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LA RESURRECCIÓN
DE JESÚS
,
MISTERIO DE SALV ACION
Presentacl6n 11
Pr61ogo-de la séptima edici6n francesa 15
Introducci6n 17
1. San Juan . 60
11. San Pablo . 60
1. La existencia terrena de Cristo 66
2. El paso a la existencia celestial 73
3. La conexión de ambas fases . 77
4. La carta a los Hebreos . 80
111. La muerte y la resurrección en el marco del sacrificio. 83
A. La resurrección, aceptación del sacrificio .
1. Según el Antiguo Tootamento .
2. según el Nuevo Testamento .
B. La resurrección, comunión con el sacrificio
1. Según el Antiguo Testamento .
2. Según el Nuevo Testamento.
175
225
~
379
393
«Porque el Dios que dijo: Brille ¡la luz desde el seno de las
tinieblas, es el que ha hecho brillar !la luz en nuestros corazones
para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro
de Cristo» (2 Cor 4, 6).
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Según una idea demasiado extendida, la resurreCClOn es un
epílogo. El misterio se representa por entero en el caavario, y el
drama tiene su desenlace el viernes santo a la hora nona. La pascua
nos da a conocer los destinos de!l héroe después de su gran aven-
tura. Consumada !suobra era necesario que el Hijo de Dios volviera
a la vida, «por cuanto no era posible que fuera dominado por la"""
muerte» (Act 2, 24).
La Escritura no concibe de este modo la historia de nuestra
redención.
21. ef. J. DANIÉLOU, «Bulletin d'histoire de la théologie sacramentaire. Rech. Se. Rel.»
.H (1947) 370; Sacramentum futur;, Par!s 1950, p. 139.
22. La imagen nos sugiere este pensamiento: Cristo es la luz de la humanidad más
como nube luminosa que como sol: no se camina en pos del sol. Algunos comentaristas
relacionan la declaración de Jesús con la liturgia de la fiesta de los Tabernáculos, que
:.t· veda influida por el recuerdo del Éxodo.
23. TH. PREISKER, N. T., Il, p. 331 ve en esta mención reiterada «una intención
('~.;('atológica», «una alusión al cordero pascua1».
relato de los supremos acontecim~entos (12, 1. 7; 13, 1); pero en
la muerte L1cJesús el cordero es inmolado y la pascua cumplida
(19, 36).
Ddsde su entrada en escena fue saludado Jelsús como el cor-
L1erollue borra el pecado del mundo (1, 29). Cuando llega Jesús
ala cumbre de su existencia, viéndose «exaltado» por la cruz,
brotando ya simbólicamente del cuerpo traspasado las corrientes
dell Espíritu de gloria, sin que se haya roto ninguno de sus huesos
(así estará eternamente, de pie en su inmolación, Ap 6, 6), en-
tonces el evangelista evoca por segunda vez el cordero pascual
(19, 36). Todo el evangelio está encerrado entre estas dos evo-
caciones del cordero pwscuall,y así, en virtud de 'la «inclusión se-
mítica», se halla definido, como el evangelio del cordero pascual.
Según la mística de los números, cara a san Juan, toda sema-
na tiene su acabamiento el 'séptimo día, siendo siete un número
de pJenitud. Al comienzo de su relato cuenta atentamente el evan-
gdista la sucesión de los días (1, 19. 29. 35. 41. 43; 2, 1); el sép-
timo día llega Jesús a Caná. Los tiempos van,. pues, a consumar-
se, la salud se va a realizar 24. JeJSús,esposo todavía oculto, pero
rodeado ya de discípulos y asistido po,r su madre, cuya persona
evoca a la Iglesia (d. Ap 12; Jn 19, 26 s), será glorificado cam·
biando el agua en vino en medio, de solemnidades nupciales.
Ahora bien, en Glllá está ya presente al espíritu de Jesús la
hora pascua!, muy próxima en la transparencia de los aconteci-
mientos 25. La intervención de su madre le parece una intimación
para que realice su obra. Pero Jesús se niega - al mismo tiempo
que despacha la petición -, ya que todo esto es todavía solamente
terrestre, solamente figura: «Mujer, ¿qué quieres de mí? Todavía
no ha llegado mi hora.» Acoge la petición en el plano del signo,
dejando para má!s tarde 1a reali!zación;cuando llegue la hora se
realizará la verdadera transformación. Éste fue «el primer signo
de Jesús, la aurora esplendorosa de su gloria mesiánica» (2, 11).
«y los d~scípulolscreyeron en él»: de esta fe se dirá, pUeJS,que
24. Las bodas de Caná están fechadas un séptimo día, día de plenitud, pero también
lIn tercer día (2, 1), por alusión, según parece, al día de la resurrección. Cf. M.-E. Bors-
MAI<J), Du Bapteme tI ea,na, París 1956, p. 136: Con «la mención del tercer día quiere
e I evangelista atraer nuestra mirada hacia el signo por excelencia, la resurrecci6n de Cristo».
25. A la psicología de Jesús pertenece asociar las ideas, pasar de una realidad terre·
lla. a 1111<lrealidad celestial. Para su espíritu profundamente intuitivo, las cosas y los acon-
tecimientos tienen un poder evocador. Más de una vez evoca la hora súbitamente, en una
proximidad concreta que perturba y exalta (2, 19; 12, 20-32; 13, 30 s). En esos casos
las palabras de Jesús no eran comprendidas; lo impedía el vuelo rápido de su pensamiento.
<)tte se trala aquí de la hora de Cristo y no del momento de obrar un milagro, está fuera
de duda; es el scnticlo de la expresi6n joánica.
es el efecto de la gloria pascuaL (17,. 1-3). Poco después piden los
judíos un signo para creer (2, 18). Cristo no se lo da, pero predice
su obra final, frente a la cual todo lo demás no será sino figura,
obra que Él realizará cuando los judíos destruyan el templo y Él lo
reedifique en tres días (2, 19). Entonces creerán los hombres por esa
gloria, cuyas primicias les había ofrecido Caná (d. 2,11. 22; 17,1-3).
En este primer milagro, todo es profético: Se anuncia la hora 26;
a la madre de Jesús se la llama «Mujer», como en el Calvario;
resp1landecela gloria y s'e inaugur'a la fe. La orientación pascual,
tan explícita, de este primer milagro, arrastra en su estela todos
los demás signos, que ahora ya no pueden interpretarse sin refe-
rimiento a la hora.
Al final de la vida de Cristo vuelve el evangelista a contar
los días de una última semana: «Seis días antes de la pascua fue
Jesús a Betania» (12, 1). La tarde del sexto día anuncia san Juan
esta vez «un gran séptimo día» (19, 31), luego relata la transfixión "'\
de Jesús y su glorificación, anticipada en el símbdlo del agua que
mana del costado abierto (19, 34). El relato de la vida de Jesús
está contenido entre estas dos semanas, la del comienzo, que re-
mata en la gloria de Omá, la del fin, que remata en la exaltación
de Jesús; esta nueva «inclusión» indica el sentido de todo el relato,
su dirección hacia el séptimo día.
El milagro de Caná había sido e[ primer anuncio de 'la hora,
de aquella hora majestuosa marcada en el reloj de la vida de
Jesús, hora de un paso O' tránsito,. de un éxodo, que sonará al final:
«Antes de la fiesta de pascua, Jesús, sabiendo que había llegado
su hora de pasar de este mundo al Padre ... » (13, 1). Al decir de
la Biblia ,~x 12, 11s. 23), la palabra «pascua» se traduce por
«paso» o «'Sa'lto'del Señor» 27. Esta hora de la pascua no cesa ya
de anunciarse, a:l mismo tiempo que a través de las palabras
y de 'los milagros aflora: la idea de un paso, de un éxodo, de una
transformación. Así se crea una espera que subtiende todo el
evangelio, hasta que haya «llegado la hora de pasar ... »
El evangelista, para permitimos penetrar en sus intenciones
26. MÁXIMO DE TURÍN, Hom. 23, de Epiphania Domini VII, PL 57, 275; «lllam nimi-
rum gloriosissimam passionis suae horam aut illud redemptionis nostrae vinum, quod vitae
omnium proficeret, promittebat.» J. JEREMIAS, ¡esus als Weltvollender, Gütersloh, 1930,
p. 29: según el simbolismo bíblico, «el milagro de Caná es la primera manifestación de
la soberanía de Jesús como renovador del mundo». «A la economía antigua sucede una
realidad nueva.»
27. El término se entendió de diversas maneras. FLAVIO JOSEFa lo entiende del paso
del ángel entre los hijos de los hebreos (Ant. Ind. II, 14, 6), FILÓN lo entiende del paso del
mar Rojo (De spec. lego 11, 145). San Juan lo toma en esta última acepción.
secretas, nos entrega su cifra, precisamente la cifra siete, que es
la de la hora y de su plenitud. San Juan, intercambiando en un
2B
juego continuo las dos cifras de siete y seis - siendo esta última
la cifra dc la imperfección-, toca, por decirloasí, en dos teclados:
el de las realidades terrestres, prengurativas, marcadas por la cifra
s'(lis,yal ide la l'ealidad evocada por aquéllals.
El milagro de Caná, que cambió en vino seis ánforas de agua,
fue el primero de una serie de seis 29. ¿Cuál es el séptimo? En la
simbólica de 10\5 números importa el séptimo, que es el de ~a con-
sumación. Los milagros terrestres se refieren a la séptima obra de
Cristo, cuyos signos son. Mientras que, con referimiento a la
obra final, diversos milagros tuvieron lugar en un día séptimo
(Caná), a la hora séptima (4, 52) 30, o en día de sábado (5, 10; 9,
14)3\ una séptima obra de Cristo fue llevada a cabo en el marco
de un séptimo día solemne, en «un gran día de sábado» (19, 31).
Paralelamente a los signos hay otros jalones que van mar-
cando el camino e indicando su dirección: las fiestas judías. Éstas
son seis 32, y seis veces se menciona la pascua mosaica. Pero la
que importa es la séptima fiesta, la otra pascua, la verdadera, en
la que el cordero es Cristo (19, 36). Una refl&ión inesperada,
que podría parecer fuera de lugar, viene a interrumpir el relato
de la pasión: «Era cl día de la preparación (el sexto de la semana),
hacia la hora sexta» (19, 14). ¿No se quiere decir con ello: En
la tierra, sí, era la hora sexta, el día de la preparación, pero en la
cruz «todo está consumado»? (19, 30):m.
28. ¿Es acaso fortuito, sin intención, el que se mencione la hora siete veces? ¿Que se
la anuncie por primera vez en Caná, en un día séptimo? ¿Que el evangelista subraye tan
fuertemente que el milagro de Caná tuvo lugar a la hora séptima? (4, 52).
29. El cuarto evangelio refiere seis milagros: 1) el agua convertida en vino; 2) la
curación del hijo del funcionario real; 3) la curación del paralítico; 4) la multiplicación
de los panes; 5) la curación del ciego de nacimiento; 6) la resurrección de Lázaro. Algu-
nos autores cuentan entre los milagros el caminar sobre las aguas; pero ésta no es una
obra externa, ni es llamada como las otras, milagro u «obra»; pertenece al pasaje de la
multiplicaci6n de los panes, y no cuenta en el número de los otros seis milagros.
30. En el relato del segundo milagro de Caná, la repetición insistente de la palabra
«vivir» evoca la vida que Cristo dará un día. Cf. A. FEUILLET, La signification théologique
du second miracTe de Cana, «Rech. Se. Re!.» 48 (1960), 62-75. Si el relato subraya tan
fuertemente que el milagro tuvo lugar a la séptima hora, la intención parece manifiesta.
Es p()r tanto un contrasentido traducir en lenguaje moderno (cf. The New English Bible):
«Em la una de la tarde.»
:1 l. L()8 otros dos milagros (la multiplicación de los panes - estando próxima la
llaS{'.II:l, _+-, y la resurrección de Lázaro) remiten por sí mismos a la pascua de Cristo.
«En cíllla lUlO de los episodios joánicos, las nociones de la muerte de Cristo, de su resu~
lT:'('ci6n y de su elevación, están asociadas a loS' múltiples acontecimientos de sU misterio.»
C. Il. VOl)]), Le Kérygme apostolique dans le 4' évangile. R.H.P.R. 31 (1951), p. 272.
:\2. I'ascua (2, 13), una fiesta (5, 1), pascua (6, 4). fiesta de los Tabernáculos (7, 2),
dedicación (10, 22), pascua (11, 55).
33. eL W. THÜSING, Die Erhohung und Verherrlichung Jesu im Johannesevangelium.
NI. Abh. Münster en W. 1960, p. 64-69.
Estas alusiones carecerán de i!l1portancíapara quien ignore que
san Juan quiere ser leído de modo distinto que los sinópticos y
no sepa que debajo de cada texto podemos encontrar un tesom 3-\
Parece que el evangelio asciende por todas partes, en sus re-
latos y por sus 'signos, hacia la cumbre donde Cristo es inmolado,
donde con la sangre de su pasión mana ya el agua del Espíritu
y de la gloria.
37. El texto griego admite una doble interpretación: «Fue definido, y por tanto de-
clarado Hijo de Dios», sentido que responde a la etimología del verbo griego y qne los
padres adoptaban en nuestro caso". Se puede traducir también: «Fue establecido, constituido
Hijo de Dios, único sentido conocido en el N.T. (cf. Act 10, 42; 17, 31) y en la litera-
tura contemporánea que está a nuestra disposición. Es también el que mejor se sitúa en
nuestro texto) una vez que se ha dicho: Cristo «fue hecho de la raza de David según
la carne».
38. J. WEISS, Beitrdge ",ur pauZinischen Rhetorik, en Festgabe B. Weiss, 1897,
p. 171 s. O. Kuss, Ver Rümerbrief, Ratisbona 1957, p. 195; trad. castellana en prep.
El contexto admite en la resurrección una función distinta por
lo menos en la génesis de la fe, ya que el objeto de esta fe 'es el
Dios que resucitó a Jesús (v. 24). Dios había prometido a Abraham
susoitar la vida en el Sienoamortiguado de la anoiana estéril; el
patriarca creyó en el poder divino y fue justificado en virtud de
su fe. También el cristiano cree en el poder vivificador de Dios
manifestado en Cristo (v. 16-22). Desde entonces se presenta una
explicación fácil. «Porque Él resucitó creemos, y así nos vino la
justificación» 39. La resurrección es el principio de nuestra justifi-
cación por la fe que ella engendra y motivo de credibilidad.
La relación existente entre la resurrección de Cristo y nuestra
justificación es muy débil, totalmente externa, y no responde al rea-
lismo del pensamiento de san Pablo 40. En el caso de Abraham, el
poder vivificador de Dios no fue el fundamento, sino el objeto
de la fe. Para los cristianos, la resurrección de Cristo no es, según
la mente del apóstol, un simple:motivo de credibilidad, un milagro
que provoca la fe, sino el objeto de su fe: «Si creyeres en tu cora-
zón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo»
(Rom 10, 9). Y si esta fe justifica, ¿cómo la eficacia no le ha de
venir de su objeto?
Vista la eficiencia atribuida' a la muerte de Cristo 00 ell otro
miembro dCllparalellismo,y puesto que el contexto no permite una
interpretación restrictiva, admitiremos un contacto inmediato entre
la resurrección y nuestra justificación. Pero 'siendo la muerte del
todo suficiente para expiar el pecado, muchos intérpretes se han
decidido por la menor de las causalidades, la ejemplar, que no
ocasionaría ningún perjuicio al monopolio de la muerte. La muerte
de Cristo es la imagen de nuestra muerte al pecado; la resurrección
es el ejemplar de nuestra justilficación41. Algunos sólo ven una
causalidad ejemplar en las primeras palabras: «Fue entregado por
nuestros pecados»; otros, rompiendo el equilibrio de la frase,.cargan
39, CAYETANO, Episto/ae Panli et aliorum Apostolorum, Venecia 1531, p. 11 a. CL
AMBROSIASTER, Como in Rom., PL 17, 88. SAN AGUSTÍN, Contra Faustum, 16, 39; De
'/hnitate, 2, 17, PL 42, 336.864. Esta explicación se había hecho corriente en la Iglesia
latina. cr. D. M. STANLEV, Ad historiam e:ugeseos Rom 4, 25, «Verb. Dom.» 29 (1951),
261~274. Durante mucho tiempo dominó la exégesis nloderna, sobre todo la protestante.
10. F. PRAT, La Théologie"., t. n, p. 251. cr. R. BANDAS, The Master-Idea of Saint
1'",,1'.\' l?/Jistles, Brnjas 1925, p. 315.
,11. San AGUSTÍN, Sermo 231, 2, PL 38, 1105. Santo TOMÁS, In Epistolam ad Rom IV,
1, ,\: l' 1, q. 56, a. 2. Esta interpretación no agota el pensamiento de santo Tomás: ef.
'1'11. '1""'1111'"]<, Die Menschheit Christi als Heilsorgan der Gottheit, Friburgo de Brisgavia
I 'HII. 1'. ""':I'Z, La va/eur sotériologique de la Résurrection du Crist, en «Eph. Ihéa!' lav.»
.'lJ (111';:n (1()()~(,45. J. LECUYER, La causalité éfficiente des 1nysteres dtl, Crist selon Saint
1111 111rlV,
1 l': I )[I('lor Com.» (1953) 91~120. S. LYONNET, La vale1w sotériologique de la résH-
'11'rti,Ql dl/ ('Iuisl s('lon s. Panl, Greg. 39 (1958), 295-318.
en la muerte de Cristo tacto el peso de nuestra salud y no reservan
a su resurrección sino un valor de ejemplaridad. En varias ocasiones
el apóstol afirma la ejemplaridad de Cristo glorioso (RaID 6, 4;
1 Cor 15, 47-49). Y no ver aquí otra cosa supone una exégesis muy
arbitraria. Entregado a la muerte por el pecado, para que éste sea
expiado, dice el texto; ¿no quiem decir también que Cristo fue
resucitado para la justificación, para que ésta se realizara? Para
permanecer fieles al paralelismo de 1a fórmula, vamos a situar la
resurrección lo mismo que la muerte en plena eficiencia salvadora.
No ciertamente según la doctrina sociniana. Pues nunca el após-
toilatriibuyea la relsurrecciónsomatoda la obra de la sa!lud.La glori-
ficación no está ooncebida como un acto meritorio. La exaltación
de Jesús es obra dd Padre (<<fueresucitado») y es una recom-
pensa. Sólo en la vida terrena se puede merecer (plril 2,. 8 s).
Por consiguiente, la acción resucitadora del Padre desempeña
en nuestra justificación un papel análogo al de la muerte en la
expiación de los pecados. ""'\
El pecado es eocpiadopor la muerte, mas la justicia no se nos
confiere sino en virtud de la acción resucitante de Dios 42.
A este texto capital se añade otro de menor relieve, pero signifi-
cativo: «El amor de Cristo nos apremia al pensar esto: que uno
murió por todos: luego todos murieron; y por todos murió, para
que los que viven no vivan ya para sí mismos, sino para aquel que
por ellos murió y resucitó» (2 COI'5, 14 s). La muerte y la resurrec-
ción participan en nuestra salvación, pero con funciones diferentes.
Si Cristo murió, nosotros, que estamos unidos a Cristo, también
morimos. Esta muerte 'sj,gnificael fin de nuestra vida según la carne
(v. 16). No tenemos ya el derecho de vivir para nosotros mismos,
pues esa vida es de orden carnal. En consecuencia, tenemos que
vivir para aquel - aquí introduce bruscamente el apósto.lun factor
nuevo, la resurrección de Cristo - que por nosotros murió y fue
resucitado.
La vÍlda nueva debe guardar el'ltrochasrelacione:scon la resurrec-
ción de Cr1sto, ya que: el apóstol no puede evocar la una sin la otra.
Nuestra muerte: ocupa un lugar junto a la muerte de Cristo, pero
con la vida nueva hay que mencionar también la resurrección. El
42. El padre CONDREN traduce el pensamiento paulina en una fórmula exacta pero
que exigiría ciertos matices: «... tanto falta para que Jesucristo consumara la justificación
de los hombres por su inmolación en la cruz, que ni siquiera la comenzó, sino que sim~
plemente por su muerte e inmolación quitó los impedimentos de nuestros pecados, que nos
hacían indignos de la justificación, y éste es el comienzo de nuestra justificación: resuci~
landa después ... nos santificó por la comuni6n y participaci6n de la vida nueva»; L'idü
111/ sace,-doce et du sacrifice de Jésu-Christ, Parls 1725, p, 122.
razonamiento de'l apóstol lo supone: «y si uno solo resucitó por
todos a una vida nueva, luego todos resucitaron a e'sa vida.» Muertos
a nosotros mismos en su muerte, vivificados por su resurrección, en
adelante viviremos para aquel que murió y resucitó para salvamos.
y con razón: «El hecho del rescate pertenece a la vid;; mortal de Cristo, pero queda a
disposici6n de los que son justificados; el mérito del rescate está en el Cristo hoy glorifi-
cado» (B¡htre IPUX Romains, Parls '1922, p. 75).
de nuestra justificación. Por otra fórmula también familiar a su
pensamiento, san Pablo identifica el acto de nuestra justificación
con d acto mismo de la glorificación de Cristo; somos divinamente
vivificados por la operación del Padre que resucita a Cristo. «Está-
bamos muertos por los pecados, nos vivificó con la vida de Cristo ...
iY con !Él.nos resucitó» (Eph 2, 5 s; Col 2, 12 s; 3, 1). El Padre
nos dio la vida al resucitar a Cristo, y quedamos englobados en la
única acción vivificante de la que se benefició el Salvador.
Aquí se nos presenta otro problema: ¿puede el hombre de todas
las épocas de la historia estar comprendido en la única acción resu-
citadora que en otm tiempo vivificó a Cristo? El problema es difícil,
pero la afirmación clara.
El pecado es perdonado al mismo tiempo que recibimos la justi-
cia por la acción resucitadora del Padre en su Hijo. Así lo afirman
los textos antes citados: cuando estábamos nosotros muertos por los
pecados nos vivificó juntamente con Cristo. Si la justicia se nos
confiere en la acción resucitadora del Padr!e, es necesario que d
pecado sea extirpado por esa misma acción; pues, aunque pone :fin
a una vida pecadora y nos introduce en la vida divina, nuestra
justificación, tendida entre dos polos por su semejanza con la
muerte y la resurrección, es una realidad única e indefectible. De
este modo toda la gracia brota en nosotros por la acción gloi"ificadora
del Padre.
El Salvador glorioso constituye, pues, el medio vital en el que
se opera nuestra justificación: la fórmula in Christo define así la
causwlidad de la resurrección. La fórmula cum Christo precisa
que esta justificación es el efecto de la acción misma del Padre que
glorifica al Hijo. La resurrección de Cristo. por el Padre nos vivifi.ca
en Cristo y juntamente con !Él. Con esto se dice que la acción resu-
eitante de Dios en Cristo es la irrupción en el mundo, de justicia
vivificante de Dios. que la resurrección misma de Jesús es la salud
de Dios otorgada a Jesús, en la que pueden participar los hombres
(<<conCristo»), en su unión a Cristo (<<enCristo»). Así es, como
Jesús «fue resucitado para nuestra justificación».
47. A. LEMONNYER, Les épitres de Saint Pa"l, París 1907, t. II, ad loco
48. Cf. lVI.-E. BOl SMARD, Quatre h:ymnes baptismales dmJs la jJremi;'ye épzlre de P1·errcJ
París 1961, p. 37 s.
Este primer examen de las fuentes de la soteciología sitúa a la
resurrección en el corazón mismo de la redención. Es tan excepcio-
nal la importancia de la glorificac;ión,que se equipara a la de la
muerte. Por tanto, podemos creer que ninguna teoría de la reden-
ción, ninguna apreciación de la muerte de Jesús puede aspirar a ser
verdadera, a al menos completa, si no reconoce el papel esencial
de la resurrecoión.
Capítulo segundo
1. «La palabra del bautismo de la muerte significa que el bautismo no es un fin, sino
un tr-ánsito ... a la victoria en la gloria.» K. H. SCHELKLE, Die Passion lesn in áer Verkün-
digung des N.T., Heidelberg 1949, p. 119.
Si:creemos a san Juan, Jesús acostumbrababa mirar ambos acon-
tecimient<JIS como dos aspectos, sombrío y luminoso, de su destino
mesiánico. Al fin de SIU vida, al acabar el' pllazode su sacrificio, los
ve unidos en la misma «hora». Unas veces tiembla Jesús ante esta
hora, otras suspira por ella como por su gloria y su gozo. Cierto
que las más de las veces aparece bajo un aspecto severo (7, 30;
8, 20; 12, 27); si, no obstante,. la llama Jesús una hora de gloria
(17, 1), no hay que inferir de ello que en sí misma «la muerte no
es en absoluto para san Juan un abatimiento, sino una exaltación» 2.
La pasión es la hora del príncipe de este mundo (14, 30), el tiempo
de la humillación que teme Jesús (12, 27). Si la hora es magnífica,
lo es por razón no de la muerte misma, sino de la gloria a que pasa
Jesús en su muerte: «Es llegada la hora en que el Hijo del1hombre
será glorificado»,e:xclama Jesús al saber 'lasgestiones que han llevado
a cabo los prosélitos griegos (12, 23). El requerimiento prematuro
de los paganos le asegura el homenaje que los pueblos han de
ofrecerle en su gloria. Sólo entonces se concentra su pensamiento
en la muerte de la que nacerá su gloria: «Si el grano de trigo no
muere... » En la oración sacerdotal nO'hay lugar a duda sobre el
sentido de la hora gloriosa (17, 1), que en. otros pasajes implica
la muerte humillante, pero aquí es solamente luz divina que res-
plandece sobre dI Hijo dell hombfel: «Ahora tú, Padre glorifícame
l,
13. La palabra «entregar» se refiere al envío clel Hijo al mundo y a la muerte a que
es entregado; el contexto habla de este envío y de esta muerte, y además de la glorifica-
ción.
14. Al comienzo del evangelio se designa a Cristo como el cordero que borra el pecado
del mundo. Al fin se vuelve a evocar al cordero pascual, cuando del costado de Cristo mana,
juntamente con la sangre de la inmolaci6n, el agua que simboliza la gloria de Cristo y la
vida del Espíritu que él dará (cf. 7, 37-39). Esta última evocaci6n da una respuesta a la
promesa del principio: el pecado se borra en el agua divina de la vida.
15. Aplicando esta conclusión al caso particular de la resurrección de los muertos,
última etapa de nuestra salud, escribe santo TOMÁS: «Verbum caro factum non est proxima
dispositio ad resurrectíonem nostram, sed Verbum caro factum et a morte resurgens», II!
Sent. disto 21, q. 2, a. 1, ad 1.
San Pablo divide la existencia de Cristo, más marcadamente que
san Juan, en dos faJses,0p0'lliiéndolaJsentre sí y caracterizándolas
por los dos acontecimientos que las separan: por la muerte y por
la resurrección.
17. La carta a los Hebreos dirá: «Como los hijos participan de la sangre y de la
I'artl~, <le igual manera ~1 particip6 de las mismas, para destruir por la muerte al que
11'1\[" 01 impt'rio ,le la muerte .. ,» (2, 14),
pojó de sí mismo [se anonadó] toma!ldo la forma de siervo y ha-
ciéndose semejante a los hombres, y por su exterior fue reconocido
como [simple] hombre. Se humilló, hecho obediente hasta la muerte,
y muerte de cruz» (Phil 2, 6-8).
¿De qué se despojó Cri'sto? No ciertamente de la condición di-
vina, sino de sus honores divinos (tO'lX 8ei¡})a los que podía aspi-
rar. Aceptó la esclavitud del hombre terrestre, una vida a nuestro
nivel, de tal manera que fue considerado como un hombre cual-
quiera. Hecha su elección y cumplida su renuncia, cargó con las
consecuencias, hasta:,la última, la muerte.
Esta ken'OSis no se identifica simplemente con la encarnación 18,
constituye el hecho del Cristo terrestre 19 y acaba en la gloria; Cristo
no lleva ya las señales de la servidumbre, es constituido Señor ante
quien se dobla toda rodilla (v. 8-11). La venida de Cristo fue un
anonadamiento por la humildad de esta existencia terrena, que se
contrapone a la dignidad real de Jesús y no se adapta a su condi-
ción divina. «,Él, existiendo en la forma de Dios... se anonadó.» La
frase tiene un matizconcesivo pronunciado; Cristo hizo una con-
cesión a su amO'fredentor a expensas de su dignidad. Este ejemplo
de concesión a la caridad es propuesto por el apóstol a 'los filipen-
ses para que «no atienda cada uno a su propio interés, sino all de
los otros» (v. 4).
El abatimiento esencial de Cristo no se reducía a la serie de
humillaciones escalonadas a lo largo de su vida terrena. En la base
de las humillaciones existía un estado del que aquéllas procedían
con una lógica necesaria, aunque siempre libremente queridas y
aceptadas. La renuncia fundamental creó una condición física de
vida que modela 'la existencia de Cristo sobre el tipo ordinario
de hombre: «En su condición exterior fue reconocido como [sim-
ple] hombre.» Lo que después le sobrevino fue una consecuencia
18. Nunca la Escritura considera la encarnación en sí misma como un abatimiento.
La existencia del Hijo de Dios en la naturaleza humana no cede en perjuicio de su glo-
ria; no fue un anonadamiento más que por las contingencias en que se desarroll6 en la
tierra. Según los padres, la encarnaci6n, en su economía terrena, es considerada como una
¡:enosis. CL CIRILO DE ALEJANDRiA, Gla.j,ltyrain Ex. 1, 2, PG 69, 476; M. DE LA TAILLE,
Mysterium fidei, París 1921, p. 171, n. 1.
19. El sujeto de esta kenosis no es el Verbo de Dios - san Pablo no parece hablar
11 nuca del Verbo en su preexistencia -, sino Cristo. Cristo, cuyos miembros son los fieles,
'" propuesto como ejemplo de abnegaci6n. Además, este despojo es meritorio; la exaltaci6n
de Jesús contrasta no sólo con su muerte, sino con el conjunto de sus humillaciones y las
recompensas, lo mismo que este conjunto es propuesto a la imitaci6n de los fieles. Del
ra rácter meritorio de la kenosis concluye también el te610go que ésta es cosa de Cristo, no
del Verbo preexistente. Cf. A. FEUILLET, L'Homme-Dieu considéré dans SI> condition te-
rrestre, «Vivre et Penser» 2 (1942), 58·59. F. AMIOT, Les idées maltresses de saint Paul,
París 1959, p. 96 s. Sin embargo, en este texto, como en Rom 1, 3; 2 Cor 8, 9, se afirma
implícitamente la preexistencia del Verbo.
normal La aceptación de múltiples humillaciones y la sumisión
final renovaron en el decurso de SIll vida la voluntad de la kenosis
inicial El sufrimiento y la muerte fueron la consagración lógica de
las deficienciasde esta vida humillante 20.
Había una razón para esta renuncia: «Por nosotros se hizo
pobre» (2 Cor 8, 9), «como víctima del pecado [que vencer]» (Ram
8, 3). Se requería esta condición de vida para que Cristo pudiera
padecer (así se explica corrientemente) y para que pudiera colocar
en 1a balanza divina el peso de los méritos de su pasión. Cierta-
mente, «pero en el pensamiento pau[ino la existencia terrena de
Cristo depara la base de una acción redentora más vasta; porque
el Hijo de Dibs vivi'Ósegún esta forma de vida!» y por abandonarla
a cambio de una vida divina la humanidad pasa en Él del estado
de pecado a la justicia de Dios.
Por su existencia histórica, Jesús se coloca entre los hombres
de carne privados del poder y de la gloria divinos, entre los nece-
sitados de salvación, de la vivificante santidad del Espíritu.
Este Hijo de Dios era en la tierra un hombre según la carne.
San Pablo se dice «elegido para pregonar el Evangelio de Dios...
acerca de su Hijo,. nacido de la descendencia de David según la
carne, constituido Hijo de Dios poderoso según el Espíritu de san-
tidad, a partir de la resurrección de entre los muertos» (Rom 1,
3 ss):n. Dos fases sucesivas se oponen en la existencia humana
del Hijo de Dios: la primera empieza por la generación según la
carne y la segunda por la resurrección. Siendo Hijo de Dios, Cristo
20. Otros varios textos convergen en la misma doctrina, distinguiendo dos fases en
la existencia de Cristo, la primera de las cuales es el efecto de un abatimiento voluntario.
Queriendo exhortar a los corintios a la generosidad para con los hermanos de Jerusalén, san
Pablo les propone el ejemplo de Cristo, que «siendo rico se hizo pobre por nosotros» (2 Cor
8, 9). Tampoco esta vez la pobreza caractenza más que la vida terrena. La exiSltencia
de Cristo en una naturaleza humana no constituye en si un empobrecimiento de su divini-
dad, disponiendo al presente de los tesoros de Dios (Rom 10, 12).
21. En este texto se entiende frecuentemente «la carne» por la naturaleza humana
simplemente, lo mismo que la condición del esclavo de Phil 2, 7 y con la misma sinrazón;
el espíritu de santidad designaría la naturaleza divina del Salvador; en virtud de esta
naturaleza divina, es Hijo de Dios; en virtud de la naturaleza humana, hijo de David.
Pero la intención del apóstol no es declinar los titulos que le vienen a Cristo en nombre
de una dualidad de naturaleza, sino oponer dos fases sucesivas de su existencia humana.
La carne designa la naturaleza creada, pero formalmente en la existencia terrena de Jesús,
('n su vida natural.
W. SCHAUF traduce «según la carne» por «dem irdisch niederen Dasein nach ... seiner
inlisl'1l·fieischJichen Existenz nach». Sarx, N.T. Abhandlungen, Münster en W. 1964,
1'. (,4 /¡; d. (,2·67. Igualmente H. BERTRAMS, Das Wesen des Geistes. N.T. Abhandl. 1913,
l' IO'l, n. 1. F. PRAT, La Théologie de s. Pa"l, tI, p. 48$: Según «el parentesco natural».
\' ¡l lllllrrillnllf'n1e CONDREN, L ·idée du, sacerdoce et du sacrifice de 1ésus-Christ, París 1725,
p. Hf, !j: of (':n la Encarnación, [Dios] produce a este mismo Hijo, pero en un seno extraño, y
11' .111 vidn ltlllrl:tl, y un cuerpo que teniendo la semejanza de la carne de pecado ... no
""'11' dllll1r ~iil'lllpn~»; luego cita a Ram 1, 3.
nace hijo de David, y así aparece po¡;,razón de 'su carne. Lleva la
vida de flaquezas propia de la existencia carnal, sometida a las
leyes de la naturw]erza;procede de un antepasado humano y no
parece tener ningún otro padre. Por la resurrección, Dios elevará
a su Hijo por encima del nacimiento davídico hasta el poder que
le corresponde en virtud de un espíritu de 'santidad.
Puesto por debajo del nivel de su dignidad filial, Cristo ve su
libertad encadenada con todos los lazos de la carne; está sometido
a leyes físicas y a obligaciones morales que no convienen al Hijo.
Pese a la dignidad de su persona (Rom 1, 3; Phil 2, 6), no sólo se
ha revestido de apariencias de esclavo, sino que su sujeción radica
en la naturaleza. Por una necesidad de esta naturaleza de carne,
por la ley de su kenosi'S, se sometió a autoridades humanas, al sufri-
miento y a la muerte.
En virtud de la sarx, Cristo estuvo sometido a la servidumbre
especial del pueblo israelita. Pues por su carne se hallaba ligado a
la nación de los hebreos, «de quienes según la carne procede» (Rom
9, 5). Estaba enclavado en el clan dd be]!(,mitaDavid, «este Hi:jo
de Dios hecho hijo de David según la carne» (Rom 1,3).
Habiendo renunciado a los derechos de su condición divina y
aceptado la condición de vida según la carne en el pueblo judío, era
natural que Cristo 'se sometiera a la ley de los judíos: «Nacido de
mujer, nacido bajo la Ley» (Gal 4, 4).. La obediencia a la Ley le
resultaba connatura1. La teología pauITinase apoya en el relato evan-
gélico: Jesús sufre :la circuncisión, sube a Jerusalén y, según las
exigencias de su naciona¡~dadjudía, come la pascua. Únicamente se
cree dispensado de las 'superfluidadesfarisaicas.
La vida t!errenade Oristo no se caracteriza 'sólo por la debi<lidad.
La oposición entre una existencia terrestre según :la carne y una
vida resucitada según el espíritu de santidad (Rom 1, 3 s) proyecta
una sombra sobre la primera. Una vida así es, pues, en cierta ma:
nera, profana. Rom 8, 3 habla hasta de pecado: «Dios envió a su
propio Hijo en semejanza de carne de pecado.» La paiabra «seme-
janrza»deja tan poca duda sobre la impronta dd pecado, como sobre
la realidad de la naturaleza humana de Cristo. El hijo de Dios apa-
reció en una carne tal que se propaga desde el pecado de Adán 2'J.
Afirmando en la misma carta que Cristo murió al pecado (6, 10),
23. San AGUSTÍN, Enchiridion ad Laurentium, 13, 41, PL 40, 253: "Propter simili-
Illditlelll carnis peccati in qua venerat, dictus est ipse peccatum.» Cf. L. CERFAUX, Le
('" •.I,\,t dans la théologie de saint Paul, París 1951, p. 128 s. L. SABOURIN, Rédemption sa-
"';/;1";1'11<', Desc1ée de Br., 1961, p. 156.
;~.1. NOHotros creemos que esta justificación es la glorificación de Cristo. El pneuma
{','dll Nil'lllpn~ ligado a la resurrección. La aparición a los ángeles (v. 16) recuerda el señorío
nlll"!' lo:. :'llll~·('ks, efecto de la resurrección. Cf. 1:L-E. BOISMARD, Quatre h'ymnes ba,ptüma-
kl, p. ()h.
hijo de fa raza pecadora. Evocando la cruz, el apóstol escribe: «Dios
le hizo pecado» (2 Cor 5, 21). "
Al decir carne, Ley, pecado y muerte, decimos alejamiento de
Dios, privación de la gloria vivificante de Dios. Desde su vida te-
rrena, Cristo está poseído íntimamente por la santidad de Dios 25.
Pero guarda el secreto de su gloria en lo más recóndito de su ser;
su vida de Hijo de Dios queda oculta en el misterio. Este punto de
vi:sta paulino s:e apoya en el relato evangélico. No sólo el cuerpo,
sino todas las facultades, aun las intelectuales por las que el Salva-
dor se pone en contacto con la vida terrestre y con las que lleva a
cabo la redención, están tan incompletamente poseídas por la vida
divina, que Él puede experimentar en ellas un abandono de Dios.
La sarx reprime la manifestación pujante de la santidad. Es-
tando constituida por el compuesto humano en 'su estado de natu-
raleza, con SUlS energías naturales e insufiáencials, es opuesta y
refractada a 'la santidad divina (Gal 5, 17). No conoce la arrolla-
dora vida de Dios, pues «la carne y la sangre» - el hombre dotado
de solas sus facultades naturales - «no pueden poseer el reino de
Dios» (l Cor 15, 50). El principio es general. San Pablo lo aplica
a nuestro cuerpo, incapaz de entrar en la gloria si no es transfor-
mado por un principio superior. Cristo habría podido decir, como su
apóstol: «Mientras moramos en este cuerpo estamos ausentes del
Señor» (2 Cor 5, 6). Tenía que volver a su Padre y recorrer un
duro camino 26, el de la renuncia a su existencia terrena.
riqueza compleja que en ella se adivina. Algunos quieren ver ahí designada la naturaleza
divina de Jesús, ya que el espíritu de santidad se opone a la carne (v. 3) que, según
dicen, sería la naturaleza humana.
Pero la sarx se identifica no con el elemento creado de la persona del Salvador, sino
con su humanidad natnral, tal como la heredó de sns antepasados. Hablando el apóstol de
¡meuma no designa nunca la naturaleza divina, y la carne contrasta !lO con esta naturaleza,
sino con el Espíritu en persona y con lo que es de la esfera del Espíritu.
De la persona del Espíritu no ~e trata aquí, pues el principio que exige la resurrec-
ción de Cristo parece serIe tan inherente como la carne que condiciona su vida de hijo
de David. La sarx y el pneuma residen en Cristo hombre: la primera es la raíz de su
existencia terrena, y el segundo es la norma de su vida glorificada. El pn<mma afecta a
Cristo en sn humanidad, igual que la «condición divina» (Phil 2, 6), que dnrante la vida
terrena no apareció, pero que por la intervención del Padre triunfó en la resurrección.
Por consiguiente, este espíritu designa la santidad supereminente de que está dotado el
:--;alvador, que, por su ser natural, es un hijo de David, pero gracias a ella es digno de una
vida filial (cL, en este sentido, F. PRAT, o.c., p. 513; W. SCHAUF,Sarx, p. 66 s; J. NÉLIS,
!-es antitheses littéraires dans les épltres de Saint Pa"l, «Nouv. Rev. Théol.» 70 [1948] 372).
La resurrección en la majestad filial se produce «según» el espíritu de santidad, es
decir, segt'lll sus exigencias y siguiendo su norma (cf. 'V. SCHAUF, o.c., p. 67) La gloria
(le la nueva existencia viene exigida y especificada por esa santidad, que es una santidad de
<tutt,ntico Hijo de Dios, a la medida de la vida filial que exige y manifiesta. En la termi-
1 tOlogía teológ-ica se la llamará gracia de la unión hipostática. Pero en el pensamiento del
apóstol esta gracia no se presenta con la desnudez de una noción precisa; es una plenitud
que consagra al ser de Cristo en sus profundidades substanciales y le colma de multi~
tud ,1" dooes espirituales (cf. F. PRAT, a.c., p. 513).
con la muerte la deuda contraída por el pecado» BU. «Su muerte es
una muerte al pecado', y su vida una vida para Dios» (v. 10). En 10
sucesivo ya no es responsable del pecado; la carta a los hebreos dice
que no tiene «reilación con el pecado» (9,28). Tal concepción se basa
en 2 Cor 5, 21: «Dios 10 hizo pecado por nosotros para que en Él
fuéramos justicia de Dios.» Cristo muere bajo el signo del pecado;
pero en el Salvador exaltado (la fórmula «en ;Él» nos transporta al
Cristo celestial) hallamos nuestra justificación: nos unimos a Él,
hecho justicia de Diols por nosotros después de haber sido por nos-
otros pecado.
Mientras que la carne llevaba el sello del pecado, la vida nueva
quedó constituida en santidad. Jesús fue glorificado según su «espí-
dtu de santidad». El apóstol habÍalo ya pregonado en la sinagoga
de AntioquÍa de Pisidia: «Dios le resucitó de entre los muertos
para no volver a la corrupción; así lo tiene dicho: ... no permitirás
que tu santo vea la corrupción» (Act 13, 34 s). El pecado es el
aguijón de la muerte (1 Cor 15, 55 s), y la santidad es estimulante
de la vida nueva; els imposible que eil santo del Diosl vea la corrup-
ción (Act 2, 24-27). Tal santidad, al principio de la vida resucitada,
caracteriza esa vida, que es una vida de santidad, «vive para Dios»
(Rom 6, 10).
Por otra parte, la Gloria de la vida regenerada se aproxima a
la noción de justicia de Dios. El apóstol dice que la humanidad
carnal, la que gravita fuera de la justicia divina, está privada de
gloria, y añade que fue justificada en Cristo, identificando así gloria
y justicia: «Todos pecaron y todos están privados de la gloria de
Dios, justificados [en adelante] ... mediante la redención» (Rom 3, 23).
Humanidad pecadora, humanidad divinizada, tales la signifi-
cación de Ia vida terrena y de la existencia celestial; la muerte se
halla al final de una, y 'la resurrección al principio de la otra.
46. «Las lustraciones que sufría la víctima... muestran que se trataba de hacerla di-
vina.» (LAGRANGE,a.c., p. 268).
47. La idea del altar representando a la divinidad está atestiguada lo mismo que la
idea del altar-mesa del dios (cf. LAGRANGE,a.c., p. 191).
48. Según una costumbre que provenía de las religiones semiticas, cuatro cuernos se
elevaban en los áugulos del altar. Como supone GRESSMANN(Die Ausgrabungen in Paliistina
und das AT, Tubinga 1908, p. 27 s), tales cuernos 110 eran otra cosa que maszeboth colo-
cadas en el altar sobre estelas donde se incorporaba la divinidad y que se veneraban en
lugares de culto. Eu ellas se hacía preseute la divinidad.
49. En los cultos asiriobabilónicos, «el fuego servía de intermediario entre los hom~
1Jrcs y los dioses» (P. DHORME,a.c., p. 269).
50. LAGRANGE,a.c., p. 268.
51. Por eso hay que ser puro para comer de una cosa sacrificada (Lev 22, 4-7); y
porque es una cosa santa e intangible en el uso_ profano, es preciso quemar la víctima
si no ha podido ser consumida en la comida sagrada (Ex 29, 34 y passim).
La concepción del sacrificio antiguo pasó al NT. Para Jesús el
altar santifica la víctima (Mt 23, 19), Y según san Pablo este efecto
es común a los sacrificios de las diferentes religiones, la víctima es
entregada al dominio de la divinidad. «Milrad al Israel camal. ¿No
participan del altar los que comen de las víctima's? .. Lo que sacri-
fican los gentiles, a los demonios y no a Dios 10 sacrifican. Y no
quiero que vosotros tengáis parte con los demonios. No podéis
beber el cáliz del Señor y el cáliz de los demonios. No podéis tener
parte en la mesa del Señor y en la mesa de los demonios» (l eor 10,
18. 20 s). Er quei COlmede una víctima sacrificada sobre el altar, co-
mulga COnla divinidad tanto entre ¡losgriegos y judíos como entre los
fieles de Cristo. La hostia ha penetrado hasta en la divinidad y se
ha compenetrado con eHa 52.
Si la antigua institución sacrificial ha de servir de guía y de ilus- ~\
tración para la comprensión del acto redentor, hay que creer que el
sacrificio de Cristo fue una donación transformante, en la que la
víctima, privada de su ser profano, fue asumida en Dios.
A la verdad, los autores del NT no desarrollan con constancia
'la teo[ogía sacrificial de la redención para llevar1a hasta esta defi-
nición. Han tomado eil aspecto esencial del acto redentor, condu-
ciéndolo como un paso de Cristo desde su existencia terrestre a la
propiedad de Dios; pero, al situarlo en el marco de un sacrificio ritua~,
no han explotado metódicamente la riqueza de la ana:logía. El teólo-
go debe someterse a un trabajo de mosaísta, viéndose obligado a
unir ideas fragmentarias en la cohesión de una síntesis, cuyo diseño,
empero, está trazado por la noción de sacrificio común a los autores
de ambos Testamentos.
A semejanza del sacrificio antiguo, la muerte de Jesús fue una
donación. Él mismo 10 considera así: «El Hijo del hombre ha ve-
nido ... a servir y dar su vida en redención de mucho's» (Mt 20, 28).
Al instituir un rito de comunión con su muerte, sobreañadiendo a
la realidad de su sacrificio un elemento' figurativo, toma pan y vino,
dos alimentos que las religiones primitivas ofrecían a Dios para dar10s
luego en comunión, después de haber pasado a la propiedad divina.
