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Capítulo 2

HERMENÉUTICA DE LA REVELACIÓN
Comprender más para orientar mejor la experiencia creyente

Olvani Sánchez Hernández1

Con el objetivo de contribuir a clarificar el lugar de la hermenéutica en el pensamiento


teológico, en el presente texto procuraremos explicitar las relaciones entre el acontecer
originario de la revelación y la elaboración procedimental de la teología, con el ánimo de
mostrar cómo la dymanis hermenéutica de lo primero supone una configuración
hermenéutica de lo segundo. Así, hacemos operativa nuestra hipótesis fundamental, a saber,
que la hermenéutica no es un recurso ajeno al saber teológico, sino su dinámica constitutiva
más propia tanto por su asunto como por su propósito.

Ahora bien, preguntar por la hermenéutica en teología no puede ser una indagación
especulativa por el método porque tal cosa, como sostiene Heidegger, no hace más que
arruinar la ciencia2. En consecuencia, aunque inevitablemente nuestro recorrido nos
enfrentará al problema procedimental y a su incuestionada importancia, lo hacemos desde la
convicción de la necesidad de supeditar la pregunta por el método a la especificidad del
asunto indagado por la teología y al propósito de la indagación teológica.

De acuerdo con lo enunciado, indagaremos primero cómo acontece la revelación en tanto


que relato fundante del cristianismo y, consecuentemente, fundamento del pensamiento

1
Doctor en Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana. Magíster en Teología de la Pontificia Universidad
Javeriana de Bogotá. Filósofo de la Universidad Santo Tomás de Bogotá. Teólogo de la Universidad Pontificia
Bolivariana de Medellín. Profesor Asociado de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana.
olvani.sanchez@javeriana.edu.co.
2
Heidegger, Ontología: hermenéutica de la facticidad, 64.

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teológico que lo soporta en sus pretensiones, lo define en sus auto-comprensiones y lo orienta
en sus interacciones. Luego, con la convicción de que esta dinámica del acontecimiento
revelatorio puede resultar fecunda en la constitución de un sendero para las elaboraciones del
pensamiento teológico, acudiremos a ella para hacer una propuesta procedimental para la
teología.

1. El acontecer hermenéutico de la revelación en la tradición judeocristiana3.

Nuestra pregunta por la revelación cristiana no pretende dar cuenta de la veracidad o falsedad
de esta creencia, es decir, no busca establecer demostración alguna respecto de la adecuación
posible entre lo ocurrido en la historia, lo enunciado en los textos que buscan servir de
testimonio y el sentido último que se pretende otorgar a textos y acontecimientos. Tampoco
busca indagar por las condiciones de posibilidad de tal revelación, por los contenidos
específicos de los textos que la testimonian. Nuestro interés se centra, mejor, en las dinámicas
en que acontece la revelación, según los relatos, y por sus implicaciones epistemológicas,
existenciales y prácticas.

Desde el punto de vista filosófico, tales indagaciones no suponen necesariamente ser


desarrolladas desde el seno de la creencia misma que se pretende comprender, aunque
tampoco lo prohíbe. Suponen, eso sí, poner entre paréntesis las convicciones religiosas o la
ausencia de éstas, en favor de una auténtica preocupación por desentrañar las dinámicas de
sentido insertas en una tradición creyente como el cristianismo, cuya fecundidad se ha dejado
sentir en los dos últimos milenios de nuestra historia4. Desde el punto de vista teológico, por
su parte, la pregunta por la revelación cristiana no puede ser legítimamente planteada por
fuera de la experiencia creyente en que ésta se predica. Justamente esto es lo que indica el
Concilio Vaticano segundo en la Constitución Dei Verbum cuando afirma que “la Sagrada
Escritura debe ser leída con el mismo Espíritu con el que fue escrita”5. Esto, claro, si con la

3
Este asunto aparece desarrollado en: Sánchez, ¿Qué significa afirmar que Dios habla?, 47-90.
4
Cf. Greisch, Le buisson ardent et les lumières de la raison, 34.
5
Concilio Vaticano II. Constitución Dei Verbum, n. 12.

55
expresión “el mismo Espíritu” no entendemos aquí sólo el Espíritu Santo, sino la comunión
de intereses y horizontes que permite el entrecruce fecundo entre autores antiguos y lectores
contemporáneos. Un “mismo espíritu” implicaría, entonces, una fe compartida entre
escritores e intérpretes.

Una auténtica teología se concibe, entonces, como un trabajo de auto-apropiación reflexiva


de la experiencia creyente en un contexto histórico específico. Un teólogo, en consecuencia,
se supone creyente, es decir, alguien que ha hecho del relato originario de revelación
(autodonación divina) y fe (seguimiento histórico) su propio relato. En este sentido, un
teólogo cristiano puede llegar a conocer los enunciados, fundamentos e implicaciones de lo
que podríamos llamar “teología musulmana”; pero esto no lo convierte en un “teólogo
musulmán”, sino en un teólogo cristiano conocedor de otra tradición religiosa.

