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DOMINGO, 15 DE MAYO DE 2016

MARIANA ENRIQUEZ

LA CASA EQUIVOCADA
Entre la loca del ático y la princesa de la torre, Mariana Enriquez despliega su particular terror
cotidiano en este segundo libro de cuentos, en el que la lectura termina volviéndose cómplice
del género. A seis años de Los peligros de fumar en la cama, el fascinante Las cosas que
perdimos en el fuego traza un recorrido temporal y territorial en sus doce cuentos, una suerte
de mapa antiturístico de la Argentina.

Por Liliana Viola

Los doce cuentos de Las cosas que perdimos en el fuego se leen con una mano preparada para
taparse los ojos, aunque aquello que se preferiría no ver del todo –¿el clímax del terror?– no aparece,
o pasa tan ligero que no da oportunidad de perdérselo ni de evitarlo. La maestría terrorífica de
Mariana Enriquez consiste en generar esa alerta y mantenerla aún cuando el suspenso en sus textos
corre en sentido contrario: no convoca al morbo desde una probable escena próxima sino que lo
empuja hacia la anterior donde lo espeluznante ya ha sucedido.

Si algo o alguien se pude quemar, se va a quemar; si unos policías pueden arrojar jóvenes
al Río de la Plata búsquenlos bien abajo; si las amigas se están drogando en la escuela, van a darse
vuelta; y si alguien está deprimido, no va a salir del cuarto donde estaba encerrado ya en la primera
página. La lectura se vuelve cómplice del género, todavía más si no es una lectura experta porque
sobreactúa, queda en evidencia: ¿esperaba más sangre todavía? El epígrafe de Anne Sexton que
saluda macabro al comienzo del libro, “I am in my own mind. I am locked in the wrong house” (Estoy
en mi propia mente. Estoy encerrada en la casa equivocada) se revela ya no sólo como un apuesta
autobiográfica sino como advertencia de este efecto boomerang. “Lo siento”, dice este libro, “usted
sigue allí, en su propia mente”.

No hay finales sorpresa pero tampoco cabos sueltos, la lectura sabueso –pero ¿qué sucedió
realmente?– que exigen los textos en su parentesco con el policial, encuentra coartadas simultáneas:
narradoras poco confiables, el sopor sexual de la adolescencia, las drogas burguesas, las neurosis
burguesas, las drogas de pobres, la indigencia, las creencias místicas, lo que se puede leer en los
diarios. Y rigiéndolo todo como un gato de Cheshire, esa expresión que cualquiera habrá escuchado
alguna vez y que convierte al libro en un sistema: “Este país es de terror.” Como si reaccionara a
esa consigna, Enriquez traza un recorrido temporal y territorial, guía anti-turística de la Argentina.
Incluso aparecerán personajes que se dedican a ese oficio y que quedan atrapados por el peso de
las historias horrendas que cuentan para entretenimiento
de los turistas. Recordar y contar, hablar del asunto, se
paga perdiendo el trabajo o quedándo atrapado en la casa
equivocada.

Su mapa personal abarca la periferia de Buenos


Aires, desde Constitución a Lanús y como extensión más
oscura todavía, los medios de transporte donde viaja la
gente que cruza el límite. Trenes y colectivos que son de
terror, con personajes que piden o que exigen y que lo poco
que consiguen es que quien está sentado los desprecie un
rato o piense una historia para ellos. Las provincias
también ingresan con sus ritmos y sus personajes ajenos,
todos vistos desde la postura de la visita. Corrientes o La
Rioja acotadas en hosterías, rutas y ritmos deshabitados.
Es que estar afuera de la escena, juzgar es lo peor.

El eje temporal de este lugar en el mundo está marcado por las razzias de la dictadura en
los setenta, la hiper inflación en tiempos de Alfonsín, los años desquiciados de Menem, hasta llegar
a un presente inmediato que puso en la agenda el grito de Ni Una Menos. La violencia machista –y
la estupidez de maridos y novios– que en los cuentos se viene cocinando como una sensación de
extrañeza y malestar en casi todos los personajes femeninos explota en el último cuento, que da
título al libro, donde una organización de mujeres elige quemarse porque las queman, se aprovecha
con inteligencia del terror como tregua para la corrección política e incluso para el cristalizado
discurso de los derechos. Tal vez en ese estupor que provoca el tratamiento de este tema, se puedan
buscar algunas claves del encubrimiento social.

En “Pablito clavó un clavito”, Enriquez extiende su temporalidad a principios del siglo pasado
y rinde tributo al Petiso Orejudo, el niño que mataba niños con el que las infancias argentinas se
educaron en la certeza de que el horror estaba bien cerca. Completa el recorrido una desopilante
selección de narradoras de clase media y también progresistas que en su intento de empatizar con
lo que desprecian cometen errores, se someten y someten a sus protegidos. ¿Hay algo más
aterrador que la imposibilidad de comunicarse? Sin la menor piedad por ellas, Enriquez despliega
una envidiable potencia burladora.

Por la preocupación por un miedo de marca nacional y por la apasionada herencia cipaya, Charlie
Feiling aparece como un espectro próximo y a Enriquez le cae perfecto lo que señalaba Ricardo
Piglia sobre El mal menor: “Una prosa cuya precisión y serenidad garantiza la verdad de cualquier
escena (o situación extrema) que se narre”. No confundir con un realismo cotidiano en el que de
pronto irrumpe lo macabro. No confundir con la autobiografía, aunque también se valga de sus pistas
y recursos en la construcción de su propio personaje. Desde su primera novela de 1995, Bajar es lo
peor, Mariana Enriquez auspicia con mayor o menor grado de intensidad, cierto pacto autobiográfico.
Los paseos góticos que registró en Alguien camina sobre tu tumba: mis viajes a cementerios y el
tono de las narradoras de este libro la postulan como una habitante de sus propias historias, que
podría estar entre la loca del ático y la princesa en la torre. Esa serenidad que da garantía de la que
habla Piglia le ha robado algunas estrategias a las llamadas narrativas del yo. Sus personajes la
confiesan, despliegan verdades. La interesante diferencia es que aquí se ha envanecido el yo. Y
donde se supone que está ella, en persona, parecida a su foto que nos mira como invitándonos a
presenciar un crimen, cuando parece que la hemos atrapado, se nos aparece su literatura.

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