Traducida en términos sacrificiales, 'la muerte de Jesús es, pues, inter-
pretada como el 'signo de la donación. Por otra parte, Jesús explica:
52. Según una concepción más material atestiguada por inscripciones (cf. A. "MÉDE-
BIELLE, D. B. SuppI., arto Ezpiation, col 149 s), el mismo dios entra en la víctima.
«!Éste es mi cuerpo, que es entregado por vosotros» (Le 22, 19).
Los apóstoles recogen la afirmación: «¡Se entregó, se dio!» (Ga:l
1, 4; 2, 20; Eph 5, 25; Tit 2, 14). ¿A quién se entregó? ¿A Dios,
a los hombres, a los verdugos? A los tres sin duda, pero la idea se
articula así: por ellamor a los hombres se entregó 'a Dios por mano
de los verdugos. El acto redentor es una donación de amor: «Se
entregó por nosotros a Dios en oblación y sacrificio de suave olor»
(Eph 5, 2; Hebr 9, 14). Por la muerte, Cristo tiende y se eleva hacia
un dominio de Dios sobre Él, como los sacrificios que subían en-
vueltos en humo hasta Dios.
¿ Qué ·tenía, pues, que dar quel no fu~e ya del Padre? Ya lo
sabemos. Su ser estaba completamente enraizado en Dios. Pero
mientras con este fondo substancial se sumergía en Dios y lo com-
prendía, su existencia estaba adaptada a este mundo que no perte-
nece a la trascendencia divina; aparecía como profana, detenida ante
el umbral del templo. La economía de la redención había mantenido
en Cristo un yo preliminar para permitirle penetrar así en el santua-
rio en el que ya estaba esencialmente presente.
Para completar el dominio de Dios sobre Él, Jesús se entrega
al Padre inmolando ese yo lejano. Él mismo Io declara: <AYL&1;;w
tfL<xv't'6v, «yo me santifico» (Ioh 17, 19), es decir, me consagro a
Dios en sacrificio53. La palabra hebrea correspondiente dice, en su
significación usual, consagración a Dios, traspaso al dominio de lo
diivino. La sant~dad de Dios es de: cuaJidad física; es sinónima de
la trascendencia de su ser (1 Reg 2, 2; Ps 99, 1-5; Is 57, 15). Una
criatura es santificada por el hecho de salir del mundo profano y
penetrar en el círculo del ser divino: la santidad de la criatura es
de orden cultual. La santificación exige una separaoión deil mundo
profano, una inmo[:aoi6n~ en cuanto e] objeto es capaz de ella ~
y exige una oblación; se confunde con el sacrificio (Ex 13, 2; Dent
15, 19) 54. Jesús define su pasión como un sacrificio por el que se
consagra a la santidad de Dios inmolando su ser terreno 56.
La donación sacrificial sólo se completa en la aceptación divina.
53. Los intérpretes antiguos y modernos han visto en esta expresión un ténnino sa-
crilicial. SAN JUAN CRISÓSTOMO parafrasea: «Yo te ofrezco un sacrificio» (In Ioh 17, 19,
1'(; 59, 443). Sin embargo, la mayor parte no piensa más que en un aspecto de la dona-
l'i!'lll ~aerificiaI; la inmolación, que estaba necesariamente presente en el horizonte del
I'¡'ll"ólllliento de Cristo, pero no lo llenaba.
S,1. SAN AGUSTfN (De' Civ. Dei, 10, 6, PL 41, 283) escribe en este sentido: «Todo
Ilolllhn' consag'rado por el nombre de Dios y dedicado a Dios es un sacrificio en cuanto
11IlWl1' al 1I111TH10 a :fin de vivir para Dios.»
';'" le ASTING, Die Heiligkeit im Urchristentum, Gotinga 1930, p. 314 s; «'Ayt&l:;etv
'H:nilWH ~:f'paraeióu del mundo profano y entrada en la órbita divina ... El enviado divino
l'llll¡¡ 1"" lif,ac!lIras que le atan al mundo profano y vuelve al Padre.'>
¿Aceptará Dios la entrega que de sí mismo hace Cristo, la recibirá
y la penetrará con su santidad? Ciertamente, si Dios acepta un
sacrificio; pues Cristo «se ofreció en sacrificio de Suave olor» (Eph
5, 2), cordero sin mancha, sin defecto (l Petr 1, 19).
Si lo acepta, no ~rá sólo con un signo de aprobación; la menta-
lidad sacrificial exige una posesión rea'! de Ja víctima por la santidad
de Dios. La eficacia de los ritos antiguos no superaba el valor de los
signos, pero en el sacrificio de Cristo,. que no implica ningún aparato
ritual, en que todo es realismo, la aceptación ha de ser real a su vez:
la divinidad se abre para recibir la víctima y se vuelve a cerrar
sobre ella. En la oración sacerdotal, que trata de hacer aceptar el
sacrificio y hacerlo llegar a sus fines redentores, el objeto primero de
la súplica de Jesús es la glorificación. Así parafrasea un comentador
el «Padre, glorifica a tu Hijo» (Ioh 17, 1): «exáltale, por la acep-
tación de gran sacrificio, al estado de gloria» 56. La glorificación
es aquella divina aceptación de la víctima sin la cual la ofrenda
no llegaría al término a que debe llegar y que la especifica como
una santificación, un sacrificio. «Yo me santifico», dice Jesús: por
la inmolación y la oblación de mí mismo, paso a la santidad de Dios.
La carta sacerdotal, a los Hebreos, pone vigorosamente de
relieve el pape:! final que en el sacrificio redentor desempeña la
gloriosa vida de Cristo.
Un discípulo de Pablo demuestra la plenitud de la salud rea'liza-
da en Cristo a cri1stianos, a los que quiere restituir el fervor de la
fe (3, 12 s; 6, 12; 10, 25) yel «gozoso orgullo de la esperanza»
(3, 6). La realización de tal salud es total y definitiva, tanto que la
esperanza anclada en ella no puede verse confundida, y la infidelidad
a esta gracia no dejaría posibilidad alguna de salvación (10, 26).
El autor, acostumbrado a seguir en el desarrollo de los sacri-
ficios mosaicos la trama de la oblación de Cristo, prueba la efica-
cia decisiva del sacrificio cristiano poniéndolo constantemente en
paralelo con los ritos antiguos, que en su impotencia no fueron
jamás capaces de abrir a los hombres el acceso a la vida eterna.
En la liturgia del A.T. escoge el sacrificio más solemne, el más
significativo, el de!l Kippur. Una VClZ ail año el sumo sacerdote,
habiendo inmolado un toro y un macho cabrío delante del santuario,
penetraba con su sangre a través de la primera tienda hasta. el Santo
de los Santos. Así llevaba la víctima, su vida que está en su sangre,
a la morada de Dios y rociaba la tapa del arca sobre la que residía
Yahveh. Colocaba la víctima, en cuanto puede: hacerla el hombre,
en el seno de Dios 57.
Sobre este diseño bütrda el autor el relato del Isacrificioreden-
tor. Mientras que los ritos 1evítico:sno santificaban sino «en figura»,
no habiendo nunca entrado el sumo sacerdote y la víctima sino en
un santuario «figurativo», Cristo expía el pecado y entra en co··
munión con Dios, penetrando con su sangre en el verdadero san-
tuario de Dios. Y ahora ya todo hombre tiene acceso a Dios en
Cristo (lO, 19 s).
El punto de comparación entre los dos sacrificios se sitúa
en el movimiento que conduce a Cristo, como al sumo sacerdote
hebreo, al interior del santuario. Allí es, pues, a los ojos del autor,
donde se sitúa Io esencial de la obra de Cristo, su superioridad y
su carácter decisivo 58; en este movimiento sacrificia1que introduce
a Cristo en el santuario divino: «Pero Cristo, constituido pontífice
de los bienelSfutUfOIs,entró una vez para siempre en un tabemácuGo
mejor y más perfecto,. no hecho por manos de hombres, esto es,
no de esta creación; ni por la sangre de Io's machos cabríos y de
lqs becerros, sino por su propia sangre entró una vez en el san-
tuario,. realizada (así 5~) la redención eterna» (9, 11 s).
Los exegetas no están de acuerdo cuando tratan de fijar el iti-
nerario l'ecorrido por Cristo. ¿Cuál es esa tienda «no hecha de
mano», antecámara del santuario íntimo de Dios? El cielo mismo
o los cielos inferiores, según no pocos modernos: «Hay que com-
prender que Jesús, después de su resurrección y por su ascensión,
atravesó 10'scielos para llegar a la presencia de: Dios» 60.
Para los antiguos, sobre todo los griegos, esta tienda es el cuer-
57. El kapporeth (la cubierta del arca) realizaba ec"celentemente el sentido del altar,
ya que allí, entre dos querubines, aparecfa Yahveh (Lev 16, 2) Y reinaba permanentemente
entre el pueblo (l Reg 4, 4; 2 Reg 6, 2; 4 Reg 19, 14 s; 1 Par 13, 6; 28, 2).
58. Según los trabajos sobre la estructura de la ep¡stola, emprendidos por L. VAGANAY,
Le Plan de l'épitre il'u:r Hébreux, en Mémorial Lagrange, Pads 1940, p. 269·277, Y con·
tinuados por A. VANHOYE, La structure centrale de l'épitre aux Hébreux, «Rech S. Re!.»
7 (1959), 44·60, los versfculos 9, 11·14 forman el punto central y culminante de la ep¡s.
tola. El autor dice expresamente en el cap. 8, 1 que el acceso de Cristo cerCa de Dios
forma el «punto capital» de su discurso.
59. La redención eterna no se obtuvo por una inmolación precedente, sino por la pe·
nctraci6n misma en el santuario. «Los aoristos etoi¡A0ev y eúp&v.e'l)o~ expresan una sola
y misma acción.» C. SPICQ, L'ÉpUre a'ltx Hébreux, t. II, Pads 1953, p. 257.
60. C. SPICQ, op. cit., p. 256. La interpretación se apoya en 4, 14 Y 9, 24. Pero según
/l, 2~, Cristo penetra 110 a través de los cielos, sino en el cielo. Si 4, 14 hablara de los
c'iC'1oHinferiores, este versículo no podría servir para explicar 9, 11, pues según la cosmo-
IrIKln But il{ua y la afirmación expresa de 1, 10, los cielos son «hechos de mano» y perte·
llf'('('1J 11 ('sta creación. En 4, 14 quiere decir el autor que la obra de Cristo se realiz6 al
Idvrl Ik la trascendencia celeste. La importancia misma atribuida al hecho de atravesar la
11"111111 ('xc'll1)'t' una interpretación cosmológica, pues para Heb como para todo el N.T.
111ll-dr'lll'illll t'~; ilchirla a la muerte de Cristo.
po de Cristo. puesto que fue en su propio cuerpo donde Cristo realizó
el paso que le introdujo en el santuario divino. La comparación
del cuerpo con una tienda es familiar a 'la Escritura (Is 38. 12; 2 Cal'
5, 1-4; 2 Pe 1, 13). Y la antítesis entre el templo hecho de mano
y el cuerpo de Cristo muerto y resucitado es un dato tradicional
(Me 14. 58; Lu 2, 19; d. Act 6. 14 Y 7, 48). 'B1papel capita!len la
realización de la salud atribuido al hecho de atravesar la tienda
obliga a identificar a ésta con la pasión de Cristo, a 'la cual sola
se atribuye en el resto de la epístoJa la misma eficacia de salud.
Cristo penetra en el santuario gracias a este acto de atravesar (la
tl'enda) no menos que pOTla virtud de su sangre (v. 12; lO. 19).
Más tarde se expresa ell autor sin ambagues: «a través del velo
(del templo), es decir. de su carne» es como Cristo se abre camino
y penetra en el Santo de los Santo!s (10, 20) 61.
En el templo terrestre, d Santolde los SantolSera poco menos que
inaccesible; la acción de los sacerdotes ordinarios no pasaba nunca
de 'la primera t1 enda, quer1endo Dio!s enJseíIarque el :santuario en
i
72. Resulta que Cristo no ofreció su oblación más que por nosotros. En los Anatcma-
tismas de san C,R,LO DE ALEJM'DRfA se lee: «Si alguno dice que ofreció por sI mismo la
oblación y no más bien por nosotros solos (pues no tenía necesidad de oblación el que no
conoció el pecado), sea anatema» (D.B. 122). Según la carta a los hebreos, la muerte
aprovech6 en primer lugar al Salvador mismo. No hay ninguna contradicción entre esos
dos puntos de vista. La pasión desenlboca en la resurrección de Cristo, pero ésta, y por
tanto el conjunto del sacrificio, tenía como fin nuestra única salvación. De no haber existido
nuestro pecado, Cristo no hubiera tenido motivo para morir y resucitar.
73. «El camino es llamado vivo, no sólo en el pasado por haber sido trazado a través
de un ser vivo y por la acción de la sangre, sino también en el presente. Únicamente tene-
mos acceso a Dios por Cristo ... ; y esto supone entre Él y nosotros una comunión estre-
chísima. En relación con este sentido, escribía Teodoreto: 1:"'0 misTIJo que, conforme a la
I,ey, el sumo sacerdote entraba en el santo de los santos a través del velo, así los que en
el Sefior participan en las alegrías de la ciudad celeste por la recepción de su cuerpo san-
tísimo» (J. BONSIRVEN, o.c., p. 437 s). El cuerpo abierto por la pasión es una vla de ac-
eeso, y la sangre nos lleva al santuario, pero se trata de un cuerpo y de una sangre a los
que estamos en este momento vitalmente unidos, la humanidad gloriflcada de Cristo.
una aspecto sacrificia1nuevo, no ya como coronam~ento de 'la ofrenda,
sino como comunión con el sacrificio.
HII, 1'IIn;la 1ft y 1Ic después del relato de la cena, en realidad fUeron pronun-
por
'lildH'\ ¡¡ult',', dI' la institución eucarística. Cf. P. BENOIT, Le récit de la cene dans Le 22.,
I 'fI, 11.11.- 'IS (1():\0) :\57-:\93.
esclarece la naturaleza de ambos. La eucaristía se presenta como
un anticipo terrestre del banquete del reino celebrado en medio de
la a1egría del vino nuevo. Eil festín de[ mino ocupa, a su vez, un
lugar en la prolongación de la eucaristía, y no es otra cosa' que
la realización plena de la cena eucarística: una pascua «cumplida»
en que comulgamos con el verdadero sacrificio del cordero.
Jesús mismo comerá esta pascua con los apóstoles y beberá con
ellos el vino nuevo. En «aquel día», al fin de los tiempos, tomarán
la comida en el reino del Padre. Así pues, para Cristo el último
día es el de su glodficación, y el reino se inaugura con su entrada
en la gloria 81. En este momento se sienta Jesús a la mesa de su
sacrificio.
Entonces los discípulos también toman asiento. Se agrupan alre-
dedor del Maestro resucitado en misterioso banquete 82. Comulgan
con la redención al unirse con Cristo glorioiso y beneficiarse en Él
de la acción glorificallite de Diols.
Todos estos datos fijan la inauguración del banquete mesiánico
en la resurrección del Salvador y definen su gloria como una comida
pascua!. una comunión con la cruz.
La glorificación es la aceptación divina de Cristo víctima, es la
comunión de Cristo sacerdote. La comunión coincide con la acep-
tación porque la víctima se identifica con el sacerdote. En la carta
a los Hebreos, la aceptación de la víctima da al sacerdote acceso a
DiolS, y la consagraoión de la víctima els slimu1táneamente consu-
mación del sacerdote: la aceptación de la víctima es comunión del
sacerdote.
Habiendo comulgado con esta plenitud, Jesús es comunicado
por Dios a los que acuden a su sacrificio 83. Su ser corporal glo-
rificado se nos ofrece como alimento de salvación. EI fiel comulga
con la sangre y come el cuerpo (I Cor 10, 16); participa del altar
(Hebr 13, 10) Y recibe como! los antiguos la aspersión de la sangre
(Hebr. 9, 14. 20; 12, 24; 13, 12; 1 Petr 1, 2). A juzgar por los
efectos de la comunión en el sacrificio antiguo, todos los comen-
sales serán atraídos a la misma santificación que la víctima y cons-
tituirán una comunidad sacrificial que toma la vida divina de la
víctima del Calvario transformada en Dios.
A la luz de la teoría sacrificial, la glorificación de Jesús se pre-
81. Cf. infra, cap. 5 y 7.
82. Cf. infra, p. 340-344.
83. J.-J. OLlER, La me intérieure de la T. S. Vierge, Faillon, París 1866, t. Ir, pá-
g-ina 236: «Después de la resurrección, todo su ser estaba ordenado a comunicarse y
darse a los hombres,»
senta como una fase necesaria de su oblación. Es el coronamiento
sin el cual el sacrificio queda truncado en su esencia, y ya no' es
sacrificio, como no nos imaginamos un movimiento sin término
final, ni existe una donación si nadie la acepta 84. Habiendo consu-
mado en sí mismo el sacrificio, la glorificación lo hace aún útil: en
la víctima divinizada, Dios se comunica al oferente y a todos los
que comen del altar.
84. San BUENAVENTURA encontró una fórmula feliz: «Rada merendi iustif1cationem
attribuitur soli passioni, non resurrectioni; ratio vero terminandi et quietandi soli resu-
rrectioni, non passioni» (Sti. Bonaventurae opera.·omnia, t. III, p. 401, Ad Aquas Claras,
I :lIaracchi 1887).
HS. Sin embargo, es legítimo, siguiendo a los autores del N.T., considerar el sacrificio
tlr" (:risto en el antiguo marco sacrificial, y ver en él, como 10 hemos hecho nosotros, una
111111Wil'11l I'llya aceptación divina es la glorificaci6n. Pero el sacrificio de Cristo nos revela
11 !dl \'('1 qm' una verdadera oblación sacrificial consiste en entregarse uno mismo a la
111 11.'111 J.~lmili{'alltc rle Dios.
LA RESURRECCIÓN,
EFUSIÓN DEL ESPIRITU SANTO
¿Cuál 'es Ila naturaleza de la existencia nueva, en la que Cri,sto
entró a través de la muerte y en la que se encuentra la salvación?
y ¿cuál es el don que la unión con el Salvador glorioso depara al
fiel? Se necesita una respuesta prervia a estas cuestiones, para más
profundamente comprender la resurrección y su significación sal-
vífica.
Es de notar la constancia con que la Escritura une, oponién-
dolas, las dos naciones de: carne: y espíritu. Puesto que la muerte
señala para Cristo el fin de la existencia según la carne,. un camino
se abre a la investigación: ¿no estará caracterizada por el Espíritu
Santo la nueva existencia del Salvador?, y el don a que nos hace
acreedores, ¿no será este mismo Espíritu?
Según los sinópticos, Jesús vive bajo el influjo del Espíritu desde
su existencia terrestre: la venida del Espíritu constituye la consa-
gración de su mesianidad (Mt 3, 16; Lc 4, 18; cf. 1, 35). De este
principio que le mue've, Jesús no hace partícipes a sus discípulos 1;
únicamente después de su resurrección determinará la efusión del
Espíritu en favor de ellois (Le 24, 49). Lucas aparece en sus dos
obras como elevange:lista del Espíritu. En un díptico, cuyo eje está
formado por la muerte y la resurrección, presenta la actividad del
santo pneuma primeramente en Cristo solo y después en los fieles
de Cristo resucitado. A partir de la exaltación de Jesús, la actividad
del Espíritu, l'iimitada'en un prilncipioal Salvador, Isedesarrolla en
el conjunto de los creyentes y se extiende hasta los confines del
mundo. «Exaltado por la diestra de Dios y habiendo recibido
del Padre la promesa del Espíritu Santo, es el autor de estas efusiones
que vosotros estáis viendo y oyendo» (Act 2,. 33).
El don del Espíritu es la gracia mesiánica esencial, el cumpli-
miento de la promelSahecha por el1 Padre (Le 24, 29) para los
últimos tiempos (Act 2, 17); su efusión corona la obra salvadora
de Jesús.
2. Los autores que no ven en la partida de Jesús más que la ascensi6n local se extra-
'''"1 ,1<' ver que Jesús comunica el Espíritu desde la tarde de pascua. De ahí sus esfuerzos
por di.'Hninuir la importancia del don pascuaI., Algunos antiguos comprendieron este primer
l'lIvlu t'OlllO ltna preparaci6n psicológica a la efusión de pentecostés. Cf. TEüFILACTO, En. in
""'. '"f¡ :W, 22, PG 124, 297. Otros lo entendieron como un simple simulacro de la mi-
.d," d,'1 K,pfritu: TEODORODE MOPSUESTA, d. la condenaci6n de los Tres capítulos, D.B.
',1,1; U 'hVIlEESSE, Essai Sl<r Théodore de Mopsueste, Ciudad del Vaticano 1948, p. 417.
11"10 rl 11'1orllfl jnnl'o al Padre se realiza esencialmente en la glorificación, y Jesús permane-
11 1,,·1 rt In pl'Oltll'Sa enviando el Espíritu desde el día de la pascua,
tiendas de follaje montadas en !las !errazas de las casas, en las
plazas públicas y alrededor de la ciudad. Al recuerdo de su glorioso
palsado, el pueblo sailtaba de júbilo y su corazón se abría a laespe-
ranza de una liberación más grandios'a cuando, a través de o'tros
desiertos, Dios condujera al pueblo a sus destinos mesiánicos, como
lo habían anunciado los profetas.
Era la más alegre de las fiestas judías y la más espectacular,
«la más santa y la más grande» 3. Por la mañana la muchedumbre
asistía al sacrificio sosteniendo en la mano derecha una palma entre-
lazada de mirto y sauce (ellulab), y en la otra una cidra (el etrog).
Los levitas cantaban el gran hallel (ps 113-118) y la mu1hiltud
escandía el último salmo agitando las palmas. Un sacerdote acom-
pañado de levitas descendía a la piscina de Siloé y sacaba agua en
un aguamanil de oro. Cuando el cortejo regresaba al templo por
la puerta del Agua, las trompetas sonaban tres veces para recor-
dar la promesa mesiánica: «Sacaréis con alegría el agua de las
fuentes de la salvación» (ls 12, 3).
En Oriente, en los países de la sed, el agua es el símbolo de
la vida. Por donide brota un manantial, brota la vida, el de~ierto
florece, el hombre se lava en el agua viva" apaga su sed y se revi-
goriza para el camino. Los profetas anunciaban para el fin de los
tiempos abundancia de agua maravillosa (ls 44, 3 s; 49, 10; Ez 36,
25). El gua milagrosa que había brotado en los caminos del Sinaí
y había salvado al pueblo de la muerte, volverá a brotar, viva y
fecunda, en 10lst~empolSdel Mesías (ls 48,. 20), por los caminos de
la liberación.
Aquellas aguas que brotaron o que Ise derramaron eran, a los
ojos de los profetas, la imagen del Espíritu Santo: «Yo derramaré
aguas en el desierto... y derramaré mi Espíritu sobre tu posteri-
dad» (ls 44, 3). La Escritura había ya acuñado la expresión: «De-
rramar el Espíritu» (ls 32, 15; 44, 3; Zach 12, 10; loe! 3, 1).
Fiesta agrÍCola en su origen, la ceremonia del agua traía el don
de la lluvia de otoño. Pero en tiempos de Jesús la atención se fijaba
en la roca del desi~rto, y más aún en la roca ven:ilderade donde
manarían las aguas mesiánicas. La fiesta de los Tabernáculos se
anticipaba al día en que el pueblo sacaría con alegría agua de las
fuentes de salvación.
El séptimo y último día, «el día de HO'sanna», la fiesta matinal
del agua revestía una solemnidad todavía mayor, y el regocijo se
prolongaba toda la noche en el templo iluminado. En expresión
de la Misna. quien no ha visto «la alegría del agua» en su vida,
no ha visto alegría 4.
«El último día, el día solemne de la fiesta» (Ioh 7, 37), mientras
el sacerdote llevaba el agua en medio de los hosannas y el :susurro
de <laspalmas, se dejó oir un clamor. Un hombre gritaba: «Si al-
guno tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí. Como dice
la Escritura, ríos de agua viva manarán de su seno» (Ioh 7, 37 s).
Mientras la fiesta del agua concentraba sobre sí la atención de
la muchedumbre, la voz se había hecho oir, imponiendo :silencio y
atrayendo todas las miradas sobre Jesús. El pueblo ensalzaba con
gestos y aClamaciones el agua que brotaba de la roca, don de vida
y de frescor, Isímbolo de la abundancia mesiánica, pero no sabía
que la roca estaba en medio de ellos y la fuente a punto de brotar.
San Juan explica que el agua de que hablaba Jesús era el Espí-
ritu: «Esto dijo el Espíritu que habían de recibir los que creyeran
en iÉl.» Los fieles de Jesús «iban a recibirle» más tarde,. «pues
todavía no<había Espíritu» (Ioh 7, 39).
El evangelista indica el motivo de la demora: «puesto que
Jesús no había sido<aún glorificado» (v. 39). Sólo Cristo<glorioso con-
fiere el Espírit\!.
Podríamos contentarnos con anotar esta declaración. Pero un
análisis más ceñido del texto nos hace penetrar de golpe en las pro-
fundidades del misterio pascuaI.
El sentido preciso de las palabras de Jesús depende de la pun-
tuación que se les dé. No hace aún mucho tiempo, la mayor parte
de las ediciones presentaban este texto así: «Si alguno tiene sed,
venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, ríos
de agua viva manarán de su seno.»
Cristo es la fuente primord~ai del Espíritu, pero el ficl.qne en
ella apaga su sed se convierte a su vez en una fuente que mana y
de la que fluyen «lols ríos de agua viva».
Parece ser Orígenes el primero en considerar al fiel como un
manantial del Espíritu. El didáscalos de Alejandría halla en este
texto así entendido el apoyo escriturístico de su doctrina de la gnosis.
El agua de que habla el evangelio es la gnosis divina que brota en
la Trinilclad.Desdende de la fuente paternal Isobre la human:ilclad
a traves del Lagos que comunica el Espíritu. El hombre aspira esta
gnosis hebiendo la doctrina del Verbo en los cuatro ríos paradisíacos
'1. Para una descripción más detallada de la fiesta, v. STRACK-BILLERllECK, Komrnentar
,f,., N.'J' .• '"IS Ta.lmlld 1/"d Midrasch, t. n, pp. 774-812.
d~ los evangelios. El agua viva se iqentifica así con «el agua de la
doctrina»; es bebida por la fe y en el fiel se transforma de nuevo
en gnosis, en conocimiento perfecto, tal como está en Dios, «saltan-
do la vida eterna» (Ioh 4, 14). Cuando e'sta gnosis se acumula en la
inteligencia del creyente - en el seno de que habla el evangelio-,
sucede que las aguas se desbordan y se derraman. De esta manera
el gnóstico cristiano se convierte en rnistagogo para los demás, me-
diador de gnosis, un manantial del Espíritu 5.
Gracias a la autoridad de Orígenes, esta exégesis se impuso en
todo el Oriente. En Occiente la encontramos primero en, el disCÍ-
pulo de Orígenes, san Ambrosio 6, y luego en san Jerónimo 7. D~s-
pués dominó ya sin discusión.
Orígenes conocía, sin embargo, otra interpretación que se ofrece
a su espíritu espontáneamente como' un dato tradicional. En tal
caso, no es el Lagos inmaterial o el alma de Cristo la fuente del
Espíritu, sino su humanidad corporal; su cuerpo es la roca del de-
sierto que, siendo golpeada por la vara de la cruz, hace brotar
los ríos de agua viva 8.
Tal exégesis, menos filosófica y más cristiana" se desprende
del texto de san Juan puntuado de otra manera: «Si alguno tiene
sed, venga a mí. Y beba el que cree en mí; como dice la Escritura,
ríos de agua viva manarán de su seno [del seno del Mesías].»
Se:gúnesto, Cristo es la única fuente del Espíritu, y en su seno
el fiel apaga la sed 9.
Esta Isegunda interpretación ¡seimpone por ~a claridad del con-
texto. Juan explica la palabra de Jesús (v. 39). El 'agua, dice, signi-
fica el Espíritu que han de recibir los creyentes. El creyente no es,
pues, una fuente, viene a Cristo para apagar en 'ÉI su sed (Lagran-
ge). Por lo tanto, leamos «y beba el que cree en mi». Por lo demás,
agrupadas así, las palabras conesponden al primer miembro de la
frase: «Si alguno tiene sled.,venga a mí»; porque, en e:l esti:losan-
5. In Gen., Hom. 7, 5. 6; 11, 3; 13, 3s; PG 12, 202. 223, 234. 236. In NUIH., HOlll.
12, 1 s; PG 12, 656·661. In Ez., Hom. 13, 4; PG ] 3, 764 s.
6. Expl. Ps 39, 22; PL 14, 1067. Epist. 63, 78; PL 16, 1210.
7. Praef. in Paralip., PL 28, 1326.
8. In Ex., Hom. 11, 2; PG 12, 375 s. Como in et. et. 2; l'G 13, 141.
9. Tal puntuación e interpretación han sido confirmadas por el P. LAGHANGE, Évangile
se/on Samt lean, París '1927, pp. 214-217. Cf. también Tu. CALMES, L'Évangill! se/on
Saint lean, París '1906, p. 73 S. El padre Lagrange apoya sn exégesis en el estudio de
la tradición patrística efectuado por J. A. ROBINSON,The Passion of Sto Perpetl1a. The
letter of the Churches of Vienne and Lyons (Texts and Studies 1, 2), Cambrid,ge 1891,
p. 98; y por C. H. TURNER, On the p¡mctation of S. Iohn 7, 37, 38, «J01lma1 oí Theolo-
gical Studies» 24 (1923) 66-70. El material recogido por estos estudios ba sido metódica-
mente ordenado y ampliamente enriquecido en un notahle artículo de H. RAHNER, Fhnnina
de 'Ventre Christi, «Bib.» 22 (1941) 269·403.
juanista, a Cristo viene el que cree en El (cf. 6, 35). La frase
comprende dos miembros paralelos, a la manera semítica:
el agente de la curación. Hemos de creer que estaba destinado a hacer más evidente la
ceguera. «Hubiera sido condenarle a no ver, de no haber estado ya ciego: es ceguera
sobre ceguera» (lJ,AGRANGE, p. 260 s). La acción de Jesús nos sugiere que el agua de
Siloé debía quitar el lodo para devolver la vista. Ahora bien, esta agua constituía un
símbolo. «El nombre de Siloé ... era un nombre propio que significaba ante todo [un]
canal. .. y, por consiguiente, designaba algo así como «¡trasmisor!», el que «¡trasmite
el agua! ». De este nombre vulgar hace Juan un nombre simbólico que significará el
enviado - Siloé significa «el enviado» (Ioh 9, 7) - como si la forma fuera pasiva,
es decir, el enviado por excelencia ... Jesús mismo ... Jesús envía el ciego a la piscina
que Heva su nombre y donde su acción se dejará sentir por el bautismo» (LAGRANGE,
l',igina 261).
El ciego encuentra la «iluminación» en el agua de Siloé; el agua recuerda el
hautismo en el Espíritu (3. 5); el nombre de Siloé sugiere el de Cristo. La «ilumi-
llaeión» se produce en el Espíritu que encontramos en Jesús.
27. In Paseha, Sermo 2; PG 59, 726 s. Sources chrétiennes, 36, p. 83.
28. Varios manuscritos añaden «y por espíritu». Hay que rechazar tal lectura
P0f(ltlC no está suficientemente atestiguada ni expresa bien el sentido.
29. J. CHAlNE, Les ÉJfi,t,-es catholiques, París 1939, p. 213, piensa que el participio
iAllcóv, por estar en aoristo, indica un hecho ¡histórico de la vida de Jesús (el bautismo,
Ilor ejemplo). Pero en Ioh 1, 11; 9, 39; 10, 10; 12, 7, el aoristo designa también
la entera venida de Jesús.
30. J. CIIAINE, O. c., p. 213.
3 L Hacia fines del siglo 1 y comienzos del n, la herejía doceta había alcanzado
sU apogco en Asia Menor. Junto con san Juan, hay otros jerarcas de la Iglesia, san
Ignacio y más tarde san Policarpo, que se preocupan vivamente por el peligro que
Frente a estos «anticristos», el apóstol refuerza su afirmación:
Jesús vino «no en agua lsólo, !sino ern d agua y en ifJasangre» (5, 6),
no solamente como un ser espiritual, sino en un cuerpo humano. El
Espíritu da t~stimonio en favor de la venida ,en esta doble realidad:
«y el Espíritu es quien testifica, porque el Espíritu es la verdad»
(5, 6, texto gr.); habla al corazón de la Iglesia (Ioh 15, 26), Y cOmo
El es la verdad, sugiere a los fieles esta fe. Pero para constituir una
prueba irrecusable, Dios exige en la Ley el testimonio acorde de dos
o tres telst!iigoSi
(DerUlt17, 6; 19, 15; Ioh 8, 17 Si).H apÓlstolpresenta,
pues, dos nuevos testigols: «Porque tres son los que testifican: el
Espíritu" el agua y la sangre, y los tres coinciden unánimemente»
(5, 8) 32.
Esta vez el agua y la sangre son más que metáforas, pues úni-
camente las realidades pueden dar testimonio. Ahora bien, el agua
natural y la sangre levantaron su voz en favor de nuestra fe cuan-
do brotaron del costado de Jesús, «para que vosotros tengflis fe».
El peiliigrodoceta explica la solemnidald del rdlatoe1v:angélico
y la insistencia en garantizar la veracidad: en la sangre y en el agua
que manan, se revela el misterio del carácter celestial y humano de
Jesús,. objeto de nuestra fe 33.
El agua que brota del costado de Cristo revela de esta suerte
una misteriosa complejidad. Es imagen deil Espíritu (3, 5; 7, 37 s)
y repmsenta ·el!Iselfde 10 alto que está en Cristo (1 loh 5, 6); por
este hecho el Espíritu y el elemento celestial en Cristo están estre-
chamente ligados 34.
corre la fe. La herejía negaba a Cristo una auténtica humanidad corporal, y Él no
habría padecido más que en apariencia. De ahí que el apóstol y los dos obispos in-
sistan en afirmar la fe en el cuerpo y en la sangre de Jesús.
San IGNACIO escribe: «En cuanto a mí, yo sé y crea que aun después de la re-
surrección Jesús tenía un, cuerpo. Que nadie se engañe, ni siquiera los habitantes del
cielo, los ángeles con toda su gloria ... si no creen en la sangre de Cristo, no se es-
caparán al juicio.» Smyrn. 3, 1, cf. 6, 1: TralL 9, 1).
Y san POLI CARPa muestra en la sangre de la cruz la prueba de la venida en la
carne: «El que rehúsa reconocer que Jesucristo vino en carne, es un anticristo; el que
nechaza el testimonio de la cruz, es un diabID» (Phil 7, 1).
32. SabemDs que el texto de nuestra Vulgata Sixto-Clementina (tres testigDs ce-
lestiales y oposición de testigos celestiales a testigos terrenos) no está atestiguado por
la tradición textual griega, ni siquiera por los manuscritos latinos más antiguos.
33. El versículo siguiente (5, 9) no dice que es humano el testimDniD del Espí-
ritu, del agua y de la sangre, como Con frecuencia se cre (J. Bonsirven, J. Chaine).
Hay que leer: «Si solemos aceptar un triple testimonio humano, a fortiori debemos
aceptar este testimonio que nos da Dios.» La interpretación de 1 10h 5, 6~8 expuesta
aquí no responde a la exégesis corriente, según la cual el agua es la del bautismo
de Cristo. Puede prevalecer por su coherencia, por el conjunto de la doctrina san M
..... Cada una de las dos causas reclama la parte que le, corres-
ponde: aquí,. y frecuentemente en otros pasajes, el Espíritu se revela
como la persona operante, el principio ejecutor, y ejerce una acti-
vidad casi instrumental que le es propia 40.
ser viviente, sino un espíritu vivificante, una fuente de vida en cuanto que :Él es
vida, un ser plenamente en comunicación. Porque está todo entero elevado a las altu-
ras filiales. Así pues, el Hijo es fuente del Espíritu en cuanto que es Hijo.
39. La tradición textual de este versiculo no eS' unánime. Una variante bastante
repetida dice: «Por causa.~ en atención a su Espíritu.» Pero la critica cree que se
debe rechazar (Tischendorf, von Soden, vVestcott-Hort, Nestle, VogeIs, Merk).
40. 'Considerando las relaciones muy matizadas que las preposiciones 8~&, ex
y ev
establecen entre las actividades de las diferentes personas trinitarias, la exégesis trata
de matizar la doctrina de la apropiación. Si las obras ad extra dependen de la ac·
ti'vidad común de las tres personas, no sucede indudablemente lo mismo con la acción
divinizadora de la gracia, que arrastra a la criatura hasta el interior de la vida divina
(cf. G. THILS, L'enseignement de Sain·t Pierre, París '1943, p. 66). La atribución
al Espíritu Santo de una causalidad especial y casi instrumental en la resurrección se
Según una tradición constante del AT y del NT, el sagrado
, pneuma personifica en la di~i'nidad laisantl.üdadque siftúa a Dios en
su trascendencia sobre la carne; es, además, el principio fecundo y el
vigor irresistible de la acción divina. Para penetrar en la naturaleza
y en el sentido redentor de la resurrección, no está de más saber que
el Espíritu es quien resucitó a Cristo a la gloria. Todo indicio de
una función representada por el Espíritu merece tomarse en con-
sideración.
55. L. MALEVEZ, L'Église corps du Christ, «Reeh. Se. Re!» 32 (1944), SO.
56. DEI SSMANN, Die nc'utestamentliche Formel «in Christo lesu», Marburgo 1892;
W. BOUSSET, Kyrios Christos, Gotinga 41935; A. SCHWEITZER, o.c.; E. KASEMANN, Leib
I<mJ Leib Christi, Tubinga 1933.
57. La traducción <<letra», que se ha hecho tradicional, no responde al sentido de
YPcX¡J..lJ.iX
en este contexto. Se trata de una cosa escrita que no es más que eso, de un
documento. Cf. Ram 2, 27: «A ti, que Con el documento y la circuncisión eres trans,..
gresor de la Ley.» La antítesis se establece entre el escrito y el espíritu (el Espíritu
a fin de cuentas).
y la de la plenitud. La primera·· está dominada por una ley de
muerte (2 Cor 3, 7; Rom 2, 8) 5S, srabada en tablas de piedra
(2 Cor 3, 3. 7). Realidad de sombra, vacía de substancia, no engen-
dra más que la condenación y la muerte (2 Cor 3, 6. 9); su efímera
gloria es simiI:ar a los dels1t;ellosfugitivos sobre el rorstfOide Moisés
(2 Cor 3). Es la «antigua institución» en adelante superada (2 Cor
3, 6. 14).
Frente a la letra, el espíritu, la total y última realidad que pone
fin (v. 14) a la institución prefigurativa y cuya desbordante gloria
no pasa jamás (v. 10).
La letra y el espíritu se oponen como la muerte y la vida (v. 7 s),
la Ley y la gracia (Rom 6, 14), la condenación y la justificación
(v. lOs; cf. Rom 8, liS); como la Isombra y 'eilcuerpo (J:e Cristo
glorioso (Col 2, 17) Y como la carne y el espíritu 59.
«El Señores espíritu»; Él constituye toda la vivificante reali-
dad celestial; en Él reside la plenitud de todas las cosas que pone
término al régimen de la Ley «cumpliéndola» 60.
Así no hay ninguna identificación entre Cristo y el Espíritu
Santo, ninguna negación de la materiaHdad del cuerpo resucitado,
sino la afirmación de que Cristo glorioso es 'la realidad total y vivi-
ficante en que todo se consuma.
Y, sin embargo, san Pablo añade: «Donde e'stá el Espíritu del
Señor está la libertad» (v. 17).. El pensamiento del intuitivo apóstol
pasa sin estridencias de Cristo-espíritu a la persona del Espíritu
Santa, pues la realidad vivificante (el espíritu) depende siempre del
Espíriltu Santo,CIll último anális,iisno els oVr:acosa que el Espíritu,. y
Cristo es la rea1idad plenaria y última, «el espíritu vivificante» porque
está completamente transformado en el poder vital del Espíritu
Santo.
San Pablo enseña con todo el NT que el Espíritu es la realidad
plena y vivificante, la de lo alto (Ioh 3, 6) y del mundo venidero,
61. Tocamos aquí un punto vital de la teología del Espíritu que exigiría amplio
desarrollO'. Frente a la carne, el Espíritu es la realidad de lo alto y del mundo venidero,
la única auténtica. Juan une las dos nociones «espíritu y verdad» (4, 23; 14, 17; 15,
26; 16, 13), Y en él la «verdad» designa la realidad plena y divina al mismo tiempo que
su revelación, opuesta a la realidad terrena. El Espíritu es la realidad plena en cuya
comparación todas las otras no son sino sombras, pues es la expresión de la realidad
de Dios. Cf. P. VOLZ, Der Geist Gattes, Tubinga 1910, p. 169 s. Es digno de notarse que
todas las definiciones de Dios dadas por la Escritura se aplican especialmente al Espíritu.
Dios es espíritu, la santidad trascendente, la omnipotencia (Mt 26, 64 lo \lama «el
Poder»). Él es amor, y la gloria es la expresión de su ser. El Espiritu es la personifi-
cación de todo esto: es espíritu, el Espíritu de santidad, la dynamis de Dios, el amor
divino derramado en nuestros corazones; se identifica con la gloria.
Cristo, que murió para damos el Espíritu Santo, nos da en Él la realidad celestial,
él Dios mismo.
62. Según san Cirilo de Alejandria, Cristo glorioso forma con el Espíritu una unidad
tan perfecta, que se le puede llamar con el mismo nombre del Espíritu Santo. Cf. STo
],Y()NNET, S. Cyrilll!' d'Alexandril!' et 2 COY 3, 17, «Bib.» 31 (1951) 25-31; san AM-
IJIWSl(}, De Mysteriis IX, 58; PL 16, 409, emplea una expresión atrevida que bay que
saher interpretar: «El cuerpo de Cristo es el cuerpo del Espíritu divino, porque Cristo
es eSIlíritu.»
Cristo resucitó por nosotros (2 Cor 5, 15); el Espíritu de Dios
se apoderó de Él para. que fueran resucitados todos los que tie hallan
en Cristo. El espíritu de la resurrección está destinado a nosotros;
actuará simultáneamente sobre Cristo y sobre nosotros: «Resucitó
para nuestra justificación» (Rom 4. 25), Y nosotros resucitaremos
en Él, que por nosotros fue «justificado en el Espíritu» (1 Tim
3, 16).
Mientras que el primer hombre no era más que un «alma vi-
viente», el nuevo Adán fue hecho «espíritu vivificante» (1 Cor 15,
45). El progenitor tenia una vida de la que vivía él solo, un alma
cuya fuerza de animación era medida según la grandeza de su
cuerpo y estaba circunscrita por él. Cuando la letra mata,. Cristo-
espíritu es un fuego que se difunde, una vida que brota de allí mismo
donde vive. Transformado en el Espíritu, que es fuente de vida y
comunicación, vino a ser Él mismo' efusión y don de sí: es un espí-
ritu vivificante.
El Espíritu es un poder de animación que actúa simultáneamente
sobre el Salvador y sobre nosotros. Por una parte Cristo resucita
en Espíritu y por otra resucita para nosotros; su vida nueva es la
del Espíritu y está enfocada sobre nosotros.
Puede extrañar que un hecho de tal categoría no se afirme más
veces explícitamente. Pero por todas partes se le supone en 1a teo-
logía pau1'ina de la saivaaión, centrada toda ella sobre ea Espíritu
Santo, a quien el hombre se halla en la unión con Cristo glorificado.
El cuerpo glorioso es un manjar espiritual (1 Cor 10, 3); quien
está unido a Cristo en su cuerpo forma un espíritu con Él (1 Cor
6, 17).
El Espíritu es, pues, según san Pablo. el principio vivificador
por el cua! revivió el Salvador, en ea que vive a 10 divino, y que
desde el cuerpo glorificado CrilSt'ose eiXpende¡sobre Ibisfielles.
El Espíritu no debía tomar posesión de Cristo sino después de
su muerte. Si el plan redentor exigía a Cristo vivir primero en la
carne, le imponía con todo la privación en su cuerpo de la irradia-
ción del Espíritu, pues la carne y el espíritu se contradicen (Gal 5,
17). Nuestra redención debía realizarse completamente ante todo
en Cristo,. en su paso de 1a existencia carnal, esfera del pecado de
Adán, a la vida divina en la santidad del Espíritu. Él debía ser el
primer hombre en quien la humanidad mortal fuese vivificada por
el poder y la gloria; los fieles acudirán a unirse con Él para bene-
ficiarse de la redención que está en 'Él {Rom 3, 24).
Dotado del don del Espíritu, Cristo se constituye su dispensador.
Lo distribuye a la Iglesia integrada en su humanidad corporal, vivi-
licada por el Bspíritu. ¿Hubi'e!raia IgIesi:a podido recibir eif Espíritu
antes que el cuerpo de Cristo fuera vivificado por Él? Ciertamente
no, ya que ella es cuerpo de Cristo.
La Iglesia es cuerpo de Cristo por inserción en el Salvador, en
su muerte y su resurrección (Rom 6, 3; Col 2, 12). Hecha cuerpo
de Cristo en su muerte y en su resurrección, muere a la carne con
el Salvador y resucita en el espíritu por la única acción resucita-
dora del Padre, la que vivifica a Cristo. De esta manera la efusión
del Espíritu es única en la Iglesia, aunque sus manifestaciones sean
infinitamente variadas,. pues no es sino la acción del Padre que resu-
cita a Cristo, única en sí misma y de la cual viven todos los fieles.
La efusrón espiritual tiene como objeto, por el mismo título, el
cuerpo de Cristo y los fieles que forman el cuerpo de Cristo. El don
del Espíritu que resucita a los fieles no es distinto del que resucita
al Salvador, ya que los fieles hallan su justificación, santificación
progresiva y resurrección final participando en la resurrección de
Cósto. No hay mrus que una efusión dm Espíritu, la que glorifica
a Cristo.
Varios elementos de esta síntesis esperan verse mejor funda-
mentados. Pero las anticipaciones eran necesarias para señalar la
importancia soteriológica de la acción glorificadora del Espíritu en
Cristo 63.
