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El seppuku – vulgarmente conocido como hara-kiri – tiene hacia el año 1180 su primera
aparición histórica en la denominada Batalla del Río Uji, cuando las fuerzas de las familias
Taira y Minamoto se enfrentan frenéticamente en lo que será el comienzo de la
denominada Guerra Genpei, y donde un individuo conocido como Minamoto Yorimasa
quita su propia vida al vislumbrar la trágica derrota del ejército que comandaba.
Es, no obstante, una acción extraordinariamente enigmática. Las novelas antiguas, y los
compendios de historias japonesas se llenan de episodios donde distintas personas
prefieren morir bajo su espada antes que ser derrotados o avergonzados. Hay ejemplos
como la historia de los ronin de Ako, donde 47 samurái juran venganza contra un tal Kira
Yoshinaka, por haber sido el causante de una humillación contra su maestro. Lo
paradójico es que los 47 samurái asesinan efectivamente a Yoshinaka, pero acto seguido
se entregan a las autoridades y simultáneamente cometen seppuku, al haber cumplido el
acto que habían jurado realizar.
En general, todas las culturas humanas tienen espacio para la relación que existe entre el
individuo, la sociedad y la muerte. Distintas civilizaciones han considerado tener potestad
sobre la muerte del otro, ya sea como punto terminal a una ofensa grave o violaciones
específicas de la ley. No obstante, no son muchos los casos donde la muerte sea
voluntaria, donde se escoja morir por la propia mano. Cuando ésta sí sucede, tiende a
atribuirse a la muerte una condición negativa – patológica usando el vocabulario moderno
– donde el individuo que comete suicidio ha perdido parte de su capacidad de raciocinio,
se encuentra deprimido, rechazado, en un estado de pesimismo extremo. La propia
muerte es, en estos casos, la conclusión desesperada ante una situación de sufrimiento
excesivo. Lo que cuentan las historias japonesas es muy distinto. El suicidio toma un
carácter cuasi solemne, ya que el samurái efectivamente muere en paz, con su conciencia
tranquila, sabiendo que morir bajo seppuku lo reafirma éticamente ante sí mismo y los
demás.
Ahora, si morir es sólo un paso transitorio, el suicidio como vía de escape al sufrimiento,
como consecuencia de un pesimismo extremo o como condición asociada a la tristeza
individual es considerado una acción egoísta que en nada ayuda a alcanzar el estado de
Nirvana. En estos casos la mente no está en armonía con sí misma, y el individuo
difícilmente deja este mundo con pensamientos positivos que animarían un buen karma
posterior. La consideración esencial, por ende, no es si el cuerpo vive o muere, más bien si
la mente se mantiene en paz consigo misma en ese instante. En consecuencia, la forma y
manera de morir toma una importancia suprema en orden a alcanzar un estado de éxtasis
y perfección. El suicidio, bajo la perspectiva budista, no es un acto que se condene per se;
todo dependerá de la condición espiritual del individuo que busca su propia muerte; no
tanto para alcanzar la dicha absoluta, sino porque su conciencia ya ha depurado el dolor y
sufrimiento de la vida material. No es coincidencia que – para cuando los samurái
comenzaban a surgir como clase distintiva – el budismo, y particularmente la escuela de
Budismo Zen, ya se encontraba plenamente asentada en la sociedad de Japón.
Esto resulta muy importante para entender el que es considerado el Manual Samurái por
excelencia, el Hagakure u Hojas Ocultas, redactado hacia 1716 por Yamamoto Tsunemoto.
Es notable que casi mil años después de la aparición del Kojiki, el Hagakure siguiera
manifestando que “el que prepara su corazón como es debido, día y noche, para poder
vivir como si su cuerpo hubiera muerto, alcanza la liberación en el camino”. O, en un
ejemplo más del respeto por la autoridad, “un hombre es un buen vasallo cuando valora
sinceramente a su señor. Así los samurái son más dignos”. El Hagakure reafirma entonces
principios muy antiguos, reuniendo enseñanzas concretas para los samurái. Lo importante
– como afirmaba el budismo – no es tanto la muerte o la vida, sino ser puro, simple,
resuelto; tomar plena responsabilidad por las tareas propias y servir de forma
incondicional a su señor. Eso conforma, finalmente la moral samurái.
