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Taller de Oratoria

La muerte y yo.

Cuando tenía 14 años, no me importaba mucho la muerte, era algo que veía lejano e
imposible que me sucediera a mí. Yo era la protagonista. A los 5, tal vez 6 años, la simple
idea era algo que ni se me pasaba por la cabeza. Fue un momento entre los 17 y los 18 que
algo hizo clic en mi cabeza: “voy a morir”. De pronto cada momento que era
autoconsciente, cada momento que notaba mi respiración y cada momento que notaba el
más mínimo cambio en mi ritmo cardiaco, pensaba: “voy a morir”.
No sé si lo notaron, pero por si no, no me morí. Ahora, después de 3 años, 2 terapias, 1
diagnóstico de ataques de pánico y mucha fluoxetina, estoy más tranquila. Mi nombre es
Irlanda Denisse y hoy vengo a hablarles sobre mi relación con la muerte y como lo anterior
mencionado más muchas pláticas y lecturas sobre el tema pueden ayudar a aliviar un
poquito esa angustia producida por lo inevitable.
Según un estudio realizado en 2019 por la Bar-Ilan University en Israel, el cerebro se
“apaga” cuando se le intenta cruzar la idea de su propia muerte. Nosotros poseemos algo
llamado sistema predictivo, investigado recientemente, pero propuesto por primera vez en
1702 por el ministro, filósofo y matemático Thomas Bayes. Si ustedes creían que el cerebro
sólo recibía señales de nuestros sentidos y las convertía en estímulos eléctricos, es algo un
poco más complejo que esto. El sistema predictivo toma detalles desde lo inconsciente y
está en constante acumulo de información, forjando expectativas. Es por eso que vivimos
en dos planos: las expectativas que producimos y lo que en realidad pasa. En el estudio, les
mostraron a los participantes, imágenes de personas desconocidas al azar e imágenes de sí
mismos junto con palabras relacionadas a la muerte, como funeral, ataúd, cadáver, etc.
Cuando veían las imágenes de otras personas, su actividad cerebral permanecía normal;
cuando veían imágenes de sí mismos junto con esas palabras relacionadas con muerte, su
actividad cerebral disminuía en esa región del sistema predictivo.
El cerebro protege al ego de la amenaza existencial apagando las zonas neuronales que
pueden anticipar el miedo a morir. Ahora imaginen, ¿Qué pasa cuando eso no es
suficiente?: pues bien, tenemos una crisis existencial o un ataque de pánico. Este último es
producido por la creencia del cerebro de que hay un peligro inminente y se activan los
mecanismos de luchar o huir. Pero, ¿cómo luchas o huyes de la muerte?
Años de evolución y de ciertos preceptos culturales han desarrollado en el hombre este
principio básico que es el de preservación. Todo ser vivo lo tiene, pero el hombre es el
único que es consciente de ello. Y, además, es el único que posee ego.
El ego es esta noción del “yo” interna en nosotros. Es lo que nos hace percibirnos como
individuos y lo que nos hace apegarnos a las cosas y creer que nosotros poseemos cuándo
en realidad, no poseemos nada, ¿Recuerdan cuándo les dije que era la protagonista? El ego
es la barrera o ilusión de que tú, tú, tú y yo somos algo aparte.
Hay 3 formas en las que esta barrera puede desaparecer: la primera es mediante meditación
profunda, la segunda es producida por los estados alterados de consciencia mediante el uso
de sustancias psicodélicas como el ácido lisérgico, que es el LSD y la psilocibina
encontrada en los hongos y la tercera, cuando naturalmente, mueres.
En el libro tibetano de los muertos, uno de varios escritos que exponen los pensamientos
budistas sobre la muerte se hace referencia a una buena muerte, desde la perspectiva de que
no está determinada por la forma en que uno muere ni por el motivo de la misma. Más bien
se caracteriza por la condición de la mente en el momento de la muerte; morir en paz, sin
temor ni sufrimiento mental.
El pensamiento occidental tiene muy arraigada la idea de pertenencia. El yo soy, yo tengo,
yo quiero, yo esto, yo aquello. Esto hace bastante contraste con filosofías orientales como
el budismo, el taoísmo, el hinduismo y movimientos como el Hare Krishna al cual, por
