Está en la página 1de 26

DESCONTRÓLATE

Xavier Guix
Cuentan que un discípulo le preguntó a su maestro: “Maestro, ¿cuál es
el secreto de tu serenidad?”. Y el maestro respondió: “Entregarme
incondicionalmente a lo inevitable”.
La sabiduría de la felicidad: distinguir lo inevitable de lo evitable, lo que
está bajo mi control y lo que escapa a él. A veces hay que entregarse
al universo o a los hechos “incondicionalmente”, otras hay que pelear,
luchar por aquellas cosas que consideramos no negociables. ¿Cuándo?:
cuando es vital, cuando los principios y la vida están en juego.
Epíteto, el esclavo, afirmaba: “Si quieres ser libre, no desees o no
huyas de nada de lo que dependa de los otros, si no serás
necesariamente esclavo”.
Entre el extremo de la “necesidad de control”, que se manifiesta en la
más cruda ansiedad, y el “descontrol descabellado”, que define la
incapacidad de poner y ponerse límites, hay un punto medio racional,
saludable y constructivo en el que el “yo” se inventa a sí mismo y se
descubre en la sabiduría del buen discernimiento.
Es sano aprender las habilidades básicas para aproximarnos a la vida
buena, aceptar la incertidumbre y aprender a perder.
En una cultura occidental en la que la ilusión de control se convierte en
una apología, es apenas natural que nos mantengamos estresados y
frustrados, ya que la mayoría de las cosas no dependen de uno mismo.
Muchas enfermedades psicológicas nacen del culto al control: “Tú, todo
lo puedes” o “Todo bajo control”. De esa capacidad o virtud de saber
“descontrolarse” a tiempo, de manera justa y en el lugar adecuado,
descubrimos que “al fin y al cabo, la felicidad” es lo que importa.
Ese control extremo es la aspiración de quienes ansían más y viven
cada día menos.

En el intento de llegar a todas partes vamos dejándonos la piel,


sufrimos. Son tantas las cosas que debemos controlar y, añado, “hacer
bien”, cuando no “a la perfección”, que no tardan en aparecer los
miedos a no poder, a no llegar, a morir en el intento. Si el miedo es el
sentimiento de fondo, las obsesiones y las exigencias son la marabunta
que ruge en la mente. Entre tanto barullo se hace imposible oír la queja
del alma que implora un poco de paz y de tranquilidad. Muchas veces
hacemos oídos sordos al alma. El día a día se convierte para nuestras
emociones en una montaña rusa, cuando no en el túnel del terror. El
cuerpo se va cansando de tanto mareo, de tanto hacerse el valiente,
de tanto correr para récord. Vivir es como una maratón que cuando al
final has conseguido llegar, te dicen que vuelvas a empezar. Y eso no
hay ningún cuerpo que lo aguante.
Cuando el cuerpo dice ¡basta!, significa eso: ¡Basta! Harto de tanto
escuchar nuestras autojustificaciones, harto de que le mintamos
haciéndole creer que mañana pararemos; harto de tragarse complejos
vitamínicos, bífidos activos, omegas 3, mezclados con cafés, alcohol,
tabaco o psicotrópicos; harto por encima de todo de lo poco que lo
queremos, decide parar de forma unilateral, silenciosa y radical:
ANSIEDAD o DEPRESIÓN.
Todo eso ocurre porque nos pasamos tres pueblos a la hora de
controlar nuestra vida. Porque en el fondo de eso se trata: querer
controlar lo que nos sucede; querer controlar el futuro, tener
“claridad”; pasar por la vida “evitando” que nos pasen cosas
“inesperadas”.
Hemos entrado en la era de la obsesión por controlar la vida y la
muerte. Algo similar ocurre con el querer controlar el peso: es tanta la
neura por estar bien y por estar estupendos, que destinamos buena
parte del tiempo libre centrados en la transformación del cuerpo. En
lugar de construir un interior rico, sereno y confiable, nos dedicamos a
maquillar nuestras carencias y a hacer rehabilitaciones en nuestras
fachadas corporales.
También pretendemos controlar el tiempo. El tiempo colectivo ha
pasado al individual para que cada uno lo controle a su gusto. Lo
curioso es que cuando lo tenemos no sabemos qué hacer con él. No
sabemos controlarlo.
El problema que queremos tratar es qué ocurre cuando sentimos la
necesidad de que todo lo que rodea nuestra vida esté bajo control.
Cuando sufrimos ante la posibilidad de que las cosas no sucedan como
teníamos pensado, cuando queremos tener la máxima seguridad en
todo. Hay una conexión entre el exceso de control y los miedos que se
van enraizando en nuestro cuerpo primero y en nuestra vida después.
El estilo de vida al que nos estamos acostumbrando, conlleva la
aparición de una especie de personalidad “controladora” que se pasa
el día con la alarma puesta. La ansiedad por controlarlo todo acaba
descontrolándonos. ¡Cuánta energía gastamos cada día sufriendo por
llegar a todo! ¡Por no fallar!

PRIMERA PARTE: El miedo

El miedo es tu propia invención.

Miedo y control: Uña y carne


Es sencillo adivinar que a más miedo más control. Excepto las personas
que sufren lesiones en el núcleo central o bilateral de la amígdala, en
el sistema límbico cerebral, y por tanto no pueden ni condicionarse, ni
reconocer el “miedo”, la mayoría de los humanos sentimos temores
diversos relacionados con nuestra vida, con lo que hacemos, lo que nos
hacen, lo que nos pasa o lo que nos pasará. El miedo es algo normal.
Estamos programados para tener miedo y lo tenemos. Otra cosa es lo
que hacemos con él. También estamos programados para ser felices y
muchos deciden inscribirse en el arte de amargarse la vida. El
problema entonces no es tener miedo, sino entenderlo y gestionarlo.
Las cosas se pueden controlar más o menos, pero ¿se puede hacer lo
mismo con las personas, el tiempo, el futuro, el amor? NO!! Y la gente
que lo intenta controlar en realidad vive bajo el miedo. Un gran miedo
que les arruina la vida y, de paso, la de los demás.
Cuanto más incapaces nos sentimos de anticipar el mañana y más
incierto nos parece nuestro porvenir o el de nuestros seres queridos,
más espacio dejamos abierto para que la angustia nos invada y
conmocione el cimiento vital de la confianza en nosotros mismos y en
el mundo que nos rodea.
La necesidad de controlar nace como respuesta a los temores, reales o
imaginados, que percibimos a nuestro alrededor. Ya nada ni nadie se
salva de la incertidumbre. Por eso hay que cimentar con doble
hormigón la confianza en nosotros mismos. Cuando eso no ocurre nos
sentimos tentados a transformar la angustia en máxima seguridad, es
decir, en demasiado control. Es muy difícil comprender la vida mientras
la queremos controlar.

Levantarse por la mañana no es una acción de gracias, sino un


temor expectante: ¡a ver qué va a pasar hoy!

