Está en la página 1de 4

La diferencia de los sexos no existe en el inconsciente

Publicado el 2 diciembre, 2020 - Miquel Bassols

Leyendo el discurso de Paul B. Preciado dirigido a los psicoanalistas:


«Yo soy el monstruo que os habla. Informe para una academia de psicoanalistas», Nuevos Cuadernos Anagrama,
Barcelona 2000.

Será tal vez una sorpresa para los que conocen del psicoanálisis solo una divulgación caricaturesca. Y lo
será sobre todo para los que no han leído a Jacques Lacan como merece. Y, sin embargo, ahí estaba, como
la carta robada del cuento de Edgar A. Poe —especialista en monstruos—, a la vista de todos y escondida
a la de cada uno: no hay nada en el inconsciente freudiano, nada tampoco en sus formaciones —sueños,
síntomas o delirios— que nos asegure que la diferencia entre un ser-hombre y un ser-mujer esté inscrita
en él. El inconsciente se comporta como si solo existiera un sexo, y el problema es saber cuál. Habrá que
repetirlo para que quede más claro, después de buscar y rebuscar: de esta diferencia sexual, ni rastro en
el inconsciente freudiano, nada de nada. Mal podría el psicoanálisis construir su arquitectura sobre una
diferencia de la que no hay noticia alguna en el inconsciente. Que Paul B. Preciado atribuya al
psicoanálisis lo contrario puede ser o no por simple desconocimiento, da exactamente lo mismo a efectos
de la argumentación.

La cuestión no se resuelve con el expediente de repetir que los géneros, diferentes o no de los sexos, no
son más que una construcción cultural. Encontramos muchas diferencias inscritas en el inconsciente entre
términos que se definen, precisamente, cada uno por la diferencia binaria con el otro: activo-pasivo,
presente-ausente, ver-ser visto, tragar-ser tragado, expulsar-ser expulsado, falo-castración, padre-madre,
hijo-hija… La lista sigue, aunque no hasta el infinito. Imposible, sin embargo, hacer diferencias y
establecer una relación entre cosas que no tienen una representación en el inconsciente. Es el caso del
ser-hombre y el ser-mujer.

Para formalizar los binarios que sí están inscritos en el inconsciente, Lacan partió al principio de su
enseñanza de su famoso axioma: «el inconsciente está estructurado como un lenguaje», es decir
construido con una arquitectura hecha a partir de las diferencias entre sus elementos, elementos
definidos precisamente por estas diferencias. Son diferencias entre «significantes», es el término que
Lacan recogió de la lingüística de su tiempo que entendía, y sigue entendiendo, la lengua como un sistema
de diferencias, no por ninguna esencia o significado definido de entrada. El lenguaje, y los discursos que
se construyen por y desde el lenguaje, se fundan necesariamente en esta categoría de la diferencia
relativa entre sus elementos. Y no parece tan fácil salir de esta ley de hierro del lenguaje en el que
estamos sumergidos cada uno, siempre sin saberlo del todo. Con esta sólida diferencia relativa entre dos
elementos se ha construido todo un sistema, se ha construido también cada civilización conocida:
mente/cuerpo, naturaleza/cultura, normal/patológico, hombre/mujer, hetero/homo, ying/yang, etc. La
diferencia es el principio de una maquinaria que llega hasta donde llega, con frecuencia por caminos que
son los de la segregación, más o menos dura, más o menos sutil, pero siempre a lugares realmente
inhóspitos para preservar la singularidad de los seres humanos, los seres que reivindicamos esta
singularidad.
Lacan partió, pues, de aquel axioma sostenido en el binarismo del significante, pero fue para llegar a otro,
más complicado en apariencia, pero más sencillo finalmente: «no hay relación sexual». Lo que quiere
decir en primer lugar: no hay nada en el ser humano que asegure la existencia de una diferencia entre los
sexos para establecer después una relación, normativa o no, entre ellos. De eso tampoco hay noticia
alguna en el inconsciente y cada arreglo que se intente —también con la multiplicación de «géneros»—
parece destinado a errarla, a errar en este espacio siempre «trans».

Y es que la solidez de la ley de hierro de «la diferencia» llega hasta donde llega para construir un discurso
que pretenda asegurar una identidad. Y cuando se trata de la sexualidad, hay que decir que no llega muy
lejos. En realidad, cuando se trata de la sexualidad y de las formas de gozar, cuando se trata de resolver la
pregunta sobre lo más íntimo de la identidad sexual de cada ser humano, tomado uno por uno fuera del
género, no hay barrotes de hierro suficientes para armar la jaula. Todo intento de resolver la cuestión de
la identidad sexual del ser humano fracasa estrepitosamente si sólo funciona con la categoría de
«diferencia» como brújula para transitar este desierto, el desierto del goce en el que, digámoslo ya, no
hay tierra prometida posible. Dicho de una manera más simple y directa: en el desierto del goce y de los
goces sexuales, no hay oasis, sólo espejismos. Cada ser humano es «trans», ya sea tránsfuga o
transhumante, en tránsito o en transferencia de un lugar a otro. Porque son siempre «un lugar» y «otro
lugar» que solo podrán definirse cada uno precisamente por su diferencia, la del uno con el otro.

