus objetivos.
La identificación práctica dd juicio y de la resurrección res-
ponde a[ conjunto de ia doctrina paulina sobre la justificación. En
su üirigen la justificación del hombre se identifica con la feisurrec-
oión inidal; presenta un aspectO' judicial, pero se realiza en una
transformación física. Esta realidad, única" pero con dos caras,
tiende 00 un solo movimiento hacia un término único, 'en el quel se
consuman slimultáneamentela justificación y la resurrección.
En el bautismo,. cl hombre es justificado con vistas a la sal-
64. Si separamos el juicio de la acción justificante, hay que admitir una de las hipó.
tesis siguientes: Dios juzga a los muertos o antes de su resurrección, o después de una
resurrección a la vida natural - dos hipótesis inadmisibles -, o bien después de la resu-
rrección a la vida eterna, es decir, después de la ejecución de la sentencia.
vaaión finallen el día dd juicio, y resucita con vistas a [a redención
total en el día de la resurrección corporal. Esta justificación se
desarrolla progresivamente a través de la vida, al mismo tiempo
que se despliega la fuerza de la resurrección. Hemos de creer que
ell acto divino de: la justificación y de la resurrección, único en su
principio yen su desarrollo, permanece único en su término, según
el pensamiento deil apóstol. Failt'a una afirmación explícita, pero el
siguiente texto la sugiere: «Con mayor razón, pues, justificados
ahora con su sangre,. seremos por Él salvos de la ira. Porque si,
siendo enemigos de: Dios, fuimos roconcilliados con Él por la muerte
de su Hijo, mucho más" reconciliados ya, seremos salvos en su
vida» (Rom 5. 9 s). La salud final que cierra el proceso de ¡la jus-
tificación primera (v. 9) se operó en la vida gloriosa de Cristo
(v. 10), con la participación en su resurrección.
La resurrección de los pecadore:s, que conoce el apóstol (Act24,
15), no entra en el ámbito visual de las car1Jas. Se ignora si la
consideró como un efecto de 'la justicia del último día. Bero el
conjunto de la doctrina permite reconocer en ella la exclusión
total deJ reino de Dios y la manifestación de esta reprobación. El
pecador está andado en esta sarx que impide el acceso al remo,: «La
carne y la sa:ngre no pue1denposeer el reino de Dios, ni la corrupción
heredará ¡la incorruptibilidad» (l Cor 15, 50). La incorruptibilidad
y la corrupción son también sinónimos de vida y condenación eter-
nas (Gal 6, 8), de modo que en 'el día deil Señor únicamente la
existenciaell1 la corrupción, en la sarx que no es animada por
el pneuma" revelará una reprobación eterna. Las dos justicias, de
salvación y de condenaoión, se desarrollan paralelamente hasta la
resurrección final: «Quien sembratel en ,la carne, de la carne cose-
chará la corrupción [la "perdilCióndefinitiva,. por oposición a 'la vida
etmna", Lagrange:]; pero quien s1embre: en el Espíritu, del Espí-
ritu cosechará la vida eterna» (Grul 6, 8). Una resurrección en la
carne coloca al hombtel para Is,iempre:bajo el sello del pecado" man-
tJeniéndolo fuera del alcanoe del Espíritu de Cristo; condensa en
sí misma la sentencia de: reprobación.
Cuando, en eil drama del juicio fimil, se ha 'deducido ~a parte
correspondiente a la moraleja apoca,líptica tradicional, quedan como
elementos establ:es la aparición del Señor, la separación de buenos
y de malos, 'la manifestaoión de las conciencias, la reltribuoión. Todos
osose:lementos se dan en Ila resurrección, en Ila de: !la gloria y en
,la de :Ia corrupción. Por el 'contrario, un juicio que se desarrolla
cuando los destinos de todos están ya decididos, no' es más que
una exhibición, un alarde de lujol sobre un juicio lleno dClrealismo
y ya fallado. ¡Otra cosa muy distinta es aquel juicio final, predicho
por los profetas, Cristo y los, rupóstoles,.aquella gran amenaza y
aquella gran esperanza,. fuego, de la ira y gloria de l1asalIvación! En
Ia noción dClldía, :1aparusía y ,la acción justicie~a de Dios a trav~
de Cristo están unidas hasta confundirse 65; y lo mi'smo la parusia
y la acción resucitadora de Dios en Cristo: Los tres: parusía, re-
surrección y juicio, forman no las tres escenas del último acto de
la redención" sino su única y grandiosa escena. Ya el misterio pas-
cual había sido acción relsucitadora, presencia, juicio; ahora bien,
!la parusia finail no es otra cosla que el misterio pascual en la pIe-
nitud de sus 'efectos.
No solamente Ios hombres serán juzgados. EL mundo y las
potestades angélicas que lo dominan habían sufrido un juicio des-
pués de la resurrección del Crisito, por el hecho de tal resurrección
La justicia de Dios había penetrado en el mundo\ había transfor-
mado a Cristo, yen esta tmns{orrnación había condenado todo lo
que se había sustraído la~a acción justificante de: Dios en el Sal-
vador. El último día prorrumpe, con toda su vehemente energía,
e:l poder justiciero de: Dios; pero se revela erre}, cuerpo e:c1esialde
Cl1isto. Juzgada en la acción re:sucibdora, que para sí es esencial-
mente una justificación 66, la Iglesia juzga al mundo y a los ángeles
en la transformación que1experimenta. En ella e[ universo recon-
ciliado sel yergue en la¡ justicia; pero todo 'lo que queda fuera de
ella y de su irradiación es arrojado al [ugar del la ira. La justicia
de la Ig11esiajuzga. al mundo (d. 1 Cor 6, 2 s).
No hay más que una resurrección, la de pascua, de la que la
Iglesia part~cipaen la pamsiao Asimismo. no hay más que un juicio
en el que se justifica e[ hombre y son condenados el mundo y su
príncipel: dI juicio que se falla en 'C1misterio pascua:l y que surte
todos sus efectos cuando la Iglesia está enteramente incluida en este
miste!rio.
Con la rCIsurrecciónde: los fieles, «la eficacia de su omnipotiente
virtud, que Dios ejerció en Cristo, re:sucitándole de entre los muer-
tos» (Eph 1, 19 s), alcanzó sus últimos objetivos. El misterio pas-
cual se impuso a:l un~ve'fso.
Ta:les el ardiente deseo de !10sfieles. ¡Ven, Señor Jesús!

65. La «venida» de Cristo aparece desde el principio como Un juicio (Mt3, 11 s;


10h 9, 39)o

66. Esta acción justificante puede ir acompañada de una pena para quien se halle man-
chado de imperfecciones en la parusía (cfo 1 Cor 3, 15) o
LOS MEDIOS DE EXPANSIÓN
DEL MISTERIO PASCUAL
Para extender fuera de sí la Iglesia fundada en su cuerpo, y
para conducirla a l1aplellitud de la redención, el Cristo pascual se
equipó de órganos capaces. de desplegar sobre los hombres el mis-
terio de pascua.
Durante su vida terrena predi:caba y, por un contacto sensible,
hada que los hombres se beneficiasen de 1a dynamis salvadora de: su
cuerpo. Apenas estuvo dotado de plenos poderes mesiánicos, dejó de
predicar, cesó d contacto (Mt 28, 20). Ala vez que abandona el
mundo, queda en él presente bajo otras especies para salvado. En-
tró en una eiXisterrcianueva, distinta de (la del mundo y de la Igle-
sia terrestre. Para hacerse oír de los hombres. y actuar sobre ellos
de manera connatural, se vale de órganos terrenos que hacen siensi-
bIe su presiencia.
Entre los medios de ap1icación de <dafuerza de ~ resurrección»,
distinguimos aquellos por los que el Cristo pascual se comunica
-los apóstoles y los sacramentOlS- y aquellos otros mediante los
cualels los fieilesse alsemejan a Cr~sto; la fe, el'esfU'erzo!de adapta-
ción moral a la muerte y a la resurrección, Ia aceptación del sufri-
miento y de la muerte.

En los sinópticos, la institución del apostolado parece haber al-


canzado su perfección desde la vida terrena de JesÚ's: el colegio de
los apóstod1esqueda constituido, sus miembros encargados, de una
misión y dotados de poderes (aunque si se observa atentamente parece
que estaban todiavía 00 los primeros umbrales del apostolado).
Mientras el Maestro está 00 medio deello:s, no comienza su ver-
dadera :miJsión.Jesús distingue en el apostolado dos fases netamoote
definúdas. La primelra se desenvuelve en un tierritorio limitado: «No
vayáis a los gentiles, ni entréis en ciudad de! samaritanos; id más
bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10, 5 s). Los
docel se pon~n en camino como buenos hijos sm preocupaciones, ar-
mados solamente de la confianza en Dios (Mt 10, 5-15). Esta misión
dura algunos días o, [o más, algunas semanas. Los apóstoles no dan
testimonio sobre tia persona de Jesús ni sobre la venida del reino;
son predicadores de penitencia y pregone:ros del reino que se acerca
(Mt 10, 7). Jesús 'los pertrecha de poderes sobre lbs demonios y de
una dynamis de curación (Le 9, 1); pero los poderes !espirituales y
la autoridad sobre la Iglesia se 'los promete pa¡ra el futuro (Mt 16,
18 s; 18, 18).
Una Isegunda fase llervará el}mensaje apostó'iíco a todas las: na-
ciones y conducirá a los apóstoles ante los tribunales: de los reyes
paganas (Mt 10, 18; 24,. 9; Me B. 9 s). La ~sióilJ toma un giro
trá~co. Ya n!o es el idilio apostóliCO'de los primeros días; en ade-
iante la senciUez de la paloma debe cambiarse por la astucia de la
serpiente (Mt 10, 16) 1 y. sien otro tiempo no era preciso llevar un
bastón, ahora d que no tenga espada venda su manto y compre una
(Le 22, 35 s).
La entrada de Jesús en la gloria señala el principio de esta nue-
va fase.
Después de su resurrección, Jesús da a los apóstoles una nueva
orden de misión: «Me ha sido dado todo poder ,en el ci!e1oyen la
tierra. l1d,pues, y enseñad a todas las gentes» (Me 28, 18 s).
Esta vez los límites dell apostt)tlado se siÍtúanen ~as,fronteras dell
mundo. JelSús insiste en esto varias veoes (Me 16, 15; Lc 24, 27).
Esta meta universal especifica ~a naturaleza de la misión, distin-
guiéndOlla det 10lsensayos apostólicos anteriOl:¡;es,de objetivo esen-
cialmentet limitado.
Muchos críticos 2 descubren en esos textos universalistas una
1. Mt 10, 16-23 no es continuaci6n de Mt 10, 5-10. Una perícopa contiene reco-
mendaciones para la misión galilea, y la otra para la misión después de la pasión. La
naturaleza de las recomendaciones y la comparación con Me 13, 9-13 dan fe de ella. La preo-
cupación por la síntesis que caracteriza al primer evangelio condujo a Mateo a unir am-
lias perícopas.
2. Como Strauss, Wellhausen, Harnack, J. Weiss, Loisy ... siguiendo a Reimarus
(1778).
influencia paulina, pero sin razón. Si' ell apostolado se transforma,
els porque etVo~uciornaernCristo que muere y resucita. Jesús relacio-
na la extens,ión de los fines apostólicos con la pasión y con la glori-
ficación: «Está 'escrito que Cristo debía padecer y resuoitar ... y que
se predicaría en su nombre la penitencia y la remisión de los peca-
dos a toidas ,las naciones,» (Le 24, 46). En otro trompo «no era· en-
viado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israeib>.Consa-
grar a 'los gentiles una parcela de [a actividad adaptada a este fin
restringido, Limitada en sí misma" era quitar a los hijos una parte
de su pan (Mt 15, 26) 3. La misión gaLi:leade los doce dependía de
ese poder precario, mientras que el apostolado universal 'está ligado
a una dynwnis iHmitada: «Todo poder me ha sido dado. Id, pues,
predicad.» La jurisdicciónillimitaida de los apóstolescorrespon'de a
la de Cristo, constituido Señor universal.
La resurrección impone a la predicación un tema nuevo. El Cristo
terreno 1:I'abÍapredicado: «El reino está cerca», y los apóstoles ha-
bían repetido la nueva. Ahora los apóstoles son los heraldos de una
salvación ya realizada (Mt 16, 15 s). La persona de Jesús, antes si-
lenciada, ocupa ahora elc:entro dell mensaje y exige ide los apóstdles
un compromiso pe[iSo!l1'aJ con Cristo (Mt 10, 32-35); la penitencia
seevd!ge en su nombre, yen él se comunica la remisión de los peca-
dos (Le 24, 47).
Cristo mue:rto y resucitado forma e1contenido dd kerygma:
«Vosotros seréis testigos de estas cosas» (Le 24,48). Hace ya tiem-
po que Jesús lo habíía anunciadbl: «Una gooerac:ión mala y adúltera
busca una señaJ., pero: no le será dada más señail que la de Jonás ell
profeta» (Mt 12, 39; 16, 4).
Se duda en definir la naturaleza de la «señal de Jonás», deter-
minar en la historia maravillosa del profeta el episodio que Jesús
pretende realizar y que autentica su misión 4; ¿es su sacrifioio vo-
luntario, su supervirvenci:amilagrosa O'su éxito tan prodigioso? Pro-
bablemente, todo eso a la verz. «La seña!l de Jesús constituye los
rasgos esenciaJes del destino de Jesús, que apareoen diluidos en
ílosdestinos del vie1jO'
profeta ... Pero ,en esta señal misma, el episodio
3. La influencia mesiánica de Cristo terrestre, limitada por la carne, se extendía a
todo lo que le rodeaba en tiempo y lugar. Consagrar una parte de esa actividad a los gen.
tiles era privar de ella a los judíos.
4. l\1aldonado y muchos criticos consideran la «señal de J onás» como un argumento
de condenación de los judíos, pues permanecen incrédulos, mientras que los ninivitas ha-
bían creído en un profeta roenor. Jesús rehusaría, pues, conceder un signo cualquiera
destinado a autenticar su misión. Pero si Jesús no accede al deseo de' los judíos en la
forma exigida por ellos, es evidente que promete una señal capaz de acreditado. El ejem-
plo de la reina de Sabá confundirá también a los judíos (Mt 12, 42); y, sin embargo, no
hay problema sobre la «señal de la reina de Sabá».
más salionte, en torno del cual se cumplirá la gran partición durante
la gOllClraciún apostólica, es el mensaje de la resurrección, eil Hijo
dCII homhre en eilcorazón de la tierra tres días y tres noches, y Jesús.,
IlUOVO .J onás,eseapa de las sombras de la tumba y de los Iazos de la
l1luerle:» ['.
El texto de Lc 11, 30 abarca todo este compLejo pensamiento:
«Como fue Jonás señal para los ninivitas, así también [o será el
Hijo de!!.hombre para ,esta generación.» Semejante a «Jonás, inves-
tido de la aureola del milagro» 6, predicador de la conversión O' del
la ruina, aparecetá d Hijo del hombre resucitado del entre 106
muertos,. como una enseña enarbolada en medio de: Israel.
La señal de Jonás no es sólo un hecho,. como tampoco la predi-
cación ni la resurteceión. Cristo, resucitado predicando al mundo,
es 1a señal del J onás.
Después de 'la tesurrección, Jesús confía a los discípulos la mi-
sión de predicar en su nombre. La señal de Jonás, Cristo resucitado,
se presenta al mundo en la pe1r'S0Ill'ade' los apóstob;:. Llevado por su
predicación, Jesús pasa por la Nínive de las naciones, como pregón
de salvaClÍóny de ruina.
Los apóstoles son los enviados y la presencia de Cristo resu-
citado.

En el relato de los Hechos, el apostolado es inundado comple-


tamente por la luz de pascua.
«Testigo de la resurrección», he ahí la definición de apóstol:
l

«Conviene que uno de esos hombres .... sea testigo con nosotros de
su resurrecciÓn» (1, 22). Toda 'la razón de ser de '1osapóstoles es-
tribaen dar testimonio (2, 23; 3, 15; 5, 32; 10, 41) ante eil pueblo
y ante: los tribunales (5, 29-32) 7. «Daban el te:stimonio de la resu-
rrección,}>(4, 33),e:l testimonio con artículo, el que es propio de la
función apostólica. Con sus apariciones" qU'ería Jesús hacer de ellos
sus testigos (13, 31; 22, 15; 26, 16). No son los maestros de una
doctrina, sino [os pregoneros de: un hecho: «Una disputa entre
judíos sobre: cierto Jesús muerto, de: quien Pablo asegura que vive
5. L. DE GRANDMAISON, Jésus-Christ, París '1928, p. 439 s.
6. LAGRANGE, Évangile se'lon sain-,t Luc, París 1921, p. 337: el milagro «se supone ha-
her sido conocido por los ninivitas».
7. El mártir IGNACIO sabía por qué un ap6stol va a la muerte: «Aun después de la
resurrección, yo sé y creo que Cristo tiene verdadera carne. Y cuando llegó a Pedro y a
..,IIS compañeros, les dijo: Ea, tocadme y ved que no soy un espíritu sin cuerpo ... Y por
eso ellos despreciaron la muerte ... , (Smyrn. 3, 1 s).
(Act 25, 19); todo eso es lo que en ell año 60 un funcionario romano
podía oir sobre la religión cristiana» 8.
Todavía se trata moo,os del hecho de la resurrección, que de
Cristo resucitado mismo. Los apósto~es son los testigos de Jesús
(1, 8; 13, 31) mediante la afirmación de la resurrección. En nombre
de la resurrección toman el partido de Je!sús ante el pueblo que lo
ha rechazado 9. Testimonian en favor Ide su mesianidad (5, 30-32;
10, 42), de su señorío de gracia y de justicia revdadol en la resu-
rrección.
Por formar ellos eft partido del Mesías, atraen sobre si el odio
de sus adversarios,. La revuelta de las naciones cootra Cristo, pro-
fetizada por eil Ps 2,. se idootifica con la persecución suscitada con-
tra los apóstoles (4, 23-30).
Si su titulo de testigos atrae sobreeHos los golpes dirigidos con·
tra el Señor, les, melrece también ia atribución de la fuerza mesiáni·
ca del resucitado. De Él reciben los doce su equipo apostólico, la
dynami'S deil Espíritu, con miras al testimonio (1, 8). La fuerza que
se apodera de los apósto1les es tan impetuosa, que su naturaleza
carnal pierde el 'equ~l'¡brio: «Están cargados de mosto», que alegra
y suelta las lenguas; una fuerza ilimitada adaptada al mundo que
tienen que cooquistar: «Recibiréis la fuerza del Espíritu, que des-
cenderá sobm vosotros" y seréis mis testigos 'en Jerusa~én, en toda
la Judea, 00 Samaría y hasta los confines de la ti!erra» (1, 8). Es·
píritu, dynamú, la tierra entera comoespaC'io del celo apostólico, en
todos esos rasgos. se manifiesta la gloria de Cristo resucitado l0.
El aposto'lado de Jesús mismo había sido consagrado en 'la re-
surrección: «Siendo el primer resucitado de entre los: muertos, debía
pregonar la luz al pueblo' y a los. gentiles.» (26, 23),. Y bendecidos
con la betndición de Abraham (3, 26). Los apósío[es son los, agenties
de la ,salvación que posee Cristo resucitado.
Ellos, son ooviados por Cristo resucitado, obran por su virtud,
son sus testigos ante el mundo y los portadores de su salvación.

8. Christ'lls) Manuel d'histoire des religions, Pa.rís 1913, p. 677. Los atcnienses rle~
cían de Pablo: «¿Qué nos trae ese charlatán? Parece ser un preoicador de rlivillidacles
extranjeras, algún devoto de una nueva parej a de dioses con nombres raros como Jesús y
Anástasis (resurrección»> (cf. Act 17, 18). Este grave desprecio muestra lo qne un audi-
torio distraído podía retener de la predicación de Pablo: hablaba de Jesús y de la resurrec-
ción de los muertos.
9. Cf. L. CERFAUX, Témoins du Christ d'apres le livre des Actes, «Angelieum» 20
(1943) 167 s.
10. Este texto de los hechos responde punto por lHmto a la consigna de misión con-
servada por Mt 28, 18. Pero los hechos precisan: la omnil)otencia cle que se vale el resucitado
en el evangelio es la del Espíritu.
Según el cuarto evangelio, el apostolado varlica en la encarnación
del Verbo de DiOlS: «Como e[ Padre me envió, así os envío yo a
vosotros» (20, 21). Pero durante la vida terrena de Jesús no hay
otro apóstol de Dios sino Jesús mismo. Antes de pascua nadie fue
enviado sino Él; implícitamente lo dice al confiarles la m.i:siónen la
tarde de la resurrección (20, 21).
La fooción apostólica de Jesús se basa en una corrsagración y en
una misión: «Aquell a quien el Padre santificó y envió al mundo ... »
(10, 36). La consagración y la misión se identifican con [a encarna-
ción, puesto que: Jesús argumenta de ahí en favor de su filiación di·
v'Íirra(10, 36). A la milSiónresponde, por parte de Cásto, la venida
a este mundo. El apostolado del Verbal encarnado tien~epor objeto
traer aJ mundo la luz que es vida y salvación; su finaJ:idad no es
juzgar, y, sin embargo, para el mundo incrédulo, la venida del Hijo
constituye un juicio.
Mientras Jesús vive: en eil mundo, se encuentra ligado al ejerci-
cio de su misión. Debe: rendírsele la gloria propia del: Hijo del Pa-
dre. para que ~a vida ,eterna pueda propagarse a toda carne (17, 1 s).
La santificación en la que se foodael apostolado de Jesús pide ser
acrecentada por una nue,va segregación para Dios y una compene-
tración más intensa por parte de la divinidad. Comprobamos, en
efecto, que:la hora en la que desemboca la venida (12.27), en la que
culmina, po1rlo tanto,eil apostolado de Jesús, es una santificación:
«Yo me santifico a mí mismo» (17, 19) 11.
Pero en eil instante de esta santificación el Hijo se ausenta del
mundo (17, 11) y rompe sus ligaduras naturales con él (cf. 20, 17).
La «venida», intensificada en su virtud redentora, pferde el con-
tacto corre! mundo que salvar. Por eso Jesús crea desde su resu-
rrcc'ción órganos, del contacto: los apóstoles que prolongan en el
mundo su propia misión de enviado d~ Padre (20, 21), Y por su
medio realiza aquellas grandes obras que le son factibles por su vuel-
ta junto rul Padre (14, 12).
órganos de Cristo llegados a la perfección de su apostolado,. los
discípulos reciben su investidura por una participación en 'la doble
santificación del Hijo, la de 'la encarnación primera y de la encar-
nación gloriosa: «Santifícalosen la verdad, suplica Jesús. pues tu
palabra es verdad. Como tú me env,iaste al mundo, as.í yo los envié
a ellos al mundo» 12. Y yo por dlOlSme santificor a, mí mismo, para
que ellos. sean santificadOlSen :ta veJ'dad» (17, 17-19).
La santificaci6n de 10s apósto~eses, como 00 Jesús mismo, una
segregación para Dios (v. 14-16) y una consagración. Se realizará en
la verdad y en un medio que lo\s penetre y tranlSforme; verdad que
es la santidad luminosa de Dios. Jesús fundamenta la súp!lica de
santificación en la verdad: «Como tú me enviaste al mundo, así yo
los envío al mundo.» Esta transformación en la luz es neoesaria, ya
que :su misión prolonga :la encarnación, que es 'la venida de la luz.
La consagraci6n de los apósto1lesen Ila santidad de 'la encarna-
ciónes e~ efecto de la mu:erte y de: la resurrección: «Me santifico a
mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad.»)
La Isantificación de CÓ¡sto'se realiza en su muerte: y en su resurrec-
ción,en la inmolacrión y en la ofr1endaal Padre. Ella perfecciona la
consagración inicial, hace brillar aa gloria primera aún humillada
(17, 5). El apóstoll, que: participa en la santificación pascuaJ del en-
viado del Parlre, se une por este: hecho con la primera yesencia'l
santificaoión,. la de la encarnación, que: s'e:ha hecho comunicable: al
miJsmo tiempo que resplandeciente de gloria.
El apóstOll prodonga la encarnación, pero partiendo del instante
en que: 'el Verbo enc:amado a1can¡zóieITpunto culminante de IsU ve-
nida al mundo. Su función es suntuosa. Hará pres'ente entre los
hombres la luz vemida a este mundo; dará a unos la vida y dejará a
otros en medio de 'las tinieblas; será el juez del mundo y lo divi-
dirá en dos, (20, 23). Bl mundo dirigirá contra é:l eJ odio que pro-
fesa a Cristo (15, 18-22).
Comoe:n 'lOISHechos, 'los apárstdles están dotados de la virtud
del Espíritu. El día de la resurrección Jesús «sopló sobre ellolSy les
dijo: Riectbid ell Espíritu Santo) (20,' 22). La presencia del Espí-
ritu sobfle Jesús había sido la señal de 'la santidad filially de 'la mi-
sión de Jesús: «Aquel sobre quien. vieres descender el Espíritu. y
posarse sobre Él, ése ese'l que bautiza en el Espíritu Santo. Y yo
vi, y do~ testimonio de que éste es el Hijo de DiOlS»)(l, 33 s). La
comunicación de esta santidad y la transmisión de ese poder van
acompañadas de un don del Espíritu. Más todavía, la efusión mis-
ma del Espíritu es la que crea a los apóstOl}es.En el cuarto evange-
lio Jesús sude comentar por adeJ.anfado sus:acciones 13. Ante 'el ciego
de nacimiento declara: «Yo soy la luz del mundo», y, dicho esto,
ilumina. los O~OIS del hombre. A 10'18 discípulos anuncia: «Como el
Padre me envió, y así yo os envío», «y diciendo esto sopla sobre
dIos» CI1 Espíritu Santo, como en otro tiempo Dtos había inspirado
un soplo, 'de vida en e[ rostro del hombre.
Del seno de Jesús brota el Espíritu, de su humanidad corporal,
cuya solla gloria forma un principio espiritual (7.37-39). He ahí por
qué ¡la consagración de 101Sapóst:01es requiere previamente la con-
sagración pascua] de Cristo: «Yo me santifico a mí mismo, para
que tambliéneUolS sean santificadolS..»
Espíritu del santidad y de verdad, el pneuma puede «santificar
en la verdad», según}a petición 'de Jesús 14.
Nacido de la muerte y de;[a resurrección, el apóstol lleva la im-
pronta del sacrificio. Esos hombres son ofrendas de Dios. sustraí-
das al uso profano del mundo (17, 16). Permaneciendo en el mundo,
son trasladados con Jesús a la santidad de[ Padre.
Se puede decir que los apóstoks son la prolongación y los obre-
ros de la encarnadón redentora. Ellosl son los sarmientos; por dIos
da fruto ,la vid (15, 8).