En nuestro caso, pretendemos mantener la reflexión en el plano de la teología, aunque cada


vez nos resulte más extraña y menos legítima la pretensión de separarla de la filosofía. En
efecto, más allá de las rígidas separaciones disciplinares entre filosofía y teología, que no
resultan legítimas sólo por ser antiguas, estamos en un momento en que conviene mejor
apuntar hacia las distinciones que permitan identificar posibilidades de enriquecimiento
mutuo y, sobre todo, puntos de arranque, motivos y destinos comunes. Se trata de legitimar
la posibilidad de superar los purismos disciplinares tradicionales y acudir a otras “fuentes de
sabiduría”, no sólo para ampliar el espectro de objetos sino también para repensar el
pensamiento mismo, sus realizaciones y sus posibilidades.

La necesidad de esta apertura es considerada por Miguel García-Baró como uno de los rasgos
distintivos de lo que él denomina “nuevo pensamiento”, cuya emergencia es señal de
esperanza para el desarrollo de los distintos saberes6. Una apertura tal, con toda seguridad,

6
Cf. Garcia-Baró, “Introducción a la teoría de la verdad de Michel Henry” (prólogo) en Henry, Fenomenología
material, 9-12. Un referente de este ‘nuevo pensamiento’ es, sin duda, el fenomenólogo francés Michel Henry.
En su obra, preocupado por rescatar la unidad del pensamiento y la vida, y superar el ocultamiento de ésta por
parte de aquel, Henry intenta fecundar la filosofía con fuentes sapienciales que ayuden a reconocer la
especificidad de un aparecer distinto del aparecer del mundo que soporta las realizaciones del pensamiento
filosófico de occidente, y busca explicitar el aparecer de la vida que descubre al pensamiento mismo como una

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resultará fecunda para las disciplinas pues le permitirá salir un poco del círculo de
autoconstitución y autoreferencialidad de los discursos y favorecerá su reinserción, ahora sin
vergüenza, allí donde surge toda fecundidad posible, en la vida que constituye la esencia de
nuestro ser, que sirve de suelo a los auténticos problemas del pensamiento y que es,
finalmente, “lo único que importa”7. Anclado en la vida y preocupado por ocuparse
adecuadamente de ella, el filósofo o el teólogo no se interesará primordialmente en la división
de las ciencias ni en la especialización de los saberes, sino en la vinculación original del
pensamiento con la vida, lo cual no llega como resultado de un sistema racional
metodológicamente conducido, sino que opera como su presupuesto fundamental, en la
afección originaria de la vida que somos.

Regresemos a nuestro asunto. Reflexionar sobre el ‘cómo’ del acontecer de la revelación,


como intentaremos mostrar, reviste suma importancia para la teología que será deudora de
aquella no sólo en su contenido ‒objeto material‒ y sus perspectivas ‒objeto formal‒, sino
también en sus modos de proceder ‒objeto procedimental‒. La imbricación es tal que Alberto
Parra no ha dudado en concebir la teología toda como un “Discurso de la revelación”8.

Ahora bien, en tanto suelo fundante de una tradición religiosa, la creencia en la revelación
consiste no sólo en la afirmación de la existencia de Dios y de la posibilidad de establecer
relación con él, sino en el testimonio de que aquella relación ya ha tenido y tiene lugar en la
vida de los hombres. Las esferas en que, según los relatos, esta relación ha tenido lugar suelen
concentrarse en la complejidad de la realidad natural, en las dinámicas de la construcción de
la historia o en la hondura de la subjetividad. De acuerdo con estas variantes se han
estructurado las diferentes tradiciones religiosas9. Un testimonio de esta magnitud, más allá
de las distinciones históricas y culturales de sus formas, ha estado presente a lo largo y ancho
de la historia de la humanidad. En atención a esto, dicho sea de paso, la cuestión de si el

modalidad afectiva del vivir. Obsérvese las siguientes obras: L’essence de la manifestation; Yo soy la verdad:
para una filosofía del cristianismo; Encarnación: una filosofía de la carne; y Palabras de Cristo.
7
Henry, Genealogía del psicoanálisis, 26.
8
Parra, Textos, contextos y pretextos, 73-111.
9
Cf. Torres Queiruga, La revelación de Dios en la realización del hombre, 183-198.

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hombre es o no religioso por naturaleza pierde lugar, cuando se constata que lo ha sido desde
que de él tenemos noticia.

Si, como ya indicamos, nuestro interés no se centra ni en las condiciones de posibilidad ni en


el contenido emergente de dicha revelación, sino en las dinámicas de su acontecer según la
tradición judeocristiana, lo mejor será acudir al recurso testimonial por excelencia que, para
esta tradición religiosa, no es otro que el texto bíblico. Nos acercaremos a la narración de la
experiencia fundacional de Moisés en el Éxodo, por cuanto creemos que constituye un hito
fundamental en la religión bíblica, cuyos trazos se dejan sentir en las distintas narraciones
del primer y segundo testamentos. Nos referimos específicamente al relato llamado “de la
zarza ardiente”10, entrelazado con el antecedente de la huida de Moisés de Egipto11 y con el
posterior regreso para escapar de nuevo, esta vez con sus compatriotas israelitas12.