El miedo es la cara opuesta a la confianza y al amor. Lo contrario del


miedo no es la valentía sino el amor. El que ama verdaderamente
confía, el que teme desconfía. El que ama recibe amor; el que teme
recibe miedo. El que se quiere, se acepta, confía en sí mismo. Más
amor, más confianza. Más temor, más control. Demasiado control,
obsesión. Parece como si nos debatiéramos entre la confianza y la
desconfianza. Entre la seguridad y la inseguridad.
El deseo de seguridad y la sensación de inseguridad son una y la
misma cosa. Retener el aliento es perderlo.
Tal vez nos estamos poniendo morados de controlar demasiado, de
tensar nuestra vida intentando conseguir una ilusoria seguridad. Al ver
que no la alcanzamos, caemos en el miedo. Es obvio que en algunos
niveles de la experiencia puede que sea altamente útil, tanto el tener
miedo, como el ejercer un control absoluto. Pero, ¿tiene sentido vivir
como si nos jugáramos la vida? Si no sabemos lo que va a suceder
mañana, ¿tiene sentido preocuparse tanto por todo lo que pueda
pasar? ¿Esa preocupación va a mejorar o va a empeorar la situación?
¿Anticipando lo que puede ocurrir, no estamos preparando el camino
para que ocurra?
La conciencia de vulnerabilidad está alimentada por el miedo a lo
imprevisto y desconocido. Se trata de un miedo indefinido, latente e
incómodo, que nos roba la tranquilidad, nos hunde el ánimo y nos
transforma en caracteres aprensivos, suspicaces, irritables,
asustadizos, tímidos y distantes.
No podemos huir, pues, de hablar sobre el miedo. Tal vez vaya siendo
hora que reconozcamos, de que nos reconozcamos en nuestros
miedos, como primer paso para afrontarlos.
Y ese primer paso consiste en “darse cuenta”, en aceptar que detrás
de esos excesos controladores, que detrás de nuestras pequeñas o
grandes obsesiones se esconden nuestros mayores temores. A menudo
nos resistimos a aceptarlo porque ya desde pequeños nos han dicho
que no hay que tener miedo, que el mundo es de los valientes. Lo que
no nos dijeron es que tratar de ser valientes es estar asustados.

La persona supercontroladora está convencida de la necesidad


de sus actos y los justifica por el bien de los demás y de sí
misma. Vive engañándose porque es más fuerte la necesidad
que la razón.

El miedo es destructivo siempre que no se limite a su función de


supervivencia.
Es fundamental darse cuenta de que el mayor de nuestros temores es
precisamente la sensación de perder el control.
- El miedo aparece cuando hay conflicto entre lo que deseamos y
lo que hacemos.
- El miedo aparece cuando no tenemos tiempo. El miedo aparece
cuando hay que elegir, con la duda eterna de si escogimos la
opción correcta.
- El miedo aparece cuando los demás no responden como
queremos.
- El miedo aparece cuando desconfiamos de nosotros y cuando
creemos que los demás no merecen confianza.
- El miedo aparece cuando las cuentas no salen.
- El miedo aparece cuando tememos no ser queridos.
- El miedo aparece cuando las noticias no son buenas.
- El miedo aparece cuando la salud no es buena.
- El miedo aparece cuando nos sentimos ignorantes e ignorados.
- El miedo aparece cuando no sabemos si seremos capaces.
- El miedo aparece cuando las expectativas son demasiado altas.
- El miedo aparece cuando estamos solos ante el peligro porque
nada ni nadie nos garantiza lo que va a suceder.
- El miedo aparece cuando vivimos en la incertidumbre.
- Y a día de hoy, ¿quién no vive así?

La sensación de perder el control trae consigo la necesidad de


recuperarlo. Y ahí es donde perdemos la cabeza. Nace la
ansiedad y por intentar aplacarla caemos en la obsesión.
Enfrentados al temor de perder el control, la mente y el ego se tornan
muy ingeniosos en sus esfuerzos por mantenerlo. Las personas en una
situación de esta naturaleza pueden crear un complejo sistema de
negación, diciéndose a sí mismas que ya están bien como están y que
no tienen por qué cambiar, o que los cambios que están sufriendo son
ilusorios.
Quien acaba padeciendo nuestros miedos es sin duda el cuerpo.
Cualquier pequeño desajuste en nuestra vida provoca a su vez un
desajuste, para empezar, en la musculatura. Es ahí donde vamos
cargando las angustias del día a día, junto con la espalda. A veces nos
irritamos, sentimos que nos sube la sangre a la cabeza y, si
pudiéramos, responderíamos con más o menos agresividad (lo que no
significa, ni justifica violencia alguna). Pero la inhibimos. Nos la
tragamos, además de acorazarnos. Esa doble acción redobla el tono y
la rigidez muscular. Al relajarnos nos llevamos una gran sorpresa: en
lugar de sentirnos aliviados, sentimos desasosiego. Cuando nos quitan
la presión, entonces aparece la angustia. Se suelta el músculo y con él,
la tristeza contenida. Por fin podemos llorar lo que antes reprimimos. El
miedo y su control tienen su propia traducción en el cuerpo en forma
de contracturas. Es su primer síntoma.
Hay muchas personas que viven sufriendo, sobretodo las que se
escudan detrás de obligaciones y responsabilidades: “Si no lo hago yo,
quién lo va hacer”. En el fondo, el problema no consiste en quién acabe
haciendo las cosas, sino el temor, la desconfianza a que no se hagan
como uno quiere, o sea, que se hagan mal. Con esa excusa, consiguen
controlar la situación.
Nada mata más la iniciativa y la motivación que la desconfianza.
Podemos inspirar a través de la confianza, pero “sufrir” porque los
demás no harán las cosas sólo denota inseguridad i necesidad de
control. Muchos directivos no saben delegar, y acaban ejerciendo un
control tan abusivo que los demás no soportan tanta presión. También
esto ocurre en las relaciones y en la familia. Muchas veces con la mejor
de las intenciones intentamos que nuestra pareja, hijos, amigos sigan
las sendas que creemos más óptimas para su desarrollo. Y en cambio
hacen todo lo contrario. Sin darnos cuenta les transmitimos todos
nuestros miedos, que no aceptamos como son y que desconfiamos de
ellos. Lo que ocurre en realidad es que cuando los otros nos hacen
sufrir, no soportamos esa ansiedad y pretendemos quitárnosla de
encima.
En lugar de asumir la responsabilidad sobre lo que sentimos,
vamos echando la culpa a los demás sobre nuestros
sentimientos. Pagamos nuestro miedo con la moneda de la
desconfianza.

No sabemos si tenemos miedo porque perdemos el control, o


controlamos porque tenemos miedo. El caso es que miedo y
control son como uña y carne.
Como no nos gusta el miedo lo queremos evitar. Pero esa evitación
tiene un coste en nuestras vidas. A menudo es tanto lo que queremos
evitar que logramos todo lo contrario: tener aún más miedo.
¡A más seguridad, más miedo a perderla!
Nos fijamos sólo en los efectos sin atender a las causas. Todo ello no
trae más confianza, sino todo lo contrario: tener aún más miedo.

Sobre el miedo

La sensación de miedo está inscrita en nuestra estructura cerebral,


concretamente en nuestro sistema límbico, sede de las emociones más
primarias. En el sistema límbico reside la amígdala, que es el centro
donde el miedo está registrado y generado.

El miedo es una emoción primaria. Como un paleta que


combina unos pocos colores básicos, existen emociones
primarias que al combinarse crean nuestros sentimientos más
complejos.

EMOCIONES PRIMARIAS: miedo, amor parental, enfado o rabia, alegría


y tristeza.
La naturaleza nos proporciona los medios para regular y mantener la
vida, sin necesidad de pensar demasiado, ni hacerse preguntas
existenciales. El miedo entonces es innato, pero las respuestas son
fruto de los aprendizajes que hacemos al interactuar con el miedo.
EMOCIONES SOCIALES: vergüenza, simpatía, turbación, culpabilidad,
orgullo, envidia, gratitud, admiración, indignación, …
La emoción acaba generando un sentimiento de fondo.

ESTÍMULO EMOCIONALMENTE COMPETENTE→RESPUESTA EMOCIONAL

El cerebro procesa información relativa a amenazas y miedos incluso


cuando una persona no se concentra en ello, aunque ni siquiera
recuerde haber visto una señal de peligro.