cierto, pertenecía George Harrison. Este sentimiento de apego arraigado en nuestro cerebro
de primates es lo que los budistas perciben como un impedimento tanto para vivir tranquilo
como para morir en paz.
La cultura mexicana también tiene su propia manera de lidiar la muerte. Usualmente
mediante la pillería y celebración, pero hay un son oaxaqueño que me gusta por la manera
serena y amorosa en la que trata el tema: “Niña, cuando yo muera no llores sobre mi tumba.
Cántame un lindo son, ay mamá. Cántame la sandunga. No me llores, no. Porque si lloras
yo muero, en cambio si tú me cantas, yo siempre vivo y nunca muero”. Para quien guste, se
llama la Martiniana.
Escuche esa canción por primera vez cuando era una niña pequeña, y eventualmente cada
niño llega a esa fase donde te da el golpe de realidad: “Bueno, las personas mueren” … “y
mamá y papá son personas” … “y yo soy una persona” … OH NO. Algunos, incluyendo a
su servidora, nunca se recuperan de esa fase.
Simplemente es demasiado vivir como el único animal que sabe que sus proyectos, y
amores y tiempo de vida son limitados. Y cuando el animal se ha ido, eventualmente será
como si el animal ni siquiera hubiera existido para nada. Y esa, es una noción muy amplia y
puntiaguda para que quepa en la cabeza. Algunas cosas que vamos a extrañar: las fiestas,
los cumpleaños de las personas que llegamos a amar, las caminatas, los abrazos, los
pequeños pasos valerosos hacía nuevas cosas.
La mayoría de los filósofos existencialistas como Camus, Nietzsche o Sartre, o incluso
Schopenhauer que fue un pesimista, fueron de cierta manera influenciados por las filosofías
orientales. Las mezclaron con su propia perspectiva occidental y con valentía miraron hacía
el abismo para concluir que, en un Universo tan amplio y aparentemente indiferente,
realmente no tenemos mucho significado. Pero hay un punto medio: entre la negación;
“mírenme, tengo mucho dinero y soy importante, miren todos que buena vida tengo, dejen
lo subo a Instagram, etc.” y desesperación; “nada importa en lo absoluto, nada tiene
sentido, todos vamos a morir, para que hago las cosas, etc.”
No digo que esas sean malas maneras de sobrellevar la vida, porque ¿Realmente hay una
manera correcta? Porque el mundo es sólo tan fantástico, así como es de horrible. Y es tan
arbitrario al perder esperanza, como al encontrarla. Si todo fuera para siempre, ¿Realmente
eso cambiaría algo? 80 años u 8 millones… La cerveza seguirá estando sabrosa, la gente se
seguirá enamorando y probablemente Chabelo siga vivo. Y quizá mañana podamos revertir
el envejecimiento y la muerte. Pero en lo que nos consta por hoy, no tenemos ese tipo de
ciencia aún. Y temerosos de Dios o no, aún tenemos que encontrar la manera de hacer la
paz con la cosa esa que llamamos muerte. Para ti, podría ser religión o alguna variante
espiritual, lo cual es suficiente y justo. Pero les diré lo que funciona para mí personalmente:
Cuando es tarde y no puedo dormir, y el abismo comienza a susurrar sobre como algún día
voy a ir hacía la oscuridad, mantengo en mente que me guste o no, soy parte de algo más
grande. Un experimento conducido a través de todo el planeta, conducido a través de toda
la historia llamado: “nosotros”.
Muerte, nacimiento y esa cosa estúpida en medio. Si nada de eso tiene significancia, si en la
escala cósmica nada de eso importa en lo absoluto. ¿Realmente importa?
No duraremos para siempre, pero mientras estemos aquí, que decisión más idiota sería
desperdiciar nuestro día conscientes en el cosmos. Fue cuando me comencé a plantear la
pregunta, ¿por qué le tengo miedo a morir? Cuando me di cuenta de lo maravillosa que es
la vida. ¿La muerte? La muerte no nos concierne, porque mientras existimos, esta no existe;
y cuando esta existe, nosotros ya no.
Y así como dice aquella canción de culto de aquella gran banda de rock “Blue Oyster Cult”,
las estaciones no le temen a la muerte, ni el viento, el sol o la lluvia. Podemos ser como
ellos.

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