A san Pablo le corresponde ell honor del apostolado, como él


djce, por el mismo titulo que a los doce: PO[" el título de la resu-
rrección del Jesús.
a) El antiguo fariseo no vio a Cristo según la carne y, sin em-
bargo, cumple la condición esencial de[ apostolado: «¿No soy yo
apóstol? ¿No' he visto a Jesús nuestro Señor?» (1 Cor 9, 1; cL 15,
8 s). Cerca de Damasco asistió a la fulminante «apocal~psis» del
Señor. Tuvo ,la experilencia decisiva, vio con sus ojos a Cristo glo-
rioso, la gran manifestación de:l Hijo del hombre y comprobó el ad-
venimiento del fin de los tiempos. A [os ojos de san Pablo, ell acon-
tecimiento de Damasco era una vocación más que una conversión
(Oa! 1, 16) 15.
Más de quinientos hermanos vieron a Cristo glorioso, sin poder,
empero, aspirar al título de apóstol; luego la cuwJlidadde t:elstigoes
14. San JUAN CRISÓSTOMO, Ham. in Ioh., PG 59, 443, comenta 17, 17: «Santifíealos
por el rlon del Espíritu y la verdadera doctrina.»
J 5. Cf. L. CERFAUX, L'wtinomw paulinienne de la vie apostolique, «Rech. Se. Rel.»
3') (1951) 224 ss. J. GIBLET, Saint Paul, serviteur de Dieu et apotre de Jésus-Crist, «La
Vic Spir.» 89 (1953) 246.
sólo la eocigenciaprelvia. San Pablo se:benefició, además, de una vil'·
tud divina que actuó en la resurrección de Cristo. Los gálatas dis-
cutían a su apóstoleil derecho de parangonarse con los doce. Con
un ISaJludolacónico que descubre su descontento, san Pablo se de-
clara «apóstol no de hombre: ni por hombre, sino por Jesucristo
y por DibS Padre:, que le resucitó de: entre los muertos» (Gal 1, 1).
Su consagración al apostolado es debida a Cristo, y depende, a tra-
vés de: Cristo resucitado, de la acción resucitadora del PadI'e. La
i'nsinuacióne:s balstanre clara, preciisa,: d apolstbllado es ell efecto de
la resurrección; una gracia de Cristo resuoitado (Rom 1, 3-5), un
cargo come[1ido por orden del Dios salvador y del Cristo parusíaco
(1 Tim 1, 1). De ahí elldc:recho de igualdad de \san Pablo con los doce.
b) Los apóstoles sonante todo pregoneros: «No me envió
Cristo a bautizar,. sino a pregonar el Evangelio» (l Cor 1, 17). Sien·
twn ID el mundo una afirmación, la de la muerte y resurrección de
Je:sús: «Os he transmitido 'en primer lugar... que Cristo murió por
nuestras pecados ... que re:sucitó al tercer día» (l COl' 15, 3 s). «Nos-
otros predicamos a Cristo crucificado ... poder y sabiiduría de Dios»
(l Cor 1, 23 s).
e) Cristo murió en el pasado y resucitó en el pasado. Los após-
toles no lSiecontentan con propagar la noticia. Anuncian a la ma-
nera de los celebrantes de la eucaristía, que «proclaman la muerte del
Señor» haciendo presente: a los hombres a Cristo en su muerte.
La pail:abra que: ellos tienen y que predican es en realidad una pJ1e-
senóa: sitúa a los hombres frente a «Criisto crucificado ... poder
de Dios» (l Cor 1, 23 s). Por medio de el10ses Cristo la palabra
divina, palabra desconcertante, dirigida al mundo para su recon-
ciliación: «Somos embajadores de Cristo, eochortando Dios por
medio de nosotros:» (2 COl' 5, 20). «En su carne mortal se mani·
fiesta la vida de J'e:sús» (2 Cm 4, 11); en. su corazón resplandece
«la gloria de Dios que: está en eil rostro de Cristo» (2 Cor 4, 6).
Son sacramentos de la presenCiia de Cristo muerto y resucitado; y
los órganos de su contacto con el mundo.
En dIos reside la fuerza de: Dios que resucita a Cristo y ~e:da
el poder del someter todas las cosas (Phil 3, 21). Reducen las nacio-
nes a la obediencia (Rom 1, 5); su predicación es una máquina de
guerra que todo lo arroHa, derriba y allana: «Las armas con que
luchamos no 150m carnales, sino poderosas. por Dios para derribar
fOa'tailezalS"
destruyendo consejos, y toda aiJtane:ría que se levanta
contra la conciencia de Dios y doblegando todo pensamiento a la
obediencia de: Cristo» (2 Cor 10, 4).
Esa fuerza desencadenada sobre el mundo es la dynamis cIeilEs-
píritu que «con gran refuerzo de milagros y prodigios.}}abrió paso
al a.pústo[ delSde:Jeru:saJén hasta I:liiriJa(Rom 15, 19; 1 Thes 1, 5;
I ('or 2, 4 s). E~ apostolado aparece en cabeza de las funciones ca-
rismúticas, dones frecuentemente prodigiosos del Espíritu (l Cor 12,
28). No es de extrañar que algunos paganos creyesen ver en los
apóstoles dioses bajados a la tierra (Aot 14, 11).
Al mismo tiempo que la vida, también relSide:en ellos aa muerte
de Jesús, pues la fuerza de Dios no resucita a Cristo slino en su
muerte: «Uevamos siempre en nuestro cuerpo los sufrimientos
de muerte de Jesús, para que se manifieste la vida de Jesús ... » (2 Cor
4, 10; 13, 4). La gloria de SU miniStie:rioestá contenida en los vasos
de barro de una existencia frágil,31sediada de tribuhlciones, expuesta
sin cesar a la muerte (2 Cor 4, 7-12). SOIll 'ele:gioos(Rom 1, 1), ale-
jados dell mundo, de modo que se les cree tristes (2 COl' 6, 10);
están separados de todos los medios que aseguran el éxito del mundo
(l COI'2, 3 s). Pero están muertos a la manera de Cristo resucitado
y absmbidolS en !Él por la fuerza triunfal de Dios (2 Cor 2, 14). La
misma pallahra apostólica es la imagen de la muerte y de la vida de
Cristo: despojada de toda grandeza humana (l COI' 1, 17; 2, 4);
expuesta a las bul'las del mundo (1 Cor 1, 18), pero preñada de di-
namismo divino, hasta llegar a ser la fuerza misma de Dios (l COl'
1, 18; 2, 4; Rom 1, 16). Ulevaoo sí 110srasgos de la salvación de
que está cargada; por ella se: hace presente Cristo en su misterio
de muerte: y de gloria 16.
Los apóstoJes ... hablan en conceptos, predican una doctrina,
pelro lo que hacenelS intlroduoir una presencia: ponen a los hom-
bres frente a la muerte de Cristo y del pOlder de 'Su resurrección.
d) ¿Por qué deben atravesar el mundo como presenóa viva
de Cástb, signos de su muerte y de su vida? A fin de que se im-
ponga al mundo ell misterio de Cristo, la resurreooión que está en
su muerte.
Pablo se deIClara «apóstoL.. según [a promesa de vida en Ctisto
J esÚls» (2 Tim 1, 1)" cuyo objetivo es reailizar esa promesa (Mei-
16. San Pablo quiere predicar la palabra en su autenticidad «a fin de que no se des-
virtúe la cruz de Cristo» (l Cor 1, 17), lo que supone que Cristo crucificado está pre-
sente con poder en la palabra anténtica del apostolado. Cf. K.H. SCHELKLE, Die Passio'n
lesu in der Verkilndigung des NT, Heidelberg 1949, p. 205. «Al mismo tiempo que la
persona de Cristo, se hace presente todo el acontecimiento salvffico con todos sus bienes»,
dcclk1ra H. SCHLIER, La nof:idn paulinienne de la parole de Dieu" en Littérafure' e't théo-
louie pauZmiennes, Desclée de Brouwer 1960, p. 135. Esta presencia se explica por el hecho
de que el apóstol, en su ministerio, es unido a Cristo y transformado en Él en su misterio
de redención, obrando Dios por él en el mundo en cuanto que él resucita a Cristo para los
hombres.
nertz) inscrita en Cristo resucitado,. Por el vehículo de: la pa,Jahra
se mtroduce una vida en el mundo. El evangelio es una fuerza
(Rom 1, 15s), una realidad en la que se partitipa (l Cor 9, 23).
que aúna a judíos y gentiles en un cuerpo (Eph 3, 6), por la cuall.
se destruye: la muerte, se ilumina la vida (2 Tim 1, 10) y se ad·
quiere la gloria final (2 Thes 2, 14). Por eso los apóstoles se llaman
10 8 dispensadores del misterio de Dios. El gran píl.ande ia reden·
1

ción unive'l1salse reailJizaPO[ su ministerio (Col 1, 25 s; 1 Cor 4, 1).


Paulatinamente a'lcanza sus objetivos la acción resucitadora de
Dios en Cristo. Le basta al hombre aceptar en su corazón ,lapalabra
de la predicación para ser sa[vo (Rom 10, 8). El señorío deilmundo
es reivindicado para Cristo (Rom 1, 5). La pa1abra apostólica es el}
filo de una espada, una palabra que juzga. Los apóstOllesson una
emanación de Cristal vivificante para unos, deleterea para otros
(2 COl'2, 15 s). A la humanidad hasta entonces indecisa le imponen
una elección y le ap1ican la justicia manifestada en la muerte y la
resun"ección. Según ellos, el mundo se divide para la muerte y
la vida.
Los apóstoles son instrumentos, pero elevados a la dign:i:dadde
aquél cuyos agentes son: son Cristo mismo en su misterio, hecho
sensibíl.eal mundo y sometiendo a sí el mundo.

El contacto con Cristo resucitado, establecido por la predicación


apostólica, se comp'leta con ritos cu1tuales. Los dos sacramentos
que mejor nos ha sido dado conocer, bautismo y eucaristía, están
ligados con la resurrección.

Según Juan Bautista, toda la actividad sallvíficadel Mesías se


resume en la administración de un bautismo: «Yo os bautizo en
agua, para ;la penitencia. Pero e:lque viene detrás de, mí... os bau-
tizaráenel Espíritu Santo y en el fuego» (Mt 3, lIs; Lc 3, 16).
La actividad de[ precursor tiene' por finalidad preparar al pue·
blo para la venida justiciera dcl Mesías. Ya se anunc:iael juez;
tiene 01 hieldo en su mano, y separará el trigo para m granero y la
paja para c:l fuego'. Malaquías había comparado su venida ,al fuego
fundido y a la lejía del batanero (3, 2). El rito de agua empleado
por cl Bautista [avaba la superficie sin llegar al fondo; pero eil juez
hautizará en e'1Espíritu Santo', principio divino que penetra, devora
l

y transforma; su juicio será un bautismo de fuego que consumirá


la impureza y a los impuros, y de este baño temible saldrá >lacomu-
nidad de los santos anunciada para 10s últimos tiempos (Is 4, 3-5).
No está claro que el pensamiento de Juan haya unido esa in-
mersión en d Espíritu a un rito de agua. Su mirada se di:rige sobre
un conjunto sin perspectiva, que no separa la purificación inicial
del último juicio.
Sin embargo, ellbautismo en el Espíritu, cuyo anuncio hecho por
Juan quedó grabado en las memorias (Act 1, 5; 11, 6), recibió bien
pronto una interpretación más restringida. Jesús mismo parece haber
cOlJ1ceb~doeste bau:tismo mesiánicol dependientemente de un rito
de ab1lución. A su lado habían aprendido los apóstoles a bautizar
(Ioh 4, 2); por un rito de agua creyeron 'poder extender al pueblo
la efusión mesiánica de pentecostés (Act 2, 38). Según Mt 28, 18 s,
Jesús mismo da la orden de bautizar para imponer al mundo el
poder mesiánico, cuya plenitud acaba de: adqurriren su resurrec-
oión 17.
De esta interpretación sacramenta'l del bautismo mesiánico en el
Espíritu Santo podemos concluir que ,m agua del bautismo cristiano
era considerada por Jesús y por los discípulos como un símbolo dell
Espíritu Santo 18. Mrentras el precursor bautizaba en el agua, Cristo
17. San Marcos parece poner en labios del precursor el anuncio del rito cristiano, pues
quita a su declaración el sentido escatológico, suprimiendo el anuncio del juicio que consti-
tuía su marco (Me 1, 8). En el cuarto evangelio, evangelio sacramental, aparece bastante
claro que el bautismo en el Espírittl Santo (1, 26. 33) no es otra cosa que el rito por el
cual nacemos del agua y del Espíritu (3, 5).
18. Esta visión no parece ser la del autor de los Hechos. Para él la efusión del Es-
píritu no acompaña de ordinario, sino que precede o sigue, al bautismo (8, 1S; 9, 17 s;
10, 44 s; 11, 15; 19, 1-6), Y no parece atribuirse' al rito de ablución. CL J. COPPENS, D.B.,
Suppl., arto Bapt€1n-e, col. 889. Esta constancia en disociar el bautismo y la efusión del
Espíritu revela una concepción particular del autor. ¿No. señala Lucas· también un intervalo
entre el bautismo de Jesús y la efusión del Espíritu (3, 21), declarando que ésta tuvo
lugar durante la oración de J eS{ls, mientras que Mt y Mc asocian más íntimamente am~
bos hechos? En la perícopa, Act 1, 1-14, que es enteramente suya, cuando las perícopas
siguientes reproducen las fuentes (L. CERFAUX, La composition de la premiere partie du Li-
vre des Actes, «Eph Theol. Lov.» 13 [1936] 667-691), advierte que el anuncio del bautismo
en el Espíritu se cumple por la efusión de pentecostés.
El autor no querría subrayar, o no conoce en su teología, más que la efusión posthau-
tismal, plenaria y carismática, debida a un nuevo tipo. No parece que por esta razón se
pueda negar la conexión entre el bautismo y el Espíritu en la mente de las Iglesias pri-
mitivas. En 19, 1-6 sólo habla el autor de una efusión postbautismal, mientras que san
Pablo, al que se pone en escena, debía poseer al comienzo de su estancia en Éfeso la teo.
logia del espíritu bautismal que expone durante esta estancia (1 eor 6, 11; 12, 13). Por
bautiza en 'el Esph'Ítu, por la inmersión en el agua. La institución
cristiana pelrmanece fiel a la simboJogía del profetismo antiguo, según
d cual el don mesiáJnico, el Espíritu Santo,. es un chorro de agua o
una efusión. Las Iglesias primitivas podían variar ,los modos de apli-
car el agua; sabían que eran fieles a elste simbolismo esencial.
En dos logia (Me 10, 38; Lc 12, SO).1a pmlabra «ser bautizado»
significa morir y evoca la pasión de Jesús. Así se plantea la cuestión
de si eWbautismo mes,iánico en el Espíritu no está ya en los sinóp-
ticos en relación con la muerte y la resurrección 19.
Fue, em efecto, en un bautismo donde se reveló la vocación del
Hijo del hombre, elsa vocación de: Je1sús, de morir y de resucitar,
tantas veces afirmada en lo sucesivo. Saliendo del Jordán oyó
Jesús una voz del cielo: «Éste es mi Hijo muy amado, en quien
yo me complazco» (Me 1, 10 s). Ya en otro tiempo había pronun-
dado Yahveh una palabra semejoote sobre su Siervo destinado
a morir por la muHiitud: «He aquí a mi servidor, rul que yo sos-
tengo, mi elegido en quien me complazco. He puesto mi Espíritu
en él» (Is 42, 1; cf. Mt 12, 18). La semeijanza de Ilos dos textos 2~.
reforzada por la bajada del Espíritu, es tat que en la voz venida
del cielo se puede ver la cita de Isaías: Jesús es investido de la
misión del Siervo, que por su sacrificio salvará al pueblo. El pre-
cursor, que según el cuarto evange:lio no [e había conocido hasta
entonces (Ioh 1, 29) sino como dI juez temible, le llama en ade-
lante «el Cordero de Dios. que quita el pelmdo del mundo» 21.
CUaJildoeil Bautista se ve por primera vez en p'J'esenciade aquell
cuya grandeZJa~eráb¡'e había conVemplaido(Mt 3" 11) exclama: «Soy
yo quien debe ISlerbautizado por tii, ¿y viellJiestú a mí? Pem Jesús
respolJide: Déjame hacer ahora, pues conviene que: cumplamos toda
justicia» (Mt 3, 14). ¿Qué deber elsleste impU1elstoa 10lsdos? Juan e:s
el heraldo que abI'e:paso, ellamigo que introduce. Para él, l:a justicia

lo demás, este texto de los Hechos deja entrever en la mente de san Pablo una cOlltxión
entre el bautismo y el Espíritu, como también Act 2, 38 en san Pedro.
19. J. CÜPPENS, o.c., col. 888, piensa que estos textos bastan para probar que el hallO
bautismal, ya antes de san Pablo, estaba relacionado con la muerte y la resurrección de
Jesús. En cambio, una tradición muy antigua se prevale de los sinópticos para situar en
el bautismo de J esÍls en el J ordán la institución del bautismo cristiano y hacer de él el
prototipo de éste, con detrimento de una doctrina que pone el bautismo en relación con la
muerte y la resurrección. Cf. A. D'ALi:s, Dict. Bib. SupP¡., arto Bapthnr. col. 856.
S. CROMACIO DE AQUILEA declara: «Nunquam enim aquae baptismi purg~l1'e peccata cre-
dentium potuissent, nisi tactu dominici corporis sanctificatae fuissent», In Mt tract. 1,
PL 20, 329. Esta tradición es contradicha por san LEÓN l\'IAGNo, quien en el hautismo de
Jesús no ve sino un simple rito del Antiguo Testamento, Ep. 16, 6, PL 54, 701 S.
20. Para un análisis de las semejanzas de los dos textos, cf. J. JEREMTAS, T. W. z.
N. T., t. v, p. 699. O. CULLMANN, Christologie du NT, Neuchatel 1958, p. 60 s.
21. Cf. O. CULJ.MANN, Die Tauflehre des NT, Zurich 1948, p. 11-16.
que debe: Cljecutarconsiste en abrir CI1 camino, en introducir al gran
amigo. Para J esús,es ser el srulvador del pueblo pecador (Lc 1, 77).
En es1:eencuentro Juan llega a ,la cumbre de su misión; sin saberlo
introduce: a Crj'stoen su obra redentora. Jesús por su parte se co-
loca Clntrelos pecadorelS y se somete' a,l «bautilsmo para la peni-
1!encia.Más tarde sufrirá otro bautismo: «Tengo que recibir un
bautismo» (Lc 12, 50). «¿Podéis recibir el bautismo con que yo
he de ser bautizado?» (Mc 10, 38). La ilnmersión en las aguas de
,la peniitencñaanticipaba y figuraba el baño de sangre y de angustia.
Al aba:timiento momentáneo responde 'en seguida la glorificación:
«Bautizado Jesús, salió luego dell agua. Y he aquí que vio abrirse
los cielos y al Espír'itu de Dios descender como una paloma y venir
sobre Éi,. mientras una voz del cielo decía: !Éste es mi Hijo muy
amado en quien yo me complazco.» Jesús sale de las aguas del
bautismo en la glorria del Espíritu en la manifestación de su divina
filiación y de su misión de salud, y ya se anuncia la nueva creación 22.
Así es también como más tarde resucitará: Hijo de <Dios, en el
Espíritu de Dios, y Sa:lvador para la remisión de los pecados y
principio de un mundo nuevo.
El bautismo 'en d Jordán es un preludio 23, significativo al mismo
tiempo que rea:l,cl primer esbozo del gesto de la redención. Y esta
anticipaCliónse realiza en un ritb' de agua: Jesús hace: la experiencia
de su muelrte y de su resurrección en la inmersión y emersión bau-
tismales.
La doctrina bantismal de: los sinópti'COsse halla, pues, llena de
sugestiones:. El bautismo cristiano se vincula con la grandiosa pro-
mesa de los profetas: y del precursor, con el bautismo escatológico
en 'el Espíritu, del que: nacerá el pueblo mesiánico. La teología pos-
teri.or unirá esta efusión del Espíritu a la glorificación de Jesús.
Pero ya d rdato dell bautismo de Jesús: evoca todo el drama reden-
tor y permite' a 1015 cristianos ver en el sacramernto deil agua una
pwlongación sobre ellos del acontecimiento 'escatológico de la muerte
y de la resurrección 24.

22. Cf. supra, p. 279.


23. J. HUBY, Évangile se/m, saint Marc, Paris "1929, p. 20: «El bautismo que abre
la vredicación del evangelio inaugura también la obra pública de expiación y de repara~
ci6Jl.»
24. La relacíón del bautismo con el acto redentor parece haber sido conocida antes de
haberlo enseñado san Pablo. Cf. Rom 6, 3: «¿O ignoráis que hemos sido bautizados en
~u muerte?»
Según los Hechos, el bautismo nos incorpora a la Iglesia, mani-
festlación terrena del reino de Dios inaugurado en la exaltación de
Jesús (2, 41). Administrado en nombre de Jesús (2, 38; 8,. 16; 10,
48), consagra el derecho de propiedad del Señor sobre 'lolScreyen-
tes; confiere la remisión de los pecados (2, 38), otorga derecho al
don del Espíritu (2, 38), gracias todas ellas pos'eídas por Cristo
resucitado (5, 31 s). Pero el Espíritu parece conferido solamente
en teoría; su efusión, empero, simbolizada por el agua en las profe-
cías mes,iánrcas.,citadas en los Hechos (2, 17 s, iXXEW), no acompaña
al rito mismo, según el autor. Ningún indicio revela que el bauti:smo
po~ga al creyente en comunicación con el acto mismo de la muerte
y de: la feisurrecc:ióu.

La doctrina del cuarto evangelio sobre el bautismo forma parte


de la te'Ol1ogíajoánica del agua descendida de las aJ1:tmascel~stia~les
y que brota dell cuerpo glorificado de Cristo para la vida eterna
(7, 37; 4, 14). Para entrar en el reano es preciso nacer del agua y
del Espíritu,. cuyo símbolo es el agua y que «no había sido dado»
antes de: la g1tJrifioaciónde Cristo.
La curación dell dego de nacimiento (c. 9) proporciona un
símbolo transparente de la iluminación bautismal. «Yo soy [a luz
del mundo», había declarado Jesús, y por eso habí'a enviaido al ciego
a que se lavara en la piscina de SUoé.El agua de ila piscina quitó el
barro del Ios ojos del enfermo y los iluminó. Juan comprendió
el misterio de la curación: «Siloé - dice - significa el Enviado.»
Los filólogO!>.son de otro parecer; pemel pueblo tiene:susinteI'preta-
ciomes, y Juan adopta la del pueblo por adaptarse a:l símbollo: el
agua de cr:apurificación y de: la iluminación es extraída del Cristo.
Jesús envía al ciego a bautizarse en Jesús 25, puesto que 1'a1S agua,s
del. Espíritu brotan del costado de Crj,sta (7, 37-39). La d1c'acia
bautismal supone:, pues, el contacto con el cuerpo magullado y
gloifÍficado, ya que e:l agua del Eispíritu no mana sino de Ja llaga
de Cristo e:xailtado, acompaí'íado siempre de sangre. B efecto del
25. San AGUSTiN', In. Iolt. tract. 44, 2; PL 35, 1714: «Lavil ergo oculos in ea piscina
quae interpretatur I\.fissus, baptizatus est in Christo».
bautismo es d producido por la exaltación de Jesús: una vida
que es luz (17, 1-3; 9, 38).