Son las dos caras de una misma moneda: retener datos de una
situación peligrosa es bueno para el cerebro ya que guarda la
impronta para evitar que vuelva a suceder. Pero a la vez se
automatiza, aparece aunque no exista amenaza real.

El miedo también es un constructo psicológico, es decir, un paquete de


creencias, conductas y emociones que cada persona se construye
sobre el tema. Por eso no hay dos miedos iguales.
Aunque admiremos a personas que no tienen nuestros miedos, no
significa que estén libres de otros temores incluso insignificantes para
nosotros.
Es importante entender el miedo de cada uno y no interpretar esa
experiencia según nuestra idea. Lo mismo ocurre cuando hablamos de
control.
Bajo el miedo

Sólo puede asumirse el miedo cuando cumple su función de alerta, por


eso, Norberto Levy lo llama MIEDO FUNCIONAL. Sin embargo, nuestra
confusión e ignorancia lo han convertido en “una emoción negativa”
que debe ser eliminada. Levy propone atender a los mensajes que se
esconden detrás de los miedos, en lugar de borrarlos de un plumazo o
ahogarlos en la represión.

Dos tipos de miedos:


 Miedos reales: Existe una amenaza real para
nuestra supervivencia física.
 Miedos psicológicos: Existe una amenaza para
nuestra supervivencia psicológica.
• Miedos construidos: Miedos basados en
emociones sociales que construimos
mentalmente.
• Miedos recordados: Recreaciones mentales
de situaciones vividas. En su extremo destacan
las fobias.
• Miedos existenciales: Sobre la vida y la
muerte.
• Miedos del inconsciente.

El miedo no existe por sí mismo, sino con relación a algo o a alguien.


Ej: Mi miedo no es miedo por la muerte, sino perder mi vinculación con
las cosas que me pertenecen. Mi miedo siempre tiene relación con lo
conocido y no con lo desconocido. Por eso tenemos miedos a que
nuestras personas queridas enfermen o mueran, miedo a perder
propiedades y bienes, miedo al dolor, a perder el placer, a perdernos, a
no saber quiénes somos. El miedo, pues, existe en tanto que se
acumula lo que se conoce y se teme perderlo.

El miedo a lo desconocido es, en realidad, el miedo a perder las


cosas conocidas.

De la reflexión anterior nace otra a tener en cuenta: todos esos miedos


en realidad no existen. Son sólo una idea. Los pensamientos, las ideas
o las palabras no son la realidad, sino una representación de ella. Una
cosa es el miedo como emoción y la otra el objeto que nos causa el
miedo. Aunque terminen por aparecer juntos en la mente, son procesos
distintos.
LA MENTE CREA EL MIEDO.

La fuente principal de angustia de muchas personas que se


sienten vulnerables son los temores imaginados.

Giorgio Nardone distingue entre:


 Fobias simples: Miedo a volar, a según qué
animales, al agua, …
 Fobias generalizadas: Agorafobia, obsesiones,
ataques de pánico, o las manías hipocondríacas, …

La diferencia entre unas y otras es en cuánto limita la conducta del


sujeto. Nardone se interesa básicamente por “cómo” funciona el
problema y no por qué existe. Ej: Lo que nos interesa no es por qué un
día determinado te pusiste a pensar en lo peor dentro de un avión, ni
que todo acaba en un ataque de ansiedad. La tarea del terapeuta
consiste en ayudarte a desmontar, pieza por pieza, los
comportamientos de evitación y rechazo que tú mismo te creaste con
tal de hacer frente a ese miedo desproporcionado. Curiosamente se
trata de que dejes de responder como lo has hecho hasta ahora porque
es ahí donde reside tu problema. De nuevo estamos ante un intento
desesperado aunque infructífero de controlarnos a nosotros mismos.

El miedo a perder el control

Nuestra vida se identifica sobre todo por lo que “tenemos” y lo que


“hacemos”. Los verbos ser y estar quedan arrinconados a capricho de
la ocasión. Teniendo en cuenta que atendemos a una cultura que
desde la más tierna infancia nos valora por lo que logramos y no por lo
que somos acabamos siendo lo que hacemos y lo que tenemos.

Si queremos, siempre encontraremos una excusa, una


justificación más o menos razonable para seguir haciendo lo
mismo que hicimos ayer y lo mismo que esperamos hacer
mañana.

Ahí está una de las claves del miedo a perder el control. Nos pasamos
el día esforzándonos en mantener nuestra imagen externa, esa
máscara protectora con la que acabamos identificándonos. Llegamos a
perder de vista quién somos en realidad. Nos desgastamos a diario
intentando que no se nos caiga la máscara. ¿Y por qué tanto miedo?
Porque no estamos seguros de que nos guste lo que hay detrás de
ella… o peor aún: que no gustemos a los demás, que nos rechacen o
abandonen. Todo eso ocurre porque desconfiamos de nosotros mismos.
A más desconfianza en uno mismo, más necesidad de controlarlo todo
ya todos.
Cuando dependemos de la confianza de los otros, nacen muchos otros
miedos: miedo al qué dirán, miedo a fallar, miedo a no llegar, miedo a
fracasar, miedo a que no cuenten con nosotros, miedo a no estar a la
altura, miedo a la soledad.
Tenemos miedo a perder el control porque nos resistimos a aceptar la
vida tal y como es, tal y como se presenta. Porque nos cuesta aceptar
a los demás tal y como son. Para ello hay que anticiparse, programar,
presuponer, atar cabos, vigilar, ordenar, cuadrar y sobre todo no
saltarse demasiado no fuera que se nos viese el plumero. De esta
manera no andamos armonizados con la vida, no fluimos lo suficiente
porque la alarma está siempre puesta. ¡Qué miedo da permitirnos ser
nosotros mismos y confiar! Cuando nos acostamos convencidos de que
todo está bajo control es una ilusión, un engaño que tal vez nos sirva
para dormir más tranquilos.

En realidad, el miedo a perder el control se fundamenta en la


ilusión de que alguna vez lo creímos tener.

Creer que lo tenemos todo controlado es una evidencia sensorial, una


sensación interna de que “todo está bien”. En realidad, lo único que
hemos hecho es apaciguar nuestra posible ansiedad.

Los miedos existenciales

¿Te ocurre a menudo que sientes como un agujero negro en tu interior?


¿Sientes como una tristeza de fondo, como una compañera de vida que
viste de luto? ¿Te preguntas qué sentido tiene lo que haces? A menudo
hablamos de un vacío existencial. Nos pasamos el día atareados,
relacionándonos con los demás, de aquí para allá como cohetes pero
¿hacia dónde? No hay nada peor que andar de aquí para allá sin
sentido. Esa es la clave, tener una orientación, un sentido.

¿De qué llenamos nuestra vida? Sobre todo de preocupaciones,


de “neuras”, de miedos, nos metemos en líos con el único
propósito de tener la mente entretenida. De no hacerlo así nos
daríamos cuenta del vacío.

¿Es que no tenemos nada más que hacer que pasar las horas
entretenidos en lo que nuestros amigos han dicho, lo que aquel ha
hecho o cómo debería haber actuado? Cuando se encuentra sentido a
la vida desaparecen las tonterías.

Cuando cuesta encontrar sentido a la vida, es fácil caer en esos miedos


que los existencialistas identifican como la falta de deseo y motivación
de autorrealización, o sea, el miedo a la muerte.
Cuando no somos capaces de actuar como observadores de nuestros
procesos internos, sino que nos identificamos con ellos, entonces
quedamos apegados al capricho de nuestra memoria y de nuestros
estados de ánimo.