Conviene, entonces, estar atentos al desarrollo narrativo del testimonio puesto que, aun
reconociendo su carácter segundo respecto del acontecimiento, es este lenguaje el que nos
permite desentrañar cómo aconteció la experiencia originaria de revelación que pretende
transmitir. Sigamos el relato en compañía de Andrés Torres Queiruga:

[…] un puñado de hombres vive la rebeldía frente a la situación de injusticia, y en dura y


difícil lucha logran romperla. […] En el fondo original de todo hay un hombre y una
experiencia contagiosa: Moisés y su interpretación de los acontecimientos. Desde su
vivencia religiosa, Moisés descubrió la presencia viva de Dios en el ansia de sus paisanos
por liberarse de la opresión y fue logrando contagiar esta certeza a los demás, ayudándoles
a descubrir también ellos esa presencia. […] Las dudas y las protestas muestran que
tampoco para ellos fue fácil romper la ambigüedad y distinguir entre el propio esfuerzo y la
presencia que en él se manifiesta.13

10
Ex 3,1-15.
11
Cf. Ex 2,11-15.
12
Cf. Ex 4,18-23; 13,17-16,36.
13
Cf. Torres Queiruga, La revelación de Dios en la realización del hombre, 64 y 190.

58
Fijémonos bien, allí donde los historiadores egipcios no vieron más que una revuelta
insignificante que, a lo sumo, implicaba cierta pérdida de mano de obra y no mereció ni
siquiera un lugar en sus crónicas, el grupo de los israelitas descubre la presencia de su Dios
y hacen de esta situación la bisagra más importante de su historia. De acuerdo con esto,
continua Queiruga, “la Revelación –sea lo que sea en su esencia íntima– no apareció como
palabra hecha, como oráculo de una divinidad escuchado por un vidente o adivino, sino como
‘experiencia viva’, como ‘caer en la cuenta’ a partir de las sugerencias y necesidades del
entorno y apoyado en el contacto misterioso con lo sagrado”14.

Según lo expuesto en los mencionados textos bíblicos y siguiendo la propuesta de Queiruga,


la revelación no acontece como una intervención milagrosa y extraordinaria de Dios en el
devenir de la historia del hombre. Lo que ocurre es que en el transcurrir de la vida se producen
a veces situaciones que sacuden la conciencia del hombre y lo abren a la llamada que lo
solicita desde la profundidad de lo real y de sí mismo15. Tales situaciones merecen ser
llamadas propiamente ‘acontecimientos’, debido a su carácter imprevisible, a la fuerza de su
impacto y a la hondura de sus huellas. Un acontecimiento, entonces, se convierte en punto
de partida para la configuración de una línea de sentido para quien lo vive, por cuanto
cuestiona la linealidad del sentido precedente y su suficiencia explicativa, al tiempo que pone
en escena los elementos para el establecimiento de una nueva dirección.

El acontecer de la revelación, en la tradición judeocristiana puede comprenderse, entonces,


como un auténtico acontecimiento fundante que implica su propia dinámica interpretativa.
Se trata de una vivencia de hondo impacto, que se interpretó a la luz de una sensibilidad
religiosa; una vivencia que re-significó la historia de un pequeño pueblo y sentó las bases
para la construcción de un movimiento religioso que, de alguna forma, ha tocado la
humanidad entera. Estamos, pues, ante un acto interpretativo en el cual se descubre la
presencia de Dios en una vivencia y, con base en ese descubrimiento, se comprende de nuevo
la propia situación y se inaugura una línea de sentido que orienta y configura la acción y el

14
Ibíd., 66-67. Resaltado del autor.
15
Cf. Ibíd., 206.

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discurso creyentes, de cara a los procesos históricos de realización humana. Se trata, en
consecuencia, de un proceso dinámico en que el sentido, fundado siempre en la vivencia,
emerge en la interpretación del mundo de la vida y termina reorientándolo con fuerza
insospechada.

Podemos entonces preguntar ¿Qué hace la diferencia entre una interpretación y otra del
mismo episodio que devino para algunos en un verdadero acontecimiento, mientras para otros
sólo fue un pasaje de poca o nula importancia? Digamos por ahora que el punto clave de la
cuestión está en la diferenciación del tipo de relato que originan las interpretaciones en juego.
Mientras el historiador tiene intenciones puramente reconstructivas de los hechos ‒por lo
menos eso dice‒, el escritor sagrado tiene pretensiones edificantes y, con base en este interés,
se remite a los eventos como vehículo para soportar el sentido en ellos descubierto. En este
sentido, leemos en uno de los evangelios: “Jesús hizo muchos otros signos que no han sido
escritos […] éstos se han puesto por escrito para que crean que Jesús es el Cristo”16. Desde
un interés religioso específico, entonces, se lee una situación, se escogen los eventos que
resulten más significativos y se ponen en una trama narrativa17. En consecuencia, al
acercarnos a este tipo de relatos, la pregunta por su verdad no se dirime por el recurso a la
evidencia factual que los soporta o por la adecuación de sus descripciones, sino por la
hondura de la certeza que los moviliza y por la fuerza performativa de los caracteriza. En
otros términos, no se pregunta tanto por el carácter verdadero o falso de lo expuesto en ellos,
sino por el tipo verdad que les corresponde.