San Pablo desarrolla en todas sus dimensiones los datos primi-


tivos de: la doctána bautitsmal.
En ell centro se:mantiene la idea tradioionaJl:e1 bautismo somete
al hombre a la operación del Espíritu: «Todas nosotros. hemos
sido bautizados· en un solo Espíritu, para constituir un solo cuerpo»
(l Cor 12, 13).
La palabra «bautizan> adquiere un sentido restringido': no se
tiene en cuenta apenas la etimología (sumergir); significa adminis-
trar el bautismo. Sin embargo, el agua sigue siendo' el símbolo' del
Espíritu en ellque: el hombre: Se: purifica: «Pero habéis sido lavados;
habéis sido santificados.; habéis sido just!ificadO'sen el nombre del
Señor Jesucristo yen el Espírrtu de nuestro Dios» (1 Cor 6, 11).
La inmelI'sión bautismal ilava al fid en el Espíritu Santo. El bautis-
mo ,es, «un baño de regeneración donde el Espíritu Santo nos
renueva» (Tit 3, 5). El apóstol permanece fiel al simbo[ismo' primi-
tivo dell agua mesiánica.
1

Algunos han pensado que se había apartado de la concepción


trad:idoml'l, y que: según él la inmersión bautismal era un baño en
Cristo como en un elemento26• ¿No escribió él: «Habéis sido bauti-
zados en (e1c;) Cristo» (GaJ13, 27; Rom 6, 3)? Pero el apóstol
perdió de vista el sentido etimo1ógicoIde: la palabra bautizar, y la
prepos,ición elc; noerx>ige una representación espaoiaJ1: 'locuciones
análogas se oponen a una interpretación local 27. Si, a pesar de' todo,
la inmersión significa para el apóstol un enterramknto (Rom 6, 4),
en ,la muerte y eon Cristo se sumerge el fiel y no en Cristo; '10mismo
que por la emersión, de la muerte y con Cristo resucita, y no de
Cristo. El rito de inmersión y de, emersión añade unasignificaoión
comple:meJntaria28 que: no elimina el &imbOllismoprimero: el bau-
tismo es 'en adelante: una efusiÍón de Espíritu.
Si el bautismo no sumerge en Cristo al creyente: según una
concepcióne1spacial, lo ea/loca, empero, en Cristo sobre el plano del
26. Cf. F. PUAT, La Théologie ... , t. Il, p. 352 s; J.. HUBY, Épttre au:c Romains, París
'1 <)40, p. 207 s.
27. 1 eor 10, 2: «Todos fueron bautizados en Moisés».
28. A. PLUMMER, en el dice. Hastings, arto Baptism, p. 243: «a desirable symbol ralher
t han ~11l essential».
ser. Por efecto del Espíritu Santo, d f'ito de ablución anexiona al
fiel orgánicamente al Cristo corpóreo, 'injertándolo en 'Él (Rom 6, 5),
revistiéndoilo de él (Gal 3, 27), identificándolo con su cuerpo:
«Todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para
constituir un so~o cuerpo» (l Cor 12,. 13). Es un Espíritu de incor-
poración, de cristj¡ficación.
El bautismo une, pues, can el cuerpo de Cristo en virtud no
precisamente del gesto de inmersión y deeme~sión, sino del rito
dd agua que nos comunica el Espíritu. Este encuentro con el
Salvador se efectúa, sin embargo, en una inmersión y una emersión,
end instante de la muerte: de Cristo de donde brota Ha vida, y
con la participación en esel acto (Rom 6, 3 s; Col 2, 12) 29. Por
asumimos en el arquetipo de,l bautismo, en la muerte de Cristo
y en su resurrección, el rito del agua nos merece la santidad del
Espíritu, pues en el acto redentor brotó el Espíritu para nosotros
del Cristo corporal. El dobile simbolismo dei1bautismo corresponde
a la durulidad de, ori,gen de la vida oristiana. La ablución del agua
habJa de 'la santificación en el Espíritu; el r1to de la jnmersión y
emersión señala [a identificación con d cuerpo de Cristo en su
muerte y resurrección.
Esta reciprocidad de 1a acción de Cristo y dél Espíríitu la halla-
mos consignada frecuentemente. Los dos principios actúan acordes,
en una acción, 10 mismo que: la duaJidad de simbolismo se apoya en
un único rÍJtolbautismaL
Aun cuandoe1 rito sea efímero, defecto permanece: la apli'ca-
ción dell Espíritu santificador y eJ contacto por identifioación con el
cuerpo muerto y resucitado. Pues e[ Espíritu, que ha quedado en
el hombre como lUnahueHa (Eph 1,. 13s), mantiene: la identificación
con Cristo (Rom 8, 9 s), y la identificación con Cristo conserva la
presencia del Espíritu (1 Cor 6, 17).
Todos estos datos paulinos nos hacen concluir que el sacra-
mento es un medio de 'coníacto y de comunión con Cristo en la
salvación de su muerte y de su resurr'ección. Confirman Ia verdad
entrevista ya repetidas veces, a saber, que la salvación no nos viene

29. San LEÓN MAGNO pone de relieve esta participación del fiel en el acto redentor
por el bautismo: «ut susceptus. a Christo Christurnque suscipiens non ídem sit post lavacrum
qui ante baptismum fuit, sed corpus regenerati fiat caro Crtteifixi» (Serl1w 63, 6; cf. Ser-
mo 66, 3; PL 54, 357. 366.
Sin embargo, no podemos decir que el rito bautismal hace presentes la muerte y la
resurrección de Cristo, como tampoco hace presente su cuerpo. Incluye al hombre en el acto
redentor porque 10 une al cuerpo de Cristo. Si el misterio de Cristo se hace presente a
nuestro eón en virtud del bautismo, es en la Iglesia donde se hace presente, pues la Iglesia,
cuerpo de Cristo muerto y resucitado, nace en el sacramento.
tanto de: «una aplicación de méritos» como de: la unión con Cristo
en ,la redem.:,iónoperada por Él.
La doctrina bautismal de la carta a 11018, Hebreos,. aunque: apenas
esbo\lada, es notable, porque enfoca el sacramento de la iniciación
en el marco del sacrificio.
El bautismo es.comparado con el rito de la comunión por asper-
sión: «A'cerrquémonos con sincero cotrazón,con fe perfecta, purifi-
cados los corazones de toda conciencia mala por la aspersión, y
lavado d cuerpo con un agua pura» (10, 22). Un agua pura que
«no es so~amente agua viva de una fuente, sino agua consagrada» 3D,
derramada sobre e[ cuerpo, mientras que el alma es purific:ada por
una aspersión de sangre. Los hebreos hablan sido santifioados pÜ'rla
sangre de' la víctima después deil sacrificio de la rulianza; del[ mismo
modo 100 cristianos (ef. 9, 13 s. 19). Bl bautismo es ,la expresión
sacramental de la aspersión 31.
San Pedro (l Petr 1, 2) empiloo eil mismo concepto. Los fieles
son «eilegidos según la prescienci'a del1Padre... para la obediencia
[de la fe] y la aspersión de la sangre». La fe los somete a Cristo,
y el Isacramentü Jos asperja con su sangre 32. Nacen «a una viva
espe1ranza por 1a resurrección de Jesucristo»; el bautismo los en-
trega a la era escatológica.
Esta doctr'Í'na bautismal se parece muchísimo a ila de san Pablo:
«Hemos sido bautizados para constituir un sOllocuerpo» (1 Cor
12, 13), decJara eil apóstol de 10iSgentiles: «Habéis sido bautizados
en su muertie» (Rom 6, 3), unidos por e! bautismo al cuerpo de
Cóstoen su ÍnmoJ'ación. Los te:xtoiSpaulinos nos convencen del
r00l1ismode aquella aspersión de sangre que el bautismo nos aplica.
La carta a los Hebreos e:sdlareoe por su parte eJ pensamiento de
s¡rn Pabilo a Ja luz de la doctrina sa:c:rificial: el bautismo consti-
tuye un rito de comunión con 'el cuerpo inmolado de Cristo.
En una consideración sacrificial del bautismo, este sacramento
será naturalmente i'nterpretado como un rito pascua!. San Pedro
atribuye sus efectos a fa resurrecoión (l Petr 3. 21), si bien considera
e~ bautismo como una aspersión de sangre, una comunión. Y con
razón, pues el SaIlvadolrmismo participa de su sacrificio en la glo-
rificación, principio de toda comunión oristr3!na.
En la idea sacrificial encontraría la teo~ogía 'el mejor marco sin
30. J. BONSIRVEN, L'építre aux Hébreux, p. 440.
31. Aunque con menos nitidez, también en otro lugar «se define como una aspersión
de sangre que habla mejor que Abel» (12, 24). J. BONSIRVFM, L'építre MiX Hébreux,
p. SO.
32. A. MÉDEBIELLE, D.B. Suppl., art. Expiation, col. 242 s.
duda para una síntesis de la doctrina bautismal. La comuni6n con
el sa:crificio de Cristoeocplica la unión cone:l cuerpo inmolado
y glorificado; expJica la comunicación detl Espíritu Santo, en 'el cUall
fue! santificado el cue!rpo del Salvador por la aceptación divinizantc
dell Padre;erxplica también e:!vínculo que estrecha a 'todos los con-
vidados de esta melSa. Un bautismo, un ouerpo, un Espíritu y el
vínculo de Ila paz (cf. Eph 4, 3 s).

Las palabras de la ánstitucián vinculan la eucaristía a la cruz


y a dla sola: «Tomad. Esto es mi cuerpo (Mt, Mc), entregado por
vosotros.» (Le, 1 Cor). «Bebed de eUa todos, pues (Mt) esto es
mi sangre, sangre del testamento, derramada por muchos (Mt, Mc);
es la institución nueva en mi sangre» (Le, 1 Cor).
Sm embargo, la Igles~a concoe desde los primeros días un rito
de comid!a que ningún indicio reiIaciona con la cruz. y, en cambio,
hay vaT!iüsindkios que 10 alejan de ella para acercarloa la resu-
rrección: la fracción deil.pan (Aat 2, 42; 20, 7). Esta comida no es
profana.
Lo eoctraño:my repetido del término con que se designa desoubre
su carácter cultual, y san Pablo emplea la eocpresión hablando de
una comida cuya significación reJigiusa es cierta (l COI' 10, 16).
Se ha e:xplotado este dualismo para deducir 'la existenCia de dos
tipos de comidas cultuales: uno sería primitivo, la fracCión del pan,
y elI.otro se debeifia a la reforma de san Pablo (1 Cor 11, 17-34),
que juntó la comida primitiva con e:1recuerdo de la cell'a y de la
muert~ de }esús 34.
A pesar de las diferencias 'entre la ftacción del pan y 'la euca-
ristía piaulina qU'e reproduce la cena,. un estudio atento descubre
entre ,lbs dos tipos de comidas puntos de conexión en que se encuen-
tran para formar una sola comida de comunión con Cristo muerto
y resucitado.

33. La expresión parece haber sido inusitada entre los- judíos para designar una co-
mida. eL J. JEREMIAS, Die Abendmahlsworte Jesu, Gotinga '1949, p. 65.
34. J. LIETZMANN, Messe 1ind Herrenmahl, Bonn 1925.
I~a fmcción del pan se enlaza con 1a comida que tomaron los
apóstoles en compañía de Cristo resucitado 3~.
Cristo tenía la costumbre: de aparecerse durante: las comidas
y comer con los discípulos (Me 16, 14; Le 24, 30; Act 10, 41).
«Constituye un rasgo notable de los Hechos Ia importancia que dan
a la comunidad de: mesa con el Seño'r glroiOiSO» 36. San Pedro ca-

racteriza a los testigos de: la resurrección: los que: «comieron y


bebieron con Éi1después de rersucitadode entre los muertos» (Act
10, 41). Aquí tenemos una garantía de su autoridad. Se considera-
ría, pues, «como un elemento característico de las apariciones el
hecho de: que se: produjeran en el decurso de una comida» 37.
Tan prornto como Cristo subió a~lPadre, los discípulos, que
tantas veces habían gozado de su presencia en la íntima comunidad
de la mesa, se verunieronde, nuevo para partir el pan. Aquellas
comidas podían explicarse por e:l precepto del Señor: «Haced esto
en memoria mía.» Pero ellos ilas relacionan más inmediatamente con
las comidas de ¡la cuarentena paseual, cuya beatifica experiencia
prolongan. Uno de los rasgos esenciaies de aquellas comiüas es la
aJegriaen la sencillez dd corazón (Act 2, 46), esa alegria tan carac-
terística en la Iglesia de Criisto resuClirtado(Aet 5, 41; 8, 39; 11,
23; 13, 48; Ioh 20, 20). Por eso la fracción dCilpan se relaciona
psiC:Ollógicamootecon las comidas celebraidas en compañía del resu-
citado, más bien que con el recuerdo nostálgico de la cena 38. Sí
en 1015 comienzos las reuniones de la comunidad mesiánica fueron
quizá má:sfrecuentes (Act 2, 46) 39, más tarde se fijaron en el primer
día 'de:la semana (Act 20, 7), el día de la resurJ'ección, y tal elec-
ción revela también la orientación dada a la fracción del pan.
El relato de la cena de Emaús submya el parentesco entre la
comida cultual y 'las apariciones del resuClitado.Esta cena no es ya
una de: esas comidas ordinarias tenidas en otro tiempo durante
ia vida terrena de: Cristo; pertenece al m~ste:riodel resucitado. Los

35. El mérito de esta observación se debe a O. CULLMANN,La signification de la sainte


cene dans le christianisme primitif, «Rev. Hist. Phil. re!.» 1936, pp. 1-22; Le ct<lte dans
I'ÉII1ise primitive, «Cahiers théol. de l'actualité protest.» 8 (1945)_ Neuchatel.
36. Y. DE MONTCHEUIL, Significa.tion eschatologique du repas eucharistiqu,e, «Rech~
Se. He!.» 33 (1946) 21 .
37. O. CULLMANN,La significatWn de la cene ... , p. 8.
3R. Cf. O CULLMANN,La sillnificati<m de la cene ... , p. 4. Urchristentum ... , p. 14.
;1f). Sin e~bargo, el texto no dice que fueran diarias: «Todos acordes acudían con
;l,',idllidad al templo; pero hacían la fracción del pan en las casas.»
discípulosreconocie:ron a Cristo no porque: el gesto de bendecir y de
partir el pan fUleTapal1ticularmente expresivo en Él,. sino porque
«sus o~os se abrieron», es decir, fueron durante la comida ilumi-
nados con un conooimiento nuevo, y <de reconodreron en la fracción
deil pan» (Le 24, 31. 35). La conciencia confusa que ya tenían de
estar poseídos por eil misterio de Cristo (v. 32) se hizol penetrante
y dara durante la comida, que acabó por introducirlesen la órbita
del resucitado. Ahora bien, san Lucas designa aquella cena en com-
pañía d'eilresucitado con el mismo nombre que las com~da:scu:llt'llales
de: la comunidad: la fracción deil pan 40.
En una cristiandad paulina,en Corinto, se ha hecho tan desbor-
dante regocijo durante la comida común,. que degenera eneocoesos.
El apóstol se ve:obligado a imponer una reforma. Con esa finalidad
eocpone:las relaciones que: unen la comida cultual a la última cena
de: Cristol ya su muerte (1 Cor 11, 17-34). A parti,r 'de estelmomento
dos tipos de: comidas cult!uales habrían ,sido usuarles en la Igl!esia,
según Lietzmann; d primero' de los cuales no tendría en cuenta la
mUll~rtede Jesús, y el !segundo, liigado a la cena y a la muerte, se
debería a la reforma paulin!a, dua!1ismo que se habría prolongado
a través de la liturgia de los primeros siglos. 'Sin razón se han dedu-
cido conCl1usion'estan definidas. La eucaristía paulina declara perma-
necer 00 la línea de la fracción primitiva del pan.
En efecto, d. apósitOllno es consciente de irntroducir innovacio-
nes, cuando es,tablece un vínculo entrel la comida de la comunidad
y la última cena. Ya en los comienzos de la Iglesia corintia había
afirmado eSa reJlacÍón (l Cor 11, 23); Y antes ide 'la declaración del
c. 11, que había impl'eso al rito una orientación nueva, se trata de
la comida común. B término técnico delfraCCIóndel pan se recuerda
ahí mismo, pero al lado del pan se menoionan con toda naturalidad
e'1cá:liz y la sangre (l Cor 10, 16), rellacionando alsí la fracción del
pan con la cena y con la cruz 41.

40. En la ausencia de la mención del vino se ha creído encontrar una prueba miLs de
que la fracción del pan se relacionaba menos con la cena que con la comida del resucitado.
O. CULLMANN,Urchristentum und Goftesdienst, Basilea, 1944, pp. 13 s. 17. Pero sin raz6n.
Aunque el vino no sea mencionado, podía no faltar. En este caso, el argumento ex si/entio
es inoperante. La expresión «fracción del pan», que se ha hecho técnica, no implicaba ne-
cesariamente la enumeración de todos los elementos del banquete. Por otra parte, el pan
puede dar su nombre a toda la comida (Mt 15, 2; Mc 3, 20; loh 13, 18).
41. Mucho después de escribir esta carta, pasando. a Tróade, convocó san Pablo a la
comunidad el domingo para partir el pan (Act 20, 7). Tampoco se habla del cáliz. Sin
embargo, aquella comunidad es paulina; la asamblea y el banquete son cultuales; el relato
entronca con 1 Cor 11 por su misma forma. Cf. BEHM, Th. W. N. T., t. III, p. 729. De
donde hemos de concluir que la comida cultual podía incluir el cáliz sin que se hiciera
mención de él, y que la eucaristía paulina continúa en la línea del banquete cultual primi-
tivu, la fracci6n del pan.
Se explica el llamamiento insistente de la cena en 1 COl' lI.
Quiere h3'cer reswltar un aspecto sin duda conoddo, pero que, en la
ttaldición primitiva poco consciente del valor redentor de la cruz,
debía tener muy escaso 'reHeve. La profundidad del sentido de la
cruz propio de Pablo, su teollogía de una resurrecoión inseparable
de:la muerte:, llevan al apóstol a acentuar las relaciornesde la comida
cuttua~ canta cena y lel sacrificio:. Da J'eforma no se refiere al rito,
y subraya ell aspecto sracrificila'lque condena los abusos observados.
De resta manera la eucaristía paUilina no rompel con la comida
curltua[ de la comunidad primitiva, re~aeionada con las apariciones
de Cl1i!storesucitado. Por su parte, la fraeciión deft pan queda ligada,
mediante un vínculo reall y probablementeconsoiente, con aquella
cena del Señorr en rLaque se basa ¡el apóstol.
Jesús había dec[arado hacia el finaJl de la cena del cordero:
«No beberé más de este fruto de la vid, hasta el día en que lo beba:
con vosotros nuervoen el relÑrolde mi Padre» (Mt 26, 29; Me 14, 25).
San LucalS sitúa esteterxto en su verdadero lugar, antes de la crnsti-
tución de: Ila eucaristía 42. En aquel momento Jesús levanta la mesa
para una comida de otro mundo, réplica del cordero pascual, donde
se entrega miisteriosament:e,en forma de inmolación. Lucas es cons-
ciente de que la comida en la alegria del reino se ha inaugurado con
~a oena. En esta persuasión, modifica el texto de Ma:rcois,trasladán-
dolo de su lejanía eSdatoJógica. para ha:cerleanunrciar una realidad
muy próxima: «Delsde ahora no beberé del fruto de: la vid hasta
que llegue e[ reino de Dios» (22, 18). Su reino de Dios «sugiere.
:espontáneJalllented campo en que: floraieráel nuevo rito pascual,
'es decitt',[a Iglesia» 4g • .Á'ldecir que Jiesús.comerá y beberá de: nuevo
en el remo, nOIpuede menos de haber pensado también en las co-
midas del resudtado, que él sólo refiere con ñnsistencia 44. Bara
él, la última cena de Jesús no carece de vínculo con [as otras mitste-
rÍ'osas comidas que el Señor tomará con rlosdiscípulos después de su
entrada en el reinó.
Los a:póstoles debían sentir una continuidad entre la cena y las
comiida:sddlresucitado . .Á'qUierlla cena, extraña y tan íntima, em cier-
tament!e una comida de: otro mundo, y no lo eran menos las comi-
das eelebradas con el Male:stro, que ya había sailido de la muerte
y ·entr'adoen una eocistencianueva, en la gloria del reino (Le 24, 26).
Todo esto 'efa casi un sueño. El anuncio de 'la comida misteriosa

42. P. BENOIT, Le rédt de la cene dans Luc 22, 15-20, «R.B.» 48 (1939) 382. 386.
43. P. BENOIT, o.c., p. 388.
44. ef. P. BE-'<OIT, o.c., p. 389_
en el r:elinol~s, agradaba, inundándolos de gozo, y los unía en lInll
misma atmósfera esoatoilógica.
Podemos conCluir que: no exist~ien las comunidades: apostó~kas
más que una comida cultual con aspectos diversos, aspectos que
quizá no fueron siempre percibidos: simultáneamente y con nitidez.
La misma eucaristía reúne en :sí dos corrientes que se remontan
a daIS fuentes: a lac:ena y a la mluerte por una parte, y por otra a
la resurrec~ción y alas comidas con d Jiesucitado.

Si estudiamos d Isignificado que ¡SU doble orientación imprime


a la eucaristía,. comprobaremos que ambos, aspectos, lejos: de ex-
cluirse, son completmootarios.

a) Presencia de Crísto glorificado.


La fracción del pan prolonga, en la intimidad de la comida de
los discípulos, 'la 'e:xpe:áencia de la presencia de Cri'sto glorificado.
Históricamente tenemos ahí el primer significado de la cclebraoión
eucarística: 'el Salvador vive en medio de los discípulos reunidos
para la fracción del pan.
Esta presencia de Cristo glOlrioso,característica de las. comidas
posteriores a la resurrección, se realiza también en la conmemora-
ción de 11aoona. La eucaristía paulina es <da mesa del Señor» (l COl'
10. 21), «!la cena dd SeiíOlr»(l COI' 11, 20), donde Cristo preside
la mesa como 'en SU última cena sobre ,la tierra. Mientras el pueblo
se sacia del manja!r y de ffiabebida espirituaJes,. Cristo es la roca
presente 'en medio ded.los (l eOil' 10, 4). ¿No había Jesús anunciado
wa unión de los discípulos a su alrededor en una comida: «No
'comeré más, la pascua hasta que sea oumplidaen el reino de Dios»
(Le 22, 16)? Jesús oe[ebrará oua vez ~a pas:cua en medio de <los
suyos, una pascua cumplida, la comunión con el verdadero<sacrificio
del cordero. En d banquete: misteriOlSoinaugunado en :1aeucaristía,
Cristo mismo beb~rá el vÍinionue\'o (Mt, Mc)en medio de los
apóstoiles (Mt),. como primer comensal de la gozosa asamblea, cuan-
do haya ,entrado en su reino.
La presenoia de Cristo a 'los 'Suyos forma la balSe de tloda la
dootri'l1aeucaristica 45. Ella es la que permitirá 11aunión identificante
COll1 Cristo, sin la cual no hay participación en ,la muerte y en la
resur'r'ectión.