Ante la falta de sentido de la vida actuamos a través de cinco síntomas


más comunes:

1. DEPRESIÓN EXISTENCIAL: estancamiento vital ante la falta de


sentido de la vida.
2. FALTA DE AUTENTICIDAD: falta de conciencia y aceptación de la
propia finitud y mortalidad.
3. SOLEDAD Y EXTRAÑEZA EXISTENCIAL: un sentimiento de sí
mismo suficientemente fuerte que, sin embargo, se siente ajeno
a este mundo.
4. FALTA DE AUTORREALIZACIÓN: según Maslow, si eres menos de
lo que eres capaz serás profundamente infeliz el resto de tu vida.
5. ANSIEDAD EXISTENCIAL: amenaza de muerte o pérdida de la
modalidad autorreflexiva de ser-en-el-mundo.

Fluyendo en ese río continuo de vida llegas a olvidarte de esa


construcción que es tu identidad, te olvidas de ti para ser tú
mismo.

Una misión a la que todos estamos invitados es a autorrealizarnos, a


llegar a la máxima expresión de nuestro ser. Pero fíjate tú que por ahí
encontramos otro miedo existencial. El miedo al propio conocimiento
asusta porque tememos conocer algo que no nos guste de nosotros
mismos. Pero también el sentirnos muy felices durante mucho tiempo
nos asusta porque lo vivimos como una responsabilidad más. Los
humanos tememos sentirnos completamente libres.
El miedo y el exceso de control nos quita libertad. Estar pendiente de
todo lo que sucede a mi alrededor acaba consumiendo mi voluntad. Me
esclaviza. Son las dos caras del miedo: de un lado paraliza (no tengo
libertad de acción) y del otro me hace controlador (no tengo libertad de
la voluntad).

Fobia al compromiso: El miedo de moda

Cada sociedad y cada momento histórico fabrican sus propios miedos.


Observando nuestros comportamientos actuales, destaca la dificultad
en consolidar relaciones de pareja.

Medio mundo anda loco por emparejarse y la otra mitad huye


de hacerlo. O sea, no hay manera de encontrarse. Sólo existe
un compromiso: ¡No comprometerse!

Por una parte hay personas que tienen dificultades para


comprometerse en nada. Nada les dura porque de todo se cansan.
También hay otras personas que sufren un miedo desproporcionado a
la intimidad, a la expresión emocional, así como al rechazo o al
abandono.

Lo que sin duda une a hombre y a mujeres es que hoy trabajan más
que nunca. El 30 por ciento de las rupturas sentimentales se produce
porque se pasa demasiado tiempo en el lugar del trabajo. Este exceso
es también una de las causas que explican las dificultades que existen
hoy para buscar pareja.
El problema es que se nos acaba la paciencia nada más empezar; que
no estamos para invertir en malos rollos y que eso del sacrificio y la
voluntad es cosa de nuestros abuelos. La gente de hoy tiene muchas
cosas que hacer en la vida que “aguantar” las veinticuatro horas a
otro. Sobre todo cuando el mercado está lleno de “otros u otras”. Si
buscamos un beneficio rápido y seguro, una relación es la peor
inversión, aunque es la más codiciada. Por eso hay que escoger entre
el deseo o el amor.
Estar en una relación significa un montón de dolores de cabeza, pero
sobre todo una perpetua incertidumbre. Nadie te garantiza que esa
relación va a ser para toda la vida.
El hombre contemporáneo se interesa más por la emoción de tipo
explosivo, que por el sentimiento, que tiene un carácter más duradero.
En el campo de las emociones, el hombre de hoy descuida las que
pueden enriquecer su alma en beneficio de las que le procuran simples
excitaciones.

FOBIA AL COMPROMISO: Muchos hombres y mujeres creen que quieren


establecer relaciones sólidas, pero en realidad su vida está gobernada
por un enorme miedo a la intimidad. Frecuentemente son románticos y
seductores, pero cuando alguien se acerca demasiado… se alejan a
bailar por separado.

Los fóbicos al compromiso son víctimas que actúan como


verdugos.

Su constante conflicto gira alrededor de una sola idea: gritan que


necesitan intimidad, pero en cuanto la encuentran salen huyendo. Lo
malo es que por el camino han dejado empequeñecida a otra persona
que, en medio del desconcierto, pierde su autoestima y para colmo
llega a sentirse culpable.

Lo peor que te puede ocurrir con el miedo es identificarte con


él. Sólo podrás huir, una y mil veces.

Sería recomendable:
- Vivir un enamoramiento saludable, es decir, permitir que se
expresen las emociones aunque sin tomar decisiones.
- El momento culminante son los primeros pasos de la relación una
vez iniciada. Ahí es donde aparece el miedo con todo tipo de
manifestaciones: bloqueo emocional, sudor frío, desconcierto,
deseo y odio a la vez por el sujeto de su amor. En algunas
ocasiones incluso se producen distorsiones perceptivas: así como
el enamorado ve toda la belleza en el rostro amado, el fóbico ve
más fealdad de la que realmente existe.
- Hay que confiar en uno mismo y en el otro. Cierto que las
personas con dificultades de compromisos se ganan que las
dejen, pero si alguna oportunidad tienen de aprender, sólo puede
ser en el seno de una relación que se lo permita.
- Lo que no tiene sentido es dejar pasar el tiempo y creer que sólo
con quererla mucho habrá suficiente.
Los miedos del inconsciente

Nuestro inconsciente es ese gran desconocido que nos conoce mejor


que nadie.

La causa de una emoción puede ser muy diferente de las


explicaciones que nos damos a nosotros mismos o que damos a
otros tras el hecho.

El miedo lo llevamos padeciendo desde nuestra más tierna infancia. En


el vientre materno ya empiezan a ocurrir cosas. El feto siente el miedo
en sus madres, en su constelación familiar. El miedo se transmite, y
además, lo mamamos.

Tres modelos de respuesta:


- APEGO SEGURO: El niño siente algo de temor cuando la madre se
aleja, pero se alegra cuando regresa.
- APEGO INSEGURO: El niño no parece alterarse cuando la madre
se ausenta, aunque tampoco muestra alegría a su vuelta. Suele
ser un niño evasivo, de padres que se muestran distantes.
- APEGO AMBIVALENTE O ANSIOSO: De padres inconstantes en la
expresión afectiva, el niño actúa con mucho temor a quedarse
solo, aferrándose y llorando con desconsuelo. A la vuelta de sus
progenitores se muestra indiferente u hostil.

La responsabilidad que podemos llegar a tener en la construcción de


nuestros peores miedos. Podemos crear y creer en lo creado.
Podemos convertir los sueños en realidad, pero también
nuestras pesadillas.
El pensar en lo que ocurrió ayer, y el temer que pueda repetirse
mañana, es lo que engendra tanto el tiempo como el miedo.

DIMENSIONES DEL MIEDO PSICOLÓGICO:


- El miedo es un conjunto complejo de respuestas químicas y
neuronales.
- El miedo es una emoción primaria e innata.
- Aunque las respuestas puedan ser innatas, se requiere la ayuda
mínima de una exposición apropiada al ambiente.
- Cuando la información que recibimos del exterior, o la que
imaginamos internamente, tiene una carga emocional
considerable reforzamos los procesos de consolidación de
memorias emocionales.
- Memoria y aprendizaje condicionado acaban formando un
constructo psicológico del miedo, basado en creencias,
conductas y emociones.
- El miedo existe con relación a algo o a alguien.
- Ese algo o alguien han de representarse en uno o más de los
sistemas de procesamiento sensorial del cerebro, como las
regiones visual o auditiva.
- Al tratarse de una representación, no es una existencia real sino
una idea que construimos en la mente.
- Cabe distinguir entre la emoción del miedo y el objeto o idea que
la causa.
- Algunas ideas sobre nuestra existencia, como la vida, la muerte,
el amor o la libertad son generadoras de miedo y angustia.
- Los pensamientos engendran tanto el tiempo como el miedo.
- Los pensamientos asociados a objetos que producen ansiedad se
pueden convertir en fobias.