San Juan y San Pablo disienten, pues, el uno del otro en este
punto. Según el primero, Jesús envía al Espíritu del lado del Padre
después de haber pasado por su propia virtud a la vida nueva
(Ioih 10, 17); según el Isegundo, Cdsto vive en Dios porque 'm Pa-
dre 10 resucitó en el Espítitu y dispone del don espiritual porque
estuvo saturado de él. El evangelista sabe, sin embargo, qu~ el
Espíritu es el origen de la vida de lo alto y que es su principio
formal: «Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu
63. El misterio de la efusión del pneum.a en Cristo resucitado se ilumina con nueva
luz al situar el acto redentor en el marco del sacrificio. La resurrección ocupa entonces
el puesto de la aceptación y de la comunión. Los documentoS' litúrgicos que expresan la
concepción cristiana del sacrificio atribuyen frecuentemente la aceptación del mismo, su
l)()sesión por parte de Dios, a la accirSn consumadora del Espíritu Ccf. cardo SCHUSTER,
Liber Sacramento"r'um) trad. franc., Bruselas 1929, t. II, p. 103; t. IV, p. 7 s; cf. también
la secreta del viernes después de pentecostés).
es espíritu» (3, 6). Pero este axioma no lo extiende a Cristo,.ya que
aun suponiendo la oposición entre Qristo según la carne y Cristo
según el Espíritl.l, en realidad no la hace resaltar,. ya que el análisis
del estado terrestre de Jesús no lo lleva hasta su raíz que es el pe-
cado de Adán 61.
Pero ambos apóstoles están acordes en situar en la humanidad
corporal del Salvador la fuente donde brota para nosotros el pneuma
divinizador. El camino de nuestra vida se halla en las alturas, ha-
biendo sido trazado en Cristo-Lagos según san Juan, en Cristo-
Pneuma según san Pablo, y al mismo tiempo tan humanamente
accesible, en un cuerpo de hombre.
Esto debió parecer una locura a los sabios de Grecia, para quie-
nm el ildeal!SIeencontraba fuera de la vida corporal, y allgunoscris-
tianos, influidos por esta filosofía, querían sobrepasar el cuerpo de
Cristo para saciarse del Lagos en las alturas divinas, dado que la
humanidad corporal es el canal necesario que comunica con las regio-
nes superiores. Verdaderamente, el Dios de los cristianos no es «el
de los filósofos y el de los sabios» (Pascal). Dios escogió en Cristo
10 que hay de máls ínfimo, más alejado de la substancia de Dios,.
para hacerla, bajo la acción del Espíritu, el principio de toda re-
dención.
La resurrección «es el triunfo final del Espíritu, no en perjuicio
de la carne, sino en su provecho eterno» 65. En el Salvador nuestra
carne fue levantada de su caducidad: desde Adán va escoltando al
pecado por el mundo, pero en Cristo se halla saturada de Espíritu
Santo.
EFECTOS DE LA RESURRECCIÓN
Cuando Jesús expiró, el centurión dio de Él este testimonio:
«Verdaderamente este hombre era hijo de Dios» (Mt 27, 54;
Mc 15, 39). A lo largo de aquella jornada había oído hablar del
Hijo de Dios; la expresión 'le pareció propicia para manifestar su
admiración, pero en sus labios no tenía la profunda resonancia que
más adela:nre se le había de dar. San Lucas indica -el altance que po-
día tener ese testimonio para el legionario. Le hace decir: «Verda-
deramente este hombre era justo» (23, 47). Cuando el apóstol santo
Tomás volvió a ver a Cristo después de la resurrección, cayó de
rodillas exclamando: «¡Señor mío y Dios mío!» (Ioh 20, 28). Dos
actitudes característica's, una antes de la resurrección, otra después.
La metamorfosis efectuada en Cristo obligaba a profundizar en el
juicio ponderativo que en otro tiempo recayó sobre Él.
Dos títulos se imponen en '10 sucesivo a la conciencia de los
fieles de J'elsús: el de Señor y el de auténtico Hijo de Dios. La
teología de la carta a los Hebreos toma pie de la resurrección para
añadir a estos dos el título de Sacerdote eterno.
2. L. CERFAUX, Le titre Kyrios et la clignilé rOj1ale de Jésus, «Rev. Se. Phil. Théol.»
11 (1922) 40-71; 12 (1923) 125-153.
3. Si en la literatura rabínica primitiva el epíteto «señor» no se encuentra aplicado
al r-tIesías, hay que buscar sin duda su explicación en el uso que hacían de él los cris-
tianos y en el carácter polémico de aquella literatura. Cf. STRACK~BILLERBECKI Kommen~
tar zunt N.T. aus Talmud 'Und Midrasch, t. IV, pp. 458A60; L. CERFAUX, o.e., p. 128.
4. La prueba la tenemos en la oración «J:vlaranatha», que nos ha conservado la litur-
gia primitiva, transmitiéndola a las. comunidades griegas (1 Car 16, 22; Did 10, 6).
proclama más que el señorío, pero elevándolo a la altura de la sobe-
ranía de Dios 5.
Los dos vocablos «Señor» y «eristo» se atraen mutuamente .
.El título señorial afirma la tralscendencira,ta igualldad con Yahveh,
pero en el sentido de una trascendencia mesiánica;evoca el ejercicio
real de lugarteniente divino en el mundo.
11. Cf. J. DUPOKT, Filius me"s es tu, «Reeh. Se. Re!.» 35 (1948) 529.
12. Cf. A. LEMONNYER, Théologie du Nouveau Testament, París 1928, p. 160. H. SAS·
SE, lesus Christus der Herr, en Mysterium Christi, Berlín 1931, p. 120.
conceslOil del nombre no es, empero, la simple proclamación de
la dignidad de Jesús: entre los semitas, el nombre es solidario del
ser que expresa. Este nombre superior a todo nombre, que exige
la adoración de toda criatura, sólo puede designar la soberana ma-
jestad de Dios y su dominio universal. A aquel Jesús que en otro
tiempo fue sUlspendido del patíbu10 se le confiere el poder divino
que hace aflorar en nuestros labios esta aclamación: «Señor Je-
sucristo.»
Toda criatura «en las tres esferas» del mundo!3 dobla la rodilla
ante ese nombre, rindiéndoleel homenaje que sólo a Dios 14 se tri-
buta, en el cielo,. en la tierra y en las profundidades subterráneas
(v. 10). ¿Cuáles Ison esos vasallos? LoLSángdeJs indudablemente,
los hombres y, en último lugar, los demonios, ya que estas tres
categorías ocupan las moradas superpuestas. Así la mayoría de los
intérpretes. Se puede hacer observar que los espíritus nefastos se
alojan en las regiones aéreas (Eph 2, 2; 8, 12) Y que los habi-
tantes ¡subterráneos Sleidentifican mejor con los difuntos del seol,
según está escrito: «Por esto murió Cristo y resucitó, para ser
Kyrios de muertos y vivos» (Rom 14, 49). Pero ¿piensa el apóstol
en tales distinciones? En definitiva se creerá que afirma con esta
triple designaoiónell sometimiento a Crilsto detodOls 10ls seres
animados e inanimados, en una palabra, de todo el universo 15. El
hombre de la humillación voluntaria está colocado en la cumbre
de la creación, en el poder y la gloria de Dios.
21a. En las mismas cartas, el apóstol ve al fiel sentado ya en los cielos con Cristo
(Eph 1, 6).
22. Si se trata de comprender esta acción creadora por analogía con nuestras
callsalidades, parece ser que la mejor analogía es la de la causalidad final, de una
causalidad final eficiente por atracción. Puede parecer exorbitante la atribución a Cristo
de una anterioridad con respecto a todas- las cosas y de cierto papel creador. Pero
lo incomprensible no está primeramente en esto, sino en el don de su propio Nombre
que Dios· hizo a Cristo (Phil 2, 9), que no es otra cosa que su propia soberanía. Ahora
bien, ésta se extiende al origen de las cosas; es una dominación creadora.
y de toda realidad interior porquee1s eJ Señor escawlógico, poseedor
de la plenitud; y todas las cosas sop creadas hacia esa plenitud,
por participación (Col 2, 9) 23.
27. La sumisión de los ángeles a Cristo debe tener gran importancia en la doctrina
primitiva, ya que encontramos una alusión en el himno litúrgico citado por san Pablo
(1 Tim 3, 16); también se halla en 1, Petr 3, 22; en IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Trall. 9.
1; en la carta de POLICARPO, 2, lo
28. E. B. ALLO, L'évolution de I'Évangile de Paul, «Vivre et Penser», 1.a serie,
1941, p. 166.
la diestra de Dios, su exaltación sobre los espíritus, la sUJeclOn
de toda criatura bajo sus pies, como una avenida que desemboca
en la función «capital». El señorío cósmico está ordenado a la dig-
nik.ladde cabeza de:~a Ig¡lesia.
El poder die j'efe de 10lsfiel1esy el dominlio sobre los ángeles
'derivan de la miJsmaplenitud de poder, y el prinrero se apoya en el
segundo: «En El habita toda la plenitud de la divinidad corporal-
mente, y estáis colmados en 'Él [función de cabeza de la Iglesia],
que es la cabeza de todo principado y potestad» (Col 2, 9 s). Pero
si ambos títulos se mantienen en la más estrecha relación, sin em-
bargo, no se identifican. El título de jefe aplicado a cristo, dueño
de las potestades, expresa el dominio y la dignidad supereminente;
pelfO\Sólola IgUesia es el cuerpo al que Cristo comunica su perso-
nalidad y su vida.
Por el hecho de identificarse la Iglesia con el cuerpo físico del
Satlvador (cf. cc 5 y 6), las relaciones entre ella y su cabeza son
únicas y no pueden extenderse al mundo angélico. El punto de
identificación de Cristo y de la Iglesia está situado en !la naturaleza
humana corpor!at En ella m donrle el SatLvadÜ'rlleva a cabo ,la sal-
vación, habiéndola aceptado en estado carnal para inscribirse así
en la raza pecadora y habiéndola después arrastrado a la vida de
Dios. En ella estamos también nosotros insertados y hallamos para
nuestro ser corporal la muerte a la carne y la vida de Dios. Todo
induce a creer que, según san Pablo, la salvación en Cristo no
está destinada sino a la natura[eza humana y adaptada a ella. La
-criatura simplemente espiriJt!ualse baña en la influencia de CrÍlSto,
pero no penetra en el fuego donde se efectúa la transformación
divina, la humanidad corporal de Cristo.
El dominio sobre las potestades y el poder sobre los fieles se
sitúan, pues, en planos distintos, y esta disparidad se expresa en
los sentimientos de unos y otros. Las potestades están sujetas y
sometidas por fuerza, puestas bajo los pies de Cristo mediante
su victoria. La Iglesia, por el contrario, forma una sola cosa con 'Él,
aun cuando esté sometida 29. Todos pregonan: «¡Jesucristo es Señor!»
(Plril 2, 11), p&O los fieles le llaman, fami[~a:rme:ntey no sin ter-
nura: «¡Nuestro Señor!» Ellos le pertenecen por título especial.
pues !Élmismo les pertenece.
En el cuarto Evangelio reivindica ya Jesús, en su misma vida
terrena, el señorío divino. Es, juzga y obra soberanamente (5, 19).
Pero esta dominación universal no viene a ser efectiva sino en la
glorificación. La cruz eleva a Cristo por encima de la tierra en
la trascendencia divina para que reine sobre todo's; su gloria es
supremo poder (17, 2). Los hombres le verán tal como es en su
eternidad: «Sabréils que Y ÜI Soy» (8, 28). Los dilsCÍpulosrealizarán
milagros más grandes que los que hizo él mismo,. porque él va
al Padre, más grande (14, 12).
A la afirmación «Yo Soy» añade Jesús ordinariamente un predi.
cado que: pone esta soberanía en relación con nuestra salud: «Yo
soy el buen pastor, yo soy la verdadera vid ... » BU. Esto es, pues,
lo que después de pascua sabrán los discípulos: que Él es el pastor,
la vid, dI principio de la salud unwel]:~saI.
Este señorío lo ejerce J~sús desde lo alto de lJa cruz, trono de
su realeza. Allí es donde somete los hombres a sí atrayéndolos
a la fe. Étos le prestan homenaje a la vista del cuerpo glorioso y
traspasado, y cada uno de ellos viene a ser, por su fe, reino de
Cristo: «¡Señor mío!», exclama Tomás.
Según el Apocalipsis,. Jesús experimentó,. en su muerte, una trans·
formación profunda. Conocemos ell realismo que las semÍms atribu·
yen al nombre. «Al que venciere le daré el maná escondido, dice el
Espíritu a las Iglesias, y le daré una piellrecilla blanca, y sobre la
piedrec'iJIaescrito un nombre nuevo, que nadie conoce: sino el que
la recibe» (2, 17).
La imagen de la piedrecilla presenta analogías con numerosos
usos: piedra preciosa del anillo con un nombre, o tésera,. billete de
entrada a las repfelsootaciones. Lo que importa els la blancura, el
color de 1J0sque tienen la vida de Cristo (3, 5), Y el nombre
nuevo que indica una renovación de la naturaleza que sólo puede
comprender quien se ve favorecido por ella.
Ahora bien, Jesús declara a la Iglesia de FiladeIfia: «Al ven·
cedior le haré columna en d templo de mi Dilos, y no saldrá ya
30. Estas fórmulas expresan la trascendencia de Crislo Salv;tclor. No se utilizan
a la manera de metáforas ordinarias. Cristo no es una vid, un JJastor, es decir, seme-
jante a una vid, a un pastor. En el uso metaf6rico de la palabra pastor, aquel a quien
se aplica la metáfora no es pastor sino en sentido impropio; al fin y al cabo no es
pastor con toda verdad. Cristo, en cambio, es el pastor en el sentido más fuerte, el
único que es pastor, y es la verdadera vid, y al lado de f:l no hay «verdadero» pastor
"i «verdadera» vid. ef. E. SCHWEIZER, Ego Eimi, Gotinga 1939.
más fucra dc él; y sobre él escribiré el nombre de mi Dios y el
nombre de 'la ciudad de mi Dios, de la nueva Jerusalén que des-
ciende del cielo de junto a mi Dios, y mi nombre nuevo» (3,. 12).
El fiel lleva grabados sobre sí tres nombres, expresión de su
nucvo Ser y de su dependencia: pertenece a la Iglesia, a Cristo
y a Dios. Cristo inJscribió Isobre el fiel ISU nombre uevo. El Apo-
calipsis no conoce el antiguo, siendo el evangelio de Cristo resuci-
tado:ll.
Nadie conoce el nuevo nombre slilnoel que 110 lleva, lo mismo
que el nombre nuevo del fie'l: «Sus ojos son como llama de fuego,
lleva en su cabeza muchas diademas y tiene un nombre escrito que
él 'solo conoce. Viste un manto empapado de sangre. Tiene por
nombre: Verbo de Dios» (19, 12 s).
El cambio del nombre antiguo habla de una transformación
simimara ,la que Isufre dl fieJ y define el nuervo modo de exiJstem.cia
de Cristo glorificado: existencia de Verbo de Dios.
Si es ajena al Apocalipsis la idea paulina de una reconciliación
y recapitulación de todas las cosas en el resucitado, el Señorío de
Cristo se enriquece con un nuevo dato: la r~surrección que pone
en manos del Salvador las riendas de la historia. La providencia se
hace cristiana; los acontecimientos están presididos por Cristo, sal-
vador de 10lsfreJe:s.
San Juan desarrolla la sínt~sis de la historia sobrenatural de la
Iglesia para los cristianos que sufrían ya, a iban a sufrir por mo-
mentos, una formidable persecución. El drama se representa simul-
táneamente en el escenario de la tierra y del cielo; Cristo celestial
es el director de escena. El Leitmotiv está anunciado d~sde la visión
introductoria (1, 9-20). En medio de lIos siete candelems de oro, el
apóstol distingue los rasgos de Cristo en el resplandor de la huma-
nidad divinizada. ({Yo estaba muerto y ahora vivo por los siglos de
los siglos.» La luz refulgente y suave de la divinidad ilumina su
rostro. Su mirada penetrante brilla como llama, y su majestuosa
voz suena camal el ruido de muchas aguas. Los pies de bronce evo-
can un poder estable; la espada que sale de su boca,. la eficacia de
su palabra. En su derecha lleva siete estrellas. Los candelabros
de oro. repmS'entan siete Igles,~a:s,ttJldia:S'
lrus Igl1eS'iasde la cri:stJIan-
dad. Las estrellas !son sus ángelles:,sus milstJeTiososrepresentantes;
Cristo las sostiene con el poder y la ternura de su diestra. Todo el
libro trata de afirmar la presencia de Cristo resucitado en medio
de los candeleros de oro y narrar la historia de Ias estrellas en su
mano 32.
En el capítulo cuarto se levanta -el telón del escenario ce[e:stc.
Sentado en su trono, tiene Dios en la mano un rollo sellado con
sie,tesdlos que ende:rra loL'>
delsti!nosdell mundo. Toda la corte: está
esperando al ejecutor de los decretos cuando aparece Cristo, el resu-
citado de entre los muertos. Es el cordero y el león, la víctima y el
héroe victorioso; lleva siete cuernos y siete ojos «que son los siete
espíritus de Dios», la plenitud de la clarividencia y de la fuerza
del pneuma. Dios 'le devuelve eilpiLanode ]a historia nueva del mundo
y le encarga su ejecución. En 'seguida el universo rinde homenaje a
Cristo y a Dios" «todas las criaturas que existen en el cielo, y sobre
la tierra, y debajo de la tierra, y sobre el mar» (5, 13).
Esta exaltación del Cordero introduce la salvación de Dios en
el mundo dominado por el dragón y provoca la crisis del universo,
cuyo desarroHo constituye la nueva hist'oria. Con solemne lenti:tud
rompe lo:s siete sellos y despliega los designios de Dios que condu-
cirán la crisis a su desen'lace. Isaías había predicho del Siervo que
después de su muerte «prosperarían en sus manos los designios de
Yahveh» (53, 10). La voluntad de:salvación para con los fieles dirige
todos los acontecimientos y los hace triunfar hasta la victoria sobre
el dragón infernal. Presidida por el Cordero, la historia encamina
con firmeza a unos «hacia el estanque de fuego y azufre» (20, 10).
y a otros a la Jerusalén celestial.
32. Esta meta está definida en 1, 19 s, al menos según una posible traducción: «Es-
cribe, pues ... , el misterio de las siete estrellas que ves sobre mi mano derecha? (trad.
Calmes, Mou1ton, Buzy).
d~l Ps 2, 7: «Tú~rets mi hijo, yo t~ engendré hoy», recibía una
sencilla interpretación mesiánica que san Pablo no supera ante los
judíos do Antioquía (Act 13, 33). Algunos apóstoles judíos emplean
como sinónimos los términos «Mesías» e «Hijos de Dios» (Henoch
105, 2; 4 Esdr 7" 28,.teoctolprobablel; 13,.32. 52).
Los judíos ignoraban por completo la auténtica filiación divina
del Mesías. La pregunta de Caifás eocige una interpretación ante
todo mesiánica 3"3, lo mismo que la profesión de fe de los primeros
dilScípulols(Ioh 1, 49; Mt 14, 33). En la primera parte ddl men-
saje del arcángel Gabriel no exige el conteocto, para la expresión
«hijo del Altísimo», una comprensión más realista. Los evange-
listas Marcos y, sobre todo, Lucas, saben que el título Hijo de Dios
tenía en labios de sus contemporáneos un sentido ante todo mesiá-
nico, ya que lb cambian por d título Cr~sto. Es típico el caso de
Lc 4, 41: <dos demonios salían también de muchos gritando y di-
dendo:: Tú eres ell Hijo die Dios. Pero El ~es reprendía y no les
dejaba hablar, porque conocían que Él era el Cristo» 3'1.
Indudablemente, cuando el Padre habla al alma, el título ad-
quiere una significación religiosa profunda (Mt 16, 16); los discí-
pulos sienten al lado de Jesús la presencia de Dios (Mt 14, 33;
Le 5, 8). Pero hay que aguardar a la resurrección para ver la
formul'aeÍón de su fe en esta invocación reservada a Yahveh: «¡Se-
ñor mío y Dios mío!» (Ioh 20, 28).
39. Los exegetas introducen arbitrariamente una dificultad teológica en el texlll' Cl1an-
do se plantean la cuestión: ¿Cómo puede el ángel declarar que el niño será flant-o e IIijo
de Dios por el milagro de la concepción virginal? El ángel no atribuye en modo alg-l1l1o
la santidad del hijo al milagro producido por la acción del Espíritu Salllo, sino a la
misma acción santísima.
40. El Espíritu revela aquí un aspecto de su misteriosa naturaleza. Se hn hahlado
de la función maternal del Espíritu en la educación de los hijos de Dios (A. LJ.:MoNNYlm,
Le role maternel da Saint-Esprit dans notre vie sarna/arel/e, «Vic Spir.» J 1192]·1 241-
251). Tal función se ejerce primeramente en su nacimiento. Son lav:ulos, santificados
por Dios, en nombre de Jesucristo, en el Espíritu San!() (l eor (" 11). Tit J, 5 habla
del «baño de regeneración del Espíritu Santo». Nacemos «del a¡su:t y del Espíritu» (Ioh 3, 5),
cuyo símbolo es el agua. La Iglesia ha ensalzado el papel lIlaternal (le las fuentes bautismales.
Cristo mismo nace Hijo de Dios en el poder del Espíritu Santo, lo mismo en el
momento de su concepción terrena que en su reStllTc('ción. En el hautismo, el Padre
reconoce por Hijo a aquel sobre quien reposa el Espíritu. El Evang-clio de los hebreos,
citado y aprobado por san Jerónimo, hahla en esta ocasión de la función maternal del
Espíritu. In Is. IV; PL 24, 145; In Mich. II; PL 25, 1221.
Puesto que en Cristo se revela el misterio de Dios, hay cIue concluir que es siempre
en el Espíritu Santo en quien el Padre engendra «al Hijo de su amor» (Col 1, 13).
41. L. CERFAUX, La Théologie de l'Églisl? suivant Saint Paul, p. 258; «o"'[1.om"c:>"
es decir, en el o&tLa glorificado de Cristo.» Otros autores insisten con razón en la idea de
la encarnación (Prat, Huby). Se trata, empero de la encarnación en su plenitud gloTiosa.
También en san Juan es Cristo la imagen del Padre, su faz
rcvdada a'! mundo. Tiene la miisión de dar a conocer 'el nombre
sobro todo 'Consu propio ser filial, en el que se manifiesta el secreto
íntimo y esencial de Dios, su realidad de Padre de Jesús 42.
Durante su vida terrena, Jesús declara: «El que me ve a mí, ve
a mi Padre» (Ioh 14, 9; 12,.45), declaración que en parte se anti-
cipa al porvenilr, pues «en aquel día [de la glorificación] conoceréis
que yo estoy en el Padre» (14, 20). Para que el Padre 'Sea conocido
on d Hijo, es neoesariÍioque éstie:Iselmanifielste en su ser filial y,
por 10 tanto, en la gloria que poseía cerca del Padre y que recobra
entera en su exaltación (17, 5). Por eso pide su glorificación para
que sean conocidos el padre y su enviado (17, 1-4).
El pensamiento de san Juan, aunque dista por su expre'sión del
pensamiento paulino,. guarda paralelismo en cuanto a su substancia:
en la resurrección se afirma la filiación de Cristo y se revela la
imagen del Padre. «Podemos decir que en 'la encamaCÍJóndel Hijo
de Dios nació hijo del hombre, y en la resurrección el hijo del hom-
bre nació Hijo de Dios» 43. Nacimiento de índole espedal: Cristo nace
a la vida filial al entrar en el 'Seno del Padre.
Para hacer resaltar los rasgos de la belleza paterna, tuvo el Es-
píritu que borrar «la semejanza de la carne de pecado» (Rom 8, 3).
La carne como tal es contraria a Dios; designa el ser, pero en cuanto
no está poseído por la divina santidad y permanece en el aisla-
miento de la criatura. Podemos hablar de una vida de la carne, pero
a fin de evocar 1a proximidad de la muerte que la rodea. JesÚ'sera
Hijo ya en su estado de carne, pero sobresalía por encima de eHa.
Nada carnal ha resistido a la acción del Espíritu. Cristo se hizo
espíritu hasta en su cuerpo, y en la vida del espíritu se halla el rasgo
eseneial de !la semejanza divina, porque «Dios 'es elspíritu» - por
eso a los espíritus celestiales se les llama hijos de Dios (cf. Lc 20,
36) - Y el pneuma sagrado, lo mismo que la doxa que le está vincu-
lada, es la expresión de la naturaleza divina 44.
El cuerpo había ocultado el misterio de Cristo, pero ahora lo
revela. Siendo un hombre-espíritu, Jesús se afirma hombre-Dios 4"
'1:? San AGUSTÍN, In Ioh tract. 106, 4; PL 35, 1909: «Non iIlud nomen tUlIm
quo vocaris Deus, sed illud qua vocaris Pater meus; quod nomen manifestad sine ipsius
I,'ilii Ill:lnifestatione non posset.»
'1.1. Nacimiento de índole especial: Cristo nace a la vida filial al entrar en el seno
del I';ulrc. CONDREN, L'idée du sacerdoce et du sacrifice de Jésus-Christ, p. 86 s; cf. SAL-
M 1'~ld)N, l),e., p. 294.
·1·1. (~f. anteriormente, p. 125. No afirmamos que el pneuma designe la naturaleza
de Ilios, lo que sería muy discutible, sino que es la expresión personal de los atributos de
la lliviniclarl: poder, espiritualidad, santidad, gloria, amor.
45. San AMllRosIO, De exces"u fratris sui Satyri, 91; PL 16, 1341: «Tunc secun·
La venida del Espíritu destruye al viejo Adán (Rom 7, 6), re-
nueva (Tit 3, 5) y crea no sólo un nuevo ser, sino un ser nuevo (sin
estrenar) (xlX~V~x,,[cnc;). No se contenta con introducir en el mundo
un género de hombre inédito, coloca el hombre en el punto de origen
de esa nueva vida: en el nacimiento (Tit 3, 5); y 10 que la virtud del
sacramento no ha conseguido aún recrear, Se transferirá poco a poco
a esta juventud bautismal (2 Cor 4, 16; Col 3, 10). El Espíritu es
juventud porque es vida (Rom 8, 11; 1 Cor 15, 45; 2 Cor 3, 6);
una vida sin desmayo, puesto que es la de Dios.
Como el fiel encuentra su novedad de vida conformándose con
Cristo resucitado, y una novedad tanto más reciente cuanto más se
conforme con Él (Col 3, 10), es preciso creer que Cristo no envejece
ya a partir de la resurrección, que su vida permanece completamente
fresca, su cuerpo recién nacido en el Espíritu no sobrepasa el mo-
mento de ISU nacimiento paJscual y, por consiguiente, que la acción
resucitadora del Padre en Cristo perdura eternamente en su primer
y único instante 46.
Verdad es que la acción resucitadora del Padre, por los tiempos
de verbos en que está expresada, se sitúa para nosotros en el pasado,
pertenece a la historia 47.
Pero si está inserta en nuestro tiempo, en un punto preciso y
único, posee, sin embargo, eterna actualidad. En el frescor primero
de su nacimiento encuentra el fiel la resurrección de Cristo. De todo
hombre que en cualquier fecha de la historia participa de la vida
nueva con Cristo, dice san Pablo que resucita con Él, poseído por
el acto m]smo de ,la resurrección del Salvador.
En otro tiempo, al atribuir al Padre que resucita a Cristo las
dum carnem horno, Dune per omnia Deus.» Según el contexto, se traJa <le ulla clcvacióD-
total al poder Dios. HERVEO DE BOURG-Dmu, In Rom 1, 4, P. L. 181: «CUIll de electis
ipse dicat, quia filius filii 511:ot Dei, curo sint resurrectiotlis, cut" notl illSC tllagis qui
secundum divinitatern naturaliter est semper Filius Dei, i11 resurrceliotlc sceulldum huma-
nitatem factus esse dicatur Filius Dei?»
46. San AMBRosro, De sacramentis v, 26; PL lG, 4;;3, parece iuspirarse en esta
idea: «Si Cristo es tuyo hoy, resucitas hoy ]lara ti. ¿Cómo? Eres mi Hijo, hoy te
engendré. Hoyes cuando Cristo resucita.»
47. La acción resucitadora del Paclre está expre!:iacla por el aoristo: acción incidente
(Rorn 4, 24 s. y passim). Consideracla en Cristo, la resurrección está en perfecto: acción
pasada cuyo efecto perdura (l Cor 15, 4. 12-20). A. VITTl, La resnrrezione di Gesu e la
soteriologia di San Paolo, «Civiltit Cattolica» 1930, t. 11, p. 307, piensa que el empleo
del perfecto permite concluir la permanencia de la resurrección misma. N o 10 parece. El
perfecto indica la permanencia del acto en su efecto, por sí no afirma más que el estado
de resurrección.
palabras: «Tú eres mi Hijo, yo te engendré hoy» (Act 13, 33), re-
nunció a explotar ante los judíos su riqueza teológica. Repitiendo:
«I-'uo eonlSl:iltuidoHijo de Dios a partir' de la relsurrección}}(Rom
1, 4), descubre su pensamiento. La resurrección hizo nacer a la vida
Hljal a Cristo entero extendiendo sobre todo su ser la gloria de la
generación eterna. Por consiguiente, tal nacimiento no conoce el ma-
llana. Al lado del progenitor Adán, el}hombre viejo que en nosotros
va cayendo incesantemente en decrepitud (2 Cor 4, 16), tenemos al
Adán joven" al hombre nuevo, Hijo de Dios, en la eterna novedad
de su filiación.
Poseemos así un conjunto de datos: la resurrección es un naci-
miento divino; la vida de Cristo glorificado no sobrepasa en edad
,la fecha de' su nacimiento', el fiel puede en todo momento de la his-
toria participar en Cristo de la misma acción resucitadora de que se
beneficia el Salvador. Si concluimos que la resurrección perdura
incesanteuwnte en acto', atribuimos al pensamiento paulino una ex-
presión filosófica que no tilene'.Pero mutiilaríamos este milsmo pen-
samiento si sólo mantuviéramos las afirmaciones que colocan la resu-
rrección en el pasado, desdeñando otras que suponen que la acción
resucitadora de Dios es una realidad duradera. Aceptemos pensa-
mientos que parecen excluirse, y consideremos la resurrección como
un acontecimiento de la historia y, a pesar de todo, como una acción
divina nunca superada en sí misma 48.
El carácter escatológico de la resurrección da a este concepto
filosófico de la permanente actualidad de la resurrección una ex-
presión bíblica. Crilstb :sa[ió de «estel:si'g1()I)}
y llegó al fin de 10's
tiempos. La carta a los Hebreos dirá que la inmolación le condujo
a través de la antecámara del cielo, el santo, imagen de las cosas
volubles e imperfectas" y la introdujo en la realidad plenaria" en el
isanto de IOlssantos. Llegó a la «consumación»" a~ !término y a la
perfección. La historia del mundo está virtualmente acabada, pues
la muerte y la resurrección llevaron, en Cristo, hasta su plenitud
final el tiempo que para la Escritura es no sólo la norma, sino la
realidad de 'la historia. La Iglesia progresa hacia aquella plenitud
que un día alcanzará, cuando alcance «toda la talla de Cristo» glo-
rificado. pero Cristo la posee ya Él solo y por completo. Así pues,
·1H. vv. KÜNNETH habla de <<la actualidad de la resurrección», de «su presencia»
(/'I/{'o!O!lie der Auferstehu"!I, Munich 1933, Pp. 166-192). Volvamos a repetirlo: no
decilllos que en el pensamiento' explícito de san Pablo es la glorificación de Cristo
1I11a aceitln permanente. El apóstol la considera en su incidencia en nuestra historia
('1\ I it~lIlp():-; rle Poncio Pilato; como tal pertenece al pasado. Pero considerada en su
realidad, descrita por el apóstol, es de hecho una acción divina que se mantiene en
:;\1 actualidad.
no sobrepasa ya el instante original de su glorificación, ésta es ple-
nitud y fin.
49. Se discute mucho entre los exegetas: unos refieren al verbo la expresión «en
el poder», y traducen: fue declarado «poderosamente»; otros la hacen característica
del Hijo. El contexto impone esta última interpretación.
50. DALMAN, Die Worte Jesu, Leipzig 1898, t. 1, p. 164 s.
su gloria (Rom 6, 4) Y viven en gloria (1 COl' 15, 43; 2 COl' 3, 18;
Phil 3, 21). Vivifica por su poder (2 COl' 13, 4), por un despliegue
inaud'ito de fuerza, y Cristo surge revestido de la dynamis infinita,
y nuestros cuerpos «sembrados en flaqueza 'se levantan en poder»
(1 COl' ]5, 43). Por lo demás, el poder no es otra cosa que el pneuma
en actividad; y la dynami!s del resucitado es ilimitada, porque la
compenetración de Cristo por el Espíritu no conoce en sí misma
ningún límite.
61. Recurriendo a los escritos estrictamente p::tl11illoS, :-le rl'vela mejor aún el en·
raizamiento de Cristo glorificado en la humanidad que aCOlnpafía a la unión más pro~
funda con Dios. La gloria que le exalta por encima elel 111l1tHlo le acerca a nosotros aun-
que le aleje de nuestra manera de ser. En otro tiempo el Salvador vivía entre nosotros,
presente a nuestro lado en Una individualidad cerrada. Ahora esta humanidad penetra
hasta en nuestras intimidades más ,secretas. Permaneciendo Él en sí, se convierte en
nosotros mismos. Ha venido a ser el mediador perfecto entre Dios y los hombres.
mosaicos no cran sino una traducción balbuciente,. burdamente ras-
trcra, dc aquel ejemplar celeste. En el altar de la cruz se ofreció
una víctima a la que se abrió el tabernáculo de Dios; pero el sa-
crificio de Cristo no es celestial únicamente por este título: la en-
tcra liturgia de Cristo se desarrolla al nivel de Dios; en la presencia
«de la Majestad» es donde nuestro sumo sacerdote pontifica como
ministro del santuario celestial (v. 1 s); allí es donde «tiene algo
que ofrecer», y los ritos levíticos eran sencillamente una sombra,
la proyección terrestre y esfumada del sacrificio celebrado en los
cielos.
Si se quiere armonizar este texto con la unicidad absoluta del
sacrificio, tanto numérica como específica, insistentemente manifes-
tada, hay que conceder que el misterio de ,la cruz se prolonga en
la eternidad. En el pen·samiento de la carta, el sacrificio cristiano
no ha sido una acción que se puso y se terminó completamente
en el tiempo y de la cual sobrevive solamente el mérito. La ofrenda
de Cristo es eterna en sí misma, hasta tal punto que su existencia
gloriosa se identifica con su liturgia celestial (d. 8, 1 s). El sacrificio
cristiano es verdadero, y para el autor son sinónimos verdadero,
celestial y eterno.
Otros 'textos hay que suponen, si no la perpetuación de 1:a ofren-
da, sí por lo menos la permanencia del estado de víctima: «Mediante
su propia sangre entró una vez para siempre en el santuario, con-
siguiendo una redención eterna» (9, 12). Mientras que el sacerdote
del orden aaronítico penetraba en en el santuario una vez todos los
años por la virtud de sangre extraña,. Jesús se abre paso hasta la
divinidad por la sangre de su propia inmolación. No lleva sangre
de víctimas en sus manos; Él es la víctima por la cual se descorre
el velo, y, habiendo penetrado una vez para siempre a través del
velo de su carne inmolada (10, 20), podemos creer que el estado
de víCitiill1la
00 virtud del cuall se abr'e el isan!tuario perdura eterna-
mente. Esto no 10 dice la carta, pero 10 'sugiere.
Si un hombre quiere a su vez penetrar en el santuario de la
divinidad, puede encontrar a Cristo en su estado de víctima y unirse
a Él, según parece en el acto mismo de su acceso a Dios: «Teniendo,
pues, hermanos, segura confianza de entrar en el santuario en la
sangre del Jesús, entrada que Él inauguró como camino nuevo y
viviente a través del velo, esto es, de su propia carne ... » (la, 19 s).
No se debe sin motivo desvirtuar el realismo de una palabra. No
está escrito que la vía de acceso se halle abierta en virtud de la
sangre de Jesús, en virtud, por consiguiente, del mérito perpetua-
mente adquirido por su derramamiento, sino que está en la misma
sangre 63.
Con esta llave penetmmos en" Dios, rociados de: esa sangr0
como el mismo Jesús. Hemos de creer que Jesús continúa siendo
aún la víctima, por la que entramos nosotros lo mismo que por
ella entró Él. Es un camino viviente trazado en la carne palpitante,
que fue antes de la inmolación un velo tendido, pero ahora es un
velo siempre dersgarrado. Jesús es todavía la víctima, víctima para
nosotros, como lo fue para sí mismo en el momento de su sacrificio,
en el acto de abrir el tabernáculo. Penetramos en la tienda por la
inmolación de Cristo y, consiguientemente, según parece, al mismo
paso que Él.
Aceptamos en su realismo los textos que hablan de una ins-
trumentalidad salvífica de la sangre del Salvador. «La sangre de
la aspersión, que habla mejor que la de Abel» y a 'la que nos
acercamos (12, 24), no es sólo una imagen elocuente, ya que el
único mérito del sacrificio subsistiría en la aceptación divina. La
sangre de Cristo «purifica nuestra conciencia de las obras muertas»
(9, 14). La misma sangre, Cristo en su crucifixión, es la que da
a nuestras almas aqueUa blancura. La víctima, que es la causa de
nuestra purificación, está siempre personalmente presente y no sólo
al obtenemos el perdón. San Pedro nos habla también de «'la as-
persión que nosotros recibimos» (l Petr 1, 2).
Cierto que la epístola no conoce un nuevo sacrificio ni una per-
petuación de la ofrenda en su devenir, pues el movimiento sacrificiai
remató para siempre en el tabernáculo del Padre. Sin embargo,
hay que conciliar la unicidad del sacrificio con la afirmación de
su continuidad; esta exigencia sólo puede satisfacerla la perma-
nencia de la ofrenda de 'la cruz, mantenida siempre actual por la
aceptación eterna por parte de Dios. La glorificación, por la que
Dios recibe la víctima, es una acción de divina plenitud, y por
tanto de eterna actualidad. Tiene lugar en el in'stantc de la muerte
- primero en cuanto al alma; seguidamente el cuerpo cs arrastrado
a esta plenitud - y mantiene así para siempre a Cristo en la cum-
bre de esta ofrenda. Si el sacrificio de Cristo, cn su devenir, se
inserta en la historia terrestre, en su perfección, allí donde es
verdadero, es celestia'1y eterno. Cristo fue dCiuna ve'z para siempre
de este mundo al Padre, pero el encuentro con Él, la entrada en
62. EI lb '!w o:·LtJ..C('t~ de 10, 19 no significa cosa distinta de OLa o::ttJ,O':1'o,; de 9, 12;
d. 9, 25. La instrumentalidad de la sangre y, por lo tanto, de Cristo en su estado de
vÍdtima está también expresada en 9, 14; 12, 24; 13, 12.
comunlon divina, que según la epístola constituye la verdad del
sacriJicio, es eterna 63.
La gloria inaugura una fase nueva en el sacerdocio de Jesús:
fasc terminal y de plenitud. La actividad terrestre era un esfuerzo
hacia Dios en el dolor del renunciamiento; fue inaugurada al venir
.1csús al mundo: «Entrando en este mundo dijo: No quisiste sa-
criJicios ni oblaciones, pero me preparaste un cuerpo ... Entonces
yo dije: Heme aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad»
( 10, 5 s). La fase final comienza y acaba en el preciso momento
de la consumación del sacrificio. Cristo se queda en el punto cul-
minante de su función sacerdotal; la ofrenda de la muerte se
ctcrniza en la aceptación divinizante que la corona. En adelante
el sacerdocio de Cristo está «cumplido». Jesús ya no está de pie,
en posición de esfuerzo, sino sentado, porque ha llegado a su tér-
mino. Su sesión al lado del Padre es la actitud característica del
sacerdote celestial. A pesar de la desbordante actividad, su sacer-
dacio está en reposo; es el paroxismo tranquilo de la perfección.
1. Muchos prefieren traducir: «El reino ha llegado», porque el empleo del perfecto
(i¡YYLl<ev) indica que el movimiento de acercamiento es ya un hecho del pasado. Cf. LA-
GRANGE,Saint Marc, París '1920, p. 16: P. JOÜON, L'Évangile de Jésus·Christ, París 1930,
p. 10. Cierto que se ha verificado ya el movimiento de acercamiento; sin embargo, la
venida del reino se halla todavía en el mero estadio de la proximidad, que no pueden rebasar
las palabras I:yyú~ y l:yy'l;«v. El reino se halla a una proximidad palpable, pero no ha
lIe¡::ado (cf. Rom 13, 12; Phil 4, S). Las dos palabras «caracterizan la proximidad inme-
diata del milagro de la venida»; «pertenecen a la familia de las palabras sagradas» de la
esperanza mesiánica, PREISKER, Th W. N. T., t. II, p. 330-332.
reino sin que haya habido posibilidad de prever y contemplar su
venida 2.
En la persona de Jesús estan contenidaJsesta preseno~a radical.
esta esperanza, y en eUa se manifeistará súbitamente el reino. En
Jesús obra ya el Espíritu por el que el reino de: Dios se impone al
mundo (Le 11, 20). El reino esta como encarnado en Cristo, S su
suerte está ligada a la de Jesús. Llega al mismo tiempo que: Cristo
(Me 11, 10). Quien ve: llegar al Hijo del hombre asiste a la venida
del reino (d. Mt 16, 28; Me 9, 1, 1. gr.). Ambas expresiones,
Cristo y reino, parecen intercambiables (cf. Mt 19, 29; Le 18, 29).
Entramos en uno siguiendo las huellas del otro 3, y el que es recha-
zado lejos de Cristo, por el mismo hecho queda expulsado del
reino (Mt 25, 34. 41). «Los más pequeños» del reino son identi-
ficados con Jesús,. ya que Él es el reino completo 4.
Así pues, la venida terrestre de Jesús no era todavía un adve-
nimiento regio,. y por eso el reino continuaba siendo un germen y
una esperanza. En el pensamiento de los apóstoles, la inauguración
del reino exigía una glorificación de su Maestro: «Haz que nos
sentemos a tu derecha y a tu izquierda en tu gloria», les hace decir
san Marcos (10, 37); «en tu reino», escribe san Mateo (20,
21). Para ellos el reino de Dios era aquella época de gloria que
anunciaban los profe:tas y que: traía preocupados sus espíritus, así
como el de los otros judíos. Por eso los privilegiados del «monte
santo», que contemplaron a Cristo transfigurado en «la gloria mag-
nífica» (2 Petr 1, 17 s), creyeron que: había llegado el momento.
Sólo les quedaba una duda: ¿cómo, concordar las enseñanzas de
los escribas sobre la vuelta previa de Elías con el establecimiento
inmediato del reino? En este círculo de ideas penetra Jesús al
hablarIes de su muerte. La inauguración del reino que vosotros
2. De este texto, discutidísimo, pueden retenerse dos traducciones (eL A. FEUJ LLEr,
La vewue du regne de Dieu et du Fils de l'ho",,,,e, «Rech. Sc. Rel.» 35 [19~H] 5~5·5~8):
«El reino está en medio de vosotros» y «el reino estará [s{lbitUIllCtltd lm ntt":dio de V(}S~
otros». La primera tiene en su favor el texto griego (&o'l"(v); la HCI{1I1Hla lo JlllHlIJlor alto
ateniéndose a una posible interpretación del original aramco, donde el ver1>o auxiliar puede
ha¡berse omitido.
I La primera traducción permite varias explicaciones: o 1Jil~tl la preseneia del reino es
inmanente al pueblo de Israel, tronco del reino mc:·;i{lIlico (LagTullRc, Kl1abenhauer,
L. Marchal), o esta presencia está contenida en la per¡,¡olla (le ]C.,¡¡'IS (FEUILLET) o.c.,
página 547, n. 2; E. STAUFFER, Die Theoloqia <ir., N.T., lJ. !(3). Esta sCl{uuda explica-
ción nos parece preferible. Sin embargo, en contra de los autores que la patrocinan, creemos
que dicha presencia, aunque ya operante (Le 11, 20), espera aún su revelación, pues el
contexto nos habla de un reino venidero.
3. Cf. K.L. SCHMIT, Th W. N. T., 1, p. 590 s. A. FEUII.LET, OlJ. cit., p. 549.
4. ORÍGENES dice con razón que Cristo mismo es el rciuo ("'U'l"O~"''''AEl",) (In Matth.
trae!. 14; PG 13, 1197). Antes de él había escrito Marción: «Evangelii in quo est Dei
regnum Christus ipse» (cf. TERTULIANO, Adv. Marcione", IV, 33; PL 2, 441).
esperáis proxlma y fulgurante irá precedida de la más profunda
humillación. La entrada en la gloria se cumplirá en la resurrección
de entre lo's muertos (Mt 17, 9-13).
Si Jesús no se pone de acuerdo con sus discípulos sobre las
modalidades de su advenimiento, por lo menos comparte con ellos
su espera. En el momento de emprender por última vez la subida
a Jerusalén, cuando a su alrededor hablan de la próxima venida
del reino, Él se compara con un príncipe noble que va a recibir la
inve'stidura de la realeza (Lc 19,. 11 s). Este reino del que es rey
no está fundado todavía. Cuando más tarde diga: «¿No fue preciso
que Cristo padeciera esto para entrar en tu gloria?» (Lc 24, 26),
creeremos escuchar un eco de la expresión tan frecuente de la
entrada en el reino, el eco y la realización de una espera.
La implatación del reino supone un despliegue de poder. Por
eso 'la expulsión de los demonios por la fuerza divina testifica
ciertamente una venida del reino (Le 11, 20). Pero más tarde será
la verdadera venida en poder: «Hay algunos de los aquí presentes
que no conocerán la muerte hasta que vean venir en poder el reino
de Dios» (Me 9, 1). El reino no llegará con más poder que al pre-
sente: «vendrá», sin más, con la ostentación y el poder que carac-
teriza «la venida».
Ante sus jueces Jesús anuncia la inminente realización de la
profecía de Daniel (c. 7). En lo sucesivo verán al Hijo del hombre
venir sobre las nubes del cielo (Mt 26, 64). El profeta había descrito
la fundación de un reino al mismo tiempo que la consagración de
una realeza. Después de pasar por la escena del mundo cuatro
imperios terrenos, cuyos rasgos característicos y destino efímero
se presentan bajo el símbolo de cuatro animales, aparece como un
hijo de hombre sobre las nubes del cielo. En este ser celestial se
inaugura el reino de lo alto; desde su advenimiento, «el reino y el
dominio y la grandeza de los reinos» se dan «al pueblo de los
santos». En el pensamiento del autor, el Hijo del hombre y el pue-
blo de los santos están tan ligados y se beneficiantan indivisiblemente
de una misma realeza,. que en la explicación del símbolo (v. 18-27)
no se los distingue, insistiéndose solamente en la comunidad de
los santos.
Al explicar esta visión ante las miradas de los jueces, Jesús
anuncia con su próxima glorificación la inauguración del reino. Sin
duda el contexto evangélico pone más de relieve la significación
individual del Hijo del hombre; sin embargo, esta venida debe ser
interpretada como el advenimiento del reino al mismo tiempo que de
la realeza. El texto, en cuanto al' sentido, no niega la referencia
formal a Daniel. «¿Eres tú el Mesí~s?», habían preguntado. Sí,
responde Jesús, y he aquí que mi reino comienza 5.
Todos estos textos suponen la idea de un reino encarnado en la
persona de Jesús, que 'se manifiesta en la venida triunfal de Cristo.