b) Banquete sacrificial.
Cristo no se hace presentel a sus discípulos :'eIll un instante cual-
quie'1"a'de su exisrt:encia,sea antct> o depués dd sacrificio. Según
el mato del la cena, la comida que Él preside es'l'a comida sacrí-
ficíaa de su ofrenda enl la cruz.
Jesús inv1ta a [O\S fieiliesa su mesa, pues 10 que les ofrece es su
«cuerpo 'entregado por vosotras», «la sangre derramada por vos-
atrasen Demisión de lbs pecadOlS,».Jesús ofrece el poo y el cáliz
no sóJo por ser eI1 cuerpo y 'la sangre, sino cuerpo y sangre ofre-
cidos a Dios por dIos. El liturgo del la cruz llama a sus fieles a la
comuIllión sac:rificiaJ.Conforme a las exigencias de un banquete sa-
crificial, Cristo, se halla eIJ1 estado de víctima. Da a beber <dasangre
del nuevo testamento, derramada por muchos» (Mt, Mc), una sangre
de sacriicio.
A pes'ar dd estado de víctima, ei cuerpo de Cristo no se encuen-
tra ya 'en la eucaristía reducido ala kenos¡'s extrema de la muerte
en cruz. Para san Pablo e,s un alimento espirituaJI: «No quiero,
hermano¡s:, que ignoréis que nuestros padres ... comieron todas el
mismo pan espiritual y todos bebieron la misma bebiid'a espiritual»
(l Cor 10, 1-4). Israel pos:eía una figura del pan único y espiritual
que alimentó y uiIlÍó al pueblo nuevo. El pan del desierto, merecía
llamarse «espiritual» por su origen y por representar la realidad.
Pero e[ p'an de la Iglesia es espiril1ual en sí mismo, conIStituyendo
eílespiritu su fuerza nutri'tiva; es el cuerpo de CrÍlStovivificado por
el Espíritu. La eucaristía realiza de 'ct>tasuerte otro supuesto del
banquete sacrificiai. Dios no convida a la illelSa a los oferentes
sino después de haber recibido la víctima y haberIa integrado en
el dominio de 101 divino. La vícti'ma no puede convertirse en manjar
sagrado antels de haber llegado a:I término deil sacrificio, consa-
grada a la divinidad. El gentH qUie ofrece a los demonios y lU'ego
come de su mesa, se une con eílIos"ya que toda vÍCtima reCii:bida
por una divinidad se hace propiedad suya y lLeva la señal de su
presencia; según Ilos casos, es tran:sformada en la santidad de Dios
o 'entregada a los setre&deanoníacos. 'Lambién el fiel que come y
bebe de fa mies:adel Señor !asimila un manjar divinizado. El pan y
c:l cá:liz de bendición son una oOlmuniiÓncon un cuerpo inmolado,
pero este cuerpo eiStá conrsagrado a 'la divi!nidad (1 Cor 10, 14-21).
Ahora bien, en la doctrina paulina al cuerpo de: Cristo fue divi-
nizado en e~ Espiritu Santo de la resurrección. Comemos «un pan
espiiritual», elcue:rpo de Cristo resucitado.
Así pues, la comunión con ·ellsacrificio de 'la cruz puede efec-
tuarse como presenCliadel cuerpo ilnmdlado y presencia deíl cuerpo
glorificado 46.
La paa-adoja de esa simultaneidad de ,la muerte y del la gloria
see:ncuentra hastae:n lose!lementos eucarÍJStiicoiS. El simbolismo de
las especies separadas, subrayado por las. palabras, de Cristo: «Esto
es mi cue:l'po... Esto 'es mi sangre», se refiel'e a la inmolación. Pero
tates elementos son un manjar y una bebida, un principio de vida.
El pan sacia y 'ellvino embriaga, y ambos producen !la alegría; el
gozo de cada uno se mu1.tipLicapor el de: todos 10180 convidados, se
exterioriza y se canta: «Tomaban su alimento con a:le:gríay senci·
llez de corazón» (Act 2, 46). El simbolismo de la comida, de la vida
y de la alegría, es primordial; contiene también el de la inmolación,
pues las dos especies,. antes qu~ recue:rdo de la muerte, son un ali-
mento y una señal del vida; y la eucaristiaes sacrificiai en cuanto
comida, es un banqueltelsacrificiajl. H cuerpo inmoilado es:dado a los
fieles en la vida y la alegría. En fa eucaristía, como en anos miste-
rios" la muertielde: Cristo no se encuentra más que 'en ISU gloda.
Por I}otanto, en 'la gloria de Cristo se sientan los creyentes a la
mesa die su ,sacrific:io.ÉII mismo está pJiesente en m~dio de: los co-
mensaJles, comiendo y bebie:ndo en el verdadero festín del cordelro
(cf. Lc 22, 16; Me 14, 25). En su gloria, comulga con su propio
sacrificio" y con éIl comulgan todos los. que se unen a su cuerpo
glorioso. La eucaristía asume a los fie:les en la glorificación de
Cristo" arquetipo de toda comunión COII1 la cruz.
En esta comida Ise constituye la comunidad mesiánica, en ella
tiene su expresión: «Este cáliz es lia nueva institución» (Le 22, 20;
1 Cor 11, 25). El reino de Dios s,e revela en ella, anunciado como
un banquete, como una pascua cumpITida.En ella fundamenta la
Iglesia su unidad, pues todo banquete sacrificial establece ¡lazos in·
quebrantables mtre los convidados, como ya antiguamente ,la co-

46. San IGNACIO DE ANTIOQUÍA define la eucaristía: «La carne ... q11C sufrió por
nuestros pecados y que el Padre resucit6 por su bondad» (Srnyrn. 7, 1). 1':1hecho de
que la cena preceda en el tiempo a la muerte y a la resurrección 00 se opone a estas
conclusiones. No es inconcebible una presencia sacramental de Cristo muerto y resu~
citado antes del hecho hist6rico de la muerte; es postulada por la noción misma de
comunión sacri:fi.cial, corno ya 10 afirmó CONDREN, L'idée du sncerdoce el du sacrifice
de J.RC., p. 102. Nos parece, 'en cambio, inconcebible en .sí mistlHt nna presencia de
Cristo en la eucaristía bajo su forma terrena, y en todo caso contradice al contexto
sacrificiaI, inseparable de todo sacramento y de la eucaristía en particular.
mida del cordero sdlaba 'launidad del pueblo de Dios (Ex 12, 43-48).
Todos comen etlúnico pan que es el cuerpo de Cristo,.y todos forman
un solo cuerpo, que: es el de Crítsto (1 Cal' 10, 17).

c) Sacramento de muerte y resurrección.


Cristo invita a los suyos a 'la comida de su sacrificio a fin de
que 'entren con Étl eual sacrificio. Como lo había hecho el bau-
tismo, la eucaristía hace que los fieles entren en comunión con
la muerte misma de Cristo, asociándolos a su resurrección.
ReTOraeucari¡stía supera a,l bautismo en realismo. Si por el
signo bautismal nos hemos hecho presentes. en el sacrificio de
Gl1isto,el sacrificio mismo está presente en la eucaristía; no sólo
está abierto a nuestro eón por la puerta del signo, sino que entra
él mismo.
Porque la muerte del Salvador se hace pl'esente en el banquete,
illÍst1eriosamen1Je:
sin duda y, sin embargo, en su realidad. Según las
palabras de oonsagración, la bebida es una sangre: derramada en
el momento presente¡: «,la sangre de: la institución derramada por
muchos» (Mt, Mc) 47. En ,el texto griego el participio está en pre-
sente:; en arameo, él participio de: suyo intemp0fail 'es determinado
por etl conteocto: éste lo fija en eJ. presente. Porquel la sangre con-
tenida en 'la copa es «sangre de 'la institución» y por tanto una
sangre de: víctima (cf. Ex 24, 8). Según la fórmula de Lc y de
1 Cor, la copa es esta misma institución. Si 'esta institución no
existe SIDOI en la sangre derramada ddl Siervo (Le 1 Cor), esta
sangre es. derramada en ,estemomento 48. Según san Pablo, toda ce-
lebración de la ce[).!aproolama [a muerte del Señor, la proclama
«'como una realidad presente» 49.
No obstante, si la mue['te se hace pl'esente en fa comida, no se
repite comol la muerte del dios en 'las religiones mistéricas. La
muerte que 'la eucaristía proclama es la que 'sigue a la c:ena,la del
Calvario, de la cual habla Cristo en las palabras de la institución
(l Cal' 11, 26. 23 s). La única muerte histórica de Cristo bajo
Ponc[o PiJil,toes la que en el banquete se introduoe entre: los con-
vidados. NOIse presenta en su primera fenomenwlidad por la que
está incardiJtJ:adaen el. pasado; no lo podría hacer sino reproou-
47.«La sangre de Jesús figura en la copa en calidad de sangre derramada», LA-
GRANGE, Évangi/e se/1m S. Marc, París '1920, p. 355 s.
48. Lucas lo afirma expresamente, salvo una incorrección gramatical de que no
parece capaz: «Esta copa es la nueva institución en mi sangre, derramada ... »
4'). ef. BEHM, T. W. z. N. T., t. III, 739.
ciéndose en una nU'ervamuerte. Peto no se reproduce. Aparece en
el desarroHo de nuestra historia, sin repetirse siquiera: el rito
de la cooa no esboza ningún gesto de ofrenda que renueve el sa-
crificio en su devenir; es un rito de comunión con una realidad
presente.
En la comida pascual, bajo la forma de pan y de vino, signos
de vida, y en ell gozo se halla presente la muerte en la vida glorio-
sa, en su término glorioso, en el cual] els consignada en su actua-
lliidad por etl Espirl~tu de la resurrección.
Inmutablemente fijado en su coronamiento celeste:, el sacrifioio
se exterioriza en nuesrtro eón, al mismo tiempo que el cuerpo de
Cristo 00 ell quel está· presente 50; les de nuevo tmdu:cido en la histo-
ria terrestre por el intérpre:t:edel sacramento, y por est'e:hecho vuelve
a ser terreno y temporail. Esa traducción en signos es nooe:saria,
'pues 'el sacrificio de Oristo es esenc!Ía1menteceles:tialen :su con:suma-
ción, y no puede: V'olVíera entrar en nuestra histoáa bajo su forma
propia.
La eucaristía introduce: la plenitud del sacrificio de Cristo en el
cuerpo terfelstre del señor, la Iglesia, en el que el sacrificio no existe
aún más que en su dervenir; y lo arrastra hacia elsta plenitud, porque
forma con todos juntos el cuerpo único de Cristo (l Cor 10, 17)
muerto y resucitadül, inmolando: así a los que alimenta.
La muerte histórica, única y nunca reiterada, se hace presente
en su aotualidad, en su estabJe plenitud, en su término que es la
50. La doctrina que exponemos aquí y en los cc. 4 y 6 se distingue de la de dom
O. Case!, para quien, si lo entendemos bien, el rito litúrgico, en cuanto rito, tendría
la virtud de hacer presentes la muerte y la resurrección del Señor. Según él, esto su-
cedería con los sacramentos y con cualquier rito, con la oración de la comunidad por
ejemplo, etc.
El rito no tiene este poder por sí mismo, por la sola virtud del simbolismo, sino
porque une al fiel con Cristo en el acto redentor. Aun fuera de la celebración Iitúrgica,
el fiel vive en este misterio (GaI 2, 19 s), en cuanto está unido a Cristo.
En Cristo mismo, fijado para siempre en la cumbre de su actividad redentora, es
donde está presente el misterio: ésta es la realidad básica. Nos está presente en cuanto
Cristo nos está presente. La Iglesia está en Cristo, y Cristo en ella; por el hecho
mismo, ella está en el misterio pascual, y el misterio está en ella. Los sacramentos
nos introducen en este misterio al mismo tiempo que nos unen al cuerpo de Cristo.
N O' hacen que la muerte y la resurrección entren realmente en nuestro eón sino en
cuanto que identifican a la Iglesia con el cuerpo de Cristo en su muerte y en su resu·
rección. Sólo la eucaristía introduce en nuestro eón el misterio pascual CIue está en
Cristo por el hecho de hacer realmente presente a Cristo mismo.
También las otras acciones litúrgicas nos unen al misterio, pero en cuanto que nos
unen a Cristo. Por ejemplo, la oración de la comunidad reúne a los fieles en Cristo.
Ahora bien, la Iglesia está reunida en Cristo en su muerte y en su resurrección. Por
esta razón la comunidad de los fieles es aprehendida en su oración por el misterio
pascua!.
Una vez más repetimos que no es el rito como tal el que hace presente la muerte,
según sucede en las religiones mistéricas a que se refiere dom Case!. Exceptúase la
eucaristía, pürque en ella está presente el mismo cuerpo de Cristo. El misterio pascual
está presente en el cuerpo de Cristo y en la Iglesia, que es su cuerpo.
gloria. Se incluye en nuestra historia sin volver a repetirse:. Si
pencllra, lempe:ro,en e'1devenir, penetra ,enla Iglesia, que experimenta
el conitacto deL úlllico sacrificio en eI1banquete. No hay, pues, nada
de nuevo aquí en el sacrificio de Cristo, S!1nO su l'esurgimiento sacra·
mental en nuestro tiempo y su prolongac:ión sobre Iacomunidad.

d) Sacramento de parusía.
Realización perfecta de la Iglesia terrena, el banquete cultual
lleva en sí todo e[ dinamismo escatológico propio del pueblo de
Dios sobre 'la ti:e:rra.Es un banquete: de'!fin de los tiempos, celebrado
con Cristo resucitado, en quien está 'el fin del mundo. Se produce
la parusía, es decir, la presencia de Cristo; mientras tanto el Salva-
dor llega de incógnito 51 pero su venida es real, semejante a la última
en sus rasgos esencia:1es: se: produce: en la Iglesia lo mismo que: la
pamsía final; un juicio se celebra en la parusía eucarística (l Cor
11, 29-34), cuyo criiterioes el dd úliltmo día: el cuerpo de Cristo
y la posición del hombre, para cOlllSigomismo. El que: es indigno del
cuerpo de Cristo come: y bebe: su propia condenación.
A pesar de: la rea:lidad de esta parusía y por su causa, en ninguna
parte se manlifiesta con tanta agudeza:la tendencia de la Iglesia hacia
la ú[tlilmavenida. Según ,el testimoniol de la Didakhé (lO, 6), la
pSicollogiade 'la fracción del pan. Se 'cxpJ1esabaen la exclamación :
«¡Manma:tha, ven Señor!» Mientras que en medio de la comunidad
se afirmaba la muerte de Cristo, 'los fietes proclamaban su 'expecta-
ción y su deseo: «Anunciáis la mue:rt!eldel Señor hasta que Él
venga» (l CoT 11, 26) 52. El anuncio de la muerte e:s necesaria-
melll!t!eanUlnciode Ita resurrClCCióny,. en consecuencia, de la parusía.
De eSitle:
modo la leucaristía es una pascua ya presente ya:1 mismo
tiempo una parasceve, una víspera de fiesta. Está adaptada al tiempo
intermedio, una pamsia que coexiste con nuestro estado de: carne
y, sin embargo" una presencia que es una aspiración,. un alimento que
excita ailhambre: al mismo tiempo que 'la sacia. Es la meta akanzada
por antic:ipado, y todavía muevel al pueblo, 110 acompaña, lo nutre,
como viátiie:oidd éxodo y roca que: mana agua, presente: en todas
las etapas (1 Car 10, 3 s).
¡Comp:lejo misterio! La eucaristía une al creyente con los dos
.11. La expresón es de E. \VALTER, Das Kommen des Herrn, Friburgo de B.
I (J.I.~. p. 33 .
.le. La frase griega expresa una finalidad. eL F. BLASs-DEBRUNNER, Grammatik
des llll. Griechisch) 11943, 383, 2; J. JEREMIAS, Die Abendmahlsworte Jesu'J Gotinga
:11 ~J.1I)J p. '118.
extremos de la historia, con la pascua de:!.Sa:lvador y con su parusia.
Comeréis :el cordero todo entero, había ordenado Moisés, <da caberza
con lols pi,es....» (Ex 12, 9); es dec:i.r,comulgaréi.s con Cristol en su
mi'sterio toltal, 'explica un autor antiguo, con el Cristo de las dos
extremidades del tiempo 53. La Ig¡les.mno se s~ente dividida por esa
orientación hacia fos puntos extremos de: su tiempo, pues está reila-
cionada oon un soJo hecho que se manifiesta en los dos extremos de
su histor~ terrelStre, inauguración aquí,. consumación allá, y cuyas
eucaristías forman las reveJaciones adaptadas al tiempo intermedio.

San Juan exige párrafo aparte:. El pensamiiento de' la eucaristía


se revela a lo largo de todo ell evangelio con alusiones y símbolos
múltiples, siendo la única afirmación explícita la del capítu1lo6, yen
éste sólo aparece:exprelSo al fina:!.Se:podría creer que en este cr.¡an-
geillio,tan ootamentle sacramentario recapacita sobre hechOlSy pala-
bras de Cristo a través de laexpefiiencia euc:arística 54.
Mientras que 100 sinópticolS ponen de relieve 'el carácter social
de la salvación mClSiánica,venida a~ mundo a modo de un reino, san
Juan haoe resaatar su akance individualt Por 10 mismo la eucaristía
es para él, más que un banquete, un manjar distribuido individual-
mente: «el q¡ue:come mi carne» (6,. 54), una cena íntima que reúne
a Cristo y al fiel (Apoc 3, 20). Esta carne es sin embargo «entl'egada
para 'la vida de!l mundo»cntero.
La liturgia primitiva estaba ligada a la cruz y a la resurrección;
la eucaristía sanjuanlista se remonta a la encarnación: es el pan de
Dios deb¡ljo dell delo para dar Uavida al mundo (6, 33).
Pero aquí tenemos, un caso típico que prueba que el evangelio
de la encarnación es un C1vange1lio pascual, que la encarnación se
enfoca a través de la muerte y en la gloria. Porque este pan del
cielo es <da carne entregada para la "ida del mundo», y la sangre
dada como bebida (6, 53) supone la inmolación de Cristo. Se ha
podido decilr: «La idea de la pasión y de la eucaristía están tan
estrechamente asocliadas en nuestro evaagelio como en san Pablo
y en los relatos sinópt.icolS.5.'.
El episC'dio en que Jesús camina sobre: las aguas que, junto con

53. eL In Pascha 2,. PG 59, 728.


54. O. CULLMANN, Urchristentum uncl Gotl'csc!icnst, Basilea 1944, p. 33~77.
55. A. LOISY, Le Quatrihne Évangilc, París 1921, 1'. 242.
el miJlagro de la multiplicación de 101S panes, rintroduoe el discurso
euearístico, insinúa quel ,e¡}pan. dado por Jesús no es el cuerpo en su
ten'estre mat:eriailidad. A los judíos qrue secfeian convocados para
un festín caníbal, Jesús responde: «¿Esto os escandaliza? ¿Qué sería
si vierais al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? El Espíritu
es CI1 que da la vida, :la came no aprov,ocha para nada» (6, 61-63).
Pone a aqu:eHas gentes en camino de una justa comprensión. La
carne de Jresús, tail Clamose la puede ver y pa]par, y su as:imilación
física, no servirían para nada. El Espíritu es lel principio de la vida
eterna (3, 5 s), y es el cuerpo de Jesús en enan.tO!qUleel Espíritu
obra por él. La g10rificación pondrá a Jesús en condic~ooes de darse
como afim~nto. iBasta ya de murmurar! En mi gj10rificación 10
entenderéis 56; sabréis que: mi carne vivificada en el Espíri'tu es la
que yo daré en alimento, pues sólo el Espíritu es prinClilp1lh de vida.
«Mis palabras - <lascosas que yo proponga - son [realidades] de
espíritu y de vida» (6, 63).
Esta doctrina eucarística es fiel a la declaración de la fiesta de
los Tabernáculos. Mediante su fe:, el creyente se acerca al cuerpo
de CristOIyen él apaga la sed con las aguas del Espíritu; pero
esa!S aguas no broltan sino después de la glorificación (7,. 37-39;
6, 35). El agua que mana con la sangre d'el1costado atravesado prueba
que la carne y el espíriltu están asociados, que la com~da es «es-
piritual».
Esta comida es al mismo tiempoelScatológica. la comida de la
perfección finai; po!rque este pan es «la earne del Hijo dell hombre:»
(6, 53), de ese: Señor del fin de '100 tiempos, que resudta a ,los muer-
tos (5, 29). Quienquiera que: coma este pan resucitará el último día
(6, 54), porque DiJos, ha dado la gj10riaal Hijo, en su hora, a fin
de que toda carne sea vivificada por El (17, 10; 5, 25).
La eucaristía es, pues, también pa:ra san Juan un sacramento
pascua!. Por estO!,:antes,de relatar la multiprlicación de tos panes,
observa: «La pascua estaba próxima» (6, 4).
La síntesis de los datos escriturísticos nos lleva a la condlusión
de la identidad fundamental del bautismo y la eucaristía, en cuanto
a sus efectos. Por ambos ritos la vida pascual de Cristo irradia sobre
los fieil.es.,dándotles a!ctlesoen su cuerpo ail acto redentor 57.
56. No solamente el milagro de la exaltación apoya la autoridad de la palabra de
Jesús - el recuerdo de otro milagro hubiera surtido el mismo efecto -; demuestra
taT1lhién su verdad, pues· sití1a la carne de Jesús en ese estado espiritual que la hace
saludable y resuelve toda objeción.
57. No es nada extraño que el hombre que, con su fe en la redención, se somete
;11 sacramento, salga justificado en virtud de tal sacramento (ex opere operato), ya que
é~tc aplica al creyente la acción justificadora que actúa en el cuerpo de Cristo.
Vaúos textos nos, han inducido a entender el bautismo como un
rito de comunión sacrificial. Afirmándose 'evidentemente la eucaris-
tía como tal. e1 íntimo parentesco de los dos sacramentQIS'extiende
esa e~ideIlJciaal bautismo 58. En uno y otro se une el fid al cuerpo
de Cristo, iillmolladoen ~a carne y consagrado ,en el Espíritu divino;
por ambos participa de la propia comunión de Cristo con su sacri-
ficio: del 'la resurrección. En la comunión se halla é'1mi,smo sacri-
ficado, pues se identifica con un cuerpo en que el sacrificio perma-
nece del modo estable.

11. LA ASIMILACIóN DEL MISTERIO PASCUAL


POR LA IGLESIA

Por la puerta dd apostolado y de los sacramentos, el misterio


pascual está abierto a los hombres, ct;. comunicabile y s'e comunÍlca.
Bero queda para los hombres el acercarse a é'1y asimi'lárselo. Esto
lo hacen por medio de la fe, por el esfuerzo de una vida criJstiana
y por la aceptación de los sufrimientos y de la muerte.

San Pablo posee: sobre este punto una síntesis doctrinal; y hay
que comenzar por éil. Después de haber expuesto el plan de su sis-
tema, uno se pregunta si no prolonga a'1gunas Hneas ya trazadas
en los 'e~angdLos.

El objeto de la fel cristiana no es Dios simplemente, sino Dios


que resucita a Cristo 59. Los judíos creen según e~ credo mosaico
(Deut 6, 4); sin embargo, 'Son contados entre los fieles (2 Cor
4, 4): no creen ,en Dios que resucitó a Cristo.
58. Desde este punto de vista también el sacramento obra ex opere olJcrato. Los
antiguos pensaban entrar en la sociedad de Dios por el hecho de sentarse a la mesa
de Dios y alimentarse del manj ar divino. Ahora bien, la víctima que se asimila en
la comunión cristiana ha sido divinizada más que simbólicamente: el banquete es pro-
piamente divino.
59 Rom 4, 24; 8, 11; Col 2, 12; 1 Petr 1, 21; cL T'OLlCAIU'O, Phil. 3, lo
«El tÚulo característico que el apóstol da en adelante a Dios es: Dios Padre, que re·
sucitó a Jesucristo de la muerte.» J. M. SRAW, Dict. 01 the AjJoslolic Church, arto Re·
surrection 01 CMist, p. 330; E. STACFFER, Theologie des NT, p. 221 S.
Para san Pablo, la fe de Abraham constituye un esbozo profé-
tico de 'la I1Juestlra.Como ésta, ti!ene por objeto el poder de Dios
que da vida a 'los muertos: «Abraham es padre de todos nosotros ...
Creyó en Dios que resucita a los muertos y que llama a la existen-
cia a 'lo que no es.}}Creyó en la promesa d~ una descendencia, a
pelsar de que Su cuelrpo carecía de vigor y dI seno de Sara estaba
amortiguado. Y esto precisamente le fue computado a justicia
(Rom 4, 16-22).
Nuestra fe es 'Slemejante: «y. no sólo por él [Abraham] está
esc:ritOlque le fue computado, sino también por nosotros, a quienes
debe computan se; a nosotros que creemos en el que fesudtó de
entre los muertos" nuestro Señor Jesús,. que fue entregado por
nuesl.'rorspecados y resucitado para nuestra justificación» (Rom
4, 23-25).
A pelsar de los rasgos de semejanza, la superioridad de nuestra
fe 'Sobre ~a de Abraham es aHísima. Mientras que el padre: común
Ci[reyóen una vida humana suscitada en un seno amortiguado, nues-
~ra «f'e 00 la acción de Dios que resucita» trene por objeto un don
de vida celestial: Dios resucitó a un hombre, Cristo Jesús, para
nuestra sailvación, dlevándolo a su propia vida divina, 'en el don
total Idel Espíritu Sa;nto.
Toda la fe del fi'el se concentra en este hecho divino. Se define
con una palabra: tIa «fe 'en la acción de Dios que le resucitó de
entre los muertos» (Col 2, 12; cf. Rom 10, 9; 1 Cor 15, 2 ss;
2 Cor 4, 1318;Eph 1, 19; 1 Thes 4, 14). Cree en Diü'8, cuya volun-
tad de salvac:ión se afirma en la resurrección de Cr~sto y 'en Él
juzga al mundo 60. La resurrección de Jesús de tal manera consti-
tuye 'eiIobjeto esenciall de la fe, que s~ Cristo no hubiera J.1esuci-
tado, la fel sería un puro sueño, estaría vacía de todo c:ontenido
(1 Cor 15, 14 s).
De este moido el objeto de la fe no es Dios en su tranquilaesen-
cia, un Dios estávico en 'Su inmóv~l prefección, sino la persona de
Dios que, por la acción jusüficadora y justiciera de: la resurrección,
i:rrumpe en nuestra hisltoria, nos impone una decisión y modifica
radic:a'lmentelel curso de' nuestro destino.
Esta revelación de la sa:lud de Dios se reaHzaen ila persona de
Jesús. La fe c:ristia:na 'está centrrudatodaeHa en Cristo Señor, el
de la resurrelcción de entre 10ls muertos. «Cristo es el Señor»
(1 Cor 12, 3; Phi[ 2', 11; Rom 10, 9), tal ClS Il~afórmUlla61 de las más
ÓO. En el doble sentido de una justicia de justificación y de condenación.
ó 1. CL O. CULLMANN, Les premíeres confessions de foi chrétiennes, París '1948.
antiguaiS profesiones de fe. Con1J~enetoda la fe crilsUilana,y pa r-
tiendo de ella se desarroHa el síl)1balo 62.
El objeto de 'la fe elS,pues, esencialmente soteriológico: Crb;to.
Señor dell mundo que ha de sa'lvar y juzgar. En Oristo resuótado.
la fe encuentra al Padre que por nosotros engendra a Oristo y nos
da el Bspkitu Santo.
La esperanza elstá íntimameníle ligada a la fe, hastaell punto de
no diJstinguirse netamente de 'eHa;es la fe en su deseo y en su certeza
de ver en nosOltrolSlareailización de 10 que ()me ya cumplido en
Cristo. Los crist:i,anolsSOIl, al mismo t~empo, creyentes y «gentes que
esperan en Cristo» (1 COI'15, 19).
Lo que haoel d. objeto de la fe, d poder de Dios obrando en
Cristl) la salvación del mundo, constituye al mismo tiempo el mo-
tivo de esperanza. Qu,i,ense 'comprome1Jeenesta re, noescaipa a
la espe['anza (cf. Ti,t 1, 1) 63.
Con esta doctrina d'e la fe, los otms autores proporcionan bos-
quejos y a veces fórmulas precisas. La fe de 100 sinóptJi:costiene
por objeto a DÍds 'en \SU poder instaumndo 'e1lreino y :es inseparable
de 'la espe['a:nxa.En 1'00, HechOlS,la fe es ¡la re:spuesltaal anuncio de'
la exaltación mesiánica de Jesús, y los fieles invocane:1 nombre del
Señor (2, 21; 9, 14). Para san Juan, el obj1eto de la fe 'es «Jesús,
el Cristo, 'e] Hijo de Dios» (20, 31); la idea mesiánilca y soterio-
lógica es inseparable de ella hasta el punto de permanecer a su
esencia: «Yo so~ la resurrección y la vida... ¿Crees tú 'esto? Sí,
Señor; yo creo que: tú eres el Cristo, cl 'Hijo de Dios que viene
a ,este mundo» (11, 25-27). El acto de fe consiste: en cree:r que
Jesús es enviado por e! Padre (17" 8. 21), «que 'es El» (8, 24. 28;
13, 19), es decir, que en :él está el sm divino para nues1Jrasalud,
que Éiles, resurrección, pan de vida, para el mundo. La fe:se mueve
hacia el Hijo de Dios salvador del mundo; su objeto preciso es
Cristo erxa]tado por la cmz; la fe: se acerca al cuerpo traspasado
y va a bebelr d~l Espíritu (7, 37-39).
Haciendo caso omiso de los matices que cada autor pueda dar
a este enunciado, podemos concluir que la fe cristiana tiene: por ob-
62. Como 10 hace notar O. CULLMANN, o. c., p. 42, la fe trinitaria, por ejemplo,
tiene su punto de partida en la revelación pascual, pues en la resurrección el Padre
engendra al Hijo en el Espíritu Santo, y por el Hijo que engendra nos comunica el
Espíritu. En RaID 10, 6-9, san Pablo resume la fe en la encarnación y la obra redentora
en la confesión de la resurrección de Cristo y de su señorío.
63. La fe es una virtud dinámica, todo lo emprende, no duda de nada. Creer en
la resurrección de Cristo es creer que en adelante nada es imposible. El hombre se
alista en la obra divina de la justificación con plena seguridad; el apóstol 110 retrocede
ante nada porque el evangelio es fuerza de Dios (Rom 1, 16) Y trabaja con impertur-
bable certidumbre en el derrumbamiento total del mundo.
jeto a CrilSto y la acción redentora de Dios en Critsto', acción que
culmina 'en la resurrección.