Retornemos a nuestro asunto que, recordemos, se concentra en la dinámica del


acontecimiento de revelación relatado en el texto bíblico. Hemos dicho que se trata de un
proceso interpretativo que, desde un interés y una sensibilidad religiosa específicos, descubre
la presencia de Dios en unas vivencias. En este proceso podemos identificar tres momentos
indisociables: el creyente cae en la cuenta de una presencia densa en la profundidad de lo que

16
Jn 20,30-31.
17
Al respecto vale la preguntarse: ¿Son realmente distintos, en este sentido, un relato religioso y un relato
histórico?

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acontece; reconoce la propia vida, su memoria, intereses y expectativas en la presencia
descubierta; y se dispone a re-direccionar sus acciones y discursos de acuerdo con el sentido
constituido a partir de la presencia que se ha descubierto como donada en gratuidad.
Esquemáticamente, podríamos decir que se trata de “caer en la cuenta de…, reconocerse en…
y comprometerse con…”18. Veamos rápidamente cómo operan estos momentos.

Según el relato, lo que Moisés hace es caer en la cuenta de una presencia que, estando siempre
ahí, no había sido advertida. No nos referimos inicialmente a la presencia de Dios, sino a la
de sus paisanos injustamente maltratados: “Moisés vio a sus hermanos y vio los maltratos a
que eran sometidos”19. Moisés estuvo mucho tiempo en Egipto en medio del maltrato sufrido
por sus paisanos, y sólo cuando cayó en la cuenta de ellos pudo escuchar una palabra de Dios
que, según el célebre pasaje de la zarza ardiente, no hacía otra cosa que describir y hacer suya
la acción previa de Moisés: “he visto el sufrimiento de mi pueblo que está en Egipto, he
escuchado su grito delante de sus opresores; sí, conozco sus angustias; he venido para
liberarlo de la mano de los egipcios”20. Fijémonos bien, más allá de las figuras literarias
utilizadas, Moisés descubre la presencia de Dios. Acontece para él la revelación, no en una
mágica y particularísima intervención divina sino en una extraordinaria variación en su
mirada que, sin haberlo planeado ni poderlo evitar, se hace cargo de los hermanos que sufren,
y asume como propios su resentimiento y su protesta contra la injusticia. “Caer en la cuenta
de” es entrar en la dinámica del acontecimiento.

Esta presencia que se descubre como fundamento del propio proyecto, lejos de anular la
autonomía humana, potencia su realización. En efecto, su irrupción evita que el hombre se
clausure sobre sí mismo, “dinamiza todo y lo mantiene abierto, y hace posible que la
emergencia humana, elevándose sobre sí misma en el encuentro con Dios, se vaya
desplegando en toda su potencialidad”21. Es esto justamente lo que permite que aquel que
cae en la cuenta de esta presencia pueda reconocerse en ella y la apropie con autenticidad;

18
Sánchez, ¿Qué significa afirmar que Dios habla?, 97.
19
Ex 2,11.
20
Ex 3,7-8.
21
Torres Queiruga, La revelación de Dios en la realización del hombre, 250-251.

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pues, al reconocer en ella sus esperanzas y sus luchas, se ve enfrentado a la necesidad de
redimensionarlas y despejarlas de las inautenticidades en que suele acontecer el ser humano.
Descubrir, desde una sensibilidad religiosa, que la propia lucha por la libertad y la justicia es
la lucha del mismo Dios genera una certeza contagiosa que da al lenguaje mismo la fuerza
de una acción. Tal es el caso de Moisés en el relato de libro del Éxodo, cuya certeza en el
acontecimiento de revelación cimentó un pueblo, fundó una religión y afectó la historia
entera del mundo occidental. “Reconocerse en” es la dinámica de apropiación del sentido
que se reconstruye a partir del acontecimiento.

Un acontecimiento de esta talla, en el que se ha caído en la cuenta de una presencia profunda


y se ha reconocido en ella la propia existencia en historia y proyecto, conduce necesariamente
a comprometerse con el sentido descubierto y su realización efectiva. El relato nos muestra,
efectivamente, que la experiencia de revelación re-significa la acción y moviliza a ella. En el
acontecimiento de revelación importa no sólo ni primeramente lo que es verdad en el
discurso, sino lo que tiene sentido en la acción de cara a la presencia del Dios que se revela.
En el caso de nuestro relato, si se descubre a Dios en el anhelo de justicia, en medio de la
lucha por la liberación, quien ha tenido esta vivencia ya no puede renunciar a la actuación en
favor de las circunstancias en que ésta ha tenido lugar para él, porque serán las mismas en
que éste puede actualizarla y la revelación puede tener lugar para otros. Esto fue lo que
sucedió a Moisés y en esto radicaba la fuerza de su convicción que logró introducir a un
pueblo en la misma dinámica de su vivencia y le permitió hacer historia. “Comprometerse
con” es la instancia de verificación de la autenticidad del acontecimiento.