Reino mesiánico y mesianidad van a la par; el reino se inaugura
en el instante en que Jesús comienza a ejercer su poder mesiánico.
Una sombría parábola pronunciada días antes de la muerte, la
parábola de los viñadores que introduce la de la piedra angular,
coloca la inauguración del reino en la glorificación de Jesús.
Habiendo contado la suerte que corrió el hijo del dueño a mano's
de los viñadores, Jesús preguntó: «¿Qué hará, pues, el amo de la
viña con aquellos viñadores?» (Mt 21, 40). Los oyentes respondie-
ron: «Hará perecer con mala muerte a los malvados y arrendará
la viña a otros viñadores.» Y Jesús concluye: «Por eso se o's qui-
tará el reino, y será entregado a un pueblo que produzca sus frutos.»
El reino de los cielos, implantado en la tierra en el momento en que
Jesús habla, no es todavía más que la teocracia de Israel regida
por los sacerdotes y los escribas.
Deseoso de informar a sus contradictores sobre la suerte del
hijo muerto, Jesús cierra la parábola de la viña y abre la nueva
alegoría de la piedra angular. Entonces, «fijando en ellos su mi-
rada, Jesús les dijo: ¿Pues qué significa aquello que está escrito:
La piedra que reprobaron los edificadores, ésa ha venido a ser
piedra angular?» (Le 20, 17).
La segunda imagen comienza donde había terminado la pri-
mera, en la repulsa del hijo. Los constructores de la casa,. al escoger
sus materiales, habían rechazado una piedra juzgándola inepta. Dios
la recoge y hace: de ella «la piedra angular» de su casa.
Hay ahí algo más que un símbolo de la resurrección. Jesús
anuncia el reino fundado en la muerte e inaugurado en la resurrec-
ción. La imagen de la casa nos habla de una comunidad nacional,
y la de la piedra del puesto que en ella ocupa el hijo, rechazado por
los hombres y después elegido por Dios. En la primera parábola los
5. Para apreciar el alcance' ec1esiológico de Dan 7 léase F. KA'J"I'Jo:NIIUSCII,Da Qnel/ort
der Kirchenidee, en Festgabe fÜr A. Harnack, Tuhinga 1921, p. 143.172; Y. CaNGAR, Es-
quisses du mystere de I'Église, París '1953, p. 13 Si O. CUJ.l.MANN, Kiini¡IShcITschaft Christi
und Kirche im N.fr., Zurich 1941, p. 37 s. K. L. SCIlMI'l', Th. W. N. T., I11, p. 525. El
alcance ec1esiológico de la respuesta de Jesíts. lo pone de relieve A. VEUILLET, Le triomphe
eschafologique de Jésus d'apres quelque's te.1;t'es des évangiles, «Nouv. Rev. Théol.» 71
(1949) 818. Hay exegetas actuales que en «el pueblo de los santos» ven las milicias angé-
licas. El reino de Dios, aun abarcando a los israelitas fieles, sería, pues, presentado bajo
su aspecto celestial. Cf. J. COPPENS·L. DEQuEKER, Le Fils de I'hom11te et les Saints du
Tres·Hallt en Dan VII, Brujas 1961.
viñadores habían tramado: «Éste es el heredero; ea, matémosle
y será nuestra la heredad.» En antítesis con la primera, la segun-
da parábola quiere enseñamos por qué vicisitudes pasó el Hijo
para llegar a la función de heredero del reino que le negaron los
judíos.
La víspera de su muerte, Jesús, «sentándose a la mesa con sus
apóstoles, les dijo: Ardientemente he deseado comer esta pascua
con vosotros antes de padecer; porque os digo que no la comeré
más hasta que se vea cumplida en el reino de Dios. Tomando luego
el cáliz, dio gracias y dijo: Tomadlo y distribuidlo entre vosotros;
porque os digo que desde ahora no beberé del fruto de la vid hasta
que llegue el reino de Dios» (Lc 22, 14-18) 6.
Por consiguiente,. hasta que llegue ese día es una realidad futura
el reino de Dios; Jesús anuncia su venida (v. 18), y quedan en
vigor las instituciones prefigurativas (v. 16). Pero desde ahora Je-
sús no comerá más esta pascua antes de su realización en el reino;
no beberá más vino hasta el advenimiento del reino. El reino está
·'a:l alcance de Ta mano; aún nunca Jesús lo había anunciado tan
próximo. Desp~dee~ antiguo rito pascual que debe Iser «cumplido»
por unJa rea:l'idad nue~aen e:l reino que llega.
Mateo (26, 29) Y Marco's (14,. 25) fijan el reino de Dios en la
lejanía escatológica; el «vino nuevo» que allí se bebe evoca una
bebida que embriaga a los convidados de una mesa misteriosa. Pero
san Lucasretoca este texto; suprime larnisteriosa bebida nueva con
el fin de situar el reino en una proximidad inmediata, y se contenta
con afirmar que Jesús gusta por última vez el vino antes de la venida
del reino. J e1súscomió de nuevo con sus discípulos (Lc 24,. 30.42 s;
Act 1, 4) Y bebió con ellos (Act 10, 14); Lucas es el único que men-
ciona con insistencia estas comidas. «En la medida en que el evan-
gelista deja entender que Jesús comerá y beberá de nuevo» cuando
haya venido el reino, «piensa (quizá) sencillamente en las comidas
que habían de tener lugar después de la resurrección» 7. Así pues,
cuando Jesús se muestre de nuevo a los suyos, ya estará inaugurado
el reino.
6. Estas palabras, que según san Lucas precedieron a la eucaristía, las traen los
otros sinópticos, después de la instuticióu, redactadas en esta forma: «En verdad os digo
'1ne ya no beberé del fruto de la vid hasta aquel día en que 10 beba nuevo en el reino
<1e1lios» (Mc 14, 25 par).
El tercer evangelio las coloca en su marco natural, al fin de la comida del cordero pas~
ella 1 y antes de la institución de la eucaristía. Jl<Iarcos y Mate" resumen la historia de la
eella y la relatan según la tradición de la liturgia primitiva. Como en la liturgia no hay
lllÚS que un cáliz, después de éste se sitúan las palabras pronunciadas en realidad después
del t'1ltimo cáliz de la comida pascual y antes de la institución de la eucaristía.
7. P. BENOIT, o.c., p. 389.
En este evangelio, el anuncio del festín en el reino prepara e
introduce el relato de la institución etlcarística. Sacramento y reino
se sitúan así en la continuidad de una misma perspectiva, iluminán-
dose mutuamente, revelándose el uno en el otro. La eucaristía apa-
rece como la realización inicial, misteriosa, de lo que el reino será en
plenitud. Así se comprende el retraso del advenimiento del reino
hasta ese día, así como su proximidad, puesto que e,l reino>es a
imagen del banquete eucarístico, el cual es el banquete de comunión
con Cristo en su sacrificio.
IsaÍas (25, 6 s) había evocado para «aquel día» un opulento
festín de las naciones en el monte de Sión. Para describir el reino,
ningún símbolo gozaba de más favor en la literatura rabínica que
el del banquete, Jesús 10 usó bajo las formas. más diversas 8; a él
recurre en este momento supremo: «Ya no beberé de:! fruto de la
vid hasta el día en que beba con vosotros el vino nuevo en el reino
de mi Padre» (Mt, Mc) 9.
Sin duda Jesús no identifica en términos expresos el reino con
este alegre banquete. Pero una comida celebrada en el reino no
puede ser otra cosa que aquella de la cual a menudo habló Je'sús, y
que es el reino mismo.
A pesar de la perspectiva escatológíca que abre este logion, el
banquete no se ha diferido para una fecha lejana; Jesús 10 sitúa
en el misterio, puede inaugurarse sin tardar. Por eso Lucas se permite
interpretar este reino de la Iglesia terrestre y reúne aquí las direc-
trices dadas a aquellos que Jesús pone al frente de la Iglesia, di-
rectrices que se perfilan con estas palabras: «Yo dispongo del reino
en favor VUeI8tro,coll1lolm~ Padre ha dispuesto de él en favor mío,
para que comáis y bebáis a mi melsaen IIJJiJ reino» (Le 22, 24-30).
Ahora bien, Jesús da a esta imagen una profundidad inesperada:
el banquete mesiánico es una comida pascual: «No comeré más esta
pascua hasta que se vea cumplida en el reino de Dios» (Lc 22, 16).
El pueblo del AT se agrupaba en la comunión sacrificial del
cordero pascua!, 'Símbolo de la comunidad nacional, vínculo de su
unidad y expresión de su carácter sagrado (cf. Ex 12, 43-49). El
reino estará formado a su vez por los comensales de una mesa sa-
grada, por el conjunto de los que han de comulgar con Jesús en el
verdadero sacrificio del cordero.
8. Mt 5, 6; 8, 11; 22, 1 ss; 25,10; 26, 29 par.; Lc 12, 37; 16,23; 22, 15-18; 22, 29 s.
9. He ahí la formulación original de las palabras de Jesús. Se comprende por qué Lucas
las modíficó. Cf. P. BENOIT, Le réeit de la e<>nedans Le 22, 15-20, «R.B.» 48 (1939)
p. 388 s.
Para los antiguos, imbuidos de la mística del manjar tomado
en común alrededor de la mesa divina, la imagen era conmovedora;
hablaba de la intimidad con Dios, de la inquebrantable fraternidad
de los comensales sellada con el alimento sagrado. En cuanto ban-
quete pascual, hablaba de gozosa liberación y de tierra de la que
mana leche y miel.
El banquete pascual supone la inmolación del cordero. En san
Lucas, donde el anuncio de la pascua «cumplida» debe introducir
la institución de la eucaristía, Jesús se muestra como la víctima
«entregada por norsotros». Siendo alimento del banquete, será tam-
bién Él mismo comensal de la pascua cumplida (22, 16), comerá
y beberá con alegría en la mesa de su propio sacrificio. Los discípu-
los comerán y beberán en torno suyo, al mismo tiempo que iÉl, con
la alegría de la liberación pascual alimentándose de Él. El pueblo
del reino queda constituido por el conjunto de los que comulgan
la verdadera pascua.
En la primera serie de textos aducidos, el reino sólo esperaba
para nacer la glorificación de Cristo, siendo la muerte su condición.
Aquí la muerte misma entra en el misterio del reino y, sin embargo,
este reino se desarrolla en la gloria, pues el banquete del cordero
inmolado se celebra con la alegría del vino nuevo, y el Salvador
participa en él más allá de su muerte. Aquí, más que en ninguna
otra parte, el reino se halla identificado con Cristo; los discípulos
penetran en él tomando parte en el banquete en que Jesús se da a
ellos mediante inmolación y su gloria.
Los textos que fijan la inauguración del reino en la glorificación
de Jesús presentan el reino como una realidad de lo alto, al nivel
de Dios, sobre las nubes del cielo. Pero la historia de este reino
tiene una fase previa, terrestre; en ella 'se encuentra sometido a una
organización humana y gobernado por los intendentes del Maestro,
por Pedro y los demás apóstoles, «encargados de su servidumbre
para distribuirle a su tiempo la ración de trigo» (Lc 12,.41-46). El
evangelio de Mateo llama a la Iglesia el reino todavía detenido en esta
fase (cf. 16, 18 Y 16, 19). La Iglesia" aunque humanamente terres-
tre, eS consiguientemente reino de los cielos, una realidad de arriba
presente en la existencia de aquí abajo IU.
Aún bajo esa forma terrestre, el reino no estaba todavía cons-
tituido antes de la muerte de Jesús. En Cesarea de Filipo, Jesús
¡¡cación. eL las parábolas de la cizaña, del trigo que crece por sí mismo, de la red ...
promete a Pedro edificar sobre él su Iglesia y confiarle sus llaves.
Era un anuncio y una promesa; más tarde vendría la edificación y
entrega. El evangelista hace notar (v. 21 s) que a partir de este mo-
mento Jesús comenzó a predecir su muerte necesaria y su resurrec-
ción. Coincidencia de dos profecías que merece subrayar se.
La inauguración del reino no precede, pues, a la muerte de Jesús,
antes se identifica con su entrada en la gloria. La crisis mesiánica,
de la que debe surgir el reino, estalla y se resuelve en Cristo. El
reino comienza en Él.
22. El versículo siguiente habla del grano que lleva mucho fruto; se introduce con las
palabras: «En verdad, en verdad.» Ahora bien, esta fórmula enlaza siempre con lo que
precede. La gloria de Jesús consiste por tanto en llevar fruto. Cf. W. THÜSING, o.c .•
1'. 101-107.
23. Cf. C.K. BARRETT, The Cospel acwrding to S. John, Londres 1955, ad I.\V. THÜ-
};IN(;, O.C., p. 103, K.H. SCHELKLE, o.c., p. 179.
:~4. Según san MÁXIMO DE TURÍN, la carne de Cristo florece de nuevo en la resurrec~
,,¡bu y prodllce frutos (Hom. 60, De Ascensione Domini; PL 57, 369).
cS. ef. F. MUSSNER, Zw1¡, Munich 1952, p. 107.
de la preciosa semilla. Muchos milagros son una ilustración de su
enseñanza verbal. Jesús multiplica los panes y anuncia que distri-
buirá un pan celestial; camina sobre' las aguas demostrando la
maravillosa naturaleza de su cuerpo, que será dado en alimento.
Se llama luz y da la vista a un ciego; se proclama la resurrección
y devuelve la vida a Lázaro.
La historia de la pasión sobre todo abunda en circunstancias
dispuestas por Dios para esclarecerla. San Juan, más que los otros,
era sensible a este simbolismo. Cuando Judas abandonó la estancia
«era de noche». Cristo, inocente, es condenado; Barrabás es puesto
en libe'rtad. Jesús es conducido fuera de la puerta de la ciudad;
Simón ha de llevar la cruz en pos de Jesús. A cada lado crucifican
a unos malhechores. Uno de los ladrones entra en el reino, el otro
se obstina en quedar a la puerta. Los huesos del Cordero no se
quebrantan. Una lanzada hace saltar de su costado sangre yagua.
En el templo de los judíos, el velo se desgarra. Cada uno de estos
hechos oculta un misterio, y los autores del NT muestran más de
una vez que su simbolismo les ha llamado la atención (Le 20, 15; ",
Hebr 13, 12; Ioh 19, 35 s; 1 Ioh 5, 7 s; Hber lO, 20; d. Mt 16, 24).
Ni siquiera las coincidencias cronológicas dejan de tener su sig-
nificado. Es difícil dudar que, según los sinópticos, comiera Jesús la
pascua con sus discípulos antes de su pasión; pero según san Juan,
las sacerdotels no inmolaron el co1rderopruscuallsinÜ'al mometrlío de
la muerte de Cristo. Estos dato's aparentemente contradictorios se
explican quizá por una divergencia de cómputo que dividía a la
nación a propósito de la fecha de la pascua; casos semejantes ates-
tados por la literatura rabínica hacen plausible esta explicación.
Gracias a esta doble coincidencia con los ritos de la pascua,. la euca-
ristía,. y con ella el entero festín mesiánico, son caracterizados como
un festín sacrificial, pascual, y la muerte de Cristo aparece como el
sacrificio del verdadero cordero.
Esta inserción de los actos redentores hasta en la cronología
de los ritos típicos ¿no nos invita a buscar una razón tipológica
en el hecho de que Jesús resucitara al tercer día? A los ojos de un
oriental, Ila realidad de la muerte no podía ya ponerse en duda al
cabo de tres días 26. Pero con la elección del tercer 27 día se quería
quizá sobre todo ilustrar el misterio de la resurrección redentora,
26. Cf. STRACK~BILL.ERBECKJ Kommentar Cllm N.T. alts Tal1'nud 'u.nd Midrasch, t. II,
p. 544.
27. A veces se lo explica por Os 6, 2. Basúndose en este texto pensaban algunos rabinos
que la resurrección de los muertos tendría lugar el tercer día después del fin del mundo.
Cf. STRACK-BILLERBECK, o.c., t. 1, p. 747.
como la coincidencia con la inmolación de los corderos había ilus-
trado el misterio de la muerte.
La cebada maduraba alrededor de la pascua. Después de la
fiesta, «al día siguiente del 'sábado», ilos hijos de Israel debían
llevar la primera gavilla como sacrificio a Yahveh (Lev 23, 10-14).
Desde entonces quedaba abierta la siega. Por lo tanto, aquel
domingo que siguió a la muerte de Jesús, muy temprano, los sacer-
dotes ofrecieron a Dios las primicias recogidas al otro lado del
Cedrón. La misma mañana resucitó Jesús, primera gavilla de otra
siega. San Pablo establece delicadamente esta relación (1 Cor 15,
20) 28. La comparación del grano que se transforma en espiga se
realiza ya,. y desde ahora queda abierta la siega. La primera gavilla
es consagrada en el fuego, y toda la siega será santa (Rom 1, 16) 29;
el pueblo nuevo es una realidad cultual, consagrada en el fuego
del Bspíritu.
La coincidencia de la resurrección con el primer día de la se-
mana tampoco carece de misterio si creemos al Apocalipsis. La
historia cristiana que nos cuenta empieza un domingo (1, 10) con
la aparición de Cristo resucitado, para desarrollarse a través de un
ciclo septenario y terminar en un reposo sabático sin fin. En este
primer día de la semana comienza la historia de la nueva creación so.
36. En este texto san Pablo no atribuye explícitamente a Cristo exaltado más que la
paternidad de la Iglesia gloriosa. Pero en las grandes epístolas consta que la Iglesia vive
desde ahora de Cristo resucitado, y para las epístolas de la cautividad la Iglesia es desde
ahora gloriosa, una asamblea de resucitados.
Sólo un literalismo estrecho y arbitrario podría negar a la Iglesia de la tierra recouo-
1·(·l·.'il~ en la imagen del hombre celestial. Según una tradición textual, reconocida como la
Illejor fundada por la mayoría de los críticos (Tischendorf, Westcott-Hort, Soden, Nestle,
Vog't'1s), san Pablo mismo pasa de la imagen perfecta que llevará el fiel en su resurrec-
ci{lll, a la imagen todavía imperfecta que lleva desde ahora: «Así como llevamos [pretérito]
(hahi{'Il(lonos por tanto despojado ya de ella inicialmente] la imagen del terreno, así llevamos
[(1c;;<1e ahora] la imagen del celestial» (1 Cor 15, 49).
que el primer eslabón de las generaciones que desembocan en nos-
otros; vivió su propia vida, pues sólo era «un alma viviente». «El
hombre del cielo» es «un espíritu vivificante» que nos engendra
animándonos con su propia vida.
En la humanidad antigua, Dio's se había escogido un pueblo de
santos, esbozo de la Iglesia, cuya constitución se mantenía en la
esfera adámica, realidad terrena y carnal. Una señal de la misma
natUlr'akza en la carne aUl~enticabaia pertenencia a aque~ pueblo.
Dios marca al pueblo nuevo con una circuncisión,. pero de Cristo y
no ya de Moisés: «En Él fuisteis circuncidados con una circun-
cisión no de mano de hombre, no por la amputación de la carne,
sino por la circuncisión de Cristo. Con Él fuisteis sepultados en el
bautismo, y en !Él asimismo fuisteis resucitados por la fe en el poder
de Dios,. que le resucitó de entre los muertos. Y a vosotros, que
estabais muertos por vuestros pecados y por el prepucio de vue,stra
carne, os vivificó con Él, perdonándoos todos vuestros delitos»
(Col 2,. 11-13).
La expres'ión «en Él>}induce a pensar que el sello de pertenen-
cia! al pueblo nuevo se imprime en el fiel por una participación en
la vida resucitada de Cristo 37. Esta circuncisión no es solamente
una ligera incisión de la carne, sino «la amputación de la carne».
La operación se efectúa en el bautismo que nos introduce en la
muerte y resurrección del Salvador. Por la amputación de la carne
participamos en la muerte de Cristo,. y con todo esta destrucción dcl
ser carnal es el efecto de la unión con la vida del Salvador : ({y a
vosotros, que estabais muertos ... por el prepucio de vuestra carne
- símbolo del estado carnal- Dios os vivificó con Cristo.» Antcs
de resucitar con Cristo, estaban incircuncisos en la carne y por csto
muertos. La «circuncisión de Cristo», impresa en nosotros por tina
participación en la resurrección de Cristo,. puso fin a la carne.
La antítesis de los dos Adancs sitúa a Cristo, resucitado a la
cabeza de una nueva raza de hombres. El contraste de ambas
circuncisiones opone esa humanidad cristiana al pucblo de Dios
reunido en torno al tabernáculo y hace brotar dc él cl carácter
eclesial. Bajo este doble aspecto, la Iglesia depende de la resurrec-
ción en la que Cristo, primer hombre de la nueva creación, recibió
la vida celestial con la muerte de su carne,.la circuncisión del Es-
37. Por otra parte, el contexto anterior 110S sitúa en el amhiente de esta vida gloriosa;
el v. 9 habla de la plenitud de la divinidad habitando cOl'poralmente en Cristo y comuni-
cándose a nosotros, y el v. 10 evoca el señorío soberano de Jesús. Pues en el Cristo de
vida plena «habéis sido circuncidados».
píritu Santo, y vino a ser padre de una r'aza nueva, ia cabeza del
nuevo pueblo de Dios.
:1~, J. HUBv, Premiere ÉJfitre aux Corinthiens, París 1946, p. 287: «La palabra Cris-
to ... sig-nifica siempre el Cristo individual.»
:1'), Para una justificación de esta traducción cf. L. CERFAUX, La théologie de I'Église
los cristianos son bautizados en Cristo y que se revisten de ese
Cristo (Rom 6, 3; Ga:l 3, 27); aquí se dice que soo bautizados en
(= para formar parte de) un solo cuerpo, en un cuerpo que pre-
existe al bautismo y que no es sino el cuerpo de Cristo (v. 27),
Cristo mismo (v. 12). En este único Espíritu (v. 13), por el que
es vivificado el cuerpo de Cristo, vienen a ser ese cuerpo mismo
(unidos e identificados con él) y - cada uno en particular - sus
miembros (v. 27). De ahí la definición: «La Iglesia que es su cuer-
po» (Eph 1, 23; Col 1,. 18. 24).
En nuestros días, llamamos a la Iglesia cuerpo místico de Cristo,
y para algunos la expresión no designa más que un grupo social
cuya organización y unidad son similares a las de un cuerpo·y cuya
cabeza es Cristo.
El pensamiento del apóstol es más realista. No compara la Igle-
sia con un cuerpo, no dice solamente que es cuerpo, sino el cuerpo
de Cristo, identificándolo, por encima de toda metáfora, con el
cuerpo físico del Salvador 40. La Iglesia es el cuerpo de Cristo por
estar unida en todos sus fieles al cuerpo resucitado de su Sal-
vador41•
suivant saint Paul, p. 217-220; Le Christ dans la Théologie de saint Paul, p. 253-255.
J. HAVET, Christ collectif ou Christ individueI en 1 Cor, 12, 12 t, «Eph. TheoI. Lov.» 23
(1947) 499-520. W. GOOSSENS, L'Église corps du Christ, París 1949, p. 42, 67.
40. E. PERCY, Der Leib Christi in den pautinischen Homologoumena und Antilegomena,
Lund 1942, p. 5: «Cuando se habla del cuerpo de alguien, sea en griego, sea en una
lengua moderna, no se puede tratar sino de su propio cuerpo.» En sentido contrario, por lo
que se refiere al griego, cf. J. DUPONT, Gnosis, Lovaina 1949, p. 450. Según este autor, el
soma (cuerpo) paulino hay que entenderlo a la luz del estoicismo, donde el soma tle,igtla
ya al universo, ya a la sociedad humana, tomados en su conjunto y considerado~ COIllO
formando un todo (p. 431). San Pablo hablaría de la Iglesia cuerpo de CríRto, COl1l0 S ,:-
NECA escribía a Nerón (De clern. 1, 5, 1): «Animus. reipublicae tu es, iHa. corpus tulllll»
(p. 442).
Quizás el apóstol encontró en la terminología estoica la expresión de su pCI1SllmiCtllll,
pero ciertamente está basado en un dato cristiano anterior a san Pablo, esto es, una co·
munión de los fieles con su Salvador, cuya revelación recibió el apóstol ('tJ el efllllillO de
Damasco. Entre los primeros cristianos, la experiencia de la unida(l es fUlIci6n no dt~ la Ol'~
ganización social de la Iglesia, sino de la presencia de Cristo en la I~desia, hecha ,',wllsilJle
sobre todo en <<la fracción del pan y en la oración» (Act 2, 42).
San Pablo se queda en esta línea, basando la unidad cristiana ('11 la l1T1iri¡JfUI del pan
eucaristico (l Cor 10, 17). Textos como 1 Cor 6, 15-17; 10, 17; 1<:"h 2, Ir; d"h"n "om-
prenderse con un realismo del que no parece ofrecer' analog-fus la litcl'atlll'a t'Hloiea.
41. Esta interpretación del «cuerpo de Cristo» que es la Il{lc:->ia,es la de Jos antiguos.
Cf. san CIRILÜ DE ALEJANDRfA, In loh 11, 11, P'G 74, 5ÓO: Nosolros SOlIl0.'i \1tl cuerpo
«porque él nos ha incorporado a un cuerpo, evi(lcnlclllcnlt' el SI1,YO, CfllllO eOl1corporales».
A la luz de una teología de la muerte y (le la l'tStllTceei{lIlt <.'11 la (ll1e In salud aparece
realizada en el solo cuerpo de Cristo, y luego eu la Iglesia vtnida a ser ,su cuerpo, se
impone a la mente esta interpretación.
Rehabilitada entre los exegetaS' por E. ·PEI{CY y 1,. CmtFAUX, o.c., es admitida incluso
por autores que la habían impugnado en un principio, cL RJI. (1947) 150-152 Y (1948)
618 s. Parece ya adquirida entre los autores mús recientes. Cf. J, I-IAvET, La doctrine pau~
linienne du «corps du Christ», essai de mise au point, en Littérablre et théologie paulinien-
ne, Desclée de Br. 1960, p. 185-216. J. A. T. ROBINSON, The Body, Londres 1952. J. REUSS,
Die Kirche als Leib Christi und die Herk"nft dieser VorsteU"ng ... «Bib. Zt.» (1958)
La nOClOnpaulina no se ajusta exactamente a nuestra concep-
ción del cuerpo. Por una intuición más comprensiva de la natu-
raleza humana, la mentalidad semítica no separaba el cuerpo del
principio que lo anima y que se mánifiesta en él. San Pablo puede,
por lo tanto, cambiar el término «cuerpo» por un pronombre per-
sonal 12, puesto que la significación de la palabra se extiende a
toda la persona humana: «Los maridos deben amar a sus mujeres
como a su propio cuerpo. El que ama a 'su mujer" a sí mismo se
ama» (Eph 5, 28). La pertenencia al cuerpo de Cristo es, pues,
sinónimo de pertenencia a Cristo mismo 43. El acento, sin embargo,
no se desplaza del elemento material; el cuerpo visual se extiende
más allá del cuerpo en su materialidad, pero sólo en la perspectiva
de tal cuerpo. El cuerpo puede designar al hombre entero, pero
estando presente el 'ser humano y manifestándose en su corporeidad.
«La Iglesia es el cuerpo de Cristo, es decir, el ser corporal de
Cristo, Cristo mismo, existiendo corporalmente» 44. Ser cuerpo
de Cristo equivale, pues, a estar «en Cristo», pero en un Cristo
corporal 45. Recíprocamente, estar en Cristo es pertenecer a su cuerpo.
La unión de la Iglesia con el cuerpo de Cristo proporciona al
apóstol motivo para una exhortación sobre el respeto debido a
nuestro cuerpo: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros
de Cristo? ¿Y voy a tomar yo los miembros de Cristo para ha-
cedas miembros de una meretriz? ¡Eso sí que no! ¿No sabéis que
quien se junta con una meretriz se hace un cuerpo con ella? Por-
que está dicho que los dos serán una carne (Gen 2, 24). Pero
el que se une al Señor se hace un Espíritu con Él» (1 Cor 6, 15-17).
Porque considera siempre al hombre en su unidad, el apóstol
puede decir que los cuerpos de los fieles, y no simplemente los
fieles, son los miembros de Cristo. El cristiano es un miembro de
Cristo hasta en su corporeidad, y no cabe duda que en su cor-
103-124. F. AMIOT, Les idées maitresses de sa-int Paul, p. 162 s. P. NEUENZEIT, Das He-
rrenmahl, Munich 1960, p. 201-212. 1. HERMANN, Kyrios und Pneuma, Munich 1961, pá-
ginas 80-84. L. CERFAUX, Le Christ dans la théologie de Paul, p. 265: «Ya que los cris-
tianos dicen relación a un cuerpo humano sagrado, que es para ellos fuente de unidad real,
suprafísica: el cuerpo de Cristo que reciben sacramentalmente en la ecuaristía y con el
cual les relaciona el· bautismo.»
42. 1 Cor 6, 13 s; 2 Cor 4, 10 s; cf. 1 Cor 6, 15; 1 Cor 12, 27. En Rom 6, 6 y
Col 2, 11, el cuerpo de pecado, el cuerpo de carne, es toda nuestra naturaleza corporal,
incluida el alma en cuanto infectada por el pecado y reducida al estado carnal.
43. 1 Cor 12, 13: «Hemos sido bautizados en un cuerpo [el de Cristo].» Gal 3, 27;
«Hemos sido bautizados en Cristo.»
44. L. MALEVEZ, L'Église, corps du Christ, p. 33 .
45. Nos apartamos enteramente de la concepción corriente en estos últimos tiempos,
H'Kt'1n la cual la Iglesia seda el cuerpo de Cristo, por ser eIla un cuerpo animado por
c.·islo. ef. TR. SCHMIDT, Der Leib Christi, Leipzig 1919, p. 142 s. A. W,KENHAUSER. Die
¡{ireltl: "Is mystischer Leib Christi nach dem Apostel Paul"s, Münster en W. 1940, p. 87 s.
poreidad es también evocado Cristo, de quien somos miembros en
nuestros cuerpos. Además, el paralelismo antitético que se desarro-
lla entre las dos uniones, con Cristo -y con la meretriz, exige un
franco realismo en la comprensión del cuerpo de Cristo al que esta-
mos unidos. En las relaciones con la meretriz se trata de una
unión de cuerpo físico con cuerpo físico, y San Pablo le opone
antitéticamente la unión con el cuerpo de Cristo <6. En los dos casos
la unión tiene lugar con un cuerpo y es muy reaL San Pablo con-
cluye: «El que se une al Señor es un espíritu.» La conclusión que
se esperaba es ésta: «El que se une al Señor es un cuerpo con !ÉL»
Pero Cristo es «espíritu», su cuerpo es «espiritual», la unión con
Él es del orden del Pneuma, y los fieles, haciéndose un cuerpo, se
hacen «un espíritu». Por una parte «una sola carne», y en oposi-
ción «un solo espíritu», pero cada vez un solo cuerpo 47.
En la carta a los Efesios (5, 22-23) 48, el apóstol vuelve sobre
los mismos conceptos de la unión, en un cuerpo,. del hombre y la
mujer, de Cristo y la Iglesia. No los presenta ya en antítesis, sino
que los reúne para fundar en ellos su parenesis sobre las relaciones
mutuaiS de 101sesposos crilst,iffil¡()lS:
«Las mujeres ,estén sujetals a 'sus
maridos como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer,
como Cristo es cabeza de la Iglesia, y salvador de su cuerpo»
(v. 22).
La imagen de la cabeza dice pr:e'eminencia y mando; sería
concíl1able con una simple unión moral,. ligando la Iglesia a Cristo
por los lazos sooialles. Pmo' a partir de este principio el pem~a-
miento del apóstol toma una dirección determinada; la unión de
los esposos le parece más que moral, y las relaciones de la Iglesia
con Cristo se enlazan en un mismo cuerpo físico: «Como Cri'sto es
cabeza de la Iglesia, es Salvador del cuerpo.» Aliado da la Iglesia
cuerpo de Cristo, la idea de la esposa cuerpo del marido queda ya
46. L. CERFAUX, La théologie de I'Église ... , p. 223.
47. Parece superfluo precisar que, en el pensamiento del ap6stol, la unión COll el cuc¡-·
po personal de Cristo no pertenece al orden de la carne, no es 11na ll1Ji/m natul'a!. Diftere
de la unión de los miembros con el cuerpo, en la que los miclllhros 110 gozan de Ulla per-
sonalidad propia; difiere de la unión conyugal, que físicamente no es :-;ino Utl Gontneto. Es
de otro orden; la unión es más real y no suprime la ])ersonalidacl illc1ivi<luaJ. 1?crtenece al
orden del «espíritu».
48. La uni6n que identifica a la Iglesia eotl el cuerpo <le Ct"isto COllstituye la base de
la eclesíología de Col y Eph. Cf. A. SCHLlEI<, V. WAI<NACH, lJir Ki,.('/!e im Ephese,.b,.ief,
Münster 1949. P. BEIIOIT, Co,.ps, ti'te et Né1'I1l1lC <l1II!Sles (-¡,¡trrs dr In wptivité, R.B. 63
(1956) 7-22. Sin embargo, en estas epístolas recibe Cristo c,] título de «Cabeza», lo que le
distingue de la Iglesia y por el hecho mismo da al «cuerpo» un significado colectivo mayor
que en las epístolas precedentes. Pero se mantiene la referencia al cuerpo individual de
Cristo, que parece incluso Ser preponderante, eL, por ej., EJlh 2, 16, donde la expresión
«en un cuerpo» es una repetición de «en él» ev.
15) y se enlaza con «en una carne»
(v. 14), que es la de Cristo.
implicada en el razonamiento. El papel de «cabeza» añade a la unión
en un cuerpo la noción de autoridad, en beneficio de Cristo y del
marido.
A los maridos no les recomiencla usar el derecho del mando,
sino su deber de amor y sacrificio. Toma de nuevo el ejemplo de
Cristo y de la Iglesia, recordando la abnegación que el Salvador
llevó hasta la muerte (v. 2:5) y la unión de amor por la cual Él
incorpora la Iglesia a su cuerpo: «Los maridos deben amar a sus
mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer, a sí
mismo se ama, pues nadie aborrece su propia carne, sino que la
alimenta y cuida como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros
de su cuerpo. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre,
y se unirá a su mujer y serán los dos una carne. Gran misterio
éste, pero entendido de Cristo y de la Iglesia» (v. 28-32).
La ternura del hombre para con su mujer brota de la fusión
de los dos seres en un solo cuerpo. El marido debe conservar esa
inclinación de la naturaleza, porque tal amor es cosa santa y, aun-
que nace de la unión de la carne, posee su ejemplar en las alturas
celestiales,.en el Salvador Jesús. Lo mismo que la identificación
de la Iglesia con su propio cuerpo mueve a Cristo a querer a su
esposa, la identificación de la mujer con el cuerpo del marido im-
pone un deber de amor. El rigor del paralelismo exige una inteli-
gencia tan realista como sea posible de la unión de Cristo con la
Iglesia. Con toda evidencia, la analogía de la¡s obligaciones que
resulta de la unión mística y de la unión carnal está fundada sobre
una identificación de dos seres en una misma carne. La intimidad
mística, lo mismo que la de los dos esposos humanos, trae a la
memoria del apóstol el texto del Génesis: «Los dos serán una
carne.»
Cuando disertamos sobre la unión de Cristo y su Iglesia, la
comparación de la unión conyugal nos sirve de punto de partida.
San Pablo procedía al revés: la realidad de la unión de los fieles
con el cuerpo de Cristo y las relaciones morales que de ahí se des-
prenden le ayudaban a poner de relieve el realismo de la unión
conyugal y de sus deberes. Más profunda que 'los desposorios
terrestres es la unión de Cristo y su Iglesia, y más estricta su iden-
tificación en un solo,cuerpo. La unión en la carne no es más que
un reflejo y un signo, la sombra terrena de la realidad celestial y
última,.proyectada hasta lo's orígenes de la humanidad. La promesa
del Génesis - «Ellos dos serán una sola carne» - se ha cumplido
divinamente: Cristo y la Iglesia cohabitan para siempre y están
unidos en un solo cuerpo. «El cuerpo de Cristo es la cámara nupcial
de la Iglesia» 49.
La comunidad cristiana posee un rito que manifiesta y realiza
al mismo tiempo su unión con Cristo en un solo cuerpo, la euca-
ristía: «El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de
la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión
del cuerpo de Cristo?» (1 Cor 10, 16). «Comunión del cuerpo y de
la sangre», fórmula de rica significación. Dice participación en el
cuerpo y en la sangre, comunión con Cristo por el cuerpo y la
sangre; tácitamente se añade la idea de una comunidad entre
nosotros en el cuerpo y la sangre. La presencia del versículo si-
guiente, traído para reforzar el desarrollo principal, no se explica
sino por este matiz del pensamiento: «Porque el panes uno, somos
muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan»
(v. 17).
No somos más que un cuerpo, porque todos comemos el
pan que es el único cuerpo de Cristo, con el cual entramos en
comunión 50. «No sabríamos encontrar otra razón por la que la
Iglesia es llamada cuerpo de Cristo, y lo es en realidad, a no ser
ésta: que Cristo, dándole su cuerpo,. la transforma en sí mismo,
para que se convierta en su cuerpo y todos sean sus miembros» 51.
Tal identificación de la Iglesia con el cuerpo individual de
Cristo, presente en la eucaristía, no es por parte del apóstol sino
una explicación de las palabras de la institución. San Pablo «reci-
49. «Cubiculum Ecclesiae corpus est Christi» (san AMBRosIO, In Ps 118, Sermo 1,
16; PL 15, 1271). Este cuerpo es, según san Ambrosio, el que sufrió, murió, fue tras-
pasado y fue resucitado. La unión de Iglesia-esposa con un solo cuerpo, el de Cristo, está
descrita con todo su realismo.
SO. O. Kuss, Die Briefe an die Romer, Korinther und Galater, Ratisbona 1940, p. 160,
.comenta: «Puesto que todos comen un pan, el pan que es el cuerpo de Cristo glol"ific,l(lo ...
se juntan en una unidad, en un cuerpo; este cuerpo es el cuerpo de Cristo (C:f.,ROIll 12, 5),
en el que estamos radicalmente sumergidos por el bautismo (1 Cor 12, 13).»
Y. CONGAR, Esquisses du myst'ere de l'Église, p. 32 s, escribe: «Con el sClltiJlliclllo íleu·
sadísimo de estas realidades han visto algunos modernos, en la institución (k la cuca·
ristía, el manantial de la Iglesia (cf. KATTENBUSCH, Der Quellort der Kírc/tenidee) y, en el
cuerpo eucarístico, la realidad que había dado su nombre nI cuerpo místico mismo.» Se ha
dicho también: «La institución de la eucaristía puede ser considerada como Ul1 acto fun-
dacional de la Igles.ia.» (K. L SCHMIDT, Th. W. N. T .. t. 111, p. 525). eL también
A.E.J. RAWLISON, Corpus Christi, en Mysterium Christi, Berlfn 1Q31, p. 277·287, 294 s.
L. CERFAUX, La théologie de I'Éolise suivant saint PlJlul, p. 215. \V. (;IlOSSENS, L'Église
corps du Christ, p. 87 (con vacilación).
51. San ALBERTO MAGNO, De Eucharistia, disto lIT, trato 1, c. 5, c<l. Horgnet, 38,
257. Esta doctrina es tradicional en la Iglesia. Véase, por ejemplo: san JUAN CHISÓSTOMO,
In Mat. hmn. 8.2; PG 58, 743 s; In Ioh., PG 59, 261Hi2; .In .1 Cor., 1'(; 61, 199-201.
San AGUSTÍN, Tract, de sacrarnentis jideIÍl/.1n: «N am et IlOS corpus ipsius facti sumus, et
per misericordiam ipsius, quod accipimus, nos sttlllUS» (S. Alf(JlIslini sermones post Mawrinos
reperti, Roma 1930, p. 30). San JUAN DAMASCENO, De fide orth. IV, 13; PG 94, 1153.
«Porque participamos de un solo pan, nos convertimos eu un solo cuerpo de Cristo, en una
sola sangre, y en miembros los unos de loS' otros, hechos concorporales con Cristo.» Para
la edad media, d. H. DE LUBAC, Corpus rnysticum, París 1944.
bió la fórmula eucarística de esta manera: «Esto es mi cuerpo, que
se da por vosotros; haced esto en memoria mía. Este cáliz es el
nuevo 1Jestame:nto(~ XiXLV~ aLiX6~x1J)enmil sangre; cuantaJs veces
lo bebáis, haced esto en memoria mía» (l Cor 11, 24 s). Se reconoce
bastante comúnmente que san Pablo transmitió las palabras de la
consagración del cáliz con mayor fidelidad literal que san Mateo o
san Marcos 52. Jesús anuncia que el cáliz constituye, por la sangre
)que contiene, la nueva diathéke.
La significación bíblica de di'(lthéke no concuerda con su signi-
ficación profana. En el uso corriente, la palabra proviene del len-
guaje jurídico y designa una disposición testamentaria. San Pablo
la emplea una vez en este sentido (Gal 3, 15); en Hebr 9, 16 la
hallamos relacionada con el sentido bíblico. En los otros 23 casos
que la encontramos en las cartas paulinas (comprendida la de los
Hebr), no sugiere ya la idea de un testamento,. sino como en la
Biblia, la de una disposición divina, de una economía de relaciones
entre Dios y su pueblo, introducida por la voluntad divina 53.
Dios había anunciado una nueva dü})théke, una economía nueva
(Rom 11,. 27; Is 59, 21; Ier 31, 31 ss), de la que el pecado que-
dalia excluido y donde la ley estaría escrita en los corazones. San
Pablo define esta «nueva institución» por la presencia del Espíritu
52. Cf. H. SCHÜRMANN,Die Semitismen beim Einsetzungsbericht bei Marktts ttnd
Dttkas, «Zeit. f. Kath. Theol.» 73 (1951) 72-77. Der Einsetzttngsbericht Lk 22, 19-20, n
T. Ntl. Ab. XX, 4, Münster en W., 1955, p. 131. El texto diferente de Mt y de Mc
podría deberse a una modificación litúrgica. Se subraya más claramente la presencia de la
sangre y 'Su caráctel~ sacrificial (<<la sangre de la alianza» recuerda a Ex 24, 8), pero la
frase ha venido a ser menos coherente. Los textos de Le y 1 Cor evocan netamente al Siervo
que da la vida pára fundar esta realidad escatológica, «la nUeva institución» (Ier 31, 31)
que es él mismo (ls 42, 6; 49, 8). Esta teología es más primitiva, más conforme con la
predicación de Jesús. CL H. SCHÜRMANN, Der Einsetzttngsbericht ... p. 96-112. P. NEUENZEIT,
Das Herrenmahl, Munich 1960, p. 109 s. 239. J. BETZ, Die Ettcharistie in der Zeit der
griechischen Viifer, n/l, Friburgo de Brisgovia 1961, p. 61-64.
53. La idea de alianza o de pacto es de por sí ajena a diathéke J pero se hallaba conno-
tada en virtud de la significación de la palabra hebrea traducida por diathéke.
En realidad, esta idea apenas si aparecía, tanto más que en la Biblia el vocablo hebreo
había llegado a designar una disposición de la voluntad divina en favor de Israel.
«Testamento» traduce mejor que «alianza» la idea contenida en diathéke J en cuanto
que «testamento» afirma una disposición de la voluntad soberana de Dios. «Alianza» tiene,.
empero, el mérito de recordar que la diathéke divina crea relaciones especiales entre Dios y
su pueblo.
J. BEHM (Th. W. N. T., t. n, p. 137) declara como conclusión de su estudio: «Ni pac-
to ni testamento dan el sentido propio del concepto de diathéke en la Biblia griega. La dia-
théke es en general la disposición divina, la poderosa manifestación de la soberana voluntad
de Dios en la historia, por la que rige las relaciones entre Él y los hombres según sus de-
,ig-nios de salud; es la ordenación o disposición (Verordnttng, Stiftnng) de la voluutad di-
vina que da lugar a un orden de cosas correspondiente.» L. CERFAUX, Le privilege d'Israel
sdon Sto Pa"l, «Eph. Theol. Lov.» 17 (1940) 16: «En todo caso, el término de "alianza"
JlO re~ponde en absoluto a diathéke.» J. BONSIRVEN, Le.«>judaisme Palestinien, París 1934,
l. 1, p. 97 s exige por lo menos un retoque. Define la alianza: «El acto que funda y define
el lInh~n y la naturaleza de las relaciones entre Dios' e IsraeL» Cf. C. SPICQ', La théologie
des dCl/x alliances dans l'ép,tre attX' HébrettX'. R. S. P. T. 33 (1949) 15-30.
y la opone a la economía de la letra (2 COl' 3, 6; Ier 31, 31 ss). El
apóstol es el ministro de esa forma religiosa nueva, al servicio de
la institución espiritual. Por eso atribuye a los «dos Testamentos»
aproximadamente el mismo sentido que nosotros les damos (Gal
4, 24-26).
En la fórmula transmitida por san Pablo,. declara Jesús que
el cáliz eucarístico, por contener su sangre, constituye la nueva
diat'héke.
Nada sugiere la interpretación jurídica del término; la cena
no tiene nada de común con un testamento. Por lo demás, Jesús no
dice que el cáliz sea su testamento, sino el Testamento nuevo,
y sus palabras recuerdan a Ier 31, 31 ss. Presenta el «Testa-
mento nuevo» en antítesis con la institución antigua, sellada tam-
bién en la sangre. Jesús tenía la misión de introducir mediante
su muerte, una economía nueva. Si en aquel momento la califica
con Jeremías de diat'héke, ordinariamente la llama «reino de Dios».
Ambos conceptos están relacionados 54; el reino de Dios se afirma
al mismo tiempo que entra en vigor el plan de Dios, y se ligan
las nuevas relaciones entre Dios y los hombres. En san Pablo, «la
diathéke nuieva «ddsignala inls"titucióncrilsti:anaen 'suri1eml:idadcon-
creta (2 Cal' 3,. 6); se encuentra despojada de todo lo que puede
tener de abstracto, cuando el apóstol la identifica con «la Jerusalén
de arriba, nuestra madre» (Gal 4, 24-26).
Mientras que el primer elemento de la fórmula eucarístjca li-
mita Su afirmación a la presencia real del cuerpo inmolado, el
segundo se apoya firmemente en la economía nueva introducida
por la humanidad inmolada, y no menciona sino indirectamente la
presencia de la sangre; este cáliz es la institución nueva por .la san-
gre que contiene. No se expresará esta relación entre la sangre
de Cristo y la diathéke diciendo que el derramamiento de san-
gre abriJó la dfa crilstiana. No se trata die efusión de sallgm. :sino del
cáliz y de la sangre derramada; este cáliz es la institución nueva.
Vista la significación concreta de la dia:t'héke en el apóstol, la fórmu-
laeucarístiea conservada por él expresa enérgicamente el alcance
eclesial de la eucaristía. El cuerpo y la sangre de Cristo inmolado
se hallan en el centro de la Iglesia, que está contenida en ellos como
en su principio.