H fiel no dClja(ielenc:ontrar la salvac~6nde Di'os, hacia b que


se dirigeoon ciimpulso (líela fe.
El misterio de pascua se manifiesta y se ofrece: al hombre en el
apóstol y en los ritos sacramentales. Por la, fe él hombm se orienta
hacrra 'esltelmistelio, se abre y lo acoge.
En eso consiste la virtud de la fe: introduoe 311 hombre en eil
misterio pascual y te permite asimilarlo: «La :exce<lsagrandeza del
poder [desplegado enia resurrecoión de Cristo se ejerce] para con
nosotiros, los creyent'es» (Eph 1, 19). «Con Él fuimos sepultados
en el bautismo, yasimalsmo fuiimos resucitados con Él y en Él por
la fe 'en el poder de Dios que 'le resucitó de entre Ios muertos»
(coI2. 12) 64. Aunque no 10 diga explíciitamente,el apóstoillo atestigua
en términos equiva:lentes. Nuestra vida de resurrección se, define:
la vida «en la fe del Hijo! de Dios ... que se entregó» (GaJi2, 20). La
promesa del Espíritu, realizada en la resurrección de Cristo, se cum-
ple para noSotrOlSen v~rtud diela fe: «Para que po1rla f'e recibamos
la promesa del Bspiritu» (Gaff'3, 14; d. 5, 5). La pres!enc:rade Crítsto
en nosotros, la peTmanente comunión pascual" es clefecto de Ila fe:
«Cristo habi,taen nuestros corazones por la fe» (Eph 3, 17). Y lo
mismo nuestra pr'esencia en Cristo: «Para ser hallado' en Él, no en
posesión de mi justicia... sino de :la justicia que se obtiene por
la fe» (Phil 3, 9 s) y que propmciona la experiencia de la muerte
y de la resurrección. La filiación di,vina de Cristo, manifestada en
su resurrección, y lolSprivilegios que de ella dimanan, taJies como
las prerrogatilvas mia~eIS,todo es comunicado por la fe: «Llegada la
fe, ya no estáis bajo el pedagogo, pues so[s todos hijos de Dios
por' la, fe que: está 'en Crilsto Jesús» (Gal 3, 25 's).
Según el cuartoervange:lio, la fe constituye 'la marcha del hombre
hacia Cristo, pose!ooor de: la v~da. Cree:res venir (5, 40; 6, 35 Y
palSsim). Jesús lleva en su cuerpo glorificaJdo (7, 39; 6, 62 s) la
fuente! de: vida; ei hombre: viene a :él por la fe y bebe: e:nsu costado
traspasado eQEspíritu que de: é'1brota.

64. Dos elementos cooperan a la unión del fiel con el acto redentor. Vistos por
llarlc del fiel, uno es como un medio (EV) en el que se establece el contacto, el bau~
ti.'"JlIlO; el otro, la fe, es un instrumento activo de apropiación de la resurrección (oüi)~
La fe posee la virtud de; introducir al hombre en el misterio dd
Cristo pascual, porque no es solamente unasenVimiento intelectual.
es además un don de sí del hombre a Dios mediante una adhesión
total a Cristo resucitado, un asentimiento vital del hombre, en su
fondo más íntimo a otro principio de vida.

Todo conocimiento supone una connaturalidad con el objeto, y


'la adhesión a otro, una armo'llÍa. Ahora bien, Cristo resucitado,
objeto de 'la. fe, está muerto a la sarx, y vive en el pneuma. Para
establecer el contacto con Él, la fe hace que el hombre sufra la
muerte, y en la muerte le hace adherirse a Cristo vivo. La fe es un
conocimiento.
Por 'la fe, el hombre renuncia a encontrar en. sí el centro de
su vida, él punto del apoyo' de su valvación, y 10 coloca fuem de sí
mismo, en Dios que vivifica a Cristo. Mientras el judío descansa
en sus p['ivi:legiosde raza yen sus' obras, y queda encerrado en la
suficiencia de su ju&ticia (Phil 3, 9; Rom 9,. 32; 10, 3), el creyente
considera como valores improductivos y perjudiiCiales todo lo que
según la carne le pareCe ganancia (phil 3, 8). Sale fuera de sí en
busca de una justicia que: no' ha merecido (RaID 3, 28; 4. 5; Gail.2,
16; Eph 2, 8 s; Phi'13, 9). Cree en la justiC'ia de Dios que Se comu-
nica en Cristo y se gJ:orificaa su vez, pero no con sus obras, pues
su suficiencia 'e~tá en solo Dios (2 COI' 10, 17; Phil 3, 9). Arries-
gadamente echó el anda de su cer1Jidumbremás allá de la seguridad
dada por la carne, y la fijó en la muerte y 'la resurrección de Cristo
Jesús (Phil 3, 3-11).
La. adhesión intelectual a ~a pa'1abra apOlStólicaes ya un renun-
oi;amiento a la autonomía del pensamiento y a 'la seguridad que uno
encuerutra en su propia inteligencia, una puerta a~erta a 1a inva-
srón deil pelllsamÍJenttoajeno. Máls profunda todavía es la renuncia
compJeta a la autarquía del hombre: la Iees U[]iaobediencia (Rom
1, 5), una auténtica esclavitud para con Dios (2 COI' 10, 5; Rom 6,
17 s). El creyente se abre a Dios, se pone 'en relaoión con Dios; en
es,t:oconsiste la muerte de la carne. El corazón sangra y agoniza
cuando el hombre 1li,eneque volver de 'esta suerte al1 roconocimi'ento
de su impotencia radical, a la expropiación de sí mismo y a la 00-
trega total a la voluntad salvífica de Dios. Se desen,tiende de la
certeza que tiene en sus manos. (Phill 3, 3-7), renuncia a todo apoyo
scnsible hajo sus pi¡es, para creer en un mundo que: no ve, para
apoyarse en lo que naturalmente no exis,ve, pero que: fiado en la
palabra de Dios croo que existe. Todo 10 arriesga bajo la palabra
do Diols en Cristo.
San Pablo hab~a de una «ofrenda sacrificial de la fe» (Phil 2,
7; Rom 15, 16). Se llama metafórico a este sacrificio, pero hay
que: rcconoceren él una participación real en dI de: Cristo 65.

La fe que somete al hombr:e a la acoión resucitad ora de Dios


es en sí miSma un efecto de esa acción.
La palabra apostólica que la suscita está dotada de la dyoomis
resuc~radora de Dios. Recibida en el alma, obra por parte: de Dios
y la abre a la fe: «Os ha sido dado como una gracia ... creer en
Cristo» (Phi~ 1, 29). La profesión de: fe: en Cristo Señor, que asegura
al hOllllbre1a salud mesiánica (Rom 10, 9-11), es en sí misma un
efecto del don mesiánico, el Espíritu de Criísto glor:ificado: «Nadie
puede: de:oir: Jelsúse:sel Señor, sino en el Espíritu Santo» (1 Cor
12" 3). La fel que: imp'lica una muerte supone necesariamente un
don del Espíritu; pue8, si es una muerte a la came, no puede ser
más que una muerte con Cristo, y sólo se muere de esta manera
en la unión con la vida del Salvador.
Así 1a fe no soiVamenteintroduce ait hombre en el milstedo pas-
cual, sino que dla misma pert'en¡ec:e:al misterio; e:s un efecto de la
acción glo[ificadora dei Padre: en Cristo. Es simultáneamente causa
yefect\), creando eicontacto con la resurreoción y supollliéndolo'.
Se cuenta entre: 10ls medios de e:xpanlSiónde Cristo resucitado y
entre los metlio8 de asimilación de la resurrección. San Pabl:o dice
que Cris,to fUe resucitado con vistas a nuestra justificacián,es decir,
para prOlducirlay, por tanto, pam producir ante:todo la fel.La acción
re:sucitadora de: Dios en Cristo, !principio de justificación y creadora
de: un mundo nuevo, crea. en primer lugar creyentes..
Púr obrar en eilla la virtud resucitadora de Dios, la fe ejerce:
una causalidad real en la justificación. No es tan sólo «un supuesto
indispensable» 66 de: la justificación sacramental; su acción comple-
llWIlta la del bautismo: «Con É,1fuiste:i:ssepuhados 00 el bautismo,
65. El mártir es el tipo del creyente. Abandona una vida que posee por la vida en
Cristo, que no ve, pero en la cual cree. «A la fe se la puede calificar de gesto pascual»g
F. AMIOT, Les idées ma#resses de sai,flJt Pattl, p. 114.
(¡(;. A. \VIKENHAUSER, Die Christusmystik des h!. Paulus, p. 81 s.
en Él fuistcis asim~smo resucitados por la fe: en 'la acción de Dil}l~»
(Co¡ 2, 12). La justificación brota de la cohesión de: la acción Sa-
eramental y de Ila acción de la fe.
Aun cuando san Pablo afirma de manera innegable la eficacia
inherente al gesto bautismal, atribuye: al hombre mismo una acti-
vidaden la santificación sacrame:ntal: «Habéis sido lavados» (&.7t-
eAo{¡(j(xcr8e) por el bautismo (l Cor 6, 11). «Los que son de Cristo
Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias»
(Gal 5" 24). Esta crucifixión data del bauvismo (verbo en aoristo);
pefOl, contrariament~ a~ texto paralelo Rom 6, 3 s, no atribuye: la
muerte a[ rito sac:ramental, mas pone de relieve el acto voluntario
por e¡] cua!l el fiel f!ealiza, en el plano cOlllSciente,la muerte a la
carne: en ffi momento del bautismo 67.
La eficacia de esta actividad humana no podría ser meritoria,
ya que la doctrina paulina repugna a semejante: hipótesis. El hombre
aporta, empero, su concurso a ¡a acción de Dios en el sacramento. No
obra poc un concurso par'aielo: ambas: actividades se compenetran,
pues la fe: misma del hombre: es de:bida al Espíritu, y el Espíritu
es dadoelIl e[ sacramento 68. Sin embargo, la parte del hombre es
grande. Mediante: una v0!1untad positiva expre:sada parla fe acoge
a Cristo, al que haCe!presente el sacramento, y acepta la muerte
que consuma en él el mismo sacramento 69.

67. Cf. A. STEINMANNy F. TILLMANN, Der GalMerbrief, Bonn 1935, p. 160; ZENÓN
DE VERONA, Tract. Invit. ad fontem 11, PL 11, 477: «Iudicio vestro nascimini, scientes
quoniam qui plus crediderit, nobiliorem se ipse p,raestabit.» El que tenga una fe más
grande, la llevará con más nobleza.
68. No parece que san Pablo considere nunca la justificación realizándose fuera
del bantismo, por sólo la fe. Cf. A. LOISY, L'initiation chrétienne, «Rev. d'hist. et litt.
re!.» 1914, p. 1988', que LAGRANGEcita y aprueba con excepción del caso «en que la fe
perfecta aventaja al bautismo y el caso en que el bautismo no pudiera ser administt'ado»,
Épitre au", Romaims, París '1922, p. 152.
69. El cuarto evangelio presenta las relaciones entre la fe y el sacramento. Por
una parte, Jesús reconoce en la fe la virtud de adquirir la vida eterna: «El que ve
al Hijo y cree en Él, tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día» (6, 40).
Por otra parte, la virtud salvadora del pan celestial está descrita en términos idénticos:
«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en
el último día» (6, 54). Fe y sacramento operan la vida eterna. Todo el discurso euca-
rístico se mantiene en este enunciado: Cristo da el pan de vida que es Él mismo, el
hombre lo asimila por la adhesión a Cristo en la fe, adhesión que se expresa comiendo
el pan sacramenta1. La fuerza nutritiva está en el pan, pero ]a que come es la fe. Para
un análisis más profundo de la fe como virtud pascua], eí. F.X. DURRWELL, En Cristo
Redentor, Herder, B.rcelona '1966, p. 101-141.
La fe bautismal no es sino d comienzo de11argo esfuerzo, que
d fiel debe juntar a la fuerza resucitadora de DiOiS.

En el sistema pau[·ino, la necesidad del esfuerzo cristiano es mo-


tivada por la deficiencia de la rede:nciónen el mismo bautizado, en
la Iglesia y en el mundo.
La muerte bautismal y la resurrección, aunque reales, se han
cumplido en el misterio, dejando a disposidón del orden carna1 el
campo fenomenológico de la existenoia humana. Un remanente oon-
sitlemble de vetustez, un «hombre viejo» a1 que Ia gracia no ha
rejuveneCido, un «hombre exterior'», encubre aún «al hombre inte-
rior». La necesidad del esfuerzo cJiistiano por la santificación se
basa por una parte en este hecho, y por otra 'en ¡la'condenación tata:I
de [ra carne en eil bautismo,. pues en él el hombre está muerto con
Cristo '00 Ila indivisibilidad de su persona; está obligado a no vivir
más que s,egún 'eI,1 Espiritu, a pesar de ~os resiiduos de la carne. Hay
que someter al Espíritu la zona de resistencia; «Dad muerte a los
miembros d~l hombre terreno, la fornicación, la impureza... puesto
que OIS habéis despojado de:t hombre viejo con todas sus obras y
revestido del hombre nuevo» (Col 3,. 5. 9 s).
La ocasión se presenta en todas las acciones de la vida cons-
ciente, pues en toldos sus actos, el hombre interior pugna con la
carne. Ésta opone al espíritu sus instintos ysu fU'erza de inercia;
10ls pr,imeros intentan atraer al fiel a ilia:sprácticas antiguas, y la
segunda 'entorpeice el desarrollo de la vida nueva.
Es predso que una ascesis restrictiva cercene «log miJembfOlsdel
hombm terreno» y haga morir para dar la v~da: «Porque si vivís
según la carne, moriréis; pero si con el espíri!tu dais muerte a las
obras del cuerpo" v,iviréis» (Rom 8, 13). Además, una 'asoesis pOlSi-
tilva debe venir en socorro de1l impu:]soespiritual, para poner al nJi~el
del espíritu la natundeza humana, entorpecida por [a carne: «Cami-
nemo&'en no~edad de vida» (Rom 6, 4). «Corred de modo que oon-
sigáis 'el premio» (l Cor 9, 24). Ambas ascesis san una «mortifi-
cación del hombre viejo» y se e}ercen 'en cada acto rea:lizado en e:l
espíritu.
La deficiencia de la redenoión y la lucha 'en el interior del hom-
bre repercuten a través del universo.
El bautizado permanece sujeto a «este cosmos» condenado, del
que, sin embargo, está separado en principio. A pesar de ese estado
de hecho, es necesario que el fiel viva según el prinoipio planteado
y la condenación dictada, «que qUlÍJenesdÍsfI'utan del mundo vivan
como si no disfrutasen»; los que están casados, los que se alegran
o 'los que lloran según e:l mundo,. vivan como si no estuvieran casa·
dos, como si no seailegrasen o no llorasen, porque este mundo se aca-
ba (lOor 7, 29-31).
No se trata solamente de una abstención, sino de una dilscoI'dia
y una [ucha con las dimensiones cósmicas (Eph 6, 12). En el fiel
aún itnsuficielntementeposeído por la gloria de Cristo, se encuentran
y enfrentan el mundo de aquí abajo y la nueva creación. «Los sobe-
ranos de este mundo de tinieblas» (Eph 6, 12) se coaligancon la
fuerza insidiosa que le queda a la carne, y forman con ella un blo-
que de resistencia que Cristo ha de reducir en su día, cuando resu-
cite a los muertos.

La meta de la necesaria ascesis caraoteriza su naturaleza, dife-


renciando el trabajo cristiano de cualquier otro esfuerzo ascético.
SÓiloes cristiana la ascesis que tiende hacia la msurrecoión en el
Espiritu. Tal trabajo no encontrará al Espíritu en el término de su
esfuerzo, a no ser quee[ milsmo Espíritu estuviera en su origen. Bl
Espíritu es tanto el principio como el fin: «Si con le[ Espíritu dais
muerte a las obras de la carne, viviréis» (Rom 8, 13). Ninguna
3Jscelsi!s
'logra abrir para Cdsto e[ yo del hombre, sino por el Espíri'tu,
principio de universalismo para Cristo, y prino~pio de c0!ll1pene tra-
1

ción de la personal'idad humana por la de Cristo.


Esfuerzo de espiI'itualización, :la ascesis supone además una co-
munión con Cristo glorificadO', única fuente de[ Espíritu. No es la
ascesis eil soporte de semejantes sufrimientos., sino, al igual que
la muerte bautismal que desarrolla, es [a muerte misma de Cristo so-
portada en 'el fiell,para que en él crezca Ila resurrección de Cristo.
Bl fiel «sufre con» Cristo (Rom 8, 17), '10 mismo que «muere con»
Él en ea bautismo.
La mortificación es un amor que se manifiesta. Parte de una
comunión con Crilsto y busca otra mayor. El Espíritu que se halla
en su origen y se despliega gradas a cila es la caridad de Dios
(Rom 5, 5): d amor es e[ alfa y la omega de Ila mortificación. Ya
la teología del los sinópticos caracte~'iza así a la abnegación: «El
4l1e pierda su vida por mí" [a hallará» (Mt 16, 25 Y par.). Para
ser cdstia:no y hallar la vida, e:snecesario perde:r1apor su causa.
Dejaremos, a las palabras su rico contenido, cuando el apóstol
da a la abnegación e:l nombre de: sacrificio y all cuerpo de[ fie::l10
Il'ama hostia (Rom 12, 1). Por humilde que sea, cuando no es
más que la lucha contra [os malos instintos, constituye la muerte de
Crílsto en el fiel una partidpación en el sacrifioib por el cual Jesús
se ofreció a laemp~eJsa de la gloria d~vina.
Tal debe ser' la mortificación para considerada entre los medios
de apropiación de ~a resurrección. Cualquier otro intento de dar
muerte a la naturaleza no surtirá otro efecto que crear un obstáculo
más al dominio deIespírtitu.
Ya se reveló Jesús contra la ascesis superficial del judaísmo,
que querían imponer a 108 discípulos, oponiéndoles la primacía del
cuito interno (Ma 9, 13; 12, 7). San Pabilo choca en sus comunidades
con vicilSitudes ofettlsivas de la ascesis carnal, restos de judaísmo o
de filosofías paganas:. «No cojas, no gustes, no toques» se: dice a los
fieles (CoII2, 21). Se les quiere: imponer 'la oiircunci:sión,abstenciooes,
observancias de días, de meses y estaciones (Ga'!, passim). Los guos-
tizantels, de lois que hab~an las cartas pastoraJliets(l Tim 4, 3), pro-
híben el matrimonio y e[ uso de ciertos alimentos. Esos falSOls
ascetas creen encontrar una pureza y una perfección que la unión
soíla con Cristo sería 'incapaz de conferir.
Instintlivamente siente d apóstol en tal ascesis una negación
de aracruz y de la resurrección: «Si con Cristo estái,s muertos a los
ea1ementoscósmicos, ¿por qué, como si vivieseis en el mundo, os
dejáis subyuga,r? No COijas,no gustes:, no toques... Si fuisteis, pues,
resucitarlol'lcon Cristo, buscad las cosas de arriba» (Col 2,.20-3, 1).
En lugar de r'ep'rim~lrla carne, estas prácticas provocan rigidez; so
co[or de humildad, «hinchan vanamente» y no llervan más que «a
la sratisfacc¡iónde la carn!e» (Co[ 2, 18. 23). l.;as 1ibeJtades adqui-
ridas ¡en Cflisto ¡~stáncomprometidas; se vuelve aoaer bajo e[ domi-
nio de la ffiey(Gal 4, 21), de 10s elementos cósmicos (Gal 4, 9;
CoII2, 8) Y de las potestades angélicas (Col 2, 18). Se separan de la
cabeza (Co[ 2, 19), puesto que se asocian a otros prinoipios; todo
el orden de la came se halla restabileCii!do:«jOh insettlsatos! ¡CO-
menzasteis en el Espíritu y ahora acabáis en la carne!» (Gal 3, 3).
Si no hay más que una modificación cristiana, 'la que busca la
vida del Espíritu en Cristo; prácticamente, sin embargo se diversifi-
ca de mil maneras. Hay un esfuerzo encaminado a defender la vida y
otro ·elsfu!f:Tzo que: t~ooe:por objeto desarrollada: dos ascesis cuya
distinción no es adecuada. Exilste:el ataque de frent~l: «Abofeteo mi
cuerpo» (1 Cor 9, 27), Y la huida: «Huid de la fornicación» (1 Cor
6, 18), huida que: s'e efectúa de:l mejor modo posible: en la búsqueda
de: ]as casas de: arriba (Col 3, 1); exiSltela renuncia interior a t:oda
ventaja natural (Phil 3, 8). La práctica de: 'la mortlificacióne:xte:rna
no está ligada a niugúne:jercicio determinado, pues «todas las
críla:t:ur'asde Dios son buenas» (1 Tim 4" 4), Y su uso es indiferent,e
con respecto a la salvación (1 Cor 8, 8). «Todo está permitido»
bajo este aspecto y todo es santificable (Rom 14, 6; 1 Cor' 10, 31).
BI principio de: la mortifioación no se halla en las cosas, sino en ell
corazón del fiel, ,en el Espíritu quel suplanta a la carne, en un amor
que triunfa de otro.

A la mortificación así defin~da cabe el honor de abrir ell paso


hac.ia ~a f'e1Surrec.ción.
Cuando san Pabilo renuncia a toda ventaja humana, es para
ganar a Cri'st:o y adquirir el sublime conocimiento del Salvador,
que es la ,expeiriencia de ¡la vida divina (Phil 3, 8). El término, de
'la tmnsformación, ope:rada por la muerte del hombre natufall, e'1S la
glorificación total. El apóstol se conforma con la muerte de Cristo
en la esperanza de llegar a la resurrección corporal: «Somos cohe-
rederos de Cristo, supuesto que padecemos con Él para se:r con Él
gI~lriifi'Oa!dos» (Raro 8, 17).
Al mismo tiempo que aspim a :la vida, el esfuerzo c:risHanopro-
duoe esa muerte de la carne que ninguna otra ascesils es capaz de
realizar: «Los que son de Cristo Jesús han crueificado '!a carne
con sus pasiollieisy conoupriscenoias» (Gal 5, 24).
Hl fiell'tiene el poder de mortificar sus miembros terreno,~ (Col 3,
5), porque en d Espíritu toma las armals contra sí m1ismo,porque
la muerte introducida en su cuelrpo no es más que la invasión de la
vida resucitada. La mortificación mata en cuanto que: vivifica.
COnJ;omedio de asimi1ación del misterio pa:.'>cual,la mortifica-
oión, al iguai que la fe, pertenece al misterio pascual mismo. Por
ellaeOCEspíritu, que resucita a Cristo y consagra su muerte, exti:ende
.sobm nosotros esa vi!da y esa muerte.
En la muerte progresiva del hombre carnal existe un límite que
la ascesis no llega a sobrepasar, porque la debilidad carnal es una
dehi:Iidad existencia:l, arraigada en nuestro ser tielffeno.
Al lado de la mortificación voluntaria, san Pablo conooe una
muerte del1hombre carnal cuya iniciativa no toma 'e[ fiel, pero que
él acepta y cuya eficacia espiritualizante impulsa más allá de toda
ascesis: el sufrimiento y la muerte.