Este hecho de estructura estaba escrito con todas las letras en la obra de Freud. Pero, es cierto, había que
saberlo leer allí donde estaba, y no leer lo que no está, con todos los espejismos y espejuelas con los que
se adorna el baile de máscaras de la vida sexual. Y, digámoslo claro también, fue solo Jacques Lacan quien
supo poner estas letras en su justo lugar con este aforismo, siempre difícil de comentar sin salir
trasquilado: «no hay relación sexual». Cuando se trata de la sexualidad, no hay modo de establecer
identidades a partir de la diferencia entre significantes, sean cuáles sean. Lo que deja al ser humano —a
cada ser humano sin excepción— en una situación más bien precaria a la hora de instalarse en
identificaciones sólidas. Todo lo que podamos construir en el discurso de los géneros se mueve
necesariamente en este tránsito generalizado entre significantes y mascaradas que el discurso y la
experiencia del psicoanálisis puede ayudar a transitar, pero sin ninguna norma previa como brújula.

Es cierto, tal como lo evoca Paul B. Preciado en varios momentos de su discurso: el ser hombre y el ser
mujer solo pueden definirse por su diferencia entre ellos, como dos significantes del lenguaje, y no por
una esencia definida por sí misma. Este es el punto de acuerdo, pero es precisamente sobre esto mismo
que Paul B. Preciado construye todo su desacuerdo y su crítica a los psicoanalistas en su conjunto. El
malentendido está, pues, asegurado. Pero el malentendido es también la ley de toda conversación
posible. Cuando dos están muy de acuerdo, no hay conversación, solo consenso sostenido en acuerdos
tácitos. Y la conversación, cuando es analítica, pone siempre en cuestión los acuerdos tácitos.

La diferencia entonces. ¿Cómo salir de ella sin verse entrando de nuevo en su imperio gobernado por la
ley de hierro del significante, ya sea para identificarse con alguno de los dos términos o ya sea para
rechazarlos? La diferencia tiene ya algo de monstruoso porque se escapa de sí misma y se expande por
todo el sistema. Y se expande más en la medida que uno quiera hacer de ese sistema un todo, saco o
jaula, precisamente.

Es también el problema de «lo binario» y lo «no-binario» en el que Paul B. Preciado funda su otra crítica al
discurso del psicoanálisis. ¿Dónde termina uno, «lo binario», y empieza el otro, «lo no-binario»? Lo
binario se contagia a todos los elementos del sistema, ya sea que los consideremos cada uno en relación a
cualquier otro, o bien los consideremos cada uno como opuesto a todos los demás. Lacan escribió el
código de este virus del lenguaje de una manera muy sencilla: S1 S2. (Lacan, de hecho, es mucho más
sencillo que Freud, aunque parezca más complicado). Con este par de letras afectadas por un orden y una
flecha que los vincula en su diferencia, tenemos ya escrito todo este sistema de géneros que podía
parecer tan monstruoso en sus diferencias y sus segregaciones.

Pero ¿se habrá observado ya que la propia definición de «no binario» en la que reposa la argumentación
de Preciado es, se la mire por donde se la mire, binaria ella misma, solo construida por su diferencia con
«lo binario»? No es con la negación como puede salirse de un sistema binario. Este juego de manos no es
una simple paradoja lógica. O, mejor dicho, es porque parece una paradoja que puede utilizarse para
confundir todas las cartas en el juego. No, no es tan simple salir airoso de la lógica de la diferencia y del
binarismo que está siempre implícita en cada estructura de lenguaje, en cada discurso surgido de ella. El
binarismo o el dualismo que anida modestamente, siempre de manera silenciosa, en todo discurso se
reproduce en cada una de las diferencias que se establezcan entre un elemento y otro del sistema. Añadir
un tercer o un cuarto elemento no anula el binarismo fundamental, simplemente lo desplaza a cada una
de las relaciones entre los elementos de la serie que consideremos: LGTBIQ+… La ley de hierro del
significante no tendrá ningún problema en añadir a la lista la M de «monstruo». Queda lugar en el
abecedario y si un día se terminara, podrá hacerse como se hace con las matrículas de los coches y seguir
escribiendo nuevas combinatorias, binarias todas ellas. El significante no conoce otra ley, la del poder del
significante amo para organizar diferencias. Lo que tiene sin duda su dimensión política, también cuando
se trata de enjaular a los seres humanos.