Lo que estos textos nos enseñan sobre las relaciones de la
54. J. BEHM, Th. W. N. T., t. JI, pp. 136-37. L. CERFAUX, l.a théologie de I'Église
suivant Sto Pau!, p. 793: «La expresión Nuevo Testamento sugiere la imagen de un pueblo
que ... recibe esta nueva disposición divina.» E. KASEMANN, Leib una Leib' Christi, Tubinga
1933, p. 177, también pone en relación el cuerpo de Cristo, la Iglesia y la nueva diathéke.
Iglesia con el cuerpo de Cristo, otros lo suponen. Hay afirmaciones
de san Pablo que sólo se justifican en tal 'supuesto. Así, cuando
escribe a los gálatas: «Cuantos en Cristo fuisteis bautizados, os
habéis revestido de Cristo. Ya no hay judío ni griego... porque
todm, so~s uno en CD~ISlto Je1SÚS.Y si todolS,sois de Cr~sto, soiis
descendencia de Abraham, heredieros según la promesa» (3, 27-29).
Los fieles venidos de la gentilidad se han incorporado al linaje
de Abraham porque se revistieron de Cristo. Tal razonamiento
únicamente es correcto en la hipótesis de una unión del cris-
tiano con la humanidad corpbml de Salvador, pues la inserción
en Cristo no nos incluye en la estirpe de Abmham más que unién-
donas al ser corporal de Cristo, por cuyo solo medio desciende
del patriarca.
millo de una cantera» (Dial. cttm Tryph. 135, 3; PG 6, 788). Israel también había sido
,acado dc Abraham como de una cantera (Is 51, 1).
SG. San H lLAR IO, In Ps 125, 6; PL 9, 688: «Ipse [Christu:sl enim est Ecc1esia, per
:;aerarncntum [es decir, misterio] corporis sui in se universam eam continens.»
Nacimiento de la Iglesia
pas, que son los cristianos, saltan de la sólida piedra del cuerpo <le Cristo.
58. Esto supone la noción de pleroma que daremos en el capítulo siguiente.
59. Una opini6n bastante corriente fija la fun(laci61l de la Iglesia en el día de pente-
costés. Cf. P. BONNETAIN, La pentecOte, «Rev. Apol.» 42 (1926) 193; G. DE BROGLIE, L'É-
qlise Nouvelle Eve, née du Sacré-Coeur, «Nouv .. Rev. Théeol.» 68 (1946) 11. No es ése el
sentido de la venida del Espíritu Santo en pentecostés; fue más bien la confirmaci6n de la
Iglesia por la plenitud del don espiritual y la fuerza expansiva que le confiri6. La Iglesia
Il. EL PASO DEL ANTIGUO AL NUEVO TESTAMENTO
EN LA MUERTE Y RESURRECCIóN DE JESÚS
\
La Escritura conoce una presencia de Cristo en medio del pueblo
de Israel. Y no solamente reconoce en él los gérmenes de la doc-
trina de Cristo y los ritos precursores, sino que lo vincula al Cristo
personal.
San Pablo dirigió sobre el AT una mirada profética que captó,
bajo las apariencias, la significación real de la historia 61). Al salir
de Egipto, el pueblo se había visto favorecido con milagros pre-
figurativos de las instituciones nuevas. Los cristianos son bautizados
en el cuerpo de Cristo, lo comen como un maná espiritual, beben en
él las aguas del Espíritu. Del mismo modo los hebreos habían reci-
bido un bautismo, habían comido un manjar espiritual y bebido
de una roca que ios acompañaba sin cesar. «Ahora bien, esa roca
era Cristo» (l COl' 10, 1-4). Las leyendas rabínicas hablaban de una
roca que no abandonaba al pueblo. San Pablo explica : La verdadera
roca que seguía a Israel nO era una roca material, como pretende
la leyenda que quizá habéis oído contar, sino el mismo Cristo. No
qui,ere el apóstol hacer una simple exégesis tipológica. No dice:
«La piedra es Cristo, hay que interpretarlo de Cristo»; afirma: «La
piedra era Cristo», y lo era antes de toda interpretación tipológica.
Cristo habitaba en medio del pueblo por una presencia misteriosa.
El apóstol continúa más adelante: «No tentemos tampoco al Señor,
como algunos de ellos Jo tentaron» (v. 9). Para el apóstol, el Señor
es Cristo: lo dice hasta explícitamente, según una interpretación
muy autorizada y que podría ser originaJ 61.
A unos gentiles de Asia Menor recuerda el apóstol: «Acordaos
de que entonces estuvisteis sin Cristo, alejados de la sociedad de
Israel» (Eph 2, 12). Cristo aún no había derribado en su carne
el muro (Eph 2, 14) que guardaba las promesas en la nación judía.
Israel, en cambio, poseía desde entonces a Cristo.
La naturaieza de esta presencia de Cristal en tIa historm de los
antepasados es difícil de precisar. El Salvador no es considerado
60. El conocimiento del profeta no re cae tiUlalUclltc sobre lui'i acontecimientos futuros,
constituye la inteligencia teol6gica de las C08as. Pruebas de tal afirmaci6n se hallarlan en
Zacarlas, 1·8, en Daniel y en el Apocalipsis. Para los testimonios de los padres sobre este
tema, cf. M. PONTET, L'exégese de Saint AugustVn prédicateur, París p. 329, n. 73.
61. «No tentemos tampoco a Cristo, como ... » Lectura admitida por varios autores
(Bachmann, Gutjahr). CERFAUX, Kyrios dans les citations pau/iniennes de rAT, «Eph. TheoJ.
Lav.» 20 (1943) 13, parece admitirla. Por lo menos mnestra el pensamiento de los primeros
cristianos, que vuelve a encontrarse en 1 Clem,. 22; Bern. 5, 6; IGNACIO, Magni. 8, 2; en
una variante de Judas, 5.
solamente en su divinidad; nunca lo imagina así eil apóstol. Si le
preguntan cómo está ligado Cristo a Israd, responde: «Según la
carne» (Rom 9, 5; 1, 3). Cristo está enraizado en Israel por su
carne e Israel a su vez hunde sus raíces en Cristo, su descendiente
según la carne, de quien el pueblo toma toda la substancia vital.
Tal es la concepción histórica del apóstol, si ordinariamente su
pensamiento se ha ampliado hasta las conolusiones que se despren-
den de la yuxtaposición de los textos. Según él, no constituyen a
Israel sino los hijos de la promesa hecha a Abraham (Rom 9, 6-13).
Por otra parte, Cristo solo le fue prometido (Gal 3, 19). La pro-
mesa había sido hecha en favor de toda la descendencia de Abraham
(cf. Gen 22, 17 s), y san Pablo conoce el alcance colectivo de esas
declaracion~s (GaJ 3, 29; Rom 4, 16; 9, 7; 11, 1); y, sm embargo,
asegura que la posteridad de Abraham es El, Cristo solo (Gal 3,
16). Esta interpretación supone que el pueblo de Abraham pueda
concentrarse con el pensamiento en Cristo, como en su principio
constitutivo, el hijo de la promesa por excelencia6'2.
En san Juan, el logion destruido y edificado (2, 19) revela la
estrecha conexión entre el cuerpo de Cristo y cada uno de los
dos Testamentos, siendo conside:rado el cuerpo ya en su fase te-
rrena, ya como resucitado.
En 'la segunda parte del logion, el templo no es sino!el cuerpo
resucitado; es la morada de Dios y el centro de la economía·nueva.
En la primera parte, re! templo designa ,la casa de Yahveh cons-
truida de piedra, expresión de toda la economía antigua. Pero tales
significaciones no son exclusivas: en la casa del culto nuevo, que
es el cuerpo resucitado, se prolonga el templo ttirrestre (<<yo10
reedificaré»). Por !lo demás, el templo terrestre que será destruido
se une al cuerpo de Cristo - pero al cuerpo terreno -, ya que fue
destruido en la muerte de Cristal terrestre.
El templo nuevo está constituido por el cuerpo resucitado de
Cristo, y el t!emplo antiguo está ligado en parte con su cuerpo
terreno. Ambas economías se unen en el cuerpo de Cristo, conside-
rado cada vez en un aspecto diferente.
Abrazando en una sola visión 101s. pueblos de los dos Testa-
mentos,el Apocalipsis (c. 12) los presenta bajo la imagen de una
misma mujer que lleva a Cristo en su seno y que después de dar a
luz envía: all mundo a los hermanos del Salvador. En su forma
62. La misma idea se halla en loh 8, 56: Abraham ríe en el nacimiento de Isaac (Gen
17, 17; 18, 12; 21. 6) porque «ve» ya a Cristo.
primitiva, la Iglesia es la madre de <::)isto,su carne envuelve al
Salvador como fruto de su cuerpo; lo lleva oculto y enraizado en su
seno desde el día en que Dios le prometió en el paraíso una des-
cendencía mesiáníca 63. Si el pueblo nuevo se¡ liga en el' Espíritu
al cuerpo glorioso de Cristo, el del AT se une al Cristo carnrulpor el
vínculo de sus generaciones. Se halla constituido por todos los que
en su carne están unidos al cuerpo de Cristo: una Iglesia, cristiana
según la carne.
El Apocalipsis cristaliza en esa definición una concepción esen-
cial al mesianismo hebreo. En la conciencia de Israel, el pueblo
de Dios es una raza mesiánica. En el primer instante de su exis-
tencia, se concreta en una pareja humana a 'la que Dios promete una
descendencia mesiánica (Gen 3, 15). Una selección racial marca en
la estirpe de Eva las etapas de la constitución definitiva de este
pueblo.
La corriente mesiánica, destinada en un principio a toda la
humanidad, se restringe en beneficio de grupos étnicos cada vez
más reducidos, cuyos jefes son sucesivamente Set (Gen S, loS),
Sem (9, 26), Abraham (12, 1-3), Y tras nuevas eliminaciones (Gen
21, 12; 25, 23; 28, 13 s) se circunscribe finalmente a los límites
de la desoonti'encia de Jacob, en quien sle estabiliza la promesa.
Y, sin embargo, continúa la concentración progresiva: La Biblia
distingue entre los hijos de Jacob al que 'lazos más estrechos ligan
con el Mesías (Gen 49, 8-12). Judá formará, por consiguiente, el
centro político y religioso de la nación. El poder mesiánico de Judá
viene a culminar en la familia de David, a la que ha de pertenecer
el Mesías. L:astribus del norte se separan del tronco mesiánico, van
languideciendo, y después del destierro el pueblo de Dios queda
más o menos reducido a la tribu delJudá, de <laque toma su nombre:
los judíos.
El pueblo de Dios en el AT está, pues, const!ituidopor una raza
y su ei1ecciónvinculada al curso de las generaciones carnales. El
árboll genea1ógico tiene para él una impo'rtancia capital. Desde la
1
70. Vemos el instinto certero que guía al puehlo cristiano cuando aplica a la 1vladre de
Jesús todas las alabanzas dirigidas por Yahveh a la comunidad de I"ael (1's 45; 87; Cantar
de los Cantares ... ) y la promesa hecha a la que habia resumido en si la función maternal de
la comunidad, Eva, la primera progenitora de Cristo: «Enemistades pongo entre ti y la mu-
jer» (Gen 3, 15). Pero estas palabras se aplican a María en un senticlo tanto más rico cuanto
ella es más la Madre de Cristo.
71. «En Jeremias 12, 7: He abanclonado mi casa, hay aún .esperanza de que Dios vuel-
va a su Casa. Ésta es vuestra Casa. Ya no existe ningún lazo de uni6n» (LAGRANGE, Évan-
gile se!cm S<Pi"c Luc, París 1921, p. 396).
3. El paso del pueblo del Antiguo Testamento
a la Iglesia de Cristo
73. «Cristo ... después de haber muerto por razón de la carlle, fue vivificado por razón
del Espíritu, en el que fue también [de antemano] a predicar a los espíritus prisioneros,
rebeldes otrora» en la época del diluvio. Los exegetas se ¡lreguntan si a(Iu! el descenso a los
infiernos está d'estinado a los difuntos o a los án~eles caídos. Es plausible, aunque incierto,
sean los ángeles infieles, cuya defección se relaciona en el pensamiento judío con el
relato del diluvio. Cristo habría ido a hacer ante ellos la proclamación de su señor!o y
a sometérselos. Pero también es posible que este descenso a los infiernos fuera una
visita a los difuntos, en la que Jesús les llevaría el mensaje de la buena nueva (sen-
tido ordinario de X1JPÚOO'ü en el N.T.).
nado el evangelio a los muertos, para que, condenados en la carne
según el juicio de los hombres, vivan en el espíritu según Dios»
(l Petr 4, 4-6).
El sentido del texto parece ser el siguiente: ahora los paganos
os ultrajan, pero han de dar cuenta al que juzga a los vivos y a los
muertos. Esta última palabra sugiere la idea del descendimiento a
los infiernos. La actividad de Cristo entre las almas de los difuntos
prueba que un día restablecerá la justicia en todas las cosas, pues
por ella inaugura su acción judiciaria. Les trae la buena nueva,
para que aquellos difuntos, condenados en otro tiempo por el juicio
de los hombres, como ahora los cristianos, reciban la vida por la vir-
tud del espíritu. Sólo los justos fueron objeto de esa visita, ellos que
habían sido juzgados inicuamente en la tierra. El Señor se les apa-
reció en su gloria espiritual (3, 18) Y les llevó una buena nueva 71,
«para que viviesen por el espíritu», un mensaje de vida y de reden-
ción. Esta «evangelización» de los muertos no fue sólo una palabra
libertadora; fue portadora de una vida salvffica. Con ella quedaron
cristianizadas las almas de los padres.
Si la predicación fue portadora de vida - de aquella vida del
espíritu que vivificó a Cristo (3, 18)-, ¿sería temerario admitir
que ella produjo en los justos una actitud de alma nueva, la fe que
une con el Salvado,!"y abve para el hombre 'la vida gloriosa? Con
algunos antiguos 75 podemos pensar que «el anuncio de la buena
nueva en los infiemos pudo se!",por parte de los fieles, la ocasión
de un acto de fe 76. Sea 10 que fuere, la vida descendió a la prisión,
y nosotros tenemos el derecho de cree!"que las almas se adhirieron
con una unión vital a Cristo glotioso. Así fueron bautizadas en el
alma de Cristo, primicias de la Iglesia nueva 77.
Apenas el AT expi!"óen la came de Cristo, todo el pueblo de
los justos antiguos se puso en movimiento y trasmigró al reino
de Dios bajo su forma nueva.
74. «La significación soteriológica de la baj ada a los infiernos se concentra alrededor
de la buena nueva» (E. STAUFFER,Die Theologie des NT, p, 114).
75. Cuyos testimonios recoge U. HOLZMEISTER, Commentarius in epístulas SS. Petri
et ludae, t. 1, París 1937, pp. 327-330. Estos autores sostienen que los justos difuntos
han tenido que hacer un acto de fe en Cristo para salvarse. Algunos conciben ese acto de
fe como una verdadera conversión.
76. J. CHAlNE, D.B., Supp1., arto La deseente du Christ 00% enfers, col 423. El autor
aívlade: «Las almas de los justos ... conservan la virtud de la fe hasta que no gocen de
la visión beatífica... Se concibe muy bien que su adhesión a Cristo, que se les manifiesta
{'s pHeitamente, sea un acto de fe viva, acto que no es meritorio, pero que merecieron
t'IIlHplir en la tierra.»
77. IGNACIO DE ANTIOQUÍA: Cristo es la puerta por donde «entran Abraham, Isaac,
,"",o!l, ]"s profetas, los apóstoles y la Iglesia» (Philad. 3, 1; cf. 5, 2); HERMAS, El
})(/.\"lo"1 Sim. 16, 2A, piensa que los antiguos recibieron entonces el bautismo cristiano.
La antigua economía se encuentra así «cumplida» no sólo en
sus instituciones, sino en su realidad más profunda: en el pueblo
mismo. Los hijos de Abraham se veIl unidos más íntimamente a
Cristo, y reciben de Él el Espíritu de quien no poseían más que
una chispa en 'la fe de Abraham. Ellos, que descansaban sobre el
único fundamento del Cristo venidero, en adelante son as~dos
realmente por Él. Antiguamente eran los «padres» (Rom 9, )J; no
teniendo razón de existir sino por este título y en su descendiente.
Ahora reciben de 'Él mismo la vida; Jesús engendra a sus padres.
Él, que es el principio de todo, «tiene la primacía sobre todas las
cosas» 7ll.
El NT se une al AT en una unidad esencial, en el cuerpo de
Cristo, substancia vital de ambos. Entre los dos no sólo hay una
inquebrantable cohesión, sino una unidad, la unidad del cuerpo de
78. Así como la comunidad israelita se prolonga en la Iglesia, hasta el punto de no
formar sino una Iglesia según el Apocalipsis (cap. 12), así también, según el pensa-
miento católico, la función mesiánica de la Madre de Jesús se prolonga más allá de
su papel materno, en el que culminaba y se resumía el papel de Israel. Esta función
se transformó, al igual que la de la Iglesia, que fue primeramente madre de Cristo
según la Carne y que vino a ser la esposa en el Espíritu (Eph S, 25) Y la madre de
los fieles (Ap 12, 17). En adelante se considera a María en la Iglesia de Cristo como
mediadora de vida en su unión a Cristo en el Espíritu Santo, y que resume una vez
más a toda la Iglesia, pero bajo la nueva forma de la Iglesia esponsal y de madre de
los fieles. Cf. OLlER, La vie intérieure de la T.S. Vie"ge (ed. Faillon), t. n, París 1866,
p. 126: «(Jesús), habiendo recibido de Dios en su resurrección la posesión de la vida
para darla a todos los hombres ... , toma a la Santísima Virgen como una nueva Eva,
como su ayuda, y en este momento la hace partícípe de todo lo que Él ha recibido
de sU Padre, para hacerla Madre de los vivientes.»
Mientras que Cristo es el principio de la Iglesia, primero carnal y luego espiritual,
por haber sido su hijo según la carne y luego su esposo en el Espíritu, la Virgen San-
tísima es esta Iglesia en su forma sucesiva, su resumen y su expresión.
Para unirse al Cristo de la resurrección debe realizar en sí misma lo que dche efcc·
tuar la Iglesia en cada uno de sus miembros: pasar de la carne al Espíritu. 11aría
está presente en el Calvario en cuanto madre de Cristo, en quien se resumen el pueblo
del A.T. y su vocación materna. María es el Israel de Dios al pie de la cruz. Por 10
menos en ella consiente el pueblo judío en entrar en el crisol de la cruz y acepta la
muerte de su hijo según la carne, la muerte del mesianismo terrestre y de toda la illl)ti~
tudón antigua. En 1vfaría, la Iglesia del A.T. consiente en morir en Cristo.
Todo fiel toma parte en el acto redentor, asociándose en misterio al neto mismo de
la muerte y de la resurrección (ef. iufra. p. 242), ya por su sola :;alvaciótl, ya por la
Iglesia confiada a su aposte>lado (cf. infra ¡>, 364 s). Habiende> tomado p:uote en la Illllerte
de Cristo, en cuanto madre, personificación de la comunidad de Israel, M:arfa recibe ef1
sí,_ según el pensamiento cristiano, la plenitud de vida de Cristo resucitado, rc.'mmiendo
una vez más en sí toda la función salvadora de la Iglesia y todas las fases de '" santi-
ficación, comprendida la última, la glorificación corporal.
En su sola y breve historia vive la Madre de Jesú, la larga historia de la Iglesia.
La historia sagrada comienza con el primer anuncio mesiánico - «Pongo enemista-
des.oo» - y acaba cn la glorificación corporal de la Igle&ia; Cristo es su centro, Cristo
según la carne, al que el A.T. da a luz, Cristo muerto y resucitado, al que está unida
la Iglesia del N.T. El comienzo y el fin de la vida de María coinciden con los dos
términos extremos de la vida de la Iglesia; y la historia de la salud, que entre estos
dos términos llena la vida de la Iglesia, se realizó con perfección en la Virgen María.
La Iglesia salvada por Cristo, cuya madre y asociada es, está como contraída en
sola la Virgen María. eL c. DlLLENSCHNEIDER, Toute I'Église en Marie, «Bulletin de
la Société Fran~aise d'Études Maríales», 1953, p. 75-132.
Cristo. No existe ruptura, únicamente la diferencia que hay en el
cuerpo de Cristo antes de la muerte y después de la resurrección.
Lo mismo que no hay más que un solo cuerpo de Cristo, así tam-
poco hay más que un solo pueblo de Dios, pero con existencia
diferente antes de la muerte y después de la resurrección de Cristo.
De este modo 'los miembros de la Iglesia son todos del 'linaje de
Abraham. No hay herencia si nOres la de Abraham (Eph 3, 6);
no hay pueblo mesiánico fuera de Israel (Eph 2, 19).
El pueblo antiguo fue el primero que penetró en el reino espi-
ritual, en la persona de Cristo, en cuyo cuerpo se concentraba su
substancia vital. Fueron también israelitas los primeros en seguirle;
convenía, según el orden de las cosas, que llamara primeramente a
quienes estuvieron unidos a su cuerpo carnal. A ellos se dirige lle-
vándoles la bendición de Abraham (Act 3, 26), espiritualizada en
Éi!. Desde Jerusalén, centro de Israel, se ,extiende el reino por Judea,
Samaría y, después, por el mundo entero (cf. Le 24, 47; Act 1, 8).
Los impulsos de la gracia respetaron siempre esta prioridad (Act
13, 46). Sólo a través de los judeocristianos alcanzó a los gentiles
el soplo del Espíritu. Su gloria es ser «conciudadanos de 'los san-
toS}}(Eph 2, 19) Y participar de sus riquezas (Rom 15, 17; 2 Cor
8, 14).
Hay, sin embargo, entre el pueblo antiguo y la Iglesia nueva
una muerte y una resurrección, una transformación profunda por
la renuncia a la vida carnal. En la Iglesia nueva, la antigua murió
y continúa muerta porque la vida de Cristo consagra para siempre
'la muerte de 'la carne. La masa de los judíos rehusó entrar en el
crisol de rla cruz. Intentaron arrancar a su pueblo carnal del engra-
naje de la muerte, en el que lo veían comprometido con ese Jesús
de Nazaret. Pero no estaba en su pod'er retenerlo en la carne supri-
miendo a Cristo, pues Israel se hallaba todo entero en Cristo. Mien-
tras que la muerte fue para Cristo un despojo del cuerpo carnal y
un paso a la vida de Dios, constituyó por parte de la masa judía una
obstinación en su estado carnal y una repulsa del Espíritu. Para
Cristo y los fieles, la cruz es al mismo tiempo el fin de la vida car-
nal y la raíz de la existencia nueva. Para los judíos incrédulos, mar-
có el fin sin otro comienzo 'la expulsión fuera del reino. Por eso «la
aversión a Ia cruz quedó como algo esencial al judaísmo» 79.
Gracias a la fusión de los dos Testamentos, la visión profética
puede abarcarJos con una sola mirada. La profecía bíblica recae so-
bre el pasado, el presente y futuro. Intuye el valor mesiánico de una
institución, de un personaje o de un hecho. Colocados en los dos
extremos de la historia del reino de Dios, los profetas de los anti-
guos tiempos y de '1osnuevos incluyen ambos pueblos en un con-
cepto único. Sólo varían las perspectivas según que el reino, en el
primer plano de la visión, se considere en su estado carnal o en
su estado espiritual Bn.
Para proceder justamente en la interpretación de los textos me-
siánicos 81 y dar a cada uno de los dos pueblos lo que le es debido,
hay que va'1orarlos sucesivamente en un sentido «carnal» y en un
sentido «espiritual». Se ha de conceder a la economía antigua el
beneficio de las promesas terrenas, luego hacer morir esos textos
a su significación carnal, sepu1tándólos con Cristo para resucitarlos
con El eIll el Espíritu, y entregados así a la Iglesia 82.
80. Cristo, que se levanta en medio de los dos Testamentos, los envuelve en una sola
mirada. En la parábola de los viñadores homicidas, el hijo es apresado y, según la tra-
dici6n de Mt 21, 39 Y Lc 20, 16, arrojado primero fuera de la villa y después muerto. "'~
La imagen de la parábola está calcada en la realidad; la alusión al que «sufri6 fuera
de la puerta» (Hebr 13, 12) es transparente. Vemos al Hijo cogido en Jerusalén, arras-
trado fuera de los muros y allí muerto. La viña representa al reino en su existencia
histórica de entonces, el Israel terrestre, sociedad política al mismo tiempo que religiosa,
y especialmente a Jerusalén, la capital de aquel reino (cL D. Buzy, Les paraba/es, París
31932, p. 420). Ahora bien, si el dueño hace perecer a los viñadores, no por eso es
saqueada la viña; ésta continúa siendo la viña del Padre, arrendada simplemente a
otros viñadores.
Los antiguos videntes columbran el Israel de! fin de los tiempos en la perspectiva
del Israel de carne. Las Iineas de la casa de Israel llevan su mirada hasta la visi6n
del templo mesiánico (Ez 47), sin darles consciencia neta de la transformaci6n sufrida
de un punto a otro de la perspectiva, tanto que se tributan anticipadamente elogios me~
siánicos a Zorobabel, que después de la cautividad vuelve a levantar el santuario de
sus ruinas (Zach 3, 8; 6, 12). Eu la ciudad de David, edificada con piedras, y ence-
rrada en estrechas murallas, contemplan ya a la Si6n materna que engendra a las
múltiples naciones (Sal 87); e! reinado salomónico se prolonga en la realeza eterna del
Mesías (2 Sam 7, 12-16; Sal 45; 49), Y <<la tierra» (el país de Israel) aparece como la
herencia mesiánica de los fieles (Sal 37, 9). Mientras que la perspectiva profética de
los antiguos parte de la realidad carnal, la epístola a los Hebreos lee la Bihlia a
la inversa, a partir de la realidad cristiana, término de esta perspectiva (cf. J. VAN DER
PLOEG, L'exégese de l'Ancien Testament dans l'épitre aux Hébreux. R.B. 54 [19471
187-228). Aplica a Cristo, a la letra y en sentido fuerte, elogios que en su scntido literal
primero pertenecen a personajes antiguos. Sólo a Cristo reconoce el honor de la filia-
ci6n divina en un texto que la otorgaba, en sentido débil, a toda la descendencia davidica
(Heb 1, 5; 2 Sam 7, 14). S6lo a :Él le atribuye el título de Elohím, que un epilalamista
de corte había asignado al rey davídico (Heb 1, 8 s; Sal 45, 7 s). El antor no en-
tiende ya los textos sino en la plenitud de sentido que adquirieron cuando la realidad
expresada por ellos llegó al término de su perfecci6n.
Las perspectivas cambian alternativamente de carnal a espiritual. La realidad entera
es mesiánica.
81. Hablamos de los textos mesiánicos más numerosos, que no profetizan exclusi~
vamente de Cristo, sino de la realidad mesiánica bajo la antigon" forma llamada a
madurar en Cristo.
82. Sin embargo, no hay que someter estas profecías a una desencarnación, sino a
una resurrección corporal espiritualizante. Las profecías mesiánicas que llamamos «tem-
porales» forman parte integrante del conjunto profético y no se distinguen, en el pen-
samiento de los profetas, del mesianismo que llamamos «espiritua1». Lo mismo que
Cristo no se desencarnó, sino que resucitó corporalmente, no en la carne sino en el Es-
La muerte y la resurrección de Jesús fueron, para el pueblo me-
siánico y para toda la economía antigua, lo que fueron para Cristo
mismo: una pascua, esto es, un paso.
llíritu, así se han realizado o se realizarán aún esas profecías en toda su integridad, no
¡;egún las leyes de la carne, sino según las del Espíritu de Dios.
LA VIDA DE LA IGLESIA
EN CRISTO RESUCITADO
También este capítulo tiene por fin enumerar los efectos del «po-
der de la resurrección» (PiW 3, 10). No basta con haberlos consi-
derado en su punto central, en el Cristo personal. Hay que deter-
minar su desarrollo en el cuerpo de la Iglesia. Ya desde el principio
la vida del espíritu saturó el cueJ1pode Cristo, y sólo los trabajos
de la pasión dieron su fruto fecundo. Y así se levantó la Iglesia
en e1cuerpo de Cristo. Forma un cuerpo con este cuerpo, ha nacido
del mismo acto que engendró al Salvador a una existencia nueva.
No se puede comprender la riqueza de 'la vida gloriosa, sino en el
cuerpo de Cristo, que es también la Iglesia.
con Dios, llamarse hermano suyo sin tenerlo por Señor, pecar con-
tra Él sin pecar contra el Espíritu Santo (Mt 12, 32) 1. Por otra
parte, los discípulos no habían aún sobrepasado este nivel de la
carne y de la sangre desde el que la vida sólo aicanzaba al Cristo
de carne y de sangre 2.
Después de la resurrección, Jesús aparece todavía en la simpli-
cidad de su forma terrestre y, sin embargo, ya no es el hombre de
antes, objeto de un conocimiento simplemente natural. San Pedro
afirma que Dios «le dio [a Cristo] manifestarse no a todo el pue-
blo, sino a los testigos de antemano escogidos por Dios» (Act J O,
40-41). La visión y la compañía de Cristo resucitado están reser-
vadas al círculo de sus creyentes.
A su contacto, el alma de los discípulos se dilata. Jesús mismo
«les abre la inteligencia para que comprendan» (Le 24, 45); se
esclarece el sentido de las palabras enigmáticas oídas en otro tiempo
(Lc 24, 8); sienten un calor en el corazón ante la sola presencia del
Maestro, aun antes de reconocerlo (Le 24, 32), Y durante una mis-
teriosa comida Jesús se manifiesta ante sus ojos, que se abren (Lc 24,
31. 35) 3. El discurso a los hermanos del cenáculo nos presenta
a san Pedro, antes tan cerrado al misterio de la redención, capaz de
entrever la importancia capital de la resurrección de Cristo (Act 1,
22). Elevado a otra esí'era, el Señor atrae hacia sí las almas gra-
dualmente, sin estridencias, dejando al Espíritu de pentecostés el
cuidado de llevar la luz aún indecisa hasta su pleno resplandor
(cf. Act 1,. 6-8).
Se crea una psicología nueva. Los discípulos viven en 'la alegría
y sencillez de corazón (Act 2, 46); la alegría domina cualquier otro
sentimiento (Act 5, 41; 8, 39; 13, 48). Ya durante la vida terrestre
de Jesús, la amistad de los apóstoles había profundizado hasta el
punto de no poder encontrar alegría fuera de la presencia del Maes-
1. Aun después de la resurrección de Jesús es posible «hablar contra el Hijo del
hombre» sin hablar contra el Espíritu Santo. dado que no se puede conocer a Cristo
sino según la carne, según sus apariencias históricas. Así sucedió a san Pablo antes
de la conversión (2 eor 5, 16).
2. Sin embargo, más de una vez los ap6stoles, bajo la acción de un principio su-
pcr;"r, se rem"ntaron a un conocimiento más espiritual del Maestro (cf. Mt 16, 17).
o. El texto y el contexto exigen la traducción: «Le reconocieron en [= durante]
la fracción del pan», y no «por la fracción del pan», por la manera de partir el pan.
Sus ojos se abrieron cuando entraron con Él en la comunión de la comida llamada frac-
ción (lel pan.
tra; si ahora es grande su alegría y crece hasta la exaltación en el
momento de la partida definitiva de Jesús en su forma sensible
(Lc 24. 52 s), hay que creer que ia presencia del S~or se les hizo
más íntima por la misma partida, y que esta presen~ia, mantenida
e intensificada por la separación, es de una natura:leza compkta-
mente nueva.
Las esperanzas de otro tiempo se purifican de su egoísmo; una
fraternidad desconocida surge entre los discípulos. Una sociedad de
tipo nuevo acaba de nacer.
8. San CIRILO DE ALE/JANDRÍA, In Ioh. 14, 19; PG 74, 264: «No verán en sí a
Cristo, pnes su corazón está privado del Espíritu.»
9. Los versículos 12, 23-34 hablan de la exaltación celestial de Cristo en su muerte,
ele la atracción ejercida por Cristo desde 10 alto de su muerte glorificante, de la
participación duradera de los discípulos en su destino de muerte y de gloria. Cf. W. THÜ-
SINe;, O.C., p. 129-131.
de Cristo glorioso es a donde se va a beber los torrentes de la vida
(7. 37-39); se come e¡}ouerpo espiritual (cf. 6. 63). que es U1!acarne
entregada (6. 51), Y al mismo tiempo se bebe la sangre de 'la inmo-
lación. El Apocalipsis hablará de las nupcias del Cordero que está
inmolado (5. 6): una unión de amor en la muerte. Los fieles de
Cristo están unidos aÉl tal como se halla en su término: inmolado
y glorioso.
El Espíritu desempeña un papel en este conocimiento nuevo, en
esta presencia íntima y en esta vida. Él es el testigo de Cristo que
lo da a conocer (15. 26; 16. 14). Él también. según parece, quien
hace a Cristo presente. pues. después de haber anunciado 'la venida
del Espíritu. Jesús declara, como para concluir: «No os dejaré
huérfanos; vendré a vosotros» (14. 18) 10. Y la vida que Cristo glo-
rificado comunica a sus fieles·no es otra cosa que el Espíritu Santo
(7. 37-39) 11. «El día» que ve establecerse las nuevas relaciones
amanece con Cristo resucitado. pero en la aurora pascua! despunta
ya pentecostés.
La vida cristiana está regida por una 'ley moral muy otra que
la del A.T. Ya en otro tiempo el «Yo Soy» divino había sido el
principio de toda la vida de Israel. pero principio mediato, a
través de los preceptos. Desde ahora es principio de vida moral
por comunicación: «Yo soy la vid y vosotros los sarmientos»
(15. 5).
La paz y la alegría caracterizarán la nueva psicología de los
discípulos. A'1 partir. Jesús dejará a los apóstoles el don de la paz
(14, 27). Y al volver en la resurrección comenzará la era de una ale-
gría si fin (16, 22).
«En aquel día» nacerá una oración nueva que se hace en nombre
de Jesús: «Aquel día pediréis en mi nombre» (16. 26). Hasta este
momento 'los discípulos aún no habían pedido nada en nombre de
Jesús (16. 24). Para rogar en nombre de Jesús no bastará interponer
el nombre del Maestro, llamándose discípulo suyo y escudánclose en
sus méritos. a la manera de los judíos que recorclaban a Dios las
figuras de los patriarcas y su amistad hacia ellos. El anunciado méto-
do de oración es in8dito; el contexto del discurso nos eleva muy
por encima de las antiguas fórmulas, pues la oración en nombre
10. Así lo explica san CIRILO DE ALEJANOHÍA, Tn ToJ¡. 14, 1R! 1'(; 74, 261 Y 264.
relacionando 10h 14, 18 con Rom 8, 9 s.
11. Es cierto que esta identidad no se afirma con :fuerza como en san Pablo; está
sugerida por 7, 37 ss, por la comparación literaria con 14, 17 s, por la semejanza de
la venida del Espíritu con el retorno de Cristo, que pasan - una y otro - desapercibidos
a los ojos del mundo, pero que los discípulos perciben en virtud de la vida qne hay
en ellos (14, 17.19).
d0 Jesús puede dirigirse a Jesús en persona (14, 14) y, aun diri-
giéntiola al Padre, es oída por Jesús (14, 13) 10 mismo que por el
Padre' (/6, 27).
El nombre caracteriza a la persona. Por esto y por el contexto
dcl discurso que habla de una presencia íntima, el método propuesto
se aproxima a una oración «en Cristo» según la doctrina paulina
([illmann, Huby). Jesús mismo parafrasea la fórmula cuando pro-
mete a sus discípulos una acogida favorable a condición de que
permanezcan en Él y de que sus palabras permanezcan en eUos
(15, 7). La oración en nombre de Jesús brota de la comunión
íntima, de ese fondo del alma donde vive Cristo.
Por eso esta oración no es inaugurada sino en «aquel día». Es
preciso que ante todo se establezca la unión vital y que ésta penetre
en la conciencia de los apóstoles.
Con más seguridad que en el antiguo templo será oída por
Dios toda oración pronunciada en Cristo resucitado, casa de ora-
ción del pueblo nuevo (2, 19); porque, formulada en esta morada
espiritual, la oración es buena, «habiendo llegadOrla hora en que
lÜ'Sverdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en ver-
dad» (4. 23) 12.
Conscientes de esta presencia de Jesús en el Padm y de su poder,
los discípulos dirigirán sus peticiones al Maestro en persOrna: «Si
me pidiereis alguna cosa en mi nombre, yo la haré» (14, 14). Ora-
ción enteramente nueva, pronunciada en Cristo y dirigida a Cristo
que está en el Padre.
Los hechos vienen a confirmar las predicciones. El día de pas-
cua inaugura un conocimíien'to nuelVO,se establecen con Cristo re-
laciones aún desconocidas.
El primer efecto de la resurrección, comprobado por el discípulo
en su propio corazón, fue la fe: «vio y creyó» (20, 8). Creyó en
el hecho de la resurrección; pero este conocimiento nuevo constituyó
una aportación esencial a su antigua fe: «creyó».
«Deja ya de tocarme», dijo Jesús a la Magdalena en la mañana
de Pascua, «porque aún no he subido al Padre» (20, 17). «Pala-
bra de misterio» 13 que los exegetas, especialmente san Agustín, han
analizado con una curiosidad apasionante 14. Al reconocer al Maes-
tro, la Magdalena se apoderó de los pies de Jesús,. poniendo en
12. San Pablo (Eph 2, 18) recoge las palabras de Jesús. Por el Hijo en el Espíritu,
ht, R.hf el verdadero método de oración neotestamentaria.
IJ. San CIRILO DE ALEJANDRfA, In Ioh. 20, 1,7; PG 74, 692.
¡·I. Se1'll1. 24J.246; PL 38, 1143-1155; In Ioh traet. 121; PL 35, 1957.
este gesto toda la impetuosidad de su amor. Jesús alabó en otra
ocasión el gesto de la pecadora y de María de Betania: ahora
reprime este testimonio de amor. Cristo no ha ascendido todavía
a los o~o!sde María: 00 le aparec:e en una forma tan sencillamente
humana que eJla pudo equivocarse acerca de su persona. Sin em-
bargo, ha Isobrevenido un cambilo esencia!!,y }esÚisno 'admilteya
los contactos de otro tiempo; la intimidad y la familiaridad del
amor son diferidas hasta el día en que Jesús no se presente más
bajo una forma terrestre, en el que María no pueda ya abrazar
a Cristo, pero sí estrecharlo con el abrazo de la fe.
La muerte y la resurrección han formulado en Cristo rela-
ciones nuevas. Cuando haya subido al cielo, que Magdalena lo tenga
abrazado con la fe 15.
Por primera vez en san Juan llama Jesús a los discípulos sus
hermanos, hijos de su Padre. Entran en la familia del Padre:
«Ve a mis hermanos y diles: Subo a mi PadJ:1ey a vuestro Padre»
(20, 17). «El grano de trigo ha producido' frutos en la muerte, en
la vid nacen brotes, los discípulos están en El, el Padre de Jesús
es ahora su Padre» 16.
A su vuelta, Jesús tiene las manos llenas de la paz prometida:
«La paz sea con vosotros», repite cada vez que se aparece, a sus
discípulos (20, 19. 26; Lc 24, 36).
Al octavo día de la resurrección, Tomás el incrédulo formula
una profesión de fe tan plena que deja en la sombra a cualquier
otra profesión de fe anterior a la muerte de Jesús. Este acto de
fe tiene un valor genérico,. A partir de la exaltación de Cristo los
hechos que le conciernen son como imágenes teológicas, ilustracio-
15. En Ioh 6, 62 ss, Jesús también remite a sus oyentes a la ascensi6n, para insinuar
que la unión de su carne con los fieles será espiritual. Tal es la exégesis de Teodoro de
Mopsuesta, d. R. DEVREESSE, Essai sur Théodore de Mopsueste. Ciudad del Vaticano
J948, p. 4J5 s; san JUAN CRISÓSTOMO, In Ioh., Hom. 86, 2; PG 59, 4(9; san CII<ILO DI<:
ALEJANDRÍA, In Ioh. 20, 17; PG 74, 692, 696; san LEÓN MAGNO, Senno 2, de Ascensione,
PL 54, 399; J.-J. OLIER escribía, muy atinadamente: «Para comprender hien e~tc pmmje,
hay que saber que nuestro Señor estaba presente ante la Magdalena en forllla humana y
corporal; y le advirtió que :f~l dejaba sus uniones y relaciones mfls intimas. para el
tiempo ... en que volviera a su estado espiritual» (Lettres, pp. 4R1·484; cil:. por H. Bní,-
MÜND, Histoire littéraire dH sentiment religíe'Ux en Francc} t. 111, p. 507). Entre los
modernos cí. LAGRANGE; F. TIJ.L1'r1u.\NN; F. l?HAT, J éSlIs·Christ, t tI, París /11933, p. 436;
P. BENOIT, L'Ascensi6n, R. B. 56 (1949) 183.
Jesús no motiva la prohibición (<<Deja ya de tocannc») lJO}" Sil pri~:a en ,subir junto
al Padre, como se gusta de decir a veces, como si la suhi(la CCl"C;} del Padre debiera
situarse después de la aparición :a la Magdalena. No se ve cómo el gesto de la 1Iag~
da1ena pueda ser un obstáculo a la ascensión de Cristo ... Cristo ha subido, se ha hecho
celestial con su glorificación; esta ascensión no será «vista» (6, 62) sino con la fe.
Ahora se presta todavía a la experiencia sensible, por 10 cual no ha ascendido todavía
a los ojos de los discípulos. Pero ahora ya los invita a relaciones de orden espiritual.
M agdalena podrá «tocar» a Cristo con la fe cuando a sus ojos haya subido al cielo.
16. W. THÜSING, o.c., p. 2J3.
nes de las constantes realidades de la salud 17: el cuerpo atrave-
sado y glorificado ha venido a ser el punto solemne de cita lS y
de revelación,.en el que brilla la gloria de Dios en el Nuevo Tes-
tamento, en el que se adora en Espíritu y en verdad: «¡Señor
mío y Dios mío!» Jesús, elevado por encima de la tierra, es centro
y causa de la fe (3, 15; 12, 32), objeto del verdadero conocimiento
(8, 28). Tal es el efecto de su gloria en la inmolación permanente.
Cristo «viene» por tanto en virtud de su partida (14, 28). El
misterio filial se propaga a partir de Jesús y de su sacrificio: Jesús
«consagra» a los discípulos y los envía (17, 19 Y 20, 21), como Él
mismo es «consagrado y enviado» por su Padre (10, 36). Lejos de
ser detenida la encarnación por el retorno al Padre, una vez lle-
gada a su plenitud en Cristo, se extiende sobre los hombres, y así
es como se realiza su salvación.
28. La invasión del fiel por parte de Cristo no le quita nada a la personalidad del
fiel, sino una imperfección. Estar cerrada sobre sí misma es una inperfecci6n de la
persona humana. Las personas divinas están abiertas unas hacia las otras. El hombre
,e abre a la persona de Cristo gracias al Espíritu, que le eleva a la vida divina.
29. Cf., sobre todo, J. DUPONT, Gnosis, Lovaina 1949, 453-476.
30. Los comentarios de Armitage Robinson, T. K. Abbot, P. Ewald, J. M. Vosté,
A. Médebielle, F. PRAT, La théologie ... , t. n, p. 431 s. P. BENOIT, L'ho-rizon poulinien de
¡'él,itre attx Ephésiens, «R.B.» 46 (1937) 354 «complemento», p. 514, n. 2 «término».
(T. HON~TJ,:vlm, LJiéva.ngile de P(1J1,d)París 1948, p. 228 s.
sagraclOn de su ser y de su gloria 31. Según otros 3'., nada añade
al Salvador; es completamente receptora para con Él, y contiene
la plenitud de su poder y de sus riqueZas redentoras.
La palabra pleroma designa siempre una realidad divinamente
colmada en el contexto literario estoico de donde está tomada 33.
Por otra parte, las evidencias de la teología paulina bastarian para
zanjar la cuestión en favor de la interpretación «pasiva». La Iglesia
nunca pretende dar a su cabeza un supremo perfeccionamiento 34.
Ella es el dUerpo y la esposa: el cuerpo lleno de las riquezas de
Cristo, la elSposia., pm'a oapaoidad de sU! Señor que obra en ella 35.
Ya que la totalidad de las riquezas divinas ha venido a con-
31. Atribuir a la Iglesia un papel tan importante, parece a primera vista incom-
patible con el pensamiento paulino. Si se quisiera dar al pleroma un sentido activo, sería
una atribución tan exorbitante, que habríamos de reconocérsela a la Iglesia. No bastaría
decir que la Iglesia es complementaria de Cristo, pues un complemento puede ser ac-
cesorio cuando el pleroma designa la plenitud, la perfección total.
Limitándonos al uso paulino de la palabra, la plenitud de Dios (Eph 3, 19; Col 2,
9), la plenitud de los tiempos (Cal 4, 4; Eph 1, 10), la plenitud de las naciones (Rom
11, 25), la plenitud de la Ley cumplida en la caridad (Rom 13, 10), significan la divi-
nidad, los tiempos, las naciones en su totalidad, la Ley en su plena realización y no al
término de todas las cosas.
La Iglesia, pleroma de Cristo en el sentido activo de la palabra, conferiría a Cristo su
perfección, lo que iría en contra de toda la doctrina paulina.
32. Cf., sobre todo, J. B. LIGHTFOOT, Epistles to the Colossians and to Philemon,
Londres 1892, pp. 255-277. Los comentarios de Knabenbauer, M. Meinertz, Huby, Ch.
Masson, CERFAUX, La Théologie de I'Église ... , p. 259; Le Christ dans la théologie de
Sto Fa"l, p. 320 s; P. BENOIT, Corps, tete et plérome dans les épitre de la captivité,
A. FEUILLET, L'Église plérome du Christ d'apré Eph., 1, 23, «Nouv. Rev. Théol.» 73
(1956) 449-459.
33. Cf. J. DUPoNT, o.c., p. 468.
34. En apoyo de una Iglesia que complete a Cristo, se trae (A. Robinson, T. K.
Abbot y ya san Juan Crisóstomo) la comparación de Cristo-cabeza y de Iglesia-cuerpo.
La cabeza es incompleta, el cuerpo la perfecciona. i El cuerpo completando la cabeza es
una comparación, por lo menos, extrafia! Cristo es, según Eph y Col, toda la Iglesia, al
misnw tiempo que es su cabeza. Cf. K. L. SCHMIDT, Th. W. N. T., t. III, p. 512;
E. PERCY, Der Leib Christi in den pcz,ulinischen Homologoumena 'llnd Antilegomena
J
Lund 1942, p. SO. «Si Él es la cabeza, es por ser pleroma» (Col 1, 18 s), escribe
Y. CONGAR,Esq"isses du mystere de I'Église, p. 22; porque es el principio total y la
plenitud.
35. La discusión es de una imprtancia capital y constituye una encrucijada en la
teología paulina. Aunque nos parece estar zanjada en favor de la interpretaci6n pasiva
(nosotros diríamos más bien «receptiva»), quizá no sea inoportuno insistir en ello.