Bl sufrimiento y la debilidad física de la carne se presentan ya


como una causa de la resurrección futura (Rom 8, 17), ya como
clima favorable a la ex¡pansión actual de la fuerza de resurrección
(2 0)1' 12, 9). Siempre van acompañados de alegría (2 Cm 1, 5) Y
de una vida divina exuberante: «Nos consideran como' moribundos,
y veis que v'~vimOlS; como tristes, y siempre alegres; como pobres,
pero enriqueoiendo a muchos; como quienes nada tienen, y lo po-
selen todo» (2 COI' 6, 9 s) 70.
El sufrimiento tiene el poder de comprometer wl hombre en el
proceso de, 'la glorificación de Cristo" porque no es otm cosa que
~a pasión del Sa[vador aplicada a él: «los padecimientos de Cristo
abundan CIl1 nosotms» (2 COI' 1, 5), «llevamos en Cl1 cuerpo la muer-
te de }~sÚ's»(2 COI'4, 10)"la pasión de Cr'isltoque ha experimentado
,eaapóstol (Phi1 3, 10); Y ,en Cristo es donde Pabilo se siente débliI
(2 COI' 13, 4). Para permanecer fiel ai pensamiento delrupóstol, hay
que añadir que este sufrimiento sólo es reJde Cristo cuando es sopor-
t,ado en el Espídtu. La muerte había destruido: lla carne en la huma-
nidad individual detl Salvador y \XJmprometiJdoa Ilahumaniidad en ,la
gloria de la resurrección; fue causa de la resurrección universal. Lo
mismo sucdde, guardando las debidas proporciones, con el sufri-
miento de los fieles; y más aún que su eficacia individual, exalta
san Pablo el 'aJlcanoesooiJaldei1sufrimiento en la Iglesia.
El apóstol habia recibido una revelación del Señor. Mientras, el
ángel de Satanás le abofeteaba, la renfermedad le humillaba y pare-
70. Según 1 Petr 4, : s, el dolor soportado por el nombre de Cristo destrnye el
pecado en el fiel: «Ya que Cristo padeció en su carne, armaos del mismo pensamiento
[de la necesidad del sufrimiento para la salud, 3, 18], pues quien ha padecido en la
carne rompe con el pCtado.»
cía poner trabas a su apostolado, por tfelS veces había pedido lu
liberación. Entonces oyó que Cristo le dijo: «Te basta mi gracia.
pues en Ja fl'aquelZaculmina la fu€:rza» (2 Cor 12, 9). La dynamis
del Espíritu, vida divina de Cristo, se despIiega y se muestra en
medio de 1as rujnas: de la carne, Allí donde el hombre confielsa su
impotencia, aparece la fuerza de Dios 71. Gracias al vacío que se pro-
duce en las en!ergías naturailes, el sufrimiento hace afluir en ei rupós-
tol la abundancia de 1'08 carismas que subyugan las a'1masy la vida
gloriosa del Salvador: «Llevamos por todas partes con nosotros,
en nuestro cuerpo, la muerte: del Jesús, para que Ila vida de Jesús
se manifieste 'en nuestro cuerpo» (2 Cor 4, 10). A través de: la
prueba y la flaqueza que: lo unen a la muerte de Cristo, 'el apóstol
se apropia [a fuerza triunfal del resucitado: «Aunque fuel crucifi-
cado en su deb~lidad, vive por cl pode'r de Dios. Y aisí también nos-
otros somos débiles en Él; pero vivimos con Él por eII poder de
Dios, para dominar entre vosotros» (2 Cor 13, 4).
Extrañas paradojas; la debilidades fuerza, el oprobio es gran-
deza, y cuando la falta de medios humanos parece, condenar Ila vida
a la esterilirlad,. entkJnces se vuelve fecunda. Estupefacto por esta
revellación, san Pablo lanza al mundo' aquel grito, hasta entonces
inaudito: «Muy gustosamente, pues, me: gilodaré en mis debilida-
des, para que habite en mí :la fuerza de Cristo. Por lo cual me com-
plazco 00 las enfermedades, en los oprobios, en las, necesirlades,en
las pers'ocuoiones, en las angustias, por Cristo; pues cuando so~
débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12, 9 s).
y aún no se trata aquí más que de una eficacia social mediata.
El sufrimiento: tiene: por objeto ejercer sobre: la Iglesia una acción
santificad ora directa. Cuando la muerte aotúaen el apóstol, la vida
afluye a l1aIglesia misma: «La. muerte obra. en nosotros yen vos-
otros la vida» (2 Cor 4, 12). Al mismo tiempo que las flaquezas
y las persecuciones hacen desfallec:e;r en el apóstol al hombre de
carne y sangre, :el nivel de vida sube en los fieles. En esta seguri-
daid, san Pablo se complace: en los sufrim~entOls (Col 1, 24), y
encuentra la fuerza para soportarllo todo: «Todo lo soporto por
amor de: los elegidos. para que éstos alcancen la saluden Cristo
Jesús y la giloria eterna» (2 Tim 2, 10).

71. Esta debilidad de la carne que, reconocida y aceptada, introduce al hombre


en el poder de Dios, es la misma flaqueza del hombre pecador. «No hagamos el mal
para que venga el bien» (Rom 3, 8), pues el pecado no obra la justicia de Dios. El
ap6stol afirma, con todo, que la justicia de Dios es dada al hombre por ser pecador
y reconocerse como tal. El mismo Cristo entr6 en esa viva justicia aceptando la de-
bilidad de la carne de pecado en su última consecuencia, la muerte.
La noccl'l,idaddel sufrimiento apostólico está fundada en Col 1,
24: «Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de
Cristo por su Iglesia, de la que so~ ministro» 72.
Los sufrimi!entos alcanZiaronsu pl:enitud en Cristo, y son sufi-
cientes. para asegurar la justificación uruversaa. El pensamiento
dd apóstol no admitle d1scusiónsobre este particular. En la Iglesia,
los padecimientos del Sallvadorson aún deficitarios frente a la salud
de: Ilos hombres; y 'en ella la pasión de: Cristo está 'en vías de
realización total. La única muerte por la cUaJlentró Jesús en la
vida debe cumplirse: en el cuerpo edelsrail,que será eil pleroma (en
sentido receptivo) no sólo de la gloria, sino aun de la muerte de
Cristo; será e[ cuerpo de Cristo muerto y resudtarlo.
Parece que la muerte de CríStOIno ·es de hecho redentora s'ino
en cuanto está pmsentel en el mundo por medio de Ta Iglesia.
Como ministTodella comunidad (v. 25), el apóstOlltiieneeilcargo
de com:pletaren su persona la comunión de 'la Iglesia con los
padecimientlolsdd Salvador. Por eso acepta las tribulaciones de
Cristo, para que se reúnan todas 'en su carne, y mientras actúa
en él [a muerte, la viida obrará en. la Iglesia (2 Cor 4, 12). «Dios
nos ha asignado a nosotros, 'los apóstoles, el último lugar, como
condenados a muerte» (1 Cor 4, 9), profesaonaJes del sufrim1ento.
Ta'le:shombres están destinados a propagar Ila vida divi'll'aque, en
ellos, únicamente puede brotar de 1a mU'eiftedd SaJlvador73.
Bl sufrimiento, eS'et1oco de[ mundo, viene a ser en Cristo el
72. El versículo puede traducirse de dos maneras: «Completo lo que falta a los
padecimieutos de Cristo», o bien: «lo que falta de los padecimientos de Cristo».
En el primer caso, la suma de los 'Sufrimientos de Jesús no ha alcanzado la medida
necesaria para la salvación universal. En el segundo, la medida no está aún llena
en el apóstol...
La plabra ÓtT"¿P1JflCC se opone a rtepítTtTeUflCC como la falta al excedente (2 Cor 8, 14).
Fuera de 1 Thes 3, 10 expresa no ya el carácter deficiente de un objeto, sino la falta
parcial de este objeto. Así en 1 Cor 16, 17 óIJ.¿"epo" útT"ép1JIJ.cc no se traduce por «vuestra
indigencia», sino como «la privación de vosotros en que me hallo», o bien «10 que me
falta parcialmente por vuestra parte». Phil 2, 30: «Completó lo que falta por vuestra
parte en punto a buenos oficios para conmigo.» Creemos que hay que traducir: «Lo
que falta de las tribulaciones de Cristo.» O. CULL1fANN,Konigsherrschait Christi und
Kirche im NT, Zurich, 1941, página 30, presenta esta misma traducción.
Si se quisiera mantener la traducción corriente: «10 que falta a los padecimientos»,
más bien que: «Completo en mi carne 10 que falta a los padecimientos de Cristo»,
habría que leer: «Completo lo que en mi carne falta a los padecimientos de Cristo.» Se
sugeriría así que la Iglesia es todavía deficitaria. A los sufrimientos: de Cristo,
completoS' en sí mismos, debe añadirse la participación de la Iglesiru. Cf. T. K. ABBOT,
Colossia"s, p. 232.
73. Ahí encontraremos una explicación del cambio. observado en la existencia de
los apóstoles. Durante la vida terrena de Jesús una providencia especial los rodea (Mt 10,
<¡ 5); el Maestro vela cuidadosamente por su vida (Ioh 18, 8 s). Es el tiempo del
'rozo CMt 9, 15); más tarde vendrán las persecuciones y el testimonio sangriento (Le 22,
:\5; 21, 12; Mt 10, 16 s). Mientras tanto, ¿para qué sufrir sin finalidad? La pasión
dl.'l npóstol comenzará cuando el sufrimiento se haya hecho redentor, unido a la muerte
de Cristo.
operario 'sensato, que, «produce ... un peso ot'erno dc gloria» (2
Cor 4, 17).

Un día el proceso de muerte cristiana llegará a su término y


la resurrección será total.
La muerte físi,ca dcl cristiano reinvidica ante todo para sí
el poder que la Escritura reconoce a 11amortificación: «Verdadera
es la pallabra: si morimos con Él. también con Él viviremos»
(2 Tim 2, 11). No se trata ya en este texto de la muertle bautismal
o de una mortificación progresiva de!l hombre exterior;eil apóstol
ve la muerte a manos del verdugo apostado a la puerta de su cárcel.
Pero ¡dichosa muerte que abre ,la puerta a la vida en Cristo! Ya
durante la primera cauti,viJdadhabía 'estado obsesionadO'por el deseo
de abandonar la carne que le: retiene: lejos dell señor: «Modr es
para mí gananoia ... Deseo partir para estar con Cristo» (Phil 1,
21. 23) 74.
En elste último t'extO',un solo artículo rige los dos infinitivos
«morir y estar con Cristo». El apóstol considera su martirio y
su reunión con Cristo «como dos acont,ecimientos conjuntos, hasta
podríamos decir como las dos caras de:un mismo acontecimielllto» 75.
Y no obstante, de por sí la muerte noe:s más que fin de: la
vida, término de la carrera hacia la muerte:, que eso es la existencia
carmd. En eil fiel la muelrte «cambia de signo», destruye la carne
y acoge la vida infinita.
EncontramoiS aquí, llevada hasta el extremo, la paradoja de la
vida divina despJegándose en la debi[ida:d. El fallecimiento dell fiel
está en la línea de la muerte producida por aceptación de !a fla-
queza camal!; y por medio de una aceptación total conduce la
mortificación a su término.
El último suspiro del fiel posee ila virtud de destruir la carne
e inaugurar 'la vida, porque expira 'en la muerte m~srna de: Cristo:
«Si illm'Ímos canÉ1...» (2 Tim 2, 11), dice San Pablo,. usando
una fórmula que ordinariamente afirma la comunión de: los fieles
con la muerte: redentora, reailizada en el bautismo. La muerte física

74. Si en los textos citados la muerte beatificante es la del martirio, «no se fuer-
za su sentido concluyendo que la misma reunión inmediata con Cristo está reservada
a los que mueren con las mismas disposiciones de Pablo, ya sean como él inmolados
por Cristo, ya se vean animados de una caridad tan perfecta» (J. HUBY, Les építres de
la captivité, 3.' ed., p. 285, n. 4).
75. J. HUBY, O. c., p. 284.
cODisumaIla muerte: sacramenta1» 76, acaba ¡la incorporaclOn a Cris-
to en su acto redentor. Suprema debilidad del hombre: carnal,
su aceptación es e[ medio supremo de asimilación al Salvador en su
muerte y, por lo tanto, en su triunfo. El hombre acaba de ser
a·lcanzaJdopor e,l misterio pascual. La muerte de Cristo en adelante
es consumada en éil.Al Padre, pe[tenece completar la resurrección 77.
La teología pau1ina no proporciona ya ningún argumento que,
por parte del fiel individual, Ilegi1JÍJmelun retraso de ia resurrec-
ción 78. Esta vez sí que: es verdad: «El que muere queda 'libre
del pecado» (Rom 6, 7) 79, pues ahora la muerte es total. Así la
muerte físicacomplelta la muer1Jesacmmentail y 'las otras muertes de
la vida cristilana, que desembocan todas en la resurr'ección.
Por lo que tiene del destruct·i~o para el ser humano, es el casti-
go del pecado (Rom 8, 10), el supremo enemigo, (l Cor 15, 26).
Pem en el cristiano que: ac:epta esta condenación, es el antfdoto
de su propio virus; des.1Jruyesu obra de destmcción por la vida
quel rectama. Acudel finrulmente:en socorro de nuestro esfuerzo
haoia Dios en Crist0180• Amica novissima ...
¿Quién medirá el ailllor de Dios y su sabiduría? Permitió el
pecado y quiso su castigo: el rudo trabajo, ell sufrimiento y la
muerte. Pem en Cristo,. la aceptación de la ley de trabajo y de muer-
te haoe: saMr al hombre de su pecado y 10el1eva a un esplendor de
vida qu:eel prime[QI nunca nos hubiiem podido legar.
Fue necesario, que d hombre: pasara por el pecado, para entrar
en la gloria..
Comprobamos que la muerte es el origen de la resurrección de
Cústo no solamente en sí mismo, sino en toda la Igl'esra. Toda
l,

afirmaC'ión de (los vaiores humanos, 1íodocuho de: b vida, de la

76. La muerte cristiana, por 10 menos el martirio, que es la muerte cristiana por
excelencia, es llamada por TERTULIAN,O segundo bautismo, el bautismo de sangre tras
el bautismo de agua (De Baptisnw 16; PL 1, 1217).
77. El solo hecho de esta doble muerte, de ese «morir con», demuestra la novedad
esencial de la muerte cristiana y la presencia en ella de la vida del Espíritu. Porque
la carne está cerrada sobre sí misma, el hombre carnal se encuentra solitario, y la
muerte que lleva las deficiencias de la carne hasta su paroxismo sobreviene en la
soledad total. El fiel muere con Cristo; su muerte es una comunión.
78. Por parte de Cristo, ningún motivo legitimaba el retraso de la resurrección con
respecto al momento de la muerte. Lo mismo sucede en el fiel individual, si a pesar de
todo su muerte es verdaderamente cristiana. Pero la resurrección final es un juicio univer~
sal, la manifestación del misterio de Cristo en la Iglesia entera, la recreación del cosmos.
79. Esta perogrullada la aplica el apóstol al bautismo; sin embargo, el hombre
queda parcialmente sometido a la condenación (Rom 8, 10) porque la muerte sacra~
mental no destruye enteramente la carne por la incorporación total a la muerte de
Cristo.
RO. San Ignacio encontró la fórmula «morir en (dé) Cristo Jesús» (Rom 6, 1),
donde la preposición indica el movimiento de unión con el Salvador, y esta otra: «morir
al mundo para Dios» (Rom 2, 2).
aJ~gría que no tratase de superar esos valores, la vida humana y
sus alegrías, no haría más que contrarrestar la redención deil.hom-
bre y serviría para extender el reino de la carne con detrimento
de la resurrección. Cr,i,stoy sus fieles no viven sino en la muerte;
están de pie en la inmoJación de sí mismos.
Pero esta muerte únicamente se encue:ntraen la vida de: Cristo.
El apósto~ se ha conformado con la muerte de Cristo y vieUJea ser
un órgano de salvacrión por eL dominio que 'eil resuclitado :ejeroe
sobre él. Los sacramentos extienden sobre nosotros la muerte de
Crilsto, uniéndonos a su cuerpo glorioso. La fe, ell esfuerzo cri:s-
tiana, la mortificación produoen la muerte gracias al Espíritu, que
es la vida de Cr,isto. Quien quisie:ra morir a sí mismo de modo
distinto que viviendo de: Cristo glorioso, no haría sino implantar
en sí el peino de nra carne.
«Los medios de expansión de:l mistClliopascuaih>no se añaden
a estle misterio desd'e el exterior; fmIDan parte de él, son dados
en Cristo y en la acción resucitadom de: Dios. La misma acción
que hace de: Cristb,e:l Señor' uniiver:sailde: la salud pone: a Cristo
a la disposición de los hombres y le abre su corazón.
Todos ellos son medios de comunión.
EL MISTERIO PASCUAL
y SU CONSUMACIÓN EN EL CIELO
El mist'erio pascuail se consuma en la Iglesia por la parusía
do Cristo. ¿Será éste su fin? ¿Será a partir de 'entonces superado por
un misterio nuevo dell que no habrá sido sino la preparación? O, más
bien, ¿no es la vida eterna el misterio pascual mismo que se realiza
para si:empre en su plenitud?

Varias paráboilas sinópticas presentan el reino escatológico como


una novedad que contrasta con la fase que p'J'ecede a la vuelta del
Maest'fO, de modo que ésta no es sino su preparación.
En otra parte, sin embargo, ~l reino final se coloca en tal con-
tinuidad con Ila glorificaoión de Jesús, que a simple vista no se
advi'erte transición alguna entre la entrada de Cristo en la gloria
y :la inauguración del reino de '101scielos; y podemos creer que
la impedectacomparación entre la partida y la vuelta, en dichas
parábdlas, parece oponer dos f,ases esencialmente distintas.
El reino de 'los últimos tiempos, ell único, irrumpió en el mundo
en la persona de Jesús cuando sonó la hora mesiÍanÍca de l1aglo-
rificación del Hijo del hombre. Cristo en su gloria constituye la
piedra angular (Mt 21, 42). Es ell rey; sus e1egidos se congregan
en torno suyo al vellúlrsobre las nubes (Mt 26, 64); s'e sientan a su
. derecha y a su izqu~erda después de :la entrada en la gloria (Mc
10, 31-40). El banquete está prepararlo para etl Hijo (Mt 22, 2);
'los invitados toman parte con Él, 'COmparten <da "a:Iegría[del ban-
quete] del Maestro» (Mt 25, 21).
Cuando desde lo alto de la cruz Jesús dice al ladrón: «Hoy
estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43),enunci:a Ila caractelfÍs-
tica esencial del reino: el hombre halla su salvación, su celestial
bienaventuranza, cuando comparte: la gloria de Cristo \
1. San AMBROSIO, E:cp. Ev. seco Lucmn x PL 15, 1834: «Vila esl enim esse Cllm
Christo; ideo ubi ChriSttlS, ibi vita, ihi regnum.»
BI Paure preparó a Jesús un banquete, el banquete del reino,
«Entra en eil gozo de tu Señor» en la saJ1adel festín, dilrá eil
Señor all siervo bueno y fiel (Mt 25, 21). «Dichosos aqueUos siervos
a quienes d amo halle en vieJa. En verdad os digo que se ceñirá,
y aos sentará a 1a mesa, y se prestará a S'ervirílos» (Le 12, 37).
Compartirá con ellos la gloria preparada para sí: «y yo dispongo
del r'e:iuo en favor vuestro, como mi Padre ha dispuesto de él en
favor míó, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino»
(Le 22, 29 s).
El puebllo judío esperaba con amor impaciente eil tiempo de las
bodas melSiánicas quel duraría una setillana, como toda boda, pem
en ella cada día sería un mi:1enio.El banquete de glol'ia preparado
para Jlesús es un felstin de bodas (Mt 22" 2). Ahora la comunidad
veila y sale al encuentro dell esposo. A medianoche, negará de im-
proviso; las vírgen'es, tomando sus lámparas, entrarán con ÉI1 en
la sala del bodas (Mt 25, 1-13).
Si 'ellcielo, según los sinópticos, es la participación en el ban-
quete nupcial de: Cristo, el infierno es la exclusión de él, la ex-
pllJ~sióna las tunieblas: exteriores fuera de la sala ilumnada (Mt
22, 13), lejos del rastro de Jesús (Mt 7, 23; 25, 41).
En 'elIdenácullo, Cristo lleva a su término la rerveilaciónsinóp-
tica dd reino. Anunc;ilaeI festín de:l gran día, el banquete nupcial
eneil reino, como una sublime comida de pascua. Habi6ndolo anun-
ciado,. instituye su signo terrestre, la eucar~stía, pr'esencia escondida
y revel1ación dcl banquete futuro. Los convidados cellestiales se
reunirán alrededor deil Cf'ilsto pascuall, y Él mismo será su alí-
mento 2.
El es quien preparará a.amesa de aquella cena en el otro mundo,
según su promesa; Él quien irá sirviendo a todos, uno por uno" con
sus propias manos. Bodas Ílnefables en que Él mismo :se entrega a
los :suyos ene!l don de su cuerpo 3.

2. San IGNACIO DE ANTIOQuiA, Rom 7 3, considera la unlOn


J eterna como la co-
mida del cuerpo y de la sangre de Cristo. El concilio de Trento, seso XIII, C. 8, dice:
«Eundem panem Angelorum quem modo sub sacris velaminibus edunt, absque uno
velo manducaturi» (D.-B., 882).
3. En la teología bíblica, la bienaventuranza celestial no consiste en ver simple-
mente Cara a Cara a Dios, 10 cual podría ser también el ideal de una filosofía espiri-
tualista. El cielo es una realidad «cristiana», una realidad pascual cuyo centro nece-
sario es el Salvador. Para san Pablo en 1 Cor 13, 12, la bienaventuranza es una experiencia
inmediata de Dios, un íntimo conocimiento; pero para los sinópticos es el banquete de
Cristo. La teología que trata de realizar la síntesis de los datos bíblicos, dirá que
los fIeles experimentan íntimamente a Dios en su unión con Cristo glorificado.
Gracias a esta mediación, ej ercida por Cristo hasta en su cuerpo, la felicidad celeste
aparece más concreta, más próxima al corazón del hombre, en tanto que esa proxi-
midad misma hace más profundo aún el misterio del cielo.
Para san Jnan, la vida eterna consiste en el conooimiento de
Dios cOlillunicadopor Cristo.
Deisde su virla terrena, el Hijo reve:laba ante la mirada pro-
funda dd! discipUlJ'Ola imagen del Padre; quien ~el veiÍa, veía al
Padre (14, 9). Pero mientras el Hijo estaba privado de su gloria
COlillpletla,ell conoüimientOIque pudiera tener de 'ella resultaba im-
perfeüto, y 10 mismo el conocimiento del Padre y de la vida.
Antes de: su muerte, Jesús pide: la plenitud de glorra a fin de
que t!odos los hombres le conozcan a El y aITPadre, y sean vivifi-
cados en este conocimiento (17, 1-3).
Agrupados aJJ.4ededorde Cristo" los disdpulos contiemp~aránen
el ciello la gloria, pascual (17, 24); en trulconocimilento encontrarán
la v,ida y, como' 'en la tierra, sin duda en dI mismo conocimiento
verán al Padr'e. Dos textos parecen sugerido: 1 loh 3, 2 Y Apoc 21,
23. Si el primero ha de traducirse: «Cuando [Cristo] se manifieste,
seremos semejantes a É'l, porque le ver'emos tal cual es», insmúa
qu'e la vilsión del DiolS es percibid a en e:l Hijo 4. Según el Apoca-
lipsis, la Cliudadcelest!ees ~luminada por la gloJ.4iade Dios, y su lám-
pames éJ' Cordero. Si se nos permite tomar la imagen en su
sentido estricto, Cristo 'es qui'en difunde la claridad de Dios. En-
toncelsalcranzamos la meta de laencarnacrón por la cUallel Verbo
viieneal mundo, parailluminar a todos ¡loshombres con el vivifioante
conoclimiento del Padre.
Junto 'a J:a doctrina de: la s:a:1vaciónpare! conocimiento, hemos
puesto del reJ'i:eveen la soteriOll:ogjade san Juan la importancia
de ta humanidad corpora1 del Salvador y deil sacramentaaismo. La
vida di:v,ina,que es subLime conooimiento, se comuniCa eneJ1 con-
tacto con: 'eílcuerpo del J'esús, inmolado y glorificado (6, 51; 7, 37-39).
No parece que en la vida eterna los fieles pierdan este contacto.
Los sarmientos quedan unidos a la vid, ya que fuera de ,la vid no
hay más qUlelfuego. E[ Apocallipsis considera Ia vida eternacelesti~1
como la prolongación de la v'ida eterna te:rrestr'e dispensada en
el sacramento. Enell cielo y en la tierra - el autor no distingue:-,
«el vencedor pruleba el fruto del árb<Ylde la vida que está 'en el
paraíso de mi Dios» (2, 7); come dell maná escondido (2, 17);
recibe [a estrella del la mañana, que es e:l1inaje de David (2, 28;
4. Cf. J. BONSIRVEN, Épitres de saint J ean, París ] 936, p. ] GJ, n.1. La aserci6n
formal de 14, 9 se aplica ante todo a Cristo glorioso y parece teller valor de eternidad.
22" 16). Jesús viene a cenar con él después de su negada (3, 20). To-
das son aJlusiorreseucarístioas. Lo mismo que el agua dcl Espíritu
había brotado para el fiell terrestre del costado de Cristo glorioso,
así el río de vida mana para la ciudad cetliesti~aIl del trono de
Dios, indudablemente, pero también dd O:Jirdero (22, 1).
A IIreld'idaque san Juan nos, ilumina acerca de la vida oelestial,
ésta se nos presenta corno un efecto de[ misterio de la encarnación
en su plenitud pascual.

