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ras siete años de una gestión caótica que han precipitado a Venezuela a niveles insospechados de
pobreza, lo que impresiona es que el chavismo, por debilitado que esté, aún sea un movimiento
organizado preponderante. Sus adversarios tienen mucho que ver.
Su fase más reciente y crítica, inaugurada con la proclamación de Juan Guaidó como “presidente
encargado” por la Asamblea Nacional el 23 de enero de 2019, ya se ha extendido a lo largo de un
año y medio sin que se haya producido un quiebre en la realidad interna del poder. Lejos de
suscitar un “cambio de régimen”, el desafío nacional e internacional a la legitimidad de la elección
de Nicolás Maduro como presidente de la república en mayo de 2018 ha resultado, por el
contrario, en su consolidación a la cabeza del Estado venezolano. Desde el palacio de Miraflores,
Maduro comanda la administración civil y militar del país, gozando además para ello de la
cooperación de todos los poderes constituidos a exclusión del legislativo.
Ciertamente, tras la muerte de Hugo Chávez en 2013, Maduro ha ejercido el poder de manera
crecientemente autoritaria, manipulando las instituciones a su conveniencia y socavando cada vez
que lo ha juzgado útil los espacios democráticos. Pero refugiarse exclusivamente en este
argumento para explicar el actual estado de cosas es un sofisma.
En primer lugar, porque la coalición gobernante conducida por Maduro goza de una base de
legitimidad considerable en el seno de la sociedad venezolana. Es la heredera oficial del
movimiento nacional-popular llamado “chavismo” con el cual su fundador, Chávez, construyó una
hegemonía política aplastante durante la primera década del siglo XXI.
Tras siete años de una gestión caótica y de un conflicto político que han precipitado al país a
niveles insospechados de pobreza, lo que impresiona es que el chavismo, por disminuido y
debilitado que esté, aún sea un movimiento organizado preponderante en el país. Pero más
sorprendente aún es que buena parte de esa resiliencia sea, paradójicamente, responsabilidad de
sus adversarios.
Plantear una superación de la crisis en Venezuela pasa por entender claramente que los dos polos
enfrentados, la oposición agrupada en el G4 y el chavismo nucleado alrededor del gobierno,
tienden a percibirse mutuamente como “el problema a resolver”. La crisis es el producto de una
lucha abierta y descarnada por el poder, entre actores que no reconocen plenamente sus
legitimidades respectivas, y que no tienen consenso acerca del funcionamiento de las instituciones
que deberían arbitrar y canalizar sus diferencias. De esta característica se derivan dos corolarios
importantes.
El primero, es que tanto el G4 como el chavismo tienden a movilizar un arsenal retórico de valores
y principios, a través del cual buscan imprimir una dimensión épica y trascendental a sus causas
respectivas. La lucha es por la democracia o por la dignidad, por la libertad o por la soberanía, por
el mundo libre o por el mundo multipolar. Rara vez el conflicto es presentado en su dimensión más
cruda, como la lucha por el poder o por el control de la riqueza petrolera. Sin necesariamente
asumir que se trata en exclusiva de una manipulación cínica, el hecho cierto es que estas
estrategias retóricas idealizan el conflicto y atizan la confrontación. Si la batalla es por la
democracia y contra la tiranía, ¿cómo entonces abandonarla o tergiversar? ¿Cómo imaginarse
alcanzar un compromiso con una facción de traidores a la patria o, visto desde el otro extremo,
con un régimen narcoterrorista? Para siquiera concebir una solución a la crisis venezolana, es
indispensable procesar críticamente la narrativa que los actores construyen sobre sí mismos, sobre
sus adversarios y sobre el conflicto. Un escollo que la comunidad internacional no ha sabido
evitar.
El segundo, es que la crisis venezolana exhibe los rasgos de una guerra civil de baja intensidad, en
la cual cada uno de los polos persigue el objetivo de infligirle una derrota definitiva a su
adversario. Tanto el chavismo como el G4 han sido presas de una ilusión maximalista que les hace
pensar que la victoria total es posible y, en consecuencia, han sido más propensos a embarcarse
en estrategias de escalada que en procesos de negociación. En ambas dinámicas, la comunidad
internacional ha jugado un papel determinante.
Pues como suele suceder en situaciones de guerra civil, el conflicto político venezolano ha
adquirido rasgos de proxy war entre adversarios geopolíticos que, lejos de tener como prioridad la
resolución de la crisis, la exacerban superponiéndole su rivalidad secular. Si bien es cierto que la
responsabilidad originaria del conflicto reposa principalmente en los actores venezolanos, la
injerencia directa de gobiernos extranjeros lo ha legitimado y alentado. En lugar de contribuir a
construir un compromiso entre las partes, Estados Unidos, Rusia, China, la Unión Europea y Cuba,
por solo nombrar algunos, han tomado partido por una de las dos facciones y han desplegado
recursos económicos, políticos y hasta militares, para sostener el “esfuerzo de guerra”.