Las epístolas a los Efesios y a los Colosenses, que constituyen el contexto de nnestra
definición, consideran la influencia «capital» de Cristo como un movimiento de vida
divina que se vnelca sobre la Iglesia: «En Él habita toda la plenitud de la divinidad
corporalmente, y en :Él sois colmados vosotros» (Col 2, 9 s). La totalidad de vida divina,
que se halla de manera estable en el cuerpo de Cristo, pasa a la Iglesia; ésta es colmada,
y no inversamente. Cristo es todo en todos (Col 3, 11; Eph 4, 10). La Iglesia aspira
a esta total realización de Cristo en ella: «A fin de que sea edificado el cnerpo de
Cristo, hasta que lIegnemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del hijo
de Dios, al estado de hombre perfecto, a la medida de la estatura de la plenitnd de
Cristo» (Eph 4, 12 s). La edificación del cuerpo de Cristo consiste en un crecimiento
continuo hasta alcanzar la estatura de Cristo; entonces la Iglesia contendrá en plenitud
a Cristo. Ella es la que debe llegar al estado de hombre perfecto. Las fórmulas no
conocen un aumento y acabamiento de Cristo por la agregación de la Iglesia; hablan
de una expansión sobre la Iglesia, de la riqueza de ser y de vida de Crísto, y de un
crecimiento de la Igle'sia en su Salvador hasta una entera asimilaci6n.
centrarse en Cristo,. en su cuerpo resucitado, para la salvación y la
consumación del mundo (Col 1, 18-20; 2, 9 s), la Iglesia, que es el
cuerpo de Cristo resucitado y en la que se efectúa la salvación y
consumación, está a su vez divinamente colmada.
La definición de la Iglesia como cuerpo de Cristo manifiesta
así la presencia de las riquezas de Cristo en ella. Al mismo tiempo
determina la medida de la identificación de la Iglesia con Cristo,
pues el apóstol restringe al cuerpo del Salvador esta identificación,
que por otra parte parece extender al Cristo total.
Fácilmente se comprende la razón de tal limitación. Por una
parte, en el pensamiento fundamentalmente semítico del apóstol, el
cuerpo representa el compuesto humano en su unidad. Por otra,
nuestra identificación con Cristo no se verifica en las alturas de
la divinidad, sino en esta humanidad corporal. donde pasó de la
muerte a la resurrección y fue colmado de las riquezas de la sal-
vación. En ella asimiló nuestra condición pecadora y fue justificado
en el espíritu (1 Tim 3, 16). En adelante nos absorbe en El, que
ha venido a ser para nosotros justicia y redención (1 Cor 1, 30), Y
vive en nosotros la misma vida de su humanidad corporal. Se com-
prende, pues, por qué el apóstol nos identifica con Cristo y en qué
medida: en la medida en que la humanidad corporal del Salvador
se identifica con el Salvador mismo, sin igualade, empero. La
Iglesia es Cristo, no realiza su identidad completa, es su cuerpo S6,
identificada con su humanidad corporal.
47. Limitamos nuestro estudio a los textos en que la fórmula se aplica a nuestra
unión con Cristo en la tierra. El capítulo 9 tratará de los textos en que la fórmula
hable de nuestra sociedad con Cristo en el más allá.
de sufrimientos (Phil 3, 10); no deja, pues, de beneficiarse del acto
vivificador de Dios en Cristo.
La constante participación en la muerte y en la resurrección
del Salvador es el principio de toda existencia cristiana. El fiel
es introducido en el misterio redentor por el bautismo. Ahí perma-
nece celebrando incesantemente su unión con Cristo en la muerte
y glorificación, hasta el día en que se complete esa unión, cuando el
fiel se duerma con Cristo en la muerte (2 Tim 2, 11) Y resucite
con Él el último día (Rom 6, 8). La Iglesia no se presenta como
una simple entidad estática, identificada con el ser de Cristo glo-
rioso; es transformada en Cristo en su acto redentor, en su tránsito
de la muerte a la gloria.
Generalmente se entiende la fórmula cum Christo de una comu-
nión con la muerte y la. resurrección, que no se realiza en una
simple relación de semejanza, sino por una participación real en
estos mismos actos 48.
Tal interpretación se impone: se ha dicho que Dios «nos vivificó
juntamente con Cristo» (Col 2. 13) - el mismo acto vivificador
tiene por objeto a Cristo y a sus fieles -, que nos sentó con Cristo
en el cielo (Eph 2, 6) - no se trata de otra elevación al cielo dis-
tinta de la de Cristo -e,. que el fiel se beneficia «de la virtud ...
que resucitó a Cristo» (Eph 1, 19 s), «del poder [que obró] su
resurrección» (Phil 3, 10). La comunión con Cristo en el acto de
su muerte se afirma cuando escribe que el fiel «es bautizado en
(dc;) la muerte de Cristo» (Rom 6, 3).
La definición de la Iglesia como cuerpo de Cristo es, pues,
incompleta: es el cuerpo de Cristo redentor, unida al Salvador en
un momento único y preciso de su historia. en el momento de su
redención. La Iglesia es el cuerpo de Cristo en el acto de su muerte
y de su resurrección. La identificación en un ser común.
Si la salud se hubiese merecido en forma jurídica,. entonces bas-
taría con que Dios aplicase a los hombres los méritos deJa muerte
de Cristo.
Sin embargo, si ¡la sru1ud'es una realidad pm1sonal de CriJsto!,si
no es otra cosa que Cristo en su muerte, en la cual resucita, entonces
48. Cf. F. PRAT, La Théologie ... , t. l, p. 266; t. Ir, P 309; K MlTTRING, Hei!s·
wirklichkeit bei Pa"lus, Gütersloh 1929, p. 39; O. SCHMI1'Z, Das Lebensgefühl des Pa/{·
/1IS, Munich 1932, p. 39; W. T. HAHN, Das Mitsterben und Mitauferstehen mit Christus
bei Paultts, Gütersloh 1937, p. 65 ss, 93, 100. E. PERCY, Der Leib Christi in den pal(·
linischen J-Iomologoumena ttnd Antilegomena, Lund 1942, p. 25 s. K.H. SCHELKLE,
Die Passwn Jesu in der Verkündigung des N. T., p. 211 s. R. SCHNACKENRURG, Das
l1eiJs.'leschehen bei der Taufe nach dem Apostel Paulus, Munich 1950, p. 206; Todes·
1/}/(1 l.rbcllS.<IcmeillsclIaft mü Christus, «Mü. Th. Zt.» 6 (1955) 32'·53.
los hombres no se 'Salvan sino a condición de hacerse unos con Él.
en la cuall !Él es vivificado 49.
Dos problemas se plantean: ¿cónio explicar la participación
simultánea en un acto de personas a las que el tiempo separa?
¿cómo pueden los fieles negar a ser sujetos de actos tan estrictamen-
te personales de Cristo?
El primer problema sugiere diversas soluciones.
Los fieles son seres espirituales. Pablo les daría con gusto el
nombre de «espirituales» si este término no estuviera ya reservado
a los carismáticos y a los fieles que han llegado a un estado de
perfección superior. Viene a decir que no están ya en la carne,
sino en el Espíritu (RaID 8, 9).
G6. Según E. TOBAC, la oposición de los textos se reduce así: la muerte de Crist.o nos
da un título a la adopción filial, el Espíritu comunicado por Cristo glorioso nos la confiere,
Le pr:oblhne de la justification dans saint Pa"'/, Lovaina 1908, p. 204 s. Pero la filiación
de que habla Gal 4, 6 es real, no simplemente jurídica. Todos los hombres tienen por la
cruz un título a la adopción, aunque a muchos de ellos no se da el Espíritu.
67. «La exaltación de la Iglesia es el fin de la exaltación de Cristo. Sean. pues, some-
tidas a la Iglesia todas laS' cosas en el cielo y en la tierra.» J.-!-.L VOSTÉ, Commentay-ius
in Ep ad Ephesias, Roma 1921, p. 125.
68. Los modernos, con el Ambrosiaster, Santo Tomás, Comelio a Lapide, cf. Allo, en-
tienden este versículo de todos los ángeles.
Esta exaltación ha hecho experimentar al fiel un desplazamiento
que el apóstol representa según las dimensiones del espacio y del
tiempo. La Iglesia está en el Señor y desprendida, por tanto, del es·
pacio adámico. Está sumergida en d Espíritu eterno, y por lo mismo
situada fuera dd tiempo de este siglo.
Según las cartas de la cautividad, la glorificación colocó, inme-
diatamente a Cristo en las alturas celestiales. Por eso el creyente
se beneficia no sólo de la resurrección, sino también de la as-
censión. La acción del Padre en Cristo 10 saca de este mundo
(Col 2, 20), de los lugares inferiores donde Dios no habita, para
trasladarlo a los cielos. Es ciudadano de esta patria (Phil 3,. 20).
No entró en ella mediante la persona de Cristo; él mismo está
sentado en los cielos, porque e,stá en Cristo, y Cristo, es la morada
celestial de los fieles w.
El creyente experimenta también una traslación en el tiempo,
pasando de:! «siglo actual» al «siglo futuro».
La oposición entre ambos siglos era familiar a los judíos. Jesús
había adoptado la misma fórmula (Le 16, 8; 20, 34). «Este mundo»
y «este siglo» están tan íntimamente relacionados, que a veces
parecen confundirse (1 Cor 1, 20; 3" 18 s). El siglo presente es
para san Pablo la dimensión temporal del mundo de pecado (Gal 1,
4; RO!Ill12, 2), está vacío de Dios, 'es la era de Satán (2 Cor 4, 4).
«Fuimos arrancados de este siglo perverso» (Gal 1, 14) Y vivimos
en el siglo futuro (Eph 2, 7; Hebr 6, 5), que es la medida tem-
poral dell reino de Dios. El eón venidero es el de la resurrección
(Le 20, 35). El retorno de los siglos empieza el día de pascua. El
espíritu IDaugu~óen Jesús el tiempo nuevo y ~ambién un nuevo espa-
cio. Todos 'IOlsque Ise unen a Cristo entran en esta doble novedad:
«FlJ!ijsteisaigún tiempo ti:ntiebllas, pero ahora ISois'luz en el SeñOlr»
(Eph 5, 8). Este «ahora» inaugura una nueva 'era en un: espacio nue-
vo. Si eI1tiempo cr!ÍS,tiíano~ene su punJtOlde partida en i}iaresurrec-
ción, no se :ikl!entificacon 101ssiglos post:elr~oresa est:eliSuceso nJiJse
Slelparade fa reaHklad que dt'itermina: 'es el tiiempo de Cristo resuci-
69. Eph 1, 3 parece que debe ser interpretado con este realismo: «Estamos colmados ...
('1\ los cielos, en Cristo.» Asimismo Eph 2, 6. El que está en Cristo está en los cielos.
lesto supone que toda la realidad celeste ha sido inaugurada con la glorificación de Jesús,
que Cristo y su gloria constituyen para el fiel la esfera de la vida celestial. La misma
idea se desprende de la coincidencia entre la entrada de Jesús en los cielos y la glorifi.
caeión de su cuerpo.
tado y de cuantas participan en la resu1"rtXciión.Por eso «este s!igl0
perverso» continúa transcurriendo, y el. «ahora» cristiano comienza
para cada fiel en el instante de su justificación (Eph 5. 8). Y,. sin
embargo, en todo fiel el tiempo nuevo se remonta hasta el momento
de la resurrección, ligándose su justificación a ese instante (cf. cum
Chri!sto). La resurrección no es Isólo el pUllltlode partida histórico,
sino también el CIOOtroonto~ógico en e!l que está anclado el tiempo
nuevo 70. El tiempo cristiano comienza en una fecha de la historia
y al mismo tiempo en esa realidad siempre presente de la resurrec·
ción que está en Cristo.
70. En este punto nos apartamos de O. CULIMANN, Christus lind die Zeit, p. 79 s 179,
para quien el acto redentor se halla en el centro del tiempo en un sentido puramente
cronol6gico, constituyendo el punto de divisi6n del tiempo antiguo y del nuevo.
I ,a exaltación de los fieles al señorío de Cristo es el efecto de
una afusión de dY11l1mi'S. La v~da nueva del resucitado es fuerza
prodigiosa, pues su principio es el pneuma, vigor de Dios. «El
poder de la resurrección» (Phil 3, 10) actúa en e! cuerpo' eclesial
como en el Cristo personal. La Iglesia está dotada de una fuerza
irresistible que se despliega en el poder de los apóstoles, capaz de
«derribar fortalezas» (2 Cor 10, 4), en las asombrosas manifes-
taoiones carismáticas, en la energía moral del fiel que restringe de
día en día los reductos del hombre viejo. Lo mismo que el cuerpo
del resucitado es principio de difusión del Espíritu, así la Iglesia
identificada con este cuerpo es un fermento de vida por el ardor de
sus carismas apostólicos y la virtud de sus ritos de santificación.
Por ella, que 10 haoe presente en el mundo, el cuerpo de Cristo es
una fuente de Espíritu para el mismo mundo 71.
Pero este poder se ejerce partiendo de la muerte de la Iglesia
a la carne y profundiza cada vez más en esa muerte. La Igle-
sia no triunfará soibreel mundo en el propio campo del mundo: no
conocerá una era de grandeza terrena que sea sólo una gloria efí-
mera. La Iglesia es una asamblea de resucitadosen el Espíritu y,
por consiguiente, una reunión en la muerte de Cristo: en los már-
tires celebra sus más auténticos triunfos.
711• Este privilegio que tiene el cuerpo eclesial de Cristo, de ",er fuente del Espíritu como
lo es el cuerpo personal, privilegio afirmado impIícitatnente en las cartas paulinas, está
expresado por san IRENEo (Adv. Haeres. III, 24; 1, PG 7, 966) con alusi6n a Ioh 7,
3R: «Ubi enim Ecc1esia, ibi et Spiritus Dei, et ubi Spiritus Dei, illic Ecc1esia et omnis
Rratia ... Quapropter qui non participant eum,neque a mamil1is matris nutrientur in vitam,
"(,'l"e percipiunt de eorpore Christi procedentem nitidissimum fontem.» El Espíritu Santo
Illlye del cuerpo de Cristo entendido en su doble sentido. Cf. C,PR,ANO, Efrist. 73, 10 s.
f)" ha"r. bapt., PL 3, 1116 s; d. G. BAREILLE, Dict. Théol. calh., arto Irenée, col. 24-25
sigllientes; H. RAHNER, FI1tmina de ventre CMisti, «Bib!.» 22 (1941)368-374, 384 s.
agradable a Dios» (Rom 12, 1). La acción sacrifioial consiste en
despojarse de la forma del siglo presente y renovarse en el Espí:ritu
(Rom 12, 2). El apóstol es el ~iturgo de este culto; los gentiles
que ofrece a Dios son santificados en el Espíritu Santo y aceptados
JXJr Dios (Rom 15, 16; cf. Phil 2, 17).
La luz de estos textos es pálida e imprecisa. No parece que
quieran expresar la profunda concepción de una Iglesia inmolada
en sí: misma, ofrecida a Dios y oculta con Cristo en la vida divina
(Col 3, 3; Gal 2,. 19). No obstante, la noción sacrificial aplicada
al pensamiento del apóstol desentrañaría las riquezas de esos textos n.
79. F. PRAT, La. Théologie ... , t. n, p. 28 n. dice a este propósito: «Conocerle según
('\ espíritu es conocerle tal como su resurrección y su glorificación nos enseñaron a cono-
ccrle, a la luz del Espíritu Santo.» -
Perteneciendo al orden del pneUrrIil, este conocimiento poocc u Illl
afinidad con la caridad, primer efecto de la presencia del Espíritu.
Fuera de Cristo" el conocimiento es simplemente conceptual: hincha
sin llenar y sin edificar, estando vacío de caridad (l COI' 8, 1). La
gnosis del fiel es una visión de su corazón (Eph 1, 18); una 'luz en-
cendida por el Espíritu de amor: «Arraigados y fundados en la ca-
ridad, pal'a que podáis comprender ... }}(Eph 3, 17 s).
El oonocimilento n~ IsiqUiiem.:se dilstingue muy netamoote de la
caridad. En ambos se manifiesta toda entera la vida en Cristo; el
progreso de la caridad acompaña al del conocimiento: «Que vuestra
caridad crezca más y más en verdadero conocimiento y en toda dis-
creciÓn» (Phil 1, 9). Pero la caridades más fundamental, se presenta
la primera y se ilumina como gnosis. Los ojos se abren en el cora-
zón. Pero aun antes que la caridad tenemos el Espíritu Santo y su
vida en nosotros por la existencia en Cristo. Históricamente, la fe
del fiel tiene su principio en la predicación apostólica (Rom 10, 17),
pero la verdad misma de la fe se origina en la vida de Dios. Y cuan-
do, por la fiel adhesión a Cristo y por la existencia en !Él, el cre-
yenteentra a participar de la vida con Dios, en su vida tiene origen
la fe del creyente 80. El hombre continúa creyendo en la palabra del
apóstol, pero en adelante esa palabra es la expresión de ,la vida
del hombre mismo 81.
Si ell Espíritu es la raíz de nuestro conocimiento, no es por ser
1uz y sabiduría de Dios,. sino por ser lazo de nuestra unión con
Cristo y dynnmis. Nos une a Cristo, luz y sabiduría de Dios" y nos
da el poder comprender, pues nos llena de caridad, vínculo cons-
ciente de nuestra unión al Salvador. Gracias a la caridad, la intdi-
gencia se ilumina con la luz que está en nosotros 82.
86. Existe una real analogía entre la transfiguración de Jesús y la teofanía .del Sillaí.
Lo mismo que 1\:íoisés, Jesús escala una alta montaña acompañado de sus discfpnlns y
deiando al pueblo en la llanura. La gloria de Dios desciende sobre ambas montafías; el
rostro de Jesús y el de Moisés se iluminan; una voz se deja oir. Elías y Moisés, los dos
hombres del Sinaí, conversan con Jesús. Dios pronuncia sobre Jesús estas palabras: «ftste
es mi Hijo ... escuchadle», realizando la promesa hecha a Moisés al baiar del Sina¡: «Yah-
veh te suscitará un profeta como yo [Moisés], escúchale» (Deut 18, 15).
Pero la transfiguración no era sino un anuncio, la glorificaci6n de Jesús era pasajera,
aún esperaba la muerte de la que hablaba con sus interlocutores. Los sinópticos presentan
varias anticipaciones de la pascua en la vida terrena de Jesús (el bautismo, la entrada en
J ernsalén, la cena). Jesús muerto y resucitado será el Sinaí del NT, Cf. l.a transfígumtion
de Jésus, «Vie Spirit.» 85 (1951) 115-1266.
87. J. DANIÉLOU, Sacrametttum futurí, París 1950, pp. 135-43; JOAC!L JEREMIAS,
Th. W. N. T., IV, pp. 871-878.
88. Mientras que la ley mosaica se adapta a la caída elel hombre (Mt 5, 31, 38, 43;
19, 8), las exigencias de Jesús suponen una humanidad vuelta a stl pureza paradisíaca
(Mt 19, 8).
que nos une al Salvador; y la justicia está constituida por nuestra
presencia en Cristo (Rom 8, 1). La fornicación es condenada porque
atenta contra la dignidad del hombre (1 Cor 6, 18). Ciertamente.
Pero sobre todo porque arranca un miembro al cuerpo de Cristo y lo
une a la carne de una meretriz. El culto sabático, antiguamente
engrandecido por Dios, y la confianza en las obras de la Ley son
tan condenables como la fornicación, y por la misma razón (phiI 3,
7-9; 19; Col 3, 20-22).
La vida que anima al cuerpo de Cristo resucitado es el Espíritu
Santo, que con su poder y santidad vivifica y santifica a todos los
que están en Cristo: el pneuma de Cristo resucitado es la ley del
NT. A la ley mosaica sucede «la ley del Espíritu de vida» (Rom
8, 2). Las prescripciones de la letra muerta son reemplazadas por
una vida en la novedad del Espíritu (Rom 7, 6). Los que son movidos
por el Espíritu no están ya bajo la Ley (Gal 5, 18). El Espíritu,
antítesis y abolición de la ley prengurativa, Isepresenta como el prin-
cipio de la moral de los últimos tiempos 89.
La ley nueva, en el cuerpo de Cristo, no es, pues, solamente
un código, sino una vida, una fuerza, una realidad inmanente y
die orden físico: eil Espíriltu. que resucita a Jesús de entre 'las mmer-
tos 90. M~entras que rnaley natural, también inmanente,. notifica sus
voluntades sin imprimir movimiento a la carne recalcitrante' (Rom
7, 23), la ley del Espíritu se afirma con fuerza. Es un poder de
resurrección que tiene sus impulsos, sus 'instintos de vida (Rom 8, 6),
cuya dirección indican y cuya formulación constituyen los preceptos
de la catequesis. El Espíritu mueve al fiel (Rom 8, 14; Gal 5, 18); es
el principio de las acciones cristianas (cf. 1 Cor 12, 3); produce
'1as virtudes como la planta madura sus frutos (Gal 5,. 22) 91. Esta
acción se ejerce sin constreñimiento, pesa sobre las voluntades a
la manera del amor, ya que dI Espíritu es amor. Pero en la tierra,
el fiel es con frecuencia tan poco sensible a la pesantez del Espíritu,
89. Santo TOMÁS, Como in Rom. 8, lect. 1: «LexSpiritus dicitur lex nova quae est
ipse Spiritus Sanctus, vel eam in cordibus nostris Spiritus facit.» ST I-n, q. 106, a. 1:
«Id autem quod est potissimum in lege novi testamenti, et in quo tota virtus eius consistit,
est gratia Spiritus Sancti, quae datur per fidem Christi. Et ideo principaliter lex nova est
ipsa gratia Spiritus Sancti quae datur Christi fidelihus ... Et ideo dicendum est quod prin.
cipaliter nova lex est indita.»
90. A. M. RAMSEY, The Resurrection of Christ, Londres '1950, p. 8: «Christian
ethics are Resurrection etbics, defined and made possible by men heing raised together witb
Christ.»
91. La infracción de las leyes vitales amenaza esta vida, ya en su desarrollo, ya en
,'-;11 existencia misma. Así como la «carne y la sangre» no entran en el reino de Dios, tam·
poco el pecado (1 Cor 6, 9; Gal 5, 21; Eph 5, 5), pues el pecado es una vuelta a la carne
)' a 1;. sangre, y pone fin en el fiel a la vida del Espíritu. La vida deshonesta, que al decir
de san JUAl'l CRISÓSTOMO(Hom. 47, 4, PG 60, 331) lesiona el dogma mismo de la resu-
lTl'cci{¡Il, hiere de muerte la vida de resurrección, puesto que viola su ley.
que el apóstol debe añadir todavía el peso de sus exhortaciones y
de sus preceptos, al servicio del amor.
Se opera una transposición, haciendo pasar la actividad del
fiel del nivel carnal a la esfera escatológica del Espíritu. El hom-
bre no se desarrolla en el plano horizontal de una moral de natura-
leza; está obligado a sufrir una evolución, a «devenir», según úna
moral de transfo'rmación, de re-creación progresiva, definida por el
acontecimiento de pascua y por la comunión sacramental con este
acontecimiento (Raro 6, 2-5; Col 3, 1 s). El principio pascua!, deposi-
tado con su novedad creadora en el fiel, debe introducirseen toda
la vida; eS preciso que lleguemos a ser efectivamente 10 que somos:
«Purificaos de la levadura vieja, puesto que [ya] sois ázimos»
(1 Cor 5, 7). Pero ese «Sé lo que 'eres» no es el!de Píndaro y de una
moral de la natumleza; nuestro ser de cristianos está no menos
delante de nosotros que en nosotros mismos, está en Cristo en su
gloria escatológica. A través de su esfuerzo moral se somete el
hombre a la acción creadora del Espíritu que rematará en 'la resu-
rrección final (Rom 6,. 2-5).
Esta re-creación progresiva exige una incesante ruptura del
hombre consigo mismo, pues el Espíritu mueve a los fieles como
resucita a Cristo: vivificándoilo'S,en la muerte y realizando en
ellos cada vez más esta muerte de Cristo; el Espíritu es una ley
de resurrección en la muerte. En todo se afirma la moral cristiana
como una muerte y una novedad; es renuncia a los vicios del
hombre camal (Ga1 5, 19-23) Y prosecución de la justicia: «Los
que son de Cristo Jesús crucificaron su carne con sus pasiones y
sus concupiscencias. Si el Espíritu es nuestra vida. obremos también
por el Espíritu» (Gal 5, 24 s).
Tal moral de muerte y de novedad totales es una moral sin
límites. Parae11a, la perfección no' se halla en justo medio es-
table; está situada más adelante del hombre terreno, perseguida
siempre y nunca alcanzada en la tierra (Phil 3, 13 s). Quien no
tuviera una orientación, por 10 menos implícita, hada la totalidad
y dijera: «Iré hasta allá y nada más», o creyendo haber hecho
todo no quisiera hacer más, no obraría como crilst1fano:«Porque el
amor de Cristo nos apremia... !:Élmurió por todos a fin de que los
que viven no vivan ya para ellos mismos, sino para aquel que murió
y resucitó por ellos» (2 Cor 5, 14 s). No se terminará hasta llegar
a un don de sí mismo que agote toda posibilidad de ofrenda 9!.
92. Tales son ya las exigencias de la moral de los sinópticos. Cf. C.H. DODD, MMale
de l'f1;vangile, p. 84 s. K. SCHELKLE, Die Passion 'esu in der Verkündigung des N.T.,
El ideal moral hacia el que tiende el fiel no es el de la sabi-
duría y de la mística griegas, que hallan su última perfección en
la gnosis divina; no se cifra en la práctica heroica de las. virtudes
humanas: si el fiel poseyera toda gnosis y todas las virtudes heroicas,
todavía no sería nada (l Cor 13,. 1-3). El ideal no consiste tampoco
en la justicia que confiere la ley, pues ésta es «una justificación
de vida» (Rom 5, 18). Cristo muerto y resucitado es el ideal moral
del NT. No se tiende a este ideal con la búsqueda de la propia per-
fecaión;tarn íldw:I sólo Ise puede peiI.1segu~r
enel1 o[vido y el don de
sí. Se tiende a él por imitación, pero no copiando un modelo' ex-
terior a uno mismo, pues la justicia que se ha de alcanzar es
personal de Cristo. no es sino Cristo mismo, que en su muerte y en
su resurrección vino a ser «justicia y santificación» (l Cor 1, 30).
Tal ideal no se alcanza sino por participación. La perfección cristiana
reside en una comunión, en un amor que une al fiel con Cristo y
10 transforma en El.
La vida pascua;l de la Iglesia encuentra su expresión característica
en la virtud de la caridad.
Antes que una exigencia de su doctrina, la caridad es para la
Iglesia tuna exigencia de su ser. Porque eHa tiene su ser en el
Cristo pascual, que es renuncia permanente y donación.
Englobado en Cristo y en su don personal, ya no puede el fiel
«buscar su propio interés» (Rom 15, 3), sino «los intereses de los
demás», teniendo para con sus hermanos los sentimientos de renun-
cia que nacen de su unión con Cristo redentor (PhiI 2, 4 s).
La caridad supone y produce la muerte del hombre viejo 93 - se
opone a la carne cerrada sobre sí misma en el egoísmo de su orgullo
y su fragilidad - y es novedad de vida desbordante. Es una fuerza
invencible (l Cm 13, 4-8), todo lo puede y nunca pasa. Es la vida
del Señor resucitado.
El fiel es invadido como por una savia, porque el Cristo pascuaI,
su raíz de vida, es un «espíritu vivificante», y el Espíritu que
comunica es «la caridad de Dios derramada en nuestros corazones)}
(Roro 5, 5) 94.
11. 217 ~238. ¿ Cómo se podría acabar nunca, una vez que el término del esfuerzo, Cristo re-
sucitado, es un comienzo, una novedad eterna?
93. Las cualidades de la caridad, enumeradas en 1 eor 13, son en gran parte ne-
gativas.
94. Este texto identifica la caridad de Dios con el Espíritu 0, más exactamente, hace
,le la caridad el efecto formal de la presencia del Espíritu en nosotros. En la literatura
hfbliea, el Espíritu es «derramado»; aquí el ap6stol habla de una «efusi6n» de la caridad
pOnl1.1C esta caridad se confiere en el don mismo del Espíritu. La caridad está siempre rela-
~iol1(lc1a con el Espíritu. El apóstol, unas veces, la refiere al Espíritu como -a sU causa (Rom
1>, 30), como el fruto a la raíz (Gal 5, 22, ef. 5, 13-16), como al principio de que está
La caridad coincide tan exactamente con la vida nueva del Espí-
ritu, que se pueden intercambiar sin disonancia sensible las fórmulas
«en el Espíritu» y «en la caridad». Caminamos en el Espíritu y en
la caridad (Rom 8. 4; Eph 5, 2); en ambos nos santificamos (Rom
15, 16; Eph 1, 4); el cuerpo de Cristo se edifica según este doble
principio (Eph 2, 22; 4, 16). La caridad desempeña el mismo papel
que el Espíritu en el cuerpo de Cristo (Eph 4, 16; COll2, 2).
El poder divino que irrumpe en Cristo y en la Iglesia no crea
superhombres, porque el Espíritu es al mismo tiempo dynamis y
caridad. La fuerza cristiana radica en la caridad. «La benignidad»
(Gal 5, 22; Col 3, 12) Y «la humildad» (Eph 4, 2) son los frutos
del Espíritu y «la señal dd cristianismo» 95.
Por ser eil Espíritu caridad a la vez que realidad plena y santidad
de Dios, la caridad es la «plenitud de 'la Ley» (Rom 13, 10; Gal
5, 14) 96. «El vínculo de la perfección» (Col 3, 14). Toda justicia
«se cumple» en ella. Estos textos insinúan que para san Pablo, lo
mismo que para san Juan, la caridad es «el precepto nuevo», es
decir, el precepto que corresponde a la nueva institución. Es la
cumbre de las virtudes, no sólo porque es la más elevada, sino
porque hacia ella convergen todas las otras, caso que sean realmente
cristianas, yen ella reciben ISU' verdad cristiiana. Es también su
base, puesto que todo comienza ~n la comunión con Cristo, es
decir, en un amor por 10 menos inicial, y en el Espíritu, es decir,
en el amor infinito Ilamado a Ilenarlo todo.
A los ojos. de san Pablo toda la moral cristiana es religiosa.
Tiene a Dios por término, como tiene a Dios por principio; la
justicia está constituida por la realidad Ilamada «gracia de Dios
por la redención que está en Cristo Jesús» (Rom 3,. 24). Toda
virtud cristiana es teologal 91.
De la vida nueva que es nuestra ley nace un conocimiento moral,
específicamente cristiano, que dicta a la voluntad las acciones pro-
pias de los instintos vitales y que juzga según esta vida del Espíritu
en dI cuerpo de Cristo: «Tened todos el mismo pensar, el mismo
animada (Col 1, 8); otras, yuxtapone ambos términos (2 Cor 6, 6), o también presenta la
caridad como el carisma espiritual por excelencia (l Cor 12, 31).
95. P •. MACARro, Hom. 15 y 16; PG 34, 593, 681; HESIQUIO, De Temperantia et
Virtute, Cent. 1; PG 93, 1505.
96. Santo TOMÁS, Como in 2 Cor 3, 6: "Spiritus Sanctus, dum facit in nobis carita-
tem, quae est plenitudo Legis, est novum Testamentum, non littera ... sed spiritu, id est per
spiritum qui vivificat.»
97. Para san Pablo no hay otra perfección moral que la que se justifica delante de
Dios. No es que condene una virtud judía o pagana, excepto en cuanto a su insuficiencia.
La moral cristiana se identifica con la religión cristiana. Cf. C.H. DODD, Morale de l'Éva-n-
gile, p. 62.
amor... Tened los mismos sentimientos que [tenéis] en Cristo
Jesús» (Phil 2, 2. 5). En vuestras relaciones mutuas dejaos guiar
por la vida que lleváis en Cristo'. Como esta vida es «caridad del
Espíritu», la conciencia cristiana se purifica con el progreso de la
caridad: «Que vuestra caridad crezca más y más en todo conoci-
miento para que sepáis discernir 10 mejor y seáis puros ... }) (phil
1, 9 s; Rom 12, 2).
La moral cristiana es, pues, de una novedad absoluta. No es
impuesta desde fuera por Dios, ni es tampoco la exigencia inmanente
de la naturaleza humana. Es «un mandamiento nuevo», la ley de
la nueva y última creación en Cristo. No sustituye, con todo, la ley
del Sinaí ni la de la razón, las contiene 9B perfeccionándolas: es
ley de Dios como la del Sinaí y, sin embargo, ley inmanente como
la de los griegos.
Por eso el hombre es libre en Cristo: «Donde está el Espíritu
del Señor está la libertad» (2 Cor 3, 17). Se somete a Dios sin
comprometer su libertad porque obedece a las leyes de su propio ser,
a los instintos de su vida cristiana. Más libre aún que el griego
obediente a la razón, el cristiano obedece al amor. Hace lo que
ama. Todo consiste en no caer bajo una :ley extraña. Con esta
salvedad, nada le está prohibido (l Cm 6, 12). La ley de vida entra-
ña, sí" cierta coacción, pero a la carne 99.
Aunque inmanente al hombre" la ley nueva es, sin embargo" la
de otro, y la Ley cristiana, como la del AT, es una total obediencia
:a Dios. Porque el Espíritu, don de amor, es también una ley, la
voluntad de Dios intimada en 10 íntimo de los corazones. El do-
minio de Dios es completo en Cristo resucitado y en sus fieles. Pues
Cristo y ~os suyos están muertos a sí mismos, y su vida es la
del Espíritu, poder de Dios y su voluntad soberana.
La moral cristiana es una moral de completa libertad y de total
obediencia InO. Se podría decir que la pascua es el Sinaí cristiano, y
que Cristo muerto y resucitado es la tabla de 'la ley nueva, si la
pascua no fuera algo más que la voz de Dios sobre el monte y
Cristo más que una tabla de la ley. Pero la pascua es la irrupción
de la santidad del Espíritu de Dios en un hombre, Cristo,· y la
transformación de este hombre en la santidad del Espíritu de Dios,
más insistencia: «En verdad os digo que hay algunos entre los pre-
sentes que no gustarán la muerte antes de haber visto al Hijo del
hombre venir en su rea¡leza» (Mt 16, 28). Esta afirmación va prece-
dida inmediatamente de la convocatoria del juicio final: «El Hijo
del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles,
y entonces dará a cada uno según sus obras.»
La próxima parusía, que tendrá por testigos algunos oyentes,
presenta un carácter escatológico innegable 2.
Tres veces anuncia Jesús que el Hijo de! hombre debe morir
y resucitar. La gloriosa visión de Daniel había sido incompleta;
ignorada la humillación que debía preceder al advenimiento del
Hijo del hombre. Jesús la completa fundiendo en un solo cuadro
los rasgos del Hijo del hombre y los del Siervo de Yahveh, el gran
9. C. H. DODD, The parables of the Kingdom, Londres 1950, p. 28: resurrección, as·
censión, parusía «son tres aspectos de una misma idea».
Toda la predicación de san Pablo está dominada por la convic-
ción de que,. por la acción resucitadora del Padre, los .últimos
tiempos irrumpieron en el mundo.
El universo entero" tal como 10 ha forjado el pecado, expiró en
el cuerpo de Cristo: «El mundo está crucificado para mí» (Gal 6,
14). Indudablemente, este mundo de pecado parece encontrarse to-
davía en buen estado, pero la mirada profética contempla la muerte
apostada a su raíz: «Pasa ya la apariencia de este mundo» (l Cal'
7, 31) l0.
En la gloria pone la muerte del Jesús fin al «siglo presente»,
entregado a Thanatos (la Muerte), a la fuerza cósmica de corrup-
oión. La resurrección trastorna el cosmos, rompe en un punto, en
este hombre, la cadena de la necesidad universal, introduce el
modo de existencia de los últimos tiempos.
Jesús resucitó solo y, sin embargo, la resurrección de los muertos
se realizó toda entera en El: «Fue constituido Hijo de Dios pode-
roso por la resurrección de los muertos» (Rom 1, 4) 11. El poder de
la resurrección universal está concentrado en su glorificación. Los
hombres entrarán en la plenitud de los tiempos cuando conozcan
el poder que actúa en la única resurrección de Cristo (Phil 3, 10). El
día de la parusía «serán resucitados con», asumidos por la única
acción resucitadora que introduce a Cristo en la gloria,. de modo
que el misterio parusíaco aparece no sólo ligado, sino identificado
con el misterio pascual.
El Espíritu de Dios fue el que situó de golpe a Cristo en el fin
de los tiempos" cuando en El solo concentró toda su gloria. El Es-
piritu es la realidad plenaria, y por tanto última. De ésta reciben
los fieles en la tierra un pago a cuenta, quedándoles prometida para
el día la suma completa. Pero este día es actual en Cristo, pues
Cristo tiene en su poder en su plenitud la realidad celestial: «El
Señor es el espíritu» (2 COl' 3, 17).
Por eso Cristo contiene en sí toda la realidad de la historia y de
las instituciones terrenas, que no eran sino letra muerta (2 Cor 3),
expresión inanimada de la vivificante realidad, sombra de este cuer-
po glorificado (Col 2, 17) proyectada hacia delante, hasta el! origen
10. Se trata siempre del mundo bajo su forma actual en cuanto pecador.
11. En las religiones mistéricas, la resurrección del dios no se presentaba como Un
hecho escatológico porque no era más que una reanimación. Tales dioses estaban inscritos
en el ciclo del término y del comienzo de las estaciones.
del mundo Cristo está coJocado C!11 el término de todas lws cosas,
I~.
14. Hay, sin embargo, que precisar que san Pablo reserva el nombre de juicio al aCOll~
tecimiento del último día. Cf. S. LYONNET, Justification, jugement, rédemption, en Littéra-
tnre et théolagie pCJU,J'iniennes, París 1960', 166-184. En las grandes epístolas que exponen
la doctrina de la justificación, la evolución doctrinal del apóstol no ha llegado todavía al
estadio en que considera los acontecimientos salvíficos de la existencia cristiana en la tierra
como hechos escatológicos. Ni a la justificación se la llama juicio, ni todavía se considera
formalmente el bautismo como una resurrección. Pero ya en estas epístolas se enuncian
principios que permiten ver en el bautismo un sacramento de la resurrección final, así como
en la justificación un efecto del juicio final. Eph y Col explicitarán esta doctrina por lo
que hace al bautismo.
15. La hora es al mismo tiempo la de la pasión y de la consumación final. Cf. D. 1>10-
LJ..AT, D. B. Suppl., arto l1fgement, col 1383. Igualmente el «ahora» del juicio (12, 31) Y
cle la expulsión del príncipe de este mundo es idéntico con la hora. Cf. F. MUSSNER, Zurh,
p. 103.
16. En 5, 21-29, Jesús habla de su plenitud de vida y del poder de vivificar a toda
carne, mientras que en el c. 17 pide ser glorificado a fin de vivificar toda carne.
17, Cf. Sl1pra, p. 39 s.
mana de la creaClOncomienza ese día. Llegado a la gloria, Jesús
vivifica toda oarne (17, 1s). Aquella milsma tarde sopló sobre los
suyos enviándoJes el Espíritu (20,,22), como Dios había soplado
sobre las primeras aguas dd mundo (Gen 1, 2).
El juicio de Dios se pronuncia sobre el mundo en el momento
en que suena la hora de Jesús: «Ahora es el juicio de este mundo;
ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera» (Ioh 12, 31).
¿De qué juicio se trata? Del único, del juicio del último día.
Después de la partida de Jesús, viene el Espiritu a revelar que
la sentencia está pronunciada y que se ha hecho justicia, pues Cristo
ha ido al Padre, el mundo incrédulo se ha enraizado en el pecado,
y «el príncipe de este mundo está ya juzgado» (16, 8-11).
Con más fuerza que el mismo san Pablo, fundamenta san Juan
el poder judicial de Jesús en su obra redentora. La única misión de
Jesús es salvar: «Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que
juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él» (3,
17). Esta inhabilidad para todo acto judicial no se limita a la vida
terrena: «YOIno he venido a juzgar al mundo', sino a salvarlo» (12,
47), Y esta «venida» comprende toda la economía de la encarna-
ción. Ni siquiera en el último día pronuncia Jesús mismo la senten-
cia (12, 48). Su única misión es dar vida.
La justicia que Cristo cree no tener derecho a ejercer es la de
la condenación,. que Se opone a su obra vivificadora. La significa-
ción del «juicio» limítase ordinariamente a este sentido. Juzgar es
lo contrario de salvar (3. 17; 12, 47): «la resurrección del juicio»
contrasta con «la resurrección de la vida» (5, 29), es la «resurrec-
ción de la condenación».
Y, sin embargo, Cristo juzga: «Yo he venido a este mundo para
un juicio» (9, 39). Su presencia separa los espíritus; atrae a unos
a la luz, mientras rechaza a otros a las tinieblas, que se espesan
aún más con la veniidadel Verbo, y ala condenación dellúltimo día
(12, 47). No hay ya necesidad de instruir la causa, ni de probar
la culpabilirlad, sólo la sentencia queda por ejecutar.
Ahora bien, paradoja sorprendente, este cuidado se ha confiado
a Cristo: «Como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así
también e[ Hijo a los que quiere ~eIS dé la vid'a. Porque el Padre
no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo todo el poder de
juzgar... En verdad,. en verdad os digo que llega la hora, y es esta
en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y Jos que la
cscllcharen vivirán, pues así como el Padre tiene la vida en sí mis-
mo, así dio también al Hijo tener vida en sí mismo, y le dio poder
de juzgar, por cuanto El es el Hijo del hombre. No os maravilléis de
esto, pues llega la hora en que cuantos estén en los sepulcros oirán
su voz, y saldrán 'los que han obrado el bien para la resurrección de
la vida, y los que han obrado el mal para la resurrección del juicio
[condenación]» (5, 21 s. 25-29). El incrédulo ha continuado en sí
mismo todo el proceso de la condenación. Cristo interviene para
ejecutar la sentencia y le hace sufrir una resurrección de conde-
nación.
¿Cómo se aviene esta afirmación de un papel justiciero con las
negaciones precedentes? El poder de juzgar guarda íntima conexión
con d de vivificar; el texto citado desarrolla el paralelismo entre
la vida dada por Jesús y la sentencia que ejecuta. El Salvador ejerce
simultáneamente su poder vivificador y justiciero.
El hombre que cree no es juzgado (3, 18); pasa de la muerte a
la vida (3, 36): Cristo 10 juzga vivificándole. En cuanto al incré-
dulo, Cristo puede atribuirse una parte en su condenación y puede
asimismo negarla, porque no interviene sino indirectamente. Sólo el
pecador es la causa de una reprobación directamente querida; él es
quien se parapeta contra la salvación que llama a su puerta. Pues-
to que la encarnación no implica condenación (12, 47), podemos
creer que en el pensamiento de Juan, aun la intervención positiva
de Cristoene1 último día no ejerce más que unacausalidad indi-
recta 00 [a reprobación. «La rtesulrreccióndie la condenación» (5,29)
será el efecto de un poder redentor, del poder de vida conferido
«al Hijo del hombre» (5, 27) que vino a salvar" conferido consi-
gui'entemente con miralS a ]a rsalvación. Perro eJs,lJepoder de vida
salvífica se frustrará en la reanimación de los separados de Cristo,
sin abrirse a la vida divina. Tal poder quedará desorientado y des-
esperado, como raíz eternamente sangrante de la flor de ,la que se
desgajaron. Efecto inesperado: el poder de vivificado todo, conce-
dido a Cristo porque murió por todos, no podrá producir 'en el que
se cierra a la vida eterna más que una vida insatisfecha y de im-
placable tormento. ¡Infierno del hombre rescatado!
La hora de Jesús, hora de salvación, es, pues, una hora de jui-
cio. Cuando ejerce Jesús su pleno derecho de dar la vida (17, 1 s)
se revela el austero reverso de la salvación, 'la condenación.
De esta manera se acerca la doctrina joánica a las afirmaciones
de san Pedro y san Pablo: la justicia de Dios entra en vigor
con la redención; su ejecución está confiada a Cristo resucitado, y
sus rigores son los efectos de su actividad salvadora.
A pesar de los divergentes puntos de vista, a menudo conside-
rabIes, están acordes los autores sagrados en ver en el hecho de
pascua el acontecimiento escatológico que cierra la historia. Saben,
no obstante, que e1 tiempo transcurre aún; se sienten encuadrados
en la historia y esperan el final. El teólogo que quiere conciliar esos
dos pensamientos antinómicos dirá que la intervención parusíaca
de Dios no es otra que su acción resucitadora, desplegada toda en-
tera en el hombre Jesús, y que un día se impondrá al universo.
Desde el día de pascua, el tiempo del hombre va progresando
hacia un hecho perteneciente al pasado, que no encontrará sino
al término de la historia la resurrección de Jesús.
Jesús salió de nuestro tiempo y se constituyó su centro porque
es su plenitud; y su señor, porque es su fin.
19. D. Buzy, D. B. SUPl'l., art. Antéehrist, col. 301. Una apostasía debe acompañar
a la revelación del Anticristo. Seguramente el apóstol no pensaba en una apostasla masiva
de los fieles en un futuro próximo, pero no por ello es necesario retardar esta revelaci6n,
ya que él no preveía una apostasía en el interior de la Iglesia, sino una revuelta general de
orden religioso por parte de esos «hijos de la desobediencia», en quienes actt'm el «príncipe
del poder de los aíres» (cf. Eph 2, 2).
Nos hallamos en el año 50 ó 51. El apóstol no pensaba entonces en una apostasía de
sus convertidos: en tal caso no habría hablado de ella con tanta tranquilidad. Segün él,
serán salvados los cristianos de los tiempos parusíacos (1 Thes 4, 15-17; 1 Cor 3, 15). Se-
rán arrastrados a la perdición con el hombre del pecado, no ya cristianos apóstatas, sino los
que no han aceptado la verdad (2 Thes 2, 11-12). Cf. B. RIGAUX, L'Antéchrist, París 1932,
p. 289.
20. O. CULLMANN, Le caracteYc eschatologlque dll, devoir misionnaire et de la con-
scienee apostolique de Saint Pa"l, «Rev. hist. phil. rel.» (1936) 210-245.
(cf. Apoc 17, 9-11). Igual que en san Pablo, el anticristo es perso-
nal en el Apocalipsis, y el teólogo puede dar una interpretación
colectiva de san Pablo lo mismo que del Apocalipsis 21.
No está tan lejos de manifestarse el anticristo de san Pablo, al
que el autor del Apocalipsis vio ya en acción. Para san Pablo pa-
rece bastante cercana la venida de Cristo, cuyos pasos oyó resonar
fuertemente san Juan en la historia romana. El Apóstol de los
gentiles no afirma que el fin de!!mundo ha de seguir a la revelación
del adversario. No obstante, la intuición carismática se dirige hasta
el fin de los tiempos, condensando toda la rebelión del mundo y
toda la venida de Cristo en una visión sin perspectiva donde las
luchas finales ocupan el primer plano de los hechos presentes de
la historia.