Y esta ley —la única en realidad más allá de toda norma jurídica y social— insiste de manera especial
cuando se trata de definir lo «trans». Hablamos de «hombre-trans» y de «mujer-trans» pero el binarismo
sigue estando inevitablemente allí donde estaba, sin haberse movido un pelo. Habría que encontrar,
pues, un modo de abordar lo «trans-» que pueda escapar a esta ley de hierro. Paul B. Preciado es honesto
en este punto: «No es fácil inventar una nueva lengua, acuñar todos los términos de una nueva
gramática.»[1] Los esfuerzos por integrar al diccionario el género no binario «es» —en español es sin
duda mucho más difícil el intento— llegan hasta donde llegan, es decir no muy lejos a la hora de romper
la reja del binarismo, esa ley de hierro —y de yerro— del lenguaje. Si en algún lugar podemos sentirnos
más acompañados por Preciado es en este intento: con las palabras de la tribu, crear un nuevo lenguaje,
un nuevo vínculo entre los seres humanos fuera de toda segregación. Es el hilo en el que el discurso del
psicoanálisis promueve, no solo en la privacidad de su experiencia individual, sino también en lo colectivo.
Es el problema de la segregación de lo Uno y lo Otro. Llamemos pues a esta ley: ley del binarismo del Uno
y el Otro, porque es así como se nos presenta en los discursos de los que el ser humano se muestra
siempre siervo.

En todo caso, y este es el factor fundamental, la lógica binaria del significante explica solo una parte de la
sexualidad, de las identificaciones y los modos de gozar, y no es la parte más importante. Digamos que
explica únicamente la parte representable de la sexualidad, aquello que se suele llamar hoy «género».
Explica el baile de máscaras, pero no puede decir nada de la música y de la partitura con la que se mueve
el baile. ¿Qué ocurre si intentamos someter el campo del goce, tal como Lacan lo abre a partir de los años
sesenta, a esta lógica binaria? Pues que la maquinita de la diferencia relativa y binaria deja de funcionar.
La maquina se encalla, gripa, produce toda suerte de signos que los psicoanalistas —pero no solo los
psicoanalistas— llaman «síntoma». Cuando se trata del goce, y especialmente del goce sexual, entramos
en el campo de lo Uno… sin Otro. Cada uno con sus fantasmas y sus síntomas, y cada uno sin saber la
partitura que los cifra. Y ahí hace falta pasar a otra lógica que no es la de la diferencia relativa y binaria,
«una nueva lógica» que Lacan anunció y desarrolló en la última parte de su enseñanza.

Bastaba una lectura, por somera que fuera, de seminarios de Jacques Lacan como el seminario «Aún»[2]
para entender que este cambio de registro es fundamental, que entramos en otra lógica que no es ya la
de la diferencia del Uno con el Otro, sean los que sean, sino que entramos en el campo del Uno… sin el
Otro. El Uno siempre nos engaña cuando se nos presenta como Otro, otro al que rechazamos, al que
segregamos, al que consideramos subalterno, incluso subdesarrollado. Y es así como podemos llegar
también a creernos extraños para él, hasta monstruosos. En realidad, creemos y creamos al monstruo con
esta lógica.

Que esta alteridad radical —una alteridad sin ningún Otro a partir de la que podamos definirla— sea lo
femenino —no las figuras culturales de la feminidad— no puede atribuirse al patriarcado y a la lógica
segregativa de las diferencias. Es una alteridad anterior lógicamente al patriarcado, hasta el punto que
podemos preguntarnos si el Padre mismo no es tal vez, pero solo tal vez, uno de los nombres de esta
alteridad sin Otro en el que sostener una reciprocidad. Hay muchos lugares donde Lacan lanza este
guante para quien quiera recogerlo. Veamos uno:

«Cómo saber si, como lo formula Robert Graves, el Padre mismo, nuestro padre eterno, el de todos, no es
sino Nombre entre otros de la Diosa blanca, la que en su decir se pierde en la noche de los tiempos, por
ser la Diferente, la Otra por siempre en su goce —tales esas formas de infinito cuya enumeración no
comenzamos sino al saber que es ella la que nos suspenderá a nosotros.» [3]

He aquí al famoso patriarcalismo puesto patas para arriba, desmantelado definitivamente. El Padre: solo
un nombre entre otros de la Diosa Blanca, mito anterior a toda cultura patriarcal. Ya no se trata aquí de la
diferencia relativa a la que se refiere Preciado, la diferencia de los sexos. Es una diferencia absoluta, sin
ningún Otro al que oponerse para definirla. Es el goce del cuerpo, la sexualidad misma. Hay una profusión
de desarrollos en esta vía —«el padre, servirse de él para prescindir de él» fue el tema de un congreso de
la Asociación Mundial de Psicoanálisis— que sería mucho más fructífera para no seguir endilgando al
psicoanálisis lacaniano la falsa etiqueta de hetero-patriarcal.

[1] Preciado, P.B. (2020), Yo soy el monstruo que os habla. Informe para una academia de psicoanalistas. Anagrama, Barcelona, p.
55.

[2] Lacan, J., (1072), Seminario 20, Aún. Ed. Paidos, Buenos Aires, 1981.

[3] Lacan, J., (1974), «Prefacio a El despertar de la primavera», Otros escritos, Paidos, Buenos Aires 2012, p. 589.

También podría gustarte