Cuando CriJsto haya reducido los principados y aniquillado la


muerte, entregará, según san Pablo, la realeza a su Dios y Padre;
sie sometelfá a quien le sometió el universo, para que Dios esté
todo eI11 toidas 'las cosas (l Cal' 15, 24. 28).
Podríamos interpretar esta entrega del reino oomo una abdi-
cación en favor de la única realeza del Padre. Algunos así lo
hacen. Eisroorío de Critsio quedaría enmarcooo entre dos límites
ternporalles: la pascua y la parusía s. Más allá, por ambos lados,
se extJendería el mino de Diol8, imperfecto 'en 'Su primera fase y
completo en la segunda, después de lIJaredención por Cristo.
Pero un abandono por parte de Cri1stode su rea.:lezauniversal
tmería ccmsigo la desorgani,zaüión comp[eta de!! plan deiL Padre y
el derrumbamiento de toda la creación nueva, cuya piedra angular
es Cristo Señor. El texto discutido no admi1!e semejante interpre-
tación. No es pirecisamente a partir 'de ~ste momento en que
todos Ilos.poderes son reducidos para servir de escabel a sus pies,
e:n que Dios (10 somete todo a su dominio (l Cm 15, 25. 28),
ouando Cdsto iba a 'cesar de reinar sobre el mundo 6. Aquel día
de epifanía y de reino (2 Tim 4. 1) pone sin duda térm:.ino a la
actividad real de Cristo, pero sólo en ~a:sconquistas que ha llevaido

5. Cf., por ejem¡>lo, O. CULLMANN,Konigsherrschaft Christi und Kirche im N.T.,


Zurich 1941, 1'. 11-14. 24 ss; Christus und die Zeit, p. 132 s. Christologie du N.T.,
1'. 195. E. STAUFFER, Die Theologie des N.T., p. 198.
La obstinación en denegar a Cristo un puesto central en la vida celestial después
de la parusía ¿no se explicaría en estos autores protestantes por una fidelidad profunda
y quizá inconsciente a una soteriología de tipo jurídico y por una tendencia funda~
mental a atenuar el realismo de la encarnación? Si los méritos de Cristo fueran «apli-
cados» al creyente conforme a un modo jurídico, no habría CIertamente necesidad de
Cristo des¡>ués de la parusía. (¿Qué necesidad habría siquiera de su resurrección?)
Sólo sería necesario un hecho del pasado, la muerte de Cristo, precio de nuestra salud.
En realidad nuestra salud se efectuó en Cristo, en el misterio de la encarnación reden-
tora, y se nos confiere en la comunión· con Cristo en este misterio.
6. «Numquid... postquam illi sub pedibus fuerint, regnare desistet, cum utique
tunc magis regnare incipiet?» (san JERÓNIMO, Adv. Helv. 6; PL 23, 189).
a cabo. Entonces todo vuelve aI1 Padre, porque todo vuelve a
Cristo, y el reino de uno es el reino del otro (Eph 5, 5) 7.
Otros piensan también que el si¡stema de reiaciones entre Ilos
fielles y Cristo se reorganizaría según un plan nuevo, y que en la
consumación los fie~es·se concentrarian" no ya «en :Él», sino «con
El», 'en el Paidre. El apóstol mani~est:aríatal conoepción en el empleo
de dos fórmulas «in Christo» y «cU'm Christo». La primera, propia
dell espacio que nredia 'entreiel bautismo y la parusía, caracterizaría
la vida cristiana en su imperfección terrena; la segunda, reservada
al aoto baut!iJsma'ly a 'la viida gloriorsa" oonvendría a lla presencia
escato1ógica.del fiel!cerca de Cristo, ya sea en ell encuentro t'erreno
dell Sacramento, mie:rrtras vive en la tierra, ya en el etierno encuentro
celestial18• El fiel que ha vivido «en Cristo» durante el período de
progr'eso, se desprendería del medio vital de su crec,imiento te-
rreno, para lleivar en ell ciello una vida adulta «en compañía de
Cristo»" con un cuer!po silmiilaral suyo.
Pero harían fa:1t1adatos más po~itivos para a:dm.itirque el após-
tol t.uvo presente tal evolución. Bien pudo san Pablo no hablar
nunca de una vida ceilesúilal«in Christo», sin tener pm 'eso la
inte:rrción de n~garla. En la tierra,e~ fiel está identificado con
Cristo; virveen É'l, pero no goza de su compañÍa. Ell vivir en esa
compañía hace deis'eable el cielo; el apóstol evoca la dicha «de
es'tarcon Cri,sto» (phil 1, 23; 1 Thes 4, 17), sin mencionar una
vida «en Cristo» que posee ya en la tierra, que no tiene nec'esidad
de esperar para el más allá, pero que no por esto' niega 9.
Varios indicios nos hacen creer que, según elI pensamvento del
apóstol, Cristo conserva el dominio vital sobre los fieles en la oon-
sumación. Todos serán vivificados «en CrÍ'sto» (l Cor 15, 22). Así

7. La eternidad de la realeza de Cristo se afirma expresamente en 2 Petr 1, 11;


cf. Eph 1, 21; Hebr 13, 8. Esta convicci6n se descubre en la certeza de que «nosotros
reinaremos con Él» (2 Tim 2, 12).
8. E. LOHMEYER, LUV Xp"m'i>. Festgabe ¡ür A. Deissmann, Tubinga 1927, pp. 221,
248-253. Las pruebas de Lohmeyer convencieron a varios autores; cf. A. WIKENHAUSER,
Die Christusmystik des hl. Paulus, p. 35.
9. Lohmeyer comete varios errores. Da a la fórmula y a sus equivalentes (verbos
compuestos con crúv) una significación única, ya se trate de textos sacramentales o de
textos que hablan de la vida en el cielo. Ahora bien, la diferencia entre ellos es grande.
En los textos sacramentales, la fórmula habla de una participación en el acto redentor
de la muerte y la resurrecci6n. Tratándose de la vida celestial, la f6nnula habla de tina
vida en compañía de Cristo.
Además, Lohmeyer no señala que la muerte y resurrección con Cristo se l"calizan
i1~ Christo, en nuestra unión con Cristo (Col 2, 11 s), que el CU1n Christo dura toda
la vida terrena (Col 3, 3; Gal 2, 19) Y que no hay, por lo tanto, oposici6n entre amhas
fórmulas. Concluimos, pues, que Pablo no dice nunca que en el cielo viviremos en Cristo
al mismo tiempo que con Él. A la razón indicada en el texto podemos afíadir otra: se
puede decir que «en Él» morimos, y resucitamos «con 'Él», pero no se dirá, aun en el
caso que se admita, que en Él viviremos en su compañía.
pue¡s, consta en san Pablo que la causalidad de un principio inioial
de vida se: prolonga a lo largo de esta vida. Bautizados y resucita-
dos en Cristo y en el Espíritu, continuamos vi:viendo de ambos.
Otro indic¡io: está esc.rito que Dios «nos resucitó con (Crirsto] y,
con [Él, nos hizo sentar en los ci'elosen Jesucristo» (Eph 2, 6).
Nuestra presencia celestial anticipada se sitúa en Cristo: ¿pres-
cindiría de Ei cuando sea realizada? En 'ese momento ~IaIgles,ia
será d pleroma perfecto' de: Cristb (Eph 4, 13), Cristo en su pIe-
nirtud, eil receptwculo de todas sus riquezas.
AfJí como el Salvador no abandona la función de Señor por
(la que es piedra angular deil universo nuevo, tampoco abandonará la
función de cabeza por fa cual es const'ituido principio vital de: ¡os
fieles. Para éstOIS"dedar de: esta,r «en Él» sería dedar de vivir.
Se ha sostenido también que\en oposiCión ala fase de vida
tlelrrena, la eiXiJstenoiaceilelStia:1
no se referirá ya al dob~e polo de
la muerte: y ]!a resurrección de Cristo, sino que estará rdlacionada
con la resurrección salla y por ella determinada 10. Esta afirmaoión,
que ningún texto apoya, se basa en una visión errónea de la muerte
con la que: 'está ligada hL vida den fie111•
Nada permite augurar para el cieloeil fin d~:esta re:laoión con
:la muerte: del Sa:lvador,esencia:1 a na vida del fiel, porque la vida
es en término de la muerte y significa en si misma muerte a la
caffie. La muerte es 'la pue:rta; siernpJ:1etendrá que: pasar por ella
el fiellpara hallarse en la vida. Esta muerte no es dolorosa, pues no
está ya en sUdeveniir; ha negado a su término, a la glo:ri'acon la que
se:confunde;;ese[ fin de la vida de carne, de ailejamiento y de flaque-
za, porque: es elSpíritu,proiXimidad y fuerza. La Igliesia'seguirá siendo
elI cuerpo de Crist'o muerto y resucitado, cuya muerte será tanto
más c:omp~eta cuanto lo ¡sea su re:sul1recoión.Puesto que en renun-
ciamiento del hombrel con respetto a Dios ha de s'e:r total, no
tendrá ya nombre de muerte: sino de vik:l:a.
Vida consumada 'Significaplenitud espiritual, porque la novedad
de vida y ,la muerte de ila carne tienen su principio en 'eJ1Espíritu.
En ~a tierra, la presencia del Espíritu no era aún más que 'el anti-
cipo cid! don total; en 'el c1wlo,.el dominio del Espíritu sobre el fiel no
tiene ya, limites.
10. W. T. HAHN, Das Mitsterben und Mitauferstehen mit Christus be; PauZtts,
páginas 163, 177, 181.
11. El autor no distingue un doble aspecto en la muerte del Salvador: la muerte
en cuanto orientada a la gloria - en este aspecto es una muerte a la carne, saludable
y que perdura en Cristo - y la muerte en cuanto flaqueza de la carne, que· no tiene
en sí nada de saludable y pertenece al pasado. Según él sería simplemente del orden
de la carne.
Como en ,la tierra, esta vida estará dominada por la caridad
decrramada en los. corazones. Mierntras que el conoc~mientoten'eno
se transforma (1 Cor 13, 12), ~lj. caridad es estable, porque en el
hombre está el. seno de:l Espíritu eterno, la señal impresa por su
pres'wClia(cí. Rom 5, 5).
El conocimiento te:rreno será eliminado, pero a la manera de un
conoci~milento de niño que por i}a,madurez cede el lugar a un cono-
cimiernto de aduIto (1 Cor 13, 8-11). Aquí abajo es espiritual y
vita:l, nacidol de la conexión viva con el objeto del conocimiento
en la caridad (cí. Eph 3, 17s). Perro está adaptado a ~a exist¡e'llcia
intermedia, y por sí mismo es muy impcrfecto. Más. tardel será una
plena experiencia cognoscitiva; veremos cara a cara (1 Cor 13, 12),
vivirelIllosen la vi'sión de[ Señor (2 Cm- 5,. 7 s). ¿No serrá porque
entonces la viva unión en la caridad será total? Sierndola caridad
del] Espíritu la raíz del conocimiento terreno, sin duda también la
gnotSlilsce:1estia:lse encenderá en e:lEspíritu.
En Iatilerra el objeto del conocimiento es Cristo, con quien el
fie:l está unido en el Espíritu, Cristo, imagen de' Dios invisible,
cuyo rostto irradia la gloria de Dios (Co] 1, 15; 2 Cor 4, 4. 6). "'\
Según 2 Cor 5, 7 s. la visión celestiall opuesta a la fe es también
l'a de Criísto. La gnos,isdivina no será, empero, indirecta, reflejada
por un espejo!,aunque ese espejo fuera Cristo: e:l.fiel velfá la cara
de Dios. Para hacer justicia a e¡stos,diversos datos, ¿no hemos
de cr~lr que la visión de Dios se manifestará al fiden virtud de la
unión v'u:l y cognoscitiva con Cristal eneIJ: Espiritu, y de ]!a casi
identificación con eíLHijo que ve al Padre? 12. San PabilonOIse pro-
nuncia. sobre estas. cuestiones, perro deja abierras esals perspectivas.
Por consiguienite, cuando escribe que Cristo se someterá al
Padre y !le entregará su reino, tatLsumisión y tal entrega no se
tmtienden de una renunda al titulo de Señor y a la act!iJvidad
redentora,. sino de su consumación:.Dios se ha hecho todo en todas
las rosas, porque Oristo 10 ha sometido todo a su sujeción y ha
pooet:rado toda 'la I~ia con su vida.
Desde el instantel de 'la resurrección Dios estaba todo en Cristo
mils:mo.Bn el cuerpo ec1esiaLde Cristo, Dios. que lo es todo, no
se consumaba sino ~entamente, según los progresos de la resurrec-
ción. Da actividad conquistadora de Cristo hasta había podido in-
terceptar la verrdadem perspectiva y centrar 1as miradas sobre
Cristo a costa deíLPadre, aunque; en realidad, visto emdominio
12. Cf. en este sentido L, MALEVEZ, Quelques enseígnements de l'encyclique Mystíci
C01'porís Christi, «Nouv, Rev, ThéoL» 67 (1945) 393 s,
tota;1 de DiOlSsobre Él. toda sumisión a Cristo era sum~sión al
Padr'C. En adeilante el Hijo se contenta con dejar reinar a Dios
en su humanidad diviniza'da, que estrecha en sí a la Iglesia y, por
~a Igl0sia, a todo 'e~universo.
Según 1130 carta a 'los Hebreos, CI1 de!10 es un santuario consagra-
do por la sangre de Cristo, donde nunca falta elI único sacrificio,
y cuyO! liturgo es CJ1.llsto.La vi!da ceileste presienta un carácter
sacrificia1: en Cristo, 'es una vida floJ1eddaen [a cumbre de la
ofrenda y siempre: fija. en esta cumbre, una vida de consumación
sacrificirul. La vida oelestial de los fiemesparticipa de tal carácter,
pues son introducidos en e! santuario a ttavés de la carne 'inmolada
del Sa1lvador(lO, 20). No está, pues, olvidn.da, la muerte pertenece
a la vida de¡] Pontífice y de: sus fieles, como la puerta pertenece al
santuario. El santuario mi,smo no es otro que el cuerpo glorificado
de Cristo.
En numerO\Sostextos se presenta 'el c:ielloa manera de un es-
pacio. La reflexión teológica tiene en cuenta '1a necesaria mate-
rialización de los conCleptos sobrenaturrulres,y sabe distinguir entre
larooffi1dad y su medio imaginativo 13. El Cielo de [os fieles eSIel
mundo nuevo inaugurado en la glorificación de CristO'. Jesús había
abandicmado nuestras regiones ~nf'eJ1rotels y efectuado, desdeell día
de pascua, su ascensión a'l lado del Padre lO. En lÉ:lsobrevino «e:l
mundo venidero», el reino de los cielos; en Él se consiguió «la
perfección», buscada en vano por los antiguos (Bebr 11, 40), Y se:
inauguró el cielo de los fieles.
EIl ouerpO' glorificado del Salvador es la <~ptimeracelda» 15 de la
casa cdestial. Cuando Dios conceda a Ias fieles habirtaren un
cuerpo glorioso, en~OInceshabrán entrado 'en su «morada etenm»
(2 Cor 5, 1 s) yel temp[o donde Dios reside quedará tetminado.
El cuerpo dell Salvador es la primera celda yla mOTaidaentera,
eIStoda 'la patria. En Él estamos sentados, en ''los c:ie1os(Eph 2, 6)
Y poseemos 'la ciudadanía celestiail (Phi'.13, 20); el in Christo es
el espacio de nuestra ~istencia celestial. Ctisto es el templo de los
últimos tiíempos, lSucede al templlo mosaico (Ioh 2, 19) que según
Hebr 8 'es figura de la morada celestial; en !Él y en Dios se
13. Cf. P. BENOIT, L'Ascension, «R.B.» 56 (949) 202. Los textos invitan •.
hacer esta distinción. U nos proponen la realidad celestial bajo una forma manifiestamen.
te adaptada a la imaginación popular (cf. Mt 3, 16 s; 28, 2; Le 2, 15; 10h 1,
51; 1 Thes 4, 16 s; 2 Cor 12, 2). Otros sugieren positivamente que el cielo no es un
espacio sino una realidad de lo alto. Cristo es el pan que baja del cielo (1oh 6, 33),
descendió del cielo por la encarnación (1oh 3, 13). Cf. H. BIETENHARD, Die J»mm/j,..
.l'chr Welt im Urchristentum und Spiitjudentum, Tubinga 1951.
J 4. CL supra, p. 62 s y 73 s. 15. P. BENOI'!', o.c., p. 203.
congregan [os habitantes de la santa Jerusalén (Apoc 21, 22). B1
camino de acceso a este santuario no atraviesa 100 espacios aéreos,
pasa por eitcue,rpo inmolado de Cristo" cammo vivo y veilorasgado'
(Hebr 10, 20). El cuerpo de Cristo es en su inmollaciónla entrada
del tabernáculo, y la morada a la que nos conduce «este camino
vivo» es: la gil0ria deil mismo merpo de Cfi'sto.
Los profetas no habían situado el reino de D1KlS en ~os espacios
celestes. Dios tenía que habitar con sus santos: en el temp~o glori-
ficaido y en una Sión santificada, en medio de una tierra renovada
y pacifica 16. El NT vio en ell templo y 'en la Sión de los profetas a
Cristo y a su Iglesia: un ciclo vivo, un 'edificiode hombres trabado
por el Espíritu 17.

La concepcwn sacrificiail de h vida eterna, propugnada por 1a


carta a los Hebreos., nos sugier'e el plan de una síntesis finall.
A ~a luz de tal concepción, el domini:Ode Dios sobre Ira huma-
nidad rescatada se presenta a manera de fuego sacrificial que se ha
apoderado de: la vídima,.
Antiguamente el hombre vivía en la ilejanía profana, a donde
le había :rt1egado cl pecado. Se ofreció en Cristobabandonó su
alejamiento existencial inmolando su ser pecador; y Dios aceptó
la oblación, la con:sagró en la misma aceptación, absorbiéndola
en la santidad de su Espíritu.
En el oieilose halla Dios y osa víotima en ,la que: Dios loes
todo por eilfuego de su Espíritu. Pero [a víctima no yace:anonadada
ante Dios, está de: pie: en su saCJiiificio,su muerte está llerra de
vida, pUlesen la vida de Dioses ilnmoJadala vida humana y ab-
so[bida por dla. El hombre, se entrega 'a Dios, y :sól0 es inmolado
'00 cuanto el don 'de sí mismo a Dioses una inmolación ddl hombre
pecador; eselXpropiado de sí en el amor dcl Espiri,tu que: lo posee.
que abre su ser y 10 atribuye a:l Padre como verdadero hijo en
ell Hiljo. Ell hombre no se:'encuentra solo para entregarse en este sa-
crificio. DiolSse entrega a su Ve2, y la vida celestia:ldel hombre es
16. Cf. Apoe 21, 10. También el rabinismo sitnaba en la tierra el mundo veni-
dero. STRACKwB1LLERBECK, Kommentar ... , t. IV, p. 1145 s.
17. El cielo no es simplemente un estado de bienaventuranza, como se afirma a
menudo en oposición a la concepción popular de un cieJo-espacio. Es una realidad en sí,
«pero vanamente se ha de buscar dónde, y falsamente imaginárscla lejos. Ese mundo
nuevo, en que Cristo reina y nos espera, no está lejos de nosotros, no está fuera de
este mundo, 10 trasciende más bien. Pertenece a otro orden distinto» (P. BENOIT, a.c.,
página 203).
una comunión. Dios se da a Cristo primeramente, y en el Cristo
qne comprende a Ilos fides en su cuerpo y en su sacrificio, éstos
paI"ticipan dn 'la comunión.. El banquete pa:scual anunciatlo en otro
tiempo es donde Cristo come y bebe con sus diisdpulos a aa mesa
ddl Padre, donde: comen el Cordero" puelS Dios se entrega a los
fidles, en Cl1ilstoinmolado.
Así toda la vida del siglo futuro se ha fijado en da fecha de
Pascua. En otros tliempos 10B fieles venían sucesivamente a ius-
cribin;e en el s:iglo futuro, inscribiéndose en Cristo en el acto de
su glorificadión, mientras quedaban inc1uidosenel desenvolvimiento
de[ t~empo terrestre. La parusía completó su reunión con Cristo,
en aquell acto y en aquei mome:nto; son contemporáneos entre: sí
y con Cristo en el mliisteriopalScua'!.
El Espíritu que 'libra a los fieles de su inclusión carnal y los
mantiene abiertos a Dios, los abre sin duda también unos a otros,
a pesar de: haber slido ya en 'la tierra el llano 'd:esu unión incom-
pleta. Adán, el hombre de la tierra, conoció a Eva su mujer y no
formó más que un cue:rpo con ella en la carne. Cristo oelestial
conocel a su IglelS1ia,formando un solo cuerpo con ella, en una
unión de orden físi:oo,pem en el Espíritu. Desprendidos de los 'lí-
mites que la .eG(lilStencia
carnal impone a su ser, ¡tos fieles serán ínti-
mamente acogedores, '1os unos para conlOls otros, en dI mÍlsmo
cuerpo de: Cristo y ene:l mismo Elspíritu. El amor camal preco-
nizaba el amor ce:]estial; pero éste es tan di,st~ntoporque: no puede
eocis:tJir
sino en cuanto deja de ser carnall; y ·es más íntimo, porque
oonsidelra como un obstácu'lo que superar 10 que'en el otro era un
medio de unión, rla carne.
De ahí el banqu1ete nupcial, que es un banquete all pie de la
cruz, inauguradoe:n Ila cena eucarístÍ'Ca. Todos se unen con el
cuerpo inmolado de Cristo y entre sí mutuamenVeen est;e cuerpo.
La inseparable sociedad, que' toda comida sacrificial 'estaba desti-
nada a realizar, se ha Icumplido.
DeestJa manem Dios lo es todo en todos :según su propio \Ser;
impone a todos, en e:l Espíritu, su forma de vida, que es: el amor.
El foco de esta viva irradiación del amor es el Cordero, la
víctima pascual. Al finaQde un 'elstudio sobre la glorificación del
Salvador, el pensamiento tiene: que vd1ver a su muerte: y fijarse
en ella. Porque e:nella comenzó la gloria, y aun enell oie[o es to-
davía en ella donde comÍJenrz¡a. El Cordero está de pie en ¡SU muerte
(Apoc 5, 6), y 101sfides, a ISU vez" no triunfan sino 'en su muerte, que
os la de Cristo comunicada a ellos. La gloria está marcada con
el estigma de las cinco Hagas. Conserva lainmoJacián grabada en
ella, no 'como un rocUierdo,sino en su reallidad, y proclama a través
de 'la eternidad la muerte que padeció el Cordero por amor de[
Padre. Hahía condescendidol en vivir en el munido del1pecado y de la
servidumbre, para que en su cuerpo fuelfa asestado el golpe mortal
al mundo. A través de la herida de· su cuerpo. había abandonado
estas bajas regliones y penetrado en Ilos cielos. Pem habia dejado
en medio de los hombres ISU cuerpo inmOl1cudo y vivificado. para que
fuese el camino Y:i~olde su paso al Padre. En 'Él tomaron los
hombres su punto de paiftida,. y en :Éll han UegadoaJl término. Ahora,
todos los hijos se han reunido con 'el Padre. ¡Gloria y honor al
Cordero!
íNDICE DE CITAS BÍBLICAS *

Ps I Mc I 1, 50s 37 20,22 337


2, 1-11 40 20,28 233s
22 25s I 9, 1 180 2, 18-21 37
281 187 Act
Is I 13, 32 158 212
14, 25 98 3, 16 65 2, 22-36 136
52, 13-53, 182 5, 21-29 290s 2, 36 33
12 26-28 I 352 323 134
"''''':
14, 58 187 6, 61-63 360 4, lOs 185
Dan I 6,63 209 6, 14 188
Lc 7, 37-39 105-111 10, 40-44 287
8, 12 39 13, 23-29 137
7
180
280
I 1, 35 118 8, 56 212 13, 32s 46
287 152 9, 5-7 l11s 13, 33 151
157 10, 1-18 43s 256
Mt I 3, 16 341s 189 17, 30s 188
9, 31 59 10, 17 43 26, 6-8 138
3, 11s 341s 9, 51 59 60s
3, 14s 343 11, 30 334 12, 20-33 190 Roro
11,11 264 17, 21 178 12, 32s 62
12, 39 333 22, 14-18 182 13, 1 63 1, 3s 70
16, 28 281 22, 15s 98 14, 19 230 75
21, 33-44 181 22, 16 183 16, 7 104 151
23, 38 217 22, 18 352 114 157
26, 29 98 22, 24-30 183 16, 24 231 1, 4 47
182 24,26 29s 17, 1-3 44s 121s
352 59 230 285-287
26, 64 136 180 17, 5 63 1, 17 215
157 24, 31-35 351 17, 17-19 337 3, 23s 77
180 17, 19 88 3, 25s 54
283 Ioh 261 288
287 19, 14 42 4, 23s 47-54
28, 18s 31 1, 14 37s 19, 34s l11s 5, 9s 311
136 39 19, 37 171 326
157 64 289 5, 12-21 195
1 1, 29-36 37 20, 17 232s 6, 3s 346
* Sólo se citan los textos comentados.