LOS MIEDOS PSICOLÓGICOS NOS LOS CREAMOS NOSOTROS MISMOS.


MALA NOTÍCIA: NO PUEDES SINO CREER EN LO QUE TÚ MISMO HAS
CREADO.
BUENA NOTÍCIA: PORQUE SE TRATA DE UNA CONSTRUCCIÓN
PERSONAL, PUDES DESCONSTRUIRLA. SUPERAR EL MIEDO ES UNA
DECISIÓN DE TU VOLUNTAD.

SEGUNDA PARTE: EL CONTROL

Un hombre que sufre antes de lo necesario, sufre más de lo necesario.


Séneca.

Detrás de las conductas existen, por supuesto, creencias y valores que


las orientan. Por eso, además de darte cuenta de “cómo” controlas,
también puede ser interesante acercarse a las creencias que has ido
consolidando a lo largo de tu vida, y que se relacionan con la necesidad
de controlar.

Cuando los humanos buscamos la manera de defendernos, de


controlar, podemos llegar a ser altamente creativos… así como
perversamente rebuscados.

Voy a referirme a los mecanismos de control como las conductas y


estrategias que realizamos para mitigar la ansiedad que puede
producir una sensación de temor, de miedo construido. Ejercemos
control cuando tememos precisamente perderlo. Anticipamos nuestras
acciones con tal de evitar un posible sufrimiento posterior. Eso que
puede ser muy válido ante una situación de riesgo, puede acabar
siendo nefasto cuando se pretende hacer con nuestras relaciones y las
emociones que se generan entre ellas.
Todos ejercemos un cierto control sobre nuestras vidas y la confianza
en nosotros mismos se asienta también en la capacidad de controlar lo
que nos va ocurriendo. ¿Dónde está la línea divisoria entre un control
“normal” y “demasiado” control? Siempre que nuestra conducta nos
reporte bienestar personal, no nos perjudique, ni tampoco perjudique a
terceros, entonces nos manejamos dentro de una normalidad
psicológica. Si ocurre todo lo contrario, entonces tenemos un problema.

La función de los mecanismos defensivos es resolver una situación que


para la persona significa una amenaza para su psiquismo. Es pasar lo
consciente a lo inconsciente. La represión, por citar un ejemplo
ampliamente reconocible, pretende encerrar a cadena perpetua ideas
o sentimientos que nos parecen insufribles.
Los mecanismos de control, en cambio, son más bien conductas
identificables que también pretenden defendernos, aunque de
supuestos conscientes que nosotros mismos construimos. Eso sí, no
hay duda de que los dos mecanismos se relacionan y que, en el fondo,
todo acaba siendo una cuestión tan vital como protegernos de la
angustia y del sufrimiento.

¿Existe entonces una personalidad controladora? Existen personas que


han convertido la necesidad de controlar en su manera de actuar ante
la vida. Su obsesión ha llegado a convertirlos en esclavos de su propio
control: el control los controla, o según se mire, los descontrola. Pero lo
que más se reluce de esa personalidad es su incapacidad para dejar de
controlar. Ahí es donde empieza el trastorno.

CONDUCTAS DE CONTROL, RETRATOS DE CONTROLADORES

La mente controladora

Todos conocemos a personas que se han instalado en el ático de su


organismo. Viven “mentalmente”, lo controlan todo de “cabeza”. Al
seguir secuencias lógicas todo tiene que estar ordenado; todo debe
tener una explicación, una “razón”; no existe nada que no tenga un
porqué. Su vida se basa en dar vueltas a las cosas porque necesitan
verlo claro. Huyen de las sorpresas porque anticipan constantemente
su vida. La única emoción que se permiten es la sensación de que todo
está bajo control.
A los controladores les cuesta ser espontáneos y soltarse, pero lo peor
es que impiden a sus parejas que lo hagan, no fuera que tuvieran que
lidiar con una situación imprevista.

Los controladores mentales van muy bien para trabajos que requieren
precisamente control. El problema viene cuando tienen que manejar
personas, cuando deben dirigir equipos. Al tenerlo todo controlado, es
decir, anticipado, esperan que los demás actúen como ellas tienen
previsto. No reconocen los méritos de los otros porque siempre creen
que se puede hacer mejor.
Los muy mentales suelen ser perfeccionistas porque la cabeza
no para de encontrar motivos de insatisfacción. Se exigen y
para ello no pueden perder el tiempo atendiendo a sus
emociones o las de los demás. Su agilidad mental deslumbra,
pero su pobreza emocional apena.

Crean rechazo a su alrededor, y al sentirse así incrementa aún más el


control y el menosprecio hacia los demás.
El mecanismo de control mental que ejercen estas personas está
dirigido a evitar sentirse arrastrados por las emociones. No las
entienden, las sufren. Se vive más para evitar que para actuar. Y
cuando lo hacen es porque se sienten sobre seguro.
El problema de estas personas es la incapacidad de distinguir entre
estar satisfechas y sentirse felices. Cuando la satisfacción llega por los
méritos logrados, por su “hacer”, les encierra en la trampa de validarse
como personas según lo que hacen. En cambio, sentirse feliz es una
dimensión centrada en el ser. No entienden qué significa eso de
abandonarse y si les dicen que “sean” ellos mismos te dirán ¿qué hay
que hacer? Y cuando estallan, cuando ya no pueden contener tanta
presión en su cabeza, caen en la depresión o en el dramatismo.
Entonces es cuando vemos su miedo más oculto: a no ser nadie si se
equivocan.

Sufrir antes de hora

Conocidos como sufridores, muchas personas tienden a anticipar todos


los peligros habidos y por haber ante cualquier situación. A menudo su
sufrimiento acaba siendo una profecía autocumplidora. De tanto insistir
en el riesgo, las cosas acaban ocurriendo porque acabaron con los
nervios de todo el mundo.
Reiteran las noticias catastróficas que aparecen en los medios de
comunicación, o cuentan los avatares de amigos y vecinos. Y falta que
ocurra alguna cosa como para vociferar su: “Ya lo sabía” o su “Si me
hubierais hecho caso”. La cuestión es incidir, recordar y sobretodo
“darse la razón” de que en esta vida hay que ir con mucho cuidado.

Tienen muy poca confianza en sí mismas y aún menos en los demás a


pesar de necesitarlos, ya que por alguien deben sufrir. A través de la
supuesta bondad que exhiben al prevenirnos, se oculta la íntima
incapacidad de afrontar sus propios miedos. Por eso quieren que los
demás lo sufran de la misma manera.

Esta es la pena de los sufridores: no paran de gritar porque


nadie les escucha.

Lo divertido del asunto es cuando se ha pasado por una situación


temida sin que haya ocurrido nada. En lugar de aceptar que todo ha
ido bien y que no había para tanto, suelen achacar esa suerte a la
casualidad o incluso a sus advertimientos. Y aunque lo admitan, dura
poco. Ya están buscando otra fuente de sufrimiento que de algún modo
justifique su razón de ser en el mundo.