No se trata, sin embargo, de tres momentos inconexos, ni su lectura puede ser lineal, bajo el
modelo de relación de final-comienzo. Se trata, como el mismo relato de Moisés nos lo
sugiere, de procesos sumamente imbricados cuya distinción es puramente pedagógica. En
efecto, podemos ver cómo, en el acontecimiento de revelación que nos trae el texto bíblico,
comprometerse con la tarea encomendada por Dios de la liberación de un pueblo fue
consecuencia de haber caído en la cuenta de la presencia de dicho Dios y de haber reconocido
en esa presencia la lucha propia. A su vez, estos dos momentos sólo fueron posibles porque

62
Moisés ya se había comprometido con un proyecto de liberación que ahora se ve re-
significado y potenciado al extremo, pues se descubre como el proyecto de Dios mismo. Hay,
según lo dicho, una auténtica circularidad entre los momentos distinguidos como
configuradores del acontecer hermenéutico de la revelación.

2. Hacia una elaboración hermenéutica de la teología cristiana.

Ya hemos dicho que la teología puede ser comprendida, de forma amplia, como el “discurso
de la revelación”. En consecuencia, antes de cualquier determinación de dicho discurso en
sus estructuras básicas y en sus desarrollos históricos, es preciso anotar que la forma como
se comprenda la revelación será definitiva para la elaboración del saber teológico. En efecto,
el “de” de la expresión puede indicar que se trata de un “discurso sobre/respecto de”, con lo
cual hablaríamos de la revelación como objeto material; o puede indicar un “discurso desde/a
partir de”, en cuyo caso la revelación desempeñaría el papel de objeto formal. Podríamos
agregar un tercer factor importante en esta relación, a saber, que la teología, como “discurso
de la revelación”, es deudora de ésta también en las dinámicas de su elaboración; de forma
que, si cabe la expresión, la teología encuentra en la revelación su “objeto procedimental”.
Desde el lugar de “objeto material”, el criterio de lo teológico estará en los temas; desde el
“objeto formal”, estará constituido por el horizonte de tratamiento de los temas; desde el
punto de vista de “objeto procedimental”, se acogerá la proposición fenomenológica según
la cual el objeto, en el modo de su manifestación, determina el cómo de su investigación22.

Así las cosas, si el objeto de la teología, la revelación, se da según el esquema que hemos
propuesto, nos resulta lícito pensar que estos momentos puedan tenerse en cuenta en la
consideración de una dinámica para la elaboración del pensamiento teológico. En efecto, si
una reflexión fundamental sobre la teología misma “ha de proporcionar la base metodológica
de la teología, y ello de tal forma que a una con su objeto se determine también el horizonte

22
Cf. Henry, « Phénoménologie non intentionnel; une tache de la phénoménologie á venir », en
Phénoménologie de la vie I, 106.

63
y la estructura interna del discurso”23, es pertinente considerar que la elaboración del
pensamiento teológico deba corresponder, en su dinamismo, al dinamismo que se ha
desentrañado del acontecer de su objeto. El cómo del acontecimiento de la revelación y la
elaboración discursiva sobre él y desde él deben establecer una relación de correspondencia.

Si el acontecer originario de la revelación no es una palabra pronunciada sino una vivencia


interpretada, entonces el punto de partida originario de la teología ha de ser, antes que el
análisis de un texto, el recurso a la experiencia misma24. Considerar la experiencia como
punto de partida de la tarea interpretativa de la teología, tiene como intención primera
vislumbrar su momento final, su objetivo, que no es sólo la producción de discursos
teológicos, sino la reorientación de la praxis creyente25. En consecuencia, el suelo de la
teología no estaría constituido por un conjunto de enunciados verdaderos que se habría de
custodiar, ni siquiera por un conjunto de textos que se han de interpretar, sino por la
experiencia creyente de ayer y de hoy que se hace texto, cuyo sentido habrá que explicitar,
comprender y reorientar. Toda afirmación teológica, según creemos, debe poder ser re-
conducida a la experiencia en que se funda su formulación para poder juzgar allí ‒no en sí
misma o en otra afirmación‒ la legitimidad del sentido que propone.

Con base en este punto de apoyo, al ocuparse del acontecimiento fundante de la revelación,
el pensamiento teológico se construye en analogía con los momentos en que, según hemos
propuesto, se ha llevado a cabo este acontecimiento. Así, se pone en marcha una dinámica
interpretativa que:

(1) desde la experiencia de fe del intérprete en encuentro con el testimonio fundamental de


la revelación, está atenta a la complejidad de las realidades históricas y a su fuerza simbólica

23
Peukert, Teoría de la ciencia y teología fundamental, 7.
24
No supone esto una subvaloración de los clásicos “lugares teológicos”, sino una ubicación de estos ‒y de la
teología toda‒ en el suelo nutricio que los soporta, es decir, en la vivencia creyente que testimonian, sistematiza
y custodian. Tal cosa facilita, sin duda, una comprensión no dogmática sino hermenéutica, según la distinción
de modelos operativos propuesta por Claude Geffré, del recurso a las fuentes de la teología. (Geffre, El
cristianismo ante el riesgo de la interpretación, 68-92).
25
Cf. Parra, “Interacción del saber científico en perspectiva teológica”, 410.