Quizás el apóstol no haya tenido conciencia del procedimiento
de condensación que implicaba su intuición. Pero, por esa intuición,
la historia se dice escatoJógica desde que Jesús es el Señor. En e1la
está el fina:!de los tiempos, porque el poder de Cristo se halla pre-
sente en ella, e introduce en su desarrolIo la victoria final.
El anuncio de la venida, hecho en el discurso de la cena, es
transmitido en forma discreta: «Cuando yo me haya ido y os haya
preparado el lugar, de nuevo volveré, y os tomaré conmigo» (Ioh
14, 3). Juan, el único superviviente de los doce, no piensa en una
parusía sensacional en favor de los apóstoles, sino que la entiende,
según parece,. de aquella parusía intermediaria que san Pablo había
conocido (2 Cor 5, 8) Y que para cada fiel se realiza en su muerte.
La venida de Cristo se cumple ya desde la vida terrestre de los fieles
en el silencio de su corazón: «Me voy y vendré a vosotros» (14,
28). Esta venida no tardará, se manifestará el día de pascua: «To-
davía un poco y ya no me veréis, y aún otro poco y me veréis»
(16, 16).A pesar de la diveI!sitladde sus manilfelstacíonieis,
la venida de
Jesús permanece una en sí misma. El único día (16, 23) de su vuelta
es el de la visita de Jesús, de su presencia en las almas, del don del
Espíritu, de la venida suprema 22.
Parece que la última aparición deil resucitado' referida por el
21. En 2 Thes 2, 3-12, reconocerá el exegeta un anticristo personal. Esta visión del
apóstol es justa, pues los acontecimientos actuales son ya los! acontecimientos del fin, y un
adversario presente es el adversario final. Pero resulta incompleta, y el teólogo podrá con-
cluir de la proximidad de la revelación del anticristo en san Pablo que el anticristo anun-
ciado por la Escritura debe estar constituido por una serie de adversarios.
22. Cf. LAGRANGE, Évangile se Ion saint lean, París '1927, p. 428. O. CULLMANN, U1'-
christeMum und Gottesdienst, Basilea 1944, p. 75. L. CERFAUX, La charité fraternelle et
It· r"t,mr du Christ, «Eph. Theol. Lov.» 24 (1948) 324: «Se mezclan todas estas perspec-
tivas: resurrección, pentecostés, experiencia de la presencia actual de Cristo en la comuni-
<1:1<1, parnsfa.»
evangelio está destinada a evocar su aparición al fin del mundo.
A comentadores antiguos y recientes "les ha chocado el carácter
simbólico del relato de la pesca milagrosa. Ya san Jerónimo veía
en él una alusión escatológica 23, y san Agustin 24 no exagera quizá
cuando ve a Cristo apareciéndose al despuntar el alba en la ribera
de la eternidad y nutriendo con un alimento misterioso a los discí-
pulos, que de entre las olas agitadas han sacado a la playa las redes
de la Iglesia. El evangelio se cierra con esta visión y con una última
palabra de Cristo sobre la vuelta (21, 22).
26. Este plan propuesto por R. LOENERTZen un artículo que llegó tarde a nuestro cono-
('imiento (Plan et divisi6n de I'Apoc(J)lypse, «Angelicum» 18 [1941] 336-356), hahía sido
siempre nuestra opinión, al menos en cuanto al principio de la división septenaria del libro
\' en cuanto al encadenamiento de los septenarios de la parte profética. Nos ha complacido
comprobar este acuerdo de principio, creyendo encontrar en el hecho mismo una presunción
"" favor del sólido fundamento de la interpretación. A. R. Loenertz le hahía precedido, sin
·,;,herlo. J. LEVIE, L'Apocal:.vpse de Saint Jean devant la critique moderne, «Nauv. Rev.
Tllt,,!.:;, 51 (1924) 616-618.
:'7, Así lo entíende O. CULLMANN,Christlls und die Zeit, p. 124.
subsiguientes; las contiene todas, hasta la última. La Iglesia es el
pleroma de Cristo en el sentido receptivo de la palabra, y contiene
su plenitud. Asimismo, la historia es el pleroma de la victoria de
Cristo, de una victoria total en el Salvador, pero que debe cum-
plirse progresivamente en el mundo 28.
32. El mundo muere en cada uno de los fieles que entra en Cristo, y esta muerte es
siempre actual por la identificación creciente con Cristo. El fin del mundo está realizado en
el fiel en cuanto éste participa de la resurrección, lo mismo que la escatología está ya rea*
lizada toda entera en Cristo, en quien la resurrección es total.
33. Las afinnaciones de Raro 8, 10. 23 podrían desorientar: se explican por el hecho
de que la vida de Dios se edifica en nosotros partiendo de arriba, mientras que la vida
('aTllal está fundada en ]a materialidad, y la influencia de una y otra prevalece en su punto
de' p;lrtida.
H. La visibilidad de la Iglesia no se explica, pues, por el hecho de estar Dios pre-
~;1'1I1cen ella mediante una encarnación, como se dice frecuentemente, sino por razón de la
illlJWrfección provisional de dicha encarnación. Cristo no quedó sometido a los sentidos
Ila~;(a ('1 IllOll\etlto de la consumación gloriosa de la encarnación en Él.
pem en cuanto' visible, no es todavía más que el signo y cl instru-
mento del reino; es en sus apariencias la profecía de su realidad
como cl pueb10 dell AT era una figura. Situada entre el régimen
de la promesa y su propia consumación, la Iglesia tiene aún en
sí aIlgo de la sinagoga: conserva una parte de la promesa y está
todavía sometida a la pedagogía de una ley cierta g5. El apóstol,
que la reconoce libre por designio de Dios, Jerusalén de lo alto
(Gal 4, 26), le impone con todo la obligación de sus preceptos y
reglamenta las manifestaciones de su vida (d. Cor 11, 2-16; 14,
26-40).
Las instituciones de la Iglesia terrestre están proporcionadas
a su doble carácter, instituciones espirituales encuadradas en la
materia, como los sacramentos y el apostolado por los que la exis-
tencia terrena está unida al eón celestial. Signos de los tiempos de
imperfección, son ellas los instrumentos destinados a suprimir los
tiempos de imperfección. Los apóstoJes y los demás servidores
trabajan «hasta que todos alcancemos... el estado de hombre per-
fecto» (Eph 4, 13) Y preparen este último perfeccionamiento. La
eucaristía se celebrará «hasta que:Él venga)}(l Cor 11, 26), Yllama
a esta venida Maranatha 36.
La estancia terrena significa para el fiel, como para el Sal-
vador, limitación del pneuma. Mientras el Espíritu de Dios abre
el ser humano, permite a Cristo glorioso englobar otras existencias
en la suya; la came, aún no completamente eliminada en los fieles,
mantiene fronteras según las posibilidades que le quedan. Gracias
a ella, la floración en Cristo choca con límites que hacen gemir al
apóstol: «Estamos persuadidos del que mientras moramos en este
cuerpo estamos ausentes del Señor, porque caminamos en Ia fe y
no en la visión.» Venga, pues, el Espíritu a absorber en nuestro
cuerpo la sarx mortal. venga al menos la muerte a libramos del
cuerpo carnal (2 Cor 5, 4-8) 37.
35. Y. CONGAR, La t'héologie d·u dimanche, «Le Jour da Seigneur», París 1948, p. 168.
36. La Iglesia, en cuanto institución, es señal de que. aún no está acabada nuestra
redenci6n. Al contrario de la ley del AT intimada desde el exterior, desde la cumbre del
Sinaí, la ley del NT es completamente interior: el Espíritu derramado en nuestros corazones.
El hombre del NT es libre, sigue su propia ley siguiendo la de Dios. Pero, en cuanto que
aún estamos en la carne, nos hallamos todavía bajo un régimen de AT, la ley nos es dictada
también desde fuera por instituciones valederas mientras dura nuestra estancia en la carne.
Signo de los tiempos de imperfección, similares al sufrimiento y a la muerte clel cristiano,
tales instituciones están destinadas a suprimir los tiempos de imperfección. La Iglesia
institucional nos conduce por medio de la muerte a nosotros mismos al encuentro de Cristo:
y nos prepara para la parusía.
37. Consignamos que la sarx pone también sus límites a la función perfecta de los
miembros de la Iglesia entre sí. Lo propio de la carne es mantenemos alejados los unos de
los otros. ¡Cuántos hermanos hay que no se conocen, y qué superficial resulta su unión
mutua en Cristo! Cuando la Iglesia sea elevada por encima de su condición terrestre, des-
HHsta la fe, insustituible y tantas veces ensalzada, aparece en
el texto citado como un princip~o precario, porque, proporcionada
a la vida terrestre, está condicionada por la carne y no llega a
n>nsllmar nuestra unión con Cristo.
El estado de carne mantiene a la Iglesia terrestre en relación
con eilpecado, cuyas tendencias no suprime enteramente el bautismo.
I,u mortalidad del cuerpo carnal es una deuda pagada al pecado:
«El cuerpo está muerto por causa del pecado» (Rom 8, 10). La resu-
rrección de Cristo no eliminará totalmente el pecado sino supri-
miendo la muerte, «la última enemiga» (l Cor 15, 26).
Hemos oido al apóstol denunciar <laconnivencia entre el pecado
y la carne. El pecado hirió a la carne de debilidad y, en su fla-
queza, la carne abre en etlhombre la puerta al pecado. Estando en
la carne, is'ería,pues, naturn:1a!lfiel «camjJ]larsegún la carne», «según
los deseos de la sarx», si no existieran los instintos del espíritu
que se oponen a tales deseos (cf. Gal 5, 17). El cristiano no es
solamente la zona de interferencia de las dos esferas espiritual
y carnal; ambas luchan en él, tratando el p'n'euma de vencer las
resistencias del mundo camal. Tal es la grandeza trágica de la exis-
tencia cris.tiana, que se sumerge ora en el espíritu, ora en la
carne. Por encima del fiel reina el Espiritu, por debajo se extiende
el imperio de la came: el mundo material todavía impenetrable al
espíritu, las potencias que lo rigen. Los dos mundos se enfrentan
en él. 'Él es el centro del mundo, el punto crítico del universo.
En tanto que la victoria no se pronuncie definitivamente en
el fiel en favor del p'neuma, la influencia de la resurrección de
Cristo no alcanzará todos los sectores del universo.
El mundo material, «la criatura», como 10 llama al apóstol,
«levanta la cabeza para observar» (Rom 8, 19), esperando con
ansiedad que se manifiesten en el hombre corporal los destellos
de la adopción divina, pues únicamente de ahí irradimá la re-
dención.
Esta intuición de una asociación del universo con los destinos
dell hombre supone en el apóstol un realismo extremo en su con-
cepción de la unidad dd mundo. Según él, el hombre está sólida-
mente sellado en e:l conjunto de la creación. Y, a la verdad, vive
en esta tierra maternal, siempre encerrado en su seno fecundo; su
existencia se nutre de ella y se halla sometida a mil influencias
ocultas, de que la conciencia humana se ha resentido siempre y
cubrirá en su seno hijos que no había conocido y hombres que la llamarán «Madre», deseo-
Jlo('i(~nrl() a esta ltoica Iglesia.
que llegan hasta modelar su destino. Por otra parte, la misma
tierra maternal nace: sin cesar a, la vida en el hombre que ella en-
gendra; ahí se reanima su barto con el soplo vital; en el hombre
se ve coronada por e1espíritu. «El universo no es un simple
pedestal que tiene al hombre por estatua; más bien se le podrá
comparar a un inmenso pedúnculo cuya flor es la humanidaid»38.
Los destinos de ambos están unidos, y una caída del hombre
ocasiona el destronamiento de la creación.
Hasta que: la gloria filial no se haya revelado en el hombre,
la creación está gimiendo, «estando sujeta a la vanidad, no de
grado, sino por razón de quien la sujeta, con la esperanza de que
también eHa será libertada de la esclavitud de la corrupción para
participar en la Hbertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rom
8, 20 s).
Este dolor inherente al mundo creado es profundo; no· es el
simple efecto del abuso que el hombre hace de la creación para
asociada a sus pecados 39. Es una herida que llega hasta la médula
y que. se expresa en «esta mirada de arriba abajo de toda la
naturaleza})40, herida sufrida por la creación entera «que gime y
siente doltores de parto» (v. 22), y no por algunas criaturas some-
tidas aiJservicio del hombre.
El pecado trajo un desquiciamiento universal; la naturaleza
sufrió una desviación, se quebró la línea recta de su dirección
hacia Dios a través del hombre. Toda entera quedó desplazanda
de su lugar teológico normal, desde: que el hombre rompió sus
relaciones con Dios, y ella ya no tuvo en Él contacto con la
gloria de Dios.
No basta situar esa desviación en un plano moral, porque el
espíritu del hombre no la relaciona ya con Dios. La criatura sufre
en su intimidad, gime: a causa de una herida física, reducida a la
esclavitud de la corrupción. Por ser esta «corrupción» de orden
físico, el uso paulino de la palabra '10 exige. Aunque todos los
humanos fuesen hijos de Dios y estuviesen santamente preocupados
en «ayudar a la tierra a hacer la voluntad de DIOS»41, dirigiendo
a Dios. la ailabanza de la tierra y orientando en sí mismos la ma-
teda hacia Él, todavía sentiría san Pablo la dolencia de la creación
reducida a una posición falsa y su estremecimiento bajo el yugo
de la corrupción; pU'espor esta misma corrupción gimen los hijos de
38. J. HUBY, Épitre aUN Romains, 3." ed., p. 297.
39. CORNELY; F. PRAT, La thélogie ... , t. " p. 286.
40. P. CLAUDEL, Conversations dans le Loir-et-Chcr, París 1935, p. 255.
41. P. CLAUDEL, o.c., p. 268.
Dios. El universo espera ser poseído y liberado por <da fuerza
de la resurrección» y mediante el hombre ser puesto en contacto
con la g10ria de Dios 42.
Si la criatura gime y espera, el fieles el primero (Rom 8,
23 s) en esperar para el futuro lo que aún no posee, la libertad.
La que él goe;a al presente (Gal 5, 1-13; Rom 6, 20) se distingue
de «la libertad gloriosa de los hijos de Dios». Por el! cuerpo co-
rruptible del hombre, la naturaleza, y el hombre ante todo, perma-
necen todavía 'en la servidumbre.
POlrcrucificado y anonadado que esté el mundo (Gal 6, 14) en
su forma primera, aún no lo está en todos 'sus puntos de vista.
El fiel no tiene ya que conformar su conducta con las exigencias
de los «elementos cósmicos», y, sin embargo, no está enteramente
exento de su tiranía. San Pablo proclama con firmeza que Cristo
y su Iglesia fueron exaltados por encima de todas las potestades
(Eph 1, 20-23), y, no obstante, comprueba que los poderes que
actuanen el mundo no han perdido su virulencia. El señorío de
Cristo debe imponerse, quedan victorias por ganar «hasta que
haya puesto a todos sus enemigos bajo sus pies» (l Cor 15, 25).
Mientras la Iglesia esté en la carne y no alcance en el pneuma
la talla perfecta de Cristo, no está en disposición de sujetar las
fuerzas adversas. De ahí la lucha sin tregua «contra los princi-
pados, contra 'las potestades, COIll!tTa
lalsdominacioniesde este mundo
tenebroso» (Eph 6, 12). La Iglesia no quedará plenamente inmuni-
zada contra las potestades y las leyes de este mundo más que cuando
sea desprendida enteramente de él por la resurrección: Los prin-
cipados y la muerte son vencidos simultáneamente (l Cor 15, 25).
Así sabemos en qué punto preciso el mundo está clavado a la
cruz, y dónde se opera su transformación: esencialmente en el
hombre. En Cristo muerto y resucitado eIl mundo está ya cruci-
ficado (GaI 6,. 14), la unidad cósmica realizada (Col 1, 20) Y los
poderes subyugados. Todo eso se ha cumplido asimismo en nos-
otros, pero sólo en la medida de nuestra muerte y de nuestra re-
surección es una gracia de vida filial1incomp1etamente desarrollada
hasta el día de la suprema resurrección. En el hombre no resucitado,
las potestatles del mundo conservan su soberanía (Eph 2, 2).
La existencia terrena de la Iglesia se asemeja a la de Cristo
'I~. ,Este texto de Rom 110 está aislado, pues el alma del apóstol se hallaba inundada
POI' la visión del apocalipsis. En este momento dirige a la criatura una mirada de sim~
palfa, otras veces contempla en el mundo de corrupción no el sufrimiento inmerecido, sino la
IHTlc"H'IH;ia al pecado y la acción de los poderes nefastos, y proclama la condenación en
(·,-i"l •• (;;11 Ó. 14; cf. 1 Ioh 5, 18 s). ef. E. STAUFFER, Die Theologie des NT, p. 56 ss.
en la tierra,. que poseía un principio de resurrección y el espíritu
de santidad (Rom 1, 4), Yque depió aún merecer su gloria (Phil 2,
9). Tanto en e[ fiel como en Cristo, el pneuma que pide la re-
surrección es una gracia de la vida filial incompletamente desarrolla-
da; pero en el fiel esta gracia está señalada desde su origen por la
muerte y la resurrección, no siéndo1e comunicable la vida filial
sino bajo es·e signo 43. La resurrección del fiel se detiene en un
límite preciso desde donde podrá, por su propio esfuerzo unido
a la gracia, reconstruir -en Cristo el paso a la vida del Espíritu,
partiendo de Ull!asarx de! petado. Le ha quedado- fa posibiil:idad
de morir aun después de 'la muerte bautismal y de adquirir la vida
resucitada con que el bautismo le animó. Del mismo modo, Cristo
telrrestré había poseído la filiación y el espíritu de santidad corres-
pondiente (Phil 2, 6; Rom 1, 3 s), y había debido disponerse al
gooe de su filiación y a 'la efusión plena del Espíritu.
y este hombre interior es algo distinto del alma del fiel: designa al ser humano total en su
profundidad. Según la filosofía griega es inmortal el alma, en Cristo 10 es el hombre.
Dado que el bautismo ha renovado al hombre más allá de su pertenencia al Adán pecador
(d. supra, p. 255), la muerte, que es una realidad central para el pecador, sólo es secun-
daria para el fiel: es asunto del «hombre exterior».
Es difícil entender de otra manera a san Juan, según el cual <<1ospadres comieron el
maná y murieron», mientras que quien come el verdadero pan del cielo, no muere (6, 49 s).
El principio de esta inmortalidad no es la naturaleza del alma, sino el cuerpo de ¡Cristo
resucitado, que come el fiel. Véase en este sentido san IRENEo, Ad Raer., IV, 18, 4 s, PG
7, 1028.
Existe un estado de vida que da testimonio de esta santificación
de ia Iglesia hasta en su cuerpo, y del advenimiento de la resu-
rrección de los muertos: la virginidad. Jesús había dicho: «Los
juzgados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección
de los muelrtolSno tomarán mujeres ni maridos, porque... son
semejantes a rros ánge:lese hijos de Dios, siendo hijos de la resu-
rrección» (Lc 20, 35 s).
Algunos fieles sacan las últimas consecuencias de su consa-
gración pascua:!.Unidos desde el bautismo al cuerpo de Cristo, no
quieren conocer otra unión que la de este cuerpo. Su carne fue
crucificada, y ellos fueron resucitados; tratan de vivir por encima
de este mundo, de la vida del Espíritu, como si las leyes del mundo
no tuvieran ya influjo sobre ellos. Mientras que los fieles casados
son los testigos deilenraizamiento 'en la carne (cí. 1 Cor 7, 2.
5. 9), :las vírgenes pregonan la presencia de:! misterio de pascua
en la Iglesia. San Pab:lo funda la superioridad del celibato en
tres consideraciones: favorece la unión incondicional a Cristo (1
Cor 7. 32-35), responde al estado actual del mundo efímero (vv.
29. 31), se libera de las tribulaciones de la carne que tiene que
soportar el que está ligado a la carne y a las necesidades del
siglo (v. 26). La virgen se desprende de: este mundo, no es tri-
butaria de la carne y no pertenece más que al Señor resucitado.
La vida del fiel no está, pues, por entero «escondida en Cristo»
(Col 3, 3), tiende a salir hacia fuera; «el hombre interior» aflora
a la superficie:de:!«hombre:exterior». La carne agoniza hasta en los
miembros exteriores, el Espíritu los espiritualiza: «Mortificad vues-
tros miembros, los que están en la tierra» (Col 3, 5). Las acciones
que: parecen más ajenas a la influencia del pneuma están integradas
en Cristo: «Ya comáis,. ya bebáis, ya hagáis alguna cosa, hacedlo
todo para la g:loriade Dios» (1 Cor 10, 31). Hasta la misma unión
de los esposos enttaen el orden de la gracia (Eph 5, 22-32) 46.
También lo temporal comienza a ser rescatado en la Iglesia.
Cristo resucitado 'es considerado en la fenomenalidad, en la historia
de su cuerpO' terrestre. Es verdad que este cuerpo no ha muerto
y resucitado enteramente; por eso detenta aún el pecado de Adán.
La existencia del fiel, inacabada y :lanzada hacia delante, per-
manece, pues, intranqui:la, «inquieta», actuando en ella una fuerza
46. Fuera del matrimonio, no puede el cristiano unirse con su cuerpo a otro ser hu-
'llaTlO sin arrancarse del cuerpo de Cristo (1 Cor 6, 15 s). En el matrimonio, la unión
dI' los rlos seres es santa; pertenece al misterio de Cristo y de la Iglesia, de la que es re-
¡"'.lo terrestre. Pero la realidad de este misterio se encuentra en la virginidad cristiana, en
la 1I11ión con Cristo.
de redención que no ha conseguido todavía su reposo en la resu-
rrección completa.
Mientras la vida poseída se manifiesta en la caridad, la vida
lanzada hacia delante se manifiesta en la esperanza. Ésta tiene su
punto de partida en la posesión actual del Espíritu. Este p:rimer
don proporciona al fiel el gus:to por las cosas ce:lestia:les(Rom 8,
5 s) y crea la certidumbl'e: de una rica efusión: puels la presencia
del Espíritu es una garantía (Rom 8, 23), engendra hijos y les
asegura la herencia (Rom 8, 16 s); infunde una esperanza confiada,
puesto que el Espíritu es la presencia del amor de Dios 'en nuestros
corazones (Rom 5, 5). El Espíritu mismo es quien suspira y ruega
en e:l fiel (Rom 8, 26 s), tratando in:stintivamente:la vida del Espí-
ritu de curar su imperfección. La esperanza, según san Pablo,
está cimentada en el amor, en la posesión actual, pero incompleta.
del Espíritu 47.
El término de esta esperanza es el propio de[ dinami'smo de la
vida de Cristo en el fiel: la resurrección total: «Gemimos dentro
de nosotros mismos, suspirando por la adopción, por la reden-
ción de nuestro cuerpo» (Ram 8, 23). La fuerza atractiva no es
la reconstitución de la personalidad humana después de la muerte
y la pe1fspectivade una vida sin fin en este cuerpo antes mortal. La
unión del alma y dd cuerpo no es un bien tan precioso que ceda
ante otro; y para «morar cerca del Señor», el apóstol preferiría
«salir del cuerpo» (2 Cor 5, 8). El deseo que hace latir ea corazón
es <da espel'a:nzade la gloria de Dios» (Rom 5. 2; Col 1,. 27)" <da
esperanza de la vocación» (Eph 1, 18), la pknitud de Ilavida divina
en la unión de Cristo, por una participación definitiva en el santo
pneuma de la resurrección.
La esperanza pauHna es una virtud pascual por su origen y su
objeto, un hilo que, desde la resurrección del Salvador, conduce
al fiel hasta su propia glorificación en Cristo.
Tal es el camino recorrido por la Iglesia en su conjunto y l
SS. ef. J. HUBY, Les épitres de la captivité, p. 166. El texto de 1 Ioh 3, 2, si es exacta
la Ir:uluceión que dan algunos, presenta la transformación suprema del fiel como un efecto
¡orlllal de la Jlarusía: «Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha ma~
«Pero - dirá alguno - ¿cómo resucitarán los mue'ltos'! ¿Con
qué cuerpo volverán a la vida?» (l COI'15, 35). San Pablo enumel'U
cuatro propiedades de los cuerpos resucitados: incorruptibilidad.
gloria, fuerza, espiiritua.lidad(1 Cor 15, 42-44). Como base de las
cuatro seencuentr'a la última, :la '~spiritualidad (cf. v. 45). El Espí-
ritu de Dios otorga al hombre la gloria y 'la fuerza de su vida in-
mortal. El cristiano ha de ser indefectiblemente un ser espiritual. La
sarx será eliminada por la fuerza del pneuma; no por una absor-
ción del cuerpo en 'eilEspíritu, pues eil cuerpo esel1 que resucita;
ni mediante una e:x:pulsióndel alma por un principio nuevo, pues
el ser humano pasa sin perder nada al reino de Dios 56. Pero la
psyche no obrará ya como simple psyche, ye1 cuerpo no smá ya
carna:L
La psyche no da más que una virla conforme con ~a,natu-
raleza detl cuerpo y con las kye1sdetl polvo de: que: está formada,
permaneciendo si,empre:un cue:rpo de polvo (v. 47). El Espíritu
realza la virtud de animación del principio vital, de suerte que el
cuerpo es impetlido a superar las leyes de sus elementos de origen
y a adoptar propiedade:s espirituales. Mientras que la vida del1pri-
mer cuerpo está arraigada en la car'ne, la vida deil slegundo radica
en lo alto. La resurrección es el término del nacimiento de lo alto,
del nacimiento por ,el Espíritu (d. Ioh 3, 3. 5). Sin embargo, esas
raíces pe[l'etranen un cuerpo al mismo üempo que, en el Espíritu,
en el cuerpO'de Cristo.
Entoncels habrá encontrado la Iglesia su salud definitiva (Hebr
9, 28), su completa redención (Rom 8, 23), cuando Dios la haya
trasladado en su totalidad «del poder de las tinieblas al reino de
su hijo muy amado» (Col 1, 13).
Entonces estará consumada la creación. Al principio había apa-
recido «la sombra», «la letra», «el hombre terreno»; ahora viene
«eJ hombre ceilestial» que es «espíritu» (cf. 1 COI' 15, 45-47). La
historia va del hombre terrenal al hombre celestial, de la sombra
nifestado lo que hemos de ser'. Sabemos que, cuando [el Hijo] aparezca, seremos seme-
jantes a ¡;Él, porque le veremos tal cual es.»
En el Hijo se manifiesta la vida de Dios y se comunica en forma de conocimiento del
Hijo (ef. 1, 1·3). Éste apareció una vez, y esa primera aparíción destruy6 el pecado y
suscitó la vida filial (3, 8 s). Mientras tanto, el I-Iijo no se ha revelado mÁs (10e inc0111-
pletamente, sólo tenemos de Él un conocimento imperfecto, y por eso nuc:-;tra vida filial
solamente está comenzada. Imperfección de la venida del Hijo, imperfección de nuestro
conocilniento del Hijo, imperfección de nuestra vida filial. Pero cuando se manifieste en
su esplendor le veremos tal cual es, y entonces seremos semejantes a 'Él. Con la manifes-
tación del Hijo se desenvuelve el conocimiento y se perfecciona el ser filial.
56. San IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Rom 6~ 2, decía que sólo entonces será enteramente
hombre. El mismo cuerpo humano ganará en su perfección específica, siendo un cuerpo hu-
mano, es decir, destinado a ser dominado por el espíritu.
a la realidad espiritual. El Espíritu es el agente de 'esta creación
progrc:-:iva, CI1 dueño de la historia 57.
57. A juzgar por Ioh 5, 26-29, el poder de resucitar a los pecadores depende clel mis-
mo señorío redentor de Cristo, El teólogo puede llegar a una conclusión semejante siguien-
do las perspectivas abiertas por Eph y Col. Cristo, en cuanto salvador, tiene en su po-
sesión el pleroma, la plenitud cósmica que imprime sentido escatológico a la creación. El
hombre pecador quiere oponerse a este sentido de la historia e inmovilizarse en la carne
y en la muerte. Si no se sustrae a la resurrección, es sin duda porque forma parte de
('sa creación que tiene su ser por el pleroma y orientado hacia el pleroma y porque está
Stl1tlc1¡(lo al poder de salvación destinado a crear el mundo del fin. Parece ser que la re-
~dllTc('ción de los pecadores se sitúa en el misterio de la glorificación del mundo en Cristo
lTdt'lllnr.
SH. Cf. STRACK-BILLERBECK, a.c., p. 19; t. IlI, pp. 840-847.
Isaía:s 65, 17: «Porque voy a crear cielos nue:v()~ y una tk~nll
nueva, y ya no se recordará lo pasado, ni habrá de ello momor'i:\,»
Mientras el texto de Isaías es susGeptibIe de una transposiciún
espiritual, el pensamiento judío y algunos documentos tardíos de
la revelación cristiana, tales como la 2 Petr 3, 13,. Y qu~zás el Apo-
calipsis, lo conservan e,n el sentido literal propio. Para nacer a
elst~abella juventud, la tierra y los cielos han de pasar por tribula-
ciones purificadoras. Sea lo que fuere: de la realidad o de la natu-
raleza del fuego en el que «los elementos se: disolverán abrasados»
(2 P'etr 3, 10), la creación sufrirá una muerte antes de entrar en
el siglo de la resurrección.
San Pablo, más sobrio en detalles acerca de los destinos dd
cosmos, los sitúa más atinadamente en el interior de la economía
redentora. Las cartas de la cautividad persiguen, con una insistencia
característica, los efectos de la redención hasta los confines dd
univel1sol.Después de la Iglesia, toda la creación es arrastrada tras
las huellas de la exaLtación de Cristo. Los textos que hablan de
una compenetración del la Iglesia por Cristo afirman también la
influencia de la glorificación del Salvador sobre la creación entera:
«Nos dará a conocer el misterio de su voluntad... de recapitular
todas las cosas, en Cristo, las de los cielos y las de la tierra» (Eph 1,
9 s; cf. Col 1, 20).
La Iglesia se encuentra en el mismo foco de irradiación de
Cristo, identificada con el cuerpo de Cristo relsucitado, re:ceptáculo
perfecto de la gloria divina, pem esa luz se difunde más allá de
los fielles. Cristo «subió sobre todos Ilos cielos para llenar todas
las cosas,» (Eph 4" 10), a fin del penetrar con «su presencia y su
acción hasta el último elemento de: l:as cosas» 59. El apóstól reserva
el título de oabeza a Cristo, princip[o de vida para los fieles, y la
designación de plenitud a la Iglesia colmada de esa vida. NOIobs-
tante, 00 un sentido diferente pero real, el Señor «recapitula» toda.
la creación y la «coJma» de su gloria.
El universo debe esta suerte a sus relaciones con la Iglesia. Ésta
es el pler'Oma por eiXcd'encia,contiene al mismo Cristo, es su cuerpo,
el foco de irradiación. Toda 'la dynamis del resucitado, que .se
desborda sobreiel mundo, se encuentra primeramente em las Igle-
sias:: «Ella ,es la plenitud del que lo realiza todo 00 todos» (Eph
1, 23). La gloria derramada fuera de: ella es la irradiación de: su es-
plendor.
HI apúslol! Io afirma en términos expresos: Ia creación tomará
parll~ «cnla gloria de la libertad de los hijos de Dios» (Rom
X. 21) cuando sean glorificados 1015 cuerpos que la ligan a los fides
y a Cristo. La corrupción, bajo la cuall gime y de la que será
librada, es de rraturaleza física; pemes tal la sobriedad del telXto,
ti lIl.l una liberación que se opere en el cuerpo del hombre parece
bast'ar para apaciguar el llanto de: las cosas. El hecho de que
la creación esté reoonciliada con Cristo glorioso y no lo esté aún
por razón ded cuerpo mortal de los otros hijos de Dios, prueba
que ,el mundo material encuentra su liberación en d cuerpo de
Cristo y deil hombre.
En consid'eración a la apocalíptica judía y cristiana" a la que
parece referirse el apóstol (v. 22), no se ha de reducir esta inter-
pretación hasta rehusar a la naturaleza el participar por sí misma
en la libertad de los hijos; eil concepto pautino de libertad es
bastante flexible para adaptarse a la criatura material 60. Ésta es ab-
sorbida en (de;) 'la gloria de los hijos.
¿En qué medida? En la med'i:dade su unión con el cuerpo de
Cristo y con la Iglesia, pero esta medida nos es desconocida. Pues
el hombre de la resurrección no será ya terreno ni se alimentará
de la tierra. Enraizado en Cristo, se alimentará del Espíritu. Vere-
mos a la naturaleza dependiendo del hombre cristiano; el mundo
dará vuelta: el hombre, que es su cumbre, será en Cristo al mismo
tiempo su raíz, porque Cristo glorioso es en todas las cosas la
cumbre yel principio.
Así culmin'a 'en ·el universo la segunda creación inaugurada en
la resurrección y desde entonces acabada en Cristo. La historia,
que transcurre desde la primera génesis deil mundo, llega en el
mundo a la p[enitud de los tiempos que había ya alcanzaido en
Cristo.
ElS'ta\'Segundacreac:Íiónprolonga aa primera, silendo el cuerpo
de CrÍisto su punto de unión. Partiendo de la formación del uni-
\éerso material, pasando por el hombre, reduciéndose progfesiva-
mente hasta: la cumbre de la humanidad que es Cristo, la historia
de la s~lvación vuelve a partir desde este punto, ensanchándose
siempre hasta ver de nuevo creado ,el universo entero a través de
los hombres. En el centro de !la historia está el cuerpo de Cristo,
cuya muerte es para el mundo mortal el vértice y e~fin, cuya gloria
le::> para ellmundo nuevo la raíz de su novedad. Este cuerpo consierva
(,o. La libertad paulina no se identifica con el libre arbitrio. Los hijos de Dios son
lihrcs porque se han librado de la carne de pecado y de su servidumbre.
en el costado la llaga de su transfixión, en la cuaJl la creación
es inmolada y consagrada 61.
61. En este capítulo se plantea una cuestión que preocupa a los espíritus modernos:
el trabajo humano y el progreso ¿están encaminados al mundo venidero? La teología del
NT parece imponer estas distinciones:
a) «Entre 1" aportación del hombre y el reino, discontinuidad ontológica absoluta, si
no consideramos en el hombre (en su trabajo y en el progreso de la civilización) más que
a él mismo» (L. MALEVEZ, La vision chrétienne de I'hi~toire, «Nouv. Rev. Théo1.» 71
[1949] 257). A este propósito, como piensa K. Barth, la venida del reino es un «aconte-
cimiento trascendente, de una incidencia vertical tota!» (cf. L. MALEVEZ, a.c., p. 258 s).
Los dos planos son diferentes: el espíritu por una parte, la carne por otra. Y para con~
vencerse de ello basta leer 1 Cor 1, 19-31.
b) Y, sin embargo, la civilización puede vincularse al mundo venidero. Efectivamente,
la existencia terrena del hombre se prolonga en el reino, si por la caridad del Espíritu
contiene ya en sí misma el siglo futuro. Entonces, por todas sus manifestaciones, está en
camino hacia la resurrección, a la que no llegará, empero, bajo su forma terrena.
Por tanto, el mundo actual se liga al mundo futuro en el fiel, y solamente en él. El
trabaj o terreno puede contribuir a edificar la ciudad futura, no por sus realizaciones, sino
únicamente por la caridad que en él domina. Trabajo y progreso figuran en el plano cris-
tiano del mundo, porque son una exigencia de la caridad. Pero, fuera de ella, por causa
del pecado inherente, la evoluci6n de la naturaleza humana se desarrolla sobre un plano
de deslizamiento hacia una muerte segura que alcanza a cada instante; pues el hombre no
es librado de su pecado y de su absurdo sino en Cristo, en quien encuentra la plenitud
humana.
El beso en las repugnantes úlceras de nn leproso dado por un cristiano de otros tiem-
pos, estaba más cerca del gesto redentor y era más rico en fuerza del reino, que cualquier
intervención de la actual ciencia humana animada por una caridad más deficiente.
En resumen, el esfuerzo de la civilización puede preparar el reino, pero en cuanto disR
pone al hombre para él. En el hombre y mediante la caridad, entra e! mundo en el siglo
de la resurrección. En una palabra, el reino mismo, levadura en la masa, es el que por la
caridad del Espíritu mueve hacia sí la realidad terrestre.
e) El papel de! reino no se reduce a una aportación de la caridad a una historia de
los hombres que fuera autónoma en sí misma. Parece que todo progreso verdadero, todo
ascenso espiritualizante de la humanidad, se halla en dependencia del reino. Dos datos del
NT son favorables a esta afirmación: 1) El último dla la acción de Cristo se impondrá
soberanamente al mundo entero, hasta tal punto que incluso el hombre pecador resucitará
por la fuerza del reino; por el hecho mismo se puede pensar que la acción de Cristo afec-
taba ya anteriormente a toda la realidad humana. 2) La acción del Cristo escatológico está
ya presente en el origen de las cosas (d. supra, p. 142). Esta acción, siendo creadora de
todas las cosas, sitúa a toda la humanidad y a la historia bajo la dependencia del Cristo
escatológico, tanto más que esta acción apenas si puede concebirse sino a la manera de una
atracción creadora que mueve todo hacia el pIeroma que es Cristo.
Pero así como el hombre pecador, aun resucitando e! último dla por la virtud glorifi-
carlora de Cristo, contrarresta esta virtud y convierte en muerte todo 10 que en si es vida,
así también se concibe que el progreso pueda convertirse en la ruina del hombre. Tal
sucede cuando se niega el hombre a referir todo al reino por la caridad.
los hombres. Desde entonces los hombres se dividieron ya para la
justicia, ya para la condenación. Los fieles·fueron recreados en el
Espíritu, juzgados con una sentencia de justicia vivificante. Los
demás permanecen en la carne condenada a ~a muerte.
¿Coincidirá el final de este proceso con el término de la acción
oreadora de Dios en una plenitud de, resurrección, afirmándose
hasta en la última sentencia la unión de ambos poderes, de justicia
y de resurrección? ¿Coronará el juicio final esa acción resucitadora
de dohlle efecto que: justifica y condena, o hay que considerarlo a
la manem de un juicio humano que, previo un sumario judicial, se
pronuncia sobre e:l mérilto o demérito, y determina la retribución?
62. El y6.p, repetido en cada versículo desde el 19, prueba cada vez la aJirmaci6n pre-
cedente. El Hijo resucita a los muertos porque tiene el poder de juzgar.
63. Traducimos «para una resurrecci6n de condenación», y no «para una resurrección
que conduce a la condenación». En la expresión «resurrección de vida», el genitivo indica
la naturaleza de la resurrección. El fiel resucita a la vida en el sentido sanjuanista de la
palabra; el incrédulo resucita a la existencia de condenaci6n.
de sepaI4aciiónque produce desde aquí a:bajo. mediante una acción
única,. la vivificación o la obstinación en la muerte:.
Cristo juzgará a los muertosdespertándolos a la vida según
una do~eresurrección. Los fieles no serán juzgados, como tam-
poco lo fueron en la ti,erra, Isino que pasarán de la muerte a la
vida: «Resucitarán para una resurrección de vida.» La condena-
ción del irrcrédulo se verificará por compIetoen su resurrección:
«Riesuciltará para una resurrección de condenación.» Dal1i~dhabía
anunciado una resurrección para la vidaetema y un despertar pam
mavergüenza y la 'reprobación (Dan 12, 2).
Jesús no reconoteen si la misión de juzgar (de condenar) (12,
47), sino de traer una salvación a la que el hombre puede sus-
traerse para su desgracia. Por 10 tanto, toda resurrección es el
efecto de una fuerza de vida y de salvación, cuyos efectos salví-
ficas pueden ser contrarrestados por la resistencia humana. El
hombre no resucita a la vida de otro tiempo, la creación primera
queda superada y la historia no retrocede. Desde la resurrección
está en camino hacia un mundo nU'evo. Como príncipe de :los tiem-
pos de salivación que aparecen al final, 'el Hijo del hombre impone
a todosunae:xistencia nueva (17, 2). La resurrección es cl efecto
de un pdder vivificador, pero en algunos no alcanza su término;
queda insatisfecha,. en negación completa de sí misma: una vida de
desesperación esencial, la segunda muerte (Apoc 20, 6).
Los datos paulinos son compilejos. ElapóstOl1 no se desdeña
de incluir en el repertorio de imágenes apocalípticasla trompeta de la
convooatoria judiciaffi(1 Thes 4, 16) Y el tribunal donde se agclpa
1a muttitud humana (Rom 14, 10; 2 Cor 5. 10). Pero el aparato
escénioo es sobrio. Para llegar a la grandiosidad de la acción divina,
cuyos efectos describe el apóstol, hay que sobrepasar toda analogía
humana. El gran proc:esol no se desaI4rolla sobre un plano jurídico,
con un sumario, una discus!ión, un veredicto. La jU'sticia de Dios
eS una fuerza que se impone (Rom 1, 16 s); el poder judicial es
un atributo del s:ofiorío del resucitado, quea:ctúa físicamente sobre
todas ,·la8cosas, ,con poder.
Todo es rea:lismo en la ejecución de la justicia final, lo mismo
que en 'la justificaoión primera deil hombre. La sentencia no sólo
es una comprobación y un veredicto; es un fuego" una realidad no
material y, sin embargo, una realidad. El fiel trabajador del templo
de Diols sale §lorificado del fuego que atraviesa; el obre:ro mediocre,
que ha empleado en la edificación materiaJles miserables. sufre su
daño. El juicio t's, pues, un fuego que hace justicia por sí mismo,
una acclOn operante de la justicia divina (l COI' 3" 13-15). La
sentencia entrega a unos a la venganza (2 Thes 1, S) Y concede
a otros la salvación (l COI' 5,. 5). Esta salvación del último día
(Rom 13, ll; 1 Thes 5, 8 s), que se realiza en la resurrección
integral, es un efecto de ,la justicia, ya que contrasta con ~a ira
del juicio (l Thes 1, 9; Rom 5, 9). «En el1día de la ira y de la
reveilación del justo juicio,», Dios dará a cada uno, según la ba-
lanza de sus obras, l!a vida eterna o la cólera (Raro 2, 5-S); cada
uno «recibirá [del tribunal de: Cristo] según 10 que hubie:re hecho
viviendo en ell cuerpo» (2 COI' 5, 10). Entonces el justo juez con-
cederá ~a corona de: justicia (2 Tim 4, S), el premio de ia vocación
que se identifica con la gloria de la resurrección (Phil 3, 11-14).
Si este re:a:lismode: los efectos del juicio no es ilusión" los des-
tinOlSde :los:fieles no se cumplen antes de la sentencia, ni su resu-
rrección ia precede,. sino que coincide con eHa, a menolSde admitir
una I'elsurrecciónintermedia en un cuerpo sin gloria, en el que
compalrecerían ante el juez para la última recompensa, resurrección
que dersconoce el apósto[. De e,sta suerte Cristo: «Juzgará a los
vivos y a los muelrtOlS,» (2 Tiro 4, 1; Ac 10, 42; 1 Pertr 4, 5), a
los que vivan aún 'en tiempos de la parusía y a [os difuntos. Muertos
o viviendo todavía en la carne:, todos los fieles serán transformados
en eil poder de este juicio: los vivos por una 'exaltación a la vida
(l COI' 15, 51 s), los muertos por una resurrección a la vida 64.
Esta coincidencia del juicio con la resurrección nunca selafirma
expdícitamente; se impone a la reflexión como una conclusión de
los datos paulinos. La idea debía estar latente en el pensamiento
del apóstol. En ninguna descripción del día (l Thels 4, 15-17;
1 Cm 15, 23-2S) aparecen. como acontecimientos sucesivos la resu-
rrección ye/l juicio. Después de 'la tesurrección «es.eilfin», la acción
señolrial de Cristo ha alcanzado sus objetivos.
La identificación práctica dd juicio y de la resurrección res-
ponde a[ conjunto de ia doctrina paulina sobre la justificación. En
su üirigen la justificación del hombre se identifica con la feisurrec-
oión inidal; presenta un aspectO' judicial, pero se realiza en una
transformación física. Esta realidad, única" pero con dos caras,
tiende 00 un solo movimiento hacia un término único, 'en el quel se
consuman slimultáneamentela justificación y la resurrección.
En el bautismo,. cl hombre es justificado con vistas a la sal-
64. Si separamos el juicio de la acción justificante, hay que admitir una de las hipó.
tesis siguientes: Dios juzga a los muertos o antes de su resurrección, o después de una
resurrección a la vida natural - dos hipótesis inadmisibles -, o bien después de la resu-
rrección a la vida eterna, es decir, después de la ejecución de la sentencia.
vaaión finallen el día dd juicio, y resucita con vistas a [a redención
total en el día de la resurrección corporal. Esta justificación se
desarrolla progresivamente a través de la vida, al mismo tiempo
que se despliega la fuerza de la resurrección. Hemos de creer que
ell acto divino de: la justificación y de la resurrección, único en su
principio yen su desarrollo, permanece único en su término, según
el pensamiento deil apóstol. Failt'a una afirmación explícita, pero el
siguiente texto la sugiere: «Con mayor razón, pues, justificados
ahora con su sangre,. seremos por Él salvos de la ira. Porque si,
siendo enemigos de: Dios, fuimos roconcilliados con Él por la muerte
de su Hijo, mucho más" reconciliados ya, seremos salvos en su
vida» (Rom 5. 9 s). La salud final que cierra el proceso de ¡la jus-
tificación primera (v. 9) se operó en la vida gloriosa de Cristo
(v. 10), con la participación en su resurrección.
La resurrección de los pecadore:s, que conoce el apóstol (Act24,
15), no entra en el ámbito visual de las car1Jas. Se ignora si la
consideró como un efecto de 'la justicia del último día. Bero el
conjunto de la doctrina permite reconocer en ella la exclusión
total deJ reino de Dios y la manifestación de esta reprobación. El
pecador está andado en esta sarx que impide el acceso al remo,: «La
carne y la sa:ngre no pue1denposeer el reino de Dios, ni la corrupción
heredará ¡la incorruptibilidad» (l Cor 15, 50). La incorruptibilidad
y la corrupción son también sinónimos de vida y condenación eter-
nas (Gal 6, 8), de modo que en 'el día deil Señor únicamente la
existenciaell1 la corrupción, en la sarx que no es animada por
el pneuma" revelará una reprobación eterna. Las dos justicias, de
salvación y de condenaoión, se desarrollan paralelamente hasta la
resurrección final: «Quien sembratel en ,la carne, de la carne cose-
chará la corrupción [la "perdilCióndefinitiva,. por oposición a 'la vida
etmna", Lagrange:]; pero quien s1embre: en el Espíritu, del Espí-
ritu cosechará la vida eterna» (Grul 6, 8). Una resurrección en la
carne coloca al hombtel para Is,iempre:bajo el sello del pecado" man-
tJeniéndolo fuera del alcanoe del Espíritu de Cristo; condensa en
sí misma la sentencia de: reprobación.