Una versión más Light de la figura del sufridor la cumplen aquellas


personas que anticipan en exceso el fracaso de cualquier operación. Un
caso bien conocido es el de hablar en público, pero seguro que puede
ampliarse a cualquier responsabilidad que hayamos asumido.
Queremos quedar tan bien, queremos cumplir tan perfectamente con
nuestro cometido, queremos responder tan ampliamente a la confianza
que nos dan, que acabamos sufriendo. Sentimos el peso de esa
responsabilidad en forma de ansiedad, porque nos preocupamos en
exceso. Dicho de otro modo, perdemos más tiempo resolviendo esa
ansiedad que ocupándonos del asunto en cuestión. A más
preocupación, más ansiedad; a más ansiedad, menos capacidad de
concentración, ya que la atención se pone en los nervios; a más
nervios, más necesidad de controlarlos; a más control, más necesidad
de estar pendientes de todos los detalles; a más detalles pendientes,
más ansiedad… y vuelta a empezar.
El sufridor ansioso acaba generando motivos de sufrimiento. Le hace
juego a la profecía autocumplidora. Anticipa tanto el fracaso que acaba
por poner nerviosos a los demás, con lo cual logra lo que tanto teme, o
sea, que las cosas salgan mal.
No sirve de mucho preocuparse tanto de las cosas. Mucho mejor
ocuparse. Y ocuparse significa centrarse en la acción y no tanto en
nuestras reacciones. Significa concentrarse y no dispersarse en lo que
podría ocurrir en caso de fallar. Otra cosa es el derecho a decir las
cosas por su nombre.
Como diría Covey: “Primero lo primero” y lo primero es plantear la
situación, antes de preocuparse por si no lo logramos. Los sufridores
hacen lo contrario: Primero sufren y después intentan solucionar. Lo
que suele ocurrir es que su sufrimiento apiada a alguna alma caritativa
que les soluciona el problema. Eso es lo que pretendían con su
sufrimiento.

Andar con el freno puesto

Hay personas que se han pasado la vida escuchando mensajes de


prudencia. No es que vayan asustados por la vida pero sí con el freno
de mano. Se debaten entre la prudencia y el atrevimiento. Y aunque se
atrevan, lo hacen con tanto temor que la profecía autocumplidora
funciona a la perfección.
Esa prudencia les hace personas confiables, aunque curiosamente son
las que menos se fían de sí mismas. Por eso necesitan confirmaciones
continuamente. Necesitan que todo esté bajo su control. Las
emociones les pueden desbordar; por eso antes que nada hay que
controlar. Asumir riesgos es lanzarse a la aventura confiando en uno
mismo y en la vida. Los que van con el freno en la mano no confían en
ellos mismos. No lo pueden hacer porque en su infancia mamaron el
miedo.
Muchas personas han crecido añadiendo a su miedo el de sus padres.
Les enseñaron que lo primero que hay que hacer en esta vida es
pensar antes de actuar, andar despacio y cuando vienen curvas echar
el freno de mano. Y mientras se deciden o no, la vida les va quedando
atrás.

La comparación con el pasado

Muchas personas que temen lo que la vida les pueda traer de nuevo,
que temen volver a empezar, volver a vivir para volver a sufrir, se
anclan en el pasado. Es una manera de controlar un futuro sin
sorpresas desagradables. De algún modo están renunciando a vivir
porque creen haberse vaciado por el camino.
Eso les suele ocurrir a personas que después de haber vivido grandes
pasiones o tal vez sencillas historias de amor, al perderlas las creen
irrepetibles.
Ciertamente existen relaciones que nos parecen insustituibles.
Tampoco se trata de reemplazarlas, sino de diferenciarlas.
Una situación muy similar es vivida por aquellas personas que han
perdido un hijo. Además de arrastrar un dolor en el alma de por vida,
deciden que el luto les acompañe también de por vida. Renuncian a
cualquier placer, a cualquier alegría como si eso fuera as traicionar la
memoria del hijo desaparecido. Les cuesta entender que la vida pierde
un sentido por el que vivir, aunque no su sentido más profundo.
El mecanismo consiste en la comparación constante que nunca llega a
ser igual o mejor que lo vivido. Ese argumento, o excusa, ahorra a la
persona afrontar la vida desde la implicación.

Sentirnos solos y desilusionados genera mucho temor a no


soportar, ni soportarnos, en esas circunstancias. Por eso
queremos huir; queremos volvernos niños sin problemas;
queremos regresar al vientre materno porque allí nos
sentíamos protegidos; queremos volver a esa edad en la que
fuimos felices.

Porque en el fondo ese es el problema. Sentirnos infelices, sin ilusión.


Es importante saber transitar estos momentos de la vida, es decir,
seguir adelante. Esa emoción es transitoria, aunque no lo parezca en
ese momento.
Pocos se escapan de haber vivido situaciones con una fuerte carga
emocional. Separaciones, duelos, humillaciones, traiciones, abandonos,
injusticias, rechazos, … la lista puede ser larga aunque todo termine
convertido en miedos.

Algunas personas dramatizan sus miedos cuando lo que temen es


perder el control. Lo que les duele no es la herida del pasado, sino lo
que podría suceder si no están al tanto. Es como una condena de por
vida: viven el presente sufriendo por el pasado y temiendo el futuro.

El futuro: Planificar la vida


Tenemos hoy tantas cosas por hacer que no cabe duda de que hay que
echar mano de la agenda. Pero algunas personas temen ver esa
agenda vacía. Y ahí es donde empieza el problema. Hay diferentes
maneras de proyectarse el futuro.
La primera, generando expectativas. Ilusionándose constantemente
por la realización de nuestros sueños. La segunda manera es más
rebuscada: nos sirve para aplazar vivir el presente. Eso se traduce en
los consabidos “cuando pueda”, “el día que consiga…”, “cuando tenga
tiempo…”, “cuando encuentre lo que espero...”. En definitiva, que
cuando llegue el día y la hora entonces sucederá lo que tanto hemos
estado esperando. Por supuesto, ese día, no llega nunca. Y si llega, nos
encuentra despistados pensando en cuándo llegará.
Ej: La persona que intenta llenar la agenda de actividades y citas con
otras personas, teme quedarse solo un sábado por la noche o un fin de
semana. La sola idea de no tener nada que hacer, de no tener a nadie
con quien estar, le provoca un profundo vacío que sólo puede cubrirse
con la programación de cualquier actividad deseable. Tanto puede ser
quedar con una persona como lo que sea. Tanto da porque el fin es el
mismo: poner un parche a la soledad.

Muchas personas temen la agenda vacía y por eso se empeñan


en organizar o en apuntarse a todo lo que sea. El caso es evitar
la incapacidad de aguantarse a sí mismas, de estar presentes
en su soledad, de ocuparse de sí, de llenarse con su propia
compañía.

Proyectadas al futuro, estas personas generan grandes expectativas


que las mantienen en estado “de espera”. Llámales ilusas u optimistas,
pero así van tirando por la vida.

En el segundo caso, hablamos de aplazamientos. Ir aplazando los


compromisos que la vida les exige por temor a fallar, a no saber, a no
estar a la altura. Proyectarse hacia el futuro evita lanzarse a la piscina.
Quieren asegurarse estar preparadas, dispuestas. A menudo algunos
grados de exigencia tienen el mismo propósito. Al depender de la
misma persona siempre hay alguna que otra razón para el
aplazamiento… Y así hasta olvidarse del asunto.

Planificar (cuidarse de) la vida de los demás

Es curioso observar el comentario siguiente: “Yo para mí, necesito poca


cosa. Me apaño con nada. Pero para los demás, todo”. Aunque parezca
mentira, la vida de muchas personas adquiere sentido cuando pueden
dedicarla a alguien. Planificar la vida de los demás es una conducta
controladora cuando se convierte en necesidad. Lo es cuando se hace
sin que nadie lo haya pedido. Lo es porque a través de esa conducta la
persona consigue diluirse en un doble afán: ser querida, ser
imprescindible, ser dependiente, y sobre todo olvidarse de sí misma,
no tener que mediar con los miedos y las necesidades propias.
Rellenan el agujero negro de entregada generosidad.