64
para desentrañar en ellas su sentido salvífico, es decir, para caer en la cuenta, siempre de
nuevo, de la presencia de Dios en el seno de las realidades de cuyo análisis se ocupa.

(2) Por cuanto está implicada siempre la fe del intérprete, es evidente que en el proceso no
sólo se somete a crítica el sentido de los enunciados teológicos, sino también la orientación
básica de la vida creyente del teólogo. En consecuencia, los sentidos desentrañados, al tiempo
que amplían el conocimiento de la revelación, exigen un desvelamiento de las dinámicas
existenciales del intérprete, de cara a su justeza frente a la revelación que estudia y a la fe
desde la cual lo hace.

(3) Puesto que hemos dicho que la teleología del pensamiento teológico no nos conduce sólo
a la elaboración de nuevas teorías, sino que implica la legitimación de teorías antiguas y
nuevas en el campo de su fecundidad, su dinámica interpretativa demanda el compromiso del
teólogo a favor de los senderos que se han descubierto como auténticamente fundados en la
experiencia originaria y efectivamente fecundos para la experiencia presente.

Como se apreciará con facilidad, esos momentos del pensamiento teológico se formulan en
paralelo con aquellos desentrañados como estructura del acontecimiento de revelación, de
forma que éste puede ser efectivamente considerado como objeto procedimental de la
teología26.

Conviene ahora explicitar mejor las operaciones en que se concreta la dinámica


procedimental apenas enunciada. Según hemos afirmado, a partir de la dinámica del
acontecer hermenéutico de la revelación en la tradición judeocristiana, es posible intentar un
esbozo de lo que pudiéramos denominar una elaboración hermenéutica de la teología. No se
trata, por supuesto, de una construcción con pretensión de originalidad, sino de una propuesta
de estructuración, un ensayo de explicitación de un “modo” para hacer teología en tanto que

26
Este asunto se enuncia en: Sánchez, ¿Qué significa afirmar que Dios habla?, 93-112. Un desarrollo
preliminar, enfocado más hacia la filosofía, se puede ver en: Sánchez, Acontecimiento y pensamiento. La
revelación judeocristiana y la búsqueda de la unidad del pensar, 87-104.

65
auto-apropiación reflexiva de la de la experiencia creyente, una actividad del espíritu
irreductible a sus concreciones históricas o a sus sedimentaciones lingüísticas.

Asumir el sendero propuesto para la teología pasará por la apropiación de la especificidad de


la dinámica pregunta-respuesta, en relación responsable con la pluralidad de problemáticas
emergentes del mundo de la vida y en diálogo abierto con las múltiples tradiciones del saber
teológico y de otros campos del saber. Dicha especificad puede estructurarse a partir de tres
tipos de interrogaciones que, por ahora, se pueden caracterizar como: preguntas directas,
preguntas reflexivas y preguntas prospectivas. Con base en esta distinción de interrogaciones,
identificamos tres aspectos tareas que resultan: atención particular a la experiencia y al
desentrañamiento de sus relaciones de sentido; apropiación de los sentidos desentrañados a
partir de la pregunta por su legitimidad y la de quien interroga; y construcción de horizontes
para comprender y orientar el actuar en el mundo con los otros, a partir del sentido
desentrañando y apropiado. Lo primero apunta a la necesidad de dar cuenta de la experiencia
en su propio dinamismo, de modo que, por decirlo de esta forma, “hable por sí misma”; lo
segundo implica la búsqueda de autenticidad en el proceso de asumir como propios o
rechazar los sentidos que se despliegan ante nosotros en acontecimientos, sucesos o textos;
lo tercero moviliza hacia la acción consecuente, no como añadido opcional del proceso
interpretativo, sino como parte integral del mismo en la que se define incluso su legitimidad
ya no en el plano de la solidez argumentativa sino en el de la fecundidad vital. Como ya
advertimos en lo referente al acontecimiento de revelación del cual hemos tomado la
distinción de los momentos, se trata de operaciones del sujeto y de instancias en el sendero
del pensar que requieren ser comprendidas en constante interacción y mutuo
enriquecimiento.

El primer momento lo podemos denominar instancia de explicitación. Su cometido es


desentrañar las relaciones de sentido constitutivas de los mundos en que acontecemos
cotidianamente. En tanto momento de explicitación de mundos, es clave para dar cuenta
responsablemente de la esfera de la práctica humana o la realidad textual que es, en cada
caso, “objeto del pensamiento”. Ahora bien, esta explicitación asume la forma de preguntas

66
directas del tipo ¿qué elementos están implicados en “x”?, ¿cuál ha sido el proceso
constitutivo de “x”?, ¿cómo ha sido interpretado, valorado, expresado y orientado “x”? Se
trata de interrogantes tendientes a lograr una descripción fundada del fenómeno en su origen,
estructuración y destino histórico, de forma que se hagan explícitos los sentidos de mundo
propios de la experiencia en cuestión.