El reconocimiento internacional acordado a Guaidó, sin que este hubiese alcanzado el ejercicio
efectivo del poder, consumó un proceso inédito de partición del Estado venezolano. Al
prolongarse en el tiempo, este cisma ha generado un embrollo jurídico que tiende a inscribir la
crisis en el mármol del derecho, en lugar de resolverla. Las decisiones de tribunales de EEUU y de
Reino Unido sobre el manejo de los activos petroleros o del oro monetario venezolano en el
exterior le colocan el sello judicial a una decisión originalmente política. A medida que se hace
evidente que la madeja de intereses contradictorios es la mayor garantía de preservación del statu
quo, se hace tanto más difícil que los actores externos desescalen sin correr el riesgo de “perder la
cara”.
Hoy Venezuela se encuentra, como al inicio de la crisis, bajo el mando efectivo del gobierno de
Maduro, cuya permanencia en el poder no parece estar seriamente amenazada. Desde luego, este
statu quo político se mantiene al coste de la asfixia económica del país, producto de sanciones
petroleras, financieras y comerciales. Un coste que el gobierno parece haber interiorizado y que ya
no busca reducir. Por su parte, la estructura “interina” construida alrededor de Guaidó toma cada
vez más el rumbo de un “gobierno en el exilio” soportado esencialmente por la ayuda extranjera y
los activos de la república en el exterior. Una perspectiva poco alentadora que rememora,
superándolos con creces, los ejemplos de las comunidades exiliadas de Cuba o de Irán.
A pesar de esta dura realidad, sería injusto no mencionar los esfuerzos que gobiernos como el
de Noruega o Suecia han desplegado, con el fin de promover acuerdos que pongan fin al conflicto
político e institucional. Noruega facilitó las negociaciones de Oslo/Barbados que se desarrollaron
entre mayo y agosto de 2019, logrando establecer una agenda y un proceso de negociación que
logró alcanzar una serie de consensos mínimos. Suecia se ha dado a la crucial y complementaria
tarea de generar un ambiente más cooperativo entre los actores internacionales con poder de
influencia y de injerencia en el conflicto venezolano, con el objetivo de fortalecer la tesis de la
salida negociada de la crisis, y de formar un “anillo de protección internacional” para los
eventuales acuerdos entre actores venezolanos.
Tanto los esfuerzos de Noruega como los de Suecia son aportes ejemplares que deben ser
alentados. Al no existir ni la posibilidad de que una parte triunfe sobre la otra, ni una fórmula
preestablecida que satisfaga las expectativas de ambos, una solución solo puede emerger de un
largo y paciente proceso de negociación. Pero dicho proceso debe ser protegido tanto de los
altibajos de la lucha interna por el poder, como de las perturbaciones provocadas por la injerencia
externa. Como ya ha sucedido en el caso del abortado proceso de Oslo/Barbados, cada episodio
de confrontación interna o injerencia internacional otorga un pretexto para que las partes se
retiren de la mesa y retomen el conflicto.
Una primera pista para conjurar ese peligro es abandonar el principio que hasta ahora prevaleció
de que “nada está acordado hasta que todo esté acordado”, pues coloca al proceso negociador
ante un desafío gigantesco y bajo una intensa presión. A diferencia del conflicto armado en
Colombia, el conflicto político venezolano distorsiona a tal punto el funcionamiento normal de las
instituciones y de la economía nacional que la sociedad no puede esperar indefinidamente hasta
que “todo esté acordado”. Además, la expectativa de que saliera humo blanco a cada ronda de
negociaciones del proceso de Oslo/Barbados pronto generó en la opinión pública un sentimiento
de frustración.
Una segunda pista consiste en concentrar los esfuerzos internacionales en un solo espacio,
evitando así la dispersión y la cacofonía. El gobierno de Noruega sigue siendo el candidato ideal
para propiciar un acercamiento, pues ambas partes reconocen su neutralidad y profesionalidad. A
diferencia de otros actores que se dicen favorables a la negociación, Noruega ha evitado
cuidadosamente incurrir en el error de opinar acerca del resultado que esta tendría que arrojar.
Complementariamente, la iniciativa sueca podría seguir dedicando esfuerzos a neutralizar “el
ruido y la furia” que el caso venezolano nunca dejará de suscitar.
Finalmente, se hace necesario recordar que, aunque dos facciones protagonicen el conflicto, estas
no tienen el monopolio de la opinión pública ni de la representación política en el país. La mejor
indicación de ello es que el conflicto se ha prolongado y radicalizado contra la voluntad
mayoritaria de los venezolanos, quienes anhelamos un acuerdo que nos permita recuperar una
vida medianamente normal. Numerosas iniciativas que convocan con criterio plural a
organizaciones de la sociedad civil han dado fe de este clamor, demostrando que el principal
obstáculo para un acuerdo reside, más que en visiones irreconciliables de la sociedad, en una
lucha primitiva por el poder.
Fuente: https://www.politicaexterior.com/negociar-sin-maximizar/
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