Hacer sentir culpable

Las relaciones interpersonales son la fuente principal de sabores y


sinsabores de nuestra vida. Los demás son espejos para nosotros y
nosotros para ellos. Las relaciones son una proyección constante que
refleja y nos refleja. En cada una podemos vernos a nosotros mismos,
tanto desde la luz como desde la sombra.
A veces apreciamos en otros cosas que no nos gustan. Nos inquietan.
Nos molesta. Se alimenta un temor que hay que controlar. Cuando esto
ocurre en nuestras relaciones más personales, la manera en que
gestionamos esa sombra de duda, convertida ya en rechazo, puede ser
muy manipulativa. Sobre todo cuando en lugar de afrontar nuestros
miedos, los arrojamos a nuestros compañeros de vida y también de
trabajo.
Hay personas que tienen la habilidad de hacer sentir culpables a los
demás. Convierten las diferencias en amenazas.
Hay quien se empeña en que los otros sean iguales a ellos. Por eso
intentan moldear a los demás a su gusto y semejanza, a base de
reconstruirlos. Y el primer camino para conseguirlo es hacerlos sentir
culpables de ser como son.

Chantaje emocional

Que somos víctimas de pequeños chantajes está claro. Lo grave ocurre


cuando de sopetón nos amenazan con cortarse las venas. El chantaje
emocional no tiene matices. Coloca a cada uno en el extremo opuesto
para conseguir que la cuerda se rompa para siempre o, por el
contrario, los polos se vuelvan a atraer.
Un miedo irracional a las pérdidas amorosas, a ser rechazadas, a
asumir cambios o a perder el poder del que han dispuesto, es el campo
de acción de las personas que practican el chantaje. Aprovechándose
de los sentimientos ajenos, acaban imponiendo unas exigencias que de
no ser resueltas les llevará a actuar trágicamente.
Ante tales situaciones es conveniente poner límites a la relación. Por
supuesto, no ceder a la presión y menos bajo amenaza. Claro que eso
exige superar los sentimientos propios de posible culpabilidad. De eso
se aprovecha el que chantajea.

No salirse del guión

Hay personas que son muy rígidas en su vida, son muy exigentes y
perfeccionistas. Son muy previsibles a pesar de escudarse bajo una
pátina de sofisticación. Son muy poco permisibles consigo mismas.
Temen que si se sueltan todo les irá mal, que no sabrán qué hacer. Esa
es la escena temida de aquellos que necesitan un guión rígido. Y ahí
está su miedo central. Para controlarlo necesitan seguir unas pautas
determinadas y sólo esas. Se hacen dependientes, esclavos de su
propia determinación.

De entrada con agresividad

La conducta agresiva es una respuesta defensiva. Una situación a la


que tememos, que vivimos con inseguridad, nos plantea la necesidad
de controlarla, de restablecer el equilibrio interno. Cuando no lo
sabemos hacer, cuando no hay suficiente confianza en nosotros
mismos, entonces es fácil que aparezca agresividad, sobre todo verbal.
También podemos reaccionar de forma pasiva, es decir, no haciendo
nada, tragándonos la situación por miedo a entrar en conflicto. A más
confianza en uno mismo menos necesidad de defenderse de nada ni de
nadie. Respondemos más que reaccionamos. Cuando se cuelan los
miedos cuesta mucho más ser asertivos, es decir, ser capaces de
expresar lo que sentimos, lo que pensamos, aunque de forma cómoda
y sin agredir al otro.

La figura de la eterna sonrisa

La figura de la eterna sonrisa se refiere a aquellas personas que


resuelven la mayoría de las situaciones interpersonales con una
sonrisa. Funciona de forma automática, es como si formara parte del
discurso. Funciona de forma automática, es como si formara parte del
discurso. Y se advierte cuanto más agresivas se sienten. No pueden
expresar esas emociones sociales temidas, la ira, la rabia, el enfado. En
su lugar rubrican con una sonrisa. Está controlando lo que más teme:
mostrarse a sí mismo, expresar sus emociones, dejarse conocer. Para
que no nos duela tanto, seguirá sonriendo.

Soñar despierto

Soñar despierto tiene un propósito claro de huir de la realidad. Asumir


las cosas como son. Hay que reconocer que a veces, es duro. Cuando
estamos faltos de ilusión, cuando llevamos una temporada
empalmando desgracias, cuando a los días parece que le cuesta salir el
sol, entonces buscamos refugio en la ensoñación consciente.
A veces es bueno, pero tenemos que tener en cuenta que eso no
significa evitar reconocer la realidad. Los conflictos hay que afrontarlos.
Para los soñadores es mejor estar esperando, que estar desesperados.
Otra variante de los sempiternos soñadores es vivir las vidas de los
demás. Ya que no encuentran ningún placer en las suyas, siguen con
pasión los quehaceres de los personajes del papel cuché.

¿Qué me pasa, doctor?

Tal vez una de las conductas de evitación más socorridas es la


hipocondría. A veces nuestra vida es lo suficientemente fea como para
no querer mirarnos a nosotros mismos. Entonces miramos hacia otro
lado, transferimos la tristeza existencial en pequeños síntomas que nos
tendrían ocupados. Y aún mejor, nos servirá para que estén por
nosotros, para que nos den unos mimos aunque sea en forma de
regaño. A veces cuesta mucho hacernos cargo de nosotros mismos. En
lugar de asumir nuestros miedos y frustraciones preferimos un
chequeo clínico, que nos digan casi a la fuerza que estamos bien. Pero
cuando ya no sabemos ver el miedo, sino la necesidad de controlar ese
cuerpo descontrolado, entonces caminamos hacia el pánico. Y vuelta a
empezar.

En resumidas cuentas

Las mayores ansiedades que padecemos se producen dentro de


nuestras relaciones.
Como dice Nardone: “Cada evitación confirma la peligrosidad de la
situación evitada y prepara la siguiente evitación. Esta espiral de
progresivas evitaciones produce el incremento, no sólo de la
desconfianza en los propios recursos, sino también de la reacción
fóbica del sujeto, de manera que el trastorno se vuelve cada vez más
inhabilitador y limitador”. Los que hemos mencionado anteriormente
son mecanismos psicológicos y conductuales que intentan amortiguar
la ansiedad generada por nuestros temores.

La ilusión de control

Atribuimos factores internos a nuestros logros y factores externos a


nuestros fracasos. Si las cosas nos salen bien es porque somos buenos.
Si salen mal es por la circunstancias. Desde luego es una buena
protección para nuestra autoestima. Todo lo contrario suele ocurrir
cuando las atribuciones de las causas de los resultados negativos las
cargamos sobre nuestras carencias personales. Si nos enroscamos en
esa creencia estamos llamando de nuevo al fracaso y de paso a la
depresión. Son dos conceptos básicos para entender cómo nos
montamos solitos esa ilusión de control.
Muchas personas con sentimiento de miedo creen que las
circunstancias externas le proporcionarán la seguridad deseada. Su
vida es una proyección llena de condicionales: el día que encuentre el
hombre o la mujer de mi vida…, cuando pueda ahorrar algo de
dinero…, si pudiera cambiar de trabajo… En lugar de resolver esos
miedos, fijan su atención en aspectos externos sobre los que transferir
toda su necesidad de seguridad.