Ahora bien, como sabemos, el sentido no es inmediato a la conciencia. Para acceder a él es


necesario, como sugiere Ricoeur, abstenerse de todo inmediatismo interpretativo y “dar la
vuelta por el camino largo” de los análisis de tipo estructural-lingüístico y genético-
histórico27. El análisis estructural permite estar atento a las dinámicas relacionales internas
de los elementos constitutivos de una práctica específica y de su interacción con las demás
prácticas humanas. Con la genealogía, por su parte, se “gana conciencia de que todo esquema
de mundo no es más que una forma posible de interpretarlo (y de que) superar el error no
consiste en dejarlo atrás como artificio engañoso, sino en reconocer que no es indispensable
y en preguntarse a qué necesidad respondió su surgimiento”28. Se trata de recursos
interpretativos funcionalmente importantes puesto que, aunque la finalidad del teologizar no
está en describir la estructura o en clarificar el origen de sus objetos, estos factores ayudan a
evitar que el sentido querido por el intérprete tome el lugar del sentido contenido en la
experiencia.

El segundo momento es conocido como instancia de apropiación. Su interés es indagar por


la legitimidad de las relaciones de sentido desentrañadas en la instancia primera, de cara a la
autenticidad de la existencia personal y comunitaria, esto es, a la condición humana
desplegada en ellos. En consecuencia, asume la forma de preguntas reflexivas que podrían
formularse de la siguiente manera: ¿la forma como hemos comprendido “x” tiene que ser así
o puede ser diferente? Se trata de cuestionamientos cuyos intentos de respuesta y su
formulación misma examinan la propia comprensión de la actividad sobre la cual se
reflexiona, indagan por la autenticidad de nuestra aceptación del sentido descubierto y exigen

27
Cf. Silva, “Paul Ricoeur y los desplazamientos de la Hermenéutica, 187.
28
Gutiérrez, La ardua liberación de la interpretación, 269-270.

67
capacidad de crítica respecto de las implicaciones de dicha aceptación. Estamos, pues, ante
el origen del efecto desestabilizador y subversivo del pensamiento teológico, que implica
tomar conciencia de que los mundos de sentido que llegan a nosotros no son un “en sí
inmutable”, sino una construcción que ha tomado formas diversas a lo largo de la historia, y
que se nos presenta hoy en un entramado específico de relaciones y enunciados que han ido
tomando fuerza de verdad en el pensamiento y en la praxis.

Desde esta perspectiva, cuando nos atrevemos a pensar lo que hacemos, no perseguimos el
desentrañamiento de una estructura, una historia o una subjetividad oculta en ello, sino que
buscamos develar un horizonte de comprensión de mundo, frente al cual resulta inevitable
plantear la pregunta por la autenticidad de nuestro propio horizonte de aparición en éste. Una
vez más, es claro que la teología como actividad pensante está orientada fundamentalmente
a la constitución de sentidos, antes que a la enunciación de verdades. En esta dinámica,
acontece el encuentro entre el horizonte desentrañado en la esfera de mundo cuestión y el
horizonte desde el cual se hace experiencia de mundo. Gracias a este encuentro, que puede
darse como armónica fusión o traumática colisión, el teólogo no sólo comprende mejor al
mundo circundante, sino que comprende mejor y amplía su propia dinámica de constitución
de mundos.

El tercer momento recibirá el nombre de instancia de imaginación. Su propósito es asumir


la responsabilidad del pensar en tanto actividad de la vida del espíritu llamada a proponer
caminos de orientación en las prácticas de la vida cotidiana. Son propias de esta instancia las
preguntas de corte propositivo, que comprometen la imaginación en el diseño de
posibilidades para hacer viable la construcción de los horizontes. Tales interrogantes podrían
tomar la forma ¿Qué tal si “x”? o ¿por qué no intentar “x”?, y apuntan a rescatar la fuerza
fáctica y no sólo contrafáctica del pensamiento. De esta forma, no es suficiente con la crítica
de las condiciones actuales que se descubren inaceptables, sino que se exige el diseño de vías
alternativas y el compromiso efectivo por realizarlas en las condiciones actuales que siempre
serán insuficientes. En este sentido, conviene recordar que ninguna realización histórica

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puede ser identificada con las situaciones deseables, puesto que éstas son eu-topías que
fungen de esperanza normativa para el pensar y el actuar.

De acuerdo con esto, la dinámica del pensar teológico asumida en esta propuesta implica la
presencia de una fuerza performativa. Hacer teología demanda opción ética y compromiso
efectivo en la tarea de hacer factible aquel modo de ser-en-el-mundo que se ha constituido
con base en la experiencia y que ha sido apropiado como deber ser para el sujeto29. El proceso
nos ha llevado de la explicitación de las relaciones de sentido de la experiencia a la
comprensión o apropiación de ese sentido en la ampliación de la auto-comprensión del
teólogo mismo. La orientación de la existencia que el intérprete ha apropiado se convierte
ahora en una “provocación para ser y obrar de otro modo”30; provocación que exige una
opción fundamental del intérprete y lo convierte en agente de acción transformadora. Esta
capacidad de reorientación real de la acción, la praxis transformadora, desempeña el papel
de criterio último de veracidad del sentido emergente y de instancia definitiva en el proceso
interpretativo. No podría ser de otro modo, si es verdad que el pensamiento asume en su
elaboración la dinámica del acontecimiento cuya fuerza reside, justamente, en su impacto
transformador en la significación de los eventos pasados, la asimilación de los presentes y el
direccionamiento de los futuros.