Estas reglas éticas, presentes por siglos durante la historia de Japón, conforman un estilo
de vida. Pasan a ser fundamentos existenciales de los individuos y en su conjunto
establecen esa característica tan comentada de los propios samurái, el honor. Pero el
honor no es más que una cualidad que lleva a una persona a comportarse de acuerdo con
las normas sociales que se consideran apropiadas, que se consideran dignas de ser
seguidas. Y las historias de seppuku cuentan que el samurái recuperaba su honor, es decir,
se hacía valorable frente a sí mismo y los demás en tanto ponía su mente en paz y
transitaba a una reencarnación positiva. El honor pasa a ser un meta-valor cuya pérdida
supondría una suerte de devaluación ontológica del individuo hasta el punto que su
propia existencia material no tendría sentido. Y como la existencia material era sólo un
paso más en una serie de eventos, la muerte en sí misma no era condenable en la medida
que el samurái dejase este mundo en armonía. El ritual permitía recomponer un desorden
no sólo individual, sino fundamentalmente colectivo, ya que el samurái se debía a su
grupo y su señor. Consecuentemente, no es extraño que los episodios de seppuku
registrado estén asociados a la percepción, por parte del samurái, de falta de
cumplimiento de estas reglas, ya sea un servicio imperfecto, un objetivo no logrado (como
la imposibilidad de triunfo en combate) o una vergüenza causada por desaprobación
social.
Cuando el seppuku termina institucionalizándose como ritual hacia comienzos del siglo
XVII, con normas fijas y cánones preestablecidos, el acto mismo pasa a ser un fenómeno
cuasi religioso y que significaba un enorme ceremonial. El rito, en general, comenzaba
algunas horas antes del hara-kiri (“corte de vientre”) propiamente tal. El samurái bañaba
su cuerpo con agua limpia y se le ofrecía una comida final consistente en arroz. Luego
hacía su entrada en una habitación especialmente preparada para la ocasión vestido
completamente de blanco, color que según la tradición Shinto representa pureza,
visualizando así el sentimiento individual del samurái: que deja este mundo sin
arrepentimientos ni pecados. Una vez sentado en cuclillas, el samurái pasaba a escribir un
“poema de muerte” (jisei no ku) sobre temáticas principalmente budista o shinto y con
evidente uso de la alegoría y metáfora. Abriendo su kimono a la altura del estómago,
tomaba un cuchillo largo destinado para esta ceremonia denominado tantō, y realizaba un
corte de izquierda a derecha en la parte baja del estómago. El ritual también suponía la
presencia de un ayudante, conocido como kaishakunin, quien era el encargado de dar el
golpe de gracia cortando su cabeza a la altura del cuello. No obstante, la decapitación
propiamente tal era considerada una ofensa destinada solamente para los delincuentes
comunes, por lo que el corte de gracia se intentaba realizar con tal habilidad que la cabeza
no se separara totalmente del cuerpo. Esto suponía contar con un kaishakunin
particularmente hábil en el uso de la katana en un golpe conocido como dakikubi (algo así
como “cabeza abrazada”). Finalmente, el kaishakunin realizaba un rezo introspectivo y en
silencio dando los respetos al fallecido samurái.
No debe minimizarse el contenido simbólico de este acto ritual. Los delincuentes comunes
eran ejecutados por un verdugo sin más contemplaciones. El seppuku, en cambio, era
cometido en todo un ambiente de respeto y ceremonia, lo que para el samurái – en caso
de haber cometido falta – ya significaba una recuperación de la apreciación de los demás
en tanto se le cuidaba, bañaba, se le permitía dejar una constancia de sus sentimientos y
recuerdos, y se le asistía en la muerte. Los espectadores no eran individuos sedientos de
sangre, eran autoridades que, por cierto, no se divertían con el rito. El ritual no era un
circo, no era un momento de entretención. Era una ceremonia seria y dramática,
enormemente respetuosa y seguida bajo cánones estrictísimos.
A partir del siglo XVII, que es cuando Japón entra en un período de paz relativa, hay un
énfasis muy acentuado en las lealtades y obligaciones sociales. Por razones históricas, el
siglo XVII representa también una suerte de alejamiento de la influencia de la Iglesia
budista, y una revitalidad del confucianismo secular que – si bien había sido importado
desde China casi simultáneamente con el budismo – se había situado como escuela de
influencia política, organizativa y ceremonial, de carácter más elitista que el aura
universalista que proponía el budismo. Las cinco relaciones humanas que manifiesta el
confucianismo (padre e hijo, súbdito y soberano, marido y mujer, hermano mayor y
hermano menor; y entre amigos) eran concordantes con la tradición sociológica de Japón,
pero el estudio sistemático de esta escuela de pensamiento se vio menguado por el auge
de la religión del Buda, resurgiendo fuertemente hacia fines del XVI.
En este sentido, el modelo social, los aspectos religiosos y las costumbres culturales
confluyen en la aceptación y valoración del suicidio bajo estas formas y la razón de por
qué el acto de seppuku es apreciado como un momento de recuperación vital de un
fundamento ético perdido.