395
La resurrección de Jesús

6, 3-11 246 4,4 153 2, 6 257 2 Tiro


6,4 118-121 4, 10 373 2, 14-16 218
6, 7s 253 5, 14s 49 3,,17-19 265 2, 11 375
6, 7-10 76 5, 16 266 4, 30 310 4, 8 313
6,9 80 5, 21 72 5, 22-27 193
6, 11 254 77 5, 22-32 201 Hebr
8,2 68 8,9 70
8, 3 71 12, 9s 373 2,9 54
Phil
75 13,4 116 80
8, 9s 243 118 5, 7-9 81
8, 11 115 373 1, 23 375 7,26 162
304 2, 6-8 69 8, 1-5 162
8, 20-22 301 2, 6-11 76 167
320 Gal 2, 7-11 138 9, lIs 90-92
13, 11-13 309 2, 10 286 9, 12 168
14, 11 286 3, 10 315 9, 24 166
1, 1 339 3, 12-14 304 10, 19s 95
2, 19 74 4, 4-6 310
1 Cor 168s
245
10,20 81
254
6, 15-17 200 Col 91
2,20 237
10, 1-4 211 217
3, 13s 219
354 10, 22 348
3, 16 212 1, 13s 51
358 3, 27 1, 15 153
52
10, 9 211 1 Petr
346 1, 15-20 139-143
10, 14-21 354 1, 18s 194
3, 27s 235
10, 16s 203 1, 2 348
3, 27-29 206-208 1, 24 373s
10, 18-21 87 1, 3s 55
4, 1-7 158 2, 11 51
11, 24s 204-206 3, 18-20 219s
4,4 71 2, 11-13 197
12, 12s 198s 4, 4-6 219s
4, 6 243 2, 12 367
12, 13 243 2, 13 246
256
15, 3-5 32s 1 Ioh
5,24 367 2, 15 143
15, 17 80 2, 17 142
6, 14 254
15, 24-28 3, 2 316
285
384-386 383
15, 42-44 317 2 Thes 5, 5-9 112-114
15, 45 122s Eph
126 2, 3-12 293 Apoc
208 2, 14 286
15, 45-49 196 1, 18-20 116 2, 17 147
1, 19-23 193 3, 12 148
2 Cor 1, 20-23 145 1 Tiro 5, 6 171
257 12, 1-6 62
2, 15s 288 1, 23 199 2, 5 145 212s
341 238-240 3, 16 72 19, 12 148
3, 17 124-126 2, 6 246 21, 23 383
Abbot, T.K. 238 239 374 Bonnetain, P. 209 Coppens, J. 97 181 247
Agustín, san 48 61 72 Bonsirven, J. 54 81 92 342 343
88 114 154 158 203 95 113 166 204 238 Comelio a Lapide 119
216 295 345 297 348 383 257
Alberto Magno, san 119 Bossuet 18 148 Comely 256 301
203 Bourdeau, P. 274 Cramer 151
Ales, A. d' 34 Bousset, W. 124 247 Cremer 93
Allo, E.B. 123 125 145 Brémond, H. 233 Cromacio de Aquilea
236 257 Broglie, G. de 209 343
Ambrosiaster 48 257 Buenaventura, san 100 Cullmann, O. 3743 113
Ambrosio, san 43 108 Bultmann, R. 35 126 144 181 188 249 259
119 126 151 154 155 Buzy, D. 82149223293 293 294 297 343 350
203 251 310 381 351 359 362 374 384
Amiot, F. 69 200 366 Calmes, Th. 107 149
Apolinario 151 Casel, O. 247 357
Aristóteles 268 Cayetano 48 252
Asting, R. 88 261 Cerfaux, L. 72 134 135 Dalman, G. 157
Atanasio, san 158 161 136 146 153 185 194 Danet, A. 274
170 198 199 200 201 203 Daniélou, J. 39 119 269
204 205 211 234 236 Deissmann, A. 124 235
Bachman 211 239 253 262 286 294 Dekkers, E. 248
Bandas, R. 48 335 338 Denis, A.M. 262
Bareille, G. 260 Cipriano, san 109 260 Dennefeld, L. 25
Barrett, C.K. 190 282 Cirilo de Alejandría, san Dequeker, L. 181
Behm, J. 204 205 351 69 82 95 117 126 158 Devreesse, R. 104 233
353 356 161 166 192 199 230 Dhorme, P. 85 86
Benoit, P. 63 78 98 140 231 232 240 265 Dillenschneider, C. 221
182 183 201 218 233 Cirilo de Jerusalén, san Dodd, C.H. 42 271 273
236 238 239 352 388 109 284
389 Claudel, P. 301 Dubarle, A.M. 109 110
Bertrams, H. 70 Clermont-Ganneau 216 188
Betz, J. 204 Comblin, J. 18 Dupont, J. 138 151 163
Bietenhard, H. 388 Condren, P. de 18 4970 199 238
Blass-Debrunner 358 92 152 154 355 Durand, A. 188 195
Boismard, M.E. 40 55 Congar, Y. 181 192 203 Durrwell, p,x. 367
72 229 239 299
Epifanio, S. 192 Imsehoot, P. van 125 Lightfoot, J.B. 239
Estius 82 264 Loenertz, R. 296
Eusebio 109 Ireneo, san 109 260 305 Lohmeyer, E. 385
Eutiquio 192 Loisy, A. 332 259 367
Ewald, P. 238 Jansenio de Gante 119 Lubae, H. de 203
Jeremías, J. 41 269 343 Lyonnet, S. 48 126 274
Festugiere, A.J. 268 349 358 289
Feuillet, A. 42 69 179 Jerónimo, san 108 153
181 186 189 239 295 384 Maeario, Pseudo- 273
Filón 41 Joüon, P. 178 Maldonado 333
Flavio Josefo 41 105 Journet, Ch. 222 Malevez, L. 51 124 200
Foerster 133 136 Juan Crisóstomo, san 88 235 237 240 242 249
Fraeymann, M. 187 192 203 233 239 270 261 321 387
Fuglister, N. 18 304 338 Marehal, L. 179
Juan Damaseeno, san Masson, Ch. 239
Galtier, P. 151 203 Máximo de Turín 41
Giblet, J. 338 Justino, san 109 207 152 190 210
Goosens, W. 199 203 Médebielle, A. 87 171
Grandmaison, L. de 129 Kasemann, E. 124 205 238 348
187 334 Kattenbuseh, F. 181 203 Meinertz, M. 193 239
Grelot, P. 264 Keppler, P.W. von 89 Miehel, A. 163
Gressmann 86 Kierkegaard 248 Mittring, K. 246
Guignebert, Ch. 139 Kittel, H. 119 120 Mollat, D. 289
Gutjahr, F. 211 Kittel, R. 120 Maller, W. 85
Knabenbauer, J. 179 Montcheuil, Y. de 350
Hahn, W.T. 246 248 386 189 239 Moulton 149
Harnaek 332 Koeh, G. 18 Mussner, F. 113 190
Havet, J. 199 Kraus, H.J. 26 289
Heiniseh, P. 85 92 Kümmel, W.G. 179
Hermann, I. 123 125 200 Künneth, W. 18 156 Nélis, J. 76
Herveo de Bourg-Dieu Kürzinger, J. 247 Neuenzeit, P. 200 204
122 152 155 Kuss, O. 203 256 Natseher, F. 26 85
Hesiquio 273
Hilario de Poitiers, san Lagrange, 51 77 78 85 Oepke, A. 254
151 208 86 96 107 110 111 Olier, J.J. 18 99 221 233
Hipólito, san 108s 112 114 178 179 186 Orígenes 80 119 158 179
Holtz, F. 48 189 217 233 247 256
Holzmeister, U. 119220 294 308 311 334 356 Paseal, B. 80 234
Holzner, J. 78 367 Pastor de Hermas 220
Hoonaeker, A. van 214 La Taille, M. de 69 75 Perey, E. 199 239 246
Huby, J. 38 45 75 78 188 192 249 251
79 139 141 153 187 Lebreton, J. 43 117 192 Petau 264
193 198 236 239 256 Lécuyer, J. 48 161 Philips, G. 264
301 316 319 344 346 Le Hir 188 Pío XII 210 241
375 Lemonnyer, A. 55 82 Ploeg, J. van der 223
138 153 Plummer, A. 346
Ignacio de Antioquía, León Magno, san 233 Poliearpo, san 112s 145
san 66 112s 145 211 343 347 267 361
220 229 295 317 334 Levie, J. 296 Pontet, M. 211 213
355 376 382 Lietzmann, H. 349 Prat, F. 19 48 51 61 70
76 93 94 125 141 153 Schmidt, K.L. 179 181 Thüsing, W. 42 63 110
160 189 233 236 239 203 239 172 190 230 233s
243 246 266 301 346 Schmidt, Tr. 200 Tillmann, F. 189 233
Preisker 39 178 Schmitt, J. 18 33 151 367
Preiss, Th. 242 Schmitz, O. 246 Tobac, E. 27 144 257
Procopio de Gaza 192 Schnackenburg, R. 246 264
Proksch 261 249 Toledo 109
Prudencio 209 Schürrmaml, H. 204 Tomás de Aquino, santo
Prümm, K. 125 Schuster, cardo 128 48 65 119 192 256
Schweitzer, A. 110 113 257 270 273
124 Toussaint 309
Schweizer, E. 147 Tschipke, Th. 48
Rahner, H. 107 108 109 Shaw, J.M. 361 Turner, C.H. 107
260 Sickenberger, J. 256
Ramsey, A.M. 18 270 Spicq, C. 90 93 161 164 Vaccari, A. 26
Rawlinson, A.E. 203 204 236 297 Vaganay, L. 90
Reimarus 332 Stanley, D.M. 18 48 123 Vanhoye, A. 90
Rengstorf, K.H. 18 Stauffer, E. 37 179 220 Vincent, A. 85
Resch, A. 121 302 361 384 Vitti, A. 155
Reuss, E. 60 Stein, B. 119 Volz, P. 126
Rigaux, B. 293 Steimnann, A. 367 Vosté, J.M. 238 257
Robinson, A. 107 199 Strack - Billerbeck 106
238 239 134 191 308 318 389 Walter, E. 282 358
Rufino de Aquilea 108 Strauss 332 Warnach, V. 201 248
151 Suárez 119 Weiss, B. 47 179
Ruperto de Deutz 192 Wellhausen 332
Teodoreto de Ciro 82 Westcott, B.F. 115 196
Sabourin, L. 72 141 194 214 Wikenhauser, A. 51 200
Salmerón 152 154 Teodoro de Mopsuesta 237 297 366
Sanday, W. 51 104 144 161 233
Sasse, H. 138 254 Teofilacto 104 Zahn, Th. 188
Schauf, W, 70 76 Tertuliano 109 161 179 Zeller, H. 283
Schelkle, K.H. 59 172 376 Zenón de Verona 297
190 246 271 282 340 Thils, G. 115 121 367
Schlier, H. 201 340 Thomassin 18
Abraham en sus poderes 335 virtud pascual 231
su fe 48 362 336s 340 272-274
padre de los fieles por en sus fines 340 realidad escatológica
la fe y el cuerpo en la persona del após- 321 390
de Cristo 206-208 tol 340 principio de conoci-
221 apostolado y encarna- miento 266s
Adán (nuevo) 123 156 ción 337 Carne
196 Ascensión, misterio pas- principio de vida na-
Agua cual 62s 73 90-92 tural 66s
bien mesiánico 105 Ascesis 368-371 se halla en estado de
símbolo del Espíritu pecado 66s
38 106-112 342 384 Bautismo opuesta al Espíritu 66s
de la realidad celesti<}l de Jesús 119 280 343 117
112s de los fieles 341-349 principio de muerte
Alegría un juicio 311 322 326 66
virtud pascual 228 341 Cristo en la carne 68-
230s 350 sacramento escatoló- 77
virtud parusíaca 310 gico 344 la carne no significa la
Ángeles sacramento del Espíri- naturaleza humana
sometidos a Cristo tu 342 345-347 de Cristo como tal
glorioso 143-146 de la muerte y de la 7071
naturaleza de los án- resurrección 52 343- Cristo muere por la
geles 144s 345 347s carne 73 217
ángeles e Iglesia 145- del reino 345 Cristo muere en la
146 257 de incorporación a carne 74 217
sumisión todavía in- Cristo 346s el fiel muere en la car-
completa 258 302 comunión sacrificial ne 253
368s 348s 361 reminiscencias de la
juzgados por la Igle- carne 298
sia 258 327 Cabeza de la Iglesia Cena, v. Eucaristía
Anticristo 293 por la resurrección Cielo
Apostolado 331-341 192-198 la entrada en el cielo,
pascual por su origen en el cielo 385s término del sacrifi-
332s 338 Caridad cio de Cristo 90-92
en su mensaje 33s y espíritu 267 273 v. Ascensión, misterio
333s 339 390 pascual
Cristo, cielo de los Cuerpo Domingo
fieles 258 381-384 de Cristo: día pascual 192
388-389 su importancia en la día parusíaco 295
Circuncisión nueva 51 teología joánica 36-
160 167 38 Ejemplaridad de la resu-
Comunión fuente del Espíritu 107 rrección 48
en el sacrificio por la 114 Elementos cósmicos 158
gloria 94-99 245-251 el cuerpo terreno, 215 254
389s principio de la Igle- Encarnación
por los sacramentos sia del A.T. 212-216 y resurrección 35-46
349 354-358 361 camino de entrada al 59-65 75-77 83 99
necesidad de una co- santuario celestial y apostolado 336-338
munición con Cristo 90s y eucaristía 359
65 94s 96s 246 el cuerpo glorioso, teología de la encarna-
una teología de comu- principio de la Igle- ción y de la muerte
nión 15 sia del N.T. 198-210 44-46
Conocimiento nuevo la Iglesia del N.T. Entrada en Jerusalén,
¿en Cristo? 158s identificada con el anticipación de pas-
en los fieles 27s 229- cuerpo glorioso de cua 135
234265-267 Cristo 227 238-241 Epiclesis, la efusión del
conocimiento moral 316 382-384 388 Espíritu Santo es una
273 Cuerpo de los fieles: 128s
en el cielo 383 386s su santificación 305 Espacio crítico 258
Espíritu Santo y co- su resurrección 304- Esperanza
nocimiento 267 306 315-318 virtud pascual 307 363
Consumación propiedad de los cuer- •virtud parusíaca 312
sentido de la palabra pos resucitados 317 Espíritu Santo
93 v. Templo 1. En sí mismo:
la glorificación, consu- Cum Christo Expresión personal de
mación del sacrifi- muertos y resucitados la naturaleza divina
cio 90-92 con Cristo 53 245- 125s 154
Cordero pascual (Cristo) 251 santidad lIs 118-121
37s 40 170 172 389s explicación teológica poder 116-118 157s
Cosmos 246-251 335 340
Cristo, principio del en los sacramentos gloria 118-121
cosmos 139-143 245 vida 67 105 121s
crucificado en Cristo en la vida cristiana amor 273
253 285 302 320s 245s realidad celestial plena
rescatado en la paru- en la muerte física 376 125s
sía 301 318-321 en la resurrección de simbolizado por el
en los fieles 300-303 los cuerpos 315 agua, v. Agua
320 en el cielo 385s persona operante 115
Creación 117
Cristo creador 139-143 Descenso a los infiernos papel maternal 153
318 219-221 principio de filiación
a partir del término Diatheke 118s 152-154
141-143 sentido de la palabra principio de apertura,
la nueva creación 204 de comunión 127
inaugurada en la y reino 205 160s 209 273 390
resurrección 192 y eucaristía 203-206 humildad divina 242
2. En la historia: la Iglesia 260 Flaqueza
Señor de la historia v. Bautismo, Eucaris- característica de la
318 tía carne 67 71
le da su sentido 126 Esposo (Cristo) 40 193 Cristo, muerto por la
el sentido de la carne 201-203 237 308 flaqueza 74 118
al espíritu 215s 317 Estigmas de Cristo 171s en la flaqueza 75
320s Eucaristía 349-361 la aceptación de la fla-
el Espíritu es la reali- anticipo terreno del queza, causa de sal-
dad escatológica reino 98s 182-185 vación 79s 371-374
125s 284 285 310 principio de la Iglesia Fracción del pan 350-353
agente de la primera 203-206
creaci6n 116 280 presencia de Cristo Gloria
de la creaci6n nueva glorificado 353s y justicia 67 77
34 123 comida sacrificial 353s poder 120
de la redención 66s comunión en la muer- santidad 120
en el Antiguo Testa- te y en la resurrec- realidad escatológica
mento 116 118 263 ción 356-358 285
en Cristo 280 sacramento parusíaco agente de la resurrec-
Él resucitó a Cristo 358s ción 118-121
115-127 fuente del Espíritu 110 v. Espíritu
le constituye Cristo- 360
Mesías 103 137 relación con la encar- Heredero por la resu-
Hijo 118s 152-154 nación 359 rrección
espíritu 121-126 Éxodo Cristo 158
consuma el mundo 128 y redención 39 los fieles 256
327 y eucaristía 358 Hijo del hombre
En la Iglesia: y resurrección 29 280-
inaugura el reino 185 Fe 283
prosigue un trabajo de la resurrécción, objeto y parusía 280-283
encarnación 242 de fe 48 361-364 y juicio 287 291 323
hace a Cristo presente motivo de fe 48 Historia
231 causa de fe 45 232s va de la realidad de la
lleva a la parusía 310 365s carne a la realidad
principio de resurrec- instrumento de muer- del espíritu 215s 317
ción 304 315 te y resurrección 365 320
y de juicio 290 causalidad en la jus- es un juicio 288 311
ley moral del reino tificación 366 es pascual y parusíaca
270s 273 realidad imperfecta 283 292-297
su acción en el cielo 300 Cristo contiene la ple-
386s fuente de esperanza nitud de la historia
relaciones diversas de 363 125 283 285 292 296
la Iglesia con Cristo Filiación 314
y el Espíritu Santo en el Antiguo Testa- v. Espíritu Santo
240-244 mento 215s Hora de Cristo 41s 59s
3. Sacramento del Es- en Cristo resucitado es escatológica 289-
píritu: 46s 75s 149-161 291
el Cristo de gloria 34 y mesianidad 137 149-
38 127s 152 Identificación en Cristo
el cuerpo de Cristo y sacerdocio 163 198-200 209 234-240
107-114 129 243 de los fieles 256 316 250s
Iglesia juicio final 321-327 Muerte
realidad pascual en si Justificación signo del pecado 66-68
177-209 dada en la resurrec- resumen de la vida
por su tendencia 303- ción '47-54 carnal 67
307 Cristo, justificado en un mal del que Dios
semejante a un cuerpo el Espíritu 72 76s debe librar 24
198 es escatológica 310s resumen de la vida te-
identificada con el rrena de Cristo 72
cuerpo de Cristo, abolición de su vida
v. Cuerpo según la carne 74s
la participación en el Ley mosaica merece la resurrección
acto redentor, esen- y pecado 67s 27 78-80
cial a la Iglesia 245s Cristo sometido a la como su objeto único
251 ley 71 80
ella vive en su muerte libertad de la ley 75 coincide con la gloria
252-255 357 la Iglesia liberada de 79 171-174 250
Iglesia y sacrificio 260s la ley 254 aspecto negativo de la
realidad escatológica Libertad gloria 79
en sí 297 de Cristo resucitado ineficaz en si 77s
por su tendencia 308- 159 redentora por la gloria
315 de los fieles 253 316 a que conduce 54 80
en el trabajo de la pa- de la creación 320 83 94
rusía 308 312s Liturgia del Nuevo Tes- muerte cristiana 375-
Iglesia y salvación del tamento, es personal 377
cosmos 320 262
el mundo juzgado por Nacimiento de Cristo
su justicia 327 María en la resurrección 137
imperfección de la en Caná 40s 150s
Iglesia como institu- la gloria de Dios sobre siempre actual 155-157
ción 298s ella 118 Novedad
medio de perfección su hijo es Hijo de Dios de Cristo 155-157
final 299 por el Espíritu 153 de los fieles 251 255
Imagen de Dios la Iglesia del Antiguo
Cristo 153s 229 Testamento en ella Oración
los fieles 316 216 del Cristo terrenal
In Christo la historia de la Igle- 81s
la fórmula designa a sia concentrada en del Cristo celestial
Cristo glorioso 50- ella 221 165s
52 195 Mérito de los fieles 231
una identificación con su naturaleza 78s 304
Cristo 234-238 su objeto: la resu- Particularismo
en el cielo 385 rrección 78s 80 304 del Antiguo Testamen-
In Spiritu 240-244 Mesias por la resurrec- to 215s
ción 29-3234135-138; del Cristo terreno 216s
Juicio v. Filiación 332s
se cumple en la reden- Misterios paganos 247 Parusia
ción 53s 289-292 285 350 contenida en la resu-
310s Moral rrección de Cristo
Cristo, en virtud de pascual 231 267-275 279-297 313s
su resurrección 287 escatológica 308 y la Iglesia 308-315
proximidad de la pa- v. Espíritu Santo Filiación
rusía 309 • Permanencia Sacrificio
se realiza en la Iglesia de la acción resucita- noción en el Antiguo
312-315 dora 155-157 315 Testamento 84-86
parusía sacramental de la muerte y de la 95-98
358s resurrección 170- la redención, un sacri-
Pascua 174 249s 356-358 ficio 83s 87
sentido de la palabra del sacrificio 163-170 la resurrección, acep-
41 Presencia de Cristo en la tación de la víctima
la redención, una pas- Iglesia 228 230 88s 93 99s
cua 59 64 77-80 87- por el Espíritu 230s y consumación del sa-
92 243 crificio 93s
el reino, una comida por la fe 365 el sacrificio celestial
pascual 183 por la eucaristía 353s 167-174
la pascua de Israel es una parusía 295- Sangre
218-224 297 309 símbolo de la humani-
Paz Primicias (Cristo) 192 dad de Cristo 111-
don pascual 233 Primogénito 114
cósmica 142 de la creación 139s de su inmolación siem-
Pecado de los muertos 194 pre actual 168s 172
Cristo «hecho pecado» Progresos humanos y Santidad
72 reino 320s realidad física 88 120
muerte al pecado74-77 Psyche, principio de de- la resurrección, desa-
el fiel, muerto al pe- bilidad 122s 208 rrollo de la santidad
cado 253s de Cristo 76s 88s
destruido en la gloria Redención santidad de la Iglesia
65 es un tránsito 59-65 261s
Piedra angular 34 137 una transformación 65 Señor
181 185 208 68 86 sentido de la palabra
Pleroma pago de una deuda 133-135
Cristo, pleroma uni- 68 95 título parusíaco 286
versal 140 142 194 un acto personal en por la resurrección
la Iglesia, pleroma (re- Cristo 65 81s 95s 135-149
ceptivo) de Cristo la redención subjetiva, por la fe 147
238-240251 314 374 una comunión 64s Señor del cosmos 139-
la historia, pleroma de 95s 98 246 143
Cristo 156s 292 294 Reino de los ángeles 143-146
297 inaugurado por la re- señorío de amor 146s
Cristo, origen de todo surrección 28-32 sacerdotal 160
por su pleroma 142 178-186 189 Señor de la historia,
Poder por la efusión del Es- v. Historia
en el Resucitado 116- píritu 185 Sufrimiento cristiano
118 157 contenido en Cristo 371-375
en la Iglesia 116s 260 179-185
en los apóstoles 335 v. Iglesia, Eucaristía Templo
339s Roca (cristo) 39 107-110 el cuerpo de Cristo
en la resurrección final 211 36s 110 186-189 208
315 212 388s
realidad escatológica Sacerdocio de Cristo re- los fieles 262
286 sucitado 160-174; v. Teología bíblica 18s
Testamento, Antiguo fin del Antiguo Testa- v. Diathokc
realidad mesiánica 24 mento 216s Tiempo cristiano 2'1l·25\l
relación con el cuerpo transición del Antiguo Trabajo, v. Progreso
de Cristo 210-216 Testainento al Nue- Transfiguración de CrIM-
presencia de Cristo en vo 217-224 to 118s 179s
el Antiguo Testa- su unidad en el
mento 211s cuerpo de Cristo 210 Universalismo
grandeza del Antiguo 221 de Cristo resucitado
Testamento 213s principios de interpre- 159s 332s
sus servidumbres 214- tación mesiánica del de los fieles 255s
217 Antiguo Testamen-
su gracia 263-265 to 222-224
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