Explicitadas los momentos que estructuran la elaboración hermenéutica de la teología como


fundada en el acontecer de la revelación, es preciso hacer una distinción ente objetos
inmediatos y objeto final de aquella. Los primeros están representados en las experiencias de
las que partimos y a las que pretendemos reconducirnos mediante el desentrañamiento de
estructuras constitutivas o historias explicativas, mediante la valoración de la autenticidad de
sentidos textuales o contextuales y de las orientaciones puntuales de la existencia, y mediante
el diseño de propuestas soñadoras y acciones transformadoras. Ocuparse de la experiencia en
tales coordenadas es importante, por supuesto, pero es insuficiente para el pensamiento
teológico. En efecto, los objetos inmediatos no pueden hacernos perder de vista el objeto

29
Cf. Ricoeur, “Hermenéutica y crítica de las ideologías”, 340-341.
30
Silva, “Paul Ricoeur y los desplazamientos de la hermenéutica”, 195.

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final de la interrogación teológica, a saber, desentrañar siempre de nuevo la amorosa
autodonación de Dios que es, en cristiano, la dinámica de la revelación y trazar los senderos
para el seguimiento que es, en cristiano, el nombre propio de la fe. Así las cosas, el oficio de
la teología es comprendido no como el esfuerzo de legitimación de una creencia en sus
formulaciones axiomáticas, sino como la rigurosa tarea de desentrañar las dinámicas de
sentido del acontecimiento fundacional en que dicen estar apoyadas dichas creencias; de
modo que hagamos de aquel a quien proponemos como fundador, el fundamento real de
nuestro modo ser en el mundo. A partir de esto se re-piensan los conocimientos que se tienen
por adquiridos y se re-definen los horizontes vitales de los creyentes en relación con su
comunidad, con los que creen distinto y con los que dicen no creer

3. Consideraciones finales.

Hemos intentado esbozar un sendero para la elaboración hermenéutica de la teología a partir


de lo que hemos llamado el acontecer hermenéutico de la revelación. De esta forma,
sostuvimos que la hermenéutica no es un recurso extraño a la teología sino su modo más
propio de operar de acuerdo con su objeto y su propósito. La articulación entre explicitación,
apropiación e imaginación que dan lugar al trabajo sistemático, crítico y propositivo,
respectivamente, es la dynamis propia de este sendero para el pensamiento teológico. Poner
el acento en la vivencia con miras a ganar en su comprensión y contribuir a su orientación es
nota distintiva de esta hermenéutica teológica o, mejor, de esta teología hermenéutica.

Insistamos una vez más: en la propuesta que hemos esbozado respecto del carácter
hermenéutico de la teología, la noción de conocimiento supera por mucho la dimensión
puramente intelectiva, para reconocer el valor constitutivo de las dimensiones existencial y
práctica. Por eso hemos dicho que la “empresa de la comprensión” implica la puesta en
marcha de procesos explicativos tendientes a la explicitación rigurosa de componentes y
significados; procesos críticos encaminados a la apropiación auténtica de sentidos; procesos
creativos propios de la imaginación propositiva de senderos; y procesos estratégicos que
permitan la orientación efectiva de las vivencias. La epistemología teológica, entonces, no es

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sólo ni principalmente un asunto de articulación de teorías, sino de atención sistemática,
crítica, propositiva y responsable de las vivencias en que acontece la revelación de Dios y el
seguimiento de Jesucristo. Comprender más para orientar mejor31; en eso consiste la
dinámica constitutiva de la interpretación creyente, la entraña hermenéutica del saber
teológico.

Tal cosa resulta legítima porque, según creemos, en el inicio de la interrogación teológica ‒
y filosófica‒ no está el primado estético de la admiración por la contemplación de esencias,
sino el principio ético de configuración de la existencia. En efecto, el teólogo interroga la
experiencia creyente de ayer y de hoy, personal y comunitaria, porque quiere hacer frente a
la posible vergüenza de estar edificando la vida sobre falsedades que resultan ocasión de
daño para los otros y para sí mismo. Por tal razón, y esto es clave para la configuración de
un talante teológico más allá de la simple erudición disciplinar, el teólogo se compromete a
examinar con radicalidad las fuentes de las emanan las verdades a partir las cuales orienta su
“modo cristiano” de ser en el mundo. En otras palabras, el creyente asume la responsabilidad
de orientase reflexivamente en su existencia como escenario del seguimiento de Jesucristo,
desde la revelación como don inmerecido que lo constituye en su ser y lo configura en su
historia.

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31
Seguimos aquí la inspiración dela célebre sentencia ricoeriana “explicar más para comprender mejor”.
(RICOEUR, Teoría de la interpretación, 83-101).

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