Miedo→Necesidad de controlar→Rigidez→Ansiedad→Obsesión

Este recorrido genérico tiene tres puntos clave que hay que atender: la
rigidez, el aprendizaje y la identificación. El problema no es el miedo en
sí mismo, ni tampoco la ansiedad que no es más que una respuesta
corporal. El problema es todo lo que ocurre entre medio. El problema
es instalarse en la rigidez, aprender unas conductas compulsivas y
creerse que somos eso.
Ansiedad: El miedo en el cuerpo

Centramos todos los recursos psicológicos y farmacológicos en acabar


con la ansiedad, sin solucionar el auténtico problema de fondo, que
suele ser emocional. El miedo, el temor a algo que nos supera es la
parte oculta de un iceberg, del que emerge una cima llamada
ansiedad. Por mucho que dinamitemos esa punta, por mucho que la
pretendamos controlar, las raíces siguen ahí debajo. Y es ahí donde
hay que acercarse si queremos resolver el problema. Menos pastillas y
más paz interior.

La obsesión: El exceso compulsivo

Cuando no logramos quitarnos las preocupaciones de encima,


amanecemos ansiosos. Pero si esta actitud persiste de continuo
acabamos neurotizando nuestra conducta. Caemos en la obsesión.
Cuando esto ocurre de forma compulsiva, cuando no se pueden dejar
de hacer esos rituales, entonces hablamos de trastorno.
La clave para entender la obsesión compulsiva es que el intento de
control aparenta ser tan exitoso que la persona ya no sabe prescindir
de él.
Ej: Transferir toda la ansiedad en asear los armarios. Al hacerlo, la
persona controla su tensión. Pero si no lo hiciera aumentaría su
ansiedad.
Sólo cabe preocuparse de estos rituales si nos damos cuenta de la
incapacidad de prescindir de ellos. Si nos sentimos empujados a
realizarlos aunque no queramos.
TERCERA PARTE: EL DESCONTROL

El descontrol del que hablamos no tiene nada que ver con un


inventario de conductas alocadas, ni pérdidas de conciencia, ni
convertirte en un rebelde con o sin causa. El sentido no es otro de que
dejar de controlar tanto.
Si sientes aún mucha resistencia a abandonar tus hábitos
controladores y tus conductas obsesivas, entonces hay que ir al grano
del asunto, que no es otro que atajar ese miedo que tapona tu
presente.
Las experiencias placenteras son vividas de forma asociadas, eso es,
nos fundimos con esa sensación y sólo después de la experiencia le
ponemos una etiqueta, sea alegría, bienestar o euforia. Todo lo
contrario sucede con el miedo o con esas emociones que nos generan
malestar, inquietud e incluso ansiedad. En lugar de fundirnos, nos
separamos de ellas. Pretendemos disociarnos de esa experiencia. Al
sentirlo así se produce un estado de confusión y las ganas de quitarse
ese sentimiento de encima. Por lo general, las conductas desesperadas
que desarrollamos, dirigidas a erradicar el miedo, acaban siendo la
fuente de nuestro neuroticismo.

Todo lo que resistes, persiste. Lo que aceptas, se transforma.

Cuesta abrirse plenamente a la experiencia del miedo, pero pocas


alternativas nos quedan si queremos ser plenamente conscientes de
nuestro presente, de nuestra experiencia. No podemos separarnos de
ella, sino aceptarla para comprenderla.

Encuentra el origen de tu miedo

Tenemos que preguntarnos que es lo que evitamos en nuestra vida


cotidiana. Tal vez podamos preguntarnos qué es lo que evitamos a
causa de los síntomas físicos que tenemos. Ahí puede que
encontremos algunas pistas. ¿Es casualidad que las depresiones
acostumbren a cebarse con gente muy activa? A lo mejor es miedo a
sentir que no puedes con todo, que no eres una máquina, en definitiva,
que no eres perfecto. La evitación actúa como mecanismo de control.
Puedo preguntarme: ¿qué ocurriría si me dejara llevar completamente
por eso que intento controlar? Puede que también así encuentres
motivos suficientes y valorables como para mantener ese control. Pero
ahora ya no es controlar el miedo, sino aceptar mi conducta,
aceptarme a mí, y eso tiene más que ver con la autoestima que con el
miedo.
Flexibilidad: Soltando amarras

Soltar amarras consiste en no resistirte a aceptar lo que es. En no


acumular pesos emocionales, en no tragarlos continuamente porque
tarde o temprano nos van a romper. Soltar amarras no es naufragar.
Ese es sólo el miedo. Si no soltamos amarras no sabremos nunca de lo
que somos capaces, ni de los puertos que hay más allá de nuestras
narices. Y junto a ello descubrir lo que te gusta, lo que te apetece, lo
que te ilusiona y lo que te impide lograrlo. Aterriza en tus creencias y
date un garbeo por esos pensamientos limitadores que no te permiten
avanzar. No sirve de nada darle vueltas a las cosas, es como afianzar
aún más las amarras. Confía plenamente en tu parte intuitiva.
Soltar amarras tiene que ver con el hecho de soltar las viejas creencias
que han sido útiles durante algún momento de tu vida. La ruta la
marcan tus creencias y valores. Por eso es bueno revisar el mapa de
vez en cuando y actualizarlo. Eso es, darte cuenta de cuáles son las
creencias que te dan vida y plenitud o, por el contrario, te limitan y te
meten en miedos.
Es importante a la hora de soltar amarras de marcarse unos objetivos
definidos. Unos objetivos que orienten tu vida. Según la fórmula
sencilla de Dilts i que aplica la PNL , se trata de hacer una suma:

Estado presente+recursos=Estado deseado

Hay que querer cambiar, saber cómo cambiar y darse la oprtunidad de


cambiar.

No pierdas tu centro

Cuando sueltes tus amarras puede que te invada esa sensación de


salto al vacío. Ese es uno de los temores. El otro consiste en el miedo a
polarizarte, a instalarte en los extremos. Lo importante es encontrar
ese “centro” que te permita integrar la experiencia.
El equilibrio consiste también en un estado de ser. Tal vez no existan
palabras que puedan definir ese estado, como los japoneses usan el
Hara. Sólo se me ocurre hablarte de armonía; de un estado de
centramiento al que llamo “confluencia”. Suelo lograrlo cuando me
abandono a la relajación primero y a la meditación después. Llega un
momento de serenidad interior en el que te parece conectar con una
fuerza apaciguada. Nada de preocupa. Nadie te preocupa. Apenas
tienes conciencia de ti porque permaneces en ese estado. Eres ese
estado y nada más. Es altamente recomendable hacerte espacios de
centramiento.
Ese centro, esa armonía, no es algo que hay que lograr, porque ya
existe en ti. Sólo se trata de hacerle espacio.
Para unos es experiencia corporal, para otros emocional y también
para muchos lo es espiritual. ¿Y por qué no las tres cosas?
Respira hondo

Andamos con el cansancio encima y asustados porque podemos fallar.


Y eso es impensable en una sociedad altamente competitiva.
Vamos soplando en lugar de respirando. Andamos cansados porque
discapacitamos nuestra respiración. No tenemos la suficiente
conciencia de la importancia en nuestras vidas de un uso adecuado de
la respiración.
La respiración profunda y libre tiene el poder de liberar sentimientos
suprimidos. Del mismo modo que al respirar cargamos el cuerpo de
energía, a la vez descargamos ese material emocional reprimido. Por
eso llorar es toda una liberación. La respiración es un ejercicio que
implica el cuerpo y permite sentirnos.

Vive en presente continuo

Vivir el presente no es forzarnos a disfrutar el presente a tope. Se trata


de aceptar la vida tal y como se nos presenta. Sin forzarla. Sin exigirle
que esté al tope. Sin intermediarios adictivos.

También podría gustarte