Cuando, en eil drama del juicio fimil, se ha 'deducido ~a parte
correspondiente a la moraleja apoca,líptica tradicional, quedan como
elementos establ:es la aparición del Señor, la separación de buenos
y de malos, 'la manifestaoión de las conciencias, la reltribuoión. Todos
osose:lementos se dan en Ila resurrección, en Ila de: !la gloria y en
,la de :Ia corrupción. Por el 'contrario, un juicio que se desarrolla
cuando los destinos de todos están ya decididos, no' es más que
una exhibición, un alarde de lujol sobre un juicio lleno dClrealismo
y ya fallado. ¡Otra cosa muy distinta es aquel juicio final, predicho
por los profetas, Cristo y los, rupóstoles,.aquella gran amenaza y
aquella gran esperanza,. fuego, de la ira y gloria de l1asalIvación! En
Ia noción dClldía, :1aparusía y ,la acción justicie~a de Dios a trav~
de Cristo están unidas hasta confundirse 65; y lo mi'smo la parusia
y la acción resucitadora de Dios en Cristo: Los tres: parusía, re-
surrección y juicio, forman no las tres escenas del último acto de
la redención" sino su única y grandiosa escena. Ya el misterio pas-
cual había sido acción relsucitadora, presencia, juicio; ahora bien,
!la parusia finail no es otra cosla que el misterio pascual en la pIe-
nitud de sus 'efectos.
No solamente Ios hombres serán juzgados. EL mundo y las
potestades angélicas que lo dominan habían sufrido un juicio des-
pués de la resurrección del Crisito, por el hecho de tal resurrección
La justicia de Dios había penetrado en el mundo\ había transfor-
mado a Cristo, yen esta tmns{orrnación había condenado todo lo
que se había sustraído la~a acción justificante de: Dios en el Sal-
vador. El último día prorrumpe, con toda su vehemente energía,
e:l poder justiciero de: Dios; pero se revela erre}, cuerpo e:c1esialde
Cl1isto. Juzgada en la acción re:sucibdora, que para sí es esencial-
mente una justificación 66, la Iglesia juzga al mundo y a los ángeles
en la transformación que1experimenta. En ella e[ universo recon-
ciliado sel yergue en la¡ justicia; pero todo 'lo que queda fuera de
ella y de su irradiación es arrojado al [ugar del la ira. La justicia
de la Ig11esiajuzga. al mundo (d. 1 Cor 6, 2 s).
No hay más que una resurrección, la de pascua, de la que la
Iglesia part~cipaen la pamsiao Asimismo. no hay más que un juicio
en el que se justifica e[ hombre y son condenados el mundo y su
príncipel: dI juicio que se falla en 'C1misterio pascua:l y que surte
todos sus efectos cuando la Iglesia está enteramente incluida en este
miste!rio.
Con la rCIsurrecciónde: los fieles, «la eficacia de su omnipotiente
virtud, que Dios ejerció en Cristo, re:sucitándole de entre los muer-
tos» (Eph 1, 19 s), alcanzó sus últimos objetivos. El misterio pas-
cual se impuso a:l un~ve'fso.
Ta:les el ardiente deseo de !10sfieles. ¡Ven, Señor Jesús!
66. Esta acción justificante puede ir acompañada de una pena para quien se halle man-
chado de imperfecciones en la parusía (cfo 1 Cor 3, 15) o
LOS MEDIOS DE EXPANSIÓN
DEL MISTERIO PASCUAL
Para extender fuera de sí la Iglesia fundada en su cuerpo, y
para conducirla a l1aplellitud de la redención, el Cristo pascual se
equipó de órganos capaces. de desplegar sobre los hombres el mis-
terio de pascua.
Durante su vida terrena predi:caba y, por un contacto sensible,
hada que los hombres se beneficiasen de 1a dynamis salvadora de: su
cuerpo. Apenas estuvo dotado de plenos poderes mesiánicos, dejó de
predicar, cesó d contacto (Mt 28, 20). Ala vez que abandona el
mundo, queda en él presente bajo otras especies para salvado. En-
tró en una eiXisterrcianueva, distinta de (la del mundo y de la Igle-
sia terrestre. Para hacerse oír de los hombres. y actuar sobre ellos
de manera connatural, se vale de órganos terrenos que hacen siensi-
bIe su presiencia.
Entre los medios de ap1icación de <dafuerza de ~ resurrección»,
distinguimos aquellos por los que el Cristo pascual se comunica
-los apóstoles y los sacramentOlS- y aquellos otros mediante los
cualels los fieilesse alsemejan a Cr~sto; la fe, el'esfU'erzo!de adapta-
ción moral a la muerte y a la resurrección, Ia aceptación del sufri-
miento y de la muerte.
«Conviene que uno de esos hombres .... sea testigo con nosotros de
su resurrecciÓn» (1, 22). Toda 'la razón de ser de '1osapóstoles es-
tribaen dar testimonio (2, 23; 3, 15; 5, 32; 10, 41) ante eil pueblo
y ante: los tribunales (5, 29-32) 7. «Daban el te:stimonio de la resu-
rrección,}>(4, 33),e:l testimonio con artículo, el que es propio de la
función apostólica. Con sus apariciones" qU'ería Jesús hacer de ellos
sus testigos (13, 31; 22, 15; 26, 16). No son los maestros de una
doctrina, sino [os pregoneros de: un hecho: «Una disputa entre
judíos sobre: cierto Jesús muerto, de: quien Pablo asegura que vive
5. L. DE GRANDMAISON, Jésus-Christ, París '1928, p. 439 s.
6. LAGRANGE, Évangile se'lon sain-,t Luc, París 1921, p. 337: el milagro «se supone ha-
her sido conocido por los ninivitas».
7. El mártir IGNACIO sabía por qué un ap6stol va a la muerte: «Aun después de la
resurrección, yo sé y creo que Cristo tiene verdadera carne. Y cuando llegó a Pedro y a
..,IIS compañeros, les dijo: Ea, tocadme y ved que no soy un espíritu sin cuerpo ... Y por
eso ellos despreciaron la muerte ... , (Smyrn. 3, 1 s).
(Act 25, 19); todo eso es lo que en ell año 60 un funcionario romano
podía oir sobre la religión cristiana» 8.
Todavía se trata moo,os del hecho de la resurrección, que de
Cristo resucitado mismo. Los apósto~es son los testigos de Jesús
(1, 8; 13, 31) mediante la afirmación de la resurrección. En nombre
de la resurrección toman el partido de Je!sús ante el pueblo que lo
ha rechazado 9. Testimonian en favor Ide su mesianidad (5, 30-32;
10, 42), de su señorío de gracia y de justicia revdadol en la resu-
rrección.
Por formar ellos eft partido del Mesías, atraen sobre si el odio
de sus adversarios,. La revuelta de las naciones cootra Cristo, pro-
fetizada por eil Ps 2,. se idootifica con la persecución suscitada con-
tra los apóstoles (4, 23-30).
Si su titulo de testigos atrae sobreeHos los golpes dirigidos con·
tra el Señor, les, melrece también ia atribución de la fuerza mesiáni·
ca del resucitado. De Él reciben los doce su equipo apostólico, la
dynami'S deil Espíritu, con miras al testimonio (1, 8). La fuerza que
se apodera de los apósto1les es tan impetuosa, que su naturaleza
carnal pierde el 'equ~l'¡brio: «Están cargados de mosto», que alegra
y suelta las lenguas; una fuerza ilimitada adaptada al mundo que
tienen que cooquistar: «Recibiréis la fuerza del Espíritu, que des-
cenderá sobm vosotros" y seréis mis testigos 'en Jerusa~én, en toda
la Judea, 00 Samaría y hasta los confines de la ti!erra» (1, 8). Es·
píritu, dynamú, la tierra entera comoespaC'io del celo apostólico, en
todos esos rasgos. se manifiesta la gloria de Cristo resucitado l0.
El aposto'lado de Jesús mismo había sido consagrado en 'la re-
surrección: «Siendo el primer resucitado de entre los: muertos, debía
pregonar la luz al pueblo' y a los. gentiles.» (26, 23),. Y bendecidos
con la betndición de Abraham (3, 26). Los apósío[es son los, agenties
de la ,salvación que posee Cristo resucitado.
Ellos, son ooviados por Cristo resucitado, obran por su virtud,
son sus testigos ante el mundo y los portadores de su salvación.
8. Christ'lls) Manuel d'histoire des religions, Pa.rís 1913, p. 677. Los atcnienses rle~
cían de Pablo: «¿Qué nos trae ese charlatán? Parece ser un preoicador de rlivillidacles
extranjeras, algún devoto de una nueva parej a de dioses con nombres raros como Jesús y
Anástasis (resurrección»> (cf. Act 17, 18). Este grave desprecio muestra lo qne un audi-
torio distraído podía retener de la predicación de Pablo: hablaba de Jesús y de la resurrec-
ción de los muertos.
9. Cf. L. CERFAUX, Témoins du Christ d'apres le livre des Actes, «Angelieum» 20
(1943) 167 s.
10. Este texto de los hechos responde punto por lHmto a la consigna de misión con-
servada por Mt 28, 18. Pero los hechos precisan: la omnil)otencia cle que se vale el resucitado
en el evangelio es la del Espíritu.
Según el cuarto evangelio, el apostolado varlica en la encarnación
del Verbo de DiOlS: «Como e[ Padre me envió, así os envío yo a
vosotros» (20, 21). Pero durante la vida terrena de Jesús no hay
otro apóstol de Dios sino Jesús mismo. Antes de pascua nadie fue
enviado sino Él; implícitamente lo dice al confiarles la m.i:siónen la
tarde de la resurrección (20, 21).
La fooción apostólica de Jesús se basa en una corrsagración y en
una misión: «Aquell a quien el Padre santificó y envió al mundo ... »
(10, 36). La consagración y la misión se identifican con [a encarna-
ción, puesto que: Jesús argumenta de ahí en favor de su filiación di·
v'Íirra(10, 36). A la milSiónresponde, por parte de Cásto, la venida
a este mundo. El apostolado del Verbal encarnado tien~epor objeto
traer aJ mundo la luz que es vida y salvación; su finaJ:idad no es
juzgar, y, sin embargo, para el mundo incrédulo, la venida del Hijo
constituye un juicio.
Mientras Jesús vive: en eil mundo, se encuentra ligado al ejerci-
cio de su misión. Debe: rendírsele la gloria propia del: Hijo del Pa-
dre. para que ~a vida ,eterna pueda propagarse a toda carne (17, 1 s).
La santificación en la que se foodael apostolado de Jesús pide ser
acrecentada por una nue,va segregación para Dios y una compene-
tración más intensa por parte de la divinidad. Comprobamos, en
efecto, que:la hora en la que desemboca la venida (12.27), en la que
culmina, po1rlo tanto,eil apostolado de Jesús, es una santificación:
«Yo me santifico a mí mismo» (17, 19) 11.
Pero en eil instante de esta santificación el Hijo se ausenta del
mundo (17, 11) y rompe sus ligaduras naturales con él (cf. 20, 17).
La «venida», intensificada en su virtud redentora, pferde el con-
tacto corre! mundo que salvar. Por eso Jesús crea desde su resu-
rrcc'ción órganos, del contacto: los apóstoles que prolongan en el
mundo su propia misión de enviado d~ Padre (20, 21), Y por su
medio realiza aquellas grandes obras que le son factibles por su vuel-
ta junto rul Padre (14, 12).
órganos de Cristo llegados a la perfección de su apostolado,. los
discípulos reciben su investidura por una participación en 'la doble
santificación del Hijo, la de 'la encarnación primera y de la encar-
nación gloriosa: «Santifícalosen la verdad, suplica Jesús. pues tu
palabra es verdad. Como tú me env,iaste al mundo, as.í yo los envié
a ellos al mundo» 12. Y yo por dlOlSme santificor a, mí mismo, para
que ellos. sean santificadOlSen :ta veJ'dad» (17, 17-19).
La santificaci6n de 10s apósto~eses, como 00 Jesús mismo, una
segregación para Dios (v. 14-16) y una consagración. Se realizará en
la verdad y en un medio que lo\s penetre y tranlSforme; verdad que
es la santidad luminosa de Dios. Jesús fundamenta la súp!lica de
santificación en la verdad: «Como tú me enviaste al mundo, así yo
los envío al mundo.» Esta transformación en la luz es neoesaria, ya
que :su misión prolonga :la encarnación, que es 'la venida de la luz.
La consagraci6n de los apósto1lesen Ila santidad de 'la encarna-
ciónes e~ efecto de la mu:erte y de: la resurrección: «Me santifico a
mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad.»)
La Isantificación de CÓ¡sto'se realiza en su muerte: y en su resurrec-
ción,en la inmolacrión y en la ofr1endaal Padre. Ella perfecciona la
consagración inicial, hace brillar aa gloria primera aún humillada
(17, 5). El apóstoll, que: participa en la santificación pascuaJ del en-
viado del Parlre, se une por este: hecho con la primera yesencia'l
santificaoión,. la de la encarnación, que: s'e:ha hecho comunicable: al
miJsmo tiempo que resplandeciente de gloria.
El apóstOll prodonga la encarnación, pero partiendo del instante
en que: 'el Verbo enc:amado a1can¡zóieITpunto culminante de IsU ve-
nida al mundo. Su función es suntuosa. Hará pres'ente entre los
hombres la luz vemida a este mundo; dará a unos la vida y dejará a
otros en medio de 'las tinieblas; será el juez del mundo y lo divi-
dirá en dos, (20, 23). Bl mundo dirigirá contra é:l eJ odio que pro-
fesa a Cristo (15, 18-22).
Comoe:n 'lOISHechos, 'los apárstdles están dotados de la virtud
del Espíritu. El día de la resurrección Jesús «sopló sobre ellolSy les
dijo: Riectbid ell Espíritu Santo) (20,' 22). La presencia del Espí-
ritu sobfle Jesús había sido la señal de 'la santidad filially de 'la mi-
sión de Jesús: «Aquel sobre quien. vieres descender el Espíritu. y
posarse sobre Él, ése ese'l que bautiza en el Espíritu Santo. Y yo
vi, y do~ testimonio de que éste es el Hijo de DiOlS»)(l, 33 s). La
comunicación de esta santidad y la transmisión de ese poder van
acompañadas de un don del Espíritu. Más todavía, la efusión mis-
ma del Espíritu es la que crea a los apóstOl}es.En el cuarto evange-
lio Jesús sude comentar por adeJ.anfado sus:acciones 13. Ante 'el ciego
de nacimiento declara: «Yo soy la luz del mundo», y, dicho esto,
ilumina. los O~OIS del hombre. A 10'18 discípulos anuncia: «Como el
Padre me envió, y así yo os envío», «y diciendo esto sopla sobre
dIos» CI1 Espíritu Santo, como en otro tiempo Dtos había inspirado
un soplo, 'de vida en e[ rostro del hombre.
Del seno de Jesús brota el Espíritu, de su humanidad corporal,
cuya solla gloria forma un principio espiritual (7.37-39). He ahí por
qué ¡la consagración de 101Sapóst:01es requiere previamente la con-
sagración pascua] de Cristo: «Yo me santifico a mí mismo, para
que tambliéneUolS sean santificadolS..»
Espíritu del santidad y de verdad, el pneuma puede «santificar
en la verdad», según}a petición 'de Jesús 14.
Nacido de la muerte y de;[a resurrección, el apóstol lleva la im-
pronta del sacrificio. Esos hombres son ofrendas de Dios. sustraí-
das al uso profano del mundo (17, 16). Permaneciendo en el mundo,
son trasladados con Jesús a la santidad de[ Padre.
Se puede decir que los apóstoks son la prolongación y los obre-
ros de la encarnadón redentora. Ellosl son los sarmientos; por dIos
da fruto ,la vid (15, 8).
lo demás, este texto de los Hechos deja entrever en la mente de san Pablo una cOlltxión
entre el bautismo y el Espíritu, como también Act 2, 38 en san Pedro.
19. J. CÜPPENS, o.c., col. 888, piensa que estos textos bastan para probar que el hallO
bautismal, ya antes de san Pablo, estaba relacionado con la muerte y la resurrección de
Jesús. En cambio, una tradición muy antigua se prevale de los sinópticos para situar en
el bautismo de J esÍls en el J ordán la institución del bautismo cristiano y hacer de él el
prototipo de éste, con detrimento de una doctrina que pone el bautismo en relación con la
muerte y la resurrección. Cf. A. D'ALi:s, Dict. Bib. SupP¡., arto Bapthnr. col. 856.
S. CROMACIO DE AQUILEA declara: «Nunquam enim aquae baptismi purg~l1'e peccata cre-
dentium potuissent, nisi tactu dominici corporis sanctificatae fuissent», In Mt tract. 1,
PL 20, 329. Esta tradición es contradicha por san LEÓN l\'IAGNo, quien en el hautismo de
Jesús no ve sino un simple rito del Antiguo Testamento, Ep. 16, 6, PL 54, 701 S.
20. Para un análisis de las semejanzas de los dos textos, cf. J. JEREMTAS, T. W. z.
N. T., t. v, p. 699. O. CULLMANN, Christologie du NT, Neuchatel 1958, p. 60 s.
21. Cf. O. CULJ.MANN, Die Tauflehre des NT, Zurich 1948, p. 11-16.
que debe: Cljecutarconsiste en abrir CI1 camino, en introducir al gran
amigo. Para J esús,es ser el srulvador del pueblo pecador (Lc 1, 77).
En es1:eencuentro Juan llega a ,la cumbre de su misión; sin saberlo
introduce: a Crj'stoen su obra redentora. Jesús por su parte se co-
loca Clntrelos pecadorelS y se somete' a,l «bautilsmo para la peni-
1!encia.Más tarde sufrirá otro bautismo: «Tengo que recibir un
bautismo» (Lc 12, 50). «¿Podéis recibir el bautismo con que yo
he de ser bautizado?» (Mc 10, 38). La ilnmersión en las aguas de
,la peniitencñaanticipaba y figuraba el baño de sangre y de angustia.
Al aba:timiento momentáneo responde 'en seguida la glorificación:
«Bautizado Jesús, salió luego dell agua. Y he aquí que vio abrirse
los cielos y al Espír'itu de Dios descender como una paloma y venir
sobre Éi,. mientras una voz del cielo decía: !Éste es mi Hijo muy
amado en quien yo me complazco.» Jesús sale de las aguas del
bautismo en la glorria del Espíritu en la manifestación de su divina
filiación y de su misión de salud, y ya se anuncia la nueva creación 22.
Así es también como más tarde resucitará: Hijo de <Dios, en el
Espíritu de Dios, y Sa:lvador para la remisión de los pecados y
principio de un mundo nuevo.
El bautismo 'en d Jordán es un preludio 23, significativo al mismo
tiempo que rea:l,cl primer esbozo del gesto de la redención. Y esta
anticipaCliónse realiza en un ritb' de agua: Jesús hace: la experiencia
de su muelrte y de su resurrección en la inmersión y emersión bau-
tismales.
La doctrina bantismal de: los sinópti'COsse halla, pues, llena de
sugestiones:. El bautismo cristiano se vincula con la grandiosa pro-
mesa de los profetas: y del precursor, con el bautismo escatológico
en 'el Espíritu, del que: nacerá el pueblo mesiánico. La teología pos-
teri.or unirá esta efusión del Espíritu a la glorificación de Jesús.
Pero ya d rdato dell bautismo de Jesús: evoca todo el drama reden-
tor y permite' a 1015 cristianos ver en el sacramernto deil agua una
pwlongación sobre ellos del acontecimiento 'escatológico de la muerte
y de la resurrección 24.
29. San LEÓN MAGNO pone de relieve esta participación del fiel en el acto redentor
por el bautismo: «ut susceptus. a Christo Christurnque suscipiens non ídem sit post lavacrum
qui ante baptismum fuit, sed corpus regenerati fiat caro Crtteifixi» (Serl1w 63, 6; cf. Ser-
mo 66, 3; PL 54, 357. 366.
Sin embargo, no podemos decir que el rito bautismal hace presentes la muerte y la
resurrección de Cristo, como tampoco hace presente su cuerpo. Incluye al hombre en el acto
redentor porque 10 une al cuerpo de Cristo. Si el misterio de Cristo se hace presente a
nuestro eón en virtud del bautismo, es en la Iglesia donde se hace presente, pues la Iglesia,
cuerpo de Cristo muerto y resucitado, nace en el sacramento.
tanto de: «una aplicación de méritos» como de: la unión con Cristo
en ,la redem.:,iónoperada por Él.
La doctrina bautismal de la carta a 11018, Hebreos,. aunque: apenas
esbo\lada, es notable, porque enfoca el sacramento de la iniciación
en el marco del sacrificio.
El bautismo es.comparado con el rito de la comunión por asper-
sión: «A'cerrquémonos con sincero cotrazón,con fe perfecta, purifi-
cados los corazones de toda conciencia mala por la aspersión, y
lavado d cuerpo con un agua pura» (10, 22). Un agua pura que
«no es so~amente agua viva de una fuente, sino agua consagrada» 3D,
derramada sobre e[ cuerpo, mientras que el alma es purific:ada por
una aspersión de sangre. Los hebreos hablan sido santifioados pÜ'rla
sangre de' la víctima después deil sacrificio de la rulianza; del[ mismo
modo 100 cristianos (ef. 9, 13 s. 19). Bl bautismo es ,la expresión
sacramental de la aspersión 31.
San Pedro (l Petr 1, 2) empiloo eil mismo concepto. Los fieles
son «eilegidos según la prescienci'a del1Padre... para la obediencia
[de la fe] y la aspersión de la sangre». La fe los somete a Cristo,
y el Isacramentü Jos asperja con su sangre 32. Nacen «a una viva
espe1ranza por 1a resurrección de Jesucristo»; el bautismo los en-
trega a la era escatológica.
Esta doctr'Í'na bautismal se parece muchísimo a ila de san Pablo:
«Hemos sido bautizados para constituir un sOllocuerpo» (1 Cor
12, 13), decJara eil apóstol de 10iSgentiles: «Habéis sido bautizados
en su muertie» (Rom 6, 3), unidos por e! bautismo al cuerpo de
Cóstoen su ÍnmoJ'ación. Los te:xtoiSpaulinos nos convencen del
r00l1ismode aquella aspersión de sangre que el bautismo nos aplica.
La carta a los Hebreos e:sdlareoe por su parte eJ pensamiento de
s¡rn Pabilo a Ja luz de la doctrina sa:c:rificial: el bautismo consti-
tuye un rito de comunión con 'el cuerpo inmolado de Cristo.
En una consideración sacrificial del bautismo, este sacramento
será naturalmente i'nterpretado como un rito pascua!. San Pedro
atribuye sus efectos a fa resurrecoión (l Petr 3. 21), si bien considera
e~ bautismo como una aspersión de sangre, una comunión. Y con
razón, pues el SaIlvadolrmismo participa de su sacrificio en la glo-
rificación, principio de toda comunión oristr3!na.
En la idea sacrificial encontraría la teo~ogía 'el mejor marco sin
30. J. BONSIRVEN, L'építre aux Hébreux, p. 440.
31. Aunque con menos nitidez, también en otro lugar «se define como una aspersión
de sangre que habla mejor que Abel» (12, 24). J. BONSIRVFM, L'építre MiX Hébreux,
p. SO.
32. A. MÉDEBIELLE, D.B. Suppl., art. Expiation, col. 242 s.
duda para una síntesis de la doctrina bautismal. La comuni6n con
el sa:crificio de Cristoeocplica la unión cone:l cuerpo inmolado
y glorificado; expJica la comunicación detl Espíritu Santo, en 'el cUall
fue! santificado el cue!rpo del Salvador por la aceptación divinizantc
dell Padre;erxplica también e:!vínculo que estrecha a 'todos los con-
vidados de esta melSa. Un bautismo, un ouerpo, un Espíritu y el
vínculo de Ila paz (cf. Eph 4, 3 s).
33. La expresión parece haber sido inusitada entre los- judíos para designar una co-
mida. eL J. JEREMIAS, Die Abendmahlsworte Jesu, Gotinga '1949, p. 65.
34. J. LIETZMANN, Messe 1ind Herrenmahl, Bonn 1925.
I~a fmcción del pan se enlaza con 1a comida que tomaron los
apóstoles en compañía de Cristo resucitado 3~.
Cristo tenía la costumbre: de aparecerse durante: las comidas
y comer con los discípulos (Me 16, 14; Le 24, 30; Act 10, 41).
«Constituye un rasgo notable de los Hechos Ia importancia que dan
a la comunidad de: mesa con el Seño'r glroiOiSO» 36. San Pedro ca-
40. En la ausencia de la mención del vino se ha creído encontrar una prueba miLs de
que la fracción del pan se relacionaba menos con la cena que con la comida del resucitado.
O. CULLMANN,Urchristentum und Goftesdienst, Basilea, 1944, pp. 13 s. 17. Pero sin raz6n.
Aunque el vino no sea mencionado, podía no faltar. En este caso, el argumento ex si/entio
es inoperante. La expresión «fracción del pan», que se ha hecho técnica, no implicaba ne-
cesariamente la enumeración de todos los elementos del banquete. Por otra parte, el pan
puede dar su nombre a toda la comida (Mt 15, 2; Mc 3, 20; loh 13, 18).
41. Mucho después de escribir esta carta, pasando. a Tróade, convocó san Pablo a la
comunidad el domingo para partir el pan (Act 20, 7). Tampoco se habla del cáliz. Sin
embargo, aquella comunidad es paulina; la asamblea y el banquete son cultuales; el relato
entronca con 1 Cor 11 por su misma forma. Cf. BEHM, Th. W. N. T., t. III, p. 729. De
donde hemos de concluir que la comida cultual podía incluir el cáliz sin que se hiciera
mención de él, y que la eucaristía paulina continúa en la línea del banquete cultual primi-
tivu, la fracci6n del pan.
Se explica el llamamiento insistente de la cena en 1 COl' lI.
Quiere h3'cer reswltar un aspecto sin duda conoddo, pero que, en la
ttaldición primitiva poco consciente del valor redentor de la cruz,
debía tener muy escaso 'reHeve. La profundidad del sentido de la
cruz propio de Pablo, su teollogía de una resurrecoión inseparable
de:la muerte:, llevan al apóstol a acentuar las relaciornesde la comida
cuttua~ canta cena y lel sacrificio:. Da J'eforma no se refiere al rito,
y subraya ell aspecto sracrificila'lque condena los abusos observados.
De resta manera la eucaristía paUilina no rompel con la comida
curltua[ de la comunidad primitiva, re~aeionada con las apariciones
de Cl1i!storesucitado. Por su parte, la fraeciión deft pan queda ligada,
mediante un vínculo reall y probablementeconsoiente, con aquella
cena del Señorr en rLaque se basa ¡el apóstol.
Jesús había dec[arado hacia el finaJl de la cena del cordero:
«No beberé más de este fruto de la vid, hasta el día en que lo beba:
con vosotros nuervoen el relÑrolde mi Padre» (Mt 26, 29; Me 14, 25).
San LucalS sitúa esteterxto en su verdadero lugar, antes de la crnsti-
tución de: Ila eucaristía 42. En aquel momento Jesús levanta la mesa
para una comida de otro mundo, réplica del cordero pascual, donde
se entrega miisteriosament:e,en forma de inmolación. Lucas es cons-
ciente de que la comida en la alegria del reino se ha inaugurado con
~a oena. En esta persuasión, modifica el texto de Ma:rcois,trasladán-
dolo de su lejanía eSdatoJógica. para ha:cerleanunrciar una realidad
muy próxima: «Delsde ahora no beberé del fruto de: la vid hasta
que llegue e[ reino de Dios» (22, 18). Su reino de Dios «sugiere.
:espontáneJalllented campo en que: floraieráel nuevo rito pascual,
'es decitt',[a Iglesia» 4g • .Á'ldecir que Jiesús.comerá y beberá de: nuevo
en el remo, nOIpuede menos de haber pensado también en las co-
midas del resudtado, que él sólo refiere con ñnsistencia 44. Bara
él, la última cena de Jesús no carece de vínculo con [as otras mitste-
rÍ'osas comidas que el Señor tomará con rlosdiscípulos después de su
entrada en el reinó.
Los a:póstoles debían sentir una continuidad entre la cena y las
comiida:sddlresucitado . .Á'qUierlla cena, extraña y tan íntima, em cier-
tament!e una comida de: otro mundo, y no lo eran menos las comi-
das eelebradas con el Male:stro, que ya había sailido de la muerte
y ·entr'adoen una eocistencianueva, en la gloria del reino (Le 24, 26).
Todo esto 'efa casi un sueño. El anuncio de 'la comida misteriosa
42. P. BENOIT, Le rédt de la cene dans Luc 22, 15-20, «R.B.» 48 (1939) 382. 386.
43. P. BENOIT, o.c., p. 388.
44. ef. P. BE-'<OIT, o.c., p. 389_
en el r:elinol~s, agradaba, inundándolos de gozo, y los unía en lInll
misma atmósfera esoatoilógica.
Podemos conCluir que: no exist~ien las comunidades: apostó~kas
más que una comida cultual con aspectos diversos, aspectos que
quizá no fueron siempre percibidos: simultáneamente y con nitidez.
La misma eucaristía reúne en :sí dos corrientes que se remontan
a daIS fuentes: a lac:ena y a la mluerte por una parte, y por otra a
la resurrec~ción y alas comidas con d Jiesucitado.
b) Banquete sacrificial.
Cristo no se hace presentel a sus discípulos :'eIll un instante cual-
quie'1"a'de su exisrt:encia,sea antct> o depués dd sacrificio. Según
el mato del la cena, la comida que Él preside es'l'a comida sacrí-
ficíaa de su ofrenda enl la cruz.
Jesús inv1ta a [O\S fieiliesa su mesa, pues 10 que les ofrece es su
«cuerpo 'entregado por vosotras», «la sangre derramada por vos-
atrasen Demisión de lbs pecadOlS,».Jesús ofrece el poo y el cáliz
no sóJo por ser eI1 cuerpo y 'la sangre, sino cuerpo y sangre ofre-
cidos a Dios por dIos. El liturgo del la cruz llama a sus fieles a la
comuIllión sac:rificiaJ.Conforme a las exigencias de un banquete sa-
crificial, Cristo, se halla eIJ1 estado de víctima. Da a beber <dasangre
del nuevo testamento, derramada por muchos» (Mt, Mc), una sangre
de sacriicio.
A pes'ar dd estado de víctima, ei cuerpo de Cristo no se encuen-
tra ya 'en la eucaristía reducido ala kenos¡'s extrema de la muerte
en cruz. Para san Pablo e,s un alimento espirituaJI: «No quiero,
hermano¡s:, que ignoréis que nuestros padres ... comieron todas el
mismo pan espiritual y todos bebieron la misma bebiid'a espiritual»
(l Cor 10, 1-4). Israel pos:eía una figura del pan único y espiritual
que alimentó y uiIlÍó al pueblo nuevo. El pan del desierto, merecía
llamarse «espiritual» por su origen y por representar la realidad.
Pero e[ p'an de la Iglesia es espiril1ual en sí mismo, conIStituyendo
eílespiritu su fuerza nutri'tiva; es el cuerpo de CrÍlStovivificado por
el Espíritu. La eucaristía realiza de 'ct>tasuerte otro supuesto del
banquete sacrificiai. Dios no convida a la illelSa a los oferentes
sino después de haber recibido la víctima y haberIa integrado en
el dominio de 101 divino. La vícti'ma no puede convertirse en manjar
sagrado antels de haber llegado a:I término deil sacrificio, consa-
grada a la divinidad. El gentH qUie ofrece a los demonios y lU'ego
come de su mesa, se une con eílIos"ya que toda vÍCtima reCii:bida
por una divinidad se hace propiedad suya y lLeva la señal de su
presencia; según Ilos casos, es tran:sformada en la santidad de Dios
o 'entregada a los setre&deanoníacos. 'Lambién el fiel que come y
bebe de fa mies:adel Señor !asimila un manjar divinizado. El pan y
c:l cá:liz de bendición son una oOlmuniiÓncon un cuerpo inmolado,
pero este cuerpo eiStá conrsagrado a 'la divi!nidad (1 Cor 10, 14-21).
Ahora bien, en la doctrina paulina al cuerpo de: Cristo fue divi-
nizado en e~ Espiritu Santo de la resurrección. Comemos «un pan
espiiritual», elcue:rpo de Cristo resucitado.
Así pues, la comunión con ·ellsacrificio de 'la cruz puede efec-
tuarse como presenCliadel cuerpo ilnmdlado y presencia deíl cuerpo
glorificado 46.
La paa-adoja de esa simultaneidad de ,la muerte y del la gloria
see:ncuentra hastae:n lose!lementos eucarÍJStiicoiS. El simbolismo de
las especies separadas, subrayado por las. palabras, de Cristo: «Esto
es mi cue:l'po... Esto 'es mi sangre», se refiel'e a la inmolación. Pero
tates elementos son un manjar y una bebida, un principio de vida.
El pan sacia y 'ellvino embriaga, y ambos producen !la alegría; el
gozo de cada uno se mu1.tipLicapor el de: todos 10180 convidados, se
exterioriza y se canta: «Tomaban su alimento con a:le:gríay senci·
llez de corazón» (Act 2, 46). El simbolismo de la comida, de la vida
y de la alegría, es primordial; contiene también el de la inmolación,
pues las dos especies,. antes qu~ recue:rdo de la muerte, son un ali-
mento y una señal del vida; y la eucaristiaes sacrificiai en cuanto
comida, es un banqueltelsacrificiajl. H cuerpo inmoilado es:dado a los
fieles en la vida y la alegría. En fa eucaristía, como en anos miste-
rios" la muertielde: Cristo no se encuentra más que 'en ISU gloda.
Por I}otanto, en 'la gloria de Cristo se sientan los creyentes a la
mesa die su ,sacrific:io.ÉII mismo está pJiesente en m~dio de: los co-
mensaJles, comiendo y bebie:ndo en el verdadero festín del cordelro
(cf. Lc 22, 16; Me 14, 25). En su gloria, comulga con su propio
sacrificio" y con éIl comulgan todos los. que se unen a su cuerpo
glorioso. La eucaristía asume a los fie:les en la glorificación de
Cristo" arquetipo de toda comunión COII1 la cruz.
En esta comida Ise constituye la comunidad mesiánica, en ella
tiene su expresión: «Este cáliz es lia nueva institución» (Le 22, 20;
1 Cor 11, 25). El reino de Dios s,e revela en ella, anunciado como
un banquete, como una pascua cumpITida.En ella fundamenta la
Iglesia su unidad, pues todo banquete sacrificial establece ¡lazos in·
quebrantables mtre los convidados, como ya antiguamente ,la co-
46. San IGNACIO DE ANTIOQUÍA define la eucaristía: «La carne ... q11C sufrió por
nuestros pecados y que el Padre resucit6 por su bondad» (Srnyrn. 7, 1). 1':1hecho de
que la cena preceda en el tiempo a la muerte y a la resurrección 00 se opone a estas
conclusiones. No es inconcebible una presencia sacramental de Cristo muerto y resu~
citado antes del hecho hist6rico de la muerte; es postulada por la noción misma de
comunión sacri:fi.cial, corno ya 10 afirmó CONDREN, L'idée du sncerdoce el du sacrifice
de J.RC., p. 102. Nos parece, 'en cambio, inconcebible en .sí mistlHt nna presencia de
Cristo en la eucaristía bajo su forma terrena, y en todo caso contradice al contexto
sacrificiaI, inseparable de todo sacramento y de la eucaristía en particular.
mida del cordero sdlaba 'launidad del pueblo de Dios (Ex 12, 43-48).
Todos comen etlúnico pan que es el cuerpo de Cristo,.y todos forman
un solo cuerpo, que: es el de Crítsto (1 Cal' 10, 17).
d) Sacramento de parusía.
Realización perfecta de la Iglesia terrena, el banquete cultual
lleva en sí todo e[ dinamismo escatológico propio del pueblo de
Dios sobre 'la ti:e:rra.Es un banquete: de'!fin de los tiempos, celebrado
con Cristo resucitado, en quien está 'el fin del mundo. Se produce
la parusía, es decir, la presencia de Cristo; mientras tanto el Salva-
dor llega de incógnito 51 pero su venida es real, semejante a la última
en sus rasgos esencia:1es: se: produce: en la Iglesia lo mismo que: la
pamsía final; un juicio se celebra en la parusía eucarística (l Cor
11, 29-34), cuyo criiterioes el dd úliltmo día: el cuerpo de Cristo
y la posición del hombre, para cOlllSigomismo. El que: es indigno del
cuerpo de Cristo come: y bebe: su propia condenación.
A pesar de: la rea:lidad de esta parusía y por su causa, en ninguna
parte se manlifiesta con tanta agudeza:la tendencia de la Iglesia hacia
la ú[tlilmavenida. Según ,el testimoniol de la Didakhé (lO, 6), la
pSicollogiade 'la fracción del pan. Se 'cxpJ1esabaen la exclamación :
«¡Manma:tha, ven Señor!» Mientras que en medio de la comunidad
se afirmaba la muerte de Cristo, 'los fietes proclamaban su 'expecta-
ción y su deseo: «Anunciáis la mue:rt!eldel Señor hasta que Él
venga» (l CoT 11, 26) 52. El anuncio de la muerte e:s necesaria-
melll!t!eanUlnciode Ita resurrClCCióny,. en consecuencia, de la parusía.
De eSitle:
modo la leucaristía es una pascua ya presente ya:1 mismo
tiempo una parasceve, una víspera de fiesta. Está adaptada al tiempo
intermedio, una pamsia que coexiste con nuestro estado de: carne
y, sin embargo" una presencia que es una aspiración,. un alimento que
excita ailhambre: al mismo tiempo que 'la sacia. Es la meta akanzada
por antic:ipado, y todavía muevel al pueblo, 110 acompaña, lo nutre,
como viátiie:oidd éxodo y roca que: mana agua, presente: en todas
las etapas (1 Car 10, 3 s).
¡Comp:lejo misterio! La eucaristía une al creyente con los dos
.11. La expresón es de E. \VALTER, Das Kommen des Herrn, Friburgo de B.
I (J.I.~. p. 33 .
.le. La frase griega expresa una finalidad. eL F. BLASs-DEBRUNNER, Grammatik
des llll. Griechisch) 11943, 383, 2; J. JEREMIAS, Die Abendmahlsworte Jesu'J Gotinga
:11 ~J.1I)J p. '118.
extremos de la historia, con la pascua de:!.Sa:lvador y con su parusia.
Comeréis :el cordero todo entero, había ordenado Moisés, <da caberza
con lols pi,es....» (Ex 12, 9); es dec:i.r,comulgaréi.s con Cristol en su
mi'sterio toltal, 'explica un autor antiguo, con el Cristo de las dos
extremidades del tiempo 53. La Ig¡les.mno se s~ente dividida por esa
orientación hacia fos puntos extremos de: su tiempo, pues está reila-
cionada oon un soJo hecho que se manifiesta en los dos extremos de
su histor~ terrelStre, inauguración aquí,. consumación allá, y cuyas
eucaristías forman las reveJaciones adaptadas al tiempo intermedio.
San Pablo posee: sobre este punto una síntesis doctrinal; y hay
que comenzar por éil. Después de haber expuesto el plan de su sis-
tema, uno se pregunta si no prolonga a'1gunas Hneas ya trazadas
en los 'e~angdLos.
64. Dos elementos cooperan a la unión del fiel con el acto redentor. Vistos por
llarlc del fiel, uno es como un medio (EV) en el que se establece el contacto, el bau~
ti.'"JlIlO; el otro, la fe, es un instrumento activo de apropiación de la resurrección (oüi)~
La fe posee la virtud de; introducir al hombre en el misterio dd
Cristo pascual, porque no es solamente unasenVimiento intelectual.
es además un don de sí del hombre a Dios mediante una adhesión
total a Cristo resucitado, un asentimiento vital del hombre, en su
fondo más íntimo a otro principio de vida.
67. Cf. A. STEINMANNy F. TILLMANN, Der GalMerbrief, Bonn 1935, p. 160; ZENÓN
DE VERONA, Tract. Invit. ad fontem 11, PL 11, 477: «Iudicio vestro nascimini, scientes
quoniam qui plus crediderit, nobiliorem se ipse p,raestabit.» El que tenga una fe más
grande, la llevará con más nobleza.
68. No parece que san Pablo considere nunca la justificación realizándose fuera
del bantismo, por sólo la fe. Cf. A. LOISY, L'initiation chrétienne, «Rev. d'hist. et litt.
re!.» 1914, p. 1988', que LAGRANGEcita y aprueba con excepción del caso «en que la fe
perfecta aventaja al bautismo y el caso en que el bautismo no pudiera ser administt'ado»,
Épitre au", Romaims, París '1922, p. 152.
69. El cuarto evangelio presenta las relaciones entre la fe y el sacramento. Por
una parte, Jesús reconoce en la fe la virtud de adquirir la vida eterna: «El que ve
al Hijo y cree en Él, tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día» (6, 40).
Por otra parte, la virtud salvadora del pan celestial está descrita en términos idénticos:
«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en
el último día» (6, 54). Fe y sacramento operan la vida eterna. Todo el discurso euca-
rístico se mantiene en este enunciado: Cristo da el pan de vida que es Él mismo, el
hombre lo asimila por la adhesión a Cristo en la fe, adhesión que se expresa comiendo
el pan sacramenta1. La fuerza nutritiva está en el pan, pero ]a que come es la fe. Para
un análisis más profundo de la fe como virtud pascua], eí. F.X. DURRWELL, En Cristo
Redentor, Herder, B.rcelona '1966, p. 101-141.
La fe bautismal no es sino d comienzo de11argo esfuerzo, que
d fiel debe juntar a la fuerza resucitadora de DiOiS.
74. Si en los textos citados la muerte beatificante es la del martirio, «no se fuer-
za su sentido concluyendo que la misma reunión inmediata con Cristo está reservada
a los que mueren con las mismas disposiciones de Pablo, ya sean como él inmolados
por Cristo, ya se vean animados de una caridad tan perfecta» (J. HUBY, Les építres de
la captivité, 3.' ed., p. 285, n. 4).
75. J. HUBY, O. c., p. 284.
cODisumaIla muerte: sacramenta1» 76, acaba ¡la incorporaclOn a Cris-
to en su acto redentor. Suprema debilidad del hombre: carnal,
su aceptación es e[ medio supremo de asimilación al Salvador en su
muerte y, por lo tanto, en su triunfo. El hombre acaba de ser
a·lcanzaJdopor e,l misterio pascual. La muerte de Cristo en adelante
es consumada en éil.Al Padre, pe[tenece completar la resurrección 77.
La teología pau1ina no proporciona ya ningún argumento que,
por parte del fiel individual, Ilegi1JÍJmelun retraso de ia resurrec-
ción 78. Esta vez sí que: es verdad: «El que muere queda 'libre
del pecado» (Rom 6, 7) 79, pues ahora la muerte es total. Así la
muerte físicacomplelta la muer1Jesacmmentail y 'las otras muertes de
la vida cristilana, que desembocan todas en la resurr'ección.
Por lo que tiene del destruct·i~o para el ser humano, es el casti-
go del pecado (Rom 8, 10), el supremo enemigo, (l Cor 15, 26).
Pem en el cristiano que: ac:epta esta condenación, es el antfdoto
de su propio virus; des.1Jruyesu obra de destmcción por la vida
quel rectama. Acudel finrulmente:en socorro de nuestro esfuerzo
haoia Dios en Crist0180• Amica novissima ...
¿Quién medirá el ailllor de Dios y su sabiduría? Permitió el
pecado y quiso su castigo: el rudo trabajo, ell sufrimiento y la
muerte. Pem en Cristo,. la aceptación de la ley de trabajo y de muer-
te haoe: saMr al hombre de su pecado y 10el1eva a un esplendor de
vida qu:eel prime[QI nunca nos hubiiem podido legar.
Fue necesario, que d hombre: pasara por el pecado, para entrar
en la gloria..
Comprobamos que la muerte es el origen de la resurrección de
Cústo no solamente en sí mismo, sino en toda la Igl'esra. Toda
l,
76. La muerte cristiana, por 10 menos el martirio, que es la muerte cristiana por
excelencia, es llamada por TERTULIAN,O segundo bautismo, el bautismo de sangre tras
el bautismo de agua (De Baptisnw 16; PL 1, 1217).
77. El solo hecho de esta doble muerte, de ese «morir con», demuestra la novedad
esencial de la muerte cristiana y la presencia en ella de la vida del Espíritu. Porque
la carne está cerrada sobre sí misma, el hombre carnal se encuentra solitario, y la
muerte que lleva las deficiencias de la carne hasta su paroxismo sobreviene en la
soledad total. El fiel muere con Cristo; su muerte es una comunión.
78. Por parte de Cristo, ningún motivo legitimaba el retraso de la resurrección con
respecto al momento de la muerte. Lo mismo sucede en el fiel individual, si a pesar de
todo su muerte es verdaderamente cristiana. Pero la resurrección final es un juicio univer~
sal, la manifestación del misterio de Cristo en la Iglesia entera, la recreación del cosmos.
79. Esta perogrullada la aplica el apóstol al bautismo; sin embargo, el hombre
queda parcialmente sometido a la condenación (Rom 8, 10) porque la muerte sacra~
mental no destruye enteramente la carne por la incorporación total a la muerte de
Cristo.
RO. San Ignacio encontró la fórmula «morir en (dé) Cristo Jesús» (Rom 6, 1),
donde la preposición indica el movimiento de unión con el Salvador, y esta otra: «morir
al mundo para Dios» (Rom 2, 2).
aJ~gría que no tratase de superar esos valores, la vida humana y
sus alegrías, no haría más que contrarrestar la redención deil.hom-
bre y serviría para extender el reino de la carne con detrimento
de la resurrección. Cr,i,stoy sus fieles no viven sino en la muerte;
están de pie en la inmoJación de sí mismos.
Pero esta muerte únicamente se encue:ntraen la vida de: Cristo.
El apósto~ se ha conformado con la muerte de Cristo y vieUJea ser
un órgano de salvacrión por eL dominio que 'eil resuclitado :ejeroe
sobre él. Los sacramentos extienden sobre nosotros la muerte de
Crilsto, uniéndonos a su cuerpo glorioso. La fe, ell esfuerzo cri:s-
tiana, la mortificación produoen la muerte gracias al Espíritu, que
es la vida de Cr,isto. Quien quisie:ra morir a sí mismo de modo
distinto que viviendo de: Cristo glorioso, no haría sino implantar
en sí el peino de nra carne.
«Los medios de expansión de:l mistClliopascuaih>no se añaden
a estle misterio desd'e el exterior; fmIDan parte de él, son dados
en Cristo y en la acción resucitadom de: Dios. La misma acción
que hace de: Cristb,e:l Señor' uniiver:sailde: la salud pone: a Cristo
a la disposición de los hombres y le abre su corazón.
Todos ellos son medios de comunión.
EL MISTERIO PASCUAL
y SU CONSUMACIÓN EN EL CIELO
El mist'erio pascuail se consuma en la Iglesia por la parusía
do Cristo. ¿Será éste su fin? ¿Será a partir de 'entonces superado por
un misterio nuevo dell que no habrá sido sino la preparación? O, más
bien, ¿no es la vida eterna el misterio pascual mismo que se realiza
para si:empre en su plenitud?
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La resurrección de Jesús
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